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El Lobo

Tyndale House Publishers, Inc. • Carol Stream, Illinois

D a n D i D a l e y M a c k a l l

El Lobo

Rescate Animal

e s p e r a n z a

Visite la apasionante página de Tyndale en Internet: www.tyndale espanol.com.

Puede ponerse en contacto con Dandi Daley Mackall a través de su página en Internet: www.dandibooks.com.

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El Lobo

© 2011 por Dandi Daley Mackall. Todos los derechos reservados.

Fotografía de la portada del perro © por Robert Pearcy/Animalsanimals.com. Todos los derechos reservados.

Fotografía de la portada del caballo © por Cynthia Baldauf/iStock­photo. Todos los derechos reservados.

Fotografía de la autora © 2006 por John Maurer de Maurer Photography Studio. Todos los derechos reservados.

Diseño: Jacqueline L. Nuñez

Edición del inglés: Stephanie Voiland

Traducción al español: Julio Vidal

Edición del español: Adriana Powell y Omar Cabral

El texto bíblico ha sido tomado de la Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente, © Tyndale House Foundation, 2010. Usado con permiso de Tyndale House Publishers, Inc., 351 Executive Dr., Carol Stream, IL 60188, Estados Unidos de América. Todos los derechos reservados.

Originalmente publicado en inglés en 2008 como Mad Dog por Tyndale House Publishers, Inc., con ISBN 978­1­4143­1269­9.

Para información sobre la fabricación de este producto, favor llamar al 1­800­323­9400.

Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son productos de la imaginación de la autora o son usa­dos de manera ficticia. Cualquier semejanza con situaciones, lugares, organizaciones actuales o personas vivientes o fallecidas es accidental y fuera de la intención de la autora o de la casa editorial.

ISBN 978­1­4143­3962­7

Impreso en los Estados Unidos de América

Printed in the United States of America

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P a r a l a A b u e l i t a . . .y para todas esas mascotas que soportaste

durante años. ¡Gracias!

Líbrense de toda amargura, furia, enojo, palabras ásperas, calumnias. . . . Por el

contrario, sean amables unos con otros, sean de buen corazón, y perdónense unos a otros,

tal como Dios los ha perdonado a ustedes por medio de Cristo. Efesios 4:31­32

U n o

Si el mundo� supiera cuán enojado estoy con él —yo, Wesley “el Lobo” Williams—, el sol tendría temor de mostrar su fea cara por aquí.

Entrecierro los ojos al mirar esa bola de fuego gigante que me hace transpirar a través de la camiseta. No tengo otra cosa que hacer excepto caminar rápido, friéndome en la acera caliente y subiendo dos escalones a la vez. Tengo que caminar por debajo del gran cartel como lo he hecho docenas de veces. Todavía me afecta. Las letras negras que están sobre la puerta dicen: “Refugio de Animales Lindo”.

¡Sí, cómo no!

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Este lugar no es un refugio. Allí adentro no hay ningún animal que se sienta bien.

El problema es: el pueblo se llama Lindo. Un gran lugar para vivir si te gusta reunirte a tomar helado e ir de picnic en grupo.

A mí no me gusta, pero no viviré en Lindo para siempre. Ni siquiera cerca.

Apenas mi mamá salga del centro de rehabilitación, volveré a Chicago, conseguiré un trabajo en la ciudad y encontraré un apar­tamento con un pequeño jardín trasero para mi perro, Rex. Voy a entrenar un perro para mamá, para que pueda tener uno de los mejo­res amigos del hombre a su disposición.

Lindo, Illinois, es casi el último lugar en el que alguien de mi vieja pandilla de Chicago esperaría encontrarme. De eso estoy seguro. Nadie me llama el Lobo en Lindo. Pero me veo a mí mismo como el Lobo. El nombre encaja, incluso en Lindo. Tal vez especialmente en Lindo.

Le doy otra mirada al cartel de Refugio de Animales Lindo. Vaya chiste. He visto bastan­tes cosas feas en mis catorce años de existen­cia en este planeta, pero nunca he visto nada más feo que una perrera. De eso se trata, no

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importa como quieras llamarlo. Es una perrera. Las perreras son como la pena de muerte para los inocentes, sin juicio.

Respiro hondo, jalo la puerta y entro. Una ráfaga de aire frío me golpea. Puedo apostar que los animales de Lindo no tienen aire acon­dicionado en el patio trasero. Incluso aquí, en el vestíbulo, con el aire fresco y seco que sopla como los vientos de marzo, se siente olor a comida de gato podrida y amoníaco.

—¿Te puedo ayudar en algo? —pregunta una rubia a quien nunca he visto antes. Su piel es tan blanca que no creo que alguna vez haya estado al sol. Por lo menos no este mes. No en agosto en Illinois. He visto nieve que no era tan blanca como esta muchacha.

Supongo que debe ser nueva, tal vez una empleada temporal. Cualquiera que sea alguien se va del pueblo en agosto.

Mi mamá solía hablar de ir de vacacio­nes a Florida. En ese entonces, aún era joven y creía que Disney World era fantástico y el Ratón era real.

—¿Está el encargado de los perros? —pre­gunto mientras camino hacia el gran mostra­dor del centro del vestíbulo.

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—Está de vacaciones esta semana —res­ponde—. ¿Quieres llenar una solicitud para adoptar una mascota? —Levanta una solicitud que yo ya he llenado dos docenas de veces.

—Mi solicitud ya está archivada. —Escucho mi propia voz como si fuera la de otro. Las palabras surgen filosas como cuchillos y frías como granizo. Me digo a mí mismo que no tengo nada contra esta muchacha. Sólo estoy enojado con la gente que permite que sus ani­males terminen en un lugar como este.

Sin embargo, la muchacha parece preocu­pada. No soy grande, pero sí soy negro. Una notable minoría en Lindo. Ella sería la minoría en mi viejo vecindario, las viviendas subvencio­nadas del lado sur de Chicago.

Bueno pues, sé que mi cara no tiene ni una pizca de simpatía. Así que es muy posible que estuviese poniendo nerviosa a esta porrista de sonrisa amplia, cualquiera que fuese mi color.

—¿Por qué no te sientas allí y completas la solicitud? —La muchacha me muestra el papel otra vez—. Sólo tardarás unos pocos minutos. —Le ha vuelto la sonrisa—. Hoy tenemos un montón de mascotas para elegir.

Por alguna razón, saber que la fila de los

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sentenciados a pena de muerte es muy larga no me permite sonreír.

Antes de que pueda decirle esto, la mujer flaca que está a cargo de la perrera los jueves entra por la puerta doble que está detrás del mostrador.

Con ella llegan los gritos y ladridos de los callejeros enjaulados que esperan su destino. Mañana, viernes, es el día de las ejecuciones en la perrera. Lo llaman “hacerlos dormir”, “euta­nasia” o simplemente “encargarse de ellos”.

La mujer flaca lleva puesto un uniforme gris que hace que se parezca a un cartero. Su nombre es Wanda, a menos que siempre use el uniforme de otra persona. El nombre Wanda está escrito con letras amarillas en el bolsillo delantero.

—Eres tú otra vez, ¿eh? —Dice esto sin son­reír, y eso me gusta. Por lo menos no finge.

Wanda se dirige a la recepcionista. —No hay problema con Wes. Puedes

dejarlo pasar siempre. Tenemos sus solicitu­des archivadas. Trabaja con los Coolidge en su granja. Tú sabes, ese lugar donde rescatan animales que está fuera del pueblo. Rescate Animal Esperanza.

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—¿Tú trabajas allí? —dice la muchacha rubia.

—Sí. —Parece tan maravillada por la noticia que estoy tentado de decirle que no sólo tra­bajo allí, sino que vivo allí, pero probablemente eso sería mucho para ella.

—¿Conoces a Hank Coolidge? Tiene los ojos muy abiertos y casi jadea.Hank es mi . . . ¿qué? Mi hermano adop­

tivo, supongo. Tiene dieciséis años y es el único hijo verdadero de los Coolidge, las personas con las que vivo. En este momento somos cua­tro, tres adoptivos y Hank.

Todas las muchachas de Lindo parecen estar locas por Hank. No lo entiendo, pero es así.

—Lo conozco —admito finalmente.—¿Podrías darle saludos de parte de Lissa?

—pregunta. Ella me recuerda a un cachorro collie al que le encontré hogar hace unos meses. Demasiado entusiasta, pero a la mayo­ría de las personas le gusta eso.

En vez de prometerle que seré su manda­dero, me vuelvo hacia Wanda.

Wanda lo entiende, creo. Se dirige a las puertas plateadas y me hace una señal con la cabeza para que la siga.

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Los perros nos escuchan venir y comien­zan a aullar y a ladrar. Los pedidos caninos de S.O.S. ahogan todos los demás sonidos excepto el golpeteo de las jaulas de alambre.

—¿Y cómo estás, Wes? —grita Wanda por sobre los aullidos.

Esta Wanda es tolerable, pero no estoy dispuesto a que se meta en mis asuntos. Ni ella, ni nadie. Siempre contesto con un “estoy bien” a un “¿cómo estás?” de alguien.

Sin embargo, por un segundo, pienso en responder a esa pregunta en serio: ¿Cómo estoy? Bueno, mi mamá todavía está en un centro de rehabilitación. No la he visto desde febrero; no he hablado con ella hace tres meses, dos semanas y cuatro días, pero ¿quién lleva la cuenta? No sé si puedo esperar nueve días más para verla en per-sona, cuando salga del lugar de rehabilitación. Tuve que dejar el único hogar que tuve en Chicago, y ahora estoy en custodia adoptiva viviendo en una granja con un ídolo adolescente local llamado Hank y dos hermanas adoptivas, una con cáncer y la otra con un problema de actitud. El único lugar que fre-cuento es esta perrera, donde matan a la mayoría de los animales que no me puedo llevar. Así que, ¿cómo estoy? Descífralo tú.

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—Estoy bien —respondo.El hedor de la perrera aquí atrás es tan

fuerte que puedo sentirlo en la piel. Hace que desee tomar una larga ducha caliente.

—¿Qué pasa con esta? —pregunto, seña­lando a una perra blanca de raza mixta, tamaño mediano, pelo corto y cola de rata. Está enrollada en el rincón más lejano de su sucia jaula.

Wanda es una cabeza más alta que yo. Tengo que estar en puntas de pie para ver a los perros que están en la hilera más alta de las jaulas metálicas. La perra que estoy señalando no se ha movido desde que llegamos, pero sus ojos parecen estar atentos. No se le ha esca­pado ninguno de mis movimientos desde que entré a este agujero.

—¿La que está tranquila? No estoy segura —contesta Wanda—. Cuando llegó pensamos que estaba enferma. La tuvimos en cuarentena cuarenta y ocho horas, pero no tiene nada malo físicamente. La atraparon en una redada al otro lado de las vías, al norte.

—¿Es una terrier mestiza? —adivino. También sospecho que la perra es inteligente y que tiene más o menos cuatro años.

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Wanda suspira, y me hace pensar que realmente le importan los perros que atrapan. Tal vez.

—Tenía la esperanza de que su dueño viniera a buscarla —dice—. Es tan patética. Se la mostré a cuatro personas que buscaban una mascota, pero querían una más juguetona.

—¿Terminaron llevándose cachorros? —pregunto. Es lo que quiere la mayoría de la gente. Todos piensan que pueden hacer un tra­bajo de crianza mejor que el que otros hicieron. Ni siquiera piensan en lo que es mejor para los perros. Sólo piensan en sí mismos.

—Exacto —responde Wanda.Sigo caminando por la hilera de jau­

las porque tengo que hacerlo. Tengo que seguir moviéndome. Si no lo hago, creo que le daría un puntapié a algo. A cualquier cosa. Simplemente me vuelve loco que la gente haga esto a los animales. A perros que nunca lasti­maron a nadie.

Ojalá pudiera llevármelos a todos. Liberar a todos los perros, como en uno de esos dibu­jos animados.

Hace mucho tiempo aprendí que la vida no es un dibujo animado divertido.

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O O O

1. ¿Cuál piensas tú que es la verdad sobre la madre de Wes?

2. Vuelve a leer el versículo de apertura, Efesios 4:31. Hasta el momento, ¿crees que hay alguna evidencia concreta de amargura, enojo o palabras ásperas en la historia?

3. ¿Alguna vez has tenido una experiencia con un animal callejero o un refugio de animales?

A u t h o r T a l k

Dandi Daley Mackall grew up riding horses, tak-ing her fi rst solo bareback ride when she was three. Her best friends were Sugar, a Pinto; Misty, probably a Morgan; and Towaco, an Appaloosa; along with Ash Bill, a Quarter Horse; Rocket, a buckskin; Angel, the colt; Butch, anybody’s guess; Lancer and Cindy, American saddlebreds; and Moby, a white Quarter Horse. Dandi and her husband, Joe; daughters, Jen and Katy; and son, Dan, (when forced) enjoy riding Cheyenne, their Paint. Dandi has written books for all ages, includ-ing Little Blessings books, Degrees of Guilt:

A c e r c a d e l a a u t o r a

dandi daleY maCkall creció montando a caba­llo. Tenía tres años cuando hizo su primera cabalgata sola, montando en pelo. Sus mejores amigos fueron Sugar, un caballo pinto; Misty, probablemente una Morgan; y Towaco, un Appaloosa. Dandi y su esposo, Joe; sus hijas, Jen y Katy; y su hijo, Dan, (cuando se lo obliga) disfrutan montando a Cheyenne, su caballo pinto. Dandi ha escrito libros para todas las edades, incluyendo los libros Little Blessings (Pequeñas bendiciones), Degrees of Guilt: Kyra’s Story (Grados de culpa: La historia de Kyra),

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Degrees of Betrayal: Sierra’s Story (Grados de traición: La historia de Sierra), Love Rules (El amor manda), Maggie’s Story (La historia de Maggie), y la serie de mayor venta Winnie la Domadora. Se han vendido más de 4 millones de ejemplares de sus libros (alrededor de 450 títulos). Ella escribe y cabalga en el área rural de Ohio.

Visita la página de Dandi en Internet: www.dandibooks.com