EL CRIMEN DE LA PLAZA MAYOR DE SALAMANCA
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RELATO SOBRE EL CRIMEN DE LA PLAZA MAYOR DE SALAMANCA.
Esta es la historia que verdaderamente aconteció en torno a
la construcción de la plaza mayor de Salamanca. Corría el
año mil setecientos cincuenta y cinco, y el alcalde de la
ciudad y sus concejales en uno de los plenos que
normalmente eran convocados cada dos semanas, conversaban
acerca de la necesidad de construir en el centro del núcleo
urbano una plaza que fuera lugar de encuentro de forasteros
y salmantinos y que también pudiera albergar sus sesiones
plenarias. Resultaba increíble pero una ciudad con tan
larga tradición universitaria y de dilatada historia como
Salamanca no gozaba del privilegio de tener una plaza a la
altura de su entidad. Así pues, ordenaron a un escogido
grupo de funcionarios que realizaran, durante varios días,
consultas a pie de calle para saber la opinión de los
salmantinos sobre el tema. Los resultados de la encuesta
arrojaron un dato concluyente y definitivo: el ochenta por
ciento de los ciudadanos se inclinaban por la edificación
de una plaza rectangular mientras que el otro veinte por
ciento restante apostaba por la construcción de una
circular. El alcalde y sus consejeros no necesitaron saber
más acerca de las preferencias de la ciudadanía y
elaboraron un presupuesto, cuidando, eso sí, que las arcas
municipales no se resintieran en exceso y encargaron al
arquitecto más brillante y, en ese momento con mayor
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proyección del país, Alberto de Churriguera, que se pusiera
manos a la obra en la tarea de levantar semejante proyecto
urbanístico que daría un nuevo impulso vital a la ciudad.
El ambicioso plan dio comienzo con la instalación de los
cimientos de lo que iba a ser el ayuntamiento. Aquélla
labor fue encomendada a un centenar de personas, entre
albañiles y obreros, a los que se les añadió otro centenar
para que fueran llevando a cabo el levantamiento del
singular edificio. La enorme envergadura del proyecto
arquitectónico hizo que se superaran todas las previsiones
iniciales. Nadie dudaba que el nuevo monumento de la
capital charra sería grandioso pero los inconvenientes no
tardaron en aparecer pues el acarreamiento y el transporte
de la piedra de Villamayor con la que se estaba dando forma
a la fachada y los soportales de la plaza era muy
complicado de realizar. Así pues, los retrasos causados por
este motivo y las inclemencias metereológicas,
especialmente el terremoto de Lisboa que también acaeció
por los mismos años afectando a la ciudad, motivaron que lo
que era únicamente el ayuntamiento no estuviera preparado
en quince años sino en veinte. Sin embargo, lo que
verdaderamente causo impacto y sobrecogió a la sociedad
salmantina fue el asesinato de la cabeza pensante del
proyecto, el arquitecto y constructor Alberto de
Churriguera. Ocurrió la noche de la inauguración del nuevo
consistorio por parte del quinto alcalde que tenía la
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ciudad desde que la construcción empezara. El edil había
invitado a un cóctel a los concejales que formaban su
equipo de gobierno así como a todos los albañiles y peones
que, después de muchos años, habían hecho posible que la
terminación del edificio fuera un hecho. Había unos
doscientos cincuenta trabajadores en el salón de recepción
que, a indicaciones de los funcionarios municipales, fueron
subiendo por las escaleras que daban acceso a la sala de
juntas donde se celebraría el aperitivo. Churriguera estaba
charlando animadamente con un grupo de sus subordinados
cuando, inesperadamente, se desplomó todo lo largo que era,
sobre el suelo. Había sido víctima de uno de los peones,
que paso rápidamente, como una flecha, por el estrecho
espacio que dejaban libre otro grupo de tertulianos y el
suyo asestándole media docena de puñaladas. Yacía inerte,
en un charco de sangre que progresivamente se iba haciendo
más visible. Las pocas mujeres que estaban presentes en el
acto no pudieron reprimirse y comenzaron a dar chillidos
histéricos. Se formo un gran tumulto mientras el alcalde
trataba inútilmente de poner orden. Los primeros albañiles,
que ya estaban a mitad de la escalera por la que se accedía
a la segunda planta, lograron detener la huida del homicida
que, cuchillo en mano, los amenazaba. De repente, comenzó a
pegar alaridos en su defensa: “¡No he sido yo! No he sido
yo! ¡Se me ha obligado! ¡Sino a mi también me habría
matado!”. Dos de los trabajadores consiguieron desarmarle y
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detenerle aprovechando la distracción que había causado su
súbita confesión. Pero nada más tenerle inmovilizado, unos
disparos procedentes de la segunda planta, justo del
extremo opuesto a las escaleras, acabaron con el asesino
del arquitecto. Ninguno de los que lo habían detenido ni de
los que estaban próximos al segundo piso, pudieron
identificar a la persona autora de los disparos, que había
actuado guarecido por la oscuridad. Rápidamente, un grupo
de guardias y albañiles se lanzaron, arriesgando su vida, a
una frenética carrera por el segundo piso pero no sirvió
para nada pues el segundo asesino de aquélla dramática
noche había desaparecido. “¿Qué ha ocurrido?”, preguntó el
alcalde que seguido de sus concejales aparto a los que le
obstaculizaban a medida que subía los escalones. “Ha
desaparecido, señor alcalde, no hay ni rastro de él”,
contestó uno de los guardias. “¡Maldita sea, maldita sea!
¡Esto no nos puede estar pasando!”, exclamó furioso el
edil. “¿Qué podemos hacer ahora?”, prosiguió. “¡Este hombre
poseía una visión y un talento extraordinario para la
construcción! ¿A quién podemos elegir para que lo
sustituya? ¿A quién?. Yo he llegado a pensar hace escasos
días que era insustituible. Incluso le iba a condecorar por
sus servicios a Salamanca con la cruz del merito civil”. La
multitud que, en un principio, había ahogado en gritos
cualquier voz que se lograra sobreponer, ahora escuchaba
atenta a su máximo representante. Transcurrieron los días y
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el alcalde y sus consejeros no lograban acertar con la
persona adecuada que prosiguiera y terminara las obras de
la plaza. Por fin, un nuevo arquitecto de renombre fue
elegido y continuo la construcción de la plaza siendo fiel
al estilo de Churriguera. No obstante, la fatalidad del
destino parecía cebarse con la plaza. Este nuevo arquitecto
finalizo las obras del lateral del que formaba parte el
ayuntamiento. Su labor duro diez años exactos porque
también fue abatido por los disparos de un francotirador la
última mañana de su vida, que le acribilló desde uno de los
balcones de la plaza cuando el constructor se encontraba
sentado en un banco. El octavo alcalde que había desde el
inicio de la edificación tuvo que volver a reunirse con sus
consejeros que designaron, ésta vez con mayor facilidad por
haber aumentado la cantidad de ellos, a un nuevo
arquitecto. Pero parecía que sobre la ciudad había caído
una maldición porque, si bien agilizó las obras y levanto
dos nuevos laterales en diez años gracias a la introducción
de una serie de técnicas más rápidas y eficaces, tuvo
idéntica suerte que sus predecesores siendo asesinado
cuando paseaba. Los guardias municipales y las fuerzas del
orden estaban desesperados. Desde el homicidio de
Churriguera habían intentado capturar al presunto asesino
que mataban a los artistas, pero siempre se les escabullía,
se les escapaba de las manos. De lo que no había duda es
que estaba intentando con todas sus fuerzas parar
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definitivamente o al menos obstaculizar la completa
terminación de la plaza. Este octavo alcalde eligió a
García de Quiñones, arquitecto de gran fama y prestigio
para que finalizara de una vez la construcción. Y todo fue
según los planes previstos incluso mejor, pues en cinco
años, el último lateral de la plaza podía ser contemplado
en todo su esplendor y plenitud. Al día siguiente de haber
sido terminado, el alcalde convocó por un bando municipal a
toda la población en la plaza para celebrar un gran festín
por haber logrado el objetivo de varias décadas. En esta
ocasión, las medidas de seguridad fueron excepcionales pues
se temía un atentado contra el último constructor de la
plaza. El día se caracterizo por la normalidad hasta que de
la muchedumbre surgió un hombre de unos sesenta años que
disparo sobre García de Quiñones pero solo acertó a
herirlo. Intento escapar pero había demasiada gente a su
alrededor que le entorpecieron en su huida y fue detenido
por los guardias y llevado a las dependencias municipales.
No tuvieron que esforzarse demasiado los investigadores
para identificar al homicida: era una ilustre personalidad
de la ciudad, también un destacado arquitecto, que se había
caracterizado por sus feroces ataques dialécticos en
diversos diarios de tirada local en contra de la
construcción. Se dedicó durante los años que fue
erigiéndose el ayuntamiento a enviar cartas a los
directores de los periódicos de la ciudad. Esto lo hacía
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por medio de un seudónimo para evitar ser descubierto y,
más adelante, se esfumo sin dejar huella. Confeso ser el
asesino en serie de artistas que había sembrado el terror
en la ciudad a lo largo de casi medio siglo. Fue juzgado
sumariamente y condenado a garrote vil mientras que García
de Quiñones salió ileso del atentado y pudo seguir
contemplando hasta el fin de sus días la obra por la que
sus antecesores y él habían consagrado su vida….
…doscientos años más tarde, los ciudadanos salmantinos
habían ya olvidado la espantosa cadena de crímenes que
aquel psicópata cometió durante la construcción del ágora
charro y la figura de este había caído progresivamente en
el olvido, pero no por mucho tiempo. Pero en todo este
tiempo historia del psicópata criminal y sus andanzas se
había ido transmitiendo de generación en generación, de
modo que se podía decir que continuaba fresca en la
memoria. Dicho psicópata había tenido el dudoso honor de
convertirse en uno de los primeros asesinos en serie de la
historia y nunca, ni las autoridades ni los ciudadanos
pudieron desvelar su identidad. Es más, pasó a ser la
figura más emblemática de la crónica negra salmantina. A lo
largo de un prolongado período de años, los más
prestigiosos y contrastados criminólogos y detectives, no
sólo nacionales sino también mundiales, plantearon y
aventuraron innumerables cábalas e hipótesis sobre su
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origen y, especialmente acerca de los posibles motivos y
causas por lo que el homicida llevo a cabo sus asesinatos,
por el móvil de éstos. Pero las infatigables
investigaciones de estos expertos nunca pudieron conducir a
un auténtico esclarecimiento de los hechos. Por tanto,
este enigmático y misterioso personaje se transformó en el
antecedente más destacado y renombrado en el ámbito
criminal del mundo, adelantándose en unos ciento cincuenta
años a las fechorías del ilustre Jack “El Destripador”.
Incluso la trayectoria del estrangulador de Whitechapel
guarda gran paralelismo y similitud con la del psicópata ya
que este último fue copiando el “modus operandi” de su
homologo español. Ni la policía ni los investigadores
privados lograron desenmascarar al siniestro personaje que
se ocultaba bajo el sobrenombre de Jack así como el “leit
motiv” de sus terroríficas actuaciones. La historia en la
que se basa este relato que yo he escrito por resultar
verídico al ciento por ciento, y avalado en su autenticidad
por muchos expertos en la materia y gurús de la
inteligencia criminal, y vuelve a dar un nuevo vuelco
precisamente cincuenta años antes de estas líneas que estoy
escribiendo.
En la década de los cincuenta del pasado siglo veinte,
Salamanca es una ciudad pequeña y que, como acontece
especialmente en los núcleos urbanos de población más
pequeños de España, viven todavía con cierta intensidad el
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trauma que supuso la guerra civil. No obstante, la capital
charra procura olvidar todo aquello y lucha por dejar atrás
el atraso social y económico que arrastra respecto a las
zonas de España más prósperas. Así, va dejando ver un
incipiente urbanismo que provoca que la ciudad crezca y se
extienda ostensiblemente en las décadas de los sesenta y
setenta. El país atraviesa por la plena etapa del
desarrollismo económico. En este contexto, en un soleado y
apacible viernes de primavera, finaliza a mediodía una
reunión del gobierno municipal salamantino y cada consejero
sale del ayuntamiento enfilando el camino más recto y
directo hacia su casa, con unas ganas irrefrenables de
echarse algo a la boca, una vez pasada la agotadora jornada
matinal. El consejero de justicia es el más satisfecho de
todos, pues se ha enterado, a tráves del alcalde, que el
gobernador civil de la provincia charra ha alcanzan
importante acuerdo con el gobierno nacional, por el que le
ha sido concedido un apreciable paquete de transferencias
en el ámbito judicial, a la corporación municipal
salmantina. Sin embargo, instantes antes de acceder al
edificio donde reside, el consejero ha sido sorprendido y
no ha tenido la más mínima capacidad de reacción para
evitar que un encapuchado que se le ha acercado sigilosa y
sibilinamente por la espalda, acuchillándoles de manera
impune y alevosa. El asesino ha quedado inmóvil aunque
agarrando con las manos fuertemente la puerta del portal.
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El cadáver fue descubierto apenas diez minutos más tarde
por una señora unos sesenta años que a causa de sus
inflamados y enérgico chillidos, ha estado a punto de
provocar la rotura de los tímpanos de la práctica totalidad
del vecindario. Los integrantes de la comunidad de vecinos
afectada, han bajado en tropel a ver qué sucedía y,
únicamente, han podido apaciguar los ánimos de la susodicha
persona. Y lo pero de todo, asistiendo, incrédulos, al
insólito espectáculo de ver a su vecino desollado. La
luctuosa noticia volvió a causar, nuevamente, una sacudida
comparable a la de un terremoto en la sociedad salmantina.
Tal fue el movimiento sísmico producido que dejo
profundamente perplejos a la plana mayor del ayuntamiento.
En los días siguientes, el suceso traspasó los límites
provinciales al descubrirse una nota de la víctima,
exquisitamente mecanografiada, en la que el homicida
reivindicaba la autoría de su crimen y proclamando que él
era descendiente del asesino de los maestros constructores
y arquitectos de la Plaza Mayor, pero sin figurar en la
nota ni un nombre que le identificara, ni una firma, ni tan
siquiera un seudónimo como, de hecho, era norma habitual
para otros ilustres psicópatas.
Uno a uno, fueron cayendo fulminados todos los consejeros
que prestaban sus servicios en el ayuntamiento de la
capital del Tormes, que aparecían muertos a la entrada de
su portal, mientras el pánico y la alarma social generados
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llegaban a cotas difícilmente descriptibles e imaginables.
Al nuevo asesino en serie salmantino le dio completamente
igual que a los miembros de la junta municipal charra les
pusieran un sinfín de escoltas y guardaespaldas ya que éste
empezó a utilizar una de las armas más vanguardistas e
innovadoras del momento, una pistola con silenciador, que
eran armas de fuego importadas de Estados Unidos, donde la
permisividad con todo tipo de armas era mucho mayor que en
España. De este modo, el criminal podía dejar secos a sus
víctimas desde una considerable distancia y los escoltas se
veían impotentes para neutralizar al francotirador aunque
normalmente también acababan abatidos en el suelo. El
alcalde se quedó sin subordinados a los cuáles pudiera
impartir órdenes y tuvo que elegir a una corporación
municipal de emergencia, con nuevos integrantes pues
todavía quedaba un año para la celebración de nuevas
elecciones. Indudablemente, el crimen que más conmovió y
agitó la conciencia y el corazón de los salamantinos fue el
del consejero que, durante su período de mandato, acometió
numerosas reformas en el ágora salmantino, porque en
algunas zonas de su estructura rectangular se notaba ya la
huella indeleble de los años y de los siglos.
Especialmente, era acusado este deterioro en algunas de las
columnas de las esquinas y en sus medallones y aquel
destacado consejero de cultura había ordenado apuntalarlos
en la medida de lo posible, con objeto de que los nativos
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se siguieran sintiendo satisfechos y orgullosos de su
monumento más representativo, y los forasteros pudieran
admirar la maravilla arquitectónica sin advertir de que por
ella ya había pasado mucho tiempo.
Finalmente, recién inagurado el verano, concretamente en la
noche de San Juan, la más larga del año y solsticio de la
mencionada estación, el alcalde salió de su casa con
intención de darse un relajante paseo por la ribera del
Tormes. Dejó su casa, sólo, sin su mujer ni sus hijos y
también sin escolta. Quería meditar concienzudamente sobre
la realización de una importante reestructuración de la
corporación municipal salmantina en caso de se ganarán las
elecciones y para ello era imprescindible que nadie fuera
capaz de alterar su intimidad. Era indispensable dar los
consejeros más adecuados para cada puesto, para cada área y
consejería. Pero había otra finalidad oculta para dar aquel
solitario paseo, como a continuación vamos a mencionar.
Porque aquélla fatídica noche de solsticio de verano,
cuando el asesino se disponía a asestar el último,
definitivo y postrero golpe de gracia al edil charro, al
ver la facilidad con la que iba a ser coronada su macabra
obra, su obra maestra de la violencia, tuvo un exceso de
confianza que le resultó fatal en su afán por ser el primer
cazador de hombres que acabara con la vida del alcalde de
la universitaria, culta y docta ciudad de Salamanca, ciudad
pequeña pero con una merecida fama internacional. No podía
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creer que el alcalde no estuviera rodeado de guardaespaldas
pero tampoco era una opción tan descabellada. Quizá quería
demostrar a la gente a la que pudiera encontrar por el
camino pero, sobre todo, demostrarse a sí mismo que era una
persona valerosa y que no tenía por qué tener miedo a
nadie, pensó. Aquel asesinato le daría una proyección
mundial que era impensable en su anterior vida monótona y
aburrida como ciudadano anónimo y, aún no queriendo que su
identidad fuera desvelada, cuando se descubriera ante la
opinión pública, lejos del lugar del crimen, pues pensaba
salir de España en una época donde los controles aduaneros
se podían calificar de ínfimos, ridículos, prácticamente
inexistentes, ya ningún peligro correría pues estaría en un
sitio exótico e inhóspito pues había planeado
minuciosamente los pasos a seguir para poner pies en
polvorosa.
Sin embargo, muy próximo al edil tuvo un ligero temblor de
piernas pero la determinación a convertirse en alguien
famoso a pesar de ser a base de crímenes, pudo más en su
perturbada mente. El alcalde estaba sentado en un banco,
dando de comer pedacitos de pan a los escasos patos que se
habían congregado en aquéllas intempestivas horas a la
orilla del paseo fluvial. Así, al blandir el cuchillo al
aire, controlo sus nervios y la tensión emocional que
amenazaba con engullirle como buenamente pudo, y lo fue
bajando a continuación sobre la espalda para hundirlo
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profundamente, con inusitada fuerza en la misma. En ese
momento, sonó un disparo certero e implacable y el
psicópata cayó desplomado al suelo. La estratagema que
había planeado al edil para deshacerse de semejante
monstruo embargado por una furia asesina sin sentido, había
resultado pero el alcalde reprochó, cuando se acercaron
para cerciorarse de que estaba en perfecto estado, a los
policías que estaban apostados a uno y otro lado del paseo
fluvial, que no hubieran actuado antes y con mucha mayor
celeridad de la demostrada. Pero, como no podía ser de otra
manera, la alegría por haber espantado definitivamente la
amenaza que se había cernido sobre la ciudad durante un año
se había terminado y eso era lo que realmente importaba.
Se daban, pues, por concluidos tres largos siglos en los
que, un coetáneo de Churriguera y de García de Quiñones,
primero, y un biznieto suyo después, habían atemorizado a
la ciudad en la que levantaron la obra más relevante de su
vida.
FIN.
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