El discurso político como discurso retórico.

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EL DISCURSO POLÍTICO COMO DISCURSO RETÓRICO. ESTADO DE LA CUESTIÓN David Pujante EL MARCO TEÓRICO ACTUAL DE LOS ESTUDIOS SOBRE EL DISCURSO. EL LUGAR DE LA RETÓRICA En estos últimos años nos estamos encontrando, por parte de los estudiosos de cualquiera de las manifestaciones del lenguaje (desde las variedades estándares a las más sofisticadas construcciones poéticas), con la renuncia casi generalizada a enunciar teorías que globalicen estos fenómenos. Posiblemente el exceso formalista del siglo, especialmente poderoso al comienzo de cada una de sus dos cincuentenas (formalismo y neoformalismo), y el (al parecer de muchos) escaso provecho de su balance final han inducido a un alejamiento temeroso de cualquier explicación de tipo general. Han sido tiempos de “pensamiento débil” en Europa y su reflejo en la América anglosajona se ha dejado notar a través del magisterio de ciertos intelectuales de pensamiento relativista, trasvasados con éxito al otro lado del Atlántico, como es el notable caso de Derrida. Este ámbito americano en realidad había sido ajeno a la tradición del pensamiento teórico y personalidades como la de Chomsky (que surge a finales de los años 50; las Estructuras sintácticas son de 1957) resultaban sin duda algo singular frente a la habitual postura del estudio empirista, en la línea de Sapir o de Bloomfield. La continuación europea de la línea chomskiana, a partir no del propio Chomsky, sino del punto de arranque de algunos de sus continuadores y discípulos americanos, la representó la conocida Lingüística textual, que frente a la tradición sentencial tomó como unidad de estudio el texto, delimitado y definido por la coherencia textual, manifiesta formalmente en una serie de mecanismos lingüísticos de cohesión. El grado de formalización logrado por esta teoría del texto nos lo muestran los estudios de T. A. van Dijk y J. S. Petöfi (Dijk, 1972; Petöfi, 1975). Esta línea configura de manera especial la historia de parte de la más reciente teoría literaria en España, debido a las aportaciones que a la teoría textual y a la teoría crítico-literaria textual han hecho dos teóricos españoles todavía en activo, A. García Berrio (García Berrio, 1977: 119 ss; Petófi/García Berrio, 1979) y T. Albaladejo (Albaladejo, 1981; 1982). Han sido estos mismos profesores los que han mostrado (dentro del marco de las teorías del texto), uniéndose a las reflexiones al respecto del propio van Dijk (Dijk, 1983: 109-140), la capital importancia de la antigua teoría retórica como venero de una actual teoría del discurso (García Berrio, 1984; Albaladejo, 1989). Ninguno de ellos propone una exhumación de la vieja teoría retórica, reimplantándola simple y directamente, ni siquiera una complementación y perfeccionamiento (en la línea practicada por el Grupo µ (Grupo µ, 1977; 1987)), sino una reinterpretación actualizada de los aspectos todavía valorables de la misma, una íntima colaboración entre retórica y poética lingüística como vía para la constitución de una retórica general viable (García Berrio, 1984: 14, 23 ss.). Cuando en el año 1984 escribe García Berrio sus reflexiones sobre los posibles diversos modos o niveles de

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EL DISCURSO POLÍTICO COMO DISCURSO RETÓRICO.ESTADO DE LA CUESTIÓN

David Pujante

EL MARCO TEÓRICO ACTUAL DE LOS ESTUDIOS SOBRE EL DISCURSO. EL LUGAR DE LA RETÓRICA

En estos últimos años nos estamos encontrando, por parte de los estudiosos de cualquiera de las manifestaciones del lenguaje (desde las variedades estándares a las más sofisticadas construcciones poéticas), con la renuncia casi generalizada a enunciar teorías que globalicen estos fenómenos. Posiblemente el exceso formalista del siglo, especialmente poderoso al comienzo de cada una de sus dos cincuentenas (formalismo y neoformalismo), y el (al parecer de muchos) escaso provecho de su balance final han inducido a un alejamiento temeroso de cualquier explicación de tipo general. Han sido tiempos de “pensamiento débil” en Europa y su reflejo en la América anglosajona se ha dejado notar a través del magisterio de ciertos intelectuales de pensamiento relativista, trasvasados con éxito al otro lado del Atlántico, como es el notable caso de Derrida. Este ámbito americano en realidad había sido ajeno a la tradición del pensamiento teórico y personalidades como la de Chomsky (que surge a finales de los años 50; las Estructuras sintácticas son de 1957) resultaban sin duda algo singular frente a la habitual postura del estudio empirista, en la línea de Sapir o de Bloomfield.

La continuación europea de la línea chomskiana, a partir no del propio Chomsky, sino del punto de arranque de algunos de sus continuadores y discípulos americanos, la representó la conocida Lingüística textual, que frente a la tradición sentencial tomó como unidad de estudio el texto, delimitado y definido por la coherencia textual, manifiesta formalmente en una serie de mecanismos lingüísticos de cohesión. El grado de formalización logrado por esta teoría del texto nos lo muestran los estudios de T. A. van Dijk y J. S. Petöfi (Dijk, 1972; Petöfi, 1975). Esta línea configura de manera especial la historia de parte de la más reciente teoría literaria en España, debido a las aportaciones que a la teoría textual y a la teoría crítico-literaria textual han hecho dos teóricos españoles todavía en activo, A. García Berrio (García Berrio, 1977: 119 ss; Petófi/García Berrio, 1979) y T. Albaladejo (Albaladejo, 1981; 1982). Han sido estos mismos profesores los que han mostrado (dentro del marco de las teorías del texto), uniéndose a las reflexiones al respecto del propio van Dijk (Dijk, 1983: 109-140), la capital importancia de la antigua teoría retórica como venero de una actual teoría del discurso (García Berrio, 1984; Albaladejo, 1989). Ninguno de ellos propone una exhumación de la vieja teoría retórica, reimplantándola simple y directamente, ni siquiera una complementación y perfeccionamiento (en la línea practicada por el Grupo µ (Grupo µ, 1977; 1987)), sino una reinterpretación actualizada de los aspectos todavía valorables de la misma, una íntima colaboración entre retórica y poética lingüística como vía para la constitución de una retórica general viable (García Berrio, 1984: 14, 23 ss.). Cuando en el año 1984 escribe García Berrio sus reflexiones sobre los posibles diversos modos o niveles de

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colaboración de los inventarios retóricos y las disciplinas de investigación textual-literaria, ya está en plena crisis la formalización de las ciencias humanas; pero incluso en plena crisis, consciente como es del hecho, afirma García Berrio que .no puede dudarse de la eficacia con que la Poética formal ha cubierto los objetivos que ha abordado [....] La clave fundamental a mi juicio de esa eficacia reside -sigue diciendo García Berrio- en la profundización de la Lingüística [...] en la naturaleza formal del lenguaje, y en su capacidad de articularlo, a diferencia de la Retórica y la Gramática clásicas, en un entendimiento general» (García Berrio, 1984. 24).Pero los finales años noventa poco tienen que ver con pasados años de confianza en grandes construcciones teóricas. Si leemos hoy las aportaciones de T. A. van Dijk (Dijk, 1988: 215-254; 1991; 1995: 17-33), ponemos comprobar su abandono de aquellas pretensiones teóricas globales. Se diría que hay una tendencia generalizada a pensar que lo más eficaz es atenerse a los números, a las estadísticas, a las aplicaciones. Dentro le los estudios lingüísticos, parece que se miran entre sí con recelo los que se atienen al dato del laboratorio (fonetistas, por ejemplo), al dato de la estadística (sociolingüistas) o a la aplicación (lingüística computacional) y aquellos otros que navegan por el etéreo mundo del análisis del discurso, perdidos entre mil disciplinas distintas, carentes de una poderosa mecánica analítica; reduciendo su trabajo, en muchas ocasiones, a un comentario de textos impresionista.

En lo que respecta al estudio concreto del discurso político, le es aplicable lo mismo que acabo de exponer respecto al discurso en general. Pocas son las aportaciones con solidez teórica que se nos ofrecen en la actualidad, aunque no carecemos de interesantes y sugeridores análisis parciales (Ehlich, 1989; Wodak/Menz (eds.), 1990; Grewenig, 1993): estudios sobre campañas presidenciales en los Estados Unidos o algunos otros llevados a cabo en momentos comprometidos de la política europea, como es el caso «Waldheim» en Austria (Gruber, 1991; 1993). Las más interesantes aportaciones que conozco en el terreno de la teorización del discurso político actual y su inserción en el marco de la recuperación retórica, llevadas a término por lingüistas o estudiosos de la comunicación, van a ser objeto de atención en este trabajo. Conjuntamente realizaré un análisis crítico del mecanismo retórico de construcción del discurso según las clásicas cinco operaciones retóricas, análisis que ofrezco como mi personal aportación reflexiva a la línea de integración actual de retórica y modernas disciplinas del discurso. Básico resulta considerar las dificultades a la hora de definir en la actualidad con nitidez dichas operaciones, por la dificultad de su adaptación y por las contradicciones evidentes en el desarrollo de los tratados retóricos que han llegado hasta nosotros. Inestimable resulta para un estudio así el tratado de Quintiliano Instituciones retóricas (Quintiliano, 1970), por su carácter de enciclopedia que recoge todo el pensamiento de los retóricos de la Antigüedad, frente a la ausencia y carencia que sufrimos de los textos de los verdaderos sofistas (Jaeger, 1967: 279; Solana, 1996: 15), y frente a retóricas hechas por filósofos, con historial antirretórico, como es el caso de la Retórica de Aristóteles.

En la necesidad de aunar diferentes disciplinas (lingüística, teoría de la comunicación o antropología), a la hora de afrontar el estudio del discurso político, parecen ponerse de acuerdo estudiosos de una y otra margen del Atlántico. Por una parte, tal planteamiento se muestra como un deseo de rigor (no queriendo dejar olvidado ningún aspecto del problema), como una labor colectiva, interdisciplinar de gran futuro; pero, por otra, tal ambición frena constantemente cualquier intento sectorial

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(entendido como un atrevimiento) para lograr una explicación globalizadora, para ofrecer una metodología efectiva.

El renaciente interés por la vieja teoría retórica es un hecho no sólo en las universidades del mundo entero (Gill/Whedbee, 1997) o en los que deberían ser naturales ámbitos de su tradición, como los del derecho y la política, sino en otros de carácter social, organizaciones no gubernamentales, escuelas de periodismo y hasta en los ámbitos de la economía (McCloskey, 1990). Dicho interés podría contribuir a la superación del bache teórico, a la superación de la incapacidad globalizadora a la que se enfrenta el final de siglo. De hecho, múltiples estudios atomizados sobre el discurso político retoman aspectos retóricos como base de su trabajo, trabajo en el que se nota el deseo de unas concusiones generales. Son innumerables los estudios sobre figuras retóricas y tropos en los discursos políticos. Sobre la mecánica metafórica hay importante bibliografía actual (Chilton/Ilyin, 1993; Chilton/Lakoff, 1995; Musolff, 1995; Schäffner, 1993; 1995; Thorborrow, 1993). Pero nadie formula una teoría nueva general sobre estos procedimientos retóricos.

Nadie se ha puesto a elaborar un equivalente a la poderosa mecánica de construcción del discurso que representó la vieja retórica. En parte por ignorancia, durante siglos se ha limitado el saber sobre retórica a la operación elocutiva, y los trabajos sobre estos exclusivos aspectos con los que nos encontramos en la actualidad son hijos de esa concepción lastrada, reduccionista del complejo mecanismo retórico. Pero dejando al margen el asunto del reduccionismo secular, hoy no es deseable hacer una exhumación de esta disciplina antigua para reemplearla tal cual. Sería absurdo. Los discursos de hoy en día puede que en su construcción textual se asemejen a los de antaño, pero la compleja situación creada por los medios de comunicación han convertido el viejo entorno actuativo de los oradores en un foro múltiple, con públicos muy variados recibiendo un mismo discurso. Ni el perfil del orador, ni el variado nivel de los públicos que escuchan, ni la compleja red del mundo de las comunicaciones a distancia, en los distintos países del mundo, permiten readaptar sin más el viejo mecanismo oratorio.

Pero no sólo la ignorancia o lo inapropiado de la exhumación monumentalista de la vieja retórica son las causas de la desatención al poderoso mecanismo discursivo-retórico. Pienso que incluso entre los que creen en el poder de la teoría analítica y confectiva del discurso hay dudas sobre la realización de una retórica general moderna. Posiblemente lo costoso de su construcción no compense los logros que se deriven de tan magna tarea. Estamos acostumbrados en este siglo al desajuste entre idea y objeto dentro de la obra de arte. Todas las vanguardias nos han acostumbrado a valorar la intención del autor por encima de su realización. Muchas veces la idea ha sido lo interesante, careciendo de interés llevarla a término (Eco, 1970: 157 ss.). Esta misma concepción vanguardista ha inspirado el proceder de los viejos filólogos, convertidos a lo largo de este siglo más en teóricos, en poetólogos, que en críticos. Es el siglo de los formalismos, es el siglo de la lingüística. Quizás sólo un espíritu así podía propiciar la tarea de la actualización retórica. Pero semejante espíritu precisamente casi está perdido a finales del siglo XX. Posiblemente la realización de una nueva retórica general quede también en una magnífica idea no llevada a término.

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Hay otros muchos problemas que impiden hoy una actuación conjunta en pro de una teoría general. Los trabajos que nos llegan de la América de habla inglesa carecen del carácter crítico que requiere todo estudio sobre un discurso ideológico, como es el discurso político. La ausencia en su entorno cultural y universitario de la figura del intelectual los incapacita para ello. Más bien tendríamos que ceñirnos al ámbito europeo cuando queramos contar con ese importante factor. Sin embargo dejando aparte la tradición empirista, en algunas universidades estadounidenses han realizado su labor importantísimos nombres que lo son sin duda para la reformulación actual del fenómeno sofista y del significado del homo rhetoricus (Fish, 1992). Estas aportaciones, nacidas del relativismo cultural encabezado por el filósofo Derrida, no podríamos obviarlas ni siquiera en un trabajo como éste, de un carácter muy distinto, y ello precisamente por la incidencia que tales aportaciones tienen en la redefinición de las operaciones retóricas.

El DISCURSO POLÍTICO ACTUAL Y SU CARACTERIZACIÓN RETÓRICA

Según el conocido texto de la Retórica de Aristóteles que clasifica los discursos oratorios (Aristóteles, Retórica: 1358a37-1358b8), todo discurso consta de tres elementos básicos, que son el emisor (la persona que habla), en primer lugar, y otros dos elementos que aparecen considerados desde el punto de vista de ese primer elemento: el asunto sobre el que habla el emisor y la(s) persona(s) a quien(es) habla de dicho asunto. Aunque Aristóteles no lo lleve a sus últimas consecuencias, hemos de decir que aquello sobre lo que se habla y la manera de atender y de entender al oyente vienen teñidos inevitablemente por el carácter del emisor. Esta relación dependiente no debemos olvidarla, dada la importancia que adquiere la imposibilidad de considerar por separado estos elementos de discurso.

Siguiendo con el texto aristotélico (nadie mejor que Aristóteles cuando de construcciones clasificatorias se trata), el filósofo nos dice que el fin del discurso oratorio se refiere al receptor u oyente. Y es precisamente fijándose en el receptor u oyente como realiza su división en discurso deliberativo, discurso demostrativo y discurso judicial. Clasificación que va a aparecer a partir de entonces en la mayoría de los tratados de retórica que se hagan Para Aristóteles, si los oyentes son simplemente espectadores que juzgan sobre la habilidad de un orador, nos encontramos ante un discurso demostrativo, sea laudatorio o de vituperio. Es el tipo de discurso que prevaleció cuando el discurso oratorio perdió el sentido político que bahía tenido en la democracia ateniense o en la república romana (Marrou, 1985). Desaparecida su relación con el gobierno de la polis, el discurso reduce su razón de ser a la habilidad que despliega un conferenciante para admirar a su público a la hora de exponer las excelencias de cualquier tema, literario, cultural en general o incluso nimio pues se puso de moda la defensa de pequeños asuntos, algo similar a si hoy construyéramos un discurso defendiendo las excelencias del pañuelo de, papel, la excelencia del kleenex).

Cuando los oyentes son árbitros del discurso, puede suceder que juzguen sobre cosas ya sucedidas, del pasado; o bien que decidan sobre cosas futuras En el primer caso, cuando nos encontramos con un discurso realizado con la finalidad de que un juez o unos jueces decidan a favor de nuestra manera de ver cierto asunto del

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pasado, estarnos realizando un discurso judicial. Son los discursos que se realizan habitualmente en los tribunales de justicia, los que más tradición retórica tienen. Es precisamente el tipo de discurso que estudia Quintiliano por extenso (Quintillizo, 1976: 111, 9; 1976x: 1V, V; 1977: VI).

Cuando hay que decidir sobre asuntos futuros que afectan a las sociedades democráticas o a ciertos individuos que integran esas sociedades en las que discursos de esta índole son posibles, desde la grave decisión de participar en una guerra a la mínima decisión de subir una peseta la gasolina, nos encontramos ante lo que Aristóteles llama discurso deliberativo (o también conocido como discurso suasorio).

Podernos decir a la vista de esto que los discursos políticos pueden ser de los tres tipos. Tres tipos que no son clasificaciones puras, sino que pueden dar origen a distintos discursos híbridos. Es la tipología que se seguirá en la tradición retórica y que plasmará en su tratado, recopilador de dicha tradición, Quintiliano, siguiendo a Cicerón (Cicerón, De oratore, Orator). Para Quitiliano, los géneros del discurso retórico, genera causarum son también el género laudatorio o demostrativo («quo laus ac uituperatio continetur (Quintiliano, 1976: III, 4, 12), del griego encomiástico y epidíctico); en segundo lugar, el género deliberativo; y, finalmente, el género judicial ”alterum est deliberatiuum, tertium iudiciale”. (Quintiliano, 1976: III, 4, 15)) Pero no se plantea en el texto de Quintiliano esta división de géneros desde la exclusiva perspectiva del tipo de oyente, de las especies de oyente; pues nos dice Quintiliano que hay quienes opinan que hablar es la materia del laudativo; que lo útil, la persuasión para, conseguir algo bueno, es materia del deliberativo (también llamado “suasorio”, (Quintiliano, 1976: 11, 10, 1); y lo justo es materia del judicial (Pujante, 1996). Pero todos los géneros se ayudan mutuamente: “Stant enim quodam modo mutuis auxiliis omnia; nam et in laude iustitia utilitasque tractatur, et in consiliis honestas, et raro iudicialem inueneris causam, in cuius non parte aliquid eorurn, quae supra diximus, reperiatur”. (Quintiliano, 1976: 111, 4, 16).

Siguiendo a Aristóteles, Albaladejo hace una clasificación retórica de los discursos políticos actuales. Así pues (teniendo en cuenta el carácter, bien de mero espectador o bien de juez, que puede tener el oyente, en cosas políticas pasadas o futuras), nos dice que los discursos electorales y los discursos parlamentarios en general pertenecen al género deliberativo (los oyentes toman decisiones sobre asuntos futuros). En el caso de los discursos parlamentarios de carácter conmemorativo, estamos ante discursos del género demostrativo. Pero tampoco podemos olvidar los discursos parlamentarios en los que los oyentes tienen que decidir a propósito de cosas pasadas (Albaladejo, 1996). En este último caso nos encontramos ante el más desarrollado, según la tradición estudiosa, de los géneros retóricos: el judicial. Y en él entrarían discursos como el anual Debate sobre el Estado de la Nación, donde se enjuicia la actuación pasada del gobierno. Se puede observar, en el análisis de los discursos que constituyen los Debates sobre el Estado de la Nación, que suelen seguir el esquema propuesto por la tradición retórica para los discursos judiciales. Parte del Proyecto de Investigación Análisis del Discurso Público (ADPA) -recogido en Informe sobre Recursos Lingüísticos para el Español (II). Corpus escritos y orales disponibles y en desarrollo en España, Instituto Cervantes, 1996, p. 74-, proyecto que nos ha subvencionado la Xunta de Galicia, durante cuatro años, a unas serie de

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profesores de Lingüística y de Teoría de la Literatura de la Universidad de La Coruña (XLIGA 104021396), se ha ocupado del estudio de las estructuras retóricas de los discursos políticos en la actual democracia española, y ha fraguado en trabajos como “Discurso político en la actual democracia española”. (Pujante/Morales, 1996-1997: 39-75), cuya primera versión se presentó en el 5th International Pragmatics Conference (México, julio de 1996).

El carácter complejo del conjunto de oyentes de un discurso político, entre los que se pueden y se suelen hallar receptores de distinta índole, hace distinguir a Albaladejo entre persuadir y convencer (Perelman/Olbrechts-Tyteca, 1989; Albaladejo, 1994, 1996). El orador procura persuadir a los miembros de las asambleas políticas (para que actúen en consecuencia) y convencer (hacer creer, sin el inmediato, subsiguiente proceso actuativo, por carecer en ese momento de poder decisorio) a los otros miembros de la sociedad que lo escuchan para que cambien su modo de opinar. Con esta distinción de Albaladejo se atiende al complejo conjunto de receptores, a ciertas diferencias entre discursos políticos (discurso parlamentario/discurso electoral) y a ciertas estrategias discursivas que estudiaremos en el último apartado de este trabajo. Debemos, sin embargo evitar con esta distinción el peligro de perpetrar la vieja diferencia, de origen filosófico, entre filósofos y sofistas: los sofistas persuadían con añagazas sin necesidad de convencer con razones (Romilly, 1997; 1997a: 92 ss.; Solana, 1996: 15 ss.). Hay oradores, nos dicen los viejos filósofos, que inducen a actuar sin convencer razonadamente. Tras este planteamiento filosófico, para el descrédito de los sofistas, se halla el problema irreductible de la concepción filosófica (homo serious) frente a la retórica (homo rhetoricus) (Fish, 1992: 273 ss.; Pujante, 1996: ?0-34). Quintiliano, cuando trata de la definición de la retórica con base en la persuasión, ya se da cuenta de las limitaciones filosóficas de la definición aristotélica (Quintiliano, 1976: 11, 78, n. 2; Aristóteles, Retórica: 10, n. 20). Dice que la definición aristotélica de retórica es que «la retórica consiste en inventar razones acomodadas para persuadir» (“Rhetorice est uis inueniendo omnia in oratione persuasibilia» (Quintiliano, 1976: 11, 15, 13). Esta limitación al ámbito inventivo (único lugar del significado) y el propio carácter de la definición (utilitarista pero no relativizadora) demuestran el punto de vista filosófico con que Aristóteles afronta la retórica. La reticencia de Quintiliano para con Aristóteles es importante, porque con ella nos hace ver, por una parte, el conflictivo asunto de la base persuasiva (clave de la lucha encarnizada de los filósofos contra los sofistas); y por otra, creo que también apunta su concepción compleja del mecanismo retórico, englobadora de todas las operaciones retóricas en la consecución del significado; concepción que el propio Quintiliano tenía como la apropiada al homo rhetoricus que pretendía ser (aunque en contradicción consigo mismo a veces).

IDEOLOGIA Y DISCURSO POLÍTICO. LAS COMPLEJIDADES DE LA OPERACIÓN LLAMADA "INVENTIO”.

Si hemos de hacer un estudio sobre el discurso político y su relación con la mecánica retórica, se impone comenzar por el más peliagudo de los problemas: la ideación del discurso. Incluido en el complejo problema que entraña redefinir la operación inventio (de lo que me ocuparé inmediatamente), es fundamental atender a la relación entre ideación e ideología. Ni siquiera al ciudadano más ajeno al juego

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político se le suele escapar que los hechos, cuando aparecen en el discurso de un político, están teñidos de una interpretación ideológica inevitablemente. No afronta nadie (político de profesión o no) los hechos del mundo de una manera neutra, porque no puede. Esta imposibilidad ya quedaba de manifiesto en la retórica antigua, donde el problema ideológico no aparecía planteado de manera explícita, pero era deducible del pensamiento relativista del homo rhetoricus, dispuesto siempre a situar el sentido de las cosas en unos parámetros variables de espacio y tiempo. Para dicha retórica clásica la razón misma del discurso la constituía la existencia inicial de un vacío (el caótico estado primero de los hechos), es decir, una necesidad de interpretación, y en la interpretación se inyectaba inevitablemente una personal manera de ver el mundo. Cuando Quintiliano nos habla del género judicial, nos dice que las causas a tratar se encuentran en un estado determinado (podemos dudar de que existan, podemos ignorar qué son, cómo son). Sólo la construcción discursiva que llevan a término las dos operaciones siguientes a la inventiva, la dispositiva y la elocutiva, permitirá dar un sentido a los hechos, dictaminar sobre la existencia o no de una causa, su definición y sus condicionantes.

Tratemos primero de la dificultad de redefinir la inventio (de la imposibilidad de entender la invención como la simple fragmentación de una parcela del mundo a intensionalizar, así como de la imposible consideración de manera independiente de las tres primeras operaciones retóricas en una lectura actualizada de la tratadística recepta); tratemos del discurso como construcción interpretativa de los hechos de origen; y hablemos especialmente de las aportaciones que a este respecto se han hecho recientemente en los estudios del discurso político, donde se hace inevitable el estudio sobre la ideología.

Es importante llegar a un acuerdo actual sobre el significado de una operación tan compleja como la inventio. Lo que tradicionalmente se ha considerado como la búsqueda de ideas y argumentos apropiados al esclarecimiento de una causa, presuponiendo la existencia de un referente cuyos elementos constituyen antes de su intensionalización textual una organización de sentido, no resulta tan evidentemente simple. El traslado desde lo extratextual a lo textual no es cuestión exclusivamente de reorganización del contenido extensional en contenido textual o textualizado, hay un cambio sustancial en el hecho mismo de crear un texto a base de un referente extratextual; hay un proceso de construcción de significado al confeccionar un texto, porque todo discurso sobre cualquier aspecto del mundo es una interpretación del mundo. Y elimino cualquier referencia a mundos imaginarios, porque nos movemos aquí en el discurso práctico de la polis, el discurso retórico.

Las palabras de Quintiliano al hablar de la operación inventio “in ea modo inuenienda” (Quintiliano, 1976: III, 1, 1; 1976a: V, 10, 54) son traducidas por Cousin al francés, por Butler al inglés, por Pérez i Durá al catalán como .método para encontrar los materiales del discurso (igualmente en la reciente traducción de Ortega Carmona (Quintiliano, 1996: 315)). Efectivamente, el término latino inventio significa la acción de encontrar, de descubrir; y también significa inventar. Una traducción latinizante, directa, llena de escollos es precisamente la de inventar, pues inventar en castellano es ambiguo. El inventor es una persona que da con el método para utilizar las leyes de la naturaleza de una manera antes no tenida en cuenta por nadie (así, Edison con la electricidad), pero también se considera inventor a quien

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crea de la nada (aunque, ¿es eso posible?).

Nos da luz sobre el sentido de la operación inventio la reflexión del propio Quintiliano sobre la llamada por algunos sexta parte de la retórica, el iudicium. Relacionado por algunos rétores con la inventio, porque se comienza por inventar y después se juzga, Quintiliano dice que no cree que se pueda inventar sin juicio. De los argumentos que son inconsistentes, de doble filo, estúpidos, se dice que no se han evitado y jamás que se hayan inventado. El juicio no puede quedar ajeno a la inventio, consiste en la decisión de incluir o eliminar determinados argumentos. Una decisión de este tipo entraña un diseño interpretativo, una selección de lo que parece pertinente más bien que un encuentro con las cosas.

Para complicar más el perfil de esta primera operación retórica aparece su inevitable ligazón con las operaciones dispositio y elocutio. Si los hechos del referente hay que interpretarlos haciendo un texto, un discurso que nos ofrezca el sentido de todo eso, la manera en que iluminemos semejante caos originario, los énfasis que hagamos en unos aspectos o en otros, pasan por las dos operaciones subsiguientes a la inventio.

Si pretendemos aplicar la retórica clásica a un actual estudio del discurso político, se hace inevitable su relación con los estudios sobre la ideología. Si construir un texto sobre unos hechos determinados es constituir un acto interpretativo, los aspectos ideológicos, las creencias personales no pueden quedar al margen. Pensemos en diferentes aspectos de la sociedad que conformamos. Un texto científico sobre cualquier asunto químico-físico no puede evitar en nuestros días fraguarse sobre el átomo, sobre su fisión y su fusión. Un texto sobre astronomía tendrá en su base el concepto de 'agujero negro'. Un texto sobre medicina se construirá sobre la actual concepción del cuerpo humano. Cualquier referencia a la piedra filosofal de los alquimistas, a los distintos cielos de la configuración ptolomeica y a los humores del cuerpo de la medicina antigua nos hará sonreír. Igualmente resulta fácil comprender la importancia de la ideología y las creencias en el terreno de la moral.

Cada ciencia, cada moral, cada religión, cada parcela del mundo en suma, se construye en cada época sobre expresiones típicas, sobre metáforas especiales. Una vez más nos sale al paso el entrelazado inevitable entre ideación y constitución discursivo-textual. Hablaremos en su momento de las metáforas arquetípicas. Como nos dice van Dijk: -The semantic operations of rhetoric, such as hyperbole, understatement, irony and metaphor, among others, have a closer relation to underlying models and social beliefs. (Dijk, 1995: 29). Esto hace que sea inseparable el acto inventivo de los actos dispositivo y elocutivo.

Ni Quintiliano ni ningún retórico de la Antigüedad tienen un equivalente a la expresión -the semantic operations of rhetoric- para referirse a empleos o creaciones tropológicos. La semántica parece reducirse a la operación inventiva, en una interpretación simplista del proceso constructivo del discurso retórico (interpretación, por lo demás, apoyada en la larga exégesis que los siglos posteriores han hecho, de la tratadística recepta, hasta llegar a nuestros días). Como nos hacen ver García Berrio y Albaladejo, .las operaciones retóricas implicadas en la construcción del texto del discurso (inventio, dispositio, elocutio) son sucesivas en el estudio teórico de la retórica, pero simultáneas en la realidad constructiva del discurso, en la práctica

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discursiva. Habría que añadir que no solamente son simultáneas en el acto confectivo, sino que se interrelacionan inevitablemente, se complementan, se construyen mutuamente. Esa porosidad hace que lo inventivo sea lo que es, en función de las soluciones elocutivas por las que optemos. Así, una metáfora racista o machista decide mucho en el ámbito inventivo de un discurso que trate sobre el problema de los negros o que se desenvuelva en el campo del feminismo. Esas metáforas amargas, deshumanizadoras, marginadoras son operaciones semánticas, operaciones en estrecha relación con la inventio. Pero el tratamiento concreto del mecanismo metafórico lo ampliaremos en el apartado siguiente.

Los recientes estudios sobre retórica que nos llegan del ámbito de la comunicación inciden en el carácter constructivo del significado por medio del discurso retórico. Hacen hincapié en el personaje retórico, en la audiencia implícita (de la que hablaremos en el último apartado de este trabajo), en el entendimiento del contexto y en las ausencias en el texto. Casi todos estos procedimientos nos los encontramos en la retórica tradicional, con nombres similares o diversos, pero en un nivel que aparenta ser ajeno a la construcción del significado. Hoy esto es ya imposible. El problema, contenido globalmente en la reinterpretación del sermo ornatus, va más allá de la consideración de un lenguaje especial, distinto, transnacional, dialecto potenciado del estándar; porque implica la configuración a través del lenguaje de un modo de entender el mundo. Lo que está ante nuestros ojos cobra un sentido a través del discurso que nos construimos para hablar de ello, para saber qué es, cómo es, en qué condiciones está. El status de las cosas nos lo explica el discurso que las trata. Veamos cómo en los estudios recientes, por una parte, los procedimientos retóricos constitutivos del discurso difícilmente se pueden adscribir a una sola de las operaciones retóricas; y, por otra, cómo se estudian dichos procedimientos en relación con la constitución del significado.

El análisis moderno de los textos de carácter retórico se detiene en la consideración de la persona retórica, es decir, la creación de un personaje que dice el texto retórico, como sucede en muchos casos de ficción literaria. Mann cuando crea el Doktor Faustus o Proust cuando crea Á la recherche configuran unos personajes (Serenus Zeitbioorn, Marcel) que cuentan la historia, siguiendo la tradición de Cervantes en el Quijote. Algo similar sucede en los discursos retóricos. Se crea un personaje retórico con unas características determinadas que aparece como la boca de la que sale el discurso, discurso que queda impregnado de dichas características, anulándose así la persona real que está en la base de todo. No es cuestión de reducir a un juego ficticio esto. Tampoco se reduce el entendimiento de esta estrategia discursiva a la vieja onomatopeya de carácter teatral, presente en la tratadística recepta y relacionada con la catarsis. Muchas vejes el personaje creado al constituir la persona retórica no es sino el modo como quiere verse reflejado en su auditorio el propio emisor del discurso. Tenemos textos de políticos en los que aparecen ante sus conciudadanos coro víctimas de unas circunstancias, en otras ocasiones aparecen corno vigorosos líderes. Este plantel de voces no tiene los mismos registros para todos los seres humanos. Un presidente de los Estados Unidos tiene una gran gama de posibilidades para construir su personaje retórico. No así una persona perteneciente a un grupo minoritario, oprimido, no considerado socialmente. Tiene en su caso gran dificultad para encontrar una voz reconocible como legítima (Foss, 1987; Gill/Whedbee, 1997: 166). La construcción del personaje retórico trasciende

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en ocasiones el ámbito concreto del discurso político, configurándose como un almohadillado para el mismo. Cuando Clinton se siente acorralado por el caso Lewinsky, constituye a la contra un personaje amante de lo que se entiende por más netamente americano, y así lo hemos podido ver últimamente en una imagen entrañable tocando con cierto encanto el saxo junto a un prestigioso pope del jazz.

Se habla también del entendimiento del contexto como elemento básico del análisis del texto retórico. Se dice que un tipo de conciencia, como la feminista, se crea en el cuerpo de un discurso (Carlson, 1992). El texto nombra el contexto, y con ello le da existencia. Existencia en el sentido de que nada que carezca de nombre existe. De nada de aquello en lo que antes no hayamos reparado, y en consecuencia nombrado, se tiene conciencia de que exista. Qué duda cabe que el cuerpo humano es una geografía más rica y llena de matices para un conocedor y estudioso de la anatomía que para cualquier otra persona. Parcelado el todo continuo de la realidad, se tiñe de interpretaciones de todo tipo. Unas partes gustan, otras no. Unas parecen dignas, otras no. Se construye una manera de ver el cuerpo, sus partes y su nobleza. Con todo es por igual. Pero la operación de nombramiento del mundo (contexto) puede seguir: puede operarse una renominación. Con los tiempos cambian las miradas de los humanos.

En esta misma línea podemos hablar de las ausencias en el texto retórico. Los silencios. Un ejemplo que ha interesado en este sentido en los Estados Unidos ha sido el tratamiento que la televisión hizo de las informaciones sobre la Guerra del Golfo (Reese/Buckalew, 1995). Los ejemplos de este tipo aparecen casi todos los días en la televisión. Uno de los más llamativos y recientes -por poner un ejemplo español- fue el distinto tratamiento que hicieron ciertas cadenas privadas frente a televisión española -sobre todo la primera de televisión (TVE-1)- del concierto-homenaje (10 de septiembre de 1997) a Miguel Ángel Blanco, el joven Diputado del Partido Popular asesinado en el País Vasco. Mientras que en las informaciones de Canal+ y de Antena3 se destacaban los incidentes fascistoides de dicho concierto -pitadas al cantante Raimon por utilizar el catalán (variante valenciana), al actor José Sacristán por leer un texto de Brecht, y también se criticaba la ausencia de ciertas organizaciones que han trabajado mucho sobre este problema frente al improcedente protagonismo desplegado por el gobierno-, en TVE-1 se silenciaban estos incidentes y las críticas al gobierno, y se ofrecía simplemente la crónica de un acto reivindicativo por la paz y la libertad.

Los silencios (ausencias) no debemos entenderlos unilateralmente como omisiones. Si no hablamos de algo, posiblemente se debe a que no lo consideramos relevante y no necesariamente a un deseo de escamotearlo (aunque sí que sea habitual esto último en los medios de comunicación). A la inversa y contra el silencio, el texto retórico se erige en el origen de la toma de conciencia respecto a asuntos que fuera, extratextualmente, no son estimados; con lo que forzamos al lenguaje a decir lo que hasta entonces o bien simplemente no expresaba o no lo hacía al menos con nitidez, quizás porque hasta ese momento la sociedad no se había sentido con la necesidad perentoria de expresarlo (entendimiento del contexto). El texto retórico, pues, no hemos de considerarlo una vez más, y como en una demasiado larga tradición, simplemente lugar de estrategias manipuladoras. Sin duda encierra las dos caras de la moneda. Pero, con un deseo esclarecedor o manipulador, lo importante es que el

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texto retórico construye un convincente sentido al caos primero (¿existe o no existe causa, es de un tipo determinado, hay o no hay culpa en el ejecutor?) al que nos enfrentamos con el hecho de crear dicho discurso. Sin embargo, esa construcción no puede ser algo puro, pues siempre se parte de unas creencias y de unos valores sociales con los que nosotros, los constructores de discursos, estamos a nuestra vez construidos: la episteme de Foucault, las configuraciones que dan lugar a las diferentes formas del conocimiento empírico (Foucault, 1968: 7). No quiere decir esto que estemos maniatados. Como manifestó P. de Man, el discurso retórico precisamente se caracteriza por ser el lugar en el que se muestran las contradicciones del logocentrismo, un espacio de luces y sombras, de ceguera pero también de vislumbre, donde se critican los límites que la episteme de una época impone a los discursos nacidos de ella. El discurso retórico es, frente al resto, un discurso autorreflexivo. Es el discurso más libre y el más inteligente (Man, 1990: 15 ss.), Por el hecho de ser un discurso abierto, con una validez temporal sometida siempre a revisión, asomado a la dialéctica, hijo de un espacio y un tiempo que cambiando modificarán también su validez, es el más interesante de los discursos, cercano en su labilidad (en el sentido de polivalencia) al discurso literario.

La propia construcción argumentativa (lo que los filósofos metidos a retóricos han considerado como el mejor modo instrumental para la consecución de la verdad) revela la existencia en todo discurso de unas creencias y unos valores que son comunes a toda la sociedad (Eemeren/ Grootendorst/Jackson/Jacobs, 1997; Olson/Goodnight, 1994). Es el caso, por ejemplo, de los entimemas, los silogismos abreviados (Martín 1974: 101; Pujante, 1996: 80), tal y como nos lo recuerdan Gill y Whedbee: “It is abbreviated because it omits a premise: the audience creates coherence in the incomplete argument by consciously or unconsciously supplying the missing link from the premises in their own belief system” (Gill/Whedbe, 1997: 171).Cuando estos argumentos incompletos no funcionan, se debe a que la audiencia no asume la premisa intermedia, ausente, y el argumento es recibido como algo incoherente. Con la construcción de entimemas (que implican presuposiciones siempre) muestra un orador los valores y creencias de la sociedad a la que pertenece o del grupo social en el que está inserto. Pero los límites epistemológicos dentro de los que los silogismos abreviados funcionan son un sistema de creencias y valores que precisamente consiguen romperse en el ámbito del discurso retórico, ya que este tipo de discurso permite crear expectativas distintas respecto a cualquier tipo de sistema establecido. Quiero decir que se da en todo discurso retórico una asunción de valores y creencias sociales determinados y a su vez la posibilidad de una crítica sobre los mismos.Podemos construir un entimema basado en un prejuicio racial contra los gitanos del tipo “Fulano es gitano. Por tanto, Fulano es un ladrón». La premisa omitida, .Todos los gitanos son unos ladrones, ya no funciona en ciertos sectores de la sociedad; si bien es cierto que cualquier español consideraría coherente el razonamiento y lo entendería (lo compartiera o no), porque dicha premisa aún pertenece al sistema de valores de nuestra sociedad. Pero hoy en día no resultaría uniforme la respuesta a este entimema, ya que el valor que representa está en entredicho; y en consecuencia su aparición en un discurso (aunque siempre sería coherente y cualquier español supliría con facilidad la premisa omitida) puede entrañar matices muy complejos. Según el uso que se haga de un entimema de este tipo, de inmediato se sabrá a qué grupo ideológico social pertenece quien hace tal

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argumentación. No basta, pues, con considerar la aparición pura y llana del entimema, habría que valorar también otros aspectos, como los de actio, para que el análisis fuera correcto. Puede, por ejemplo, emplearse el argumento con socarronería o de manera reticente, dando a entender lo contrario de lo que en realidad se está diciendo.

Los valores y las creencias varían mucho más en el terreno político que en el moral, en el religioso o en el social en general, aunque los grupos políticos están relacionados con ideologías siempre. Las muy cambiables apreciaciones que la sociedad hace de las actuaciones diarias de partidos o líderes permiten construir una serie de entimemas lábiles, es decir, frágiles, caducos, poco estables, que en cuestión de meses o a lo sumo un año ya no tienen validez alguna. Estos cambios tan rápidos convierten los análisis políticos de la prensa diaria en discursos igualmente envejecidos, sin valor e incluso incoherentes en un espacio de tiempo record. Basta asomarse al «caso Marey, como culminación actual de la pendulante valoración de la ética socialista para encontrarse en diarios y revistas, telediarios y tribunas de opinión política con una serie abundante de ejemplos de estos silogismos abreviados que presuponen valoraciones absolutas sobre el felipismo que hace unos años eran impensables salvo en posiciones políticas radicalmente enfrentadas al partido socialista

LA ELOCUTI. LOS ACTUALES ESTUDIOS SOBRE TROPOS Y FIGURAS RETÓRICAS EN EL DISCURSO POLÍTICO

Podemos decir que (fieles a la vieja tradición que reduce lo retórico a la exclusiva operación elocutiva) aún siguen en la actualidad centrándose gran parte de los estudios sobre retórica y discurso político en el análisis de los tropos y figuras. Pero no es posible ya por más tiempo desestimar la dificultad que entraña la neta diferenciación entre las tres primeras operaciones retóricas. Los más recientes estudios sobre la metáfora (Lakoff, 1987; Lakoff/Johnson, 1980; Chilton/Lakoff, 1995) sugieren que la metáfora juega un mayor papel en la retórica que el de mero aditamento ornamental al texto (Gill/Whedbee, 1997: 172-173). Sobre la crítica al concepto clásico de plus ornamental me extiendo ampliamente en mi libro sobre Quintiliano, al que remito para la interpretación que nos ha legado la tradición filológica, incluso la más reciente: la de Cousin, Ullmann y Lausberg entre otros (Pujante, 1996: 123 ss., 145 ss.).

Se centran muchos estudios actuales en el análisis, como decíamos, de los tropos y las figuras retóricas. Especialmente en el estudio del lenguaje metafórico del discurso político actual. Son metáforas que se emplean para despreciar al enemigo (así, Bush hablando de Saddam Hussein corno un Hitler; o ciertos políticos conservadores hablando de los políticos de la izquierda como .cabezas de chorlito. (Dijk, 1995: 30)). En esta misma línea, Campmany, en el ABC del 31 de julio de 1998, se refería al .ectoplasma flotante de Felipe González- (Campmany, 1998: 17). Pero también se estudia el empleo metafórico con otras finalidades: funciones ideológicas como la construcción de Europa (las metáforas arquitecturales estudiadas por Scháffner (Scháffner, 1993)), los diferentes modos de afrontar los gobiernos y la prensa el problema de los refugiados y de los inmigrantes (en este contexto se dan habituales

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metáforas de fluidos para enfatizar estos movimientos (Dijk, 1988)). O bien cuando se hace uso de metáforas para afrontar temas para los que la sociedad se muestra tan sensible como el de la seguridad en la calle o la seguridad y las relaciones internacionales (Thornborrow, 1993).

El planteamiento actual de los tropos y figuras en los analistas del discurso se diferencia profundamente del de la vieja retórica. Para aquélla, el inventario de tropos y figuras retóricas era un conjunto de procedimientos para embellecer el discurso. Al menos así ha sido considerado en la tradición interpretativa de lo que, con término acuñado por Albaladejo, podemos denominar la rhetorica recepta (Cousin, 1936; Ullmann, 1927; Martin, 1974; Lausberg, 1966-1968); a pesar de que se han alzado voces en busca de una mejor perfiladura de esta grosera interpretación, con base en el cambio radical que propiciaron los formalismos respecto a la visión de la lengua literaria (García Berrio, 1973: 111; García Berrio/Hernández, 1988: 71 ss.; Albaladejo,1989: 128; Pujante, 1996: 119-124, 144-150).

Van Dijk habla de operaciones retóricas de carácter semántico considerando así las hipérboles, los eufemismos, la ironía, la metáfora. Sin duda se refiere al hecho, por todos reconocido, de su procedencia del estudio retórico. Son retóricas porque proceden del viejo y consolidado inventario de tropos y figuras retóricas; son retóricas porque la retórica fue la primera en ponerles nombre y en categorizarlas; pero más allá de esa comunidad, resulta impensable unir bajo un mismo recuadro el eufemismo y la metáfora. Y también es imposible hacer cuadrar la denominación “the semantic operations of rhetoric” con las tradicionales operaciones retóricas. Colocados en la tradición, no sabríamos bien a qué lugar reducir lo semántico o bien por dónde repartirlo equitativamente. Las operaciones a las que se refiere denominándolas así son una serie de procedimientos elocutivos según la vieja concepción de la retórica. Procedimientos de ornato; procedimientos desentendidos (si no totalmente, casi) de los aspectos semánticos. Ciertamente, van Díjk las denomina retóricas por no tergiversar la tradición y lo vemos con toda claridad cuando más adelante, en este mismo trabajo habla de “retórica contemporánea”: “Similar tendencies may be observed in the contemporary rhetoric of the right-wing press when it writes about immigrants, minorities, refugees or white anti-racists” (Dijk, 1995: 29).

Por otra parte, van Dijk observa algo que no aparece en los tratados retóricos que han llegado hasta nosotros. La relación entre esas construcciones retórico-discursivas y los modelos subyacentes y las creencias sociales de quienes las llevan a cabo. El problema de la determinación del alcance de la operación inventio se complica. Si la invención, como habíamos dicho en apartado anterior, unida al juicio, es una selección de argumentos y una coherente interpretación de los hechos que se refleja en el discurso a través de las operaciones propiamente discursivas que son la dispositio y la elocutio, el problema de la interpretación de los hechos, del diseño interpretativo del caos de la realidad, no es algo simple. Tras la interpretación que pretendemos como camino de comprensión del mundo, como verdad en un tiempo y en un espacio, existe un inevitable conjunto de modelos subyacentes, de creencias sociales que nos complican la visión escueta, limpia, neutra de los hechos a interpretar. Lo tratamos ampliamente en otro lugar de este mismo trabajo.

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Es básico, es imprescindible, el estudio de la relación entre ideología y discurso, porque no es que se inocule una ideología determinada en el discurso, es que el discurso se construye, de manera inevitable, ideológicamente; y las manifestaciones tropológicas son un excelente campo de observación al respecto. Un ejemplo que recuerda van Dijk, y que se ha hecho paradigmático, es el del lenguaje del fascismo en su vertiente nazi. Uno entre otros. La propaganda nazi asoció a los comunistas, a los judíos y a otras etnias y minorías sociales con animales sucios o asquerosos (Ehlich, 1989). Más aún, el lenguaje nazi desnaturalizó la lengua alemana, como no dudaba en decir Steiner ya en 1959 (Steiner, 1990: 133). Según él, el nazismo encontró en el idioma lo que necesitaba para articular su salvajismo. Naturalmente, una lengua se vuelve máquina perversa no sólo por un uso metafórico del tipo antes señalado, sino cuando se le da de tal manera la vuelta a la expresión que se utiliza para denominar luz ala oscuridad y victoria a lo que es un desastre. No es de extrañar que luego se hagan imprescindibles poetas como P. Celan, difícil de entender fuera de su ámbito y el momento en que escribe su poesía.

Esta tendencia retorizadora explícita del lenguaje ha permanecido vigente en los escritos de la derecha. T. A. van Dijk los ha estudiado en la prensa conservadora británica de 1985 (Dijk, 1991). Y es posible encontrarla en la derecha española actualmente. Hemos de aclarar que llamo ahora retorización explícita a la aparición en el discurso de ciertos procedimientos retóricos evidentes, reconocibles como hijos de la tradición retórica parlamentaria decimonónica. Quizás con evocar un nombre evite muchas explicaciones: Castelar.

En el discurso de la reciente derecha española podemos observar que se desatiende la construcción del discurso en sus partes (la articulación en exordio, narración, partes argumentativas y conclusión) para centrarse en los aspectos elocutivos. Hemos hecho un estudio comparado ende la intervención de Felipe González y la réplica de José María Aznar, en el Debate sobre el Estado de la Nación de febrero de 1995 (fecha clave, bisagra importante en la política española actual), y hemos observado que el discurso de González, muy retórico por lo demás, está sin embargo desprovisto de aparato tropológico y figural, mientras que el de Aznar se remacha con todo tipo de imágenes y especialmente metáforas (Pujante/Mtorales, 1996-1997: 51-58). El discurso de la derecha, en el Parlamento o en los comentarios políticos de la prensa diaria (remito al artículo antes referido de Campmany), suele estar impregnada de una concepción decimonónica del parlamentarismo y sus manifestaciones lingüísticas. No se da una adaptación, una actualización; lo que convierte muchas de sus exposiciones en arcaicas, aunque en ocasiones consigan cierta brillantez expresiva. No ha comprendido la derecha española, que el discurso retórico es el discurso de la persuasión y que cada época tiene su particular modo de conseguirlo. No ha comprendido que la persuasión y la modernidad van siempre de la mano, porque no hay mayor enemigo de la persuasión que el acartonamiento, los arcaísmos o la impropiedad. No ha comprendido al parecer que las grandilocuencias parlamentarias del siglo pasado no son el mejor ejemplo retórico que nos ha legado la tradición.

La relación entre ideología y discurso se manifiesta en la metáfora y en general en el uso de tipos distintos de procedimientos elocutivos. Desmembrar todo esto es un

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error notorio. Los hechos son los hechos, pero no todo el mundo los ve, los sabe ver, los interpreta de la misma manera. La interpretación está ligada a la construcción del discurso y en dicha construcción se encuentran procedimientos tan importantes como las metáforas, que mostrarán a un judío como una rata miserable o como un hombre vejado injustamente en un campo nazi; que mostrarán a un negro como una escoria o como un ser humano sometido a la barbarie blanca; y puede mostrar a un inmigrado del tercer mundo como un peligro para el equilibrio social de nuestro mundo, como un peligro infiltrado, como una gotera que acabará anegando y reblandeciendo la techumbre y dejándonos en desamparo.

Hay críticos que hablan de metáforas arquetípicas (Osborn, 1967; Gill/Whedbee, 1997: 173- 174). Son metáforas que se utilizan durante generaciones para emitir el juicio que a una sociedad le merece cierto tipo de asunto. Las mujeres que se ocupan de la igualdad con el hombre se han interesado mucho en estos usos metafóricos, sobre todo con la intención de darles la vuelta a las metáforas arquetípicas sexistas. Durante años la mujer ha sido el descanso del guerrero, y, sin tanto aspaviento, ha sido su sostén. Ese aceptado carácter de segundo plano frente al protagonismo del hombre es una metáfora poderosísima que ha estado presente en el lenguaje social durante siglos. El lenguaje político se ha servido de ello, como ahora juega con las revisiones, con subvertir estas metáforas de fosilización ideológica. En esta línea se muestra la proliferación de mujeres-ministro en regímenes conservadores. En esta línea también hay que estudiar todas las actuaciones de los grupos feministas y de homosexuales en sus intervenciones políticas.

Otros muchos aspectos destacables en el ámbito elocutivo habría que considerar, como todos los relacionados con los aspectos estructural-temporales: los juegos con los tiempos narrativos, las pausas que crean expectación, todo ello relacionado con la idea saussureana de que el signo es lineal y nosotros lo experimentamos en el tiempo (Medhurst, 1987; Gill/ Whedhee, 1997: 170-171). También los aspectos de iconicidad dentro del discurso, que van mucho más allá de razones estéticas Una repetición paralelística cuando estamos haciendo una etopeya de alguien nos ofrece la imagen de una persona minuciosa, sin necesidad de explicitarlo. Existen interesantes estudios sobre las complejas formas de iconicidad que se crean en los discursos (Hawkes, 1977; Lakoff/Johnson, 1980; Leech/Short, 1981).

CONTEXTO Y DISCURSO. LA CONFIGURACIÓN FÍSICA DEL CONTEXTO MODERNO Y SU INFLUENCIA EN LA CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO POLÍTICO

También se hacen necesarias importantes precisiones a la vieja disciplina retórica en lo que respecta a la relación entre contexto y discurso, ya que el tiempo y el espacio cultural son elementos clave para la configuración de las estrategias retóricas. En la esencia de la retórica se encuentra esta relatividad y adaptabilidad a un tiempo y a un espacio distintos.

El contexto en el que se enmarca un determinado discurso retórico crea unas exigencias en el propio discurso que pasan por establecer su género y los límites de

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su efectividad. Igualmente, la audiencia (otro básico elemento contextual) y la credibilidad del rétor (político en nuestro caso) son aspectos a considerar en la relación entre discurso y contexto. Todos ellos han sido objeto de estudios recientes (Gill/Whedbee, 1997).

La definición de un texto como retórico pasa por su consideración pragmática. Un texto retórico responde a asuntos o problemas sociales e interacciona con ellos. Y el carácter retórico de un texto se obtiene precisamente de acontecimientos o situaciones específicas para las que el texto se crea y actúa. En consecuencia, uno de los elementos clave a estudiar, en un texto retórico, en relación con su contexto, es la finalidad (exigence): the historical events [...] are central to understanding the text. (Gill/Whedbee, 1997: 161). De igual modo es clave la audiencia a la que va dirigido el discurso, una audiencia que no sólo es la presente en ese momento ante el emisor del discurso, sino que es una audiencia de múltiples niveles, en diferentes lugares (debido al carácter actual de los medios de comunicación) y, en ocasiones, es una audiencia proyectada en el tiempo, pues el rétor-político también proyecta su discurso con visión de futuro, hacia futuros electores o hacia futuras generaciones de conciudadanos o de ciudadanos del mundo que habrán de juzgarlo. Del carácter complejo de la audiencia en los foros políticos actuales trataremos a continuación con cierto detenimiento. Audiencia y exigence (finalidad u objetivo del discurso) interaccionan de un manera también compleja (Lake, 1983).

El género del texto retórico también tiene una marcada relación con el contexto, pues textos similares, con estrategias configurativas y argumentos similares, responden a similares situaciones recurrentes (Hofstadter, 1965; Campbell/Jamieson, 1995). Que esto sea así crea ya unas expectativas en el auditorio, que espera en cada caso un discurso del género, que la tradición establece para tal situación. Una estructura, una sintaxis, un vocabulario determinado, unos modos argumentativos, una manera de narrar se imponen diferenciadamente en una oración fúnebre o en una arenga guerrera. La capacidad del emisor para romper esta monotonía genérica también entra a formar parte de las posibilidades que tiene un discurso para mostrarse nuevo, sorprendente, interesante y eficaz. El auditorio, dado el motivo del discurso que va a presenciar, está esperando que se desarrolle por unos cauces conocidos y predice mentalmente cuál será su estructura composicional e incluso el vocabulario que le es apropiado. La expectativa frustrada crea un asombro retórico que sería algo similar en retórica a lo que, en teoría literaria, la estética de la recepción llama distancia estética. Que suceda así, que los diferentes emisores a lo largo de la historia sorprendan las esperadas evaluaciones de sus auditorios rompiendo las vías tradicionales de expresión genérica, nos hace pensar en el carácter dinámico de los géneros. Aunque el poder de esta ruptura no ha llegado a tales extremos que se cree un caos en la clasificación genérica y que no tengan nada que ver los discursos de la tradición clásica con los actuales. Parece ser que los parámetros de la ruptura no alcanzan a los aspectos universales del decir humano.

La credibilidad del rétor es otro de los elementos a tener en cuenta a la hora de un análisis retórico de un texto enfocado desde el contexto. La autoridad de un profesor ante su clase, la de un político de trayectoria considerada por todos los grupos del espectro de la política, incluso los contrarios, como ejemplar (lo que se da sólo en

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actuaciones extremas, como en una guerra, por ejemplo), o la poderosa figura moral de una Madre Teresa de Calcuta afectan al poder que un texto o un discurso de estas personas va a tener, y al interés y a la forma propicia con que va a ser atendido por su auditorio. La edad de las personas implicadas, su origen, su actuación social durante su vida conocida, la capacidad de despertar la conmiseración de las audiencias son elementos que pertenecen al antiguo catálogo retórico y que se siguen estudiando en actualizaciones como la de Logue y Miller (Logue/Miller, 1995).

Si a veces nos parece que poco tiene que ver el recipendiario de nuestro siglo con aquellos hombres que componían la vida pública, democrática de Grecia y Roma en los tiempos florecientes del discurso político, lo que en realidad más parece haber cambiado con respecto a aquellos tiempos (al fin y al cabo el hombre siempre es el hombre) ha sido la configuración física del propio ámbito comunicativo.

Los retóricos clásicos tenían en cuenta, ya dentro del tratamiento inventivo, dispositivo y elocutivo, a las personas a las que iban a dirigir sus exposiciones y sus argumentaciones. No existe, sin embargo, un sitio especial en los tratados retóricos dedicado al estudie: de los lugares de la comunicación (las diferentes características de los espacios físicos de la comunicación), y esto es así dado que no existía la variedad con la que ahora nos encontramos y su incidencia en el tipo de discurso.

Hoy en día, gracias a los medios de comunicación, es posible dirigirse a diferentes audiencias a un mismo tiempo. Este hecho, denominado en el ámbito germano como Doppelung (Gruber, 1993: 3) y en el anglosajón como split illocution (Fill, 1986; Clark/Carlson, 1982), conlleva la construcción por parte de los políticos de un discurso que directamente, en primera instancia, va dirigido a otros políticos (parlamentarios) o a ciertos periodistas (observadores presentes), pero que, en razón de su transmisión por medios electrónicos, a la vez trata de convencer a una audiencia con la que no tiene la oportunidad de comunicación directa. Es una audiencia sin rostro, que el creador del discurso no puede ver, no puede observar, y consecuentemente reaccionar en un sentido o en otro improvisando nuevas fórmulas en el tradicional proceso interactivo del foro ateniense o romano. Pero esa audiencia fantasma, sin embargo, suele ser objeto prioritario de muchos discursos políticos actuales.

Podemos recordar que la intervención de José María Aznar en el Debate sobre el Estado de la Nación que se celebró en febrero de 1995, y al que ya me he referido con anterioridad, era un discurso que tenía la doble intención de réplica al entonces presidente Felipe González y a su vez de mitin político de cara a las próximas elecciones. Y así se observa en la construcción del mismo cuando se analiza. Las circunstancias sociopolíticas convirtieron el discurso de González, mejor construido retóricamente, en un discurso con menor proyección que el de Aznar, debido a que Aznar lo utilizó como importante mitin preelectoral dirigido no a una audiencia de allí y de aquel momento, sino a una audiencia que actuaría en el futuro en las urnas, una audiencia que vería por la televisión su discurso y que, cansada de la situación política reinante, castigaría la actuación del Partido Socialista. El discurso del líder conservador, tipificable como decimonónico por tener, sin embargo, esas características específicas de mitin electoral y por saber utilizar perfectamente ciertos ejemplos y ciertos indicios contra el Gobierno, así como revestir de un

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carácter populista el juego metafórico que empleaba, pero sobre todo por saberse proyectar en una audiencia futura que juzgaría en las urnas, acabó resultando un discurso más eficaz (Pujante/Morales, 1996-1997: 51-58).

Ciertamente, hoy en día todo acto comunicativo puede ser considerado como un interconectado triplete de forma, significado y situación; haciendo en tal caso referencia el término situación a una compleja red de rasgos que pueden a su vez ser divididos en dos diferentes áreas (no obstante relacionadas entre sí): la situación objetiva y la situación subjetiva. La primera comprende todos aquellos aspectos mensurables de la situación y la segunda, todos aquellos otros que sólo pueden ser reconstruidos con referencia al conocimiento de las personas implicadas. Esto permite hablar de una comunicación directa y de una comunicación vaga. Esta última no es equivalente a una comunicación imprecisa o de contornos menos nítidos, sino que consiste en una comunicación cargada de significado inferido. La comunicación directa se construye sólo con efectivos de la situación objetiva y la vaga, con elementos de ambas áreas. Considera Gruber -cuyas ideas seguimos ahora (Gruber, 1993: 1-3)- que un discurso vago en política es hoy muy habitual debido al mecanismo ya mencionado de la duplicación (“die Doppelung”): “That is, politicians communicate directly in the medium with e. g. another politician or a journalist but wish at the same time to convince an audience, which has no opportunity for direct communicative interaction” (Gruber, 1993: 3).

El fenómeno no queda reducido a la duplicación. Quizás por ello sea más apropiado utilizar la expresión split illocution o divided illocution (alocución dividida, ¡locución múltiple). Esta ¡locución dividida se dio siempre. Como estudian Clark y Carlson, podemos observar que es un fenómeno conversacional habitual (Clark/Carlson, 1982: 337) y también dramatúrgico (Clark/Carlson, 1982: 351), pero se ha convertido en una estrategia del discurso político básica en la actualidad. A ello se debe que en presencia de las cámaras le gaste una broma el presidente de los Estados Unidos a su secretaria con la intención de mostrar al público que no está preocupado ante un grave asunto de estado o ejemplos similares.

Esta multiplicidad intencional tiene su base en una estructura compleja del lugar comunicativo. Antes el lugar (el foro) era inevitablemente una sala, una plaza pública o similares. Tenía unas estrictas limitaciones físicas. Inevitablemente el discurso que se emitía en ese lugar tenía un auditorio con unos papeles sociales muy concretos. Hoy en día, la existencia de los medios electrónicos: la radio, la televisión (ya en directo o en diferido), de cualquier máquina grabadora y demás procesos reproductores permiten una variadísima audiencia a la que el mensaje podrá producirle un efecto. Ha habido una apertura del foro a otros muchos papeles sociales, al público en general (Fill, 1986: 33). Ello hace que los ejecutores del mensaje no sólo estén atendiendo a persuadir a su auditorio presente, sino a ese amplio auditorio ausente que puede tener unas características totalmente diferentes y por el que el hablante puede sentir un mayor interés de persuasión. La efectividad de un discurso con intención duplicativa, de uno de estos discurso de comunicación vaga, pasa por el conocimiento de esa audiencia in absentia. Puede darse el caso de que un político esté hablando en presencia, directamente a unas personas a las que la estructura persuasiva de su discurso atiende menos que a los auditores ausentes que dicho emisor ha tenido y tiene sin embargo in mente. Creo que es el caso

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mencionado del discurso de Aznar ante los diputados en Febrero de 1995. Un discurso planteado, tal y como he indicado ya, más bien como mitin preelectoral que como verdadera respuesta del líder de la oposición al presidente del gobierno.

Si la actio era en la tradición retórica la última operación retórica, según la cual el orador ponía voz apropiada y gestos convenientes a su discurso y era la que a su vez permitía que el estudiado discurso del orador cambiara en función de las reacciones del auditorio; en el caso de ese auditorio fantasma que funciona como .auditorio implícito» -por hacer una equivalencia con la teoría de la recepción- y al que nos estamos refiriendo como público general, en tal caso no es posible el desarrollo de toda esa mecánica espontánea que adaptaba, perfilaba y ajustaba el discurso, previamente construido y memorizado, a la circunstancia concreta actuativa.

El político actual tiene que actuar como el escritor. Pergeñar su público ideal, uno o varios, al que va destinado su discurso. En última instancia, la estructura del discurso revelará siempre quién es el doble o múltiple interlocutor. Como nos dicen Gill y Whedbee: -we also can distinguish between a real audience and an 'implied audience'. The 'implied audience' [...] is fictive because it is created by the text and exists only inside the symbolic world of the text. (Gill/Whedbee, 1997: 167).

Cualquier discurso de carácter independentista de ciertos sectores de los pueblos vasco, catalán o gallego parte necesariamente de una audiencia implícita, la que no cree en el discurso histórico de los últimos siglos, la que no se considera perteneciente al pueblo español. Sin esta prefiguración de una audiencia, no es posible la construcción de un discurso de ese carácter. La audiencia implícita puede ser de carácter ficticio, tener una mínima existencia real o constituirse a raíz de los discursos que la prefiguran. Posiblemente el pueblo español en la época de los Reyes Católicos se constituyera también a base de una serie de discursos que lo tomaban como audiencia implícita ante una audiencia real todavía incapaz de entender la consolidación política del estado español.

Una reflexión similar es la que nos trae Charland respecto al peuple québéguois (Charland, 1987).

Si en el fondo todo discurso oral puede definirse como dialógico, porque existe siempre la respuesta, aunque sea gestual, de quienes están enfrente; el actual discurso político no puede definirse así. El discurso político actual, debido a este fenómeno de multiplicidad, resulta híbrido: tiene parte del carácter propio de todo discurso oral (en cuanto que discurso dirigido a unos .diputados o a unos periodistas, a personas presentes ante el orador) y tiene parte del carácter de toda comunicación escrita, principalmente la literaria, en la que el creador del mensaje imagina siempre las reacciones de su público, construyendo un público robot en su mente.

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