El Concilio Vaticano II y La Fe en Lo Humano

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El Concilio Vaticano II y la fe en lo humano CONCILIO VATICANO II Publicación impresa | Año: 2015 | Número: 2421 | 0 comentarios | in Iglesia | Autor: Ortega, Fernando José A 50 años de la conclusión del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, el autor rescata los principales aportes que dieron lugar a un nuevo paradigma antropológico. El último capítulo de Laudato si señala que “la humanidad posmoderna no encontró una nueva comprensión de sí misma que pueda orientarla”, y propone “difundir un nuevo paradigma acerca del ser humano, la vida, la sociedad y la relación con la naturaleza”. Estas palabras del papa Francisco en su última encíclica pueden ofrecer una perspectiva adecuada para evocar la actualidad del Concilio Ecuménico Vaticano II, ese “nuevo Pentecostés” que transformó la vida de la Iglesia católica, y de cuya clausura se cumplen cincuenta años. Las líneas que siguen son expresión de un pensamiento que busca compartir con el lector un modo de entender el posible aporte de ese magno acontecimiento eclesial en la gestación de un “nuevo paradigma” antropológico. Sintetizando mucho, tal vez excesivamente, resulta claro –como señala Maurice Bellet, filósofo, teólogo y psicoanalista francés, a quien debo lo esencial de las ideas que presento– que la época del Concilio Vaticano II, antes y después de él, fue un tiempo de búsqueda, de efervescencia, de iniciativas, de riesgos. Se entraba en una época eclesialmente novedosa, de una gran reconciliación con la modernidad, con lo que ella había engendrado de bueno y necesario. Para muchos católicos fue el comienzo de algo nuevo: salir hacia el mundo, poner fin a un cierto pesimismo cristiano, valorar cuanto en la sociedad civil parecía sintonizar con el Evangelio, especialmente la fe en la humanidad y la esperanza en alcanzar una fraternidad universal. Fueron momentos de optimismo y de apertura, en que los cristianos y la Iglesia abandonaron la hostilidad y las condenas hacia “los de

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El Concilio Vaticano II y la fe en lo humanoCONCILIO VATICANO II Publicación impresa | Año: 2015 | Número: 2421 | 0 comentarios | in Iglesia | Autor: Ortega, Fernando José

A 50 años de la conclusión del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, el autor rescata los principales aportes que dieron lugar a un nuevo paradigma antropológico.

El último capítulo de Laudato si señala que “la humanidad posmoderna no encontró una nueva

comprensión de sí misma que pueda orientarla”, y propone “difundir un nuevo paradigma

acerca del ser humano, la vida, la sociedad y la relación con la naturaleza”. Estas palabras del

papa Francisco en su última encíclica pueden ofrecer una perspectiva adecuada para evocar

la actualidad del Concilio Ecuménico Vaticano II, ese “nuevo Pentecostés” que transformó la

vida de la Iglesia católica, y de cuya clausura se cumplen cincuenta años. Las líneas que

siguen son expresión de un pensamiento que busca compartir con el lector un modo de

entender el posible aporte de ese magno acontecimiento eclesial en la gestación de un “nuevo

paradigma” antropológico.

Sintetizando mucho, tal vez excesivamente, resulta claro –como señala Maurice Bellet,

filósofo, teólogo y psicoanalista francés, a quien debo lo esencial de las ideas que presento–

que la época del Concilio Vaticano II, antes y después de él, fue un tiempo de búsqueda, de

efervescencia, de iniciativas, de riesgos. Se entraba en una época eclesialmente novedosa,

de una gran reconciliación con la modernidad, con lo que ella había engendrado de bueno y

necesario. Para muchos católicos fue el comienzo de algo nuevo: salir hacia el mundo, poner

fin a un cierto pesimismo cristiano, valorar cuanto en la sociedad civil parecía sintonizar con el

Evangelio, especialmente la fe en la humanidad y la esperanza en alcanzar una fraternidad

universal. Fueron momentos de optimismo y de apertura, en que los cristianos y la Iglesia

abandonaron la hostilidad y las condenas hacia “los de afuera”, los no creyentes. Momento de

los movimientos, en los que se buscó impregnar con el Evangelio toda la vida. Momento de

misión, en que los cristianos descubrieron hasta qué punto el mundo se había alejado del

cristianismo.

Se le dio prioridad a la presencia en la sociedad por sobre la proclamación de la doctrina. De

allí que esa presencia fuese muchas veces silenciosa en palabras, pero elocuente en el

testimonio de esa disposición fraterna universal en la que radicaba lo esencial de la fe en la

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humanidad. Ese silencio llevó a preferir no hablar más de Dios como objeto de un saber. Se

experimentó e interpretó el silencio de Dios como invitación a actuar y a pensar por nosotros

mismos. Por otra parte, los cristianos buscaron estar presentes en el mundo, y allí, ser activos

y locuaces, abrazando las causas justas, usando el lenguaje en el que ellas se expresaban,

participando en sus luchas, comprometiéndose allí donde se combatía por una sociedad más

justa. La ciencia no fue vista como una amenaza para la fe, sino, por el contrario, el lugar en el

que ella podía encontrar una nueva expresión.

Esta atmósfera de renovación y creatividad, con sus luces y sombras, se prolongó varios

años. Pero luego se produjo un cambio. No en todos, y al principio fue invisible. Apareció, ante

todo, en las generaciones siguientes a las que habían vivido la época del Vaticano II. Ejemplo

paradigmático: el de padres y madres que habían sido militantes cristianos, pero cuyos hijos

“habían perdido la fe”. El silencio testimonial al que hemos aludido pareció perder su

referencia trascendente. Los templos se vaciaban, y no sólo en Europa. ¿Estaba

desapareciendo la fe en Dios? Algunos así lo pensaron, y señalaron al Concilio como el gran

responsable de esa situación. Se produjo entonces una reacción protagonizada por muchos

creyentes y por algunos miembros de la jerarquía, una reacción que podía tomar –y de hecho

tomó– la forma de un conservadurismo y de un integrismo que se contrapusieron frontalmente

al impulso renovador del Vaticano II. La religión pareció volver a encontrar su lugar, el de la

doctrina, la moral y el culto. Se privilegió la seguridad por sobre la búsqueda y la renovación.

Pero la reacción adoptó también otro estilo. ¿En qué consistió? En que, sin condenar ni

abandonar el gran movimiento de emancipación y de reconciliación con el mundo moderno, se

pensó que había que reorientarlo. No era necesario abandonar la fe en lo humano, ese

terreno común que los cristianos compartían con los hombres de buena voluntad. Pero se

buscó completar esa fe, corregirla, contrapesarla, con la fe en Dios, la única que podía

fundamentar la fe en el hombre, precisar su sentido, señalar sus exigencias. En síntesis, y

para decirlo con palabras de Bellet, “había que agregar a Dios”.

Esta actitud tuvo el mérito de rescatar el Concilio. Ahora bien, cuando la analizamos en

profundidad, descubrimos que no resolvió realmente el conflicto de los tiempos modernos: la

rivalidad entre Dios y el hombre, el divorcio entre fe y razón, entre Iglesia y mundo. Y no lo

resolvió porque el Dios “agregado” a la fe en el hombre es un Dios ya supuesto por anticipado,

un Dios que, por lo tanto, no tendría necesidad de aparecer, de manifestarse. Pero si Dios no

acontece ni aparece en el hombre, en la vida, entonces ese Dios –aunque se lo agregue– está

separado, ausente, lejano, y se diluye finalmente en una idea, por más bella que ésta sea.

Para superar esta situación se abre una vía, a saber, la de encontrar viviente a Dios –sin que

sepamos exactamente de qué se trata eso– allí donde florece la vida humana verdadera, en la

relación fraterna que, habiéndose despojado de toda violencia, de todo gusto a muerte, se ha

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hecho –ha sido hecha– puro amor, don, ternura. “Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos

los unos a los otros, Dios permanece en nosotros” (1ª carta de Juan 5,12). Es en esa relación

donde nace lo humano de lo humano, lo humano más que humano, y es allí donde nace y se

manifiesta Dios. Y si se manifiesta, no hay que agregarlo.

Lo que el contexto actual tiene de inédito, visto con la mirada de la fe, podría formularse así:

todo pasa en el hombre, no hay nada que agregar; pero hay que mantener la distancia,

porque el ser humano no es Dios, sino su morada, la morada de la Fuente inasible e

inagotable de todo lo que es, y que desborda infinitamente todo lo que el hombre sabe y

posee. Gracias al Vaticano II, y cuando ya ha pasado mucha agua bajo el puente, podemos

pensar y decir estas cosas, sin el riesgo de un reduccionismo antropocéntrico del Absoluto.

Hoy la fe cristiana puede comprender mejor, gracias a lo que nos ha enseñado el Concilio,

que Dios, cuyo Nombre es Amor, nunca quiso ser Dios sin nosotros los humanos. Es por eso

que la fe en Dios –en ese Dios Amor que se manifiesta en el “nosotros” humano– y la fe en el

hombre –en ese hombre que, amando, supera infinitamente al hombre– son más que

inseparables, cristianamente hablando. Superados los viejos conflictos de la modernidad, tal

vez sea en esta alianza doblemente crítica –de idolatrías y de antropolatrías– donde despunte

el nuevo paradigma antropológico que la humanidad posmoderna busca a tientas.

El autor es Decano de la Facultad de Teología de la UCA.