El derecho antiguo
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“El derecho antiguo” Primera edición
cibernética
Henry Maine
Junio de 2004
Captura y diseño, Chantal López y Omar
Cortés
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Presentación: Chantal López y Omar Cortés.
Introducción: J. H. Morgan.
Prefacio de Henry Maine.
Capítulo I Los códigos antiguos.
Capítulo II Ficciones legales.
Capítulo III Derecho natural y equidad.
Capítulo IV La historia moderna del derecho natural.
Capítulo V La sociedad primitiva y el derecho antiguo.
Capítulo VI La historia temprana de la sucesión testamentaria.
Capítulo VII Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones.
Capítulo VIII La historia temprana de la propiedad.
Capítulo IX La historia temprana del contrato.
Capítulo X La historia temprana del delito y el crimen.
3
PRESENTACIÓN
La obra que aquí presentamos, El derecho antiguo, tiene como atractivo el haber
sido ideada con un preciso objetivo de difusión popular ya que es una
investigación elaborada no para eruditos sobre temas jurídicos sino más bien
para personas interesadas en el tema, logrando que su lectura sea muy ágil.
Ahora bien, por supuesto que el intentar la vulgarización de este tipo de temas
constituye un reto nada fácil de alcanzar al cien por ciento, sin embargo, este
publicista británico lo logra.
Sólo haremos una única observación, más no crítica: cuando Maine aborda el
conjunto de instituciones que dieron solidez y coherencia al derecho romano,
omite advertir al lector que está abordando un periodo histórico que se extendió
por más de mil años, hecho que, sobre todo tratándose de lectores no
necesariamente familiarizados con el desarrollo del derecho romano antiguo,
puede generar confusiones, creando lógicos y entendibles vacíos de
comprensión.
Además, y es sumamente importante tenerlo en cuenta, el ensayo de Maine no
ha de verse como algo acabado, sino más bien como una introducción que invita
al lector interesado a profundizar, por cuenta propia, se entiende, en el o los
temas que más le hayan llamado la atención.
Concebido así, este ensayo adquiere una dimensión sumamente atrayente
porque el cúmulo de información e hipótesis que el autor desarrolla, ofrece un
impresionante número de opciones y caminos que el interesado podrá andar o
desandar por sí mismo.
Para terminar diremos que la captura y el diseño de esta edición virtual nos llevó
un tiempo considerable, pero nos sentimos plenamente satisfechos de haberla
realizado puesto que, y nuevamente lo constatamos en la práctica, son muchas
las cosas que pueden hacerse ajustándose a una disciplina porque, como bien lo
señala un dicho popular, más vale paso que dure que trote que canse.
Chantal López y Omar Cortés
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PREFACIO
El objeto principal de las páginas siguientes es indicar algunas de las ideas
primitivas de la humanidad, tal como se reflejan en el Derecho Antiguo, y
señalar la relación de esas ideas con el pensamiento moderno. Buena
parte de la investigación no hubiera podido ser llevada adelante, en la
esperanza de obtener resultados útiles, si no hubiera existido un cuerpo
legal, como el de los romanos, que guardaba en sus partes más tempranas
las huellas de la más remota antigüedad y proporcionaba, mediante sus
reglas posteriores, el elemento principal de las instituciones civiles por las
que, todavía hoy, es controlada la sociedad. La necesidad de tomar el
Derecho Romano como un sistema típico ha obligado al autor a sacar de
él lo que puede parecer un número desproporcionado de ejemplos; sin
embargo, no ha sido su intención el escribir un tratado de jurisprudencia
romana, y ha tratado de evitar, en la medida de lo posible, toda discusión
que pudiese dar tal apariencia a su trabajo. El espacio otorgado en los
capítulos cuarto y quinto a ciertas teorías filosóficas de los jurisconsultos
romanos ha sido adecuado por dos razones. En primer lugar, tales teorías,
en opinión del autor, parecen haber tenido una influencia más amplia y
permanente sobre el pensamiento y la acción del mundo de la que se
supone. Segundo, se supone que son la fuente última de la mayoría de los
puntos de vista que han prevalecido, hasta fecha reciente, sobre asuntos
tratados en este volumen. Era imposible para el autor ir lejos en su labor sin
dejar clara su opinión acerca del origen, significado y valor de aquellas
especulaciones.
Londres, enero de 1881.
HENRY MAINE
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CAPÍTULO I
Los códigos antiguos
El más célebre sistema de jurisprudencia conocido en el mundo se inicia y
termina en un código. Desde el principio hasta el final de su historia, los
expositores del Derecho Romano emplearon consistentemente un lenguaje que
implicaba que el cuerpo de su sistema descansaba en las Doce Tablas
Decenvirales y, por tanto, sobre la base de un derecho escrito. Excepto en algún
detalle, ninguna institución anterior a las Doce Tablas era reconocida en Roma. La
descendencia teórica de la jurisprudencia romana de un código, y la atribución
teórica del Derecho Inglés a una tradición oral inmemorial, fueron las principales
razones por las que el desarrollo del primer sistema difirió del desarrollo del
nuestro. Ninguna de las dos teorías se corresponde exactamente con los hechos
pero cada una produjo consecuencias de suma importancia.
Huelga decir que la publicación de las Doce Tablas no marca la etapa más
temprana en la que podría iniciarse la historia del derecho. El antiguo código
romano pertenece a un tipo de trabajo legal que casi toda nación civilizada ha
creado. Su difusión en los mundos helénico y romano fue muy amplia y en
épocas no muy distantes entre sí. Los códigos hicieron su aparición en
circunstancias muy similares y surgieron, que nosotros sepamos, por causas muy
semejantes. Sin duda, muchos fenómenos jurídicos se esconden tras esos códigos
y los precedieron en el tiempo. Existen no pocos datos documentales que
pretenden darnos información sobre los antiguos fenómenos del derecho; pero,
hasta que la filología no haya efectuado un análisis de la literatura sánscrita,
nuestras mejores fuentes de conocimiento son los poemas homéricos, tomados,
claro está, no como una historia de acontecimientos reales sino como una
descripción, no totalmente idealizada, de un estado de la sociedad conocido por
el escritor. Por mucho que la fantasía del poeta pueda haber exagerado ciertos
rasgos de la sociedad heroica, la proeza de los guerreros y el poder de los dioses,
no hay razón para creer que haya alterado las concepciones morales o
metafísicas que todavía no eran objeto de observación consciente; y, en ese
sentido, la literatura homérica es bastante más fidedigna que otros documentos
relativamente más tardíos, pero que fueron recopilados bajo influencias filosóficas
o teológicas. Si por algún procedimiento podemos llegar a determinar las
primeras formas de las concepciones jurídicas, éstas nos serán inapreciables. Esas
ideas rudimentarias son para el jurista lo que las capas primarias de la corteza
terrestre son para el geólogo. Contienen, en potencia, todas las formas que el
derecho ha adquirido posteriormente. La condición insatisfactoria en que se
encuentra en la actualidad la ciencia de la jurisprudencia se debe a la prisa, el
prejuicio y la superficialidad con que se ha emprendido el análisis de esas formas
primitivas. Los estudios del jurista se realizan, de hecho, en una forma semejante
al estudio de la física y la fisiología antes de que la observación hubiera sustituido
a la suposición. Teorías, plausibles y comprensivas, pero absolutamente no
comprobadas, tales como el Derecho Natural o el Pacto Social, gozan de una
preferencia universal por encima de la investigación sobria acerca de la historia
primitiva de la sociedad y del derecho y oscurecen la verdad no sólo desviando
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la atención del único lugar donde puede hallarse sino también por medio de esa
tan real e importante influencia que, una vez abrigada y creída, puede ejercer
sobre las etapas posteriores de la jurisprudencia.
Las primeras nociones relacionadas con la concepción, ya tan ampliamente
desarrollada, de un derecho o regla de vida, son las que se encuentran en las
palabras homéricas Temis o Temistes. Como es bien sabido, Temis aparece en el
panteón griego tardío como la diosa de la Justicia; para entonces ésta ya es una
idea moderna y bastante elaborada. En la Ilíada, sin embargo, Temis es descrita,
en un sentido muy diferente, como la consejera de Zeus. Todos los observadores
fidedignos de la condición primitiva de la humanidad tienen muy claro que, en la
infancia de la raza, el hombre solamente se explicaba la acción sostenida o
periódicamente recurrente asumiendo la existencia de un agente personal. Así, el
viento que sopla era una persona y, naturalmente, una persona divina; el sol
naciente, el cenit, y el sol poniente era una persona y, claro está, divina; la tierra
que daba cosechas era igualmente una persona con atributos de dios. Lo que
sucedía en el mundo físico, sucedía en el moral. Cuando un rey saldaba una
disputa por medio de una sentencia, se asumía que el juicio era resultado de la
inspiración divina. El agente divino que sugería las sentencias judiciales a reyes o
a dioses era Temis. La peculiaridad de la concepción es resaltada por el uso del
plural. Temistes o Temises, el plural de Temis, son las sentencias mismas,
ordenadas divinamente al juez. Se habla de los reyes como si tuvieran un
almacén de Temises a la mano para su utilización; pero debe entenderse
claramente que no son leyes, sino sentencias. Zeus, o el rey humano en la tierra,
dice Grote en su Historia de Grecia, no es un legislador, sino un juez. El posee
Temises, pero, consecuentemente con la creencia de su emanación de arriba, no
debe suponerse que éstas se relacionen con ciertos principios; son sentencias
separadas y aisladas.
Podemos observar que estas ideas, incluso en los poemas homéricos, son
transitorias. La paridad de circunstancias, probablemente, era más común en el
sencillo mecanismo de la sociedad antigua que lo es ahora y, a medida que
sucedían casos similares, es probable que las sentencias siguieran el ejemplo y se
parecieran unas a otras. En este punto, nos hallamos frente al germen o rudimento
de una costumbre, concepción posterior a la de Temistes o sentencias. Por muy
inclinados que nos hallemos, a causa de nuestras asociaciones modernas, a
formular a priori que la noción de una costumbre debe preceder a la de una
sentencia judicial, y que un juicio debe reafirmar una costumbre o castigar su
infracción, parece seguro que el orden histórico de las ideas es el que acabo de
señalar. La palabra homérica para una costumbre -todavía en embrión- es a
veces Temis en singular, más a menudo Dike, cuyo significado fluctúa entre un
juicio, y una costumbre o uso. (Palabra en griego que nos resulta imposible
transcribir.Nd.E.), una ley, término tan magno y famoso en el vocabulario político
de Ia posterior sociedad griega, no se encuentra en Homero.
La noción de una agencia divina, implícita en las Temistes y personificada en
Temis, debe mantenerse aparte de otras creencias primitivas con las que un
investigador superficial podría confundirlas. La concepción de la deidad que
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dicta un código completo o cuerpo legal, como en el caso de las leyes hindúes
de Menu, al parecer pertenecen a una gama de ideas más reciente y avanzada.
Temis y Temistes están más cercanas a una creencia que persistió mucho tiempo
y con gran tenacidad en la mente humana: la creencia en una influencia divina
subyacente y sustentante de todas las relaciones humanas y de toda institución
social. En el derecho antiguo, y entre los rudimentos del pensamientos político,
encontramos síntomas de esta creencia por todas partes. Se supone que una
presidencia sobrenatural consagra y aglutina todas las instituciones cardinales de
aquellos tiempos: el Estado, la raza y la familia. Los hombres, agrupados en las
diferentes relaciones que esas instituciones implican, están moralmente obligados
a celebrar de manera periódica ritos colectivos y a ofrecer sacrificios comunes.
De vez en cuando, el mismo deber es todavía más significativamente reconocido
en las purificaciones y expiaciones que realizan y que parecen estar dirigidas a
imponer un castigo por un desacato involuntario o negligente. Todo aquel que
esté familiarizado con la literatura clásica normal recordará la sacra gentilicia,
que ejerció una influencia tan importante sobre el primitivo derecho romano de
adopciones y testamentos. Y, hasta la actualidad, el Derecho Consuetudinario
hindú, en el que se encuentran estereotipados algunos de los rasgos más curiosos
de la sociedad primitiva, hace depender casi todo el derecho de gentes y todas
las reglas de sucesión de la debida solemnización de determinadas ceremonias
en el funeral del difunto, esto es, cada vez que ocurre una escisión en la
continuidad de la familia.
Antes de abandonar esta etapa de la jurisprudencia, puede ser útil el hacer una
advertencia al estudiante inglés. Bentham, en su Fragment on Government, y
Austin, en su Province of Jurisprudence Determined, reducen todo derecho a una
orden del legislador, a una obligación, impuesta, por tanto, al ciudadano, y a una
sanción amenazante en caso de desobediencia; y se afirma además de la orden,
que es el primer elemento en una ley, que debe prescribir no un acto único sino
una serie o varios actos del mismo tipo. Los resultados de esta separación de los
ingredientes concuerdan exactamente con los hechos de la jurisprudencia
madura; y, si forzamos un poco el lenguaje, se pueden hacer corresponder con
toda ley, de todas clases, de todas las épocas. No se mantiene, sin embargo, que
la noción de derecho defendida por la mayoría esté, incluso ahora, en
conformidad con este análisis; y es curioso que, cuanto más penetramos en la
historia primitiva del pensamiento, más lejos nos hallamos de una concepción del
derecho que, de algún modo, se asemeje a la mezcla de elementos que
Bentham determinó. Cierto que, en la infancia de la humanidad, nadie concibió o
imaginó algún tipo de legislatura, ni siquiera un autor claro de derecho. El
derecho apenas había alcanzado la condición de costumbre; era más bien un
hábito. Estaba, para usar una frase francesa, en el aire, La única declaración
autorizada sobre el bien y el mal era una sentencia judicial después de los
hechos, no una que presupusiera una ley que había sido violada, sino una que
era enunciada por primera vez por un poder superior en la mente del juez en el
momento de la adjudicación de la sentencia. Naturalmente es muy difícil para
nosotros comprender un punto de vista tan alejado del nuestro en el tiempo y en
la asociación, pero se hará más creíble cuando tratemos en mayor profundidad
la constitución de la sociedad antigua, en la que cada hombre, viviendo la mayor
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parte de su vida bajo el despotismo patriarcal, se hallaba prácticamente
controlado en todas sus acciones por un régimen, no legal sino producto del
capricho. Permítaseme añadir que un inglés debería estar mejor preparado que
un extranjero para valuar el hecho histórico de que las Temistes precedieron
cualquier concepción legal porque, entre las muchas teorías inconsistentes que
prevalecen sobre el carácter de la jurisprudencia inglesa, la más popular, o, en
todo caso, la que más afecta la práctica, es una teoría que asume que casos
decididos y precedentes existen antes que reglas, principios y distinciones. Debe
tenerse en cuenta que las Temistes tienen asimismo la característica que, en
opinión de Bentham y Austin, distingue las meras órdenes de las leyes. Una
verdadera ley abarca a todos los ciudadanos, independientemente del número
de acciones similares, y éste es exactamente el rasgo del derecho que se ha
grabado más profundamente en la mente popular, haciendo que el término ley
se aplique a meras uniformidades, sucesiones y semejanzas. Una orden prohíbe
solamente un único acto; y es por eso que las órdenes están más cercanas a las
Temistes que las leyes. Son simplemente adjudicaciones sobre estados de hecho
aislados, y no se sigue necesariamente en una secuencia ordenada.
La literatura de la edad heroica nos revela el derecho en germen tras las Temistes,
y un poco más desarrollado en la concepción de Dike. El estadio siguiente en la
historia de la jurisprudencia está profundamente marcado y rodeado de enorme
interés. Grote, en la segunda parte, capitulo segundo, de su Historia, ha descrito
con gran amplitud el modo como la sociedad se revistió gradualmente de un
carácter diferente al descrito por Homero. El parentesco heroico dependía, en
parte, de una prerrogativa otorgada divinamente, y, en parte, de la posesión de
fuerza, valentía y sabiduría eminentísimas. Poco a poco, a medida que se debilitó
la creencia en el carácter sagrado del monarca, y aparecieron individuos débiles
en la serie de reyes hereditarios, el poder real decayó y, finalmente, dejó paso al
dominio de las aristocracias. Si lenguaje tan preciso puede ser usado para
referirse a una revolución, podemos afirmar que el oficio del rey fue usurpado por
el consejo de jefes al que Homero alude y describe repetidamente. En cualquier
caso, de una época de gobierno real se llega en toda Europa a una era de
oligarquías; y aun cuando el nombre de las funciones monárquicas no
desaparece del todo, la autoridad del rey se reduce a una mera sombra. Se
vuelve un simple general hereditario, como Lacedemón; un mero funcionario,
como el rey Arconte de Atenas o un simple hierofante aparente; como el Rex
Sacrificulus en Roma. En Grecia, Italia y Asia Menor, las clases dominantes
parecen haber consistido universalmente en un cierto número de familias unidas
por una supuesta relación consanguínea, y, aunque todas parecen haber
reclamado un carácter cuasi-sagrado, su fuerza al parecer no se asentaba en su
pretendida santidad. A menos que fueran derrocados prematuramente por el
partido popular, todos se acercaron mucho, al fin, a lo que hoy en día
conoceríamos como aristocracia política. Los cambios que sufrió la sociedad en
las comunidades más lejanas de Asia ocurrieron en periodos muy anteriores a
estas revoluciones del mundo italiano y helénico; sin embargo, su lugar relativo en
la civilización parece haber sido el mismo y parecen haber tenido un carácter
extremadamente similar. Hay ciertas pruebas de que tanto las razas que fueron
unidas posteriormente bajo la monarquia persa, como las que poblaron la
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peninsula indostana, tuvieron su edad heroica y su era de las aristocracias, a
pesar de que allí parece haberse desarrollado una oligarquía militar y otra
religiosa por separado, y la autoridad del rey en general nunca fue reemplazada.
A diferencia, también, del curso de los acontecimientos en Occidente, el
elemento religioso tendía a llevar ventaja al militar y al político. Las aristocracias
militares y civiles desaparecieron, aniquiladas o aplastadas hasta la
insignificancia entre los reyes y el orden sacerdotal. El resultado último al que se
llegó fue un monarca que gozaba de enorme poder, pero circunscrito por los
privilegios de una casta sacerdotal. Teniendo en cuenta esas diferencias -en
Oriente las aristocracias devinieron religiosas y en Occidente civiles o políticas-
podemos considerar verdadera (si no aplicable a toda la humanidad, sí a todas
las ramas de la familia indoeuropea) la proposición de que una era histórica de
aristocracias sucedió a una era histórica de reyes heroicos.
El punto importante para el jurista es que estas aristocracias eran universalmente
las depositarias y administradoras de la ley. Estas aristocracias suplantaron las
prerrogativas del rey, con la importante diferencia, no obstante, de que -al
parecer- no alegaban una inspiración divina para cada sentencia. La relación de
ideas que hacía que los juicios del jefe patriarcal fueran atribuidos a una orden
sobrehumana todavía aparecía aquí y allá en la pretensión del origen divino de
un cuerpo entero o parcial de leyes; pero el progreso del pensamiento ya no
permitía que la solución de disputas particulares fuera explicada en términos de
una interposición extra-humana. Ahora la oligarquía jurIsta reclamaba el
monopolio del conocimiento de las leyes, la posesión exclusiva de los principios
que saldaban disputas. Hemos llegado, de hecho, a la época del Derecho
Consuetudinario. Las costumbres u observancias existían ahora como una
totalidad explícita y se suponía que el orden aristocrático o casta superior las
conocía. Nuestras autoridades no nos dejan lugar a dudas de que la oligarquía, a
veces, abusó de la confianza depositada en ella; pero aun así las costumbres no
deben considerarse como mera usurpación o instrumento de tiranía. Antes de la
invención de la escritura y durante la infancia del arte, la aristocracia, investida
con privilegios judiciales, constituía la única instancia que podía conservar, en
cierto modo, las costumbres de la raza o tribu. La autenticidad del patrimonio
jurídico, en lo que era posible, estaba asegurada gracias al recuerdo de una
porción limitada de la comunidad.
La época del Derecho Consuetudinario y de su custodia por un orden o estrato
privilegiado es notable. Su concepción de la jurisprudencia ha dejado huellas
que todavía pueden detectarse en la fraseología !egal y popular. La ley,
conocida exclusivamente por una minoría provilegiada, ya sea una casta, una
aristocracia, una trIbu sacerdotal, o un colegio sacerdotal, es un verdadero
derecho consuetudinario. A excepción de éste, no existe en el mundo un derecho
no escrito. Se habla a veces del Derecho Inglés como un derecho no escrito, y
existen algunos teóricos ingleses que aseguran que si se preparase un código de
jurisprudencia inglesa, se estaría convirtiendo un derecho no escrito en un
derecho escrito -conversión que, insisten ellos, si no implica una política dudosa,
sí al menos es de una enorme seriedad-. Ahora bien, es muy cierto que hubo un
periodo durante el cual el derecho consuetudinario inglés podía razonablemente
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haberse denominado no escrito. Los jueces ingleses de más edad conocían
realmente reglas, principios y distinciones que no eran reveladas en su totalidad a
la abogacía y al público profano. Es muy cuestionable el que todas las leyes que
decían monopolizar fueran realmente no escritas; pero, en cualquier caso, si
asumimos que existió una gran cantidad de reglas conocidas exclusivamente por
los jueces, éstas tarde o temprano dejaron de ser derecho no escrito. Tan pronto
como los tribunales de Westminster Hall comenzaron a basar sus juicios sobre
casos registrados, ya fuera en los anuarios o en otra parte, la ley que
administraban devino derecho escrito. En la actualidad, una regla del derecho
inglés tiene que ser primero desenmarañada de los datos registrados de
precedentes sentenciados impresos, luego puesta en palabras que varían según
el gusto, precisión y conocimiento del juez en particular, y, finalmente, aplicada a
las circunstancias del caso para adjudicación. Pero en ningún momento de este
proceso tiene característica alguna que la distinga del derecho escrito. Es
derecho casuístico escrito y sólo diferente del derecho de código porque está
redactado de manera distinta.
Del periodo de Derecho Consuetudinario pasamos a otra época claramente
definida de la historia de la jurisprudencia. Llegamos a la era de los códigos:
aquellos códigos antiguos cuya muestra más famosa son las Doce Tablas de
Roma. En Grecia, en Italia, en el litoral helenizado de Asia Occidental, estos
códigos hicieron en todas partes su aparición en periodos semejantes; quiero
decir, no en periodos simultáneos en el tiempo, sino similares desde el punto de
vista del progreso relativo de cada comunidad. Por todas partes, en los países
que he mencionado, las leyes talladas en planchas y dadas a conocer al pueblo
sustituyen las usanzas depositadas en el recuerdo de una oligarquía privilegiada.
No debe suponerse ni por un momento que las refinadas consideraciones que se
alegan ahora en favor de lo que se denomina codificación tuvieron algo que ver
con el cambio descrito. Los antiguos códigos, sin duda, fueron originalmente
sugeridos por el descubrimiento y difusión del arte de la escritura. Cierto que las
aristocracias parecen haber abusado de su monopolio del conocimiento legal; y,
en cualquier caso, su exclusiva posesión de la ley era un impedimento formidable
para el éxito de los movimientos populares que comenzaron a ser universales en
el mundo occidental. Sin embargo, aunque el sentimiento democrático puede
haberse añadido a su popularidad, los códigos ciertamente eran, sobre todo,
resultado directo de la invención de la escritura. Las tablas inscritas se
consideraron mejores depositarias de la ley que la memoria de un cierto número
de personas, por muy fortalecida que estuviera por el ejercicio habitual.
El código romano pertenece al tipo de códigos que acabo de describir. Su valor
no consistía en su acercamiento a clasificaciones simétricas, o a la concisión y
claridad de expresión, sino en su publicidad y en el conocimiento que
proporcionaban a cada uno sobre lo que debía hacer y no hacer. Es realmente
cierto que las Doce Tablas de Roma muestran algunos indicios de un orden
sistemático, pero esto es tal vez explicable porque los que elaboraron ese cuerpo
legal tuvieron ayuda de los griegos, quienes habían tenido experiencia en el arte
de legislar. Los fragmentos del Código Atico de Solón muestran, no obstante, que
tenían muy poco orden y probablemente las leyes de Dracón tenían todavía
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menos. Quedan bastantes restos de estas colecciones, en Oriente y Occidente,
que prueban cómo mezclaban ordenanzas religiosas, civiles, y simplemente
morales, sin miramientos por las diferencias en su carácter esencial; y esto es
consistente con todo lo que -de otras fuentes- sabemos del pensamiento antiguo:
la separación de ley y moralidad, y de religión y ley, pertenecen claramente a
etapas posteriores del progreso mental.
Sin embargo, cualesquiera que sean las particularidades de estos códigos para
una mente moderna, su importancia para las sociedades antiguas es indecible.
La cuestión -y era algo que afectaba todo el futuro de cada comunidad- no era
tanto si debería haber un código, pues la mayoría de las sociedades antiguas
parecen haberlos conseguido más pronto o más tarde, y, si no hubiera sido por la
gran interrupción en la historia de la Jurisprudencia creada por el feudalismo, es
probable que todo el derecho moderno pudiera ser atribuible a una o más de
estas fuentes. Más bien, el punto sobre el que giraba la historia de la raza puede
expresarse en la siguiente pregunta: ¿en qué periodo, en qué etapa de su
progreso social, deberían poner sus leyes por escrito? En el mundo occidental el
elemento plebeyo o popular de cada estado asaltó con éxito el monopolio
oligárquico, y se consiguió un código, casi en todas partes, muy pronto en la
historia de la nación. Pero en Oriente, como ya he señalado, las aristocracias
gobernantes tendían a hacerse religiosas más que militares o politicas y, por
tanto, ganaron más que perdieron poder. En algunos casos, la conformación física
de los países asiáticos tuvo el efecto de hacer las comunidades individuales más
grandes y numerosas que en Occidente, y es una ley social conocida aquello de
que cuanto más grande el espacio sobre el que se difunde un conjunto particular
de instituciones, mayor su tenacidad y vitalidad. Cualquiera que haya sido la
causa, el hecho es que los códigos de las sociedades orientales son más tardíos
que los occidentales y adoptaron un carácter muy diferente. Las oligarquías
religiosas de Asia, ya fuera para su propio gobierno, para el alivio de su memoria,
o para la enseñanza de sus discípulos, parece que, en todos los casos,
incorporaron finalmente su conocimiento legal en un código. Sin embargo, la
oportunidad de aumentar y consolidar su influencia fue probablemente
demasiado tentadora para resistir. Su monopolio completo del conocimiento legal
parece haberles permitido desechar las compilaciones mundiales, no tanto las
reglas observadas de hecho cuanto las reglas que el orden sacerdotal
consideraba que debían observarse. El código hindú, llamado Leyes de Menu,
que ciertamente es una recopilación bracmánica, sin duda consagra muchas
observancias genuinas de la raza hindú, pero los mejores orientalistas
contemporáneos opinan que, en conjunto, no representan una serie de reglas
que de hecho hayan sido administradas en lndostán. Es, en gran parte, un retrato
ideal de lo que, desde el punto de vista de los bracmines, debería ser la ley. Es
consistente con la naturaleza humana y con los motivos especiales de sus autores
pretender que un código como el de Menu pertenezca a la más remota
antigüedad y sostener, al mismo tiempo, que emanó en su totalidad de la Deidad.
Menu, según la mitología hindú, es una emanación del Dios supremo; sin
embargo, la recopilación que lleva su nombre, aunque su fecha exacta no es
fácil de precisar, es de producción reciente en términos del progreso relativo de
la jurisprudencia hindú.
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Entre las ventajas principales que las Doce Tablas y códigos similares confirieron a
las sociedades que los tuvieron, estaba la protección que otorgaban contra los
fraudes de la oligarquía privilegiada y también contra la depravación y
envilecimiento espontáneos de las instituciones nacionales. El Código Romano
era simplemente un manifiesto en palabras de las costumbres existentes entre el
pueblo romano. Con relación al progreso de los romanos en civilización, era un
código notablemente anticipado a su tiempo y fue publicado en una época en
que la sociedad romana apenas había salido de esa condición intelectual en que
la obligación civil y el deber religioso se confunden inevitablemente. Ahora bien,
una sociedad bárbara que practica un conjunto de costumbres, está expuesta a
algunos peligros especiales que pueden resultar absolutamente fatales para su
progreso civilizador. Las usanzas que una comunidad particular ha adoptado en
su infancia y en su situación primitiva son generalmente aquellas más adecuadas
para desarrollar su bienestar físico y moral, y, si se retienen en su integridad hasta
que nuevas necesidades sociales han enseñado nuevas prácticas, la marcha
ascendente de la sociedad, está casi asegurada. Pero desgraciadamente hay
una ley del desarrollo que siempre amenaza con producir efectos sobre la usanza
no escrita. Las costumbres son naturalmente obedecidas por multitudes que son
incapaces de entender el verdadero fundamento de su utilidad y que, por tanto,
inventan inexorablemente razones supersticiosas para su permanencia. Comienza
entonces un proceso que puede ser brevemente descrito diciendo que el uso que
es razonable genera usos que son irrazonables. La analogía, el más valioso de los
instrumentos en la madurez de la jurisprudencia, es la más peligrosa de las
trampas en su infancia. Prohibiciones y ordenanzas, limitadas originalmente por
buenas razones a una sencilla descripción de los hechos, se aplican a todos los
hechos de la misma clase, porque un hombre amenazado con la ira de los dioses
por hacer una cosa, siente un terror natural de hacer cualquier otra que
remotamente se le parezca. Después que una clase de comida ha sido prohibida
por razones sanitarias, la prohibición se extiende a toda comida que se le
parezca, aunque el parecido, ocasionalmente, depende de analogías totalmente
fantásticas. Así, una medida prudente para asegurar la limpieza general dicta con
el tiempo largas rutinas de ablución ceremonial, y la división en clases que, en
una crisis particular de la historia social, es necesaria para el mantenimiento de la
existencia nacional degenera en la más desastrosa y esterilizante de las
instituciones humanas: el sistema de castas. El destino de la ley hindú es, de
hecho, la medida del valor del código romano. La etnología nos muestra que los
romanos y los hindúes provenían del mismo tronco original, y hay un notable
parecido entre las que al parecer fueron sus costumbres originales. Aún hoy en
día, la jurisprudencia hindú conserva un sustrato de presciencia y juicio sereno,
pero la imitación irracional le ha injertado un inmenso aparato de crueldades
absurdas. El código protegió a los romanos de estas aberraciones. Fue recopilado
cuando el uso estaba todavía sano; cien años más tarde pudiera haber sido
demasiado tarde. El derecho hindú ha estado en gran parte sintetizado por
escrito, pero, en cierto modo, aunque los compendios que todavía existen en
sánscrito son antiguos, contienen pruebas suficientes de que fueron redactados
ya que el daño había sido hecho. Naturalmente que no estamos autorizados a
afirmar que si las Doce Tablas no hubieran sido publicadas los romanos habrían
estado condenados a una civilización tan débil y corrupta como la de los hindús,
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pero una cosa, al menos, es cierta: con su código estuvieron exentos de la
posibilidad misma de tan aciago destino.
CAPÍTULO II
Ficciones legales
Una vez que el derecho primitivo ha sido englobado en un código, se pone fin a
lo que podría denominarse su desarrollo espontáneo. En adelante, los cambios
que se efectúen en él, si es que se efectúan, son realizados deliberadamente y
desde fuera. Es imposible suponer que las costumbres de cualquier raza o tribu
permanecieron inalteradas durante todo el largo intervalo -en algunos casos
inmenso- entre su declaración por un monarca patriarcal y su publicación escrita.
Sería también aventurado afirmar que ninguna parte de la alteración fue
efectuada deliberadamente. Pero lo poco que sabemos sobre el progreso del
derecho durante este periodo justifica nuestra suposición de que el propósito
deliberado tuvo muy poco que ver en la realización del cambio. Tales
innovaciones sobre los usos más antiguos, tal como se presentan, fueron
aparentemente dictadas por sentimientos y modos de pensar que, en nuestras
condiciones mentales actuales, somos incapaces de comprender. Una nueva era
comienza, de cualquier modo, con los códigos. Después de esta época, a
dondequiera que remontemos el curso de la modificación legal podemos
atribuirlo al deseo consciente de mejorar o, en cualquier caso, de lograr
propósitos que no fueran los deseados en los tiempos primitivos.
A primera vista puede parecer que no es posible sacar ninguna proposición
general, digna de crédito, de la historia de los sistemas legales subsiguientes a los
códigos. El campo es demasiado vasto. No podemos estar seguros de haber
incluido un número suficiente de observaciones, o de haber entendido
correctamente las que observamos. Pero la empresa será considerada más
factible si tenemos en cuenta que después de la época de los códigos comienza
a hacerse sentir la distinción entre sociedades estacionarias y progresivas. Nos
interesan solamente las progresivas y es notable su extremada escasez. A pesar
de las pruebas abrumadoras, es difícil para un ciudadano de Europa Occidental
convencerse total e indisputablemente de que la civilización que le rodea es una
rara excepción en la historia del mundo. El tenor del pensamiento común entre
nosotros, todas nuestras esperanzas, temores y especulaciones, se vería
materialmente afectado, si tuviéramos vívidamente ante nosotros la relación de
las razas progresivas con la totalidad de la vida humana. Es indisputable que la
mayor parte de la humanidad nunca ha mostrado el menor deseo de que sus
instituciones civiles mejoren, ni siquiera a partir del momento en que les fue dada
una forma tangible mediante su incorporación en un registro permanente. De vez
en cuando un conjunto de usos ha sido violentamente destruido y reemplazado
14
por otro. Aquí y allá, un código primitivo, que pretende poseer un origen
sobrenatural, ha sido muy ampliado y distorsionado en las formas más
sorprendentes, a causa de la contumacia de los comentaristas sacerdotales.
Pero, excepto en una pequeña sección del mundo, no ha existido nada
semejante a una mejoría gradual del sistema legal. Ha habido civilización
material, pero, en lugar de que la civilización promoviera el derecho, el derecho
ha limitado la civilización. El estudio de las razas en su condición primitiva nos
proporciona algunas claves sobre el punto en que se detuvo el desarrollo de
ciertas sociedades. Podemos observar que la India bracmánica no ha ido más
allá de una etapa que ocurre en la historia de toda la familia humana: la etapa en
la que una regla legal no se diferencia de una regla religiosa. Los miembros de
esa sociedad consideran que el quebrantamiento de una regla religiosa debe ser
castigado con penas civiles, y que la violación de un deber cívico expone al
delincuente al castigo divino. En China, este punto ha sido superado; sin
embargo, el progreso parece haberse detenido ahí, porque las leyes civiles son
coextensivas con todas las ideas de que es capaz la raza. La diferencia entre
sociedades estacionarias y progresivas es, no obstante, uno de los grandes
secretos que la investigación está todavía por desentrañar. Entre las
explicaciones parciales, me aventuro a adelantar las consideraciones hechas al
final del capítulo anterior. Habría que añadir que nadie logrará una buena
investigación si no tiene muy claro que la condición estacionaria de la raza
humana es la regla, la progresiva es la excepción. Y otra condición indispensable
para tener éxito es un conocimiento exacto del Derecho Romano en todas sus
etapas principales. La jurisprudencia romana perduró más tiempo que ningún otro
conjunto de instituciones humanas. El carácter de todos los cambios que sufrió
está bastante bien estudiado. Desde el principio al final, fue progresivamente
modificado hacia condiciones mejores, o hacia lo que los autores de las
modificaciones creían mejor, y el curso del mejoramiento continuó durante
periodos en los que el resto de la actividad y pensamiento humano disminuyó
materialmente su paso, y, repetidamente, amenazó con estancarse.
Me limito en lo que sigue a las sociedades progresivas. Con respecto a ellas
puede decirse que las necesidades sociales y la opinión social siempre van más
o menos delante de la ley. Constantemente nos hallamos a punto de salvar esa
diferencia, pero la tendencia es volverse a abrir. La ley es estable, las sociedades
de las que hablamos son dinámicas. La mayor o menor felicidad de un pueblo
depende del grado de prontitud con el que ese vacío se cubra.
Puede establecerse una proposición general de cierto valor respecto de los
instrumentos mediante los cuales la ley se armoniza con la sociedad. Estas
mediaciones parecen ser básicamente tres: ficción legal, equidad y legislación.
Su orden histórico es el citado. A veces dos de ellas operarán juntas, y existen
sistemas legales que han escapado a la influencia de una u otra. Pero no
conozco ejemplo alguno en el que el orden de su aparición haya sido cambiado
o invertido. La historia temprana de una de ellas, la equidad, es universalmente
oscura, de ahí que pudiera creerse que ciertos estatutos aislados, correctivos del
derecho civil, son más antiguos que cualquier jurisdicción equitativa. Mi opinión
es que la equidad reparadora es, en todas partes, más antigua que la legislación
15
reparadora; pero, en caso de que lo anterior no fuera absolutamente correcto,
solamente sería necesario limitar la proposición respetando su orden de sucesión
a los periodos en que ejercen una influencia prolongada y sustancial en la
transformación de la ley original.
Utilizo la palabra ficción en un sentido considerablemente más amplio del que los
abogados ingleses están acostumbrados, y con un significado más general que el
correspondiente a las fictiones romanas. Fictio, en el antiguo derecho romano, es
propiamente un término de alegación y significa una aseveración falsa por parte
del demandante que al reo no le era permitido negar; por ejemplo, la
aseveración de que el demandante era un ciudadano romano, cuando en
realidad era extranjero. El objeto de estas fictiones era, naturalmente, otorgar
jurisdicción y, por tanto, se parecían mucho a los alegatos de las ejecutorias del
Tribunal Superior de Justicia inglés, y del Tribunal de Hacienda, mediante las
cuales esos tribunales se las ingeniaron para usurpar la jurisdicción de los
Tribunales de Primera Instancia; el alegato decía que el reo estaba a recaudo de
la policía real o que el demandante era deudor del rey y no podía pagar sus
deudas por culpa del acusado. Pero aquí empleo la expresión ficción legal para
significar cualquier asunción que encubre o finge encubrir una regla que ha
sufrido alteración, permaneciendo su letra igual y modificando su funcionamiento.
Las palabras, por tanto, incluyen los casos de ficciones que he citado del Derecho
Inglés y Romano, pero abarcan mucho más, pues se deberían citar el derecho
casuístico inglés y la Responsa Prudentum romana como ejemplos de leyes que
se basan en ficciones. Estos ejemplos se van a examinar en un momento. El
hecho es que, en ambos casos, la ley ha sido cambiada totalmente; la ficción es
que continúa siendo lo que siempre fue. No es difícil comprender por qué las
ficciones en todas sus formas son particularmente afines a la infancia de la
sociedad. Satisfacen el deseo de mejorar -que nunca falta-, al mismo tiempo que
no ofenden el temor supersticioso que el cambio implica. En una etapa particular
del progreso social constituyen medios indispensables para superar la rigidez de
la ley y, realmente, sin una de ellas, la ficción de adopción, que permite crear
artificialmente vínculos familiares, es difícil comprender cómo la sociedad podía
haber salido de los pañales y dar los primeros pasos hacia la civilización. Por esta
razón, no debemos hacer caso a la ridiculización que hace Bentham de las
ficciones legales cada vez que se topa con una. Denigrarlas como algo
meramente fraudulento es admitir la ignorancia de su papel singular en el
desarrollo del derecho. Pero, al mismo tiempo, sería igualmente disparatado
convenir con esos teóricos, quienes, percibiendo que las ficciones han tenido sus
ventajas, proponen que deberían estereotiparse en nuestro sistema. Tuvieron su
día, pero hace mucho que pasó. Es indigno de nosotros lograr un propósito,
obviamente benéfico, por medio de un mecanismo tan tosco como una ficción
legal. No admito que cualquier anomalía sea inocente. Esto volvería la Iey más
difícil de comprender y más arduo el ordenarla armónicamente. Ahora bien, las
ficciones legales son los mayores obstáculos para hacer una clasificación
simétrica. El dominio de la ley permanece pegado al sistema pero es una mera
cáscara. Hace mucho que fue socavada y una nueva regla se esconde bajo su
cubierta. De ahí que, de inmediato, se presente una dificultad para saber si la
regla que es de hecho operativa debería ser clasificada en su lugar verdadero o
16
en el aparente, y diferentes mentalidades no estarán de acuerdo sobre la
alternativa a seguir. Si el derecho ínglés va a tener algún día una distribución
ordenada, será necesario podar las ficciones legales que, a pesar de alguna
mejoría legislativa reciente, todavía abundan.
La siguiente mediación por la que se lleva a cabo la adaptación de la ley a las
necesidades sociales la denomino equidad. Entiendo por esa palabra cualquier
conjunto de reglas existentes al lado del derecho civil original, fundadas en
principios claros y que pretenden incidentalmente reemplazar el derecho civil en
virtud de una santidad superior inherente a esos principios. La equidad, ya sea de
los pretores romanos o de los magistrados ingleses, se diferencia de las ficciones -
en los dos casos la precedieron- en que la interferencia con la ley es abierta y
reconocida. Por otra parte, se diferencia de la legislación, agente de la mejora
legal que le sigue, en que su autoridad se basa, no en la prerrogativa de
cualquier persona o cuerpo externo, tampoco en la del magistrado que la
enuncia, sino en la naturaleza especial de sus principios a los que toda ley debe
ceñirse. La misma idea de un conjunto de principios, investidos de una mayor
santidad que el derecho original y exigiendo su aplicación, independientemente
del consentimiento de cualquier cuerpo externo, pertenece a una etapa del
pensamiento mucho más avanzada que el de las ficciones legales.
La legislación es la última de las mediaciones perfeccionadoras, ya sea que las
promulgue un príncipe autocrático o una asamblea parlamentaria, supuestos
órganos de toda la sociedad. Se diferencia de las ficciones legales, al igual que
la equidad se distingue de ellas, y también se distingue de la equidad, por derivar
su autoridad de un cuerpo o persona externa. Su fuerza obligatoria es
independiente de sus principios. La legislatura, independientemente de las
restricciones que le imponga la opinión pública, está facultada en teoría para
imponer las obligaciones que quiera sobre los miembros de la comunidad. Nada
hay que le impIda legislar a su capricho. La legislación puede estar dictada por la
equidad, si esta última se usa para discernir ciertas pautas sobre el bien y el mal a
las que se ajustan sus promulgaciones; pero, en tal caso, estas promulgaciones
quedan sujetas, para tener fuerza obligatoria, a la autoridad de la legislatura, y no
a la de los principios en que se basó la legislatura; por esta razón, se diferencian
de los principios de equidad, en el sentido técnico de la palabra, en que alegan
una santidad suprema que los autoriza de inmediato al reconocimiento de los
tribunales aun sin el acuerdo de un príncipe o asamblea parlamentaria. Es más
necesario anotar estas diferencias, porque un discípulo de Bentham podría
confundir ficciones, equidad y derecho escrito bajo el mismo encabezado de
legislación. Bentham diría que equidad, ficciones y derecho escrito generan
leyes, y se diferencian entre sí solamente respecto del mecanismo que produce la
nueva ley. Eso es totalmente cierto y no debe olvidarse; pero no da ninguna razón
por la que debamos privarnos de un término tan conveniente como legislación en
el sentido especial de la palabra. Legislación y equidad se hallan separadas en la
mente popular y en la mente de la mayoría de los abogados, y de nada valdrá
desatender la distinción entre ellas, por muy convencional que sea, cuando se
siguen de ella consecuencias prácticas importantes.
17
Sería fácil seleccionar de entre casi cualquier cuerpo legal medianamente
desarrollado ejemplos de ficciones legales, que inmediatamente descubren su
verdadero carácter al observador moderno. En los dos ejemplos que voy a
examinar, la naturaleza del instrumento utilizado no es fácilmente detectable. Los
primeros autores de estas ficciones tal vez no pretendían innovar, ciertamente, no
deseaban ser sospechosos de innovación. Hay, además, y siempre ha habido,
personas que se niegan a ver cualquier ficción en el proceso, y el lenguaje
convencional confirma su negativa. El que existan estas personas es el mejor
ejemplo para ilustrar la amplia difusión de las ficciones legales y la eficiencia con
la que realizan su doble papel: transformar un sistema legal y ocultar la
transformación.
En Inglaterra, estamos acostumbrados a la ampliación, modificación y mejora de
la ley por medio de un mecanismo que, en teoría, es incapaz de alterar ni una
letra o una línea de la jurisprudencia existente. El proceso por el que se efectúa
esta virtual legislación no es tanto imperceptible cuanto no reconocida.
Habitualmente, utilizamos un doble lenguaje y conservamos aparentemente una
doble e inconsistente serie de ideas respecto a una buena parte de nuestro
sistema legal, que se halla guardado cual reliquia en casos y archivada en
informes legales. Cuando unos hechos llegan ante un tribunal inglés para
adjudicación, todo el curso del debate entre juez y abogado defensor asume que
ninguna cuestión que requiera la aplicación de principios que no sean los ya
establecidos o ninguna distinción que no haya sido anteriormente permitida va a
plantearse o puede ser planteada. Se da absolutamente por sentado que hay en
alguna parte una regla legal conocida que cubrirá los hechos de la disputa en
litigio, y que, si tal regla no es descubierta, es sólo porque se carece de
paciencia, conocimiento o agudeza para detectarla. Sin embargo, desde el
momento en que se dictó sentencia y se presentó un informe, nos deslizamos
inconsciente e inconfesadamente hacia un nuevo lenguaje y una nueva manera
de pensar. Admitimos ahora que la nueva decisión ha modificado la ley. Las
reglas aplicadas se han vuelto, para usar la expresión muy inexacta empleada a
veces, más flexibles. De hecho, han sido cambiadas. Se ha hecho una clara
adición a los precedentes, y el canon legal sacado de la comparación de éstos
no es el mismo que obtendríamos si la serie de casos se hubiera cortado por el
mismo patrón. Se nos escapa el hecho de que la vieja regla haya sido revocada
y reemplazada por una nueva, porque no estamos habituados a poner en
lenguaje preciso las fórmulas legales que derivamos de los precedentes, de tal
modo que un cambio de contenido no es fácilmente detectado al menos que sea
notorio y violento. No me detendré aquí a considerar en detalle las causas que
han llevado a los abogados ingleses a consentir tales anomalías. Probablemente
se descubrirá que, al principio, se aceptaba ciegamente que en alguna parte, in
nubibus o in gremio magistratum, existía un cuerpo legal inglés completo,
coherente, simétrico, de una amplitud suficiente para suministrar principios
aplicables a cualquier combinación posible de circunstancias. Primero se creyó
en esta teoría con más firmeza que ahora y, realmente, entonces tenía más
fundamento. Los jueces del siglo XIII, tal vez, disponían de una mina de leyes
desconocidas por la abogacía y el público profano, pues se sospecha con razón
de que, en secreto, tomaban con gran libertad, aunque no siempre con
18
prudencia, ideas de los compendios ordinarios del Derecho Romano y Canónico.
Pero aquel almacén se cerró tan pronto como los puntos decididos en
Westminster Hall devinieron lo bastante numerosos como para sentar las bases de
un sistema duradero de jurisprudencia. Ahora bien, durante siglos, los que ejercen
la ley inglesa se han expresado de tal modo que dan a entender la paradójica
proposición de que, a excepción de la equidad y el derecho escrito, nada ha
sido añadido a los principios fundamentales desde que fueron constituidos. No
admitimos que nuestros tribunales legislan; queremos decir que nunca han
legislado; y, sin embargo, mantenemos que el derecho consuetudinario inglés,
con cierta ayuda del Tribunal de Chancillería y del Parlamento son coextensivas
con los complicados intereses de la sociedad moderna.
Un cuerpo legal con una semejanza muy estrecha y reveladora a nuestro
derecho casuístico en esos detalles que he mencionado, era conocido por los
romanos con el nombre de Responsa Prudentum, las respuestas de los versados
en la ley. La forma de estas Respuestas variaron mucho en los diferentes periodos
de la jurisprudencia romana; pero, a lo largo de su curso, consistieron en glosas
explicativas de documentos escritos autorizados y, al principio, eran
exclusivamente colecciones de opiniones interpretativas de las Doce Tablas. Al
igual que entre nosotros, todo el lenguaje legal se ajustó a la suposición de que el
texto del viejo código permanecía inalterado. Existía la regla especial. Dejaba a
un lado todas las glosas y comentarios y nadie admitía abiertamente que
cualquier interpretación, por eminente que fuese el intérprete, estuviese libre de
revisión de los venerables textos. Sin embargo, de hecho, los Libros de Respuestas
que llevan los nombres de eminentes jurisconsultos alcanzaron al menos tanta
autoridad como la de nuestros casos registrados, y constantemente modificaron,
extendieron, limitaron, o prácticamente denegaron las estipulaciones del derecho
decenviral. Los autores de la nueva jurisprudencia, durante toda la etapa de
formación de ésta, profesaron el más diligente respeto por la letra del código.
Ellos se limitaban a explicarlo, a descifrarlo, a extraerle todo su significado; pero,
luego, como resultado, al juntar los textos, al ajustar la ley a los estados de hecho
que se le presentaban, y al especular sobre las posibles aplicaciones a otros
casos que podrían ocurrir, al introducir principios de interpretación derivados de
la exégesis de otros documentos escritos que cayeron bajo su observación,
sacaron a la luz una gran variedad de cánones en los que nunca soñaron los
recopiladores de las Doce Tablas y que, en realidad, nunca o casi nunca se
encuentran en éstas. Todos los tratados de los jurisconsultos demandaban respeto
en base a su pretendida conformidad con el código, pero su relativa autoridad
dependía de la reputación de los jurisconsultos individuales que los dieran a
conocer. Un nombre, universalmente conocido, investía a un Libro de Respuestas
con una fuerza obligatoria apenas menor que la detentada por las
promulgaciones de la legislatura; y tal libro constituia, a su vez, una base para
otro cuerpo de jurisprudencia. Las respuestas de los primeros jurisconsultos no
fueron publicadas, en el sentido moderno, por el autor. Fueron escritas y editadas
por sus discípulos y, por tanto, probablemente no fueron arregladas según un
esquema de clasificación. Debe observarse cuidadosamente la parte de los
estudiantes en estas publicaciones, porque el servicio que daban al profesor
parece haber sido devuelto en la esmerada atención que éste prestaba a su
19
educación. Los tratados educativos denominados instituta o comentarios, que son
un fruto tardío de las obligaciones reconocidas entonces, se encuentran entre los
rasgos más notables del sistema romano. Aparentemente, fue en estos trabajos -
los instituta- y no en los libros destinados a los abogados profesionales, donde los
jurisconsultos dieron al público sus clasificaciones y propuestas para modificar y
mejorar la fraseología técnica.
Al comparar la Responsa Prudentum romana con su contraparte inglesa, debe
tenerse muy en cuenta que la autoridad por la que se explica esta parte de la
jurisprudencia romana no era el tribunal sino el estrado. La decisión de un tribunal
romano, aunque terminante en un caso particular, no tenía autoridad ulterior
excepto la que le daba la reputación profesional del magistrado que
casualmente estaba en el cargo en ese momento. Propiamente hablando, no
existía en Roma, durante la República, una institución análoga al Tribunal Superior
de Justicia inglés (Bench), a las Cámaras de la Alemania Imperial, o a los
Parlamentos (Parliaments) de la Francia monárquica. Naturalmente, había
magistrados que desempeñaban importantes funciones judiciales en sus varios
departamentos, pero la tenencia de la magistratura era solamente de un año; de
ahí que se asemejase más a un cargo cíclico, en el que cIrculaban los líderes de
la abogacía, que a una magistratura permanente. Mucho podría hablarse sobre
el origen de un estado de cosas que a nosotros nos parece una anomalía
asombrosa, pero que era, de hecho, mucho más análogo -de lo que es el
nuestro- al espíritu de las sociedades antiguas, propensas siempre a separarse en
órdenes bien precisos que, por muy exclusivos que fueran, no toleraban ninguna
jerarquía profesional por encima de ellos.
Es asombroso que este sistema no produjera ciertos efectos previsibles. Por
ejemplo, no popularizó el Derecho Romano, no disminuyó, como ocurrió en
algunas de las Repúblicas griegas, el esfuerzo intelectual requerido para el
dominio de la ciencia legal, a pesar de que no se oponían barreras artificiales a
su difusión y presentación autorizada. Al contrario, si no hubiera sido por el efecto
de un conjunto diferente de causas, muy probablemente la jurisprudencia
romana se habría vuelto tan minuciosa, técnica y difícil como cualquiera de los
sistemas que han prevalecido desde entonces. Una vez más, una consecuencia
que era naturalmente previsible, no parece haberse manifestado en ningún
momento. Hasta que las libertades de Roma fueron coartadas, los jurisconsultos
formaban una clase muy indefinida, y su número debe haber fluctuado
enormemente. Sin embargo, no parece que se albergaran dudas sobre el buen
juicio de ciertos individuos particulares cuya opinión, en su tiempo, se
consideraba terminante en los casos que se les sometian. Los vividos retratos de la
práctica diaria de un jurisconsulto famoso que abundan en la literatura latina -los
clientes del campo atropándose en su antesala por la mañana temprano y los
estudiantes de un lado a otro con sus cuadernos de notas para registrar las
respuestas del gran abogado- rara vez o nunca se identifican, en un momento
dado, más que con uno o dos nombres famosos. Debido, asimismo, al contacto
directo entre cliente y abogado, el pueblo romano parece haber estado siempre
alerta sobre la caida o subida de la reputación profesional, y existen abundantes
pruebas, en concreto en el bien conocido discurso de Cicerón Pro Muraena, de
20
que la reverencia del vulgo hacia el éxito forense pecaba más por exceso que
por defecto.
Es indudable que la fuente de la característica excelencia y pronta abundancia
de principios del Derecho Romano radica en las peculiaridades que hemos
notado en el instrumento mediante el cual se efectuó su desarrollo. El desarrollo y
exuberancia de los principios estuvo fomentado, en parte, por la competencia de
los expositores de la ley, influencia totalmente ausente donde existe un Tribunal
Supremo de Justicia, al que el rey o la República confían la prerrogativa de la
justicia. El instrumento principal era, sin duda, la multiplicación incontrolada de
cosas que esperaban una decisión legal. El estado de cosas que despertaba
genuina perplejidad en un cliente del campo no podía ayudar realmente al
jurisconsulto a formar el fundamento de su respuesta, o decisión legal, mejor que
un conjunto de circunstancias hipotéticas propuestas por un discípulo ingenioso.
Todas las combinaciones factuales posibles estaban en igualdad de condiciones,
sin importar que fueran reales o imaginarias. No le afectaba al jurisconsulto el que
su opinión fuese momentáneamente denegada por el magistrado que
adjudicaba el caso de su cliente, al menos que, por casualidad, el magistrado
estuviese por encima de él en conocimiento legal o en estima profesional. No
quiero decir, por supuesto, que el abogado se olvidara completamente de los
intereses de su cliente, pues éste era, primero, la base de poder del abogado y,
luego, su pagador. Sin embargo, el medio principal que gratificaba la ambición
del abogado residía en la buena opinión de los miembros de su clase profesional
y es obvio que, bajo un sistema como el que acabo de describir, el éxito era más
fácilmente asegurado si se tomaba cada uno de los casos como muestra de un
gran principio o ejemplificación de una importante sentencia, en lugar de limitarlo
a un mero triunfo forénsico aislado. Una influencia todavía más poderosa debe
haber sido ejercida por la falta de un control preciso sobre la insinuación e
invención de posibles problemas. Las facilidades para desarrollar una regla
general se acrecientan inmensamente cuando los datos pueden ser multiplicados
al gusto. Tal como se practica el derecho entre nosotros, el juez no puede salirse
del conjunto de hechos que se le presentan a él o que se le hayan presentado a
sus predecesores. Según el caso, cada conjunto de acontecimientos que es
adjudicado recibe una especie de consagración. Adquiere ciertas cualidades
que lo distinguen de cualquier otro caso, genuino o hipotético. Pero en Roma,
como he tratado de explicar, no existía nada parecido al Tribunal Supremo de
Justicia o Cámara de Jueces, y, por tanto, ninguna combinación de hechos
poseía más valor particular que cualquier otra. Cuando se solicitaba la opinión de
un jurisconsulto sobre algún asunto, no había nada que le impidiese -si era
persona dotada del sentido de la analogía- aducir y considerar de inmediato una
gran variedad de supuestos problemas que posiblemente sólo guardaban una
relación muy remota con el caso específico. Independientemente de cuál fuera
el consejo práctico dado al cliente, el responsum, atesorado en los cuadernos de
notas de los discípulos, sin duda examinaba las circunstancias como si estuvieran
regidas por un gran principio o incluidas en una regla comprensiva. Nada
semejante ha sido posible entre nosotros, y hay que reconocer que muchas de las
críticas dirigidas al Derecho Inglés, dada la forma en que han sido enunciadas, lo
han perdido de vista. La renuencia de nuestros tribunales a declarar principios
21
debe atribuirse con más razón a la escasez relativa de nuestros precedentes, por
voluminosos que parezcan al que no conoce ningún otro sistema, que al temple
de nuestros jueces. Cierto que, en cuanto a riqueza de principios legales, somos
considerablemente más pobres que otras naciones europeas. Pero debe
recordarse que aquéllas tomaron la jurisprudencia romana como fundamento de
sus instituciones civiles. Construyeron sus muros sobre las ruinas del Derecho
Romano; pero los materiales y la calidad del residuo no son superiores a la
estructura erigida por la judicatura inglesa.
El periodo de libertad romano fue la época que imprimió un carácter distintivo a
la jurisprudencia romana, y a lo largo de su primera etapa, el desarrollo del
derecho se realizó, en buena parte, mediante las respuestas de los jurisconsultos.
Pero, a medida que nos aproximamos a la caída de la República, hay indicios de
que las respuestas se hallaban a punto de asumir una forma que debe haber sido
fatal para su expansión ulterior. Estaban en proceso de sistematización y
reducción a compendios. Se dice que Q. Mucius Scaevola, el Pontífice, había
publicado un manual de todo el Derecho Civil, y en los escritos de Cicerón se
hallan indicios de una creciente aversión hacia los viejos métodos, en
comparación con los instrumentos más activos de la innovación legal. El Edicto, o
proclama anual del Pretor, se había convertido en el mecanismo principal de la
reforma legal, y L. Cornelius SyIla, al lograr que se promulgara el enorme grupo de
estatutos conocidos como Leges Corneliae, había demostrado que pueden
efectuarse mejoras muy rápidas mediante la legislación directa. El golpe final a
las respuestas fue dado por Augusto, quien limitó a unos pocos jurisconsultos
eminentes el derecho de emitir opiniones con carácter obligatorio sobre los casos
que se les presentaban, cambio que, a pesar de que nos acerca a las ideas del
mundo moderno, por razones obvias, debe haber alterado fundamentalmente las
características de la profesión legal y la naturaleza de su influencia en el derecho
romano. En un periodo posterior, surgió otra escuela de jurisconsultos: las grandes
luminarias de la jurisprudencia de todos los tiempos. Pero Ulpiano y Paulus, Gayo
y Papinio no eran autores de respuestas. Sus trabajos consistían en tratados
regulares sobre aspectos particulares del derecho, especialmente de los edictos
pretorianos.
En el capítulo siguiente, se analizarán la equidad de los romanos y el edicto
pretoriano, mediante el cual la primera fue introducida en su sistema. Sobre el
Derecho Escrito baste decir que fue escaso durante la Republica, pero devino
muy voluminoso durante el Imperio. El clamor del pueblo no apuntaba hacia un
cambio en las leyes, a las que generalmente dan más valor del que tienen, sino
hacia su pura, completa y fácil administración; y el recurso al cuerpo legislativo
se dirigía de un modo directo a la remoción de algun abuso notorio o a la
resolución de alguna disputa irremediable entre clases y dinastías. Parecía existir
en la mente romana alguna asociación entre la promulgación de un amplio
cuerpo de estatutos y el acomodo de la sociedad después de una gran
conmoción social. Sylla distinguió su organización de la Republica mediante las
Leges Corneliae; Julio César proyectó adiciones importantes al Derecho Escrito;
Augusto hizo aprobar el importantísimo grupo de las Leges Juliae, y, entre los
emperadores posteriores, los más activos promulgadores de constituciones son
22
príncipes que, como Constantino, tuvieron que reacomodar los intereses del
mundo. El verdadero periodo del Derecho Romano escrito no comienza hasta el
establecimiento del Imperio. Las promulgaciones de los emperadores, revestidas,
en principio, con el manto de la sanción popular, pero luego emanadas
abiertamente de la prerrogativa imperial, adquieren una solidez creciente, desde
la consolidación del poder de Augusto hasta la publicación del Código de
Justiniano. Como veremos, ya durante el reinado del segundo emperador, el
estado del derecho y el modo de administrarlo se acercaban considerablemente
a las formas que nos son familiares. Había surgido un derecho escrito y un tribunal
de expositores limitado. Muy pronto habría de añadírsele una tribuna permanente
de apelación y una colección de interpretaciones sancionadas. De este modo,
nos acercamos a las ideas de nuestro tiempo.
CAPÍTULO III
Derecho natural y equidad
La teoría de un conjunto de principios legales, autorizados por su superioridad
intrínseca a reemplazar al viejo derecho, muy pronto se difundió en el estado
romano y en Inglaterra. Ese agregado de principios, existente en cualquier
sistema, ha sido denominado equidad en los capítulos precedentes, término que,
como veremos, es una (aunque solamente una) de las designaciones con las que
este instrumento del cambio legal era conocido por los jurisconsultos romanos. La
jurisprudencia del Tribunal de Chancillería, que lleva el nombre de equidad en
Inglaterra, sólo podría ser analizado adecuadamente en un tratado separado. Su
contextura es extremadamente compleja, y deriva sus materiales de varias
fuentes heterogéneas. Los primeros cancilleres eclesiásticos le aportaron del
Derecho Canónico muchos de los principios que yacen en lo más profundo de su
estructura. El Derecho Romano, más fértil que el Derecho Canónico en reglas
aplicables a conflictos seculares, fue muy utilizado por una generación posterior
de jueces de la Chancillería. Entre las sentencias registradas de éstos, a menudo
hallamos metidos textos completos del Corpus Juris Civilis, con sus términos
inalterados, aunque su origen nunca es explícitamente reconocido. Más
recientemente todavía, y sobre todo a mediados y en la última mitad del siglo
XVIII, el sistema mixto de jurisprudencia y moral social, ideado por los publicistas
de los Países Bajos, parece haber sido muy estudiado por los jurisconsultos
ingleses. Estas obras tuvieron una tremenda influencia en los fallos del Tribunal de
Chancillería, desde la CanciIlería de Lord Talbot hasta el comienzo de la
Cancillería de Lord Eldon. El sistema, que tomó sus ingredientes de partes tan
variadas, estuvo muy controlado en su desarrollo para poderse ajustar a las
analogías del derecho consuetudinario, pero siempre ha respondido a la
descripción de un cuerpo de principios legales comparativamente nuevos y con
pretensiones de anular la vieja jurisprudencia del país, so pretexto de una
intrínseca superioridad ética.
23
La equidad de Roma era una estructura mucho más simple y su desarrollo, a partir
de su aparición, puede ser fácilmente trazado. Su carácter e historia merecen un
examen minucioso. Es la raíz de varias concepciones que han ejercido una
profunda influencia en el pensamiento humano, y mediante el pensamiento
humano han afectado seriamente el destino de la humanidad.
Los romanos decían que su sistema legal constaba de dos ingredientes. Todas las
naciones, dice el Tratado Institucional, publicado bajo la autoridad del
emperador Justiniano, que están gobernadas por leyes y costumbres, en parte
están gobernadas por sus propias leyes que son patrimonio común de toda la
humaniáad. Las leyes que promulga un pueblo se denominan Derecho Civil de
ese pueblo, pero aquellas que la razón natural prescribe para toda la humanidad
se denominan Derecho de Gentes (o Derecho Internacional), porque todas las
naciones lo usan. Se suponía que la parte del derecho que la razón natural
prescribe para toda la humanidad era el elemento que el edicto pretoriano había
introducido en la jurisprudencia romana. En otra parte, se llama sencillamente Jus
Naturale o Derecho Natural, y se cree que sus ordenanzas han sido dictadas por
la Equidad Natural (naturalis aequitas) y por la razón natural. Trataré ahora de
descubrir el origen de esas frases famosas: Derecho de Gentes, Derecho Natural y
Equidad, y revelar de qué modo las concepciones que indican están mutuamente
relacionadas.
Es sorprendente, aun para el estudioso más superficial de la historia romana, lo
mucho que afectó el destino de la República la presencia de extranjeros quienes,
bajo nombres diferentes, se establecieron en su suelo. Las causas de esta
inmigración son discernibles en lo que toca a un periodo tardío, pues se puede
fácilmente entender por qué hombres de todas las razas desearían asentarse en
la dueña del mundo. Pero el mismo fenómeno de una numerosa población de
extranjeros y ciudadanos naturalizados ocurre, según los registros más antiguos, al
comienzo del Estado romano. No hay duda de que la gran inestabilidad social en
la antigua Italia, compuesta como estaba, en buena medida, por tribus
merodeadoras, animó a los individuos a trasladarse al territorio de cualquier
comunidad lo bastante poderosa para protegerse y protegerlos del ataque
exterior, aun cuando esa protección se comprara a un alto precio: tasas
impositivas muy altas, privación de derechos políticos y una buena dosis de
humillación social. Es probable, no obstante, que la explicación anterior sea
incompleta y que solamente podría perfeccionarse teniendo en cuenta las
activas relaciones comerciales que, aunque apenas se reflejan en las tradiciones
militares de la República, Roma parece haber, de hecho, mantenido con Cartago
y con el interior de Italia en tiempos prehistóricos. Independientemente de cuáles
fueran las circunstancias a las que la inmigración era atribuible, el elemento
extranjero en la República determinó el curso total de su historia, que, en todas
sus etapas, es poco más que una narración de conflictos entre una nacionalidad
inquebrantable y una población extranjera. Nada semejante se ha presenciado
en la época moderna; de una parte, porque las modernas comunidades
europeas nunca -o casi nunca- han recibido un flujo de inmigrantes extranjeros lo
bastante numeroso para hacerse sentir entre el volumen de los ciudadanos
nativos, y de otra parte, porque los Estados modernos, aglutinados en su lealtad a
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un rey o a un superior político, absorben grupos considerables de inmigrantes con
una rapidez desconocida en el mundo antiguo, en el que los ciudadanos
originales de una República siempre creían estar unidos por parentesco
consanguíneo y resentían las peticiones de igualdad de privilegios como una
usurpación de sus derechos de nacimiento. En los comienzos de la República
romana, el principio de la exclusión absoluta de los extranjeros impregnó el
Derecho Civil y la Constitución. El extranjero o el naturalizado no podía participar
en absoluto en una institución que se supusiera contemporánea del Estado. No
podía recibir los beneficios de la Ley Quiritaria. No podía ser parte interesada en
el nexum que era, a la vez, la escritura de traspaso y el contrato entre los
primitivos romanos. No podía entablar juicio por Acción Sacramental, un modo de
litigación, cuyo origen se remonta a la misma infancia de la civilización. A pesar
de todo, ni la seguridad ni el interés de Roma, lo dejaban totalmente proscrito.
Todas las comunidades antiguas corrían el riesgo de ser destruidas por la más
ligera alteración de su equilibrio y el mero instinto de conservación obligó a los
romanos a idear ciertos métodos para regular los derechos y los deberes de los
extranjeros, quienes podían, de otro modo -y esto constituía un peligro real en el
mundo antiguo- recurrir a la lucha armada para resolver sus problemas. Además,
en ningún momento de la historia romana, se abandonó totalmente el comercio
internacional. Por tanto, probablemente se asumió jurisdicción en las reyertas en
las que las partes eran extranjeros, o un nativo y un extranjero, en parte, como
medida política y, en parte, para fomentar el comercio. La asunción de esa
jurisdicción implicó la necesidad inmediata de descubrir algunos principios sobre
los que se podrían saldar las cuestiones que iban a ser adjudicadas. Los principios
que los jurisconsultos romanos aplicaron a este fin eran fundamentalmente
característicos de su tiempo. Se negaron, como ya he señalado, a decidir los
casos nuevos mediante el puro Derecho Civil romano. Rehusaron aplicar el
derecho del Estado específico del que procedía el litigante extranjero, sin duda
porque aparentemente implicaba una especie de degradación. Recurrieron así,
al expediente de seleccionar reglas legaes que eran comunes a Roma y a las
diferentes comunidades italianas en las que los extranjeros habían nacido. En
otras palabras, se pusieron a formar un sistema que respondía al significado
primitivo y literal del Jus Gentium, es decir, el Derecho común a todas las
naciones. El Jus Gentium era, de hecho, la suma de las costumbres comunes de
las antiguas tribus italianas, pues éstas formaban todas las naciones que los
romanos podían realmente observar y que enviaron olas sucesivas de inmigrantes
al suelo romano. Siempre que se veía que un uso particular era practicado por un
gran número de razas separadas se registraba como parte del Derecho
Consuetudinario de todas las naciones o Jus Gentium. Así, aunque la cesión de la
propiedad adoptaba formas muy distintas en las diferentes Repúblicas que
rodeaban Roma, el traspaso, tradición o entrega, de hecho, eran parte del ritual
en todas ellas. Por ejemplo, formaba parte, aunque secundaria, de la
Mancipación o traslación de domimo privativa de Roma. La tradición era
probablemente el único ingrediente común de los modos de traslación de
dominio que los jurisconsultos pudieron observar y fue puesta por escrito como
una institución Juris Gentium o regla común en el derecho de todas las naciones.
Un amplio número de otros usos fueron escudriñados con resultados parecidos. En
todos ellos se descubrió alguna característica común, con un propósito común, y
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esta característica fue clasificada en el Jus Gentium. El Jus Gentium fue, por tanto,
una colección de reglas y principios que, según se pudo observar, eran comunes
en las instituciones que prevalecían entre las distintas tribus italianas.
Las circunstancias del origen del Jus Gentium constituyen suficiente salvaguardia
contra el error de suponer que los jurisconsultos romanos tenían un respeto
especial por él. Era el fruto, en parte, de su desdén por toda ley extranjera y, en
parte, de su renuencia a dar al extranjero las ventajas de su propio Jus Civile
indígena. Cierto que, en la actualidad, tomaríamos probablemente un punto de
vista muy diferente sobre el Jus Gentium, si estuviéramos realizando la operación
que efectuaban los jurisconsultos romanos. Otorgaríamos cierta superioridad o
precedencia al elemento que hubiéramos considerado subyacente a toda la
variedad de usos. Tendríamos cierto respeto por reglas y principios tan
universales. Tal vez hablaríamos del ingrediente común como de la esencia de la
transacción en que entraba y estigmatizaríamos el aparato restante de la
ceremonia, el cual variaba en las diferentes comunidades, como adventicio y
accidental. O tal vez, inferiríamos que las razas que estábamos comparando
habían obedecido, en otro tiempo, a un gran sistema de instituciones comunes
cuya reproducción era el Jus Gentium, y que los usos complicados de las
Repúblicas separadas eran solamente corrupciones y degeneraciones de las
ordenanzas más sencillas que habían regulado en otro tiempo su estado primitivo.
Pero el resultado al que las ideas modernas conducen al observador son, en la
medida de lo posible, el reverso de aquel al que llegaba instintivamente el
romano primitivo. Lo que nosotros respetamos o admiramos, aquél le tenía
aversión o miraba con un temor celoso. Las partes de la jurisprudencia que él
reverenciaba son exactamente las que un teórico moderno deja al margen de su
consideración por accidentales y transitorias: las acciones solemnes de la
mancipación, las primorosamente ajustadas preguntas y respuestas del contrato
verbal, las infinitas formalidades de alegación y tramitación. El Jus Gentium era
simplemente un sistema que se le metió a la fuerza por necesidades políticas. Lo
estimaba tanto como a los extranjeros de cuyas instituciones derivaba y para
cuyo beneficio estaba concebido. Se requería una revolución completa de las
ideas antes de que pudiera exigir su respeto, y fue tan completa cuando por fin
ocurrió, que la verdadera razón de que nuestra moderna estimación por el Jus
Gentium difiera, de la que acabamos de describir es que la jurisprudencia y
filosofía modernas han heredado los puntos de vIsta modernos de los
jurisconsultos posteriores en este asunto. Llegó un momento en que, de un
accesorio innoble del Jus Civile, el Jus Gentium empezó a ser considerado un
gran pensamiento, un modelo todavía imperfectamente desarrollado al que todo
derecho debería someterse en la medida de la posible. La crisis se produjo
cuando la ley griega del Derecho Natural se aplicó a la administración positiva
romana del Derecho de Gentes.
El Jus Naturale o Derecho Natural es simplemente el Jus Gentium o Derecho
Internacional visto a la luz de una teoría especial. Ulpiano, con la propensión a
hacer distinciones y matices característica del jurisconsulto, hizo un intento
desafortunado de separarlo; sin embargo, el lenguaje de Gayo -una autoridad
eminente- y el pasaje de los lnstituta antes citado no dejan lugar a dudas de que
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las expresiones eran prácticamente convertibles. La diferencia entre ellas era
enteramente histórica y ninguna distinción esencial podría establecerse. Casi
huelga añadir que la confusión entre Jus Gentium, o Derecho Consuetudinario
común a todas las naciones, y Derecho Internacional es totalmente moderna. La
expresión clásica para Derecho Internacional es Jus Feciale o la ley de la
negociación y la diplomacia. Es, sin embargo, incuestionable que las impresiones
vagas sobre el significado de Jus Gentium contribuyeron a producir la teoría
moderna de que las relaciones de los Estados independientes están normadas por
el Derecho Natural.
Es, pues, necesario investigar las concepciones griegas de naturaleza y su ley. La
palabra (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir. N.d.E), que se
convirtió en latín natura, y en nuestra naturaleza, originalmente denotaba, más
allá de cualquier duda, el universo material contemplado en un aspecto que -con
nuestra presente distancia intelectual de aquellos tiempos- no es muy fácil de
delinear en lenguaje moderno. La naturaleza significa el mundo físico
considerado como resultado de algún elemento o ley primordial. Los más
antiguos filósofos griegos solían explicar la obra de la creación como la
manifestación de algún principio único que atribuyeron al movimiento, a la fuerza,
al fuego, a la humedad, o a la generación. En un sentido más simple y antiguo, la
naturaleza es precisamente el universo físico considerado en esta forma como la
manifestación de un principio. Después, las sectas griegas posteriores, volviendo
a la senda de la que los grandes intelectos de Grecia se habían apartado,
añadieron el mundo moral al fisico en la concepción de naturaleza. Ampliaron el
término hasta abarcar no meramente la creación visible, sino también los
pensamientos, observancias y aspiraciones de la humanidad. No obstante, como
antes, lo que ellos entendían por naturaleza no eran únicamente los fenómenos
morales de la sociedad humana sino también estos fenómenos considerados
resolubles en algunas leyes generales y sencillas.
Ahora bien, lo mismo que los más antiguos teóricos griegos suponían que los
juegos del azar habían cambiado el universo material de su sencilla forma
primitiva a la heterogénea condición actual, así sus descendientes intelectuales
imaginaron que, de no ser por un enojoso accidente, la raza humana se habría
sometido a las reglas de conducta más sencillas y a una vida menos
tempestuosa. VivIr conforme a la naturaleza se vino a considerar como el fin para
el que el hombre fue creado y que los mejores iban a lograrlo. Vivir conforme a la
naturaleza era elevarse, por encima de los hábitos desordenados y las
gratificaciones groseras del vulgo, a acciones superiores que nada le permitiría
cumplirlas al aspirante, excepto la abnegación y el dominio de sí mismo. Es
notorio que esta proposición -vivir conforme a la naturaleza- era la suma de los
principios de la conocida filosofía estoica. Ahora bien, una vez conquistada
Grecia, esa filosofía hizo progresos considerables en la sociedad romana. Poseía
una fascinación natural para la clase poderosa que, en teoría, al menos, se
adhería a los hábitos sencillos de la antigua raza italiana y desdeñaba rendirse a
las innovaciones de modas extranjeras. Esas personas comenzaron
inmediatamente a afectar los preceptos de vida estoicos conforme a la
naturaleza, afectación tanto más grata y, yo añadiría, tanto más noble, por su
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contraste con la ilimitada disolución que se estaba difundiendo por la ciudad
imperial tras el pillaje del mundo y el ejemplo tomado de las razas más
aficionadas al lujo. Podemos estar seguros, aunque no lo sepamos históricamente,
que, al frente de los discípulos de la nueva escuela griega, figuraban los
jurisconsultos romanos. Contamos con pruebas abundantes de que, por haber
esencialmente sólo dos profesiones en la República romana, los militares eran
identificados generalmente con el partido del movimiento, y los jurisconsultos se
hallaban a la cabeza del partido de la resistencia.
La alianza de los jurisconsultos y filósofos estoicos duró muchos siglos. Algunos de
los nombres más antiguos en la serie de jurisconsultos renombrados están
asociados al estoicismo, y finalmente tenemos que la edad de oro de la
jurisprudencia romana, por consenso general, ha sido fijada en la época de los
Antoninos, los discípulos más famosos a quienes esa filosofía había dado un
precepto vital. La amplia difusión de estas ideas entre los miembros de una
profesión particular tenía que afectar el arte que practicaban e influian. Algunas
posiciones que encontramos en las obras póstumas de los jurisconsultos romanos
apenas son inteligibles a menos que se utilicen los principios estoicos como clave;
pero, al mismo tiempo, es un error serio, aunque muy común, medir la influencia
del estoicismo en el Derecho Romano contando el número de reglas legales que
pueden ser confiadamente legitimadas mediante los dogmas estoicos. Se ha
señalado con frecuencia que la fuerza del estoicismo residía no en sus cánones
de conducta que, a menudo, eran repulsivos o ridícu!os, sino en el gran -si bien
vago- principio que inculcaba la resistencia a toda pasión. De modo parecido, la
influencla de las teorías griegas sobre la jurisprudencia, que tuvo su expresión
más precisa en el estoicismo, consistió no en el número de posiciones específicas
que aportó al Derecho Romano, sino en la única asunción fundamental que le
prestaron. Después de que el término naturaleza se volvió una palabra familiar
entre los romanos, gradualmente fue prevaleciendo entre los jurisconsultos
romanos la creencia de que el viejo Jus Gentium era, de hecho, un código
perdido de la naturaleza y que el pretor, al idear una jurisprudencia de edictos en
base a los principios del Jus Gentium estaba poco a poco restableciendo un
modelo del que el derecho se había alejado sólo para deteriorarse. La inferencia
de esta creencia era inmediata: era deber del pretor reemplazar el Derecho Civil,
en la medida de lo posible, para revivir las instituciones mediante las cuales la
naturaleza había gobernado al hombre en el estado primitivo. Claro está que
existían muchos impedimentos para mejorar el derecho por este procedimiento.
Pueden haber existido prejuicios a superar aun en la misma profesión legal, y los
hábitos romanos eran demasiado tenaces para ceder de inmediato a una mera
teoría filosófica. Los métodos indirectos, utilizados por el edicto para combatir
ciertas anomalías técnicas, muestran la precaución que sus autores se veían
obligados a guardar, y, hasta la época de Justiniano, había ciertas partes del
viejo derecho que habían obstinadamente resistido su influencia. Pero, en
conjunto, el progreso de los romanos en la mejora legal fue asombrosamente
rápido tan pronto como fue estimulada por el Derecho Natural. Las ideas de
simplificación y generalización habían estado asociadas siempre con la
concepción de naturaleza; sencillez, simetría e inteligibilidad comenzaron a ser
consideradas como las características de un buen sistema legal y desapareció
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completamente el gusto por el lenguaje difuso, ceremoniales y dificultades
inútiles. Se necesitó la fuerte voluntad y oportunidades extraordinarias de
Justiniano para dar al Derecho Romano su forma existente; sin embargo, el plan
básico del sistema había sido efectuado mucho antes de las reformas imperiales.
¿Cuál era el punto de contacto exacto entre el viejo Jus Gentium y el Derecho
Natural? En mi opinión, se tocan y combinan por medio de la Aequitas o equidad
en su sentido original, y aquí, aparentemente, nos hallamos ante la primera
aparición en Jurisprudencia de este famoso término: equidad. Al examinar una
expresión que tiene un origen tan remoto y una historia tan larga como ésta,
siempre es más seguro profundizar, si es posible, en la metáfora o figura sencilla
que al principio simbolizaba la concepción. Se ha creído generalmente que
Aequitas es el equivalente del griego (palabra en griego que nos resulta
imposible reproducir N.d.E.) es decir, el principio de distribución igualitaria o
proporcionada. La división igualitaria de números o magnitudes físicas está sin
duda estrechamente unida a nuestra percepción de la justicia; pocas
asociaciones mantienen su puesto en la mente con tanta persistencia o se
rechazan con tanta dificultad aun entre los más profundos pensadores. Sin
embargo, al trazar la historia de esta asociación descubrimos que no parece
haberse planteado al pensamiento más antiguo sino que es producto de una
filosofía relativamente tardía. Es interesante también que la igualdad de las leyes
de la que tan orgullosas se sentían las democracias griegas -aquella igualdad
que, según la bella canción báquica de Calístrato, fue dada a Atenas por
Harmodio y Aristogitón- tenía poco en común con la equidad de los romanos. La
primera era la administración equitativa del derecho civil entre los ciudadanos; la
última, implicaba la aplicación del derecho, que no era un derecho civil, a una
clase que no necesariamente consistía de ciudadanos. La primera excluia al
déspota; la última incluia a los extranjeros y, para ciertos fines, a los esclavos. En
conjunto, me inclinaría por buscar en otra dirección el germen de la equidad
romana. La palabra latina aequus lleva implícito más claramente el sentido de
nivelación que la griega (palabra en griego que no podemos reproducir N.d.E.).
Ahora bien, la tendencia niveladora era justamente la característica del Jus
Gentium, que sería lo más impresionante para un romano primitivo. La Ley
Quiritaria pura, reconocía una multitud de distinciones arbitrarias entre clases de
hombres y tipos de propiedad; el Jus Gentium, generalizado a partir de una
comparación de distintas costumbres, dejaba a un lado las divisiones quiritarias. El
viejo Derecho Romano establecía, por ejemplo, una diferencia fundamental entre
relación agnática y cognática, es decir, entre la familia considerada en relación
al acatamiento común a la autoridad patriarcal, y la familia considerada
(conforme a las ideas modernas) como unidad por el mero hecho de la
descendencia común. Esta distinción desaparece en el derecho común a todas
las naciones, así como la diferencia entre las formas arcaicas de la sociedad:
cosas Mancipi y cosas Nec Mancipi. El abandono de deslindes y límites me
parece, por tanto, el rasgo del Jus Gentium que fue descrito en la Aequitas. Me
imagino que, al principio, la palabra era una mera descripción de aquella
nivelación constante o eliminación de irregularidades que prosiguió cada vez que
el sistema pretoriano se aplicó a los casos de litigantes extranjeros.
Probablemente, al principio, la expresión no tuvo un significado ético de uno u
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otro color; tampoco existe razón para creer que el proceso que indicaba era otra
cosa más que desagradable a la mente romana primitiva.
Por otra parte, el rasgo del Jus Gentium que se presentaba a la comprensión de
un romano mediante la palabra equidad era precisamente la primera y más
vívidamente comprendida característica de un hipotético estado natural. La
naturaleza implicaba orden simétrico, primero, en el mundo físico, y, luego, en el
moral, y la más antigua noción de orden implicaba líneas rectas, superficies
planas y distancias medidas. El mismo tipo de imagen o figura vendría
inconscientemente a la mente tanto si ésta se esforzaba en concebir las
características del supuesto estado natural como si, de un vistazo, trataba de
comprender la administración real de la ley comun a todas las naciones, y todo lo
que sabemos del pensamiento primitivo nos llevaría a concluir que esta
semejanza ideal contribuiría, en buena medida, a alentar la creencia en una
identidad de las dos concepciones. Pero entonces, mientras el Jus Gentium
gozaba de poco o ningún crédito anterior en Roma, la teoría de un Derecho
Natural entró rodeada de todo el prestigio de una autoridad filosófica, y cubierta
del encanto que le prestaba su asociación con un estado más dichoso de la raza
humana. Es fácil comprender cómo los diferentes puntos de vista podían afectar
la dignidad del término que, a la vez, describía el funcionamiento de los viejos
principios y el resultado de la nueva teoría. Incluso para oídos modernos no es la
mismo describir un proceso como nivelación que llamarle corrección de
anomalías, aunque la metáfora sea precisamente la misma. Tampoco dudo que,
en cuanto se entendió que la Aequitas aludía a la teoría griega, las asociaciones
resultantes de la noción griega de (palabra griega que no podemos reproducir
N.d.E.), comenzaron a apiñársele. El lenguaje de Cicerón vuelve más que
probable que esto haya sido así y era la primera etapa de la transmutación de
una concepción de equidad que casi todo sistema ético que ha aparecido desde
entonces ha contribuido en mayor o menor medida a continuar.
Algo debe añadirse sobre la mediación formal por la que, los principios y las
distinciones asociadas, primero con el derecho comun a todas las naciones y
después con el Derecho Natural, se incorporaron en el Derecho Romano. En el
momento de crisis de la primitiva historia romana que está marcada por la
expulsión de los tarquinos, ocurrió un cambio que tiene su paralelo en los viejos
anales de muchos Estados antiguos, pero que guarda muy poco en común con
los cambios políticos que ahora denominamos revolución. Puede describirse
mejor diciendo que la monarquía fue puesta en servicio activo. Los poderes hasta
entonces concentrados en las manos de una sola persona fueron distribuidos
entre cierto número de funcionarios electivos, al tiempo que se retuvo el mismo
nombre de oficio real y se propuso a un personaje conocido a partir de entonces
como Rex Sacrorum o Rex Sacrifilus. Como parte del cambio, los deberes
prescritos del cambio judicial supremo recayeron en el pretor, entonces primer
funcionario de la República, y junto con estos deberes se le transfirió la
supremacía indefinida sobre el derecho y la legislación que siempre iba unida a
los antiguos soberanos y que se relacionaba con la autoridad patriarcal y heroica
que habían disfrutado en otro tiempo. Las circunstancias de Roma otorgaron gran
importancia a la más indefinida porción de las funciones así transferidas, pues con
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el establecimiento de la República comenzaron aquella serie de juicios
recurrentes que sobrepasaron al Estado, ante la dificultad de tratar a una multitud
de personas que, si bien no se avenían a la descripción técnica de romanos
nativos, vivían permanentemente dentro de la jurisdicción romana. Las disputas
entre tales personas, o entre esas personas y ciudadanos nativos, habrían
permanecido sin los límites impuestos por el Derecho Romano, si el pretor no se
hubiera comprometido a resolverlos, y él, muy pronto, debe haberse alistado
personalmente en las disputas más críticas que con la ampliación del comercio
surgieron entre los súbditos romanos y los extranjeros. El gran incremento de tales
casos en los tribunales romanos en el periodo de la Primera Guerra Púnica está
marcado por el nombramiento de un pretor especial, conocido posteriormente
con el nombre de Praetor Peregrinus, que les prestó toda su atención. Mientras,
una precaución del pueblo romano para evitar el renacimiento de la opresión
había consistido en obligar a cada magistrado, cuyos deberes tuvieran
propensión a extender su esfera de acción, a publicar, al comenzar su cargo
anual un edicto o decreto en el que declaraba la manera en que iba a
administrar su departamento. El pretor estaba sujeto a esa regla igual que otros
magistrados; pero, como era necesariamente imposible componer todos los años
un sistema separado de principios, parece haber vuelto a publicar, con cierta
regularidad, el edicto de su predecesor. Al anterior, segun la exigencia del
momento y su propio punto de vista legal, se le introducían adiciones y cambios.
El decreto del pretor, ampliado de este modo cada año, recibió el nombre de
Edictum Perpetuum, es decir, el edicto continuo y no interrumpido. La longitud
inmensa que alcanzó, junto quizá con un cierto disgusto por su textura
necesariamente desordenada hizo que se detuviese la práctica de aumentarlo en
el año de Salvius Julianus, quien ocupó la magistratura en el reinado del
emperador Adriano. El edicto de ese pretor abarcó todo el cuerpo de
jurisprudencia sobre equidad, que probablemente dispuso en un orden nuevo y
simétrico y el edicto perpetuo es por eso citado a menudo en Derecho Romano
como el Edicto Julianus.
Tal vez la primera pregunta que se le plantea a un inglés que examine los
mecanismos peculiares del edicto es: ¿cuáles eran las limitaciones de estos
amplios poderes del pretor?; ¿cómo se conciliaba una autoridad tan poco
definida con una condición fija de la sociedad y del derecho? La respuesta sólo
puede darse tras una cuidadosa observación de las condiciones en que opera el
Derecho Inglés. Debe recordarse que el pretor era un jurisconsulto o una persona
que se hallaba por entero en manos de consejeros que eran jurisconsultos, y es
probable que todo abogado romano esperase con impaciencia el día en que
ocuparía o controlaría la gran magistratura judicial. En el intervalo, sus gustos,
sentimientos, prejuicios, y grado de ilustración eran inevitablemente los de su
propia clase, y, finalmente, aportaba a su cargo las calificaciones que había
adquirido en el estudio y ejercicio de su profesión. Un canciller inglés recibe
precisamente el mismo tipo de entrenamiento y lleva al woolsack (asiento del
canciller del reino en la Cámara de los Lores en la Gran Bretaña), las mismas
calificaciones. Cuando asume el poder, se espera que cuando lo abandone
habrá modificado, hasta cierto punto, la ley; sin embargo, hasta que haya dejado
su asiento y completado la serie de decisiones que quedan en las Relaciones de
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Pleitos, no podremos descubrir en qué grado habrá dilucidado o añadido
principios a los que sus predecesores le legaron. La jurisprudencia del pretor -en
la jurisprudencia romana- difería solamente respecto a la duración del periodo a
su cargo. Como ya se ha señalado, estaba en el cargo un año solamente, y las
decisiones que tomaba en ese año, aunque naturalmente irreversibles en lo que
toca a los litigantes, no poseían un valor ulterior. El momento más natural para
declarar los cambios que se proponía realizar ocurría, por tanto, a su entrada en
la pretoría y, en consecuencia, al comenzar su labor, hacía abierta y
reconocidamente lo que al final su equivalente inglés hacía insensible y, a veces,
inconscientemente. Los límites de esta aparente libertad son los mismos que los
del juez inglés. Teóricamente, parece no existir apenas ningún límite a los poderes
de cualquiera de ellos, pero, en la práctica al pretor romano, en no menor grado
que al canciller inglés, se le mantenía dentro de los límites más estrechos por
medio de predisposiciones embebidas durante su entrenamiento, y por las fuertes
cortapisas de la opinión profesional, cortapisas cuyo rigor solamente puede ser
apreciado por aquellos que las han experimentado personalmente. Hay que
añadir que las fronteras dentro de las que estaba permitido moverse y más allá de
las cuales no se podía ir, estaban muy claramente trazadas en un caso y en el
otro. En Inglaterra, el juez sigue las analogías de casos registrados de grupos de
hechos aislados. En Roma, como la intervención del pretor estaba en principio
dictada por el simple interés en la seguridad del Estado, es probable que
estuviese, en los primeros tiempos, en proporción a la dificultad de la que quería
deshacerse. Más tarde, cuando las respuestas difundieron el gusto por los
principios, sin duda usó el edicto como un medio de dar una más vasta
aplicación a aquellos principios fundamentales, que él y otros jurisconsultos
practicantes, sus contemporáneos, creían haber detectado en el derecho. Más
tarde todavía, actuó bajo la plena influencia de las teorías filosóficas griegas, que
a la vez lo tentaban a continuar y lo limitaban a un modo particular de progreso.
La naturaleza de las medidas atribuidas a Salvius ]ulianus ha sido muy debatida.
Cualquiera que fuera, sus efectos sobre el edicto están suficientemente claros.
Dejó de ampliarse con adiciones anuales y, en adelante, la jurisprudencia
equitativa de Roma se desarrolló mediante el empeño de una sucesión de
grandes jurisconsultos que llenan con sus escritos el intervalo entre el reino de
Adriano y el de Alejandro Severo. Un fragmento del maravilloso sistema que
idearon sobrevive en las Pandectas de Justiniano y aporta pruebas de que sus
trabajos tomaron la forma de tratados sobre todas las partes del Derecho
Romano; independientemente del asunto inmediato del jurisconsulto en esa
época, podía ser denominado siempre expositor de la equidad. Los principios del
edicto, antes de la época de su discontinuación, se habían filtrado en toda la
jurisprudencia romana. La equidad de Roma, debe recordarse, aunque muy
distinta del derecho civil, era administrada siempre por los mismos tribunales. El
pretor era el principal magistrado de justicia y el más grande magistrado del
derecho consuetudinario, y tan pronto como el edicto se hubo convertido en una
regla equitativa, el tribunal pretoriano comenzó a aplicarlo en lugar de, o junto
con, las viejas reglas del Derecho Civil, que fue, de este modo, directa o
indirectamente revocado, sin ninguna promulgación especial de la legislatura.
Claro está que el resultado adolecía considerablemente de una fusión completa
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de derecho y equidad, que no se llevó a cabo hasta las reformas de Justiniano. La
separación técnica de los dos elementos de la jurisprudencia implicaba cierta
confusión e inconveniencia y hubo algunas doctrinas más inquebrantables del
Derecho Civil con las que ni los autores ni los expositores del edicto se atrevieron
a interferir. Pero, al mismo tiempo, no hubo rincón del campo de la jurisprudencia
que no fuese más o menos cubierto por la influencia de la equidad. Suministró al
jurista todos los materiales para la generalización, sus elucidaciones de primeros
principios, y la gran masa de reglas limitantes en las que el legislador raramente
interviene, pero que controlan seriamente la aplicación de cada acto legislativo.
El periodo de los juristas termina con Alejandro Severo. Desde Adriano hasta este
ultimo emperador se había continuado la mejoría del derecho, tal como se halla
actualmente en la mayoría de los países europeos, en parte mediante
comentarios aprobados y en parte por legislación directa. Pero en el reinado de
Alejandro Severo, el potencial de desarrollo de la equidad romana parece
haberse agotado, y la continuación de los jurisconsultos toca a su fin. La historía
restante del derecho romano es la historia de las constituciones imperiales, y, al
final, de los intentos de codificar lo que se había convertido en el pesado cuerpo
de la jurisprudencia romana. En el Corpus ]uris de Justiniano encontramos el
ultimo y más renombrado experimento de este tipo.
Sería tedioso entrar en una comparación o contraste detallados de la equidad
inglesa y romana; sin embargo merece la pena mencionar dos rasgos que tienen
en común. Cada uno de ellos tendía, como tiende todo sistema de esta clase, a
exactamente el mismo estado en que se hallaba el viejo derecho
consuetudinario cuando por primera vez intervino la equidad. Llega un momento
en que los principios morales adoptados originalmente ya han sido llevados a sus
últimas consecuencias legítimas y, entonces, el sistema basado en ellas se vuelve
más rígido, inexpansivo, y tan sujeto a rezagar el progreso moral como el código
más severo de reglas abiertamente legales. Esta época se alcanzó en Roma
durante el reinado de Alejandro Severo. A partir de entonces, aunque todo el
mundo romano atravesaba una revolución moral, la equidad de Roma dejó de
expandirse. El mismo punto de la historia legal se alcanzó en Inglaterra bajo la
cancillería de Lord Elton, el primero de nuestros jueces equitativos quien, en lugar
de ampliar la jurisprudencia de su tribunal por legislación indirecta, dedicó su
vida a explicarla y armonizarla. Si la filosofía de la historia legal fuese mejor
entendida en Inglaterra, los servicios de Lord Elton serían, por una parte, menos
exagerados, y, por otra, mejor apreciados de lo que parecen entre los
jurisconsultos contemporáneos. Serían evitadas, asimismo, otras falsas
interpretaciones. Los jurisconsultos ingleses pueden ver fácilmente que la equidad
inglesa es un sistema fundado en reglas morales; pero se olvida que estas reglas
contienen la moralidad de siglos pasados -no del actual- y que ya han recibido
toda la aplicación de que son capaces, y a pesar de que no difieren
sustancialmente del credo ético de nuestros días no están necesariamente al
mismo nivel. Las teorías imperfectas sobre el tema, que se han adoptado
comúnmente, han generado errores de formas opuestas. Muchos tratadistas de la
equidad, impresionados por la entereza del sistema en su estado actual, se
comprometen expresa o implícitamente con la paradójica afirmación de que los
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fundadores de la jurisprudencia cancilleril proyectaban la actual firmeza de su
forma cuando estaban sentando sus primeros fundamentos. Otros se quejan -y
ésta es una queja frecuentemente oída en argumentos forenses- que las reglas
morales observadas en el Tribunal de Chancillería rezagan las normas éticas de la
actualidad. Desearían que cada Canciller desempeñara un papel en favor de la
jurisprudencia actual semejante al que desempeñaron los padres de la equidad
inglesa en favor del viejo derecho consuetudinario. Pero esto es invertir el orden
de las mediaciones por las que la mejoría de la ley es llevada a cabo. La equidad
tuvo su lugar y su tiempo y -como ya he señalado- otro instrumento estará listo
para sucederle cuando sus energías se hayan gastado.
Otra característica notoria de la equidad inglesa y romana es la falsedad de las
asunciones sobre las que se defendió originalmente la pretensión de que la
equidad era superior a la regla legal. Nada desagrada más al hombre, como
individuo o como masa, que la admisión de su progreso moral como realidad
sustancial. Esta renuencia se manifiesta, en lo tocante a los individuos, en el
respeto exagerado que se otorga ordinariamente a la dudosa virtud de la
consistencia. El movimiento de la opinión colectiva de una sociedad entera es
demasiado palpable para ser ignorado, y generalmente su tendencia a tratar de
conseguir condiciones mejores es demasiado visible para ser desacreditada; sin
embargo, no existe la más mínima inclinación a aceptarlos como un fenómeno
primario y es comúnmente explicado en términos de la recuperación de una
perfección perdida: el retorno gradual a un estado del que la raza había partido.
Esta tendencia de mirar atrás en lugar de adelante para buscar la meta del
progreso moral produjo antiguamente, como hemos visto, efectos serios y
permanentes sobre la jurisprudencia romana. Los jurisconsultos romanos, para
explicar la mejoría de la jurisprudencia hecha por el pretor, tomaron de Grecia la
doctrina de un estado natural del hombre -una sociedad natural- anterior a la
organización de Repúblicas gobernadas por el derecho positivo. En Inglaterra, por
otra parte, un conjunto de ideas que eran muy atractivas para los ingleses de la
época explicaba la anulación del derecho consuetudinario por la equidad,
suponiendo la existencia de un derecho general a vigilar la administración de
justicia. Esta justicia, supuestamente, se hallaba investida en el rey como
resultado natural de su autoridad paterna. El mismo punto de vista aparece bajo
una forma diferente -de un exquisito arcaísmo- en la doctrina de que la equidad
brotaba de la conciencia del rey. De este modo, se transfería al sentido moral
inherente del soberano un mejoramiento que había tenido lugar en las normas
morales de la comunidad. El desarrollo de la constitución inglesa, después de un
cierto tiempo, volvió desagradable esa teoría; pero como la jurisdicción de la
Chancillería estaba por entonces firmemente establecida, no valió la pena idear
ningún sustituto para ella. Las teorías que se encuentran en los modernos
manuales sobre la equidad son muy variadas; pero todas igualmente
insostenibles. La mayoría son modificaciones de la doctrina romana de un
derecho natural, que es adoptada, precisamente, por aquellos escritores que
inician una discusión acerca de la jurisdicción del Tribunal de Chancillería
estableciendo una distinción entre justicia natural y justicia civil.
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CAPÍTULO IV
La historia moderna del derecho natural
Se podría concluir de lo que se ha dicho hasta aquí que la teoría que transformó
la jurisprudencia romana no tenía pretensiones de precisión filosófica. Se
sustentaba, de hecho, en uno de esos modos mixtos de pensamiento que
parecen haber caracterizado a todas las mentes -excepto a las más preclaras-
durante la infancia del pensamiento teórico, y que distan de estar ausentes aun
de los procesos mentales de nuestros días. El derecho natural confundía pasado y
presente. Lógicamente, presuponía un estado natural que se hallaba regulado, en
otro tiempo, por el derecho natural; sin embargo, los jurisconsultos no hablan de
una forma clara y confiada de la existencia de un tal estado, el cual, en la
práctica, recibió poca atención real entre los antiguos, excepto cuando encontró
expresión poética en la fantasía de una Edad de Oro. El derecho natural, para
fines prácticos, era algo que pertenecía al presente, algo entretejido en las
instituciones existentes; algo, en fin, que un observador competente podía
abstraer de ellas. El criterio que separó las ordenanzas de la naturaleza de los
toscos ingredientes con que estaban mezcladas fue un sentido de la sencillez y
de la armonía. La sencillez y la armonía no fueron, sin embargo, las que hicieron
que estos elementos más finos fueran originalmente respetados, sino su
pretendida descendencia del reino aborigen de la naturaleza. Los discípulos
modernos de los jurisconsultos no han logrado dar una explicación satisfactoria
de esta confusión. De hecho, las especulaciones modernas sobre el derecho
natural revelan una gran falta de percepción y se hallan viciadas por un lenguaje
ambiguo, fallas que, en justicia, apenas podrían atribuirse a los jurisconsultos
romanos. Existen algunos tratadistas que intentan evadir la dificultad fundamental
al sostener que el código natural existe de cara al futuro y es la meta hacia la que
confluyen todos los derechos civiles. Esto es revertir todos los supuestos en que se
basaba la vieja teoría, o más bien, quizá, mezclar dos teorías inconsistentes. El
cristianismo introdujo en el mundo la tendencia a mirar, no al pasado, sino al
futuro para buscar tipos de perfección. La literatura antigua aporta pocos indicios
-o ninguno- de que existiera la creencia de que el progreso de la sociedad va
necesariamente de peor a mejor.
Sin embargo, la importancia de esta teoría para la humanidad ha sido mucho
mayor de lo que podría esperarse de sus diferencias filosóficas. No es fácil
predecir qué rumbo habría tomado la historia del pensamiento y, por tanto, de la
raza humana, si la creencia en un derecho natural no se hubiera universalizado
en el mundo antiguo.
Hay dos peligros especiales a los que parecen estar sujetos en su infancia el
derecho y la sociedad, cuya cohesión se debe al primero. Uno, que el derecho
pueda desarrollarse demasiado rápidamente. Esto ocurrió con los códigos de las
comunidades griegas más progresivas que se desembarazaron con una facilidad
asombrosa de procedimientos pesados y obligaciones inútiles y pronto dejaron
de prestar un valor supersticioso a reglas y prescripciones rígidas. A final de
cuentas no resultó ventajoso para la humanidad que esto sucediera, aunque el
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beneficio inmediato conferido a los ciudadanos griegos puede haber sido
considerable. Una de las cualidades más raras del carácter nacional es la
capacidad de aplicar e implementar la ley, tal como es, al costo de fracasos
constantes de la justicia abstracta, sin perder al mismo tiempo la esperanza o el
deseo de que la ley se ajuste a un ideal más elevado. El intelecto griego, en toda
su nobleza y elasticidad, era totalmente incapaz de limitarse al estrecho traje de
una fórmula legal y, a juzgar por los tribunales populares de Atenas, de cuyo
funcionamiento poseemos conocimiento exacto, los tribunales griegos mostraban
una fuerte tendencia a confundir derecho y hecho. Las obras póstumas de los
oradores, y las minutas forenses conservadas por Aristóteles en su Tratado de
Retórica prueban que cuestiones de derecho puro se argumentaban
constantemente en base a cualquier consideración que podría tal vez influir en
los jueces. Ningún sistema duradero de jurisprudencia podría surgir y consolidarse
de este modo. Una comunidad que nunca dudaba en aflojar las reglas del
derecho escrito, siempre que éstas se interponían en el camino de una decisión
idealmente perfecta, basándose en los hechos de casos particulares, podía legar
solamente -si es que legaba algún cuerpo de principios jurídicos a la posteridad-
uno consistente en las ideas sobre el bien y el mal prevalecientes en una época
determinada. Una jurisprudencia de esta naturaleza podía tener un marco en el
que podrían adecuarse las concepciones más avanzadas de etapas
subsiguientes. Valdría, a lo más, como una filosofía marcada con las
imperfecciones de la civilización bajo la cual se desarrolló.
Pocas sociedades nacionales han visto su jurisprudencia amenazada por este
peligro particular de una madurez precoz y una desintegración prematura. Es muy
dudoso que los romanos hayan estado alguna vez seriamente amenazados por
él, pero, en cualquier caso, tenían protección adecuada en su teoría del derecho
natural. El derecho natural de los jurisconsultos estaba claramente ideado como
un sistema que debía gradualmente absorber las leyes civiles sin reemplazarlas
mientras permanecieran irrevocadas. Entre el público no se tenía esa impresión
de su calidad sagrada; no se creía que pudiera hacer cambiar de opinión a un
juez encargado de una litigación particular, con sólo mencionarlo. El valor y
utilidad de la concepción se debía a la creencia en una ley perfecta, o a la
esperanza de alcanzarla, al tiempo que no tentaba al practicante del derecho o
al ciudadano común a negar el carácter obligatorio de las leyes vigentes, que
todavía no se hallaban ajustadas a la teoría. Es importante observar también que
este sistema modelo, a diferencia de otros que han burlado las esperanzas de los
hombres en fechas posteriores, no era enteramente producto de la imaginación.
Nunca se creyó que estuviese fundado en principios no comprobados. Existía una
vaga noción de que reforzaba el derecho existente y había que buscarlo por
medio de él. Sus funciones eran, en resumen, remediadoras, no revolucionarias o
anárquicas. Y, desgraciadamente, este es el punto exacto en que la idea
moderna de un derecho natural ha cesado, con frecuencia, de parecerse a la
antigua.
El otro riesgo a que está expuesta la infancia de la sociedad ha impedido o
detenido el progreso de la mayor parte de la humanidad. La rigidez del derecho
primitivo, que nace, precisamente, de su temprana asociación e identificación
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con la religión, ha encadenado a la gran mayoría de la raza humana a las ideas
sobre vida y conducta vigentes en la época en que sus usos fueron consolidados
en una forma sistemática. Hubo una o dos razas eximidas de esta calamidad por
lo que podría denominarse una maravillosa casualidad; y los injertos de estas
estirpes afortunadas han fertilizado unas cuantas sociedades modernas. Pero
todavía perdura, en la mayor parte del mundo, la creencia de que la perfección
legal consiste en la adhesión a un plan fundamental que, supuestamente, ha sido
trazado por el legislador original. En tales casos, la jurisprudencia ha adoptado la
forma de un juego intelectual perverso y sutil: se precia de extraer conclusiones
de textos antiguos sin que en ellas pueda descubrirse ninguna desviación de su
tenor literal. No conozco razón alguna por la que el derecho de los romanos
debiera ser superior al de los hindús, al menos que la teoría del derecho natural le
haya dado un tipo de excelencia diferente al usual. En este caso excepcional,
sencillez y simetría se mantuvieron como las características de un derecho ideal y
absolutamente perfecto a los ojos de una sociedad cuya influencia sobre la
humanidad estaba destinada a ser prodigiosa por otras razones. Es imposible
sobrevalorar la importancia que tiene para una nación o profesión la idea de un
propósito claro al que aspirar en la búsqueda de la perfección. El secreto de la
inmensa influencia de Bentham en Inglaterra, en los últimos treinta años, ha sido
su éxito en presentarle al país ese propósito. Nos dio una regla clara para efectuar
reformas. Los jurisconsultos ingleses del siglo XVIII eran, probablemente,
demasiado agudos para dejarse cegar con la nota paradójica de que el Derecho
Inglés era la perfección de la raza humana, pero actuaron como si lo creyeran a
falta de cualquier otro principio en que basar su proceder. Bentham hizo que el
bien de la comunidad prevaleciese por encima de cualquier otro propósito, y, de
este modo, le dejó una escapatoria a una corriente que, desde hacía tiempo,
había tratado de hallar una salida.
No es una comparación extravagante el referirse a los presupuestos descritos
como el equivalente antiguo del benthanismo. La teoría romana guió los
empeños de los hombres en la misma dirección que la teoría formulada por el
inglés; sus resultados prácticos no fueron muy diferentes de los que habría
alcanzado una secta de reformadores legales que mantuviera una búsqueda
constante del bien general de la comunidad. No obstante sería un error atribuirle
una anticipación consciente de los principios de Bentham. La felicidad humana es
a veces señalada, en la literatura legal y popular de los romanos, como el objeto
adecuado de la legislación remediadora, pero es notable lo escasos y débiles
que son los testimonios de este principio comparados con los tributos que se
ofrecen constantemente a las pretensiones omnipresentes del derecho natural.
Los jurisconsultos romanos se entregaron gustosamente, no a algo como la
filantropía, sino a su sentido de la simplicidad y la armonía, a lo que ellos,
significativamente, denominaron elegancia. La coincidencia de sus tareas con las
que una filosofía más precisa habría aconsejado, ha sido parte de la buena
fortuna de la humanidad.
En cuanto a la historia moderna del derecho natural, es más fácil convencernos
de la amplitud de su influencia que pronunciarnos confiadamente sobre si esa
influencia ha sido ejercida para bien o para mal. Las doctrinas e instituciones que
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pueden serle atribuidas son material de algunas de las más violentas
controversias entabladas en nuestro tiempo; como se verá, la teoría del derecho
natural es la fuente de casi todas las ideas especiales sobre derecho, política y
sociedad. Francia ha sido su instrumento difusor en el mundo occidental en los
últimos cien años. El papel desempeñado por los juristas en la historia francesa, y
la esfera de las concepciones jurídicas en el pensamiento francés, han sido
siempre notablemente amplios. No fue en Francia, sino en Italia, donde surgió la
ciencia jurídica de la Europa moderna; pero, de todas las escuelas fundadas por
emisarios de las universidades italianas en todas las partes del continente -y
ensayada también en Inglaterra, aunque sin éxito- la establecida en Francia
produjo un efecto muy importante sobre el destino del país. Los jurisconsultos
franceses establecieron inmediatamente una estrecha alianza con los reyes
Capetos y la monarquía francesa debió su crecimiento final, en una sociedad
perfectamente cohesionada, a partir de la simple aglomeración de provincias y
dependencias, tanto a sus reafirmaciones de las prerrogativas reales y a su
interpretación de las reglas de sucesión real, como al poder de la espada. La
enorme ventaja que confirió a los reyes franceses su entendimiento con los
jurisconsultos en la continuidad de su lucha contra los grandes feudatarios, la
aristocracia y la iglesia, solamente podrá apreciarse si tenemos en cuenta las
ideas que prevalecieron en Europa hasta bien entrada la Edad Media. Había, en
primer lugar, un enorme entusiasmo por la generalización y una curiosa
admiración por toda proposición general y, en consecuencia, en el campo legal,
una reverencia involuntaria hacia toda fórmula legal que pareciera abarcar y
resumir un cierto número de las reglas aisladas que eran practicadas como usos
en varias localidades. No era difícil para los practicantes legales que estuvieran,
familiarizados con el Corpus Juris o las glosas y suministrar cualquier cantidad de
tales fórmulas generales. Había, sin embargo, otra causa más que acrecentaba el
enorme poder de los jurisconsultos. Durante el periodo del que estamos hablando,
había una universal vaguedad de ideas sobre el grado y naturaleza de la
autoridad que residía en los textos legales escritos. En la mayoría de los casos, el
prefacio perentorio, Ita scriptum est, parece haber sido suficiente para silenciar
todas las objeciones. Mientras que una mente actual escudriñaría celosamente la
fórmula que habla sido citada, investigaría su frente, y negaría -en caso
necesario- que el cuerpo legal al que pertenecía tuviese autoridad alguna para
reemplazar costumbres locales, el jurista antiguo, probablemente, no se habría
aventurado más allá de cuestionar la aplicabilidad de la regla, o, a lo más, a citar
alguna contra-proposición de las Pandectas o del Derecho Canónico. Es muy
necesario recordar la incertidumbre de las nociones de los hombres sobre este
aspecto tan importante de las controversias jurídicas, no sólo porque ayuda a
explicar el peso que los jurisconsultos arrojaron en la balanza monárquica sino
también por la luz que arroja sobre varios problemas históricos curiosos. Los
motivos del autor de las Decretales falsificadas y su éxito extraordinario se
vuelven más inteligibles. Y, para tomar un fenómeno de menor interés, nos ayuda,
aunque sólo parcialmente, a comprender los plagios de Bracton. Siempre se
contará entre los mayores enigmas de la historia de la jurisprudencia el que un
escritor inglés de la época de Enrique III haya podido engañar a sus compatriotas
pasando como un compendio de puro Derecho Inglés un tratado cuya forma
entera y un tercio de su contenido estaba copiado directamente del Corpus Juris
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y que se haya atrevido a hacer este experimento en un país donde estaba
formalmente prohibido el estudio sistemático del Derecho Romano. Sin embargo,
cuando comprendemos el estado de opinión de la época acerca de la fuerza
obligatoria de los textos escritos -aparte de cualquier consideración sobre la
fuente de la que derivan- disminuye nuestra sorpresa.
Después que los reyes de Francia ganaron su larga batalla por la supremacía de
la Corona, época que puede situarse aproximadamente en la ascensión al trono
de la rama Valois-Angulema, la situación de los jurisconsultos franceses era
peculiar y continuó siéndolo hasta el estallido de la revolución. Formaban la clase
más poderosa e instruida de la nación. Habían sentado muy firmes sus bases
como clase privilegiada al lado de la aristocracia feudal y habían asegurado su
influencia mediante una organización que hacía presente su profesión por toda
Francia en grandes corporaciones privilegiadas. Estas últimas poseían amplios
poderes definidos, y se arrogaban derechos indefinidos mucho más amplios. En
conjunto, la alta posición social de abogados, jueces y legisladores, excedía con
mucho la de sus iguales en toda Europa. Su tacto jurídico, facilidad de expresión,
fino sentido de la armonía y la analogía, y -a juzgar por los miembros más
distinguidos- su devoción apasionada a sus ideas sobre la justicia, eran tan
notables como la singular variedad de talento que abarcaban, variedad que
incluía a gentes tan opuestas como Cujas y Montesquieu, de D' Aguesseau y
Dumoulin. Pero, el sistema legal que debían administrar presentaba un contraste
sorprendente con los hábitos mentales que cultivaban. Francia, que había sido en
buena parte constituida por sus esfuerzos, se hallaba profundamente afectada por
la maldición de una jurisprudencia anómala y disonante, sin parangón en
cualquier otro país de Europa. Una gran división separaba al país y lo partía en
Pays du Droit Ecrit y Pays du Droit Coutumier, el primero admitía el Derecho
Romano escrito como base de su jurisprudencia, y el último lo admitía solamente
en cuanto proporcionaba formas generales de expresión y métodos de
razonamiento jurídico compatibles con los usos locales. Las secciones así
formadas estaban a su vez divididas. En el Pays du Droit Coutumier una provincia
difería de otra, condado difería de condado, municipio de municipio, en la
naturaleza de sus costumbres respectivas. En el Pays du Droit Ecrit, el estrato de las
reglas feudales que cubría al Derecho Romano tenía una composición muy
diversa. En Inglaterra, nunca existió tal confusión. En Alemania, si existía, pero
estaba muy en armonía con las profundas divisiones políticas y religiosas del país
para que tuviera que lamentarse o sentirse. Una peculiaridad de Francia era que
continuara existiendo una enorme diversidad de leyes sin alteración sensible
mientras la autoridad central de la monarquía iba en continuo fortalecimiento al
mismo tiempo que se realizaban rápidos avances hacia una completa unidad
administrativa y se desarrollaba un ferviente espíritu nacionalista entre el pueblo.
El contraste fructificó en muchos resultados serios, y entre ellos hay que situar el
efecto que produjo en las mentes de los jurisconsultos franceses. Sus opiniones
teóricas y parcialidad intelectual se hallaban en fuerte oposición a sus intereses y
hábitos profesionales. Con el más agudo sentido y más amplio reconocimiento de
las perfecciones de la jurisprudencia que consisten en la simplicidad y
uniformidad, creían o parecían creer que los vicios que, de hecho, infestaban el
derecho francés eran extirpables, y en la práctica, a menudo, impidieron la
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corrección de abusos con una obstinación que no mostraban muchos de sus
compatriotas menos ilustrados. Había, sin embargo, un modo de reconciliar estas
contradicciones. Se hicieron defensores entusiastas del derecho natural. El
derecho natural saltaba por encima de todas las barreras provinciales y
municipales; ignoraba toda distinción entre noble y burgués, entre burgués y
campesino; otorgaba un lugar eminente a la lucidez, simplicidad y sistema; pero
no comprometía directamente ningún tecnicismo venerable o lucrativo. Puede
decirse que el derecho natural se convirtió en el derecho consuetudinario francés,
o, en cualquier caso, la admisión de su dignidad y demandas era el gran
principio al que se suscribían todos los practicantes franceses. El lenguaje de los
juristas pre-revolucionarios es singularmente inepto, y es notable el que los
escritores de Consuetudes que, a menudo, asumieron como su deber el hablar
desdeñosamente del derecho romano puro, hablen aun más fervientemente de la
naturaleza y sus reglas que los jurisconsultos que profesaban un respeto exclusivo
al Código. Dumoulin, la gran autoridad en derecho consuetudinario francés, tiene
algún pasaje extravagante sobre derecho natural, y sus panegíricos tienen un
particular sesgo retórico que indicaba un alejamiento considerable de la cautela
de los jurisconsultos romanos. La hipótesis de un derecho natural se había
convertido no tanto en una teoría que guiaba la práctica como en un artículo de
fe especulativo, y, en consecuencia, encontramos que, en la transformación que
sufrió más recientemente, sus partes más débiles se elevaron al nivel de las más
sólidas en la estimación de sus defensores.
Había transcurrido la primera mitad del siglo XVIII cuando se llegó al periodo más
crítico de la historia del derecho natural. Si la discusión de la teoría y sus
consecuencias hubiera continuado siendo monopolio exclusivo de la profesión
legal, posiblemente se hubiera producido una disminución del respeto que
inspiraba, pues, por estas fechas, había aparecido el Esprit des Lois. El libro de
Montesquieu estaba marcado por ciertas exageraciones, y esto se debía a que el
autor, al mismo tiempo que rechazaba algunos supuestos entonces aceptados
acríticamente, mantenía con cierta ambigüedad un deseo de transigir con
algunos prejuicios en boga. Sin embargo, con todos sus defectos, el libro de
Montesquieu significó un avance en el uso del método histórico, ante el cual el
derecho natural no puede mantenerse en pie. Su influencia en el pensamiento
debería haber sido tan grande como su popularidad general; pero, de hecho,
nunca se le dio tiempo de proponerlo, pues las contra-hipótesis que parecía
destinado a destruir pasaron repentinamente del foro a la calle y se convirtieron
en la nota clave de controversias mucho más estimulantes que las sostenidas en
los tribunales o en las escuelas. La persona que lo lanzó en su nueva carrera era
un hombre notable que, sin erudición, con pocas virtudes y sin fuerza de carácter
dejó, sin embargo, imborrablemente impresa su huella en la historia, gracias a
una vívida imaginación y a un amor genuino y ardiente a su prójimo. A cambio
de esto último muchas cosas pueden serle perdonadas. Nunca hemos
presenciado en nuestra generación -de hecho, nunca se ha visto en el mundo
más que una o dos veces- una literatura que haya ejercido tan poderosa
influencia en la mente humana, en cada matiz y tono del intelecto, como la que
emanó de Rousseau entre 1749 y 1762. Fue el primer intento de reconstruir el
edificio de la confianza humana después de los esfuerzos iconoclastas iniciados
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por Bayle y, en parte, por Locke, y consumado por Voltaire. Esa teoría, además de
la superioridad que representa todo esfuerzo constructivo por encima de lo
simplemente destructivo, poseía la inmensa ventaja de aparecer en medio de un
escepticismo universal sobre la validez del conocimiento basado en materias
teoricas. Ahora bien, en todas las especulaciones de Rousseau, la figura central,
ya sea vestida en traje inglés, como signataria de un contrato social, o
simplemente desnuda de todo aparato histórico, es uniformemente el hombre, en
un supuesto estado natural. Toda ley o institución, que no cuadrara a este ser
imaginario, en estas circunstancias ideales, debe ser condenada por haberse
alejado de una perfección original. Toda transformación de la sociedad que diera
una semejanza mayor al mundo sobre el que reinaba esta criatura de la
naturaleza, es admirable y digna de efectuarse a cualquier costo aparente. La
teoría era todavía la de los jurisconsultos romanos, pues en la fantasmagoría con
que se puebla la condición natural, cada rasgo y característica elude la mente,
excepto la simplicidad y la armonía que atraían tanto al jurisconsulto. Sin
embargo, la teoría está, por decirlo así, patas arriba. El estado natural -y no el
derecho natural- se convierte en el sujeto primario de la meditación. El romano
había ideado que, mediante una cuidadosa observación de las instituciones
existentes, algunas partes podían separarse porque mostraban o podían mostrar,
tras una purificación sensata, los vestigios del reino natural cuya realidad
afirmaba débilmente. La creencia de Rousseau era que un orden social perfecto
podía ser desarrollado en base a la consideración del estado natural: un orden
social totalmente independiente de la condición actual del mundo y totalmente
distinto de ella. La diferencia entre los distintos puntos de vista es que, uno
condena el presente, amarga y ampliamente, por su desemejanza con el pasado
ideal; mientras que el otro, asumiendo que el presente es tan necesario como el
pasado, no lo censura o lo desprecia. No vale la pena analizar particularmente
esa filosofía de Ia política, del arte, de la educación, de la ética y de las
relaciones sociales que fue construida sobre la base del estado natural. Todavía
posee una fascinación singular entre los pensadores más indefinidos de cada país
y es, sin duda, el antecesor más o menos remoto de todos los prejuicios que
impiden el empleo del método histórico en la investigación; pero su descrédito
entre las mentes más elevadas de nuestros días es tan profundo que asombra
incluso a los que están familiarizados con la vitalidad extraordinaria del error
especulativo. La cuestión más frecuentemente planteada hoy en día tal vez no
sea cuál es el valor de esas opiniones sino cuáles fueron las causas que le dieron
tan enorme prominencia hace unos cien años (Téngase en cuenta que esta obra
de Henry Maine fue publicada en el año de 1881. Nota de Chantal López y Omar
Cortés). La respuesta, en mi opinión, es muy sencilla. En el siglo pasado, el estudio
de la religión hubiera podido corregir fácilmente los errores a que conduce una
atención exclusiva a la antigüedad legal. Pero la religión griega, tal como se
entendía entonces, estaba diluida en los mitos imaginarios. Las religiones
orientales -cuando se les prestaba atención- aparecían perdidas en vagas
cosmogonías. Existía solamente un cuerpo de testimonios primitivos que valía la
pena estudiar: la historia antigua de los hebreos. Pero no se recurrió a ellos debido
a los prejuicios de la época. Una de las pocas características que la escuela de
Rousseau compartía con la escuela de Voltaire era un desdén terminante por
todas las religiones antiguas y, más que ninguna, por la de la raza judía. Era bien
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sabido que, entre los hombres ilustrados de la época, era una cuestión de honor
no sólo negar que todas las instituciones creadas por Moisés hubieran sido
dictadas por orden divina, o que hubieran sido dictadas en una fecha posterior a
la que se le atribuye, sino afirmar que dichas instituciones y el Pentateuco entero
eran una falsificación gratuita realizada al regreso de la cautividad. Los filósofos
franceses, privados, de este modo, de una garantía importante en contra del error
especulativo, cayeron sin pensarlo, en su ansiedad por escapar de lo que creían
superstición de curas, en una superstición de jurisconsultos.
Pero aunque la filosofía fundada en la hipótesis de un estado natural ha caído de
la estima general, en cuanto que es observada en su aspecto más tosco y
palpable, no se sigue que en sus formas más sutiles haya perdido plausibilidad,
popularidad o poder. Creo, como ya he señalado, que es todavía la gran
antagonista del método histórico y siempre que -objeciones religiosas aparte- se
observe a cualquier mente resistir o despreciar ese modo de investigación, ésta
se hallará generalmente bajo la influencia de un prejuicio o una parcialidad
viciosa atribuibles a la creencia consciente o inconsciente en una condición de la
sociedad o del individuo no histórica y natural. Las doctrinas sobre la naturaleza y
el derecho natural han conservado su energía, sobre todo, por haberse aliado
con tendencias políticas y sociales. Algunas de esas tendencias se han visto
estimuladas por la doctrina del derecho natural; a otras las ha creado y a un gran
número les ha dado expresión y forma. Es obvio que forman parte de las ideas
que constantemente se irradian desde Francia al mundo civilizado y, de este
modo, se vuelven parte del pensamiento general, mediante el cual se modifica la
civilización. El valor de la influencia que así ejercen sobre el destino de la raza es
naturalmente uno de los puntos más ardientemente debatidos de nuestro tiempo.
Discutirlo está fuera del alcance de este tratado. No obstante, mirando hacia
atrás, al periodo en que la doctrina del estado natural adquirió el máximo de
importancia política, habrá pocos que nieguen su enorme contribución a los
desengaños más crasos en los que fue tan fértil la primera Revolución Francesa.
Reveló o contribuyó a revelar los vicios de ciertos hábitos mentales universales de
la época: desdén por el derecho positivo, irritación con la experiencia, y
preferencia por un a priori sobre cualquier otro razonamiento. En proporción,
también, a medida que esta filosofía se ha apoderado de mentes que no se han
dedicado mucho al pensamiento ni se han fortalecido mediante la observación,
su tendencia es a volverse claramente anárquica. Es sorprendente observar
cuántos de los Sophismes Anarchiques, que Dumont publicó para Bentham y que
incorporan errores de Bentham de influencia claramente francesa, se derivan de
la hipótesis romana, en su versión francesa, y son ininteligibles a menos que se
relacionen con ella. En este punto, constituye asimismo un raro ejercicio consultar
el Moniteur durante las principales etapas de la Revolución. Las apelaciones al
derecho y estado natural se vuelven: más frecuentes a medida que los tiempos se
hacen más ignorantes. Son comparativamente escasas en la Asamblea
Constituyente; mucho más frecuentes en la Asamblea Legislativa, y durante la
Convención -en medio del estrépito del debate sobre conspiración y guerra- se
vuelven continuas.
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Hay un ejemplo sencillo que ilustra muy bien los efectos de la teoría del derecho
natural en la sociedad moderna e indica lo lejos que están esos efectos de
haberse agotado. Creo que está fuera de toda duda el hecho de que debemos al
supuesto derecho natural la doctrina de la igualdad fundamental de todos los
hombres. El que todos los hombres son iguales es una proposición -de entre un
gran número de ellas- que, con el transcurso del tiempo, se ha vuelto política. Los
jurisconsultos romanos de la era Antonina establecieron que omnes homines
natura requales sunt, pero, a sus ojos, éste era un axioma estrictamente jurídico.
Intentaba afirmar que -bajo el hipotético derecho natural, y también en lo que el
derecho positivo se le parecía- las distinciones arbitrarias que el derecho civil
romano mantenía entre diferentes clases de personas cesaba de tener existencia
legal. La regla era de considerable importancia para el practicante romano, al
que había que recordarle que, puesto que se asumía que la jurisprudencia
romana concordaba exactamente con el código natural, en los tribunales
romanos no podía establecer diferencias entre ciudadanos y extranjeros, entre
hombres libres y esclavos, entre agnate y cognate. Los jurisconsultos que así se
expresaban ciertamente nunca pensaron en censurar el orden social, en el que el
derecho civil no guardaba una relación exacta con la teoría; tampoco creyeron,
aparentemente, que el mundo vería alguna vez una sociedad humana
completamente asimilada a la naturaleza. Pero, cuando la doctrina de la
igualdad humana hizo su aparición con un traje moderno, se había adoptado
evidentemente un nuevo matiz significativo. Donde el jurisconsulto romano había
escrito aequales sunt, significando exactamente lo que decía, el jurisconsulto
moderno escribió todos los hombres, son iguales, en el sentido de todos los
hombres deberían ser iguales. La peculiar idea romana de que el derecho natural
coexistía con el derecho civil, y gradualmente, lo absorbía, había sido
evidentemente perdida de vista, o se había vuelto ininteligible, y las palabras que
a lo más, habían transmitido una teoría sobre el origen, composición y desarrollo
de las instituciones humanas, comenzaban a expresar el sentido de un agravio
duradero sufrido por la humanidad. Ya al principio del siglo XIV, el lenguaje
ordinario sobre la condición innata de los hombres, aunque obviamente trata de
ser idéntico al de Ulpiano y sus contemporáneos, había asumido una forma y
significado totalmente diferentes. El preámbulo a la famosa ordenanza del rey Luis
Hutin emancipando a los siervos de los dominios reales habría sonado extraño a
oídos romanos. Mientras, según el derecho natural, todo el mundo debería nacer
libre, y mediante algunos usos y costumbres que, desde la antigüedad, han sido
introducidos y mantenidos hasta ahora en nuestro reino, y por ventura en razón de
los delitos de sus predecesores, muchas personas del pueblo común han caído
en el vasallaje, por tanto, Nosotros, etc.. Lo anterior no es la enunciación de una
regla legal, sino de un dogma político. A partir de esta fecha, los jurisconsultos
franceses hablan de la igualdad de los hombres como si se tratara de una verdad
política que había sido conservada en los archivos de su ciencia. Igual que
respecto a todas las deducciones de la hipótesis de un derecho natural, se asintió
lánguidamente y se sufrió tener poca influencia sobre opinión y práctica, hasta
que salió de la posesión de los jurisconsultos y fue a dar a los literatos del siglo
XVIII y al público que se hallaba a sus pies. Entre ellos, se convirtió en el principio
más claro de su credo e, incluso, fue considerado como un sumario de todos los
otros. Es probable, sin embargo, que el poder que adquirió finalmente sobre los
43
acontecimientos de 1789 no fuese enteramente debido a su popularidad en
Francia, pues a mediados de siglo había cruzado a América. Los jurisconsultos
norteamericanos, especialmente los de Virginia, parecen haber poseído un
conjunto de conocimientos que difería principalmente del de sus
contemporáneos ingleses al concluir partes que solamente podían haberse
derivado de la literatura legal de la Europa continental. Un vistazo a los escritos de
]efferson mostraría hasta qué punto su mente se hallaba influenciada por las
opiniones semi-jurídicas, semi-populares, entonces en boga en FrancIa, y no
dudamos de que fue la simpatía por las ideas de los juristas franceses lo que llevó
a él y a otros jurisconsultos coloniales, que guiaron la marcha de los
acontecimientos en Norteamérica, a unir en las primeras líneas de su Declaración
de Independencia el supuesto, típicamente francés, de que todos los hombres
son iguales con el supuesto, más familiar entre los anglosajones, de que todos los
hombres nacen libres. El pasaje fue de enorme importancia para la historia de la
doctrina. Los jurisconsultos norteamericanos, al afirmar prominente y
enfáticamente la igualdad fundamental de todos los seres humanos, dieron
impulso a los movimientos políticos en su propio país y, en menor grado, a los de
la Gran Bretana, que está aun lejos de haberse agotado. Pero además regresaron
el dogma que ellos habían adoptado a su lugar de origen, Francia, dotado de
mayor energía y disfrutando de mayores derechos a una buena acogida y al
respeto general. Aun los más precavidos políticos de la primera Asamblea
Constituyente repetían la proposición de Ulpiano como si se encomendara de
inmediato a los instintos e instituciones de la humanidad, y, de todos los principios
de 1789 es el que ha sido menos enérgicamente atacado, el que ha fermentado
de una manera más completa la opinión moderna y el que promete modificar
más profundamente la constitución de sociedades y la política de los Estados.
El derecho natural cumplió su función más importante al dar a luz el moderno
Derecho Internacional y el actual derecho de guerra. Pero esta parte de sus
efectos hay que descartarla aquí con una simple mención, indigna de su gran
importancia.
Entre los postulados que forman la base del Derecho Internacional, o la parte que
retenga todavía de la forma que le dio su arquitecto original, hay dos o tres de
importancia preeminente. El primero está expresado en la posición de que hay un
determinado derecho natural. Grocio y sus sucesores tomaron directamente de
los romanos el supuesto, pero diferían ampliamente de los jurisconsultos romanos
y entre sí en sus ideas sobre el modo de determinación. La ambición de casi todo
publicista que ha florecido desde el Renacimiento ha sido proporcionar
definiciones nuevas y más manejables sobre la naturaleza y el derecho natural. Es
lógico que la concepción, al pasar por la larga serie de escritores de derecho
público, haya reunido en torno a ella una larga acrecencia, consistente en
fragmentos de ideas de casi todas las teorías éticas que, a su vez, han tomado
posesión de las escuelas. Sin embargo, es una prueba notable del carácter
esencialmente histórico de la concepción el que, después de todos los esfuerzos
que se han hecho para desarrollar el código natural, a partir de las características
necesarias del estado natural, gran parte del resultado sea igual al que habría
sido si los hombres hubieran quedado satisfechos con adoptar las sentencias de
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los jurisconsultos romanos sin cuestionarlas o revisarlas. Poniendo a un lado el
Convencional o Tratado del derecho de gentes, es sorprendente hasta qué grado
el sistema está formado de puro Derecho Romano. Siempre que hay una doctrina
de los jurisconsultos que afirma que está en armonía con el Jus Gentium, los
publicistas han encontrado una razón para tomarla prestada, por muy claras que
sean las señales de un origen claramente romano. Podemos observar también
que las teorías derivativas sufren las debilidades de la noción primaria. Entre la
mayoría de los publicistas, el modo de pensar es todavía mixto. Al estudiar a estos
escritores, la gran dificultad siempre consiste en descubrir si están discutiendo
sobre derecho o sobre moralidad; si el estado de las relaciones internacionales
que describen es ideal o real y si formulan lo que es, o lo que, en su opinión,
debería ser.
Entre los supuestos que sustenta el Derecho Internacional, el que le sigue en
categoría es que el derecho natural obliga a los Estados inter se. Pueden trazarse
una serie de afirmaciones o admisiones de este principio hasta la misma infancia
de la ciencia jurídica moderna, y, a primera vista, parece una inferencia directa
de la enseñanza de los romanos. El estado civil de la sociedad se distingue del
natural por el hecho de que, en el primero, hay un autor explícito de la ley,
mientras que en el último parece como si, desde el momento en que se admite
que un cierto número de unidades no obedecen a un soberano común o superior
político, fueran arrojados en los mandatos ulteriores del derecho natural. Los
Estados son esas unidades; la hipótesis de su independencia excluye la noción de
un legislador común y extiende, por tanto, según una cierta gama de ideas, la
noción de sumisión al primitivo orden natural. La alternativa consiste en considerar
las comunidades independientes, como no relacionadas entre sí por ninguna ley,
pero esta condición de desorden es exactamente el vacío que la naturaleza de
los jurisconsultos detestaba. Existen razones aparentes para creer que, si el juicio
del jurisconsulto romano se basaba en una esfera de la que había desaparecido
el derecho civil, instantáneamente se llenaría el vacío con las ordenanzas
naturales. No es seguro, sin embargo, asumir que en cualquier periodo de la
historia fueran sacadas las mismas conclusiones, por muy certeras e inmediatas
que nos parezcan. Nunca se ha aducido un pasaje de las obras del Derecho
Romano que, a mi juicio, pruebe que los jurisconsultos hayan creído que el
desarrollo natural tuviese carácter obligatorio entre Repúblicas independientes y
por la información que tenemos podemos ver que a los ciudadanos del Imperio
Romano, que consideraban sus dominios soberanos como coextensivos con la
civilización, el sometimiento igual de los diferentes Estados al derecho natural -en
caso de que fuese proyectado tal sometimiento- debe haberles parecido, a lo
más, el resultado extremo de una teoría rara. La verdad es que el Derecho
Internacional moderno, sin duda alguna descendiente del Derecho Romano, está
asociado con él solamente mediante una filiación irregular. Los primeros
intérpretes modernos de la jurisprudencia romana, al juzgar erróneamente el
significado del Jus Gentium, asumieron sin vacilaciones que los romanos les
habían legado un sistema de reglas para el ajuste de las transacciones
internacionales. Ese derecho de gentes fue, al principio, una autoridad que tuvo
que enfrentarse a formidables competidores, y las condiciones europeas fueron
durante largo tiempo de tal calibre que excluyeron su aceptación universal.
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Gradualmente, sin embargo, el mundo occidental adoptó una opinión más
favorable hacia la teoría de los civiles; las circunstancias destruyeron la autoridad
de las doctrinas rivales, y, finalmente, en una coyuntura peculiarmente oportuna,
Ayala y Grocio pudieron conseguirle el beneplácito entusiasta de Europa. Ese
beneplácito ha sido renovado una y otra vez en todo tipo de acuerdos solemnes.
Huelga decir que los grandes hombres a los que se debe su triunfo trataron de
establecerlo sobre una base enteramente nueva y es incuestionable que, en el
curso de su cambio de situación, alteraron una buena parte de su estructura,
aunque en menor grado de lo que comúnmente se supone. Habiendo tomado de
los jurisconsultos antoninos la idea de que el Juris Gentium y el Jus Naturae eran
idénticos, Grocio, junto con sus predecesores y sucesores inmediatos, atribuyó al
derecho natural una autoridad que tal vez nunca hubiera sido reclamada para él,
si derecho de gentes no hubiese sido en esa época una expresión ambigua.
Afirmaron sin reservas que el derecho natural es el código de los Estados y, de
este modo, pusieron en operación un proceso que ha continuado prácticamente
hasta nuestros días: el proceso de injertar en el sistema internacional reglas que se
supone han surgido de la simple contemplación de la naturaleza. Surge también
una consecuencia de inmensa importancia práctica para la humanidad que,
aunque no desconocida en la primera etapa de la historia moderna de Europa,
no fue nunca clara y universalmente reconocida hasta que las doctrinas de la
escuela de Grocio hubieron prevalecido. Si la sociedad de naciones es
gobernada por el derecho natural, los átomos que la componen deben ser
absolutamente iguales. Los hombres bajo el cetro de la naturaleza son todos
iguales y, por tanto, las Repúblicas son iguales si el estado internacional es un
estado natural. La proposición de que las comunidades independientes, por muy
diferentes que sean en tamaño y poder, son todas iguales en vista del derecho de
gentes, ha contribuido en buena medida a la felicidad de la humanidad, aunque
está constantemente amenazada por las tendencias políticas de cada época. Es
una doctrina que, probablemente, nunca habría obtenido una base segura si el
Derecho Internacional no debiera enteramente sus majestuosos derechos
naturales a los publicistas que escribieron después del Renacimiento.
En conjunto, sin embargo, es asombroso, como ya he señalado, la poca
proporción que guardan las adiciones hechas al Derecho Romano desde la
época de Grocio con los ingredientes que fueron sencillamente tomados del
estrato más antiguo del Jus Gentium romano. La adquisición de territorio ha sido
siempre el gran acicate de la ambición nacional, y las reglas que gobiernan esta
adquisición, junto con las reglas que moderan las guerras en que muy
frecuentemente resultan, son meramente transcritas de la parte del Derecho
Romano que trata de los modos de adquirir propiedad jure gentium. Estos medios
de adquisición fueron sacados de los jurisconsultos más antiguos, como he
tratado de explicar, abstrayendo un ingrediente común de ciertos usos que fueron
observados entre las varias tribus que circundaban Roma. Al clasificarlos, en base
a su origen en el derecho común de gentes, los jurisconsultos posteriores creyeron
que encajarían, por su simplicidad, en la concepción más reciente de un derecho
natural. De este modo, se abrieron paso hasta el moderno Derecho Internacional.
El resultado es que, aquellas partes del sistema internacional que se refieren a
dominio, su naturaleza, sus limitaciones, los modos de adquirirlo y asegurarlo, son
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puro Derecho Romano sobre la propiedad. Es decir, contiene la parte del Derecho
Romano sobre propiedad que los jurisconsultos antoninos estimaron adecuada
para guardar cierta congruencia con el estado natural. Para que estos principios
del Derecho Internacional puedan ser susceptibles de aplicación, es necesario
que los soberanos estén relacionados entre sí, igual que lo estaban los miembros
de un grupo propietario romano. Este es otro de los postulados que yacen en el
umbral del código internacional, al que no hubiera sido posible suscribirse
durante los primeros siglos de la moderna historia europea. Se puede resumir en la
doble proposición de que la soberanía es territorial, es decir, que va siempre
asociada a la propiedad de una porción de la superficie terrestre, y que los
soberanos inter se son considerados no supremos, sino absolutos dueños del
territorio del Estado.
Muchos escritores contemporáneos de Derecho Internacional asumen
tácitamente que las doctrinas de su sistema, fundadas en los principios de
equidad y sentido común, se prestaron fácilmente a ser razonadas en todas las
etapas de la civilización moderna. Pero este supuesto, al mismo tiempo que
esconde algunos defectos reales de la teoría internacional, es totalmente
insostenible en lo que respecta a una buena parte de la historia moderna. No es
cierto que la autorIdad del Jus Gentium, en cuanto a los intereses de las naciones,
haya sido siempre aceptada; al contrario, ha tenido que luchar continuamente en
contra de las pretensiones de varios sistemas en competencia. No es tampoco
cierto que el carácter territorial de la soberanía haya sido reconocido siempre,
pues, por largo tiempo, tras la disolución del dominio romano, los hombres se
hallaban bajo la influencia de ideas irreconciliables con tal concepción. Tenía
que decaer un viejo estado de cosas y de los puntos de vista asociados a él, tenía
que surgir una nueva Europa, un aparato análogo de nociones nuevas, antes de
que los dos postulados principales del Derecho Internacional pudieran admitirse
universalmente.
Es sumamente importante tener presente que, durante gran parte del periodo que
generalmente denominamos historia moderna, no se abrigaba una concepción
del tipo de soberanía territorial. La soberanía no iba asociada al dominio sobre
una porción o subdivisión de la tierra. El mundo había yacido tantos siglos bajo la
sombra de la Roma Imperial como para haber olvidado esta distribución de los
vastos espacios comprendidos dentro del Imperio. Este ya se había dividido en un
cierto número de Repúblicas independientes, que reclamaban la inmunidad
contra la interferencia extrínseca y pretendían tener igualdad de derechos
nacionales. Después del apaciguamiento de las irrupciones bárbaras, la noción
de soberanía que prevaleció parece haber sido doble. De una parte, asumió la
forma de lo que podría llamarse soberanía-tribal. Los francos, los borgoñones, los
vándalos, los lombardos y visigodos eran, naturalmente, amos de los territorios
que ocuparon y a los que algunos de ellos habían dado un nombre geográfico;
pero no basaban sus derechos en la posesión territorial y, de hecho, no le daban
importancia alguna. Parecen haber retenido las tradiciones que les acompañaron
desde la selva y la estepa, y haber continuado siendo una sociedad patriarcal,
una horda nómada, simplemente acampados por un cierto tiempo en el suelo
que les daba el sustento. Una parte de la Galia Transalpina, junto con una parte
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de Alemania, formaban ahora el país ocupado de facto por los francos -era
Francia-; pero la línea de capitanes Merovingios, los descendientes de Clodoveo,
no eran reyes de Francia, eran reyes de los Francos. La alternativa de esta noción
particular de soberanía parece haber sido -y este es el punto importante- la idea
de dominio universal. El momento en que un monarca se apartaba de la relación
especial de jefe de clan, y solicitaba, por razones personales, ser investido con
una nueva forma de soberanía, el único precedente que se presentaba era la
dominación de los emperadores romanos. Para parodiar una cita común, él
devenía aut Cesar aut nullus. O bien asumía todas las prerrogativas del
emperador bizantino o carecía de todo status político. En nuestro propio tiempo,
cuando una nueva dinastía desea arrasar con el título prescriptivo de una línea
destronada, toma su designación del pueblo, en lugar del territorio. Así tenemos
emperadores y reyes de los franceses, y un rey de los belgas. En el periodo de
que hemos estado hablando, bajo circunstancias similares, se presentaba una
alternativa diferente. El jefe que ya no pudiera llamarse rey de la tribu debía
pretender ser emperador del mundo. Así, cuando los alcaldes hereditarios de
palacio hubieron cesado de establecer un compromiso con los monarcas a los
que ya hacía tiempo habían virtualmente destronado, pronto se mostraron reacios
a llamarse reyes de los francos, título que pertenecía a los destronados
merovingios; pero tampoco se avinieron a llamarse reyes de Francia, pues tal
designación, aunque aparentemente no era desconocida, no era un título de
dignidad. De conformidad, se hicieron aspirantes al imperio universal. Sus motivos
han sido comprendidos muy mal. Escritores franceses recientes han dado por
sentado que Carlomagno iba por delante de (o antecedió a) su época, tanto por
el carácter de sus designios como por la energía con que los acometió. Sea o no
cierto el que alguien, en algún momento, pueda ir por delante de su época, el
hecho real es que Carlomagno, al aspirar a un dominio ilimitado, estaba tomando
el único curso que las ideas características de su época le permitían seguir. Está
fuera de toda duda su eminencia intelectual, pero ésta la han probado sus
hechos y no su teoría.
Estos puntos de vista singulares no se alteraron ante la participación de la
herencia de Carlomagno entre sus tres nietos. Carlos el Calvo, Luis y Lotario eran
todavía, teóricamente -si es adecuado utilizar la palabra-, emperadores de
Roma. Al igual que los césares de los Imperios Oriental y Occidental habían sido
cada uno de ellos emperador de jure de todo el mundo, con un control de facto
sobre la mitad. Los tres carolingios, de este modo parecen haber considerado su
poder limitado, pero sus títulos absolutos. La misma universalidad teórica de la
soberanía continuaba asociada con el trono imperial tras la segunda división a la
muerte de Carlos el Gordo, y, de hecho, nunca fue totalmente disociado de él
mientras duró el imperio de Alemania. La soberanía territorial -la idea que asocia
soberanía con la posesión de una porción limitada de la superficie terrestre- fue
claramente un vástago, aunque tardío, del feudalismo. Esto podría haberse
esperado a priori, pues el feudalismo fue el primero que vinculó los deberes
personales y, en consecuencia, los derechos personales a la propiedad de la
tierra. Independientemente de cuál sea el punto de vista sobre su origen y
naturaleza legal, el mejor modo de representar en forma vívida la organización
feudal es comenzar con la base, considerar la relación del arrendatario al pedazo
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de tierra que creaba y limitaba sus servicios, y luego elevarse, por medio de
círculos cada vez más estrechos de super-enfeudación, hasta aproximarse a la
cúspide del sistema. No es fácil decidir dónde estaba exactamente esa cúspide
durante la última parte de la Edad Media. Es probable que, toda vez que la
concepción de la soberanía tribal había realmente decaído, el punto más alto le
fuese siempre asignado al supuesto sucesor de los césares de Occidente. Pero
antes de que transcurriese mucho tiempo, cuando ya la esfera real de la
autoridad imperial había disminuido inmensamente, cuando los emperadores
habían concentrado los escasos restos de su poder en Alemania y el norte de
Italia, los grandes señores feudales de todas las porciones distantes del antiguo
Imperio Carolingio se hallaban prácticamente sin una cabeza suprema. Poco a
poco, se habituaron a la nueva situación y el hecho de la inmunidad dejó
finalmente a un lado la teoría de dependencia. Sin embargo, existen numerosos
vestigios de que este cambio no se logró muy fácilmente, y, de hecho, podemos
indudablemente asignar la creciente tendencia a atribuir una superioridad
secular a la Sede de Roma a la impresión general de que está dentro de la
naturaleza de las cosas el que haya una dominación culminante en alguna parte.
El fin de la primera etapa en la revolución de las ideas está marcado por la
ascensión de la dinastía de los Capetos en Francia. Cuando el príncipe feudal de
un territorio limitado de los alrededores de París comenzó a llamarse Rey de
Francia pues, accidentalmente, había unido un número desusado de soberanías
bajo su persona, se convirtió en rey, en un sentido totalmente nuevo: un soberano
que mantenía la misma relación con el suelo de Francia que un barón con su
heredad, o el arrendatario con su parcela. El precedente, no obstante, fue tan
influyente como innovador, y la forma de la monarquía francesa tuvo efectos
visibles en la activación de cambios que se estaban llevando a cabo en otras
partes en la misma dirección. La monarquía de las casas reales anglosajonas se
hallaba a medio camino entre la jefatura de una tribu y una supremacía territorial;
pero la superioridad de los monarcas normandos, imitada de la del rey de
Francia, era claramente una soberanía territorial. Todo dominio que fue
establecido o consolidado posteriormente se conformó según el último modelo.
España, Nápoles y los principados fundados sobre las ruinas de la libertad
municipal en Italia, se hallaban bajo gobernantes cuya soberanía era territorial.
Habría que añadir que pocas cosas son más curiosas que el lapso gradual de los
venecianos de un punto de vista al otro. Al comienzo de sus conquistas
extranjeras, la República se consideraba como la antítesis de la República
romana, gobernante de un cierto número de provincias sometidas. Un siglo más
tarde, uno encuentra que desea ser considerada como un soberano corporativo,
con derechos de soberano feudal sobre sus posesiones en Italia y en el mar Egeo.
Durante el periodo en el que las ideas populares sobre el asunto de la soberanía
estaban sufriendo este cambio notable, el sistema que continuó en el lugar de lo
que ahora denominamos Derecho Internacional, era heterogéneo en forma e
inconsistente con los principios a los que apelaba. En la parte de Europa que
quedaba comprendida en el Imperio Romano-germánico, la conexión de los
Estados confederados estaba regulada por el complejo y todavía incompleto
mecanismo de la constitución imperial, y, por sorprendente que parezca, una de
las nociones favoritas de los jurisconsultos alemanes era que las relaciones entre
49
las Repúblicas dentro y fuera del imperio deberían ser reguladas no por el Jus
Gentium, sino por la pura jurisprudencia romana, de la que el César era todavía el
centro. Esta doctrina era menos abiertamente repudiada en los países distantes
de lo que podríamos suponer. Pero, en lo sustancial, en el resto de Europa, las
subordinaciones feudales proporcionaron un sustituto del derecho público, y,
cuando aquéllas fueron socavadas o se volvieron ambiguas, quedaba detrás, al
menos en teoría, una fuerza reguladora suprema en la autoridad de la cabeza de
la Iglesia. Es cierto que la influencia eclesiástica y feudal decayó rápidamente
durante el siglo XV, e incluso durante el siglo XIV, y, si examinamos de cerca los
pretextos de las guerras y los motivos confesados de las alianzas, se verá que,
paralelamente al desplazamiento de los viejos principios, los principios después
armonizados y consolidados por Ayala y Grocio, estaban haciendo grandes
avances, aunque en silencio y con lentitud. No es posible decidir ahora si la fusión
de todas las fuentes de autoridad se habrían convertido finalmente en un sistema
de relaciones internacionales y si este sistema habría mostrado diferencias
materiales de la obra de Grocio, pues, de hecho, la Reforma destruyó todos sus
elementos potenciales excepto uno. Nacida en Alemania dividió a los príncipes
del imperio tan profundamente que ni siquiera la supremacía imperial pudo
superar las diferencias, aun cuando el superior imperial había permanecido
neutral. No obstante, se vio forzado a tomar partido al lado de la Iglesia en contra
de los reformadores; el Papa se vio, como es natural, en el mismo predicamento,
y, de este modo, las dos autoridades a quienes correspondía el papel de
mediación entre los combatientes se convirtieron en los líderes de una gran
facción en el cisma de las naciones. El feudalismo, ya debilitado y desacreditado
como principio de relaciones públicas, no proporcionaba un lazo lo bastante
estable para contrapesar las alianzas religiosas. En condiciones en que el
derecho público se hallaba en un estado poco menos que caótico, aquellas
opiniones sobre un sistema estatal, que supuestamente habían ratificado los
jurisconsultos romanos, fue lo único que permaneció. La forma, la simetría. y la
preeminencia que asumieron en manos de Grocio son conocidas de todo
hombre culto; pero lo maravilloso del tratado De Jure Belli et Pacis fue su éxito
rápido. completo y universal. Los horrores de la Guerra de los Treinta Años, el
terror y piedad ilimitadas que provocaba la desenfrenada licencia de la
soldadesca, deben indudablemente tomarse en cuenta para comprender, en
cierto grado, ese éxito, pero no lo explican en su totalidad. No se necesita estar
empapados de las ideas de aquella época para comprender que, si el plan
básico del edificio internacional que fue diseñado en el gran libro de Grocio no
hubiera sido teóricamente perfecto, habría sido descartado por los juristas y
olvidado por estadistas y soldados.
Es obvio que la perfección teórica del sistema de Grocio está íntimamente
relacionada con la concepción de soberanía territorial que hemos estado
analizando. La teoría del Derecho Internacional asume que las Repúblicas se
hallan, relativamente entre sí, en un estado natural; pero los átomos componentes
de una sociedad natural tienen que, dado el supuesto fundamental, estar aislados
e independientes entre sí. Si hubiere un poder superior relacionándolos, por muy
superficial y ocasionalmente que fuese, mediante el derecho de una supremacía
común, la misma concepción de un superior común introduce la noción de
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derecho positivo, y excluye la idea de un derecho natural. Se sigue, por tanto,
que si se hubiera admitido la soberanía universal de una cabeza imperial, aun en
simple teoría, los trabajos de Grocio habrían resultado en vano. Tampoco es éste
el único punto de confluencia entre el derecho público moderno y la concepción
de soberanía, cuyo desarrollo he tratado de describir. Ya he señalado que hay
apartados completos de jurisprudencia internacional que traducen el Derecho
Romano sobre propiedad. ¿Cuál es, entonces, la influencia? Es la siguiente: si no
hubiera habido tal cambio como el que he descrito al hablar de soberanía, si la
soberanía no hubiera estado relacionada con la propiedad de una porción
limitada de la tierra, si, en otras palabras, la soberanía no se hubiera hecho
territorial, tres cuartas partes de la teoría de Grocio habrían sido, inaplicables.
CAPÍTULO V
La sociedad primitiva y el derecho antiguo
En la época moderna nunca se ha perdido de vista la necesidad de someter el
campo de la jurisprudencia al tratamiento científico. La conciencia de esa
necesidad ha resultado en ensayos realizados por mentes de muy variado
calibre. No creo que sea mucha presunción afirmar que lo que hasta la fecha ha
ocupado el lugar de ciencia ha sido, en buena parte, un conjunto de conjeturas -
las mismísimas conjeturas que se hacían los jurisconsultos romanos- que fueron
analizadas en los dos capítulos precedentes. Una serie de enunciados explícitos,
que reconocen y adoptan estas teorías conjeturales acerca de un estado natural,
junto con un sistema de principios análogo, se ha desarrollado, con breves
interrupciones, desde la época de sus inventores hasta nuestros días. Aparecen
en las anotaciones de los glosadores que fundaron la jurisprudencia moderna, y
en los estudios de los juristas escolásticos que los sucedieron. Se hallan asimismo
visibles en los dogmas de los canonistas. Los eminentes jurisconsultos que
florecieron durante el Renacimiento los hicieron famosos. Grocio y sus sucesores
les dieron brillantez, plausibilidad e importancia práctica. Pueden también leerse
en los capítulos introductorios de nuestro propio Blackstone, quien los ha transcrito
textualmente de Burlamaqui. Finalmente, siempre que los manuales publicados
hoy en día, para orientación de estudiantes y profesionales, comienzan con una
discusión de los primeros principios del derecho, inevitablemente se transforman
en un reenunciado de la hipótesis romana. Los disfraces que adoptan dichas
conjeturas así como su forma original nos proporcionan una idea adecuada de la
enorme sutileza con que se hallan entremezcladas en el pensamiento humano. La
teoría de Locke, que atribuye el origen del derecho a un contrato social, apenas
esconde su raíz romana y, en la realidad, fue solamente un traje con el que las
ideas antiguas se presentaron en una forma más atractiva a una generación
particular. De otra parte, la teoría de Hobbes sobre el mismo tema fue ideada a
propósito para repudiar la realidad de un derecho natural tal como lo habían
concebido los romanos y sus discípulos. Sin embargo, estas dos teorías, que
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durante largo tiempo dividieron a los políticos partidarios ingleses en campos
hostiles, se parecen estrictamente en su supuesto fundamental: un estado de la
raza no histórico e inverificable. Sus autores difieren sobre las características del
estado presocial, y sobre la naturaleza de la extraordinaria acción mediante la
cual los hombres se elevaron hasta la organización social que nosotros
conocemos, pero estaban de acuerdo en que un gran abismo separaba al
hombre primitivo del hombre social. Esta noción, indudablemente, la tomaron,
consciente o inconscientemente, de los romanos. Si realmente se considera el
fenómeno legal del modo en que estos teóricos lo consideraron -es decir, como
una totalidad vasta y compleja- no es de extrañar que la mente evada a menudo
la tarea que se ha señalado y recurra a alguna conjetura ingeniosa que
(interpretada plausiblemente) parecerá reconciliar todo, o bien que, a veces,
renuncie -desesperada- al trabajo de sistematización.
De entre las teorías de jurisprudencia que tienen la misma base especulativa que
la doctrina romana hay que excepcionar a dos muy célebres. La primera es la
que se halla asociada al nombre de Montesquieu. A pesar de que hay algunas
expresiones ambiguas en la primera parte del Esprit des Lois, que parecen mostrar
la renuencia del escritor a romper muy abiertamente con opiniones hasta
entonces populares, la dirección general del libro es indicar una concepción de
su tema muy diferente de cualquiera de las que se habían abrigado
anteriormente. Se ha señalado con frecuencia que, de entre la enorme variedad
de ejemplos que se pueden sacar de muchos estudios de los supuestos sistemas
de jurisprudencia, hay un evidente cuidado en hacer resaltar aquellas costumbres
e instituciones que asombran al lector civilizado por su tosquedad, rareza o
indecencia. Lo que se infiere constantemente es que las leyes son producto del
clima, la situación local, el accidente o la impostura, es decir, fruto de cualquier
causa excepto de las que parecen operar con una mediana constancia.
Montesquieu, de hecho, parece haber concebido la naturaleza humana como
enteramente plástica, como algo que reproduce pasivamente las impresiones y
se somete implícitamente a los impulsos que recibe del exterior. Y aquí se
encuentra el error que, sin duda, vicia su sistema como tal. Menosprecia
enormemente la estabilidad de la naturaleza humana. Presta muy poca o
ninguna atención a las cualidades heredadas de la raza, las cualidades que
cada generación recibe de sus predecesores y que transmite, con ligeras
alteraciones, a la generación siguiente. Es muy cierto, de hecho, que no podrá
darse ninguna explicación completa de los fenómenos sociales y, en
consecuencia, de las leyes hasta que no se preste suficiente atención a las
causas modificadoras que se han señalado en el Esprit des Lois; sin embargo, su
número y fuerza parecen haber sido muy exageradas por Montesquieu.
Posteriormente se ha demostrado que muchas de las anomalías que aducía
como ejemplo se basaban en una información falsa o interpretación errónea. De
las que siguen en pie, no pocas demuestran la permanencia más que la
variabilidad de la naturaleza humana dado que son vestigios de estados
anteriores que sobrevivieron obstinadamente a las influencias que se dejaron
sentir en otros campos. Nuestra constitución mental, moral y física es muy
partidaria de la estabilidad y opone una gran resistencia al cambio de tal modo
que, a pesar de que las variaciones de la sociedad humana en una parte de
52
mundo son claramente visibles, sin embargo, no son ni tan rápidas ni tan extensas
que no se puedan determinar. En el estado actual del conocimiento no podemos
aspirar más que a una cierta aproximación a la verdad, pero no existe razón
alguna para creer que sea tan remota o (lo que equivale a lo mismo) que
requerirá tantos cambios futuros como para que, finalmente, resulte enteramente
inútil e ineducativa.
La otra teoría a la que se ha hecho referencia es la teoría histórica de Bentham.
Esta teoría que es propuesta oscuramente (y puede incluso decirse que con
timidez) en varias partes de las obras de Bentham es muy distinta del análisis de la
concepción del derecho que inició en el Fragmento sobre el Gobierno y que ha
sido completado recientemente por John Austin. La resolución de una ley en un
mandato de una naturaleza particular, impuesta en condiciones especiales, no
hace más que protegernos de una dificultad -una dificultad enorme, claro está-
del lenguaje. Todo el debate permanece abierto en cuanto a los motivos de las
sociedades para auto-imponerse estos mandatos, a la conexión de esos
mandatos entre sí, y la naturaleza de su dependencia respecto de aquellos que
los precedieron y a los que han superado. Bentham señala que las sociedades
modifican, y siempre han modificado, sus leyes de acuerdo a los cambios
operados en sus ideas acerca de lo que es la utilidad general. Es difícil afirmar
que esta proposición sea falsa, pero ciertamente parece ser infructuosa. Pues lo
que parece ser útil para una sociedad -o, más bien, para su parte gobernante-
cuando altera un reglamento legal es seguramente lo mismo que tiene presente
cuando realiza el cambio, independientemente de cuál sea ese objeto que tiene
presente. La utilidad y el bien sumo no son más que nombres diferentes del
impulso que incita a la modificación, y cuando establecemos la utilidad como
regla del cambio de una ley u opinión, todo lo que obtenemos de la proposición
es la sustitución de un término claro por un término que necesariamente se
sobreentiende cuando afirmamos que un cambio ocurre.
Existe un descontento tan vasto hacia las teorías existentes de jurisprudencia y
una convicción tan general de que realmente no resuelven las cuestiones que
pretenden arreglar, que se empieza a justificar la sospecha de que alguna línea
de investigación necesaria para obtener un resultado perfecto no ha sido seguida
en su totalidad o ha sido enteramente omitida por sus autores. Y, de hecho, existe
una notoria omisión atribuible a todas estas especulaciones, excepto tal vez a las
de Montesquieu. No toma en cuenta lo que ha sido realmente el derecho en
épocas anteriores al periodo particular en que hicieron su aparición. Sus
creadores observaron con detenimiento las instituciones de su propia época y
civilización y las de otras épocas y civilizaciones con las que guardaban cierta
afinidad intelectual, pero, cuando dirigieron su atención a estados arcaicos de la
sociedad, que presentaban bastantes diferencias superficiales con la suya, todos
dejaron de observar y comenzaron a hacer conjeturas. El error que cometieron es,
por tanto, análogo al error de alguien que, al investigar las leyes del universo
material, comenzara contemplando el mundo físico existente en su conjunto, en
lugar de comenzar con las partículas que son sus ingredientes más simples. A uno
le es difícil ver por qué tal solecismo científico debe ser más defendible en
jurisprudencia que en cualquier otro rubro de pensamiento. Debería parecer
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obvio comenzar a partir de las formas sociales más simples en un estado lo más
cercano posible a su condición rudimentaria. En otras palabras, si siguiéramos el
curso normal en tales investigaciones, deberíamos remontarnos lo más lejos
posible en la historia de las sociedades primitivas. Las sociedades antiguas nos
presentan una serie de fenómenos que no son fáciles, al principio, de
comprender; sin embargo, la dificultad de abordarlos no guarda proporción con
las dudas que nos asaltan al considerar el tremendo embrollo de la organización
social moderna. Es una dificultad que surge de su carácter extraño y raro, no de
su número y complejidad. Uno no supera fácilmente la sorpresa que ocasionan
cuando se observan desde un punto de vista moderno; pero una vez que se
supera esa dificultad son fenómenos escasos y simples. Sin embargo, aun si
plantearan más problemas no se perdería nada en descubrir los orígenes de cada
forma de restricción moral que controla nuestras acciones y conforma nuestra
conducta en el presente.
Los rudimentos del estado social, hasta donde tenemos conocimiento de ellos,
son conocidos por medio de tres clases de testimonios: narraciones de
observadores contemporáneos de civilizaciones menos avanzadas que la suya;
los datos que algunas razas han conservado de su historia primitiva, y el derecho
antiguo. El primer tipo de testimonio es el mejor que podíamos esperar. Como las
razas no avanzan al mismo tiempo, sino a diferentes tasas de progreso, han
habido épocas en que ciertos hombres entrenados en el hábito de la observación
metódica han estado realmente en posición de observar y descubrir la infancia
de la humanidad. Tácito aprovechó muy bien tal oportunidad; pero Alemania, a
diferencia de otros libros clásicos famosos, no ha inducido a otros a seguir el
excelente ejemplo sentado por su autor y el número de esta clase de testimonios
que poseemos es muy escaso. El altivo desprecio que una persona civilizada
tiene hacia sus vecinos bárbaros ha resultado en un notable desinterés por
observarlos, y este descuido se ha visto a veces agravado por el temor, por el
prejuicio religioso, e incluso por la utilización de estos mismos términos -
civilización y barbarie- que transmiten a la mayoría de la gente la impresión de
una diferencia no meramente de grado sino de calidad. Algunos críticos
sospechan que Alemania sacrificó la fidelidad a la acerbidad del contraste y al
carácter pintoresco de la narración. Otras historias que han llegado hasta nosotros
de entre los archivos de los pueblos a cuya infancia se refieren, se hacen
asimismo sospechosas de estar distorsionadas por el orgullo racial o por el
sentimiento religioso de una época más reciente. Es importante, entonces,
observar que estas sospechas, ya sean infundadas o racionales, no son muy
atribuibles al derecho arcaico. Gran parte del viejo derecho que ha llegado a
nosotros se ha preservado meramente porque era viejo. Los que lo practicaron y
obedecieron no pretendían comprenderlo, y, en algunos casos, incluso lo
ridiculizaron y despreciaron. No ofrecieron ninguna explicación acerca de él,
excepto que venía de sus antepasados. Si limitamos nuestra atención, entonces,
a los fragmentos de las instituciones antiguas, que probablemente no hayan sido
tocadas, podemos obtener una concepción clara de ciertas grandes
características de la sociedad a la que pertenecieron. Si avanzamos un paso
más, podemos aplicar nuestro conocimiento a sistemas legales que, como el
Código de Menu, poseen en conjunto una sospechosa autenticidad, y, utilizando
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la clave que hemos conseguido, estamos en condiciones de discriminar aquellas
porciones que son verdaderamente arcaicas de aquellas que se han visto
afectadas por los principios, los intereses o la ignorancia del compilador. Al
menos se admitirá que, si los materiales para este proceso son suficientes y si las
comparaciones se realizan con rigor y exactitud, los métodos ultilizados son tan
poco censurables como aquellos que han llevado a resultados tan sorprendentes
en la filosofía comparada.
El significado del testimonio derivado de la jurisprudencia comparada es
establecer una idea de la condición prístina de la raza humana que es conocida
como Teoría Patriarcal. No hay duda de que esta teoría se basó en sus orígenes
en las historias bíblicas de los patriarcas hebreos de Asia Menor; pero, como ya se
ha explicado, su conexión con la Biblia más bien militaba en contra de su
aceptación como teoría completa, puesto que la mayoría de los investigadores
que hasta muy recientemente se dedicaban con la mayor honestidad a la
coligación de los fenómenos sociales, o bien se hallaban influidos por un fuerte
prejuicio en contra de la antigüedad hebrea o por un enorme deseo de construir
su sistema sin ayuda de datos religiosos. Aún ahora hay cierta predisposición a
infravalorar esas narraciones o, más bien, a rehusar hacer generalizaciones a
partir de ellas, puesto que forman parte de las tradiciones de un pueblo semita. Es
de señalar, no obstante, que el testimonio legal procede casi exclusivamente de
las instituciones de sociedades que pertenecen al tronco indoeuropeo: romanos,
hindúes y eslavos, proporcionan la mayor parte. En el estado actual de la
investigación la dificultad reside en saber dónde parar, decir de qué razas no es
admisible afirmar que la sociedad en que se hallan unidos estuvo originalmente
organizada en base al modelo patriarcal. Los principales lineamientos de tal
sociedad, compilados de los primeros capítulos del Génesis, no tengo por qué
describirlos con detalle, dado que son conocidos por la mayoría de nosotros
desde la infancia, y porque, por el interés que suscitó la controversia que toma su
nombre del debate entre Locke y Filmer, llenan todo un capítulo, aunque no sea
muy útil, de la literatura inglesa. Los puntos que yacen en la superficie de la
historia son: el padre (varón) más viejo -el ascendiente más anciano- es un ser
absolutamente supremo dentro de la familia. Tiene poder de vida o muerte, y ese
poder incluye a sus hijos, a sus casas y a sus esclavos. La relación de hijo y siervo
parecen diferir muy poco más allá de la capacidad que posee el hijo
consanguíneo de llegar a ser un día el cabeza de una familia. Los rebaños y
piaras de los hijos son los rebaños y piaras del padre: y las posesiones del padre,
que posee con un carácter representativo más que propietario, son divididas en
partes iguales a su muerte entre sus descendientes en primer grado. El hijo mayor
recibe a veces una partida doble por derecho de primogenitura, pero más a
menudo no tiene ventaja hereditaria alguna más allá de una precedencia
honorífica. Una inferencia menos obvia de las narraciones bíblicas es que
parecen encaminarnos sobre las huellas de la infracción primaria al poder del
padre. Las familias de Jacob y Esaú se separan y forman dos naciones; pero las
familias de los hijos de Jacob se mantienen juntas y forman un pueblo. Esto se
asemeja al germen inmaduro de un Estado o República y de un orden de cosas
superior a los derechos de la relación familiar.
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Si, como jurista, deseara expresar brevemente las características de la situación
en que se reveló la humanidad en el amanecer de su historia, me contentaría con
citar unos cuantos versos de La Odisea de Homero: (versos en griego que nos es
imposible reproducir, pero cuya traducción al español es como sigue):
No tienen asambleas consultivas ni temistes, pero todo el mundo ejerce
jurisdicción sobre sus esposas e hijos y no hacen caso unos a otros. Estas líneas se
refieren a los cíclopes, y tal vez no sea una idea extravagante sugerir que el
cíclope es el estereotipo que tiene Homero sobre un extranjero y una civilización
menos avanzada. La aversión casi física que cualquier comunidad primitiva siente
por hombres de costumbres muy diferentes a las suyas generalmente se expresa
describiéndolos como monstruos, tales como gigantes, o incluso (lo que es casi
siempre el caso de la mitología oriental) como demonios. Como quiera que sea,
los versos condensan la suma de las sugerencias que nos ofrece la antigüedad
legal. Los hombres se ven primero distribuidos en grupos perfectamente aislados,
cohesionados por su obediencia al padre. El derecho es la palabra del padre,
pero todavía no ha alcanzado la etapa de las temistes que analizamos en el
capítulo primero. Cuando llegamos al estado social en que estas primeras
concepciones legales ya están formadas, encontramos que todavía participan
del misterio y espontaneidad que deben haber caracterizado las órdenes de un
padre despótico, pero al mismo tiempo, dado que proceden de un soberano,
presuponen una unión de grupos familiares en alguna organización más amplia.
La siguiente cuestión que se plantea es cuál es la naturaleza de esta unión y el
grado de intimidad que implica. En este punto, justamente, el derecho arcaico
nos presta un servicio enorme y llena un vacío que, de otro modo, tendría que
haberse llenado mediante conjeturas. En todas sus áreas, el derecho arcaico está
lleno de indicaciones clarísimas de que la sociedad en los tiempos primitivos no
era lo que se asume hoy en día que era: una agregación de individuos. De hecho,
y respecto de los hombres que la componían, era una agregación de familias. El
contraste puede expresarse con mayor fuerza diciendo que la unidad de una
sociedad antigua era la familia; la de una sociedad moderna es el individuo.
Debemos estar preparados para hallar en el derecho antiguo todas las
consecuencias de esta diferencia. Está ideado para que se ajuste a un sistema de
pequeñas corporaciones independientes. Es, por tanto, reducido, puesto que se
ve suplementado por las órdenes despóticas de los cabeza de familia. Es
ceremonioso, porque las transacciones a las que presta atención se asemejan a
asuntos internacionales más que al rápido juego de la relación entre individuos.
Sobre todo posee una peculiaridad cuya importancia total no puede ser
demostrada ahora. Tiene una visión de la vida totalmente distinta de cualquiera
que aparezca en la jurisprudencia desarrollada. Las corporaciones nunca mueren
y, en consecuencia, el derecho primitivo considera las entidades de las que se
ocupa (por ejemplo, el grupo familiar o patriarcal) como perpetuas o
inextinguibles. Este punto de vista se halla estrechamente unido al aspecto
peculiar bajo el que, en tiempos muy antiguos, se presentaban los atributos
morales. La elevación o degradación moral del individuo parece hallarse
confundida o ser postergada por los méritos y ofensas del grupo al que pertenece
el individuo. Si la comunidad peca, su culpa es mucho más que la suma de las
ofensas cometidas por sus miembros; el crimen es un acto corporativo y sus
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consecuencias alcanzan a muchas más personas de las que, de hecho, la han
perpetrado. Si, por otra parte, el individuo es claramente culpable, sus hijos, sus
parientes, los miembros de su tribu o sus conciudadanos sufren con él, y a veces
por él. Sucede así que las ideas de responsabilidad moral y retribución a menudo
parecen ser más claramente asumidas en periodos muy antiguos que en épocas
más avanzadas, pues, como el grupo familiar es inmortal y su exposición al
castigo indefinida, la mente primitiva no se ve confundida por las cuestiones que
se vuelven complicadas tan pronto como se concibe al individuo como algo
totalmente separado del grupo. Un paso adelante en la transición del sencillo
punto de vista antiguo sobre el tema a las explicaciones teológicas y metafísicas
de tiempos posteriores, lo representa la temprana noción griega de la maldición
heredada. El legado recibido del criminal original por su descendencia no era
una exposición al castigo sino a la perpetración de nuevas ofensas que
acarreaban una merecida retribución y, de este modo, la responsabilidad de la
familia se ajustó a la nueva fase del pensamiento que limitaba las consecuencias
del crimen a la figura del delincuente real.
Estaríamos simplificando el problema del origen de la sociedad si basáramos una
conclusión general en las sugerencias que nos proporciona el ejemplo bíblico al
que ya se ha hecho referencia, y supusiéramos que las comunidades
comenzaron a existir cada vez que una familIa permaneció unida en lugar de
separarse a la muerte de su jefe patriarcal. En la mayoría de los Estados griegos y
en Roma persistieron largo tiempo los vestigios de una serie de grupos
ascendentes que al principio constituyeron el Estado. La familia, el hogar y la tribu
romanas pueden tomarse como prototipos y nos los han descrito de tal manera
que apenas podemos evitar concebirlos como un sistema de círculos
concéntricos que se habían expandido gradualmente a partir del mismo punto. El
grupo elemental es la familia, unida por el acatamiento común al varón de más
edad. La agregación de familias constituye la Gens u Hogar. La agregación de
hogares forma la Tribu. La agregación de tribus constituye la República. ¿Estamos
en libertad de seguir estas indicaciones y sentar que la República es una
agregación de personas unidas por la descendencia común de una familia
original? De una cosa podemos estar seguros: todas las sociedades antiguas se
consideraban descendientes de un tronco original, e incluso batallaban en la
incapacidad de comprender razones que no fueran la anterior para mantenerse
juntos en una unión política. La historia de las ideas políticas comienza, de hecho,
con el supuesto de que el parentesco consanguíneo es la única base posible de
comunidad en las funciones políticas. No existía tampoco entonces ninguna de
esas subversiones del sentimiento que nosotros denominamos enfáticamente
revoluciones, tan alarmantes y completas como el cambio que se lleva a cabo
cuando algún otro principio -tal como, por ejemplo, el de la contigüidad local- se
establece por primera vez como la base de la acción política común. En las
primeras Repúblicas, sus ciudadanos consideraban todos los grupos, a los que
tenían derecho a pertenecer, como descendientes de un linaje común. Lo que
era obviamente cierto de la familia, se creyó aplicable primero al hogar, luego a
la tribu y, finalmente, al Estado. Y, sin embargo, hallamos junto con esta creencia
o, si se nos permite usar el término, esta teoría, que cada comunidad guardaba
memorias o tradiciones que demostraban palpablemente la falsedad del
57
supuesto fundamental. Ya sea que miremos a los Estados griegos, o a Roma, o a
las aristocracias teutónicas de Ditmarsh que dieron a Niubuhr tantas ilustraciones
valiosas, o a las asociaciones de los clanes celtas, o a esa extraña organización
social de los rusos y polacos eslavos que sólo últimamente han atraído la
atención, en todas partes se descubren huellas de épocas históricas en que
hombres de ascendencia extranjera fueron admitidos e integrados en la
hermandad original. Si tomamos en cuenta a Roma solamente, percibimos que el
grupo primario, la familia, estaba siendo adulterado constantemente mediante la
práctica de la adopción, al mismo tiempo que parecen haberse difundido
continuas historias sobre la extracción exótica de una de las tribus originales y
sobre una gran adición hecha a los hogares por uno de los primeros reyes. La
composición del Estado, que todo el mundo asumía como natural, era, en gran
medida, artificial. Este conflicto entre creencia o teoría y hecho real es, a primera
vista, muy extraño; pero lo que realmente ilustra es la eficiencia con que operan
las ficciones legales en la infancia de la sociedad. La primera y más usada ficción
legal fue la que permitió crear relaciones familiares artificiales y no creo que
exista otra a la que la humanidad deba tanto. Si no hubiera existido, no veo cómo
cualquiera de los grupos primitivos, independientemente de su naturaleza, podría
haber integrado a otro, o en qué términos podrían haberse combinado, excepto
en los de una superioridad absoluta, de una parte, y de sujeción absoluta, de la
otra. Cuando contemplamos, a través de nuestras ideas modernas, la unión de
comunidades independientes, podemos sugerir mil modos de llevarla a cabo. La
forma más sencilla es que los individuos comprendidos en los grupos que se van a
unir, voten o actúen en común conforme a la propincuidad local. Sin embargo, la
idea de que un cierto número de personas ejerciera derechos políticos en común
simplemente porque vivían dentro de los mismos límites topográficos resultaba
totalmente extraña y monstruosa a la antigüedad primitiva. El recurso favorecido
en aquellos tiempos era que la población recién llegada fingiese que descendía
del mismo tronco que el pueblo en el que se estaba integrando. Lo que no
podemos comprender ahora es precisamente la buena fe de esta ficción y la
firmeza con que parecía imitar la realidad. Una circunstancia que es importante
recordar es que los hombres que formaban los varios grupos políticos estaban
habituados a reunirse periódicamente, con el fin de reconocer y consagrar su
asociación mediante sacrificios comunes. Los forasteros incorporados a la
hermandad eran sin duda admitidos a estos sacrificios, y una vez que se lograba
eso, podemos asumir que era igualmente fácil -o no más difícil- considerarlos
miembros del linaje común. La conclusión a la que llevan los datos es que no
todas las sociedades tempranas descendían del mismo progenitor; pero todas las
que gozaron de una cierta permanencia y solidez efectivamente descendían o
fingían descender del mismo tronco. Un número indefinido de causas pueden
haber quebrantado los grupos primitivos, pero siempre que sus ingredientes se
volvieron a juntar, lo hicieron en base al modelo o principio de una asociación de
parentesco. Independientemente de los hechos, pensamiento, lenguaje y
derecho se ajustaron a ese supuesto. Pero, aunque todo esto, en mi opinión,
parece estar basado en referencia a las comunidades cuyas memorias
conocemos, el resto de sus historias sostiene la posición antedicha sobre la
influencia esencialmente transitoria y efímera de las ficciones legales más
poderosas. En un momento dado, probablemente tan pronto como se sintieron lo
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bastante fuertes para resistir la presión extrínseca, todos estos Estados dejaron de
restablecerse mediante extorsiones artificiales de consanguinidad. De este modo,
se convirtieron necesariamente en aristocracias en todos los casos en que una
población recién llegada -y que por cualquier circunstancia, se uniese a ellas- no
podía reclamar derechos en base a una comunidad de origen. Su rigor en el
mantenimiento del principio central de un sistema en el que los derechos políticos
no eran obtenibles bajo ningún término, excepto mediante la conexión
sanguínea, real o artificial, enseñó a sus inferiores otro principio que, finalmente,
demostró estar dotado de una gran vitalidad. Fue el principio de la contigüidad
local, reconocida hoy en día en todas partes como la condición para formar una
comunidad con funciones políticas. Inmediatamente surgió un nuevo conjunto de
ideas políticas que, al ser las nuestras -nuestras contemporáneas-, y en gran
medida las de nuestros antepasados, más bien oscurecen nuestra percepción de
la teoría más antigua a la que conquistaron y suplantaron.
La familia es, pues, el tipo de una sociedad arcaica bajo las diferentes
modificaciones que era capaz de asumir; pero la familia de la que hablamos no
es exactamente la familia entendida en términos modernos. Para penetrar la
concepción antigua tenemos que dar a nuestras ideas modernas una extensión y
una limitación importantes. Debemos considerar a la familia como algo en
constante expansión, dada la absorción de extraños dentro de su circulo, y
debemos tratar de ver la ficción de la adopción en sus propios términos: simulaba
tan bien la realidad del parentesco que ni el derecho ni la opinión establecen la
más mínima diferencia entre una conexión real y una adoptiva. Por otra parte, las
personas teóricamente reunidas en una familia por su descendencia común se
mantenían, en la práctica, juntas mediante la obediencia al ascendiente superior
vivo: padre, abuelo o bisabuelo. La autoridad patriarcal de un jefe es un
ingrediente tan necesario en la noción del grupo familiar como el hecho (real o
fingido) de haber surgido de sus lomos, y de ahí habrá que entender que si
hubiera alguna persona, por muy incluida que estuviese en la hermandad por su
relación consanguínea, pero que de facto se hubiese retirado del dominio del jefe
de familia, siempre se convertirá en la época inicial del derecho, en alguien
perdido para la familia. Este agregado patriarcal -la familia moderna podada así
de un lado y extendida del otro- es lo que encontramos en el umbral de la
jurisprudencia primitiva. Probablemente era más antiguo que el Estado, la tribu y
el hogar, y dejó impresas sus huellas en el derecho privado aun mucho después
de que el hogar y la tribu hubieron pasado al olvido, y después de que la
consanguinidad hubiese dejado de relacionarse con la composición de los
Estados. Dejó su marca en los grandes apartados de la jurisprudencia y puede
detectarse, según creo, como la verdadera fuente de muchas de sus
características más importantes y duraderas. Al principio, las peculiaridades del
derecho en su estado más antiguo nos conducen de manera irresistible a la
conclusión de que adoptó precisamente el mismo punto de vista sobre el grupo
familiar que los que los sistemas de derechos y deberes ahora predominantes en
Europa han tomado sobre los individuos. En este momento, existen sociedades
abiertas a nuestra observación, cuyas leyes y usos apenas pueden ser explicadas
al menos que se parta de que nunca han emergido de esta condición primitiva;
pero en las comunidades cuyas circunstancias resultaron ser más afortunadas, la
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obra de la jurisprudencia se deslizó gradualmente, y si observamos con cuidado
la desintegración percibiremos que tuvo lugar sobre todo en aquellas secciones
de cada sistema que estuvieron más afectadas por la primitiva concepción de la
familia. En un caso muy importante, el del Derecho Romano, el cambio se efectuó
tan lentamente que se puede observar la línea y dirección seguida de una época
a otra, y se puede, incluso, tener cierta idea del resultado último que buscaba. Al
proseguir esta investigación, no tenemos por qué detenernos ante la barrera
imaginaria que separa al mundo moderno del mundo antiguo. Pues un efecto de
la mezcla de refinado Derecho Romano con bárbaros usos primitivos, conocidos
por el engañoso nombre de feudalismo, fue revivir muchos rasgos de la
jurisprudencia arcaica que habían desaparecido del mundo romano, de tal modo
que la descomposición que parecía haber tocado a su fin comenzó de nuevo y,
hasta cierto punto, continúa todavía.
La organización familiar de la sociedad más antigua ha dejado una huella abierta
y amplia sobre unos cuantos sistemas legales. Esta marca se observa en la
duradera autoridád del padre u otro antepasado sobre la persona y propiedad de
sus descendientes, autoridad a la que es conveniente denominar por su tardío
nombre romano de Patria Potestas. De ningún otro rasgo de las asociaciones
primitivas de la humanidad quedan más pruebas que de éste, y, sin embargo,
ninguno parece haber desaparecido tan general y rápidamente de los usos de
las comunidades avanzadas. Gayo, que escribió bajo los antoninos, describe la
institución como claramente romana. Cierto que, si hubiera echado una ojeada al
otro lado del Rin o del Danubio a las tribus bárbaras que estaban despertando lá
curiosidad de algunos de sus contemporáneos, habría visto ejemplos de poder
patriarcal en su forma más cruda, y, en el Lejano Oriente, una rama del mismo
tronco étnico que los romanos repetía su Patria Potestas en algunas de sus partes
más técnicas. Pero, entre las razas comprendidas en el Imperio Romano, Gayo no
pudo hallar ninguna que tuviera un poder semejante al poder del padre romano,
a excepción de la Galacia asiática. Me parece que hay razones reales por las
que la autoridad directa del antepasado debería muy pronto asumir, en la mayor
parte de las sociedades progresivas, proporciones más humildes de las que había
disfrutado en su estado anterior. La obediencia implícita de hombres rudos a su
padre es indudablemente un hecho primario y sería absurdo explicarla en su
totalidad atribuyéndoles un cálculo interesado. Al mismo tiempo, si bien es natural
que los hijos obedezcan al padre, es igualmente natural que busquen en éste una
fuerza y prudencia superiores. De ahí que, en las sociedades que otorgan un valor
especial al vigor físico y mental, funciona una presión tendiente a confinar la
Patria Potestas a los casos en que su poseedor es de hecho hábil y fuerte. Cuando
echamos un primer vistazo a la sociedad helénica organizada, parece como si
una prudencia supereminente mantuviera vivo el poder del padre en personas
cuya fortaleza física ya había decaído; sin embargo, las relaciones de Ulises y
Laertes en La Odisea parecen demostrar que, cuando se reunían en el hijo un
valor y sagacidad extraordinarios, el padre en su etapa decrépita dejaba la
jefatura de la familia. En la jurisprudencia griega madura, la regla avanza unos
cuantos pasos en la dirección sugerida por la literatura homérica, y, aunque
perduraban muchísimos rasgos de obligaciones familiares estrictas, la autoridad
directa del padre se vio limitada, al igual que en los códigos europeos, a la
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minoría de edad de los hijos, es decir, al periodo durante el cual puede asumirse
la existencia de una inferioridad física y mental. El Derecho Romano, sin embargo,
con su fuerte tendencia a innovar los usos antiguos solamente hasta el grado en
que lo requirieran las exigencias de la República, conservó la institución primitiva
y la limitación natural a la que, en mi opinión, se hallaba sujeta. El filius familias, 0
hijo bajo dominio, era tan libre como el padre, en todas las relaciones vitales en
que la comunidad colectiva podía tener ocasión de aprovechar su sabiduría y su
fuerza con fines de consejo o de guerra. Una máxima de la jurisprudencia romana
era que la Patria Potestas no abarcaba al Jus Publicum. Padre e hijo votaban en la
ciudad y luchaban codo a codo en el campo de batalla; de hecho, el hijo, como
general, podía mandar al padre, o en calidad de magistrado, resolver sus
contratos y castigar sus transgresiones a la ley. Por el contrario, en todas las
relaciones creadas por el derecho privado, el hijo vivía bajo un despotismo
doméstico que, considerando la severidad que retuvo hasta el final, y el número
de siglos que duró, constituye uno de los problemas más extraños de la historia
legal.
La Patria Potestas de los romanos, que constituye necesariamente nuestro
prototipo de autoridad paterna primitiva, es igualmente difícil de entender como
una institución de la vida civilizada, ya sea que examinemos su incidencia sobre
la persona, o sus efectos sobre la propiedad. Es lamentable que un vacío que
existe en su historia no pueda ser completamente llenado. En lo concerniente a la
persona, el padre, al inicio de la información que tenemos, ejerce sobre sus hijos
el jus vitae necisque, el poder de vIda y muerte, y a fortiori el del castigo corporal
incontrolado; puede modificar a placer sus estados personales; puede imponerle
una esposa al hijo; entregar a su hija en matrimonio; puede divorciar a sus hijos
de uno y otro sexo; puede transferirlos para adopción a otra familia, y puede
venderlos. Al final del periodo imperial hallamos vestigios de todos estos diferentes
poderes, pero ya se habían reducido a límites muy estrechos. El derecho
omnímodo de castigo doméstico se ha convertido en un derecho de presentar las
ofensas domésticas ante el magistrado; el privilegio de dictar matrimonio se ha
reducido a un veto condicional; la libertad de venta ha sido virtualmente abolida,
y la adopción misma, destinada a perder casi toda su antigua importancia en el
reformado sistema de Justiniano, no puede ser realizada sin el consentimiento del
niño transferido a los padres adoptivos. En suma, nos acercamos mucho al campo
de las ideas que han prevalecido finalmente en el mundo moderno. Pero entre
estas épocas muy distantes entre sí, hay un intervalo de oscuridad, y solamente
podemos adivinar las causas que permitieron que la Patria Potestas durase tanto,
probablemente haciéndole más tolerable de lo que parece. El desempeño activo
de los deberes más importantes que el hijo debía al Estado tiene que haber
mitigado la autoridad del padre, si es que no la anulaba. Es muy posible que el
despotismo paterno no pudiera implementarse sobre un hombre maduro que
ocupara un cargo importante sin gran escándalo. Durante la historia más
temprana, no obstante, los casos de emancipación práctica serían raros
comparados con los que deben haberse producido por las guerras constantes de
la República romana. El tribuno militar y el soldado privado que pasaban tres
cuartas partes del año en el campo de batalla durante las primeras contiendas;
en un periodo posterior, el procónsul a cargo de una provincia, y los legionarios
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que la ocupaban, no pueden haber tenido razón práctica alguna para
considerarse esclavos de un amo despótico, y todas estas vías de escape
tendieron a multiplicarse constantemente. Las victorias llevaban a conquistas, las
conquistas a ocupaciones; el modo de ocupación por medio de colonias fue
sustituido por el sistema de ocupar provincias por medio de ejércitos
permanentes. Cada paso adelante era una llamada a la expatriación de más
ciudadanos romanos y una nueva succión de la sangre de la debilitada raza
latina. Creo que podemos inferir que surgió un sentimiento muy fuerte en favor del
relajamiento de la Patria Potestas, sentimiento que probablemente se volvió
perentorio hacia la época de la pacificación del mundo a principios de la
consolidación del Imperio. Los primeros golpes serios a la antigua institución son
atribuidos a los primeros césares, y algunas injerencias aisladas de Trajano y
Adriano parecen haber preparado el camino para una serie de promulgaciones
de leyes especiales que, aunque no siempre podemos determinar sus fechas,
sabemos que limitaron, de una parte, los poderes del padre y, de otra,
multiplicaron las facilidades para que éste renunciara voluntariamente a ellos. Se
puede señalar que el modo más antiguo de librarse de la Potestas, efectuando
una triple venta de la persona del hijo, es la prueba de la aparición temprana de
un sentimiento de repulsa en contra de la prolongación de los poderes. La regla
que declaraba que el hijo debería ser libre tras haber sido vendido tres veces por
su padre parece haber estado dirigida, originalmente, a imponer consecuencias
penales sobre una práctica que repugnaba incluso a la inmoralidad burda del
romano primitivo. Pero, aún antes de la publicación de las Doce Tablas, se había
vuelto, debido al ingenio mostrado por los jurisconsultos, en un medio de destruir
la autoridad paterna, siempre que el padre deseaba que ésta cesara.
Muchas de las causas que ayudaron a mitigar la rigidez del poder del padre
sobre las personas de sus hijos, se cuentan indudablemente entre aquellas que no
aparecen en los libros de la historia. No podemos precisar hasta qué punto la
opinión pública puede haber paralizado una autoridad que la ley confería, o
hasta qué punto el afecto natural puede haberla hecho soportable. Sin embargo,
aunque los poderes sobre la persona posiblemente al final fueron nominales, todo
el curso de la jurisprudencia romana existente sugiere que los derechos del padre
sobre la propiedad del hijo fueron siempre ejercidos sin escrúpulo en toda la
amplitud que les confería la ley. Nada nos asombra de la amplitud de estos
derechos cuando aparecen por primera vez. El antiguo Derecho Romano prohibía
a los hijos bajo tutela tener propiedades independientes de sus padres o, mejor
dicho, nunca concibió la posibilidad de exigir el derecho a una propiedad
separada. El padre podía tomar la totalidad de las adquisiciones del hijo y
disfrutar del beneficio de los contratos de éste sin verse envuelto en las
responsabilidades equivalentes. Lo anterior era de esperarse de la constitución de
la sociedad romana más temprana, pues apenas podríamos formarnos una
noción del grupo familiar primitivo a menos que asumamos que sus miembros
ponían sus ganancias de todo tipo en un capital común, al mismo tiempo que no
podían comprometerlo en empresas individuales impróvidas. El verdadero
enigma de la Patria Potestas no radica aquí sino en la lentitud con que los
privilegios propietarios del padre fueron restringidos, y en la circunstancia de que,
antes de que fueran seriamente disminuidos, todo el mundo civilizado había
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caído bajo su esfera de acción. No se intentó llevar a cabo ninguna innovación
sino hasta los primeros años del Imperio, cuando las adquisiciones de los
soldados en servicio activo fueron retiradas de la operación de la Patria Potestas,
sin duda en compensación al ejército que había depuesto a la República libre.
Tres siglos más tarde, la misma inmunidad se extendió a las ganancias de
personas que se hallaban al servicio del Estado. Los dos cambios eran
obviamente limitados en su aplicación y fueron ideados en una forma técnica, de
modo que interfirieran lo mínimo posible en el principio de la Patria Potestas. El
Derecho Romano siempre había reconocido una cierta propiedad restringida y
dependiente en las propinas y ahorros que los esclavos e hijos bajo tutela no
estaban obligados a incluir en las cuentas de la casa, y el nombre especial de
esta propiedad permitida, Peculium, era aplicado a las adquisiciones
recientemente liberadas de la Patria Potestas, que eran denominadas en el caso
de los soldados Castrense Peculium y Quasi-castrense Peculium en el caso de la
burocracia oficial. Siguieron otras modificaciones de los privilegios paternos que
mostraban un respeto exterior menos solícito por el antiguo principio. Poco
después de la introducción del Quasi-castrense Peculium, Constantino el Grande
abolió el control absoluto del padre sobre la propiedad que los hijos habían
heredado de su madre y lo redujo al usufructo. Unos pocos cambios más se
realizaron en el Imperio de Occidente, pero el punto culminante se alcanzó en
Oriente, bajo Justiniano, quien decretó que, al menos que las adquisiciones del
hijo derivaran de la propiedad del padre, los derechos del padre sobre ellas no se
extenderían más allá del disfrute de su producto durante su vida. Aún así, en el
momento de máximo relajamiento de la Patria Potestas romana, se le dejaba un
campo más amplio y severo que a ninguna institución análoga del mundo
moderno. Los primeros escritores modernos de jurisprudencia señalan que
solamente los más bárbaros y crueles de los conquistadores del Imperio y, sobre
todo, las naciones de origen eslavo tuvieron una Patria Potestas semejante a la
descrita en las Pandectas y en el Código. Todos los inmigrantes germánicos
parecen haber reconocido una unión corporativa de la familia bajo el mund o
autoridad de un jefe patriarcal; pero sus poderes sólo constituían los restos de una
debilitada Patria Potestas y eran bastante menores que los disfrutados por el
padre romano. Los francos son mencionados como un caso particular entre los
que no existía la institución romana, y, en consecuencia, los antiguos
jurisconsultos franceses, aun cuando se dedicaron a rellenar los intersticios de
costumbres bárbaras con reglas de Derecho Romano, se vieron obligados a
protegerse de la intrusión de la Potestas mediante la máxima expresa de
Puyssance de père en France n'a lieu. La tenacidad de los romanos en mantener
esta reliquia de su época más remota es en sí misma notable; pero es menos
notable que la difusión de la Potestas sobre toda una civilización de la que ya
había desaparecido. Mientras el Castrense Peculium constituía todavía la única
excepción al poder del padre sobre la propiedad, y cuando su poder sobre las
personas de sus hijos era todavía amplio, la ciudadanía romana, y con ella la
Patria Potestas, se extendía a todos los rincones del Imperio. Todo africano,
español, galo, britano o judío, que recibía este honor por medio de dádiva,
compra o herencia se colocaba bajo el derecho de gentes romano, y, aunque
nuestras autoridades en la materia señalan que los hijos nacidos antes de la
obtención de la ciudadanía no podían quedar sujetos al poder patriarcal sin su
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consentimiento, los hijos nacidos después de ella y todos sus descendientes
ulteriores estaban en iguales condiciones que el filius familias romano. No cae
dentro del alcance de este tratado examinar el mecanismo de la sociedad
romana tardía, pero permítaseme señalar que hay pocas pruebas que sostengan
que la constitución de Antonino Caracalla otorgando la ciudadanía romana a
todos sus súbditos fue una medida de poca importancia. Independientemente de
cómo la interpretemos, debe haber ampliado mucho la esfera de la Patria
Potestas y, en mi opinión, el estrechamiento de las relaciones familiares que
efectuó es una acción a tener más en cuenta de lo que se ha hecho, para
explicar la gran revolución moral que estaba transformando al mundo.
Antes de terminar con este aspecto de nuestro tema, debe apuntarse que el
Paterfamílias era responsable de los delitos -o agravios- de sus hijos bajo tutela.
De modo similar respondía por los agravios de sus esclavos; pero en los dos
casos, originalmente, poseyó el singular privilegio de poder ofrecer en pago la
persona del delincuente en reparación del daño. La responsabilidad así incurrida
en nombre de los hijos, unida a la incapacidad mutua de padre e hijo bajo tutela
de procesar uno al otro, hay que explicarla, según algunos juristas, como el
supuesto de una unidad de persona entre el Pater-familias y el filius-familias. En el
capítulo sobre sucesiones, trataré de mostrar en qué sentido y hasta qué grado
puede aceptarse esta unidad, como una realidad. Por el momento solamente
puedo decir que estas responsabilidades del Pater-familias, y otros fenómenos
legales que discutiremos seguidamente, parecen señalar ciertos deberes del
primitivo jefe patriarcal que equilibraban sus derechos. Me imagino que, si
disponía en forma absoluta de las personas y fortunas de los miembros del clan,
esta propiedad representativa era coextensiva con la obligación de dar sustento
del fondo común a todos los miembros de la hermandad. La dificultad radica en
olvidarnos suficientemente de nuestras asociaciones habituales para imaginar la
naturaleza de su obligación. No se trataba de un deber legal, pues el derecho no
había penetrado el recinto de la familia. Denominarlo moral es, tal vez, anticipar
ideas que pertenecen a una etapa posterior del desarrollo mental; pero la
expresión obligación moral es bastante significativa para nuestro propósito, si
entendemos por ella un deber seguido semiconscientemente y cumplido más
bien por instinto y hábito que por sanciones precisas.
La Patria Potestas, en su forma normal, no ha sido y, en mi opinión, no podía haber
sido, una institución generalmente duradera. La prueba de su pasada
universalidad es, por tanto, incompleta en tanto que la examinemos en sí misma;
sin embargo, la demostración puede llevarse mucho más lejos analizando otras
áreas del derecho antiguo que, finalmente, dependen de él, pero no mediante
una ilación fácilmente visible. Tomemos, por ejemplo, el parentesco o, en otras
palabras, la escala de la jurisprudencia arcaica utilizada para calcular la
proximidad de los parientes entre sí. De nuevo, será conveniente emplear los
términos romanos: relación agnada y cognada. Relación cognada es
simplemente la concepción del parentesco corriente entre las ideas modernas. Se
trata de la relación que surge de la descendencia común del mismo par de
personas casadas, ya sea que la descendencia provenga de varones o hembras.
La relación agnada es algo muy dIferente: excluye un cierto número de personas
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a las que en la actualidad se las consideraría parientes e incluye muchas más
que nosotros no contaríamos, hoy en día, entre nuestros allegados. Se trata de la
conexión existente entre los miembros de la familia, concebida en sus términos
más antiguos. Los límites de esta conexión distan de ser vecinos a los de la
relación moderna.
Cognados, pues, son todas aquellas personas que descienden
consanguíneamente de un solo anteceor y antecesora, o, si tomamos el
significado técnico estricto de la palabra en el Derecho Romano, son aquellos
que derivan consanguíneamente del matrimonio legítimo de un par común.
Cognación es, por tanto, un término relativo, y el grado de parentesco
consanguíneo que indica, depende del matrimonio particular que se seleccione
al principio del cálculo. Si comenzamos con el matrimonio de padre y madre, la
cognación expresará solamente la relación de hermanos y hermanas; si tomamos
el de abuelo y abuela, entonces también incluirá tíos, tías y sus descendientes en
la relación de cognación. Si se sigue el mismo procedimiento, se obtendrá
continuamente un mayor número de cognates eligiendo el punto de partida cada
vez más alto en la línea de ascendencia. Todo esto es fácilmente comprensible
para una mente moderna, pero ¿quiénes son los agnados? En primer lugar, son
todos los cognados que derivan su conexión solamente por vía paterna. Un
cuadro de cognados se forma tomando cada antepasado lineal, incluyendo a
todos sus descendientes de ambos sexos en el cuadro; si luego, al trazar las varias
ramas de tal cuadro o árbol genealógico, nos detenemos al llegar al nombre de
una mujer y no proseguimos con esa rama particular, todos los que restan,
después de haber excluido a los descendientes de mujeres, son agnados y su
conexión es una relación agnada. Explico un poco el proceso que se sigue en la
práctica al separarlos de los cognados, porque explica una máxima legal
memorable, Mulier est finis familiae: una mujer es el término de la familia. Un
nombre de mujer cierra la rama de la genealogía en que aparece. Ninguno de
los descendientes de una mujer se incluyen en la noción primitiva de relación
familiar.
Si el sistema de derecho arcaico que estamos analizando admite la adopción,
tenemos que añadir al agnado así obtenido todas las personas, hombres o
mujeres que han sido incluidos en la familia por la extensión artificial de sus
límites. Pero los descendientes de tales personas solamente serán agnados si
cumplen los requisitos que acabamos de describir.
Entonces, ¿cuál es la razón de esta inclusión y exclusión arbitraria? ¿Por qué una
concepción de la familia tan elástica como para incluir extraños mediante la
adopción, sin embargo es tan estrecha que descarta a los descendientes de un
miembro femenino? Para resolver estas cuestiones tenemos que recurrir a la Patria
Potestas. El fundamento de la agnación no es el matrimonio del padre y la madre,
sino la autoridad del padre. Están relacionadas por medio de la agnación todas
aquellas personas que se hallan bajo el poder paterno, o que han estado, o que
podían haber estado si su antepasado lineal hubiera vivido para ejercer su
dominio. En realidad, en la comunidad primitiva, la relación se hallaba
exactamente limitada por la Patria Potestas. Donde empieza la Potestas, empieza
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el parentesco, y, por esta razón, los parientes adoptivos se encuentran entre los
deudos. Donde termina la Potestas, allí termina el parentesco; de tal modo que un
hijo emancipado por su padre pierde todos los derechos de agnación. Y aquí
hallamos la razón por la que los descendientes de mujeres se encuentran fuera de
los límites del parentesco arcaico. Cuando ella contraía matrimonio sus hijos
caían bajo la Patria Potestas, no de su padre, sino de su esposo y, de este modo,
se perdían para su propia familia. Es obvio que la organización de las socIedades
primitivas se habría complicado, si los hombres se hubieran considerado parientes
de los deudos de su madre. Se habría inferido que una persona podría estar sujeta
a dos Patriae Potestates distintas que implicaban Jurisdicción distinta, de manera
que cualquiera que estuviese sometido a dos de ellas al mismo tiempo habría
vivido bajo dos dispensaciones diferentes. Mientras la familia fuese un imperium in
imperio, una comunidad dentro de la República gobernada por sus propias
instituciones cuya fuente era el padre, la limitación de la relación a los agnados
fue una seguridad necesaria para evitar un conflicto de leyes en el foro
doméstico.
Los poderes paternos formales se extinguen con la muerte del padre pero la
agnación es, por así decirlo, un molde que retiene su huella una vez que los
padres han dejado de existir. De ahí viene el interés de la agnación para el
investigador de la historia de la jurisprudencia. Los poderes mismos son
discernibles en comparativamente pocas memorias del derecho antiguo, pero la
relación agnada, que implica su existencia anterior, es distinguible en casi todas
partes. Hay pocos cuerpos legales pertenecientes a comunidades del tronco
indoeuropeo que no muestren peculiaridades claramente atribuibles a la
agnación en la parte más antigua de su estructura. En el derecho hindú, por
ejemplo, que está saturado de nociones primitivas sobre dependencia familiar, el
parentesco es enteramente agnado y, según me han informado, en las
genealogías hindús, en general, los nombres de mujeres se omiten totalmente. La
misma idea sobre relación subyace en el derecho de las razas que invadieron el
Imperio Romano. Entre éstas parece ser que formaba parte de sus usos primitivos,
y se puede sospechar que se habría perpetuado aún más de lo que lo ha hecho
en la jurisprudencia europea moderna, de no haber sido por la vasta influencia
del Derecho Romano tardío sobre el pensamiento moderno. Los pretores pronto
asieron la cognación como la forma natural de parentesco, y no ahorraron
esfuerzo en purificar su sistema de la concepción anterior. Sus ideas han llegado
hasta nosotros; pero todavía se pueden observar huellas de la agnación en
muchas de las reglas modernas sobre la sucesión después de la muerte de
alguien. La exclusión de las mujeres y de sus hijos de las funciones
gubernamentales comúnmente atribuida al uso de la Ley Sálica que practicaban
los francos, tiene ciertamente un origen agnaticio, por descender de la antigua
regla germánica de sucesIón a la propiedad alodial. También hay que buscar en
la agnación la explicación de esa regla extraordinaria del derecho inglés, sólo
recientemente repelida, que prohibía a los medio hermanos heredar sus
propiedades respectivas. Según las costumbres de Normandía, la regla se
aplicaba a hermanos uterinos solamente, es decir, a hermanos por el lado
materno pero no del mismo padre, y, limitado de este modo, es una deducción
estricta del sistema agnaticio, bajo el cual los hermanos uterinos no son parientes
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entre sí. Cuando se trasplantó a Inglaterra, los jueces ingleses, quienes no tenían
clave alguna sobre su origen, lo interpretaron como una prohibición general
contra la sucesión del medio hermano y se hizo extensivo a los hermanos
consanguineos, esto es, a los hijos del mismo padre con diferentes esposas. Entre
toda la literatura que guarda como reliquia la pretendida filosofía del derecho,
nadá hay más curioso que las páginas de elaborada sofistería en las que
Blackstone intenta explicar y justificar la exclusión del medio hermano.
Se puede demostrar, en ml opinión, que la familia, mantenida unida por la Patria
Potestas, es el núcleo del que germinó todo el derecho de gentes. El más
importante capítulo de ese derecho es el relacionado con el status de las
mujeres. Se acaba de señalar que la jurisprudencia primitiva aunque no permite a
una mujer transmitir derechos agnaticios a sus descendientes, la incluye de todas
formas en el vínculo agnaticio. La relación de una mujer con la familia en la que
nació es mucho más estricta, cercana y duradera que la que une a sus parientes
varones. Ya hemos indicado varias veces que el derecho temprano se ocupa
solamente de las familias; esto es lo mismo que decir que sólo se ocupa de
personas que ejercen Patria Potestas, y, en consecuencia, el único principio por el
que emancipa a un hijo o nieto a la muerte de su padre, es la consideración de la
capacidad inherente en tal hijo o nieto de convertirse en la cabeza de una nueva
familia y la raíz de un nuevo conjunto de poderes paternos. Pero una mujer,
naturalmente, no tiene capacidad de ese tipo y, en consecuencia, ningún título a
la liberación que confiere. Hay, por tanto, una estratagema peculiar en la
jurisprudencia arcaica para retenerla vinculada a la familia toda su vida. Se trata
de la institución conocida por el más antiguo Derecho Romano como tutela
perpetua de las mujeres, bajo la cual una mujer, aunque liberada de la autoridad
paterna a la muerte del padre, continúa sujeta toda la vida a sus parientes
varones más cercanos, quienes son sus guardianes. La tutela perpetua no es
obviamente ni más ni menos que una prolongación artificial de la Patria Potestas,
cuando ésta se ha disuelto para otros fines. En la India, el sistema sobrevive en su
totalidad, y su operación es tan estricta que una madre hindú con frecuencia
deviene pupila de sus propios hijos. Incluso en Europa, el derecho de las naciones
escandinavas sobre las mujeres la conservó hasta fecha reciente. Los invasores
del Imperio de Occidente la tenían entre sus usos nativos y, de hecho, sus ideas
respecto al tutelaje, en todas sus formas, se encuentran entre las más retrógradas
que introdujeron en el mundo occidental. Pero de la madura jurisprudencia
romana ya había desaparecido enteramente. No sabríamos casi nada de ella, si
contáramos solamente con las compilaciones de Justiniano para consultar; pero
el descubrimiento del manuscrito de Gayo la despliega ante nuestros ojos en su
época más interesante, justo cuando había caído en descrédito y estaba a punto
de extinguirse. El mismo gran jurisconsulto rechaza con desdén la apología
popular que la justificaba en términos de la inferioridad mental del sexo femenino,
y una parte considerable de su volumen está dedicada a las descripciones de los
numerosos medios, algunos de los cuales desplegaban un gran ingenio, que los
jurisconsultos romanos habian ideado para permitir a las mujeres que vencieran
las antiguas reglas. Llevados por su teoría del derecho natural, los jurisconsultos
habían, evidentemente, asumido por estas fechas la igualdad de los sexos como
un principio de su código de equidad. Es de notar que las restricciones que
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atacaban se referían a las limitaciones sobre la disponibilidad de su propiedad,
para lo cual todavía se requería formalmente el consentimiento de los tutores de
la mujer. El control de su persona estaba aparentemente anticuado.
El derecho antiguo subordina a la mujer a sus parientes consanguíneos, mientras
que un fenómeno principal de la jurisprudencia moderna ha sido la subordinación
al esposo. La historia del cambio es notable. Comienza ya en los anales de Roma.
Antiguamente había tres modos de contraer matrimonio, según el uso romano:
uno implicaba una solemnidad religiosa y los otros dos la observancia de ciertas
formalidades seculares. Mediante el matrimonio religioso o Confarreation,
mediante la forma superior de matrimonio civil o Coemption, y mediante la forma
inferior, que se denominaba Usus, el esposo adquiría cierto número de derechos
sobre la persona y la propiedad de su esposa, que eran en conjunto bastantes
más que los conferidos en cualquier sistema de jurisprudencia moderna. Pero, ¿en
qué capacidad los adquiría? No como esposo, sino como padre. Por medio de la
Confarreation, Coemptium y Usus, la mujer pasaba in manum viri, es decir, de
derecho se convertía en la hija de su esposo. Quedaba incluida en su Patria
Potestas. Incurría en todas las responsabilidades que surgían de aquélla mientras
subsistió y en las que le sobrevinieron una vez que había desaparecido. Toda la
propiedad de la esposa era absolutamente de él, y en caso de viudez,
permanecía bajo la tutela del guardián que él hubiere nombrado. No obstante,
estas tres formas antiguas de matrimonio cayeron gradualmente en desuso, de tal
forma que, en el periodo más espléndido de la grandeza romana, habían dejado
lugar casi enteramente a un modo de connubio -aparentemente antiguo, pero
hasta entonces no considerado honroso- que se basaba en una modificación de
la forma inferior del matrimonio civil. Sin entrar a explicar el mecanismo técnico
de la institución ahora generalmente popular, puede describirse como algo
equivalente, de derecho, a poco más que un depósito temporal de la mujer por
su familia. Los derechos de la familia permanecían incólumes y la dama
continuaba bajo la tutela de guardianes a quienes habían nombrado sus padres y
cuyos privilegios de control excedían, en muchos respectos materiales, a la
autoridad inferior del esposo. La consecuencia fue que la situación de la mujer
romana, casada o soltera, se volvió de una gran independencia personal y
propietaria, pues la tendencia del derecho tardio, como ya he sugerido, fue
reducir el poder del guardián a una nulidad, al mismo tiempo que la forma de
matrimonio entonces de moda no confería al esposo ninguna superioridad
compensatoria. El cristianismo tendió, en cierto modo, desde un principio a
estrechar esta notable libertad. Llevados de un desagrado justificable por las
prácticas disolutas del decadente mundo pagano y luego impelidos por una
pasión ascética, los propagadores de la nueva fe miraban con desaprobación un
vínculo marital que era, de hecho, el más relajado que haya presenciado el
mundo occidental. El Derecho Romano más tardío, hasta donde se halla influido
por las constituciones de los emperadores cristianos, muestra algunas señales de
una reacción contra las doctrinas liberales de los grandes jurisconsultos antoninos,
y el estado prevaleciente del sentimiento religioso puede explicar por qué la
jurisprudencia moderna, forjada en el horno de las conquistas bárbaras, y
formada por la fusión de jurisprudencia romana con usos patriarcales, ha
absorbido, entre sus embriones, más reglas de las usuales sobre la posición de la
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mujer, las cuales pertenecen a una civilización imperfecta. Durante la conflictiva
era que inició la historia moderna, y mientras las leyes de los inmigrantes
germánicos y eslavos permanecieron superpuestas, a semejanza de una hilera
separada, sobre la jurisprudencia romana de sus súbditos provincianos, las
mujeres de las razas dominantes por todas partes se hallaban bajo varias formas
de tutelaje y el marido que tomaba una esposa de cualquier familia, a excepción
de la suya, pagaba un precio a los parientes de ella a cambio de la tutela que le
entregaban. El código medieval se formó mediante la amalgamación de los dos
sistemas, y en el derecho sobre la mujer se puede observar el sello de su doble
origen. El principio de la jurisprudencia romana es hasta aquí triunfante, de suerte
que las mujeres solteras se hallaban generalmente exentas de la esclavitud de la
familia (aunque hay excepciones locales a la regla). Sin embargo, el principio
arcaico de los bárbaros había fijado la posición de las mujeres casadas y el
esposo había asumido, en su carácter marital, los poderes que, en otro tiempo,
pertenecían a los parientes varones de su esposa; la única diferencia es que ya
no compraba sus privilegios. En este punto, por tanto, el derecho moderno de
Europa Occidental y Meridional comenzó a distinguirse por una de sus principales
características: permite una relativa libertad a las solteras y viudas e impone una
gran inmovilidad a las casadas. Tardó mucho en disminuir sensiblemente la
subordinación que el matrimonio imponía al otro sexo. El principal y más
poderoso disolvente del restablecido barbarismo de Europa fue siempre la
jurisprudencia compilada por Justiniano, cada vez que era estudiada con el
apasionado entusiasmo que nunca dejaba de despertar. Secreta y eficazmente
fue socavando las costumbres que pretendía meramente interpretar. Pero el
capítulo legal que versa sobre las mujeres casadas fue interpretado en su mayor
parte no en base al Derecho Romano sino al Derecho Canónico, que en ningún
detalle se alejaba tanto del espíritu de la jurisprudencia secular como en el punto
de vista que adopta sobre las relaciones creadas por el matrimonio. Esto era, en
parte, inevitable, puesto que no es probable que ninguna sociedad que conserve
alguna capa de institución cristiana devuelva a las mujeres casadas la libertad
personal que les confirió el derecho romano intermedio. Pero la impotencia
propietaria de las mujeres casadas se basa en fundamentos muy diferentes de su
impotencia física, y fue con objeto de mantener viva y consolidada la primera
que los comentadores del Derecho Canónico perjudicaron tan profundamente la
civilización. Hay numerosos vestigios de una lucha entre los principios seculares y
eclesiásticos; sin embargo, el Derecho Canónico prevaleció casi en todas partes.
En algunas provincias francesas, las mujeres casadas, de un rango por debajo de
la nobleza, consiguieron para sí todos los poderes que la jurisprudencia romana
permitía para manejar la propiedad. Este derecho local fue en gran parte seguido
por el Código Napoleónico. Sin embargo, el Estado de derecho escocés muestra
que la escrupulosa deferencia hacia las doctrinas de los jurisconsultos romanos
no alcanzaba siempre a mitigar las incapacidades de las esposas. No obstante,
los sistemas que son menos indulgentes con las mujeres casadas son aquellos que
han seguido de manera exclusiva el Derecho Canónico, o aquellos que, por su
tardío contacto con la civilización europea, nunca han visto desarraigados sus
arcaísmos. El derecho escandinavo, hasta muy recientemente riguroso con todas
las mujeres, es todavía notable por su severidad hacia las casadas. El derecho
consuetudinario inglés, que toma la mayoría de sus principios fundamentales de
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la jurisprudencia de los canonistas, apenas es menos estricto en la incapacidad
propietaria que impone a las mujeres. La parte del derecho consuetudinario que
legisla la situación legal de las mujeres casadas puede servir para dar a un
ciudadano inglés una clara noción de la gran institución que ha sido el tema
central de este capítulo. No conozco otro modo de representar más vivamente la
operación y naturaleza de la antigua Patria Potestas que reflexionando sobre las
prerrogativas que el puro derecho consuetudinario inglés otorga al esposo, y
recordando la rigurosa consistencia con que sostiene la sumisión legal completa
de la esposa, que no se ha visto influida por la equidad o estatutos en ninguna de
las partes sobre derechos, deberes y remedios. La distancia entre el derecho
romano más antiguo y el más tardío en el asunto de los hijos bajo tutela puede
considerarse equivalente a la diferencia entre el derecho consuetudinario y la
jurisprudencia del Tribunal de Chancillería en las reglas que aplican
respectivamente a las mujeres casadas.
Si perdiéramos de vista el verdadero origen de la tutoría en sus dos formas y
empleáramos el lenguaje común sobre estos asuntos, notaríamos que, mientras
que la tutela sobre las mujeres es un ejemplo en que los sistemas de derecho
arcaico llevan un poco lejos la ficción de derechos suspendidos, las reglas que
establecen para la tutoría de los varones huérfanos son ejemplo de una falla en,
precisamente, la dirección opuesta. Todos esos sistemas terminan la tutela de los
varones a una edad extraordinariamente temprana. Bajo el antiguo Derecho
Romano, que puede tomarse como su prototipo, el hijo que era liberado de la
Patria Potestas por la muerte de su padre o abuelo permanecía bajo tutela hasta
la época en que llegaba a sus quince años. La llegada de esa época lo
colocaba inmediatamente en una posición de total disfrute de la independencia
personal y propietaria. El periodo de minoría de edad parece, de este modo,
haber sido tan irrazonablemente corto como la duración de la incapacidad de la
mujer era absurdamente largo. Pero, de hecho, no había ningún elemento de
exceso o defecto en las circunstancias que dieron su forma original a las dos
clases de tutela. Ni una ni otra se basaban en la menor consideración a la utilidad
pública o privada. La tutela de los varones huérfanos no fue originalmente ideada
con la intención de protegerlos hasta la llegada de su mayoría de edad, como
tampoco se preveía que la tutela de las mujeres protegiese al otro sexo de su
propia debilidad. La razón por la cual la muerte del padre liberaba al hijo de la
servidumbre familiar era la capacidad del hijo de convertirse en cabeza de una
nueva familia y en fundador de una nueva Patria Potestas. La mujer no poseía tal
capacidad y, por tanto, nunca era emancipada. En consecuencia, la tutela de los
varones huérfanos era un artificio para mantener la apariencia de subordinación
a la familia del padre, hasta el momento en que se consideraba al niño capaz de
convertirse en padre él mismo. Se trataba de una prolongación de la Patria
Potestas hasta el momento de la simple masculinidad física. Terminaba con la
pubertad, pues el rigor de la teoría así lo exigía. Sin embargo, por cuanto no
pretendía conducir la protección del huérfano hasta su madurez intelectual o
hasta que estuviese capacitado para llevar sus asuntos, era totalmente ineficaz
para propósitos de utilidad general, y esto parece haber sido descubierto por los
romanos en una etapa temprana de su progreso social. Uno de los hitos
antiquísimos de la legislación romana es la Lex Laetoria o Plaetoria que colocaba
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a todos los varones libres, que eran mayores de edad y tenían todos sus derechos,
bajo el control temporal de una nueva clase de tutores, llamados curatores, cuya
sanción era necesaria para validar sus actos o contratos. La edad de veintiséis
años era el límite de esta supervisión estatuida, y es exclusivamente en referencia
a la edad de veinticinco años que se utilizan los términos mayoría y minoría en
Derecho Romano. En la jurisprudencia moderna el pupilaje se ha adaptado con
una regularidad tolerable al simple principio de protección a la inmadurez de la
juventud física y mental. Tiene su terminación natural con la mayoría de edad. Los
romanos, sin embargo, buscaron dos instituciones diferentes en relación a la
protección de la debilidad física, y en relación a la incapacidad intelectual,
distintas en teoría y en intención. Las ideas concomitantes a las dos se hallan
combinadas en la idea moderna de la tutoría.
El derecho de gentes contiene solamente un apartado que puede citarse en
relación a nuestro propósito actual. Las reglas legales mediante las cuales los
sistemas de jurisprudencia natural regulan la relación amo y esclavo, no
presentan huellas muy claras del estado original común a las sociedades
antiguas. Pero hay razones para esta excepción. Parece existir algo en la
institución de la esclavitud que, en todos los tiempos, ha horrorizado o molestado
a la humanidad, por muy poco habituada que se halle a la reflexión o por muy
poco avanzada que se encuentre en el ejercicio de sus instintos morales. El
escrúpulo que las sociedades antiguas experimentaron casi inconscientemente
parece haber resultado siempre en la adopción de algún principio imaginario
sobre el cual basar, con cierta plausibilidad, una defensa o, al menos, una
exposición razonada de la esclavitud. En su historia más temprana, los griegos
explicaron la institución en términos de la inferioridad intelectual de ciertas razas y
su consiguiente aptitud natural para la condición servil. Los romanos, adoptando
una actitud igualmente característica, la derivaron de un supuesto acuerdo entre
el vencedor y el vencido en el que el primero contrataba los servicios perpetuos
de su enemigo, y el otro ganaba en retorno a la vida que había legítimamente
perdido. Tales teorías eran no sólo erróneas sino insuficientes para el caso que
trataban de explicar. Con todo, ejercieron una poderosa influencia en muchos
aspectos. Satisficieron la conciencia del amo; perpetuaron y, tal vez, aumentaron
la degradación del esclavo, y, naturalmente, tendieron a borrar la relación en que
se había mantenido originalmente la servidumbre respecto del resto del sistema
doméstico. La relación, aunque no claramente mostrada, está casualmente
indicada en muchas partes del sistema primitivo, y, más particularmente, en el
sistema típico: el de la antigua Roma.
En los Estados Unidos, se ha dedicado mucha energía y cierta erudición a la
cuestión de si el esclavo, en las primeras etapas de la sociedad, era un miembro
reconocido de la familia. En un cierto sentido hay que dar, ciertamente, una
respuesta afirmativa. El testimonio del derecho antiguo y muchas historias
primitivas prueban que el esclavo podía, bajo ciertas condiciones, convertirse en
el heredero, o sucesor universal, del amo, y esta facultad significativa, como
explicaré en el capítulo sobre sucesión, implica que el gobierno y representación
de la familia podía, en ciertas circunstancias particulares, recaer en el esclavo.
Los argumentos norteamericanos, no obstante, parecen asumir a propósito de
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este asunto que, si admitimos que la esclavitud ha sido una institución familiar
primitiva, el reconocimiento lleva implícito la admisión del carácter moral
defendible de la actual esclavitud negra. ¿Qué se quiere decir, pues, al afirmar
que el esclavo estaba originalmente en la familia? No que su situación no podía
ser fruto de los motivos más burdos que puedan impulsar al hombre. El simple
deseo de utilizar la fuerza física de otra persona como un medio de atender la
comodidad o el placer propios es sin duda el fundamento de la esclavitud, y tan
viejo como la naturaleza humana. Cuando decimos que el esclavo antiguamente
estaba incluido en la familia, no tratamos de hacer afirmaciones sobre los motivos
de aquellos que lo pusieron en esa situación o lo mantuvieron en ella;
simplemente queremos afirmar que el vínculo que lo unía a su amo tenía el mismo
carácter general que el que ataba a todos los otros miembros del grupo a su jefe.
Esta consecuencia, de hecho, se incluía en la afirmación general, ya hecha, de
que las ideas primitivas de la humanidad no servían para concebir cualquier base
de la relación de los individuos inter se, a excepción de las relaciones familiares.
La familia consistía, primero, en aquellos miembros que pertenecían a ella por
consanguinidad y, luego, en aquellos que habían sido insertos por medio de la
adopción, y una tercera clase de personas que se habían unido a ella por la
sumisión común a su jefe: los esclavos. Los vasallos, nacidos y adoptados por el
jefe, se elevaban por encima del esclavo por tener la certeza de que, en el curso
ordinario de los acontecimientos, serían liberados de su servidumbre y habilitados
para ejercer poderes propios. En mi opinión, la inferioridad del esclavo no era
tanta como para colocarlo fuera de la esfera de la familia, o para degradarlo al
nivel de la propiedad inanimada, como han demostrado claramente muchos
testimonios de su antigua capacidad de heredar en el último caso. Sería,
naturalmente, muy aventurado adelantar conjeturas sobre el grado en que la
suerte del esclavo se vio mitigada en los inicios de la sociedad al tener reservado
un lugar definido en el dominio del padre. Es, tal vez, más probable que el hijo
estuviese prácticamente asimilado al esclavo a que el esclavo compartiese algo
de la ternura que, posteriormente, se le mostraba al hijo. Pero se puede afirmar sin
temor respecto de los códigos avanzados y completos que, siempre que la
esclavitud se halla sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve
intolerable en los sistemas que conservan alguna memoria de su condición
anterior más que bajo aquellos que han adoptado alguna otra teoría de su
degradación civil. El punto de vista de la jurisprudencia sobre el esclavo es de
gran importancia para éste. La teoría del derecho natural contuvo al Derecho
Romano en su creciente tendencia a considerarlo un artículo de propiedad, y de
ahí que, siempre que instituciones profundamente afectadas por la jurisprudencia
romana sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve
intolerablemente desdichada. Hay pruebas abundantes de que en aquellos
Estados norteamericanos que han adoptado el código, muy romanizado, de
Luisiana como base de su jurisprudencia, la suerte y perspectivas de la población
negra, en muchos aspectos materiales, son mejores que bajo instituciones
basadas en el derecho consuetudinario inglés que, tal como se interpreta ahora,
no tiene un verdadero lugar para el esclavo y, por tanto, solamente lo puede
tratar como a una propiedad mueble.
72
Hemos examinado ahora todas las partes del antiguo derecho de gentes que cae
dentro del alcance de este tratado, y confío en que el resultado de la
investigación dará exactitud y precisión adicional a nuestra visión de la infancia
de la jurisprudencia. El derecho civil de los Estados hizo por primera vez su
aparición como las temistes de un soberano patriarcal y ahora podemos ver que
estas temistes probablemente sólo son una forma desarrollada de los mandatos
irresponsables que, en un estado anterior de la raza, la cabeza de cada familia
aislada debe haber dirigido a sus esposas, hijos y esclavos. Pero, aún después de
haber sido organizado el Estado, las leyes tenían una aplicación extremadamente
limitada. Ya sea que retengan su primitivo carácter de temistes o ya sea que
avancen a la condición de costumbres o textos codificados son obligatorias para
las familias, no para los individuos. La jurisprudencia antigua, si es que puede
utilizarse una engañosa comparación, puede asemejarse al Derecho
Internacional, que no llena por decirlo así, nada excepto los intersticios entre los
grandes grupos que son los átomos de la sociedad. En una comunidad así
organizada, la legislación de asambleas y la jurisdicción de los tribunales alcanza
solamente a los jefes de familia, y para el resto de los individuos la regla de
conducta es la ley de su hogar, cuyo legislador es el padre. Pero la esfera del
derecho civil, pequeña al principio, tiende constantemente a ampliarse. Los
agentes del cambio legal, ficciones, equidad y legislación, asumen, a su vez, el
rumbo de las instituciones primitivas, y cada vez que se avanza un poco, un
mayor número de derechos personales y una mayor cantidad de propiedades
son trasladadas del foro doméstico a la jurisdicción de los tribunales públicos. Las
ordenanzas del gobierno obtienen gradualmente la misma eficacia en los asuntos
privados que en los asuntos de Estado, y ya no están expuestas a ser anuladas por
los requerimientos de un déspota entronizado en cada hogar. Tenemos en los
anales de Derecho Romano una historia casi completa del desmoronamiento de
un sistema arcaico, y de la formación de nuevas instituciones mediante la
recombinación de materiales. Algunas instituciones han llegado intactas al
mundo moderno, mientras que otras, destruidas o corrompidas por el contacto
con la barbarie durante la Edad Media, tuvieron que ser recuperadas por la
humanidad. Cuando dejamos esta jurisprudencia en la época en que Justiniano
hizo su reconstrucción final, se pueden descubrir pocas huellas de arcaísmo
excepto en el único apartado de los amplios poderes todavía reservados al padre
vivo. En todo lo demás, principios de utilidad, simetría o simplificación -principios
nuevos en cualquier caso- han usurpado la autoridad de las consideraciones
estériles que satisfacían la conciencia de los tiempos antiguos. En todas partes
una nueva moralidad ha desplazado los cánones de conducta y las razones de
aquiescencia que se hallaban al unísono con los usos antiguos, porque, de
hecho, habían surgido de ellos.
El movimiento de las sociedades progresivas ha sido uniforme en un respecto. A lo
largo de todo su curso se ha distinguido por la disolución gradual de la
dependencia familiar y el crecimiento de la obligación individual en su lugar. La
familia es sustituida por el individuo como unidad responsable ante el derecho
civil. El avance ha sido logrado a una celeridad variable, y hay sociedades no
absolutamente estacionarias en las que el derrumbe de la organización antigua
puede solamente ser percibido mediante un estudio cuidadoso de los fenómenos
73
que presentan. Pero, independientemente de su paso, el cambio no ha estado
sujeto a reacción o rechazo. Se puede descubrir que los rechazos aparentes
fueron ocasionados gracias a la absorción de ideas y costumbres arcaicas de
alguna fuente enteramente extraña. Tampoco es difícil ver cuál es el vínculo entre
hombre y hombre que remplaza poco a poco aquellas formas de reciprocidad
de derechos y deberes que tienen su origen en la familia. Se trata del contrato.
Partiendo de una condición social en la que todas las relaciones de las personas
se reducen a las relaciones de familia, parece que nos hemos movido
progresivamente hacia una fase del orden social en el que todas las relaciones
surgen del libre acuerdo de los individuos. El progreso logrado en Europa
Occidental en esta dirección ha sido considerable. Así, el status del esclavo ha
desaparecido; ha sido remplazado por la relación contractual del sirviente y su
patrón. El status de mujer bajo tutela, si se entiende la tutela de otras personas que
no sea el esposo, también ha dejado de existir; desde su mayoría de edad hasta
su matrimonio todas las relaciones que puede entablar son relaciones
contractuales. De modo similar, el status de hijos bajo tutela tampoco tiene
cabida en el derecho de las sociedades europeas modernas. Si alguna
obligación civil vincula al padre y al hijo mayor de edad, solamente tendrá
validez legal si media un contrato. Las excepciones aparentes son excepciones
que hacen la regla. El niño antes de su mayoría de edad, el huérfano bajo tutela,
el lunático médicamente comprobado, todos tienen sus capacidades e
incapacidades reguladas por el derecho de gentes. Pero, ¿por qué? La razón se
expresa de modo diferente en el lenguaje convencional de los diferentes
sistemas; pero, en sustancia, tiene los mismos efectos en todos. La gran mayoría
de los juristas se mantienen apegados al principio de que las personas
mencionadas están expuestas a control extrínseco porque no poseen la facultad
de formar un juicio sobre sus propios intereses; en otras palabras, que carecen de
lo esencial para establecer un contrato.
La palabra status puede ser útilmente empleada para elaborar una fórmula que
exprese la ley del progreso así indicado, que, independientemente de su valor,
me parece que está bastante indagado. Todas las formas del status anotadas en
el derecho de gentes se derivaron de los poderes y privilegios que antiguamente
radicaban en la familia y, hasta cierto punto, todavía están teñidas de éstos. Si
entonces empleamos el término status, de acuerdo con el sentido que le dan los
mejores escritores, para significar solamente estas condiciones personales y
evitamos aplicarlo a condiciones tales como el resultado del acuerdo inmediato
o remoto, podemos afirmar que el movimiento de las sociedades porgresivas ha
sido, hasta aquí, un movimiento del status al contrato.
74
CAPÍTULO VI
La historia temprana de la sucesión testamentaria
Si se hiciera, en Inglaterra, un intento de demostrar la superioridad del método
histórico de investigación sobre los modos de investigación de jurisprudencia
actualmente de moda entre nosotros, ningún otro apartado del derecho sería un
ejemplo más idóneo que los testamentos. Debe esta capacidad particular a su
larga duración y continuidad. Al principio de su historia, nos encontramos en la
infancia misma del estado social, rodeados por una serie de concepciones que
requieren un gran esfuerzo mental si se quieren comprender en su forma antigua;
mientras que ahora, en el otro extremo del curso de su progreso, nos hallamos en
medio de nociones legales que no son otra cosa que aquellas mismas
concepciones legales disfrazadas con la fraseología y los hábitos de pensar que
pertenecen a los tiempos modernos, y que muestran, por tanto, dificultades de
otra índole: la dificultad de creer que ideas que forman parte de nuestro bagaje
mental diario pueden tener necesidad de análisis y examen. El desarrollo del
derecho testamentario entre estos dos puntos extremos puede trazarse con una
notable claridad. En la etapa del nacimiento del feudalismo no sufrió una
interrupción tan radical como la mayoría de las otras ramas legales. Cierto que,
en lo tocante a la jurisprudencia en general, la ruptura causada por la división
entre la historia antigua y la moderna o, en otras palabras, por la disolución del
Imperio Romano, ha sido muy exagerada. La indolencia ha disuadido a muchos
escritores de molestarse en buscar los hilos conductores embrollados y
oscurecidos por la confusión creada por seis siglos turbulentos, mientras que otros
investigadores, no naturalmente carentes de paciencia y espíritu de trabajo, han
sido conducidos a conclusiones erróneas por un vano orgullo en el sistema legal
de su país, y por la renuencia consiguiente a confesar la deuda contraída con la
jurisprudencia romana. Pero estas influencias desfavorables han tenido
comparativamente poco efecto en el campo del derecho testamentario. Los
bárbaros carecían totalmente de una concepción semejante a la de testamento.
Las mejores autoridades sobre el tema convienen en que no se halla vestigio
alguno de él en las partes de sus códigos escritos que comprenden las
costumbres practicadas por ellos en sus lugares de origen, y en los asentamientos
subsiguientes que ocuparon en las márgenes del Imperio Romano. Pero poco
después de haberse mezclado con la población de las provincias romanas, se
apropiaron, de entre la jurisprudencia imperial, de la concepción de testamento,
primero en parte, y luego en su integridad. La influencia de la Iglesia tuvo mucho
que ver en esta rápida asimilación. El poder eclesiástico había logrado casi
desde un principio los privilegios de custodia y registro de testamentos que varios
de los templos paganos habían disfrutado, y ya por entonces las fundaciones
religiosas debían sus posesiones temporales casi exclusivamente a donaciones
privadas. De ahí gue los decretos de los primeros consejos provinciales tuvieran
continuos anatemas contra los que negaban la santidad de los testamentos. Aquí,
en Inglaterra todo el mundo admite que la influencia eclesiástica se encuentra
ciertamente entre las causas principales que evitaron la discontinuidad en la
historia del derecho testamentario. Dicha discontinuidad se dio en otros apartados
de la jurisprudencia. La jurisdicción de cierta clase de testamentos fue delegada
75
en los tribunales eclesiásticos, que le aplicaron, aunque no siempre con
inteligencia, los principios de la jurisprudencia romana, y, a pesar de que ni los
tribunales del derecho consuetudinario ni el Tribunal de Chancillería tenían
ninguna obligación positiva de seguir a los tribunales eclesiásticos, no podían
escapar a la fuerte influencia de un sistema de reglas establecidas que se
hallaban en curso de aplicación al mismo tiempo. El derecho inglés sobre
sucesión testamentaria a los bienes muebles ha devenido una forma modificada
del tipo de distribución bajo la que se administraban las herencias de los
ciudadanos romanos.
No es difícil señalar la enorme diferencia entre las conclusiones a que nos lleva el
tratamiento histórico del tema y las que sacamos cuando, sin ayuda de la historia,
tratamos simplemente de analizar nuestras impresiones prima facie. No creo que
haya nadie que, partiendo de la concepción popular o incluso legal de un
testamento, no imagine que éste lleva necesariamente implícitas ciertas
cualidades. Diría, por ejemplo, que un testamento necesariamente surte efecto
sólo a la muerte -que es secreto, no conocido como algo natural por aquellas
personas interesadas en sus estipulaciones-, que es revocable, esto es, siempre es
posible anularlo mediante un nuevo acto de testamentación. Sin embargo, podré
demostrar que hubo un tiempo en que el testamento no tenía estas
características. Los testamentos de los que descienden directamente los nuestros,
al principio se efectuaban de inmediato tras su ejecución; no eran secretos; no
eran revocables. Pocos instrumentos legales son, de hecho, fruto de órganos
históricos más complejos que el testamento mediante el cual las intenciones
escritas de un hombre controlan la disposición póstuma de sus posesiones. Los
testamentos lenta y gradualmente reunieron en sí las cualidades que acabo de
mencionar; y lo hicieron por causas y bajo presión de acontecimientos que
podríamos llamar casuales, o que, de cualquier modo, no tienen interés para
nosotros actualmente, excepto en cuanto han afectado la historia del mundo.
En una época en que las teorías legales abundaban más que en el presente -
teorías que, justo es reconocerlo, eran en su mayoría irrelevantes y prematuras,
pero que sirvieron para rescatar la jurisprudencia de una pésima e innoble
condición, no desconocida entre nosotros, en esa época en que no se aspiraba a
nada semejante a una generalización, y en la que el derecho era considerado un
nuevo ejercicio empírico- estaba de moda explicar la percepción fácil y
aparentemente intuitiva que tenemos de ciertas cualidades de un testamento,
alegando que eran naturales, es decir, conferidas por el derecho natural. Me
imagino que nadie pretendería mantener esta doctrina, una vez que se hubo
aceptado que todas estas características tenían un origen histórico verificable; al
mismo tiempo, vestigios de la teoría de la que se desprende la doctrina, se
mantienen en formas expresivas que todos usamos y a las que difícilmente
sabríamos renunciar. Puedo ilustrar lo anterior mencionando una posición común
en la literatura del siglo XVII. Los juristas de aquel periodo, muy a menudo, afirman
que el mismo poder de testamentación es de derecho natural, es decir, una
prerrogativa conferida por el derecho natural. Su doctrina, aunque no todo el
mundo vea de inmediato la relación, es seguida en sustancia por aquellos que
afirman que el derecho de dictar o controlar la repartición póstuma de la
76
propiedad es una consecuencia necesaria o natural de los derechos propietarios.
Y todo estudiante de jurisprudencia técnica se habrá encontrado con el mismo
punto de vista, revestido en el lenguaje de una escuela más bien diferente, que,
en su exposición razonada de este apartado del derecho, trata la sucesión ex
testamento como el modo de devolución que la propiedad de las personas
muertas deberá originalmente seguir, y luego procede a explicar la sucesión ab
intestato como la provisión incidental del legislador en descarga de una función
que sólo quedó irrealizada por descuido o desgracia del propietario muerto. Estas
opiniones constituyen simplemente una forma ampliada de la doctrina más breve
para la que la disposición testamentaria es una institución del derecho natural.
Siempre resulta un tanto aventurado pronunciarse dogmáticamente sobre el
orden de asociación aceptado por mentes modernas cuando desprestigian el
derecho natural; pero creo que la mayoría de las personas que afirman que el
poder testamentario es de derecho natural, puede tomarse como que implica de
hecho, que es universal, o que las naciones se ven empujadas a sancionarlo por
un instinto o impulso primitivo. Respecto a la primera de estas posiciones creo
que, cuando se manifiesta explícitamente, nunca puede ser disputada en serio en
una época que ha presenciado las severas restricciones impuestas al poder
testamentario por el Código Napoleónico, y ha visto la continua multiplicación de
sistemas cuyo modelo ha sido el código francés. A la segunda afirmación
tenemos que objetarle que sea contraria a los hechos mejor comprobados de la
historia temprana del derecho, y me aventuro a afirmar que, generalmente, en
todas las sociedades nativas, un estado jurídico en que no se admitan los
privilegios testamentarios, o más bien, en que no se conciban, ha precedido al
periodo posterior del desarrollo legal en que sólo está permitida la mera voluntad
del propietario, con más o menos restricciones, con objeto de anular los derechos
de sus parientes consanguíneos.
La concepción del testamento no puede ser considerada en sí misma. Es una, y
no la primera, de una serie de concepciones. En sí mismo el testamento es
simplemente el instrumento por el que se declara la intención del testador. En mi
opinión, debe quedar claro que antes de discutir tal instrumento, hay que
examinar varios puntos preliminares, como, por ejemplo, ¿qué es (qué tipo de
derecho o interés) lo que pasa del muerto tras su defunción?, ¿a quién y en qué
forma pasa?, ¿cómo se llegó a permitir que los muertos controlaran la disposición
póstuma de su propiedad? Puesto en lenguaje técnico, así se expresa la
dependencia de la varias concepciones que contribuyen a la noción de un
testamento. Un testamento es el instrumento por el que se prescribe el traspaso de
una herencia. La herencia es una forma de sucesión universal. Una sucesión
universal es una sucesión a una universitas juris, o universidad de derechos y
deberes. Invirtiendo este orden tenemos que preguntar ¿qué es una universitas
juris?; ¿qué es una sucesión universal?; ¿cuál es la forma de sucesión universal
que es denominada herencia? Y hay además otras dos cuestiones,
independientes hasta cierto grado de los puntos que he discutido, pero que
exigen solución antes de que el asunto de los testamentos se agote. Se trata de
las dos cuestiones siguientes: ¿qué sucedió para que la herencia fuese controlada
por la volición del testador?, y ¿cuál es la naturaleza del instrumento mediante el
cual se controla?
77
La primera cuestión se relaciona con la universitas juris; esto es, una universidad
(o paquete) de derechos y deberes. Una universitas juris es una colección de
derechos y deberes unida por la sencilla circunstancia de haber pertenecido en
un momento dado a una persona. Es, por decirlo así, el traje legal de un
determinado individuo. No se forma agrupando cualesquiera deberes o
cualesquiera derechos. Solamente puede constituirse tomando todos los
derechos y todos los deberes de una persona particular. El vínculo que une así un
cierto número de derechos de propiedad, servidumbres de paso, derechos de
herencia, deberes de acciones específicas, deudas, obligaciones para
compensar agravios, que relaciona de tal modo todos esos privilegios legales y
deberes hasta constituirlos en una universitas juris, es el hecho de haberse reunido
en un individuo capaz de ejercerlos. La expresión universitas juris no es clásica, a
no ser porque la noción de jurisprudencia está exclusivamente obligada hacia el
Derecho Romano, y tampoco es difícil de comprender. Debemos tratar de reunir
bajo una sola concepción todo el conjunto de relaciones legales en las que nos
hallamos cada uno de nosotros frente al resto del mundo. Estas,
independientemente de su carácter y composición, conforman una universitas
juris, y existe poco peligro de error al idear la noción, si nos cuidamos mucho de
recordar que los deberes y los derechos forman igualmente parte de ella.
Nuestros deberes pueden desequilibrar nuestros derechos. Un hombre puede
deber más de lo que vale y, por tanto, si se señala un valor monetario a sus
relaciones legales colectivas puede ser insolvente. A pesar de todo eso, el grupo
entero de derechos y deberes que se centra en él constituye un juris universitas.
Nos topamos seguidamente con la sucesión universal. Una sucesión universal es
una sucesión a una universitas juris. Ocurre cuando un hombre es investido con el
traje legal de otro, convirtiéndose al mismo tiempo sujeto de todas sus
responsabilidades y revestido de todos sus derechos. Para que la sucesión
universal sea verdadera y perfecta, el traspaso debe tener lugar uno ictu, como
dicen los juristas. Es posible imaginar a un hombre comprando todos los derechos
y deberes de otro en periodos diferentes, como, por ejemplo, mediante compras
sucesivas; o puede adquirirlos en diferentes capacidades, en parte como
heredero, en parte como comprador, en parte como legatario. Pero aunque el
conjunto de deberes y derechos así compuesto debería, de hecho, equivaler a la
personalidad legal total de un individuo particular, la adquisición no sería una
sucesión universal. Para que haya una verdadera sucesión universal, la
transmisión debe ser tal que pase todo el agregado de derechos y deberes al
mismo tiempo y en virtud de la misma capacidad legal del recibidor. La noción
de una sucesión universal, al igual que la de un juris universitas, es permanente en
la jurisprudencia, aunque en el sistema legal inglés se halla opacada por la gran
variedad de capacidades en que se adquieren derechos y, sobre todo, por la
distinción entre los dos grandes apartados de la propiedad inglesa: bienes raíces
y bienes muebles. También constituye una sucesión universal el caso en que un
apoderado recibe una herencia en quiebra, aunque este apoderado sólo paga
las deudas hasta donde ajustan los activos; es solamente una forma modificada
de la noción primaria. Si fuera común entre nosotros el que las personas
aceptaran cesiones de toda la propiedad de un hombre bajo la condición de
que pagase todas sus deudas, tales traspasos serían exactamente iguales a la
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sucesión universal del más antiguo Derecho Romano, cuando un ciudadano
romano se arrogaba un hijo, es decir, tomaba como su hijo adoptivo a un hombre
que ya no estaba bajo la Patria Potestas, heredaba universalmente el patrimonio
del niño adoptado, esto es, recibía toda la propiedad y se hacía responsable de
todas las obligaciones. Otras formas varias de sucesión universal aparecen en el
primitivo Derecho Romano, pero definitivamente la más importante y duradera fue
aquella que nos concierne de un modo más inmediato: la Hereditas o herencia.
La herencia era una sucesión universal que ocurría a la muerte de alguien. El
sucesor universal era el Haeres o heredero. Se posesionaba de inmediato de
todos los derechos y deberes del muerto. Quedaba instantáneamente revestido
con su persona legal completa y, huelga decir, que el carácter especial del
Haeres permanecía igual, ya fuese nombrado por un testamento o ya asumiera el
papel intestado. El término Haeres no es usado más enfáticamente para referirse
al intestado que para el heredero testamentario, pues el modo en que un hombre
se convertía en Haeres no tenía nada que ver con el carácter legal que
sustentaba. Era el sucesor universal del muerto y se convertía en heredero, ya
fuese testado o intestado. Pero el heredero no era necesariamente una sola
persona. Un grupo de personas consideradas por ley una sola unidad, podían
recibir la herencia como coherederos.
Permítaseme citar ahora la definición romana usual de herencia. El lector estará
en posición de apreciar toda la fuerza de los términos separados. Haereditas est
successio in universum jus quod defunctus habuit (una herencia es una sucesión a
la entera posición legal de un muerto). La idea era que, aunque la persona física
del muerto había perecido, su personalidad legal sobrevivía y pasaba intacta a su
heredero o coherederos, en quienes se prolongaba su identidad en términos
legales. Nuestro propio derecho, al nombrar al albacea o administrador
representante del difunto en todos sus bienes personales, puede servirnos de
ejemplo de la teoría de la que emanó, pero, aunque la ejemplifica, no la explica.
El punto de vista, aun del tardío Derecho Romano, implicaba una estrecha
relación entre la posición del muerto y su heredero, que no es precisamente uno
de los rasgos de una representación inglesa, y en la primitiva jurisprudencia todo
giraba en torno a la continuidad de la sucesión. El testamento perdía todo su
efecto al menos que en él se estipulara el traspaso instantáneo de los derechos y
deberes del testador al heredero o coherederos.
En la moderna jurisprudencia testamentaria, al igual que en el Derecho Romano
tardío, el objeto básico es la ejecución de las intenciones del testador. En el
antiguo derecho de Roma se prestaba un cuidado equivalente a la entrega de la
sucesión universal. A nuestros ojos, una de estas reglas parece un principio
dictado por el sentido común, mientras que la otra suena a institución
antediluviana. Empero, sin el segundo, el primero no habría surgido.
Para resolver esta aparente paradoja y poner más en claro el curso de las ideas
que he estado tratando de indicar, tengo que tomar los resultados de la
investigación que fue acometida en la primera parte del capítulo anterior.
Observábamos que una peculiaridad distinguía invariablemente la infancia de la
sociedad. Los hombres son siempre tratados y considerados, no como individuos,
79
sino como miembros de un grupo particular. Todo el mundo, primero, es
ciudadano, y luego, como ciudadano, es miembro de su orden, de una
aristocracia o democracia, de una clase de patricios o plebeyos, o, en las
sociedades que tuvieron el infortunio de sufrir una perversión especial en el curso
de su desarrollo, de una casta. Luego, es miembro de una gens, casa o clan, y,
por último, es miembro de su familia. Esta última era la relación más estrecha y
personal que mantenía. Por paradójico que parezca, nunca era considerado él
mismo, como un individuo distinto. Su individualidad quedaba absorbida en su
familia. Repito, la definición de una sociedad primitiva ya dada: sus unidades las
componen, no individuos, sino grupos de hombres unidos por la realidad o ficción
de una relación consanguínea.
Es en las peculiaridades de una sociedad rudimentaria donde hallamos la primera
huella de una sucesión universal. En comparación con la organización de un
estado moderno, las Repúblicas de los tiempos primitivos pueden describirse
como un cierto número de gobiernos despóticos, cada uno perfectamente
distinto del resto, y todos controlados de manera absoluta por la prerrogativa de
un solo monarca. Pero aunque el patriarca, pues todavía no debemos referirnos a
él como el Pater-familias, tenía derechos muy amplios, no es posible creer que no
estuviera bajo obligaciones igualmente amplias. Si gobernaba la familia, era para
ventaja de ésta; si era señor de sus posesiones, las mantenía como depositario en
nombre de sus hijos y parientes. No gozaba de privilegio o posición alguna
distinta de la conferida por su relación con la Republiquilla que gobernaba. La
familia, de hecho, era una corporación, y él era su representante o, casi
podríamos decir, su funcionario público. Disfrutaba derechos y sufría deberes,
pero los derechos y deberes eran, en la expectación de sus conciudadanos, y en
los ojos de la ley, tanto del cuerpo colectivo como propios. Examinemos por un
momento el efecto que produciría la muerte de tal representante. A los ojos de la
ley y del magistrado civil, la traslación de dominio de la autoridad doméstica
sería un acontecimiento perfectamente inmaterial. La persona representante del
cuerpo colectivo de la familia y principal responsable ante la jurisdicción
municipal llevaría un nombre diferente. Eso sería todo. Los derechos y
obligaciones vinculados al difunto cabeza de familia, se vincularían a su sucesor
sin ruptura en la continuidad; pues, de hecho, se tratará de los derechos y
obligaciones de la familia, y la familia tenía características distintivas de una
corporación: nunca moría. Los acreedores tendrían las mismas reparaciones
frente al nuevo jefe que frente al viejo, pues existía la obligación de que la familia
existente permaneciera absolutamente inalterada. Todos los derechos asequibles
a la familia estarían disponibles tras la defunción de su jefe como antes, excepto
que la corporación -si es que se puede utilizar un lenguaje tan preciso y técnico
referido a aquellos tiempos- se hallaría obligada a entablar juicios bajo un
nombre ligeramente modificado.
Debe seguirse la historia de la jurisprudencia en todo su curso, si vamos a
entender lo gradual y tardíamente que se disolvió la sociedad en los átomos
componentes que ahora la forman; mediante qué pasos graduales e insensibles
la relación de hombre a hombre fue sustituida por la relación del individuo con su
familia y de las familias entre sí. El punto a examinar ahora es que, aun cuando la
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revolución se había aparentemente realizado, aun cuando el magistrado había
asumido en buena parte el lugar del Pater-familias, y el tribunal civil había
sustituido al foro doméstico, el esquema total de derechos y deberes administrado
por las autoridades judiciales permaneció regulado por la influencia de los
privilegios anticuados y desfigurado en todas sus partes por su acción refleja. Casi
está fuera de duda que el traslado de la Universitas juris, en el que tan
enérgicamente insistía el Derecho Romano como primera condición de una
sucesión testamentaria o intestada, era un rasgo de la forma más antigua de la
sociedad que las mentes humanas no habrían podido disociar de la nueva,
aunque con aquella fase más nueva no tenía una relación verdadera y
apropiada. En realidad, parece que la prolongación de la existencia legal de un
hombre en su heredero, o en un grupo de coherederos, no es ni más ni menos
que una característica de la familia transferida por medio de una ficción al
individuo. La herencia de las corporaciones es necesariamente universal, y la
familia era una corporación. Las corporaciones nunca mueren. La defunción de
miembros individuales no implicaba diferencia alguna para la existencia
colectiva del cuerpo agregado, y no afectaba de ningún modo sus incidentes
legales, sus facultades o responsabilidades. Ahora bien, en la idea de una
herencia universal romana, todas estas cualidades de una corporación parecen
haber sido transferidas al ciudadano individual. No se permitía que su muerte
física ejerciera ningún efecto sobre la posición legal que ocupaba,
aparentemente bajo el principio de que esa posición debe ajustarse tan
estrechamente como sea posible a las analogías de una familia, que, en su
carácter corporativo, no estaba naturalmente sujeta a la extinción física.
Observo que no pocos juristas europeos tienen gran dificultad en comprender la
naturaleza de la relación entre las concepciones combinadas en una herencia
universal, y, tal vez, no haya tema en la filosofía de la jurisprudencia en que sus
especulaciones, por regla general, posean menos valor. Pero el estudioso del
derecho inglés no debiera estar en peligro de atascarse en el análisis de la idea
que estamos examinando. Una ficción de nuestro propio sistema, con la que
todos los jurisconsultos están familiarizados, arroja mucha luz. Los jurisconsultos
ingleses clasifican las corporaciones en dos: corporaciones agregadas y
corporaciones exclusivas. Una corporación agregada es una verdadera
corporación, pero una corporación exclusiva es un individuo, un miembro entre
una serie de individuos que se halla investido de una ficción con las cualidades
de una corporación. Huelga citar al rey o al pastor de una parroquia como
ejemplos de corporaciones exclusivas. El empleo o cargo aquí se considera parte
de la persona particular que de vez en cuando pueda ocuparlo, y, al ser perpetuo
este empleo, la serie de individuos que lo ocupan están investidos con el atributo
principal de la corporación: la perpetuidad. Ahora bien, en la teoría más antigua
del Derecho Romano, el individuo tenía con la familia precisamente la misma
relación que en la expósición razonada de la jurisprudencia inglesa una
corporación exclusiva mantiene con la corporación agregada. La derivación y
asociación de ideas son exactamente las mismas. De hecho, si nos decimos a
nosotros mismos que para los propósitos de la jurisprudencia testamentaria
romana cada ciudadano individual era una corporación exclusiva, nos daremos
cuenta no solamente de todo lo que implicaba la concepción de herencia sino
81
también tendremos a nuestra disposición la clave del supuesto en que se basó.
Entre nosotros, es un axioma que el rey nunca muere, por ser una corporación
exclusiva. Sus facultades son inmediatamente asumidas por el sucesor, y no se
cree que la continuidad de mando haya sido interrumpida. A los romanos les
parecía un proceso igualmente sencillo y natural eliminar el hecho de la muerte
del traspaso de derechos y obligaciones. El testador vivía en su heredero o en el
grupo de coherederos. Ante la ley, él era la misma persona con ellos, y si alguien
en sus estipulaciones testamentarias hubiera violado, aun constructivamente, el
principio que unía su existencia presente y póstuma, la ley rechazaba el
instrumento defectuoso y entregaba la herencia a los parientes consanguíneos,
cuya capacidad para cumplir las condiciones de herencia les era conferida por
la misma ley, y no por ningún documento que implicaba la posibilidad de estar
erróneamente ideado.
Cuando un ciudadano romano moría intestado o no dejaba testamento válido,
sus descendientes o parientes se convertían en sus herederos de acuerdo a una
graduación que vamos a describir. La persona o clases de personas que le
sucedían no representaban simplemente al muerto, sino que, de conformidad con
la teoría que se acaba de delinear, continuaban su vida civil, su existencia legal.
Los mismos resultados ocurrían cuando el orden de sucesión estaba determinado
por un testamento, pero la teoría de la identidad entre el difunto y sus herederos
era ciertamente mucho más antigua que cualquier forma de testamento o fase de
la jurisprudencia testamentaria. Este es realmente el momento adecuado de
presentar al lector una duda que nos asaltará con mayor fuerza cuanto más nos
adentremos en este tema: uno se pregunta si los testamentos habrían surgido de
no haber sido por estas notables ideas relacionadas con la sucesión universal. El
derecho testamentario es la aplicación de un principio que puede explicarse en
base a una variedad de hipótesis filosóficas tan plausibles como injustificables;
está entretejido en todas las partes de la sociedad moderna, y es defendible en
los términos vagos de una utilidad general. Pero no está por demás repetir la
advertencia de que la fuente de muchos errores en cuestiones de jurisprudencia
es la impresión de que las razones que nos determinan en el momento actual en
favor del mantenimiento de una institución existente, tienen necesariamente algo
en común con el sentimiento en que se originó la institución. Es cierto que, en el
viejo derecho romano sobre la herencia, la noción de un testamento está
inextricablemente mezclada, casi puedo decir confundida, con la teoría de la
existencia póstuma de un hombre en la persona de su heredero.
La concepción de una sucesión universal, arraigada profundamente en
jurisprudencia, no les ha llegado espontáneamente a los constructores de cada
cuerpo legal. Siempre que se encuentra ahora, puede demostrarse que
desciende del Derecho Romano, y con él han caído una multitud de reglas
legales sobre el asunto de los testamentos o dádivas testamentarias, que los
profesionales modernos aplican sin discernir su relación con la teoría principal.
Pero, en la pura jurisprudencia romana, el principio de que un hombre vive en su
heredero -la eliminación, por decirlo así, del hecho de la muerte- es demasiado
evidente como para confundir el centro alrededor del cual gira todo el derecho
de sucesión testamentaria e intestada. El firme rigor del Derecho Romano en
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hacer cumplir la teoría gobernante sugeriría por sí mismo que la teoría se originó
en algún aspecto de la primitiva Constitución de la sociedad romana; pero
podemos llevar las pruebas más allá de la simple conjetura. Varias expresiones
técnicas, que datan del mismo momento de la institución de los testamentos en
Roma, se han conservado accidentalmente. Encontramos en Gayo la fórmula de
investidura mediante la cual se creó el sucesor universal. Contamos con el
nombre que recibió al principio la persona después llamada heredero. Tenemos
además el texto de la célebre cláusula de las Doce Tablas por la que se
reconocía expresamente el poder testamentario. Las cláusulas que regulan la
sucesión intestada han sido igualmente conservadas. Todas estas frases arcaicas
tienen una peculiaridad notoria. Indican que lo que pasaba del testador a su
heredero era la familia, es decir, el agregado de derechos y deberes contenido
en el Patria Potestas y de ella surgido. La propiedad material no es mencionada
en absoluto en tres casos; en otros dos, es abiertamente llamada adjunta o
apéndice de la familia. El testamento original era, por tanto un instrumento (pues
al principio probablemente no estaba escrito) o un trámite por el que se regulaba
el traspaso de la familia. Era un modo de declarar quién iba a tener la jefatura,
heredada del testador. Cuando se entiende que los testamentos tuvieron este
objeto original, vemos de inmediato cuál fue el proceso por el que se vinieron a
relacionar con una de las reliquias más curiosas de la religión y del derecho
antiguo: las sacra o ritos familiares. Estas sacra eran la forma romana de un tipo
de institución que aparece en toda sociedad que no se haya liberado todavía de
su ropaje primitivo. Son los sacrIficios y ceremonias que conmemoran la
fraternidad familiar, promesa y testigo de su perpetuidad. Independiente de su
naturaleza -ya sea o no verdad que en todos los casos se trate del culto a algún
antepasado mítico-, en todas partes se emplean para dar fe de la santidad de la
relación familiar, y por tanto adquieren un gran significado e importancia siempre
que la existencia continua de la familia se vea en peligro por el cambio de jefe.
En consecuencia, donde los hallamos más a menudo es en relación a las
traslaciones de soberanía doméstica. Entre los hindús, el derecho a heredar la
propiedad de un muerto es exactamente coextensivo con el deber de celebrar
las exequias. Si los ritos no se realizan de la forma adecuada o no los realiza la
persona oportuna, no se considera que se ha establecido relación alguna entre el
muerto y el que sobrevive; no se aplica el derecho sucesorio y nadie puede
heredar la propiedad. Todo gran acontecimiento en la vida de un hindú parece
llevar y estar dirigido a estas solemnidades. Si se casa, es para tener hijos que
puedan celebrarlas después de su muerte; si no tiene hijos, se halla en la enorme
obligación de adoptarlos de otra familia, con vistas, escribe el doctor hindú, al
pastel de funeral, al agua y al solemne sacrificio. La esfera reservada a las sacra
romanas en tiempos de Cicerón no tenía un alcance menor. Abarcaba herencias
y adopciones. No era permitida ninguna adopción sin la debida disposición para
las sacra de la familia de la que el hijo adoptivo era transferido, y ningún
testamento podía distribuir la herencia sin un prorrateo estricto de los gastos de
estas ceremonias entre los diferentes coherederos. Las diferencias entre el
derecho romano de esta época, momento del que data nuestra última
información sobre las sacra, y el sistema hindú existente, son muy instructivas.
Entre los hindúes, el elemento religioso ha logrado un predominio completo sobre
el derecho. Los sacrificios familiares se han convertido en la clave de todo el
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derecho de gentes y, en una buena parte, del derecho de cosas. Es más, incluso
han recibido una monstruosa ampliación, pues es una opinión plausible el que la
auto-inmolación de la viuda en el funeral de su esposo, práctica continuada por
los hindúes hasta épocas históricas, y conmemorada en las tradiciones de varias
razas indoeuropeas, era una adición injertada en las primitivas sacra, bajo la
influencia de la impresión, que siempre acompaña a la idea de sacrificio, de que
la sangre humana es el más precioso de todos los sacrificios. Al contrario, entre
los romanos, la obligación legal y el deber religioso dejaron de estar mezclados.
La necesidad de solemnizar las sacra no forma parte de la teoría del estado civil,
sino que éstas se hallan bajo la jurisdicción separada del Colegio de Pontífices.
Las cartas de Cicerón a Atticus, que están llenas de alusiones a ellas, no dejan
lugar a dudas de que constituían una carga intolerable sobre las herencias; pero
el punto de desarrollo en el que el derecho parte de la religión ya había pasado,
y nos hallamos preparados para su entera desaparición de la jurisprudencia
posterior.
En el derecho hindú no existe nada parecido a un verdadero testamento. El lugar
llenado por los testamentos lo ocupan las adopciones. Podemos ver ahora la
relación del poder testamentario con la facultad de adopción y la razón por la
que el ejercicio de cualquiera de ellas podía exigir una peculiar solicitud para el
cumplimiento de las sacra. El testamento y la adopción amenazan los dos con
distorsionar el curso ordinario de la descendencia familiar, pero son obviamente
artificios para impedir que la descendencia sea totalmente interrumpida, cuando
no existen parientes para controlarla. De los dos ejemplos, la adopción, es decir,
la creación ficticia de una relación consanguínea, es la única que surgió en la
mayoría de las sociedades arcaicas. Los hindúes han avanzado, de hecho, un
paso más sobre lo que indudablemente constituía la práctica antigua, al permitir
a la viuda la posibilidad de adoptar, cuando el padre no lo había hecho. En las
costumbres locales de Bengala hay algunas señales muy borrosas de los poderes
testamentarios. Sin embargo, pertenece preeminentemente a los romanos el
crédito de inventar el testamento, institución que, junto con el contrato, ha
ejercido una enorme influencia en la transformación de la sociedad humana.
Debemos tratar de no atribuirle en su forma más temprana las mismas funciones
que ha desempeñado en tiempos más recientes. Al principio era, no un modo de
distribuir las pertenencias de un muerto, sino uno de los varios modos de transferir
la representación de una familia a un nuevo jefe. Las pertenencias pasan sin duda
alguna al heredero, pero eso sólo porque el gobierno de la familia lleva implícito
en su traspaso el poder de manejar las existencias comunes. Nos encontramos
muy lejos todavía de aquella etapa en la historia de los testamentos en que éstos
se vuelven instrumentos poderosos en la modificación de la sociedad mediante el
estímulo que dan a la circulación de la propiedad y la ductilidad que producen
en los derechos propietarios. Ninguna consecuencia de esta naturaleza parece,
de hecho, haber ido asociada al poder testamentario aun entre los últimos
jurisconsultos romanos. Los testamentos nunca fueron considerados en la
comunidad romana como un artificio para separar la propiedad y la familia, o
para crear una variedad de intereses misceláneos, sino más bien como un medio
de crear una mejor provisión para los miembros de una familia de la que podrían
asegurar las reglas de la sucesión intestada. Nos podemos imaginar que la
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testamentación evocara asociaciones muy diferentes en un romano que entre
nosotros. El hábito de considerar la adopción y la testamentación como modos
de continuar la familia tiene que haber influido en el relajamiento de las nociones
romanas sobre la herencia de la soberanía. Es imposible no ver que la sucesión
de los primeros emperadores romanos era considerada razonablemente regular,
y que, a pesar de todo lo ocurrido, no se creía absurda la pretensión de que
príncipes como Teodosio o Justiniano se denominaran César o Augusto.
Cuando surgen a la luz los fenómenos de las sociedades primitivas, se vuelve
imposible disputar una proposición que los juristas del siglo XVII consideraban
dudosa: la herencia intestada es una institución más antigua que la sucesión
testamentaria. Tan pronto como esto queda bien sentado, surge una cuestión de
sumo interés: cómo y bajo qué condiciones se permitió por primera vez que un
testamento estuviese dirigido a regular el traslado de la autoridad sobre la familia
y, consiguientemente, la distribución póstuma de la propiedad. La dificultad de
decidir el punto surge de la rareza del poder testamentario en las comunidades
arcaicas. Es dudoso que alguna sociedad primitiva, a excepción de la romana,
haya conocido un verdadero poder de testamentación. Aparecen aquí y allá
ciertas formas rudimentarias, pero la mayoría no se encuentran exentas de la
sospecha de tener un origen romano. El testamento ateniense era, sin duda,
autóctono, pero, como veremos, era solamente un testamento incoado. En
cuanto a los testamentos que se hallan sancionados por los cuerpos legales que
nos han llegado en forma de código de los conquistadores bárbaros de la Roma
Imperial son ciertamente romanos. La crítica alemana más aguda ha estado
dirigida recientemente a estas leges Barbarorum, cuyo principal objeto de
investigación es separar las partes de cada sistema que formaban las costumbres
de la tribu en su localización original de los ingredientes adventicios que fueron
tomados de las leyes de los romanos. En el curso de este proceso, se ha
encontrado invariablemente que el núcleo antiguo del código no contiene
huellas de un testamento. El derecho testamentario que existe ha sido tomado de
la jurisprudencia romana. De modo similar, el testamento rudimentario, que
(según se me informa) admite el derecho judío rabínico, ha sido atribuido al
contacto con los romanos. La única forma de testamento -que no pertenece a las
sociedades romana o helénica y que razonablemente puede suponerse
indígena- es el reconocido por los usos de la provincia de Bengala. Pero este
testamento bengalí es solamente un testamento rudimentario.
Los datos con que contamos nos llevan a la conclusión de que los testamentos, al
principio, surten efecto ante la ausencia de personas autorizadas a recibir la
herencia por derecho de consanguinidad genuina o ficticia. De este modo,
cuando las Leyes de Solón facultaron a los ciudadanos atenienses a ejecutar
testamentos por primera vez, se les prohibía desheredar a sus descendientes
varones directos. De modo similar, el testamento bengalí gobierna solamente la
sucesión en cuanto es consistente con ciertos derechos prevalecientes de la
familia. Igualmente, las instituciones originales de los judíos no dejaban lugar a los
privilegios de la testamentación; la jurisprudencia judía tardía, que pretende
reemplazar los casu omissi de la ley mosaica, permite el poder de testamentación
cuando todos los parientes, con derechos a heredar según el sistema mosaico,
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han fallado o son indescubribles. Las limitaciones que los antiguos códigos
germánicos impusieron a la jurisprudencia testamentaria que fue incorporada a
ellos son igualmente significativas y apuntan en la misma dirección. La
peculiaridad de la mayoría de estas leyes germánicas, en la única forma en que
las conocemos, es que, además del allod o dominio de cada familia, reconocen
varias clases subordinadas o tipos de propiedad, cada uno de los cuales
probablemente representa una transfusión separada de principios romanos en el
cuerpo primitivo del uso teutónico. La primitiva propiedad germánica o alodial se
reservaba estrictamente a los parientes. No solamente era imposible disponer de
ella mediante testamento, sino que apenas se podía alienar por traslación de
dominio inter vivos. El antiguo derecho germánico, al igual que la jurisprudencia
hindú, hace a los hijos varones copropietarios del padre, y la dote de la familia no
puede enajenarse excepto mediante el consentimiento de todos sus miembros.
Pero las otras formas de propiedad, de origen más moderno y menor dignidad
que las posesiones alodiales, son más fácilmente alienables, y según reglas
mucho más indulgentes en caso de repartición. Las mujeres y sus descendientes
las heredan, obviamente bajo el principio de que yacen fuera del sagrado recinto
de la fraternidad agnada. Ahora bien, los testamentos tomados de Roma pudieron
operar inicialmente bajo estos últimos tipos de propiedad. Estos solamente.
Las anteriores indicaciones pueden servir para prestar plausibilidad adicional a la
que parece ser la explicación más probable de un hecho descubierto en la
historia temprana de los testamentos romanos. Tenemos establecido con
abundantes pruebas que los testamentos, durante el periodo primitivo del Estado
romano, eran ejecutados en la Comitia Calata, esto es, en la Comitia Curiata, o
Parlamento de los Ciudadanos Patricios de Roma, cuando se reunían para asuntos
privados. Este modo de ejecución ha sido la fuente de la afirmación, pasada de
una generación de civiles a otra, de que todo testamento en una época de la
historia romana era una solemne promulgación legislativa. Pero no hay necesidad
alguna de recurrir a una explicación que tiene el defecto de atribuir demasiada
precisión a los procedimientos de la asamblea antigua. La clave adecuada de la
historia sobre la ejecución de testamentos en la Comitia Calata debe sin duda
buscarse en el más antiguo Derecho Romano sobre la sucesión intestada. Los
cánones de la primitiva jurisprudencia romana que regulaban la herencia de los
parientes entre sí tenían hasta donde permanecieron inmodificados por el
Derecho de los Edictos Pretorianos el efecto siguiente: Primero, los sui o
descendientes directos que nunca habían sido emancipados, heredaban. A falta
del sui, la persona o clase de pariente más cercana que estuviese o hubiera
podido estar bajo la misma Patria Potestas que el difunto. El tercer y último grado
venía seguidamente: la herencia recaía sobre los gentiles, esto es, sobre los
miembros colectivos de la gens o casa del muerto. La casa era, como ya he
explicado, una extensión ficticia de la familia, consistente en todos los
ciudadanos patricios de Roma que llevaban el mismo nombre, supuestamente
descendían de un antepasado común. Ahora bien, la asamblea patricia
denominada Comitia Curiata era una legislatura en la que estaban
exclusivamente representadas Gentes o casas. Era una asamblea representativa
del pueblo romano, constituida bajo el supuesto de que la unidad componente
del Estado era la Gens. Siendo así, parece inevitable el inferir que la jurisdicción
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de la Comitia sobre los testamentos se relacionaba con los derechos de los
Gentiles y estaba abocada a asegurarles el privilegio de ser los herederos en
último caso. Se salva toda anomalía aparente, si suponemos que un testamento
sólo podía hacerse cuando el testador no tenía gentiles distinguibles, o cuando
renunciaban a sus derechos, y que cada testamento era sometido a la Asamblea
General de las Gentes Romanas, de modo que los que se considerasen vejados
por sus estipulaciones pudieran poner su veto, si así lo deseaban, o en caso de
dejarlo pasar, se presumía que habían renunciado a su revocación. Es posible
que en vísperas de la publicación de las Doce Tablas este poder de veto haya
sido muy cercenado o sólo ocasional y caprichosamente ejercido. Es mucho más
fácil, no obstante, indicar el significado y origen de la jurisdicción confiada a la
Comitia Calata que trazar su desarrollo gradual o decadencia progresiva.
El testamento al que todos los testamentos modernos atribuyen su linaje no es, sin
embargo, el testamento ejecutado en la Calata Comitia, sino otro testamento
diseñado para competir con él y destinado a superarlo. La importancia histórica
de este testamento temprano y la luz que arroja sobre una buena parte del
pensamiento antiguo, justifican el que la describa con cierta amplitud.
Cuando el poder testamentario se nos manifiesta por primera vez en la historia
legal, hay señales de que, al igual que casi todas las instituciones romanas, era
objeto de disputa entre patricios y plebeyos. El efecto de la máxima política,
Plebs Gentem non habet, Un plebeyo no puede ser miembro de una casa, era
excluir a los plebeyos enteramente de la Comitia Curiata. Algunos críticos han
supuesto, por tanto, que un plebeyo no podía lograr que su testamento fuese leído
o recitado a la Asamblea Patricia, y se veía así privado totalmente de los
privilegios testamentarios. Otros han quedado satisfechos con señalar las
penalidades de tener que someter un proyectado testamento a la jurisdicción
enemiga de una asamblea en la que el testador no estaba representado.
Cualquiera que sea el punto de vista correcto, el hecho es que surgió una forma
de testamento, que tiene todas las características de un artificio diseñado para
evadir alguna obligación desagradable. El testamento en cuestión era una
traslación de dominio inter vivos, una alienación completa e irrevocable de la
familia y el caudal del testador en favor de la persona a quien él designaba
heredero. Las reglas estrictas del Derecho Romano deben haber permitido
siempre tal alienación pero cuando se quería que la transacción tuviese un efecto
póstumo, deben haberse suscitado disputas sobre si era válido con propósitos
testamentarios sin el consentimiento formal del Parlamento Patricio. Si existía una
diferencia de opinión sobre el punto entre las dos clases de la población romana
se extinguió, junto con otras fuentes de animosidad, mediante el gran
compromiso decenviral. Todavía persiste el texto de las Doce Tablas que dice:
Paterfamilias uti de pecuniâ tutelâve rei suae legâssit, ita jus esto, ley que apenas
puede haber tenido otro objeto que la legislación del testamento plebeyo.
Los eruditos saben perfectamente que, siglos después de que la Asamblea
Patricia dejó de ser la legislatura del Estado Romano, continuaba manteniendo
sesiones formales para atender asuntos de carácter privado. Por lo tanto, mucho
después de la publicación del Derecho Decenviral, hay razón para creer que la
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Comitia Calata se reunía aún para la validación de testamentos. Sus probables
funciones pueden indicarse de modo más adecuado diciendo que era un tribunal
de registro, en el entendimiento, no obstante, de que los testamentos exhibidos no
eran registrados sino simplemente recitados a sus miembros. Se asumía que éstos
tomarían nota de su contenido y lo aprenderían de memoria. Es muy probable
que esta forma de testamento no haya sido nunca puesta por escrito, pero, en
cualquier caso, si el testamento hubiera estado originalmente escrito, el ministerio
de la Comitia estaba ciertamente limitado a escuchar el documento leído en voz
alta, y éste era retenido después bajo la custodia del testador o depositado en el
resguardo de alguna corporación religiosa. Esta publicidad puede haber sido uno
de los aspectos del testador ejecutado en la Comitia Calata que le acarreó el
disgusto popular. En los primeros años del Imperio, la Comitia todavía celebraba
sus reuniones, pero parecen haber caído en la más pura forma, y pocos
testamentos, o probablemente ninguno, se presentaban en la sesión periódica.
El antiguo testamento plebeyo -la alternativa al testamento acabado de describir-
es el que en sus efectos remotos ha modificado profundamente la civilización del
mundo moderno. En Roma ganó toda la popularidad que el testamento sometido
a la Calata Comitia parece haber perdido. La clave de todas sus características
radica en su origen en el mancipium, o antigua traslación de dominio romana,
procedimiento al que podemos asignar sin titubeos la paternidad de dos grandes
instituciones sin las que la sociedad moderna apenas habría podido mantenerse
unida: el contrato y el testamento. El mancipium o mancipación, como se
exhibiría posteriormente en el mundo latino, nos devuelve con sus incidentes a la
infancia de la sociedad civil. Dado que surgió en época muy anterior, si no a la
invención, en cualquier caso sí a la popularización del arte de escribir, gestos,
actos simbólicos y frases solemnes ocupan el lugar de formas documentales.
Igualmente, un largo y complicado ceremonial estaba dirigido a llamar la
atención de las partes sobre la importancia de la transacción y, de este modo,
dejarla grabada en la memoria de los testigos. Asimismo, la imperfección del
testimonio oral, comparado con el escrito, necesita la multiplicación de los
testigos y ayudantes más allá de lo que en tiempos posteriores sería un límite
tolerable o inteligible.
La mancipación romana exigía la presencia primero de las partes, vendedor y
comprador, o tal vez deberíamos decir más bien, para usar términos legales
modernos, el otorgante y el concesionario. También participaban no menos de
cinco testigos, y un personaje anómalo, el Libripens, que traía consigo una
báscula para pesar las monedas de cobre sin acuñar de la antigua Roma. El
testamento que estamos examinando -el testamento per aes et libram, con el
cobre y la balanza, como continuó siendo llamado técnicamente por mucho
tiempo- era una mancipación ordinaria, sin cambios en la forma y, muy pocos, en
las palabras. El testador era el otorgante; los cinco testigos y el libripens se
hallaban presentes, y el lugar del concesionario era ocupado por una persona
conocida técnicamente como el familiae emptor, el comprador y la familia.
Luego proseguía la ceremonia ordinaria de la mancipación. Se hacían ciertos
gestos formales y se pronunciaban unas frases. El emptor familiae simulaba el
pago de un precio golpeando la balanza con una moneda, y finalmente el
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testador ratificaba lo que se había hecho por medio de un conjunto de palabras
fijas denominadas Nuncupatio o publicación de la transacción, frase que, apenas
necesito recordarle al jurisconsulto, tiene una larga historia en la jurisprudencia
testamentaria. Es necesario prestar particular atención al carácter de la persona
llamada familiae emptor. No hay duda de que al principio se trataba del heredero
mismo. El testador le transfería sin reserva toda su familia, esto es, todos los
derechos que disfrutaba sobre y por medio de la familia; su propiedad, sus
esclavos, y todos sus prlvilegios ancestrales, junto con, por otra parte, todos sus
deberes, obligaciones.
Con todos estos datos ante nosotros, podemos notar varios puntos importantes en
los que el testamento mancipador, como puede llamarse, difería en su forma
primitiva del testamento moderno. Como equivalía a una traslación total de
dominio de los bienes del testador, no era revocable. No podía haber un nuevo
ejercicio de un poder que se había gastado. Por otra parte, no era secreto. El
familiae emptor, al ser él mismo el heredero, conocía exactamente cuáles eran
sus derechos y era consciente de que estaba autorizado de modo irreversible a la
herencia, conocimiento que la violencia inseparable de las sociedades antiguas,
aun de las mejor organizadas, volvía extremadamente peligroso. Pero, tal vez, la
consecuencia más sorprendente de esta relación de los testamentos con las
traslaciones de dominio era la inmediata entrega de la herencia al heredero. Esto
ha parecido tan increíble a muchos jurisconsultos que han hablado del caudal
del testador como algo entregado condicionalmente a la muerte del testador o
concedido a partir de un momento incierto, por ejemplo, la muerte del otorgante.
Pero hasta el periodo más tardío de la jurisprudencia romana había una cierta
clase de transacciones que nunca pudieron ser directamente modificadas por
una condición, o limitadas a un periodo de tiempo. En lenguaje técnico no
admitían conditio o dies. La mancipación era una de ellas, y, por tanto, aunque
parezca extraño, tenemos que concluir que el primitivo testamento romano surtía
efecto de inmediato, aun si el testador sobrevivía a su acto de testamentación. Es
muy probable que los ciudadanos romanos originalmente hicieran sus
testamentos solamente en artículo de muerte, y que una estipulación en favor de
la continuación de la familia efectuada por un hombre en la flor de la vida tomara
más bien la forma de una adopción que de un testamento. No obstante, tenemos
que creer que, si el testador se recuperaba, solamente podría continuar
gobernando su casa con el consentimiento de su heredero.
Habría que hacer dos o tres comentarios más antes de explicar cómo estas
inconveniencias fueron remediadas y cómo los testamentos vinieron a ser
investidos de todas las características ahora universalmente asociadas a ellos. El
testamento no era necesariamente escrito: al principio, parece haber sido
invariablemente oral, e, incluso en tiempos posteriores, el instrumento declaratorio
de los legados sólo estaba indirectamente relacionado con el testamento y no
formaba parte esencial de él. Mantenía, de hecho, exactamente la misma
relación con el testamento que la de la escritura, que dirigía los usos, mantenía
con las multas y fallos del viejo derecho inglés, o que la de la carta constitucional
de un feudo mantenía con el feudo mismo. Antes de las Doce Tablas, de hecho
ningún escrito hubiese sido de utilidad, pues el testador no tenía poder de dar
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legados, y las únicas personas que podían resultar favorecidas por un testamento
eran el heredero o coherederos. Pero la extrema generalidad de la cláusula de
las Doce Tablas en seguida produjo la doctrina de que el heredero debe aceptar
la herencia cargada con las instrucciones que el testador pueda darle, o, en otras
palabras, aceptarla sujeta a mandas. Los instrumentos testamentarios escritos
asumieron por tanto un nuevo valor, como un seguro contra la negativa
fraudulenta del heredero a satisfacer a los legatarios; pero hasta el final fue deseo
del testador confiar exclusivamente en el testimonio de los testigos y declarar
oralmente los legados que el familiae emptor estaba encargado de cumplir.
Los términos de la expresión Emptor familiae exigen explicación. Emptor indica
que el testamento era literalmente, una venta, y la palabra familiae, al
compararla con la fraseología de la cláusula testamentaria en las Doce Tablas,
nos lleva a algunas conclusiones instructivas. Familia, en la latinidad clásica,
significa siempre los esclavos de un hombre. Aquí, sin embargo, y de un modo
general en el lenguaje del antiguo Derecho Romano, incluye a todas las personas
bajo su Potestas, y se sobreentiende que la propiedad material o bienes del
testador pasan como aditamento o apéndice de su casa. Volviendo a la ley de
las Doce Tablas, se verá que habla de tutela rei sua, la custodia de su caudal, una
forma de expresión que es el exacto reverso de la frase ahora examinada. No
parece haber, por tanto, modo alguno de escapar a la conclusión de que, aun en
una época tan comparativamente reciente como la del compromiso decenviral,
términos que denotaban familia y propiedad se hallaban mezclados en la
fraseología corriente. Si se hubiera hablado de la familia de un hombre como su
propiedad podriamos haber explicado la expresión señalando el alcance de la
Patria Potestas, pero, como el intercambio es recíproco, debemos admitir que la
forma del lenguaje nos devuelve al periodo primitivo en que la propiedad era
detentada por la familia, y la familia estaba gobernada por el ciudadano, de tal
modo que los miembros de la comunidad no poseían su propiedad y su familia,
sino que, más bien, poseían su propiedad por medio de la familia.
En un momento difícil de señalar con precisión, los pretores romanos cayeron en
el hábito de influir en los testamentos solemnizados de conformidad más estrecha
con el espíritu que con la letra de la ley. Las distribuciones casuales se
convirtieron insensiblemente en la práctica establecida hasta que al final una
forma totalmente nueva de testamento fue madurada e injertada regularmente
en la jurisprudencia de los edictos. El nuevo testamento pretoriano derivaba todo
su carácter inexpugnable del Jus Honorarium o Equidad de Roma. El pretor de
algún año particular debe haber insertado una cláusula de su proclamación
inaugural en la que declaraba su intención de sostener todos los testamentos que
hubieran sido ejecutados con tales y tales solemnidades, y, al descubrir que la
reforma había sido ventajosa, el artículo relacionado con ella debe haber sido
reintroducido por el sucesor del pretor, y repetido por el que le siguió en el cargo,
hasta que, finalmente, constituyó una porción reconocida del cuerpo de
jurisprudencia que, a causa de sus incorporaciones sucesivas, fue denominado
Edicto Perpetuo o Continuo. Al examinar las condiciones de un testamento
pretoriano válido, se verá claramente que han estado determinados por los
requerimientos del testamento mancipador. El pretor innovador se había
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obviamente auto-prescrito la conservación de las viejas formalidades en tanto
que fueran garantías de legitimidad y protección contra el fraude. En la ejecución
del testamento mancipador tenían que estar presentes siete personas además del
testador. Por tanto, eran esenciales siete testigos para el testamento pretoriano:
dos de ellos correspondían al libripens y familiae emptor que fueron despojados
de su carácter simbólico, y estaban presentes meramente para otorgar su
testimonio. No se realizaba ninguna ceremonia emblemática; el testamento se
recitaba meramente; pero entonces es probable (aunque no absolutamente
seguro) que un instrumento escrito fuese necesario para perpetuar la declaración
de las disposiciones del testador. En todo caso, siempre que una escritura era
leída o mostrada como la última voluntad de una persona, sabemos ciertamente
que el Tribunal Pretoriano no lo avalaba mediante una intervención especial, a
menos que cada uno de los siete testigos hubiera rigurosamente fijado su sello en
el exterior. Esta es la primera aparición del acto de sellar en la historia de la
jurisprudencia, considerado como un modo de autentificación. Es de notar que
los sellos de los testamentos romanos, y de otros documentos de importancia, no
servían simplemente como índice de la presencia o asentimiento del signatario,
sino que eran literalmente ligazones que tenían que ser rotas antes de que la
escritura pudiera ser registrada.
Las leyes de los edictos observaban, por tanto, las disposiciones de un testador,
cuando, en lugar de estar simbolizadas mediante las formas de mancipación, se
hallaban simplemente patentizadas por los sellos de siete jueces. Pero puede
establecerse como proposición general que las principales cualidades de la
propiedad romana eran incomunicables excepto mediante procesos que se
suponían contemporáneos al origen del Derecho Civil. El pretor, por esta razón, no
podía conferir a nadie una herencia. No podía colocar al heredero o coherederos
en la mismísima relación en que se había mantenido el testador respecto a sus
propios derechos y obligaciones. Todo lo que podía hacer era conferir a la
persona designada heredera el disfrute práctico de la propiedad legada, y darle
fuerza de descargo legal a sus pagos de la deuda del testador. Cuando ejercía
sus poderes con estos fines, se decía que el pretor técnicamente comunicaba el
Bonorum Possessio. El heredero especialmente instalado en estas circunstancias,
o Bonorum Possessor , tenía todo el privilegio propietario del heredero según el
Derecho Civil. Obtenía los beneficios y podía enajenar, pero entonces, para todas
sus reparaciones, por ejemplo, obtener satisfacción de los agravios, debía recurrir,
como diríamos nosotros, no al Derecho Consuetudinario sino a la parte de la
Equidad del Tribunal Pretoriano. No incurriríamos en el peligro de caer en un grave
error si lo describimos como poseedor de un patrimonio equitativo de la herencia;
pero, en ese caso, para evitar que nos podamos engañar debido a la analogía,
debemos tener siempre presente que por un año la Bonorum Possessio
funcionaba en base a un principio del Derecho Romano conocido por Usucapion,
y el poseedor se convertía en dueño quiritario de toda la propiedad comprendida
en la herencia.
Sabemos demasiado poco del derecho más antiguo de Proceso Civil para poder
hacer un balance de ventajas y desventajas entre las diferentes clases de
remedios ofrecidos por el Tribunal Pretorial. Es cierto, no obstante, que a pesar de
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sus muchos defectos, el testamento mancipador por el cual el universitas juris es
traspasado inmediatamente y mantenido intacto, nunca fue superado en su
totalidad por el nuevo testamento, y en un periodo menos fanático de las formas
anticuadas, y, tal vez, no tan sensible a su significancia, todo el ingenio de los
jurisconsultos parece haberse gastado en el mejoramiento del instrumento más
venerable. En la era de Gayo, que es la de los césares antoninos, los grandes
defectos del testamento mancipador habían desaparecido. Originalmente, como
hemos visto, el carácter esencial de las formalidades había requerido que el
heredero mismo fuera el comprador de la familia, y la consecuencia era no sólo
que adquiría instantáneamente intereses creados en la propiedad del testador
sino que se le hacía formalmente sabedor de sus derechos. Pero la época de
Gayo permitió que alguna persona desaprensiva oficiase como comprador de la
familia. El heredero, de este modo, no era necesariamente informado de la
sucesión a la que estaba destinado, y en adelante los testamentos obtuvieron la
propiedad del secreto. La sustitución de un extraño por el heredero real en las
funciones de Familiae emptor tuvo otras consecuencias ulteriores. Tan pronto
como se legalizó, un testamento romano vino a consistir de dos partes o etapas -
una traslación de dominio, que era pura forma, y un Nuncupatio, o publicación-.
En este último pasaje del procedimiento, el testador o bien declaraba
verbalmente a los asistentes los deseos que debían realizarse a su muerte o bien
presentaba un documento escrito en el que se incorporaba su voluntad.
Probablemente no fue hasta que su atención se había retirado bastante de la
imaginaria traslación de dominio, y se hubo concentrado en la Nuncupation
como parte esencial de la transacción, que se permitió que los testamentos
pudieran hacerse revocables.
He recorrido, así, el linaje de los testamentos a través de su historia legal. Su raíz se
encuentra en el testamento viejo con cobre y balanza, basado en una
mancipación o traslación de dominio. Este antiguo testamento tiene, no obstante,
múltiples defectos, que son remediados, aunque sólo indirectamente, por el
derecho pretoriano. Mientras el ingenio de los jurisconsultos efectúa, en el
testamento consuetudinario o mancipador, los mismos mejoramientos que el
pretor puede haber realizado concurrentemente en la equidad. Estos últimos
mejoramientos dependen, sin embargo, de la nueva destreza legal, y vemos en
consecuencia que el derecho testamentario de la época de Gayo y Ulpiano es
solamente transitorio. No sabemos qué cambios siguieron; pero, finalmente, justo
antes de la reconstrucción de la jurisprudencia por Justiniano, encontramos que
los súbditos del Imperio Romano Oriental emplean una forma de testamento cuyo
linaje es atribuible, por una parte, al testamento pretoriano y, por otra, al
testamento de cobre y balanza. Al igual que el testamento del pretor, no requería
mancipación, y era inválido a menos que estuviese sellado por siete testigos. A
semejanza del testamento mancipador, pasaba la herencia y no meramente un
Bonorum Possessio. Varios de sus rasgos más importantes, sin embargo, fueron
anexados a promulgaciones de ley positivas, y es con respecto a esta triple
derivación del Edicto Pretoriano, del Derecho Civil y de las Constituciones
Imperiales, que habló Justiniano del Derecho Testamentario, en su propio día,
como Jus Tripartitum. El estamento nuevo así descrito es el conocido
generalmente como el Romano. Pero se trataba solamente del testamento del
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Imperio de Oriente. Las investigaciones de Savigny han demostrado que en
Europa Occidental el viejo testamento mancipador, con todo su aparato de
traslación de poder, cobre y balanza, continuó siendo la forma utilizada hasta
bien entrada la Edad Media.
CAPÍTULO VII
Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones
Aunque una buena parte del moderno Derecho Testamentario europeo, se halla
estrechamente relacionada con las reglas más antiguas del orden testamentario
practicado entre los hombres, existen, sin embargo, algunas diferencias entre las
ideas antiguas y las modernas sobre el asunto de testamentos y sucesiones. En el
presente capítulo trataré de mostrar algunos de los puntos de divergencia.
Durante un cierto periodo, separado por varios siglos de la era de las Doce Tablas,
encontramos una variedad de reglas injertadas en el Derecho Civil romano con el
fin de evitar el desheredamiento de los hijos. Tenemos la jurisdicción del pretor
ejercida muy activamente con el mismo fin. Se nos presenta asimismo un nuevo
tipo de reparación, de carácter muy anómalo y origen incierto, llamado el
Querela lnofficiossi Testamenti, la queja del testamento irrespetuoso, dirigido a la
reinstalación de la progenie en la herencia de la que han sido injustamente
excluidos por el testamento del padre. Comparando este estado del derecho con
el texto de las Doce Tablas que concede, de palabra, la mayor libertad de
testamentación, varios escritores se han visto tentados a entretejer una buena
cantidad de incidentes dramáticos en sus respectivas memorias del Derecho
Testamentario. Nos hablan de la ilimitada licencia de desheredamiento en la que
comenzaron a caer instantáneamente los cabeza de familia, del escándalo y
perjuicio que las nuevas prácticas creaban, y de la aprobación de todos los
hombres prudentes que saludaban el valor del pretor en detener el progreso de la
depravación paterna. Esta historia, que no carece de fundamento en el hecho
principal al que se refiere, es a menudo contada de un modo que revela
interpretaciones erróneas muy serias de los principios de la historia legal. La ley de
las Doce Tablas hay que explicarla por el carácter de la época en que fue
promulgada. No autoriza una tendencia que una era posterior se vio obligada a
contrarrestar, sino que prosigue bajo el supuesto de que no existe tal tendencia o,
tal vez deberíamos decir en la ignorancia de la posibilidad de su existencia. No
hay probabilidad alguna de que los ciudadanos romanos comenzaran de
inmediato a aprovecharse libremente de la facultad de desheredar. Va en contra
de toda razón y sana apreciación de la historia suponer que el yugo de la
servidumbre familiar, todavía pacientemente aceptado en el aspecto en que su
presión irritaba con mayor crueldad, sería descartado en la mismísima
particularidad en que su incidencia en nuestros días no es sino bienvenida. La ley
de las Doce Tablas permitía la ejecución de testamentos en el único caso en que
se creía posible que podían ejecutarse, a saber, a falta de hijos o parientes. No
prohibía el desheredamiento de los descendientes directos, por cuanto no
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legislaba en contra de una eventualidad que ningún legislador romano de la
época habría imaginado. Era indudable que, a medida que los buenos oficios del
afecto familiar perdieron progresivamente el aspecto de deberes personales
primarios, el desheredamiento de los hijos se intentó ocasionalmente. Pero la
interferencia del pretor, lejos de ser solicitada por la universalidad del abuso, se
vio sin duda impulsada por el hecho de que tales ejemplos de capricho
desnaturalizado eran pocos y excepcionales, y entraban en conflicto con la
moralidad prevaleciente.
Las indicaciones proporcionadas por esta parte del Derecho Testamentario
romano son de una clase muy diferente. Llama la atención el que los romanos no
parecen haber considerado el testamento un medio de desheredar a la familia, ni
de efectuar una distribución desigual del patrimonio. Las reglas legales que
prevenían que se utilizara con tal propósito, aumentaron en número y rigor a
medida que se desarrollaba la jurisprudencia, y estas reglas correspondían sin
duda al sentimiento perdurable de la sociedad romana, independiente de las
variaciones ocasionales de los sentimientos individuales. Parecería más bien
como si el poder testamentario se valuara principalmente por la ayuda que
prestaba en proveer a una familia, y en dividir la herencia más equitativa e
imparcialmente que el derecho de sucesión intestada lo habría hecho. Si esta es
una interpretación acertada del sentimiento general sobre el particular, explica,
hasta cierto punto, el singular horror que la falta de testamento producía entre los
romanos. Ningún mal parece haber sido considerado peor que la pérdida legal
de los privilegios testamentarios; ninguna maldición era, aparentemente, mas
amarga que la deseada a un enemigo para que muriese sin testamento. El
sentimiento no tiene contrapartida, o ninguna fácilmente reconocida, en la
opinión actual. Todos los hombres de todos los tiempos preferirán sin duda llevar
la cuenta del destino de su caudal a que la ley realice esa tarea por ellos; pero la
pasión romana por testar se diferencia del mero deseo de cumplir un capricho
por su intensidad, y no tiene, por supuesto, nada en común con el orgullo familiar,
creación exclusiva del feudalismo, que acumula una clase de propiedad en las
manos de un solo representante. Es probable, a priori, que hubiera algo en las
reglas de la sucesión intestada que producía esta preferencia vehemente por la
distribución de la propiedad bajo un testamento a la distribución hecha por la ley.
La dificultad, sin embargo, radica en que, al echar una ojeada al Derecho
Romano sobre sucesión intestada, en la forma que tomó durante muchos siglos
antes de que Justiniano la adaptase al esquema de herencia que ha sido
recogido por los legisladores modernos, no le repugna a uno como algo
irrazonable o inequitativo. Al contrario, la distribución que prescribe es tan justa y
racional y difiere tan poco de la que ha satisfecho a la sociedad moderna, que
no se halla ninguna razón por la que debiera ser mirada con tanto disgusto,
especialmente bajo una Jurisprudencia que dejaba márgenes muy estrechos a
los privilegios testamentarios de las personas con hijos a los que habia que
proveer de lo necesario. Más bien esperaríamos que los cabeza de familia se
ahorrarían generalmente la molestia de ejecutar un testamento, y dejaran que la
ley hiciera lo que gustase con sus bienes. Creo, sin embargo, que si observamos
detenidamente la escala pre-Justiniana de la sucesión intestada, descubriremos
la clave del misterio. La contextura de la ley consiste en dos partes distintas. Un
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apartado de reglas proviene del Jus Civile, el derecho consuetudinario de Roma;
el otro, del Edicto Pretoriano. El Derecho Civil, como ya he señalado al referirme a
otro asunto, admite como herederos sólo tres clases de sucesores por turno: los
hijos no emancipados, la clase más cercana de parientes agnados y los gentiles.
Entre estas tres clases, el pretor interpola varios tipos de parientes, a los que el
Derecho Civil no tomaba en cuenta. Finalmente, la combinación del Edicto y el
Derecho Civil forma una tabla sucesoria materialmente no diferente de la que ha
llegado a la generalidad de los códigos modernos.
El punto a recordar es que, antiguamente, debe haber existido un tiempo en que
las reglas del Derecho Civil restringían exclusivamente el esquema de la sucesión
intestada, y las medidas del Edicto no existían, o no eran llevadas acabo de
manera consistente. No dudamos que, en su infancia, la jurisprudencia pretoriana
tuvo que lidiar con formidables obstáculos, y es más que probable que, mucho
después de que el sentimiento popular y la opinión legal la hubieran aceptado,
las modificaciones que periódicamente introdujo no se hallaban gobernadas por
ningunos principios estables, y fluctuaban según las preferencias cambiantes de
los sucesivos magistrados. Las reglas de sucesión intestada, que los romanos
deben haber practicado en este periodo, explican, en mi opinión -y más que
explican- la vehemente aversión por la falta de testamento que retuvo la
sociedad romana durante muchos siglos. El orden de sucesión era el siguiente: a
la muerte de un ciudadano que no tenía testamento o éste no era válido, sus hijos
no emancipados se convertían en sus herederos. Sus hijos emancipados no
participaban de la herencia. Si no dejaba descendientes directos vivos a su
muerte, le sucedía el pariente agnado más cercano. Ninguna parte de la
herencia correspondía a un pariente relacionado -por muy cercano que fuese-
con el difunto por medio de la descendencia femenina. El resto de las ramas de la
familia quedaban excluidas, y la herencia confiscada iba a los Gentiles, o cuerpo
completo de ciudadanos romanos que portaban el mismo apellido que el finado.
Así, pues, si no dejaba un testamento eficaz, un ciudadano romano de la época
que estamos analizando, dejaba a sus hijos emancipados absolutamente sin
provisiones, al mismo tiempo que, bajo el pretexto de que moría sin hijos había un
riesgo inminente de que sus posesiones se fueran de las manos de la familia y se
entregaran a un cierto número de personas con las que se hallaba simplemente
relacionado por la ficción sacerdotal que presuponía que todos los miembros de
la misma gens descendían de un antepasado común. La probabilidad de tal
resultado es por sí misma una explicación casi suficiente del sentimiento popular;
pero, de hecho, lo entenderemos sólo a medias, si olvidamos que el estado de
cosas que acabo de describir es probable que haya existido en el mismo
momento en que la sociedad romana se hallaba en la primera etapa de la
transición de su organización primitiva en familias separadas. El dominio del
padre había recibido uno de sus primeros golpes por medio del reconocimiento
de la emancipación como un uso legítimo, pero la ley, considerando todavía la
Patria Potestas como la raíz de la relación familiar, continuó viendo en los hijos
emancipados extraños sin derechos de parentesco y ajenos al linaje. Sin
embargo, no podemos suponer ni por un momento que las limitaciones de la
familia impuestas por la pedantería legal tenían su contrapartida en el afecto
natural de los padres. Los lazos familiares todavía conservaban la santidad e
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intensidad casi inconcebibles que se daba bajo el sistema patriarcal, y, es tan
poco probable que se hubieran extinguido por el hecho de la emancipación, que
las probabilidades son totalmente las contrarias. Puede darse por sentado sin
titubeos que la emancipación del dominio del padre era una demostración, más
que una separación, del afecto; una señal de gracia y favor acordada al más
querido y estimado de los hijos. Si hijos así honrados por encima del resto eran
absolutamente privados de su herencia por falta de testamento, la reluctancia a
no caer en ese problema ya no requiere más explicación. Podríamos haber
asumido a priori que la pasión por testar era generada por alguna injusticia moral
vinculada a las reglas de la sucesión intestada y aquí las hallamos discordes con
el mismísimo instinto que había dado cohesión a la sociedad primitiva. Es posible
poner en forma muy sucinta todo lo que ha sido presentado. Todo sentimiento
dominante de los romanos primitivos estaba entrelazado con las relaciones
familiares, Pero, ¿qué era la familia? El derecho la definía de un modo; el afecto
natural de otro. En el conflicto entre los dos, el sentimiento que analizábamos
crecía, tomando la forma de un entusiasmo hacia la institución mediante la cual
los dictados del afecto determinaban los destinos de sus objetos.
Considero, por tanto, el horror romano a la falta de testamento como un hito de un
conflicto muy temprano entre el derecho antiguo y el antiguo sentimiento, que iba
cambiando lentamente, respecto a la familia. Algunos pasajes del Derecho
Romano Escrito y un estatuto en particular que limitaba la capacidad de las
mujeres para heredar, debe haber contribuido a mantener vivo el sentimiento, y
es creencia general que el sistema de crear Fidei-Commisa, o legados en
depósito, fue ideado para evadir las incapacidades impuestas por estos estatutos.
Pero el sentimiento mismo, en su notable intensidad, parece señalar un
antagonismo más profundo entre derecho y opinión; tampoco es nada
asombroso que los mejoramientos de la jurisprudencia hechos por el pretor no se
extinguieran. Todo el que sea versado en filosofía de la opinión sabe que un
sentimiento no muere, necesariamente, con la desaparición de las circunstancias
que lo produjeron. Puede sobrevivirlas durante mucho tiempo; más aún, puede
alcanzar un punto y culminación de una intensidad que nunca logró durante su
persistencia real.
La idea de un testamento como instrumento que confiere la capacidad de
apartar la propiedad de la familia, o de distribuirla en proporciones tan desiguales
como dicte el capricho o el buen sentido del testador, no es más antigua que la
última parte de la Edad Media, cuando ya el feudalismo se hallaba bien
consolidado. Cuando aparece por primera vez la jurisprudencia moderna,
todavía poco pulida, los testamentos no podían disponer con absoluta libertad de
los bienes de un muerto. Durante este periodo, siempre que la herencia de la
propiedad estaba regulada por un testamento -y en la mayor parte de Europa la
propiedad mobiliaria o personal estaba sujeta al orden testamentario- el ejercicio
del poder testamentario casi nunca podía interferir con el derecho de la viuda a
una parte definida, y el de los hijos a ciertas proporciones fijadas, de la herencia.
Las partes de los hijos, como su monto prueba, estaban determinadas por la
autoridad del Derecho Romano. La provisión para la viuda era atribuible a las
diligencias de la Iglesia, que nunca cedió en su cuidado de los intereses de las
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viudas que sobrevivían a sus esposos, ganando, tal vez, uno de sus triunfos más
arduos cuando, tras exigir durante dos o tres siglos una promesa explícita del
marido en el momento del matrimonio de dotar a su esposa, finalmente logró
injertar el principio de los bienes gananciales en el Derecho Consuetudinario de
toda Europa Occidental. Curiosamente, los bienes gananciales de tierras
resultaron una institución más estable que la reserva análoga y más antigua de
cierta participación de la viuda y los hijos en la propiedad personal. Unas pocas
costumbres locales de Francia conservaron ese derecho hasta la Revolución, y
hay huellas de usos similares en Inglaterra; pero, en conjunto, prevaleció la
doctrina de que los bienes raíces podían ser libremente legados mediante
testamento, y, aun cuando los derechos de la viuda continuaron siendo
respetados, los privilegios de los hijos fueron borrados de la jurisprudencia. No
dudamos en atribuir el cambio a la influencia de la primogenitura. Como el
derecho feudal de la tierra, prácticamente desheredaba a todos los hijos en favor
de uno, la distribución equitativa, aun de aquellas clases de propiedad que
podían haber sido divididas en partes iguales, dejó de considerarse un deber. Los
testamentos fueron los principales instrumentos empleados en la generación de la
desigualdad, y ese estado de cosas provocó la ligera diferencia que existe entre
la concepción moderna y la antigua de un testamento. Pero aunque la libertad
de un legado disfrutada por medio de los testamentos era de este modo fruto
accidental del feudalismo, no hay distinción más amplia que aquella que existe
entre un sistema de orden testamentario libre y un sistema, semejante al del
derecho feudal sobre la tierra, bajo el que la propiedad desciende mediante
líneas prescritas de traspaso. Los autores de los códigos franceses parecen haber
perdido de vista esta verdad. En el orden social que resolvieron destruir, vieron la
primogenitura como algo fundamentado básicamente en los caseríos familiares,
pero también percibieron que los testamentos eran empleados con frecuencia
para dar al hijo mayor precisamente la misma preferencia que le estaba
reservada bajo el más estricto de los mayorazgos. Por tanto, para asegurar su
tarea, no sólo hicieron imposible preferir al hijo mayor sobre el resto en los
acuerdos matrimoniales, sino que casi eliminaron la sucesión testamentaria del
derecho para evitar que fuese usada en derrotar su principio fundamental de una
igual distribución de la propiedad entre los hijos a la muerte del padre. El
resultado es el establecimiento de un sistema de pequeños mayorazgos
perpetuos, que es infinitamente más análogo al sistema de la Europa feudal de lo
que sería una perfecta libertad de legado. El derecho inglés sobre la tierra, el
Herculano del feudalismo, está ciertamente mucho más relacionado con el
derecho sobre la tierra de la Edad Media que cualquier otro de Europa, y los
testamentos, entre nosotros, son usados con frecuencia para ayudar o imitar esa
preferencia por el hijo mayor y su descendencia que constituye un rasgo casi
universal de los arreglos matrimoniales que conllevan bienes raíces. Sin embargo,
el sentimiento y la opinión en Inglaterra se han visto profundamente afectados por
la práctica de la disposición testamentaria libre, y me parece que el estado de
ánimo de una gran parte de la sociedad francesa sobre el tema de la
conservación de la propiedad en las familias, es mucho más semejante al que
prevalecía en Europa hace dos o tres siglos de lo que son las opiniones actuales
de los ingleses.
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La mención de la primogenitura introduce uno de los problemas más difíciles de
la jurisprudencia histórica. Aunque no me he detenido a explicar mis expresiones,
se puede haber notado que he hablado frecuentemente de un cierto número de
coherederos colocados por el Derecho Romano de sucesión en igualdad de
condiciones con un heredero único. De hecho, no conocemos ningún periodo de
la jurisprudencia romana en el que el lugar del heredero, o sucesor universal, no
pudiera haber sido ocupado por un grupo de coherederos. Este grupo sucedía
como una sola unidad, y los bienes eran posteriormente divididos entre ellos
mediante un procedimiento legal separado. Cuando la sucesión se producía ab
intestato, y el grupo consistía en los hijos del finado, cada uno recibía una parte
igual de la propiedad; tampoco existe en este caso la menor huella de
primogenitura, aunque los varones tuvieron en alguna ocasión ciertas ventajas
sobre las mujeres. El modo de distribución es el mismo en toda la jurisprudencia
arcaica. Ciertamente parece que, cuando la sociedad civil comienza y las
familias dejan de mantenerse juntas por varias generaciones, la idea que
espontáneamente surge es dividir el dominio en partes iguales entre los miembros
de cada generación sucesiva, y no reservar ningún privilegio para el hijo o rama
mayor. Algunas sugerencias particularmente significativas sobre la estrecha
relación de este fenómeno con el pensamiento primitivo son aportadas por
sistemas todavía más arcaicos que el romano. Entre los hindúes, en el mismo
instante que nace un hijo, éste adquiere un interés creado en la propiedad de su
padre, la cual no puede ser vendida sin reconocimiento de la copropiedad. Al
llegar el hijo a la mayoría de edad, puede a veces obligar a una partición de la
heredad aun contra el consentimiento del padre y, en caso de que el padre
acepte, un hijo puede siempre obtener una partición aun contra la voluntad de
los otros. Al tener lugar tal partición, el padre no tiene ventajas sobre sus hijos,
excepto que tiene dos de las partes en lugar de una. El derecho antiguo de las
tribus germánicas era muy similar. El allod o dominio de la familia era propiedad
conjunta del padre y de sus hijos. No parece, sin embargo, que haya sido
habitualmente dividida aun a la muerte del padre, y de un modo semejante las
posesiones de un hindú, por muy divisibles que sean teóricamente, de hecho se
dividen en raras ocasiones, de tal modo que muchas generaciones se suceden
constantemente a otras sin que se haga una partición. De este modo, la familia en
la India tiene una perpetua tendencia a expandirse y formar una comunidad
aldeana, bajo condiciones que voy a tratar de elucidar. Todo lo anterior señala
de manera muy clara la división absolutamente igual de los bienes entre los hijos
varones a la muerte del padre como práctica más usual en la sociedad durante
el periodo en que la dependencia familiar se encuentra en sus primeras etapas
de desintegración. Aquí surge entonces la dificultad histórica de la primogenitura.
Cuanto más claramente percibamos esto, en un momento en que las instituciones
feudales se hallaban en proceso de formación y no había fuente alguna en el
mundo de la que pudiera derivar sus eIementos excepto, por una parte, del
Derecho Romano de las provincias y, por la otra, de las costumbres arcaicas de
los bárbaros, más nos sorprenderá a primera vista saber que ni los romanos ni los
bárbaros acostumbraban a dar preferencia al hijo mayor o a sus descendientes
en la herencia de la propiedad.
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La primogenitura no era una de las costumbres practicadas por los bárbaros
cuando se asentaron dentro del Imperio Romano. Se sabe que tuvo su origen en
las prebendas o dádivas beneficiarias de los capitanes invasores. Estas prebendas
que fueron sólo ocasionalmente conferidas por los primeros reyes inmigrantes, y
distribuidas ya en gran escala por CarIomagno, eran concesiones de tierras de las
provincias de Roma a un beneficiario, a condición de obligaciones militares. Los
propietarios alodiales aparentemente no seguían a su soberano en empresas
difíciles y distantes, y todas las expediciones más importantes de los jefes francos
y de Carlomagno se realizaron con fuerzas compuestas de soldados
personalmente dependientes de la casa real u obligados a servir a cambio de la
tenencia de sus tierras. Las prebendas, sin embargo, al principio no eran
hereditarias en ningún sentido. Su ocupación dependía del capricho del
otorgante, o, como máximo, de la vida del concesionario. No obstante, desde el
principio, los beneficiarios no parecen haber ahorrado esfuerzos para ampliar la
posesión y retener las tierras en la familia después de su muerte. Gracias a la
debilidad de los sucesores de Carlomagno, estos intentos tuvieron éxito en todas
partes y la prebenda se transformó gradualmente en el feudo hereditario, el cual
no pasaba necesariamente al hijo mayor. Las reglas de sucesión que seguían se
hallaban determinadas en su totalidad por los términos convenidos entre el
otorgante y el beneficiario, o impuestos por uno de ellos en caso de debilidad del
otro. Las tenencias originales eran por tanto muy varias; no, de hecho, tan
caprichosamente varias como se afirma a veces, pues todo lo que ha sido
descrito hasta ahora presenta cierta combinación de los modos de sucesión
corriente entre los romanos y entre los bárbaros, pero todavía muy diversos. En
algunos de ellos, el hijo mayor y su descendencia heredaban indudablemente el
feudo, pero tales sucesiones, lejos de ser universales, a lo que parece, no eran ni
siquiera generales. Precisamente, el mismo fenómeno recurre durante la más
reciente transmutación de la sociedad europea que sustituyó por entero la forma
feudal de la propiedad por la dominical (o romana) y la alodial (o germánica).
Los alodios se hallaban totalmente absorbidos por los feudos. Los grandes
propietarios alodiales se transformaron en señores feudales mediante
enajenaciones condicionales de parte de sus tierras a dependientes. Los
pequeños propietarios trataron de escapar a las opresiones de aquel tiempo
terrible mediante la entrega de su propiedad a algún poderoso, y la recuperaban
de sus manos a cambio de prestar servicio en sus guerras. Mientras la vasta masa
de la población de Europa Occidental cuya condición era la de siervo o
semisiervo -los esclavos personales romanos y germánicos, el coloni romano y el
lidi germánico- se hallaban concurrentemente absorbidos por la organización
feudal, algunos asumieron una relación servil con los señores, pero la mayor parte
recibieron tierras en condiciones que en aquella época se consideraban
degradantes. Las tenencias creadas durante esta época de enfeudación
universal eran tan varias como las condiciones que los arrendatarios contrajeron
con sus nuevos amos o fueron obligados a aceptar. Como en el caso de las
prebendas, la herencia de algunas, pero de ningún modo de todas las
propiedades, seguía las reglas de la primogenitura. No obstante, no bien se había
consolidado el sistema feudal en todo el Occidente, se hizo evidente que la
primogenitura tenia algunas grandes ventajas sobre cualquier otro sistema de
herencia. Se extendió por Europa con una rapidez notable. Sus principales
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difusores fueron los asientos familiares, los pactes de famille de Francia y los Hans-
Gesetze de Alemania, que estipulaban universalmente que las tierras obtenidas a
cambio de prestar servicio de caballero deberían pasar al hijo mayor. Finalmente,
el derecho se sometió a seguir la práctica inveterada y nos encontramos con que
en todos los cuerpos de Derecho Consuetudinario, que fueron elaborados
gradualmente, el hijo mayor y su rama familiar son preferidos en la herencia de
las propiedades cuya tenencia es libre y militar. En cuanto a las tierras cuya
tenencia era servil (y originalmente todas las tenencias que obligaban al
arrendatario a pagar dinero o a prestar trabajo manual eran serviles), el sistema
de sucesión prescrita por la costumbre difería mucho en diferentes países y
diferentes provincias. La regla más general era que tales tierras se dividían en
partes iguales entre todos los hijos, pero, en algunos casos, se prefería al hijo
mayor y, en, otros casos, al más joven. La primogenitura usualmente regía la
herencia de aquella clase de propiedades, en algunos respectos la más
importante, cuya tenencia, al igual que la del Socage (tenencia feudal de la tierra
que implicaba el pago de una renta o la prestación de un servicio a un señor)
inglés, tenían un origen más tardío que el resto y no eran ni totalmente libres ni
totalmente serviles.
La difusión de la primogenitura es generalmente explicada asignándole razones
feudales. Se afirma que el señor feudal lograba una mayor seguridad de obtener
servicio militar que él requería cuando el feudo pasaba a una sola persona, en
vez de ser distribuido entre varios a la muerte del último arrendatario. Sin negar
que esta consideración pueda explicar parcialmente el favor que la
primogenitura fue adquiriendo paulatinamente, hay que señalar que la
primogenitura se volvió costumbre en Europa más por su populandad entre los
arrendatarios que por las ventajas que confiriese a los señores. Además, la razón
dada no explica en absoluto su origen. En derecho nada surge enteramente por
un sentido de conveniencia. Existen siempre ciertas ideas previas sobre las que
obra el sentido de conveniencia, y sobre las que no puede hacer otra cosa más
que formar alguna nueva noción. El problema es encontrar precisamente esas
ideas en el caso presente.
La India, lugar muy rico en este tipo de indicaciones, nos proporciona una
sugerencia altamente valiosa a este respecto. Aunque en India las posesiones del
padre son divisibles a su muerte, y pueden ser divisibles en partes iguales durante
su vida entre todos los hijos varones, y a pesar de que este principio de la
distribución igual de la propiedad se extiende a todas las instituciones hindúes, sin
embargo, siempre que un cargo público o poder político se entrega a la muerte
del ultimo poseedor del cargo, la sucesión se hace casi universalmente de
acuerdo a las leyes de la primogenitura. La soberanía recae, por tanto, en el hijo
mayor, y donde los asuntos de la India con algunas de las organizaciones
sociales más toscas hindú, se confían a un administrador único, es generalmente
el hijo mayor el que asume la administración a la muerte del padre. Todos los
cargos, de hecho, tienden a hacerse hereditarios en la India, cuando su
naturaleza lo permite, y a investirlos en el miembro más viejo de la rama familiar
más antigua. Comparando estas sucesiones de la comunidad aldeana, la unidad
corporativa de la sociedad que han sobrevivido en Europa casi hasta nuestros
100
días, se llega a la conclusión de que, cuando el poder patriarcal no es doméstico
sino político, éste no es distribuido entre toda la progenie a la muerte del padre,
sino que es derecho de nacimiento del primogénito. La jefatura del clan escocés,
por ejemplo, seguía el orden de la primogenitura. Parece existir realmente una
forma de dependencia familiar todavía más arcaica que cualquiera de las que
conocemos por las memorias primitivas de las sociedades civiles organizadas. La
unión ganada de los parientes en el primitivo Derecho Romano, y una multitud de
ejemplos similares, señalan un periodo en el que todas las ramificaciones del
árbol genealógico se mantenían unidas en un todo orgánico, y no es una
conjetura temeraria, el que, cuando la corporación así formada por los parientes
era en sí misma una sociedad independiente, estaba gobernada por el varón de
más edad de la línea más antigua. Es cierto que no tenemos conocimientos reales
de ninguna sociedad así. Aun en las comunidades más elementales, las
organizaciones familiares, tal como las conocemos, son como máximo imperia in
imperio. Pero la oposición de algunas, en particular de los clanes célticos, se halló
suficientemente cercana a la independencia en tiempos históricos como para
llevarnos a la convicción de que en otro tiempo constituyeron una imperia
separada y de que la primogenitura regulaba la sucesión a la jefatura. No
obstante, es necesario estar alerta contra las asociaciones modernas del término
derecho. Hablamos de una relación familiar todavía más estrecha y rigurosa de la
que muestra la sociedad hindú o el antiguo Derecho Romano. Si el Paterfamilias
romano era el administrador visible de las posesiones familiares, si el padre hindú
es solamente copropietario con sus hijos, todavía con más razón debe el
verdadero jefe patriarcal ser un mero administrador del fondo común.
Los ejemplos de sucesión primogénita que se encontraron entre las prebendas
pueden, por tanto, haber sido copiados de un sistema de gobierno familiar
conocido por las razas invasoras, aunque no de uso general. Algunas tribus más
rudas pueden haberla practicado todavía, o, lo que es aún más probable, la
sociedad puede haber estado tan ligeramente alejada de su condición más
arcaica que las mentes de algunos hombres recurrieron espontáneamente a ella
cuando se encontraron en la obligación de establecer reglas de la herencia para
una nueva forma de propiedad. Pero queda todavía la cuestión de, ¿por qué la
primogenitura remplazó gradualmente a todo otro principio de sucesión? La
respuesta, en mi opinión, es que la sociedad europea sufrió un retroceso durante
la disolución del Imperio Carolingio. Se hundió uno o dos puntos más abajo aun
del grado miserablemente bajo que había alcanzado durante las primeras
monarquías bárbaras. La gran característica del periodo fue la debilidad, o, más
bien, la inacción transitoria de la autoridad real y, por ende, civil; de ahí que
parezca como si, ante la falta de cohesión de la sociedad civil, los hombres se
arrojaran en brazos de una organización social más antigua que los inicios de las
comunidades civiles. El señor y sus vasallos, durante los siglos noveno y décimo,
pueden considerarse como una familia patriarcal, reclutados, no como en los
tiempos primitivos por medio de la adopción sino por medio de la enfeudación y
la sucesión primogénita; pero tal confederación, era una fuente de
fortalecimiento y durabilidad. Mientras la tierra en la que se basaba toda la
organización se mantuviese unida, era poderosa para la defensa y el ataque; y
dividir la tierra significaba dividir la pequeña sociedad e invitar voluntariamente a
101
la agresión en una época de violencia generalizada. Podemos estar totalmente
seguros de que en esta preferencia por la primogenitura no entró en juego la idea
de desheredar a todos los hijos en favor de uno. Todo el mundo habría sufrido las
consecuencias de la división del feudo. Todo el mundo salía ganando con su
consolidación. La familia se volvió más fuerte por la concentración de poder en
las mismas manos. No es probable que el señor honrado con la herencia gozase
de ventajas sobre sus hermanos y parientes en términos de ocupación, intereses o
gratificaciones. Sería un anacronismo singular calcular los privilegios obtenidos
por el heredero de un feudo, por la situación en que es puesto el hijo mayor bajo
un asentamiento inglés.
Ya he señalado que considero las tempranas confederaciones feudales
descendientes de una forma arcaica de la familia con la que guardan un fuerte
parecido. Pero, en el mundo antiguo y en las sociedades que no han pasado por
el calvario del feudalismo, la primogenitura que parece haber prevalecido nunca
se transformó en la primogenitura de la Europa feudal tardía. Cuando el grupo de
parientes dejaba de ser gobernado por un jefe hereditario de generación en
generación, el dominio que había sido administrado en nombre de todos fue
dividido entre todos por igual. ¿Por qué no ocurrió esto en el mundo feudal? Si
durante la confusión del primer periodo feudal el hijo primogénito mantuvo la
tierra en provecho de toda la familia, ¿por qué una vez que Europa estuvo
consolidada y se establecieron de nuevo las comunidades normales, toda la
familia no recuperó la capacidad de heredar por igual, capacidad de la que
habían gozado tanto romanos como germánicos? La llave que abre esta
dificultad raras veces ha sido hallada por los escritores que se ocupan de trazar la
genealogía del feudalismo. Perciben los materiales de las instituciones feudales,
pero se olvidan del cemento. Las ideas y formas sociales que contribuyeron a la
formación del sistema eran incuestionablemente arcaicas y bárbaras, pero tan
pronto como tribunales y jurisconsultos fueron llamados a interpretarlas y
definirlas, los principios de interpretación que aplicaron eran los de la
jurisprudencia romana más tardía y estaban, por tanto, muy elaborados y
maduros. En una sociedad gobernada patriarcalmente, el hijo mayor podía
suceder en el gobierno del grupo agnado y disponer de una manera absoluta de
su propiedad. Pero no es, empero, un verdadero propietario. Tiene deberes
correlativos que no están implicados en la conservación de la propiedad, pero
muy indefinidos e incapaces de definición. La tardía jurisprudencia romana, sin
embargo, al igual que la nuestra, consideraba el poder incontrolado sobre la
propiedad como equivalente a la posesión, y no tomaba en cuenta, y de hecho
no podía hacerlo, responsabilidades de esa clase, cuya misma concepción
pertenecía a un periodo anterior al derecho ordenado. El contacto de la noción
bárbara y de la noción refinada tuvo el efecto inevitable de convertir al hijo
mayor en el propietario legal de la herencia. Los jurisconsultos eclesiásticos y
seglares definieron así su posición desde el principio; pero ocurrió sólo
paulatinamente que el hermano menor, de participar en iguales términos en
todos los peligros y placeres del primogénito, cayó en sacerdote, en aventurero, o
en el gorrista de la mansión. La revolución legal fue idéntica a la que ocurrió en
una escala menor, y bastante recientemente, en la mayor parte de los Altos de
Escocia. Cuando fueron llamados a determinar los poderes legales del jefe sobre
102
las heredades que daban sustento al clan, la jurisprudencia escocesa había
pasado el punto desde hacía mucho tiempo en que podía notar las vagas
limitaciones a la indivisibilidad de la propiedad impuestas por las reclamaciones
de los miembros del clan, y era, por tanto, inevitable que convirtiera el patrimonio
de muchos en posesión de uno solo.
Por razones de simplicidad, he llamado primogenitura al modo de sucesión que
implica que un solo hijo o descendiente hereda la autoridad sobre una familia o
sociedad. Es notable, sin embargo, que en los pocos ejemplos muy antiguos que
nos quedan de esta clase de sucesión, no es siempre el hijo mayor, en el sentido
que nosotros le damos, el que asume la representación. La forma de
primogenitura que se ha extendido por Europa Occidental ha sido también
perpetuada entre los hindúes, y existen razones abundantes para creer que es la
forma normal. Bajo ella, no sólo se prefiere siempre al hijo mayor, sino también la
línea más antigua. Si falla el hijo mayor, su hijo primogénito tiene preferencia
sobre sus hermanos y tíos, y si él también falla, se sigue la misma regla en la
generación siguiente. Pero cuando la sucesión no es meramente al poder civil
sino al político, se puede presentar una dificultad que aparecerá de mayor
magnitud entre menos perfecta sea la cohesión de la sociedad. El último jefe en
ejercer la autoridad puede haber sobrevivido a su hijo mayor, y, el nieto
habilitado primariamente para suceder puede ser demasiado joven e inmaduro
para emprender la dirección real de la comunidad y la administración de sus
asuntos. En tal caso, la medida que adoptan las sociedades más estables es
colocar al infante bajo tutela hasta que alcanza la edad adecuada para el
gobierno. La tutela es ejercida generalmente por los varones agnados; pero es
interesante observar que la eventualidad supuesta constituye uno de los casos
raros en que las sociedades antiguas han consentido que las mujeres ejerzan el
mando, sin duda por respeto a los derechos de la madre. En la India, la viuda de
un soberano hindú gobierna en nombre de su hijo infante, y hay que recordar que
la costumbre que regula la sucesión al trono de Francia -el cual,
independientemente de su origen es sin duda de gran antigüedad- prefería a la
reina madre por encima de cualquier otro pretendiente a la Regencia, al mismo
tiempo que excluia rigurosamente a todas las mujeres del trono. Hay, sin
embargo, otro modo de salvar los inconvenientes que acarrean el traspaso de la
soberanía a un niño, y es un medio que sin duda se presentaba de manera
espontánea en las comunidades todavía toscamente organizadas. Se trata de
dejar totalmente a un lado al infante, y conferir la jefatura al varón vivo más viejo
de la primera generación. Las asociaciones de clan celtas, entre los muchos
fenómenos que han conservado de una época en que la sociedad civil y política
no estaban todavía rudimentariamente separadas, han continuado esta regla de
sucesión hasta épocas históricas. Entre ellos, parece haber existido bajo la forma
de un canon positivo, que, en ausencia del hijo mayor, su hermano próximo le
sigue en prioridad a todos los nietos, independientemente de sus edades, en el
momento en que se traspasa la soberanía. Algunos escritores han explicado la
costumbre asumiendo que la costumbre celta tomaba al último jefe como una
especie de raíz o tronco, y luego otorgaba la sucesión al descendiente que
estuviese menos alejado de él. Así se prefería al tío sobre el nieto por ser más
cercano a la raíz común. No puede hacerse ninguna objeción a esta aseveración
103
si se toma simplemente como una descripción del sistema sucesorio; pero sería
un grave error pensar que los hombres que adoptaron la regla por primera vez
utilizaron un modo de pensar que evidentemente data de la época en que los
esquemas feudales de sucesión comenzaron a ser debatidos entre los
jurisconsultos. El verdadero origen de la preferencia por el tío sobre el sobrino es
indudablemente un simple cálculo de parte de hombres rudos en una sociedad
ruda de que es mejor ser gobernados por un jefe maduro que por un niño, y que
es más probable que el hijo más joven haya llegado a la madurez que cualquiera
de los descendientes del hijo mayor. Al mismo tiempo, existen algunas pruebas
de que la forma de primogenitura más familiar entre nosotros es la primaria, en la
tradición de solicitar el consentimiento del clan cuando se pasaba por encima al
heredero en favor de su tío. Hay un ejemplo bastante bien probado de esta
ceremonia en los anales de los Macdonalds.
Bajo el Derecho Mahometano, que probablemente ha conservado una antigua
costumbre árabe, la herencia se divide en partes iguales entre los hijos varones y
medias partes para las hijas. Pero, si alguno de los hijos muere antes de la división
de la herencia, dejando progenie, estos nietos son enteramente excluidos de la
herencia por sus tíos y tías. De conformidad con este principio, la sucesión,
cuando se traspasa la autoridad política, se efectúa de acuerdo a la forma de
primogenitura que parece haber prevalecido entre las sociedades celtas. En las
dos grandes familias mahometanas de occidente, se cree que la regla era que el
tío sucede al trono con preferencia al sobrino, aunque este ultimo sea el hijo del
hermano mayor, pero aunque esta regla ha sido seguida recientemente en
Egipto, me dicen que existen algunas dudas sobre su aplicación en el traspaso de
la soberanía turca. La política de los sultanes, de hecho, ha prevenido que
ocurran tales casos, y es muy posible que las masacres totales de los hermanos
menores hayan prevalecido tanto en interés de los hijos propios como para evitar
peligrosos competidores al trono. Es evidente, sin embargo, que en sociedades
polígamas la forma de la primogenitura tenderá siempre a variar. Muchas
consideraciones pueden constituir un derecho a la sucesión; por ejemplo, la
categoría de la madre, o el lugar de ésta en el afecto del padre. En
consecuencia, algunos de los soberanos mahometanos de la India, sin aparentar
ningún poder testamentario distinto, reclaman el derecho a nombrar sucesor. La
bendición mencionada en la historia bíblica de Isaac y sus hijos ha sido a veces
interpretada como un testamento, pero parece más bien haber sido un modo de
nombrar al hijo mayor.
104
CAPÍTULO VIII
La historia temprana de la propiedad
Los tratados institucionales romanos, después de dar su definición de las varias
formas y modificaciones de la propiedad, discuten los modos naturales de
adquirirla. Los que no estén familiarizados con la historia de la jurisprudencia
probablemente no considerarán esos modos naturales de adquisición como
portadores, a primera vista, de mucho interés especulativo o práctico. El animal
salvaje que cae en una trampa o es cazado, el suelo vegetal que se añade a
nuestro campo por los depósitos imperceptibles de un río, el árbol que arraiga en
nuestro suelo, todos son adquiridos, según los jurisconsultos romanos,
naturalmente. Los jurisconsultos más viejos habían sin duda observado que tales
adquisiciones estaban sancionadas universalmente por los usos de las pequeñas
sociedades que les rodeaban, y así los jurisconsultos de una época posterior, al
encontrarlas clasificadas en el antiguo Jus Gentium, y percibiendo que eran de
una descripción muy simple, les destinaron un lugar entre las ordenanzas
naturales. La dignidad con que fueron investidas ha continuado creciendo en los
tiempos modernos hasta alcanzar una importancia desmesurada en
comparación con la original. La teoría las ha convertido en su alimento favorito y
les ha permitido ejercer la más seria influencia en la práctica.
Será necesario que nos limitemos a uno solamente entre estos modos naturales de
adquisición, Occupatio u ocupación. La ocupación es la toma de posesión
deliberada de aquello que en ese momento no es propiedad de nadie, con vistas
a (añade la definición técnica) adquirir su propiedad para uno. Los objetos que
los jurisconsultos romanos llamaban res nullius -cosas que no tienen o nunca han
tenido dueño- sólo pueden ser determinadas enumerándolas. Entre las cosas que
nunca tuvieron dueño están animales salvajes, pescado, aves de caza, joyas
desenterradas por primera vez, y tierras recién descubiertas o que nunca fueron
cultivadas anteriormente. Entre las cosas que no tienen dueño se hallan los bienes
muebles que han sido abandonados, tierras que han sido dejadas, y (una partida
anómala pero formidable) la propiedad de un enemigo. En todos estos objetos los
derechos totales de dominio fueron adquiridos por el ocupante que tomó
posesión de ellos por primera vez con la intención de guardarlos como propios,
intención que, en ciertos casos, tenía que ser manifestada por medio de actos
específicos. Creo que no es difícil comprender la universalidad que hizo que la
práctica de la ocupación fuese colocada por una generación de jurisconsultos
romanos en el Derecho Internacional, y la simplicidad que ocasionó el que fuese
atribuida por otros al Derecho Natural. Pero en cuanto a su destino en la historia
legal moderna nos hallamos menos preparados por consideraciones a priori. El
principio romano de ocupación y las reglas en que lo extendieron los
jurisconsultos, son la fuente del Derecho Internacional moderno, sobre aspectos
como el botín de guerra y la adquisición de derechos soberanos en países recién
descubiertos. También han proporcionado una teoría sobre el origen de la
propiedad que es, a la vez, la teoría popular y la teoría que, en una forma u otra,
admiten la gran mayoría de los juristas teóricos.
105
He dicho que el principio romano de ocupación ha determinado el curso de esa
parte del Derecho Internacional relacionado con el botín de guerra. El derecho
del botín de guerra deriva sus reglas del supuesto de que las comunidades son
remitidas a un estado natural por el rompimiento de hostilidades, y que, en la
artificial situación natural creada, la institución de la propiedad privada cae en
una inacción transitoria en lo que concierne a los beligerantes. Como los últimos
escritores de Derecho Natural han estado siempre deseosos de sostener que la
propiedad privada estaba en cierto sentido sancionada por el sistema que
estaban exponiendo, la hipótesis de que la propiedad de un enemigo es res
nullius les ha parecido perversa y repugnante y se cuidan de estigmatizarla como
una mera ficción de la jurisprudencia. Pero, tan pronto como se traza el Derecho
Natural hasta su fuente en el Jus Gentium, vemos inmediatamente que los bienes
de un enemigo eran considerados propiedad de nadie y, por tanto, eran
susceptibles de ser adquiridos por el primer ocupante. La idea se les ocurriría de
manera espontánea a las personas que practicaban las formas antiguas del arte
militar. Después de la victoria se disolvía la organización del ejército vencedor y
se licenciaba a los soldados, quienes se dedicaban al pillaje irrestricto. Es
probable, sin embargo, que originalmente sólo se permitiese obtener mobiliario.
Una autoridad independiente en el asunto nos dice que en la antigua Italia
prevalecía una regla muy diferente sobre la adquisición de la propiedad en el
suelo de un país conquistado, y podemos asumir que la aplicación del principio
de ocupación a la tierra -siempre un asunto difícil- data del periodo en que el Jus
Gentium se estaba convirtiendo en código natural, y que es resultado de una
generalización efectuada por los jurisconsultos de la Edad de Oro. Sus dogmas
sobre el punto se conservan en las Pandectas de Justiniano y equivalen a una
afirmación incondicional de que toda propiedad del enemigo es res nullius para
los otros beligerantes, y que la ocupación mediante la cual el capturador se la
apropia es una institución de derecho natural. Las reglas que la jurisprudencia
internacional deriva de esta posición han sido a veces estigmatizadas como
innecesariamente indulgentes con la ferocidad y avaricia de los combatientes.
Sin embargo, la acusación ha sido hecha, creo yo, por personas que no conocen
la historia de las guerras y que, en consecuencia, ignoran la enorme hazaña que
significa en esas circunstancias el hacer cumplir una regla de la clase que sea. El
principio romano de ocupación, cuando fue admitido en el derecho moderno del
botín de guerra, procuró un cierto número de cánones subordinados limitando y
precisando su operación, y si las contiendas que han tenido lugar desde que el
tratado de Grocio se ha convertido en una autoridad se comparan a las de
fechas anteriores, se verá que, tan pronto como las máximas romanas fueron
admitidas, el arte de la guerra asumió un carácter más tolerable. Si se va a
imputar al Derecho Romano de ocupación el haber ejercido una influencia
perniciosa en ciertas partes del Derecho Internacional moderno, hay otro
apartado en que puede decirse, con toda razón, que fue perjudicialmente
afectado. Al aplicar al descubrimiento de nuevos países los mismos principios que
los romanos habían aplicado al hallazgo de una joya, los publicistas forzaron en
utilidad propia una doctrína totalmente desigual a la tarea esperada de ella.
Elevada a una importancia enorme por los descubrimientos de los navegantes de
los siglos XV y XVI, planteó más problemas de los que resolvió. Pronto se
descubrió una gran incertidumbre en los dos puntos que requerían mayor certeza:
106
el alcance del territorio que era adquirido por un descubridor para su soberano, y
la naturaleza de los documentos que eran necesarios para completar la
adprehensio o asunción de la posesión soberana. Además, el principio mismo, al
conferir tan enormes ventajas como resultado de la buena suerte, fue
cuestionado instintivamente por algunas de las naciones más aventureras de
Europa: Holanda, Inglaterra y Portugal. Nuestros propios compatriotas, sin negar
expresamente la autoridad del Derecho Internacional, nunca admitieron, en la
práctica, el derecho de los españoles a acaparar toda América, al sur del Golfo
de México, o el del rey de Francia a monopolizar los valles del Ohio y del
Mississippi. Desde el ascenso al trono de Isabel I al ascenso de Carlos II, no puede
afirmarse que hubiera paz completa en aguas americanas y las usurpaciones de
los colonos en Nueva Inglaterra, en territorio del rey francés, continuaron durante
casi un siglo. Bentham estaba tan impresionado por la confusión implícita en la
aplicación del principio legal que elogió ardorosamente la famosa bula del Papa
Alejandro VI que dividía los países del mundo, no descubiertos todavía, entre
españoles y portugueses mediante una línea trazada a cien millas al oeste de las
islas Azores, y, por grotescas que puedan parecer a primera vista sus alabanzas,
puede dudarse si el arreglo del Papa Alejandro es más absurdo en principio que
el precepto de Derecho Público que daba medio continente al monarca cuyos
súbditos habían cumplido los requisitos exigidos por la jurisprudencia romana
para la adquisición de la propiedad de un objeto valioso que podía caber en una
mano.
Para todos aquellos interesados en la investigación del derecho, la ocupación es
sobre todo interesante por el servicio que ha prestado a la jurisprudencia teórica,
al darle una supuesta explicación del origen de la propiedad privada. Se creyó
en un tiempo que el procedimiento utilizado en la ocupación era idéntico al
proceso por el que la tierra y sus frutos, que eran al principio comunes, se
convirtieron en la propiedad concedida a individuos. No es difícil de entender el
curso del pensamiento que llevó a esta asunción, si pensamos en la ligera
diferencia que separa la concepción moderna del derecho natural de la antigua.
Los jurisconsultos romanos habían establecido que la ocupación era uno de los
modos naturales de adquirir propiedad, e indudablemente creyeron que, si la
humanidad estuviera viviendo bajo las instituciones naturales, la ocupación sería
una de sus prácticas. Cómo llegaron a persuadirse de que había existido alguna
vez una condición tal, es un punto que, como ya he señalado, su lenguaje deja
incierto; pero ciertamente parecen haber llegado a la conjetura, que en todos los
tiempos ha gozado de gran plausibilidad, de que la institución de la propiedad no
era tan vieja como la existencia de la humanidad. La jurisprudencia moderna,
aceptando todos sus dogmas sin reserva, fue mucho más lejos en la aguda
curiosidad con que trató al supuesto estado natural. Desde entonces ha admitido
la posición de que la tierra y sus frutos fueron alguna vez res nullius, y puesto que
su idea peculiar de la naturaleza le llevó a asumir sin vacilaciones que la raza
humana había, de hecho, practicado la ocupación del res nullius mucho antes
que la organización de las sociedades civiles, inmediatamente se infirió que la
ocupación era el proceso por el que los bienes de nadie del mundo primitivo se
habían convertido en la propiedad privada de individuos en el mundo histórico.
Sería tedioso enumerar los juristas que han aprobado esta teoría en una u otra
107
forma, y es menos necesario porque Blackstone, que es siempre un índice fiel de
las opiniones comunes de su época, las ha sintetizado en su segundo libro
(capítulo primero).
La tierra", escribe, y todas sus cosas eran propiedad general de la humanidad por
donación inmediata del Creador. No parece que una comunidad de bienes haya
sido aplicada jamás, aun en las etapas más primitivas, a nada excepto la
sustancia de la cosa; tampoco se extendía a su utilización. Pues, por ley natural y
razón, el que primero comenzó a usarla adquirió, por tanto, una especie de
propiedad transitoria que duraba mientras la usaba, y no más, o para hablar con
mayor precisión, el derecho de posesión continuaba por exactamente el mismo
tiempo que duraba el acto de posesión. Así, el suelo era común, y ninguna parte
constituía la propiedad permanente de ningún hombre en particular; sin embargo,
quienquiera que tuviese ocupado una parte determinada para descansar, para
obtener una sombra, o algo así, adquiría por primera vez una especie de
propiedad, de la que habría sido injusto y contrario al Derecho Natural sacarlo por
la fuerza. Pero, en el mismo instante que dejaba de ocuparlo, otro podía asirlo sin
injusticia. Luego prosigue argumentando que cuando la humanidad creció en
número, se hizo necesario idear concepciones de dominio más permanente, y
apropiar para los individuos no solamente el uso inmediato, sino también la
misma sustancia de la que se iba a usar.
Algunas ambigüedades expresivas en el pasaje anterior conducen a la sospecha
de que Blackstone no entendía por completo el significado de la proposición que
halló en sus autoridades, de que la propiedad de la tierra fue adquirida por
primera vez, por derecho natural, por el ocupante; pero la limitación que le ha
impuesto a la teoría, bien a propósito o bien por falsa interpretación, le presta una
forma que ha asumido con frecuencia. Muchos escritores utilizando un lenguaje
más preciso que el de Blackstone han señalado que, al principio, la ocupación
dio primero un derecho, en oposición al mundo, al goce exclusivo pero temporal,
y que, después, este derecho, al tiempo que permanecía exclusivo, se volvió
perpetuo. Su objeto al poner en estos términos su teoría era reconciliar la doctrina
de que en el estado natural res nullius se volvió propiedad por ocupación, con la
inferencia sacada de la historia biblica de que los patriarcas, al principio, no se
apropiaban en forma permanente del suelo en el que habían pastado sus
rebaños y piaras.
La única crítica que podría hacerse directamente a la teoría de Blackstone
consistiría en preguntarse si las circunstancias que componen este cuadro de una
sociedad primitiva son más o menos propables que otros incidentes que podrían
imaginarse con igual prontitud. Siguiendo este método de análisis, podemos muy
bien preguntar si al hombre que había ocupado (Blackstone evidentemente utiliza
la palabra en el sentido ordinario) un lugar particular del suelo para descansar o
ponerse a la sombra, le sería permitido retenerlo sin problemas. Las
probabilidades son que su derecho de posesión sería exactamente coextensivo
con su capacidad de mantenerlo, y que estaría sujeto constantemente a ser
molestado por el primero que codiciase el lugar y se creyese suficientemente
fuerte para ahuyentar al poseedor. Pero la verdad es que toda cavilación sobre
108
estas posiciones son perfectamente inútiles por su misma falta de base. Lo que
hizo la humanidad en su estado primitivo puede no ser un objeto irrazonable de
investigación, pero de sus motivos para hacerlo es imposible saber algo. Estas
descripciones generales sobre la condición del ser humano en los primeros
tiempos se realizan suponiendo, primero, que la humanidad estaba desposeída
de una gran parte de las circunstancias que ahora la rodean, y, luego, asumiendo
que en esa condición imaginaria tenía los mismos sentimientos y prejuicios que
ahora la impulsan, a pesar de que, de hecho, esos sentimientos pueden haber
sido creados y producidos por aquellas mismas circunstancias de las que,
siguiendo la hipótesis, tienen que librarse.
Existe un aforismo de Savigny que parece apoyar una idea sobre el origen de la
propiedad o algo similar a las teorías compendiadas por Blackstone. El gran jurista
alemán sostiene que toda propiedad está basada en la posesión adversa
sancionada por la prescripción. Savigny hace esta declaración sólo con respecto
al Derecho Romano, y antes de que pueda apreciarse en su totalidad hay que
tratar de explicar y definir las expresiones empleadas. Su significado, sin
embargo, será indicado con suficiente precisión si tenemos en cuenta que él
afirma que, por muy lejos que llevemos nuestra investigación de las ideas sobre la
propiedad aceptadas entre los romanos, por mucho que nos aproximemos a
trazarlas a la infancia del derecho, no llegaremos más allá de una concepción de
la propiedad que implica los tres elementos en el canon -posesión, resistencia a
la posesión, es decir, no una tendencia permitida o subordinada, sino exclusiva, y
prescripción, o sea un periodo de tiempo durante el cúal la posesión adversa ha
continuado ininterrumpida. Es muy probable que esta máxima pueda enunciarse
con una mayor generalidad de la que le atribuyó su autor, y que no pueda
buscarse una indudable o segura conclusión a partir de las investigaciones sobre
sistemas legales que van mucho más atrás del punto en que estas ideas
combinadas constituyen la noción del derecho propietario. Mientras, lejos de
apoyar la teoría popular del origen de la propiedad, el canon de Savigny es
particularmente valioso por dirigir nuestra atención a su punto más débil. En
opinión de Blackstone, y de aquellos a quienes él sigue, era el modo de asumir el
goce exclusivo que misteriosamente influía en la mente de los padres de nuestra
raza. Pero el misterio no radica aquí. No es extraño que la propiedad comenzase
con posesión adversa. No es sorprendente que el primer propietario fuese el
hombre fuerte armado que protegió sus efectos. Pero por qué un intervalo de
tiempo iba a crear un sentimiento de respeto hacia su posesión -que es la fuente
exacta de la reverencia universal de la humanidad por aquello que ha existido de
facto por un largo periodo-, es una cuestión que realmente merece un examen
profundo. Sin embargo, se halla fuera del alcance de nuestra investigación
presente.
Antes de señalar el lugar donde, tal vez, podríamos espigar cierta información,
escasa e incierta en el mejor de los casos, sobre la historia primitiva del derecho
propietario, me arriesgo a ventilar mi opinión de que la impresión popular con
referencia a la parte desempeñada por la ocupación en las primeras etapas de la
civilización trastoca directamente la verdad. La ocupación es la toma deliberada
de la posesión física; y la noción de que un acto de esta naturaleza confiere
109
derecho al res nullius, lejos de ser característica de las sociedades primitivas, es
muy probablemente el desarrollo de una jurisprudencia refinada y de un derecho
ya establecido. Solamente cuando los derechos de propiedad han quedado
sancionados tras una larga inviolabilidad práctica y cuando la vasta mayoría de
los objetos de uso han sido sometidos a la propiedad privada, es entonces que la
mera posesión otorga al primer ocupante el dominio de bienes sobre los que
nadie ha reclamado derechos de propiedad. El sentimiento que originó esta
doctrina es absolutamente irreconciliable con la rareza e incertidumbre de los
derechos de propiedad que distingue los inicios de la civilización. Su base
verdadera parece ser, no una preferencia instintiva hacia la institución de la
propiedad, sino una conjetura, surgida de la larga duración de esa institución, de
que todo debe tener propietario. Cuando se toma posesión de un res nullius, esto
es, de un objeto que no está, o nunca ha estado, sometido a dominio, se permite
al poseedor hacerse propietario y se asume que todas las cosas valiosas están
naturalmente sujetas a un disfrute exclusivo, y que en el caso dado no existe
nadie a quien otorgar el derecho de propiedad excepto al ocupante. El
ocupante, en suma, se convierte en el propietario, porque se presume que todas
las cosas deben ser propiedad de alguien y porque no puede señalarse a nadie
que tenga más derechos a la propiedad de esta cosa particular.
Aun si no hubiera ninguna otra objeción a las descripciones de la humanidad en
su estado natural que acabamos de discutir, hay un detalle en el que se hallan
fatalmente discordes con los testimonios auténticos que poseemos. Es importante
notar que los actos y motivos que presuponen estas teorías son actos y motivos de
individuos. Cada individuo por sí mismo suscribe el Pacto Social. Según la teoría
de Hobbes, un banco de arena movediza, cuyos granos son individuos, se
endurece hasta formar una roca social mediante la disciplina total de la fuerza.
Un individuo es quien, según el retrato de Blackstone, ocupa un lugar
determinado del suelo para descansar, ponerse a la sombra, o cosas así. Este
individualismo es un vicio que aflige necesariamente todas las teorías que
descienden del Derecho Natural romano, el cual difería de su Derecho Civil sobre
todo en la importancia que prestaba a los individuos, y que ha dado
precisamente su mayor servicio a la civilización al libertar al individuo de la
autoridad de la sociedad arcaica. Pero el Derecho Antiguo, hay que repetir una
vez más, no sabe casi nada de los individuos. No le conciernen los individuos, sino
las familias, ni los seres humanos aislados, sino los grupos. Aun cuando el derecho
estatal ha logrado permear los pequeños círculos de parientes en los que
originalmente no tenia medios de penetrar, su modo de ver al individuo es
curiosamente diferente del que toma la jurisprudencia en su etapa más madura.
La vida del ciudadano no se considera limitada por el nacimiento y la muerte; es
una continuación de la existencia de sus antepasados, y se prolongará en la
existencia de sus descendientes.
La distinción romana entre el derecho de gentes y el derecho de cosas, que
aunque muy conveniente es enteramente artificial, ha favorecido el que se desvíe
la investigación de este asunto de la verdadera dirección. Las lecciones
aprendidas al discutir el Jus Personarum se han olvidado ahí donde se llega al Jus
Rerum, y propiedad, contrato y delito han sido considerados como si no pudiera
110
obtenerse pista alguna sobre su verdadera naturaleza de hechos ya
comprobados respecto a la condición original de las personas. La futilidad de
este método se pondría de manifiesto si un sistema de puro derecho arcaico nos
fuese presentado, y si pudiera hacerse el experimento de aplicarlo a las
clasificaciones romanas. Muy pronto se comprobaría que la separación del
derecho de gentes y derecho de cosas no tiene significado alguno en la infancia
del derecho, que las reglas pertenecientes a los dos apartados están
inextricablemente mezcladas, y que las distinciones de los juristas posteriores son
apropiadas solamente para la jurisprudencia tardía. De lo que se dijo en las
primeras partes de este tratado puede inferirse que existe una gran
improbabilidad a priori de que podamos sacar alguna clave sobre la historia
primitiva de la propiedad, si limitamos nuestra observación a los derechos
propietarios de individuos. Es más que probable que la propiedad conjunta, y no
la propiedad separada, sea la propiedad realmente arcaica, y que las formas de
propiedad que arrojen luz sobre el asunto sean aquellas relacionadas con los
derechos de familias y de grupos de parientes. La jurisprudencia romana no nos
informará sobre esto, pues es precisamente la jurisprudencia romana la que,
transformada por la teoría del Derecho Natural, ha legado a los juristas modernos
la impresión de que la propiedad individual es el estado normal del derecho
propietario, y que la propiedad común es solamente la excepción a la regla
general. Existe, sin embargo, una comunidad que será siempre examinada con
sumo cuidado por el investigador que esté buscando una institución perdida de la
sociedad primitiva. Es dificil precisar hasta qué punto tal institución puede haber
sufrido cambios en la rama de la familia indoeuropea que se halla establecida en
la India desde tiempo inmemorial, pero raras veces uno se encontrará con que
haya descartado por entero la cáscara donde se crió originalmente. Entre los
hindús, hallamos una forma de propiedad que debería retener de inmediato
nuestra atención por coincidir exactamente con las ideas que nuestros estudios
del Derecho de Gentes nos llevarían a detentar respecto al estado original de la
propiedad. La comunidad aldeana de la India es a la vez una sociedad patriarcal
y una asociación de copropietarios. Las relaciones interpersonales de los hombres
que la componen se encuentran indistinguiblemente confundidas con sus
derechos propietarios. Los intentos de los funcionarios ingleses por separar las dos
cosas son responsables de algunos de los fracasos más formidables de la
administración anglo-india. La comunidad aldeana es muy antigua. En cualquier
dirección que haya ido la investigación sobre historia hindú, general o local,
siempre descubre, por muy atrás que se remonte, que la comunidad ya existía. Un
gran número de escritores inteligentes y observadores, la mayoría de los cuales
no tenían ninguna teoría que defender sobre su naturaleza y origen, coinciden en
considerarla la institución social menos destructible puesto que nunca somete
voluntariamente a innovación ninguno de sus usos. Conquistas y revoluciones
parecen haber pasado por encima sin alterarla o desplazarla, y los sistemas de
gobierno más benéficos en India han sido siempre aquellos que la han admitido
como la base de la administración.
El Derecho Romano maduro, y la jurisprudencia moderna que le sigue, consideran
la copropiedad como una condición excepcional y momentánea de los
derechos de propiedad. Esta idea está claramente indicada en la máxima
111
prevaleciente en toda Europa Occidental: Nemo in communione potest invitus
detineri (Nadie puede ser mantenido dentro de un sistema de copropiedad sin su
consentimiento). Pero en la India este orden de ideas se invierte, y puede
afirmarse que la propiedad separada se halla siempre en camino de convertirse
en propiedad común. Ya se ha hecho referencia al proceso. Tan pronto como
nace un hijo, adquiere un interés en los bienes del padre, y al alcanzar la mayoría
de edad tiene, en ciertas contingencias, la facultad legal de pedir una partición
de la heredad familiar. De hecho, no obstante, raramente se divide, incluso a la
muerte del padre, y la propiedad constantemente permanece sin dividir por
varias generaciones, a pesar de que todos los miembros de cada generación
tienen derecho legal a una parte. El dominio mantenido de este modo en común
es a veces administrado por un encargado elegido, pero más generalmente, y en
algunas provincias siempre, es administrado por el agnado más anciano, por el
representante más viejo de la línea más antigua. Tal asociación de propietarios
colectivos, un cuerpo de parientes con un dominio en común, es la forma más
sencilla de una comunidad aldeana hindú, pero la comunidad es más que una
hermandad de parientes y más que una unión de socios. Es una sociedad
organizada, y además de encargarse del manejo de los fondos comunes,
raramente deja de encargarse, mediante un personal administrativo completo,
del gobierno interno, de la policía, de la administración de justicia, y del prorrateo
de impuestos y obligaciones públicas.
El proceso de formación de una comunidad aldeana, tal como lo he descrito,
puede considerarse típico. Sin embargo, no debe asumirse que toda comunidad
aldeana de la India se formó de una manera tan sencilla. Aunque en el norte de
India los archivos muestran casi invariablemente, según me han informado, que la
comunidad fue fundada por una asociación única de parientes consanguíneos,
también suministran información de que hombres de extracción foránea han sido,
de vez en cuando, admitidos en ella, y un nuevo comprador de una parte de la
heredad puede generalmente, bajo ciertas condiciones, ser integrado a la
hermandad. En el sur de la península indostánica hay a menudo comunidades
que parecen haber surgido de dos o más familias. Existen algunas cuya
composición es enteramente artificial; y, de hecho, la agregación ocasional de
hombres de castas diferentes en la misma sociedad es una prueba fatal para la
hipótesis de una ascendencia común. Sin embargo, en todas estas hermandades
o bien se conserva la tradición, o se asume la existencia de unos antepasados
originales comunes. Mountstuart Elphinstone, quien escribe sobre todo acerca de
las comunidades aldeanas meridionales; observa que (History of India, p. 126): La
creencia popular es que los hacendados de la aldea descienden todos de uno o
más individuos que se asentaron en el pueblo; y que las únicas excepciones
están formadas por personas que han derivado sus derechos de la compra de
tierras o si no de miembros del tronco original. La suposición se ve confirmada por
el hecho de que, hasta la fecha, hay solamente una única famIlia de hacendados
en las aldeas pequeñas y no muchas más en las grandes; pero cada una se ha
dividido en tantos miembros que no es infrecuente que todas las labores agrícolas
sean realizadas por los propietarios, sin ayuda de peones o arrendatarios. Los
derechos de los hacendados son suyos colectivamente y, aunque casi siempre
tienen una división más o menos perfecta de ellos, nunca tienen una separación
112
total. Un hacendado, por ejemplo, puede vender o hipotecar sus derechos; pero
tiene que obtener antes el consentimiento del pueblo, y el comprador ocupa
exactamente el mismo puesto y asume las mismas obligaciones que tenía el
vendedor. Si una familia se extingue, su parte regresa al patrimonio común.
Algunas consideraciones que se ofrecieron en el capítulo quinto de este volumen
ayudarán al lector, espero, a apreciar el significado del lenguaje de Elphinstone.
No es probable que ningunas instituciones del mundo primitivo hayan sido
conservadas hasta nuestros días, al menos que hayan adquirido una elasticidad
ajena a su naturaleza original por medio de alguna ficción legal vivificante. La
comunidad aldeana entonces no es necesariamente una asociación de parientes
consanguíneos, aunque puede serIo; es las más de las veces un cuerpo de
copropietarios, basado en el modelo de una asociación de parientes. El tipo con
el que habría que compararlo no es evidentemente la familia romana, sino la
Gens o casa romana. La Gens era también un grupo a semejanza de la familia;
era la familia ampliada por una gran variedad de ficciones cuya naturaleza
exacta se perdía en la antigüedad. En tiempos históricos, sus principales
características eran las dos que Elphinstone señala en la comunidad aldeana. Se
partía siempre del supuesto de un origen común, supuesto a veces obviamente
en desacuerdo con los hechos; y para repetir las palabras del historiador, si la
familia se extinguía, su parte regresaba al patrimonio común. En el viejo Derecho
Romano, las herencias no reclamadas revertían a los Gentiles. Todos los que han
examinado su historia sospechan que la comunidad, al igual que las Gentes, se
han visto generalmente muy adulteradas por la admisión de extraños, pero el
modo exacto de absorción es imposible de determinar ahora. En la actualidad,
son reclutados, como nos dice Elphinstone, mediante la admisión de
compradores, con el consentimiento de la hermandad. La adquisición del
miembro adoptado está, no obstante, dentro de la naturaleza de una sucesión
universal; junto con la parte que ha comprado, hereda todas las
responsabilidades en que había incurrido el vendedor con el grupo agregado. Es
un Emptor Familiae, y hereda el ropaje legal de la persona cuyo lugar comienza a
ocupar. El consentimiento de toda la hermandad, requerido para su admisión,
puede recordarnos el consentimiento que la Comitia Curiata -el parlamento de
aquella hermandad más amplia de auto-llamados parientes, la antigua República
romana- exigía con tal firmeza como parte esencial para la legislación de una
adopción o la confirmación de un testamento.
Las señales de una extrema antigüedad son distinguibles en casi todos los rasgos
de la comunidad aldeana hindú. Tenemos tantas razones independientes para
sospechar que la infancia del derecho se distingue por la preponderancia de la
copropiedad, por la mezcla de derechos personales y propietarios, y por la
confusión de deberes públicos y privados, que estaríamos justIficados en deducir
muchas conclusiones importantes de nuestra observación de estas hermandades
propietarias, aun si ninguna sociedad compuesta de modo similar puede ser
detectada en ninguna otra parte del mundo. Recientemente, se ha dirigido la
atención a un conjunto similar de fenómenos en aquellas partes de Europa que
han sido ligeramente afectadas por la transformación feudal de la propiedad, y
que en muchos detalles importantes guardan una afinidad igualmente estrecha
113
con Oriente y con Occidente. Las investigaciones de M. de Haxthausell, M.
Tengoborski y otros, han demostrado que las aldeas rusas no son asociaciones
fortuitas de hombres, ni tampoco uniones fundadas en contratos; son
comunidades organizadas de modo natural como las de India. Es cierto que estos
pueblos son siempre en teoría el patrimonio de algún propietario noble, y los
campesinos han sido, en época histórica, convertidos en siervos prediales y, en
buena parte, personales del señor. Sin embargo, la presión de esta propiedad
superior nunca ha aplastado la antigua organización del pueblo, y es probable
que la promulgación de ley del Zar de Rusia, que supuestamente introdujo la
servitud, fue realmente ideada para que los campesinos abandonaran la
cooperación sin la cual el antiguo orden social no podía mantenerse. La aldea
rusa parece ser casi una repetición exacta de la comunidad india, en la asunción
de una relación agnada entre los aldeanos, en la mezcla de derechos personales
con privilegios de propiedad y en una variedad de medidas espontáneas para la
administración interna. Pero hay una diferencia importante que observamos con
el mayor interés. Los co-propietarios de una aldea hindú, aunque su propiedad
esté mezclada, tienen sus intereses distintos, y esta separación de derechos es
completa y continúa indefinidamente. La división de derechos es también
teóricamente completa en una aldea rusa, pero allí es solamente temporal. Tras el
vencimiento de un periodo dado -no en todos los casos de la misma duración- se
extingue la propiedad separada, la tierra de la aldea es reunida y, luego,
redistribuida entre las familias que componen la comunidad, según su número.
Una vez que se ha efectuado esta repartición, se permite de nuevo que los
derechos de familias e individuos se separen en varias líneas, que continúan hasta
que llega otro periodo de división. Una variación todavía más curiosa de este tipo
de propiedad ocurre en algunos de los países que por mucho tiempo formaron
una franja de tierra discutible entre el Imperio Turco y las posesiones de la Casa
de Austria. En Servia, en Croacia, y en la Eslavonia austriaca, las aldeas
constituyen también hermandades de personas que son, a la vez, co-propietarias
y parientes; pero allí la administración interna de la comunidad difiere de la que
hemos descrito en los dos ejemplos anteriores. Los bienes comunes, en este caso,
no son divididos en la práctica, ni se les considera divisibles, sino que toda la
tierra es cultivada con el trabajo combinado de todos los aldeanos, y el producto
es anualmente distribuido entre todas las familias, a veces de acuerdo a sus
pretendidas necesidades, a veces según reglas que dan a ciertas personas
particulares una parte fija del usufructo. Los juristas de Europa Oriental remontan
todas estas prácticas a un principio que, según ellos, se encuentra en las leves
eslavas más antiguas: el principio de que la propiedad de las familias no puede
ser dividida a perpetuidad.
El gran interés de estos fenómenos para una investigación como la presente surge
de la luz que arrojan sobre el desarrollo de derechos propietarios claros dentro de
los grupos que al parecer controlaban originalmente la propiedad. Contamos con
abundantes razones para creer que la propiedad perteneció en otro tiempo no a
individuos o a familias aisladas, sino a sociedades más amplias compuestas en
base al modelo patriarcal. El modo de transición de la propiedad antigua a la
moderna, oscuro en el mejor de los casos, habría sido infinitamente más oscuro si
varias formas discernibles de comunidades aldeanas no hubieran sido
114
descubiertas y examinadas. Vale la pena prestar atención a las variedades de
manejo interno de los grupos patriarcales que son, o fueron, hasta fecha reciente,
observables entre razas de sangre indoeuropea. Se dice que los jefes de los
clanes escoceses más rudos solían repartir alimentos entre los cabeza de familia
bajo su jurisdicción a intervalos muy frecuentes y a veces diariamente. Asimismo,
los ancianos de su corporación hacían una distribución periódica a los aldeanos
eslavos de las provincias austriacas y turcas, pero, en este caso, se trataba de
una distribución una vez por todas del producto total del año. En las aldeas rusas,
no obstante, la propiedad dejó de considerarse indivisible y se desarrollaron
libremente las solicitudes de derechos propietarios separados, pero luego el
progreso de la separación fue absolutamente detenido tras haber sido tolerado
durante un cierto tiempo. En India, no sólo no existe la indivisibilidad del fondo
común, sino que la propiedad separada en partes puede prolongarse
indefinidamente y puede extenderse a cualquier número de propiedades
derivadas. La partición de facto de los bienes, sin embargo, está regulada por el
uso inveterado, y por la regla en contra de la admisión de extraños sin el
consentimiento de la hermandad. No se está tratando de insistir en que estas
formas diferentes de la comunidad aldeana representan distintas etapas en un
proceso de transmutación que ha sido realizado en todas partes del mismo modo.
Pero, aunque los datos no nos autorizan para ir tan lejos, vuelven menos
arriesgada la conjetura de que la propiedad privada, en la forma en que la
conocemos, fue formada básicamente por el desenredo de los derechos
separados de los individuos de los derechos mezclados de una comunidad.
Nuestros estudios del Derecho de Gentes parecía mostrarnos a la familia
expandiéndose en el grupo agnado de parientes, luego al grupo agnado
disolviéndose en familias separadas, y, finalmente, a la familia suplantada por el
individuo; pero ahora se insinúa que cada paso en el cambio corresponde a una
alteración análoga en la naturaleza de la propiedad. Si hay algo de verdad en la
sugerencia, es de notar que afecta materialmente el problema que los teóricos
han propuesto generalmente sobre el origen de la propiedad. La cuestión -tal vez
insoluble- que más han debatido es: ¿cuáles fueron los motivos que indujeron a
los hombres a respetar sus posesiones mutuas? Puede ponerse igualmente, sin
mucha esperanza de encontrarle respuesta, en la forma de cualquier
averiguación de las razones que llevaron a un grupo compuesto a mantenerse
apartado del dominio del otro. Pero, si es verdad que el pasaje más importante de
la historia de la propiedad privada es su eliminación gradual de la co-propiedad
de los parientes, entonces el gran punto a investigar es idéntico al que yace en el
umbral de todo derecho histórico: ¿cuáles fueron los motivos que impulsaron
originalmente a los hombres a mantenerse dentro de la unión familiar? A esta
pregunta, la jurisprudencia, sin ayuda de otras ciencias, no puede dar respuesta.
Solamente puede señalarse el hecho.
El estado indiviso de la propiedad en las sociedades antiguas es consistente con
un rigor peculiar respecto de la división que aparece tan pronto como una sola
parte es totalmente separada del patrimonio del grupo. Este fenómeno surge,
indudablemente, de la circunstancia de que se supone que la propiedad se
convierte en dominio de un nuevo grupo, de tal modo que cualquier trato con él,
en su estado dividido, es una transacción entre dos cuerpos muy complejos. Ya
115
he comparado el Derecho Antiguo con el Derecho Internacional moderno,
respecto al tamaño y complejidad de las asociaciones corporativas, cuyos
derechos y deberes estatuye. Como los contratos y escrituras de traspaso
conocidas por el Derecho Antiguo son contratos y escrituras de las que son
partícipes no individuos aislados, sino grupos organizados de hombres, son, en
buena medida, ceremoniales; requieren una variedad de actos simbólicos y
palabras ideadas para grabar el asunto en la memoria de todos los que toman
parte en él, y exigen la presencia de un número excesivo de testigos. De estas
peculiaridades, y otras relacionadas con ellas, proviene el carácter
universalmente inmaleable de las antiguas formas de propiedad. A veces, el
patrimonio de la familia es absolutamente inalienable, como era el caso entre los
eslavos, y todavía más frecuente, aunque las enajenaciones podían no ser
enteramente ilegítimas pero resultaban virtualmente impracticables, como entre
la mayoría de las tribus germánicas, por la necesidad de tener el consentimiento
de un gran número de personas para el traspaso. El acto de traslación de
dominio, cuando no existían los anteriores impedimentos, o podían ser separados,
está generalmente abrumado por el peso de una ceremonia en la que no podía
pasarse por alto ni una jota. El derecho antiguo rehusaba renunciar a un solo
gesto, por muy grotesco que éste fuera; a una sola sílaba, por muy olvidado que
estuviera su significado; a un solo testigo, por superfluo que fuese su testimonio.
Toda la solemnidad debía ser completada por personas legalmente autorizadas a
tomar parte en ella o, de otro modo, el traspaso de dominio era nulo, y el
vendedor era restablecido en los derechos de los que había tratado, en vano, de
deshacerse.
Estos diversos obstáculos a la libre circulación de objetos de uso y disfrute,
comienzan naturalmente a hacerse sentir tan pronto como la sociedad ha
adquirido un ligero grado de actividad, y los recursos mediante los cuales las
sociedades en progreso tratan de superarlos forman el elemento principal de la
historia de la propiedad. Entre tales recursos, hay uno que precede al resto por su
antigüedad y universalidad. La idea parece haber surgido espontáneamente en
un gran número de sociedades primitivas: clasificar la propiedad en clases. Una
clase o tipo de propiedad era colocada en una categoría de dignidad más baja
que las otras, pero al mismo tiempo, se liberaba de las cadenas que la
antigüedad les había impuesto. Posteriormente, la utilidad superior de las reglas
que gobernaban el traspaso y herencia de la categoria más baja de propiedad
fue reconocida de manera general, y mediante un curso gradual de
innovaciones, la ductilidad de la clase menos decorosa de objetos valiosos era
comunicada a las clases que de un modo convencional se hallaban más arriba.
La historia del Derecho Romano de propiedad es la historia de la asimilación del
Res Mancipi al Res Nec Mancipi. La historia de la propiedad en el continente
europeo es la historia de la subversión del derecho feudalizado de la tierra por el
derecho romanizado del mobiliario, y, aunque la historia de la propiedad en
Inglaterra no está en absoluto terminada, es, claramente, el derecho de bienes
muebles el que amenaza con absorber y acabar con el derecho de bienes
raíces.
116
La única clasificación natural de los objetos de uso, la única clasificación que
corresponde a una diferencia esencial del asunto, es la que los divide en bienes
muebles y bienes raíces. A pesar de que esta clasificación es muy familiar en
jurisprudencia, el Derecho Romano -del que la heredamos- la desarrolló muy
lentamente y sólo la adoptó en su última etapa. Las clasificaciones del Derecho
Antiguo guardan a veces un parecido superficial a ésta. Ocasionalmente, dividen
la propiedad en categorías, y colocan los bienes raíces en una de ellas; pero,
entonces, se descubre que, o bien clasifican con los bienes raíces una serie de
objetos que no tienen nada que ver con ellos, o bien los separan de varios
derechos con los que guardan una afinidad estrecha. Así, el Res Mancipi del
Derecho Romano incluía no sólo tierra, sino también esclavos, caballos y bueyes.
El derecho escocés clasificaba junto con la tierra una cierta clase de títulos, y el
Derecho Hindú la asociaba con los esclavos. El Derecho Inglés, por otra parte,
separa arriendos anuales de tierra de otros intereses del suelo, y los une a los
bienes muebles. Asimismo, las clasificasiones del Derecho Antiguo son
clasificaciones que implican superioridad e inferioridad, mientras que la distinción
entre bienes muebles y bienes raíces, al menos mientras se limitó a la
jurisprudencia romana, no implicaba idea alguna de una diferencia en dignidad.
Res Mancipi, sin embargo, ciertamente disfrutó, al principio, de una prioridad
sobre la Res Nec Mancipi, al igual que la tuvo la propiedad heredada de Escocia
y los bienes raíces en toda Inglaterra sobre los bienes muebles a los que estaban
opuestos. Los jurisconsultos de todos los países no han ahorrado esfuerzos en tratar
de referir estas clasificaciones a algún principio inteligible; pero las razones de la
separación tendrán que ser buscadas siempre en vano en la filosofía del derecho:
pertenecen no a su filosofía sino a su historia. La explicación que parece cubrir el
mayor número de ejemplos es que los objetos de uso apreciados por encima del
resto eran formas de propiedad conocidas primero por cada comunidad
particular, y muy dignificada por tanto con la designación de propiedad. Por otra
parte, los artículos no enumerados entre los objetos favorecidos parecen haber
sido colocados en una categoría menor, porque el conocimiento de su valor fue
posterior a la época en que se estableció el catálogo de propiedad superior.
Fueron al principio desconocidos, raros o limitados en su uso o, alternativamente,
vistos como meros apéndices de los objetos privilegiados. Así, aunque la Res
Mancipi romana incluía cierto número de bienes muebles de gran valor, sin
embargo, las joyas más costosas nunca fueron clasificadas como Res Mancipi,
porque los romanos primitivos las desconocían. Del mismo modo se dice que los
bienes inmuebles en Inglaterra han sido degradados al nivel de los bienes
muebles, dada la escasez y falta de valor de tales posesiones bajo el derecho
feudal de la tierra. Pero el punto de interés realmente importante es la continua
degradación de estas mercancías cuando su importancia había aumentado y su
número se había multiplicado. ¿Por qué no fueron sucesivamente incluidos entre
los objetos de uso favorecidos? Una razón se encuentra en la terquedad con que
el Derecho Antiguo se apega a sus clasificaciones. Es una característica de las
mentes ineducadas y de sociedades primitivas el que sean poco capaces de
concebir una regla general aparte de las aplicaciones particulares en que están
prácticamente familiarizadas. No pueden disociar un término general o máxima a
partir de los ejemplos especiales que encuentran en su experiencia diaria, y, de
este modo, la designación que cubre las formas mejor conocidas de propiedad
117
es denegada a artículos que se le parecen exactamente al ser objetos de uso y
sujetos de derecho. Pero a estas influencias, que ejercen fuerza peculiar en un
asunto tan estable como el derecho, se añaden después otras más consistentes
con el progreso de la civilización y con las concepciones de utilidad general.
Tribunales y jurisconsultos se vuelven por fin receptivos a la inconveniencia de las
formalidades estorbosas requeridas para el traspaso, recuperación o devolución
de las mercancías favorecidas, y se hacen cada vez más reacios a encabezar las
descripciones más nuevas de propiedad con los impedimentos técnicos que
caracterizaron la infancia del derecho. De ahí que surja una inclinación a
mantener estos últimos en una categoría menor en las disposiciones de
jurisprudencia, y a permitir su traslado por procesos más simples que aquellos
que, en traspasos de dominio arcaicos, sirven de obstáculos a la buena fe y de
escalón al fraude. Tal vez estemos en peligro de infravalorar los inconvenientes de
los modos antiguos de traspaso. Nuestros instrumentos de traspaso de dominio son
escritos, de tal modo que su lenguaje, bien estudiado por el escritor profesional,
es raramente defectuoso en cuanto a su exactitud. Pero un traspaso de dominio
antiguo no era escrito, sino actuado. Gestos y palabras ocupaban el lugar de la
fraseología técnica escrita, y cualquier fórmula pronunciada mal, o un acto
simbólico omitido, habría viciado la transacción tan fatalmente como un error
material en sentar los usos o establecer los restos habría, hace doscientos años,
viciado una escritura inglesa. Los daños del ceremonial arcaico quedan, aun así,
enunciados solamente a medias. Mientras se requieran traspasos de poder
elaborados, escritos o actuados, para la enajenación de tierras, las
probabilidades de error no son considerables en el traspaso de una clase de
propiedad que raramente se hace con precipitación. Pero el tipo superior de
propiedad en el mundo antiguo comprendía no sólo tierras sino también algunos
de los bienes muebles más comunes y valiosos. Una vez que las ruedas de la
sociedad comenzaron a moverse con rapidez, debe haber causado un trastórno
inmenso exigir una forma muy complicada de traspaso para un caballo o un
buey, o para aquella costosa mercancía del mundo antiguo: el esclavo. Este tipo
de efectos debe haberse traspasado ordinariamente mediante formas
incompletas, y detentadas de este modo, bajo títulos imperfectos.
Las Res Mancipi del viejo Derecho Romano eran tierras -en época histórica, tierras
en suelo italiano-, además de bestias de carga, como caballos y bueyes. No hay
duda alguna de que los objetos que componían la categoría eran instrumentos
de trabajo agrícola, implementos de máxima importancia entre un pueblo
primitivo. Tales artículos, me imagino, al principio fueron denominados Cosas o
Propiedad, y el modo de traspaso para transferirlos se llamaba Mancipium o
Mancipación. Probablemente no fue hasta mucho más tarde que recibieron la
apelación distintiva Res Mancipi, Cosas que requieren mancipación. A su lado
deben haber existido o surgido una serie de objetos, para los que no valía la pena
insistir en la ceremonia completa de mancipación. Bastaba si, al transferir a estas
últimas de propietario en propietario, se utilizaba una parte solamente de las
formalidades ordinarias, a saber, la entrega real, cesión física, o tradición, que es
el índice más obvio de un cambio de propiedad. Esos objetos constituían las Res
Nec Mancipi de la antigua jurisprudencia, cosas que no requieren mancipación,
probablemente poco apreciadas al principio, y que no pasaban a menudo de un
118
grupo de propietarios a otro. No obstante, mientras que la lista de las Res Mancipi
fue cerrada irrevocablemente, la de las Res Nec Mancipi sufrió una expansión
indefinida, y de ahí en adelante cada conquista nueva del hombre sobre la
naturaleza añadía un objeto al Res Nec Mancipi, o realizaba una mejoría de las
ya reconocidas. Insensiblemente, se pusieron en igualdad de condiciones a las
Res Mancipi y al disiparse de este modo la impresión de una inferioridad
intrínseca, el hombre comenzó a observar las múltiples ventajas de la simple
formalidad que acompañaba su traspaso en comparación con el ceremonial
más complicado y venerable. Dos de los agentes del mejoramiento legal,
Ficciones y Equidad, fueron constantemente empleados por los jurisconsultos
romanos para dar los efectos prácticos de una Mancipación a una Entrega: y
aunque los legisladores romanos evitaron mucho tiempo dictar que el derecho de
propiedad de una Res Mancipi debería ser transferido de inmediato mediante la
simple entrega del artículo, sin embargo aun este paso fue dado finalmente por
Justiniano, de cuya jurisprudencia desaparece la diferencia entre Res Mancipi y
Res Nec Mancipi, y la tradición o entrega se convierte en el gran traspaso de
poder reconocido por la ley. La marcada preferencia que muy pronto otorgaron
los jurisconsultos romanos a la tradición les llevó a asignarle un lugar en su teoría
que ha ayudado a separar sus principios modernos de su verdadera historia. Se
clasificó entre los modos naturales de adquisición, porque era generalmente
practicado entre las tribus indias, y porque se trataba de un proceso que
alcanzaba su objeto por el mecanismo más sencillo. Si se analizan
detenidamente las expresiones de los jurisconsultos, indudablemente implican
que la tradición, que pertenece al Derecho Natural, es más antigua que la
Mancipación, que es una institución de la sociedad civil, y esto, no necesito
decirlo, es el reverso exacto de la verdad.
La distinción entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi es el prototipo de una clase de
distinciones a la que debe mucho la civilización. Se trata de distinciones que se
presentan en toda una masa de objetos, colocando a unos cuantos en una clase,
y relegando al resto a una categoría inferior. Las clases inferiores de propiedad
son, al principio, por desdén y descuido, relevadas de las ceremonias intrincadas
que deleitaban al derecho primitivo, y así, posteriormente, en otra etapa del
progreso intelectual, los métodos slmples de traspaso y cobranza comenzaron a
servir como modelo que condenaba, por su utilidad y sencillez, las solemnidades
engorrosas heredadas de tiempos pasados. Pero, en algunas sociedades, las
trabas en que se hallaba envuelta la propiedad eran demasiado complicadas y
estrictas como para aflojarse de un modo tan fácil. Siempre que un hindú tenía un
hijo varón, de acuerdo al Derecho de la India, el niño tenía derechos sobre la
propiedad del padre y este último necesitaba su consentimiento para enajenarla.
En el mismo sentido, el uso general de los viejos pueblos germánicos -es notable
el que las costumbres anglosajonas parecen haber sido una excepción- prohibía
enajenaciones sin el consentimiento de los hijos varones, y el derecho primitivo
de los eslavos las tenían completamente prohibidas. Es evidente que
impedimentos como estos no pueden ser superados por una distinción entre
clases de propiedad, por cuanto la dificultad se extiende a objetos de todas
clases, y, en consecuencia, el Derecho Antiguo una vez metido en el camino del
mejoramiento, los encuentra con una distinción de otro carácter, una distinción
119
que clasifica la propiedad, no de acuerdo a su naturaleza sino a su origen. En la
India, donde existen huellas de los dos sistemas de clasificación, el que estamos
considerando se halla ejemplificado en la diferencia que el Derecho Hindú
establece entre herencias y adquisiciones. La propiedad heredada del padre es
compartida por los hijos tan pronto como nacen, pero de acuerdo a la costumbre
de la mayoría de las provincias, las adquisiciones que hace durante su vida son
totalmente suyas, y puede legarlas como quiera. Una distinción similar había sido
adoptada por el Derecho Romano, en el cual la innovación más temprana de los
poderes paternos asumió la forma de un permiso dado al hijo de quedarse con lo
que hubiese adquirido durante su servicio militar. Pero el uso más amplio de este
modo de clasificación parece haber sido hecho por los germánicos. Ya he
señalado repetidamente que el alodio, aunque no inalienable, sólo era
transferible en general con grandes dificultades, y además recaía exclusivamente
en los parientes agnados. De ahí que se reconociesen una extraordinaria
variedad de distinciones, todas ideadas para disminuir los inconvenientes
inseparables de la propiedad alodial. El wehrgeld, por ejemplo, o arreglo por el
homicidio de un pariente, que ocupa un espacio tan amplio en la jurisprudencia
germánica, no formaba parte del dominio familiar, y era heredado según reglas
de sucesión totalmente diferentes. De modo similar, el reipus, o multa impuesta al
matrimonio de una viuda, no entraba al alodio de la persona a quien se le
pagaba, y seguía una línea de traspaso en que se olvidaban los privilegios de los
agnados. El derecho, asimismo, como entre los hindúes, distínguía las
adquisiciones del jefe de la familia de su propiedad heredada, y le permitía
ocuparse de ellas en condiciones mucho más liberales. También se admitían
clasificaciones de otro tipo, y la distinción familiar entre tierra y bienes muebles;
pero la propiedad mueble estaba dividida en varias categorías subordinadas, a
cada una de las cuales se aplicaban reglas diferentes. Esta abundancia de
clasificaciones, que puede extrañarnos en un pueblo tan rudo como los
conquistadores germánicos del Imperio, hay que explicarla sin duda por la
presencia en su sistema de muchos elementos del Derecho Romano, absorbidos
por ellos durante su larga existencia en los confines de los dominios romanos. No
es difícil remontar un gran número de reglas que regulan el traspaso y partición
de los bienes que se hallaban fuera del alodio a su fuente en la jurisprudencia
romana, de la que fueron tomadas en diversos periodos y de un modo
fragmentado. No contamos ni con los medios para hacer conjeturas sobre
cuántos obstáculos hubo que superar mediante esos artificios para la libre
circulación de la propiedad, pues las distinciones señaladas no tienen historia
moderna. Como expliqué anteriormente, la forma alodial de propiedad fue
perdida por completo en la feudal, y cuando se consolidó el feudalismo, quedó
prácticamente sólo una distinción de todas las que habían sido conocidas en el
mundo occidental: la distinción entre tierra y mercancías, bienes raíces y bienes
muebles. Externamente esta distinción era la misma que había finalmente
aceptado el Derecho Romano, pero el derecho de la Edad Media difería del
romano en que consideraba la propiedad inmueble claramente más digna que la
propiedad mueble. Sin embargo, este ejemplo es suficiente para mostrar la
importancia de la clase de recursos a que pertenece. En todos los países
gobernados por sistemas basados en los códigos franceses, es decir, en la mayor
parte de Europa, el derecho de bienes muebles, que fue siempre Derecho
120
Romano, ha superado y anulado el derecho feudal de la tierra. Inglaterra es el
único país de importancia en el que esta transmutación, aunque ha recorrido
cierto camino, casi no se ha realizado. También puede añadirse que Inglaterra es
el único país europeo importante en el que la separación de bienes raíces y
bienes muebles ha sido, en cierto modo, alterada por las mismas influencias que
hicieron desviarse a las antiguas clasificaciones de la única que está apoyada
por la naturaleza. En conjunto, la distinción inglesa ha sido entre tierra y objetos;
pero cierta clase de objetos ha ido como parte de la tierra, y una cierta clase de
intereses en las tierras han sido clasificados, por razones históricas, como bienes
muebles. Este no es el único ejemplo en que la jurisprudencia inglesa, al
mantenerse aparte de la corriente principal de modificación legal, ha
reproducido fenómenos de derecho arcaico.
Deseo hacer observar uno o dos artificios más por los que los obstáculos antiguos
-el esquema de este tratado sólo me permite mencionar los de gran antigüedad-
del derecho propietario fueron exitosamente relajados. Es necesario detenerse un
momento sobre uno en particular porque las personas que desconocen la historia
primitiva del derecho no serán fácilmente persuadidas de que un principio, cuyo
reconocimiento ha sido obtenido por la jurisprudencia moderna muy lenta y
dificultosamente, era de hecho muy conocido en la infancia de la ciencia legal.
No existe un solo principio en el derecho, a pesar de su carácter benéfico, que el
hombre moderno haya sido tan reacio a adoptar y a llevar a sus consecuencias
legitimas como el conocido por los romanos por usucapión y que ha llegado a la
jurisprudencia moderna bajo el nombre de Prescripción. Era una regla positiva del
más viejo Derecho Romano, una regla más vieja que las Doce Tablas: que los
objetos que han sido poseídos ininterrumpidamente por un cierto periodo
devenían propiedad del poseedor. El periodo de posesión era extremadamente
corto -uno o dos años, según la naturaleza de los objetos- y, en tiempos históricos,
la usucapión solamente operaba cuando la posesión había comenzado de un
modo particular; pero creo probable que en una época menos avanzada la
posesión fuera convertida en posesión bajo condiciones aun menos severas de lo
que leemos en nuestras autorIdades. Como he dicho antes, estoy lejos de afirmar
que el respeto de los hombres por la posesión de facto fuese un fenómeno del
que la jurisprudencia podría responder por sí misma. Sin embargo, es muy
necesario señalar que las sociedades primitivas, al adoptar el principio de
usucapión, no estuvieron bloqueadas por ninguna de las dudas especulativas y
vacilaciones que han impedido su acogida entre los jurisconsultos modernos. Las
prescripciones fueron consideradas por los jurisconsultos modernos, primero, con
repugnancia, luego, con renuente aprobación. En varios países, incluido el
nuestro, la legislación por mucho tiempo rehusó avanzar más allá del burdo
recurso de exceptuar todas las acciones basadas en una injusticia, que había
sido cometida antes de un momento determinado, generalmente el primer año
de algún reinado precedente. Hasta que la Edad Media tocó a su fin, y Jacobo I
subió al trono de Inglaterra, tampoco obtuvimos un verdadero estatuto de
limitación, por imperfecto que fuese. Esta tardanza en copiar uno de los
apartados más famosos del Derecho Romano, que era sin duda leído
constantemente por la mayoría de los abogados europeos, la debe el mundo
moderno a la influencia del Derecho Canónico. Las costumbres eclesiásticas de
121
las que surgió el Derecho Canónico, interesadas como estaban en intereses
sagrados o cuasi-sagrados, consideraban muy naturales los privilegios que
conferían, y sentían que no debían perderse por desuso, por muy prolongado que
éste fuese. De acuerdo con este punto de vista, la jurisprudencia espiritual,
cuando se consolidó posteriormente, se distinguió por una tendencia marcada en
contra de las prescripciones. Cuando los jurisconsultos eclesiásticos sostuvieron al
Derecho Canónico como modelo de legislación seglar, éste obtuvo una
influencia peculiar sobre los primeros principios. Dio al cuerpo consuetudinario,
que se formó en toda Europa, muchas menos reglas explícitas que el Derecho
Romano, pero luego parece haber contagiado de prejuicios a la opinión
profesional sobre un número sorprendente de puntos fundamentales, y las
tendencias así surgidas ganaron progresivamente fuerza, a medida que se
desarrolló cada sistema legal. Una de las disposiciones que produjo fue aversión
hacia las prescripciones, pero no sé si este prejuicio habría operado tan
poderosamente como lo hizo, si no se hubiera alineado con la doctrina de los
juristas escolásticos de la secta realista, quienes enseñaban que,
independientemente del sesgo que tome la legislación presente, un derecho, por
muy abandonado que haya estado, era de hecho indestructible. Los restos de
este estado de opinión subsisten todavía. Siempre que se discute seriamente la
filosofía del derecho, las preguntas sobre la base teórica de la prescripción son
calurosamente debatidas, y es todavía un punto de gran interés en Francia y
Alemania decidir si una persona que ha estado desposeída un cierto número de
años es privada de su posesión como una pena por su negligencia, o la pierde
mediante la interposición sumaria de la ley en su deseo de tener un finis litium.
Pero tales escrúpulos no preocupaban a la mente de la antigua sociedad
romana. Sus antiguos usos quitaban directamente la propiedad a cualquiera que
hubiese estado desposeído, bajo ciertas circunstancias, durante uno o dos años.
No es fácil decir cuál era el método exacto de la regla de usucapión en su forma
más temprana; pero, tomada con las limitaciones que hallamos en los libros, era
una protección muy útil contra los daños de un sistema de traspaso de dominio
muy molesto. Para tener el beneficio de usucapión, era necesario que la posesión
opuesta hubiera comenzado de buena fe, esto es, en la creencia por parte del
poseedor de que estaba adquiriendo la propiedad legalmente. Se requería
además que el objeto le hubiera sido transferido mediante algún medio de
enajenación que fuese, al menos, reconocido por la ley, por desproporcionado
que fuese conferir un titulo completo en el caso particular. En el caso de una
mancipación, por descuidada que hubiera sido la realización, si había sido
llevada hasta el punto de implicar una tradición o entrega, el defecto del titulo se
corregía por la usucapión en dos años como máximo. No tengo conocimiento de
prácticas romanas que justifiquen tan merecidamente su genio legal como el uso
que hicieron de la usucapión. Las dificultades que los asaltaron fueron casi las
mismas que pusieron en aprietos y todavía estorban a los jurisconsultos ingleses.
Debido a la complejidad de su sistema -todavía no tenían ni el valor ni el poder
de reconstruirlo- los derechos existentes constantemente diferían de los derechos
técnicos; la propiedad justa difería de la legal. Pero la usucapión, tal como la
manipulaban los jurisconsultos proporcionaba una maquinaria automática
mediante la cual los defectos de los títulos de propiedad estaban siempre en
camino de corregirse, y por medio de la que las propiedades que estaban
122
temporalmente separadas volvían a cimentarse con el retraso más breve posible.
La usucapión no perdió sus ventajas hasta las reformas de Justiniano. Pero tan
pronto como se fusionaron derecho y equidad, y la mancipación dejó de ser la
traslación de dominio romana, no hubo ya necesidad del antiguo artificio, y la
usucapión, ya aplazada por mucho tiempo, se convirtió en la prescripción que ha
sido finalmente adoptada por casi todos los sistemas de derecho moderno.
Voy a hacer solamente una breve mención de otro recurso que tenía el mismo
objeto que el último. Aunque no hizo inmediatamente aparición en la historia
legal inglesa, su antigüedad era inmemorial en el Derecho Romano. De hecho, su
edad aparente es tal que algunos jurisconsultos alemanes, no suficientemente
informados de la luz arrojada sobre el asunto por las analogías del Derecho
Inglés, la creyeron todavía más vieja que la mancipación. Hablo del Cessio in
Jure, una recuperación colusoria en un tribunal de propiedad que trata de
traspasarse. El demandante establecía el asunto de este proceso mediante las
formas ordinarias de un litigio; el acusado se rebelaba -no presentándose- y el
objeto era naturalmente entregado al demandante. Apenas necesito recordarle a
un abogado inglés que este artilugio se le ocurrió a nuestros antepasados, y
produjo aquellas famosas multas y sentencias favorables que tanto contribuyeron
a deshacer los obstáculos más severos del derecho feudal de la tierra. Los
artificios romanos e ingleses tienen mucho en común y se ejemplifican
mutuamente, pero hay una diferencia entre ellos: el objeto de los jurisconsultos
ingleses era suprimir complicaciones ya introducidas en el titulo, mientras que los
jurisconsultos romanos buscaban evitarlos sustituyendo un modo de traspaso
necesariamente intachable por uno que demasiado a menudo se malograba. De
hecho, este tipo de recurso aparece tan pronto como los tribunales es encuentran
operando normalmente, pero todavía se hallan bajo el dominio de nociones
primitivas. En un estado avanzado de la opinión legal, los tribunales consideran el
litigio colusorio como un abuso de sus procedimientos judiciales, pero siempre ha
habido un tiempo en que, si sus formas eran escrupulosamente observadas,
nunca pensaron en mirar más allá.
La influencia de los tribunales y de sus procedimientos sobre la propiedad ha sido
muy vasta, pero el tema es demasiado amplio para las dimensiones de este
tratado y nos llevaría más lejos en el curso de la historia legal de lo que es
consistente con su esquema. Es deseable, sin embargo, mencionar que debemos
atribuir a esta influencia la importancia de la distinción entre propiedad y
posesión ~no realmente la distinción en sí, que (en el lenguaje de un eminente
jurisconsulto inglés) es la misma cosa que la distinción entre el derecho legal de
influir sobre algo y el poder físico de hacerlo- sino la extraordinaria importancia
que la distinción ha obtenido en la filosofía del derecho. Pocas personas cultas
son tan poco versadas en la literatura legal como para no haber oído que el
lenguaje de los jurisconsultos romanos en el tema de la posesión ocasionó mucho
tiempo una perplejidad enorme, y que el genio de Savigny se demostró al dar
con la solución del enigma. El término posesión, de hecho, cuando es utilizado
por los jurisconsultos romanos, parece haber contraído un cierto matiz no
fácilmente explicable. La palabra, por su etimología, tiene que haber denotado
originalmente contacto físico fijo o intermitente; pero, utilizada sin ningún epíteto
123
calificativo, significa no simplemente retención física, sino retención física junto
con la intención de mantener la cosa como propia. Savigny, siguiendo a Niebuhr,
percibió que esta anomalía sólo podía tener un origen histórico. Señaló que los
Patricios de Roma, quienes se habían convertido en arrendatarios de la mayor
parte de los dominios públicos con rentas nominales, eran, a ojos del viejo
Derecho Romano, nuevos poseedores, pero eran poseedores que pensaban
mantener su tierra en contra de todo el que llegara. Adelantaron una reclamación
casi idéntica a la que ha sido recientemente propuesta en Inglaterra por los
arrendatarios de tierras eclesiásticas. Admitiendo que, en teoría, eran
arrendatarios a discreción del Estado, afirmaban que el tiempo y el uso
imperturbado habían madurado su tenencia en una especie de propiedad, y que
sería injusto arrojarlos con el propósito de redistribuir la tierra. La asociación de
esta demanda con las tenencias Patricias, influyó permanentemente el sentido de
posesión. Mientras los únicos remedios legales de los que podían aprovecharse
los arrendatarios -en caso de ser expulsados o amenazados con problemas-, eran
los Interdictos Posesorios, procesos sumarios de Derecho Romano que eran, ya
sea expresamente ideados por el pretor para su protección, ya sea, según otra
teoría, que habían sido empleados en tiempos anteriores para el mantenimiento
provisional de las posesiones mientras se arreglaban las cuestiones de los
derechos legales. Se vino a entender, por tanto, que todo el mundo que poseía
propiedad como propia tenía el poder de requerir los Interdictos, y, mediante un
sistema de alegación muy artificial, el proceso interdictal se moldeó en una forma
adecuada para el juicio de reclamaciones conflictivas sobre una posesión
disfrutada. Luego comenzó un movimiento que, como señaló Mr. John Austin, se
reprodujo exactamente en el Derecho Inglés. Los propietarios, domini,
comenzaron a preferir las formas más sencillas o el curso más rápido del
Interdicto a las formalidades demoradoras e intrincadas de la acción real y, con
el fin de aprovechar el remedio posesorio, recurrieron a la posesión que se
suponía estaba involucrada en la propiedad. La libertad concedida a personas
que no eran verdaderos poseedores, sino dueños, de reivindicar sus derechos
mediante remedios posesorios, aunque al principio pueda haber sido una
bendición, finalmente tuvo el efecto de deteriorar seriamente la jurisprudencia
inglesa y romana. El Derecho Romano le debe los artificios sobre el asunto de la
posesión que contribuyeron tanto a desacreditarlo, mientras que el Derecho
Inglés, después que las acciones que destinó a la recuperación de bienes raíces
cayeron en la confusión más incurable, se libró de todo el embrollo mediante un
remedio heroico. Nadie puede dudar que fue un beneficio público la virtual
abolición de los procesos reales ingleses que tuvieron lugar hace casi treinta
años. Sin embargo, personas sensibles a la armonía de la Jurisprudencia
lamentarán que, en lugar de limpiar, mejorar y simplificar los verdaderos procesos
propietarios, los sacrificamos a la acción posesoria del desahucio, basando de
este modo nuestro sistema de recuperación de tierra en una ficción legal.
Los tribunales legales han contribuido poderosamente a formar y modificar
concepciones del derecho propietario por medio de la distinción entre Derecho y
Equidad, que siempre hace su primera aparición al distinguir jurisdicciones. La
propiedad equitativa en Inglaterra es simplemente propiedad conservada bajo la
jurisdicción del Tribunal de Chancillería. En Roma, el Edicto Pretoriano introdujo sus
124
nuevos principios bajo capa de una promesa de que, en determinadas
circunstancias, una acción o un alegato particulares serían concedidos, y, en
consecuencia, la propiedad in bonis, o propiedad equitativa, del Derecho
Romano era propiedad exclusivamente protegida por compensaciones cuya
fuente estaba en el Edicto. El mecanismo por el que los derechos equitativos se
salvaron de ser anulados por las demandas del dueño legal era algo diferente en
los dos sistemas. Entre nosotros, su independencia está asegurada por el
Entredicho del Tribunal de Chancillería. Puesto que, no obstante, el Derecho y la
Equidad, aunque todavía no consolidados, eran administrados bajo el sistema
romano por el mismo tribunal, nada parecido al entredicho era requerido, y el
Magistrado tomaba el curso más sencillo de rehusar a otorgar al dueño -según el
Derecho Civil- aquellos expedientes y respuestas del acusado por las que sólo
podía obtener la propiedad que en justicia pertenecía a otro. Pero la operación
práctica de los dos sistemas era casi la misma. Los dos, por medio de una
distinción en el procedimiento, pudieron conservar nuevas formas de propiedad
en una especie de existencia provisional, hasta que llegase el momento en que
fueran reconocidas por todo el derecho. De este modo, el pretor romano dio
derecho inmediato de propiedad a la persona que había adquirido una Res
Mancipi, mediante una mera entrega, sin esperar a la maduración de la
usucapión. De modo similar, con el tiempo reconoció la propiedad del acreedor
hipotecario que, al principio, había sido un mero depositario, y del enfiteuta, o
arrendatario que estaba sujeto a una venta fija perpetua. El Tribunal de
Chancillería inglés, siguiendo una línea paralela de progreso, creó una propiedad
especial para el acreedor hipotecario, para el fideicomiso Cestui que, para la
mujer casada, que obtenía la ventaja de una clase particular de arreglo, y para el
comprador que no había adquirido todavía una propiedad legal completa. Todos
estos son ejemplos en los que distintas formas de derechos propietarios,
claramente nuevos, eran reconocidas y conservadas. Pero indirectamente la
propiedad ha sido afectada de mil modos por la equidad en Inglaterra y en
Roma. En cualquier apartado de la jurisprudencia en que sus autores metieran el
poderoso instrumento a su alcance, estaban seguros de encontrar, tocar, y más o
menos cambiar materialmente el derecho de propiedad. Cuando, en las páginas
anteriores, he hablado de que ciertas distinciones y recursos legales antiguos
afectaron poderosamente la historia de la propiedad, debe entenderse que
quiero decir que la mayor parte de su influencia ha surgido de las sugerencias e
insinuaciones infundidas por ellos en la atmósfera mental que fue respirada por los
fabricadores de los sistemas equitatlvos.
Sin embargo, describir la influencia de la equidad sobre la propiedad significaría
escribir su historia hasta nuestros días. La he aludido, principalmente, porque
varios escritores contemporáneos muy estimados han pensado que en la
separación romana de la propiedad equitativa de la legal tenemos la clave de
aquella diferencia en la concepción de propiedad, que, aparentemente,
distingue al derecho de la Edad Media del derecho del Imperio Romano. La
principal característica de la concepción feudal es su reconocimiento de una
doble propiedad: la propiedad superior del señor del feudo coexistiendo con la
propiedad inferior o bienes del arrendatario. Ahora bien, esta duplicación del
derecho propietario, se insiste, se asemeja mucho a una forma generalizada de la
125
distribución de derechos romanos sobre la propiedad en Quiritaria o legal, y (para
usar una palabra de origen posterior) Bonitarian o equitativa. El mismo Gayo
observa que la división de un dominio en dos partes es una singularidad del
Derecho Romano y, expresamente, la contrasta con la propiedad entera o alodial
a que estaban acostumbradas otras naciones. Es cierto que Justiniano
reconsolidó el dominio en uno, pero los bárbaros no estuvieron en contacto varios
siglos con la jurisprudencia de Justiniano sino con el sistema parcialmente
reformado del Imperio de Occidente. Mientras permanecieron en los márgenes
del Imperio tal vez aprendieron esta distinción que, luego, dio tantos frutos. En
favor de esta teoría debe admitirse, de cualquier modo, que el elemento de
Derecho Romano en los varios cuerpos ha sido muy imperfectamente examinado.
Las teorías erróneas o insuficientes que han servido para explicar el feudalismo se
asemejan en su tendencia a distraer la atención de este particular ingrediente de
su carácter. Los investigadores más viejos que han tenido muchos seguidores en
este país, prestaron una importancia exclusiva a las circunstancias del periodo
turbulento durante el que maduró el sistema feudal, y, en tiempos posteriores, se
ha añadido una nueva fuente de error a las ya existentes: el orgullo nacionalista
que ha llevado a los escritores alemanes a exagerar la integridad de la obra
social que sus antepasados habían elaborado antes de hacer su aparición en el
mundo romano. Uno o dos investigadores ingleses que buscaron en el lugar
adecuado las bases del sistema feudal no lograron, sin embargo, conducir sus
investigaciones a resultados satisfactorios, ya sea porque buscaron de un modo
exclusivo analogías en las compilaciones de Justiniano, o porque limitaron su
atención a los compendios del Derecho Romano que se encuentran anexados a
algunos de los códigos bárbaros existentes. Pero, si la jurisprudencia romana
ejerció alguna influencia en las sociedades bárbaras, probablemente había
producido la mayoría de sus efectos antes de la legislación de Justiniano, y antes
de la preparación de estos compendios. En mi opinión, el esqueleto de las
usanzas bárbaras fue revestido, no con la reformada y purificada jurisprudencia
de Justiniano, sino con el sistema mal ordenado que prevalecía en el Imperio de
Occidente, y al que el Corpus Juris de Oriente nunca consiguió desplazar. Es de
suponer que el cambio tuvo lugar antes de que tribus germánicas se hubieran
claramente apropiado, como conquistadoras, de alguna porción de los dominios
romanos y, por tanto, antes de que los monarcas germánicos hubieran mandado
redactar breviarios de Derecho Romano para el uso de sus súbditos romanos.
Cualquiera que pueda apreciar la diferencia entre derecho arcaico y derecho
desarrollado sentirá la necesidad de alguna hipótesis de este tipo. Toscas como
son las Leges Barbarorum que nos quedan, no son lo bastante toscas para
satisfacer la teoría de un origen puramente bárbaro; tampoco tenemos razón
alguna para creer que hemos recibido, en protocolos escritos, más que una
fracción de las reglas fijas que eran practicadas entre ellos por los miembros de
las tribus conquistadoras. Si podemos persuadirnos de que muchos elementos del
Derecho Romano, adulterados, ya existían en los sistemas bárbaros, habremos
hecho algo por remover una grave dificultad. El Derecho Germánico de los
conquistadores y el Derecho Romano de sus súbditos no se habría combinado si
no hubieran tenido más afinidad mutua de la que tiene la jurisprudencia refinada
respecto de las costumbres de los salvajes. Es muy probable que los códigos de
los bárbaros, arcaicos como parecen, sean solamente un compuesto de usanzas
126
verdaderamente primitivas y reglas romanas entendidas a medias, y que el
ingrediente extranjero les permitió juntarse con una jurisprudencia romana que ya
había retrocedido un poco de la forma relativamente acabada que había
adquirido bajo los emperadores de Occidente.
Pero, aunque hay que admitir todo esto, existen varias consideraciones que
vuelven improbable que la forma feudal de propiedad fuese sugerida
directamente por la duplicación romana de los derechos dominicales. La
distinción entre propiedad legal y equitativa parece de una sutileza difícilmente
apreciada por los bárbaros, y, además, apenas pueden entenderse si no se
imaginan unos tribunales en funcionamiento. Pero la razón más fuerte contra esta
teoría es la existencia, en el Derecho Romano, de una forma de propiedad -una
creación de la Equidad, es cierto- que proporciona una explicación mucho más
simple de la transición de un conjunto de ideas al otro. Se trata de la enfiteusis, a
la que se atribuye a menudo la paternidad del feudo de la Edad Media, aunque
sin mucho conocimiento de la participación exacta que tuvo en traer al mundo la
propiedad feudal. Lo cierto es que la enfiteusis, probablemente no conocida
todavía por su designación griega, marca una etapa en una corriente de ideas
que llevó finalmente al feudalismo. En la historia romana, la primera mención de
haciendas más grandes de las que podía trabajar un Paterfamilias con sus hijos y
esclavos, ocurre cuando nos topamos con las posesiones de los Patricios
romanos. Estos grandes propietarios no parecen haber concebido la idea de un
sistema de cultivo por medio de arrendatarios libres. Sus latifundia, al parecer,
eran trabajados en todas partes por cuadrillas de esclavos, dirigidos por
capataces que eran a su vez esclavos o libertos. La única organización ensayada
parece haber consistido en dividir los esclavos inferiores en pequeños cuerpos, y
hacerlos el peculium de la clase mejor y más confiable, que de este modo
adquiría un cierto interés en la eficiencia de su trabajo. Este sistema era, sin
embargo, especialmente desventajoso para una clase de propietarios: los
municipios. Los funcionarios en Italia eran cambiados con una rapidez
sorprendente -aun en la misma administración de Roma-; de tal modo que la
dirección de un dominio territorial grande por una corporación italiana debe
haber sido excesivamente imperfecto. En consecuencia, junto con los municipios
se comenzó la práctica de rentar agri vectigules, esto es, de arrendar la tierra a
perpetuidad a un arrendatario libre a un alquiler fijo y bajo ciertas condiciones. El
plan fue luego extensamente imitado por propietarios individuales, y al
arrendatario cuya relación con el dueño había sido originalmente determinada
por su contrato, el pretor le reconoció posteriormente un derecho a una
propiedad restringida, que, con el tiempo, fue conocida por enfiteusis. A partir de
este punto la historia de la tenencia se divide en dos ramas. En el curso de ese
largo periodo del Imperio Romano, del que tenemos testimonios muy incompletos,
las cuadrillas de esclavos de las grandes familias romanas se transformaron en los
coloni, cuyo origen y situación constituyen una de las cuestiones más oscuras de
toda la historia. Se podría sospechar que se formaron en parte por la elevación de
los esclavos, y, en parte, por la degradación de los agricultores libres, y que
demuestran que las clases más ricas del Imperio Romano se habían dado cuenta
del valor creciente que obtiene la propiedad territorial cuando el agricultor tiene
interés en el producto de la tierra. Sabemos que su servidumbre era predial; que
127
exigía muchas de las características de la esclavitud absoluta, y que pagaban su
servicio al señor al entregarle una porción determinada de la cosecha anual.
Sabemos, además, que sobrevivieron a todos los cambios sociales en el mundo
antiguo y en el moderno. Aunque incluidos en las escalas más bajas de la
estructura feudal, continuaron en muchos países entregando al señor
precisamente las mismas cuotas que habían pagado al dominus romano, y de
una clase particular entre ellos, los coloni medietarii, que reservaban la mitad del
producto para el señor, desciende el inquilinato metayer, que todavía prosigue
con el cultivo del suelo en casi todo el sur de Europa. Por otra parte, la enfiteusis, si
así podemos interpretar las alusiones a ella en el Corpus Juris, se convirtió en una
modificación de la propiedad favorita y benéfica, y puede conjeturarse que
dondequiera que existieron agricultores, esta tenencia fue la que reguló sus
intereses en la tierra. El pretor, como ya se ha dicho, trataba al enfiteuta, como a
un verdadero propietario. Cuando era expulsado, se le permitía reintalarse
mediante una acta legal, la insignia distintiva del derecho propietario, y estaba
protegido de molestias que le pudiera ocasionar el autor de su arriendo mientras
que el canon, o censo para librarse del servicio feudal, fuese pagado. Pero, al
mismo tiempo, no debe suponerse que la propiedad del autor del arriendo estaba
extinta o inactiva. Se mantenía viva mediante un poder de reingreso o no pago
de la renta, un derecho de prioridad en caso de venta, y un cierto control sobre el
modo de cultivo. Tenemos, por tanto, en la enfiteusis un ejemplo sorprendente de
la doble propiedad que caracterizó a la sociedad feudal, y que, además, es más
simple y más fácilmente imitable que la yuxtaposición de derechos legales y
equitativos. La historia de la tenencia romana no termina, sin embargo, en este
punto. Tenemos pruebas claras de que entre las grandes fortalezas que,
colocadas a lo largo del Rin y del Danubio, aseguraron por mucho tiempo la
frontera del Imperio contra sus vecinos bárbaros, se extendía una sucesión de
franjas de tierra, los agri limitrophi que se hallaban ocupados por veteranos del
ejército romano bajo los términos de una enfiteusis. Había una propiedad doble. El
Estado romano era el dueño del suelo, pero los soldados lo cultivaban sin
molestias en cuanto estuvieran dispuestos a ser reclutados para el servicio militar
siempre que la situación de las fronteras así lo requiriese. De hecho, una especie
de deber de guarnición -un sistema muy parecido al de las colonias militares de
la frontera austro-turca- había sustituido al censo para librarse del servicio feudal
que era el servicio del infiteuta ordinario. Parece imposible poner en duda que
este no fuese el precedente copiado por los monarcas bárbaros que fundaron el
feudalismo. Lo habían tenido ante sus ojos durante algunos cientos de años, y
muchos de los veteranos que vigilaban la frontera eran, es importante recordarlo,
de origen bárbaro, y probablemente hablaban las lenguas germánicas. La
proximidad de un modelo tan fácilmente seguido no sólo explica de dónde
sacaron los soberanos francos y lombardos la idea de asegurar el servicio militar
de sus seguidores mediante la concesión de algunas partes de sus dominios
públicos, sino que también explica la tendencia aparecida inmediatamente
después de que las prebendas se volvieron hereditarias, pues una enfiteusis,
aunque capaz de ser moldeada a los términos del contrato original, sin embargo
recaían por regla general en los herederos del concesionario. Es cierto que el
tenedor de una prebenda, y más recientemente, el señor de uno de aquellos
feudos en que se transformaron las prebendas, parece que debía ciertos servicios
128
que no es probable que prestaran los colonos militares, y, ciertamente, no eran
prestados por el enfiteuta. El deber de respeto y gratitud al superior feudal, la
obligación de ayudar a otorgar una dote a su hija y equipar a su hijo, la
responsabilidad de su tutela durante la minoría de edad, y muchos otros deberes
de la misma naturaleza que iban implícitos en la tenencia, tienen que haberse
tomado literalmente de la relación patrón-liberto establecidas por el Derecho
Romano, esto es, entre antiguo-amo y antiguo-esclavo. Pero también es sabido
que los beneficiarios más antiguos eran los compañeros personales del soberano,
y es indisputable que esta posición -aparentemente brillante- al principio,
implicaba una especie de degradación servil. La persona que auxiliaba al
soberano en su corte había renunciado a una parte de la libertad personal
absoluta que era un privilegio del que tan orgulloso se sentía el propietario alodial
CAPÍTULO IX
La historia temprana del contrato
Hay pocas proposiciones generales sobre la época actual que, a primera vista,
puedan recibir un acuerdo más presto que la afirmación de que la sociedad
actual se distingue de la sociedad de generaciones precedentes sobre todo por
la importancia que detenta el contrato. Algunos de los fenómenos en que se basa
esta proposición se encuentran entre los más señalados, comentados y
elogiados. Se necesitaría ser muy distraído para no percibir que, en innumerables
casos, el derecho antiguo fijaba la posición social de un hombre en el momento
de su nacimiento de un modo irreversible, mientras que el derecho moderno le
permite crearla por convenio. Las pocas excepciones a esta regla son
violentamente atacadas de manera constante. El punto, por ejemplo, realmente
debatido en la vigorosa controversia sobre el tema de la esclavitud negra es si el
status del esclavo no pertenece a instituciones ya desaparecidas, y si la única
relación entre patrón y trabajador que concuerda con la moralidad moderna no
es un tipo de relación exclusivamente determinada por un contrato. El
reconocimiento de esta diferencia entre pasado y presente forma parte de la
misma esencia de las más famosas especulaciones contemporáneas. Es cierto
que la ciencia de la Economía Política, el único apartado de investigación moral
que haya hecho progresos considerables en nuestros días, no correspondería con
las necesidades de la vida si el derecho imperativo no hubiera abandonado la
mayor parte del terreno que ocupó en otro tiempo, y no hubiera dejado que los
hombres establecieran reglas de conducta para sí mismos con una libertad que
nunca les fue permitida hasta recientemente. La parcialidad de la mayoría de los
economistas políticos les lleva a considerar la verdad general en que descansa su
ciencia con derecho a hacerse universal y, cuando la aplican como un arte sus
esfuerzos van generalmente dirigidos a ampliar la competencia del contrato y de
recortar la del derecho imperativo, excepto en tanto este último es necesario
para ejecutar el cumplimiento de los contratos. El impulso dado por estos
pensadores influenciados por estas ideas está comenzando a dejarse sentir en el
mundo occidental. La legislación casi ha confesado su incapacidad por
mantener el mismo ritmo que la actividad humana despliega en descubrimientos,
inventos y en la manipulación de la riqueza acumulada, y el derecho, aun el de
129
las comunidades menos avanzadas, tiende cada vez más a convertirse en un
estrato superficial teniendo bajo él un conjunto siempre cambiante de reglas
contractuales con las que raramente interfiere excepto para hacer cumplir ciertos
principios fundamentales, a menos que sea invocado para castigar la violación
de la buena fe.
Las investigaciones sociales, hasta donde dependen de la consideración de
fenómenos legales, se hallan en condiciones de atraso tales que no debemos
sorprendernos de no encontrar estas verdades reconocidas en los lugares
comunes aceptados como buenos respecto del progreso de la sociedad. Estos
lugares comunes responden más a nuestros prejuicios que a nuestras
convicciones. La renuencia de la mayoría de los hombres a considerar que la
moralidad avanza parece ser especialmente fuerte cuando las virtudes de las que
depende el contrato están bajo discusión, y muchos de nosotros tenemos una
renuencia casi instintiva a admitir que la buena fe y confianza en nuestros
compañeros están más ampliamente difundidos que antaño, o que haya algo en
las costumbres contemporáneas que se pueda parangonar a la lealtad en el
mundo antiguo. De vez en cuando, estas predisposiciones se ven reforzadas por
el espectáculo de fraudes, desconocidos antes del periodo en que fueron
observados, asombrosos por su complicación y repugnantes por su criminalidad.
Pero el mismo carácter de estos fraudes demuestra claramente que, antes de que
fueran posibles, las obligaciones morales que rompieron deben haber estado más
que proporcionalmente desarrolladas. La confianza puesta y desarrollada por
muchos facilita la mala fe de los pocos, de tal modo que, si ocurren ejemplos
colosales de deshonestidad, no hay conclusión más segura que la siguiente: la
escrupulosa honestidad desplegada en la mayoría de las transacciones, en el
caso en particular, han proporcionado su oportunidad al delincuente. Si
persistimos en leer la historia de la moralidad tal como se refleja en jurisprudencia,
volviendo nuestros ojos no hacia el derecho contractual sino hacia el derecho
criminal, debemos tener cuidado en leerlo acertadamente. La única forma de
deshonestidad tratada en el más antiguo Derecho Romano es el robo. En el
momento en que escribo, el más nuevo apartado del derecho criminal inglés es
el que trata de prescribir el castigo para los fraudes de los fideicomisarios. La
inferencia adecuada de este contraste no es que los romanos primitivos
practicaran una moralidad superior a la nuestra. Más bien diríamos que, en el
intervalo entre su época y la nuestra, la moralidad ha avanzado de una
concepción muy tosca a una muy refinada: de considerar los derechos de
propiedad como exclusivamente sagrados a considerar los derechos surgidos del
mero depósito unilateral de la confianza como merecedores de la protección del
derecho penal.
Las teorías definidas de los juristas apenas se encuentran más cercanas a la
verdad en este punto que las opiniones de la multitud. Para comenzar con las
ideas de los jurisconsultos romanos, las hallamos inconsistentes con la verdadera
historia del progreso moral y legal. A una clase de contratos, en la que la fe
empeñada de las partes contrayentes era el único ingrediente material, la
denominaron específicamente contratos juris gentium, y aunque estos contratos
fueron indudablemente los últimos que aparecieron en el sistema romano, la
130
expresión utilizada implica -si es que puede sacarse de él un significado
concreto- que eran más antiguas otras formas de compromiso tratado en el
Derecho Romano, en el que el olvido de una mera formalidad técnica era tan
fatal para la obligación como un mal entendido o un engaño. Pero la antigüedad
a la que se refieren es vaga, indefinida y sólo capaz de ser entendida desde el
presente. El Contrato de Derecho de Gentes no vino a ser abiertamente
considerado como un contrato conocido por el hombre en estado natural hasta
que el lenguaje de los jurisconsultos romanos se hubo convertido en el lenguaje
de una época que había perdido el fundamento de su modo de pensar. Rousseau
adoptó el error jurídico y el popular. En la Disertación sobre los efectos del Arte y
la Ciencia sobre la Moral, la primera de sus obras que llamó la atención y en la
que formula con mayor claridad las opiniones que le convirtieron en el fundador
de una secta, la veracidad y buena fe atribuidas a los antiguos persas son
repetidamente señaladas como rasgos de la primitiva inocencia que había sido
gradualmente borrada por la civilización, y en un periodo posterior encontró un
fundamento de todas sus teorías en la doctrina de un Contrato Social original. El
Contrato Social o Convenio es la forma más sistemática que haya asumido jamás
el error que estamos comentando. Es una teoría que, aunque alimentada por las
pasiones políticas, extrajo toda su savia de las especulaciones de los
jurisconsultos. Es muy cierto que aquellos famosos ingleses sobre quienes ejerció
una enorme atracción la valoraron, principalmente, por su utilidad política, pero,
como trataré de explicar en un momento, nunca habrían llegado a ella, si los
políticos no hubieran mantenido sus controversias por mucho tiempo en una
fraseología legal. Los autores ingleses de la teoría tampoco ignoraban la amplitud
especulativa que la hizo tan recomendable entre los franceses que la heredaron
de ellos. Sus escritos domuestran que veían claramente que podía explicar todos
los fenómenos sociales y políticos. Habían observado el hecho, ya asombroso en
su día, de que entre las reglas positivas obedecidas por los hombres, la mayor
parte fueran creadas por contrato y las menos por el derecho imperativo. Pero
ignoraban o descuidaron la relación histórica de estos dos elementos de la
jurisprudencia. Idearon la teoría de que todo derecho tiene su origen en el
contrato, con el propósito, por tanto, de gratificar sus gustos teóricos al atribuir
toda la jurisprudencia a una fuente uniforme, y con el propósito de eludir las
doctrinas que otorgaban una paternidad divina al Derecho Imperativo. En otra
etapa del pensamiento habrían quedado satisfechos con dejar su teoría en la
condición de una hipótesis ingeniosa o una fórmula verbal brillante. Pero la época
se hallaba bajo el dominio de las supersticiones legales. Se había hablado del
estado natural hasta que dejó de ser considerado paradójico, de ahí que
pareciese fácil dar una realidad falaz y una precisión al origen contractual del
derecho, insistiendo en el contrato social como un hecho histórico.
Nuestra generación se ha librado de estas teorías jurídicas erróneas, en parte,
superando el estado intelectual al que pertenecen y, en parte, casi dejando
enteramente de teorizar sobre esos temas. La ocupación favorita de las mentes
inquietas en el momento actual, y la que responde a especulaciones de nuestros
antepasados sobre el origen del estado social, es el análisis de la sociedad tal
como existe y se mueve ante nuestros ojos; pero, al no llamar en su ayuda a la
historia, este análisis, demasiado a menudo degenera en un vano ejercicio de
131
curiosidad, y con frecuencia incapacita al investigador para comprender estados
sociales que difieren considerablemente de aquel al que está acostumbrado. El
error de juzgar a los hombres de otras épocas con la moralidad de nuestros días
tiene su paralelo en el error de suponer que toda rueda o tornillo de la máquina
social moderna tiene su contrapartida en sociedades más rudimentarias. Tales
impresiones se ramifican con profusión y se disfrazan muy sutilmente, en las obras
históricas escritas en estilo moderno; pero encuentro huellas de su presencia, en
el dominio de la jurisprudencia, en las alabanzas vertidas frecuentemente sobre la
pequeña fábula de Montesquieu acerca de los Trogloditas, inserta en las Lettres
Persanes. Los Trogloditas eran un pueblo que violaba sistemáticamente sus
contratos y, por tanto, perecieron. Si la historia sostiene la moraleja que deseaba
el autor, y es utilizada para exponer una herejía anti-social con la que se han visto
amenazados el siglo actual y el pasado, es intachable; pero, si se trata de inferir
de ella que la sociedad no podría mantenerse junta sin prestarle una santidad a
las promesas y acuerdos que deberían más o menos estar a la par con el respeto
que les otorga una civilización madura, eso implica un error grave y fatal si se
desea entender la historia legal. El hecho es que los Trogloditas florecieron y
fundaron Estados poderosos dando muy poca atención a las obligaciones
contractuales. El punto que debe entenderse antes que ningún otro en la
constitución de las sociedades primitivas es que el individuo crea pocos o
ningunos derechos, y pocos o ningunos deberes. Las reglas que obedece se
derivan, primero, de la posición social en que nace y, luego, de las órdenes
imperativas que le dirige el jefe de la familia de la que forma parte. Un sistema tal
deja escasísimo lugar para el contrato. Los miembros de la misma familia (pues
así podemos interpretar el testimonio) son enteramente incapaces de hacer
contratos entre sí, y la familia puede hacer caso omiso de los compromisos que
pueda haber contraído uno de sus miembros subordinados. Una familia, claro
está, puede establecer contratos con otra familia, jefe con jefe, pero la
transacción es de la misma naturaleza, se halla cargada de tantos formalismos
como la enajenación de la propiedad, y la omisión de algún punto -por mínimo
que sea- de la ejecución es fatal para la obligación. El deber positivo resultante
de la confianza de un hombre en la palabra de otro es una de las conquistas más
lentas de una civilización avanzada.
Ni el Derecho Antiguo ni ninguna otra fuente de pruebas nos muestran una
sociedad enteramente privada de la concepción de contrato. Pero la
concepción, cuando aparece por primera vez, es obviamente rudimentaria. No
puede leerse ningún documento antiguo confiable sin percibir que el hábito
mental que nos induce a cumplir una promesa está todavía insuficientemente
desarrollado, y que actos de perfidia notoria son mencionados a menudo sin
censura y a veces descritos con aprobación. En la literatura homérica, por
ejemplo, la astucia solapada de Ulises aparece como una virtud de la misma
categoría que la prudencia de Néstor, la constancia de Héctor, y la valentía de
Aquiles. El derecho antiguo es aun más sugestivo de la distancia que separa la
forma cruda del contrato de su etapa madura. Al principio, no aparece nada que
se asemeje a la interpolación de la ley para hacer cumplir una promesa. Lo que
el derecho fortalece con sus sanciones no es una promesa, sino una promesa
acompañada de un ceremonial solemne. Las formalidades no sólo son de
132
importancia igual a la promesa misma, sino que son, si acaso, de mayor
importancia; pues el análisis delicado que aplica la jurisprudencia moderna a las
condiciones mentales en las que se da un beneplácito verbal particular parece,
en el derecho antiguo, transferirse a las palabras y gestos de la representación
acompañante. No se hace ningún voto si se omite o coloca mal alguna
formalidad, pero, por otra parte, si se demuestra que se han realizado
correctamente todas las formalidades, no sirve alegar que la promesa se hizo
bajo presión o engaño. La transmutación de esta idea antigua en la familiar
noción de un contrato se ve claramente en la historia de la jurisprudencia.
Primero, se suprimieron uno o dos pasos del ceremonial; luego, se simplificaron los
otros o se permitió que fueran arrinconados bajo ciertas condiciones; finalmente,
unos cuantos contratos específicos fueron separados del resto y admitidos sin
formalidad. Los contratos seleccionados son aquellos de los que depende la
actividad y energia de la relación social. Lenta, pero distintamente, el
compromiso mental se aisla entre los tecnicismos y, gradualmente, se convierte
en el único ingrediente en el que se concentra el interés del jurisconsulto. Tal
compromiso mental, significado por actos externos, los romanos la denominaban
Pacto o Convención y una vez que se hubo concebido la convención como el
núcleo de un contrato, pronto se estableció la tendencia de la jurisprudencia
avanzada a romper el armazón externo de forma y ceremonia. En adelante, las
formas se retienen solamente en cuanto que son garantias de autenticidad y
seguridades de cautela y liberación. La idea de un contrato es totalmente
desarrollada o, para emplear la frase romana, los contratos son absorbidos en los
pactos.
La historia de este cambio en el Derecho Romano es muy instructiva. En el alba de
la jurisprudencia, el término que se usaba en lugar de contrato era uno muy
familiar entre los estudiantes de la latinidad histórica. Se trataba del nexum, y las
partes del contrato eran los nexi, expresiones que deben examinarse
cuidadosamente a causa de la singular permanencia de la metáfora en que se
basaban. La noción de que personas bajo un compromiso contractual se hallan
conectadas por un fuerte vínculo o cadena, continuó hasta el final influenciando
la jurisprudencia romana contractual, y de ahi se ha ido a mezclar con las ideas
modernas. ¿Qué implicaba entonces este nexum o vinculo? Una definición que
nos ha llegado de los anticuarios latinos describe el nexum como omne quod
geritur per aes et libram, toda transacción con el cobre y la balanza. Estas
palabras han provocado una gran perplejidad. El cobre y la balanza son los
famosos acompañamientos de la mancipación, la solemnidad antigua descrita
en un capítulo anterior, mediante la cual el derecho de propiedad, en la forma
superior de propiedad romana, era transferido de una persona a otra. La
mancipación era un traspaso de dominio, y de ahi proviene la dificultad, pues la
definición citada parece confundir contratos y traspasos de dominio, los que en la
filosofía de la jurisprudencia no son simplemente mantenidos aparte, sino que son,
de hecho, opuestos: el juris in re, derecho in rem, derecho que beneficia a un solo
individuo o grupo, u obligación. Ahora bien, los traspasos de dominio transfieren
derechos propietarios, los contratos crean obligaciones, ¿cómo, entonces,
pueden incluirse los dos bajo el mismo nombre o la misma concepción general?
Esto, al igual que muchas perplejidades similares, ha sido ocasionado por el error
133
de atribuir a la condición mental de una sociedad embrionaria una facultad que
pertenece preeminentemente a un estado avanzado del desarrollo intelectual: la
facultad de distinguir, en teoría, ideas que, en la práctica, están mezcladas.
Contamos con indicaciones muy claras de un estado social en el que los
traspasos de poder y los contratos se confundían en la práctica. La discrepancia
de las concepciones tampoco se hizo notar hasta que los hombres comenzaron a
adoptar prácticas distintas para contratar y para traspasar.
Puede notarse aquí que sabemos bastante del antiguo Derecho Romano para
poder dar cierta idea del modo de transformación seguido por las concepciones
legales y por la fraseología legal en la infancia de la jurisprudencia. El cambio
que sufre parece ser un cambio de lo general a lo particular o, expresado de otro
modo, las expresiones antiguas y los términos antiguos están sometidos a un
proceso de especialización gradual. Una concepción legal antigua corresponde
no a una sino a varias concepciones legales modernas. Una expresión técnica
antigua sirve para indicar una variedad de cosas que en derecho moderno tienen
nombres separados. Si tomamos la historia de la jurisprudencia en la etapa
siguiente, encontramos que las concepciones subordinadas se han desligado
gradualmente y que los viejos nombres generales están siendo sustituidos por
apelaciones particulares. La vieja concepción general no es borrada, sino que ha
cesado de cubrir más de una noción, o bien sólo incluye unas pocas de las
nociones que primero abarcaba. Así también el viejo nombre técnico
permanece, pero desempeña solamente una de las funciones que realIzó en otro
tiempo. Podemos ejemplificar este fenómeno de varias maneras. El poder
patriarcal de todas clases parece, por ejemplo, haber sido concebido antaño
como idéntico de carácter, y se distinguía sin duda por un solo nombre. El poder
ejercido por el antepasado era el mismo ya fuera ejercido sobre la familia o sobre
propiedad material: piaras, rebaños, esclavos, hijos o esposa. No podemos estar
absolutamente seguros de su viejo nombre romano, pero hay abundantes razones
para creer que el término antiguo general era manus, por el número de
expresiones que indican ciertos matices de la noción de poder y en las que entra
la palabra manus. Pero, una vez que el Derecho Romano ha avanzado un poco,
el nombre y la idea se particularizaron. El poder es diferenciado, en palabras y en
concepto, según el objeto sobre el que se ejerza. Ejercido sobre objetos
materiales o esclavos, es dominium; sobre los hijos es Potestas; sobre personas
libres cuyos servicios han sido concedidos a otro por su propio antepasado, es
mancipium; sobre la esposa, es domus. El mundo antiguo, como puede verse, no
ha caído totalmente en desuso, sino que se encuentra confinado a un ejercicio
muy particular de la autoridad que había denotado anteriormente. Este ejemplo
nos permitirá comprender la naturaleza de la asociación histórica entre contratos
y traspasos de poder. Parece ser que, al principio, solamente existía un
ceremonial para todas las transacciones solemnes y su nombre en Roma
probablemente era nexum. Las mismas formalidades que se usaban cuando se
efectuaba un traspaso de dominio parecen haber sido precisamente, las que se
utilizaban en la preparación de un contrato. Pero no tenemos que remontarnos
demasiado para encontrar un periodo en el que la noción de contrato se ha
alejado de la noción de traspaso de dominio. Se ha efectuado así un doble
cambio. La transacción con el cobre y la balanza -para transferir propiedad- es
134
conocida por su nombre nuevo y partIcular de mancipación. El antiguo nexum
todavía designa la misma ceremonia, pero sólo cuando es empleado con el
propósito particular de solemnizar un contrato.
Cuando se dice que antiguamente dos o tres concepciones legales se hallaban
unidas en una, no se quiere decir que alguna de las nociones no podía ser
anterior a las otras o que cuando las otras habían quedado formadas no podían
predominar y tomar precedencia. La razón por la que una concepción legal
continúa tanto tiempo cubriendo varias concepciones y usando una sola frase
técnica en lugar de varias, es sin duda porque se efectúan varios cambios
prácticos en el derecho de las sociedades primitivas mucho antes de que los
hombres vean la oportunidad de denominarlos. Aunque he dicho que el poder
patriarcal no se distinguía al principio según los objetos sobre los que se ejercía,
estoy seguro de que el poder sobre los hijos era la raíz de la vieja concepción del
poder, y no dudo de que el uso más temprano del nexum, y el que era
primeramente respetado por aquellos que recurrían a él, era dar una solemnidad
adecuada a la enajenación de la propiedad. Es probable que haya surgido por
primera vez una ligera corrupción de las formas originales del nexum por su
empleo en los contratos, y que la insignificancia del cambio haya impedido
durante mucho tiempo el que fuera notado o apreciado. El nombre antiguo
permanecía porque los hombres no se habian hecho conscientes de que querían
uno nuevo; la vieja noción se aferraba a la mente porque nadie había visto razón
alguna para molestarse en examinarla. Hemos tenido el proceso claramente
ejemplificado en la historia de los testamentos. Un testamento era al principio un
simple traspaso de propiedad. La enorme diferencia práctica que gradualmente
apareció entre este traspaso particular y otros hizo que fuese considerado por
separado, y tal como estaba pasaron siglos antes de que los mejoramientos de la
ley quitaran los inútiles impedimentos de la mancipación nominal, y consintiera
en no preocuparse en el testamento por otra cosa que no fuera la intención
declarada del testador. Es una pena que no podamos seguir la pista de la historia
temprana de los contratos con la misma confianza absoluta que la historia
temprana de los testamentos. Sin embargo, contamos con ciertos indicios de que
los contratos aparecieron por primera vez por medio del nexum al que, de este
modo, se le dio un nuevo uso y, luego, obtuvo reconocimiento como
transacciones distintas mediante las consecuencias prácticas inmediatas del
experimento. Existe cierta conjetura, aunque no violenta, en la siguiente
delineación del proceso. Imaginemos una venta al contado como el tipo normal
del nexum. El vendedor traía la propiedad -un esclavo, por ejemplo-; el
comprador asistía con las burdas barras de cobre que servían de dinero
circulante, y un asistente indispensable, el libripens se presentaba con la balanza.
El esclavo mediante ciertas formalidades fijadas pasaba al comprador y el cobre
pesado por el libripens pasaba al vendedor. Mientras duraba el negocio era un
nexum, y las partes eran nexi; pero, en el momento en que se completaba, el
nexum finalizaba, y vendedor y comprador cesaban de llevar el nombre derivado
de su relación momentánea. Ahora, damos un paso adelante en la historia
comercial. Supongamos que el esclavo era transferido pero no se pagaba el
dinero. En ese caso, el nexum concluye, en lo que toca al vendedor, y una vez
que ha entregado su propiedad, ya no es nexus; pero, en lo concerniente al
135
comprador, el nexum continúa. La transacción -su parte en ella- está incompleta
y a él todavía se le consídera nexus. Se sigue, por ende, que el mismo término
describía el traspaso de dominio por el que se transmitía el derecho de
propiedad, y la obligación personal del deudor con respecto al dinero impagado
de la compra. Podemos todavía seguir e imaginar un procedimiento totalmente
formal, en el que nada es entregado y nada es pagado; llegamos de inmediato a
una transacción indicativa de una actividad comercial superior: un contrato de
venta ejecutorio.
Si es cierto que desde el punto de vista popular y profesional, un contrato era
considerado como un traspaso de dominio incompleto, esa verdad tiene
importancia por muchas razones. Las teorías del siglo pasado sobre la humanidad
en estado natural, no serían injustamente sintetizadas en la doctrina de que en la
sociedad primitiva la propiedad no era nada, y la obligación lo era todo, y se
verá en seguida que, si se invirtiera la proposición, estaría más cercana a la
realidad. Por otra parte, considerada históricamente, la asociación primitiva de
traspasos de dominio y contratos explica algo que, a menudo, al erudito y al
jurista les parece extremadamente enigmático: la extraordinaria y uniforme
severidad de los sistemas legales muy antiguos hacia los deudores, y los poderes
extravagantes que otorga a los acreedores. Una vez que entendemos que el
nexum era artificialmente prolongado para dar tiempo al deudor, podremos
comprender mejor su posición ante el público y ante la ley. Su adeudo era, sin
duda, considerado una anomalía, y la suspensión del pago, en general, como un
artificio y distorsión de la regla estricta. La persona que había debidamente
consumado su parte en la transacción, al contrario tiene que haber gozado de un
favor peculiar, y nada parecería más natural que armarlo de rigurosas facilidades
para hacer cumplir un procedimiento que, en derecho estricto, nunca debería
haberse extendido o diferido.
El nexum que originalmente significaba un traspaso de propiedad vino a denotar
también un contrato y, finalmente, la asociación entre esta palabra y la noción de
un contrato se volvió tan constante que un término particular, Mancipium o
Mancipatio, tuvo que ser usado con el fin de designar el verdadero nexum o
transacción en la que la propiedad era realmente transferida. Los contratos están
ahora desligados de los traspasos de dominio, y la primera etapa de su historia
está acabada, pero a pesar de eso están lo bastante lejos de aquella época de
su desarrollo, en que la promesa del contratante tenía una mayor santidad que
las formalidades con que iba aparejada. Al tratar de indicar el carácter de los
cambios ocurridos en este intervalo, es necesario rebasar un poco un asunto que
está fuera del alcance de estas páginas: el análisis del acuerdo efectuado por los
jurisconsultos romanos. De este análisis -el más bello monumento de su
sagacidad- no tengo más que decir que es un examen basado en la separación
teórica entre obligación y convenio o pacto. Bentham y Austin han establecido
que dos partes esenciales del contrato son éstas: primero, una significación de la
parte que promete de su intención de realizar los actos y observar las
morosidades que promete hacer u observar. Segundo, una significación de la
persona que ha recibido la promesa de que espera que el que promete cumplirá
la promesa hecha. Esto es virtualmente idéntico a la doctrina de los jurisconsultos
136
romanos, pero entonces, en su opinión, el resultado de estas significaciones no
era un contrato, sino un convenio o pacto. Un pacto era el producto más elevado
de los compromisos contraídos entre individuos y era casi un contrato. Si se
convertía o no en un contrato dependía de si la ley le anexaba una obligación o
no. Un contrato era un pacto (o convenio) más una obligación. Mientras el pacto
permanecía desprovisto de la obligación, se llamaba pacto descubierto o
desnudo.
¿Qué era una obligación? Los jurisconsultos romanos la definen Juris vinculum,
quo necessitate adstringimur alicujus solvenda rei. Esta definición relaciona la
obligación con el nexum mediante la metáfora común en la que se fundamentan
y nos muestra con gran claridad el linaje de una concepción peculiar. La
obligación es el lazo o cadena con que el derecho une a personas o grupos de
personas, como consecuencia de ciertos actos voluntarios. Los actos que surten
el efecto de imponer una obligación son aquellos clasificados bajo los epígrafes
de contrato y delito, de acuerdo y agravio; pero una gran variedad de otros actos
tienen consecuencias similares que no pueden ser metidas en una clasificación
exacta. Es de notar, no obstante, que el acto no arrastra consigo la obligación
consiguiente de una necesidad moral; es la ley la que lo anexa en la plenitud de
su poder -punto muy importante, porque algunos intérpretes modernos del
Derecho Civil, que tenían teorías morales o metafísicas que defender, lo han
propuesto-. La imagen de un vinculum juris matiza y permea todas las partes del
Derecho Romano relacionadas con el contrato y el delito. El derecho unía a las
partes y la cadena podía deshacerse únicamente por el proceso llamado solutio
(una expresión todavía figurativa, a la que equivale nuestra palabra pago) sólo
ocasional e incidentalmente. La consistencia con que se permitió aparecer la
imagen figurativa, explica una peculiaridad de la fraseología legal romana que,
de otro modo, sería un enigma: el hecho de que obligación significase derechos
y deberes (el derecho, por ejemplo, de pagar una deuda al igual que el deber de
pagarla). Los romanos mantenían ante sus ojos el cuadro completo de la cadena
legal, y aplicaban a los dos cabos la misma medida.
En el Derecho Romano desarrollado, el convenio, tan pronto como estuvo
formulado, fue, en casi todos los casos, completado con la obligación y, de este
modo, se convertía en un contrato, y este era el resultado al que seguramente
tendía el derecho contractual. Pero para los fines de esta investigación, debemos
prestar particular atención a la etapa intermedia, aquella en que se requería algo
más que un perpetuo acuerdo para implicar obligación. Esta época es sincrónica
con el periodo en que la famosa clasificación romana de los contratos en cuatro
clases -el verbal, el literal (o positivista), el real y el consensual- habían entrado en
uso, y durante el cual estos cuatro tipos de contratos constituían las únicas
descripciones de acuerdos que el derecho hacía cumplir. El significado de la
distribución cuádruple se comprende fácilmente en cuanto entendemos la teoría
que separó la obligación del convenio. Cada clase de contrato, de hecho, se
nombraba según ciertas formalidades que eran requeridas por encima del mero
acuerdo de las partes contrayentes. En el contrato verbal, tan pronto como se
efectuaba el convenio, había que formular ciertas palabras antes de que el
vinculum juris entrara en vigor. En el contrato literal, un registro en un libro mayor o
137
tablero tenía el efecto de investir al convenio con la obligación, y el mismo
resultado se obtenía, en el caso del contrato real, de la entrega del bien o cosa,
que era objeto de un acuerdo preliminar. Las partes contrayentes llegaban, en
suma, a un entendimiento; pero, si no iban más allá, no estaban obligadas una
con otra, y no podían exigir el cumplimiento, o pedir una reparación por abuso de
confianza. Pero cuando satisfacían ciertas formalidades escritas el contrato
estaba inmediatamente completo, tomando su nombre de la forma particular que
les había interesado adoptar. Las excepciones a esta práctica las trataré
seguidamente.
He enumerado los cuatro contratos en su orden histórico, orden que, sin embargo,
los escritores institucionales romanos no seguían de una manera invariable. No
hay duda de que el contrato verbal era el más antiguo de los cuatro y que es el
descendiente más antiguo del nexum primitivo. Varias clases de contrato verbal
se usaban antiguamente, pero el más importante, y el único del que han escrito
nuestras autoridades, era el efectuado por medio de una estipulación, esto es,
una pregunta y una respuesta: una pregunta dirigida por la persona que exigía la
promesa, y una respuesta dada por la persona que la hacía. Esta pregunta y
respuesta constituía el ingrediente adicional que, como acabo de explicar, era
exigido por la noción primitiva además del mero acuerdo de las personas
interesadas. Formaban el instrumento por el que se anexaba la obligación. El viejo
nexum ha legado a la jurisprudencia más madura, antes que nada, la
concepción de una cadena que une las partes contrayentes, y esto se ha
convertido en la obligación. Ha transmitido además la noción de un ceremonial
que acompaña y consagra el acuerdo, y este ceremonial ha sido transmutado en
la estipulación. La conversión del traspaso solemne de dominio, que era el rasgo
prominente del nexum original, en una mera pregunta y respuesta, sería un
misterio si no tuviéramos la historia análoga de los testamentos romanos para
informarnos. Al examinar esa historia, podemos llegar a comprender cómo el
traspaso formal de dominio fue separado por primera vez de la parte del
procedimiento que guardaba una referencia inmediata con el asunto entre
manos, y cómo finalmente fue omitido por completo. Dado que la pregunta y
respuesta de la estipulación eran incuestionablemente el nexum en una forma
simplificada, estamos preparados a admitir que por mucho tiempo participaron
de la naturaleza de una forma técnica. Sería un error pensar que los viejos
jurisconsultos romanos las tenían en cuenta sólo por su utilidad en conceder a las
personas que entablaban un acuerdo, una oportunidad de deliberación y
reflexión. Es indisputable que gozaban de un valor de esta clase, que fue
reconocido gradualmente; pero hay pruebas de que su función respecto de los
contratos era el principio formal y ceremonial, según nuestras autoridades, y que
no toda pregunta y respuesta era normalmente suficiente para constituir una
estipulación, sino sólo una pregunta y respuesta encubierta en una fraseología
técnica especialmente apropiada para la ocasión particular.
Pero, aunque es esencial para la apreciación adecuada de la historia del
derecho contractual entender que la estipulación fue considerada como una
forma solemne antes de ser reconocida como una protección útil, sería erróneo,
por otra parte, cerrar nuestros ojos a su utilidad real. El contrato verbal, aunque
138
había perdido mucha de su antigua importancia, sobrevivió hasta el último
periodo de la jurisprudencia romana, y podemos dar por descontado que
ninguna institución del Derecho Romano habría alcanzado tal longevidad a
menos que hubiera tenido alguna importancia práctica. Observo que un escritor
inglés ha dado muestras de sorpresa porque los romanos, aun en los tiempos más
antiguos, se contentaban con una protección tan escasa contra la prisa y la
irreflexión. Pero al examinar la estipulación atentamente, y recordando que se
trata de un estado social en el que el testimonio escrito no era fácilmente
asequible, creo que debemos admitir que esta Pregunta y Respuesta, en caso de
que hubiera sido ideada con el fin que sirvió, debería designarse con toda justicia
un artificio muy ingenioso. La persona que recibía la promesa era la que, en
carácter de estipulador, presentaba todos los términos del contrato en forma de
pregunta, y la respuesta era dada por el prometiente. ¿Promete entregarme tal
esclavo, en tal lugar, en tal fecha? Lo prometo. Ahora bien, si reflexionamos un
momento, veremos que esta obligación de presentar la promesa interrogativa
invierte la posición natural de las partes, y, al romper efectivamente el tenor de la
conversación, impide que la atención se deslice hacia una promesa peligrosa.
Entre nosotros una promesa verbal, hablando en términos generales, se infiere
exclusivamente de las palabras del prometiente. En el viejo Derecho Romano, era
absolutamente imprescindible otro paso: la persona que recibía la promesa,
después que se había llegado a un acuerdo, tenía que resumir todos los términos
en una interrogación solemne. En caso de juicio había que presentar las pruebas
de esta interrogación y, naturalmente, del asentimiento dado, no de la promesa
que en sí misma no era obligatoria. La enorme diferencia que puede hacer esta
peculiaridad aparentemente insignificante en la fraseología del derecho
contractual es inmediatamente percibida por el principiante de jurisprudencia
romana, cuyos primeros obstáculos son casi siempre creados por ella. Cuando en
inglés tenemos ocasión, al mencionar un contrato, de relacionarlo por razones de
conveniencia con una de las partes -por ejemplo, si deseáramos hablar en
términos generales de un contratista- nuestras palabras señalan
indefectiblemente al prometedor. Pero el lenguaje general del Derecho Romano
toma un sesgo diferente; siempre juzga el contrato, por decirlo así, desde el punto
de vista de la persona que ha recibido la promesa; al hablar de la parte de un
contrato, el estipulador -la persona que hace la pregunta- es a quien primero se
alude. Pero la utilidad de la estipulación se aprecia mejor si nos referimos a los
ejemplos de las páginas de los dramaturgos cómicos latinos. Si se leen las
escenas completas en que estos pasajes ocurren (ex. gra. Plauto, Pseudolus, Acto
I, escena I. Acto IV, escena 6; Trinummus, Acto V, escena 2), se percibirá de qué
modo tan efectivo la pregunta debe haber retenido la atención de la persona que
meditaba una promesa, y lo amplias que eran las oportunidades de zafarse de un
compromiso impróvido.
En el contrato literal o escrito, el acto formal por el que se sobreañadía una
obligación al convenio era una entrega de la suma debida, cuando podía ser
específicamente calculada, en el lado Debe de una placa. La explicación de
este contrato arroja luz sobre un punto de las costumbres domésticas romanas: el
carácter sistemático y la regularidad enorme de la contabilidad en tiempos
pasados. Existen varias dificultades menores en el viejo Derecho Romano -por
139
ejemplo, la naturaleza del Peculium del esclavo- que solamente se aclaran
cuando recordamos que una familia romana consistía de un número de personas
estrictamente responsables ante el jefe de familia, y que cada artículo de ingresos
y cargos domésticos, después de ser registrado en libros provisionales, era
transferido en periodos señalados a un libro general familiar. Hay, sin embargo,
cierta oscuridad en las descripciones que hemos recibido del contrato literal,
dado que el hábito de llevar la contabilidad dejó de ser universal en épocas
posteriores, y la expresión contrato literal vino a significar una forma de
compromiso enteramente diferente del original. No estamos, por tanto, en
posición de afirmar, respecto del contrato literal primitivo, si la obligación fue
creada por una simple declaración del acreedor o si el consentimiento del
deudor, o una declaración correspondiente en sus propios libros, era necesario
para darle efecto legal. Quedó establecido, sin embargo, el punto esencial de
que, en el caso de este contrato, se renunciaba a todas las formalidades si se
accedía a una condición. Esto constituye un paso más hacia abajo en la historia
del derecho contractual.
El contrato que sigue históricamente, el contrato real, muestra un gran avance en
las concepciones éticas. Siempre que un acuerdo tenía por objeto la entrega de
una cosa específica -y este es el caso en la gran mayoría de los compromisos
slmples- la obligaclón desaparecía tan pronto como la entrega tenía lugar. Este
resultado debe haber implicado una seria innovación de las ideas más viejas del
contrato; pues indudablemente, en los tiempos primitivos, cuando una parte
contrayente no restablecía una estipulación en su acuerdo, nada que se hiciese
en cumplimiento del acuerdo sería reconocido por la ley. Una persona que
hubiera prestado dinero no podía hacer una demanda para su devolución a
menos que lo hubiese estipulado formalmente. Pero, en el contrato real, el
cumplimiento de un lado impone un deber legal del otro, evidentemente por
motivos éticos. Por primera vez, entonces, las consideraciones morales aparecen
como un ingrediente del derecho contractual, y el contrato legal difiere de sus
dos predecesores por fundarse en ellos, más que por razones técnicas o en
deferencia a los hábitos domésticos romanos.
Llegamos finalmente a la cuarta clase, o contratos consensuales, la más
interesante e importante de todas. Cuatro contratos especificados se distinguían
por este nombre: Mandatum, es decir, comisión o diligencia; Societas o
consorcio; Emtio Venditio o Venta, y Locatio Conductio o renta alquiler. En
páginas anteriores, después de indicar que un contrato consistía de un pacto o
convenio al que se había sobreañadido una obligación, señalé ciertos actos o
formalidades mediante los que el derecho impone carácter obligatorio al pacto.
Utilicé este lenguaje por las ventajas que representa una expresión general, pero
no es estrictamente correcto al menos que se entienda que incluye lo negativo y
la positivo. Pues, en realidad, la peculiaridad de estos contratos consensuales es
que no se requiere ninguna formalidad para crearlos a partir del pacto. Se ha
escrito mucho sobre los contratos consensuales -unas partes insostenibles, y otras
oscuras-, e incluso se ha afirmado que en ellos el consentimiento de las partes es
dado más enfáticamente que en ningún otro tipo de acuerdo. Pero el término
consensual indica meramente que la obligación es aquí anexada de inmediato al
140
consenso. El consenso, o asentimiento mutuo de las partes, es el ingrediente final
del convenio, y la característica particular de los acuerdos que caen bajo uno de
los cuatro epígrafes -venta, consorcio, diligencia y alquiler- es que, tan pronto
como el consentimiento de las partes ha suministrado este ingrediente, hay un
contrato. El consenso implica la obligación realizando, en transacciones del tipo
especificado, las funciones exactas que son desempeñadas en los otros contratos
por la Res o Cosa, por las Verba Stipulationis y por la Literae o registro escrito en
un libro mayor. Consensual es, pues, un término que no implica la más ligera
anomalía, pero es exactamente análogo a verbal, real y literal.
En la vida comercial los más comunes e importantes de todos los contratos son
incuestionablemente los cuatro llamados consensuales. La mayor parte de la
existencia colectiva de cada comunidad se pasa en transacciones de compra y
venta, de alquiler y renta, de alianzas entre hombres con fines mercantiles,
delegación de negocios de un hombre a otro. Esta consideración sin duda llevó a
los romanos, al igual que a la mayoría de las sociedades, a descargar estas
transacciones de impedimentos técnicos y a abstenerse, en la medida de lo
posible, de entorpecer los resortes más eficientes del movimiento social. Estos
motivos no se limitaban, naturalmente, a Roma, y el comercio de los romanos con
sus vecinos tienen que haberles dado oportunidades abundantes de observar que
los contratos tendían en todas partes a hacerse consensuales, obligatorios por
consentimiento mutuo. De ahí que, siguiendo su práctica usual, distinguieran estos
contratos como contratos Juris Gentium. Sin embargo, no creo que fueran
denominados de este modo en un periodo muy temprano. Las primeras nociones
de un Jus Gentium pueden haber sido depositadas en las mentes de los
jurisconsultos romanos mucho antes del nombramiento de un Pretor Peregrinus,
pero solamente se familiarizarían con el sistema contractual de otras
comunidades italianas por medio del comercio extensivo y general, y este
comercio apenas alcanzaría proporciones considerables antes de que Italia
estuviera totalmente pacificada y la supremacía de Roma concluyentemente
asegurada. Aunque hay una buena probabilidad de que los contratos
consensuales fueran los últimos en surgir en el sistema romano, y aunque es
probable que la calificación Juris Gentium marque lo reciente de su origen, sin
embargo esta misma expresión, que los atribuye al Derecho de Gentes, ha
creado en tiempos modernos la opinión de su extrema antigüedad. Pues, cuando
el Derecho de Gentes se convirtió en Derecho Natural, parecía haber implicado
que los contratos consensuales eran la clase de acuerdos más análogos al estado
natural, y de ahí surgió la creencia singular de que cuanto más joven la
civilización, más simples tienen que ser sus formas contractuales.
Los contratos consensuales eran extremadamente limitados en número. Pero es
indudable que representaron la etapa de la historia del derecho contractual de la
que partieron todas las concepciones modernas del contrato. El movimiento
volitivo que constituye un acuerdo se hallaba ahora totalmente aislado, y se
convirtió en sujeto de meditación separada; los rituales fueron eliminados por
entero de la noción de contrato, y los actos externos fueron considerados
solamente como símbolos del acto volitivo interno. Los contratos consensuales
habían sido, además, clasificados en el Jus Gentium y no tardó mucho en inferirse
141
de esta clasificación que eran el tipo de acuerdos que representaban los
compromisos aprobados por la naturaleza e incluidos en su código. Una vez
alcanzado este punto, nos encontramos preparados para varias doctrinas y
distinciones famosas de los jurisconsultos romanos. Una de ellas es la distinción
entre obligaciones naturales y civiles. Cuando una persona en su completa
madurez intelectual había contraído voluntariamente un compromiso, se decía
que estaba bajo una obligación natural, aun si había omitido alguna formalidad
necesaria, y si, a causa de algún impedimento técnico, estaba desprovisto de la
capacidad formal de hacer un contrato válido. La ley (y esto es lo que implica la
distinción) no haría cumplir la obligación pero no rehusaba tajantemente a
reconocerla, y las obligaciones naturales diferían en muchos respectos de las
obligaciones que eran meramente nulas, más particularmente en la circunstancia
de que podían ser civilmente confirmadas, si se adquiría luego la capacidad de
hacer contratos. Otra doctrina muy peculiar de los jurisconsultos no puede haber
tenido su origen antes del periodo en el que el convenio fue separado de los
ingredientes técnicos del contrato. Afirmaban que, aunque nada excepto un
contrato podía ser el fundamento de un proceso, un nuevo pacto o convenio
podía ser la base de un alegato. Se seguía de esto que, aunque nadie podía
demandar por un acuerdo que no había tenido la precaución de madurar en un
contrato cumpliendo las formas adecuadas, sin embargo, una reclamación que
surgía de un contrato válido podía ser refutada demostrando un contraacuerdo
de que nunca había ido más allá del estado de una simple convención. Una
acción para el cobro de una deuda podía ser refutada mostrando un mero
acuerdo informal para negar o diferir el pago.
La doctrina señalada indica la irresolución de los pretores en proseguir su avance
hacia su mayor innovación. Su teoría del derecho natural debe haberlos llevado a
mirar favorablemente los contratos consensuales y aquellos pactos o convenios
de los que los contratos consensuales eran solamente ejemplos particulares; pero
no se arriesgaron a extender de inmediato la libertad de los contratos
consensuales a todos los convenios. Se aprovecharon de la dirección especial
sobre los procesos que les había sido confiada desde los inicios del Derecho
Romano y, al tiempo que se negaban a permitir que se iniciara un litigio no
basado en un contrato formal, daban rienda suelta a su nueva teoría de los
acuerdos para dirigir las etapas ulteriores del proceso. Pero una vez que llegaron
a este punto ya fue inevitable el seguir adelante. La revolución del derecho
antiguo del contrato se consumó en el momento en que el pretor de un año
determinado anunció en su Edicto que otorgaría curso equitativo a los Pactos que
no habían sido formalizados como contratos, siempre que los Pactos en cuestión
se basaran en una deliberación (causa). Los pactos de este tipo son siempre
obligatorios en la jurisprudencia romana avanzada. El principio es simplemente el
inicio del Contrato Consensual llevado a su debida consecuencia. De hecho, si el
lenguaje técnico de los romanos hubiese sido tan plástico como sus teorías
legales, estos pactos puestos en vigor por el Pretor habrían sido denominados
nuevos contratos, nuevos Contratos Consensuales. La fraseología legal es, no
obstante, la última parte del derecho en alterarse, y los pactos equitativamente
implementados continuaron designándose simplemente Pactos Pretorianos. Es de
notar que al menos que hubiese deliberación sobre el pacto, éste continuaría
142
desnudo en lo que toca a la nueva jurisprudencia; para darle efecto sería
necesario convertirlo mediante una estipulación en un Contrato Verbal.
La enorme importancia de esta historia del contrato, como una salvaguardia
contra errores casi innumerables, es lo que justifica que se le dedique tanta
atención. Explica el curso de las ideas desde un punto culminante de la
jurisprudencia a otro. Comenzamos con el nexum, en el que un contrato y un
traspaso de dominio se hallan fundidos, y en el que las formalidades que
acompañan el acuerdo son todavía más importantes que el acuerdo mismo. Del
nexum pasamos a la Estipulación que es una forma simplificada del ceremonial
más antiguo. Sigue el contrato literal y en éste se renuncia a todas las
formalidades si se presenta una prueba del acuerdo de entre las rígidas
ceremonias del hogar romano. En el contrato real se reconoce por primera vez la
obligación moral, y a las personas que han entablado o han asentido en la
realización parcial de un compromiso se les prohibe repudiarlo en base a
defectos de forma. Finalmente, surgen los contratos consensuales en los que
únicamente se toma en cuenta la actitud mental de los contrayentes, y las
circunstancias externas no tienen importancia excepto como evidencia del
compromiso interno. Es naturalmente incierto hasta qué punto el progreso de las
ideas romanas de una concepción tosca a una refinada ejemplifica el progreso
necesario del pensamiento humano en relación al contrato. El derecho
contractual de todas las sociedades antiguas, excepto la romana, es o bien
escaso para prestar información, o bien se ha perdido enteramente, y la
jurisprudencia moderna se halla tan imbuida de las nociones romanas que no nos
proporciona ningún contraste o paralelo del cual extraer algún conocimiento. No
obstante, dada la ausencia de algo violento, prodigioso o ininteligible en los
cambios descritos, puede deducirse que la historia de los antiguos contratos
romanos es, hasta cierto punto, típica de la historia de esta clase de
concepciones legales en otras sociedades antiguas. Pero solamente hasta cierto
punto puede tomarse el progreso del Derecho Romano como representativo del
progreso de otros sistemas de jurisprudencia. La teoría del derecho natural es
exclusivamente romana. La noción del vinculum juris, que yo sepa, es
exclusivamente romana. Las muchas peculiaridades del Derecho Romano
maduro en relación a contrato y delito, que son atribuibles a estas dos ideas, ya
sea separadamente o en combinación, se cuentan por tanto entre los productos
exclusivos de una sociedad particular. Estas tardías concepciones legales son
importantes, no porque tipifiquen los resultados necesarios del pensamiento
avanzado, sino porque han ejercido una enorme influencia en la diátesis
intelectual del mundo moderno.
No conozco nada más sorprendente que la gran variedad de ciencias a las que
el Derecho Romano, o más concretamente el Derecho Contractual Romano, ha
proporcionado un modo de pensar, un curso de razonamiento y un lenguaje
técnico. Entre los temas que han estimulado el apetito intelectual del hombre
moderno sólo uno -la física- no ha estado infiltrado por la jurisprudencia romana.
La ciencia de la metafísica pura tenia un origen más griego que romano, pero la
política, la filosofía moral e incluso la teología hallaron en el Derecho Romano no
sólo un vehículo de expresión sino también un nido en el que algunas de sus
143
preguntas más profundas alcanzaron la madurez. Para responder de este
fenómeno no es absolutamente necesario discutir la misteriosa relación entre
palabras e ideas o explicar por qué la mente humana no ha abordado ningún
tema del pensamiento al menos que se la haya provisto de antemano de un
bagaje lingüístico y un aparato de métodos lógicos apropiados. Es suficiente notar
que cuando se separaron los intereses filosóficos de los mundos oriental y
occidental, los fundadores del pensamiento occidental pertenecían a una
sociedad que hablaba latín y meditaba en latín. Pero, en las provincias
occidentales, el único lenguaje que retenía suficiente precisión para propósitos
filosóficos era el lenguaje del Derecho Romano que, por fortuna, había
conservado casi toda la pureza del periodo de Augusto, mientras que el latín
vernáculo estaba degenerando en un dialecto de barbarie portentosa. Y si la
jurisprudencia romana proporcionaba los únicos medios de exactitud en el habla,
con mucha más razón suministraba el único medio de exactitud, sutileza o
profundidad de pensamiento. Al menos durante tres siglos la filosofía y la ciencia
no tuvieron un lugar en el Occidente, y aunque la metafísica y la teología
metafísica acaparaban la energía mental de multitudes de ciudadanos romanos,
la fraseología empleada en estas ardientes interrogaciones era exclusivamente
griega, y su teatro era la mitad oriental del Imperio. A veces las conclusiones de
los polemistas orientales se volvieron tan importantes que el asentimiento o
disensión de cada uno era registrado, y luego se le presentaban a Occidente los
resultados de la polémica oriental, a los que éste asentía generalmente sin interés
y sin resistencia. Mientras, un apartado de la investigación, suficientemente difícil
para el más laborioso, suficientemente profundo para el más sutil, y
suficientemente delicado para el más refinado, no había perdido atractivo entre
las clases educadas de las provincias occidentales. Para el ciudadano cultivado
de Africa, de España, de la Galia y del norte de Italia era la jurisprudencia y
solamente la jurisprudencia, la que ocupaba el lugar de la poesía y la historia, de
la filosofía y de la ciencia. Lejos de haber algo misterioso en la naturaleza
palpablemente legal de los primeros esfuerzos del pensamiento occidental, sería
más bien sorprendente que hubiera asumido algún otro matiz. Sólo puedo
declarar mi sorpresa de que haya prestado tan escasa atención a las diferencias
entre las ideas occidentales y orientales, entre la teología occidental y oriental,
causada por la presencia de un nuevo ingrediente. La fundación de
Constantinopla y la separación subsiguiente del Imperio de Occidente del
Imperio de Oriente marcan épocas en la historia filosófica precisamente porque
la influencia de la jurisprudencia comenzaba a ser poderosa. Pero los pensadores
europeos continentales, sin duda son menos capaces de apreciar la importancia
de esta crisis porque las nociones derivadas del Derecho Romano se hallan
íntimamente ligadas a las ideas ordinarias. Los ingleses, por otra parte, se
encuentran a oscuras a causa de la monstruosa ignorancia que tienen respecto
de la abundante fuente del conocimiento moderno: el gran resultado intelectual
de la civilización romana. Al mismo tiempo, un inglés, que hallará dificultades
para familiarizarse con el Derecho Romano clásico, es tal vez, por el poco interés
que han mostrado sus compatriotas en la materia, un mejor juez que un francés o
un alemán del valor de las afirmaciones que me he aventurado hacer. Cualquiera
que conozca lo que es la jurisprudencia romana, tal como la practicaban los
romanos, y que observe en qué características difieren la teología y filosofía
144
occidentales de las fases del pensamiento que las precedieron, puede dejársele
con confianza declarar cuál era el nuevo elemento que había comenzado a
penetrar y gobernar la teoría.
La parte del Derecho Romano que ha tenido una influencia más amplia en los
temas de investigación extranjera ha sido el derecho obligatorio o, lo que es casi
lo mismo, derecho contractual y delito. Los romanos no ignoraban los servicios
que podían hacerse ejecutar a la copiosa y maleable terminología de esta parte
de su sistema, y esto lo demuestra su empleo peculiar modificativo cuasi en
expresiones como cuasi-contrato y cuasi-delito. Cuasi, utilizado de este modo, es
exclusivamente un término de clasificación. Generalmente los críticos ingleses
han identificado los cuasi-contratos con contratos implicitos, pero esto constituye
un error, pues los contratos implícitos son verdaderos contratos, lo que no son los
cuasi-contratos. En los contratos implícitos, actos y circunstancias son los símbolos
de los mismos ingredientes que están simbolizados en los contratos expresos
mediante palabras. El que un hombre utilice un conjunto de símbolos u otro es
indiferente en lo que toca a la teoría del acuerdo. Pero un cuasi-contrato no es un
contrato en absoluto. El ejemplo más común de ese tipo es la relación que
subsiste entre dos personas una de las cuales ha pagado dinero a la otra por
error. El derecho, en interés de la moralidad, impone al receptor la obligación de
devolver el dinero, pero la misma naturaleza de la transacción indica que no es
un contrato, en cuanto que el convenio -el ingrediente más esencial del contrato-
falta. Esta palabra cuasi prefijada a un término del Derecho Romano, implica que
la concepción a la que sirve como índice se relaciona con la concepción con
que se establece la comparación mediante una fuerte analogía superficial o
parecido. No denota que las dos concepciones sean lo mismo o que pertenezcan
al mismo género. Al contrario, deniega la noción de una identidad entre ellas;
pero señala que son suficientemente similares como para clasificar a una como
secuela de la otra, y que la fraseología tomada de un departamento del derecho
puede ser transferida a otro y empleada sin un esfuerzo violento en la formulación
de reglas que, de otro modo, serían imperfectamente expresadas.
Se ha observado con gran sagacidad que la confusión entre contratos implícitos,
que son verdaderos contratos, y los cuasi-contratos, que no son contratos de
ninguna clase, tiene mucho en común con el famoso error que atribuía derechos
y deberes políticos a un contrato original entre gobernados y gobernante. Mucho
antes de que esta teoría hubiese tomado forma definitiva, se había tomado en
gran parte la fraseología del derecho contractual romano para describir esa
reciprocidad de derechos y deberes que los hombres siempre habían creído
existente entre soberanos y súbditos. Mientras el mundo se hallaba lleno de
máximas que establecían con una gran seguridad los derechos de los reyes a
una obediencia implícita -máximas que pretendían tener su origen en el Nuevo
Testamento, pero que de hecho se derivaban de reminiscencias indelebles del
despotismo de los Césares- el conocimiento de los derechos correlativos que
tenían los gobernados habría quedado enteramente sin medios de expresión si el
Derecho Romano de obligación no hubiese proporcionado un lenguaje capaz de
simbolizar una idea que estaba todavía imperfectamente desarrollada. En mi
opinión, el antagonismo entre los privilegios de los reyes y los deberes con sus
145
súbditos nunca se perdió de vista desde los inicios de la historia occidental, pero
tuvo poco interés general excepto para los escritores teóricos mientras el
feudalismo conservó su vigor, pues el feudalismo controlaba eficazmente
mediante costumbres explícitas las exorbitantes pretensiones teóricas de la
mayoría de los soberanos europeos. Es notorio que tan pronto como la
decadencia del sistema feudal dejó a un lado los estatutos medievales, y en
cuanto la Reforma hubo desacreditado la autoridad del Papa, la doctrina del
derecho divino de los reyes alcanzó una importancia nunca igualada. La boga
que consiguió implicaba recurrir todavía más a la fraseología del Derecho
Romano y una controversia que había tenido originalmente un aspecto teológico
asumió cada vez más el tono de una disputa legal. Surgió entonces un fenómeno
que ha aparecido repetidamente en la historia de la opinión. Justo cuando el
argumento en favor de la autoridad monárquica se perfeccionaba en la doctrina
de Filmer, la fraseología, tomada del Derecho Contractual, que había sido
utilizada en defensa de los derechos de los súbditos, cristalizó en la teoría de un
contrato original existente entre rey y pueblo, una teoría que primero en manos
inglesas y luego en manos francesas, se expandió hasta dar una explicación
comprensiva de todos los fenómenos de la sociedad y del derecho. Pero la única
relación real entre ciencia política y ciencia legal había consistido en que la
última daba a la primera la utilidad de su terminología peculiarmente plástica. La
jurisprudencia contractual romana había cumplido en favor de la relación de
soberano y súbdito precisamente el mismo servicio que, en una esfera más
humilde, prestó a la relación de personas unidas mediante una obligación de
cuasi-contrato. Había proporcionado un cuerpo de palabras y frases que se
aproximaban con bastante exactitud a las ideas que para entonces y de vez en
cuando se estaban formando sobre el tema del compromiso político. La doctrina
de un contrato original no se puede poner más allá de lo que la ha colocado el
Dr. Whewell, cuando sugiere que, aunque defectuosa, puede ser una forma
conveniente para la expresión de verdades morales.
El empleo extensivo del lenguaje legal en temas políticos antes del invento del
contrato original, y la poderosa influencia que la asunción ha ejercido
posteriormente, explican ampliamente la abundancia de palabras y
concepciones en ciencia política, que fueron creación exclusiva de la
jurisprudencia romana. Hay que dar una explicación diferente a su abundancia
en Ética, dado que los escritos de Ética han reconocido la influencia del Derecho
Romano mucho más directamente de lo que lo ha hecho la teoría política, y sus
autores han estado muy conscientes de la amplitud de su obligación. Al hablar de
la Ética como una disciplina extraordinariamente endeudada con la
jurisprudencia romana, me refiero a la ética tal como era entendida antes de la
ruptura en su historia efectuada por Kant, es decir, como ciencia de las reglas que
dirigen la conducta humana, de su interpretación adecuada y de las limitaciones
a que está sujeta. Desde el surgimiento de la filosofía crítica, la ciencia moral ha
perdido casi totalmente su viejo significado, y, excepto donde se ha conservado
en forma adulterada en la casuística todavía cultivada por los teólogos católicos,
parece ser considerada casi universalmente como una rama de la investigación
ontológica. No conozco ningún escritor inglés contemporáneo, a excepción del
Dr. Whewell, que entienda la ética como era entendida antes de que fuese
146
absorbida por la metafísica y antes de que el fundamento de sus reglas viniese a
ser una consideración más importante que las reglas mismas. No obstante,
mientras la ciencia ética tuvo que ver con el régimen práctico de conducta,
estuvo más o menos saturada de Derecho Romano. Al igual que todos los grandes
temas del pensamiento moderno, se hallaba originalmente incorporado a la
teología. La ciencia de la teología moral, como era denominada al principio, y
como la designan todavía los teólogos católicos, fue sin duda construida con
conocimiento pleno de sus autores, tomando principios de conducta del sistema
eclesiástico y usando el lenguaje y los métodos de la jurisprudencia para su
expresión y expansión. Mientras duró este proceso, era inevitable que la
jurisprudencia, aunque pensada como un nuevo vehículo de pensamiento,
comunicara su matiz al pensamiento mismo. El matiz recibido del contrato con las
concepciones legales es claramente perceptible en la más temprana literatura
ética del mundo moderno, y, en mi opinión, es evidente que el Derecho
Contractual, basado como está en la completa reciprocidad e indisoluble
relación de derechos y deberes, ha actuado como un saludable correctivo de las
predisposiciones de escritores que, abandonados a su suerte, podían haber
considerado exclusivamente una obligación moral como el deber publico de un
ciudadano en la Civitas Dei. Pero la participación del Derecho Romano en la
ética disminuye sensiblemente en la época de los grandes moralistas españoles.
La ética, desarrollada mediante el método jurídico de un doctor comentando a
otro, se dio a sí misma una fraseología propia, y las peculiaridades aristotélicas de
razonamiento y expresión, sin duda embebidas en gran parte en las disputas
sobre Moral Social de las escuelas académicas, ocupa el lugar de ese cambio
especial del pensamiento y el lenguaje que nadie que esté familiarizado con el
Derecho Romano puede equivocar. Si hubiera persistido la buena reputación de
la escuela española de teología, el ingrediente jurídico en la ética habría sido
insignificante, pero el uso que hicieron de sus conclusiones los escritores católicos
de la generación siguiente respecto a estos temas destruyó casi por entero su
influencia. La teología moral, reducida a una casuística, perdió todo interés para
los líderes de la especulación europea, y la nueva ciencia de la ética, que estaba
totalmente en manos de los protestantes, se desvió del camino seguido por los
teólogos. El efecto de esto fue aumentar enormemente la influencia del Derecho
Romano sobre la investigación ética.
Poco después de la Reforma, hallamos dos grandes escuelas de pensamiento
que se dividen esta clase de temas entre ellas. La más influyente fue, al principio,
la secta conocida como los Casuistas, todos ellos en confraternidad espiritual con
la iglesia católica, y casi todos afiliados a una u otra de sus órdenes religiosas. De
otra parte, había un grupo de escritores relacionados entre sí por su
descendencia intelectual comun del gran autor del tratado De Jure Belli et Pacis,
Hugo Grocio. Estos últimos eran seguidores de la Reforma, y aunque no puede
afirmarse que estuviesen formal y abiertamente en conflicto con los Casuistas, el
origen y el objeto de su sistema era, sin embargo, esencialmente diferente de los
de la casuística. Es necesario resaltar esta diferencia porque implica la cuestión
de la influencia del Derecho Romano en ese aspecto del pensamiento en el que
están interesados los dos sistemas. El libro de Grocio, aunque toca cuestiones de
ética pura en cada página, y aunque es el padre remoto o inmediato de
147
innumerables volúmenes de moral, no es -como es bien sabido- un tratado
profeso de Ética; es un intento de definir el derecho natural. Ahora bien, sin entrar
en la cuestión de si un derecho natural no es exclusivamente una creación de los
jusisconsultos romanos, podemos establecer que -el mismo Grocio lo admitía- las
sentencias de la jurisprudencia romana sobre qué partes del Derecho Romano
positivo conocido deben tomarse como posiciones del derecho natural, si bien no
son infalibles, hay que recibirlas en cualquier caso con el más profundo respeto.
De ahi que el sistema de Grocio esté envuelto con el Derecho Romano desde su
misma fundación, y que esta relación hiciese inevitable -lo que el entrenamiento
legal del escritor habría tal vez asegurado sin ella- la libre utilización, en cada
párrafo, de fraseología técnica y en los modos de razonar, definir e ilustrar, que, a
veces, esconden el sentido y, casi siempre, el vigor y la fuerza moral del
argumento, al lector que no esté familiarizado con las fuentes de las que derivan.
Por otra parte, la casuística toma muy poco del Derecho Romano, y las ideas
sobre moral en disputa no guardan nada en común con la obra de Grocio. Toda
la filosofía sobre el bien y el mal que se ha hecho famosa, o infame, bajo el
nombre de Casuística, tuvo su origen en la distinción entre pecado mortal y
venial. Una inquietud natural por escapar a las horribles consecuencias de
declarar que un acto particular era pecado mortal, junto con un deseo -
igualmente comprensible- de ayudar a la iglesia católica en su conflicto con el
protestantismo descargándola de una teoría inconveniente, fueron los motivos
que llevaron a los autores de la filosofía casuística a inventar un elaborado
sistema de criterios, con el fin de cambiar algunas acciones inmorales, en todos
los casos en que fuere posible, de la categoría de las ofensas mortales, y
clasificarlas como pecados veniales. El destino de este experimento es tema de la
historia ordinaria. Sabemos que las distinciones de la casuística, al permitir al
sacerdocio ajustar el control espiritual a todas las variedades del carácter
humano, le confirió una influencia sobre príncipes, estadistas y generales,
desconocida en la época anterior a la Reforma y, de hecho, contribuyó en buena
parte a detener y estrechar los primeros éxitos del protestantismo. Pero al
comenzar como un intento no de establecer sino de evadir, no de descubrir un
principio sino de escapar a un postulado, no de establecer la naturaleza del bien
y el mal sino de establecer lo que no era un mal de una naturaleza particular, la
Casuistica prosiguió sus diestros refinamientos hasta que terminó atenuando de tal
modo los rasgos morales de las acciones y defraudando de tal manera los
instintos morales de nuestro ser que, finalmente, de repente, la conciencia
humana se rebeló en su contra y relegó el sistema y sus doctores al olvido. El
golpe, pendiente durante mucho tiempo, fue asestado finalmente por las Cartas
Provinciales de Pascal, y desde la aparición de esos apuntes memorables, ningún
moralista, por pequeña que sea su reputación o influencia, ha admitido haber
seguido en su teoría los pasos de los casuistas. Todo el campo de la ética quedó
de este modo en manos de los seguidores de Grocio, y todavía muestra las
huellas de ese enredo con el Derecho Romano que se le imputa a veces como
defecto y a veces como la mejor de sus virtudes a la teoría de Grocio. Desde la
época de Grocio, muchos investigadores han modificado sus principios y
muchos, a partir del surgimiento de la filosofía crítica, los han abandonado
totalmente. Sin embargo, aun aquellos que se han alejado de sus presupuestos
fundamentales, han heredado buena parte de su método para plantear un
148
enunciado de su modo de pensar y de su manera de explicar: todo esto tiene
poco significado y ningún sentido para una persona que ignore la jurisprudencia
romana.
Ya he dicho que, a excepción de la física, no existe ninguna rama del
conocimiento que haya sido menos afectada por el Derecho Romano que la
metafísica. La razón de esto es que la discusión de temas metafísicos ha sido
conducida siempre en griego, primero en griego puro, y luego en un dialecto del
latín construido a propósito para expresar concepciones griegas. Las lenguas
modernas solamente han podido adaptarse a la investigación metafísica
adoptando este dialecto latino, o imitando el proceso que se siguió originalmente
en su formación. La fuente de la fraseología que ha sido utilizada siempre en la
discusión metafísica de los tiempos modernos eran las traducciones latinas de
Aristóteles, en las que, independientemente de que se derivaran o no de las
versiones arábigas, el plan del traductor no consistía en buscar expresiones
análogas en cualquier parte de la literatura latina, sino construir de nuevo a partir
de las raíces latinas un conjunto de frases igual a la expresión de las ideas
filosóficas griegas. La terminología del Derecho Romano tuvo que haber ejercido
poca influencia sobre tal proceso; a lo sumo, unos cuantos términos legales
latinos en forma transmutada han pasado a formar parte del lenguaje metafísico.
Al mismo tiempo, es digno de notar que siempre que los problemas de la
metafísica son los más fuertemente debatidos en Europa Occidental, el
pensamiento, si no el lenguaje, revela un parentesco legal. En la historia de la
especulación teórica existen pocas cosas más impresionantes que el hecho de
que ningún pueblo griego-hablante se haya sentido seriamente perplejo ante la
cuestión del libre albedrío y la necesidad. No pretendo ofrecer ninguna
explicación sumaria de esto, pero no parece ser una sugerencia irrelevante el
que ni los griegos ni ninguna sociedad que hablaban y pensaban en su lengua
mostraron jamás la más mínima capacidad de producir una filosofía del derecho.
La ciencia legal es una creación romana y el problema del libre albedrío surge
cuando estudiamos una concepción metafísica bajo un aspecto legal. ¿Cómo
devino una controversia en la que un orden de sucesión invariable era idéntico a
una relación necesaria? Puedo decir solamente que la tendencia del Derecho
Romano, que se hizo más fuerte a medida que avanzaba, era considerar las
consecuencias legales unidas por una inexorable necesidad a causas legales,
tendencia que se expresa magistralmente en la definición de obligación que he
citado repetidamente, Jurís vínculum qua necessítate adstringímur alicujus
salvendae reí.
Pero el problema del libre albedrío era teológico antes de hacerse filosófico y, si
sus términos hubieran sido afectados por la jurisprudencia, habría sido porque la
jurisprudencia se había hecho sentir en teología. El punto a investigar aquí
sugerido, nunca ha sido satisfactonamente elucidado. Lo que debe determinarse
es si la jurisprudencia ha servido alguna vez como el medio a través del cual se
han analizado los principios teológicos; si, suministrando un lenguaje peculiar, un
modo particular de razonamiento, y una peculiar solución de muchos problemas
vitales, ha abierto alguna vez nuevos canales en los que podía fluir y expandirse
la especulación teológica. Para dar una respuesta es necesario recordar aquello
149
en que los mejores escritores están de acuerdo: sobre el alimento intelectual que
la teología asimiló primero. Todos coincidían en que la primera lengua del
cristianismo fue el griego y que los problemas a los que se consagró primero
fueron los que la filosofía griega, en su forma tardía, había preparado el camino.
La literatura metafísica griega contenía el único bagaje de palabras e ideas que
podía dar a la mente humana los medios de entablar profundas controversias
sobre las Personas Divinas, la Divina Sustancia y la Naturaleza Divina. El latín y la
pobre filosofía latina no estaban a la altura de la empresa; por tanto, las
provincias occidentales o latino-hablantes del Imperio adoptaron las
conclusiones de Oriente sin cuestionarlas u orientarlas. La cristiandad latina, dice
Dean Milman, aceptó el credo que su estrecho y ávido vocabulario apenas podía
expresar en términos adecuados. Sin embargo, desde el principio hasta el fin, la
adhesión de Roma y del Occidente era una aceptación pasiva de un sistema
dogmático que había sido ideado por la teología más profunda de los teólogos
orientales, más que un examen vigoroso y original de los misterios. La iglesia latina
era alumna y leal adepta de Atanasio. Pero una vez que la separación de Oriente
y Occidente se hizo mayor, y el latino-hablante Imperio de Occidente comenzó a
tener una vida intelectual propia, su deferencia hacia Oriente fue inmediatamente
sustituida por el surgimiento de una serie de cuestiones totalmente extrañas a la
especulación oriental. Mientras la teología griega (Milman, Latín Chrístíanity,
Prefacio 5) continuó defendiendo con una sutileza cada vez más exquisita la
Deidad y la naturaleza de Cristo -mientras se prolongaba la interminable
controversia y despedía una secta tras otra de la debilitada comunidad-, la
iglesia de Occidente se entregaba con gran ardor a un nuevo tipo de disputas, las
mismas que hasta hoy en día no han perdido su interés para ningún grupo
humano incluido en la comunidad latina. La naturaleza del pecado y su
transmisión hereditaria, la deuda contraída por el hombre y su satisfacción
vicaria, la necesidad y suficiencia de la expiación y, sobre todo, el antagonismo
aparente entre libre albedrío y providencia divina eran algunos de los puntos que
Occidente comenzó a debatir con el mismo ardor que Oriente había puesto en
los artículos de su credo más especial. ¿Cómo se explica, entonces, que en los
dos lados de la línea que divide las provincias griego-parlantes de las latino-
parlantes existan dos clases de problemas teológicos tan profundamente
diferentes entre sí? Los historiadores de la iglesia han estado cerca de dar con la
solución, cuando señalan que los nuevos problemas eran más prácticos, menos
absolutamente teóricos, que los que habían desgarrado internamente a la
cristiandad oriental; pero nadie, al menos que yo sepa, ha llegado al meollo del
asunto. Sostengo sin vacilación alguna que la diferencia entre los dos sistemas
teológicos se explica por el hecho de que, al pasar de Oriente a Occidente, la
especulación teológica había pasado de un ambiente de metafísica griega a un
ambiente de Derecho Romano. Antes de que las controversias alcanzaran una
importancia arrolladora, toda la actividad intelectual de los romanos occidentales
se había centrado exclusivamente en la jurisprudencia. Se había ocupado en
aplicar un particular conjunto de principios a todas las combinaciones posibles de
circunstancias. Ninguna empresa o gusto foráneo desvió su atención de esta
absorbente ocupación, y para llevarla a cabo poseían un vocabulario preciso y
abundante, un método estricto de razonamiento, un conjunto de proposiciones
generales sobre la conducta -más o menos verificadas por la experiencia- y una
150
rígida filosofía moral. Era imposible que no seleccionaran de entre las cuestiones
indicadas por la historia cristiana las que guardaban alguna afinidad con el tipo
de especulación teórica a que estaban acostumbrados y que su modo de
abordarlas no trasluciera sus hábitos forénsicos. Casi cualquiera que tenga
suficientes conocimientos de Derecho Romano para valuar el sistema penal
romano, la teoría romana sobre las obligaciones establecidas por contrato o
delito, la idea romana de las deudas y de los modos de incurrir, acabar o
transmitir esas deudas, la noción romana de la continuación de la existencia
individual mediante la sucesión universal, puede afirmar con certeza de dónde
surgió el estado de ánimo tan adecuado a los problemas suscitados por la
teología occidental, de dónde provenía la fraseología en que se planteaban estos
problemas, y de dónde el razonamiento empleado en su solución. Solamente
débe recordarse que el Derecho Romano que había penetrado en el
pensamiento occidental no era ni el sistema arcaico de la ciudad antigua, ni la
abreviada jurisprudencia de los emperadores bizantinos; todavía menos la masa
de reglas, casi enterradas en una exuberancia parasitaria de la doctrina
especulativa moderna, que pasa por el nombre de Derecho Civil moderno. Me
refiero solamente a la filosofía de la jurisprudencia, ideada por los grandes
pensadores de la época Antonina, que puede reproducirse todavía parcialmente
a partir de las Pandectas de Justiniano. Es un sistema al que pueden atribuírsele
pocos defectos excepto, tal vez, que aspiró a un mayor grado de elegancia,
certidumbre y precisión de la que los asuntos humanos permiten.
La ignorancia que tienen los ingleses acerca del Derecho Romano -de la que a
veces hacen gala- ha llevado a muchos escritores famosos a proponer las más
insostenibles paradojas sobre la condición del intelecto humano durante el
Imperio Romano. Se ha afirmado una y otra vez -en la seguridad de no ser
temerarios al adelantar semejante proposición- que desde el final de la era de
Augusto al despertar de la fe cristiana, las energías mentales del mundo civilizado
se hallaban paralizadas. Ahora bien, hay dos temas del pensamiento -los dos
únicos, tal vez, con excepción de la física- que pueden utilizar todo el poder y
capacidad que posee la mente humana. Uno de ellos es la investigación
metafísica, que no conoce límites mientras la mente se contente con meditar
sobre sí misma; el otro es el derecho, que es tan vasto como los intereses de la
humanidad. Sucede que, durante el periodo indicado, las provincias griego-
parlantes se dedicaban a uno de estos estudios, las latino-parlantes al otro. No me
voy a meter con los frutos de la especulación teórica en Alejandría y en Oriente,
pero puedo afirmar sin temor que Roma y el Occidente tenían entre manos una
ocupación capaz de compensarlos por la ausencia de cualquier otro ejercicio
mental, y, en mi opinión, los resultados alcanzados, tal como los conocemos, no
desmerecieron el inmenso esfuerzo que se les dedicó. Nadie -excepto un
jurisconsulto profesional- estará tal vez en situación de comprender enteramente
hasta qué punto el derecho puede absorber la fuerza intelectual de los individuos,
pero el hombre de la calle no tiene dificultad en comprender por qué una parte
más que normal del intelecto colectivo de Roma se dedicaba a la jurisprudencia.
La pericia de una determinada comunidad en jurisprudencia depende a largo
plazo de las mismas condiciones que su progreso en cualquier otra línea de
investigación; la condición principal es la proporción y el tiempo del intelecto
151
nacional que se le dediquen. Ahora bien, una combinación de todas las causas,
directas e indirectas, que contribuyen al avance y perfeccionamiento de una
ciencia continuaron operando sobre la jurisprudencia romana entre la
promulgación de las Doce Tablas y la separación de los dos imperios, y esto no
de forma irregular o a intervalos, sino con fuerza e intensidad crecientes.
Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que el primer ejercicio intelectual a
que se dedica una joven nación sea el estudio de sus leyes. Tan pronto como la
mente se embarca en los primeros esfuerzos conscientes de hacer
generalizaciones, los intereses de la vida diaria son los primeros que presionan
para su inclusión dentro de las reglas generales y fórmulas amplias. Al principio, la
popularidad de la empresa a la que se dedican todas las energías de la joven
República es ilimitada; pero cesa con el tiempo. El monopolio del derecho sobre
la mente se rompe. La multitud que presencia la audiencia matinal de los grandes
jurisconsultos romanos disminuye. En los tribunales ingleses, los estudiantes se
cuentan por cientos en lugar de por miles. El arte, la literatura, la ciencia y la
política reclaman su parte del intelecto nacional, y la práctica de la
jurisprudencia queda confinada al círculo de una profesión, nunca limitada o
insignificante, sino atractiva por sus recompensas y el valor intrínseco de su
ciencia. Esta serie de cambios se manifestó más abiertamente en Roma que en
Inglaterra. Hasta el final de la República, el derecho era el único campo para
aquellos que tenían capacidad. La otra alternativa viable para los jóvenes con
talento especial era el generalato. Una nueva etapa del progreso intelectual se
inició con la época de Augusto al igual que sucedió con nuestra era isabelina.
Todos conocemos sus logros en el campo de la poesía y de la prosa; pero existen
indicaciones, hay que recordar, de que, además de la eflorescencia literaria, se
hallaba en vísperas de arrojar nuevas luminarias a la conquista de la ciencia. Sin
embargo, nos encontramos en el punto en que la historia de la mente en el
estado romano deja de correr paralela a las rutas que ha proseguido desde
entonces el progreso mental. El breve intervalo de literatura romana,
estrictamente así llamado, se cerró repentinamente bajo distintas influencias, que,
aunque podrían trazarse parcialmente, sería inadecuado analizarlas aquí. El
intelecto antiguo regresó a su curso anterior, y el derecho volvió a ser de nuevo
exclusivamente la esfera adecuada del talento como lo había sido en la época
en que los romanos despreciaban la filosofía y la poesía como juguetes de una
raza infantil. Podremos entender mejor la naturaleza de los móviles externos que,
durante la época del Imperio, tendían a llevar a un hombre de capacidad innata
hacia la abogacía si tenemos en cuenta las opciones que tenía en su elección de
profesión. Podía ser profesor de retórica, comandante de un puesto fronterizo o
escritor profesional de panegíricos. El único camino alternativo era la práctica de
la abogacía. En ésta residía el acceso a la riqueza, a la fama, a un puesto, al
consejo del monarca y tal vez al trono mismo.
El interés por el estudio de la jurisprudencia era tan enorme que había escuelas
de derecho en todas las partes del Imperio, incluso en el dominio de la
metafísica. Pero, aunque el traslado de la sede del Imperio a Bizancio dio un
ímpetu perceptible a su cultivo en Oriente, la jurisprudencia nunca destronó las
disciplinas que allí competían con ella. Su lenguaje era el latín que, en la mitad
oriental del Imperio, resultaba un dialecto exótico. En Occidente, el derecho era
152
no sólo el alimento mental del ambicioso y emprendedor sino que constituía el
único sustento de la actividad intelectual. La filosofía griega nunca había sido más
que una moda transitoria entre las clases educadas de Roma, y una vez que se
hubo creado la nueva capital de Oriente, y el Imperio se hubo dividido en dos, el
divorcio de las provincias occidentales de la especulación griega y su
dedicación exclusiva a la jurisprudencia se hizo más resuelta que nunca. Tan
pronto como dejaron de sentarse a los pies de los griegos y comenzaron a idear
una teología propia, ésta se permeó de ideas forenses y adoptó una fraseología
forense. Es cierto que este substrato del derecho en la teología occidental se
encuentra muy profundo. Un nuevo conjunto de teorías griegas, la filosofía
aristotélica, se abrió camino posteriormente en Occidente y enterró casi por
completo sus doctrinas indígenas. Pero cuando durante la Reforma se liberó
parcialmente de su influencia, al instante el derecho ocupó su lugar. Es difícil
establecer cuál de los dos sistemas religiosos -el de Calvino o el de los Armenios-
tiene un carácter más marcadamente legal.
La enorme influencia del contrato romano sobre el apartado correspondiente del
derecho moderno pertenece más bien a la historia de la jurisprudencia que a un
tratado como el presente. No se hizo sentir hasta que la escuela de Boloña fundó
la ciencia legal de la Europa moderna. Pero el hecho de que los romanos, antes
de que cayese su Imperio, hubiesen desarrollado tan ampliamente el concepto
de contrato tuvo su importancia en un periodo anterior. El feudalismo, he afirmado
repetidamente, era una mezcla de usos arcaicos bárbaros y Derecho Romano;
ninguna otra explicación de su existencia es sostenible o inteligible. Las formas
sociales más antiguas del periodo feudal difieren poco de las asociaciones
ordinarias en las que parecen estar unidos los hombres de las asociaciones
primitivas. Un feudo era una hermandad de asociados orgánicamente completa,
cuyos derechos propietarios y personales se hallaban inextricablemente juntos.
Tenía mucho en común con la comunidad aldeana de la India y con el clan
escocés. Sin embargo, presenta algunos fenómenos que nunca encontramos en
las asociaciones que los iniciadores de la civilización forman espontáneamente.
Comunidades verdaderamente arcaicas mantienen la cohesión no mediante
reglas expresas sino por sentimiento o, mejor dicho, por instinto, y los recién
llegados a la hermandad se incluyen dentro de los límites de este instinto
aparentando compartir los lazos consanguíneos. Pero las comunidades feudales
más antiguas no se hallaban unidas por meros sentimientos ni reclutadas por una
ficción. El lazo que las unía era un contrato y se obtenían nuevos reclutados
entablando contratos con ellos. La relación del señor con los vasallos se había
establecido originalmente por un acuerdo expreso, y una persona que deseara
injertarse en la hermandad por comendación o enfeudación llegaba a una clara
comprensión de las condiciones en que era admitido. Lo que distingue a las
instituciones feudales de los usos genuinos de las razas primitivas es el alcance
del contrato en las primeras. El señor tenia muchas de las características de un
jefe patriarcal, pero sus prerrogativas se encontraban limitadas por ciertas
costumbres establecidas que se remontaban a las condiciones expresas que se
habían acordado cuando se efectuó la enfeudación. De aquí provienen las
diferencias principales que nos impiden clasificar a las sociedades feudales junto
con las comunidades verdaderamente arcaicas. Eran mucho más duraderas y
153
variadas; más durables porque las reglas expresas son menos destructibles que
los hábitos instintivos, y más variadas porque los contratos en que se basaban se
ajustaban a las circunstancias más detalladas y a los deseos de las personas que
renunciaban o transmitían la propiedad de sus tierras. Esta última consideración
demuestra hasta qué punto necesitan revisarse las opiniones vulgares sobre el
origen de la sociedad moderna. Se afirma a menudo que el irregular y variado
contorno de la civilización moderna se debe al genio exuberante y errático de las
razas germánicas, y se compara repetidamente con la monótona rutina del
Imperio Romano. La verdad es que el Imperio legó a la sociedad moderna la
concepción legal a la que es atribuible toda esta irregularidad. Si las costumbres
e instituciones de los bárbaros tienen una característica más sobresaliente que
ninguna otra es su extrema uniformidad.
CAPÍTULO X
La historia temprana del delito y el crimen
Los Códigos teutónicos, incluidos los de nuestros antepasados anglosajones, son
los únicos cuerpos de derecho secular arcaico que nos han llegado en un estado
suficientemente completo como para poder formarnos una noción exacta de sus
dimensiones originales. Aunque los fragmentos existentes de los Códigos romano
y helénico bastan para mostrarnos su carácter general, no quedan suficientes
para precisar su magnitud o la proporción que guardaban las partes entre sí. Pero,
en conjunto, todas las compilaciones conocidas del derecho antiguo se
caracterizan por un rasgo que, de una manera general, los distingue de los
sistemas de jurisprudencia madura. La proporción del derecho criminal con
respecto al civil es muy diferente. En los códigos germánicos, la parte civil del
derecho ocupa dimensiones mínimas comparada con la criminal. La tradición
que habla de los castigos sanguíneos impuestos por el Código de Dracón parece
indicar que tenía las mismas características. Sólo en las Doce Tablas, ideadas por
una sociedad con mayor genio legal, y en sus inicios, de costumbres más
benignas, el Derecho Civil contiene algo semejante a las prioridades modernas;
pero la cantidad relativa de espacio dado a los modos de desagraviar, aunque
no es enorme, parece haber sido amplia. En mi opinión, puede afirmarse que
cuanto más arcaico sea el código más completa y minuciosa su legislación
penal. Este fenómeno ha sido observado a menudo y se ha explicado, en buena
medida correctamente, en términos de la violencia habitual en las comunidades
que pusieron por escrito por primera vez sus leyes. Se dice que el legislador
armonizó las divisiones de su trabajo de acuerdo a la frecuencia de una cierta
clase de incidentes en la vida bárbara. Mi impresión, sin embargo, es que esta
explicación no es totalmente completa. Debería recordarse que la aridez
comparativa del Derecho Civil en las compilaciones arcaicas es consistente con
las otras características de la jurisprudencia antigua que se han analizado en el
tratado presente. Nueve décimas partes del derecho civil practicado en las
154
sociedades civilizadas la componen el derecho de gentes, el derecho de
propiedad y herencia, y el derecho contractual. Pero es obvio que los límites de
esta jurisprudencia se estrechan a medida que nos aproximamos a la infancia de
la hermandad social. El derecho de gentes que no es otra cosa que el derecho
de status estará restringido a los límites mínimos, mientras todas las formas de
status estén fusionadas en la sumisión común al poder paterno, y mientras la
esposa no tenga derechos respecto del marido, el hijo respecto del padre, y el
tutor respecto de los agnados que son sus guardianes. Por razones similares, las
reglas sobre propiedad y sucesión nunca pueden ser abundantes, en tanto la
tierra y las existencias incumban a la familia, y, en caso de que se distribuyan, la
distribución se haga dentro del círculo familiar. Pero la ausencia del contrato es
siempre la causa del mayor vacío en el derecho civil antiguo, cosa que algunos
códigos antiguos no mencionan siquiera, mientras que otros, significativamente,
dan fe de la inmadurez de las nociones morales de las que depende el contrato,
supliendo su lugar con una elaborada jurisprudencia basada en juramentos. No
existen razones congruentes que expliquen la pobreza del derecho penal, y de
conformidad, aun si es arriesgado declarar que la infancia de las naciones es
siempre un periodo de violencia incontrolada, sin embargo, nos permitirá
comprender por qué la relación actual del derecho criminal y el civil estaba
invertida en los códigos antiguos.
He señalado que la jurisprudencia primitiva daba al derecho criminal una
prioridad desconocida en épocas posteriores. La expresión ha sido utilizada por
cuestiones de simplificación, pues, de hecho, el análisis de los códigos antiguos
muestra que el derecho que exhiben en cantidades poco usuales no es un
verdadero derecho criminal. Todos los sistemas civilizados concuerdan en trazar
una distinción entre ofensas contra el Estado o comunidad y ofensas contra el
individuo, y las dos clases de injurias, mantenidas aparte de este modo, puedo
denominarlas aquí, sin pretender que los términos hayan sido empleados siempre
de forma consistente en jurisprudencia, crímenes y delitos, crimina y delicta.
Ahora bien, el derecho penal de las comunidades antiguas no es el derecho de
crímenes; es el derecho de injurias, o, para usar la palabra técnica, de agravio. La
persona injuriada demanda al injuriador mediante una acción civil ordinaria y, si
gana el juicio, recibe una compensación monetaria por daños y perjuicios. Si
abrimos los Comentarios de Gayo en el lugar en el que el escritor trata de la
jurisprudencia penal fundada en las Doce Tablas, veremos que a la cabeza de las
injurias civiles reconocidas por el Derecho Romano se hallaba el Furtum o hurto.
Ofensas que nosotros solemos considerar exclusivamente como crímenes son
tratados como agravios únicamente, y no sólo el robo sino el asalto y el robo
violento, son asociados por el jurisconsulto con la transgresión de una ley, con el
libelo y con la difamación. Todas daban lugar a una obligación o vinculum juris, y
eran reparadas mediante un pago de dinero. Esta peculiaridad, sin embargo, se
halla más claramente resaltada en las leyes consolidadas de las tribus
germánicas. Sin excepción, describen un inmenso sistema de compensaciones
monetarias en caso de homicidio, y con raras excepciones, un sistema de
compensaciones igualmente amplio para daños menores. Bajo el Derecho
Anglosajón, escribe Mr. Kemble (Anglosaxons, i, 177) se ponía una suma sobre la
vida de todo hombre libre, de acuerdo a su rango, y una suma correspondiente
155
sobre cada herida que pudiera infligirse a su persona, por casi cualquier daño
que pudiera hacerse a sus derechos civiles, honor o paz; la suma se agravaba de
acuerdo a circunstancias accidentales. Evidentemente, estos ajustes eran
considerados una fuente valiosa de ingresos; reglas muy complejas ordenaban el
derecho y la responsabilidad de ellos, y, como ya he tenido ocasión de señalar
anteriormente, seguían a menudo una línea peculiar de devolución, si no se había
dispensado al culpable a la muerte de la persona a quien pertenecían. Si, por
tanto, el criterio de un delito, daño, o agravio era que la persona que lo sufría, y
no el Estado, había sido injuriada, puede afirmarse que, en la infancia de la
jurisprudencia, el ciudadano dependía para su protección en contra de la
violencia o el fraude no del Derecho Criminal sino del derecho de agravio.
Los agravios se hallan copiosamente exagerados en la jurisprudencia primitiva.
Hay que añadir que los pecados también eran de su incumbencia. Es casi
innecesario hacer esta afirmación sobre los códigos teutónicos, porque estos
códigos, en la forma en que han llegado a nosotros, fueron recopilados o vueltos
a escribir por legisladores cristianos. Pero es igualmente verdad que cuerpos no
cristianos del derecho arcaico implicaban consecuencias penales para cierto
tipo de actos y cierta clase de omisiones que se consideraban violaciones de
prescripciones y mandamientos divinos. El derecho administrado en Atenas por el
Senado de Areópago era probablemente un código religioso especial, y en Roma
-al parecer desde un periodo muy temprano- la jurisprudencia pontifical
castigaba el adulterio, el sacrilegio y, tal vez, el asesinato. En los Estados
ateniense y romano existían, por tanto, leyes que castigaban pecados. Había
igualmente leyes que castigaban agravios. La idea de una ofensa contra Dios
produjo la primera clase de ordenanzas; y la idea de ofensa contra el Estado o la
comunidad agregada no dio lugar, al principio, a la aparición de una verdadera
jurisprudencia criminal.
No hay que suponer, sin embargo, que no existiera en la sociedad primitiva una
idea tan simple y elemental como la del agravio al Estado. Más bien parece que
la misma claridad con que se comprendía esta idea es la verdadera causa que
impidió inicialmente el desarrollo de un derecho criminal. En todo caso, cuando la
comunidad romana se sentía injuriada, se tomaban medidas análogas a las
utilizadas en casos de agravio personal, y el Estado se vengaba mediante una
acción única en contra del injuriador en cuestión. Esto dio como resultado el que,
en la infancia de la República, toda ofensa que tocase de un modo vital su
seguridad o intereses fuese castigada mediante una promulgación diferente de la
legislatura. Se trata de la concepción más antigua de un crimen, un acto que
implicaba cuestiones tan importantes que el Estado, en lugar de dejar su
jurisdicción en manos de un tribunal civil o religioso, dirigía una ley especial o
privilegium contra el perpetrador. Todo proceso, por tanto, adoptó la forma de
una declaración de penas y castigos, y el proceso de un criminal era un trámite
totalmente extraordinario, totalmente irregular y totalmente independiente de
reglas y condiciones establecidas. En consecuencia, dado que el tribunal que
dispensaba justicia era el mismo Estado soberano y que no era posible una
clasificación de las disposiciones prescritas o prohibidas, no apareció en esta
época ninguna ley sobre crímenes, es decir, ninguna jurisprudencia criminal. El
156
procedimiento era idéntico a las formas de aprobar un estatuto ordinario; era
propuesto por las mismas personas y llevado a cabo mediante las mismas
formalidades. Y es de notar que, aun después de haber surgido un derecho
criminal regular, con sus tribunales y oficiales para su administración, el viejo
procedimiento, como puede inferirse por su conformidad con la teoría, continuó
siendo, en sentido estricto, practicable, y, a pesar de que estaba desacreditado
el recurrir a un medio de esa naturaleza, el pueblo romano retuvo el poder de
castigar las ofensas en su contra por medio de leyes especiales. No hay que
recordarle al erudito clásico que la DeclaracIón ateniense de Penas y Castigos, o
(palabra en griego que nos resulta imposible reproducirN.d.E), persistió tras el
establecimiento de tribunales regulares. Es bien sabido que cuando los
ciudadanos de las razas teutónicas se reunían con fines legislativos, defendían el
derecho a castigar las ofensas de una gravedad pecular o las que hubieran sido
perpetradas por criminales de una alta posición social. La jurisdicción criminal del
Witenagemot (Nombre dado al Parlamento nacional anglosajón), pertenecía a
esta clase de legislaciones.
Podría pensarse que la diferencia que he trazado entre el punto de vista antiguo y
moderno sobre el derecho penal tiene solamente una existencia verbal. La
comunidad, además de intervenir para castigar los crímenes legislativamente, ha
interferido desde los tiempos más antiguos mediante sus tribunales para obligar al
transgresor a componer su agravio, y, si lo hace, es porque, en cierto modo, se vio
afectada por la ofensa de aquél. Pero, por muy rigurosa que parezca esta
inferencia hoy en día, es muy dudoso que les pareciera así a los hombres de la
antigüedad primitiva. Lo poco que tenía que ver la noción de agravio a la
comunidad con las interferencias más tempranas del Estado por medio de sus
tribunales, lo demuestra la curiosa circunstancia de que en la administración
original de justicia, los expedientes eran una imitación casi exacta de la serie de
estas acciones por las que, con toda probabilidad, tenían que pasar en la vida
privada las personas que sostenían una reyerta, pero que, luego, consentían en
que su disputa fuese arreglada. El magistrado simulaba, con sumo cuidado, el
papel de un árbitro privado llamado casualmente.
Voy a señalar las pruebas en que baso esta afirmación para mostrar que no es
una fantasía. El procedimiento judicial más antiguo conocido es el Legis Actio
Sacramenti de los romanos, del que deriva todo el Derecho Procesal romano
posterior. Gayo describió con sumo detalle su ceremonial. Por muy falto de
sentido o grotesco que nos parezca a primera vista, un poco de atención nos
permitirá descifrarlo e interpretarlo.
Se supone que el sujeto del pleito está en la corte de justicia. Si se trata de
mobiliario, se halla de hecho allí. Si es un bien inmueble, se trae en su lugar un
fragmento o muestra: la tierra, por ejemplo, se representa por medio de un terrón,
una casa por medio de un ladrillo. En el ejemplo seleccionado por Gayo, el pleito
es por la posesión de un esclavo. El proceso se inicia cuando el demandante
avanza con una vara que, como indica Gayo expresamente, simbolizaba una
lanza. Agarra al esclavo y afirma su derecho sobre él con las palabras: Hunc ego
hominem ex Jure Quiritium meum esse dico secundum suam causam sicut dixi, y
157
al añadir seguidamente, Ecce tibi Vindictam imposui le toca con la lanza. El reo
pasa por la misma serie de actos y gestos. Tras esto interviene el pretor y ruega a
los litigantes que suelten su presa, Mittite ambo hominem. Obedecen y el
demandante pregunta al reo la razón de su interferencia: Postulo anne dicas quá
ex causd vindicaveris pregunta a la que se responde mediante una reafirmación
del derecho: Jus peregi sicut vindictam imposui. Después de esto, el primer
reclamante ofrece apostar una cierta suma de dinero, llamada Sacramentum, a
la justicia de su propio caso, Quando tu injurid provocasti, Daeris sacramento te
provoco, y el reo, mediante la frase Similiter ego te acepta la apuesta. Los
procedimientos subsiguientes ya no eran de tipo formal, pero es importante
señalar que el pretor asumía la custodia del Sacramentum, que siempre iba a
parar a las arcas del Estado.
El prefacio necesario de todo pleito romano antiguo se realizaba del modo
descrito. En mi opinión, no se puede negar la afirmación de aquellos que ven en
él una dramatización del Origen de la Justicia. Dos hombres armados se disputan
la pertenencia de una propiedad. El pretor, vir pietate gravis, casualmente pasa
por allí y se interpone para poner fin a la pugna. Los disputantes exponen su caso
ante él y consienten en que sea árbitro entre ellos; se acuerda que el perdedor,
además de renunciar al objeto en pugna, pagará una suma de dinero al árbitro
en remuneración por su trabajo y pérdida de tiempo. Esta interpretación sería
menos plausible si no fuera que, por una extraña coincidencia, la ceremonia
descrita por Gayo como el curso imperativo del proceso en una Legis Actio es
sustancialmente la misma que la descrita por Homero cuando describe al dios
Hefesto moldeando la primera sección del escudo de Aquiles. En el juicio
homérico, la disputa tal como si se tratara de resaltar las características de la
sociedad primitiva, no es sobre una propiedad sino sobre el arreglo de un
homicidio. Una persona afirma que lo ha pagado, la otra que no ha recibido el
pago. La cuestión de detalle que hace de esta escena la contrapartida de la
práctica romana arcaica es la recompensa dedicada a los jueces. Dos talentos
de oro son colocados en medio y le serán entregados a aquel que, según el
público, explique mejor las bases de la decisión final. La magnitud de esta suma,
comparada con la bagatela del Sacramentum indica, en mi opinión, la
imparcialidad de un uso fluctuante y un uso ya consolidado en el derecho. La
escena descrita por el poeta como un rasgo llamativo y característico -aunque
sólo ocasional- de la vida ciudadana en la época heroica se ha convertido al
principio de la historia del proceso civil en la formalidad regular y ordinaria de un
juicio. Por tanto, es natural que en la Legis Actio la remuneración del juez se
redujera a una suma razonable, y que, en lugar de ser otorgada por aclamación
popular a uno de entre un cierto número de posibles árbitros, se pagara como
cosa natural al Estado, representado en el pretor. No albergo ninguna duda de
que los incidentes descritos por Homero y por Gayo, en un lenguaje técnico más
crudo que el usual, tienen el mismo significado. Esto parece confirmarlo el hecho
de que muchos observadores de los primitivos usos judiciales de la Europa
moderna han notado que las multas impuestas a los delincuentes por los
tribunales de justicia eran originalmente sacramenta. El Estado no recibía del reo
ninguna compensación por un supuesto agravio contra el mismo, sino que
reclamaba una parte de la compensación otorgada al demandante en base a
158
que era un precio justo por el tiempo invertido y los inconvenientes causados.
Kemble le asigna expresamente este carácter al baunum o fredum anglosajón.
El derecho antiguo proporciona otros ejemplos de que los más tempranos
administradores de justicia simulaban los actos probables de las personas que
habían entablado una disputa privada. Al establecer los daños a reparar,
tomaban como guía el grado de venganza que probablemente exigiría una
persona agraviada en las circunstancias del caso. Esto explica las penas tan
diferentes impuestas por el derecho antiguo a los delincuentes agarrados en el
acto o poco después de él, y a los que eran detenidos con un retraso
considerable. El viejo derecho romano sobre el hurto proporciona algunos
ejemplos de esta peculiaridad. Las leyes de las Doce Tablas parecen haber
dividido el hurto en: hurto manifiesto y en hurto no manifiesto. Daban penas
extraordinariamente diferentes por la misma ofensa, según que cayese bajo uno u
otro encabezado. El ladrón manifiesto era aquel que era agarrado dentro de la
casa en que había estado hurtando, o que era cogido en el momento en que
huía a un escondite con los objetos robados. Las Doce Tablas -si era un esclavo-
lo condenaban a muerte, y si era un liberto lo hacían siervo del dueño de la
propiedad robada. El ladrón no manifiesto era el que se detectaba bajo cualquier
otra circunstancia a la descrita, y el viejo código simplemente dictaba que un
delincuente de este tipo debería devolver el doble del valor de lo que había
robado. En tiempos de Gayo, el excesivo rigor de las Doce Tablas para con el
ladrón manifiesto se había mitigado en buena parte, pero el derecho todavía
conservaba el viejo principio multándolo con cuatro veces el valor de los objetos
robados, mientras que el ladrón no manifiesto continuaba pagando simplemente
el doble. El legislador antiguo sin duda tenía en cuenta que el propietario
damnificado, si se le permitía, infligiría un castigo muy diferente en el momento en
que le dominaba la ira del que daría si el ladrón era detectado después de un
cierto tiempo. La escala legal de los castigos se ajustaba a esa premisa. El
principio es el mismo que siguen los códigos anglosajón y germánico, cuando
toleran que un ladrón perseguido y atrapado con el botín sea ahorcado o
decapitado inmediatamente; en cambio, imponen cargos de homicidio a
cualquiera que lo mate una vez que el perseguimiento ha sido interrumpido. Estas
distinciones arcaicas nos muestran muy claramente la distancia entre una
jurisprudencia refinada y una jurisprudencia burda. El moderno administrador de
justicia se encuentra ante una de las tareas más duras cuando tiene que hacer
distinciones entre grados de criminalidad de ofensas que caen bajo la misma
descripción técnica. Es muy fácil afirmar que un individuo es culpable de
homicidio, hurto o bigamia, pero mucho más difícil pronunciarse sobre el grado
de culpa moral en que ha incurrido y, por tanto, qué castigo merece. Apenas
existen dudas en la casuística o en el análisis de motivos, los cuales
probablemente no tengamos la obligación de arrostrar, si tratamos de clasificar el
punto con precisión, y, en consecuencia, el derecho actual muestra una
creciente tendencia a evitar en lo posible dar reglas positivas sobre el asunto. En
Francia, se deja decidir al jurado si la ofensa cometida fue acompañada de
circunstancias atenuantes; en Inglaterra, se deja al juez una libertad casi ilimitada
en la selección de los castigos; al mismo tiempo, casi todos los Estados se
reservan un remedio último para los casos de desviaciones del derecho: se trata
159
de la prerrogativa del perdón, que resta en todas partes en el Magistrado
Supremo. Es curioso observar lo poco que le preocupaban al hombre primitivo
estos escrúpulos, lo persuadido que estaba de que los impulsos de la persona
agraviada eran la medida adecuada de la venganza que tenía derecho a exigir,
y lo literalmente que tomaban la probable subida y aplacamiento de su ira al fijar
la escala del castigo. Me gustaría poder afirmar que su método legislativo se halla
totalmente extinguido. Sin embargo, existen varios sistemas legales modernos en
los que, en caso de agravio serio, se permite al agraviado imponer un castigo
excesivo al delincuente que fue agarrado en el acto, una tolerancia que, aunque
superficialmente considerada puede ser inteligible, en realidad refleja una
moralidad bastante baja en la sociedad que la tolera.
Como ya he afirmado, nada puede ser más simple que las consideraciones que,
finalmente, llevaron a las sociedades antiguas a la formación de una verdadera
jurisprudencia criminal. El Estado se consideró agraviado y la Asamblea Popular
golpeó directamente al ofensor con la misma maniobra que acompañaba su
acción legislativa. Es verdad que en el mundo antiguo -aunque no precisamente
en el moderno, como ya tendré ocasión de señalar- los tribunales criminales más
antiguos eran simplemente divisiones o comités de la legislatura. Al menos esa es
la conclusión a que lleva la historia legal de los dos grandes Estados de la
antigüedad; en un caso, con mediana claridad; en el otro, con una precisión
absoluta. El primitivo derecho penal ateniense confiaba el castigo de las ofensas,
en parte, a los arcontes, que parecen haberlas castigado como si se tratase de
agravios y, en parte, al senado del Areópago, que las castigaba como si fuesen
pecados. Las dos jurisdicciones fueron sustancialmente transferidas al final de la
Heliaea, el Tribunal Supremo de Justicia Popular, y las funciones de los arcontes y
del areópago se volvieron simplemente parroquiales o insignificantes. Pero
Heliaea es solamente una vieja palabra para asamblea; la Heliaea de la época
clásica era sencillamente la Asamblea Popular convocada con fines juridicos, y
las famosas Dikasteries de Atenas eran sólo subdivisiones o paneles. Los cambios
correspondientes que tuvieron lugar en Roma son todavía más fácilmente
interpretados, porque los romanos limitaron sus experimentos al derecho penal, y
no construyeron, como hicieron los atenienses, cortes de justicia populares con
jurisdicción civil y criminal. La historia de la jurisprudencia criminal romana se
inicia con la vieja Judicia Populi, que, según se dice, era presidida por los reyes.
Se trataba sencillamente de juicios solemnes de grandes delincuentes bajo
formas legislativas. Parece, sin embargo, que, desde muy temprano, la Comitia
delegó ocasionalmente su jurisdicción criminal a una Quaestio o Comisión, que
tenía la misma relación con la asamblea que, digamos, un comité de la Cámara
de los Comunes tiene con la Cámara en su conjunto, sólo que los comisionados
romanos o Quaestores no informaban meramente a la Comitia sino que ejercían
todos los poderes que ese organismo solía ejercer, incluso sentenciar a un
acusado. Una Quaestio de esta clase era nombrada solamente para juzgar un
caso particular, pero nada podía impedir que se abrieran dos o tres Quaestiones
al mismo tiempo, y es probable que varias fueran nombradas simultáneamente,
cuando varios casos serios de agravio a la comunidad habían ocurrido al mismo
tiempo. Hay asimismo indicios de que, de vez en cuando, estas Quaestiones
poseían un carácter semejante al de nuestras Comisiones Permanentes, y de que
160
eran nombradas periódicamente y sin esperar la realización de algún crimen
serio. Los viejos Quaestores Parricidi, que se mencionan en relación a
transacciones de fecha muy antigua, como los delegados para juzgar todos los
casos de parricidio y asesinato, parecen haber sido nombrados regularmente
todos los años, y la mayoría de los escritores cree también que los Duumviri
Parduellionis, o Comisión Dual para el enjuiciamiento por atentado violento contra
la República, eran nombrados periódicamente. La delegación de poderes en
estos funcionarios significa un paso adelante. En lugar de ser nombrados una vez
que se habían cometido las ofensas contra el Estado, ejercían una jurisdicción
general, aunque temporal, sobre todos los casos que pudieren presentarse. La
cercanía a una jurisprudencia criminal regular se halla también indicada por el
uso de los términos generales Parricidium y Perduellio que señalan un intento de
clasificación de los crímenes.
El verdadero derecho criminal no apareció, sin embargo, hasta el año 146 a.C.,
en que Calpurnio Piso promulgó el estatuto conocido bajo el nombre de Lex
Calpurnia de Repetundis. Esta ley se aplicaba a casos Repetumdarum
Pecuniarum, es decir, las reclamaciones, hechas por los gobernadores
provincianos, de dinero recibido impropiamente por un gobernador general. Con
todo, la importancia enorme de este estatuto radica en su establecimiento de la
primera Quaestio Perpetua. Una Quaestio Perpetua era una comisión permanente
en oposición a las que eran ocasionales y temporales. Se trataba de un tribunal
criminal regular cuya existencia databa del momento en que era aprobado el
estatuto que lo creaba, y continuaba hasta que otro estatuto pasaba una ley por
la que era abolido. Sus miembros no eran nombrados especialmente -a
diferencia de los miembros de las Quaestiones anteriores- sino que, en la ley que
lo creaba, se preveía que serían seleccionados de entre ciertas clases
particulares de jueces y serían renovados de conformidad con reglas bien
definidas. El estatuto nombraba expresamente y definía las ofensas sobre las que
tendría jurisdicción. La nueva Quaestio tenía autoridad para juzgar y sentenciar en
el futuro a toda persona cuyos actos cayesen bajo la definición de crimen que
hacía la ley. Se trataba, por tanto, de una judicatura criminal regular, que admitía
una verdadera jurisprudencia criminal.
La historia primitiva del derecho criminal se divide así en cuatro etapas. Entendido
que la concepción de crimen, en contraposición a la de daño o agravio y a la de
pecado, implica la idea de injuria al Estado o comunidad colectiva, hallamos,
primero, que la República, de conformidad estricta con esa concepción, se
interpuso directamente para vengarse, mediante actos aislados, del autor del
daño que había sufrido. Este es el punto de partida; cada proceso es ahora una
declaración de penas y castigos, una ley especial que nombra al criminal y
prescribe su castigo. Se alcanza un segundo paso una vez que la multiplicidad de
crímenes obliga a la legislatura a delegar poderes en Quaestiones o comisiones
particulares, cada una de las cuales está encargada de investigar una acusación
particular y -si se comprueba- de castigar al transgresor. Se llega a otra etapa
cuando la legislatura, en lugar de esperar a que se realice un supuesto delito para
nombrar una Quaestio, nombra periódicamente comisiones como los Quaestores
Parricidi y los Duumviri Perduellionis, para el caso hipotético de que se cometan
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ciertos tipos de crímenes, y ante la probabilidad de que serán cometidos. Se llega
a la última etapa cuando las Quaestiones de ser periódicas u ocasionales pasan
a ser tribunales o cámaras permanentes; una vez que los jueces, en lugar de ser
nombrados mediante una ley particular promulgada por una comisión, son
elegidos de un modo particular y de entre una clase particular, con base
permanente, y una vez que ciertos actos quedan descritos en lenguaje general y
establecidos como crímenes que, en caso de su perpetración, serán castigados
con penas especificadas para cada tipo diferente de transgresión.
Si las Quaestiones Perpetua hubiesen tenido una historia más larga, habrían
llegado indudablemente a ser consideradas como una institución distinta, y su
relación con la Comitia no habría parecido más estrecha que la relación de
nuestros propios Tribunales de Justicia con el soberano, que es teóricamente la
fuente de la justicia. Pero el despotismo imperial las destruyó antes de que se
hubiera olvidado completamente su origen, y, mientras duraron, los romanos
consideraron estas comisiones permanentes como meras depositarias de un
poder delegado. Se estimaba un producto natural de la legislatura la jurisdicción
sobre los crímenes, pero el pensamiento de cada ciudadano nunca dejó de
pasar de las Quaestiones a la Comitia en las que esta última había delegado
algunas de sus funciones inalienables. La idea de que las Quaestiones, aun
cuando se habían vuelto permanentes, eran meros comités de la Asamblea
Popular -cuerpos que solamente auxiliaban a una autoridad superior- tuvo
importantes consecuencias legales que dejaron su huella en el derecho criminal
hasta el mismísimo periodo final. Un resultado inmediato fue que la Comitia
continuó ejerciendo jurisdicción criminal por medio de declaraciones de penas y
castigos, aun mucho después de que las Quaestiones hubieran quedado
establecidas. Aunque la legislatura, por razones de conveniencia, había
consentido en delegar poderes a cuerpos externos a sí misma, no se seguía que
había renunciado a ellos. La Comitia y las Quaestiones paralelamente
continuaron juzgando y castigando a los transgresores, y cualquier estallido
inusitado de la indignación popular, hasta la extinción de la República, implicaba
con toda seguridad un proceso ante la Asamblea de las Tribus.
Una de las peculiaridades más notables de las instituciones de la República es
atribuirle la dependencia de las Quaestiones respecto de la Comitia. La
desaparición de la pena de muerte del sistema penal de la Roma republicana
solía ser un tema favorito entre los escritores del siglo pasado, quienes la usaban
constantemente para probar alguna teoría sobre el carácter romano o sobre la
economía social moderna. La razón que puede alegarse confiadamente es
puramente fortuita. De las tres formas que la legislatura romana asumió
sucesivamente, una, la Comitia Centuriata, representaba de manera exclusiva al
Estado personificado para operaciones militares. La Asamblea de las Centurias
tenía, por tanto, todos los poderes que generalmente se suponen encarnados en
el General en jefe de un ejército, y, entre ellos, gozaba de la autoridad de
someter a todos los transgresores al mismo castigo a que se expone un soldado
por violación de la disciplina. La Comitia Centuriata podía, por tanto, imponer la
pena de muerte. La Comitia Curiata o la Comitia Tributa no tenían esas
atribuciones. A este respecto se hallaban maniatadas por el carácter sagrado
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que la religión y el derecho conferían al ciudadano romano dentro del recinto de
la ciudad. En lo que respecta a la última, Comitia Tribuna, estamos seguros de que
se volvió un principio establecido el que la Asamblea de las Tribus podía imponer
como máximo una multa. En tanto la jurisdicción criminal estuvo limitada a la
legislatura y las asambleas de las centurias y de las tribus continuaron ejerciendo
poderes semejantes, era fácil preferir los procesos por crímenes más graves ante
el cuerpo legislativo que administraba los castigos más duros; pero luego sucedió
que la asamblea más democrática, la de las tribus, remplazó casi enteramente a
las otras y se convirtió en la legislatura ordinaria de la República tardía. Ahora
bien, la decadencia de la República coincidió exactamente con el periodo en
que las Quaestiones Perpetuae fueron establecidas de modo que los estatutos
que los creaban fueron aprobados por una asamblea legislativa que no podía, en
sus juntas ordinarias, castigar a un criminal con la muerte. Se seguía que las
Comisiones Judiciales Permanentes, que detentaban una autoridad delegada,
estaban circunscritas en sus atributos y capacidades por los límites de los poderes
que tenía el cuerpo que, a su vez, los había delegado en ellas. No podían hacer
nada que la Asamblea de las Tribus no pudiera haber hecho y, como la
Asamblea no podía condenar a muerte, las Quaestiones se hallaban asimismo
incapacitadas para imponer la pena capital. La anomalía así resultante no gozó
en tiempos pretéritos del mismo favor que goza entre los modernos y, en realidad,
si bien es cuestionable que el carácter romano haya mejorado por esa razón, sí
es seguro que la Constitución Romana empeoró. Al igual que todas las demás
instituciones que han acompañado a la raza humana en el curso de su historia, la
pena de muerte es una necesidad de la sociedad en ciertas etapas del proceso
civilizador. Hay un momento en que el intento de renunciar a ella frustra dos de
los grandes instintos que forman la base de todo el derecho penal. Sin ella, la
comunidad ni se siente suficientemente vengada, ni cree que el ejemplo del
castigo del criminal es adecuado para disuadir a otros de que lo imiten. La
incompetencia de los tribunales romanos para condenar a muerte llevó clara y
directamente a los horribles intervalos revolucionarios, llamados Proscripciones,
durante los cuales el derecho era formalmente suspendido por la sencilla razón
de que la violencia partidista no podía hallar otro camino para la venganza que
tanto ansiaba. Ninguna causa contribuyó tanto a la decadencia de la capacidad
política del pueblo romano como esta suspensión periódica de las leyes, y, una
vez que se hubo recurrido a ella, no dudamos en afirmar que la ruina de la
libertad romana fue solamente cuestión de tiempo. Si la actividad de los
tribunales hubiese proporcionado una salida adecuada a las presiones populares,
las formas del proceso judicial habrían sido abiertamente corrompidas, como
entre nosotros durante los últimos Estuardos, pero el carácter nacional no habría
sufrido tan profundamente como lo hizo, ni la estabilidad de las instituciones
romanas se habría visto tan seriamente afectada.
Mencioné otras dos singularidades del sistema criminal romano que son producto
de la misma teoría sobre la autoridad judicial. Se trata de la extrema multiplicidad
de los tribunales criminales romanos y la caprichosa y anómala clasificación de
los crímenes que caracterizó a la jurisprudencia penal romana a lo largo de su
historia. Se ha dicho que cada Quaestio, ya fuese perpetua o no, tenía su origen
en un estatuto distinto. Derivaba su autoridad de la ley que la creaba; observaba
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rigurosamente los límites que su carta constitucional le prescribía y no abarcaba
ninguna forma de criminalidad que dicha carta no definiera expresamente. Como
los estatutos que constituían las varias Quaestiones eran sacados a la luz en
emergencias particulares, dado que cada uno era aprobado para castigar un
tipo de actos que las circunstancias del momento volvían particularmente odiosos
o particularmente peligrosos, estas promulgaciones de ley no hacían la menor
referencia unas a otras, ni tampoco estaban relacionadas por un principio común.
Coexistían veinte o treinta diferentes leyes criminales, cada una con exactamente
el mismo número de Quaestiones para administrarlas. Durante la República, no
hubo ningún intento de fusionar en uno estos cuerpos judiciales distintos, o de dar
una cierta simetría a las disposiciones de los estatutos que los nombraba y definía
sus deberes. El estado de la jurisdicción criminal romana en este periodo
mostraba cierto parecido a la administración de reparaciones civiles en Inglaterra
en el periodo en que los tribunales ingleses de Derecho Consuetudinario todavía
no habían introducido las aseveraciones ficticias en sus ejecutorias que les
permitían rebasar el terreno propio de cada uno. Al igual que las Quaestiones, los
Tribunales Superiores de Justicia (the Courts of Queen's Bench), los Tribunales
Ordinarios (Common Pleas) y el Tribunal de Hacienda (Exchequer), eran todos
emanaciones teóricas de una autoridad superior, y cada uno abarcaba casos
que caían bajo su especial jurisdicción. El problema es que las Quaestiones eran
muchas más de tres y era más difícil discernir los actos que caían bajo la
jurisdicción de cada Quaestio que distinguir entre la competencia de los tres
tribunales de Westminster Hall. La dificultad de trazar una línea exacta entre las
esferas de las diferentes Quaestiones hacía de la multiplicidad de tribunales
romanos algo más que un mero inconveniente; pues leemos con gran asombro
que cuando no estaba claro bajo qué descripción general caían las supuestas
ofensas de un individuo, podía ser acusado inmediata o sucesivamente ante
varias comisiones diferentes, si por casualidad una de ellas se declaraba
competente para condenarlo. Aunque el fallo de culpabilidad por parte de una
Quaestio dejaba sin jurisdicción al resto, la absolución de una no podía aducirse
como una razón válida ante la acusación de otra. Esto iba en contra del Derecho
Civil romano, y es seguro que un pueblo tan sensible como el romano a las
anomalías legales (o, como decían ellos mismos, a las inelegancias), no lo
habrían tolerado por mucho tiempo si no hubiera sido que la historia de las
Quaestiones hacía que las considerasen más como instrumentos temporales en
manos de facciones que como instituciones permanentes para la corrección del
crimen. Los emperadores pronto abolieron esta multiplicidad y conflicto de
Jurisdicciones, pero es curioso que no acabasen con otra singularidad del
derecho criminal que guarda una estrecha relación con el número de tribunales.
Las clasificaciones de los crímenes que contiene el Corpus Juris de Justiniano son
muy caprichosas. Cada Quaestio se había limitado, de hecho, a los crímenes
cometidos bajo la jurisdicción que le otorgaba su carta constitucional. Estos
crímenes, sin embargo, se habían clasificado juntos en el estatuto original porque
se daba la casualidad de que exigían simultáneamente castigo en el momento
de aprobarse. Por tanto, no tenían necesariamente nada en común; pero el
hecho de que constituyesen el asunto peculiar de los juicios de una Quaestio en
particular quedó naturalmente grabado en la atención pública, y tan inveterada
se hizo la asociación entre las ofensas mencionadas en el mismo estatuto que, a
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pesar de los intentos formales de Sila y del emperador Augusto para consolidar el
derecho criminal romano, el legislador conservó la vieja clasificación. Los
estatutos de Sila y Augusto formaron la base de la jurisprudencia penal del
Imperio y nada más extraordinario que algunas de las clasificaciones que le
legaron. Bastará con dar un solo ejemplo: el perjurio era siempre clasificado junto
con cortaduras, heridas y envenenamiento, sin duda a causa de una ley de Sila:
la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis, que había otorgado jurisdicción sobre
estas tres formas de crimen a la misma Comisión Permanente. Parece, asimismo,
que esta agrupación caprichosa de los crímenes afectó el modo de hablar
vernáculo de los romanos. La gente cayó en el hábito de designar todas las
ofensas enumeradas en una ley de acuerdo al primer nombre de la lista, lo que
indudablemente dio un estilo sui generis al tribunal legal encargado de juzgarlas.
Todas las ofensas vistas por la Quaestia De Adulteriis serían, por tanto,
denominadas Adulterios.
Me he extendido en la historia y características de las Quaestiones romanas
porque la formación de una jurisprudencia criminal no se halla mejor
ejemplificada en ninguna otra parte. Las últimas Quaestiones fueron añadidas por
el emperador Augusto y desde entonces los romanos contaron con un derecho
criminal tolerablemente completo. Paralelamente a su crecimiento, el proceso
análogo había continuado -el que he denominado conversión de agravios en
crímenes- pues, aunque la legislatura romana no acabó con la reparación civil en
los casos de las ofensas más nefandas, ofrecía a la víctima la compensación que
aquella con toda seguridad prefería. Sin embargo, aun después de que Augusto
había completado su legislación, varias ofensas continuaron siendo consideradas
como agravios que, en las sociedades modernas, son vistas exclusivamente
como crímenes. Estos agravios tampoco se volvieron criminalmente castigables
hasta una fecha posterior pero incierta, durante la cual el derecho comenzó a
anotar un nuevo tipo de ofensas que las recopilaciones denominan crimina
extraordinaria. Se trataba, sin duda, de un tipo de actos que la teoría de la
jurisprudencia romana trataba meramente como agravios; sin embargo, el
sentimiento creciente de la soberanía de la sociedad se rebelaba en contra del
hecho de que el delincuente no recibiese más castigo que el pago monetario de
los daños y, según el caso, parece haberse permitido a la persona agraviada, si
así lo deseaba, demandarlos como crímenes extra ordinem, esto es, un modo de
reparación que de una manera u otra se apartaba del procedimiento ordinario.
La lista de crímenes del Estado romano, a partir del periodo en que los crimina
extraordinaria fueron reconocidos por primera vez, debe haber sido tan larga
como en cualquier comunidad del mundo moderno.
Carece de sentido describir minuciosamente el modo de administrar justicia
criminal en el Imperio Romano, pero una cosa es importante: su teoría y práctica
han ejercido un peso enorme en la sociedad moderna. Los emperadores no
abolieron las Quaestiones de inmediato y, al principio, confiaron al Senado una
extensa jurisdicción criminal, en el que, por muy servil que se mostrara, el
emperador no era más que un senador como el resto. Pero el príncipe reclamó
desde el inicio algún tipo de jurisdicción criminal colateral, y esto, a medida que
disminuyeron los recuerdos de la República libre, tendió a ir en aumento a costa
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de los viejos tribunales. Gradualmente, el castigo de los crímenes fue transferido a
los magistrados, nombrados directamente por el emperador, y los privilegios del
Senado pasaron al Consejo Privado Imperial que se convirtió asimismo en el
tribunal de apelación. Bajo esta influencia se formó la doctrina, familiar entre
nosotros, de que el Soberano es la fuente de la justicia y el depositario de toda
indulgencia. No fue tanto fruto de la creciente adulación y servilismo cuanto
producto de la centralización del Imperio que, por esta época, se había
perfeccionado. La teoría de la justicia criminal había completado el círculo y
había llegado casi al punto del que había partido. Había comenzado en la
creencia de que la comunidad colectiva tenía la responsabilidad de tomar en sus
manos la venganza de los agravios hechos en su contra, y terminó en la doctrina
de que el castigo de los crímenes pertenecía de una manera especial al
soberano como representante y mandatario de su pueblo. La nueva idea difería
de la antigua por el halo de veneración y majestad que la protección de la
justicia otorgaba a la persona del soberano.
Este punto de vista tardío de los romanos acerca de la relación de soberano y
justicia ayudó a evitar que las sociedades modernas pasasen por la serie de
cambios de los que he hablado al trazar la historia de las Quaestiones. En el
derecho primitivo de casi todas las razas que han poblado Europa Occidental
existen vestigios de la noción arcaica de que el castigo de los crímenes
pertenece a la asamblea general de hombres libres, y hay algunos Estados -se
dice que Escocia es uno de ellos- en los que el origen de la judicatura existente
puede ser trazado a un comité del cuerpo legislativo. Pero el desarrollo del
derecho criminal se vio acelerado por dos causas: el recuerdo del Imperio
Romano y la influencia de la Iglesia. De una parte, la tradición sobre la majestad
de los Césares, perpetuada por la ascendencia temporal de la Casa de
Carlomagno, rodeaba a los soberanos de un prestigio que un simple jefe bárbaro
no podía haber adquirido de otro modo, y le comunicaba al más insignificante
potentado feudal el carácter de guardián de la sociedad y representante del
Estado. De otra, la Iglesia, en su deseo de poner fin a las atrocidades más
sangrientas, trataba de obtener autoridad para castigar las fechorías más graves,
y la encontró en los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan aprobatoriamente
de los poderes de castigo que detentaba el magistrado civil. Se apelaba al
Nuevo Testamento para probar que los gobernantes seculares existen para
inspirar terror a los malhechores y al Antiguo Testamento por dictar que El que a
hierro mata, a hierro muere.
Creo que no hay duda alguna de que las ideas modernas sobre el asunto del
crimen se basan en dos suposiciones mantenidas por la Iglesia en la Edad Media:
primero, que cada gobernante feudal podía asimilarse a los magistrados romanos
de los que hablaba San Pablo, y, segundo, que las ofensas que debía castigar
eran las mismas que prohibían los Diez Mandamientos de Moisés o, más bien las
que la Iglesia no reservaba bajo su propia jurisdicción. La herejía (supuestamente
incluida en el primer y segundo mandamiento), el adulterio y el perjurio eran
ofensas eclesiásticas y la Iglesia solamente admitía la cooperación del brazo
secular para infligir penas más severas en casos de agravamiento extraordinario.
Al mismo tiempo, enseñaba que el asesinato y el hurto en sus varios aspectos
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caían bajo la jurisdicción de los gobernantes civiles, no por su posición sino por
mandato expreso de Dios.
Hay un pasaje en los escritos del rey Alfredo (Kemble, ii,209) que muestra con
extraordinaria claridad la pugna de las distintas ideas que prevalecían en su
época sobre el origen de la jurisdicción criminal. Alfredo la atribuye en parte a la
autoridad de la Iglesia y, en parte, la del Witan y demanda la misma inmunidad
contra las reglas ordinarias por traición al amo como la que el Derecho Romano
sobre la Majestas había asignado por traición al César. Después de esto, escribe,
sucedió que muchas naciones recibieron la fe de Cristo y se reunieron muchos
Sínodos en la Tierra y entre la raza inglesa también, después de que hubieron
recibido la fe de Cristo de manos de sus sagrados obispos y de su eminente Witan.
Entonces ordenaron que, por la misericordia que Cristo había enseñado, los
señores seculares, con su permiso, podían sin pecado recibir por cada delito el
bot en dinero que ellos mismos ordenaran; excepto en casos de traición al señor,
a la que no se atrevieron a asignar ninguna gracia porque Dios Todopoderoso no
otorgaba ninguna a los que lo despreciaban, tampoco Cristo la otorgó a los que
lo vendieron, y Él ordenó que un señor debía ser amado como Él mismo.