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1 EL CONFLICTO DE 1923 CON LA SANTA SEDE Conferencia del señor Jorge Emilio Gallardo, al incorporarse como miembro de número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 9 de junio de 2004

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EL CONFLICTO DE 1923 CON LA SANTA SEDE

Conferencia del señor Jorge Emilio Gallardo, al incorporarse como miembro de número a la

Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 9 de junio de 2004

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Apertura del acto a cargo del Académico Presidente Dr. Jorge Reinaldo Vanossi

Es un momento de genuina alegría y regocijo espiritual tener el honor y, más que ello, el privilegio de abrir este acto de nuestra Academia, con motivo de la tan justiciera y merecida incorporación de Don Jorge Emilio Gallardo en su carácter de Miembro de Número de un Cuerpo que se verá así enriquecido con este valioso aporte. Gallardo es de una personalidad sólida y polifacética. Se destaca como escritor y como periodista de alto vuelo. Son reconocidas sus dotes literarias y la aguda penetración de sus reflexiones y análisis sobre los acontecimientos que jalonan la vida nacional e internacional. La historia lo cuenta entre sus más documentados estudiosos –tal como lo comprobarán todos los presentes al escucharlo en su conferencia de ingreso-; a la vez que es digna de mención, como otra de sus virtudes, su fina sensibilidad ante el arte y la belleza. En una palabra, Gallardo es un humanista integral, que alcanza la altura de miras y la profundidad de su trabajo con el estilo y la conducta ética de su señorío que nos conmueve a todos sus amigos y admiradores. Nuestro distinguido recipiendario es hombre de letras, pero ante todo, es hombre de palabra. Usa la palabra y cumple con ella. Respeta y cumple la seria advertencia de otro escritor, el italiano Italo Svevo, cuando aseveraba “no existe unanimidad más perfecta que la del silencio”. Gallardo, en cambio, usa el lenguaje, pero conforme a la máxima escolástica: “nunca niegues, raramente afirma, siempre distingue”. Y lo hace con la elevación y la altura espirituales de los grandes, de los poseedores de la modestia y de los titulares de la generosidad. a) De los grandes, pués él sí que podría repetir con legítimos títulos la confesión de Isaac Newton. “si he podido ver

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más allá que los demás, es porque me he parado en los hombros de un gigante, en los hombros de Dios”. b) De la modestia, toda vez que lo anima la misma convicción de reconocer “bienaventurados a los pacíficos, que no buscan el poder, pues saben que a sus cuerpos les crecen manos para dar y no puños para golpear” (Paul Bosnans). d) De la generosidad, por cuanto su entrañable amor por el bien y la verdad, junto con la armonía, lo llevan y lo guían con el criterio de San Bernardo, cuando se preguntaba despectivamente “¿Qué cosa es la avaricia? Es un continuo vivir en la miseria por miedo a la misma miseria”. Señoras y Señores: A Gallardo no le faltan coraje y valentía, virtudes hermanadas con la sinceridad intelectual y la honestidad personal. Él emprende su derrotero y no se amilana; por eso está en las antípodas de los señalados por el poeta Antonio Machado, que apostrofaba: “los que están siempre de vuelta de todo, son los que no han ido a ninguna parte”. Su prestigiosa Revista cultural es una demostración de su apartamiento de toda frivolidad y banalidad: da cabida, tan sólo, a lo que no está contaminado ni sea anímicamente polucionante, en la misma línea que subraya Maurice Duverger cuando afirma que en las sociedades modernas “la publicidad es el opio del pueblo”. La sobriedad es la nota dominante de esta publicación de Gallardo, que la pone en las antípodas de una Argentina decadente, saturada de “cholulismo” y de “farandulería”. Antes de entregar el Diploma correspondiente a su bien ganada condición de Académico de Número, cierro estas palabras con dos imperativos de mi convicción: primero,, que persuadido estoy que la fe inspira y moviliza las fuerzas de Jorge Emilio Gallardo, pues esa fe incluye la “parusía”, es decir, la creencia en el advenimiento glorioso de Jesucristo al fin de los tiempos. Y, segundo, que ante el siniestro cuadro de tinieblas que nos rodean en esta Patria amada, acaso coincidamos con Kart Popper, en cuanto a que “tenemos no sólo el derecho sino también el deber de negarnos a ser tolerantes con quienes conspiran para destruir la tolerancia”.

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Palabras de presentación a cargo del Académico de número Dr. Isidoro J. Ruiz Moreno

La Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas

me confirió la grata tarea de presentar antes ustedes esta tarde, la simpática y polifacética personalidad de su nuevo miembro de número, recién recibido en la corporación por su presidente. El nombre de ella –Ciencias Morales y Políticas- reviste una larga tradición, como que proviene de Francia y es usada igualmente en España, al igual que en otros países. Si la denominación de Ciencias Políticas sería quizá más apropiado, comprendiendo en ella ampliamente al estudio de las conveniencias sociales de un Estado, la calificación de “Ciencias Morales”, no obstante la aparente contradicción de los términos (pues la moral es una norma de conducta y no una ciencia aplicada), el nombre de “Ciencias Morales” –decía- tiene el mismo significado que Ciencias Humanísticas. Así es como tempranamente en nuestro país, en los inicios de su vida plenamente independiente, se llamó “Colegio de Ciencias Morales” en los tiempos rivadavianos al fundado en Buenos Aires durante el Virreinato con el nombre de Real Colegio de San Carlos. De este modo, la denominación posee un honroso arraigo histórico en Argentina, exponiendo paralelamente el contenido de los amplios estudios que abarcan las Ciencias “Morales”, comprensivas, pues, del vasto saber intelectual De tal manera, nuestra Academia Nacional reúne estudiosos de diversas ramas del conocimiento científico en su modalidad humanística: Derecho e Historia, Filosofía y Biología, Periodismo, Teología y Política. Y ahora, con la incorporación de Jorge Emilio Gallardo, se suman otras manifestaciones del saber. Nuestro nuevo colega, en efecto, ha incursionado –haciendo honor a su nombre- con gallardía, a la vez que con

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dedicación no exenta de amenidad, a una vasta gama de investigaciones, atraído por su inquieto espíritu intelectual. Veremos en rápida enumeración que las materias a que Jorge Gallardo se ha dedicado lo han sido sin exclusivismos, aunque en torno a una temática que quizá sin proponérselo concientemente, lleva como común denominador el análisis de los componentes que integran la sociedad argentina. Así es que desfilan en sus obras, negros y gauchos, periodistas y diplomáticos, estadistas, militares y sacerdotes. Y también, temas de nuestros vecinos de la Banda Oriental, de Brasil, y de otros países sudamericanos. La iniciación de Gallardo en el terreno literario refleja una antigua vocación familiar, confluyendo en ella distintas orígenes de nuestra sociedad. Precisamente, Raíces y letras es el título de uno de sus libros. Es que don Jorge –ahora que es académico nacional puede llamárselo así, como signo de una mayor jerarquía-.viene de linajes destacados en la literatura patria: desde sus Gallardo de varonía, con las figuras del unitario don Manuel Bonifacio; de su abuelo el Canciller don Ángel, destacado científico; su propio padre don Guillermo, académico de la Historia; y por otras vertientes, en apretada enumeración, de José María Cantilo, de los dos Miguel Cané, siendo de indispensable mención el propio general Bartolomé Mitre. Así es que por las venas de don Jorge Gallardo corre tanta sangre como tinta. Se inició tempranamente –joven veinteañero- como periodista en el diario La Nación, interrumpiendo sus estudios universitarios de Filosofía. Allí en el periódico que ilustraron sus mayores cumplió una larga y variada carrera, que lo llevó a ser desde crítico literario y editorialista, hasta corresponsal en el exterior, secretario de su redacción, y director del suplemento cultural. Cabe destacar en este último aspecto la organización del denominado “Mes de las Letras”, en dos ocasiones, que contó con la participación de Julián Marías en una, y en la otra de Ernesto Sábato. Los trabajos de Gallardo le hicieron merecer diversas distinciones: los premios “Adepa-Rizzuto” y el otorgado por la Casa Argentina en Tierra Santa, en el año 1971, y al año siguiente el que le fuera conferido a La Nación por la Secretaría de Estado de Cultura en la categoría Medios de

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Comunicación. A poco obtuvo una beca del Instituto de Cultura Hispánica luego de un concurso de antecedentes, entre los cuales se contaba una monografía sobre El periodismo de opinión en Latinoamérica, todo lo cual le valió en nombramiento, en 1994, de profesor de Periodismo en la Universidad “John Kennedy”. Don Jorge tuvo la suerte de viajar y residir en otros países, lo que amplió su cultura y abrió su mente, siempre fértil, a campos nuevos de investigación. En España la cultivó en el Archivo de Indios, en Sevilla, y en el Archivo Histórico de Madrid, y luego en los de Montevideo y Guyana. Fue participante asiduo en reuniones interamericanas, sobre la población de nuestro continente, y de todo ello fue producto su libro de antropología cultural titulado Presencia africana en la cultura de América Latina, aparecido en 1986. Esta especialidad llevó a que la Universidad de Alcalá de Henares incorporase su nombre, desde 1997, al Repertorio de africanistas que publica con este nombre. Debo citar en aquel aspecto su libro Nacimiento del gaucho, con rico apéndice de documentos inéditos, publicado en el año 2000. Conferencista de palabra fácil y amena, de imágenes floridas y acertadas, son numerosas las tribunas –las más prestigiosas- de la Capital argentina y del Interior que ha ocupado, como también del extranjero, entre las cuales de Madrid y París. Varios de sus trabajos oratorios y periodísticos fueron recogidos en el grueso volumen que tituló Raíces y Letras –antes mencionado- aparecido en 1998, conteniendo una variada temática: ensayos sobre diversos asuntos de interés público, entrevistas con figuras de la mayor trascendencia política y literaria, no sólo del continente americano sino también de Europa, sin que falte s descripción y análisis de la cambiante fisonomía nacional de los países que conforman la América hispana. Pero hay que destacar una faceta en la obra de don Jorge: no se limita a su sola producción intelectual, sino que con generosa amplitud ha extendido su acción y colaboración a un vasto conjunto de figuras de la política, la ciencia y la literatura, al fundar y dirigir la revista que tituló Idea Viva, que ya lleva cerca de 20 números a través de los seis años de su existencia.

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Esta publicación cultural es dirigida y sostenida por Gallardo en esfuerzo que quizá sólo pueda comprender cabalmente quien se haya dedicado a similar locura. No es ésta la primera revista que nuestro amigo lleva adelante, pues anteriormente impulsó por propia iniciativa la segunda época de la Revista del Museo Mitre, que con su dirección llegó a 10 números. Sería prolongar excesivamente esta intervención mía el analizar el valor de ambas publicaciones periódicas, mostrando su contenido. En la editorial El Elefante Blanco –empresa de similar esfuerzo e importancia, que impulsa su hermana Marta Gallardo-, Jorge prologó y dio a conocer en 1997 una compilación de cartas inéditas de Miguel Cané a su hija; y dos años más tarde, con el sello de su propia revista Idea Viva, presentó ensayos sobre la temática que le es recurrente: La frontera temperamental, Bibliografía afroargentina, Un testimonio sobre la esclavitud, e Indígenas y africanos en el sentir de Mitre y de Cárcano. Cuando en el año 2000 la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro –a la cual pertenece como miembro de número- evocó en dos tomos “Los días del Centenario de Mayo”, tocó a Jorge Gallardo ocuparse del capítulo correspondiente a La Capital de un gran país. Igualmente y en el mismo año, colaboró en el volumen editado por la Universidad de Bilbao con estudios de filología y retórica como homenaje a Luisa López Grigera, con el aporte referido a Influencias recíprocas del portugués y el español en el habla del gaucho. Se conoce, pues, a lo largo de esta apretada mención –que excluye otras producciones- los méritos que impulsaron a la Academia de Ciencias Morales y Políticas a incorporar a su conjunto de miembros a don Jorge Emilio Gallardo. La Historia, la Filología, la Antropología, la Política, sustentaron su designación, en una etapa de su proficua vida –“el medio del camino” en que todavía otros muchos estudios suyos se hallan en preparación. En efecto, conozco por sus comentarios que prepara un ensayo político sobre los años vividos desde su infancia, basado en anotaciones autobiográficas que compuso tempranamente; también, una correspondencia que posee de sus ancestros, glosada por él.

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Ahora nos ofrecerá el resultado de otra investigación basada en papeles conservados por su familia, referentes al conflicto entre el Gobierno Argentino con la Santa Sede en 1923, a causa de la designación del Arzobispo de Buenos Aires, propuesto en la persona de monseñor Miguel de Andrea, durante la Presidencia del doctor Marcelo de Alvear, siendo su Canciller el doctor Ángel Gallardo, abuelo del disertante. Mas antes de concluir para que nos ilustre sobre el tema indicado, es menester una observación: por sobre la inquietud cultural, por sobre su inteligencia despierta y de amplio contenido, Jorge Emilio Gallardo, nuestro colega a partir de hoy, es un cabal señor. De nada le valdrían los títulos mediante los cuales ha sido electo en esta Academia Nacional, si no poseyera esas cualidades de generosidad, conducta caballeresca y finura de trato, que lo distinguen. Yo creo que ésta es la suprema condición de un hombre en sociedad: la corrección ante sus semejantes, la vocación de servicio hacia ellos y la comunidad en que residen, los trabajos para el bienestar general. Si a todo ello se le une la inteligencia, como es el caso de Gallardo, mejor.

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Palabras preliminares

Las palabras del académico Dr. Isidoro Ruiz Moreno acaban de demostrar una vez más su amistad generosa, que debo agradecerle hoy como lo he hecho también justificadamente en más de una ocasión. Sus conceptos, parcialmente imaginarios en lo que me conciernen, me han parecido algo así como un compendio de la indulgencia colectiva demostrada por los integrantes de esta Casa cuando decidieron sentarme a su lado. Bueno es, pues, el marco de esta formal incorporación para renovar en público la profunda gratitud que les había manifestado en privado. Muchísimas gracias al señor presidente, doctor Jorge Reinaldo Vanossi, y al doctor Ruiz Moreno, que son ahora, sin mérito mío, mis colegas.

Debo ahora pasar de lo festivo a lo solemne para rendir

el breve homenaje que la tradición reserva para cada académico extinto en el acto de incorporación de su sucesor. Se trata, en este caso, de una estricta sucesión y no de un reemplazo, lo que no estaría al alcance de quien habla.

Evocar al doctor Martín Alberto Noel no constituye una obligación formal sino el saludo debido a un digno padre de familia, a un gran señor, a un pulcro novelista, a un crítico minucioso, a un ensayista y catedrático cabal, a un ciudadano ejemplar y al excelente amigo que fue de tantos de nosotros.

Su ausencia reciente fue la secuela dolorosa de un verano y de días felices que incluyeron visitas recíprocas, parte de una frecuentación anterior y varios años compartida con el doctor Jorge Aja Espil y las esposas de ambos señores. Valga referencia tan íntima debido a la extrema proximidad de aquel dolor compartido y a su directa vinculación con la presente ceremonia.

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Fue don Martín Noel -ustedes lo saben- un argentino que alcanzó los beneficios de la frecuentación cultural francesa, predilecta de su padre, don Carlos M. Noel, el intendente de nuestra ciudad en los años veinte, y del fuerte hispanismo de su tío el arquitecto Martín Segundo Noel, a quien se deben bellísimas construcciones en nuestra ciudad y en alguna estancia e incluso el edificio señorial de la embajada argentina en Lima. De lo francés provino, acaso, la firmeza de su convicción racional y republicana, extendida al ejercicio del respeto por las ideas ajenas. De la veta hispanocriolla hizo una síntesis personal patente en la mejor de sus novelas. Su juicio crítico fue incomparable, en los años en que lo tratamos en el Suplemento Literario de La Nación, para poner orden y armonía a la hora de comentar libros de cualquier signo ideológico, como lo había hecho ya en otros diarios porteños. Tras su muerte, en un artículo de homenaje que le dedicamos, hubo ocasión de repasar su bibliografía y de subrayar una personal preferencia por la varias veces laureada novela La chilena, de 1960. Ya en La balsa, ganadora del concurso de Peuser de 1952/53, había estampado una dedicatoria que sólo decía: “A Ana María”. Su esposa, doña Ana María Cornejo, lo acompañó siempre y también lo precedió en lo que sería la súbita partida de ambos.

No enumeraré sus libros pero mencionaré, fuera del grupo de las novelas, su tesis y semblanza de Martiniano Leguizamón como una vívida, humana y comprensiva evocación lograda sobre el célebre entrerriano, cuya obra comparó con aspectos del Facundo. En palabras de su amigo de toda la vida don Jorge Aja Espil, pronunciadas aquí como presidente de esta Casa el 28 de junio de 2000, ya en aquella tesis de juventud se encontraba “la semilla de su cuentística pegada a la tierra y a los dolores y alegrías que ella cobija”. ¡“Pegada a la tierra”! No cabría mayor síntesis ni expresividad para subrayar la índole inesperadamente indigenista de este autor argentino teóricamente marcado sobre todo por las culturas de España y de Francia.

A las observaciones intimistas y sociales patentes tanto en su obra de ensayista como de novelista, a sus convicciones y efusiones estéticas, el autor sumó su ideal político, inseparable de su ejercicio de la tolerancia y de su visión piadosa de los

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desvalidos. Uno de sus libros recientes, y que tituló Sí, juro, consistió en una biografía novelada del presidente Justo.

Fue subsecretario de Defensa. Tanto integró esta corporación como la Academia Argentina de Letras, donde ocupó el sitial que lleva el nombre de Echeverría. En los años 70 lo alejó de las cátedras su antagonista natural: la intolerancia extremista; hecho que analizó en su libro sobre las vertientes locales del concepto de revolución.

La figura cabal de don Martín Alberto Noel no podría nacer ni de éstas ni de otras enumeraciones, pues el suyo es uno de esos casos en los que el espíritu de la persona es mayor que la suma de sus virtudes parciales. Así lo recordaremos siempre, como la figura del armonioso ciudadano que fue y que recuerdan tanto sus descendientes como quienes tuvimos la inmensa fortuna de tratarlo.

Por mandato de la misma tradición académica debo recordar en este momento al célebre doctor Antonio Bermejo, patrono del sitial que honró el doctor Noel. Su proverbial sencillez mereció una evocación brillantísima de Octavio Amadeo, que fue hombre de esta Academia, y otra muy reciente del presidente de esta Casa, el doctor Jorge Reinaldo Vanossi.

Por su parte, el académico doctor Fernando Barrancos y Vedia refirió aquí, hace poco tiempo, el desempeño del doctor Bermejo en la Corte Suprema de Justicia a lo largo de veintiséis años -veinticuatro de ellos como su presidente- durante los mandatos de Roca, Quintana, Figueroa Alcorta, Roque Sáenz Peña, de la Plaza, Irigoyen, Alvear y nuevamente Irigoyen.

La originalidad de sus votos a veces lo diferenció de sus colegas, los ministros del supremo tribunal, y la casuística marcada por su sello liberal permanece como un ideal en la memoria de la jurisprudencia de nuestro país.

Antes de exponer mi trabajo del día deseo todavía recordar con viva complacencia que uno de los sillones de esta Casa correspondió a mi tío político el doctor Manuel V. Ordóñez (político en más de un sentido de la palabra), cuya memoria traen con frecuencia a colación hasta hoy, con un fervor muy particular, los académicos Alberto Rodríguez Varela

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y Gerardo Ancarola, que fueron sus amigos y son en la actualidad el vicepresidente y el secretario de la Academia.

Permítanme, señores, añadir algo grato y también familiar: cuando un joven tucumano llegó en carreta a Buenos Aires para estudiar en el Colegio de Ciencias Morales recibió hospitalidad en la casa de uno de los tatarabuelos de quien habla. El viajero se llamaba Juan Bautista Alberdi y su colega porteño y amigo fue Miguel Cané (padre). La casona de los Andrade, abuelos de aquel Cané y emplazada hasta hace pocos decenios en Balcarce y Moreno, donde entre otros habitaron Luis Domínguez y Florencio Varela (casados con Ana y con Justa Cané Andrade, respectivamente) y donde había vivido Martín Rodríguez, fue biografiada detalladamente por Manuel Mujica Lainez en su retrato de aquel Cané, a quien sus contemporáneos llamaron “el romántico porteño”. En esta Academia tiene su sillón no sólo el descendiente de Florencio Varela doctor Alberto Rodríguez Varela, sino el doctor Horacio Sanguinetti, seguramente quien más ha hecho por el recuerdo del autor de Juvenilia y por la memoria del Colegio Nacional de Buenos Aires (sucesor del de Ciencias Morales), del que es rector.

La gratitud de Alberdi por los días remotos vividos en aquella enorme casa porteña rodeada con patios y olivar constó en su autobiografía y hasta en su testamento, lo que hoy recuerdo con explicable emoción en esta casa por tantos títulos principalmente alberdiana.

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EL CONFLICTO DE 1923 CON LA SANTA SEDE

Por el Académico SR: JORGE EMILIO GALLARDO

Contrariamente a lo que ocurre cuando el investigador se

esfuerza en los archivos -a veces mediante viajes y muchos esfuerzos, e incluso con la ayuda de la buena fortuna-, los papeles de que me he valido esta vez me llegaron sin esfuerzo alguno. Integraron el archivo del abuelo paterno -el ingeniero civil y doctor en ciencias naturales Angel Gallardo- y están referidos a un aspecto de su desempeño en el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto durante los seis años de la presidencia del doctor Marcelo T. de Alvear. (Por coincidencia, el padre del doctor Martín Alberto Noel fue el intendente de nuestra ciudad durante todo aquel período presidencial). Aquellos papeles fueron conservados por uno de los yernos de Gallardo -el doctor Manuel V. Ordóñez, y a continuación por sus hijos- y he creído encontrar en ellos algunas claves para entender una etapa confusa de nuestra vida diplomática.

Tras seis años de dolencia, el 8 de abril de 1923 murió monseñor Mariano Antonio Espinosa, arzobispo de Buenos Aires. Como el desenlace se estimaba próximo, el tema de la sucesión arzobispal había sido tratado en el más alto nivel pocos meses antes, en ocasión de la visita a Roma del doctor Alvear como presidente electo. El tema fue tratado con el secretario de Estado, cardenal Pietro Gasparri, y con el Papa. El candidato auspiciado por Pío XI era monseñor Francisco Alberti, diocesano de La Plata, y el presidente electo no formuló reparos a ese nombre, que figuraba entre sus preferidos para el cargo. La

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Santa Sede sugirió entonces que el nombrado podría ser designado coadjutor con derecho a la sucesión, y Alvear tampoco se opuso en principio a la posible aplicación de aquel tradicional mecanismo, sobre el cual pidió en la ocasión precisiones canónicas que le fueron alcanzadas.

La Santa Sede nunca aceptó para nuestro país el Derecho de Patronato, como tampoco para otras naciones que se arrogaron dicho principio al adquirir su independencia, con recurso al argumento de que se trataba de un valor jurídico heredado de España. Dado que aquella figura permaneció incorporada a la Constitución Nacional hasta su abrogación en 1966 -una instancia histórica estudiada entre otros autores por el académico doctor Pedro J. Frías-, su mandato fue de plena aplicación por los poderes del Estado en lo referente a las ternas del Senado para la nominación de obispos, la elección de uno de ellos por el presidente de la Nación y la aprobación del pase de las bulas respectivas.

A través de decenios de nuestra vida independiente la buena voluntad de Roma y de Buenos Aires permitió que para la aplicación de la ley en estos casos se optase por un recomendable modus vivendi para eludir factores conflictivos. Fuera de la crisis que a fines del siglo XIX condujo a la interrupción de las relaciones con la Santa Sede, la excepción a esta regla ocurrió inesperadamente durante el gobierno del doctor Alvear, lo que con más detalle que hoy es referido en un libro de próxima aparición, precisamente titulado Conflicto con Roma. La polémica por Monseñor de Andrea.

El conflicto planteado entre el Estado argentino y la

Santa Sede de 1923 a 1926 consistió en una serie de hechos susceptibles de ser interpretados -ya se verá por qué- como errores políticos nacidos de un proyecto secreto, voluntarioso, que anidó en el más alto nivel del partido gobernante y debió contar necesariamente con la participación del candidato oficial a ocupar la sede arzobispal de Buenos Aires: monseñor Miguel de Andrea, párroco de San Miguel Arcángel y desde los cuarenta y tres años obispo in partibus infidelium de Temnos, cuyas obras sociales han sido estudiadas en detalle por el doctor Néstor Tomás Auza.

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El asunto es contemporáneo de la crisis que a mediados de 1924 culminó con la separación del sector “antipersonalista” de la Unión Cívica Radical, un tema particularmente estudiado por el académico doctor Félix Luna.

De la observación de los hechos se desprende que el presidente Alvear se limitó a ser en el caso el ejecutor de una decisión resuelta en la instancia suprema del partido gobernante, donde nada menos que una palabra del ex presidente Hipólito Irigoyen habría tenido el valor de una precisa orden.

La nominación de monseñor de Andrea fue, así, una medida que el Presidente debió llevar adelante con independencia de sus preferencias personales por otros candidatos, manifestadas en Roma cuando en 1922 visitó al cardenal secretario de Estado y al Papa en su condición de presidente electo. Es por ello que el nuncio monseñor Giovanni Beda Cardinale, arzobispo in partibus infidelium de Chersona, debió informar al secretario de Estado cardenal Gasparri que, al proponer sin previo aviso y públicamente la candidatura de monseñor de Andrea, el presidente Alvear había “faltado a su palabra”. En la ocasión, y pese a su habitual energía, las argumentaciones del Presidente en defensa propia resultaron débiles y poco creíbles, ya que en la precisa agenda del nuncio constaban la fecha y la sustancia de un diálogo anterior en el que Alvear había deslizado precisamente objeciones a la posible candidatura de monseñor de Andrea. En abril de 1923, antes de desdecirse al respecto, Alvear confió al nuncio Beda Cardinale que monseñor de Andrea en el Arzobispado de Buenos Aires no sería la persona indicada. Es más: que tal variante podría representar “el comienzo de una intromisión del clero en política”. Tan insólita como grave, en pocos meses la advertencia del Presidente pasó a ser olvidada por él y su criterio se vio transformado por completo. Es más: llevado a sus antípodas. La probable orden de Irigoyen -veremos dónde consta la referencia respectiva- debía ser cumplida.

Como si aquella contradicción no hubiese bastado, algo idéntico ocurrió con el ministro de Relaciones Exteriores y Culto, quien debió echar una piadosa cortina de humo para desdecirse a su vez de sus previas manifestaciones al nuncio en materia de candidaturas, pues en aquella ocasión había incluido

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expresas manifestaciones adversas a la posible candidatura de monseñor de Andrea. Es obvio que la opinión del canciller permaneció en este caso tan subordinada a las órdenes presidenciales como el propio doctor Alvear debió subordinarse, en este asunto, a las directivas del partido tras la intempestiva decisión de Irigoyen de sostener a toda costa a su candidato. Es probable que este fragmento de nuestra historia diplomática deba ser interpretado en el contexto de la situación política que precedió a la crisis entre “antipersonalismo” y “personalismo”, pues ambos acontecimientos fueron contemporáneos.

Las obligadas manifestaciones de Angel Gallardo en favor del súbito candidato oficial no borran la memoria de que en abril de 1923 había manifestado al nuncio que su predilecto para el cargo era precisamente monseñor Alberti, obispo de La Plata, el preferido de Roma desde antes que se produjese el fallecimiento del arzobispo Espinosa. No sólo esa indicación de la Secretaría de Estado constaba desde 1922 en las instrucciones escritas entregadas al nuncio Beda Cardinale, sino que ya cinco años antes su predecesor, monseñor Alberto Vassallo di Torregrossa, había comunicado al secretario de Estado que monseñor Alberti era visto por dos de los más distinguidos canónigos de la Catedral como el candidato ideal para reemplazar en su momento al ya enfermo arzobispo Espinosa.

La previa oposición de Gallardo al nombre de monseñor de Andrea existió, y ello explicaría un planteo que le formuló monseñor Gustavo Franceschi, íntimo confidente y amigo del candidato del gobierno, a lo que el canciller contestó que su actitud era de completa neutralidad en el caso, lo que también manifestó en otras circunstancias.

No es necesario adscribirse al facilismo de las teorías conspirativas para reconocer que la problemática candidatura al Arzobispado de Buenos Aires fue, como se verá, el producto de un pacto acordado en el más alto nivel partidario. Parecen confirmarlo dos simétricas referencias de Gallardo: una de ellas formulada al ministro argentino ante la Santa Sede, Daniel García Mansilla, y expresada como versión, pero con la significativa precaución de que quedase registrada por un taquígrafo, y la otra expresada al nuncio Beda Cardinale, quien la elevó al cardenal Gasparri.

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Ambas versiones, asumidas con presumible riesgo por el canciller, comprometieron directamente al ex presidente y jefe del radicalismo Hipólito Irigoyen, y lo razonable parece suponer que el jefe de nuestra diplomacia jamás habría formulado una vana hipótesis de este calibre ante los representantes diplomáticos de ambos gobiernos.

Tal como fue llevado a la práctica aquel proyecto concebido en la sombra sólo pudo nacer de gruesos errores de concepto, agravados por torpezas de procedimiento. Al rechazar por dos veces la renuncia del candidato -decisión nada espontánea de éste, ya que le fue impuesta por el nuncio-, el doctor Alvear y su canciller adoptaron un tono más que enérgico -podría decirse una sobreactuación- seguramente destinada a un uso múltiple con destino a la opinión pública, a las “internas” del radicalismo y a la beligerante oposición, la cual interpeló en el Senado al canciller, quien en un caso debió incluso retirarse del recinto en defensa del respeto debido al representante del Papa. La tercera renuncia del obispo argentino fue finalmente aceptada por Alvear, quien a esta victoria de la Santa Sede replicó mediante la declaración de personas no gratas del nuncio y del secretario de la Nunciatura.

Frente al supuesto pragmatismo de un “fait accompli” mal calculado por sus autores y ante las bravatas presidenciales, Pío XI persistió dignamente en su posición hasta la compartida decisión final, en 1926.

Ante la resistencia del Vaticano el Ejecutivo argentino endureció su posición, la Corte rechazó el pase del obispo de Santa Fe, monseñor Juan Agustín Boneo, como administrador apostólico de Buenos Aires (designación resuelta unilateralmente por Roma), y el Estado debió enfrentar el formal alzamiento del clero, que declaró expresamente su acatamiento al nombrado por medio de declaraciones oficiales del Cabildo Metropolitano y del Colegio de Párrocos de Buenos Aires. En cambio, los diocesanos se negaron a solidarizarse con monseñor de Andrea, como les sugirió el canciller a través de monseñor Alberti. El obispo de Paraná, monseñor Abel Bazán, se mostró en cambio siempre solidario con las iniciativas sociales del candidato del gobierno. El Estado suprimió los habituales pagos al clero y pidió el retiro del secretario de la Nunciatura,

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monseñor Maurilio Silvani, medida que se postergó y determinó más tarde al gobierno a expulsar a éste junto con el nuncio Beda Cardinale.

Aunque factores adversos a Andrea e impulsados por combativos agentes de la Compañía de Jesús tendieron a ser realizados en secreto, concluyeron en una ruidosa y cruda polémica, llevada a la prensa y a pequeños libros de combate editados a partir de diciembre de 1923 y alguno de ellos velozmente reeditado con actualizaciones polémicas.

Las referencias hechas por Gallardo a García Mansilla y al nuncio tuvieron el valor de una denuncia simétrica y un cabal mensaje doble a la Secretaría de Estado. Fiel a su Presidente, pero también católico practicante, hombre de ciencia y ciudadano apartidista, Angel Gallardo hizo que esta denuncia constase -como dijimos- en la versión taquigráfica de su diálogo con el ministro ante la Santa Sede realizado en Buenos Aires el 12 de mayo de 1924. En la segunda de dos reuniones informativas para las que García Mansilla había sido expresamente convocado dijo también Gallardo:

“...eso de la faz política será muy interesante aclararlo, porque es un cargo que viene muchas veces en cartas y comunicaciones de Roma, en las que se pinta a monseñor de Andrea como un campeón del Partido Radical. En otra comunicación se lo titula ‘alfiere’ del Partido Radical. Se entiende que del Partido Radical irigoyenista.

“(...) Si la Santa Sede ha creído que el Presidente presentaba ese candidato presionado, pudo haber creído hacer una cosa grata eliminándolo. Eso explicaría por qué en vez de ser una actitud hostil, hubiera sido una actitud excesivamente obsecuente hacia el Presidente de parte del Santo Padre, es decir todo lo contrario de lo que se cree”.

Esta versión piadosa fue la misma que recibió el nuncio y elevó al secretario de Estado con el razonable comentario de que se trataba de una “extraña interpretación” del ministro. Esa versión nos interesa hoy porque el canciller denunció allí la presión que existía sobre el Presidente y fue una manera de salvar su propia participación en un asunto que resultaba cada vez más incomprensible para todos los sectores, tanto en Roma como entre los argentinos católicos y los adversos a la Iglesia.

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En probable confirmación de la versión referente a un Presidente “presionado” por su partido hay que mencionar que Gallardo, en sus Memorias, calificó de “indiscreta” una mediación brasileña ofrecida por Itamaraty y no aceptada por la Argentina, cuyos términos dirigidos a la Santa Sede sugerían “la necesidad de que el Vaticano considere con benevolencia la situación en que quedará el gobierno argentino, desobedeciendo la indicación del Poder Legislativo (se refiere a la terna), ya sea reemplazando el candidato designado o aceptándole su renuncia”. No hay duda de que esta supuesta ayuda partía de una indiscreción, algo así como poner el dedo en la llaga al sugerir la existencia de una relativa debilidad política del doctor Alvear.

¿Qué buscó el ex presidente al pretender la entronización en Buenos Aires de un arzobispo incondicional? No una simple recompensa, sino la materialización -es duro decirlo- de un pacto político de futuros servicios recíprocos. Es más que una suposición: se lo dijo Gallardo a García Mansilla con las siguientes palabras, e interesa observar cómo, al tiempo que enunció allí la posición oficial, proporcionó puntas de ovillo que hoy nos resultan útiles para desentrañar parte de la trama secreta del caso:

“Yo no sé por qué se lo pinta a de Andrea como un campeón del Partido Radical. Eso se ha dicho en Roma. El ha tenido muy buenas relaciones con el doctor Irigoyen porque éste era Presidente de la República. El aconsejó que se votara por los radicales para disminuir votos a los socialistas. Pero que él sea un radical militante es absolutamente inexacto.

“Aquí alguien -no recuerdo quién- dijo que había un pacto entre de Andrea y el Partido Radical, para poner los elementos de la Iglesia al servicio del radicalismo y que así se habían conseguido los votos de los seis senadores irigoyenistas.

“(...) Se ha explotado la circunstancia de que hayan votado por de Andrea los seis senadores irigoyenistas y de que hayan votado por Alberti los tres senadores amigos de Alvear, haciendo aparecer así a monseñor de Andrea como candidato de Irigoyen y no como candidato de Alvear. Eso también se ha explotado, pero es totalmente falso. Entre los que votaron por monseñor de Andrea había radicales irigoyenistas, radicales no irigoyenistas, conservadores, había de todo. La mayoría no

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tenía color político. Eso lo demostró Sagasti en su libro”. (Se refiere a un libro polémico editado en 1924 en favor de la candidatura del obispo de Temnos).

Al narrar el caso en sus Memorias el canciller de Alvear no dio indicios de esto, aunque expresó significativamente que monseñor de Andrea “sostenía” que había consultado con el nuncio antes de aceptar su nominación para el Arzobispado. Lo cierto es que al producirse la abrupta y tardía consulta del interesado el nuncio no pudo interponer una negativa, pues si bien sus instrucciones de octubre de 1922 establecían que tras la previsible desaparición de monseñor Espinosa (ocurrida seis meses más tarde) debía favorecer la candidatura de monseñor Alberti, nada decían de oponerse a otros nombres.

Las declaraciones del frustrado arzobispo de Buenos Aires (y futuro frustrado cardenal) fueron ocasionalmente contradictorias con los hechos, y la propia Santa Sede lo detalló en un Libro Bianco editado en 1925 (que conozco gracias a la generosidad de monseñor doctor José Luis Kaufmann), ya que entre otras cosas monseñor de Andrea había asegurado públicamente, antes del lanzamiento por el gobierno de su inconsulta candidatura, que debido a sus muchas tareas sociales de ningún modo podría ser arzobispo de Buenos Aires.

Nuestro propósito de objetividad no elude ni privilegia a ningún factor ni sector. Conduce a señalar errores en cada plano de la contienda, tanto en lo actuado por ambos gobiernos como por sus mediadores y agentes visibles u ocultos, factores que pesaron en cada caso a través de supuestos pragmatismos, argumentaciones principistas, legales y hasta teológicas, recriminaciones, argucias, embustes y desmentidas, sin contar escamoteos informativos, como la explicable omisión -en el Libro Bianco- de la beligerancia de los jesuitas de Buenos Aires en este caso, tema que excedería nuestro tiempo de hoy pero se incluye con detalle en el libro de próxima aparición.

Parece justo subrayar lo endeble de aquella posición argentina, ya que nació de un equívoco transformado caprichosamente en cuestión de Estado. La anomalía del caso condujo a un presidente y a un canciller de catolicismo práctico a parecer por momentos agentes anticlericales.

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Creemos irrecusable diferenciar entre el irrestricto respeto que debían los tres poderes al Derecho de Patronato consagrado en la Constitución y el particular tratamiento que se dio al conflicto del Arzobispado, una herida cuyo origen y motivaciones fueron sin duda secretos. No ayudó a la comprensión del asunto que también fuesen secretos los motivos de la Santa Sede, que llegó a afirmar que ni siquiera el nuncio conocía las razones de la negativa, fundada en lo que fue denominado un “secreto canónico impenetrable”.

La completa falta de tachas morales de monseñor de Andrea quedó fuera de duda, en particular cuando Roma hizo saber que podría ser arzobispo in partibus infidelium e incluso diocesano de cualquier sede eclesiástica argentina, excepto la de Buenos Aires. Parecería éste un caso en el que nada se ganó, salvo agraviar injustamente a otro Estado que era también una potencia espiritual privilegiada por la ley, circunstancia en que el gobierno empeñó en vano por tres años sus medios y su alto prestigio por una causa seguramente ajena a superiores razones de interés nacional.

El cardenal Gaetano De Lai fue uno de los más severos en el Colegio de Cardenales respecto de la actitud argentina, y en esa dura posición se contó un ex secretario de Estado y ex prefecto del Santo Oficio: el cardenal español Rafael Merry del Val.

En cuanto a las razones del secreto papal, creemos que estriban en la misma motivación que movilizó a los jesuitas de Buenos Aires: no sólo las obras sociales de monseñor de Andrea tendían a invadir parte de su jurisdicción, sino que el impetuoso obispo habría expresado que tenía el propósito de quitar a la Compañía de Jesús el manejo del Seminario Metropolitano. A los inconvenientes políticos y presupuestarios que esto hubiese significado para la Iglesia se sumaban, en aquella imprudente confidencia, desventajas presumibles en materia de ortodoxia en la enseñanza allí impartida. No sólo es probable que los jesuitas constituyesen a los ojos del Papa una garantía en materia doctrinaria, sino que monseñor de Andrea representaba el caso poco común de ser un prelado católico de ideas liberales. (A este rico aspecto de nuestra historia criolla de las ideas, tan generosa

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en fanatismos, dedicaremos parte de otro libro, en preparación, y ampliatorio del que ya hemos mencionado).

Este caso amargo, largo tiempo incomprensible para la opinión argentina y europea, como para cada uno de los sectores testigos o actuantes, tuvo su solución. En una Memoria contenida en treinta páginas a máquina el obispo de Temnos reveló en detalle su participación en la solución del caso cuando, de septiembre a diciembre de 1926, se encontró en Roma. Ya no esperaba el cargo ambicionado sino una reparación por vía del cardenalato y al mismo tiempo se desempeñó como un agente secreto doble y aceptado por las partes para superar con eficacia el estancamiento del conflicto. Sus comunicaciones desde Roma con el canciller argentino se hicieron mediante mensajes en clave. Fue un caso en el que los cauces normales de la diplomacia fueron evitados por ambos gobiernos, pues los principales arreglos prescindieron de la intervención principal del nuncio y de nuestro representante ante la Santa Sede, cuyas tareas quedaron limitadas a funciones supletorias. La inmediata provisión de otras cuatro diócesis vacantes en nuestro país (Córdoba, Santiago del Estero, Paraná y Catamarca) quedó resuelta gracias a estos procedimientos y a la eficacia del nuevo nuncio.

Los verdaderos agentes del caso fueron, durante esos tres meses y junto a nuestro obispo, el célebre jesuita Pietro Tacchi Venturi (que tenía acceso no sólo al cardenal secretario de Estado, sino al Papa y a Mussolini), el fascista Oreste Daffinà, procurador de los jesuitas, y el confidente Alfredo Proia, asesor del cardenal Gasparri y futuro diputado de la democracia cristiana en Italia. El nuevo nuncio fue monseñor Felipe Cortesi y el fraile franciscano José María Bottaro, incluido por el Senado en una nueva terna, fue el arzobispo de Buenos Aires aceptado por todos. Monseñor de Andrea dejó de ser un factor de fuerte polémica y su memoria es respetada hasta hoy por sus numerosas realizaciones en favor de diversos gremios.

Las preocupaciones del caso argentino no fueron por aquellos años exclusivas para la Secretaría de Estado. En ese mismo mes de diciembre de 1926 Pío XI condenó a l’Action Française, tras conversar largamente con los cardenales Gasparri y Louis Luçon sobre los alcances de esta medida, que sacudiría

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con fuerza a los seguidores de Charles Maurras en Europa y en nuestro país.

La llegada del obispo de Temnos a Roma, en septiembre, había coincidido con el comienzo de los estudios políticos y financieros conducentes a finiquitar la “cuestión romana”, que concluiría en 1929 con la firma, por parte del cardenal Gasparri y de Benito Mussolini, de los célebres Pactos de Letrán. El cardenal Eugenio Pacelli sustituiría muy pronto al cardenal Gasparri en la Secretaría de Estado (1930) y sería el legado pontificio en el Congreso Eucarístico de Buenos Aires de 1934. Cinco años después reemplazaría a Pío XI con el nombre -para muchos presentes familiar, por cercano en el tiempo- de Pío XII.