El hombre de los dos corazones - Anaya Infantil y Juvenil · tes termina el cuento. —¿No estás...

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Cuando la casa se quedaba en silencio por las no-ches y solo se escuchaba el murmullo de los grillos, Ra-quel, niña asustadiza, se deslizaba sigilosa por el pasillocomo una sombra gatuna. Se metía en la habitación desus padres y se quedaba con ellos hasta que el sueño lavencía. Entonces su padre la llevaba a su cuarto, y alamanecer la niña despertaba sorprendida al encontrasede vuelta en su propia cama. Una noche, a comienzosdel verano, Raquel creyó oír los gruñidos afilados deun gran monstruo peludo debajo de su cama y se fuecorriendo al cuarto de sus padres a conjurar sus mie-dos. Su madre decidió inventarse una historia paradormir a Raquel, y hacer que se olvidase de aquelmonstruo que tanto la angustiaba:

—Había una vez un hombre que tenía dos corazo-nes —le dijo a su hija.

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—¿Uno a cada lado? —preguntó Raquel con curio-sidad. La niña ya se había olvidado del bicho peludoque tanto miedo le causó minutos antes, y buscabaacomodo en la almohada de su madre para escucharlamejor.

—No, los dos pegaditos uno junto al otro en el ladoizquierdo. Parecían un gran corazón, pero en realidaderan dos corazoncitos. Cada uno latía al compás quele daba la gana y, a veces, el pobre hombre se acalora-ba porque le latían muy deprisa y le entraban sudoresfríos y se cansaba.

—¡Pobre señor!—Sí, la verdad es que estaba un poco preocupado

porque los dos corazones nunca se acompasaban. Ja-más latían de amor por la misma persona, no habíamanera de ponerlos de acuerdo. Eso le creaba muchossobresaltos que le robaban el sueño, le quitaban el ape-tito y le tenían siempre de muy mal humor. Aquelhombre al que le latían dos corazones fue a visitar a undoctor muy reconocido, con la esperanza de que leofreciera una solución que le ayudase a tener una vidanormal, sin tantos latidos. Los otros médicos le habíanaconsejado que dejase las cosas tal y como estaban,que era mejor no operar y acostumbrarse a una vidacon dos corazones: aprender a querer doblemente,apasionarse dos veces por todo y aceptar de una vezque los asuntos del corazón son el doble de complica-dos cuando hay dos corazones. Pero el hombre pensa-

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ba que tenía que existir alguna fórmula que le permi-tiese domesticar a sus dos corazones, o al menos ense-ñarles a convivir. Los pulmones, por ejemplo, sabíancada uno estar en su sitio, compartían sin problemas elmismo aire que les entraba y salía por la nariz y por laboca; los ojos jamás se contradecían, y los oídos siem-pre prestaban la misma atención. A la pierna derechanunca se le ocurría hacerle una zancadilla a la piernaizquierda, y las dos manos se sincronizaban muy bienpara cocinar, tocar el piano u ordeñar a las vacas. Elhombre le contó a aquel famoso doctor su complicadasituación. El doctor, que además era cirujano, teníamucha experiencia separando hermanos siameses quehabían nacido pegados por la espalda, por la cabeza opor las manos. Pero jamás se había enfrentado a dos co-razones enredados en un mismo pecho. Después de es-cuchar con detenimiento el jolgorio de latidos de aquelhombre y tomar varias páginas de notas, le preguntóqué había pasado con su hermano.

«¿Con mi hermano?», respondió el hombre. «¡Perosi yo no tengo hermanos!», exclamó extrañado.

«Mi querido paciente, uno de los corazones que tie-ne, obviamente, es de un hermano suyo», le replicó eldoctor con absoluta convicción. «Le tendrá que pregun-tar a su madre sobre los pormenores de su nacimiento.»

El hombre sintió en los dos corazones una leve pun-zada: «Nunca conocí a mi madre, me dejaron abando-nado en un canastillo en la puerta de un convento».

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El doctor puso un gesto serio y le sugirió que habla-se inmediatamente con la madre superiora del conven-to y le pidiera detalles sobre su posible origen. Al díasiguiente el doctor acompañó personalmente a su pa-ciente al viejo convento. Quería encontrar las claves deaquel enigmático caso.

La madre de Raquel se quedó en silencio. Su hijadormía profundamente.

—Creo que es el momento de llevar a la niña a sucuarto —le dijo a Abraham, el padre de Raquel.

—Ahora la llevo —respondió Abraham—, pero an-tes termina el cuento.

—¿No estás cansado? —preguntó sorprendida lamadre de Raquel.

—No —respondió Abraham con un susurro—. Tucuento me ha desvelado y ahora tengo curiosidad porsaber qué le pasó a ese hombre que tenía dos corazo-nes.

Reyes, que era así como se llamaba la madre de Ra-quel, se sintió muy halagada por el interés de su maridoy continuó narrando aquella historia recién inventada.

—Pues bien, el doctor y su paciente fueron recibi-dos en el convento por cinco monjas arrugaditas y di-minutas. La madre superiora era la más vieja de todas,y aunque ya le fallaba muchas veces la memoria, enseguida reconoció al hombre de los dos corazones:«¡Cómo no me voy a acordar de ti, si nos rompiste me-dia vajilla y varias figuritas de barro del Belén! Menuda

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vitalidad tenías. Eres un descastado, cuando te hicisteun hombretón dejaste de visitarnos.»

El doctor le explicó a la madre superiora las circuns-tancias de aquella visita y la anciana confirmó la teoríadel médico. Les contó que en aquella cesta había enefecto dos niños gemelos, pero uno estaba muerto. De-cidieron guardar en secreto esa muerte para ahorrarlela pena al niño que estaba vivo. El hombre de los doscorazones sintió una profunda tristeza y preguntó porel paradero de su hermano.

«Lo enterramos en el jardín de los girasoles, detrásdel huerto», explicó la vieja madre superiora, «pusi-mos una losa blanca sin nombre y una pequeña estatuade un ángel».

El hombre de los dos corazones pensó con tristezaen la de veces que se había sentado a leer sobre esa losadurante los veranos de su infancia. Allí, sobre su her-mano muerto, sin saberlo. El doctor pidió permisopara inspeccionar el jardín y, a ser posible, exhumar elcadáver de aquel bebé.

«Por Dios», dijeron las monjas, «¿para qué quiereincomodar a ese niño?».

El doctor les explicó que quería hacer un estudio deaquel cuerpecito y comprobar si aquel niño había naci-do sin corazón.

«Pero doctor», dijo el hombre de los dos corazones,«el cuerpo de mi hermano a estas alturas debe de serpolvo».

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«Uno nunca sabe realmente el proceso de descom-posición de los cuerpos; a veces, el clima, la calidad delataúd y otros factores ajenos a nuestro entendimientointervienen.»

«Sí, los milagros», replicaron la monjas.El doctor puso un gesto incrédulo y se encamina-

ron hacia el jardín de los girasoles. Allí estaba la lápidablanca, acompañada por la pequeña figura del angelo-te de mármol, verdecidas ambas por una finísima capade musgo. El hombre de los dos corazones y el doctorse quedaron solos cavando la tierra. No resultó difícillevantar la lápida y abrir un foso. La tierra estaba blan-da, demasiado blanda, pensó el doctor. Cavaron y ca-varon, y no encontraron ni rastro del ataúd ni del bebémuerto. Ni el polvo blanquecino de los huesos, ni lasastillas molidas, ni los clavos. Nada de nada. El doctorestaba sorprendido y el hombre de los dos corazonesagotado de tantas emociones. En esto, se les acercó unhombre viejo que trabajaba en el convento haciendoarreglos y chapuzas, y que además cuidaba el huerto yel jardín.

«¿Les puedo ayudar en algo?», les preguntó.El doctor le explicó que buscaban los restos de un

bebé muerto que las monjas habían enterrado allítreinta años atrás.

«La tierra es demasiado blanda», replicó el jardinero.«Probablemente se lo llevó la corriente en la gran inun-dación de hace doce años. Todavía recuerdo ir a la ri-

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bera del río a recoger restos de tejas, las herramientasdel jardín e incluso esta losa y el angelote.»

El doctor escuchó con mucho interés al jardinero,que les seguía narrando los percances de aquella grantormenta que duró doce días y asoló la región: «Segu-ramente los restos de aquel bebé se fueron por el río.Solo permanecieron las cosas pesadas que se quedabanen las orillas. Había de todo: muebles, cacharros, col-chones, libros... Recuerdo que encontré una talla demadera tamaño natural, que seguramente era de algúnpaso de semana santa. Parecía un soldado romano quehabía perdido su uniforme. Pesaba mucho, porque erade madera maciza. Como nadie la reclamaba, me laquedé. La he vestido con mi ropa vieja y la tengo de es-pantapájaros en el huerto».

En ese momento uno de los corazones de aquelhombre comenzó a latir sin control.

«Ay, doctor», dijo el hombre de los dos corazones,«creo que uno de mis dos corazones se me va a salirpor la boca».

El doctor miró hacia el huerto y vio a lo lejos unhombre vestido con harapos que les observaba.

«Ese es el espantapájaros», dijo el jardinero, «pareceun hombre de verdad, pero es una simple talla de ma-dera».

El doctor tomó del brazo al hombre de los dos cora-zones y caminaron hacia el huerto, donde estabaaquella imagen inmóvil al final de un gran plantel de

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tomates. El doctor se acercó a la estatua, limpió su ros-tro, y vio en ella las mismas facciones, la misma miradade su paciente: «Este es tu hermano», le dijo el doctoral hombre de los dos corazones, «ha crecido sin cora-zón, como un árbol silencioso, probablemente su san-gre se transformó en savia, parece un hombre de ma-dera de arce. Tu hermano, amigo mío, creció sin lapasión de los latidos, sin el aliento mecánico de nuestropequeño reloj de pecho».

El doctor y el hombre de los dos corazones se llevaronaquella figura inerte de madera de arce al laboratoriodel doctor. Decidieron no darle demasiadas explicacio-nes a las monjas, porque ellas solo entendían los mila-gros cuando sucedían, y el doctor sólo sabía dialogarcon los resultados de los experimentos científicos.Ahora el doctor tenía que encontrar una fórmula queconvirtiese la madera de arce en carne y huesos, que lasavia volviese a ser sangre. Necesitaba devolver el cora-zón a su dueño, lograr que ambos hermanos tuviesencada uno sus propios latidos. Pero la ciencia no habíaavanzado tanto, y el milagro ya había ocurrido cuandoaquel bebé sin corazón fue capaz de transformarse enmadera de arce y crecer bajo la tierra. El doctor, elhombre de los dos corazones y el hombre de maderade arce, reconocieron en silencio la imposibilidad desus anhelos. El hombre de los dos corazones se llevó asu hermano a su casa, buscó el rincón más luminosode su biblioteca, le rodeó de orquídeas, se preocupó de

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regarlo, de leerle cuentos todas las noches. Le hablaba,le contaba sus miedos, sus sueños, sus ilusiones. Suhermano le acompañaba en silencio. Su quietud se fuetransformando en serenidad. Su inmovilidad se vistióde paciencia. Los años pasaron, y ambos hermanos sesentían cada vez más unidos, más compenetrados, másvivos; y los dos corazones aprendieron a latir al mismotiempo. Aprendieron a sentirse casi como uno solo, acompartir el trabajo de bombear la misma sangre, a des-cifrar el tiempo contando sus latidos.

—Es una pena que Raquel se haya quedado dormi-da— dijo Abraham mientras se incorporaba con laniña en sus brazos para llevarla a su cuarto.

—No te preocupes, ya se lo volveré a contar —res-pondió Reyes.

—Deberías escribir cuentos — añadió Abraham.—No sé, creo que no podría —replicó Reyes en

tono dubitativo—. Los cuentos se me van ocurrien-do..., me los invento mientras los voy contando. Estoysegura de que si intento sentarme y escribir cuentos enserio me quedaré en blanco.

—Escríbelos después de haberlos contado. Los pue-des anotar como si fuesen fragmentos de un diario. Esuna lástima que tus cuentos se pierdan con la niñez deRaquel, y que luego, cuando crezca, no quede rastrode todas estas historias que inventas.

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