El jardín de mi abuelo fin

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El jardín de mi abuelo

(Segunda y última parte)

Pasó el tiempo y llegó otro 25 de abril, mi cumpleaños. Ese día el rosal me hizo un regalo.

¡Sí! ¡Sí! ¡Como os lo digo! El rosal sacó un capullo. Y el capullo fue creciendo despacito. Pero

también la enfermedad de mi abuelo se agravaba. Iba a menudo al hospital a hacerse pruebas

y se pasaba muchos días en casa, tumbado en la cama. Desde la ventana de su habitación veía

el jardín y me decía, gritando:

—Lo haces muy bien, Martín, ¡Eres un gran jardinero!

A mí me gustaba que me lo dijera, me sentía orgulloso, pero en el fondo estaba triste.

Cuidar del jardín yo solo, sin tener al abuelo a mi lado, no era lo mismo. De vez en cuando yo

miraba la ventana y él me regalaba una de sus sonrisas.

Una mañana del mes de mayo mi capullo dejó entrever el rojo de la rosa preciosa que

escondía en su interior. Con el paso de los días, la flor se fue abriendo lentamente.

—¡Es la rosa más bonita del mundo! —le decía a mi abuelo, excitado.

—Claro que sí —respondía él, intentando disimular su preocupación.

La salud de mi abuelo empeoraba día a día. Una mañana, cuando subí a su habitación, me

pidió que me sentara en la cama, a su lado. Me cogió de la mano y me preguntó:

—¿Te acuerdas de aquel día que el coche se averió y lo llevamos al mecánico?

—Sí, sí que me acuerdo.

—El mecánico dijo que una de las piezas se había estropeado y que la tenía que cambiar.

Lo tuve mucho tiempo, aquel coche —dijo mi abuelo con añoranza—, lo cuidé mucho porque

lo quería.

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—Es verdad. Siempre lo limpiabas, controlabas el nivel del aceite, el aire de los

neumáticos...

—Y, a pesar de todo, un día el motor dejó de funcionar. Era muy viejo y no se podía

reparar. —Y, tras una pausa, añadió—: El corazón de las personas, Martín, es como el motor

de un coche, cuando es muy viejo deja de funcionar y no se puede reparar.

—¿Tú eres muy viejo, abuelo? —pregunté preocupado, temiendo su respuesta.

—Mi corazón está cansado, un día dejará de latir y moriré.

—¡Yo no quiero que te mueras! —dije mientras lo abrazaba.

—No hay nada que dure para siempre. A veces suceden cosas que no nos gustan, no

podemos evitar que ocurran aunque lo deseemos con todas nuestras fuerzas. Pero ¡aún estoy

aquí! —exclamó, cambiando el tono de voz. En su rostro apareció una sonrisa—. ¿Quieres que

te cuente un cuento?

Asentí con la cabeza.

«Érase una vez un ciempiés que siempre andaba atareado. Era el cartero del jardín y

llevaba una bolsa llena de cartas por repartir. Era muy eficiente en su trabajo y por muy llena

que estuviera la bolsa siempre entregaba puntualmente el correo a sus destinatarios. Por la

noche llegaba a su casa agotado y sin ganas de hablar con su esposa ni de jugar con sus hijos.

Después de cenar caía rendido en el sofá. No se enteraba de nada de lo que pasaba a su

alrededor. La mujer del ciempiés se quejaba a menudo porque se sentía sola, y sus hijos se

habían olvidado de que tenían un padre. Pero él no comprendía las quejas. No tenía tiempo

para pensar, y cuando su mujer protestaba, le decía:

»—Tienes una casa preciosa, en la mesa no falta nunca la comida y dinero te cae del cielo.

Trabajo todo el día. Hago horas extras y llego a casa muy cansado. ¿Qué más quieres?

»La mujer del ciempiés lo miraba desanimada y no contestaba porque sabía que sus

palabras caían en saco roto.

»Un día, el ciempiés estaba más apresurado que nunca. No había sonado el despertador y

llegaba tarde al trabajo. ¡Y eso no se lo podía permitir! Para acabar de arreglarlo, por el camino

se encontró con una fila de hormigas que le cortaban el paso.

»—¡Señoras, por favor, tengo que pasar! —gritaba desesperado.

»Un poco más allá había una manifestación de lombrices que protestaban por la

contaminación del subsuelo. Y es que las lombrices están muy concienciadas en temas

medioambientales. Les preocupa en especial el suelo en el que viven, que últimamente está

muy adulterado.

»El ciempiés estaba nervioso y caminaba tan alborotado, que no vio una rama que había

delante de él, tropezó con ella y se cayó al suelo aparatosamente ante la mirada de las

lombrices, que corrieron en su auxilio inmediatamente. Entre todos lo levantaron y lo llevaron

a la consulta del doctor escarabajo, que, como ya sabes, es una gran eminencia. El diagnóstico

no podía ser peor:

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»—Te has roto noventa y nueve patas y tendrás que guardar reposo absoluto durante dos

meses, y, después, sesenta días de recuperación, o sea, en total, cuenta, como mínimo, cuatro

meses de baja.

»El ciempiés, que ya estaba mareado, casi se desmaya.

»—¡Cuatro meses sin trabajar! —exclamó, abriendo mucho los ojos—. ¡No puedo estar

cuatro meses sin trabajar!

»—Tú verás lo que haces —le dijo el doctor escarabajo, que comenzó a enyesarle, una

por una, las noventa y nueve patas, y después lo mandó a su casa en ambulancia.

»A partir de ese momento la vida del ciempiés cambió radicalmente. No podía moverse.

Si normalmente estaba de pésimo humor, a partir de entonces se volvió intratable. Se quejaba

y refunfuñaba sin parar. ¡No había quien lo aguantara! Pasó el primer mes enfadado por todo y

con todos. Pero un día, viendo la desesperación de su padre, el hijo pequeño del ciempiés se

acercó a él y le dijo:

»—¿Quieres que te cuente un cuento?

»El ciempiés se quedó pasmado y sintió que algo se revolvía en su interior. Su hijo

pequeño, que era un total desconocido para él, le preguntaba si quería que le contara un

cuento.

»—Verás —continuó diciendo el pequeño ciempiés—, cuando estoy triste o enfadado,

cuando me siento solo o tengo algún problema, mamá se sienta a mi lado, me cuenta un

cuento y me abraza. Entonces se me pasa todo.

»Sin esperar respuesta, el hijo del ciempiés le contó un conto y cuando terminó lo abrazó.

El ciempiés se quedó sin habla, estaba sorprendido. Nadie lo había abrazado de aquel modo.

Nadie le había hecho sentir nunca lo que sentía en aquel momento. Estaba tan emocionado,

que se puso a llorar. También estaba un poco avergonzado: ¡llorar delante de su hijo! Pero el

pequeño ciempiés, intuyendo lo que su padre sentía, le dijo:

»—Tranquilo, no pasa nada. Mamá dice que cuando se tienen ganas de llorar hay que

llorar, porque, si no, las lágrimas se quedan en el cuerpo y acaban ahogándonos.

A partir de ese día, todas las tardes el pequeño ciempiés contó un cuento a su padre y,

cuando terminaba, se abrazaban con ternura. Y desde ese mismo día el ciempiés dejó de estar

malhumorado. Se sentía feliz y contento, y comenzó a darse cuenta de lo que pasaba a su

alrededor. Su mujer estaba siempre ocupada en las tareas domésticas. Ella sola se encargaba

de hacer la compra, lavar la ropa, quitar el polvo, fregar los platos, planchar, barrer, ordenar la

casa... ¡Trabajaba mucho! También se dio cuenta de que tenía tres hijos maravillosos a los que

apenas conocía, y comenzó a jugar con ellos, a oírlos, a escucharlos. Cuando se recuperó del

accidente volvió a trabajar. Pero entonces ya no corría. Vio que tenía tiempo para todo. A

menudo se quedaba embobado viendo las telarañas que fabricaba la araña. Hablaba con la

mariquita y le aconsejaba sobre el color de los puntos que debía ponerse. Iba a las

manifestaciones de las lombrices y ayudaba a las hormigas a almacenar alimentos. Disfrutaba

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de los días de sol y de los días de lluvia, y también del viento... Y cuando alguien tenía algún

problema, le escuchaba y le abrazaba. Todos querían recibir uno de sus abrazos. ¡Imagínate

cómo te sentirías si alguien te abrazara con cien brazos! Debe de ser fantástico, ¿no crees?»

—¡Desde luego! —exclamé—. ¡Qué pasada!

Ese relato contenía un mensaje que, a mi edad, no llegaba a captar. Por eso mi abuelo,

después de una breve pausa, añadió:

—Martín, quiero que recuerdes lo que voy a decirte, porque es algo muy importante: el

tiempo pasa con mucha rapidez, y los seres vivos: las personas, los animales, las plantas...,

también tu rosa, claro, nacemos, vivimos y al final morimos. Disfruta todo lo que puedas de los

momentos que pases con tu rosa. Mírala, huélela, tócala, háblale... Dile que la quieres. Nunca

están de más las palabras bonitas, si expresan lo que sentimos.

La rosa había abierto por completo sus pétalos y lucía toda su belleza. Yo me pasaba

horas mirándola, oliéndola, tocándola, hablándole… También pasaba mucho tiempo con mi

abuelo, sentado en su cama, escuchando sus historias.

A menudo me acuerdo de algo que me dijo antes de morir:

—Siempre podrás hablar conmigo, Martín. De alguna manera, las personas a las que

queremos nunca dejan de estar a nuestro lado.

—¡Pero no será lo mismo! —respondí—. No podré abrazarte, ni te veré, ni oiré tu voz...

—Es verdad..., no será igual, pero cada vez que salgas al jardín acudirán a ti imágenes,

sensaciones, sentimientos, palabras, olores, que harán que no me olvides. Yo viviré a través de

tus recuerdos. Si cuidas las plantas, si las podas, las riegas, abonas la tierra... si las quieres, la

próxima primavera volverán a florecer. La vida, pese a todo, continuará y tú seguirás tu

camino.

Siempre me he ocupado del jardín de mis abuelos. Cuando fui mayor y me casé, la casa

de mis abuelos fue nuestra casa, de mi mujer y mía, y de los tres hijos que tuvimos. Me

gustaba mucho enseñar a mis hijos a cuidar las plantas y, sobre todo, contarles historias. Al

acabarse los cuentos, a menudo me miraban incrédulos y decían:

—¡Sí, hombre...! ¡Esta historia te la has inventado!

Y yo, muy serio, contestaba:

—Lo que os he contado es tan cierto como que dos y dos son siete.

Maria Àngels Gil Vila El jardín de mi abuelo

Barcelona : Bellaterra, 2007 Texto adaptado