El dueño de los caballitos

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Cuento infantil

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© Luis Rafael hernández© David Dávila© Fundación Editorial el perro y la rana, 2009

Centro Simón BolívarTorre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010.Teléfonos: (0212) 7688300 / 7688399.

correos electrónicos: [email protected] [email protected]áginas web:: www. elperroylarana.gob.ve www. ministeriodelacultura.gob.ve

Diseño de colección: Mónica PiscitelliEdición al cuidado de: david dávila yanuva León

hecho el depósito de ley: lf: 400220108002595 Isbn: 978-980-14-1147-5

El dueño de los caballitos

y otros cuentos

Luis Rafael Hernández Ilustraciones: David Dávila

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Presentación Hay un universo maravilloso donde reinan el imaginario, la luz, el brillo de la sorpresa y la sonrisa espléndida. Todos venimos

de ese territorio sin límites. En él la leche es una tinta encantada que nos pinta bigotes como nubes líquidas; allí estuvimos seguros

de que la luna es el planeta de los ratones que juegan a comerse montañas, descubrimos que una mancha en el mantel

de pronto se convertía en corcel y que esconder los vegetales de las comidas raras de mamá, detrás de cualquier armario, era

la batalla más riesgosa y llena de peligros. Esta colección mira en los ojos del niño el brinco de la palabra,

atrapa la imagen del sueño para hacer de ella caramelos, nos invita a viajar livianos de carga

en busca de los caminos que no avanzan a la realidad, sino que nos acercan a líneas mágicas, al sur de nuestro ser.

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La serie Verde detiene el brillo de sus textos en los más pequeños, se enfoca de lleno en esa etapa de

reconocimiento, donde nacen las ideas con espontánea ternura, esa edad que va desde

el nacimiento hasta los 6 años. La serie Amarilla regala su intensidad a los que empiezan a crearse sus propias experiencias, a los que preguntan

y dudan de las respuestas, brinda el canto de la palabra creativa a ese salto entre los 7 y 11 años.

Y la serie Naranja apunta a quienes se acercan al umbral de salida para de un momento a otro declararse grandes,

a los jóvenes de 12 años en adelante que navegan en mares revueltos y que necesitan la literatura

para seguir volando.

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El hombre distintoEn un lugar de este mundo, de cuyo nombre no

quiero acordarme, vivió un hombre distinto a los demás. Contrario a la práctica común allí, se mos-traba dispuesto a brindar su ayuda a quien lo ne-cesitara. Aunque nunca le agradecieran sus gestos solidarios, el hombre distinto siempre echaba una mano a quien estuviese en apuros.

La gente de aquella población era sumamen-te egoísta, hasta el punto de resultar inhumanos y maleducados, pero estaban orgullosos de ser así.

—Vivimos nuestra vida para que nadie nos mo-leste —proclamaban mirando la punta de sus pro-pios zapatos. Porque allí a nadie le interesaba la vida del vecino, ni tampoco la muerte... Podían escuchar gritos de felicidad, de socorro, incluso lamentos, sin

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que alzaran la vista para ver quién podía necesitar auxilio. Así era esta gente de egoísta. Casasolas, po-dríamos decir.

Y, claro, las casas del lugar estaban unas de es-paldas a las otras, lo cual hacía del pueblo una espe-cie de desurbanización fea y sin calles ni parques ni otro sitio donde sus habitantes pudieran encontrar-se a conversar.

El hombre distinto vivía con su hijo, a quien trataba de educar del mejor modo posible. Sin em-bargo, el muchacho estaba avergonzado de su padre porque, aunque no cruzaba palabra con los vecinos, podía darse cuenta del desprecio con que los mira-ban.

—No sé para qué te molestas en dar los buenos días —protestaba el hijo, sin embargo él seguía di-ciendo “Buenos días”, “Buenas tardes” y “Buenas noches”, a cuanta gente se cruzaba.

Como podrás suponer, ninguno de sus saludos recibía respuesta. Sólo su hijo le contestaba a veces,

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pero en la medida en que se hacía mayor co-menzaba a ser maleducado y egoísta, como los demás ciudadanos. Había llegado al extremo de ha-cerse el sordo cuando su padre lo llamaba para que lo ayudara en alguna tarea del hogar.

—En fin, si él es distinto que trabaje por los dos —se decía el hijo, y pasaba los días sin ocuparse más que de lustrar sus zapatos.

Después de tantos desaires y desengaños, el hombre distinto empezó a dudar si actuaba correc-tamente. ¿Acaso tendrían razón los demás? ¿Acaso lo mejor sería desentenderse del mundo y vivir su propia vida?

Una tarde, después de labrar su huerta, vio que a su vecino le faltaba por surcar un pedazo de terre-no. Sin detenerse a pensarlo, inspirado por el deseo de hacer el bien, entró con su yunta en la finca del vecino y emprendió la tarea.

Al cabo de un rato, sus bueyes y los del vecino se encontraron en mitad del campo.

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—¿Qué haces en mis tierras? —Vociferó el veci-no.

—Vi que te faltaban algunos surcos... En fin, hoy no tendrás que trabajar más.

—¿Qué dices? ¿Qué has hecho? —preguntó le-vantando la vista de sus zapatos para dar una ojeada al campo surcado por el entrometido.

¿Cómo era posible que se atreviera a ayudar-lo? ¿Acaso eso lo obligaría a él a echarle una mano también algún día? Indignado, dirigió la vista por primera vez al hombre distinto, quien lo observa-ba sonriendo. Era el colmo, no podía permitirlo, así que en el tono más brusco que podamos imaginar, le dijo:

—¿Te pedí ayuda, por casualidad? ¡No! Además, tus surcos están torcidos, ahora tendré que rectificar el trabajo desde el principio. ¡Vaya hombre para me-ter las narices donde no le llaman!

Era demasiado, demasiada incomprensión, hu-millación y egoísmo, hasta maldad…

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El hombre distinto decidió cambiar. Estaba cansado de recibir ofensas.

Dejó sus bueyes pastando en el campo y tomó el camino de su casa. En cambio, esta vez no iba ob-servando el paisaje, el caudaloso río que bordeaba la senda, los verdes campos y el cielo por donde cruza-ban las avecillas en alegres bandadas. Iba con la vis-ta fija en la punta de sus zapatos, como toda la gente de aquel lugar.

Así que no pudo ver al jinete que pasó junto a él en un caballo encabritado.

Sintió el galope y luego vio cruzar las patas en-loquecidas del animal.

De nada serviría volver la vista para saber si al-guien necesitaba socorro. Concentrado en su idea de ser igual que la gente de su pueblo, avanzó to-davía un par de pasos arrastrando la mirada por el polvo del camino.

Pero entonces escuchó un grito y el chas-quido en el agua. Alguien necesitaba ayuda y un

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impulso de sangre lo hizo salir corriendo hacia el río. Caballo y jinete habían caído en medio del to-rrente.

El hombre distinto nadó a lo profundo enfren-tando la corriente para sacar al joven.

El muchacho vomitó agua y estuvo reponién-dose sobre la yerba de la orilla.

Luego abrió los ojos:—¡Qué suerte que mi padre es un hombre dis-

tinto!

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El País de los Glotones

Próspero XXI era el rey vigésimo primero del País de los Glotones. Él no podía imaginar que sería el último monarca de la larga dinastía que había he-cho del mundo entero su dominio y de su país un país de glotones.

Calibán era un niño sumamente pobre, tan pobre como cualquiera de los súbditos de Próspero, exceptuando a los habitantes del País de los Glotones. Este niño había tenido que trabajar desde pequeño cargando pesados sacos de tierra en las mi-nas de hierro. Su vida era un continuo sufrimiento y su única alegría una cabrita que se encontró una tarde por el camino de regreso a su casa, después de la interminable jornada de labores a que era obliga-do por los soldados de Próspero.

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El País de los Glotones lucía en verdad mara-villoso: edificios más altos que diez árboles juntos y anchas vías de piedras pulidas por donde tran-sitaban infinidad de carruajes de oro tirados por enormes caballos. Cada una de sus casas podía ser considerada un palacio, atendiendo a sus dimensio-nes y comodidades: recibidor perfectamente amue-blado, sala de estar, sala de ver la televisión, sala de juegos, biblioteca, cuatro o cinco cuartos para sus habitantes y cuatro o cinco más por si recibían visi-ta, una gran cocina bien provista de alimentos y un comedor gigantesco con larga mesa, reclinatorios, alfombras, sofás, hasta piscina y camas, para que, mientras asistían al placentero acto de comer, los habitantes del País de los Glotones pudieran disfru-tar de confort y entretenimientos.

Las riquezas que se derrochaban en este país venían de alguna parte, eran producidas en las na-ciones explotadas por los hombres de Próspero.

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No siempre las cosas marcharon de este injusto modo. Cuando reinaban los primeros soberanos del País de los Glotones, el país ni siquiera se llamaba así, porque entonces no había glotones en él, sino gente trabajadora que construía, con su propio es-fuerzo, la felicidad de sus hogares. Fueron hombres y mujeres pacíficos, amantes del trabajo y de la na-turaleza. Podía vérseles cosechar la tierra bajo el sol de una mañana cualquiera, acompañados por el canto de los pájaros.

Sin embargo, uno de sus reyes los convenció de que un gran peligro amenazaba la paz de sus vidas y los condujo a la guerra, una guerra larga y penosa que duró cien años. Al cabo, las naciones del mun-do quedaron bajo el dominio de Próspero, que vio realizado su sueño de tener un trono desde donde se alzara sobre cada hombre y cada mujer como el único soberano.

Próspero hizo construir un enorme pulpo de piedra, cuyos tentáculos iban desde su palacio

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imperial hasta cada rincón del planeta. Los carros, rebosantes de tesoros y alimentos, viajaban a tra-vés de las gigantescas patas del monstruo, llevando directamente las riquezas desde cada confín de la Tierra hasta los pies del soberano.

Con tanto como recibían de las naciones con-quistadas, ¿para qué iban a trabajar las gentes del País de los Glotones? Simplemente se acostumbra-ron a la vida ociosa. Andaban de una habitación a otra de sus enormes casas-palacios, arrastrando el peso de sus cuerpos gordos, llenos de grasa y ros-cas de carne sobrante. El sol les picaba en la estirada piel y, por este motivo, estaban siempre bajo techo, procurando no derramar ni una sola gota de sudor. A fin de cuentas, Próspero y su pulpo de piedra les procuraban comida en abundancia, comida para saciarse y derrochar.

Aunque las noticias que pasaban por las colo-sales pantallas de sus televisores, nada decían de la gente que malvivía esclavizada, ellos sabían que los

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ricos manjares consumidos en sus abundantes co-midas diarias eran robados a la gente miserable de los demás países. En cambio, tocándose las pan-zas, preferían no pensar en eso. Próspero afirmaba que ellos estaban en el derecho de cobrar tributo a los vencidos y su palabra era la Ley en el País de los Glotones y en cada rincón del planeta.

Los glotones comían y comían desentendidos del hambre y la miseria de sus vecinos. Y hasta ce-lebraran concursos para sacar al más comilón de los comilones, al más gordo de los gordos, al más pere-zoso de los perezosos...

Próspero XXI había sido feliz durante algunos años porque su trono se alzaba sobre el mundo, pero ya no se contentaba con poseer el imperio de la Tierra y la supremacía sobre todas las naciones. Pasaba horas y horas mirando al cielo y preguntán-dose si a lo lejos, más allá de las nubes y el polvo cósmico, habría algún planeta hacia donde exten-der sus dominios. Porque, si así fuera, reuniría un

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ejército invencible y lo enviaría a la conquista. Los Prósperos anteriores habrían sido dueños del plane-ta Tierra, pero él soñaba con el dominio del espacio estelar y para adjudicarse ese título tendría que po-ner bajo su control también a los habitantes de la galaxia, sin importar en qué distante asteroide estu-vieran.

Los comilones se entretenían engullendo fuen-tes enteras de comida y surgió el rostro de Próspero en las pantallas de sus televisores.

—Queridos míos —empezó a decir el monarca, sonriendo a las cámaras—, mis astrónomos han des-cubierto que en el planeta XYZ1 habitan unos seres abominables que se preparan para atacar nuestros dominios y someternos. Según los informes de mis espías, estas criaturas maléficas cuentan con armas poderosas, pero si los atacamos por sor-presa estoy seguro de que saldremos victoriosos. ¡Preparémonos para la lucha contra el mal!

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Era el mismo argumento esgrimido por los Prósperos anteriores, cuando dieron comienzo a la Guerra de los Cien Años contra las demás naciones del mundo. Pero los actuales habitantes del País de los Glotones no tenían demasiada memoria y nin-guno había vivido en aquellos remotos tiempos ni se tomó el trabajo de leer los polvorientos anales de la historia, de manera que el discurso les pare-ció original y verdadero, terriblemente verdadero. Porque pensar que la paz fuera enturbiada por una guerra galáctica, les producía espasmos de terror.

A varios glotones se les atragantó la comida con la noticia. Centenares de gordos sufrieron pa-rálisis por el susto y cayeron fulminados agarrándo-se las doloridas barrigas. Próspero XXI aprovechó para difundir una versión según la cual estas muer-tes habían sido causadas por un veneno esparcido en los alimentos por sus enemigos. El mal avanza-ba aceleradamente y ellos tenían la misión de con-tenerlo antes de que fuera tarde y el planeta Tierra

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terminara sometido por los monstruosos habitantes del lejano XYZ1.

Ahora que entraban en guerra con un enemi-go galáctico, debían tomar las precauciones posibles para evitar otros atentados. Incluso sobre los súbdi-tos de las naciones vencidas en la Guerra de los Cien Años fue mayor la explotación a causa de los prepa-rativos para la contienda.

—¡Trabajen más! —exigían los soldados de Próspero.

El Ejército Imperial había remontado el cielo encaminándose al planeta XZY1 con su mensaje bélico. La televisión pasaba noticias de las victorias contra los malvados extraterrestres. La gente del País de los Glotones recobró su tranquilidad al com-probar que sus soldados parecían invencibles.

Total, los extraterrestres del planeta XYZ1 no habían sido más que otro invento del corrupto go-bernante, quien ayudado por la televisión preparó un espectáculo con el solo fin de colocar sobre su

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pecho un nuevo título honorífico y tener una jus-tificación para multiplicar los tributos... El cielo se-guía igual de tranquilo y hasta parecía que ni en el más lejano rincón del universo hubiera otros habi-tantes que los terrícolas. Así que Próspero XXI mon-tó su espectáculo de fuegos artificiales y, ante la inexistencia de quien pudiera reclamarle, se tituló Soberano Galáctico.

Por su parte, Calibán, el niño pobre, cada día era conducido junto a su pueblo hacia las minas de hierro, obligado a trabajar en lo profundo de la tie-rra, en medio de la oscuridad, llenando sacos del pesado metal. Porque había que construir naves y fundir armas para los soldados de Próspero, ahora llamados Soldados Galácticos, Guardianes de la Paz Universal.

Avanzada la noche, Calibán y su gente salían de los túneles y marchaban a las casas para descan-sar hasta el otro día, cuando reanudarían el trabajo.

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Sólo los domingos, días de reposo, el niño po-día distrufar de un poco de aire y sol, mientras eran llevados a la gran plaza gris que había en cada pue-blo, para decir una letanía ideada por el mismísimo Rey, Emperador y Soberano Galáctico.

—¡Prosperidad para Próspero y su país! ¡Prosperidad para Próspero y su país! —tenían que repetir cien veces seguidas, las gentes de las nacio-nes dominadas por el País de los Glotones.

Y así sucedía cada semana. De lunes a sábado trabajaban en las minas o en las tierras de Próspero y los domingos, antes de poder echarse a descansar bajo un árbol, marchaban a la plaza para decir la odiosa letanía.

Calibán anhelaba la llegada de los domingos para jugar bajo el luminoso cielo azul. Si corría por un sendero, su cabrita lo perseguía dando saltos; si agitaba la tela de su camisa, ella hacía el papel de toro embestidor y le amagaba con sus cuernos pe-queños.

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Hasta que la mascota creció y fue una cabra adulta, de cuernos largos y pelo duro sobre el lomo carmelitoso. Riendo y saltando, marchaban hacia la plaza casi del mismo modo en que se hubieran diri-gido a una fiesta, cuando dos soldados les cerraron el paso.

—¿Dónde robaste esa cabra? —preguntaron.—Nunca he robado —respondió Calibán, desa-

fiándolos.—¿Te atreves a mentir a los soldados de tu Rey?

Todo el mundo sabe que cada ser vivo del universo pertenece a Próspero. Entréganos el animal y te de-jaremos en paz.

—Esa cabra es mía —afirmó Calibán—. La en-contré cuando era pequeña.

—Da igual si la robaste de adulta o de pequeña. Pertenece a nuestro Soberano y hoy mismo viajará hacia nuestro país, para alimentar a nuestra gente.

Calibán se resistió a que le arrebataran a su compañera de alegrías, pero los soldados tenían

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armas poderosas. Le dispararon un rayo entumece-dor y, paralizado igual que una estatua, vio cómo mataban y descuartizaban a su querida mascota.

Un tentáculo del enorme pulpo, llamado por el olor de la sangre, se arrastró hacia ellos y los hom-bres de Próspero colocaron la carne limpia de pe-llejos y piel sobre las esteras de piedras frías, que echaron a andar, llevándose el cadáver de la cabrita hacia el País de los Glotones.

A pesar de sus lágrimas de dolor por la pérdi-da de su compañera, Calibán fue conducido por los soldados hacia la plaza, donde congregaban a la gente para la ceremonia dominical. Una multitud permanecía arrodillada, esperando la orden para re-petir la letanía que deseaba prosperidad a Próspero y su País.

Calibán se preguntó por qué el mundo resul-taba tan injusto, por qué él y la gente de todas las naciones de la Tierra eran explotados sin piedad por el País de los Glotones. ¿Acaso no serían

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ellos suficientes para enfrentar a los soldados de Próspero? Día a día trabajaban para él y para su pue-blo, día a día hasta que llegaba el descanso con la muerte.

Ante el asombro de los soldados de Próspero, el niño se irguió en medio de las filas y un grito rasgó lo profundo de su pecho:

—¡Ojalá el océano se tragara al País de los Glotones!

—¡Ojalá el océano se tragara al País de los Glotones! —gritó la multitud, hipnotizada.

Los soldados ordenaron silencio pero ya nada podía frenar la pasión contenida durante años.

—¡Ojalá el océano se tragara al País de los Glotones! ¡Mueran los glotones! ¡Viva la libertad!

Un alud humano arrasó con los soldados de Próspero. De nada les valieron sus poderosas armas, de nada, porque la gente estaba decidida a ganar la libertad a cualquier precio.

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—¡Ojalá el océano se tragara al País de los Glotones! —repitieron Calibán y los oprimidos del mundo. Y el eco de aquel grito removió las entrañas de la tierra y una ola se alzó desde el mar hasta las nubes más altas.

El pulpo de piedra que succionaba las riquezas de cada rincón del planeta, perdió sus tentáculos y se hundió en las aguas. El País de los Glotones fue borrado de la faz de la Tierra, con sus edificios, sus palacios, sus calles y carruajes. Incluso Próspero y su trono desaparecieron definitivamente. En su lu-gar quedó un gran vacío que cubre la quietud del océano.

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Amigos¿Qué es un amigo? Un cómplice, quizás; o un

hermano que no es hijo de nuestros padres. Definir a un amigo es difícil incluso para quien goce de la amistad. Lo que sí resulta evidente es que nuestros amigos y nosotros mismos tenemos una comuni-dad de intereses, de modos de pensar y asumir la vida. Un viejo refrán acierta expresando: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.

Los dos jóvenes protagonistas de esta historia tenían un carácter similar, tanto que llegaban a sor-prenderse de sus reacciones idénticas.

Por ejemplo: Un mediodía en que retornaban a sus casas, conversando a gritos, divisaron a un cam-pesino que trataba de sacar su carreta del atasca-dero. Las ruedas de hierro habían penetrado hasta el eje en el fango y por más que el hombre arreara

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a sus bueyes, el carro cargado de pesados sacos de trigo ni se movía.

—Por favor, muchachos, ¿podrían ayudarme a sacar del atascadero a mis bueyes y mi carreta?

—¡No faltaba más! Estamos para servirle —con-testaron los dos amigos y, sin detenerse a planear la fechoría, he aquí que tuvieron una reacción común.

Ante los ojos atónitos del campesino, uno cortó los arreos de la yunta y, con asombrosa rapidez, el otro comenzó a vaciar los sacos fuera de la carreta.

Los bueyes escaparon al trote y el trigo se hun-día en el agua fangosa, mezclándose con el lodazal. El infeliz campesino, desesperado, exclamó:

—¡¿Qué hacen?!—¿No querías que te ayudáramos a sacar tus

animales y tu carreta del atascadero? Pues bien, ya tus bueyes están libres y en cuanto vaciemos la carreta de su carga será sencillo empujarla fuera de

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este lodazal. ¡Deberías pagarnos por el servicio que te prestamos! —ironizó uno de los jóvenes.

Finalmente, los amigos huyeron dejando al campesino cubierto de lodo y con su carreta sin bueyes y sin trigo. Daba pena ver al pobre hombre lamentándose por su desgracia de haberse topado con unos jóvenes tan desalmados que, en vez de auxiliarlo, lo tomaron como blanco para sus bro-mas y, sin más ni más, dejándolo en la ruina, se marcharon vanagloriándose de una hazaña que sólo a gente de su catadura movería a la risa.

Y es que sus “hazañas” eran siempre de igual índole: atar cascabeles en las colas de los gatos case-ros, dispersar los rebaños, esconder el bastón de los ciegos, incendiar los graneros para divertirse con el espectáculo del pueblo movilizado sofocando el in-cendio...

Como es de suponer, la mala reputación de es-tos amigos pronto hizo que hasta sus familiares los rechazaran.

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—Nadie quiere reírse de nuestras ocurrencias.—¡Déjalos, son unos aburridos! ¡Nosotros sí que

sabemos divertirnos!Y pasaban los meses sin que una sola puerta se

abriera para ellos. ¿Quién abre a gusto la puerta de su casa a un malvado?

—Nadie, ni mis padres quieren pasar un rato en mi compañía.

—¡Déjalos, son unos tontos! ¡Nos acompañare-mos el uno al otro!

Y pasaban los meses sin que alguien quisiera cruzar con ellos una sola palabra. Porque, ¿quién le dirige a gusto la palabra a un malvado?

Los amigos terminaron preocupándose. Aunque les costara admitirlo, ser rechazados tenía demasiados inconvenientes.

—Debemos hacer algo grande, algo que nos gane la admiración de la gente, para que nos abran sus puertas y nos rodeen como a héroes.

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Estaban echados bajo la fronda de un árbol cuando pasó junto a ellos un cortejo fúnebre. Por primera vez no pensaron en reírse de las caras an-gustiadas de los familiares del difunto. Tampoco es que, de súbito, hubieran cambiado de naturaleza, sino que ambos tuvieron una original idea.

—¡Ya está! ¡Matemos a la Muerte!—No habrá una sola familia que deje de agra-

decernos esa hazaña. ¡Seremos héroes, los más fa-mosos de la historia!

Los dos amigos, sintiéndose ya verdaderos hé-roes, se disponían a linchar a la Muerte y anduvie-ron de pueblo en pueblo preguntado dónde podrían hallarla, pero nadie acertaba a conocer su paradero.

Hasta que dieron con un viejecillo harapiento, a quien cualquiera de nosotros habría identificado con un mago, un sabio o hasta con la mismísima Muerte.

—Dinos, viejo inmundo, ¿sabes dónde pode-mos encontrar a la Muerte?

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—¡Y piénsalo bien antes de responder, que esta-mos cansados de gente ignorante!

—Es fácil encontrar a la Muerte. Hay muchas formas de hallarla... Si tanto interés tienen en en-frentarse con ella, avancen cien pasos por este ca-mino y luego tuerzan a la izquierda siguiendo un trillo que los conducirá a una oscura cueva. Allí la Muerte los espera.

Los jóvenes desconfiaban de las palabras del viejecillo. Como dice otro refrán “el ladrón piensa que todos son de su condición”. Seguro los estaba engañando... En cambio, sentían tanta curiosidad por ver a la Muerte que decidieron hacer lo que el anciano recomendaba: contaron cien pasos a lo lar-go del camino y luego se desviaron a la izquierda siguiendo el trillo hasta la cueva. Con una rama, algunas hojas y bejucos secos, hicieron la antorcha con que alumbrarse y, temblando de miedo porque en algún lugar acecharía la Muerte, se adentraron en la oscura caverna.

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—¡Un tesoro! ¡Somos ricos! —gritaron al uníso-no.

Dentro de la gruta había un verdadero tesoro: cofres repletos de joyas y perlas, tantas que estaban incluso esparcidas por el suelo.

Ninguno de los dos quería moverse de allí te-miendo que el otro se apropiara de las riquezas y pa-saron la noche y otro día y de nuevo otra noche, sin ponerse de acuerdo en cuál de los dos iría a buscar comida y un par de mulos para llevarse de la cueva las valiosas joyas y perlas. Hasta que uno de los ami-gos dijo:

—Está bien. Para que veas que confío en ti, iré yo al pueblo. Quédate custodiando nuestro botín.

—Aquí te espero —respondió el otro.El que se quedó en la caverna enseguida se

puso a pensar en cómo librarse de su amigo para ser el único dueño del tesoro; el otro compró los mulos y fue en busca de comida. Apenas había consumido un par de bocados se desesperó pensando que acaso

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su amigo hallara el modo de sacar las riquezas de la cueva y dejarlo sin su parte. “¡Malvado, si pien-sa que podrá llevarse mi tesoro haciéndome quedar como tonto, sabrá de lo que soy capaz! Mejor me apresuro y frustro sus planes. Además, ¿por qué voy a compartir con él mis joyas y mis perlas pudiendo tenerlas únicamente para mí?”

Al atardecer, regresaba a la gruta con sus mu-los y la comida, creyéndose ya rico y poderoso. En cambio, súbitamente, el otro saltó sobre él desde una rama y le cortó el cuello con su puñal.

—¡Tonto! ¡Pensó que iba a compartir mi teso-ro! —y antes de cargar los mulos con los cofres lle-nos de joyas, decidió comer un pedazo de carne y refrescarse la garganta con el vino que había en las alforjas.

El efecto del veneno fue fulminante.

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El capitán Pata de Palo

El capitán Pata de Palo dio orden de que izaran el estandarte de la calavera y los huesos cruzados. Comenzaba la cacería de un galeón cargado de oro. El timonel hizo un giro a estribor y el barco pirata emprendió la persecución.

—¡Cañonéenlos! —ordenó el capitán Pata de Palo, con su voz de fiera marina.

Las cuatro bocas negras escupieron fuego al mismo tiempo.

Demasiado lento surcaba las olas el galeón, grande como un edificio y pesado por las mu-chas libras de oro y plata robadas en América para

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alimentar el tesoro del rey de España, el más pode-roso de los monarcas, el que gobernaba un imperio donde jamás se ocultaba el sol.

Sin embargo, con todo su poder y sus riquezas, el rey de medio mundo no podría impedir que el barco del pirata Pata de Palo alcanzara su galeón y robara sus cofres atestados de oro, sus discos de pla-ta fundida, sus piedras preciosas. En un momento la pequeña embarcación de los filibusteros estaría al pairo del indefenso y perezoso barco del rey. La historia iba a repetirse: con el grito de “¡Al aborda-je!”, los piratas lanzarían cuerdas con garfios y uni-rían los cascos de las embarcaciones, saltarían sobre los atemorizados soldados cortando cabezas y ma-tando, tomarían el control de la embarcación y se apresurarían a trasladar los cofres con el botín ha-cia la bodega de su barco. Después abandonarían el maltrecho galeón, medio inundado ya por el agua que entraría a través de los boquetes dejados por las balas de la artillería enemiga, y no iban a tardar

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demasiado en ver cómo las olas del mar se tragaban de un solo bocado la enorme armazón de maderas.

Desde el castillo de popa el capitán Pata de Palo ordena disparar los cañones ahora que se acorta la distancia entre la nave pirata y el galeón. Retumban sin cesar las baterías y el olor de la pólvo-ra y el humo cubre el castillo de popa con una nube negra y pestilente. El capitán Pata de Palo se recues-ta a una pila de cordajes sintiéndose mareado por el olor nauseabundo y el balanceo. Casi no puede ver más allá del mástil.

Estira el brazo para sostenerse y atrapa el espal-dar liso de una silla. Ha comenzado a percibir un olor cálido, dulzón, un olor a hogar que hace de-masiado tiempo no sentía. En torno a él juegan a la ronda dos niños.

—¡Tranquilos! Van a marear a papá —dice una voz a su espalda y los niños se detienen y contem-plan la fuente llena de frituras, que humean mien-tras la madre las coloca en el centro de la mesa.

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Los pequeños arrastran las sillas, se sientan a la mesa y empuñan sus cubiertos, disponiéndose al abordaje.

—Papá, siéntate al lado mío —dice la niña y le sonríe.

—Ni que papá fuera a darte la comida. Ya estás grande para eso —protesta el varón.

La madre vuelve de la cocina trayendo una fuente llana donde luce sus colores una ensalada de vegetales rociados con limón, aceite y finísima sal blanca.

—¿Se lavaron las manos?—Sí —contestan los niños y cada uno agarra

un puñado de frituras. El varón echa mano a la en-salada de vegetales y expurga con el tenedor las ra-mas más tiernas de lechuga y las rodajas de tomate maduro.

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—¡Mamá, mi hermano se está echando todos los tomates!

—Hay suficientes —dice la madre y se sirve también un poco de ensalada.

Él, sentado junto a la niña, permanece con el plato vacío.

—Papá, ¿no tienes hambre?—Sí, es que estoy algo mareado —responde

despertando de un raro sueño y, a través del blanco mantel de hilo, comprueba que su pierna izquierda está intacta. ¿Entonces nunca un corsario inglés le amputó de un sablazo aquella pierna en cuyo lugar tuvo que colocarse la pata de palo? ¿Qué cosas se le ocurrían? Corsarios, patas de palo, piratas, teso-ros reales, si estaba en su hogar, comiendo junto a sus hijos y a su mujer... De pronto sintió un apetito voraz. Alargó el brazo para coger un puñado de fri-turas de plátano y atravesó con su puñal el pecho de un español osado, que había subido al castillo

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de popa con la idea de asesinar al famoso capitán pirata.

Por los cuatro confines retumbaba el grito de “¡Al abordaje!”. Mientras iba disipándose la nube de humo dejada por la pólvora de los mosquetes y los cañones, aparecían rostros barbados, caras torcidas por la lucha y el odio y filosas armas manchadas de sangre.

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El señor BufandaÉrase un hombre serio y respetable al que los

niños, y hasta las personas mayores, llamaban señor Bufanda. En invierno, o durante el verano más calu-roso, cubría invariablemente su cuello con una bu-fanda, motivo por el cual se había ganado el extraño mote.

A pesar de lo gracioso de aquel nombre, a nadie se le hubiera ocurrido decirle señor Bufanda al se-ñor Bufanda, porque después de todo era uno de los personajes más respetables del pueblo. Él mismo se había encargado de contar que participó en cuatro guerras donde ganó grados de capitán. Sus hazañas eran conocidas y, como a la mayoría de las personas respetables, se le tenía muy en cuenta.

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Así que cuando un niño preguntaba por qué llevaba siempre una bufanda enrollada en el cuello, los padres se encogían de hombros o susurraban que quizás tendría alguna enfermedad que lo obligaba a usar siempre aquella prenda. Más de una dama cari-tativa se condolía de él pensando que quizás la bu-fanda ocultara una herida sangrante, secuela de su heroísmo en las guerras donde había participado.Resultaba usual que las autoridades del pueblo acu-dieran al señor Bufanda en busca de consejo. Si se debatía de qué color pintar los autobuses públicos, el señor Bufanda podría dar un criterio autorizado, ya que alguna vez había sido pintor y sus cuadros se conservaban en importantes museos; si se debatía qué nombre poner al nuevo teatro que se alzaba en una esquina del parque, el señor Bufanda podría dar un criterio autorizado, ya que alguna vez había sido actor y representado dramas y tragedias; si se de-batía sobre la ubicación de algún monumento, el señor Bufanda podría dar un criterio autorizado,

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ya que alguna vez había viajado por medio mundo y hasta tenía conocimientos de arquitectura y ur-banización; si se debatía sobre el mejor destino de los fondos públicos, el señor Bufanda podría dar un criterio autorizado, ya que alguna vez había sido economista y director de empresas prósperas que le dejaron una fortuna con la cual enriquecía su colec-ción de bufandas.

El buen señor vivía solo con Motica, una perra que parecía un enorme algodón de azúcar. Motica y su amo paseaban cada mañana por las alamedas del puerto, donde anclaban barcos con banderas coloridas. Y, de vez en cuando, un periodista de la televisión los importunaba para hacer un pequeño interrogatorio al señor Bufanda.

Sucedió esta vez que, mientras el amo de Motica contaba ante las cámaras sus hazañas como marinero, la perrita cayó dentro de una enorme em-barcación.

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—Y dígame, ¿cómo pudo escapar ileso de tan terrible naufragio? —lo interrogaba el periodista, pendiente de la grandiosa historia que había co-menzado a narrar.

—Pues, no me resultó demasiado difícil —fan-farroneó el señor Bufanda y, enseguida, sintió aquel calor debajo de la bufanda, el calor que le avisaba que su cuello se había tornado rojo.

Sí, este es el secreto: la causa por la cual ocul-taba su cuello con una bufanda era que temía des-cubrieran sus tremendas mentiras. Porque cada vez que mentía su cuello se tornaba de un rojo vergon-zosoz.

—Este naufragio no fue el único en mis viajes por el mundo. Mi experiencia en el tema me per-mitía actuar con seguridad y al primer corcovo de la nave me lancé al agua dentro de un tonel de ma-dera. Con una cuerda enlacé la aleta de un tiburón que pensaba tragarme de un zarpazo y lo utilicé de cabalgadura para llegar hasta la playa —continuaba

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diciendo, con voz engolada, confiado, puesto que con el cuello oculto nadie podría advertir signo que delatara sus embustes.

Habría seguido contando y contando historias de sus heroicidades si no es por la interrupción de su mascota, quien ladraba asomando la cabeza por la borda de la embarcación, lejana ya de la orilla.

—¿Qué haces ahí arriba? —gritó, alarmado, el señor Bufanda.

Entonces el periodista enfocó la cámara de te-levisión y dijo:

—La querida Motica ha sido secuestrada. Pero, sin lugar a dudas, su amo irá a rescatarla hasta el otro confín del mundo.

El pueblo se movilizó para ver partir al gran aventurero. Colocaron carteles en las avenidas para dar ánimo al héroe que volvía a la carga después del merecido retiro. El único canal de televisión del pueblo había suspendido la transmisión de la no-vela para sacar al aire un programa especial sobre

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el señor Bufanda, a quien, contrariamente a lo que decía en sus continuas entrevistas, le atemorizaba subir a un barco y perderse en el azul del océano, le daban pavor las tormentas, le aterraba la incógni-ta travesía al desconocido confín del mundo... Sólo que no podía confesar sus vacilaciones. Eso no iba bien con su imagen de héroe y aventurero. Además, debía rescatar a su querida Motica.

Vistió un traje y una gorra de marinero y, sin olvidar su bufanda, salió a la plaza del pueblo, don-de lo esperaba una comisión de notables y una tri-buna en que debía subirse a decir el discurso de la despedida.

Sin embargo, la tristeza por no saber qué suerte estaría corriendo su perrita, le impidió disfrutar las atenciones que le tributaban. Él, que era tan amante de los largos, interminables discursos, lacónicamen-te aseguró que encontraría a Motica y bajó de la tri-buna ante la expectación del auditorio.

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En cuanto zarpó el barco que lo conduciría al otro confín del mundo, el valiente aventurero sin-tió que le temblaban las piernas. O acaso sería que, con tanto vaivén del mar, el piso no se estaba quie-to... Para que no lo notaran tiritando, se aferró a la barandilla de madera y agitó la punta de su bufanda en señal de despedida.

Pronto estuvo rodeado de mar, mar y más mar. Ondas azules salpicadas de un encaje blanco, que no dejaban quieta la embarcación. Y ya no pudo contener el vómito. Arcada tras arcada, el héroe vo-mitó y lloró su orgullo.

El viaje al otro confín del mundo duró más de diez años en los que el señor Bufanda tuvo que sufrir demasiadas penalidades, incluidas un par de tormentas que estuvieron a punto de hacer zo-zobrar el gran trasatlántico. Mil veces se arrepintió de aquella aventura en alta mar y de sus fanfarrone-rías, y mil veces reunió valor pensando en su queri-da Motica.

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Sólo la idea de que podía necesitarlo, y el deseo de hallarla, lo hicieron resistir.

Andrajoso y débil alcanzó a poner pies en tie-rra. Soplaba el aire helado del invierno, pero hasta su colección de bufandas había gastado la agotadora travesía. Las telas, salitrosas y viejas, parecían hara-pos enrollados en su cuello. Sin embargo, en el otro confín del mundo sentían admiración por los ha-rapientos y mendigos, a quienes consideraban seres excepcionales por haber renunciado a las posesio-nes. Lejos de humillarlo ignorándolo, lo reverencia-ron y quisieron que les contara sus aventuras al otro lado del océano, en ese distante confín del mundo que pocos conocían.

Protegido del frío por la gente que se agolpaba a su alrededor, el señor Bufanda tomó aire mientras pensaba en la grandiosa historia que iba a contar a su auditorio. En cambio, lo cortó un suspiro de tris-teza pensando en su Motica, a quien no veía por ninguna parte.

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—En realidad no soy un aventurero. Sólo soy un hombre común. —Con lágrimas en los ojos, admitió—: Este es mi único viaje y lo pasé terrible-mente mal.

Motica apareció ladrando y saltó hacia su amo, temblorosa por el frío. Sin detenerse a pensarlo, él desenrolló de su cuello la harapienta bufanda y cu-brió a su perrita.

Ahora que había decidido decir siempre la ver-dad, no necesitaría llevar el cuello oculto. De ma-nera que en su nueva vida, allá en el otro confín del mundo, a nadie se le ocurrió llamarlo señor Bufanda.

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VecinosA la orilla del mar tenían sus casas dos vecinos.

Una era de piedras y tejas rojas, con techo a cuatro aguas, jardín y verja de hierro; la otra, una pobre casucha de maderas carcomidas y techo de paja. El vecino rico poseía dos barcos que desplegaban sus blancas velas en el azul inacabable del océano para viajar a lejanos países, trasladando mercancías. El vecino pobre poseía una caña de pescar con que a diario se ganaba el sustento.

El rico, vestido con uno de sus frescos trajes de seda, se acercaba a la costa y oteaba el horizonte anhelando que aparecieran los barcos cargados de telas y objetos exóticos que podría vender a buen precio.

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Su vecino, sentado sobre una roca, a la espera de que algún pez quedara atrapado por el anzuelo, lo miraba caminar impaciente de un lado a otro y sonreía taciturno. En secreto compadecía al rico, siempre tan ocupado y tan ansioso a causa de sus barcos. Él, en cambio, podía contemplar cómo la marea subía y bajaba a lo largo del arrecife, cómo se deshacían las manchas de peces bajo el agua clara del amanecer y cómo, en los ocasos, el sol trazaba un camino dorado hacia la playa.

También el vecino rico tenía su opinión sobre aquel hombre que vivía en la casucha de madera y pasaba las horas de su vida esperando que los pe-ces picaran en su anzuelo. Sí, porque el rico pensa-ba que su vecino no era más que un perezoso y por eso merecía vestir harapos y comer cada día solo los peces que le regalaba el mar. “Muy distinta fuera su situación si trabajara como yo, si se esforzara por reunir riquezas”, se decía mientras vigilaba el hori-zonte en espera de sus barcos.

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Alguna que otra vez se cruzaron los dos ve-cinos y cuando el pobre le decía al otro “buenos días” o “buenas tardes”, el rico le hacía un gesto de cumplido ladeando la cabeza, pero sin despegar los labios. Así que el vecino pobre, a pesar de haber vivido cuarenta años junto al rico, no podía saber cuál era el tono de su voz.

En una espera que se tornó demasiado larga, el rico, sufriendo por el destino de sus barcos, de sus riquezas, sin pensarlo dos veces se dirigió a la casa de un profeta en busca de respuestas.

El viejo, de barba y cabellos canos, en cuanto vio aparecer al rico con su traje de seda y oliendo a perfumes, le dijo que había estado esperándolo.

—¿A mí? ¿Cómo podrías saber que vendría a verte? —preguntó el rico con tono de burla. Estaba arrepintiéndose de haber acudido a la casa del adi-vino, pero la ansiedad lo conducía mil veces a la zozobra, temiendo igual suerte para alguno de sus valiosos barcos.

—Tengo algo que decirte —advirtió el viejo.

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—No me importa lo que quieras decirme. He venido para que me contestes una pregunta sola-mente. Quiero saber si mis barcos están a salvo.

—Por ahora sí —fue la respuesta del adivino.—¿Cómo es eso de que por ahora sí? ¿Acaso

correrán algún peligro?—No sólo tus barcos sino toda tu riqueza co-

rre peligro.—¡Pamplinas! —gruñó el rico y volvió la es-

palda con intención de marcharse, en cambio la curiosidad pudo más que el orgullo—. Dime por qué corren peligro mis barcos y mis riquezas.

—Cuanto posees irá a manos de tu vecino po-bre.

—¡A manos de mi vecino! ¡Qué cosa tan ab-surda! ¡Ese pusilánime no se atrevería ni a robar-me un alfiler! Loco debí estar por venir en busca de tranquilidad a la casa de un impostor como tú.

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Al poco tiempo regresaron los dos barcos del rico, como en los viajes anteriores rebosan-tes de mercancías que vender a muy alto precio. Liquidados los negocios, el rico era dos veces más rico que antes. En cambio, ya no podía estar tran-quilo pensando en cómo proteger mejor sus pose-siones.

“¿Sería posible que su fortuna fuera a parar a manos de aquel infeliz que sólo tenía una caña de pescar? ¡No y no, es absurdo! —Pensaba sin poder conciliar el sueño—. Pero, si sucedía algo, digamos que una noche, mientras los sirvientes y él mismo dormían, el vecino pobre, ayudado por otros tru-hanes como él, entraban en su casa y robaban su vajilla de plata, las copas de oro, los cuadros y las alfombras... ¿Y si lograban sobornar a sus marine-ros y escapar llevándose también los dos barcos?”

Sólo en sí mismo podía confiarse así que el rico tomó una determinación: vendería los barcos y cada una de sus posesiones y con el dinero reuni-do compraría un diamante que llevaría siempre

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colgado al cuello para que nadie se lo pudiera arre-batar.

Alegre por su victoria ante el destino, el rico paseaba una tarde por la playa luciendo su dia-mante sobre el pecho, cuando, de pronto, una ola enorme lo envolvió y lo arrastró dentro del mar. El infeliz, a través de las capas de agua salada, de la espuma que le cegaba, veía al vecino pobre, empu-ñando su vara sobre los arrecifes, sin embargo se le ocurrió que si pedía auxilio el otro aprovecha-ría para robar el valioso diamante y prefirió morir ahogado sin que dejara escuchar su voz ni una sola vez al vecino pobre.

Pasaron un par de años sin que se tuvieran noticias del rico y de su fortuna. Una tarde el veci-no pobre regresó a su casucha de madera, llevando en el morral el único pescado que había mordido su viejo anzuelo. En el vientre del pez estaba nada menos que el diamante que resumía las riquezas de su vecino.

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El dueño de los caballitos

Era un país donde se criaban los caballitos más hermosos del mundo. Parecidos a los que hoy conocemos, sólo que un par de veces más peque-ños.

Había en aquel país un rey que maltrataba a la gente y era el único dueño de los caballitos. Por eso los niños estaban siempre tristes y cada noche los asaltaba un mismo sueño luminoso: cabalga-ban en una manada, ante el asombro de sus padres que los veían remontar el alto cielo galopando y riendo de felicidad. Sí, porque las extraordinarias criaturas tenían unas rayas amarillas cruzándoles la piel igual que cintas de adorno y, lo que mayor

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asombro causaba, alas en los cascos. Por eso po-dían volar como bandada de palomas.

Una mañana de sol recién nacido, apareció un joven de ojos retoñantes sobre la plataforma de la plaza, hace tiempo usada por el viejo rey para leer sus discursos y órdenes. Con voz firme aseguró que nadie tenía derecho a ser el dueño de los caballitos. Medio pueblo se tapó los oídos para no escucharlo, jamás boca alguna se atrevió a una afirmación tan arriesgada. En cambio, él continuaba diciendo que debían enfrentar al rey y bajarlo de su trono y re-partir entre la gente a los caballitos…

Apenas tres o cuatro jóvenes aplaudieron su discurso y, a pesar de las súplicas de sus padres para que desistieran de enfrentar al poderoso soberano decidieron rebelarse.

Enseguida comenzaron a llegar noticias de los insurgentes, habían ido a esconderse a los panta-nos que rodeaban el palacio y desde allí atacaban al ejército del rey. Las informaciones eran confu-sas, pero de vez en cuando se sabía que los jóvenes

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sumaban más y más, y el ejército real disminuía o resultaba derrotado en sus enfrentamientos. Los viejos comenzaron a confiar en la lucha que, ha-bían pensado, no tendría ningún sentido; y los niños se impacientaban por ser mayores para in-corporarse a las tropas rebeldes.

Fueron años de combates, hasta una batalla decisiva en que el ejército del rey huyó, dejando a su jefe abandonado. Dicen que el soberano, teme-roso de la justicia del pueblo, quiso escapar sobre la grupa de uno de sus caballitos alados. Pero las cria-turas parecían enteradas de su maldad y ninguna se dejó atrapar por el asustado monarca, que ter-minó lanzándose al barranco desde una torre del castillo.

¡Qué alegres estaban todos! Por fin se habían librado de la tiranía.

—Esta es una fecha histórica —dijo el jo-ven de los ojos retoñantes, de nuevo en lo alto de la plaza, sólo que ahora rodeado por la gente, que aprobaban cada una de sus palabras—. Esta es una

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tarde memorable, porque desde hoy no tendremos nunca más un rey que nos gobierne. A partir de hoy seremos, todos, dueños de los caballitos.

Las fiestas duraron semanas. Y cuando la gen-te estuvo cansada de celebrar la victoria, el joven dijo que había llegado el momento de repartir los caballitos. Entonces advirtieron que eran insufi-cientes y algunos niños estaban tristes porque pen-saron que no realizarían su sueño de remontar el cielo sobre una de aquellas criaturas maravillosas.

El joven líder, en cambio, no estaba dispuesto a que la lucha hubiera sido en vano y tuvo una idea que podía ser la solución para el terrible problema: repartirían los caballitos a las familias y así cada una tendría el suyo. Los niños podrían realizar el anhelo de escalar las altas nubes cabalgando en las magníficas criaturas voladoras.

Cada familia pasó por delante del palacio, donde ahora se había instalado el nuevo líder.

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Cada familia partió con un caballito raya-do, todavía dudando que tanta dicha fuera cierta. ¡Cada familia tuvo un caballito, con el cual em-prender esporádicos galopes entre las nubes y des-cubrir lo diminutos que son, en realidad, las casas, las arboledas, los caminos que parecían líneas tra-zadas por un lápiz de punta fina!

Aquel conocimiento, tanta dicha, se la debían al joven de ojos retoñantes. Así que cuando se supo que el líder, por aquel refrán de que «el que repar-te y reparte se queda con la mejor parte», había ajustado las cosas para apropiarse de dos caballitos alados sólo para él, la mayoría lo justificó diciendo que merecía tener más que cualquiera, ya que sin su valor nadie en el país hubiera logrado realizar el sueño de cabalgar, aunque fuera por poco tiempo, sobre una criatura alada.

—Empezó mal. Al cabo de los años podrá con-vertirse en otro rey despótico y despreciable como su antecesor —advirtió un anciano, y una avalan-cha de insultos fue la respuesta de la gente. ¿Quién

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podía tener pensamientos negativos sobre el joven que les había regalado la felicidad? Sólo un viejo envidioso del vigor y la belleza de un hombre nue-vo, capaz de construir un mundo a su justa medi-da.

Los días pasaron y el cielo estaba siempre lle-no de brillos, relumbres, alas desplegadas, niños alegres. Entonces el nuevo líder salió a la plaza del país y convocó a su pueblo para un magnífico des-file en conmemoración de la derrota del malvado rey y celebrar el aniversario de la victoriosa suble-vación.

Como se sabe, no había caballitos suficientes para cada persona. De manera que se eligió un re-presentante por familia y le dieron instrucciones sobre cómo debía saludar al joven líder durante el desfile y cómo debía cabalgar detrás de él en el cor-tejo. Los preparativos ocuparon al pueblo durante un mes entero.

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Al fin, llegó la mañana de la ceremonia. De las humildes casas brotaron luces que remontaban el aire. Los caballitos habían sido engalanados para la ocasión y sus rayas amarillas reflejaban la luz del sol dibujando soles movedizos por sus cuerpos de belleza especial.

La plaza del país estaba repleta. Y pese a que era la hora acordada para el comienzo del desfi-le, el joven líder no llegaba. ¿Qué podía ocurrir? Rebotó de un lado a otro el pesado silencio. La gen-te temía que le hubiera ocurrido una desgracia o que repentinamente hubiese enfermado. Las ma-dres lo consideraban un hijo más y ya se disponían a ir en su auxilio cuando, desde lo alto de las to-rres del palacio, sonaron expectantes redobles de tambor. En una carroza púrpura, tirada por sus dos corceles, salió hacia la plaza el nuevo mandatario, hermoso con su exquisito traje de rey.

¿Para qué contar que la ceremonia fue extraor-dinaria? ¿Para qué decir que la gente lloraba de la alegría viendo la magnificencia, la majestuosidad,

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del nuevo rey, resaltada por su áurea caballería? Sólo diremos que fue el primero de una larga lista de desfiles…

Porque la vida nunca volvió a ser igual. Desde el palacio salían emisarios con leyes y edictos que iba escribiendo el gobernante. En un país nuevo hay demasiado que hacer y la gente se esforzaba por construir ese país soñado, donde reinara la feli-cidad sobre las cenizas de una nación que comen-zaba a ser sólo triste recuerdo.

Los caballitos estaban tan satisfechos del pre-sente como el propio pueblo. Después del encierro andar trazando caminos entre las nubes, con niños como jinetes, resultaba para ellos una verdadera di-cha.

Pero una tarde, entre tantas proclamas, apare-ció una que pensaron sería algún error de los escri-banos. Se ordenaba que, para cuidar mejor de los caballitos, una sola vez cada dos semanas podrían ser montados. En cambio, no se trataba de ningún error y enseguida la nueva ley estuvo vigente.

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A una familia que desobedeció el mandato le decomisaron su caballito, sanción que comenzó a emplearse por cualquier motivo. Hasta el cielo se tornó gris y los niños volvieron a olvidar la risa y de nuevo soñaron que desandaban los caminos del aire conducidos por una manada infinita de corce-les alados.

El rey, igual que cualquiera, envejeció; sin em-bargo, a diferencia de la gente común, gobernaba a los demás y año tras año parecía más embriaga-do por el poder, así que cada vez impuso en mayor medida sus deseos. Si alguien tenía una conducta inadecuada según sus preceptos, como castigo, le era confiscado su caballito y, con él, la alegría y el goce de la vida. Eso sí, en el desfile anual que cele-braba para conmemorar su victoria, crecía y crecía la bandada de corceles que tiraban cabizbajos de su carroza de oro.

Pronto las escasas familias que lograron con-servar sus preciosas criaturas advirtieron que los animales, en contra de lo que pregonaba el rey

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en cada uno de sus discursos, casi no les pertene-cían. Porque con los años el soberano les obligó a seguir instrucciones precisas sobre cómo cabalgar, alimentar, bañar, cepillar, nombrar, en fin, sobre cómo cuidar a los pocos caballitos que no habían retornado al establo del palacio.

Ahora nadie tenía duda de que el monarca, ya envejecido, comenzaba también, sin diferenciarse demasiado de su antecesor, a ser el nuevo dueño de los caballitos.

Era una certeza terrible. La gente se sabía trai-cionada.

Las familias a que se despojó de sus caballitos, hacía tiempo conocían el dolor de la injusticia. Y también los otros, los que conservaban a sus cria-turas aladas a cambio de cumplir con cada manda-to;

empezaban a soportar la angustia de un se-creto bien apretado entre los dientes.

Pero nadie se atrevía a protestar y, desde lo alto de la plaza del país, que ahora era vigilada por

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soldados del rey, decir a los cuatro vientos la triste verdad.

¿Quién tendría valor para enfrentar al podero-so monarca? ¿Dónde está el joven de ojos retoñan-tes que se atreva a desenmascarar, ante la gente, al dueño de los caballitos?

Índice

El hombre distinto 7

El País de los Glotones 19

Amigos 47

El capitán Pata de Palo 63

El señor Bufanda 75

Vecinos 93

El dueño de los caballitos 105

Este libro se terminó de imprimir en

la Fundación Imprenta de la Cultura

3.000 ejemplares

en el mes de agosto de 2010

Caracas - Venezuela