El Cristiano Eugenio
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EL CRISTIANO EUGENIO
Una nostalgia de Dios
Esta es la historia de una conversión incomoda. Es la epopeya de un hombre
que transitó valientemente el camino desde la Sinagoga a la Iglesia. Los episo-
dios narrados describen un drama del espíritu humano que fue muy poco co-
nocido más allá de su tiempo. Después de sesenta años casi nada se había di-
cho o publicado hasta que apareció, hace poco, una brevísima biografía de
carácter divulgativo. Y sin embargo, se trata, posiblemente, de una de las con-
versiones más sublimes y significativas de la historia reciente de la Iglesia.
Un espacio de opinión diferente para que leas lo que no publican los diarios, lo que no
muestra la televisión, lo que no dicen en la radio. En fin, lo que nos debiera interesar para
hacer de éste un país más habitable, para generar espacios de reflexión, para conocer y
debatir.
Tienes nuestra autorización para reimprimir este manifiesto, reenviarlo a tus amigos, utilizarlo
en todo o en parte en tu sitio Web, tu blog, tu noticiero de correo electrónico, radio y/o
televisión, siempre que en tales medios se exprese exactamente la siguiente leyenda (sin
alterar su contenido): "Este manifiesto fue redactado por el Cancerbero”
EL CANCERBERO
MANIFIESTO POLÍTICA Y SOCIALMENTE INCORRECTO
AÑO I I - Nº 1
Lunes 13 de febrero del año del Señor 2012 ROMA, 13 DE FEBRERO DE
1945
Han pasado ocho meses desde que las fuer-
zas de ocupación nazis fueron expulsadas
de Roma por las tropas aliadas. Ese día, en
la iglesia de Santa María deglí Angeli,
monseñor Traglia administra el bautismo a
Israel-Ítalo Zolli, Gran Rabino jefe de Ro-
ma, quien escoge como nuevo nombre cris-
tiano el de Eugenio, en homenaje y recono-
cimiento a Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII,
por todo lo que este había hecho a favor de
los judíos durante la guerra.
La conversión de Zolli sacudió los ambien-
tes judíos y católicos. Todavía hoy, el asun-
to Zolli, despierta en el seno del judaísmo
sentimientos encontrados. Entre los rabinos
del mundo contemporáneo, Zolli es tenido
como anatema y principal meshummad
(apóstata y renegado). Con manifiesta in-
comprensión se levantaron voces contra él.
Una jauría rabiosa de notables y conspicuos
miembros de la comunidad judía de Roma
se lanza con saña contra él. En un primer
momento buscan desanimarlo y tratan de
seducirlo de todas las formas posibles para
hacerlo desistir. Después, en cartas y por
teléfono, es vilipendiado, injuriado y ame-
nazado. Se vuelve blanco de los sarcasmos
de su comunidad. La Sinagoga de Roma
decreta varios días de ayuno en expiación
por la apostasía de Zolli. Se lleva luto como
si hubiera muerto; se le denuncia como un
apartado de Dios y se le excomulga.
Finalmente, su nombre pasa a engrosar la
lista de los “grandes excluidos”. Su caso es
sistemáticamente evitado por los estudiosos
del judaísmo. A menudo se hace referencia
a él como el innombrable.
Hoy la mayor parte de la comunidad judía,
incluido los que conocen a fondo la historia
judía del siglo XX, no han oído hablar nun-
ca del rabino jefe de Roma que pidió a Pío
XII el bautismo. En el mundo católico la
situación es más o menos la misma. Y sin
embargo, Zolli y su epopeya merecerían
algo mejor.
¿QUÉ HACÍA DÍOS ANTES DE
CREAR EL MUNDO?
Nacido un 17 de septiembre de 1881 en
Brody, actual Ucrania, Israel Zoller es el
último de cinco hijos de una familia judía
acomodada. De adulto, se vería obligado a
italianizar su nombre a Israel-Ítalo Zolli a
causa de una ley antisemita. Su padre era
propietario de un taller que perdería en
1888.
Israel es un niño de inquietudes espirituales
precoces. Evocando su infancia escribe en
sus Memorias, un compañero y yo caminá-
bamos a paso rápido para así calentarnos y
comentar nuestras cosas; uno al lado del
otro. ¿Sabes –dije volviéndome hacia él–
qué hizo el Señor antes de crear el mundo?
¿Por qué creo el mundo? ¿Sabes –me con-
testó él– que, si piensas en esas cosas, te
volverás loco?
Durante la época escolar surgirían otros
planteamientos más serios. Su mente infan-
til se cuestionaba: quien estudia y sabe mu-
chas cosas se hace rabino: eso está bien.
Pero la Torah es un saber sencillo, como la
aritmética …, ¿o es más bien algo que ha
de vivirse? … Mi madre sabía poco y ama-
ba mucho a los pobres; mi maestro sabía,
pero no amaba más que el dinero. Sentía
que entre él y yo se abriría un abismo.
A los doce años, mientras se preparaba para
su confirmación, la Bar Mitzvah, Israel to-
ma conciencia del vacío que existe en su
alma, un vacío que sólo puede colmar con
la experiencia de Dios. Más tarde escribiría
“A la puerta del alma ha empezado a lla-
mar alguien invisible”. En lugar de confor-
marse con la meditación exegética abstracta
e interminable de los comentarios del Tal-
mud, contempla la naturaleza que le rodea
para buscar la verdad. Pero su pensamiento
va aún más allá. “Me parece –escribe– que
me llama una voz lejana; una voz que viene
del infinito. Siento que me llama […]; su
nombre es Yahvé, el Nombre inefable, el
Ser”.
Así, se establece un curioso diálogo entre
él, la criatura, y la voz de su Creador. El
joven vive una verdadera soledad espiritual
y siente muy lejanos a sus compañeros.
Aislado en un mundo propio, el muchacho
vuelve de vez en cuando a la realidad de lo
cotidiano, acordándose de la pobreza de sus
padres. Después, el silencio reconquista su
alma serenada. “En la conciencia de nues-
tro vacío interior encontramos un todo im-
penetrable, inquietante y suave al mismo
tiempo, que te hiere y cura, dando a veces
sensación de nada y a veces de plenitud”.
La madre de Israel tuvo un papel funda-
mental en su formación. Nacida de una es-
tirpe bicentenaria de rabinos eruditos, hizo
mucho más que transmitirle la huella de ese
legado; le enseñó, sobre todo, los preceptos
del amor y de la caridad con el ejemplo de
su conducta a pesar de la pobreza en que
estaban viviendo. Una de las grandes preo-
cupaciones de la señora Zoller era conse-
guir que su hijo pudiera continuar sus estu-
dios rabínicos.
encuentra alojamiento para sus padres en su
barrio, cerca de su casa. Zolli es un parro-
quiano asiduo de la iglesia Stella Matutina
donde asiste con discreción a las conferen-
cias sobre el Evangelio que da el párroco,
don Bargellini.
En enero de 1956 cae enfermo de bronco-
neumonía. Mejora, pero en febrero sufre
una recaída. También Emma está enferma y
anciana. Myriam está en la cabecera de la
cama del padre, que en su delirio la confun-
de con su difunta madre, allá en la lejana
Galizia.
Después recupera la consciencia: “¡My-
riam! Tienes que volver a casa. ¡Tienes una
niña!”; después le dice que la verdad y la
justicia se han cumplido en la caridad de
Cristo. De nuevo, invadido por la fiebre,
llama a la señora Cavalletti para dictarle la
correspondencia. Por la tarde, un amigo re-
ligioso viene a rezar a su lado.
“¿Acogerá el Señor las lágrimas que toda-
vía no han sido derramadas, las armonías
suspendidas, los cánticos todavía no canta-
dos? ¿Acogerá el llanto de mi corazón? Yo
poseo sólo todo lo que he perdido, sólo
aquello que no tendré más y todo aquello
que echo de menos. Aunque indigno, es to-
do lo que puedo ofrecer al Señor. Es la me-
jor parte de mí”.
Una semana antes de su muerte había con-
fiado a una monja que le atendía: “Moriré
el primer viernes de mes a las tres de la
tarde, como Nuestro Señor”. El 2 de marzo
de 1956, a las diez, recibe la Santa Comu-
nión, y dice: “Espero que el Señor perdone
mis pecados. Por lo demás, confío en Él”.
“Cuando siento el fardo de mi existencia,
cuando soy consciente de las lágrimas con-
tenidas, de las bellezas no vistas, lloro so-
bre Cristo crucificado por mí y en mi […]
Muero sin haber vivido, porque sólo se vive
en la plenitud de Cristo. No podemos más
que confiar en la misericordia de Dios, en
la piedad de Cristo que muere porque la
humanidad no sabe vivir en Él”.
Después siguió hablando, escribe una testi-
go, pero era imposible comprenderlo. Esta-
ba ya en la otra orilla. A mediodía entró en
coma. Murió en olor de santidad, a las tres
de la tarde, como Cristo. Era el primer vier-
nes de mes.
El padre Dezza celebró los funerales al día
siguiente. Ayudaba a la misa un alumno de
Zolli. Todos lloraban la desaparición de
aquel alma escogida. Sus restos mortales
fueron inhumados en el cementerio del
Campo Verano.
EL TESTIMONIO
Zolli, ya cristiano, se obstina en vivir pobre:
Escribe: “Ningún motivo de interés me ha
llevado a hacer esto; cuando mi mujer y yo
hemos abrazado la iglesia, hemos perdido
todo lo que teníamos en el mundo. Ahora
tenemos que buscarnos un trabajo. Dios
nos ayudará”. Un amigo de aquellos años
atestigua la extrema pobreza en la que vive:
“Cuando íbamos a verlo, siempre, según la
costumbre italiana, nos ofrecía un café; yo
aceptaba, sabiendo que si rechazaba le iba a
parecer mal, pero, por otra parte, sabía que
no tenía más medios para mostrarse acoge-
dor”.
Algunos protestantes se pusieron en contac-
to con el neobautizado, ofreciéndole consi-
derables sumas de dinero si, con su estudio
de la Sagrada Escritura, conseguía encon-
trar una justificación que sostuviera su tesis
contra el primado de Pedro en Roma. Zolli
no sólo rechazó la propuesta, sino que pen-
só escribir una obra para demostrar preci-
samente lo contrario. El texto La confesión
y el drama de Pedro quedó incompleto con
su muerte.
Cada mañana, en la capilla de la Gregoria-
na, Eugenio Zolli asiste a la misa del padre
Dezza y después se queda largo rato en ora-
ción. Confía al jesuita: “Me encuentro tan
bien en la capilla que me gustaría no salir
nunca” En su habitación lee la Biblia en
hebreo y en griego y reza continuamente.
La síntesis de los dos Testamentos ilumina
su vida “porque el mismo rayo de luz se
libera de la robusta palabra de Amós, se
enriquece con la palabra de Isaías, para
desembocar por fin en la gran luz del
Evangelio”.
Cuando le preguntan por qué había renun-
ciado a la Sinagoga para entrar en la Iglesia
contestaba: “Yo no he renunciado a nada.
El cristianismo es el cumplimiento de la
Sinagoga. La Sinagoga era una promesa y
el cristianismo es el cumplimiento de esa
promesa. La Sinagoga señalaba al cristia-
nismo; el cristianismo presupone la Sina-
goga. Vean, por tanto, cómo la una no pue-
de existir sin el otro. En realidad yo me he
convertido al cristianismo viviente”.
En 1946 había publicado Christus. En un
capítulo titulado El Nazareno, escribe con
una significativa expresión: Sufficit tibi gra-
tia mea –Te basta mi gracia–, indicando así
su estado de ánimo de viajero llegado a su
destino final. “El día declina –escribe Zolli
en Christus–¸el atardecer no está lejano. Se
acerca. Mi mies es miserable y escasas son
mis flores para embellecer el altar del Se-
ñor”.
En 1954 publica sus memorias Antes del
Alba. El capitulo final se titula Despedida.
Al final del capítulo y del libro escribe “…
por Jesucristo nunca se ama y se sufre lo
suficiente. Todavía sigo esperando a Cristo.
Lo espero, ahora y en la hora de mi muerte.
¡Ven, Señor Jesús! Te espero.”
Zolli, enfermo del corazón, debe abandonar
el apartamento en la cuarta planta de un
edificio sin ascensor. Myriam ahora está
casada con el doctor Enzo de Bernhart y
La relación con su madre era tierna y él re-
cuerda con frecuencia los cuidados amoro-
sos que ella le brindaba. De ella, Zolli es-
cribiría en su obra “Antes del Alba”, “Mi
madrecita sabía que a su pequeño le gusta-
ba el dulce, pero tú, mamá querida, no su-
piste que habías sido para mí –te lo digo
hoy, mientras los ojos se me llenan de lá-
grimas que queman– hoy como entonces,
más dulce que todo el azúcar del mundo.”
De su padre recuerda, “era de una rectitud
extraña, y por ello, seguramente, poco há-
bil para el comercio. Después de cerrar la
fábrica de seda, la miseria crecía día tras
día.” De su padre aprendió a orar, escribiría
más tarde.
De joven, Israel se matriculó en un curso de
estudios religiosos para poder convertirse
en profesor de religión. Su alma se sumerge
en pensamientos cada vez más sublimes.
“[…] No solo toda la vida, sino todo lo que
existe, lo siento como una gran unidad rota,
fragmentos que sufren porque se han
desatado de la Unidad. Cada uno de noso-
tros es uno, uno solo, abandonado, huér-
fano … y estos huérfanos a veces, y también
con frecuencia, intentan aproximarse los
unos a los otros para escapar de la sensa-
ción de abandono y de extravío [...] En la
naturaleza hay un llanto y un canto, y el
canto está marcado por lágrimas de oro,
chispas de alegría. Hay tanta nostalgia
afligida en el canto y tanta consolación se-
rena en el llanto […] Y en el canto y en el
llanto del alma está la nostalgia de la Uni-
dad rota, de esa Unidad a la que yo no sé
dar otro nombre que … Dios.”
En las poquísimas ocasiones en las que dis-
ponía de dos o tres horas libres, se llevaba
el pequeño Evangelio y corría fuera de la
ciudad. “En medio del verde, solo, solito,
leía el Evangelio y experimentaba un pla-
cer infinito.” Meditaba sobre las Bienaven-
turanzas y las comparaba enseguida con la
cotidiana lectura de los salmos. Prosigue su
camino hacia Dios a través de la Torah, pe-
ro no puede impedir comparar la mentali-
dad del Nuevo y el Antiguo Testamento.
Leyendo el Evangelio descubre un contraste
enorme. Afirma en sus recuerdos: “Todo
esto me descolocaba. El Nuevo Testamento
es, en efecto, ¡un testamento nuevo!”
A sus veintitrés años fallece su madre, a la
que tanto amaba. En sus memorias le dedi-
ca a este episodio un solo párrafo que no
llena tan siquiera una página. Sin embargo,
describe en él, los últimos minutos de esa
conmovedora despedida con encendido sen-
timiento. “[…] Y se apagó como una llama
pura en el altar puro de un amor puro. Y yo
sentí entrar en mi alma, más fuerte que el
dolor, una esperanza, una solemnidad reli-
giosa. Preciosa es, a los ojos de Yahvé, la
muerte de sus santos [Sal 116, 15] y, como
muestra de un deseo íntimo e irresistible,
encendí muchas velas. Quise ofrecer a mi
madrecita un homenaje de luces, una coro-
na de llamas. Luego me acerqué a su cama
y le besé en la frente todavía ligeramente
tibia, y mi corazón cantaba, sumisa y místi-
camente, una gran enseñanza. Bienaventu-
rados los puros de corazón porque ellos
verán a Dios.”
LOS AÑOS DE FORMACIÓN
Poco después, deja a su familia a la que no
verá nunca más. Consigue entrar a la Uni-
versidad de Viena, pero pronto resuelve
trasladarse a Florencia donde se matricula
en la Universidad y en el Colegio Rabínico
Italiano. Corre el año 1913, en vigilia de la
primera guerra mundial. Zolli tiene 32 años
y conoce a Adèle Litvak, con quien se casa
y de cuya unión nace la pequeña Dora.
Puesto a prueba en su vida familiar, pierde
a Adèle poco después del nacimiento de
Dora. En 1920, después de tres años de
viudez se casa con Emma Majonica, y de su
unión nace otra niña, Myriam.
Se doctoró en filosofía en la universidad, y
en rabínica en el Colegio, casi al mismo
tiempo. Empieza a publicar contribuciones
en un sinnúmero de revistas. Después, es
nombrado vice-rabino de Trieste. Cuando
Trieste se convirtió por fin en territorio ita-
liano, el nuevo gobierno y las autoridades
insistirán para que Zolli acepte el puesto de
Gran Rabino de la ciudad. En el periodo
entre 1918 y 1938, Zolli, ahora Gran Ra-
bino de Trieste y con nacionalidad italiana,
escribe artículos en alemán para revistas
vienesas y ocupa una cátedra en la Univer-
sidad de Padua.
Durante aquellos años en Padua y Trieste,
el rabino atrae a una masa de estudiantes a
sus cursos, frecuentados también por mu-
chos seminaristas católicos. Uno de ellos, el
padre Fiorani, cuenta como asistía a las cla-
ses de cada semana expresamente para es-
cuchar a Zolli, y como él y otros jóvenes
eclesiásticos rezaban continuamente por su
ilustre profesor. Interrogado sobre la perso-
nalidad del rabino, el padre Fiorani insiste
en su amor por la verdad y su aversión por
el absolutismo y el fanatismo, incluidas las
formas angostas y sectarias del sionismo.
Aquellos años fueron de extraordinaria pro-
fundización cultural y espiritual. Zolli lee
continuamente las escrituras y acude sin
complejos al Antiguo y Nuevo Testamento.
En su mente de erudito, la Biblia entera pa-
rece fundirse en un todo. Zolli afirma que
en aquellos años estaba tan lejos de la idea
de conversión que no se planteaba ni remo-
tamente la posibilidad. Cada tarde se limi-
taba a abrir la escritura, fuera el Antiguo o
el Nuevo Testamento, para meditar. Fue así
como la figura de Jesús y sus enseñanzas se
le hicieron familiares, sin que ningún pre-
juicio se interpusiera.
Una primera experiencia mística consolida-
rá la fe contemplativa del rabino. Una tarde,
mientras trabajaba en un artículo, se sintió
de pronto arrebatado de sí mismo: “De re-
pente, y sin saber por qué, apoyé la estilo-
gráfica sobre la mesa, y como en éxtasis
invoqué el nombre de Jesús. Me quedé in-
quieto hasta que lo vi como en una gran
pintura fuera de su marco, en el ángulo os-
curo de la habitación lo contemplé larga-
mente sin agitación, sintiendo una intensa
serenidad de espíritu”.
Después vendrán más experiencias místicas
de este tipo, en 1937 y en 1938. En 1945
vivirá su último y decisivo arrebato espiri-
uno a mi derecha y el otro a mi izquierda.
Pero me sentí tan alejado del ritual que de-
jé recitar a los demás las oraciones y el
canto. No sentía ninguna alegría ni dolor;
estaba vacío de pensamientos y de sensa-
ciones. Mi corazón yacía como muerto en
mi pecho. Y rápidamente después vi con el
ojo de la mente un prado extenderse a lo
alto, con hierba luminosa pero sin flores.
En este prado vi a Jesucristo vestido con un
manto blanco, y encima de Su cabeza el
cielo azul. Experimenté la mayor de las pa-
ces interiores. Si tuviese que dar una com-
paración del estado de mi alma en aquel
momento diría: un límpido lago cristalino
entre las altas montañas. Dentro, mi cora-
zón encontró las palabras: Estás aquí por
última vez. Las tomé en consideración con
la mayor serenidad de espíritu y sin ningu-
na emoción en particular. La contestación
de mi corazón fue: Así sea, así será, así de-
be ser.
Una hora después aproximadamente, mi
mujer, mi hija y yo nos encontrábamos en
casa para la cena posterior al ayuno. Des-
pués de cenar, mi mujer cogió algunos pe-
riódicos y se dirigió a su habitación, y así
lo hizo también mi hija. Permanecí en mi
estudio para escribir unas cartas y leer al-
gunas revistas. Cuando me sentí cansado
me dirigí a mi habitación. La puerta de la
habitación de mi hija estaba cerrada. De
repente, mi mujer me dijo: “Hoy, mientras
estaba delante del Arca de la ¨Torah, me
pareció como si la figura blanca de Jesús
impusiese Sus manos sobre tu cabeza, como
si te estuviese bendiciendo”. Estaba sor-
prendido, pero todavía muy tranquilo. Hice
como si no hubiera entendido. Pero ella
repitió cuanto me había dicho hacía un ra-
to, palabra por palabra. En aquel preciso
momento oímos a la pequeña corneta –así
solíamos llamar a nuestra hija más joven,
Myriam, cuando nos llamaba desde lejos–:
“¡Papaaa!” –fui a su habitación–. ¿Qué
pasa?” le pregunté. “Estaban hablando de
Jesucristo”, replicó. “Sabes, papá, esta no-
che estaba soñando con Jesús muy alto y
blanco, pero no recuerdo qué es lo que pa-
saba después”.
Les deseé a las dos buenas noches y, com-
pletamente imperturbado, empecé a pensar
en la insólita circunstancia de los aconte-
cimientos. Luego me fui a dormir comple-
tamente tranquilo.
Fue algunos días después cuando renuncié
a mi encargo en el seno de la comunidad
hebrea y me dirigí a un sacerdote comple-
tamente desconocido con la intención de
recibir formación cristiana. Transcurrió un
intervalo de algunas semanas, hasta el 13
de febrero, cuando recibí el sacramento del
bautismo y fui incorporado a la Iglesia ca-
tólica, al cuerpo místico de Jesucristo.
Su mujer, Emma Zolli, bautizada el mismo
día, añadió a su nombre el de María, y su
hija Myriam siguió el camino de sus padres
tras un año de reflexión. A la mañana si-
guiente, el padre Dezza, rector de la Uni-
versidad Gregoriana, dio a los cónyuges su
primera comunión. Unos días más tarde,
también juntos, recibieron el sacramento de
la confirmación de manos de monseñor Fo-
gar, obispo de Trieste durante la época en la
que Zolli había sido Gran Rabino de la ciu-
dad.
mismo día, Pio XII encarga a los diplomáti-
cos una acción oficial, conocida hoy en día
gracias a la apertura de los archivos vatica-
nos. El Santo Padre interviene ante el go-
bierno de ocupación militar de Roma pre-
sentando una firme petición de que se orde-
ne el cese de la acción contra los judíos. La
operación relámpago de los días 15 y 16 no
se volverá a repetir: como por arte de ma-
gia, los arrestos en masa se suspenden. “En
resumen –escribe el padre Blet– los con-
ventos e institutos religiosos parecían gozar
de una misteriosa inmunidad”.
Durante aquellos meses, Zolli permaneció
oculto entre familias cristianas y utilizó to-
das las maneras posibles para dispersar a la
población judía; “Las oraciones se podrán
decir en casa –observa Zolli–. Que cada
cual rece donde se encuentre. En el fondo,
Dios está en todas partes”. La lista de rabi-
nos de otras ciudades, deportados o asesi-
nados en su puesto se ampliaba: Génova,
Módena, Bolonia, etc. Se anunciaban reda-
das por todas partes. Escondido en la casa
del Doctor Fiorentino, después de los Pie-
rantoni, apartado, con o sin su pequeña fa-
milia, el rabino pasa horas angustiosas re-
zando al Señor: “Oh Eterno, protege a este
resto de Israel”.
Sobre estos terribles meses, el rabino, a
modo de síntesis, escribiría: “La obra ex-
traordinaria de la Iglesia a favor de los ju-
díos de Roma es sólo un ejemplo de la in-
mensa ayuda desarrollada bajo los auspi-
cios de Pio XII y de los católicos de todo el
mundo, con un espíritu de humanidad y de
caridad cristiana incomparables. La des-
cripción de esta obra en toda su vastedad
constituirá una de las páginas más reful-
gentes de la historia humana, un verdadero
triunfo de la luz que emana de Jesucristo”.
ESTAS AQUÍ POR ÚLTIMA VEZ
El 4 de junio de 1944, los americanos hacen
su entrada en los suburbios y la mañana del
5 toda la ciudad está ocupada por las fuer-
zas angloamericanas. Tras los combates en
los alrededores de Roma entre las tropas
nazis y los aliados, se restableció el orden
en la ciudad. Desde el balcón que da a la
plaza de San Pedro, el Papa Pío XII bendice
a la multitud festiva que lo aclama como
“defensor de la ciudad”.
Corría el mes de octubre, en concreto el día
de Yom Kippur –día de la expiación–. Zolli
estaba presidiendo las liturgias religiosas en
el Templo. En sus Memorias narra: El día
estaba acercándose a su fin, y estaba com-
pletamente solo en medio de un gran núme-
ro de personas. Empecé a sentir como si
una niebla estuviese insinuándose en medio
de mi alma; se hizo más densa, y perdí por
completo el contacto con los hombres y las
cosas de mi alrededor. Una vela, casi con-
sumida, se quemaba cerca de mí. Apenas la
cera se licuó, la pequeña llama brilló en
una más grande, brincando hacia el cielo.
Permanecí fascinado, mirando con asom-
brosa maravilla un espectáculo tan senci-
llo. Me dije a mí mismo: En esta llama hay
algo de mi propio ser. La lengua de fuego
se agitaba y se contoneaba, atormentada; y
mi alma participaba en ello, sufría.
Por la tarde se celebraba la última función
litúrgica, y estaba allí con dos asistentes;
tual que transformará por completo su vida.
En aquella época, sin embargo, no intentaba
explicar ni analizar aquel fenómeno que no
consideraba en absoluto una conversión: su
amor intenso por Jesús le incumbía sólo a él
y no implicaba un cambio de religión. Jesús
era sólo el huésped de su vida interior.
Durante este periodo de estudio y búsqueda,
del que informa a los lectores a través de
artículos publicados en revistas austriacas e
italianas, el rabino publica en italiano dos
libros de gran importancia: el primero, edi-
tado en 1935, se titula “Israel, un estudio
histórico y religioso”. El segundo, en 1938,
“El Nazareno”, contiene una exégesis del
Nuevo Testamento a la luz del pensamiento
rabínico. Mas tarde, ya convertido, escribi-
ría su obra magistral “Christus”.
En estos años no era precisamente el canto
de la alondra lo que sonaba, sino el estruen-
do de los cañones. Esta circunstancia expli-
caría por qué pocas personas se interesaron
por los escritos exegéticos del Gran Rabino
de la ciudad. Algunos lo consideraban un
estudioso un poco original que vivía fuera
de la realidad. Zolli comprende que el cato-
licismo es la continuación del judaísmo, y
que ambas religiones se complementan a la
perfección.
En 1940, la comunidad israelita de Roma
ofrece a Israel Zolli el puesto vacante de
Gran Rabino. El 10 de junio de 1940, Italia
abandona su neutralidad y entra en la guerra
uniendo su destino al de Alemania.
OH ETERNO, PROTEGE A ESTE
RESTO DE ISRAEL
En junio de 1943, durante su alocución al
colegio de cardenales, Pío XII, recuerda
una vez más las injusticias perpetradas con-
tra los judíos y los católicos convertidos en
obstáculos del nazismo y explica su pru-
dencia: “Todas nuestras palabras dirigidas a
este respecto a las autoridades competentes,
así como todas nuestras declaraciones pú-
blicas, deben ser seriamente sopesadas por
Nos y medidas en el interés propio de las
víctimas, para no hacer, en contra de nues-
tras intenciones, más pesada e insoportable
su situación”.
El 10 de julio de 1943 las fuerzas aliadas
angloamericanas consiguen poner pie en
Europa por primera vez desde que empezó
la guerra. La operación Husky contra Sicilia
provocó una crisis política en Italia que
propició el derrocamiento de Mussolini. El
rey Víctor Manuel III nombra un sucesor de
Mussolini con el encargo de sacar a Italia
de la guerra. La mañana del 8 de setiembre,
Eisenhower anunció que se había acordado
un armisticio con los líderes italianos y por
ello Alemania invade la península. En Ro-
ma, el rey, el príncipe heredero, el sucesor
de Mussolini, y otras lumbreras se mandan
mudar hacia el sur al encuentro de los alia-
dos sin dejar ninguna orden para sus subor-
dinados. Debido a ello, los alemanes des-
armaron rápida y fácilmente a las fuerzas
italianas y procedieron de inmediato a en-
viar a la mayoría de los desgraciados a
campos nazis de trabajo forzado. La Wehr-
macht irrumpió en la Ciudad Eterna el 10
de septiembre de 1943 sembrando pánico y
desasosiego. En los casos en que los italia-
nos opusieron resistencia, los alemanes die-
ron rienda suelta a su furia ante la traición
de que había sido objeto la alianza del Eje y
asesinaron a miles de italianos en diversos
episodios.
La entrada de los alemanes en Roma obliga
al Vaticano a afrontar directamente todas
las principales estructuras de coerción: la
Wehrmacht, la Gestapo, las SS y sus jerar-
quías. Ernst Von Wiezsäcker, embajador
del Tercer Reich ante la Santa Sede, hacía
entrever al Vaticano que las represalias de
Hitler contra las tomas de posición del Pa-
pa, por otra parte totalmente ineficaces, po-
drían desencadenar una violencia incalcula-
ble. Esta advertencia ya había sido compro-
bada en 1942 con la represalia desatada por
la Gestapo en Holanda a causa de la pasto-
ral de obispos contra la deportación de ju-
díos practicada por los nazis. Como repre-
salia fueron deportados todos los judíos que
se habían convertido a la religión católica,
mientras que los judíos convertidos a otras
confesiones protestantes no fueron tocados.
En esa acción de la Gestapo había sido
arrestada, deportada y luego asesinada junto
a su hermana Rosa, en Auschwitz, Edith
Stein, judía conversa y monja conventual
carmelita, hoy canonizada como Santa Te-
resa Benedicta de la Cruz. La llevaron a la
barraca 36, siendo marcada con el Nº
44.074 de deportación, para morir, como
judía y mártir de la fe cristiana a los 51
años de edad, víctima del Zyklón B: ácido
cianhídrico. Su cuerpo sin vida fue calcina-
do con leña en agosto de 1942. Las cenizas
o huesos de la Hna. Edith se arrojaron en el
campo adyacente.
En 1998 Myriam Zolli, la hija del Gran Ra-
bino de Roma, diría a un editor americano:
“Tras la guerra, mi padre me dijo muchas
veces: -Verás, harán de Pío XII el chivo
expiatorio por el silencio del mundo entero
ante el crimen de los nazis-. Por desgracia,
tenía razón. La controversia que ha surgido
recientemente sobre la Shoah está cargada
de emoción y alejada de los hechos. […]
Los personajes históricos deben situarse en
el contexto de su tiempo. Pacelli y mi padre
eran figuras trágicas en un mundo en el que
había desaparecido cualquier referencia
moral. El abismo del mal se había desatado,
pero nadie nos creía, y los grandes de este
mundo callaban. Pío XII había comprendi-
do que Hitler no habría respetado los pactos
con nadie, que su locura podría desencade-
narse también contra los católicos alema-
nes, o bombardeando Roma, y actuó en ba-
se a las circunstancias. El Papa era como un
hombre obligado a trabajar entre locos de
un hospital psiquiátrico. Hizo lo que pudo.
En aquel contexto, su silencio no debe en-
tenderse como debilidad, sino como acto de
prudencia”. Los dos hombres, continúa My-
riam, “estaban unidos por una fuerte solida-
ridad y Zolli, ya entonces, se maravillaba de
algunos juicios lapidarios que se dieron a
propósito del citado “silencio” del Papa”.
El teólogo judío Pinchas Lapide, ex cónsul
de Israel en Italia, afirmaría: “Durante la
guerra la Iglesia Católica salvó más vidas
de judíos que todas las demás iglesias, insti-
tuciones religiosas y organizaciones benéfi-
cas juntas”. Examinando las estadísticas,
Lapide aclara la divergencia considerable
entre el número de judíos salvados por la
Iglesia y todas las acciones de la Cruz Roja
Internacional y las democracias occidenta-
les. “La Santa Sede, los nuncios y la Iglesia
Católica salvaron entre todos a casi 400.000
judíos de una muerte cierta”.
Himmler ordena al comandante de las te-
mibles SS en Roma, el Coronel Herbert
Kappler, que reuniera a todos los judíos,
hombres y mujeres, niños y ancianos, para
enviarlos a Alemania. Kappler se sirvió de
su orden para exprimir a la comunidad ju-
día. Según archivos del Vaticano, reciente-
mente desclasificados, Kappler convocó a
los dos presidentes de las comunidades ju-
días, Almasi y Foá, diciéndoles que “consi-
gan en el perentorio plazo de veinticuatro
horas, cincuenta kilogramos de oro, bajo
pena de deportación inmediata para todos
los varones de la población judía de Roma”.
El rabino Zolli precisa que se trataba, en
efecto, de trescientos hombres de rehenes,
siendo su nombre el primero de la lista.
Al día siguiente le comunican a Zolli que la
comunidad sólo alcanzó a reunir treinta y
cinco kilogramos de oro; le dijeron, enton-
ces, que fuera al Vaticano a pedir prestados
los quince kilogramos que faltaban. A Zolli
le hacen pasar por una puerta secundaria de
la Ciudad del Vaticano, porque todas las
demás salidas estaban controladas por la
Gestapo. Le acompaña un amigo no judío,
el Dr. Fiorentino. Zolli ingresa como “inge-
niero” con pretexto de examinar algunos
muros en construcción. Él siguió el juego y
dio su aprobación a los planos técnicos que
le fueron mostrados. Después, se presentó
en la oficina del Secretario de Estado y del
Tesoro diciendo: “¡El nuevo testamento no
puede abandonar al Antiguo! ¡Por caridad,
ayúdennos! ¡En cuanto al rembolso de la
suma, me ofrezco personalmente como ga-
rantía y, dado que soy pobre, los judíos del
mundo entero contribuirán a saldar la deu-
da!”.
Fue recibido primero por el Comendador
Nogara, administrador delegado de la Santa
Sede; los prelados estaban conmovidos.
Uno de ellos, el Cardenal Maglione, fue a
ver al Santo Padre y volvió poco después
diciéndole a Zolli que se presentara hoy
mismo antes de la una de la tarde. “Las ofi-
cinas estarán desiertas, pero dos o tres em-
pleados le esperarán para entregarle el pa-
quete. […] No habrá dificultades”. Pero por
la tarde, Zolli volvió para informar al Papa
de que la cantidad de oro ya había sido re-
cogida, gracias también a la contribución de
numerosas organizaciones católicas y de los
párrocos.
Himmler increpó duramente a Kappler por-
que el objetivo era eliminar a los judíos y
no juntar oro. Furioso, envió a Roma a
Theodor Dannecker, un especialista en re-
dadas contra judíos. Advertido por el emba-
jador alemán ante la Santa Sede, el Papa
Pio XII ordenó inmediatamente al clero
romano que abrieran las iglesias para dar
refugio a los judíos. El Santo Padre mandó
una carta que debía ser consignada perso-
nalmente a los obispos, en la cual disponía
suspender la clausura en vigor en el interior
de las casas religiosas para que pudieran
convertirse en refugio para los judíos. El
Su mujer, Emma Zolli, bautizada el mismo
día, añadió a su nombre el de María, y su
hija Myriam siguió el camino de sus padres
tras un año de reflexión. A la mañana si-
guiente, el padre Dezza, rector de la Uni-
versidad Gregoriana, dio a los cónyuges su
primera comunión. Unos días más tarde,
también juntos, recibieron el sacramento de
la confirmación de manos de monseñor Fo-
gar, obispo de Trieste durante la época en la
que Zolli había sido Gran Rabino de la ciu-
dad.
EL TESTIMONIO
Zolli, ya cristiano, se obstina en vivir pobre:
Escribe: “Ningún motivo de interés me ha
llevado a hacer esto; cuando mi mujer y yo
hemos abrazado la iglesia, hemos perdido
todo lo que teníamos en el mundo. Ahora
tenemos que buscarnos un trabajo. Dios
nos ayudará”. Un amigo de aquellos años
atestigua la extrema pobreza en la que vive:
“Cuando íbamos a verlo, siempre, según la
costumbre italiana, nos ofrecía un café; yo
aceptaba, sabiendo que si rechazaba le iba a
parecer mal, pero, por otra parte, sabía que
no tenía más medios para mostrarse acoge-
dor”.
Algunos protestantes se pusieron en contac-
to con el neobautizado, ofreciéndole consi-
derables sumas de dinero si, con su estudio
de la Sagrada Escritura, conseguía encon-
trar una justificación que sostuviera su tesis
contra el primado de Pedro en Roma. Zolli
no sólo rechazó la propuesta, sino que pen-
só escribir una obra para demostrar preci-
samente lo contrario. El texto La confesión
y el drama de Pedro quedó incompleto con
su muerte.
Cada mañana, en la capilla de la Gregoria-
na, Eugenio Zolli asiste a la misa del padre
Dezza y después se queda largo rato en ora-
ción. Confía al jesuita: “Me encuentro tan
bien en la capilla que me gustaría no salir
nunca” En su habitación lee la Biblia en
hebreo y en griego y reza continuamente.
La síntesis de los dos Testamentos ilumina
su vida “porque el mismo rayo de luz se
libera de la robusta palabra de Amós, se
enriquece con la palabra de Isaías, para
desembocar por fin en la gran luz del
Evangelio”.
Cuando le preguntan por qué había renun-
ciado a la Sinagoga para entrar en la Iglesia
contestaba: “Yo no he renunciado a nada.
El cristianismo es el cumplimiento de la
Sinagoga. La Sinagoga era una promesa y
el cristianismo es el cumplimiento de esa
promesa. La Sinagoga señalaba al cristia-
nismo; el cristianismo presupone la Sina-
goga. Vean, por tanto, cómo la una no pue-
de existir sin el otro. En realidad yo me he
convertido al cristianismo viviente”.
En 1946 había publicado Christus. En un
capítulo titulado El Nazareno, escribe con
una significativa expresión: Sufficit tibi gra-
tia mea –Te basta mi gracia–, indicando así
su estado de ánimo de viajero llegado a su
La relación con su madre era tierna y él re-
cuerda con frecuencia los cuidados amoro-
sos que ella le brindaba. De ella, Zolli es-
cribiría en su obra “Antes del Alba”, “Mi
madrecita sabía que a su pequeño le gusta-
ba el dulce, pero tú, mamá querida, no su-
piste que habías sido para mí –te lo digo
hoy, mientras los ojos se me llenan de lá-
grimas que queman– hoy como entonces,
más dulce que todo el azúcar del mundo.”
De su padre recuerda, “era de una rectitud
extraña, y por ello, seguramente, poco há-
bil para el comercio. Después de cerrar la
fábrica de seda, la miseria crecía día tras
día.” De su padre aprendió a orar, escribiría
más tarde.
De joven, Israel se matriculó en un curso de
estudios religiosos para poder convertirse
en profesor de religión. Su alma se sumerge
en pensamientos cada vez más sublimes.
“[…] No solo toda la vida, sino todo lo que
existe, lo siento como una gran unidad rota,
fragmentos que sufren porque se han
desatado de la Unidad. Cada uno de noso-
tros es uno, uno solo, abandonado, huér-
fano … y estos huérfanos a veces, y también
con frecuencia, intentan aproximarse los
unos a los otros para escapar de la sensa-
ción de abandono y de extravío [...] En la
naturaleza hay un llanto y un canto, y el
canto está marcado por lágrimas de oro,
chispas de alegría. Hay tanta nostalgia
afligida en el canto y tanta consolación se-
rena en el llanto […] Y en el canto y en el
llanto del alma está la nostalgia de la Uni-
dad rota, de esa Unidad a la que yo no sé
dar otro nombre que … Dios.”
En las poquísimas ocasiones en las que dis-
ponía de dos o tres horas libres, se llevaba
el pequeño Evangelio y corría fuera de la
ciudad. “En medio del verde, solo, solito,
leía el Evangelio y experimentaba un pla-
cer infinito.” Meditaba sobre las Bienaven-
turanzas y las comparaba enseguida con la
cotidiana lectura de los salmos. Prosigue su
camino hacia Dios a través de la Torah, pe-
ro no puede impedir comparar la mentali-
dad del Nuevo y el Antiguo Testamento.
Leyendo el Evangelio descubre un contraste
enorme. Afirma en sus recuerdos: “Todo
esto me descolocaba. El Nuevo Testamento
es, en efecto, ¡un testamento nuevo!”
A sus veintitrés años fallece su madre, a la
que tanto amaba. En sus memorias le dedi-
ca a este episodio un solo párrafo que no
llena tan siquiera una página. Sin embargo,
describe en él, los últimos minutos de esa
conmovedora despedida con encendido sen-
timiento. “[…] Y se apagó como una llama
pura en el altar puro de un amor puro. Y yo
sentí entrar en mi alma, más fuerte que el
dolor, una esperanza, una solemnidad reli-
giosa. Preciosa es, a los ojos de Yahvé, la
muerte de sus santos [Sal 116, 15] y, como
muestra de un deseo íntimo e irresistible,
encendí muchas velas. Quise ofrecer a mi
madrecita un homenaje de luces, una coro-
na de llamas. Luego me acerqué a su cama
y le besé en la frente todavía ligeramente
tibia, y mi corazón cantaba, sumisa y místi-
camente, una gran enseñanza. Bienaventu-
rados los puros de corazón porque ellos
verán a Dios.”