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Joseph Conrad El corazón de las tinieblas El corazón de las tinieblas

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Joseph Conrad

El corazónde las tinieblas

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EL CORAZÓN

DE LAS TINIEBLAS

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Joseph Conrad

El corazónde las tinieblas

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Publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Mayo de 2004.

Distribución gratuita.

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I

EL NELLIE, un bergantín de considerable tonelaje, se in-clinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas ypermaneció inmóvil. El flujo de la marea había termina-do, casi no soplaba viento y, como había que seguir ríoabajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y es-perar el cambio de la marea.

El estuario del Támesis se prolongaba frente a noso-tros como el comienzo de un interminable camino de agua.A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna inter-ferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de losnavíos que subían con la marea parecían racimos encen-didos de lonas agudamente triangulares, en los que res-plandecían las botavaras barnizadas. La bruma que seextendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mary allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cerníasobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarseen una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grandey poderosa del universo.

El director de las compañías era a la vez nuestro ca-pitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos

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con afecto su espalda mientras, de pie en la proa, con-templaba el mar. En todo el río no se veía nada que tu-viera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto,que para un hombre de mar es la personificación de todoaquello en que puede confiar. Era difícil comprender quesu oficio no se encontrara allí, en aquel estuario lumi-noso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.

Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en algu-na otra parte, el vínculo del mar. Además de mantenernuestros corazones unidos durante largos periodos deseparación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes antelas experiencias personales, y aun ante las conviccionesde cada uno. El abogado, el mejor de los viejos camara-das tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el únicoalmohadón de la cubierta y estaba tendido sobre una man-ta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó yconstruía formas arquitectónicas con las fichas. Marlow,sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la es-palda en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas,la tez amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascéti-co; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera,parecía un ídolo. El director, satisfecho de que el anclahubiese agarrado bien, se dirigió hacia nosotros y tomóasiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamen-te. Luego se hizo el silencio a bordo del yate. Por una uotra razón no comenzábamos nuestro juego de dominó.Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una plá-cida meditación. El día terminaba en una serenidad detranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamen-te; el cielo, despejado, era una inmensidad benigna depura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex,era como una gasa radiante colgada de las colinas, cu-biertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en plie-gues diáfanos. Sólo las brumas del oeste, extendidas so-

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bre las regiones superiores, se volvían a cada minuto mássombrías, como si las irritara la proximidad del sol.

Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo,el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojodesvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desapare-cer súbitamente, herido de muerte por el contacto conaquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hom-bres.

Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas;la serenidad se volvió menos brillante pero más profun-da. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura,a la caída del día, después de siglos de buenos serviciosprestados a la raza que poblaba sus márgenes, con la tran-quila dignidad de quien sabe que constituye un caminoque lleva a los más remotos lugares de la tierra. Con-templamos aquella corriente venerable no en el vívidoflujo de un breve día que llega y parte para siempre, sinoen la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto,nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como co-múnmente se dice, “seguido el mar” con reverencia y afec-to, que evocar el gran espíritu del pasado en las bajas re-giones del Támesis. La marea fluye y refluye en su cons-tante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de bar-cos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia ba-tallas marítimas. Ha conocido y ha servido a todos loshombres que han honrado a la patria, desde sir FrancisDrake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con tí-tulo o sin título... grandes caballeros andantes del mar.Había transportado a todos los navíos cuyos nombres soncomo resplandecientes gemas en la noche de los tiem-pos, desde el Golden Hind, que volvía con el vientre col-mado de tesoros, para ser visitado por su majestad, lareina, y entrar a formar parte de un relato monumental,hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquis-

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tas, de las que nunca volvieron. Había conocido a los bar-cos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos deDeptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de merca-deres; capitanes, almirantes, oscuros traficantes anima-dores del comercio con Oriente, y “generales” comisio-nados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamo-rados de la fama: todos ellos habían navegado por aque-lla corriente, empuñando la espada y a veces la antor-cha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Quégrandezas no habían flotado sobre la corriente de aquelrío en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Lossueños de los hombres, la semilla de organizaciones in-ternacionales, los gérmenes de los imperios.

El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguasy comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. Elfaro de Chapman, una construcción erguida sobre un trí-pode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad.Las luces de los barcos se movían en el río, una gran vi-bración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste,el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcabade un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que pare-cía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las es-trellas.

—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha sidouno de los lugares oscuros de la tierra.

De entre nosotros era el único que aún “seguía el mar”.Lo peor que de él podía decirse era que no representa-ba a su clase. Era un marino, pero también un vagabun-do, mientras que la mayoría de los marinos llevan, porasí decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permane-cen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— vasiempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco esmuy parecido a otro y el mar es siempre el mismo. En lainmutabilidad de cuanto los circunda, las costas extran-

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jeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad devida se desliza imperceptiblemente, velada, no por unsentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligera-mente desdeñosa, ya que nada resulta misterioso parael marino a no ser la mar misma, la amante de su exis-tencia, tan inescrutable como el destino. Por lo demás,después de sus horas de trabajo, un paseo ocasional, ouna borrachera ocasional en tierra firme, bastan pararevelarle los secretos de todo un continente, y por lo ge-neral decide que ninguno de esos secretos vale la penade ser conocido. Por eso mismo los relatos de los mari-nos tienen una franca sencillez: toda su significación pue-de encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. PeroMarlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúasu afición a relatar historias), y para él la importanciade un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, en-volviendo la anécdota de la misma manera que el res-plandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halosneblinosos que a veces se hacen visibles por la ilumina-ción espectral de la claridad de la luna.

A nadie pareció sorprender su comentario. Era típi-co de Marlow. Se aceptó en silencio; nadie se tomó ni si-quiera la molestia de refunfuñar. Después dijo, muy len-tamente:

—Estaba pensando en épocas remotas, cuando lle-garon por primera vez los romanos a estos lugares, hacediecinueve siglos... el otro día... La luz iluminó este río apartir de entonces. ¿Qué decía, caballeros? Sí, como unallama que corre por una llanura, como un fogonazo delrelámpago en las nubes. Vivimos bajo esa llama temblo-rosa. ¡Y ojalá pueda durar mientras la vieja tierra conti-núe dando vueltas! Pero la oscuridad reinaba aquí aúnayer. Imaginad los sentimientos del comandante de unhermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme del Medite-

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rráneo, destinado inesperadamente a viajar al norte. Des-pués de atravesar a toda prisa las Galias, teniendo a sucargo uno de esos artefactos que los legionarios (no mecabe duda de que debieron haber sido un maravilloso pue-blo de artesanos) solían construir, al parecer por cente-nas en sólo un par de meses, si es que debemos creer loque hemos leído. Imaginadlo aquí, en el mismo fin delmundo, un mar color de plomo, un cielo color de humo,una especie de barco tan fuerte como una concertina, re-montando este río con aprovisionamientos u órdenes, ocon lo que os plazca. Bancos de arena, pantanos, bosques,salvajes. Sin los alimentos a los que estaba acostumbra-do un hombre civilizado, sin otra cosa para beber que elagua del Támesis. Ni vino de Falerno ni paseos por tie-rra. De cuando en cuando un campamento militar per-dido en los bosques, como una aguja en medio de un pa-jar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exi-lio, muerte acechando siempre tras los matorrales, en elagua, en el aire. ¡Deben haber muerto aquí como las mos-cas! Oh, sí, nuestro comandante debió haber pasado portodo eso, y sin duda debió haber salido muy bien librado,sin pensar tampoco demasiado en ello salvo después, cuan-do contaba con jactancia sus hazañas. Era lo suficiente-mente hombre como para enfrentarse a las tinieblas. Talvez lo alentaba la esperanza de obtener un ascenso en laflota de Ravena, si es que contaba con buenos amigos enRoma y sobrevivía al terrible clima. Podríamos pensartambién en un joven ciudadano elegante con su toga; talvez habría jugado demasiado, y venía aquí en el séquitode un prefecto, de un cuestor, hasta de un comerciante,para rehacer su fortuna. Un país cubierto de pantanos,marchas a través de los bosques, en algún lugar del in-terior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo ex-tremo, lo rodea... toda esa vida misteriosa y primitiva que

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se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hom-bre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha devivir en medio de lo incomprensible, que también es de-testable. Y hay en todo ello una fascinación que comienzaa trabajar en él. La fascinación de lo abominable. Podéisimaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la im-potente repugnancia, el odio.

Hizo una pausa.—Tened en cuenta —comenzó de nuevo, levantando

un brazo desde el codo, la palma de la mano hacia afue-ra, de modo que con los pies cruzados ante sí parecía unBuda predicando, vestido a la europea y sin la flor deloto en la mano—, tened en cuenta que ninguno de noso-tros podría conocer esa experiencia. Lo que a nosotrosnos salva es la eficiencia... el culto por la eficiencia. Peroaquellos jóvenes en realidad no tenían demasiado en quéapoyarse. No eran colonizadores; su administración equi-valía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran con-quistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta,nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se po-see, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida dela debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo quepodían. Aquello era verdadero robo con violencia, ase-sinato con agravantes en gran escala, y los hombres ha-cían aquello ciegamente, como es natural entre quienesse debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, quepor lo general consiste en arrebatársela a quienes tie-nen una tez de color distinto o narices ligeramente máschatas que las nuestras, no es nada agradable cuando seobserva con atención. Lo único que la redime es la idea.Una idea que la respalda: no un pretexto sentimentalsino una idea; y una creencia generosa en esa idea, enalgo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede pos-trarse y ofrecerse en sacrificio...

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Se interrumpió. Unas llamas se deslizaban en el río,pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndosey alcanzándose, uniéndose y cruzándose entre sí, otrasveces separándose lenta o rápidamente. El tráfico de lagran ciudad continuaba al acentuarse la noche sobre elrío insomne. Observábamos el espectáculo y esperába-mos con paciencia. No se podía hacer nada más mien-tras no terminara la marea. Pero sólo después de un lar-go silencio, volvió a hablar con voz temblorosa:

—Supongo que recordaréis que en una época fui mari-no de agua dulce, aunque por poco tiempo.

Comprendimos que, antes de que empezara el reflu-jo, estábamos predestinados a escuchar otra de las in-acabables experiencias de Marlow.

—No quiero aburriros demasiado con lo que me ocu-rrió personalmente —comenzó, mostrando en ese comenta-rio la debilidad de muchos narradores de aventuras quea menudo parecen ignorar las preferencias de su audito-rio—. Sin embargo, para que podáis comprender el efec-to que todo aquello me produjo es necesario que sepáiscómo fui a dar allá, qué es lo que vi y cómo tuve que re-montar el río hasta llegar al sitio donde encontré a aquelpobre tipo. Era en el último punto navegable, la meta demi expedición. En cierto modo pareció irradiar una es-pecie de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamien-tos. Fue algo bastante sombrío, digno de compasión... nadaextraordinario sin embargo... ni tampoco muy claro. No,no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especiede luz.

”Acababa yo de volver, como recordaréis, a Londres,después de una buena dosis de Océano Índico, de Pací-fico y de Mar de China; una dosis más que suficiente deOriente, seis años o algo así, y había comenzado a holga-zanear, impidiéndoos trabajar, invadiendo vuestras ca-

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sas, como si hubiera recibido la misión celestial de civili-zaros. Por un breve periodo aquello resultaba excelente,pero después de cierto tiempo comencé a fatigarme detanto descanso. Entonces empecé a buscar un barco; hu-biera aceptado hasta el trabajo más duro de la tierra. Perolos barcos parecían no fijarse en mí, y también ese juegocomenzó a cansarme.

”Debo decir que de muchacho sentía pasión por losmapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Suda-mérica, África o Australia, y perderme en los proyectosgloriosos de la exploración. En aquella época había en latierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno enun mapa que me resultaba especialmente atractivo (aun-que todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir:cuando crezca iré aquí. Recuerdo que el Polo Norte erauno de esos espacios. Bueno, aún no he estado allí, y creoque ya no he de intentarlo. El hechizo se ha desvaneci-do. Otros lugares estaban esparcidos alrededor del ecua-dor, y en toda clase de latitudes sobre los dos hemisfe-rios. He estado en algunos de ellos y... bueno, no es elmomento de hablar de eso. Pero había un espacio, el másgrande, el más vacío por así decirlo, por el que sentía ver-dadera pasión.

”En verdad ya en aquel tiempo no era un espacio enblanco. Desde mi niñez se había llenado de ríos, lagos,nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco conun delicioso misterio, una zona vacía en la que podía so-ñar gloriosamente un muchacho. Se había convertido enun lugar de tinieblas. Había en él especialmente un río,un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa,como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza enel mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia re-gión y la cola perdida en las profundidades del territo-rio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda,

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me fascinaba como una serpiente hubiera podido fasci-nar a un pájaro, a un pajarillo tonto. Entonces recordéque había sido creada una gran empresa, una compañíapara el comercio en aquel río. ¡Maldita sea! Me dije queno podían desarrollar el comercio sin usar alguna clasede transporte en aquella inmensidad de agua fresca. ¡Bar-cos de vapor! ¿Por qué no intentaba yo encargarme deuno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podíasacarme aquella idea de la cabeza. La serpiente me ha-bía hipnotizado.

”Como todos sabéis, aquella compañía comercial erauna sociedad europea, pero yo tengo muchas relacionesque viven en el continente, porque es más barato y notan desagradable como parece, según cuentan.

”Me desconsuela tener que admitir que comencé adarles la lata. Aquello era completamente nuevo en mi.Yo no estaba acostumbrado a obtener nada de ese modo,ya lo sabéis. Siempre seguí mi propio camino y me diri-gí por mis propios pasos a donde me había propuesto ir.No hubiera creído poder comportarme de ese modo, peroestaba decidido en esa ocasión a salirme con la mía. Asíque comencé a darles la lata. Los hombres dijeron “miquerido amigo” y no hicieron nada. Entonces, ¿podéis cre-erlo?, me dediqué a molestar a las mujeres. Yo, CharlieMarlow, puse a trabajar a las mujeres... para obtener unempleo. ¡Santo cielo! Bueno, veis, era una idea lo que memovía. Tenía yo una tía, un alma querida y entusiasta.Me escribió: “Será magnífico. Estoy dispuesta a hacer cual-quier cosa, todo lo que esté en mis manos por ti. Es unaidea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto funciona-rio de la administración, también a un hombre que tienegran influencia allí”, etcétera. Estaba dispuesta a no pa-rar hasta conseguir mi nombramiento como capitán deun barco fluvial, si tal era mi deseo.

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”Por supuesto que obtuve el nombramiento, y lo ob-tuve muy pronto. Al parecer la compañía había recibidonoticias de que uno de los capitanes había muerto en unariña con los nativos. Aquélla era mi oportunidad y mehizo sentir aún más ansiedad por marcharme. Sólo mu-chos meses más tarde, cuando intenté rescatar lo quehabía quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riñahabía surgido a causa de un malentendido sobre unas ga-llinas. Sí, dos gallinas negras. Fresleven se llamaba aqueljoven.., era un danés. Pensó que lo habían engañado enla compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un paloal jefe de la tribu. Oh, no me sorprendió ni pizca ente-rarme de eso y oír decir al mismo tiempo que Freslevenera la criatura más dulce y pacífica que había caminadoalguna vez sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero ha-bía pasado ya un par de años al servicio de la noble cau-sa, sabéis, y probablemente sintió al fin la necesidad deafirmar ante sí mismo su autoridad de algún modo. Poreso golpeó sin piedad al viejo negro, mientras una multi-tud lo observaba con estupefacción, como fulminada porun rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según medijeron, desesperado al oír chillar al anciano, intentó de-tener con una lanza al hombre blanco y por supuesto loatravesó con gran facilidad por entre los omóplatos. En-tonces la población se internó en el bosque, esperandotoda clase de calamidades. Por su parte, el vapor queFresleven comandaba abandonó también el lugar presadel pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Despuésnadie pareció interesarse demasiado por los restos deFresleven, hasta que yo llegué y busqué sus huellas. Nopodía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al fin tuve la opor-tunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor,resultó que la hierba que crecía a través de sus costillasera tan alta que cubría sus huesos. Estaban intactos. Aquel

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ser sobrenatural no había sido tocado después de la caí-da. La aldea había sido abandonada, las cabañas se de-rrumbaban con los techos podridos. Era evidente que ha-bía ocurrido una catástrofe. La población había desapa-recido. Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres yniños se habían dispersado por el bosque y no habían re-gresado. Tampoco sé qué pasó con las gallinas; debo pen-sar que la causa del progreso las recibió de todos modos.Sin embargo, gracias a ese glorioso asunto obtuve mi nom-bramiento antes de que comenzara a esperarlo. Me di unaprisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hu-bieran pasado cuarenta y ocho horas atravesaba el canalpara presentarme ante mis nuevos patrones y firmar elcontrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad quesiempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanquea-do. Sin duda es un prejuicio. No tuve ninguna dificultaden hallar las oficinas de la compañía. Era la más impor-tante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que vercon ella. Iban a crear un gran imperio en ultramar, lasinversiones no conocían límite.

”Una calle recta y estrecha profundamente sombreada,altos edificios, innumerables ventanas con celosías vene-cianas, un silencio de muerte, hierba entre las piedras,imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda,inmensas puertas dobles, pesadamente entreabiertas.Me introduje por una de esas aberturas, subí una escale-ra limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida comoun desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dosmujeres, una gorda y la otra raquítica, estaban sentadassobre sillas de paja, tejiendo unas madejas de lana ne-gra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó sutejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartar-me de su camino, como cualquiera de ustedes lo habríahecho frente a un sonámbulo, se detuvo y levantó la mi-

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rada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de unparaguas. Se volvió sin decir una palabra y me precedióhasta una sala de espera.

”Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesaen el centro, sobrias sillas a lo largo de la pared, en unextremo un gran mapa brillante con todos los colores delarco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siem-pre resulta agradable de ver, porque uno sabe que enesos lugares se está realizando un buen trabajo, y unaexcesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas co-lor naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpu-ra para indicar el sitio en que los alegres pioneros delprogreso bebían jubilosos su cerveza. De todos modos,yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me corres-pondía el amarillo. La muerte en el centro. Allí estabael río, fascinante, mortífero, como una serpiente. ¡Ay! Seabrió una puerta, apareció una cabeza de secretario, decabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedoíndice me hizo una señal de admisión en el santuario.En el centro de la habitación, bajo una luz difusa, habíaun pesado escritorio. Detrás de aquella estructura emer-gía una visión de pálida fofez enfundada en un frac. Erael gran hombre en persona. Tenía seis pies y medio deestatura, según pude juzgar, y su mano empuñaba un la-picero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creoque me la tendió, murmuró algo, pareció satisfecho demi francés. Bon voyage.

”Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nue-vamente en la sala de espera acompañado del secretariode expresión compasiva, quien, lleno de desolación y sim-patía, me hizo firmar algunos documentos. Según pare-ce, me comprometía entre otras cosas a no revelar ningu-no de los secretos comerciales. Bueno, no voy a hacerlo.

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”Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No es-toy acostumbrado, ya lo sabéis, a tales ceremonias. Ha-bía algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamentecomo si hubiera entrado a formar parte de una conspi-ración, no sé, algo que no era del todo correcto. Me sentídichoso de poder retirarme. En el cuarto exterior las dosmujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres delana negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeresse paseaba de un lado a otro haciéndolos entrar en la salade espera. La vieja seguía sentada en el asiento; sus am-plias zapatillas reposaban en un calentador de pies y ungato dormía en su regazo. Llevaba una cofia blanca y al-midonada en la cabeza, tenía una verruga en una mejillay unos lentes con montura de plata en el extremo de lanariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales.La rápida e indiferente placidez de aquella mirada meperturbó. Dos jóvenes con rostros cándidos y alegres eranpiloteados por la otra en aquel momento; y ella lanzó lamisma mirada rápida de indiferente sabiduría. Parecíasaberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me sentí in-vadido por un sentimiento de importancia. La mujer pa-recía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí,he pensado en aquellas dos mujeres guardando las puer-tas de la Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como paraun paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendosiempre a los recién llegados en lo desconocido, la otraescrutando las caras alegres e ingenuas con sus ojos vie-jos e impasibles. Ave, viejas hilanderas de lana negra.Morituri te salutant. No a muchos pudo volver a verlosuna segunda vez, ni siquiera a la mitad.

”Yo debía visitar aún al doctor. “Se trata sólo de unaformalidad”, me aseguró el secretario, con aire de par-ticipar en todas mis penas. Por consiguiente un joven, quellevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supon-

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go que un empleado (debía de haber allí muchísimos em-pleados aunque el edificio parecía tan tranquilo como sifuera una casa en el reino de la muerte), salió de algunaparte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era unjoven desaseado, con las mangas de la chaqueta mancha-das de tinta, y su corbata era grande y ondulada debajode un mentón que por su forma recordaba un zapato vie-jo. Era muy temprano para visitar al doctor, así que pro-puse ir a beber algo. Entonces mostró que podía desa-rrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos nues-tros vermúes, él glorificaba una y otra vez los negociosde la compañía, y entonces le expresé accidentalmentemi sorpresa de que no fuera allá. En seguida se enfriósu entusiasmo. “No soy tan tonto como parezco, les dijoPlatón a sus discípulos”, recitó sentenciosamente. Vaciósu vaso de un solo trago y nos levantamos.

”El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidente-mente en alguna otra cosa mientras lo hacía. “Está bien,está bien para ir allá”, musitó, y con cierta ansiedad mepreguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante sor-prendido le dije que sí. Entonces sacó un instrumentoparecido a un compás calibrado y tomó las dimensionespor detrás y delante, de todos lados, apuntando unas ci-fras con cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afei-tar y con una levita raída que más bien parecía una ga-bardina. Tenía los pies calzados con zapatillas y me pa-reció desde el primer momento un loco inofensivo. “Siem-pre pido permiso, velando por los intereses de la cien-cia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá”,me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nun-ca los vuelvo a ver”, comentó, “además, los cambios seproducen en el interior, sabe usted.” Se río como si hu-biera dicho alguna broma placentera. “De modo que vausted a ir. Debe ser interesante.” Me lanzó una nueva

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mirada inquisitiva e hizo una nueva anotación. “¿Ha habi-do algún caso de locura en su familia?”, preguntó con untono casual. Me sentí fastidiado. “¿También esa pregun-ta tiene algo que ver con la ciencia?” “Es posible”, me res-pondió sin hacer caso de mi irritación, “a la ciencia le in-teresa observar los cambios mentales que se producenen los individuos en aquel sitio, pero...” “¿Es usted alie-nista?”, lo interrumpí. “Todo médico debería serlo unpoco”, respondió aquel tipo original con tono imperturba-ble. “He formado una pequeña teoría, que ustedes, seño-res, los que van allá, me deberían ayudar a demostrar.Ésta es mi contribución a los beneficios que mi país va aobtener de la posesión de aquella magnífica colonia. Lariqueza se la dejo a los demás. Perdone mis preguntas,pero usted es el primer inglés a quien examino.” Me apre-suré a decirle que de ninguna manera era yo un típicoinglés. “Si lo fuera, no estaría conversando de esta ma-nera con usted.” “Lo que dice es bastante profundo, aun-que probablemente equivocado”, dijo riéndose. “Evite us-ted la irritación más que los rayos solares. Adiós. ¿Cómodicen ustedes, los ingleses? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu.En el trópico hay que mantener sobre todas las cosas lacalma.” Levantó el índice e hizo la advertencia: “Du cal-me, du calme. Adieu.”

”Me quedaba todavía algo por hacer, despedirme demi excelente tía. La encontré triunfante. Me ofreció unataza de té. Fue mi última taza de té decente en muchosdías. Y en una habitación muy confortable, exactamentecomo os podéis imaginar el salón de una dama, tuvimosuna larga conversación junto a la chimenea. En el cursode sus confidencias, resultó del todo evidente que yo ha-bía sido presentado a la mujer de un alto funcionario dela compañía, y quién sabe ante cuántas personas más,como una criatura excepcionalmente dotada, un verda-

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dero hallazgo para la compañía, un hombre de los que nose encuentran todos los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacermecargo de un vapor de dos centavos! De cualquier mane-ra parecía que yo era considerado como uno de tantostrabajadores, pero con mayúsculas. Algo así como un emi-sario de la luz, como un individuo apenas ligeramenteinferior a un apóstol. Una enorme cantidad de esas ton-terías corría en los periódicos y en las conversaciones deaquella época, y la excelente mujer se había visto arras-trada por la corriente. Hablaba de “liberar a millones deignorantes de su horrible destino”, hasta que, palabra,me hizo sentir verdaderamente incómodo. Traté de in-sinuar que lo que a la compañía le interesaba era su pro-pio beneficio.

”“Olvidas, querido Charlie, que el trabajador merecetambién su recompensa”, dijo ella con brío. Es extraor-dinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden si-tuarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nuncaha existido ni podrá existir nada semejante. Es dema-siado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se derrum-baría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos ende-moniados hechos con que nosotros los hombres nos lashemos tenido que ver desde el día de la creación, surgi-ría para echarlo todo a rodar.

”Después de eso fui abrazado; mi tía me recomendóque llevara ropas de franela, me hizo asegurarle que leescribiría con frecuencia, y al fin pude marcharme. Yaen la calle, y no me explico por qué, experimenté la ex-traña sensación de ser un impostor. Y lo más raro de todofue que yo, que estaba acostumbrado a largarme a cual-quier parte del mundo en menos de veinticuatro horas,con menos reflexión de la que la mayor parte de los hom-bres necesitan para cruzar una calle, tuve un momento,no diría de duda, pero sí de pausa ante aquel vulgar asun-

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to. La mejor manera de explicarlo es decir que duranteuno o dos segundos sentí como si en vez de ir al centrode un continente estuviera a punto de partir hacia el cen-tro de la tierra.

”Me embarqué en un barco francés, que se detuvo entodos los malditos puertos que tienen allá, con el únicopropósito, según pude percibir, de desembarcar solda-dos y empleados aduanales. Yo observaba la costa. Ob-servar una costa que se desliza ante un barco equivale apensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, tor-va, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siem-pre, con el aire de murmurar: “Ven y me descubrirás.”Aquella costa era casi informe, como si estuviera en pro-ceso de creación, sin ningún rasgo sobresaliente. El bor-de de una selva colosal, de un verde tan oscuro que lle-gaba casi al negro, orlada por el blanco de la resaca, co-rría recta como una línea tirada a cordel, lejos, cada vezmás lejos, a lo largo de un mar azul, cuyo brillo se entur-biaba a momentos por una niebla baja. Bajo un sol feroz,la tierra parecía resplandecer y chorrear vapor. Aquí yallá apuntaban algunas manchas grisáceas o blancuzcasagrupadas en la espuma blanca, con una bandera a ve-ces ondeando sobre ellas. Instalaciones coloniales quecontaban ya con varios siglos de existencia y que no eranmayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie in-tacta que se extendía tras ellas. Navegábamos a lo largode la costa, nos deteníamos, desembarcábamos soldados,continuábamos, desembarcábamos empleados de adua-na para recaudar impuestos en algo que parecía un pá-ramo olvidado por Dios, con una casucha de lámina y unasta podrida sobre ella; desembarcábamos aún más sol-dados, para cuidar de los empleados de aduana, supon-go. Algunos, por lo que oí decir, se ahogaban en el rom-piente, pero, fuera o no cierto, nadie parecía preocupar-

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se demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotroscontinuábamos nuestra marcha. La costa parecía ser lamisma cada día, como si no nos hubiésemos movido; sinembargo, dejamos atrás diversos lugares, centros comer-ciales con nombres como Gran Bassam, Little Popo; nom-bres que parecían pertenecer a alguna sórdida farsa re-presentada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de pa-sajero, mi aislamiento entre todos aquellos hombres conquienes nada tenía en común, el mar lánguido y aceitoso,la oscuridad uniforme de la costa, parecían mantener-me al margen de la verdad de las cosas, en el estupor deuna penosa e indiferente desilusión. La voz de la resa-ca, oída de cuando en cuando, era un auténtico placer,como las palabras de un hermano. Era algo natural, quetenía razón de ser y un sentido. De vez en cuando un bar-co que venía de la costa nos proporcionaba un momen-táneo contacto con la realidad. Los remeros eran negros.Desde lejos podía vislumbrarse el blanco de sus ojos. Gri-taban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados de sudor;sus caras eran como máscaras grotescas; pero tenían hue-sos, músculos, una vitalidad salvaje, una intensa energíaen los movimientos, que era tan natural y verdadera comoel oleaje a lo largo de la costa. No necesitaban excusarsepor estar allí. Contemplarlos servía de consuelo. Duran-te algún tiempo pude sentir que pertenecía todavía a unmundo de hechos naturales, pero esta creencia no dura-ría demasiado. Algo iba a encargarse de destruirla. Enuna ocasión, me acuerdo muy bien, nos acercamos a unbarco de guerra anclado en la costa. No había siquierauna cabaña, y sin embargo disparaba contra los matorra-les. Según parece los franceses libraban allí una de susguerras. Su enseña flotaba con la flexibilidad de un tra-po desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seispulgadas sobresalían de la parte inferior del casco. El

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oleaje aceitoso y espeso levantaba al barco y lo volvía abajar perezosamente, balanceando sus espigados másti-les. En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua,aquella nave disparaba contra el continente. ¡Paf!, haríauno de sus pequeños cañones de seis pulgadas; aparece-ría una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría unaligera humareda blanca; un pequeño proyectil silbaríadébilmente y nada habría ocurrido. Nada podría ocurrir.Había un aire de locura en aquella actividad; su contem-plación producía una impresión de broma lúgubre. Y esaimpresión no desapareció cuando alguien de a bordo measeguró con toda seriedad que allí había un campamen-to de aborígenes (¡los llamaba enemigos!), oculto en al-gún lugar fuera de nuestra vista.

”Le entregamos sus cartas (me enteré de que los hom-bres en aquel barco solitario morían de fiebre a razón detres por día) y proseguimos nuestra ruta. Hicimos esca-la en algunos otros lugares de nombres grotescos, dondela alegre danza de la muerte y el comercio continuabadesenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal,como en una catacumba ardiente. A lo largo de aquellacosta informe, bordeada de un rompiente peligroso, comosi la misma naturaleza hubiera tratado de desalentar alos intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos,corrientes de muerte en vida, cuyos bordes se pudríanen el cieno, y cuyas aguas, espesadas por el limo, inva-dían los manglares contorsionados que parecían retor-cerse hacia nosotros, en el extremo de su impotente des-esperación. En ningún lugar nos detuvimos el tiemposuficiente como para obtener una impresión precisa, peroun sentimiento general de estupor vago y opresivo se in-tensificó en mí. Era como un fatigoso peregrinar en me-dio de visiones de pesadilla.

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”Pasaron más de treinta días antes de que viera laboca del gran río. Anclamos cerca de la sede del gobier-no, pero mi trabajo sólo comenzaría unas doscientas mi-llas más adentro. Tan pronto como pude, llegué a un lu-gar situado treinta millas arriba.

”Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán erasueco, y cuando supo que yo era marino me invitó a su-bir al puente. Era un joven delgado, rubio y lento, conuna cabellera y porte desaliñados. Cuando abandona-mos el pequeño y miserable muelle, meneó la cabeza enademanes despectivos y me preguntó: “¿Ha estado vi-viendo aquí?” Le dije que sí. “Estos muchachos del go-bierno son un grupo excelente”, continuó hablando el in-glés con gran precisión y considerable amargura. “Esgracioso lo que algunos de ellos pueden hacer por unoscuantos francos al mes. Me asombra lo que les ocurrecuando se internan río arriba.” Le dije que pronto espe-raba verlo con mis propios ojos. “¡Vaya!”, exclamó. Lue-go me dio por un momento la espalda mirando con ojovigilante la ruta. “No esté usted tan seguro. Hace pocorecogí a un hombre colgado en el camino. También erasueco.” “¿Se colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?”, excla-mé. Él seguía mirando con preocupación el río. “¿Quiénpuede saberlo? ¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del país!”

”Al fin se abrió ante nosotros una amplia extensiónde agua. Apareció una punta rocosa, montículos de tie-rra levantados en la orilla, casas sobre una colina, otrascon techo metálico, entre las excavaciones o en un decli-ve. Un ruido continuo producido por las caídas de aguadominaba esa escena de devastación habitada. Un gru-po de hombres, en su mayoría negros desnudos, se mo-vían como hormigas. El muelle se proyectaba sobre el río.Un crepúsculo cegador hundía todo aquello en un res-plandor deslumbrante. “Ésa es la sede de su compañía”,

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dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobreun talud rocoso. “Voy a hacer que le suban el equipaje.¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno, adiós.”

”Pasé junto a un caldero que estaba tirado sobre lahierba, llegué a un sendero que conducía a la colina. Elcamino se desviaba ante las grandes piedras y ante unasvagonetas tiradas boca abajo con las ruedas al aire. Falta-ba una de ellas. Parecía el caparazón de un animal extra-ño. Encontré piezas de maquinaria desmantelada, y unapila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de ár-boles producía un lugar umbroso, donde algunas cosasoscuras parecían moverse. Yo pestañeaba; el sendero eraescarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr aun grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizoestremecerse la tierra, una bocanada de humo salió dela roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la su-perficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril.Aquella roca no estaba en su camino; sin embargo aque-lla voladura sin objeto era el único trabajo que se lleva-ba a cabo.

”Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volverla cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo conesfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, elgesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas detierra sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba consus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor delas cabezas y las puntas se movían hacia adelante y ha-cia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las cos-tillas; las uniones de sus miembros eran como nudos deuna cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collarde hierro, y estaban atados por una cadena cuyos esla-bones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otroestampido de la roca me hizo pensar de pronto en aquelbarco de guerra que había visto disparar contra la tierra

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firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aque-llos hombres no podían, ni aunque se forzara la imagina-ción, ser llamados enemigos. Eran considerados comocriminales, y la ley ultrajada, como las bombas que es-tallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igual-mente incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban alunísono. Se estremecían las aletas violentamente dilata-das de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamentela colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sindirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mor-tal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquellamateria prima, un negro amasado, el producto de las nue-vas fuerzas en acción, vagaba con desaliento, llevando enla mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a laque le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco enel camino, se llevó con toda rapidez el fusil al hombro.Era un acto de simple prudencia; los hombres blancoseran tan parecidos a cierta distancia que él no podía de-cir quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisavil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partí-cipe de su confianza exaltada. Después de todo, tambiényo era una parte de la gran causa, de aquellos elevadosy justos procedimientos.

”En lugar de seguir subiendo, me volví y bajé a la iz-quierda. Me proponía dejar que aquella cuerda de crimi-nales desapareciera de mi vista antes de que llegara yoa la cima de la colina. Ya sabéis que no me caracterizopor la delicadeza; he tenido que combatir y sé defender-me. He tenido que resistir y algunas veces atacar (lo quees otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el va-lor exacto, en concordancia con las exigencias del modode vida que me ha sido propio. He visto el demonio dela violencia, el demonio de la codicia, el demonio del de-seo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquellos eran

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unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos quecazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres, re-pito. Pero mientras permanecía de pie en el borde de lacolina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquelpaís me llegaría a acostumbrar al demonio blando y pre-tencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada.Hasta dónde podía llegar su insidia sólo lo iba a descu-brir varios meses después y a unas mil millas río aden-tro. Por un instante quedé amedrentado, como si hubie-se oído una advertencia. Al fin, descendí la colina, obli-cuamente, hacia la arboleda que había visto.

”Evité un gran hoyo artificial que alguien había abier-to en el declive, cuyo objeto me resultaba imposible adi-vinar. No se trataba ni de una cantera ni de una mina dearena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse conel filantrópico deseo de proporcionar alguna ocupacióna los criminales. No lo sé. Después estuve casi a puntode caer por un estrecho barranco, no mucho mayor queuna cicatriz en el costado de la colina. Descubrí que al-gunos tubos de drenaje importados para los campamen-tos de la compañía habían sido dejados allí. Todos esta-ban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué ala arboleda. Me proponía descansar un momento a su som-bra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber pues-to el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cas-cadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándo-se ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquelbosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se mo-vía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de latierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí.

”Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas osentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos,pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmenteocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de

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dolor, abandono y desesperación que es posible imagi-nar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sen-tí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo con-tinuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunosde los colaboradores se habían retirado para morir.

”Morían lentamente... eso estaba claro. No eran ene-migos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólosombras negras de enfermedad y agotamiento, que ya-cían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de to-dos los lugares del interior, contratados legalmente, per-didos en aquel ambiente extraño, alimentados con unacomida que no les resultaba familiar, enfermaban, se vol-vían inútiles, y entonces obtenían permiso para arras-trarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eranlibres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé adistinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después,bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los hue-sos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hom-bro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron len-tamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos,una especie de llama blanca y ciega en las profundida-des de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer,casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difí-cil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofre-cerle una de las galletas del vapor del buen sueco quellevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamentesobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento niotra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atadoalrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podidoobtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, unacto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada conél? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de losmares resultaba de lo más extraño en su cuello.

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”Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos ha-ces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno,la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada,miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; suhermano fantasma reposaba la frente, como si estuvieravencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estabandesparramados los demás, en todas las posiciones posi-bles de un colapso, como una imagen de una matanza ouna peste. Mientras yo permanecía paralizado por el te-rror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manosy rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, toman-do el agua con la mano, luego permaneció sentado bajola luz del sol, cruzando las piernas, y después de un ratodejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón.

”No quise perder más tiempo bajo aquella sombra yme apresuré a dirigirme al campamento. Cerca de losedilicios encontré a un hombre vestido con una elegan-cia tan inesperada que en el primer momento llegué acreer que era una visión. Vi un cuello alto y almidonado,puños blancos, una ligera chaqueta de alpaca, pantalo-nes impecables, una corbata clara y botas relucientes.No llevaba sombrero. Los cabellos estaban partidos, ce-pillados, aceitados, bajo un parasol a rayas verdes soste-nido por una mano blanca. Era un individuo asombroso;llevaba un portaplumas tras la oreja.

”Estreché la mano de aquel ser milagroso, y me en-teré de que era el principal contable de la compañía, yde que toda la contabilidad se llevaba en ese campamen-to. Dijo que había salido un momento para tomar un pocode aire fresco. Aquella expresión sonó de un modo ex-traordinariamente raro, con todo lo que sugería de unasedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar paranada ahora a aquel individuo, a no ser que fue a sus la-bios a los que oí pronunciar por vez primera el nombre

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de la persona tan indisolublemente ligada a mis recuer-dos de aquella época. Además sentí respeto por aquelindividuo. Sí, respeto por sus cuellos, sus amplios pu-ños, su cabello cepillado. Su aspecto era indudablemen-te el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensadesmoralización de aquellos territorios, conseguía man-tener esa apariencia. Eso era firmeza. Sus camisas almi-donadas y las pecheras enhiestas eran logros de un ca-rácter firme. Había vivido allí cerca de tres años, y, másadelante, no pude dejar de preguntarle cómo lograba os-tentar aquellas prendas. Se sonrojó ligeramente y me res-pondió con modestia: “He logrado adiestrar a una de lasnativas del campamento. Fue difícil. Le disgustaba ha-cer este trabajo.” Así que aquel hombre había logradorealmente algo. Vivía consagrado a sus libros, que lleva-ba con un orden perfecto.

”Todo lo demás que había en el campamento estabapresidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cor-dones de negros sucios con los pies aplastados llegabany volvían a marcharse; una corriente de productos ma-nufacturados, algodón de desecho, cuentas de colores,alambres de latón, era enviada a lo más profundo de lastinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamen-tos de marfil.

”Tuve que esperar en el campamento diez días, unaeternidad. Vivía en una choza dentro del cercado, peropara lograr apartarme del caos iba a veces a la oficinadel contable. Estaba construida con tablones horizonta-les y tan mal unidos que, cuando él se inclinaba sobre sualto escritorio, se veía cruzado desde el cuello hasta lostalones por estrechas franjas de luz solar. No era nece-sario abrir la amplia celosía para ver. También allí ha-cía calor. Unos moscardones gordos zumbaban endiablada-mente y no picaban sino que mordían. Por lo general me

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sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto impeca-ble (llegaba hasta a usar un perfume ligero), encarama-do en su alto asiento, escribía, anotaba. A veces se levan-taba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en su ofici-na un catre con un enfermo (un inválido llegado del in-terior), se mostró moderadamente irritado. “Los queji-dos de este enfermo”, dijo, “distraen mi atención. Sin con-centración es extremadamente fácil cometer errores eneste clima.”

”Un día comentó, sin levantar la cabeza: “En el inte-rior se encontrará usted con el señor Kurtz.” Cuando lepregunté quién era el señor Kurtz, me respondió que eraun agente de primera clase, y viendo mi desencanto anteesa información, añadió lentamente, dejando la pluma:“Es una persona notable.” Preguntas posteriores me hi-cieron saber que el señor Kurtz estaba por el momentoa cargo de una estación comercial muy importante en elverdadero país del marfil, en el corazón mismo, y que en-viaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos.

”Empezó a escribir de nuevo. El enfermo estaba de-masiado grave para quejarse. Las moscas zumbaban enmedio del silencio.

”De pronto se oyó un murmullo creciente de voces yfuertes pisadas. Había llegado una caravana. Un rumorde sonidos extraños penetró desde el otro lado de los ta-blones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio delalboroto se dejó oír la voz quejumbrosa del agente jefe“renunciando a todo” por vigésima vez en ese día... Elcontable se levantó lentamente. “¡Qué horroroso estré-pito!”, dijo. Cruzó la habitación con paso lento para veral hombre enfermo y volviéndose añadió: “Ya no oye” “¡Có-mo! ¿Ha muerto?”, le pregunté, sobresaltado. “No, aúnno”, me respondió con calma. Luego, aludiendo con unmovimiento de cabeza al tumulto que se oía en el patio

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del campamento, añadió: “Cuando se tienen que hacerlas cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos sal-vajes, a odiarlos mortalmente.” Permaneció pensativopor un momento. “Cuando vea al señor Kurtz”, continuó,“dígale de mi parte que todo está aquí”, señaló al escri-torio, “registrado satisfactoriamente. No me gusta es-cribirle... con los mensajeros que tenemos nunca se sabequién va a recibir la carta... en esa Estación Central.” Memiró fijamente con ojos afectuosos: “Oh, él llegará muylejos, muy lejos. Pronto será alguien en la administra-ción. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted...quieren que lo sea.”

”Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido habíacesado, y, al salir, me detuve en la puerta. En medio delrevoloteo de las moscas, el agente que volvía a casa es-taba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado so-bre sus libros, hacía perfectos registros de transaccio-nes perfectamente correctas; y cincuenta pies más abajode la puerta podía ver las inmóviles fronteras del fosode la muerte.

”Al día siguiente abandoné por fin el campamento,con una caravana de sesenta hombres, para recorrer untramo de doscientas millas.

”No es necesario que os cuente lo que fue aquello. Ve-redas, veredas por todas partes. Una amplia red de ve-redas que se extendía por el jardín vacío, a lo largo deamplías praderas, praderas quemadas, a través de la sel-va, subiendo y bajando profundos barrancos, subiendo ybajando colinas pedregosas asoladas por el calor. Y unasoledad absoluta. Nadie. Ni siquiera una cabaña. La po-blación había desaparecido mucho tiempo atrás. Bueno,si una multitud de negros misteriosos, armados con todaclase de armas temibles, emprendiera de pronto el ca-mino de Deal a Gravesend con cargadores a ambos la-

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dos soportando pesados fardos, imagino que todas lasgranjas y casas de los alrededores pronto quedarían va-cías. Sólo que en aquellos lugares también las habitacio-nes habían desaparecido. De cualquier modo, pasé aúnpor algunas aldeas abandonadas. Hay algo patéticamen-te pueril en las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día,el continuo paso arrastrado de sesenta pares de pies des-nudos junto a mí, cada par cargado con un bulto de se-senta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el cam-pamento, emprender nuevamente la marcha. De cuandoen cuando un hombre muerto tirado en medio de los al-tos yerbajos a un lado del sendero, con una cantimploravacía y un largo palo junto a él. A su alrededor, y enci-ma de él, un profundo silencio. Tal vez en una noche tran-quila, el redoble de tambores lejanos, apagándose y au-mentando, un redoble amplio y lánguido; un sonidofantástico, conmovedor, sugestivo y salvaje que expresa-ba tal vez un sentimiento tan profundo como el sonidode las campanas en un país cristiano. En una ocasión unhombre blanco con un uniforme desabrochado, acampa-do junto al sendero con una escolta armada de macilen-tos zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no decirebrio, se encargaba, según nos dijo, de la conservacióndel camino. No puedo decir que yo haya visto ningún ca-mino, ni ninguna obra de conservación, a menos que elcuerpo de un negro de mediana edad con un balazo en lafrente con el que tropecé tres millas más adelante pu-diera considerarse como tal. Yo iba también con un com-pañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado gruesoy con la exasperante costumbre de fatigarse en las calu-rosas pendientes de las colinas, a varias millas del másmínimo fragmento de sombra y agua. Es un fastidio, sa-béis, llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hom-bre como si fuera un parasol mientras recobraba el sen-

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tido. No pude contenerme y en una ocasión le preguntépor qué había ido a parar a aquellos lugares. Para hacerdinero, por supuesto. “¿Para qué otra cosa cree usted?”,me dijo desdeñosamente. Después tuvo fiebre y hubo quellevarlo en una hamaca colgada de un palo. Como pesa-ba ciento veinte kilos, tuve dificultades sin fin con loscargadores. Ellos protestaban, amenazaban con escapar,desaparecer por la noche con la carga... era casi motín.Una noche lancé un discurso en inglés ayudándome degestos, ninguno de los cuales pasó inadvertido por lossesenta pares de ojos que tenía frente a mí, y a la maña-na siguiente hice que la hamaca marchara delante de no-sotros. Una hora más tarde todo el asunto fracasaba enmedio de unos matorrales... el hombre, la hamaca, queji-dos, cobertores, un horror. El pesado palo le había deso-llado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, perono había cerca de nosotros ni la sombra de un cargador.Me acordé de las palabras del viejo médico: “A la cienciale interesa observar los cambios mentales que se produ-cen en los individuos en aquel sitio.” Sentí que me comen-zaba a convertir en algo científicamente interesante. Sinembargo, todo esto no tiene importancia. Al decimoquin-to día volví a ver nuevamente el gran río, y llegué con difi-cultad a la Estación Central. Estaba situada en un re-manso, rodeada de maleza y de bosque, con una cerca debarro maloliente a un lado y a los otros tres una vallaabsurda de juncos. Una brecha descuidada era la únicaentrada. Una primera ojeada al lugar bastaba para com-prender que era el diablo el autor de aquel espectáculo.Algunos hombres blancos con palos largos en las manossurgieron desganadamente entre los edificios, se acer-caron para echarme una ojeada y volvieron a desapare-cer en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de bigo-te negro, robusto e impetuoso, me informó con gran

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volubilidad y muchas digresiones, cuando le dije quiénera, que mi vapor se hallaba en el fondo del río. Me que-dé estupefacto. ¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no había dequé preocuparse. El director en persona se encontrabaallí. Todo estaba en orden. “¡Se portaron espléndidamen-te! ¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida aldirector general. Lo está esperando”, me dijo con ciertaagitación.

”No comprendí de inmediato la verdadera significa-ción de aquel naufragio. Me parece que la comprendo aho-ra, pero tampoco estoy seguro... al menos no del todo. Locierto es que cuando pienso en ello todo el asunto meparece demasiado estúpido, y sin embargo natural. Detodos modos... Bueno, en aquel momento se me presenta-ba como una maldición. El vapor había naufragado. Ha-bía partido hacía dos días con súbita premura por remon-tar el río, con el director a bordo, confiando la nave a unpiloto voluntario, y antes de que hubiera navegado treshoras había encallado en unas rocas, y se había hundidojunto a un banco de arena. Me pregunté qué tendría quehacer yo en ese lugar, ahora que el barco se había hun-dido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió enrescatar el barco del río. Tuve que ponerme a la obra aldía siguiente. Eso, y las reparaciones, cuando logré lle-var todas las piezas a la estación, consumió varios me-ses.

”Mi primera entrevista con el director fue curiosa.No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había cami-nado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, losmodales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatu-ra y complexión fuerte. Sus ojos, de un azul normal, re-sultaban quizá notablemente fríos, seguramente podíahacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pe-sada como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes,

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el resto de su persona parecía desmentir tal intención.Por otra parte, la expresión de sus labios era indefini-ble, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa.Recuerdo muy bien el gesto, pero no logro explicarlo. Erauna sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo quela intensificó por un instante. Asomaba al final de susfrases, como un sello aplicado a las palabras más anodi-nas para darles una significación especial, un sentidocompletamente inescrutable. Era un comerciante comúnempleado en aquellos lugares desde su juventud, eso estodo. Era obedecido, a pesar de que no inspiraba amor niodio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de in-quietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza defi-nida, sólo inquietud, nada más. Y no podéis figuraroscuán efectiva puede ser tal... tal... facultad. Carecía detalento organizador, de iniciativa, hasta de sentido delorden. Eso era evidente por el deplorable estado que pre-sentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia.¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? Tal vez por laúnica razón de que nunca enfermaba. Había servido allítres periodos de tres años... Una salud triunfante en me-dio de la derrota general de los organismos constituyepor sí misma una especie de poder. Cuando iba a su paíscon licencia se entregaba a un desenfreno en gran esca-la, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la di-ferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podíadeducir por la conversación general. No era capaz de crearnada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era ge-nial. Era genial por aquella pequeña cosa que era impo-sible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese se-creto. Es posible que en su interior no hubiera nada. Estasospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exte-rior no había ningún signo. En una ocasión en que variasenfermedades tropicales hablan reducido al lecho a casi

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todos los “agentes” de la estación, se le oyó decir: “Loshombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas.”Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba,como si fuera la puerta que se abría a la oscuridad queél mantenía oculta. Uno creía ver algo... pero el sello es-taba encima. Cuando en las comidas se hastió de las fre-cuentes querellas entre los blancos por la prioridad enlos puestos, mandó hacer una inmensa mesa redonda parala que hubo que construir una casa especial. Era el co-medor de la estación. El lugar donde él se sentaba erael primer puesto, los demás no tenían importancia. Unosentía que aquélla era su convicción inalterable. No eracortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía quesu “muchacho”, un joven negro de la costa, sobrealimen-tado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con unainsolencia provocativa.

”En cuanto me vio comenzó a hablar. Yo había esta-do demasiado tiempo en camino. Él no podía esperar. Ha-bía tenido que partir sin mí. Había que revisar las esta-ciones del interior. Habían sido tantas las dilaciones enlos últimos tiempos que ya no sabía quién había muertoy quién seguía con vida, cómo andaban las cosas, etcéte-ra. No prestó ninguna atención a mis explicaciones, y,mientras jugaba con una barra de lacre, repitió variasveces que la situación era muy grave, muy grave. Corríanrumores de que una estación importante tenía dificulta-des y de que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfer-mo. Esperaba que no fuera verdad. El señor Kurtz era...Yo me sentía cansado e irritado. ¡A la horca con el talKurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en lacosta había oído hablar del señor Kurtz. “¡Ah! ¡De modoque se habla de él allá abajo!”, murmuró. Luego continuósu discurso, asegurándome que el señor Kurtz era el me-jor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la

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mayor importancia para la compañía; por consiguienteyo debía tratar de comprender su ansiedad. Se hallaba,según decía, “muy, muy intranquilo”. Lo cierto era quese agitaba sobre la silla y exclamaba: “¡Ah, el señor Kurtz!”En ese momento rompió la barra de lacre y pareció con-fundirse ante el accidente. Después quiso saber cuántotiempo me llevaría rehacer el barco. Volví a interrum-pirlo. Estaba hambriento, sabéis, y seguía de pie, por loque comencé a sentirme como un salvaje. “¿Cómo puedoafirmar nada?”, le dije. “No he visto aún el barco. Segu-ramente se necesitarán varios meses.” La conversaciónme parecía de lo más fútil. “¿Varios meses?”, dijo. “Bue-no, pongamos tres meses antes de que podamos salir. Ha-brá que hacerlo en ese tiempo.” Salí de su cabaña (vivíasolo en una cabaña de barro con una especie de terraza)murmurando para mis adentros la opinión que me habíamerecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve quemodificar esta opinión, cuando comprobé para mi asom-bro la extraordinaria exactitud con que había señaladoel tiempo necesario para la obra.

”Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por de-cirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo meparecía que podía mantener el control sobre los hechosredentores de la vida. Sin embargo, algunas veces habíaque mirar alrededor; veía entonces la estación y aque-llos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajolos rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté quépodía significar aquello. Caminaban de un lado a otrocon sus absurdos palos en la mano, como una multitudde peregrinos embrujados en el interior de una cerca po-drida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los mur-mullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus ora-ciones. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aque-llo, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpi-

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ter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en elexterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro enla tierra me impresionaba como algo grande e invenci-ble, como el mal o la verdad, que esperaban paciente-mente la desaparición de aquella fantástica invasión.

”¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa. Ocu-rrieron varias cosas. Una noche una choza llena de per-cal, algodón estampado, abalorios y no sé qué más, seinflamó en una llamarada tan repentina que se podía creerque la tierra se había abierto para permitir que un fuegovengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fu-mando mi pipa tranquilamente al lado de mi vapor des-mantelado, y vi correr a todo el mundo con los bra-zos en alto ante el resplandor, cuando el robusto hombrede los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y measeguró que todos “se portaban espléndidamente, esplén-didamente”. Llenó el cubo de agua y se largó de nuevo atoda prisa. Pude ver que había un agujero en el fondo delcubo.

”Caminé río arriba. Sin prisa. Mirad, aquello habíaardido como si fuera una caja de cerillas. Desde el pri-mer momento no había tenido remedio. La llama habíasaltado a lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, ydespués de consumirlo todo se había apagado. La caba-ña no era más que un montón de ascuas y cenizas canden-tes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía quede alguna manera había provocado el incendio; fuera cier-to o no, gritaba horriblemente. Volví a verlo días después,sentado a la sombra de un árbol; parecía muy enfermo,trataba de recuperarse; más tarde se levantó y se mar-chó, y la selva muda volvió a recibirlo en su seno. Mien-tras me acercaba al calor vivo desde la oscuridad, me en-contré a la espalda de dos hombres que hablaban entresí. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y que uno le

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decía al otro: “Deberías aprovechar este incidente des-graciado.” Uno de los hombres era el director. Le deseébuenas noches. “¿Ha visto usted algo parecido? Es in-creíble”, dijo y se marchó. El otro hombre permanecióen el lugar. Era un agente de primera categoría, joven,de aspecto distinguido, un poco reservado, con una pe-queña barba bifurcada y nariz aguileña. Se mantenía almargen de los demás agentes, y éstos a su vez decían queera un espía al servicio del director. En lo que a mí res-pecta, no había cambiado nunca una palabra con él. Co-menzamos a conversar y sin darnos cuenta nos fuimos ale-jando de las ruinas humeantes. Después me invitó a acom-pañarlo a su cuarto, que estaba en el edificio principalde la estación. Encendió una cerilla, y pude advertir queaquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador monta-do en plata sino una vela entera, toda suya. Se suponíaque el director era el único hombre que tenía derecho alas velas. Las paredes de barro estaban cubiertas con ta-pices indígenas; una colección de lanzas, azagayas, escu-dos, cuchillos, colgaba de ellas como trofeos. Según mehabían informado, el trabajo confiado a aquel individuoera la fabricación de ladrillos, pero en toda la estaciónno había un solo pedazo de ladrillo, y había tenido quepermanecer allí desde hacía más de un año, esperando.Al parecer no podía construir ladrillos sin un material,no sé qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no seconseguía, y como no era probable que lo enviaran de Eu-ropa, no resultaba nada claro comprender qué esperaba.Un acto de creación especial, tal vez. De un modo u otrotodos esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte pe-regrinos) esperaban que algo ocurriera; y les doy mi pa-labra de que aquella espera no parecía nada desagrada-ble, dada la manera en que la aceptaban, aunque lo úni-co que parecían recibir eran enfermedades, de eso podía

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darme cuenta. Pasaban el tiempo murmurando e intri-gando unos contra otros de un modo completamente ab-surdo. En aquella estación se respiraba un aire de cons-piración, que, por supuesto, no se resolvía en nada. Eratan irreal como todo lo demás, como las pretensiones filan-trópicas de la empresa, como sus conversaciones, comosu gobierno, como las muestras de su trabajo. El únicosentimiento real era el deseo de ser destinado a un pues-to comercial donde poder recoger el marfil y obtener elporcentaje estipulado. Intrigaban, calumniaban y se de-testaban sólo por eso, pero en cuanto a mover aunque fue-se el dedo meñique, oh, no. ¡Cielos santos!, hay algo des-pués de todo en el mundo que permite que un hombrerobe un caballo mientras que otro ni siquiera puede mi-rar un ronzal. Robar un caballo directamente, pase. Quienlo hace tal vez pueda montarlo. Pero hay una manera demirar un ronzal que incitaría al piadoso de los santos adar un puntapié.

”Yo no tenía idea de por qué aquel hombre deseabamostrarse sociable conmigo, pero mientras conversába-mos me pareció de pronto que aquel individuo tratabade llegar a algo, a un hecho real, y que me interrogaba.Aludía constantemente a Europa, a las personas que supo-nía que yo conocía allí, dirigiéndome preguntas insinuantessobre mis relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos pe-queños brillaban como discos de mica, llenos de curiosi-dad, aunque procuraba conservar algo de su altivez. Alprincipio su actitud me sorprendió, pero muy pronto co-mencé a sentir una intensa curiosidad por saber qué seproponía obtener de mí. Me era imposible imaginar quépodía despertar su interés. Era gracioso ver cómo lucha-ba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaballeno sólo de escalofríos y en mi cabeza no había otra cosafuera de aquel condenado asunto del vapor hundido. Era

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evidente que me consideraba como un desvergonzado pre-varicador. Al final se enfadó y, para disimular un movi-miento de furia y disgusto, bostezó. Me levanté. Enton-ces pude ver un pequeño cuadro al óleo en un marco, re-presentando a una mujer envuelta en telas y con los ojosvendados, que llevaba en la mano una antorcha encen-dida. El fondo era sombrío, casi negro. La mujer perma-necía inmóvil y el efecto de la luz de la antorcha en surostro era siniestro.

”Eso me retuvo, y él permaneció de pie por educación,sosteniendo una botella vacía de champaña (para usosmedicinales) con la vela colocada encima. A mi pregun-ta, respondió que el señor Kurtz lo había pintado, en esamisma estación, hacía poco más de un año, mientras es-peraba un medio de trasladarse a su estación comer-cial. “Dígame, por favor”, le pedí, “¿quién es ese señorKurtz?”

”“El jefe de la estación interior”, respondió con se-quedad, mirando hacia otro lado. “Muchas gracias”, ledije riendo, “y usted es el fabricante de ladrillos de laEstación Central. Eso todo el mundo lo sabe.” Por un mo-mento permaneció callado. “Es un prodigio”, dijo al fin.“Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, ysólo el diablo sabe de qué más. Nosotros necesitamos”,comenzó de pronto a declamar, “para realizar la causaque Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligen-cias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos.”“¿Quién ha dicho eso?”, pregunté. “Muchos de ellos”, res-pondió. “Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquíél, un ser especial, como debe usted saber.” “¿Por qué debosaberlo?”, lo interrumpí, realmente sorprendido. Él nome prestó ninguna atención. “Sí, hoy día es el jefe de lamejor estación, el año próximo será asistente en la di-rección, dos años más y... pero me atrevería a decir que

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usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par deaños. Usted forma parte del nuevo equipo... el equipo dela virtud. La misma persona que lo envió a él lo ha reco-mendado muy especialmente a usted. Oh, no diga queno. Yo tengo mis propios ojos, sólo en ellos confío.” Laluz se hizo en mí. Las poderosas amistades de mi tía esta-ban produciendo un efecto inesperado en aquel joven.Estuve a punto de soltar una carcajada. “¿Lee usted lacorrespondencia confidencial de la compañía?”, le pre-gunté. No pudo decir una palabra. Me resultó muy di-vertido. “Cuando el señor Kurtz”, continué severamente,“sea director general, no va usted a tener oportunidadde hacerlo.”

”Apagó la vela de pronto y salimos. La luna se habíalevantado. Algunas figuras negras vagaban alrededor,echando agua sobre los escombros de los que salía un so-nido silbante. El vapor ascendía a la luz de la luna, elnegro golpeado gemía en alguna parte. “¡Qué escándalohace ese animal!”, dijo el hombre infatigable de los bigo-tes, quien de pronto apareció a nuestro lado. “De algo leservirá. Trasgresión... castigo... ¡plaf! Sin piedad, sin pie-dad. Es la única manera. Eso prevendrá cualquier otroincendio en el futuro. Le acabo de decir al director...” Sefijó en mi acompañante e inmediatamente pareció per-der la energía: “¿Todavía levantado?”, dijo con una espe-cie de afecto servil. “Bueno, es natural. Peligro... agita-ción”, y se desvaneció. Llegué hasta la orilla del río y elotro me acompañó. Oí un chirriante murmullo: “¡Mon-tón de inútiles, seguid!” Podía ver a los peregrinos engrupitos, gesticulando, discutiendo. Algunos tenían to-davía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a acos-tarse con aquellos palos. Del otro lado de la empalizadala selva se erguía espectral a la luz de la luna, y a travésdel incierto movimiento, a través de los débiles ruidos

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de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se in-troducía en el corazón de todos... su misterio, su gran-deza, la asombrosa realidad de su vida oculta. El negrocastigado se lamentaba débilmente en algún lugar cer-cano, y luego emitió un doloroso suspiro que hizo que mispasos tomaran otra dirección. Sentí que una mano se in-troducía bajo mi brazo. “Mi querido amigo”, dijo el tipo,“no quiero que me malinterprete, especialmente usted,que verá al señor Kurtz mucho antes de que yo puedatener ese placer. No quisiera que se fuera a formar unaidea falsa de mi disposición...”

”Dejé continuar a aquel Mefistófeles de pacotilla; mepareció que de haber querido hubiera podido traspasar-lo con mi índice y no habría encontrado sino un poco desuciedad blanduzca en su interior. Se había propuesto,sabéis, ser ayudante del director, y la llegada posible deaquel Kurtz lo había sobresaltado tanto como al mismodirector general. Hablaba precipitadamente y yo no tra-té de detenerlo. Apoyé la espalda sobre los restos delvapor, colocado en la orilla, como el esqueleto de algúngran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno primige-nio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidadde aquella selva estaba ante mis ojos; había manchas bri-llantes en la negra ensenada. La luna extendía sobre to-das las cosas una fina capa de plata, sobre la fresca hier-ba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una altu-ra mayor que el muro de un templo, sobre el gran río, queresplandecía mientras corría anchurosamente sin un mur-mullo. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo,mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mis-mo. Me pregunté si la quietud del rostro de aquella in-mensidad que nos contemplaba a ambos significaba unbuen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros,extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella

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cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros?Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande eraaquella cosa que no podía hablar, y que tal vez tambiénfuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que parte del marfilllegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz es-taba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Perosin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen;igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demo-nio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera enque cualquiera de vosotros podría creer que existen ha-bitantes en el planeta Marte. Conocí una vez a un fabri-cante de velas escocés que estaba convencido, firmemen-te convencido, de que había habitantes en Marte. Si sele interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto ysu comportamiento, adoptaba una expresión tímida y mur-muraba algo sobre que “andaban a cuatro patas”. Si al-guien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los se-senta, era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no hu-biera llegado tan lejos como a batirme por Kurtz, peropor causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotrossabéis que odio, detesto, me resulta intolerable la men-tira, no porque sea más recto que los demás, sino porquesencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, unsabor de mortalidad en la mentira que es exactamentelo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvi-dar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mor-dedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento,me imagino. Pues bien, estuve cerca de eso al dejar queaquel joven estúpido creyera lo que le viniera en ganasobre mi influencia en Europa. Por un momento me sen-tí tan lleno de pretensiones como el resto de aquellos em-brujados peregrinos. Sólo porque tenía la idea de que esode algún modo iba a resultarle útil a aquel señor Kurtza quien hasta el momento no había visto... ya entendéis.

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Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me eratan imposible ver a la persona como lo debe ser para vo-sotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me pare-ce que estoy tratando de contar un sueño... que estoy ha-ciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño nopuede transmitir la sensación que produce esa mezclade absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor derevuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por loincreíble que es la misma esencia de los sueños.”

Marlow permaneció un rato en silencio.—...No, es imposible; es imposible comunicar la sen-

sación de vida de una época determinada de la propiaexistencia, lo que constituye su verdad, su sentido, susutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos comosoñamos... solos.

Volvió a hacer otra pausa como reflexionando. Des-pués añadió:

—Por supuesto, en esto vosotros podréis ver más delo que yo podía ver entonces. Me veis a mí, a quien co-nocéis...

La oscuridad era tan profunda que nosotros, sus oyen-tes, apenas podíamos vernos unos a otros. Hacía ya lar-go rato que él, sentado aparte, no era para nosotros másque una voz. Nadie decía una palabra. Los otros podíanhaberse dormido, pero yo estaba despierto. Escuchaba,escuchaba aguardando la sentencia, la palabra que pu-diera servirme de pista en la débil angustia que me ins-piraba aquel relato que parecía formularse por sí mis-mo, sin necesidad de labios humanos, en el aire pesadoy nocturno de aquel río.

—Sí, lo dejé continuar —volvió a decir de nuevo Mar-low— y que pensara lo que le diera la gana sobre los po-deres que existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás demí no había nada! No había nada salvo aquel condenado,

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viejo y maltrecho vapor sobre el que me apoyaba, mien-tras él hablaba fluidamente de la necesidad que tenía cadahombre de progresar. “Cuando alguien llega aquí, ustedlo sabe, no es para contemplar la luna”, me dijo. El señorKurtz era un “genio universal”, pero hasta un genio en-contraría más fácil trabajar con “instrumentos adecua-dos y hombres inteligentes”. Él no fabricaba ladrillos.¿Por qué? Bueno, había una imposibilidad material quelo impedía, como yo muy bien sabía, y si trabajaba comosecretario del director era porque ningún hombre inte-ligente puede rechazar absurdamente la confianza queen él depositan sus superiores. ¿Me daba yo cuenta? Sí,me daba cuenta. ¿Qué más quería yo? Lo que realmentequería eran remaches, ¡cielo santo!, ¡remaches!, para po-der continuar el trabajo y tapar aquel agujero. Remaches.En la costa había cajas llenas de ellos, cajas amontona-das, rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la co-lina uno tropezaba con un remache desprendido a cadapaso que daba. Algunos habían rodado hasta el bosquede la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de rema-ches sólo con molestarse en recogerlos; y en cambio don-de eran necesarios no se encontraba uno solo. Teníamoschapas que nos podían servir, pero nada con qué poderajustarlas. Cada semana el mensajero, un negro solo, conun saco de cartas al hombro, dejaba la estación para di-rigirse a la costa. Y varias veces a la semana una cara-vana llegaba de la costa con productos comerciales, per-cal horriblemente teñido que daba escalofríos de sólomirar, cuentas de cristal de las que podía comprarse uncuarto de galón por un penique, pañuelos de algodón es-trafalariamente estampados. Y nunca remaches. Tres ne-gros hubieran podido transportar todo lo necesario paraponer a flote aquel vapor.

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”Se estaba poniendo confidencial, pero me imaginoque al no encontrar ninguna respuesta de mi parte de-bió haberse exasperado, ya que consideró necesario in-formarme que no temía a Dios ni al diablo, y mucho me-nos a los hombres. Le dije que podía darme perfecta cuen-ta, pero que lo que yo necesitaba era una determinadacantidad de remaches... y que en realidad lo que el señorKurtz hubiera pedido, si estuviese informado de esa si-tuación, habrían sido los remaches. Y él enviaba cartas ala costa cada semana... “Mi querido señor” gritó, “yo escri-bo lo que me dictan.” Seguí pidiendo remaches. Un hom-bre inteligente tiene medios para obtenerlos. Cambió demodales. De pronto adoptó un tono frío y comenzó a ha-blar de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía abordo (permanecía allí noche y día), no tenía yo moles-tias. Un viejo hipopótamo tenía la mala costumbre de sa-lir de noche a la orilla y errar por los terrenos de la es-tación. Los peregrinos solían salir en pelotón y descar-gar sus rifles sobre él. Algunos velaban toda la noche es-perándole. Sin embargo había sido una energía desper-diciada. “Ese animal tiene una vida encantada, y esosólo se puede decir de las bestias de este país. Ningúnhombre, ¿me entiende usted?, ningún hombre tiene aquíel mismo privilegio”, dijo. Permaneció un momento a laluz de la luna con su delicada nariz aguileña un poco la-deada, y los ojos de mica brillantes, sin pestañear. Des-pués se despidió secamente y se retiró a grandes zanca-das. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemen-te confuso, lo que me hizo alentar mayores esperanzasde las que había abrigado en los días anteriores. Me ser-vía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi in-fluyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondadobarco de vapor. Subí a bordo. Crujió bajo mis pies comouna lata de bizcochos Hunley & Palmer vacía que hubie-

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ra recibido un puntapié en un escalón. No era sólido, mu-cho menos bonito, pero había invertido en él demasiadotrabajo como para no quererlo. Ningún amigo influyen-te me hubiera servido mejor. Me había dado la oportuni-dad de moverme un poco y descubrir lo que podía hacer.No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser perezoso y pen-sar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gustael trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo quehay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo.La propia realidad, eso que sólo uno conoce y no los de-más, que ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólopueden ver el espectáculo, y nunca pueden decir lo querealmente significa.

”No me sorprendió ver a una persona sentada en lacubierta, con las piernas colgantes sobre el barro. Mi-rad, mis relaciones eran buenas con los pocos mecánicosque había en la estación, y a los que los otros peregrinosnaturalmente despreciaban; me imagino que por la ru-deza de sus modales. Era el capataz, un fabricante de mar-mitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo, derostro macilento, con ojos grandes y mirada intensa. Te-nía un aspecto preocupado. Su cabeza era tan calva comola palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer,se le habían pegado a la barbilla y que habían prospera-do en aquella nueva localidad, pues la barba le llegaba ala cintura. Era un viudo con seis hijos (los había dejadoa cargo de una hermana suya al emprender el viaje) y lapasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era unentusiasta y un conocedor. Deliraba por las palomas. Des-pués del horario de trabajo acostumbraba ir a veces albarco a conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas.En el trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajola quilla del vapor, recogía su barba en una especie deservilleta blanca que llevaba para ese propósito, con unas

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cintas que ataba tras las orejas. Por las noches se le po-día ver inclinado sobre el río, lavando con sumo cuidadoesa envoltura en la corriente, y tendiéndola después so-lemnemente sobre una mata para que se secara.

”Le di una palmada en la espalda y exclamé: “Vamosa tener remaches.” Se puso de pie y exclamó: “¿No? ¡Re-maches!”, como si no pudiera creer a sus oídos. Luego,añadió en voz baja: “Usted... ¿Eh?” No sé por qué nos com-portábamos como lunáticos. Me lleve un dedo a la narizinclinando la cabeza misteriosamente. “¡Bravo por us-ted!”, exclamó, chasqueando sus dedos sobre la cabeza ylevantando un pie. Comencé a bailotear. Saltábamos so-bre la cubierta de hierro. Un ruido horroroso salió de aquelcasco arrumbado y el bosque virgen desde la otra mar-gen del río lo envió de vuelta en un eco atronador a laestación dormida. Aquello debió hacer levantar a algu-nos peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura apare-ció en el portal de la cabaña del director, desapareció, yluego, un segundo o dos después, también la puerta des-apareció. Nos detuvimos y el silencio interrumpido pornuestro zapateo volvió de nuevo a nosotros desde los lu-gares más remotos de la tierra. El gran muro de vegeta-ción, una masa exuberante y confusa de troncos, ramas,hojas, guirnaldas, inmóviles a la luz de la luna, era comouna tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolla-dora de plantas, apiladas, con penachos, dispuestas a de-rrumbarse sobre el río, a barrer la pequeña existencia detodos los pequeños hombres que, como nosotros, estába-mos en su seno. Y no se movía. Una explosión sorda degrandiosas salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, comosi un ictiosaurio se estuviera bañando en el resplandordel gran río. “Después de todo”, dijo el fabricante de mar-mitas, en tono razonable, “¿por qué no iban a darnos losremaches?” ¡En efecto, por qué no! No conocía ninguna

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razón para que no los tuviésemos. “Llegarán dentro deunas tres semanas”, le dije en tono confidencial.

”Pero no fue así. En lugar de remaches tuvimos unainvasión, un castigo, una visita. Llegó en secciones du-rante las tres semanas siguientes; cada sección encabe-zada por un burro en el que iba montado un blanco contraje nuevo y zapatos relucientes, un blanco que saluda-ba desde aquella altura a derecha e izquierda a los im-presionados peregrinos. Una banda pendenciera de ne-gros descalzos y desarrapados marchaba tras el burro;un equipaje de tiendas, sillas de campaña, cajas de lata,cajones blancos y fardos grises eran depositados en elpatio, y el aire de misterio parecía espesarse sobre eldesorden de la estación. Llegaron cinco expediciones se-mejantes, con el aire absurdo de una huida desordenada,con el botín de innumerables almacenes y abundante aco-pio de provisiones que uno podría pensar habían sidoarrancadas de la selva para ser repartidas equitativa-mente. Era una mezcla indecible de cosas, útiles en sí,pero a las cuales la locura humana hacía parecer comoel botín de un robo.

”Aquella devota banda se daba a sí misma el nombrede Expedición de Exploradores Eldorado. Parece ser quetodos sus miembros habían jurado guardar secreto. Suconversación, de cualquier manera, era una conversa-ción de sórdidos filibusteros. Era un grupo temerario perosin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. No habíaen aquella gente un átomo de previsión ni de intenciónseria, y ni siquiera parecían saber que esas cosas son re-queridas para el trabajo en el mundo. Arrancar tesoros alas entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseono tenía detrás otro propósito moral que el de la acciónde unos bandidos que fuerzan una caja fuerte. No sé quién

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costearía los gastos de aquella noble empresa, pero untío de nuestro director era el jefe del grupo.

”Por su exterior parecía el carnicero de un barrio po-bre, y sus ojos tenían una mirada de astucia somnolienta.Ostentaba un enorme vientre sobre las cortas piernas, ydurante el tiempo que aquella banda infestó la estaciónsólo habló con su sobrino. Podía uno verlos vagando du-rante el día por todas partes, las cabezas unidas en unainterminable confabulación.

”Renuncié a molestarme más por el asunto de los re-maches. La capacidad humana para esa especie de locu-ra es más limitada de lo que vosotros podéis suponer.Me dije: “A la horca con todos.” Y dejé de preocuparme.Tenía tiempo en abundancia para la meditación, y de vezen cuando dedicaba algún pensamiento a Kurtz. No meinteresaba mucho. No. Sin embargo, sentía curiosidadpor saber si aquel hombre que había llegado equipadocon ideas morales de alguna especie lograría subir a lacima después de todo, y cómo realizaría el trabajo unavez que lo hubiese conseguido.”

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II

—UNA NOCHE, mientras estaba tendido en la cubierta demi vapor, oí voces que se acercaban. Eran el tío y el so-brino que caminaban por la orilla del río. Volví a apoyarla cabeza sobre el brazo, y estaba a punto de volverme adormir, cuando alguien dijo casi en mi oído: “Soy tan in-ofensivo como un niño, pero no me gusta que me man-den. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron enviarloallí. Es increíble...” Me di cuenta de que ambos se halla-ban en la orilla, al lado de popa, precisamente debajo demi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme. Es-taba amodorrado. “Es muy desagradable”, gruñó el tío.“Él había pedido a la administración que le enviaran allí”,dijo el otro, “con la idea de demostrar lo que era capazde hacer. Yo recibí instrucciones al respecto. Debe te-ner una influencia tremenda. ¿No te parece terrible?”Ambos convinieron en que aquello era terrible; despuéshicieron observaciones extrañas: la lluvia... el buen tiem-po... un hombre... el Consejo... por la nariz... Fragmentosde frases absurdas que me hicieron salir de mi estadode somnolencia. De modo que estaba en pleno uso de mis

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facultades mentales cuando el tío dijo: “El clima puedeeliminar esa dificultad. ¿Está solo allá?” “Sí”, respondióel director. “Me envió a su asistente, con una nota redac-tada más o menos en estos términos: “Saque usted a estepobre diablo del país, y no se moleste en enviarme a otraspersonas de esta especie. Prefiero estar solo a tener ami lado la clase de hombres de que ustedes pueden dis-poner.” Eso fue hace ya más de un año. ¿Puedes imagi-narte desfachatez semejante?” “¿Y nada a partir de en-tonces?”, preguntó el otro con voz ronca. “Marfil”, mascullóel sobrino, “a montones... y de primera clase. Grandescargamentos; todo para fastidiar, me parece.” “¿De quémanera?” preguntó un rugido sordo. “Facturas”, fue larespuesta. Se podía decir que aquella palabra había sidodisparada. Luego se hizo el silencio. Habían estado ha-blando de Kurtz.

”Para entonces yo estaba del todo despierto. Perma-necía acostado tal como estaba, sin cambiar de postura.“¿Cómo ha logrado abrirse paso todo ese marfil?”, explo-tó de pronto el más anciano de los dos, que parecía muycontrariado. El otro explicó que había llegado en una flo-tilla de canoas, a las órdenes de un mestizo inglés queKurtz tenía a su servicio. El mismo Kurtz, al parecer,había tratado de hacer el viaje, por encontrarse en esetiempo la estación desprovista de víveres y pertrechos,pero después de recorrer unas trescientas millas habíadecidido de pronto regresar, y lo hizo solo, en una pe-queña canoa con cuatro remeros, dejando que el mestizocontinuara río abajo con el marfil. Los dos hombres es-taban sorprendidos ante semejante proceder. Tratabande encontrar un motivo que explicara esa actitud. En cuan-to a mí, me pareció ver por primera vez a Kurtz. Fue unvislumbre preciso: la canoa, cuatro remeros salvajes; elblanco solitario que de pronto le daba la espalda a las

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oficinas principales, al descanso, tal vez a la idea del ho-gar, y volvía en cambio el rostro hacia lo más profundode la selva, hacia su campamento vacío y desolado. Yono conocía el motivo. Era posible que sólo se tratara deun buen sujeto que se había entusiasmado con su traba-jo. Su nombre, sabéis, no había sido pronunciado ni unasola vez durante la conversación. Se referían a “aquelhombre”. El mestizo que, según podía yo entender, ha-bía realizado con gran prudencia y valor aquel difícil via-je era invariablemente llamado “ese canalla”. El “cana-lla” había informado que “aquel hombre” había estadomuy enfermo; aún no se había restablecido del todo... Losdos hombres debajo de mí se alejaron unos pasos; pasea-ban de un lado a otro a cierta distancia. Escuché: “pues-to militar... médico... doscientas millas... ahora comple-tamente solo... plazos inevitables... nueve meses... nin-guna noticia... extraños rumores”. Volvieron a acercar-se. Precisamente en esos momentos decía el director:“Nadie, que yo sepa, a menos que sea una especie de mer-cader ambulante, un tipo malvado que les arrebata elmarfil a los nativos.

”¿De quién hablaban ahora? Pude deducir que se tra-taba de algún hombre que estaba en el distrito de Kurtzy cuya presencia era desaprobada por el director. “Nonos veremos libres de esos competidores de mala fe has-ta que colguemos a uno para escarmiento de los demás”,dijo. “Por supuesto”, gruñó el otro. “¡Deberías colgarlo!¿Por qué no? En este país se puede hacer todo, todo. Esoes lo que yo sostengo; aquí nadie puede poner en peli-gro tu posición. ¿Por qué? Porque resistes el clima. So-brevives a todos los demás. El peligro está en Euro-pa. Pero antes de salir tuve la precaución de...”

”Se alejaron y sus voces se convirtieron en un mur-mullo. Después volvieron a elevarse. “Esta extraordina-

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ria serie de retrasos no es culpa mía. He hecho todo loque he podido.” “Es una lástima”, suspiró el viejo. “Y esapeste absurda que es su conversación” rugió el otro. “Memolestó mucho cuando estaba aquí: “Cada estación de-bería ser como un faro en medio del camino, que ilumi-nara la senda hacia cosas mejores; un centro comercial,por supuesto, pero también de humanidad, de mejoras,de instrucción.” ¡Habráse visto semejante asno! ¡Y quie-re ser director! ¡No, es como...!”

”El exceso de indignación lo hizo sofocarse. Yo levan-té un poco la cabeza. Me sorprendió ver lo cerca que es-taban, justo debajo de mí. Habría podido escupir sobresus sombreros. Miraban el suelo, absortos en sus pensa-mientos. El director se fustigaba la pierna con una finavarita. Su sagaz pariente levantó de pronto la cabeza.“¿Y te has encontrado bien todo el tiempo, desde que lle-gaste?”, preguntó. El otro pareció sobresaltarse. “¿Quién?¿Yo? ¡Oh, perfectamente, perfectamente! Pero el resto...¡santo cielo!, todos enfermos. Se mueren tan rápidamen-te que no tengo casi tiempo de mandarlos fuera de la re-gión... ¡Es increíble!” “Hum. Así es precisamente”, gruñóel tío. “Ah, muchacho, confía en eso... te lo digo, confía eneso.” Le vi extender un brazo que más bien parecía unaaleta y señalar hacia la selva, la ensenada, el barco, elrío; parecía sellar con un gesto vil ante la iluminada fazde la tierra un pacto traidor con la muerte en acecho, elmal escondido, las profundas tinieblas del corazón hu-mano. Fue tan espantoso que me puse en pie de un saltoy miré hacia atrás, al lindero de la selva, como esperan-do encontrar una respuesta a ese negro intercambio deconfidencias. Ya sabéis que a veces uno llega a abrigarlas más locas ideas. Una profunda calma rodeaba a aque-llas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando elpaso de una invasión fantástica.

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”Los dos hombres maldijeron a la vez, de puro mie-do creo yo... Después pretendieron no saber nada de miexistencia y volvieron a la estación. El sol estaba bajo; einclinados hacia adelante, uno al lado del otro, parecíantirar a duras penas, colina arriba, de sus dos sombras gro-tescas, de longitud irregular, que se arrastraban lenta-mente tras ellos sobre la hierba espesa, sin inclinar unasola brizna.

”Unos días más tarde la Expedición Eldorado se in-ternó en la paciente selva, que se cerró sobre ellos comoel mar sobre un buzo. Algún tiempo después nos llega-ron noticias de que todos los burros habían muerto. Nosé nada sobre la suerte que corrieron los otros anima-les, los menos valiosos. No me cabe duda de que, como elresto de nosotros, encontraron su merecido. No hice ave-riguaciones. Me excitaba enormemente la perspectivade conocer muy pronto a Kurtz. Cuando digo muy pron-to, hablo en términos relativos. Dos meses pasaron des-de el momento en que dejamos la ensenada hasta nues-tra llegada a la orilla de la estación de Kurtz. “Remontaraquel río era como volver a los inicios de la creación cuan-do la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los ár-boles se convirtieron en reyes. Una corriente vacía, ungran silencio, una selva impenetrable. El aire era calien-te, denso, pesado, embriagador. No había ninguna ale-gría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua co-rría desierto, en la penumbra de las grandes extensio-nes. En playas de arena plateada, los hipopótamos y loscocodrilos tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al en-sancharse, fluían a través de archipiélagos boscosos;era tan fácil perderse en aquel río como en un desierto,y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiem-po contra bancos de arena, hasta que uno llegaba a tenerla sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas

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una vez conocidas... en alguna parte... lejos de todo... talvez en otra existencia. Había momentos en que el pasadovolvía a aparecer, como sucede cuando uno no tiene niun momento libre, pero aparecía en forma de un sueñointranquilo y estruendoso, recordado con asombro enmedio de la realidad abrumadora de aquel mundo extra-ño de plantas, y agua, y silencio. Y aquella inmovilidadde vida no se parecía de ninguna manera a la tranquili-dad. Era la inmovilidad de una fuerza implacable queenvolvía una intención inescrutable. Y lo miraba a unocon aire vengativo. Después llegué a acostumbrarme. Yal acostumbrarme dejé de verla; no tenía tiempo. Debíaestar todo el tiempo tratando de adivinar el cauce delcanal; tenía que adivinar, más por inspiración que porotra cosa, las señales de los bancales ocultos, descubrirlas rocas sumergidas. Aprendí a rechinar los dientes sono-ramente antes de que el corazón me estallara cuando ro-zábamos algún viejo tronco infernal que hubiera podidoterminar con la vida de aquel vapor de hojalata y ahogara todos los peregrinos. Necesitaba encontrar todos losdías señales de madera seca que pudiéramos cortar to-das las noches para alimentar las calderas al día siguien-te. Cuando uno tiene que estar pendiente de ese tipo decosas, los meros incidentes de la superficie, la realidad,sí, la realidad digo, se desvanece. La verdad íntima seoculta, por suerte, por suerte. Pero yo la sentía durantetodo el tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovili-dad misteriosa que me contemplaba, que observaba misartimañas de mono, tal como os observa a vosotros, ca-maradas, cuando trabajáis en vuestros respectivos ca-bles por... cuánto es... media corona la vuelta.”

—Intenta ser más cortés, Marlow —gruñó una voz, ysupe que por lo menos había otro auditor tan despiertocomo yo.

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—Perdón. ¿En realidad, qué importa el precio si lacosa está bien hecha? Vosotros desempeñáis muy bienvuestros oficios. Yo tampoco he hecho mal el mío desdeque logré que no naufragara aquel vapor en mi primerviaje. Todavía me asombro de ello. Imaginad a un hom-bre con los ojos vendados obligado a conducir un vehícu-lo por un mal camino. Lo que puedo deciros es que sudéy temblé de verdad durante aquel viaje. Después de todo,para un marino, que se rompa el fondo de la cosa que sesupone flota todo el tiempo bajo su vigilancia es el peca-do más imperdonable. Puede que nadie se entere, peroél no olvida el porrazo, ¿no es cierto? Es un golpe en elmismo corazón. Uno lo recuerda, lo sueña, despierta amedia noche para pensar en él, años después, y vuelve asentir escalofríos. No pretendo decir que aquel vapor flo-tara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear unpoco, con veinte caníbales chapoteando alrededor de ély empujando. Durante el viaje habíamos enganchado unatripulación con algunos de esos muchachos. ¡Excelentestipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que sepodía trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, des-pués de todo, no se devoraban los unos a los otros en mipresencia; llevaban consigo una provisión de carne dehipopótamo, que una vez podrida hizo llegar a mis nari-ces todo el misterio de la selva. ¡Puuuf! Aún puedo oler-la. Llevaba a bordo al director y a tres o cuatro peregri-nos con sus palos. Eso era todo. Algunas veces nos acer-cábamos a una estación próxima a la orilla, pegada a lasfaldas de lo desconocido; los blancos salían de sus caba-ñas con grandes expresiones de alegría, de sorpresa, debienvenida. Me parecían muy extraños. Tenían todo elaspecto de haber sido víctimas de un hechizo. La pala-bra marfil flotaba un buen rato en el aire, y luego seguía-mos de nuevo en medio del silencio, a lo largo de inmen-

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sas extensiones desiertas, alrededor de mansos recodos,entre los altos muros de nuestro camino sinuoso, que re-sonaba en profundos ruidos al pesado golpe de nuestrarueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles, ma-sas inmensas de ellos, elevándose hacia las alturas; y asus pies, navegando junto a la orilla, contra la corriente,se deslizaba aquel vapor lisiado, como se arrastra un es-carabajo perezoso sobre el suelo de un elevado pórtico.Uno tenía por fuerza que sentirse muy pequeño, total-mente perdido, y sin embargo aquel sentimiento no eradeprimente. Después de todo, por muy pequeño que fue-ra, aquel sucio animalillo seguía arrastrándose, y eso eralo que se le pedía. A dónde imaginaban arrastrarse losperegrinos, eso sí que no lo sé. Hacia algún lugar del queesperaban obtener algo, creo. En cuanto a mí, el escara-bajo se arrastraba exclusivamente hacia Kurtz. Perocuando el casco comenzó a hacer agua nos arrastramosmuy lentamente. Aquellas grandes extensiones se abríanante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hu-biera puesto poco a poco un pie en el agua para cortar-nos la retirada en el momento del regreso. Penetramosmás y más espesamente en el corazón de las tinieblas.Allí había verdadera calma. A veces, por la noche, un re-doble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corríapor el río, se sostenía débilmente, se prolongaba, como sirevoloteara en el aire por encima de nuestras cabezas,hasta la primera luz del día. Si aquello significaba gue-rra, paz u oración es algo que no podría decir. La aurorase anunciaba por el descenso de una desapacible calma;los leñadores dormían, sus hogueras se extinguían; elchasquido de una rama lo podía llenar a uno de sobre-salto. Éramos vagabundos en medio de una tierra pre-histórica, de una tierra que tenía el aspecto de un pla-neta desconocido. Nos podíamos ver a nosotros mismos

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como los primeros hombres tomando posesión de una he-rencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia pro-funda de un trabajo excesivo. Pero, de pronto, cuando lu-chábamos para cruzar un recodo, podíamos vislumbrarunos muros de juncos técnicos de hierba puntiagudos,un estallido de gritos, un revuelo de músculos negros,una multitud de manos que palmoteaban, de pies quepateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos furtivos,bajo la sombra de pesados e inmóviles follajes. El vaporse movía lenta y dificultosamente al borde de un negro eincomprensible frenesí. ¿Nos maldecía, nos imprecaba,nos daba la bienvenida el hombre prehistórico? ¿Quiénpodría decirlo? Estábamos incapacitados para compren-der todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fan-tasmas, asombrados y con un pavor secreto, como pue-den hacerlo los hombres cuerdos ante un estallido deentusiasmo en una casa de orates. No podíamos enten-der porque nos hallábamos muy lejos, y no podíamos re-cordar porque viajábamos en la noche de los primerostiempos, de esas épocas ya desaparecidas, que dejan condificultades alguna huella... pero ningún recuerdo.

”La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostum-brado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruoconquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo mons-truoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran...No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis,esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea sur-gía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgabande las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en ver-dad producía estremecimiento era la idea de su humani-dad, igual que la de uno, la idea del remoto parentescocon aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos.Feo, ¿no? Sí, era algo bastante feo. Pero si uno era lo su-ficientemente hombre debía admitir precisamente en su

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interior una débil traza de respuesta a la terrible fran-queza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aque-llo tenía un sentido en el que uno (uno, tan distante dela noche de los primeros tiempos) podía participar. ¿Porqué no? La mente del hombre es capaz de todo, porquetodo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Quéhabía allí, después de todo? Alegría, miedo, tristeza, de-voción, valor, cólera... ¿Quién podía saberlo?... Pero ha-bía una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiem-po. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremez-can... El que es hombre sabe y puede mirar aquello sinpestañear. Pero tiene que ser por lo menos tan hombrecomo los que había en la orilla. Debe confrontar esa ver-dad con su propia y verdadera esencia... con su propiafuerza innata. Los principios no bastan. Adquisiciones,vestidos, bonitos harapos... harapos que velarían a la pri-mera sacudida. No, lo que se requiere es una creenciadeliberada. ¿Hay allí algo que me llama, en esa multituddemoníaca? Muy bien. La oigo, lo admito, pero tambiéntengo una voz y para bien o para mal no puedo silenciar-la. Por supuesto, un necio con puro miedo y finos sen-timientos está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os pre-guntáis si también bajé a la orilla para aullar y danzar?Pues no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al dia-blo con los nobles sentimientos! No tenía tiempo paraellos. Tenía que mezclar albayalde con tiras de mantasde lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua.Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitartroncos, y hacer que marchara aquella caja de hojalatapor las buenas o por las malas. Esas cosas poseen la su-ficiente verdad superficial como para salvar a un hom-bre sabio. A ratos tenía, además, que vigilar al salvajeque llevaba yo como fogonero. Era un espécimen perfec-cionado; podía encender una caldera vertical. Allí esta-

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ba, debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultabatan edificante como ver a un perro en una parodia conpantalones y sombrero de plumas, paseando sobre suspatas traseras. Unos meses de entrenamiento habían he-cho de él un muchacho realmente eficaz. Observaba elregulador de vapor y el carburador de agua con un evi-dente esfuerzo por comprender, tenía los dientes afila-dos también, pobre diablo, y el cabello lanudo afeitadocon arreglo a un modelo muy extraño, y tres cicatricesornamentales en cada mejilla. Hubiera debido palmoteary golpear el suelo con la planta de los pies, y en vez deello se esforzaba por realizar un trabajo, iniciarse en unaextraña brujería, en la que iba adquiriendo nuevos co-nocimientos. Era útil porque había recibido alguna ins-trucción; lo que sabía era que si el agua desaparecía deaquella cosa transparente, el mal espíritu encerrado enla caldera mostraría su cólera por la enormidad de sused y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba, ca-lentaba y observaba el cristal con temor (con un talismánimprovisado, hecho de trapos, atado a un brazo, y un pe-dazo de hueso del tamaño de un reloj, colocado entre laencía y el labio inferior), mientras las orillas cubiertasde selva se deslizaban lentamente ante nosotros, el pe-queño ruido quedaba atrás y se sucedían millas intermi-nables de silencio... Y nosotros nos arrastrábamos haciaKurtz. Pero los troncos eran grandes, el agua traidora ypoco profunda, la caldera parecía tener en efecto un de-monio hostil en su seno, y de esa manera ni el fogoneroni yo teníamos tiempo para internarnos en nuestros me-lancólicos pensamientos.

”A unas cincuenta millas de la estación interior en-contramos una choza hecha de cañas y, sobre ella, un más-til inclinado y melancólico, con los restos irreconociblesde lo que había sido una bandera ondeando sobre él, y

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al lado un montón de leña, cuidadosamente apilado. Aque-llo constituía algo inesperado. Bajamos a la orilla, y so-bre la leña encontramos una tablilla con algunas pala-bras borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: “Leñapara ustedes. Apresúrense. Deben acercarse con precau-ciones.” Había una firma, pero era ilegible. No era la deKurtz. Era una palabra mucho más larga. Apresúrense.¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precau-ciones? No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia nopodía ser para llegar a aquel lugar, ya que nadie tendríaconocimiento de su existencia. Algo anormal encontra-ríamos más arriba. ¿Pero qué, y en qué cantidad? Éseera el problema. Comentamos despectivamente la imbe-cilidad de aquel estilo telegráfico. Los arbustos cercanosno nos dijeron nada, y tampoco nos permitieron ver muylejos. Una cortina destrozada de sarga roja colgaba a laentrada de la cabaña, y rozaba tristemente nuestras ca-ras. El interior estaba desmantelado, pero era posiblededucir que allí había vivido no hacía mucho tiempo unblanco. Quedaba aún una tosca mesa, una tabla sobre dospostes un montón de escombros en un rincón oscuro y,cerca de la puerta, un libro que recogí inmediatamente.Había perdido la cubierta y las páginas estaban muy su-cias y blandas, pero el lomo había sido recientementecosido con cuidado, con hilo de algodón blanco que aúnconservaba un aspecto limpio. El título era Una investi-gación sobre algunos aspectos de náutica, y el autor untal Towsen o Towson, capitán al servicio de su majestad.El contenido era bastante monótono, con diagramas acla-ratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar te-nía una antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aque-lla impresionante antigualla con la mayor ternura posi-ble, temeroso de que fuera a disolverse en mis manos.En su interior, Towson o Towsen investigaba seriamen-

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te la resistencia de tensión de los cables y cadenas em-pleados en los aparejos de los barcos, y otras materiassemejantes. No era un libro apasionante, pero a prime-ra vista se podía ver una unidad de intención, una hon-rada preocupación por realizar seriamente el trabajo,que hacía que aquellas páginas, concebidas tantos añosatrás, resplandecieran con una luminosidad no provo-cada sólo por el interés profesional. El sencillo y viejomarino, con su disquisición sobre cadenas y tuercas, mehizo olvidar la selva y los peregrinos, en una deliciosasensación de haber encontrado algo inconfundiblementereal. El que un libro semejante se encontrara allí era yabastante asombroso, pero aún lo eran más las notas mar-ginales, escritas a lápiz, con referencia al texto. ¡No po-día creer en mis propios ojos! Estaban escritas en len-guaje cifrado. Sí, aquello parecía una clave. Imaginad aun hombre que llevara consigo un libro de esa especie aaquel lugar perdido del mundo, lo estudiara e hicieracomentarios en lenguaje cifrado. Era un misterio de lomás extravagante.

”Desde hacía un rato era vagamente consciente decierto ruido molesto, y al alzar los ojos vi que la pila deleña había desaparecido, y que el director, junto con to-dos los peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla delrío. Me metí el libro en un bolsillo. Puedo aseguraros quearrancarse de su lectura era como separarse del abrigode una vieja y sólida amistad.

”Volví a poner en marcha la inválida máquina. “Debede ser ese miserable comerciante, ese intruso”, exclamóel director, mirando con malevolencia hacia el sitio quehabíamos dejado atrás. “Debe ser inglés”, dije yo. “Esono lo librará de meterse en dificultades si no es pruden-te”, murmuró sombríamente el director. Y yo comenté

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con fingida inocencia que en este mundo nadie está librede dificultades.

”La corriente era ahora más rápida. El vapor parecíaestar a punto de emitir su último suspiro; las aspas delas ruedas batían lánguidamente el agua. Yo esperabaque aquél fuera el último esfuerzo, porque a decir ver-dad temía a cada momento que aquella desvencijada em-barcación no pudiera ya más. Me parecía estar contem-plando las últimas llamadas de una vida. Sin embargo,seguíamos avanzando. A veces tomaba como punto de refe-rencia un árbol, situado un poco más arriba, para medirnuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía invariable-mente antes de llegar a él. Mantener la vista fija duran-te tanto tiempo era una labor demasiado pesada para lapaciencia humana. El director mostraba una magníficaresignación. Yo me impacientaba, me encolerizaba y dis-cutía conmigo mismo sobre la posibilidad de hablarabiertamente con Kurtz. Pero antes de poder llegar auna conclusión, se me ocurrió que tanto mi silencio comomis declaraciones eran igualmente fútiles. ¿Qué impor-tancia podía tener que él supiera o ignorara la situación?¿Qué importaba quién fuera el director? A veces tene-mos esos destellos de perspicacia. Lo esencial de aquelasunto yacía muy por debajo de la superficie, más alláde mi alcance y de mi poder de meditación.

”Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unasocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería continuar,pero el director me dijo con aire grave que la navegacióna partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecíaprudente, ya que el sol estaba a punto de ocultarse, es-perar allí hasta la mañana siguiente. Es más, insistió enla advertencia de que nos acercáramos con prudencia.Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbradel crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastan-

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te sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horasde navegación, y yo había visto ciertos rizos sospecho-sos en el curso superior del río. No obstante, aquel re-traso me produjo una indecible contrariedad, y sin ra-zón, ya que una noche poco podía importar después detantos meses. Como teníamos leña en abundancia y lapalabra precaución no nos abandonaba, detuve el barcoen el centro del río. El cauce era allí angosto, recto, conaltos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La oscu-ridad comenzó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera.La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa in-movilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, uni-dos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbus-to vivo en la maleza, parecían haberse convertido en pie-dra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más insig-nificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, comoun estado de trance. Uno miraba aquello con asombro yllegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De prontose hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos.A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuer-te chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido dispara-do por un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, máscegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni sedisolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeán-donos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de lamañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina.Pudimos contemplar la multitud de altísimos árboles,sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño solresplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estabaen una calma absoluta, y después la blanca cortina des-cendió otra vez, suavemente, como si se deslizara porranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo lacadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de quehubiera acabado de descender, rechinando sordamente,

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un aullido, un aullido terrible como de infinita desola-ción, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó pocodespués. Un clamor lastimero, modulado con una dis-cordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperadode aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajode la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás:a mí me pareció como si la bruma misma hubiera grita-do; tan repentinamente y al parecer desde todas partesse había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luc-tuoso. Culminó con el estallido acelerado de un chillidoexorbitante, casi intolerable, que al cesar nos dejó hela-dos en una variedad de actitudes estúpidas, tratando obs-tinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espan-toso, que siguió.

”“¡Dios mío! ¿Qué es esto?”, murmuró junto a mí unode los peregrinos, un hombrecillo grueso, de cabellos are-nosos y rojas patillas, que llevaba botas con suelas de gomay un pijama color de rosa recogido en los tobillos. Otrosdos se quedaron boquiabiertos por un minuto, luego seprecipitaron a la pequeña cabina, para salir al siguienteinstante, lanzando miradas tensas y con los rifles prepa-rados en la mano. Nada podíamos ver más allá del va-por: veíamos su punta borrosa como si estuviera a pun-to de disolverse, y una línea brumosa, de quizás dos piesde anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mun-do no existía para nuestros ojos y oídos. Aquello era nues-tra tierra de nadie. Todo se había ido, desaparecido, ba-rrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.

”Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, conobjeto de poder levar anclas y poner en marcha el vaporsi se hacía necesario. “¿Nos atacarán?”, murmuró una vozamedrentada. “Nos asesinarán a todos en medio de estaniebla” murmuró otro. Los rostros se crispaban por latensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos olvi-

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daban el parpadeo. Era curioso ver el contraste entrelos blancos y los negros de nuestra tripulación, tan ex-tranjeros como nosotros en aquella parte del río, aun-que sus hogares estuvieran a sólo una distancia de ocho-cientas millas de aquel lugar. Los blancos, como es natu-ral terriblemente sobresaltados, tenían además el aspec-to de sentirse penosamente sorprendidos por aquel opro-bioso recibimiento. Los otros tenían una expresión dealerta, de interés natural en los acontecimientos, perosus rostros aparentaban sobre todo tranquilidad, inclusohabía uno o dos cuyas dentaduras brillaban mientras ti-raban de la cadena. Algunos cambiaron breves, sobriasfrases, que parecían resolver el asunto satisfactoriamen-te. Su jefe, un joven de amplio pecho, vestido severamen-te con una tela orlada, azul oscuro, con feroces agujerosnasales y el cabello artísticamente arreglado en anillosaceitosos, estaba en pie a mi lado. “¡Ajá!”, dije sólo porespíritu de compañerismo. “¡Cogedlos!”, exclamó, abrien-do los ojos inyectados de sangre y con un destello de susdientes puntiagudos. “Cogedlos y dádnoslos.” “¿A voso-tros?”, pregunté. “¿Qué haríais con ellos?” “Nos los co-meríamos”, dijo tajantemente y, apoyando un codo en laborda, miró hacia afuera, a la bruma, en una actitud dig-na y profundamente meditativa. No me cabe duda de queme habría sentido profundamente horrorizado si no seme hubiese ocurrido que tanto él como sus muchachosdebían de estar muy hambrientos; el hambre seguramen-te se había acumulado durante el último mes. Habían sidocontratados por seis meses (no creo que ninguno de ellostuviera una noción clara del tiempo como la tenemos no-sotros después de innumerables siglos; pertenecían aúna los comienzos del tiempo, no tenían ninguna experien-cia heredada que les indicara lo que eso era) y, por su-puesto, mientras existiera un pedazo de papel escrito

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de acuerdo con alguna ley absurda, o de cualquier otroprecepto (redactados río abajo), no cabía en la cabeza pre-ocuparse sobre su sustento. Era cierto que habían em-barcado con carne podrida de hipopótamo, que no podíade cualquier manera durar demasiado tiempo, aun en elcaso de que los peregrinos no hubieran arrojado, en me-dio de una riña desagradable, gran parte de ella por laborda. Parecía un proceder arbitrario, pero en realidadse trataba de una situación de legítima defensa. No sepuede respirar carne de hipopótamo podrida al desper-tar, al dormir y al comer, y a la vez conservar el preca-rio asidero a la existencia. Además, se les daba tres pe-dazos de alambre de cobre a la semana, cada uno de nue-ve pulgadas de longitud. En teoría aquella moneda lespermitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo lar-go del río. ¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! Ono había aldeas, o la población era hostil, o el directorque, como el resto de nosotros, se alimentaba a base delatas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían car-ne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se de-tuviera por alguna razón más o menos recóndita. Demodo que, a menos que se alimentaran con el alambremismo o que lo convirtieran en anzuelos para pescar, noveo de qué podía servirles aquel extravagante salario.Debo decir que se les pagaba con una regularidad dignade una gran y honorable empresa comercial. Por lo de-más, lo único comestible (aunque no tuviera aspecto deserlo) que vi en su posesión eran unos trozos de una ma-teria como pasta medio cocida, de un color de lavandasucia, que llevaban envuelta en hojas y de la cual de vezen cuando arrancaban un pedazo, paro tan pequeño queparecía más bien arrancado para ser mirado que con unpropósito serio de sustento. ¿Por qué en nombre de to-dos los roedores diablos del hambre no nos atacaron (eran

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treinta para cinco) y se dieron con nosotros un buen ban-quete? Es algo que todavía hoy me asombra. Eran hom-bres grandes, vigorosos, sin gran capacidad para meditaren las consecuencias, valientes, fuertes aún entonces, aun-que su piel había perdido ya el brillo y sus músculos sehabían ablandado. Comprendí que alguna inhibición, unode esos secretos humanos que desmienten la probabili-dad de algo, estaba en acción. Los miré con un repenti-no aumento de interés, y no porque pensara que podíaser devorado por ellos dentro de poco, aunque debo re-conocer que fue entonces cuando precisamente vi, bajouna nueva luz, por decirlo así, el aspecto enfermizo delos peregrinos, y tuve la esperanza, sí, positivamente tuvela esperanza de que mi aspecto no fuera ¿cómo diría?,tan poco apetitoso. Fue un toque de vanidad fantástica,muy de acuerdo con la sensación de sueño que llenabatodos mis días en aquel entonces. Quizá me sintiera tam-bién un poco afiebrado. Uno no puede vivir llevándoselos dedos eternamente al pulso. Tenía siempre “un pocode fiebre”, o un poco de algo; los arañazos juguetones dela selva, las bromas preliminares a un ataque serio, quese presentó a su debido tiempo. Sí, lo miré como lo po-dríais hacer vosotros ante cualquier ser humano, con unacuriosidad ante sus impulsos, motivaciones, capacidad,debilidades, cuando son puestos a prueba por una inexo-rable necesidad física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo?¿Era superstición, disgusto, paciencia, miedo, o una es-pecie de honor primitivo? Ningún miedo logra resistir alhambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La re-pugnancia sencillamente desaparece cuando llega el ham-bre, y en cuanto a la superstición, creencias, y lo que vo-sotros podríais llamar principios, pesan menos que unahoja en medio de la brisa. ¿Sabéis lo diabólica que pue-de ser una inanición prolongada, su tormento exasperan-

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te, los negros pensamientos que produce, su sombría yenvolvente ferocidad? Bueno, yo sí. Le hace perder alhombre toda su fortaleza innata para luchar dignamentecontra el hambre. Indudablemente es más fácil enfren-tarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdicióndel alma, que con el hambre prolongada. Es triste, perocierto. Y aquellos sujetos, además, no tenían ninguna ra-zón en la tierra para abrigar algún escrúpulo. ¡Repre-sión! Del mismo modo podría yo esperar represión deuna hiena que deambulara entre los cadáveres de un cam-po de batalla. Pero allí, frente a mí, estaban los hechos,el hecho asombroso que podía ver, como un pliegue deun enigma inexplicable, un misterio mayor, si pienso bienen ello, que aquella curiosa e inexplicable nota de deses-peración y dolor en el clamor salvaje que nos había lle-gado de las márgenes del río, más allá de la ciega blan-cura de la bruma.

”Dos peregrinos discutían en murmullos apresura-dos sobre cuál de las orillas estaba ocupada. “A la izquier-da.” “No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a la derecha, porsupuesto.” “Esto es muy serio”, oí que decía el directordetrás de mí. “Lamentaría que le hubiera ocurrido algoal señor Kurtz antes de que lleguemos.” Me volví a mi-rarlo y no me cupo la menor duda de que hablaba con sin-ceridad. Era precisamente de esa especie de hombresque saben guardar las apariencias. Aquél era su freno.Pero cuando dijo algo sobre la posibilidad de seguir enel acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder.Tanto yo como él sabíamos que eso era imposible. En cuan-to perdiéramos nuestro único punto de apoyo, el fondo,quedaríamos completamente en el aire, en el espacio.No podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o ha-cia abajo, o hacia los lados, hasta que llegáramos a algu-na de las márgenes, y entonces ni siquiera podríamos de-

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cir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún mo-vimiento. No podéis imaginar un sitio más abominablepara un naufragio. O nos ahogaríamos enseguida, o pe-receríamos después de una u otra manera. “Le autorizoa correr todos los riesgos”, dijo, después de un breve si-lencio. “Me niego a correr ninguno”, dije tajantemente.Y era la respuesta que él esperaba, aunque el tono quizálo sorprendiera. “Bueno, debo ceder a su juicio. Ustedes el capitán”, dijo, con pronunciada cortesía. Hice un mo-vimiento con el hombro en señal de reconocimiento ymiré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un es-pectáculo desesperante. La aproximación a aquel Kurtzque extraía el marfil de aquella maldita selva estaba ro-deada de tantos peligros como la visita a una princesaencantada, dormida en un castillo fabuloso. “¿Cree ustedque nos atacarán?”, preguntó el director en tono confi-dencial.

”Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por variasrazones obvias. La espesa niebla era una de ellas. Si sealejaban de la orilla en sus piraguas, se encontrarían per-didos en el río, igual que nosotros si intentábamos mo-vernos. No obstante, yo había considerado que la selvade ambas orillas era absolutamente impenetrable y a pe-sar de ello había allí ojos que nos habían visto. La selvaen ambas márgenes del río era con toda certidumbre muyespesa, pero la maleza podía por lo visto ser penetrada.Sin embargo, yo no había visto canoas en ninguna parte,y mucho menos cerca del barco. Pero lo que hacía queme resultara inconcebible la idea de un ataque era la na-turaleza del sonido. Los gritos que habíamos escuchadono tenían el carácter feroz que precede a una intenciónhostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes yviolentos que fueron, me habían dejado una impresiónde irresistible tristeza. La contemplación del vapor ha-

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bía llenado a aquellos salvajes, a saber por qué razón, deun dolor desenfrenado. El peligro, si existía, expliqué,residía en la proximidad de una gran pasión humana des-encadenada. Hasta el dolor más agudo puede al fin des-ahogarse en violencia, aunque por lo general tome la for-ma de apatía...

”¡Debería haber visto la mirada fija de aquellos pere-grinos! No se atrevían a sonreír, o a rebatirme, pero es-toy seguro de que creían que me había vuelto loco, porel miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queri-dos amigos, de nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guar-dia? Bueno, ya podían imaginar que yo observaba la nie-bla esperando señales de que se abriera, como un gatopuede observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos ser-vían de nada, era igual que si estuviéramos enterrados avarias millas de profundidad en un montón de algodónen rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado, sofoca-do. Además, todo lo que decía, por extraño que sonara,era absolutamente cierto. Lo que nosotros considerába-mos como un ataque era realmente un intento de recha-zo. La acción distaba mucho de ser agresiva, ni siquieraera defensiva en el sentido clásico. Se había iniciado bajola presión de la desesperación, y en esencia era pura-mente protectora.

”Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas des-pués de que se levantara la niebla, y su principio, aproxi-madamente, fue una milla y media antes de llegar a laestación de Kurtz. Precisamente acabábamos de ser sacu-didos en un recodo, cuando vi una isla, una colina herbosade un verde deslumbrante, en medio de la corriente. Eralo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte seensanchó vi que era la cabeza de un amplio banco de are-na, o más bien de una cadena de pequeñas porciones detierra que se extendían a flor de agua. Estaban descolo-

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ridas, junto a la superficie, y todo el grupo parecía estarbajo el agua, exactamente de la manera en que puede ver-se la columna vertebral de un hombre bajo la piel de laespalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquier-da. Por supuesto yo no conocía ningún paso. Ambas már-genes tenían el mismo aspecto, la profundidad parecíaser la misma. Pero como me habían informado de que laestación estaba situada en la parte occidental, tomé na-turalmente el paso más próximo a esa orilla.

”No bien acabábamos de entrar, cuando advertí queera mucho más estrecho de lo que había previsto. A nues-tra izquierda se extendía, sin interrupción, el largo ban-co de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta,densamente cubierta de maleza. Los árboles se agrupa-ban en filas apretadas. Las ramas colgaban sobre la co-rriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de un ár-bol se proyectaba rígidamente en ella. Era ya por la tar-de, el aspecto del bosque era lúgubre y una amplia fran-ja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogába-mos muy lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigíel vapor cerca de la orilla, donde el agua era más pro-funda, según me informaba el palo de sonda.

”Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondea-ba desde la proa, exactamente debajo de mí. Aquel bar-co de vapor era exactamente como un lanchón con unacubierta. En la cubierta había dos casetas de madera deteca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en el ex-tremo anterior, y la maquinaria en la popa. Sobre todoaquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vi-gas. La chimenea emergía de aquel techo, y enfrente dela chimenea una pequeña cabina de tablas delgadas al-bergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dossillas de campaña, una escopeta cargada, colgada de unrincón, una pequeña mesa y la rueda del timón. Tenía

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una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados.Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abier-tas, como es natural. Yo pasaba los días en el punto ex-tremo de aquella cubierta, junto a la puerta. De nochedormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negroatlético procedente de alguna tribu de la costa, y educa-do por mi desdichado predecesor, era el timonel. Lleva-ba un par de pendientes de bronce, una tela azul lo en-volvía de la cintura a los tobillos, y tenía una alta opi-nión de sí mismo. Era el imbécil menos sosegado que hayavisto jamás. Guiaba con cierto sentido común el barco siuno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sen-tía no observado era inmediatamente presa de una ab-yecta pereza y era capaz de dejar que aquel vapor des-tartalado tomara la dirección que quisiera.

”Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy dis-gustado al comprobar que sobresalía cada vez un pocomás, cuando vi que el hombre abandonaba su ocupacióny se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera desubir a bordo el palo, seguía sujetándolo con la mano, yel palo flotaba en el agua. Al mismo tiempo el fogonero,al que también podía ver debajo de mí, se sentó brusca-mente ante la caldera y hundió la cabeza entre las ma-nos. Yo estaba asombrado. Después miré rápidamentehacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unasvaras, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumba-ban ante mis narices, caían cerca de mí e iban a estre-llarse en la cabina de pilotaje. Pero a la vez el río, la pla-ya, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta. Sólopodía oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa,y el zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran fle-chas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en lacabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río.El estúpido timonel, con las manos en las cabillas del ti-

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món, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies,y se mordía los labios como un caballo sujeto por el fre-no. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menosde diez pies de la playa. Al asomarme para cerrar las ven-tanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro en-tre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y feroz-mente. Y entonces, súbitamente, como si se hubiera re-movido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, enel seno de las oscuras tinieblas, pechos desnudos, bra-zos, piernas, ojos brillantes. La maleza hervía de miem-bros humanos en movimiento, lustrosos, bronceados. Lasramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí sa-lían las flechas. Cerré el postigo.

”“Guía en línea recta”, le dije al timonel. Su cabezamiraba con rigidez hacia adelante, los ojos giraban, y con-tinuaba levantando y bajando los pies lentamente. Te-nía espuma en la boca. “¡Mantén la calma!”, le ordenéfurioso. Pero era igual que si le hubiera ordenado a unárbol que no se inclinara bajo la acción del viento. Me lan-cé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de piessobre la cubierta metálica y exclamaciones confusas. Unavoz gritó: “¿No puede dar la vuelta?” Percibí un obstácu-lo en forma de V delante del barco, en el agua. ¿Qué eraaquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estallóa mis pies. Los peregrinos habían disparado sus winches-ters, rociando de plomo la maleza. Se elevó una humare-da que fue avanzando lentamente hacia adelante. Lancéun juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo perma-necía de pie, en la puerta, observando las nubes de fle-chas que caían sobre nosotros. Podían estar envenena-das, pero por su aspecto no podía uno pensar que llega-ran a matar a un gato. La maleza comenzó a aullar, y nues-tros caníbales emitieron un grito de guerra. El disparode un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojea-

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da por encima de mi hombro; la cabina del piloto estabaaún llena de humo y estrépito cuando di un salto y aga-rré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado paraabrir la ventana y disparar un Martini-Henry. Estabade pie ante la ventana abierta y resplandeciente. Le or-dené a gritos que volviera, mientras corregía en ese mis-mo instante la desviación del barco. No había modo dedar la vuelta. El obstáculo estaba muy cerca, frente a no-sotros, bajo aquella maldita humareda. No había tiempoque perder, así que viré directamente hacia la orilla don-de sabía que el agua era profunda.

”Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas sel-vas en un torbellino de ramas rotas y hojas caídas. Losdisparos de abajo cesaron, como yo había previsto quesucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargado-res. Eché atrás la cabeza ante un súbito zumbido que atra-vesó la cabina, entrando por una abertura de los posti-gos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitabasu rifle descargado y gritaba hacia la orilla. Vi vagas for-mas humanas que corrían, saltaban, se deslizaban a ve-ces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerseluego. Una cosa grande apareció en el aire delante delpostigo, el rifle cayó por la borda y el hombre retroce-dió rápidamente, me miró por encima del hombro, de unamanera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies.Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, yalgo que parecía un palo largo repiqueteó a su lado y arras-tró una silla de campaña. Parecía que, después de arran-car aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubierahecho perder el equilibrio. El humo había desaparecido,estábamos libres del obstáculo, y al mirar hacia adelantepude ver que después de unas cien yardas o algo así po-dría alejar el barco de la orilla. Pero mis pies sintieronalgo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hom-

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bre había caído de espaldas y me miraba fijamente, su-jetando con ambas manos el palo. Era el mango de una lan-za que, tras pasar por la abertura del postigo, le habíaatravesado por debajo de las costillas. La punta no sellegaba a ver; le había producido una herida terrible. Te-nía los zapatos llenos de sangre, y un gran charco se ibaextendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante,bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandorextraño. Estalló una nueva descarga. El negro me miróansiosamente, sujetando la lanza como algo precioso, comosi temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer unesfuerzo para apartar mis ojos de su presencia y atenderal timón. Busqué con una mano el cordón de la sierra, ytiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido.El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se calmóinmediatamente, y entonces, de las profundidades de laselva, surgió un lamento trémulo y prolongado. Expre-saba dolor, miedo y una absoluta desesperación, comopodría uno imaginar que iba a seguir a la pérdida de laúltima esperanza en la tierra. Hubo una gran conmociónentre la maleza; cesó la lluvia de flechas; hubo algunosdisparos sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual ellánguido jadeo de la rueda de popa llegaba con claridada mis oídos. Acababa de dirigir el timón a estribor, cuan-do el peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agi-tado, apareció en el umbral. “El director me envía...”, co-menzó a decir en tono oficial y se detuvo. “¡Dios mío!”,dijo, fijando la vista en el herido.

”Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mi-rada lustrosa e inquisitiva nos envolvía. Os aseguro queera como si quisiera hacernos una pregunta en un len-guaje incomprensible, pero murió sin emitir un sonido,sin mover un miembro, sin crispar un músculo. Sólo alfinal, en el último momento, como en respuesta a una

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señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo quenos era inaudible, frunció pesadamente el rostro, y aquelgesto dio a su negra máscara mortuoria una expresióninconcebiblemente sombría, envolvente y amenazadora.El brillo de su mirada interrogante se marchitó rápida-mente en una vaguedad vidriosa.

”“¿Puede usted gobernar el timón?”, pregunté ansio-samente al peregrino. El pareció dudar, pero lo sujetépor un brazo, y él comprendió al instante que yo le dabauna orden, le gustara o no. Para decir la verdad sentía laansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y loscalcetines. “Está muerto”, exclamó aquel sujeto, enor-memente impresionado. “Indudablemente”, dije yo, ti-rando como un loco de los cordones de mis zapatos, “ypor lo que puedo ver imagino que también el señor Kurtzestará ya muerto en estos momentos.”

”Aquél era mi pensamiento dominante. Era un senti-miento en extremo desconsolador, como si mi inteligen-cia comprendiera que me había esforzado por obteneralgo que carecía de fundamento. No podía sentirme másdisgustado que si hubiera hecho todo ese viaje con el úni-co propósito de hablar con Kurtz. Hablar con... Tiré unzapato por la borda, y percibí que aquello precisamenteera lo que había estado deseando... hablar con Kurtz. Hiceel extraño descubrimiento de que nunca me lo había ima-ginado en acción, sabéis, sino hablando. No me decía: aho-ra ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle lamano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecíaante mí como una voz. Aquello no quería decir que lo di-sociara por completo de la acción. ¿No había yo oído de-cir en todos los tonos de los celos y la admiración que ha-bía reunido, cambiado, estafado y robado más marfil quetodos los demás agentes juntos? Aquello no era lo impor-tante. Lo importante era que se trataba de una criatura

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de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, laque daba la sensación de una presencia real, era su capa-cidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, supoder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitantecorriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del cora-zón de unas tinieblas impenetrables.

”Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río.Pensé: “¡Por Júpiter, todo ha terminado! Hemos llegadodemasiado tarde. Ha desaparecido... Ese don ha desapa-recido, por obra de alguna lanza, flecha o mazo. Despuésde todo, nunca oiré hablar a ese individuo.” Y mi triste-za tenía una extravagante nota de emoción igual a la quehabía percibido en el doliente aullido de aquellos salva-jes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podidosentirme más desolado si me hubieran despojado violen-tamente de una creencia o hubiera errado mi destino enla vida... ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece ab-surdo? Bueno, muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿Nodebe un hombre siempre...? En fin, dadme un poco detabaco.”

Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló unacerilla, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada,hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los pár-pados caídos, con un aspecto de atención concentrada. Ymientras daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostroparecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las osci-laciones regulares de aquella débil llama. La cerilla seapagó.

—¡Absurdo! —exclamó—. Eso es lo peor cuando tra-ta uno de expresar algo... Aquí estáis todos muy tranqui-los, en un viejo barco bien anclado. Tenéis un carniceroen la esquina, un policía en la otra. Disfrutáis, además,de excelente apetito, y de una temperatura normal. ¿Meoís? Normal, desde principios hasta finales de año. Y en-

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tonces vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo!Pero, queridos amigos, ¿qué podéis esperar de un hom-bre que por puro nerviosismo había arrojado por la bor-da un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en ello,me sorprende no haber derramado lágrimas. Por lo ge-neral estoy orgulloso de mi fortaleza. Pero me sentí comoherido por un rayo ante la idea de haber perdido el ines-timable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Porsupuesto, estaba equivocado. Aquel privilegio me estabareservado. Oh, sí, y oí más de lo suficiente. Puedo decirque yo tenía razón. Él era una voz. Era poco más que unavoz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos elloseran poco más que voces. El mismo recuerdo que guardode aquella época me rodea, impalpable, como una vibra-ción agonizante de un vocerío inmenso, enloquecido, atroz,sórdido, salvaje, o sencillamente despreciable, sin nin-guna clase de sentido. Voces, voces... incluso la de la mu-chacha... Pero...

Permaneció en silencio durante largo rato.—Finalmente logré formar el fantasma de sus méri-

tos gracias a una mentira —comenzó a decir de pronto—.¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la mucha-cha? ¡Oh, ella está completamente fuera de todo aque-llo! Ellas, las mujeres quiero decir, están fuera de aque-llo, deberían permanecer al margen. Las deberíamos ayu-dar a permanecer en este hermoso mundo que les es pro-pio y asumir nosotros la peor parte. Sí, ella está al mar-gen de aquello. Debíais haber oído a aquel cadáver des-enterrado que era Kurtz decir “mi prometida”. Entonceshubierais percibido por completo qué lejos se hallaba ellade todo. ¡Y aquel pronunciado hueso frontal del señorKurtz! Dicen que a veces el cabello continúa creciendo,pero aquel... aquel espécimen, era impresionantementecalvo. La calva le había acariciado la cabeza; y se la había

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convertido en una bola, una bola de marfil. La había aca-riciado y la había blanqueado. Había acogido a Kurtz, lohabía amado, abrazado, se le había infiltrado en las ve-nas, había consumido su carne, había sellado su alma conla suya por medio de ceremonias inconcebibles de algu-na iniciación diabólica. Lo había convertido en su favo-rito, mimado y adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañasde marfil. La vieja cabaña de barro reventaba de él. Voso-tros habríais supuesto que no había dejado un solo colmi-llo encima o debajo de la tierra en toda la región. “La ma-yor parte es fósil”, observó desdeñosamente el director.Era tan fósil como lo puedo ser yo, pero él llamaba fósila todo lo que había estado enterrado. Según parece losnegros enterraban a veces los colmillos, y por lo visto nohabían enterrado aquella cantidad a la profundidad nece-saria para contrariar el hado del dotado señor Kurtz. Lle-namos el vapor y tuvimos que apilar una buena cantidaden cubierta. Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aúnpudo ver, porque el aprecio de aquel material permane-ció vivo en él hasta el final. Debían oírlo, cuando decía“mi marfil”. Oh, sí, yo pude oírlo: “Mi marfil, mi prome-tida, mi estación, mi río, mi...” Todo le pertenecía. Aque-llo me hizo retener el aliento en espera de que la barba-rie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara asacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aque-llo no significaba nada. Lo importante era saber a quiénpertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo recla-maban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos.Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar deimaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demo-nios de la tierra... lo digo literalmente. Nunca lo enten-deréis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como te-néis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de ve-cinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxilia-

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ros, caminando delicadamente entre el carnicero y el poli-cía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horcay los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a quédeterminada región de los primeros siglos pueden con-ducir los pies de un hombre libre en el camino de la so-ledad, de la soledad extrema donde no existe policía, elcamino del silencio, el silencio extremo donde jamás seoye la advertencia de un vecino generoso que se hace ecode la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden cons-tituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se veuno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a supropia integridad. Por supuesto puede uno ser demasia-do estúpido para desviarse... demasiado obtuso para com-prender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas.Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un pacto con el dia-blo sobre su alma; puede que el tonto sea demasiado ton-to, o el diablo demasiado diablo, no lo sé. O puede ser unouna criatura tempestuosamente exaltada y quedar sor-do y ciego para todo lo demás, menos para las visiones ysonidos celestiales. Entonces la tierra se convierte en unaestación de tránsito... Si es para bien o para mal, no pre-tendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somosni una cosa ni otra. La tierra para nosotros es un lugardonde vivir, donde debemos llenarnos de visiones, soni-dos, olores; donde debemos respirar un aire viciado porla carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y nocontaminarnos. Y entonces, ¿lo veis?, entra en juego lafuerza personal, la confianza en la propia capacidad paracavar un agujero oculto donde esconder la materia esen-cial, el poder de devoción, no hacia uno mismo sino ha-cia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difí-cil. Creedme, no trato de disculpar, ni siquiera explicar,trato sólo de ver al señor Kurtz... a la sombra del señorKurtz. Aquel espíritu iniciado en el fondo de la nada me

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honró con sus asombrosas confidencias antes de desva-necerse definitivamente. Gracias al hecho de hablar in-glés conmigo. El Kurtz original se había educado en granparte en Inglaterra y —como él mismo solía decir— sussimpatías estaban depositadas en el sitio correcto. Sumadre era medio inglesa, su padre medio francés. TodaEuropa participó en la educación de Kurtz. Poco a pocome fui enterando de que, muy acertadamente, la Socie-dad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes lehabía confiado la misión de hacer un informe que le sir-viera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo hevisto, lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia,pero demasiado idealista, a mi juicio. Diecisiete páginasde escritura apretada había llenado en sus momentos li-bres. Eso debió haber sido antes de que sus, digamos ner-vios, se vieran afectados, y lo llevaran a presidir ciertasdanzas a media noche que terminaban con ritos inexpre-sables, los cuales, según pude deducir por lo que oí envarias ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me enten-déis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informeera una magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sinembargo, a la luz de una información posterior, podríacalificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teo-ría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evo-lución a que hemos llegado “debemos por fuerza pare-cerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acer-camos a ellos revestidos con los poderes de una deidad”,y otras cosas por el estilo... “Por el simple ejercicio denuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bienprácticamente ilimitado”, etcétera. Ese era el tono; mellegó a cautivar. Su argumentación era magnífica, aun-que difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensi-dad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Mehizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se desen-

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cadenaban allí con el poder de la elocuencia... Eran pala-bras nobles y ardientes. No había ninguna alusión prácti-ca que interrumpiera la mágica corriente de las frases,salvo que una especie de nota, al pie de la última pági-na, escrita evidentemente mucho más tarde con manotemblorosa, pudiera ser considerada como la exposiciónde un método. Era muy simple, y, al final de aquella ape-lación patética a todos los sentimientos altruistas, llega-ba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpa-go en un cielo sereno: “¡Exterminad a estos bárbaros!”Lo curioso era que, al parecer, había olvidado todo lo re-lacionado con aquel importante post-scriptum, porquemás tarde, cuando en cierto modo logró volver en sí, mesuplicó en repetidas ocasiones que velara celosamentepor “mi panfleto” (así lo llamaba), ya que estaba segurode que en el futuro podía influir beneficiosamente en sucarrera. Tenía yo entonces una amplia información so-bre esas cosas, y, además, como luego resultó, me toca-ría a mí conservar su memoria. Ya he hecho lo bastantecomo para concederme el indiscutible derecho de depo-sitarla, si quiero, para su eterno reposo, en el cajón debasura del progreso, entre todos los gatos muertos de lacivilización. Pero entonces, veis, yo no podía elegir. Noserá olvidado. Fuera lo que fuese, no era un ser común.Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudi-mentarias con ritos de brujería que organizaba en su ho-nor. Podía llenar también las estrechas almas de los pe-regrinos con amargos recelos: tenía además un amigodevoto, había conquistado un alma en el mundo que noera rudimentaria ni estaba viciada por la rapacidad. No,no logro olvidarlo, aunque no estoy dispuesto a afirmarque fuera digno de la vida que perdimos al ir en su bus-ca. Yo echaba atrozmente de menos a mí difunto timo-nel; lo echaba de menos, ya en los momentos en que su

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cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal vezjuzguéis bastante extraño ese pesar por un salvaje queno contaba más que un grano de arena en un Sahara ne-gro. Bueno, había hecho algo, había guiado el barco. Du-rante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como unaayuda, un instrumento. Era una especie de socio. Con-ducía el barco y yo tenía que preocuparme de sus defi-ciencias, y de esa manera un vínculo sutil se había crea-do, del cual fui consciente sólo cuando se rompió. Y la ín-tima profundidad de la mirada que me dirigió cuando reci-bió aquel golpe aún vive en mi memoria, como una sú-plica de un parentesco lejano, afirmado en el momentosupremo.

”¡Pobre tonto! ¡Si hubiera dejado en paz aquella venta-na! Pero no podía estarse quieto, igual que Kurtz, igualque un árbol sacudido por el viento. Tan pronto como mepuse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, des-pués de arrancar de su costado la lanza, operación quedebo confesar ejecuté con los ojos cerrados. Sus talonesrebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus hom-bros oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás deses-peradamente. ¡Oh, era pesado, pesado!, ¡más de lo quehubiera podido imaginar que pesara cualquier hombre!Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo arras-tró como si fuera una brizna de hierba; vi el cuerpo vol-verse dos veces antes de perderlo de vista para siempre.Los peregrinos y el director se habían reunido en cubiertajunto a la cabina de pilotaje, graznando como una ban-dada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escan-dalizado por mi despiadado proceder. Para qué desea-ban conservar a bordo aquel cuerpo es algo que no logroadivinar. Tal vez para embalsamarlo. Pero también oí otromurmullo, y muy siniestro, en la cubierta inferior. Misamigos, los leñadores, estaban igualmente escandaliza-

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dos y con mayor razón, aunque admito que esa razón eradel todo inadmisible. ¡Oh, sí! Yo había decidido que si elcuerpo de mi timonel debía ser devorado, sólo serían lospeces quienes se beneficiaran de él. En vida había sidoun timonel bastante incompetente, pero ahora que esta-ba muerto podía constituir una tentación de primera cla-se, y posiblemente la causa de algunos trastornos serios.Además, estaba ansioso por tomar el timón, porque el hom-bre del pijama color de rosa daba muestras de ser des-esperadamente ineficaz para aquel trabajo.

”Eso hice precisamente, después de haber realizadoaquel sencillo funeral. Íbamos a media velocidad, man-teniéndonos en medio de la corriente. Yo escuchaba lasconversaciones que tenían lugar a mis espaldas. Habíanrenunciado a Kurtz, renunciado a la estación. Kurtz ha-bría muerto; la estación habría sido quemada, etcétera.El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensa-miento de que por lo menos aquel Kurtz había sido de-bidamente vengado. “¿No es cierto? Debemos haber he-cho una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh?¿Qué piensan? ¿Digan?” Bailaba de júbilo. ¡El pequeño ysanguinario mendigo color jengibre! ¡Y casi se había des-vanecido al ver el cadáver del piloto! No pude contener-me y le dije: “Al menos produjo usted una gloriosa can-tidad de humo.” Yo había podido ver, por la forma en quelas copas de los arbustos crujían y volaban, que casi to-dos los disparos habían sido demasiado altos. No es po-sible dar en el blanco a menos que apunten y tiren des-de el hombro, pero aquellos tipos tiraban con el armaapoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, sos-tuve, y en eso tenía toda la razón, había sido provocadapor el pitido de la sirena. En ese momento se habían olvi-dado de Kurtz y aullaban a mi lado con protestas de in-dignación. El director estaba junto al timón, murmu-

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rándome confidencialmente la necesidad de escapar ríoabajo antes de que oscureciera, cuando vi a distancia unclaro en el bosque y los contornos de una especie de edi-ficio. “¿Qué es esto?”, pregunté. Dio una palmada sor-prendido. “¡La estación!”, gritó. Me acerqué a la orillainmediatamente, aunque conservando la navegación amedia velocidad. “A través de mis gemelos vi el declivede una colina con unos cuantos árboles y el terreno en-teramente libre de maleza. En la cima se veía un amplioy deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Losgrandes agujeros del techo puntiagudo se observaban des-de lejos como manchas negras. La selva y la maleza for-maban el fondo. No había empalizada ni tapia de ningu-na especie, pero era posible que hubiera habido antes una,ya que cerca de la casa pude ver media docena de postesdelgados alineados, toscamente adornados, con la partesuperior decorada con unas bolas redondas y talladas.Los barrotes, o cualquier cosa que hubiera habido entreellos, habían desaparecido. Por supuesto el bosque lo ro-deaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto alagua vi a un blanco bajo un sombrero parecido a una rue-da de carro. Nos hacía señas insistentes con el brazo. Alexaminar los lindes del bosque de arriba abajo, tuve casila seguridad de ver movimientos, formas humanas des-lizándose aquí y allá. Me fui acercando con prudencia,luego detuve las máquinas y dejé que el barco avanzarahacia la orilla. El hombre de la playa comenzó a gritar,llamándonos a tierra. “Hemos sido atacados”, gritó eldirector. “Lo sé, lo sé. No hay problema”, gritó el otro enrespuesta, tan alegre como se lo puedan imaginar. “Ven-gan, no hay problema. Me siento feliz.”

”Su aspecto me recordaba algo, algo que había vistoantes. Mientras maniobraba para atracar, me pregunta-ba: “¿A quién se parece este tipo?” De pronto encontré el

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parecido. Era como un arlequín. Sus ropas habían sidohechas de un material que probablemente había sido ho-landa cruda, pero estaban cubiertas de remiendos por to-das partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos,remiendos en la espalda, remiendos en el pecho, en loscodos, en las rodillas; una faja de colores alrededor de lachaqueta, bordes escarlatas en la parte inferior de lospantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectácu-lo extraordinariamente alegre y maravillosamente lim-pio, porque permitía ver con cuánto esmero habían sidohechos aquellos remiendos. Una cara imberbe, adoles-cente, muy agradable, sin ningún rasgo característico,una nariz despellejada, pequeños ojos azules, sonrisas yfruncimientos de la frente, se mezclaban en su rostro comoel sol y la sombra en una llanura asolada por el viento.“Cuidado, capitán”, exclamó. “Anoche tiraron allí un tron-co.” “¿Qué? ¡Otro obstáculo!” Confieso que lancé maldi-ciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de agu-jerear mi cascarón al concluir aquel viaje encantador. Elarlequín de la orilla dirigió hacia mí su pequeña narizrespingada. “¿Es usted inglés?”, me preguntó con una son-risa. “¿Y usted?”, le grité desde el timón. Las sonrisasdesaparecieron, movió la cabeza como apesadumbradopor mi posible desilusión. Luego volvió a iluminárseleel rostro. “¡No importa!”, me gritó animadamente. “¿Lle-gamos a tiempo?”, le pregunté. “Él está allá arriba”, res-pondió, y señaló con la cabeza la colina. De pronto su as-pecto se volvió lúgubre. Su cara parecía un cielo de oto-ño, ensombrecido un momento, para despejarse al siguiente.

”Cuando el director, escoltado por los peregrinos, ar-mados todos hasta los dientes, se dirigieron a la casa,aquel individuo subió a bordo. “Puedo decirle que no megusta nada esto”, le dije. “Los nativos están escondidosentre los matorrales.” Me aseguró confiadamente que no

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había ningún problema. “Son gente sencilla”, añadió. “Bue-no, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasadotodo el tiempo tratando de mantenerlos tranquilos.” “Perousted me ha dicho que no había problema”, exclamé. “¡Oh,no querían hacer daño!”, dijo. Y como yo me le quedé mi-rando con estupor, se corrigió al instante: “Bueno, no exac-tamente.” Después añadió con vivacidad: “¡Dios mío, estacabina necesita una buena limpieza!” Y me recomendótener bastante vapor en la caldera para hacer sonar lasirena en caso de que se produjera alguna dificultad. “Unbuen silbido podrá hacer más por usted que todos los ri-fles. Son gente sencilla”, volvió a repetir. Charlaba tanabundantemente que me abrumó. Parecía querer com-pensar una larga jornada de silencio, y en realidad ad-mitió, sonriendo, que tal era su caso. “¿No habla ustedcon el señor Kurtz?” “Con ese hombre no se habla, se leescucha”, exclamó con severa exaltación. “Pero ahora...”Agitó un brazo y en un abrir y cerrar de ojos se sumió enel silencio más absoluto. Luego pareció volver a resur-gir, se posesionó de mis dos manos, y las sacudió repe-tidamente, mientras exclamaba: “Hermano marino... ho-nor, satisfacción... deleite... me presento... ruso... hijo deun arcipreste... gobierno de Tambov... ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Ta-baco inglés, el excelente tabaco inglés! Bueno, esto esfraternidad. ¿Fuma usted? ¿Dónde hay un marino queno fume?”

”La pipa lo tranquilizó, y gradualmente fui sabiendoque se había escapado de la escuela, se había embarcadoen un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió por algúntiempo en barcos ingleses, se reconcilió con el arcipres-te. Insistió en ese punto. Pero cuando se es joven debíanverse cosas, adquirir experiencia, ideas, ensanchar la in-teligencia. “¿Aquí?”, lo interrumpí. “Nunca puede unodecir dónde. Aquí encontré al señor Kurtz”, dijo jovial-

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mente solemne y con expresión de reproche. Despuéspermanecí en silencio. Al parecer había persuadido a unacasa de comercio holandesa de la costa para que lo equi-para con provisiones y mercancías, y había partido ha-cia el interior con el corazón ligero y sin mayor idea delo que podría ocurrirle de la que pudiera tener un bebé.Había vagado solo por el río por espacio de dos años, sepa-rado de hombres y de cosas. “No soy tan joven como pa-rezco. Tengo veinticinco años”, dijo. “Al comienzo el vie-jo Van Shuyten me quería mandar al diablo”, relató conprofundo regocijo, “pero yo no me apartaba de él. Habla-ba, hablaba, hasta que al fin tuvo miedo de que llegara ahablar de la pata trasera de su perro favorito, así que medio algunos productos baratos y unos fusiles, y me dijoque esperaba no volver a ver mi rostro nunca más. ¡Ah,el buen viejo holandés, Van Shuyten! Hace un año le en-vié un pequeño lote de marfil, así que no podrá decir quehe sido un bandido cuando vuelva. Espero que lo habrárecibido. De todos modos me da lo mismo. Apilé un pocode leña para ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La havisto?”

”Le di el libro de Towson. Hizo ademán de besarme,pero se contuvo. “El último libro que me quedaba y pen-sé que lo había perdido”, dijo mirándome extasiado. “Leocurren tantos accidentes a un hombre cuando va erran-do solo por el mundo, sabe usted. A veces zozobran lascanoas, a veces hay necesidad de partir a toda prisa, por-que el pueblo se enfada.” Pasó las hojas con los dedos.“¿Son anotaciones en ruso?”, le pregunté. Afirmó con unmovimiento de cabeza. “Creí que estaban en clave.” Serío; luego volvió a quedarse serio. “Tuve mucho trabajopara tratar de mantener a raya a esta gente” dijo. “¿Que-rían matarle?”, pregunté. “¡Oh, no!”, exclamó, y se con-tuvo. “¿Por qué nos atacaron?”, insistí. Dudó antes de

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responder. Al fin lo hizo: “No quieren que se marche.”“¿No quieren?”, pregunté con curiosidad. Asintió con unaexpresión llena de misterio y de sabiduría. “Se lo vuelvoa decir”, exclamó, “ese hombre ha ensanchado mi men-te.” Abrió los brazos y me miró con sus pequeños ojos azu-les, perfectamente redondos.”

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III

—ME LE quedé mirando, perdido en el asombro. Allí es-taba delante de mí, en su traje de colores, como si hu-biera desertado de una troupe de saltimbanquis, entu-siasta, fabuloso. Su misma existencia era algo improba-ble, inexplicable y a la vez anonadante. Era un problemainsoluble. Resultaba inconcebible ver cómo había con-seguido ir tan lejos, cómo había logrado sobrevivir, porqué no desaparecía instantáneamente. “Fui un poco máslejos”, dijo, “cada vez un poco más lejos, hasta que he lle-gado tan lejos que no sé cómo podré regresar alguna vez.No me importa. Ya habrá tiempo para ello. Puedo arre-glármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto...” El he-chizo de la juventud envolvía aquellos harapos de colo-res, su miseria, su soledad, la desolación esencial de susfútiles andanzas. Durante meses, durante años, su vidano había valido lo que uno puede adquirir en un día, yallí estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestruc-tible según las apariencias, sólo en virtud de su juven-tud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido poralgo parecido a la admiración y la envidia. La aventura

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lo estimulaba, emanaba un aire de aventura. Con todaseguridad no deseaba otra cosa que la selva y el espaciopara respirar y para transitar. Necesitaba existir, y mo-verse hacia adelante, hacia los mayores riesgos posibles,y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absoluta-mente puro, sin cálculo, ideal de la aventura, había toma-do posesión alguna vez de un ser humano, era de aqueljoven remendado. Casi sentí envidia por la posesión deaquella modesta y pura llama. Parecía haber consumidotodo pensamiento de sí y tan completamente que, inclu-so cuando hablaba, uno olvidaba que era él (el hombreque se tenía frente a los ojos) quien había vivido todasaquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devo-ción por Kurtz. Él no había meditado sobre ella. Le ha-bía llegado y la aceptó con una especie de vehemente fa-talismo. Debo decir que me parecía la cosa más peligrosade todas las que le habían ocurrido.

”Se habían unido inevitablemente, como dos barcosanclados uno junto al otro, que acaban por rozar sus bor-des. Supongo que Kurtz deseaba tener un oyente, por-que en cierta ocasión, acampados en la selva, habían ha-blado toda la noche, o más probablemente Kurtz habíahablado toda la noche. “Hablamos de todo”, dijo el joven,transportado por sus recuerdos. “Olvidé que existía algosemejante al sueño. Me pareció que la noche duraba me-nos de una hora. ¡De todo! ¡De todo!... También del amor...”“¡ Ah!, ¿ así que le habló de amor?”, le dije, muy diverti-do. “No, no de lo que usted piensa”, exclamó con pasión.“Habló en términos generales. Me hizo ver cosas... co-sas...”

”Levantó los brazos. En aquel momento estábamossobre cubierta, y el capataz de mis leñadores, que se ha-llaba cerca, volvió hacia él su mirada densa y brillante.Miré a mi alrededor, y no sé por qué, pero puedo asegu-

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raros que nunca antes, nunca, aquella tierra, el río, laselva, la misma bóveda de ese cielo tan resplandeciente,me habían parecido tan desesperados y oscuros, tan im-placables frente a la fragilidad humana. “¿Y a partir deentonces ha estado con él?”, le pregunté.

”Al contrario. Parecía que sus relaciones se habíanroto profundamente por diversas causas. Él había, meinformó con orgullo, procurado asistir a Kurtz durantedos enfermedades (aludía a ello como se puede aludir auna hazaña audaz), pero, por regla general, Kurtz deambu-laba solo, aun en las profundidades de la selva. “Muy amenudo, cuando venía a esta estación, debía esperar díasy días antes de que él volviera”, me dijo. “Pero valía lapena esperarlo en esas ocasiones.” “¿Qué hacía él en esasocasiones? ¿Explorar o qué?”, quise saber. “Oh, sí, porsupuesto. Llegó a descubrir gran cantidad de aldeas, unlago además...” No sabía exactamente en qué dirección;era peligroso preguntar demasiado. La mayor parte delas veces emprendía esas expediciones en busca de mar-fil. “Pero no tenía ya para entonces mercancías con lasque negociar”, objeté. “Todavía ahora le quedan algunoscartuchos”, respondió, mirando hacia otro lado. “Para de-cirlo claramente, se apoderó del país”, dije. Él asintió.“Aunque seguramente no lo haría solo”, concluí. Murmu-ró algo respecto a los pueblos que rodeaban el lago. “Kurtzlogró que la tribu lo siguiera, ¿no es cierto?”, sugerí.

”Se intranquilizó un poco. “Lo adoraban”, dijo. El tonode aquellas palabras fue tan extraordinario que lo mirécon fijeza. Era curioso comprobar su mezcla de deseo yresistencia a hablar de Kurtz. Aquel hombre llenaba suvida, ocupaba sus pensamientos, movía sus emociones.“¿Qué puede usted esperar?”, estalló. “Llegó a ellos contruenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nadasemejante... nada tan terrible. Él podía ser realmente

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terrible. No se puede juzgar al señor Kurtz como a unhombre ordinario. ¡No, no, no! Para darle a usted una idea,no me importa decírselo, pero un día quiso disparar con-tra mí también, aunque yo no lo juzgo por eso.” “¿Dispa-rar contra usted?”, pregunté. “¿Por qué?” “Bueno, yo te-nía un pequeño lote de marfil que el jefe de la aldea si-tuada cerca de mi casa me había dado. Sabe usted, yo so-lía cazar para ellos. Pues Kurtz lo quiso, y era incapaz deatender a otras razones. Declaró que me mataría si nole entregaba el marfil y desaparecía de la región, porqueél podía hacerlo, y quería hacerlo, y no había poder so-bre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se leantojara. Y era cierto. Así que le entregué el marfil. ¡Quéme importaba! Pero no me marché. No, no podía aban-donarlo. Por supuesto, tuve que ser prudente, hasta quevolvimos a ser amigos de nuevo por algún tiempo. En-tonces padeció su segunda enfermedad. Después de esome vi obligado a evitarle, pero no me preocupaba. Él pa-saba la mayor parte del tiempo en las aldeas del lago.Cuando regresaba al río, a veces se acercaba a mí, otrasera necesario que yo tuviera cuidado. Aquel hombre su-fría demasiado. Odiaba todo esto y sin embargo no po-día marcharse. Cuando tuve una oportunidad, le supli-qué que tratara de partir mientras fuera aún posible. Leofrecí acompañarlo en el viaje de regreso. Decía que sí,y luego se quedaba. Volvía a salir a cazar marfil, desapa-recía durante semanas enteras, se olvidaba de sí mismocuando estaba entre esas gentes, se olvidaba de sí mis-mo, sabe usted.”

”“¿Cómo? ¡Debía estar loco!”, dije. Él protestó con in-dignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si yo hu-biera podido oírlo hablar, sólo dos días atrás, no me atre-vería a insinuar semejante cosa... Cogí mis binocularesmientras hablábamos, y enfoqué la costa, pasando y re-

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pasando rápidamente por el lindero del bosque, a amboslados y detrás de la casa. Saber que había gente escon-dida dentro de aquellos matorrales, tan silenciosos y tran-quilos como la casa en ruinas de la colina, me ponía ner-vioso. No había señales sobre la faz de la naturaleza deesa historia extraña que me había sido, más que relata-da, sugerida por exclamaciones desoladas, encogimien-tos de hombros, frases interrumpidas, insinuaciones queterminaban en profundos suspiros. La maleza permane-cía inmóvil, como una máscara pesada, como la puertacerrada de una prisión. Nos miraba con un aire de cono-cimiento oculto, de paciente expectación, de inexpugna-ble silencio. El ruso me explicaba que sólo recientemen-te había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo aaquellos hombres de la tribu del lago. Había estado au-sente durante varios meses (haciéndose adorar, supon-go), y había vuelto inesperadamente, con la intención alparecer de hacer una excursión por las orillas del río.Evidentemente el ansia de marfil se había apoderado de(¿cómo llamarlas?) sus aspiraciones menos materiales.Sin embargo, había empeorado de pronto. “Oí decir queestaba en cama, desamparado, así que remonté el río. Meaventuré a hacerlo”, dijo el ruso. “Se encuentra muy mal,muy mal.”

”Dirigí los binoculares hacia la casa. No se veían se-ñales de vida, pero allí estaba el techo arruinado, la lar-ga pared de barro sobresaliendo por encima de la hier-ba, con tres pequeñas ventanas cuadrangulares, de untamaño distinto. Todo aquello parecía al alcance de mimano. Después hice un movimiento brusco y uno de lospostes que quedaban de la desaparecida empalizada apa-reció en el campo visual de los gemelos. Recordad quehe dicho que me habían llamado la atención, a distancia,los intentos de ornamentación que contrastaban con el

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aspecto ruinoso del lugar. En aquel momento pude te-ner una visión más cercana, y el primer resultado fue ha-cerme echar hacia atrás la cabeza, como si hubiese reci-bido un golpe. Entonces examiné con mis lentes cuida-dosamente cada poste, y comprobé mi error. Aquellos bul-tos redondos no eran motivos ornamentales sino simbó-licos. Eran expresivos y enigmáticos, asombrosos y per-turbadores, alimento para la mente y también paralos buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y detodos modos para las hormigas, que eran lo suficiente-mente industriosas como para subir al poste. Hubieransido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadasen las estacas, si sus rostros no hubiesen estado vueltoshacia la casa. Sólo una, la primera que había contempla-do, miraba hacia mí. No me disgustó tanto como podríaisimaginar. El salto hacia atrás que había dado no habíasido más que un movimiento de sorpresa. Yo había es-perado ver allí una bola de madera, ya sabéis. Volví a enfo-car deliberadamente los gemelos hacia la primera quehabía visto. Allí estaba, negra, seca, consumida, con lospárpados cerrados... Una cabeza que parecía dormitaren la punta de aquel poste, con los labios contraídos ysecos, mostrando la estrecha línea de la dentadura. Son-reía, sonreía continuamente ante un interminable y jo-coso sueño.

”No estoy revelando ningún secreto comercial. Enefecto, el director dijo más tarde que los métodos del se-ñor Kurtz habían constituido la ruina de aquella región.No puedo opinar al respecto, pero quiero dejar clara-mente sentado que no había nada provechoso en el he-cho de que esas cabezas permanecieran allí. Sólo mos-traban que el señor Kurtz carecía de frenos para satisfa-cer sus apetitos, que había algo que faltaba en él, un pe-queño elemento que, cuando surgía una necesidad apre-

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miante, no podía encontrarse en su magnífica elocuen-cia. Si él era consciente de esa deficiencia, es algo queno puedo decir. Creo que al final llegó a advertirla, perofue sólo al final. La selva había logrado poseerlo prontoy se había vengado en él de la fantástica invasión de quehabía sido objeto. Me imagino que le había susurrado co-sas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que notenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gransoledad... y aquel susurro había resultado irresistiblementefascinante. Resonó violentamente en su interior porquetenía el corazón vacío... Dejé los gemelos, y la cabeza quehabía parecido estar lo suficientemente cerca como parapoder hablar con ella, pareció saltar de pronto a una dis-tancia inaccesible.

”El admirador del señor Kurtz estaba un poco cabiz-bajo. Con una voz apresurada y confusa, comenzó a de-cirme que no se había atrevido a quitar aquellos símbo-los, por así llamarlos. No tenía miedo de los nativos; nose moverían a menos que el señor Kurtz se lo ordenara.Su ascendiente sobre ellos era extraordinario. Los cam-pamentos de aquella gente rodeaban el lugar y sus jefesiban diariamente a visitarlo. Se hubieran arrastrado...“No quiero saber nada de las ceremonias realizadas paraacercarse al señor Kurtz”, grité.

”Es curioso, pero en aquel momento tuve la sensaciónde que aquellos detalles resultarían más intolerables quelas cabezas que se secaban sobre los postes, frente a lasventanas del señor Kurtz. Después de todo, aquello noera sino un espectáculo salvaje, mientras que yo me sen-tía de pronto transportado a una región oscura de suti-les horrores, donde un salvajismo puro y sin complica-ciones era un alivio positivo, algo que tenía derecho aexistir, evidentemente, bajo la luz del sol. El joven memiró con sorpresa. Supongo no concebía que para mí el

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señor Kurtz no fuera un ídolo. Olvidaba que yo no habíaescuchado ninguno de aquellos espléndidos monólogossobre, ¿sobre qué?, el amor, la justicia, la conducta delhombre, y otras cosas por el estilo. Si hubiera tenido ne-cesidad de arrastrarse ante el señor Kurtz, lo hubierahecho como el salvaje más auténtico de todos ellos. Yono tenía idea de la situación, el ruso me dijo que aque-llas cabezas eran cabezas de rebeldes. Le ofendió extraor-dinariamente mi risa. ¡Rebeldes! ¿Cuál sería la próximadefinición que debía yo oír? Había oído hablar de enemi-gos, criminales, trabajadores... ahora de rebeldes. Aque-llas cabezas rebeldes me parecían muy apaciguadas des-de sus postes.

”“Usted no sabe cómo ha fatigado esta vida al señorKurtz”, gritó su último discípulo. “Bueno, ¿y a usted?”,le dije. “¡A mí! ¡A mí! Yo soy un hombre sencillo. No ten-go grandes ideas. No quiero nada de nadie. ¿Cómo pue-de compararme con...?” Apenas acertaba a expresar sussentimientos, de pronto se detuvo. “No comprendo”, gi-mió. “He hecho todo lo posible para conservarle con vida,y eso es suficiente. Yo no he participado en todo esto.No tengo ninguna capacidad para ello. Durante mesesno ha habido aquí ni una gota de medicina ni un bocadopara un hombre enfermo. Había sido vergonzosamenteabandonado. Un hombre como él, con aquellas ideas. ¡Ver-gonzosamente! ¡Vergonzosamente! Yo no he dormido du-rante las últimas diez noches...”

”Su voz se perdió en la calma de la tarde. Las ampliassombras de la selva se habían deslizado colina abajo mien-tras conversábamos, llegando más allá de la ruinosacabaña, más allá de la hilera de postes simbólicos. Todoaquello estaba en la penumbra, mientras nosotros, aba-jo, estábamos aún bajo los rayos del sol, y el espacio delrío extendido ante la parte aún no sombreada brillaba

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con un fulgor tranquilo y deslumbrante, con una faja desombra oscura y lóbrega encima y abajo. No se veía unalma viviente en la orilla. Los matorrales no se movían.

”De pronto, tras una esquina de la casa apareció ungrupo de hombres, como si hubieran brotado de la tie-rra. Avanzaban en una masa compacta, con la hierba has-ta la cintura, llevando en medio unas parihuelas impro-visadas. Instantáneamente, en aquel paisaje vacío, seelevó un grito cuya estridencia atravesó el aire tranquilocomo una flecha aguda que volara directamente del co-razón mismo de la tierra, y, como por encanto, corrien-tes de seres humanos, de seres humanos desnudos, conlanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas ymovimientos salvajes, irrumpieron en la estación, vomi-tados por el bosque tenebroso y plácido. Los arbustos semovieron, la hierba se sacudió por unos momentos, lue-go todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.

”“Si ahora no les dice lo que debe decirles, estamostodos perdidos”, dijo el ruso a mis espaldas. El grupo dehombres con las parihuelas se había detenido a mediocamino, como petrificado. Vi que el hombre de la cami-lla se semincorporaba, delgado, con un brazo en alto, apo-yado en los hombros de los camilleros. “Esperemos queel hombre que sabe hablar tan bien del amor en general,encuentre alguna razón particular para salvarnos estavez”, dije.

”Presentía amargamente el absurdo peligro de nues-tra situación, como si el estar a merced de aquel atrozfantasma fuera una necesidad vergonzosa. No podía oírningún sonido, pero a través de los gemelos vi el brazodelgado extendido imperativamente, la mandíbula infe-rior en movimiento, los ojos de aquella aparición que bri-llaban sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que osci-laba con grotescas sacudidas. Kurtz... Kurtz, eso signifi-

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ca pequeño en alemán, ¿no es cierto? Bueno el nombreera tan cierto como todo lo demás en su vida y en su muer-te. Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. Lamanta que lo cubría cayó y su cuerpo surgió lastimoso ydescarnado como de una mortaja. Podía ver la caja torá-cica, con las costillas bien marcadas. Era como si una ima-gen animada de la muerte, tallada en viejo marfil, hubie-se agitado la mano amenazadora ante una multitud in-móvil de hombres hechos de oscuro y brillante bronce.Le vi abrir la boca; lo que le dio un aspecto indeciblemen-te voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire,toda la tierra, y todos los hombres que tenía ante sí. Unavoz profunda llegó débilmente hasta el barco. Debía dehaber gritado. Repentinamente cayó hacia atrás. La ca-milla osciló cuando los camilleros caminaron de nuevohacia adelante, y al mismo tiempo observé que la multi-tud de salvajes se desvanecía con movimientos del todoimperceptibles, como si el bosque que había arrojado sú-bitamente aquellos seres se los hubiera tragado de nue-vo, como el aliento es atraído en una prolongada aspira-ción.

”Algunos peregrinos, detrás de las parihuelas, lleva-ban preparadas las armas: dos escopetas, un rifle pesadoy un ligero revólver carabina; los rayos de aquel Júpiterlastimoso. El director se inclinaba sobre él y murmura-ba algo mientras caminaba. Lo colocaron en uno de lospequeños camarotes, el espacio justo para una cama yuna o dos sillas de campaña. Le habíamos llevado su co-rrespondencia atrasada, y un montón de sobres rotos ycartas abiertas se esparcía sobre la cama. Su mano vaga-ba débilmente sobre esos papeles. Me asombraba el fue-go de sus ojos y la serena languidez de su expresión. Noparecía ser tan grande el agotamiento que había produ-cido en él la enfermedad. No parecía sufrir. Aquella som-

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bra parecía satisfecha y tranquila, como si por el momen-to hubiera saciado todas sus emociones.

”Arrugó una de las cartas, y, mirándome directamen-te a la cara, me dijo: “Me alegro”. Alguien le había escri-to sobre mí. Aquellas recomendaciones especiales vol-vían a aparecer de nuevo. El volumen de su voz, que emi-tió sin esfuerzo, casi sin molestarse en mover los labios,me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda yvibrante, a pesar de que el hombre no parecía emitir unmurmullo. Sin embargo, tenía la suficiente fuerza comopara casi acabar con todos nosotros, como vais a oír.

”El director volvió a aparecer silenciosamente en elumbral de la puerta. Salí en seguida y él corrió la corti-na detrás de mí. El ruso, observado con curiosidad porlos peregrinos, miraba hacia la playa. Seguí la direcciónde su mirada.

”Oscuras formas humanas podían verse a distancia,deslizándose frente al tenebroso borde de la selva, y cer-ca del río dos figuras de bronce apoyadas en largas picasestaban en pie a la luz del sol, las cabezas tocadas con fan-tásticos gorros de piel moteada; un par de guerreros in-móviles en un reposo estatutario. De derecha a izquier-da, a lo largo de la orilla iluminada, se movía una salvajey deslumbrante figura femenina.

”La mujer caminaba con pasos mesurados, envueltaen una tela rayada, guarnecida de flecos, pisando el sue-lo orgullosamente, con un ligero sonido metálico y un res-plandor de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza er-guida, sus cabellos estaban arreglados en forma de yel-mo, llevaba anillos de bronce hasta las rodillas, pulserasde bronce hasta los codos, innumerables collares de aba-lorios en el cuello; objetos estrambóticos, amuletos, pre-sentes de hechiceros, que colgaban sobre ella, que bri-llaban y temblaban a cada paso que daba. Debía de tener

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encima objetos con valor de varios colmillos de elefante.Era feroz y soberbia, de ojos salvajes y espléndidos; ha-bía algo siniestro y majestuoso en su lento paso... Y en laquietud que envolvió repentinamente toda aquella tie-rra doliente, la selva inmensa, el cuerpo colosal de la fe-cunda y misteriosa vida parecía mirarla, pensativa, comosi contemplara la imagen de su propia alma tenebrosa yapasionada.

”Llegó frente al barco y se detuvo de cara hacia no-sotros. La larga sombra de su cuerpo llegaba hasta el bor-de del agua. Su rostro tenía un trágico y feroz aspectode tristeza salvaje y de un mudo dolor mezclado con eltemor de alguna decisión apenas formulada con la queluchaba. De pie, inmóvil, nos miraba como la misma sel-va, con aire de cobijar algún proyecto inescrutable. Dejótranscurrir un minuto entero, y entonces dio un paso ha-cia adelante. Se oyó un ligero repiqueteo, brilló el metaldorado, oscilaron los flecos de la túnica, y entonces sedetuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven queestaba a mi lado refunfuñó algo. Los peregrinos murmu-raron a mis espaldas. Ella nos miró a todos como si suvida dependiera de la dureza e inflexibilidad de su mira-da. De pronto abrió los brazos desnudos y los elevó rígi-dos por encima de su cabeza como en un deseo indómitode tocar el cielo, y al mismo tiempo las tinieblas se pre-cipitaron de golpe sobre la tierra, pasaron velozmen-te sobre el río, envolviendo el barco en un abrazo som-brío. Un silencio formidable acompañó la escena.

”Se dio vuelta lentamente, comenzó a caminar por laorilla y se dirigió hacia los arbustos de la izquierda. Sólouna vez sus ojos volvieron a contemplarnos, en la oscuri-dad de la espesura, antes de desaparecer.

”Si hubiera insistido en subir a bordo, creo que real-mente habría disparado contra ella”, dijo el hombre de

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los remiendos, con gran nerviosismo. “He arriesgado mivida todos los días durante la última quincena tratandode mantenerla fuera de la casa. Un día logró entrar y armóun gran escándalo debido a unos miserables harapos queyo había recogido del almacén para remendar mis ropas.Debió haberle parecido un robo. Al menos eso imagino,porque estuvo hablando durante una hora y señalándo-me de vez en cuando. Yo no entiendo el dialecto de estatribu. Por fortuna para mí, Kurtz se sentía ese día de-masiado enfermo como para hacerle caso, de otro modolo hubiera pasado muy mal. No comprendo... No... es de-masiado para mí. Bueno, ahora todo ha pasado.”

”En ese momento escuché la profunda voz de Kurtzdetrás de la cortina: “¡Salvarme!... Salvar el marfil que-rrá usted decir. Usted interrumpe mis planes. ¡Enfer-mo! ¡Enfermo! No tan enfermo como a usted le gustaríacreer. No importa. Yo llevaré a cabo mis proyectos... Yovolveré. Le mostraré lo que puede hacerse. Usted, consus pequeñas ideas mezquinas... usted interfiere ahoraen mi trabajo. Yo regresaré. Yo...”

”El director salió. Me hizo el honor de cogerme porun brazo y llevarme aparte. “Está muy mal, muy mal”,dijo. Consideró necesario suspirar, pero prescindió demostrarse afligido. “Hemos hecho por él todo lo que he-mos podido, ¿no es cierto? Pero no podemos dejar de re-conocer que el señor Kurtz ha hecho más daño que biena la compañía. No ha entendido que el tiempo no está aúnmaduro para emprender una acción vigorosa. Cautela,cautela, ése es mi principio. Debemos ser todavía cau-tos. Esta región quedará cerrada para nosotros por al-gún tiempo. ¡Deplorable! En conjunto, el comercio va asufrir mermas. No niego que hay una cantidad conside-rable de marfil... en su mayor parte fósil. Debemos sal-varlo a toda costa, pero mire usted cuán precaria es nues-

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tra situación... ¿Todo por qué? Porque el método es in-adecuado.” “¿Llama usted a eso”, dije yo, mirando ha-cia la orilla, “un método inadecuado?” “Sin duda”, decla-ró con ardor. “¿Usted no?”

”“Yo no llego a considerarlo un método”, murmurédespués de un momento. “Exactamente”, exclamó. “Yoya preveía todo esto. Demuestra una absoluta falta dejuicio. Es mi deber comunicarlo al lugar oportuno.” “Oh”,dije, “aquel tipo... ¿cómo se llama?... el fabricante de la-drillos, podrá hacerle un buen informe.” Pareció turbar-se por un momento. Tuve la sensación de no haber res-pirado nunca antes una atmósfera tan vil, y mentalmen-te me dirigí a Kurtz en busca de alivio, sí, es verdad, enbusca de alivio. “De cualquier manera pienso que el se-ñor Kurtz es un hombre notable”, dije con énfasis. El di-rector se sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada pe-sada y luego respondió en voz baja: “Era.” Y me volvió laespalda. Mi hora de favoritismo había pasado; me encon-traba unido a Kurtz como partidario de métodos paralos cuales el momento aún no estaba maduro. ¡Métodosinadecuados! ¡Ah, pero de cualquier manera era algo po-der elegir entre las pesadillas!

”En realidad yo había optado por la selva, no por elseñor Kurtz, quien, debía admitirlo, no servía ya sino paraser enterrado. Y por un momento me pareció que yo tam-bién estaba enterrado en una amplia tumba llena de se-cretos indecibles. Sentí un peso intolerable que oprimíami pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invi-sible de la corrupción victoriosa, las tinieblas de la no-che impenetrable... El ruso me dio un golpecito en el hom-bro. Lo oí murmurar y balbucear algo: “Hermano mari-no... no puedo ocultar el conocimiento de asuntos queafectarán la reputación del señor Kurtz.” Esperé que con-tinuara. Para él, evidentemente Kurtz no estaba al bor-

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de de la tumba. Sospecho que, para él, el señor Kurtz erainmortal. “Bueno”, dije finalmente, “hable. Como ustedpuede ver, en cierto sentido soy amigo del señor Kurtz.”

”Declaró con bastante formalidad que si no tuviéra-mos la misma profesión, él se hubiera reservado ese asun-to para sí mismo sin importarle las consecuencias. “Sos-pecho”, dijo, “que hay cierta mala voluntad activa haciamí por parte de esos blancos que...” “Tiene usted toda larazón”, le dije, recordando cierta conversación que porcasualidad había oído. “El director piensa que deberíausted ser colgado.” Mostró tal preocupación ante esa no-ticia que al principio me divirtió. “Lo mejor será que des-peje pronto el camino”, dijo con seriedad. “No puedo ha-cer nada más por Kurtz ahora, y ellos pronto encontra-rán alguna excusa. ¿Qué podría detenerlos? Hay un pues-to militar a trescientas millas de aquí.” “Bueno, a mi jui-cio lo mejor que podría usted hacer es marcharse, si cuen-ta con amigos entre los salvajes de la región.” “Muchos”,dijo. “Son gente sencilla, y yo no quiero nada, usted ya losabe.” Estaba de pie; se mordía los labios. Después conti-nuó: “No quiero que les ocurra nada a estos blancos, peronaturalmente pensaba en la reputación del señor Kurtz,usted es un hermoso marino y...” “Muy bien”, le dije des-pués de un rato. “En lo que a mí se refiere, la reputacióndel señor Kurtz está a salvo.” Y no sabía con cuánta exac-titud estaba hablando en ese momento.

”Me informó, bajando la voz, que había sido Kurtz quienhabía ordenado el ataque al vapor. “Odiaba a veces la ideade ser sacado de aquí... y además... Pero yo no entiendoestas cosas. Soy un hombre sencillo. Pensó que eso lesasustaría, que renunciarían ustedes, considerándolo muer-to. No pude detenerle. Oh, este último mes ha sido terri-ble para mí.” “Muy bien”, le dije. “Ahora está bien.” “Sí”,murmuró sin parecer demasiado convencido. “Gracias”,

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le dije. “Tendré los ojos bien abiertos.” “Pero tenga cuida-do, ¿eh?”, me imploró con ansiedad. “Sería terrible parasu reputación que alguien aquí...” Le prometí completadiscreción con gran seriedad. “Tengo una canoa y tresnegros esperándome no muy lejos de aquí. Me marcho.¿Me podría dar usted unos cuantos cartuchos Martini-Henry?” Pude y se los di, con la debida reserva. Tomó unpuñado de tabaco. “Entre marinos, usted sabe, buen ta-baco inglés.” En la parte de la timonera se volvió haciamí. “Diga, ¿no tiene por casualidad un par de zapatosque le sobre? ¡Mire!” Levantó un pie. Las suelas estabanatadas con cordones anudados en forma de sandalias, de-bajo de los pies desnudos. Saqué un viejo par que él mirócon admiración antes de meterlo bajo el brazo izquierdo.Uno de sus bolsillos (de un rojo brillante) estaba llenode cartuchos, del otro (azul marino) asomaba el libro deTowson. Parecía considerarse excelentemente bien equi-pado para un nuevo encuentro con la selva. “¡Oh, nunca,nunca volveré a encontrar un hombre semejante!”, dijo.“Debía haberlo oído recitar poemas, algunos eran suyos,¿se imagina? ¡Poemas!” Hizo girar los ojos ante el recuer-do de aquellos poemas. “¡Ha ampliado mi mente!” “Adiós”,le dije. Nos estrechamos las manos y se perdió en la no-che. A veces me pregunto si realmente lo habré visto al-guna vez. Si es posible que haya existido un fenómenode esa especie.

”Cuando desperté poco después de media noche, suadvertencia vino a mi memoria con la insinuación de unpeligro, que parecía, en aquella noche estrellada, lo bas-tante real como para que me levantara a mirar a mi al-rededor. En la colina habían encendido una fogata, ilu-minando parcialmente una esquina de la cabaña. Uno delos agentes, con un piquete formado con nuestros negros,armados en esa ocasión, montaba guardia ante el marfil.

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Pero en las profundidades de la selva, rojos centelleososcilantes, que parecían hundirse y surgir del suelo en-tre confusas formas de columnas de intensa negrura, mos-traban la posición exacta del campo donde los adorado-res del señor Kurtz sostenían su inquieta vigilia. El mo-nótono redoble de un tambor llenaba el aire con golpessordos y con una vibración prolongada. El continuo zum-bido de muchos hombres que cantaban algún conjuro so-brenatural salía del negro y uniforme muro vegetal, comoun zumbido de abejas sale de una colmena, y tenía un efec-to extraño y narcotizante sobre mis sentidos aletarga-dos. Creo que empecé a dormitar, apoyado en la barandi-lla, hasta que un repentino brote de alaridos, una erup-ción irresistible de un hasta ese momento reprimido ymisterioso frenesí, me despertó y me dejó por el momen-to totalmente aturdido. Miré por casualidad hacia el pe-queño camarote. Había una luz en su interior, pero elseñor Kurtz no estaba allí.

”Supongo que hubiera lanzado un grito de haber dadocrédito a mis ojos. Pero al principio no les creí... ¡Aque-llo me parecía tan decididamente imposible! El hecho esque estaba yo del todo paralizado por un miedo total; erauna especie de terror puro y abstracto, sin ninguna co-nexión con cualquier evidencia de peligro físico. Lo quehacía tan avasalladora aquella emoción era... ¿cómo po-día definirlo?... el golpe moral que recibí, como si algo ala vez monstruoso, intolerable de concebir y odioso alalma, me hubiera sido impuesto inesperadamente. Aque-llo duró sin duda alguna sólo una mínima fracción de se-gundo, y después el sentimiento habitual de común y mor-tal peligro, la posibilidad de un ataque repentino y deuna carnicería o algo por el estilo que me parecía estaren el aire fue recibida por mí como algo agradable y re-

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confortante. Me tranquilicé hasta tal punto que no di lavoz de alarma.

”Había un agente envuelto en un chaquetón, durmien-do en una silla, a unos tres pies de donde yo estaba. Losgritos no lo habían despertado; roncaba suavemente. Ledejé entregado a su sueño y bajé a tierra. Yo no traicio-naba a Kurtz; estaba escrito que nunca había de traicio-narle, estaba escrito que debía ser leal a la pesadilla quehabía elegido. Me sentía impaciente por tratar con aque-lla sombra por mi cuenta, solo... Y hasta el día de hoy nologro comprender por qué me sentía tan celoso de com-partir con los demás la peculiar negrura de esa experien-cia.

”Tan pronto como llegué a la orilla, vi un rastro... unrastro amplio entre la hierba. Recuerdo la exaltación conque me dije: “No puede andar; se está arrastrando a cua-tro patas. Ya lo tengo.” La hierba estaba húmeda por elrocío. Yo caminaba rápidamente con los puños cerrados.Imagino que tenía la vaga idea de darle una paliza cuan-do lo encontrara. No sé. Tenía algunos pensamientos im-béciles. La vieja que tejía con el gato penetraba en mimemoria como una persona sumamente inadecuada enel extremo de aquel asunto. Vi a una fila de peregrinos,disparando chorros de plomo con los winchesters apo-yados en la cadera. Pensé que no volvería al barco, y meimaginé viviendo solitario y sin armas en medio de la sel-va hasta una edad avanzada. Futilezas por el estilo, sa-béis. Recuerdo que confundí el batir de los tambores conel de mi propio corazón, y que me agradaba su tranquilaregularidad.

”Seguí el rastro... luego me detuve a escuchar. La no-che era muy clara; un espacio azul oscuro, brillante derocío y luz de estrellas, en el que algunos bultos negrospermanecían muy tranquilos. Me pareció vislumbrar algo

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que se movía delante de mí. Estaba extrañamente segu-ro de todo aquella noche. Abandoné el rastro y corrí enun amplio semicírculo (supongo que en realidad me es-taba riendo de mis propias argucias) a fin de aparecerfrente a aquel bulto, a aquel movimiento que yo habíavisto... si es que en realidad había visto algo. Estaba cer-cando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.

”Llegué donde él estaba y, de no haber sido porqueme oyó acercarme, lo hubiera podido atrapar enseguida.Logró levantarse a tiempo. Se puso en pie, inseguro, lar-go, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tie-rra, se tambaleó ligeramente, brumosa y silenciosamen-te delante de mí, mientras que a mi espalda las fogatasbrillaban entre los árboles y el murmullo de muchas vo-ces brotaba del bosque. Lo había aislado hábilmente, peroen ese momento, al hacerle frente y recobrar los senti-dos, advertí el peligro en toda su verdadera proporción.De ninguna manera había pasado. ¿Y si él comenzaba agritar? Aunque apenas podía tenerse en pie, su voz eraaún bastante vigorosa.

”¡Márchese, escóndase!”, dijo con aquel tono profun-do. Era terrible. Miré a mis espaldas. Estábamos a unastreinta yardas de distancia de la fogata más próxima. Unafigura negra se levantó, cruzó en amplias zancadas, consus largas piernas negras, levantando sus largos brazosnegros, ante el resplandor del fuego. Tenía cuernos... unacornamenta de antílope, me parece, sobre la cabeza. Al-gún hechicero, algún brujo, sin duda; tenía un aspectorealmente demoniaco. “¿Sabe usted lo que está hacien-do?”, murmuré. “Perfectamente”, respondió, elevando lavoz para decir aquella única palabra. Aquella voz resonólejana y fuerte a la vez, como una llamada a través de unabocina. Pensé que si comenzaba a discutir estábamos per-didos. Por supuesto no era el momento para resolver el

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conflicto a puñetazos, aparte de la natural aversión queyo sentía a golpear aquella sombra... aquella cosa erran-te y atormentada. “Se perderá usted, se perderá comple-tamente” murmuré. A veces uno tiene esos relámpagosde inspiración, ya sabéis. Yo había dicho la verdad, aun-que de hecho él no podía perderse más de lo que ya loestaba en aquel momento, cuando los fundamentos denuestra amistad se asentaron para durar... para durar...para durar... hasta el fin... más allá del fin.

”“Yo tenía planes inmensos”, murmuró con indeci-sión. “Sí”, le dije, “pero si intenta usted gritar le destro-zaré la cabeza con...” Vi que no había ni un palo ni unapiedra cerca. “Lo estrangularé”, me corregí. “Me hallabaen el umbral de grandes cosas”, suplicó con una voz pla-ñidera, con una avidez de tono que hizo que la sangre seme helara en las venas. “Y ahora por ese estúpido cana-lla...” “Su éxito en Europa está asegurado en todo caso”,afirmé con resolución. No me hubiera gustado tener queestrangularlo.., y de cualquier modo aquello no habríatenido ningún sentido práctico. Intenté romper el hechi-zo, el denso y mudo hechizo de la selva, que parecía atra-erle hacia su seno despiadado despertando en él olvida-dos y brutales instintos, recuerdos de pasiones mons-truosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo esolo había llevado a dirigirse al borde de la selva, a la male-za, hacia el resplandor de las fogatas, el sonido de lostambores, el zumbido de conjuros sobrenaturales. Sóloeso había seducido a su alma forajida hasta más allá delos límites de las aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais cuen-ta?, lo terrible de la situación no estaba en que me die-ran un golpe en la cabeza, aunque tenía una sensaciónmuy viva de ese peligro también, sino en el hecho de quetenía que vérmelas con un hombre ante quien no podíaapelar a ningún sentimiento elevado o bajo. Debía, igual

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que los negros, invocarlo a él, a él mismo, a su propiaexaltada e increíble degradación. No había nada por enci-ma ni por debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendi-do de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado la tierrahasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a élno sabía si pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he di-cho a vosotros que hablamos, he repetido las frases quepronunciamos... pero, ¿qué sentido tiene todo esto? Eranpalabras comunes, cotidianas, los familiares, vagos soni-dos cambiados al despertar de cada día. ¿Y qué sentidotenían? Existía detrás, en mi espíritu, la terrible suges-tión de palabras oídas en sueños, frases murmuradas enpesadillas. ¡Un alma! Si hay alguien que ha luchado conun alma yo soy ese hombre. Y no es que estuviera discu-tiendo con un lunático. Lo creáis o no, el hecho es que suinteligencia seguía siendo perfectamente lúcida... con-centrada, es cierto, sobre él mismo con horrible intensi-dad, y sin embargo con lucidez. Y en eso estribaba mi únicaoportunidad, fuera, por supuesto, de matarlo allí, lo queno hubiera resultado bien debido al ruido inevitable. Perosu alma estaba loca. Al quedarse solo en la selva, habíamirado a su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, habíaenloquecido. Yo tuve (debido a mis pecados, imagino) quepasar la prueba de mirar también dentro de ella. Ningu-na elocuencia hubiera podido marchitar tan eficazmentela fe en la humanidad como su estallido final de sinceri-dad. Luchó consigo mismo, también. Lo vi... lo oí. Vi elmisterio inconcebible de un alma que no había conocidorepresiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin em-bargo, ciegamente, contra sí misma. Conservé la cabezabastante bien, pero cuando lo tuve ya tendido en el le-cho, me enjugué la frente, mientras mis piernas tembla-ban como si acabara de transportar media tonelada so-bre la espalda hasta la cima de una colina. Y sin embar-

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go sólo había sostenido su brazo huesudo apoyado en mishombros; no era mucho más pesado que un niño.

”Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la mul-titud, de cuya presencia tras la cortina de árboles habíasido agudamente consciente todo el tiempo, volvió a sa-lir de la maleza, llenó el patio de la estación, cubrió eldeclive de la colina con una masa de cuerpos desnudosque respiraban, que se estremecían, bronceados. Remon-té un poco el río, luego viré y navegué con la corriente.Dos mil ojos seguían las evoluciones del demonio del río,que chapoteaba dando golpes impetuosos, azotando elagua con su cola terrible y esparciendo humo negro porel aire. Frente a la primera fila, a lo largo del río, treshombres, cubiertos de un fango rojo brillante de los piesa la cabeza, se contoneaban impacientes. Cuando llega-mos de nuevo frente a ellos, miraban al río, pateaban,movían sus cuerpos enrojecidos; sacudían hacia el ferozdemonio del río un manojo de plumas negras, una pielrepugnante con una cola colgante, algo que parecía unacalabaza seca. Y a la vez gritaban periódicamente seriesextrañas de palabras que no se parecían a ningún sonidohumano, y los profundos murmullos de la multitud inte-rrumpidos de pronto eran como los responsos de algunaletanía satánica.

”Transportamos a Kurtz a la cabina del piloto: allí ha-bía más aire. Tendido sobre el lecho, miraba fijamentepor los postigos abiertos. Hubo un remolino en la masade cuerpos humanos, y la mujer de la cabeza en formade yelmo y las mejillas teñidas corrió hasta la orilla mis-ma de la corriente. Él tendió las manos, gritó algo, todaaquella multitud salvaje continuó el grito en un coro ru-giente, articulado, rápido e incesante.

”“¿Entiende lo que dicen?”, le pregunté.

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”Él continuaba mirando hacia el exterior, más alláde mí, con ferocidad, con ojos ardientes, añorantes, conuna expresión en que se mezclaban la avidez y el odio.No respondió. Pero vi una sonrisa, una sonrisa de inde-finible significado, aparecer en sus labios descoloridos,que un momento después se crisparon convulsivamente.“Por supuesto”, dijo lentamente, en sílabas entrecortadas,como si las palabras se le hubieran escapado por obra ygracia de una fuerza sobrenatural.

”Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi a losperegrinos en la cubierta preparar sus rifles con el airede quien se dispone a participar en una alegre franca-chela. Ante el súbito silbido, hubo un movimiento de ab-yecto terror en aquella apiñada masa de cuerpos. “No hagausted eso, no lo haga. ¿No ve que los ahuyenta usted?”,gritó alguien desconsoladamente desde cubierta. Tiréde cuando en cuando del cordón. Se separaban y corrían,saltaban, se agachaban, se apartaban, se evadían del te-rror del sonido. Los tres tipos embadurnados de rojo sehabían tirado boca abajo, en la orilla, como si hubieransido fusilados. Sólo aquella mujer bárbara y soberbia novaciló siquiera, y extendió trágicamente hacia nosotrossus brazos desnudos, sobre la corriente oscura y brillante.

”Y entonces la imbécil multitud que se apiñaba en cu-bierta comenzó su pequeña diversión y ya no pude vernada más debido al humo.

”La oscura corriente corría rápidamente desde el co-razón de las tinieblas, llevándonos hacia abajo, hacia elmar, con una velocidad doble a la del viaje en sentidoinverso. Y la vida de Kurtz corría también rápidamente,desintegrándose, desintegrándose en el mar del tiempoinexorable. El director se sentía feliz, no tenía ahora pre-ocupaciones vitales. Nos miraba a ambos con una mira-da comprensiva y satisfecha; el asunto se había resuelto

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de la mejor manera que se podía esperar. Yo veía acer-carse el momento en que me quedaría solo debido a miapoyo a los métodos inadecuados. Los peregrinos me mi-raban desfavorablemente. Se me contaba ya. por así de-cirlo, entre los muertos. Me resulta extraña la maneraen que acepté aquella asociación inesperada; aquella elec-ción de pesadillas pesaba sobre mí en la tenebrosa tie-rra invadida por aquellos mezquinos y rapaces fantas-mas.

”Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profun-damente hasta el mismo fin. Su fortaleza sobrevivió paraocultar entre los magnificos pliegues de su elocuencia laestéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba, lucha-ba! Su cerebro desgastado por la fatiga era visitado porimágenes sombrías... imágenes de riquezas y fama quegiraban obsequiosamente alrededor de su don inextin-guible de noble y elevada expresión. Mi prometida, miestación, mi carrera, mis ideas... aquellos eran los temasque le servían de material para la expresión de sus ele-vados sentimientos. La sombra del Kurtz original fre-cuentaba la cabecera de aquella sombra vacía cuyo desti-no era ser enterrada en el seno de una tierra primigenia.Pero tanto el diabólico amor como el odio sobrenaturalde los misterios que había penetrado luchaban por la po-sesión de aquella alma saciada de emociones primitivas,ávida de gloria falsa, de distinción fingida y de todas lasapariencias de éxito y poder.

”A veces era lamentablemente pueril. Deseaba en-contrarse con reyes que fueran a recibirlo en las esta-ciones ferroviarias, a su regreso de algún espantoso rin-cón del mundo, donde tenía el proyecto de realizar co-sas magnas. “Usted les muestra que posee algo verdade-ramente aprovechable y entonces no habrá limites parael reconocimiento de su capacidad”, decía. “Por supues-

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to debe tener siempre en cuenta los motivos, los moti-vos correctos.” Las largas extensiones que eran siemprecomo una misma e igual extensión, se deslizaban ante elbarco con su multitud de árboles seculares que mirabanpacientemente a aquel desastroso fragmento de otro mun-do, el apasionado de los cambios, las conquistas, el co-mercio, las matanzas y las bendiciones. Yo miraba haciaadelante, llevando el timón. “Cierre los postigos”, dijoKurtz repentinamente un día. “No puedo tolerar ver todoesto.” Lo hice. Hubo un silencio. “¡Oh, pero todavía tearrancaré el corazón!”, le gritó a la selva invisible.

”El barco se averió (como había temido), y tuvimosque detenernos para repararlo en la punta de una isla.Fue esa demora lo primero que provocó las confidenciasde Kurtz. Una mañana me dio un paquete de papeles yuna fotografía. Todo estaba atado con un cordón de za-patos. “Guárdeme esto”, me pidió. “Aquel imbécil (aludíaal director) es capaz de hurgar en mis cajas cuando nome doy cuenta.” Por la tarde volví a verle. Estaba acos-tado sobre la espalda, con los ojos cerrados. Me retirésin ruido, pero le oí murmurar: “Vive rectamente, mue-re, muere...” Lo escuché. Pero no hubo nada más. ¿Estabaensayando algún discurso en medio del sueño, o era unfragmento de una frase de algún artículo periodístico?Había sido periodista, e intentaba volver a serlo. “...Parapoder desarrollar mis ideas. Es un deber.”

”La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le mi-raba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido enel fondo de un precipicio, al que no llegan nunca los ra-yos del sol. Pero no tenía demasiado tiempo que dedi-carle porque estaba ayudando al maquinista a desarmarlos cilindros dañados, a fortalecer las bielas encorvadas,y otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión infer-nal de herrumbre: limaduras, tuercas, clavijas, llaves,

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martillos, barrenos, cosas que detesto porque jamás mehe logrado entender bien con ellas. Estaba trabajandoen una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bor-do; trabajaba asiduamente con mi pequeño montón delimaduras, a menos que tuviera escalofríos demasiadofuertes y no pudiera tenerme en pie...

”Una noche al entrar en la cabina con una vela mealarmé al oírle decir con voz trémula: “Estoy acostadoaquí en la oscuridad esperando la muerte.” La luz estabaa menos de un pie de sus ojos. Me esforcé en murmurar:“¡Tonterías!” Y permanecí a su lado, como traspasado.

”No he visto nunca nada semejante al cambio que seoperó en sus rasgos, y espero no volver a verlo. No es queme conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubie-ra rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la ex-presión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pa-voroso terror... de una intensa e irremediable desespe-ración. ¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, ten-tación y entrega, durante ese momento supremo de to-tal lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a al-guna visión, gritó dos veces, un grito que no era más queun suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”

”Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Losperegrinos estaban almorzando en el comedor, y ocupéun sitio frente al director, que levantó los ojos para di-rigirme una mirada interrogante, que yo logré ignorar conéxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa sonrisa pecu-liar con que sellaba las profundidades inexpresadas desu mezquindad. Una lluvia continua de pequeñas mos-cas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre nues-tras manos y caras. De pronto el muchacho del directorintrodujo su insolente cabeza negra por la puerta y dijo enun tono de maligno desprecio: “Señor Kurtz... él, muerto.”

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”Todos los peregrinos salieron precipitadamente paraverlo. Yo permanecí allí, y terminé mi cena. Creo quefui considerado como un individuo brutalmente duro.Sin embargo, no logré comer mucho. Había allí una lám-para... luz... y afuera una oscuridad bestial. No volví a acer-carme al hombre notable que había pronunciado un jui-cio sobre las aventuras de su espíritu en esta tierra. Lavoz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero porsupuesto me enteré de que al día siguiente los peregri-nos enterraron algo en un foso cavado en el fango.

”Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.”Sin embargo, como podéis ver, no fui a reunirme allí

con Kurtz. No fue así. Permanecí aquí, para soñar la pe-sadilla hasta el fin, y para demostrar mi lealtad haciaKurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosala vida... ese misterioso arreglo de lógica implacable conpropósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperares cierto conocimiento de uno mismo... que llega demasia-do tarde... una cosecha de inextinguibles remordimientos.He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contien-da menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugaren un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nadaalrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sinun gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derro-ta, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sindemasiada fe en los propios derechos, y aún menos enlos del adversario. Si tal es la forma de la última sabi-duría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno denosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance ysin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nadaque decir. Por esa razón afirmo que Kurtz era un hom-bre notable. Él tenía algo que decir. Lo decía. Desde elmomento en que yo mismo me asomé al borde, compren-dí mejor el sentido de su mirada, que no podía ver la lla-

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ma de la vela, pero que era lo suficientemente ampliacomo para abrazar el universo entero, lo suficientemen-te penetrante como para introducirse en todos los cora-zones que baten en la oscuridad. Había resumido, habíajuzgado. “¡El horror!” Era un hombre notable. Despuésde todo, aquello expresaba cierta creencia. Había can-dor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su mur-mullo, el aspecto espantoso de una verdad apenas entre-vista... una extraña mezcla de deseos y de odio. Y no esmi propia agonía lo que recuerdo mejor: una visión degrisura sin forma colmada de dolor físico, y un despre-cio indiferente ante la disipación de todas las cosas, in-cluso de ese mismo dolor. ¡No! Es su agonía lo que meparece haber vivido. Cierto que él había dado el últimopaso, había traspuesto el borde, mientras que a mí mehabía sido permitido volver sobre mis pasos. Tal vez todala diferencia estribe en eso; tal vez toda la sabiduría, todala verdad, toda la sinceridad, están comprimidas en aquelinapreciable momento de tiempo en el que atravesamosel umbral de lo invisible. Tal vez! Me gustaría pensar quemi resumen no fuera una palabra de desprecio indife-rente. Mejor fue su grito.., mucho mejor. Era una victo-ria moral pagada por las innumerables derrotas, por losterrores abominables y las satisfacciones igualmente abo-minables. ¡Pero era una victoria! Por eso permanecí leala Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho tiem-po después volví a oír, no su voz, sino el eco de su magní-fica elocuencia que llegaba a mí de un alma tan translúci-damente pura como el cristal de roca.

”No, no me enterraron, aunque hay un periodo de tiem-po que recuerdo confusamente, con un asombro temblo-roso, como un paso a través de algún mundo inconcebi-ble en el que no existía ni esperanza ni deseo. Me encon-tré una vez más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar

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la contemplación de la gente que se apresuraba por lascalles para extraer unos de. otros un poco de dinero, paradevorar su infame comida, para tragar su cerveza mal-sana, para soñar sus sueños insignificantes y torpes. Erauna infracción a mis pensamientos. Eran intrusos cuyoconocimiento de la vida constituía para mí una preten-sión irritante, porque estaba seguro de que no era posi-ble que supieran las cosas que yo sabía. Su comporta-miento, que era sencillamente el comportamiento de losindividuos comunes que iban a sus negocios con la afir-mación de una seguridad perfecta, me resultaba tan ofen-sivo como las ultrajantes ostentaciones de insensatez anteun peligro que no se logra comprender. No sentía nin-gún deseo de demostrárselo, pero tenía a veces dificul-tades para contenerme y no reírme en sus caras, tan lle-nas de estúpida importancia. Me atrevería a decir queno estaba yo muy bien en aquella época. Vagaba por lascalles (tenía algunos negocios que arreglar) haciendo mue-cas amargas ante personas respetables. Admito que miconducta era inexcusable, pero en aquellos días mi tem-peratura rara vez era normal. Los esfuerzos de miquerida tía para restablecer “mis fuerzas” me parecíanalgo del todo inadecuado. No eran mis fuerzas las quenecesitaban restablecerse, era mi imaginación la que ne-cesitaba un sedante. Conservaba el paquete de papelesque Kurtz me había entregado, sin saber exactamentequé debía hacer con ellos. Su madre había muerto hacíapoco, asistida, como supe después, por su prometida. Unhombre bien afeitado, con aspecto oficial y lentes de oro,me visitó un día y comenzó a hacerme algunas pregun-tas, al principio veladas, luego suavemente apremian-tes, sobre lo que él daba en llamar “ciertos documentos”.No me sorprendió, porque yo había tenido dos discusio-nes con el director a ese respecto. Me había negado a ce-

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der el más pequeño fragmento de aquel paquete, y adop-té la misma actitud ante el hombre de los lentes de oro.Me hizo algunas amenazas veladas y arguyó con acalo-ramiento que la compañía tenía derecho a cada ápice deinformación sobre sus “territorios”. Según él, el conoci-miento del señor Kurtz sobre las regiones inexploradasdebía ser por fuerza muy amplio y peculiar, dada su grancapacidad y las deplorables circunstancias en que habíasido colocado. Sobre eso, le aseguré que el conocimientodel señor Kurtz, aunque extenso, no tenía nada que vercon los problemas comerciales o administrativos. Enton-ces invocó el nombre de la ciencia. Sería una pérdida in-calculable que... etcétera. Le ofrecí el informe sobre la“Supresión de las Costumbres Salvajes”, con el post-scrip-tum borrado. Lo cogió ávidamente, pero terminó por de-jarlo a un lado con un aire de desprecio. “No es esto loque teníamos derecho a esperar”, observó. “No esperenada más”, le dije. “Se trata sólo de cartas privadas.”

”Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas de pro-cedimientos legales, y no le vi más. Pero otro individuo,diciéndose primo de Kurtz, apareció dos días más tarde,ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos mo-mentos de su querido pariente. Incidentalmente, me dioa entender que Kurtz había sido en esencia un gran mú-sico. “Hubiera podido tener un éxito inmenso”, dijo aquelhombre, que era organista, creo, con largos y lacios ca-bellos grises que le caían sobre el cuello grasiento de lachaqueta. No tenía yo razón para poner en duda aquelladeclaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de decircuál fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna...cuál fue el mayor de sus talentos. Lo había consideradocomo un pintor que escribía a veces en los periódicos, ocomo un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni si-quiera el primo (que no dejaba de tomar rapé durante la

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conversación) pudo decirme cuál había sido exactamen-te su profesión. Se había tratado de un genio universal.Sobre este punto estuve de acuerdo con aquel viejo tipo,que entonces se sonó estruendosamente la nariz con ungran pañuelo de algodón y se marchó con una agitaciónsenil, llevándose algunas cartas de familia y recuerdossin importancia. Por último apareció un periodista an-sioso por saber algo de la suerte de su “querido colega”.Aquel visitante me informó que la esfera propia de Kurtzera la política en su aspecto popular. Tenía cejas pobla-das y rectas, cabello áspero, muy corto, un monóculo alextremo de una larga cinta, y cuando se sintió expansi-vo confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabíaescribir, pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquelhombre. Electrizaba a las multitudes. Tenía fe, ¿ve us-ted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar a creer cual-quier cosa, cualquier cosa. Hubiera podido ser un esplén-dido dirigente para un partido extremista. “¿Qué parti-do?”, le pregunté. “Cualquier partido”, respondió. “Eraun... un extremista. “Inquirió si no estaba yo de acuerdo,y asentí. Sabía yo, me preguntó, qué lo había inducido air a aquel lugar. “Sí”, le dije, y enseguida le entregué elfamoso informe para que lo publicara, si lo considerabapertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algotodo el tiempo. Juzgó que “podía servir”, y se retiró conel botín.

”De manera que me quedé al fin con un manojo de car-tas y el retrato de una joven. Me causó impresión su be-lleza... o, mejor dicho, la belleza de su expresión. Sé quela luz del sol también puede contribuir a la mentira, sinembargo uno podía afirmar que ninguna manipulaciónde la luz y de la sombra podía haber inventado los delica-dos y veraces rasgos de aquellas facciones. Parecía estardispuesta a escuchar sin ninguna reserva mental, sin sos-

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pechas, sin ningún pensamiento para sí misma. Decidíir yo mismo a devolver esas cartas. ¿Curiosidad? Sí, y talvez también algún otro sentimiento. Todo lo que habíapertenecido a Kurtz había pasado por mis manos: su alma,su cuerpo, su estación, sus proyectos, su marfil, su ca-rrera. Sólo quedaba su recuerdo y su prometida, y en cier-to modo quería también relegar eso al pasado... para en-tregar personalmente todo lo que de él permanecía enmí a ese olvido que es la última palabra de nuestro des-tino común. No me defiendo. No tenía una clara percep-ción de lo que realmente quería. Tal vez era un impulsode inconsciente lealtad, o el cumplimiento de una de esasirónicas necesidades que acechan en la realidad de laexistencia humana. No lo sé. No puedo decirlo, pero fui.

”Pensaba que su recuerdo era como los otros recuer-dos de los muertos que se acumulan en la vida de cadahombre... una vaga huella en el cerebro de las sombrasque han caído en él en su rápido tránsito final. Pero antela alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de unacalle tan tranquila y decorosa como una avenida bien cui-dada en un cementerio, tuve una visión de él en la cami-lla, abriendo la boca vorazmente como tratando de devo-rar toda la tierra y a toda su población con ella. Vivióentonces ante mí, vivió tanto como había vivido algunavez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida,de realidad terrible, una sombra más oscura que las som-bras de la noche, envuelta notablemente en los plieguesde su brillante elocuencia. La visión pareció entrar enla casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros,la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuri-dad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregosrecodos, el redoble de tambores, regular y apagado comoel latido de un corazón... el corazón de las tinieblas ven-cedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una

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irrupción invasora y vengativa, que me pareció que de-bía guardar sólo para la salvación de otra alma. Y el re-cuerdo de lo que había oído decir allá lejos, con las figu-ras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el brillode las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellasfrases rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse ensu fatal y terrible simplicidad. Recordé su abyecta súpli-ca, sus abyectas amenazas, la escala colosal de sus vilesdeseos, la mezquindad, el tormento, la tempestuosa ago-nía de su espíritu. Y más tarde me pareció ver su airesosegado y displicente cuando me dijo un día: “Esta can-tidad de marfil es ahora realmente mía. La compañía nopagó nada por ella. Yo la he reunido a costa de grandesriesgos personales. Temo que intenten reclamarla comosuya. ¡Hmm! Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que debahacer? ¿Resistir? ¿Eh? Lo único que pido es justicia...”Lo único que quería era justicia... sólo justicia. Llamé altimbre ante una puerta de caoba en el primer piso, y, mien-tras esperaba, él parecía mirarme desde los cristales, mi-rarme con esa amplia y extensa mirada con que habíaabrazado, condenado, aborrecido todo el universo. Mepareció oír nuevamente aquel grito: “¡Ah! el horror! ¡Elhorror!”

”Caía el crepúsculo. Tuve que esperar en un ampliosalón con tres grandes ventanas, que iban del suelo altecho, semejantes a tres columnas luminosas y acortina-das. Las patas curvas y doradas y los respaldos de losmuebles brillaban bajo el reflejo de la luz. La alta chime-nea de mármol ostentaba una blancura fría y monumen-tal. Un gran piano hacía su aparición masiva en una es-quina; con oscuros destellos en las superficies planas comoun sombrío y pulimentado sarcófago. Se abrió una puer-ta, se cerró. Yo me puse de pie.

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”Vino hacia mí, toda de negro, con una cabeza pálida.Parecía flotar en la oscuridad. Llevaba luto. Hacía másde un año que él había muerto, más de un año desde quelas noticias habían llegado, pero parecía que ella pensa-ba recordarlo y llorarlo siempre. Tomó mis manos entrelas suyas y murmuró: “Había oído decir que venía usted.”

”Advertí que no era muy joven.., quiero decir que noera una muchacha. Tenía una capacidad madura para laconfianza, para el sufrimiento. La habitación parecía ha-berse ensombrecido, como si toda la triste luz de la tar-de nublada se hubiera concentrado en su frente. Su ca-bellera clara, su pálido rostro, sus cejas delicadamentetrazadas, parecían rodeados por un halo ceniciento desdeel que me observaban sus ojos oscuros. Su mirada era sen-cilla, profunda, confiada y leal. Llevaba la cabeza como siestuviera orgullosa de su tristeza, como si pudiera de-cir: “Sólo yo sé llorarle como se merece. Pero mientraspermanecíamos aún con las manos estrechadas, apare-ció en su rostro una expresión de desolación tan intensaque percibí que no era una de esas criaturas que se con-vierten en juguete del tiempo. Para ella él había muertoapenas ayer. Y, ¡por Júpiter!, la impresión fue tan pode-rosa que a mí también me pareció que hubiera muertosólo ayer, es más, en ese mismo momento. Los vi juntosen ese mismo instante... la muerte de él, el dolor de ella...¿me comprendéis? Los vi juntos, los oí juntos. Ella decíaen un suspiro profundo: “He sobrevivido”, mientras misoídos parecían oír con toda claridad, mezclado con el tonode reproche desesperado de ella, el grito en el que él re-sumía su condenación eterna. Me pregunté, con una sen-sación de pánico en el corazón, como si me hubiera equi-vocado al penetrar en un sitio de crueles y absurdos mis-terios que un ser humano no puede tolerar, qué hacía yoahí. Me indicó una silla. Nos sentamos. Coloqué el pa-

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quete en una pequeña mesa y ella puso una mano sobreél. “Usted lo conoció bien”, murmuró, después de un mo-mento de luctuoso silencio.

”“La intimidad surge rápidamente allá”, dije. “Le co-nocí tan bien como es posible que un hombre conozca aotro.”

”“Y lo admiraba”, dijo. “Era imposible conocerlo y noadmirarlo. ¿No es cierto?”

”“Era un hombre notable”, dije, con inquietud. Lue-go, ante la exigente fijeza de su mirada que parecía es-piar las palabras en mis mismos labios, proseguí: “Eraimposible no...”

”“Amarlo, concluyó ansiosamente, imponiéndome si-lencio, reduciéndome a una estupefacta mudez. “¡Es muycierto! ¡Muy cierto! ¡Piense que nadie lo conocía mejorque yo! ¡Yo merecí toda su noble confianza! Lo conocí mejorque nadie.”

”“Lo conoció usted mejor que nadie”, repetí. Y tal vezera cierto. Pero ante cada palabra que pronunciaba, lahabitación se iba haciendo más oscura, y sólo su frente,tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextingui-ble luz de la fe y el amor.

”“Usted era su amigo”, continuó. “Su amigo”, repitióen voz un poco más alta. “Debe usted haberlo sido, ya queél le entregó esto y lo envió a mí. Siento que puedo ha-blar con usted... y, ¡oh!... debo hablar. Quiero que usted,usted que oyó sus últimas palabras, sepa que he sido dig-na de él... No se trata de orgullo... Sí. De lo que me en-orgullezco es de saber que he podido entenderlo mejorque cualquier otra persona en el mundo... Él mismo melo dijo. Y desde que su madre murió no he tenido a na-die... a nadie... para... para...

”Yo escuchaba. La oscuridad se hacía más profunda.Ni siquiera estaba seguro de que él me hubiera dado el

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paquete correcto. Tengo la firme sospecha de que, segúnsus deseos, yo debía haber cuidado de otro paquete depapeles, que, después de su muerte, vi examinar al di-rector bajo la lámpara. Y la joven hablaba, aliviando sudolor en la certidumbre de mi simpatía; hablaba de lamisma manera en que beben los hombres sedientos. Leoí decir que su compromiso con Kurtz no había sido apro-bado por su familia. No era lo suficientemente rico, o algoasí. Y, en efecto, no sé si no había sido pobre toda su vida.Me había dado a entender que había sido la impacienciade una pobreza relativa lo que le había llevado allá.

”“¿Quién, quién que lo hubiera oído hablar una solavez no se convertía en su amigo?”, decía. “Atraía a loshombres hacia él por lo que había de mejor en ellos.” Memiró con intensidad. “Es el don de los grandes hombres”,continuó, y el sonido de su voz profunda parecía tenerel acompañamiento de todos los demás sonidos, llenosde misterios, desolación y tristeza que yo había oído enotro tiempo: el murmullo del río el susurro de la selvasacudida por el viento, el zumbido de las multitudes, eldébil timbre de las palabras incomprensibles gritadas adistancia, el aleteo de una voz que hablaba desde el um-bral de unas tinieblas eternas. “¡Pero usted lo ha oído!¡Usted lo sabe!”, exclamó.

”“¡Sí, lo sé”, le dije con una especie de desesperaciónen el corazón, pero incliné la frente ante la fe que veíaen ella, ante la grande y redentora ilusión que brillabacon un resplandor sobrenatural en las tinieblas, en lastinieblas triunfantes de las que no hubiera yo podido de-fenderla... de las que tampoco me hubiera yo podido de-fender.

”“¡Qué pérdida ha sido para mí... para nosotros!”, secorrigió con hermosa generosidad. Y añadió en un mur-mullo: “Para el mundo.” Los últimos destellos del cre-

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púsculo me permitieron ver el brillo de sus ojos, llenosde lágrimas que no caerían. “He sido muy feliz, muy afor-tunada. Demasiado feliz. Demasiado afortunada por unbreve tiempo. Y ahora soy desgraciada... para toda la vida.”

”Se levantó; su brillante cabello pareció atrapar todala luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo tam-bién me levanté.

”“Y de todo esto”, continuó tristemente, “de todo loque prometía, de toda su grandeza, de su espíritu gene-roso y su noble corazón no queda nada... nada más queun recuerdo. Usted y yo...”

”“Lo recordaremos siempre”, añadí con premura.““¡No!”, gritó ella. “Es imposible que todo esto se hayaperdido, que una vida como la suya haya sido sacrifica-da sin dejar nada, sino tristeza. Usted sabe cuán amplioseran sus planes. También yo estaba enterada de ellos,quizás no podía comprenderlos, pero otros los conocían.Algo debe quedar. Por lo menos sus palabras no hanmuerto.”

”“Sus palabras permanecerán”, dije.”“Y su ejemplo”, susurró, más bien para sí misma. “Los

hombres le buscaban; la bondad brillaba en cada uno desus actos. Su ejemplo...”

”“Es cierto”, dije, “también su ejemplo. Sí, su ejem-plo. Me había olvidado.”

”“Pero yo no. Yo no puedo... no puedo creer... no aún.No puedo creer que nunca más volveré a verlo, que na-die lo va a volver a ver, nunca, nunca, nunca.”

”Extendió los brazos como si tratara de asir una figu-ra que retrocediera, con las pálidas manos enlazadas, através del marchito y estrecho resplandor de la venta-na. ¡No verlo nunca! Yo lo veía con bastante claridad enese momento. Yo veré aquel elocuente fantasma mien-tras viva, de la misma manera en que la veré a ella, una

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sombra trágica y familiar, parecida en ese gesto a otrasombra, trágica también, cubierta de amuletos sin po-der, que extendía sus brazos desnudos frente al reflejode la infernal corriente, de la corriente que procedía delas tinieblas. De pronto dijo en voz muy baja: “Murió comohabía vivido.”

”“Su fin”, dije yo, con una rabia sorda que comenzabaa apoderarse de mí, “fue en todo sentido digno de suvida.”

”“Y yo no estuve con él”, murmuró. Mi cólera cedió aun sentimiento de infinita piedad.

”“Todo lo que pudo hacerse...”, murmuré.”“¡Ah, pero yo creía en él más que cualquier otra per-

sona en el mundo, más que su propia madre, más que...que él mismo! ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera ate-sorado cada suspiro, cada palabra, cada gesto, cada mi-rada.”

”Sentí un escalofrío en el pecho. “No, no”, dije con vozsorda.

”“Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio...en silencio... ¿Estuvo usted con él... hasta el fin? Piensoen su soledad. Nadie cerca que pudiera entenderlo comoyo hubiera podido hacerlo. Tal vez nadie que oyera...”

”“Hasta el fin”, dije temblorosamente. “Oí sus últi-mas palabras...” Me detuve lleno de espanto.

”“Repítalas”, murmuró con un tono desconsolado. “Quie-ro... algo... algo... para poder vivir.”

”Estaba a punto de gritarle: “¿No las oye usted?” Laoscuridad las repetía en un susurro que parecía aumen-tar amenazadoramente como el primer silbido de un vien-to creciente. “¡Ah, el horror! ¡El horror!”

”“Su última palabra... para vivir con ella”, insistía. “¿Nocomprende usted que yo lo amaba... lo amaba?”

”Reuní todas mis fuerzas y hablé lentamente.

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”“La última palabra que pronunció fue el nombre deusted.”

”Oí un ligero suspiro y mi corazón se detuvo brusca-mente, como si hubiera muerto por un grito triunfante yterrible, por un grito de inconcebible triunfo, de inexpli-cable dolor. “¡Lo sabía! ¡Estaba segura!...” Lo sabía. Es-taba segura. La oí llorar; ocultó el rostro entre las ma-nos. Me parecía que la casa iba a derrumbarse antes deque yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre micabeza. Pero nada ocurrió. Los cielos no se vienen abajopor semejantes tonterías. ¿Se habrían desplomado, mepregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia que ledebía? ¿No había dicho él que sólo quería justicia? Perome era imposible. No pude decírselo a ella. Hubiera sidodemasiado siniestro...”

Marlow calló, se sentó aparte, concentrado y silen-cioso, en la postura de un Buda en meditación. Duranteun rato nadie se movió.

—Hemos perdido el primer reflujo —dijo de prontoel director.

Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto por unadensa faja de nubes negras, y la tranquila corriente quellevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombría-mente bajo el cielo cubierto... Parecía conducir directa-mente al corazón de las inmensas tinieblas.