El Equilibrio de los Imperios: de Utrecht a...

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Agustín Guimerá y Víctor Peralta (coords.) El Equilibrio de los Imperios: de Utrecht a Trafalgar

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Agustín Guimerá y Víctor Peralta (coords.)

El Equilibrio de los Imperios:

de Utrecht a Trafalgar

EL EQUILIBRIO DE LOS IMPERIOS:

DE UTRECHT A TRAFALGAR

Actas de la VIII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna

(Madrid, 2-4 de Junio de 2004) Volumen II

Agustín Guimerá Ravina Víctor Peralta Ruiz

(Coordinadores)

Con la colaboración de Francisco Fernández Izquierdo

Fundación Española de Historia Moderna Madrid, 2005

VIII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna (Madrid, 2-4 de Junio de 2004)

COMITÉ DE HONOR

Presidencia: S.M. La Reina de España

Vocales: Sra. Dª María Jesús San Segundo Gómez de Cadiñanos, Ministra de Educación y Ciencia. Sr. D. Emilio Lora-Tamayo D’Ocón, Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sr. D. Carlos Berzosa, Rector Magnífico de la Universidad Complutense. Sr. D. Luis Miguel Enciso Recio, Presidente de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales. Sra. Dª Mercedes Molina Ibáñez, Decana de la Facultad de Geografía e Historia de la Uni-versidad Complutense. Sr. D. José Ramón Urquijo Goitia, Director del Instituto de Historia, CSIC. Sr. D. Antonio García-Baquero, Presidente de la Fundación Española de Historia Moderna.

COMITÉ CIENTÍFICO Y ORGANIZADOR

Coordinadores: Dra. María Victoria López-Cordón Cortezo, Catedrática, Jefe del Dpto. de Historia Mo-derna, Universidad Complutense. Dr. Agustín Guimerá Ravina, Investigador Científico, Dpto. de Historia Moderna, Institu-to de Historia. CSIC.

Vocales: Dr. Francisco Fernández Izquierdo, Jefe del Dpto. de Historia Moderna, Instituto de His-toria, CSIC. Dra. Gloria Franco Rubio, Dpto. de Historia Moderna, Universidad Complutense. Dr. Víctor Peralta Ruiz, Dpto. de Historia Moderna, Instituto de Historia. CSIC.

Secretaría Técnica: Dr. José Manuel Prieto Bernabé, Dpto. de Historia Moderna, Instituto de Historia. CSIC.

La Fundación Española de Historia Moderna convocó la Reunión en junio de 2004 gracias a

la organización y apoyo de las siguientes entidades:

Universidad Complutense, Facultad de Geografía e Historia, Dpto. de Historia Moderna. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto de Historia, Dpto. de Historia Moderna. Sociedad Española de Conmemoraciones Culturales.

Esta edición ha sido posible gracias a la colaboración del Ministerio de Educación y Ciencia y de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, adscrita al Ministerio de Cultura, y se edita en 2005 siendo su Presidente D. José García de Velasco.

Diseño de cubierta: Francisco Tosete y Julia Sánchez (Centro de Humanidades, CSIC), a partir de una idea de Agustín Guimerá. © De los textos, sus autores. © Fundación Española de Historia Moderna, de la presente edición. Depósito Legal: M-52127-2005 ISBN Obra completa: 84-931692-1-8 ISBN Volumen II: 84-931692-3-4 Imprime: Gráficas Loureiro, S.L. • San Pedro, 23 - 28917 Bº de La Fortuna (Madrid)

EL EJÉRCITO ESPAÑOL DE LA ILUSTRACIÓN: CARACTERES Y PERVIVENCIA DE UN

MODELO MILITAR1

ENRIQUE MARTÍNEZ RUIZ Universidad Complutense

RESUMEN:

Con la llegada de los Borbones a España en 1700 y la subsiguiente guerra de Sucesión se organiza un nuevo modelo de ejercito, que se articula sobre dos estructuras: las milicias provin-ciales y el ejército propiamente tal, cuyos rasgos característicos se definen muy pronto y aunque se perfilan y agudizan a lo largo del siglo XVIII, persisten hasta mediados del siglo XIX, que es cuando se desarticula su estructura y pierde sus rasgos más acusados, en beneficio del nuevo modelo militar del liberalismo.

PALABRAS CLAVE: historia militar; España; siglo XVIII; ejército; milicias provinciales.

ABSTRACT:

A new army model was organised at the end of the War of Succession and the arrival of the Bourbons in 1700. It was a model comprising two different structures: provincial militias and army. Military characteristics were soon defined, although they become heightened during the 18th Century and remained until the middle ages of the XIXth Century. Then it looses its most important characters and its structure is dismantled. The new liberalist army model was rising.

KEY WORDS: Spain; military history; XVIIIth Century; provincial militias.

———— 1 El presente trabajo forma parte del Proyecto de Investigación titulado «Seguridad y

cuerpos de seguridad en la España del siglo XVIII», referencia BHA 2001-1451, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología.

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Durante mucho tiempo la vigencia de los años 1700 y 1808 como hitos separadores de periodos históricos diferentes ha sido determinante a la hora de analizar la etapa comprendida entre ambas fechas, considerada diferente de la que la precede y de la que la sigue. Consolidaba tal apreciación el hecho de que esa etapa se abriera y se clausurara con unas crisis bélicas (las guerras de Sucesión y de Independencia), favoreciendo su percepción como un perio-do cerrado, sin un «antes» ni un «después», percepción que tiene un amplio reflejo en la historiografía de manera casi generalizada hasta hace escasas dé-cadas. Hoy, el periodo borbónico de nuestra historia correspondiente al siglo XVIII no se ve tan «huérfano» de precedentes y consecuentes, comprobándo-se que algunas de sus realidades más características ya apuntaban a finales del Seiscientos, de la misma forma que no se produce en 1808 la denominada crisis del Antiguo Régimen, una crisis que en ciertos aspectos no se consuma hasta mediados del siglo XIX.

Pues bien, una de las dimensiones de la España de la Ilustración que no puede quedar comprendida en los límites estrictos de 1700 y 1808 es la mili-tar y, en concreto, en el ejército que se levantaba por los años iniciales del siglo y que se iría perfilando en las décadas siguientes. Es cierto que en los orígenes de este proceso, las novedades son claras, pero el modelo militar estructurado a lo largo del siglo no naufraga en la guerra de la Independencia, aunque ésta le afecta táctica y orgánicamente, sino que algunos de sus rasgos tardan en desaparecer. Justamente, trazar las líneas maestras de la trayectoria de este «modelo» de ejército y destacar sus rasgos distintivos constituyen el objeti-vo que perseguimos en estas páginas y que pensamos no resulta inapropiado, ya que el bagaje de información que tenemos es considerable, gracias a los trabajos que se han sucedido, sobre todo a lo largo de la última década del siglo XX, constituyendo una aportación relevante, en particular algunos de ellos2.

EL MODELO DE EJÉRCITO BORBÓNICO DE LA ILUSTRACIÓN. A finales del siglo XVII, la Monarquía española se encontraba con muchas

de sus posibilidades militares mermadas, hasta el punto de estar muy generali-zada la idea de indefensión. En 1700, a la llegada de Felipe V, las fuerzas de-pendientes de Madrid eran unos 13.000 hombres en la península pertenecien-tes, sobre todo, a las milicias provinciales, otros tantos en Milán y 10.000 en

———— 2 Tal producción, nos obliga a ser selectivos en las citas y nos dispensan de adentrarnos en

el terreno historiográfico dos publicaciones recientes, donde abunda indicaciones de todo tipo: MARTÍNEZ RUIZ, E. y PI CORRALES, M. de P.: «La investigación en la Historia Militar Moderna: realidades y perspectivas» y GARCÍA HERNÁN, D.: «Historiografía y fuentes para el estudio de la guerra y el Ejército en la España del Antiguo Régimen», ambos trabajos en Revista de Historia Militar, número extraordinario titulado Historia militar: Métodos y recursos de investigación, 2002, págs. 123-170 y 183-292, respectivamente.

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Flandes. Por esas mismas fechas, el ejército francés estaba en torno a los 300.000. Una diferencia significativa que explica que fuera perentoria para España la necesidad de un ejército operativo: lo exigían no solo su papel en el concierto internacional —derivado, primero, de Westfalia y, luego, de Utrecht—, sino también las líneas de acción exterior, mediterránea y atlántica. Igualmente lo exigía la necesaria defensa interior, donde se venía arrastrando una debilidad manifiesta (nuestras defensas fronterizas distaban mucho de las defensas levantadas por Vaubant en Francia, por ejemplo), debilidad agravada ahora por la presencia inglesa en Menorca y Gibraltar.

La nueva dinastía deberá hacer frente a los retos planteados y para ello tendrá que afrontar la reforma de las fuerzas armadas. En efecto. Desde los inicios del siglo, el ejército español va a organizarse sobre dos estructuras di-ferentes, en lo que Felipe V juega un papel determinante: una, es de carácter territorial, constituida por las Milicias Provinciales3, para actuar en la penínsu-la, esencialmente; la otra estructura, de carácter orgánico, es la constituida por el ejército propiamente tal4, en cuya composición entraban quintos, voluntarios, extranjeros y vagos y maleantes recogidos en levas forzosas; la guardia real era el grupo más profesional y selecto de esta estructura, en la que figuraban tam-bién los restos supervivientes de los tercios: es el contingente para utilizarse tanto en la península —la guerra de Sucesión iba a exigirlo así— como, sobre todo, en el exterior, cuando empezarán las operaciones en los conflictos in-ternacionales.

Así pues, tenemos una doble dimensión constituida por tropas de diferente naturaleza y cometido, que en su planteamiento general recuerda los orígenes del sistema que había periclitado con el siglo anterior, propio de la dinastía de los Austrias, basado también en dos elementos, a los que hemos denominado «ejercito interior» (heterogéneo mosaico de milicias, en el que las Guardas eran el elemento fundamental) y «ejército exterior» (otro mosaico de fuerzas, que tiene su elemento más representativo —pero no único— en los Tercios)5.

———— 3 Vid. CONTRERAS GAY, J.: Las milicias provinciales en el siglo XVIII. Estudios sobre los re-

gimientos de Andalucía. Almería, 1993; OÑATE ALGUERÓ, P. de.: Servir al Rey: La milicia pro-vincial (1734-1846), Madrid, 2003.

4 Vid. GÓMEZ RUIZ, M. y ALONSO JUANOLA, V.: El ejército de los Borbones, Madrid, vols. I-IV, 1989-1995.

5 No vamos a detenernos en estas cuestiones, a las que ya nos hemos referido en: MARTÍ-NEZ RUIZ, E.: «La reforma de un «ejército de reserva» en la Monarquía de Felipe II: las Guar-das», en Las Sociedades Ibéricas y el Mar a finales del siglo XVI, vol. II. Madrid, 1998; págs. 497-512 y «Política y Milicia en la Europa de Carlos V: la Monarquía Hispánica y sus Guar-das», en Carlos V. Europeismo y Universalidad, vol. II, Madrid, 2001. págs. 369-388; MARTÍ-NEZ RUIZ, E. y PI CORRALES, M. de P.: «Los perfiles de un «ejército de reserva» español: Las Ordenanzas de las Guardas (1613)», en España y Suecia en la época del Barroco (1600-1660). Madrid, 1998; págs. 341-375 (hay edición inglesa); «Un ambiente para una reforma militar: la Ordenanza de 1525 y la definición del modelo de Ejército del interior peninsular», en Studia Histórica. Historia Moderna, nº 21, 1999; págs. 191-216 y «Las Ordenanzas de las Guardas en

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Las dos organizaciones de las fuerzas armadas —la imperante en los siglos XVI y XVII y la establecida en el XVIII— nacen a impulsos de las exigencias militares de la Monarquía, si bien es cierto que la de los Borbones ha de po-ner sus bases con toda rapidez, pues la Guerra de Sucesión no admite demo-ras. Rapidez que constituye una de las diferencias existentes entre ambas, pues la de los Austrias es fruto de una evolución en la que se cambian los plantea-mientos iniciales, mientras que la de los Borbones desde los comienzos apare-ce claramente definida.

Efectivamente. Como consecuencia de las «innovaciones» que se estaban produciendo en las guerras de Italia, con la imparable ascensión de la Infante-ría en el campo de batalla, Carlos V empieza a reformar la estructura del apa-rato militar heredado de sus abuelos: en 1525 reduce los efectivos de las Guardas y las deja orientadas a una utilización dentro de la península y una década después pondrá en marcha el Tercio, la unidad táctica y orgánica de la Infantería española que revoluciona la batalla y le da a las tropas imperiales una superioridad que España ya no perderá hasta un siglo después. Este «mo-delo» estaba agotado a fines del siglo XVII6 y Felipe V tendrá que proceder a la organización de las fuerzas armadas que necesitará inmediatamente a causa de la guerra de Sucesión. En esta tarea, sus referentes van a ser franceses: la estructura territorial cobra forma con las milicias provinciales, cuyo empleo, en principio, se reduciría a actuaciones dentro de su propio territorio —algo que luego no se cumplirá estrictamente—; el modelo que se sigue es el de las milicias provinciales francesas, cuyo impulsor fundamental fue Louvois7. La estructura orgánica, constituida por el ejército propiamente dicho, también sigue el modelo del país vecino: por eso, se transforman los tercios en regi-mientos, compuestos por batallones y estos, a su vez, por compañías, además de establecer la jerarquía con la nomenclatura francesa: Coronel y Teniente Coronel en vez de Maestre de Campo y su Teniente; por otra parte, en el cuerpo de Oficiales Generales, el primer empleo que se reconoce es el de Ma-riscal de Campo —que manda «indiferentemente la Caballería, la Infantería y los Dragones»— y aparecen nuevos empleos, como Brigadier; además, en 1702, también se crean los Directores e Inspectores Generales de las armas, cargos que se irían cargando de contenido y que serían decisivos en el organi-grama jerárquico posterior, por su importancia en la supervisión de todos los ámbitos de las armas que tenían encomendadas. ———— el siglo XVI», en Historia y Humanismo. Estudios en honor del profesor Valentín Vázquez de Prada, vol. I. Pamplona, 2000, págs. 193-202.

6 Para una síntesis de su evolución en ese tiempo, MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Los ejércitos his-panos en el siglo XVII», en Calderón de la Barca y la España del Barroco, vol. II. Madrid, 2001; págs. 97-121 y «El ejército de los Austrias» en Studis, nº 27, 2001; págs. 7-22.

7 Unidades que desde el siglo pasado atrajeron la atención de los estudiosos. Vid.: HEN-NET, L.: Les Milices Provinciales, Paris, 1882 y Les Milices et les troupes provinciales. Paris, 1884; GEBELIN, J.: Histoire des Milices Provinciales (1688-1791). Paris, 1882; SAUTAI, M.: Les Milices Provinciales sous Louvois et Barbezieux. Paris, 1909. Más recientemente, RONDEAU, M.: Histoires des Milices Royales. Le Mans, 1991.

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Felipe V percibió muy pronto las dimensiones del problema y así lo declara en la introducción de la Real Cédula de 1704, a la que luego aludiremos y en donde leemos:

«La seguridad de mis Reynos exige un ejército respetable a los enemigos

de mi Corona, que sostenga la dignidad y derechos de ella, donde la necesi-dad lo pida, abrigando a mis fieles vasallos en todas las partes del mundo de cualquier insulto exterior».

La recién llegada dinastía acomete, pues, la tarea de reorganizar y moder-

nizar la institución armada: la empresa no era fácil. Los nuevos ejércitos son caros, exigen un potencial demográfico y su costo se multiplica por la necesi-dad de contar con tropas de tierra y una potente marina. Pero si la empresa no era fácil, sí era perentoria, por eso el reformismo borbónico es muy precoz en el caso del ejército y desde 1701 a 1728 va a llevarse a cabo una profunda transformación de nuestras fuerzas armadas. La precocidad del inicio de la reforma lo demuestran las «Ordenanzas de Flandes» de 18 de diciembre de 17018, que son, en definitiva, una serie de sanciones y prohibiciones; unos meses más tarde se publicaba la Ordenanza de 10 de abril de 1702 —a la que también se suele llamar Ordenanza de Flandes—, donde ya se apuntaban las directrices de la organización del futuro ejército y que algunos consideran una mera traducción de las francesas.

LA REFORMA MILITAR: DE LA TRADICIÓN A LAS NOVEDADES. Para la inexcusable reforma que se presentaba, la guerra de Sucesión podía

ser un buen laboratorio para decantarla, tanto por la misma actividad bélica, como por su significativa incidencia en algunos territorios, como los de la corona de Aragón9. Ahora bien, la labor reformadora no altera los rasgos esenciales del ejército del Antiguo Régimen, que seguiría caracterizándose por ser una fuerza al servicio del rey, no del reino, por poseer un fuero especial10,

———— 8 El texto de esta ordenanza y de las demás que citemos anteriores a las de 1768 pueden

consultarse en PORTUGUÉS, J.: Colección general de las ordenanzas militares, 11 volúmenes. Madrid, 1764-1765, por lo que no reiteraremos este tipo de referencias.

9 Vid. ANDÚJAR CASTILLO, F.: «La reforma militar en el reinado de Felipe V», en PEREIRA IGLESIAS, J. L.: (Coord.): Felipe V de Borbón, 1701-1746, Córdoba, 2002, págs. 615-640 y «Poder militar y poder civil en la España del siglo XVIII. Reflexiones para un debate» en Me-langes de la Casa de Velázquez, t. XXVII-2, 1992, págs. 55-70; FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P.: «’Soldados del Rey, soldados de Dios’. Ethos militar y militarismo en la España del siglo XVIII», en Espacio, Tiempo y Forma, serie IV, t. 11, 1998; págs. 303-320 y GIMÉNEZ LÓPEZ, E.: «El debate civilismo-militarismo y el régimen de Nueva Planta en la España del siglo XVIII», en Cuadernos de Historia Moderna, vol. 15, 1994, págs. 41-75.

10 Vid. CEPEDA GÓMEZ, J.: «El fuero militar en el siglo XVIII»,en MARTÍNEZ RUIZ, E. y PI CORRALES, M. de P. (Coords.): Instituciones de la España Moderna. I. Las Jurisdicciones. Ma-drid, 1996; págs. 293-304.

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por tener una oficialidad aristocrática y disponer de una tropa procedente del Tercer Estado, que es recogida por tres vías: voluntariado, levas y reclutas o quintas. Por otro lado, la reforma que emprenden los Borbones va a tener tres bases fundamentales:

• El rey sería el único en controlar al ejército. • Ese control se mantendría con una oficialidad noble o ennoblecida11 y

organizada corporativamente. • Todas las dimensiones de la vida castrense dispondrían de una

minuciosa reglamentación. Y como novedades del nuevo ejército de la Ilustración se han señalado

unas características que, en algunos casos, no hacen más que acentuar tenden-cias ya iniciadas. He aquí lo más significativo de lo que se ha dicho:

• La fuerza se organiza como un ejército permanente para hacer frente a

un enemigo externo y ocuparse en cometidos de seguridad y manteni-miento del orden en el interior.

• Es un ejército profesional, en el sentido de que la dedicación a la milicia se va a considerar como una profesión permanente, no temporal u oca-sional.

• Se impone una total «centralización» de los cuerpos y unidades, subordi-nadas a las Direcciones Generales y a los Inspectores Generales de cada arma.

• Las relaciones entre mandos y subordinados están marcadas por un duro marco disciplinario12.

• La incorporación masiva de la nobleza a la oficialidad configura al ejército como un reflejo de la sociedad estamental, al reservarse los empleos de la oficialidad a la nobleza, mientras el estado llano ocupa las plazas de tropa.

• El incremento de los efectivos y su mantenimiento en tiempo de paz obli-ga a replantearse el sistema de reclutamiento, lo que desembocará en la implantación del servicio militar obligatorio de todos los varones13.

———— 11 Vid. MORALES MOYA, A.: «Milicia y nobleza en el siglo XVIII (apuntes para una sociolo-

gía de las armas y de la nobleza en España), en Cuadernos de Historia Moderna, nº 9, 1988; págs. 121-137, además de OTERO ENRIQUEZ, M. (Marqués de Hermosilla): La nobleza en el ejército, Madrid, 1915 y SALAS Y LÓPEZ, F.: «El ejército y la nobleza», en Hidalguía, nº 21, marzo-abril, 1957 y «La nobleza en las hojas de servicio de los militares», en Hidalguía, nº 30, 1958; RODRÍGUEZ DE ALMEIDA, F.: «Los cadetes y soldados distinguidos del ejército como prueba de nobleza», Hidalguía, nº 20, 1957, págs. 31-40.

12 Una buena síntesis de la penalidad castrense en nuestro ejército de la Edad Moderna, en ABÁSOLO, E.: El derecho Penal Militar en la Historia Argentina, Córdoba (Argentina), 2002; cap. I.

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Con tales directrices se aspiraba a conseguir una estructura permanente en tiempo de paz, con base en la propia España, que ayudara al mantenimiento del orden interno y fuera fácilmente dinamizada en caso de guerra. Pero el establecimiento de estas bases chocó con la falta de efectivos para los nuevos regimientos, que no se pudo paliar con la búsqueda y aplicación de nuevos procedimientos en el reclutamiento —procedimientos que todavía se busca-ban infructuosamente en las décadas finales del siglo—, pues nunca fue solu-ción el alistamiento de voluntarios y eso que las plantillas de las Armas casi nunca superaron los 60.000 hombres, a los que se pretende motivar con una remuneración económica.

Un hecho de indudable importancia es que con Felipe V los objetivos de nuestro ejército fueron básicamente peninsulares en sus primeros momentos; luego la política de intervención en Italia los ampliaría, pero quedaban muy alejados de los objetivos hegemónicos de siglos precedentes. Más adelante, con Carlos III la reforma no solo no se detiene, sino que es el momento de la consolidación de la organización militar, pues tanto el rey como sus colabora-dores —de cualquier tendencia que fueran— ya están acostumbrados a ver que la guerra es competencia del Estado y de su administración, en la que se delimita un ramo específico para atenderla.

NOVEDADES EN EL FACTOR HUMANO. Por su parte, la administración militar14 alcanza una definición que la aproxi-

ma a su perfil contemporáneo. Las Capitanías Generales —cuyo número oscila de 10 a 12 a lo largo del siglo— serán las piezas claves de la organización territo-rial, en la que hay además otra figura singular: los Corregidores militares.

Los Capitanes Generales disfrutaron siempre de una enorme autoridad y desde la guerra de Sucesión —uno de cuyos resultados es la supresión de los virreyes por estas jerarquías militares— irán acentuando su significación en la vida española, de modo que a fines de siglo el balance de su trayectoria no podía ser más concluyente: habían gobernado el país en paz y en guerra, los funcionarios civiles les estaban subordinados, los tribunales provinciales o Audiencias y las Chancillerías los habían aceptado como presidentes, podían declarar el estado de sitio y asumir todos los poderes civiles y desde 1784 tenían jurisdicción sobre los bandidos15. ————

13 Vid. especialmente, BORREGUERO BELTRÁN, C.: El reclutamiento militar por quintas en la España del siglo XVIII. Orígenes del servicio militar obligatorio. Valladolid 1989. También, PUELL DE LA VILLA, F.: El soldado desconocido. De la leva a la «mili». Madrid, 1996, págs. 13-186.

14 Para la administración y la hacienda militar, vid. TEIJEIRO DE LA ROSA, J. M. (Coord.): La Hacienda Militar. 500 años de Intervención en las Fuerzas Armadas, 2 vols. Madrid, 2002.

15 Conservan toda su utilidad, tanto el libro de MERCADER RIBA, J.: El segle XVIII. Els capitans generals. Barcelona, 1957, como el artículo de GARCÍA GALLO, A.: «La Capitanía General como institución de gobierno político en España e Indias en el siglo XVIII», en Memoria del tercer Con-

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Por otro lado, en la corona de Aragón, sobre todo, nos vamos a encontrar en el siglo XVIII con unos corregidores que en número nada desdeñable eran militares y a sus tareas al frente de los concejos unían las de gobernador mili-tar en su distrito, se les nombraba con carácter vitalicio sin posibilidad de ser revocados, salvo por el rey; además, protegidos por el Capitán General, podí-an prescindir del Consejo y de la Cámara de Castilla16. Tal situación, auténti-———— greso Venezolano de Historia. Caracas, 1979; vol. I, págs. 537-582. Estudios más recientes nos van familiarizando con la dinámica de las diferentes Capitanías Generales, aunque su contenido y mé-todo de análisis es desigual; dos buenos ejemplos: uno, sobre una Capitanía General concreta y de corte institucional, el de ÁLAMO MARTELL, Mª D.: El Capitán General de Canarias en el siglo XVIII. Las Palmas, 2000. el otro, un análisis de las Capitanías Generales en conjunto, cuyo análisis y con-sideraciones nos exime a nosotros en esta ocasión de cualquier otro añadido: ANDÚJAR CASTILLO, F.: «Capitanes Generales y capitanías generales en el siglo XVIII», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 22, 2004; págs. 291-320. De algunos espacios geográficos tenemos información bastante más abundante que en otros, como sucede con Baleares (CAIMARI CALAFAT, T.: «El establecimientote las Capitanías Generales en el siglo XVIII. El caso del reino de Mallorca y sus primeros mandos: el caballero de Asfeld y el marqués de Lede», en La Guerra de Sucesión en España y América. Jornadas Nacionales de Historia Militar. Madrid, 2001, págs. 583-594 y «los extranjeros en la alta administración española del siglo XVIII: el caso de los Capitanes Generales en Mallorca», en Los extranjeros en la España Moderna. Actas del I Coloquio Internacio-nal. Málaga, 2003; T. II; págs. 149-159), Andalucía (Vega Viguera, E. de la: La Capitanía General de Andalucía: historia de una institución. Sevilla, 1998) y Galicia (VÁZQUEZ GÓMEZ, J.: Quinientos Años de la Capitanía General de Galicia. Madrid, 1985; FERNÁNDEZ VEGA, L.: La Real Audiencia de Galicia, órgano de gobierno en el Antiguo Régimen (1480-1808). La Coruña, 1982, 2 vols. VER-DERA FRANCO, I. et alii.: La Capitanía General en la historia de Galicia. A Coruña, 2003). También nos vamos familiarizando con Capitanes Generales, que no estuvieron en la primera fila de la política, pero que tuvieron indudable significado en su tiempo, por su relación con Madrid o por el momento en que asumen una Capitanía General determinada, al tiempo que se profundiza en figuras más conocidas. Vid., por ejemplo, GIMENEZ LÓPEZ, E.: «El primer Capitán General de Cataluña, marqués de Castelrodrigo (1715-1721), y el control del australismo», en FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P. (Ed.): Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII. Madrid, 2001; págs. 401-420 y VICENTE ALGUERO, F. J. de: «El marqués de la Mina, de militar profesional al ilustrado periférico», en Actes. Primer Congres d’Història Moderna de Catalunya. Barcelona, 1984, T. II, págs. 89-100; también GÓMEZ PELLEJERO, J. V.: «Nobleza militar y redes de poder en el siglo XVIII: el VIII conde de Ricla», en Revista de Historia Jerónimo Zurita, nº 75, 2001, págs. 107-131 y «El Capitán general conde de Ricla, 1720-1780», en ARMILLAS VICENTE, J. A. (Ed.): Actas del IV Congreso de Historia Militar: Guerra y milicia en la España del X Conde de Aranda. Zaragoza, 2002, págs. 547-554; en este mismo volumen, MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Jiménez de Urrea: el hombre de su tiempo», págs. 7-32 y ANDÚJAR CASTI-LLO, F.: «El conde de Aranda y la Capitanía General de Castilla la Nueva», págs. 55-71; VIGO TRASANCOS: A.: «El capitán general Pedro Martín Cermeño (1779-1790) y el Reino de Galicia. Poder, arquitectura y ciudad», en Semata. Ciencias Sociais e Humanidades, nº 10, 1998. Y para el progresivo incremento de los militares en el mantenimiento del orden público, MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Relación e interdependencia entre ejército y orden público (1700-1850), en BALAGUER, E. y GI-MÉNEZ LÓPEZ, E. (Eds.): Ejército, Ciencia y Sociedad en la España del Antiguo Régimen. Alicante, 1995; págs. 191-226 y «Felipe V y los inicios de la militarización del orden público en España», en PEREIRA IGLESIAS (Ed.), op. cit., págs.641-654; PALOP RAMOS, José-Miguel: «La militarización del orden público a finales del reinado de Carlos III. La instrucción de 1784», en Revista de Historia Moderna. Anales…, págs. 453-486.

16 Sobre esta cuestión empezamos a estar bien informados. He aquí algo de lo más signifi-cativo: GIMÉNEZ LÓPEZ, E.: «Militares en la administración territorial valenciana del siglo

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camente excepcional bajo Felipe V —pero explicable a causa de la guerra de Sucesión y sus derivaciones—, era normal a fines del siglo XVIII.

Estos dos elementos, Capitanes Generales y Corregidores militares, hacen frecuente en el siglo XVIII la figura del militar administrador, con una gran autoridad y enorme poder, protagonista de una ascensión espectacular en el ramo administrativo: se puede decir sin exageración que la ascensión burgue-sa tiene su correlato en la ascensión administrativa y de poder que lleva a ca-bo la milicia. Por eso, no debemos descartar que llegara un momento en que los militares pensaran que la vida política debería reflejar la importancia ad-quirida por ellos en otros órdenes. La raíz más honda del militarismo deci-monónico, desde nuestro punto de vista, reside en lo que acabamos de seña-lar: no hay que buscarla en motivaciones específicas y «originales» del siglo XIX a partir de la guerra de la Independencia, pues fue esta guerra la que da el «refrendo» definitivo a la significación de los militares en la política nacio-nal y lo que explica que la dinámica liberalismo/absolutismo durante años sea cuestión de militares casi más que de políticos.

Por otra parte, en el siglo XVIII se consuma la transición del soldado gen-tilhombre17 al militar profesional, cuestión que ofrece una triple vertiente:

La primera es el interés del rey por atraer a los nobles a la vida militar, lo que coincide con planteamientos tradicionales nobiliarios, toda vez que la nobleza ha sido la clase militar por excelencia: el pensamiento tradicional considera la milicia como oficio propio «de» y «para» la aristocracia. Así lo señalan, por citar unas muestras, Portocarrero en su Teatro Monarchico, Puga ———— XVIII», en CREMADES, C. (Ed.): Estado y fiscalidad en el Antiguo Régimen. Murcia, 1988; «Los corregidores de Alicante. Perfil sociológico y político de una elite militar», en Revista de Histo-ria Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nºs 6-7, 1987; «La Nueva Planta de Aragón. Corregimientos y corregidores en el reinado de Felipe V», en Arjensola, nº 101, 1988 y, sobre todo sus libros Militares en Valencia (1707-1808). Los instrumentos del poder borbónico entre la Nueva Planta y la crisis del Antiguo Régimen. Alicante, 1990 y Gobernar con una misma ley. Sobre la Nueva Planta en Valencia. Alicante, 1999. También, MOLAS RIBALTA, P.: «Militares y togados en la Valencia borbónica», en Historia social de la Administración española. Estudios sobre los siglos XVII y XVIII. Barcelona, 1980, págs. 165-181 y GAY ESCODA, J. M.: «Corregi-ments militars catalans: el miratge de les reformes carolinas», en Pedralbes, nº 8, 1988, vol. II, págs. 87-105 y PÉREZ SAMPER, M. A.: «Magistrados y Capitanes Generales. Civilismo frente a militarismo en Cataluña a fines del siglo XVIII», en CASTELLANO, J. L. (Ed.): Sociedad, Admi-nistración y Poder en la España del Antiguo Régimen. Granada, 1996; págs. 315-353; ÁLVAREZ CAÑAS, M. L.: «Corregimientos militares en la administración territorial de la Andalucía del siglo XVIII», en BALAGUER, E. y GIMÉNEZ LÓPEZ, E. (eds.): Ejército, ciencia y sociedad en la España del Antiguo Régimen. Alicante, 1995, págs. 241-270 y en ese mismo volumen, IRLES VICENTE, Mª C. y MATEO RIPIO, V.: «Militares en la administración municipal valenciana du-rante el siglo XVIII», págs. 363-376.

17 No vamos a detenernos en los orígenes de la cuestión. Nos limitaremos a remitir a PUD-DU, R.: El soldado gentilhombre. Barcelona, 1984; SALES, N.: «La desaparición del soldado gentilhombre», en Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos, Barcelona, 1974 y RIBOT, L.: «El ejército de los Austrias. Aportaciones recientes y nuevas perspectivas», en Temas de Historia Militar, Madrid, 1983; págs. 157-203, donde el lector encontrará consideraciones sobradas al respecto.

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y Rojas en su Compendio militar, el duque de Montemar en sus Avisos milita-res, Peñalosa y Zúñiga en El honor militar, Pérez y López en su Discurso sobre la honra y deshonra legal, Mandramany y Calatayud en su Discurso sobre la nobleza de las armas y las letras, el marqués de la Mina en su Dictamen sobre la reforma del exército de España en la retirada de Italia, etc., donde el pen-samiento que subyace es que la milicia proporciona prestigio social y debe ser para quienes están vinculados a ella algo ocasional que practican como una actividad más, no con el objetivo de hacerla su profesión exclusiva. Nobleza y milicia aparecen identificadas en todos los tratadistas del siglo XVIII, en cuya segunda mitad, cuando se cuestiona la viabilidad de la sociedad estamental, es más recia la defensa de la nobleza como base de la milicia, hasta el punto de darle una fundamentación jurídica inexistente anteriormente en términos tan categóricos como los ahora presentados.

Es más, vemos cuestionar muchas facetas de la nobleza, pero no su predo-minio sobre la jerarquía militar. La milicia como ocupación u oficio noble por excelencia tiene su máximo exponente en el siglo XVIII tanto por la consolida-ción de la nobleza en el ejército18, como por la exclusión completa de los no pertenecientes a ella. Aunque los tratadistas no olvidan la función ennoblecedo-ra de la milicia para todos aquellos que no fueran aristócratas, los escasos res-quicios de ennoblecimiento para quien no lo fuera, se irían cerrando progresi-vamente a lo largo del siglo; no obstante, su existencia provocó un gran debate sobre las excelencias de la nobleza heredada frente a la adquirida tanto por la milicia como por las letras, en la que no faltan argumentos en pro de su igual-dad. La milicia, noble y ennoblecedora para sus miembros, estaba vinculada a un código ideológico cuyo elemento nuclear era el honor y la honra.

Y en esto, los Borbones sí tuvieron éxito, en el sentido de que para media-dos del siglo XVIII habían logrado que el desacreditado ejército del XVII fue-ra nuevamente «escuela de honor y brazo armado de la Patria»19. En la Repre-sentación a Carlos III sobre honores militares, presentada por el Conde de Aranda en mayo de 1788, se destacan de forma meridiana los vínculos entre honor y milicia, honor que es una recompensa más, diferente de la material que es el salario. Pero la ideología ilustrada, que ataca las prerrogativas socia-les de la nobleza, va a atacar también a la nobleza militar, aunque son ataques

———— 18 Vid. SÁNCHEZ MARCOS, F.: «Los oficiales generales de Felipe V», en Cuadernos de Inves-

tigación Histórica, nº 6, 1982, págs. 241-246; MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Nobleza y milicia: contor-nos y tendencias de una nueva relación (1780-1868)», en Nobleza y sociedad en la España Moderna. II, Oviedo, 1997; págs. 153-174.

19 DOMINGUEZ ORTIZ, A.: La sociedad española del siglo XVIII. Madrid, 1955, pág. 369. Como dice J.A. MARAVAL, «las armas ponen de manifiesto la pertenencia al nivel más elevado de la pirámide social y la obligación de someterse a los comportamientos de honor que se le reservan. De esa correlación, por un lado, entre posesión y ejercicio de las armas –que tiene muy poco de carácter militar, aunque se le llame así-, y, por otro, la situación nobiliaria esta-mental, deriva la conservación del régimen convencional del honor», en Poder, honor y élites en el siglo XVII. Madrid, 1979; pág. 41.

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más bien suaves, pues se la considera una nobleza de «servicio». Uno de los más críticos en este sentido es Cabarrús20, aunque más conocidas son las ideas al respecto de Cadalso21. Pero en cualquier caso, la nobleza militar es cuestio-nada sobre todo en cuanto que es preferida en los empleos militares, ya que se valora y se acepta la función social que desarrolla.

En segundo lugar tenemos que en el contexto de la ideología imperante sobre la función social y la utilidad, se adecua la «utilidad» militar de la no-bleza a las nuevas ideas ilustradas y burguesas22.

Por último, no faltan las críticas a una situación que supone una ruptura con la precedencia nobiliaria al buscar la consolidación en un ejército que acabaría por consagrar —a la larga, eso sí— la capacidad y el mérito, en vez de la precedencia social.

EL PROBLEMA DEL NÚMERO Otra de las facetas vitales en el nuevo ejército que se constituye es la de los

efectivos23. Su número va a convertirse en una de las cuestiones siempre pre-ocupantes, sobre todo por la dificultad de mantenerlos al completo. Las bajas producidas por la deserción, la muerte, las lesiones, la invalidez, las enfermeda-des y las licencias difícilmente podían cubrirse en tiempos de paz, cuando me-nos en tiempos de guerra y como la primera mitad del siglo fue pródiga en en-frentamientos, no puede sorprender la situación que encuentra el conde de Aranda cuando se propone llevar a cabo la reforma más significativa en orden a garantizar el reemplazo de los efectivos para mantenerlos al completo.

Esa situación aparece recogida sin paliativos por el conde de O’Reilly, as-cendido a Inspector General de Infantería en 1766, quien desde su ascenso hasta 1768 lleva a cabo la inspección de los 47 regimientos de guarnición en la península, cuyo resultado es remitido a la Secretaría de Guerra y serviría de base para la redacción de la posterior orden de reclutamiento, la Real Orde-nanza de Reemplazo, publicada el 3 de noviembre de 1770. En sus conclusio-nes, O’Reilly afirma que con voluntarios nunca se tendría al completo la Infan-tería, por lo que era necesario encontrar un medio de garantizar el reemplazo y cubrir las bajas que se produjeran; eso podría alcanzarse con la oportuna re-

———— 20 Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad

pública. Madrid, 1973. 21 Cartas Marruecas. Madrid, 1979, pág. 55. 22 Vid. MARTÍNEZ RUIZ, E. y GIL MUÑOZ, M.: «Signos burgueses en los militares españoles

del siglo XVIII», en ENCISO RECIO, l. (Coord.): La burguesía española en la Edad Moderna, vol. II, Valladolid, 1996; págs. 995-1008.

23 No vamos a entrar en nada de lo señalado al respecto en relación con el siglo XVIII, nos limitaremos a remitir a la obra de J. BLACK: A military Revolution? Military change and Euro-pean Society, 1550-1800. London, 1991, donde se hacen interesantes precisiones a lo señalado por M. ROBERTS en su The Military Revolution, 1560-1660. Belfast, 1956, realzando la impor-tancia del siglo XVIII en el plano militar, que el segundo autor desconsideraba.

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forma del reclutamiento, desembocando en el sistema de quintas, tanto por lo que decía el propio O’Reilly como por los buenos resultados proporcionados por las realizadas en 1761 y 1762 para completar los efectivos del ejército en campaña, pese a los numerosos abusos e irregularidades que se produjeron, insistiendo en la necesidad de corregirlos con una adecuada normativa.

Por lo demás, el entramado fundamental del reformismo militar ilustrado arranca en 1704, pues al tiempo que el rey se reserva la facultad para nom-brar a los titulares de los empleos de la oficialidad, quedan patentes las pautas por las que discurrirá la reforma en el futuro, como hemos ido poniendo de manifiesto. En efecto, la Real Cédula de 8 de febrero de 1704 apunta la orga-nización de los regimientos de milicias —llamados «ejército de reserva» en algunas ocasiones por los estudiosos— con una mezcla de tradición y moder-nidad que se evidencia en dos ideas fundamentales: por una parte, se va a dejar claro que el nuevo ejército necesitaría una clase dirigente, unos mandos y nadie mejor para asumir tal función que la nobleza, tradicionalmente identi-ficada con la clase militar; por otra, en la captación de los efectivos de ese ejercito se busca el servicio militar obligatorio para todos los ciudadanos.

Otra cuestión, no menos importante y que se resuelve con cierto retraso respecto a las que llevamos planteadas es la relativa a la dirección de la guerra y a la forma en que se organizaría la cima de la jerarquía militar. Ambas van a encomendarse al Consejo de Guerra24 y a la Secretaria de Despacho de Gue-rra, creada por real decreto de 30 de noviembre de 1714, siendo su primer titular Miguel Fernández Duran; el 2 de abril de 1717 la Secretaría de Guerra es unida a la de Marina, en uno de esos reajustes de los departamentos minis-teriales que se producen en el siglo XVIII. Por su parte, el Consejo recibe también su reforma el 23 de abril de 1714 y es remodelado un año después, reduciéndose su personal, pero no sus atribuciones, aunque la remodelación de las Secretarias en 1717, obligó a una reforma del Consejo, que ve su papel mermado ante la importancia creciente de la Secretaría, quedando reducido a dimensiones consultivas y judiciales (todo lo relacionado con el fuero militar, sucesivamente ampliado, será de su competencia).

FUNDAMENTACIÓN NORMATIVA DEL NUEVO MODELO MILITAR. La referencia a la realidad militar francesa va a resultar determinante en los

primeros años de la nueva dinastía en España y de esa influencia o imitación francesa es de lo que algunos tildan a las ordenanzas y demás normas que menudean hasta 1734, cuando menos; una actividad legislativa que algunos consideran necesaria para la modernización general de nuestra milicia y que

———— 24 Los trabajos de DOMÍNGUEZ NAFRÍA, J. C.: El Real y Supremo Consejo de Guerra (siglos

XVI-XVIII). Madrid, 2001 y de ANDÚJAR CASTILLO, F.: Consejo y Consejeros de Guerra en el siglo XVIII. Granada, 1996, nos liberan a nosotros de otras consideraciones que nos alejarían de nuestro propósito en estas páginas.

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otros la califican lisa y llenamente de afrancesamiento. Más acuerdo hay a la hora de valorar las Ordenanzas de 1768, llamadas de Carlos III y que pese a la influencia prusiana, son consideradas por muchos como consolidadoras de la vena tradicional española y el punto de inflexión en el establecimiento del nuevo talante que se quiere para las fuerzas armadas. Entre aquellas y éstas hay una nutrida legislación militar. A su vista, no podemos dudar de que se pretende una reforma de indudable amplitud, pues al mismo tiempo que se emiten medidas de alcance general para toda la milicia —las ordenanzas gene-rales—, se cuidaba también la organización interna de las Armas y Cuerpos, incluidas las milicias provinciales.

La impresión que causa tamaña actividad legislativa en quien se acerca a ella por primera vez es la de un cierto desconcierto, pues muchas normas se repiten y es tal su profusión, que resulta difícil captar las líneas maestras que vertebran tantas disposiciones, en las que las medidas preventivas, orgánicas, penales y tácticas se suceden sin apenas pausa. En ese entramado legal es complicado moverse y hay que atender a la naturaleza del documento que se maneja para tener la primera indicación de su importancia, motivo por el que las Ordenanzas —generales o parciales— se llevan la palma, además de consti-tuir una «declaración de principios» imprescindible para captar la esencia y los principios informantes de las fuerzas armadas sobre las que van a aplicar-se. Los reglamentos le siguen en importancia y en muchas ocasiones se le ha atribuido una operatividad superior a la de las Ordenanzas. Constituyen lo más significativo —al menos desde nuestro punto de vista— en uno y otro caso las disposiciones siguientes:

• La Real Ordenanza de 1704. • La Real Ordenanza de 1728. • La Ordenanza de Milicias de 1734. • El Reglamento de Milicias de 1766. • Las Reales Ordenanzas de 1768. • La Real Ordenanza de Reemplazos de 1770 • La Real Ordenanza Adicional de 1773 • La Real Ordenanza de 1800. Nos referiremos a ellas agrupándolas en función de su contenido y de la

finalidad con que fueron publicadas.

LAS REALES ORDENANZAS DEL EJÉRCITO. Por la Ordenanza de 28 de febrero de 1704 se insiste en el camino em-

prendido en 1702 y los regimientos reciben la planta que van a tener casi to-

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do el siglo: los de Infantería, Caballería y Dragones tendrían 12 compañías, una de ellas de granaderos. Los Oficiales superiores en Infantería eran el Co-ronel, el Teniente Coronel y el Sargento Mayor y las compañías las formaban 39 soldados, 1 tambor, 2 carabineros o fusileros, 3 cabos de escuadra, 3 se-gundos cabos de escuadra y 2 sargentos, mandados por 1 Capitán, 1 Teniente y 1 Lugar-Teniente; en las de Caballería y Dragones había 1 Capitán, 1 Te-niente, 1 Corneta, 1 Mariscal de Logis y 2 Brigadieres.

Con independencia de la guerra y las preocupaciones que depara, entre la Ordenanza de 1704 y la de 1728 la atención preferente es para el reclutamien-to, donde en 1717 una real cédula había introducido el procedimiento siguien-te: partidas con personal de los regimientos, mandadas por oficiales subalternos y compuestas por varios sargentos y cabos, eran destacadas unos seis meses a una región, donde plantaban la bandera y reunían los voluntarios hasta regresar a su unidad de procedencia. Con este procedimiento, unido al cambio de nom-bre de los regimientos, desaparecía la relación directa y estrecha entre el solda-do y el jefe a cuyas órdenes servía, de modo que desde entonces se generalizó la expresión de «ir a servir al rey» y no a tal o cual general.

Lo más significativo que media entre la real cédula de 1717 y la Ordenan-za de 1728 también es la preocupación por el reclutamiento, estimulada por la necesidad de incrementar a 50 los efectivos de las compañías, entonces fijados en 40 hombres, de lo que se obtuvieron enseñanzas y experiencias que indujeron a la creación en 1724 de una Junta de Generales —formada por ocho bajo la presidencia del Capitán General marqués de Lede—, cuyos trabajos consistieron en la refundición de todas las disposiciones en un cuerpo legislativo único: su labor fue revisada por los Inspectores Generales de Infante-ría —conde de Siruela— y Caballería —conde de Montemar— y el resultado se tradujo en 1728 en la primera Ordenanza General del Ejército borbónico.

La Ordenanza de 1728, publicada el 12 de julio, con el marqués de Caste-lar al frente de la Secretaría de Guerra, se mantendría en vigor hasta 1768. En realidad era una puesta a punto de todo lo legislado anteriormente con las correspondientes añadiduras innovadoras. La estructura de las unidades, los servicios en campaña y guarnición, la provisión de empleos, la disciplina, las funciones de los diversos empleos y cargos y demás extremos son debidamen-te establecidos y pormenorizados, sin olvidar el interés que se sentía por el reclutamiento, introduciendo el sistema de responsión como forma retributiva de los capitanes para implicarlos en la atracción de voluntarios, pues consistía en pagarles de acuerdo con el número de hombres que integraban su unidad y cederles la administración del fondo de entretenimiento, que se constituía mediante el devengo de las gratificaciones que se otorgaban por soldado en la lista de revista, de forma que si los efectivos eran altos, la cuantía del fondo también lo era y bien administrada, el sobrante quedaba para el capitán.

Pero el texto más importante, sin lugar a dudas, es el de las Ordenanzas de 1768, en cuya gestación hemos de ver la confluencia de varias circunstancias

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que se habían producido en el reinado de Fernando VI y que ahora tenían su continuidad. Por lo pronto, el marqués de la Ensenada toma conciencia plena de la situación y en su representación de 1751 al rey así lo demuestra25: para poder competir con Francia e Inglaterra en campaña habría que levantar 41 batallones y 57 escuadrones a fin de completar 100 de cada clase, plan al que acompaña una estimación del costo, que se podría cubrir con la Contribución única sin incrementar el peso fiscal, pero su caída del poder lo dejaría todo en proyecto. Significativo también fue que en 1749 se hubiera creado una Junta de Generales, presidida por el Capitán General Lucas de Espínola, para la redacción de unas ordenanzas concluyendo su tarea dos años después, aunque los cuatro tomos de su trabajo no se publicaron hasta 176226. Cuestión, espe-cialmente ésta, que ha pasado desapercibida y que debía habernos suscitado cuando menos un interrogante, pues el rey del neutralismo, el rey pacifista, resulta que a poco de llegar al trono se plantea la revisión de nuestras fuerzas armadas ¿con qué objetivo?. Hemos hablado durante décadas del neutralismo fernandino, al que hemos adjetivado de muy diversas formas. Tal vez ha lle-gado el momento de que lo miremos desde otra óptica: cerrada la política italiana o dinástica, en el horizonte de la política española aparece clara la rivalidad con Inglaterra, que nos supera claramente en Armada y, además, nuestras posesiones americanas nos exigen un esfuerzo militar de envergadu-ra. ¿No será el neutralismo fernandino, el neutralismo de la inferioridad y que para salir de esa inferioridad se plantee una reforma a fondo de nuestro ejér-cito y de nuestra armada? Es una mera hipótesis que habrá que confirmar o invalidar, pero en principio da que pensar que en un reinado de paz se plan-tee tan pronto una reforma militar y un ministro como Ensenada tenga pro-yectos tan amplios como los suyos, aunque finalmente abortaran.

Pues bien, a esa Junta inicial fernandina siguieron otras, ya que Carlos III decidió impulsar la reforma para conseguir un ejército libre de las carencias que la guerra había puesto de relieve. El trabajo de estas Juntas, mezcla de creación, revisión y puesta al día de lo existente, culminó con la formada en 1763 bajo la presidencia del Conde de Revillagigedo, cuyo trabajo se alarga durante años. Cuando el Conde murió en 1767, le sucedió al frente de la Jun-ta el Conde de Aranda, entonces Capitán General de Castilla la Nueva y Pre-sidente del Consejo de Castilla27. En la Junta se daban cita distinguidos miem-bros: el Secretario de Guerra, Juan Gregorio Muniain, los fiscales del Consejo de Castilla, Campomanes y Moñino, el Inspector General de Infantería, que

———— 25 Vid. OZANAN, D.: «Representación del marqués de la Ensenada a Fernando VI (1751)»,

en Cuadernos de Investigación Histórica, t. 4, 1980; págs. 67-124. 26 Vid. GARATE CÓRDOBA, J. M.: Rumbo y solera de las Ordenanzas Militares. Cádiz, 1985;

págs. 47-48. 27 Para la composición de las Juntas y su labor, REDONDO DÍAZ, F.: «Las reales ordenanzas

de Carlos III», en Actas del IV Congreso de Historia Militar. «Guerra y milicia en la España del X Conde de Aranda, Zaragoza, 2003; págs. 381-410.

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era el Conde de O’Reilly, su colega de Caballería, el Marques de Villadarias y Eugenio Bretón, que estaba al frente de la Inspección General de Dragones. Su labor será la continuación de la realizada hasta entonces, inconclusa al no haber podido terminar los dos últimos tomos, relativos a Artillería, Ingenie-ros, Inválidos y Milicias, lo cual hizo la Junta, además de revisar todo lo ante-rior, reunido en diez tomos, cuya aplicación total y simultánea recomendó el Conde aragonés28. Finalmente, el rey aprobaba el 22 de octubre de 1768 sus famosas Ordenanzas29, que entraron en vigor en 1769, despertando un eco inmediato en los ámbitos próximos a la corte madrileña, dentro y fuera de España. Para facilitar la puesta en práctica de la Ordenanza, la Junta continuó funcionando hasta 1773; luego, fue disuelta. El resultado al que se aspiraba era dar un nuevo perfil al ejército español del siglo XVIII. Las Ordenanzas abandonaron la impronta francesa e implantaron el modelo prusiano en lo relativo a táctica, instrucción y disciplina, al tiempo que regulaban y determi-naban todas las dimensiones de la milicia, convirtiéndose en un referente pos-terior: han permanecido en vigor hasta 1979, en que se aprobaron las actual-mente vigentes en nuestro ejército.

Las excelencias del nuevo texto se han venido repitiendo de manera gene-ralizada30, merced a unas valoraciones hechas en su mayor parte por profesio-nales de las armas, que en su quehacer historiográfico parecen más influidos por la vigencia posterior del texto, que por su verdadera eficacia, ya que en el ejército que las recibió no se advirtieron los efectos reparadores y transforma-dores que se les atribuyen. Parece como si ese tipo de juicios estuviera hecho en una especie de abstracción en la que sólo se valorara intrínsecamente el texto, sin tener en cuenta sus efectos prácticos. Por eso se las ha calificado de «sabias», «bellas», etc. Pero una cosa es su contenido y otra muy distinta la ponderación de sus efectos, porque afirmaciones tan laudatorias difícilmente pueden congeniarse con iniciativas registradas a poco de ser publicadas31 y

———— 28 Para el proceso de elaboración de las Ordenanzas, GARATE CÓRDOBA, J. M.: «Don Anto-

nio Oliver Sacasa, autor de las ‘Sabias Ordenanzas’», en Revista de Historia Militar, t. 45, 1978; págs. 95-150.

29 Un análisis pormenorizado de las mismas, en SALAS LÓPEZ, F. de: Ordenanzas Militares en España e Hispanoamérica, Madrid, 1992, buen exponente por otra parte de la línea de valoración «tradicional» de estas ordenanzas.

30 Una muestra de esa consideración, en GÁRATE CÓRDOBA, J. M.: «Las ordenanzas de Car-los III. Estructura social de los ejércitos», en Historia social de las fuerzas armadas españolas, t. I, Madrid, 1986, págs. 119 y ss. Comentario general del contenido de las Ordenanzas, en BO-LAÑOS MEJÍAS, Mª del Carmen: «Las ordenanzas de Carlos III de 1768: El Derecho militar en una sociedad estamental», en Estudios sobre Ejército, Política y Derecho en España (Siglos XII-XX). Madrid, 1996, págs. 161-185.

31 Entre otros indicios y síntomas, por ejemplo, da que pensar –por lo menos a quien escri-be estas páginas- que el conde de O’Reilly convocara en su casa una junta de generales en 1772 para modificar las Ordenanzas publicadas en 1768, maniobra denunciada por Aranda y parali-zada por el Rey. ¿Por qué un militar como Alejandro O’Reilly quiere proceder a una reforma en tan corto espacio de tiempo? No parece que fuera un simple episodio de las pugnas palati-

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mucho menos con el lamentable espectáculo de nuestro ejército durante la Guerra de los Pirineos, algo que no fue valorado en la época en toda su enti-dad, aunque hemos de pensar que las altas instancias eran conscientes de que el punto óptimo no se había alcanzado ni mucho, por lo que prosiguen las reformas en los años del cambio de siglo.

Desde hace unos años se está produciendo una revisión de los supuestos historiográficos «tradicionalmente laudatorios» de las Ordenanzas32. Por nues-tra parte, ya hemos manifestado las reservas que tenemos hacia la eficacia de lo establecido en ellas33, en el sentido que carecieron de seguimiento y no se articuló ningún medio para comprobar que las prescripciones se aplicaban y se cumplían adecuadamente. A la vista de lo sucedido en los años que queda-ban para que acabara el siglo (en los que la preocupación fundamental parece centrarse en el reclutamiento, pues era una cuestión irresuelta a pesar de to-das las tentativas realizadas y el fracaso espectacular que se produce en la Guerra de los Pirineos), no podemos menos que preguntarnos por qué las alabadas excelencias de las ordenanzas no tuvieron resultados prácticos. La respuesta hay que buscarla en varias dimensiones a la vez. Por un lado, nos parece que la puesta en marcha no fue suficiente para garantizar la perdurabi-lidad de sus buenos efectos; por otro lado, al no haber un seguimiento, no se pudo comprobar en qué medida su implantación había calado en las estructu-ras militares y no nos parece que sea justificación suficiente de lo ocurrido hacer recaer la responsabilidad del «fracaso» de las Ordenanzas en los regla-mentos que deberían complementarlas y que no se llevaron a efecto.

Y no es eso sólo. Las concesiones masivas de empleos y la existencia per-manente de plazas vacantes agravan la «macrocefalia» que este ejército viene arrastrando desde muy tempranamente y que es una complicación más en la nada fácil solución de hondos problemas estructurales. Por otro lado, la venta de empleos militares —como la de los otros empleos y cargos— fue práctica habitual en el siglo XVIII, siendo particularmente intensa entre 1762 y 1774, impulsada por la Secretaría de Guerra directamente o por medio de interme-diarios a «asentistas» si se trataba de crear nuevos regimientos, lo que ponía

———— nas, aunque el entorno de Aranda en aquellos años, en el plano profesional, no era nada cómo-do. Vid. ANDÚJAR CASTILLO, F.: «El Conde de Aranda y la Capitanía General de Castilla la Nueva», en Actas del IV Congreso de Historia Militar. «Guerra y milicia en la España del X Conde de Aranda». Zaragoza, 2002; págs. 57 y ss.

32 Como muestra puede servirnos, el libro de ANDUJAR, F.: Los militares en la España del siglo XVIII. Un estudio social. Granada, 1991, que es un buen exponente de la «actitud revisio-nista» a la que nos referimos.

33 Vid., por ejemplo, MARTINEZ RUIZ, E.: «Ejército y Milicias de la Guerra de la Conven-ción a la Guerra de la Independencia», en Torre de los Lujanes, nº 29, 1995; págs. 45-59 y en «El largo ocaso del ejército español de la Ilustración: Reflexiones en torno a una secuencia temporal», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 22, 2004, págs. 431-452.

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en venta muchos grados militares34. Me aventuraría a decir que las Ordenan-zas tienen más de recapitulación que de proyección de futuro; son algo así como la culminación y arreglo de una normativa previa múltiple, cambiante y poco sistemática: vienen a compendiar, clarificar, sistematizar y organizar a la prusiana todo lo dispuesto desde 1728. Y parece que eso fue todo, pues los hechos no demostraron que se hubiera producido ningún cambio cualitativo en el ejército de la Ilustración.

LAS REALES ORDENANZAS DE MILICIAS PROVINCIALES. Había, además del ejército, otros elementos complementarios, igualmente

importantes en la organización militar, en particular las Milicias o Cuerpos Provinciales, denominados así a comienzos del reinado de Felipe V, posible-mente por influencia de los llamados tercios provinciales. Tal denominación designaba a aquellas tropas al servicio real, pagadas por las ciudades y cuyo reclutamiento se encomendaba a las autoridades locales; su misión era cubrir las vacantes que dejaban en las guarniciones de las plazas los soldados del ejército regular que marchaban a combatir en el exterior, finalidad primigenia que pronto no es respetada, aspirando a tener en las milicias la reserva del ejército o el sistema de reclutamiento que permitiera cubrir con rapidez las bajas del ejército35.

Hasta 1704, con Felipe V, no llegaría auténticamente la nueva reglamenta-ción, que tenía muy presente los últimos proyectos del reinado de Carlos II (planes de 1693 y 1696) y que se estableció teniendo en cuenta el proyecto presentado por el marqués de Canales, Secretario del Despacho de Guerra, quien recibió el encargo de elaborar un proyecto, que aspiraba a levantar 100 regimientos con 50.000 hombres, según la planta de 1696 y que acudieran a apoyar las tropas del ejército. El reglamento, publicado por real cédula de 8

———— 34 Para esta cuestión, GIL ALBARRACIN, A.: La batería de San Felipe de los Escullos en el

Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar (Arquitectura e historia), Granada, 1994 y ANDÚJAR CASTILLO, F.: «Galones por torres. La financiación del sistema defensivo de la costa del reino de Granada: una operación venal del reinado de Carlos III», en Chronica Nova, nº 29, 2002; págs. 7-25. F. ANDÚJAR se ha referido también a esta cuestión en «El ejército español en el tránsito del siglo XVIII al XIX», en MORALES MOYA, A.: 1802. España entre dos siglos. Monar-quía, Estado, Nación. Madrid, 2003; págs. 254 y ss. y ha preparado una monografía sobre el tema, El sonido del dinero. Monarquía, Ejército y venalidad en la España del siglo XVIII, en estos momentos en prensa.

35 Para las Milicias Provinciales, además de lo indicado en la nota 3, vid. HELLWEGE, J.: Die spanischen Provinzialmilizen im 18. Jahrhundert. Boppard am Rhein, 1969; CORONA BARA-TECH, E.: «Las milicias Provinciales del siglo XVIII como Ejército Peninsular de Reserva», en Temas de Historia Militar (I). Zaragoza, 1982; págs. 327-368; CORONA MARZOL, C.: «Valencia y las milicias provinciales borbónicas. Intentos de introducción y oposición institucional en el siglo XVIII», en Millars, IV, 1986-87. Para su dimensión americana, sobre todo, MARCHENA FERNÁNDEZ, J.: Ejército y milicias en el mundo colonial americano. Madrid, 1992.

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de febrero de 1704, ordenaba levantar en las 17 provincias de Castilla (las vascas quedaban excluidas y en la corona de Aragón, rebelde, no tenía sentido pretender organizarlas). En conjunto, las milicias no significaron gran cosa en el conflicto sucesorio y aunque vuelven a pasar a primer plano a consecuencia de la política de Alberoni en 1719 y del ataque a Gibraltar en 1727, no se va a lograr nada realmente significativo.

En los primeros años de la década de los treinta existía la idea de que era necesario reforzar la reforma militar contenida en la Ordenanza general para la Infantería, Caballería y Dragones de 1728, por lo que la firma del Primer Pacto de Familia (7-XI-1733) precipita la reconsideración de los planes de crear una Milicia General, de manera que en diciembre de 1733, Felipe V, con la anuencia de Patiño, ordena la elaboración de una ordenanza de mili-cias, que era promulgada el 31 de enero de 1734.

Fernando Treviño, secretario de la embajada en París, recomendó se tuvie-ran en cuenta las ordenanzas de la milicia francesa, encargándose dos proyec-tos por separado, a José Carrillo de Albornoz, Conde de Montemar y a Lucas de Espínola, Conde de Siruela, que realizan un trabajo en el que la influencia francesa se une a ideas españolas. El resultado definitivo —que incorpora elementos de ambos proyectos—, es la Ordenanza de 1734, con la que se iniciaba el periodo de esplendor de la Milicia y establecía el levantamiento de 33 regimientos de milicias de un solo batallón cada uno, cuya distribución geográfica afectaba a las zonas costeras y fronterizas, para no recargar en ex-ceso las zonas interiores (expuestas en menor medida a los peligros) y de esa forma resentir lo menos posible el alistamiento voluntario para el ejército. Por lo demás, no afectó a la corona de Aragón, ni a Vascongadas ni a Navarra.

Según la Ordenanza de 1734, cada regimiento se componía de un batallón de 7 compañías y 100 hombres más 1 capitán, 1 teniente, 1 alférez, 2 sargen-tos y 1 tambor: en total 24.500 hombres, que se ponían a las órdenes directas y exclusivas de un Inspector General de Milicias. Los milicianos podían ser individuos procedentes del ejército que ingresaban para mejorar, inválidos con algunas capacidades e ingresados directamente por el sorteo, cuyo meca-nismo se regulaba en la Ordenanza y en el que pronto se manifestaron abusos e irregularidades que fue precio corregir con una legislación específica, que conserva cierta ambigüedad a la hora de definir la aptitud para el servicio, pero que definen bien las causas de exclusión o exención (enfermedades cró-nicas, incapacidad o taras físicas, empleos deshonrosos como verdugos, carni-ceros y pregoneros).

En cuanto a las exenciones, afectaban a la nobleza (su ingreso era voluntario y tenían reservados los puestos de la oficialidad de las milicias), al clero y al servicio doméstico de ambos estamentos, que fue medida bastante sangrante para el resto de la población. También había exenciones por oficios y profesio-nes: funcionarios y servidores públicos, los de la Matrícula de Mar, trabajado-res de armas y artillería y monopolios del Estado, campesinos con tierras que fuera preciso labrar con dos arados de bueyes o mulas, los trabajadores de los

ENRIQUE MARTÍNEZ RUIZ 438

gremios de fabricación de tejidos, armas y productos beneficiosos para el reino, ganaderos de cría caballar, miembros de la Cabaña Real, huérfanos, hijos úni-cos de padres mayores y otras situaciones por el estilo. Los afectados por el «servicio personal» eran mayoritariamente artesanos y campesinos.

Los costos se agrupaban en tres partidas: suministro y sustitución de equi-po y vestuario; mantenimiento de equipo y vestuario; y sueldos; las dos pri-meras corrían por cuenta de las poblaciones por medio del «servicio pecunia-rio» (cuya fórmula más habitual era el repartimiento, que los no obligados a ese servicio querían eludir) y el tercero por cuenta de la Hacienda real. Desde 1735, uniformes y armas serían llevados a los pueblos para su custodia, pero allí, como las posibilidades de control eran menores, los uniformes eran utili-zados en las faenas cotidianas, incluidas las del campo, acelerando su deterio-ro. Por eso, en 1766 el Inspector General Martín Álvarez de Sotomayor pro-puso volver al sistema de custodia centralizado, pero ante el rechazo, presentó como alternativa que se cobrara una cantidad en concepto de «alquiler» de esas prendas. En cuanto a los privilegios que se les otorgaban, estaba la exen-ción de algunos cargos públicos, no tener que alojar soldados y, sobre todo, gozaban del fuero militar, de cuyo privilegio los milicianos abusaron.

El siguiente momento de interés para nosotros en esta ocasión, se produce cuando Esquilache ordena la revista general de las Milicias, que se realizaría en dos años (1765-66) y en ella se evidencian claras deficiencias: falta o mal estado del vestuario, armamento inútil o escaso, carencia de pólvora, enveje-cimiento o incapacitación de los mandos... Justamente en 1766, el 18 de no-viembre, se publica un nuevo reglamento, en el que no hay grandes noveda-des, pero se hace eco de los intentos de mejora habidos en los años precedentes: los regimientos se amplían de 33 a 42 de 720 plazas, siendo el total de 31.920. Tampoco se aplicó en los reinos exentos, afectando solo a Castilla; su sostenimiento se haría mediante una contribución única, 2 reales por fanega de sal, que se cobraría en todos los territorios, cuya administración correría a cargo de las cabezas de partido y cesarían todas las cargas anteriores establecidas con esta finalidad.

Por lo demás, la Milicia Provincial vive una época dorada en la década de 1780 por estar la mitad de la infantería de línea en América y ser necesario reforzar la defensa peninsular. Después no hacen más que languidecer hasta su disolución definitiva en el siglo XIX.

ORDENANZAS DEL RECLUTAMIENTO Y REEMPLAZO. La Junta de Ordenanzas acometió también la tarea de establecer el sistema

de reemplazo anual de las tropas del ejército36, concluyendo sus trabajos en 1770 y el 3 de noviembre de ese año, Carlos III promulgaba «La Real Orde-————

36 BORREGUERO BELTRÁN, C.: «Carlos III y el reemplazo anual del ejército», en Actas del Congreso Internacional sobre Carlos III y la Ilustración, vol. II, Madrid, 1989; págs. 487-494.

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nanza de Reemplazo en que Su Majestad establece las reglas que inviolablemen-te deben observarse para el Anual Reemplazo del Ejército con justa y equitativa distribución de las Provincias del Reino» o Reglamento de Quintas37. El 18 siguiente empezó su distribución enviándola a los Capitanes Generales —menos a los de Navarra, Guipúzcoa y los de la corona de Aragón—, a los Obispos y superiores de las órdenes religiosas— a los que se pidió se implicasen en fomen-tar entre la feligresía el respeto de la ordenanza— y a los Intendentes. De ella se esperaba el arreglo de la situación, pero además de incrementar el malestar de las gentes por las quintas, las exenciones —muchas— y las numerosas quejas que provocó su aplicación demuestran que estaba muy lejos del alcanzar el objetivo perseguido.

Por eso se quiere poner remedio con la Ordenanza Adicional de 1773, en la que los dos principios básicos que se tratan de implantar son la sustitución de los efectivos mercenarios y extranjeros por españoles y normalizar y con-trolar las funciones reclutadoras, hasta entonces en manos de los municipios o particulares. Con el primer objetivo se intentaba de consolidar la tendencia a la formación de un ejército de base nacional. Con el segundo se aspiraba a poner bajo control central al ejército, como se comprueba tanto en la minu-ciosa reglamentación de todo el mecanismo de los sorteos como en el elevado número de oficiales de designación real para el control de los mismos. Y es que en las operaciones de recluta se querían evitar fraudes a la Hacienda Real y reclamaciones de los enganchados.

No era gratuita la preocupación y el interés de los gobiernos ilustrados por el reclutamiento, pues venía siendo un problema tan insoluble que no dudan en «maquillarlo», como sucede en 1773, cuando la Inspección de Infantería reconoce que en el trienio precedente se han conseguido menos de 2.500 reclutas voluntarios aceptables, voluntarios con los que eran equiparados mu-chos de los individuos recogidos en la aplicación de la Ordenanza de levas anuales de vagos y en otros textos legales. Situaciones y deficiencias que se quieren corregir con la Adicional. Pero no parece que se avanzara gran cosa, ni en lo que se refiere a la organización y mantenimiento del ejército ni en relación con el reclutamiento. Respecto a la primera cuestión, no puede ser más elocuente la descripción que hace Godoy de nuestras tropas en 1792 (lo que explica el resultado de la guerra siguiente): «iban poco más allá de treinta y seis mil hombres de todas armas en servicio activo, la caballería casi des-montada, mal provistos los arsenales, nuestras fábricas militares en mayor penuria, y el servicio militar casi en falta»38. En lo que se refiere al recluta-miento, si nos fijamos en el preámbulo de la Ordenanza de 1800 —a la que nos referiremos más detenidamente después—, tendremos que concluir que en este terreno no se había avanzado gran cosa:

———— 37 PUELL DE LA VILLA, F.: «La ordenanza de reemplazo anual de 1770», en Hispania, LV/1,

189, 1995; págs. 205-228. 38 GODOY, M. (Príncipe de la Paz): Memorias. Madrid, 1965, vol. I, págs. 18-19.

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«Por la real ordenanza de tres de noviembre de mil setecientos setenta, y la adicional de diez y siete de marzo de mil setecientos setenta y tres, tuvo a bien mi augusto padre establecer reglas convenientes para el reemplazo del exército con gente honrada y robusta, y ponerle en estado respetable por su calidad y número, distribuyéndola contribución a este servicio en tal mane-ra, que, dejando a la agricultura los brazos necesarios, no faltasen tampoco en las artes y oficios.

Posteriormente, con ocasión de dudas que siempre traen tras si las orde-nanzas nuevas, se dieron varias declaraciones, señaladamente a favor de maestros y oficiales de diversas manufacturas, cuyo establecimiento se de-seaba arraigar y fomentar en el reyno. Pero la experiencia mostró, espe-cialmente en el reemplazo que fue necesario executar con motivo de la pa-sada guerra, que, como el número de exentos había ya llegado a ser muy excesivo, no pudo en la mayor parte de los pueblos executarse el reemplazo del exército con solo los contribuyentes a él, según lo declarado en aquellas ordenanzas y posteriores resoluciones»39.

Pues bien, si reparamos en los textos que hemos analizado, podemos ver

que, inicialmente, el interés se centra en las tropas del ejército para pasar des-pués a primer plano las Milicias, culminando la tendencia en el reglamento que reciben éstas y en las Ordenanzas de 1768. En lo que queda de siglo, el mayor interés lo acapara el reclutamiento, un problema de fondo, que subya-ce durante todo el Setecientos y que hereda el siglo XIX, donde se trata de resolver —también sin éxito— con otros planteamientos.

UN LARGO OCASO PARA UN MODELO MILITAR CADUCO. Sin entrar, de momento, en ninguna valoración del significado de las gue-

rras de los Pirineos y de la Independencia, podemos considerarlas en la base del proceso que va a revolucionar nuestras fuerzas armadas40, facilitando el tránsito del ejército del Antiguo Régimen al ejército del régimen liberal o, si se prefiere, del ejército «real» o dinástico, al ejército «nacional»41. En esta

———— 39 Ya hemos expuesto con detalle el contenido de esta ordenanza, en MARTÍNEZ RUIZ, E.: «La

celebración de quintas, una cadencia temporal en la España del Antiguo Régimen», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 11, 1992; págs. 215 y ss., a donde remitimos al lector, si desea profundizar en su contenido, pues nosotros vamos a referirnos a ella sólo en la medida que aquí nos interesa, con lo que también evitaremos repetirnos y reiterarnos.

40 Sobre esta cuestión, MARTÍNEZ RUIZ, E.: «La presión de las guerras revolucionarias sobre el ejército español. Oficialidad y tropa en el cambio de siglo», en Les Révolutions Ibériques et Ibèro-Americaines à l’aube du XIXe siècle, Paris, 1991, págs. 91 y ss.; BECERRA DE BECERRA, E.: «El ejército español desde 1788 hasta 1802», en Revista de Historia Militar, nº 56, 1984; págs. 91-134 y SALAS LARRAZABAL, R.: «Los ejércitos reales en 1808», en Temas de Historia Militar, t. I, Madrid, 1983, pág. 413 y ss.

41 Una visión general de ese proceso, en CEPEDA GÓMEZ, J.: «La época de Carlos IV: Crisis del ejército real borbónico», en Historia social de las Fuerzas Armadas españolas, t. II, Madrid,

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transición hay dos aspectos que son decisivos en la dinámica del proceso y en la misma naturaleza del nuevo ejército: uno, el cambio en la esencia y en la fisonomía de la oficialidad; otro, las modificaciones en las condiciones del reclutamiento, que marcan diferencias que conducirán a las injusticias existen-tes en el siglo XIX y que no desaparecerán hasta principios del siglo XX, cuando se implante el servicio militar obligatorio para todos los varones. Son dos de los aspectos determinantes de la fisonomía de cualquier ejército, de manera que hasta que no se produzca una evolución en ellos no se va a pro-ducir tampoco en la esencia y en la naturaleza misma de las fuerzas armadas. Y esa evolución tanto de la Oficialidad y tropa, como del mismo modelo del ejército ilustrado se lleva a cabo en una larga secuencia temporal en el caso que nos ocupa.

En efecto. Pese a las deficiencias evidenciadas por la Guerra de los Piri-neos, a las repercusiones que la Guerra de la Independencia tiene en el plano humano y orgánico y a que la dinámica liberalismo/absolutismo fuera en no poca parte animada por los militares, lo cierto es que el modelo militar im-plantado por Felipe V supera tales avatares y se mantiene en líneas generales hasta bien entrado el siglo XIX.

La estructura geográfica de que hablábamos al principio, es decir las Mili-cias Provinciales, no sólo perviven en las primeras décadas, sino que en la Primera Guerra Carlista tienen un destacado papel, que se le reconoce al tér-mino de la misma, cuando por decreto de 5 de noviembre de 1840 se las hace partícipes «de los premios y recompensas del ejército permanente como han participado de sus triunfos y fatigas»42. Sin embargo, su suerte iba a cambiar, pues Narváez por decreto de 30 de junio de 1846 determinaba que los indivi-duos de la clase de tropa de las Milicias se incorporaran a los regimientos de Infantería; medida que se completaba unos meses más tarde, al ordenarse por decreto de 7 de septiembre que las Milicias quedaban disueltas; el destino que se daría a su oficialidad sería emplearla como base de un ejército de reserva que se proyecta levantar. No obstante, las Milicias pervivieron hasta el decre-to de 24 de enero de 1867, que es el que realmente acaba con ellas, pues des-de entonces se admite que no era necesario mantener dos cuerpos militares diferentes para atender unos cometidos que podía asumir el ejército por sí solo. Así pues, hasta 1867 las fuerzas armadas españolas mantienen —por lo menos en teoría— la misma estructura levantada durante la Guerra de Suce-sión y sucesivamente retocada a lo largo del siglo XVIII. En rigor es entonces

———— 1986, págs. 149 y ss., trabajo que fue incorporado al libro del mismo autor: El ejército en la política española (1787-1843). Madrid, 1990.; igualmente, del mismo autor «La crisis del ejército real y el nacimiento del Ejército nacional», en Ejército, Ciencia y Sociedad en la España del Anti-guo Régimen, Alicante, 1992; págs. 19-49. También, GARCÍA MARTÍN, J.: «De un ejército real a otro «nacional»: Jurisdicción y tribunales militares entre «Antiguo Régimen» y liberalismo doctri-nario (1768-1906)», en Estudios sobre Ejército, Política y Derecho..., págs. 203-236.

42 Colección Legislativa de España, t. XXVI, Madrid, 1840; págs. 334-335.

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cuando el modelo de ejército de la Ilustración se desarticula, al desaparecer el «ejercito de reserva» o la «estructura territorial».

En la otra estructura, en el ejército propiamente tal, el cambio tampoco se produce con rapidez. Ni siquiera en la oficialidad, la más afectada por los cam-bios producidos por la Guerra de la Independencia, cambios que han tenido mu-cho eco historiográfico, pero en realidad es más su significado que su repercu-sión, aunque aún nos falta mucho por conocer de la oficialidad en esta época43.

Lo que sí está claro es que se mantiene una indudable impronta aristocráti-ca en nuestra oficialidad durante el primer tercio del siglo XIX, pese al «des-quiciamiento» producido por la guerra de la Independencia al recompensar con ascensos a «villanos», acentuando la «confusión de estados» posibilitada por las Ordenanzas de 1768 (que establecían que una tercera parte de las va-cantes de oficiales se cubrieran con soldados veteranos), «confusión» que per-vive hasta que los decretos de 21 y 28 de septiembre de 1836 suprimen defi-nitivamente las pruebas de nobleza para el ingreso en el ejército y en la marina44. Por eso, podemos considerar que la oficialidad de nuestro ejército a fines del siglo XVIII y en los inicios del XIX se encontraba dentro de las con-cepciones del Antiguo Régimen y durante los cuatro primeros decenios del siglo esa característica se mantiene45 y en rigor, las trabas no desaparecen has-ta después de 1836, ya que las pruebas de nobleza, pese a haber sido suprimi-das, perviven extraoficialmente hasta 1841 en los Cuerpos de la Guardia Real y en las Guardias de Corps, mientras que en los Colegios Militares, las prue-bas de nobleza fueron sustituidas por las de limpieza de sangre y legitimidad hasta que en 1865 quedaron igualmente abolidas. Por otra parte, las clases de cadete y soldado distinguido perviven hasta su supresión por el decreto de 22 de febrero de 1842, estableciéndose el Colegio General de todas las armas.

De esta forma, la oficialidad del ejército español acabaría por adaptarse a los cambios que la sociedad española experimentaba en el marco de la crisis del Antiguo Régimen, un cambio en el que también se nota el empuje bur-

———— 43 Contamos con una especie de estudio marco para todo el Setecientos, el de ANDUJAR

CASTILLO, Los militares en la España del siglo XVIII…, ya citado. Para el arma de Infantería, son muy valiosos los estudios de GIL MUÑOZ, M., empezando por su tesis doctoral Sociología de los oficiales del ejército español: el Arma de Infantería en el último tercio del siglo XVIII (defendida en la Universidad Complutense de Madrid, en 1991), de la que ha salido publica-ciones tan enjundiosas como Perfil humano de los Oficiales de la Ilustración. Madrid, 1995, que es la que más nos interesa en esta ocasión.

44 Vid. FERNÁNDEZ BASTARRECHE, F.: El ejército español en el siglo XIX. Madrid, 1978; también CHRISTIANSEN, E.: Los orígenes del poder militar en España. 1800-1854. Madrid, 1980; CASADO BURBANO, P.: Las fuerzas armadas en el inicio del constitucionalismo español. Madrid, 1982 y BLANCO VALDÉS, R. L.: Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la Espa-ña liberal, 1808-1823. Madrid, 1988.

45 Para las cuestiones que siguen, MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Nobleza y Milicia: contornos y tendencias de una nueva relación (1780-1868)», en Nobleza y Sociedad en la España Moderna. II. Madrid, 1997; págs. 153 y ss., donde se encuentran referencias complementarias para profundizar más en el tema.

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gués, toda vez que las clases medias pueden encontrar en el ejército un modo de vida atractivo, pues además de la «seguridad» —una paga fija y un ascen-diente sobre el entorno—, ofrecía un claro vehículo de promoción social, consideración que se reafirmaría cuando llegaran para los militares las gran-des promociones nobiliarias isabelinas. Motivo por el que es lugar común entre historiadores y tratadistas afirmar el carácter de promotor social del ejército a lo largo de todo el siglo XIX, en unas proporciones superiores a las de épocas anteriores. Díaz Alegría, por ejemplo, escribe: «De una oficialidad fundamentalmente aristocrática, se muda a otra que está integrada por ele-mentos procedentes de todas las clases sociales. El ejército pasa a constituir, pues, una de las bases más importantes de promoción social46».

El reclutamiento47 y los reenganches eran los medios para proporcionar los efectivos de las clases de tropa y ambos procedimientos serían regulados por la Ordenanza de 180048, en cuyo inicio ya nos ofrece una valoración de lo que dieron de sí las disposiciones de Carlos III, pues, se reconoce que lo que el rey pretendía con la ordenanza de 1770 era que el ejército, «con gente hon-rada y robusta», consiguiera un «estado respetable por su calidad y número distribuyendo la contribución a este servicio en tal manera, que, dejando a la agricultura los brazos necesarios, no faltasen tampoco en las Artes y Oficios»; sin embargo, los objetivos no se alcanzaron, por eso el legislador reconoce, como hemos señalado más atrás, las deficiencias del reemplazo con ocasión de la Guerra de los Pirineos.

Ahora se mantenían, por supuesto el voluntariado y la leva forzosa, pero la práctica totalidad de los efectivos se reunía por medio del sistema de quintas, en cuyos sorteos eran incluidos los mozos solteros de edades comprendidas entre los 17 y los 36 años y cuya práctica anual se pretendía:

«Minorar el número de exentos, sin perjuicio del gobierno de mis pue-

blos, del servicio de la Iglesia, y justa libertad de las personas verdadera-mente destinadas a él; del número conveniente de Profesores para la Ilus-tración y cultura de mis vasallos, de los justos fueros de la distinguida Nobleza de mis Reynos, y finalmente, de los demás establecimientos públi-

———— 46 DÍAZ ALEGRIA, M.: Ejército y Sociedad. Madrid, 1972, pág. 176 47 Para los pormenores del reclutamiento, el libro ya citado de BORREGUERO BELTRÁN, El

reclutamiento militar por quintas en la España del siglo XVIII..., y «Administración y recluta-miento militar en el ejército borbónico del siglo XVIII», en Cuadernos de Investigación Históri-ca, nº 12, 1989; págs. 91-101 y MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Condiciones básicas del reclutamiento militar en España (1768-1885)», en MARTÍNEZ RUIZ, PI CORRALES, TORREJON CHAVES, Los ejércitos y las armadas..., págs. 141-186. Aquí encontrará el lector sobradas referencias a com-plementos bibliográficos, textos legislativos básicos y repercusiones sociales, lo que nos dispen-sa en esta ocasión de alargar la cita.

48 Dado que ya hemos expuesto con detalle el contenido de esta ordenanza (vid. MARTÍNEZ RUIZ, E.: «La celebración de quintas, una cadencia temporal en la España del Antiguo Régi-men», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 11, 1992; págs. 215 y ss.) nos limitaremos a destacar algunos aspectos básicos para nuestra línea expositiva.

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cos, que en tiempos de paz y guerra es necesario conservar en los pueblos, y sin los cuales no se puede pasar ninguno. Todo con el principal objeto de aliviar en lo posible la clase de labradores, digna de mis paternales atencio-nes... como que ella es el nervio y fundamento de la prosperidad del Estado y de ella han salido en todos tiempos esforzados defensores, que granjearon para la nación nombre y gloria inmortal».

Para conseguir esos objetivos —¿más justos e igualitarios que los anterio-

res?— se precisaban varias cosas, especialmente que desaparecieran los abusos en las operaciones de la talla de los quintos, que los padrones fueran fidedig-nos y que se redujeran las exenciones, para que los campesinos no fueran los que cargaban con las obligaciones militares de la monarquía casi en exclusiva. Pero las exenciones siguieron siendo muchas: Hidalgos; ciertos tonsurados, novicios de las órdenes religiosas; ministros y oficiales de la Inquisición; docto-res, licenciados, bachilleres, catedráticos de Seminarios conciliares, de Física, Matemáticas, Química, Farmacia y Botánica; Directores de las nobles artes; alcaldes, regidores y síndicos de más de 25 años; abogados, relatores, agentes fiscales, archiveros, catedráticos de Latín; médicos, cirujanos, boticarios y vete-rinarios de Correos y Hacienda; mozo con «casa abierta cabezas de familia o los que mantengan la suya», hijos únicos de padres sexagenarios o impedidos; hijos de viuda; el hijo mayor de familia en que sus hermanos tengan menos de 27 años o «de más edad si están impedidos o no pueden mantener a sus padres»; los hijos únicos del primer matrimonio; el hijo emancipado, ciertos maestros artesanos, los empleados en fábricas de armas y establecimientos similares, casas de moneda e impresores; comerciantes al por mayor; quienes tengan ya un hermano en el ejército, el que estuviese ya amonestado para contraer matrimo-nio; los hijos únicos de los oficiales de soldados de la costa del reino de Gra-nada; los criadores de yeguas; el hijo de labradores asentados fuera de la po-blación, los torreros; los dependientes de las maestranzas y de la matrícula de mar. Y además: «Los Negros, Mulatos, carniceros, Pregoneros, Verdugos y cualesquiera en quien por sentencia de Tribunal se haya executado pena in-fame están excluidos de este servicio honroso». Algunas de las exenciones están fundadas y son humanitarias, en ciertas ocasiones; pero en otras, los casos previstos resultan más difíciles de justificar. Como era fácil de prever por la aplastante mayoría de la población rural, sobre este sector seguía reca-yendo el peso del reclutamiento.

La Ordenanza de 1800 se mantiene en el surco trazado por las anteriores y las directrices establecidas por ella se mantienen hasta la publicación de la Or-denanza en 1837, la que marca la «ruptura» con algunos de los planteamientos anteriores y la que consolida en España las «injusticias» del reclutamiento libe-ral decimonónico, pues mantiene exenciones selectivas —por profesión y con-dición— y sistematiza mediante pagos en metálico las sustituciones, las reden-ciones y las fianzas, testimonios del reconocimiento de la desigualdad económica como salvaguardia de las obligaciones militares, que recaen sobre

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los más desfavorecidos dando pie a hablar entre ellos del «tributo de sangre» al referirse a las quintas49.

En suma, la crisis definitiva del modelo de ejército creado por los Borbo-nes del siglo XVIII se va a producir paralelamente a la del Antiguo Régimen —que para algunos tiene lugar después de 1840—, no pudiéndola dar por concluida hasta la desarticulación del modelo establecido en el Setecientos y hasta las desaparición en oficialidad y tropa de los rasgos y condicionamientos típicos del apogeo del absolutismo. La lucha contra Napoleón pudo suponer un «vendaval», pero algunas estructuras perduraron y fue el paso de los años y los avatares que en ellos se desarrollaron los que acabaron de producir el cambio al ejército nacional o liberal.

———— 49 No nos vamos a detener en la Ordenanza de 1837, que ya hemos analizado con detalle

en MARTÍNEZ RUIZ, E.: «Desertores y prófugos en la primera mitad del siglo XIX. Sus causas y efectos», en Hispania, nº 107, 1967; págs. 608-638.