El Legado de Las Azaleas. Villa de Colindres
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El legado de las azaleas Vicente Fernández Saiz
1
Háblame de la belleza... La belleza es un jardín siempre en flor
Khalil Gibran
El primer amor huele a madreselvas,
a flor de habas, a yerba con luna,a margaritas de arroyo...a violetas blancas.
Juan Ramón Jiménez
EL LEGADO DE LAS AZALEAS
Apenas hacía unos meses que había abierto la floristería, cuando ella apareció. Fue
como si, de repente, desde la trastienda, viese avanzar mi infancia hasta quedar enmarcada
entre un ficus y una cesta de violetas africanas que se hallaban flanqueando el mostrador.
Había cambiado mucho durante estos quince años. Parecía haber sufrido una aceleración
brutal. Su rostro se asemejaba al de una planta enraizada en un substrato poco fértil y que
acaba adquiriendo un aspecto ralo y lacio. No sé si era el paso del tiempo o que yo la
contemplaba bajo una óptica diferente a como se ven las cosas con trece años, pero ya no
era aquella mujer que tanto me impresionó.
No me reconoció, ni tan siquiera, cuando me atreví a recomendarle que llevara unas
azaleas. Se limitó a decirme que no era buena época para ellas y se fue con una flor de
pascua, porque estábamos en tiempo de Navidad. La seguí con la mirada y cuando dobló la
esquina me arrepentí de no haberme dado a conocer. Pero es que yo soy así: ante las
situaciones imprevistas se me hace difícil hilvanar una respuesta y la timidez me bloquea y
se apodera de mí. Además, creo que aún tenía miedo de que conociera mis verdaderos
sentimientos, aunque yo nunca se los revelé, y me mirase de forma compasiva. Ahora, me
parecía grotesco pensar que hubiese estado enamorado de ella, aunque fuese sólo un amor
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3que me uniría a ellos después, porque tenía que ir a hacer unos recados que me había
encargado mi madre. Pero esta vez no hubo partido. Desde las escuelas divisaron la densa
humareda que se iba apoderando de la tarde y que dejaba un aire viciado de fatalidad.
Alarmados por lo extraño de la situación decidieron suspender aquel evento deportivo, tan
importante para ellos, y averiguar qué era lo que provocaba tanta negrura. Nada más enfilar
la calle ya se encontraron a toda la gente movilizada. Habían mandado desalojar las casas de
los alrededores, se había organizado una cadena humana con cubos de agua y más de uno
lloraba de rabia y de impotencia ante la certeza de que aquel enemigo, al que
desesperadamente se pretendía reducir, era demasiado poderoso para las rudimentarias
armas con las que se le combatía. Y es que, cuando llegaron los bomberos –la mayoría de sus
miembros estaban trabajando en la fundición- no pudieron hacer más que salvar parte de
los locales del carbonero y quedarse de retén.
Al anochecer, cuando se supo toda la amplitud de la tragedia, se personaron en el
lugar las autoridades locales. Todo el mundo hablaba entonces de la eficiencia del alcalde
que, de la mano de un niño del barrio, dio personalmente las órdenes pertinentes para que
se alojara provisionalmente a las familias afectadas y convocó un pleno extraordinario y
urgente para buscar soluciones rápidas. Poco importa ahora contar que tales ayudasllegaron tarde y mal. Ni que las casas sociales con su parque al lado, que se comprometió a
realizar en la zona siniestrada, acabaran siendo chalets adosados con zona ajardinada a un
precio inasequible, porque el nuevo plan urbanístico, que se aprobó posteriormente, así lo
aconsejaba.
El caso es que por la noche se durmió poco. La mayoría de los vecinos tenían miedo
de que el viento pudiera reavivar el fuego y decidieron hacer guardia en el garaje de Julián.
Nunca en el barrio hubo tanta gente reunida hasta tan altas horas de la madrugada. Allí se
habló de la situación en la que quedaban los más perjudicados, de la posibilidad de abrir una
cuenta corriente para ingresar fondos, del lugar en donde centralizar la entrega de ropas y
enseres que algunos habían empezado ya a aportar y de numerosas cosas más. Pero, sobre
todo, se discutieron las posibles causas del incendio y nadie llegaba a comprender cómo
podía haberse iniciado en el abuhardillado, justo en el único piso que estaba deshabitado.
Las beatas de turno, encabezadas por mi madre, habían llegado a la conclusión de que
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4semejante desgracia era consecuencia de no haber querido poner al barrio el nombre de
Santa Gema. Y es que hace ya muchos años encontraron allí, cuando se empezaron a
levantar las primeras casas, una deteriorada talla de algo que se asemejaba a una imagen de
alguna iglesia. En un principio pensaron que pudiera ser la imagen de la santa que
desapareció de una ermita cercana durante la guerra civil, pero con el tiempo se demostró
que era una figura sin valor y de origen desconocido. Para entonces, la gente ya había
mostrado el sentir de bautizar a la nueva barriada con el nombre de Santa Gema y atribuían
a su intercesión la milagrosa curación de más de un vecino.
Pasaron los días y ni siquiera los especialistas de la guardia civil encontraron una
explicación convincente a aquella tragedia. Y a nadie, excepto a mí, se le pasó por la
imaginación relacionar aquel infausto suceso con la inquilina de la buhardilla que hacía dos
semanas había dejado precipitadamente el piso.
No se me ha borrado de la memoria el primer día que la conocí. Salía yo de casa con
el balón en la mano, dispuesto a ser la figura del partido, en aquel improvisado campo de
fútbol en el que el portón del garaje de Julián servía de portería y el asfalto de la
escasamente transitada carretera hacía las veces de remozado césped, cuando la vi.
Sujetaba con dificultad una maleta enorme en una mano y unas bolsas en la otra, en un actoque se me antojaba más propio de un obrero lleno de músculos que de un ser tan delicado y
angelical. Me quedé mirándola fijamente y, por un instante, creí estar metido, por alguna
misteriosa abducción, en el argumento de una película. Aquella mujer era la viva imagen de
la Brigitte Bardot que aparecía en los carteles del cine Principal, bajo el sugestivo título de “Y
Dios creó a la mujer”; aquella Brigitte Bardog que recordaba a los mayores que sacar entrada
para el cine era como hacer la reserva de la primera fila del edén.
Cuando se dirigió a mí y me preguntó que dónde estaba el número seis, no acerté a
hablar. Noté que, repentinamente, se me había olvidado el texto del papel que tenía que
interpretar. Sin embargo, pasados esos primeros instantes de indecisión, me sorprendí a mí
mismo respondiendo con atino a lo que me demandaba y aún fui capaz de ofrecerme a
acompañarla hasta la puerta. Iba por delante, porque tenía miedo de que se percatase de mi
sonrojo si la miraba a la cara. Y es que, hasta aquel momento, las chicas sólo eran para mí
unos seres con unas cualidades innatas poco recomendables. Eran cursis y presumidas como
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5Rosita, la hija de la tendera de ultramarinos, con sus coletas de lacitos; plastas y acusicas
como la hermana de Andrés, el portero del equipo, que se pasaba el día contándole a su
madre los líos en los que nos metíamos; altivas y distantes como la vecina del segundo, con
su uniforme de colegio privado, su diploma de religión y su banda de honor por buen
aprovechamiento... En fin, toda un elenco de estorbos a quienes los entendidos no dudaron
en juntar en las nacionales femeninas, porque estaba claro que no tenían nada en común
con nosotros.
Pero, de repente, Pilar se convirtió en una obsesión para mí. Una sola palabra suya,
un gracias acompañado de una sonrisa, fue suficiente para que pensase que su presencia
había transformado el barrio. Fue también un motivo para que a las siete y media de la
tarde, cuando ella regresaba a casa, hiciéramos un descanso en el partido de fútbol para
verla pasar. Observábamos atentos cómo aquel cuerpo celestial, que alguien tuvo a bien
colocar en nuestros ratos de asueto, era capaz de fijarse en nosotros y nos dirigía un saludo
que nos daba tema de conversación para un buen rato. Claro, que los amigos nunca se
percataron de que después de aquel ¡hola chicos!, esbozaba una sonrisa que yo sabía que
era única y exclusiva para mí. Ni entendían, tampoco, cómo, tras su llegada y en la segunda
parte del partido, siempre acababa fallando varios goles cantados y el balón parecía estarempeñado en enredárseme entre los pies, como si mis piernas, que momentos antes eran
tan rápidas como si las del mismísimo Francisco Gento se trataran, estuvieran apoyadas en
un firme de médanos y me costase una enormidad moverlas.
Luego venía la noche y de nuevo volvía a verla. Esta vez era en sueños, pero me la
imaginaba allí, en aquella salita minúscula que se extendía nada más abrir la puerta del
abuhardillado. Porque antes, en aquella casa, vivía Emiliano, un chico de nuestra edad y muy
amigo mío. Sus padres se mudaron porque habían comprado un piso más cerca del negocio
familiar. Tenían una pequeña mercería por el centro y trabajaban los dos en ella. Su madre
había estudiado para maestra pero cuando se casó dejó de ejercer, porque su marido no
quería que estuviera cada año de pueblo en pueblo y, además, había trabajo para los dos en
la tienda. Muchas tardes yo iba a su casa y hacíamos las tareas juntos. A mí no se me daban
bien las matemáticas y doña Julia -así se llamaba la madre- volvía a casa una hora antes de
cerrar la tienda y nos ayudaba.
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6Por aquel entonces, el abuhardillado no tenía ningún interés especial para mí. Sin
embargo, a partir de la llegada de Pilar significó algo que estaba más allá del tiempo y del
espacio. Poseía su propio tiempo y su propio espacio, que eran distintos a los que ocupaban
las matemáticas de doña Julia y los ratos que pasaba con Emiliano. Porque, todo cambió el
día que en que mi madre me mandó ir a llevar unas verduras para el padre de Manuel
Solana, que vivía debajo del abuhardillado y que estaba imposibilitado en la cama desde
hace varios meses. Al acabar el recado que me llevó hasta allí me encontré a Pilar en las
escaleras. Iba muy cargada con varias bolsas y yo me ofrecí a ayudarla. Me invitó a entrar a
su casa y, ya dentro, le hablé de los antiguos vecinos del piso. Al enterarse de que tenía
problemas con las tareas escolares se brindó a echarme una mano. Así fue como, dos tardes
por semana, iba a su casa y hacíamos frente a las fracciones, a las potencias o al área de
cualquier polígono que se nos presentase. Y así fue, también, como descubrí la pasión que
ella tenía por las plantas y la habilidad que poseía para sacar partido a cualquier cacharro
inservible y hacer con él el recipiente idóneo para ellas.
He de reconocer que me gustaba verla en aquella tarea. Lo mismo podaba algún tallo
de la higuera rastrera que había dado utilidad a la antigua mesa de la máquina de coser, que
quitaba las hojas secas de la diminuta palmera que graciosamente había plantado en unatetera de cobre, que regaba la hiedra que fue capaz de dignificar un orinal o atendía las
plantas de flores que habían hecho de su balcón el lugar más admirado del barrio. Una por
una, todas recibían el cuidado necesario para que aquella casa, antes desangelada y fría,
pareciese, por aquel entonces, el mismísimo paraíso terrenal. Únicamente el helecho de
Boston, situado en una esquina de la bañera, se libraba de la diaria ración de mimos y
atenciones, porque parecía sobrarle con la humedad que el ambiente desprendía cuando
Pilar, cada mañana, se sumergía en una intimidad que a los demás nos estaba prohibida.
Con la disculpa de las plantas encontré un motivo para subir diariamente a su casa. Y
ella, al verme tan interesado en el tema, me enseñó un antiguo álbum sobre flores, que
poseía desde que era niña. Me entusiasmó tanto, que me pasaba horas y horas mirando su
páginas. Creo que aún sería capaz de reconocer, por la foto, el nombre de cada planta y las
condiciones más idóneas para su crecimiento. Pero lo que mejor recuerdo son las azaleas.
Casualmente era el único cromo de la colección que le faltaba y yo aproveché aquella
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7circunstancia para comprarle, el día de su cumpleaños, una maceta con un puñado de ellas.
Ella pareció acoger el detalle con la misma ilusión con la que una novia acepta el primer
regalo de su ser amado. Al momento, transplantó aquellas flores, dispuestas sin ninguna
gracia, a un bol. de cerámica y las rodeó de varias plantas de hojas moteadas, formando así
un espléndido centro de mesa que ubicó en la esquinera del armario de la cocina, junto a la
cortina de la ventana.
Poco a poco, aquellas azaleas crearon un vínculo común que fueron dejando un
legado de intimidades. En los primeros días me iba contando retazos de su historia pasada,
lejos de la ciudad, y al final terminó confiándome su secreto más celosamente guardado. En
una de aquellas tardes dedicadas a la jardinería me habló de Ricardo, un joven apuesto de su
pueblo. Me dijo, mientras cuidaba unos jacintos de color lila que había salpicado de
pequeñas plantas de hiedras, que arrastraban graciosamente sus hojas como si fuesen las
caídas de un vestido de cola, lo que aquel hombre significaba para ella. Y es que hace tiempo
decidieron sellar, desoyendo la opinión de los demás que les consideraban aún muy jóvenes,
lo que fue un amor apasionado. Pero, lo que para ella empezó siendo algo maravilloso, se
tornó en una lucha contra un enemigo que se había interpuesto entre los dos. Que él cayó
en los brazos de la bebida y ésta le exigía permanentemente una rendición total del alma yde la carne, haciéndole insensible a las caricias que le esperaban en casa. Y poco a poco, fue
convirtiendo en un infierno lo que antes era gloria bendita. Me comentó también que, un
buen día, harta de aguantar, decidió huir de aquel martirio y de aquel lo que no puedas
evitar lo debes soportar , que su propia familia le aconsejaba. Pero que ahora, después de un
tiempo de estar separados, él había dado casualmente con su paradero y había vuelto
reformado. Le había jurado y perjurado que aquella vida sin ella no era vida y que había
abandonado aquel vicio que tanto mal le ocasionó. Se le veía diferente. Había cambiado la
arrogancia por la delicadeza, el mal humor por las dulces palabras, las exigencias y reproches
por la calma y la comprensión. Así que decidieron, de mutuo acuerdo, darse otra nueva
oportunidad; empezar de nuevo con aquellas citas a escondidas que ya llevaban varias
semanas realizando y que esperaba terminasen en un nuevo y definitivo reencuentro. Por
eso al siguiente sábado habían quedado en el abuhardillado para comer. Él se había ofrecido
a venir antes de que ella saliera del trabajo. Quería preparar la mesa y, aunque no se lo
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8había dicho, estaba segura de que traería algún ramo de flores o, incluso, algún anillo con el
fin de sellar aquel nuevo compromiso. Y ella le había dado la dirección de la casa y le iba a
dejar una llave escondida detrás del contador de la luz que estaba junto a la puerta de
entrada.
Aquella íntima confesión me causó un dolor que por entonces no podía catalogar,
porque nunca antes lo había sentido. No era el dolor por tener que compartir algo. Siempre
había considerado que aquella Brigitte Bardot no era sólo mía. Pertenecía a todos mis
amigos, que cada tarde esperaban su llegada con ese primer rubor que asomaba a sus
mejillas y les impedía mirar de frente; pertenecía a todos los hombres de Huerto Alto, que
eran testigos silenciosos de cómo aquel cuerpo, arrebatado al cine y a las revistas, les había
hecho brotar sus deseos de lujuria ya olvidados y pertenecía al barrio, porque, como decía
mi madre, una mujer que es capaz de ennoblecer con flores un mísero balcón de un
abuhardillado, es digna de pasar a la historia.
Quizás por todo ello acabé odiando a aquel hombre que ni siquiera conocía y me
pregunté qué encantos nunca vistos tendría que poseer para hacer que aquella mujer
estuviera dispuesta a perdonar semejante afrenta.
La mañana del sábado me propuse poner rostro a aquel desconocido que vendría aarrebatarnos lo que tanto apreciábamos y que él, anteriormente, había rechazado. Nada
más levantarme me aposenté en la pared de la carretera. Simulaba vigilar los eléctricos
andares de alguna lagartija, que en modo alguno me interesaba, con la esperanza de ver de
cerca a aquel hijo pródigo, al que el perdón magnánimo de Pilar había dado una segunda
oportunidad. Tuvieron que pasar varias horas hasta que le vi llegar. Siempre pensé que
tendría un aire al Marlon Brando que también aparecía en otro de los carteles del cine o a
cualquier galán de la época, pero no fue así. Me pareció poca cosa: tirando a bajo, con aires
de conquistador venido a menos y vestido sin elegancia para la ocasión. Una planta de
anturio, envuelta en un plástico transparente y adornada con un lazo, era el único detalle
que le diferenciaba del común de los mortales. Al pasar a mi altura le saludé con un
movimiento de cabeza y un hola, tan bajito, que no creo que me llegase a oír. Me devolvió el
saludo con cara de chaval te has equivocado y, al instante, dirigió su mirada a la fachada de
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9la casa. Una ligera sonrisa, al descubrir la borrosa chapa con el número seis, delató cuál era
su verdadero interés.
Le volví a ver al día siguiente. Recuerdo que por la tarde se puso de tormenta y, a
última hora, uno de los múltiples rayos que se dibujaron en el cielo debió partir una nube en
dos. De repente, una tromba de agua se precipitó sobre la ciudad. A mí, desde que leí en el
álbum de flores que el agua de lluvia era bueno para las azaleas, me gustaban los aguaceros.
Salía a la calle y ponía un caldero a la gotera. Cuando se llenaba, caminaba con rapidez a la
casa de Pilar para que regara las plantas. Entonces, ella cogía una toalla y me secaba el pelo.
Eran aquellos los momentos que con más cariño recuerdo y procuraba alargarlos todo lo
posible. Me sentía como el héroe de los tebeos cuando volvía a su patria en busca de
reposo, tras largas y cruentas batallas. Y después, en aquellas noches precedidas de aquel
acto de ternura sublime, soñaba yo que era El Capitán Trueno y ella mi Sigrid . Yo
conquistaba con mi espada edificios que estaban bajo la tiranía del abandono o de la miseria
y ella los devolvía a la vida llenando sus balcones de begonias, geranios, petunias y
caléndulas.
Antes de que anocheciera fui a llevar el agua y al llegar a la puerta oí que alguien
sollozaba dentro. Al ir a llamar me di cuenta de que habían dejado la llave olvidada en laparte exterior de la cerradura. Supuse que era la copia que había realizado, porque estaba
suelta, sin llavero, y la guardé detrás del contador. En ese preciso instante, aquel Marlon
Brando de pacotilla abrió bruscamente la puerta y apareció frente a mí. Presentaba un
aspecto desaliñado, con la camisa desgarrada y por fuera de los pantalones. Me lanzó una
mirada turbia de animal descompuesto y se marchó a trompicones escaleras abajo. Su
precipitada huida no impidió que dejara en el ambiente un olor a alcohol propio del feligrés
más asiduo de una tasca de tercera categoría. Cuando se alejó de mi vista entré a dejar el
agua. El salón estaba en penumbra, pero me percaté enseguida de la realidad de lo ocurrido.
Pilar estaba echada en el sofá. Lloraba y su cuerpo, tembloroso y medio desnudo en su parte
superior, se parecía al de una delicada flor que ha luchado denodadamente contra el azote
de un huracán. Cuando se dio cuenta de mi presencia intentó disimular la situación con la
mayor dignidad posible. Se volvió de espaldas mientras se abrochaba los botones de la blusa,
se secó las lágrimas con el dorso de las manos y, sin darme la cara, se dirigió al baño. Tardó
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10un par de minutos en salir. Mientras tanto, yo aún permanecía allí, inmóvil, con el cubo de
agua en la mano. Sólo cuando me dijo que lo dejara en el suelo parecí reaccionar. Ella,
entonces, me puso una toalla sobre la cabeza, me llevó hasta el sofá y, después de frotarme
el pelo, me abrazó con fuerza sobre su pecho. Estuvimos así mucho tiempo... mucho tiempo;
todo el tiempo.
Cuando volví, mi madre andaba ya preocupada por tanta tardanza. Había preguntado
por mí a los vecinos. Tenía un miedo exagerado a los truenos y estaba obsesionada con la
posibilidad de que un mal rayo me hubiera caído encima. Las excusas que di no aminoraron
su enfado y acabé en la cama sin cenar.
Tardé mucho en dormirme. En mi mente se entremezclaba la visión de aquella Pilar
ultrajada con la de aquella otra que me acogió en su regazo. No pude evitar que, una y otra
vez, ambas escenas se repitieran machaconamente como si fuesen instantáneas del anuncio
de una película no apta para menores.
A la mañana siguiente me quedé en la cama hasta muy tarde. Comenzaba a
removerme en mi lecho y estaba en ese momento en el que el sueño lucha contra la vida,
defendiendo su imperio de tinieblas y fantasías, cuando me despertó mi madre. Traía en la
mano algo que enseguida reconocí. Era el álbum de las flores. Pilar hacía ya varias horas quese había acercado a mi casa para despedirse y me lo había dejado como recuerdo. Se había
ido; así, sin más. Se había marchado para siempre, con sus bolsas y su maleta, seguramente
en busca de otra casa triste y solitaria a la que adornar con sus flores.
A partir de entonces, la abulia de las tardes que siguieron a la de su marcha había
creado en mí una sensación de orfandad que sólo se veía aminorada cuando hojeaba el
álbum. Miraba mecánicamente sus páginas y acababa deteniéndome siempre en la misma
hoja. Pilar había pegado, en el hueco en blanco de las azaleas, dos pétalos de la flor que le
regalé. Cada día que pasaba veía con tristeza cómo iban marchitándose poco a poco y,
automáticamente, mi mente se trasladaba al abuhardillado y no podía dejar de pensar en la
crítica situación en la que estarían las plantas que con tanto mimo habíamos cuidado.
Porque, para mí, aquellas plantas tenían más valor que toda la vegetación del mejor jardín
botánico que hubiera en el mundo. Al fin y al cabo, aquel lugar era el único del barrio que
merecía la pena ser conservado: una especie de reserva natural en medio de un universo
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El legado de las azaleas Vicente Fernández Saiz
11inhóspito y abandonado de la mano de Dios. Por eso tomé aquella determinación.
Aproveché que mis amigos habían ido a jugar al fútbol, al patio de las nacionales, para entrar
en el piso de Pilar. Subí sigilosamente las escaleras y metí la mano detrás del contador de la
luz. Como supuse, nadie se había dado cuenta de que allí estaba escondida la llave. Luego,
una vez dentro, todo parecía muy fácil. Encendí una vela que había cogido previamente,
porque sabía que habían quitado los plomos y estaría a oscuras con las contraventanas
cerradas, y con un cazo que encontré en la cocina fui regando, una por una, todas las plantas
del interior: el helecho de Boston, la higuera de la máquina de coser, la palmera, la hiedra...
y hasta el anturio que estaba abandonado detrás del sofá. Dejé para el final las azaleas.
Como estaban en alto, coloqué una silla para llegar con más facilidad y, en un difícil
equilibrio, me encaramé hasta ellas con el agua en una mano y la vela en la otra.
Fue algo totalmente fortuito. Cuando quise darme cuenta de que la llama estaba
cerca de la cortina ya era demasiado tarde. No hice nada; no pude hacer nada porque en un
primer momento me quedé paralizado y, después, aunque quise remediar aquel desastre, el
humo me hizo salir corriendo en un ansia vital por encontrar aire puro. Cerré la puerta con
llave, quizás en un vano intento por impedir que aquella negrura asfixiante me persiguiera y,
cuando alcancé la calle, ya salían las llamas por el balcón. Esperé unos instantes, los justospara recuperarme un poco, entré de nuevo en el portal y empecé a gritar: ¡fuego, fuego!
Todos los vecinos salieron corriendo, asustados y chillando; todos, menos el padre de
Manuel Solana, al que tuvieron que sacar entre varias personas después de derribar la
puerta de su casa. Les vino justo para que no se les ahogara en un ataque de tos con tanto
humo. Entonces, mi madre empezó a decir a los cuatro vientos que yo era un héroe, que si
no es por mí, aquella tarde habría sido una tarde de luto en el barrio de Huerto Alto. Y así se
lo hizo saber al alcalde que, al enterarse, me mandó ponerme a su lado cuando se dirigió a
los vecinos para decirles lo del pleno extraordinario.