El miliciano que murió como un santo, Ismael

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Ismael Molinero era un joven sencillo, ejemplar, humilde, abnegado, piadoso, con gran espíritu de mortificación. Alistado a la fuerza en el ejército «rojo» y hecho prisionero por los nacionales, en su enfermedad —ofrecida con amor a Jesús— supo sufrir como un Santo, aunque por serlo así, tanto más se empeñó en ocultarlo con aquella humildad que se reflejaba en todas sus palabras. ¡Jamás se quejó de nada!

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ALBERTO MARTÍN DE BERNARDO

MILICIANO QUE MURIÓ CO-MO UN SANTO

VIDA HEROICA DE ISMAEL MOLINERO NOVILLO

1956

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DEDICATORIA

A MI QUERIDO HERMANO

MANUEL MARTÍN DE BERNARDO, CAPITÁN DE LA ASOCIACIÓN DE LOS JÓVENES DE LA ACCIÓN CATÓLICA

MANCHEGA

Y A LAS NUEVAS FLORACIONES

DE LA ACCIÓN CATÓLICA ESPAÑOLA,ALAS DE ESPÍRITU Y VUELOS DE IDEAL

CON LOS QUE LA PATRIA SE REMONTA GLORIOSA Y REDIMIDA

HASTA EL SOLIO DE DIOS.

El Autor.

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PROTESTA

Adhiriéndome en todo a los decretos de S. Santidad Urbano VIII y demás decisiones de la Santa Sede, declaro que cuantas veces aparezca en el curso de esta biografía el título de Santo, no debe entenderse en el sentido estricto y litúrgico, sino en su sentido lato y que por ello no pretendo adelantar-me a su prudente y acertado juicio.

ALBERTO MARTIN DE BERNARDO

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ÍNDICE

Introducción.........................................................................................6«En un lugar de La Mancha...»...........................................................8La voz amiga de Cristo......................................................................18«Quiero dar ejemplo de vida»...........................................................33En alas del espíritu............................................................................43«La turba roja pasó cruel».................................................................59«Rezad por mí. Adiós, hasta la eternidad»........................................69El amigo dolor...................................................................................77«Quería sufrir por Dios y por España»..............................................87Más ansias de padecer.....................................................................100Víctima sobre la cruz.......................................................................113La suprema oblación.......................................................................125Se ha roto el silencio de su tumba...................................................134

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Introducción

¡Callar en el dolor! ¡Sufrir y callar por amor..., ara donde se inmolan tantas almas amigas del Señor, cuajada en sus labios una dulce sonrisa, que no apaga nunca la sombra del padecer que tanto ansiaron!

Sobre ese altar se inmoló en sus últimos años el héroe biografiado en estas páginas. ¡Ni una queja en su continuo martirio! ¡Qué sublime lec-ción! Con ella ha mostrado al mundo un sendero, para llegar a la santidad.

«Ismael Molinero era un joven sencillo, ejemplar, humilde, ab-negado, piadoso, con gran espíritu de mortificación. Cuando, cuantos le conocimos y tratamos, demos a la publicidad los rasgos que presenciamos, el mundo a voz en grito clamará:

¡Era un Santo!»

D. IGNACIO BRUNA, PBRO.

«Ismael murió Santo, porque en su enfermedad supo sufrir como un Santo, aunque por serlo así, tanto más se empeñó en ocultarlo con aquella humildad que se reflejaba en todas sus palabras. ¡Jamás se quejó de nada!»

D. JOSÉ BALLESTEROS, PBRO.

«Ismael fue un héroe anónimo, como tantos otros, inmolado en el al-tar del Sacrificio, víctima grata a los ojos de Dios en los días horrorosos de la guerra. ¡Cuántos otros jóvenes en ella, como este muchacho!»

D. CLEMENTE SÁNCHEZ, PBRO. O.D.

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«No quiso darse a conocer y sus privaciones y múltiples sufrimientos los ofrecía con amor a Jesús, ya que no pudo consagrarle su vida en el Sacerdocio. Sus últimos días fueron un continuo éxtasis».

«...En la opinión de todos los que le conocimos es un Santo cuya vida ejemplar debe servir de estímulo y aliento a los jóvenes que anhelen mili-tar en la Acción Católica con fervor y verdadera eficacia».

UN SOLDADO DE FRANCO.

Cuando el Excmo. Sr. Obispo-Prior Don Emeterio Echevarría, en su visita “ad Limina”, leyó al Sto. Padre Pío XII la entrevista de Ismael con el capellán del “Campo” donde estaba “prisionero”, exclamó Su Santidad llo-rando: «¡ES UN HÉROE!»

N. B. - Los párrafos, con firma anónima, están cogidos de un artículo publicado en “Templo y Hogar” hoja parroquial de la Diócesis-Priorato. El soldado que firma debe de ser algún sanitario manchego que hubo en el Hospital donde Ismael estaba, o alguno de quienes lo visitaron entonces.

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I

«En un lugar de La Mancha...»

En el añejo solar de los hidalgos...; anchas llanuras que hambrientas de infinito se pierden con el cielo en brazos de la lejanía; senaras fecundas que llenan las trojes de riqueza. ¡La Mancha!

Tiene esta tierra semblanza de austeridad con el ceño noble de los hé-roes. Es asceta la inmensa llanada; pero con una incitante invitación a ele-varse a las alturas de la mística, por la grandeza del cielo hermoso que la cubre. En la llanura nada estorba; se puede volar sin encontrar tropiezo. Y vuelan muy alto las almas de la planicie, avecicas que llevan en sí las ham-bres y nostalgias de inmensidad que se extiende por la gleba morena de la Mancha. ¡La Mancha!... matrona de la nobleza que tiene en sus alcázares prodigios de santidad.

Fue por los años gloriosos del imperio. Hubo un varón, el más pre-claro de sus hijos, que era Maestro de Santos y antorcha refulgente de la Iglesia. Hoy está en los altares: el Bto. Maestro Juan de Avila, predicador infatigable, buen operario en la «Viña del Señor».

Hubo otro, «El Arzobispo del Imperio» lo motejan, que abrasado en el fuego divino de la caridad, repartía sus bienes a manos llenas entre los

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pobres y abandonados. Para morir hubieron de prestarle un miserable col-chón. Es Sto. Tomás de Villanueva, aureola de la Familia Agustiniana. Y hubo otro hijo también del divino San Agustín, que entregó a los infieles la daga, para que le dieran la corona del martirio. Son hijos de la Mancha, al-mas de la llanura que mira al cielo y quiere emularlo.

* * *

Estamos en la Mancha. Aun huelen sus rincones a Don Quijote, a

«Alonso Quijano el Bueno chopo de locura y sangre que fue enjugando sus sueños con el dolor de la tarde...»

Todavía los refranes del escudero tosco, corren por las bocas man-chegas. Mas... ya son pocas las aspas molineras que cantan al viento sus monótonos romances, mientras sus entrañas, rechinando en cansado force-jeo, trituran el grano que se abre roto en una flor blanca.

Arrinconadas en las viejas cámaras están las armas del soñador, enca-potadas de misterios, afiladas de nostalgias y amohecidas de tristeza. Las ventas de los caminos se han deshecho de pesadumbres y de años

Dulcinea del Toboso,«puro nardo del linaje que ni se mancha de tierra ni se dobla de pesares...»,

yace encantada en el campo, como la soñara el rústico Sancho en la agonía de su señor. Ya murieron el Cura, Dorotea, el barbero...

A veces, se ha escuchado el paso macilento de “Rocinante” y Alonso Quijano ha pasado en espíritu por el casal manchego, resucitando los anti-guos valores de su raza.

La tierra manchega invita al alma a volar. ¡Llanuras, cielos! En este bello y místico panorama el espíritu ve un reflejo de la belleza de Dios.

Y esta hermosura se retrata en las almas héroes de la llanada...

«TOMELLOSO ES DE LUZ»Rompiendo la severidad eterna del pardo mano de tierra con una son-

risa de claridad y albor, se divisan dos caseríos blancos, como tablares de 9

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margaritas en los prados de abril: Tomelloso y Argamasilla de Alba. Los terrenos que pisamos ahora, pertenecieron antaño a la valerosa Orden de Santiago, como nos lo indican las cruces rojas en forma de tizona, distinti-vo y condecoración noble, que aún conservan los pueblos santiaguistas.

Las inmensas tierras del Calatravo los estrechan en un abrazo de cru-ces de lis, que brillaron con fulgor de sangre sobre los pechos esclarecidos de los hijos de San Raimundo, el abad que bajo un hábito blanco encarceló amorosamente al guerrero y al monje. Hacia el norte, los limita una linde de cruces aspadas, que señalan las ricas posesiones de San Juan. ¡Llanuras y cruces! ¡Espacios para volar los espíritus hacia Dios...!; aras para hacerse las almas redentoras.

Estamos en la llanura abierta y limpia...Vemos hacia Tomelloso. No buscamos los lugares hazañescos del

Quijote. Buscamos gestas de almas santas; buscamos hidalgos de la vir-tud...

* * *

Como rapsodas del espíritu vamos recogiendo a trozos la vida subli-me de un joven, que, sacado por manos amigas de los peligros del mundo, se elevó como las águilas reales, a las alturas por donde caminan los San-tos. Vamos a deshojar la rosa de una vida admirable. Es un modelo para las juventudes de hoy día.

Esta biografía sin embargo, no narra hechos ruidosos, ni grandes re-velaciones, ni estupendos milagros. «El milagro mayor que puede hacer un Santo, es mantener la brújula orientada en todo momento a sus ideas y el arco tirante, sin doblar, en el cumplimiento del deber. Resucitar muertos, hacer prodigios, es exclusivo de Dios; pero vivir siempre en la brecha, ar-ma en brazo, pisando agudas espinas y sonriendo, cuando sangra el cora-zón, es obra muy meritoria de la naturaleza, aunque ayudada de la Gracia. Este milagro pertenece a nuestro joven Ismael» (1).

La desorientación o ignorancia religiosa le hicieron dar pasos peli-grosos en los dos o tres años primeros de su pubertad. «De carácter alegre, simpático, abierto, propicio para llegar al tipo juerguista», siguió una sen-da llena de vanidades y de mundo, «que sí no era siempre reprensible, no era cosa como para ponerle de modelo» (2).

1 Don Ignacio Bruna, Pbro. “La vida sobrenatural” Mayo-Junio, 1942.2 “Ismael de Tomelloso”, P. Florentino del Valle, S. J.

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Pero cuando un alma buena le puso inquietudes más altas en su vida, supo andar con valor por las vías escabrosas de la perfección.

Si sobre el azul dosel del cielo que cubre las fértiles campiñas de La Mancha, se pudiese escribir, escribiera yo con regueros de estrellas ardien-tes, con fulgores y oros de sol, o con sangre viva de mártires, el nombre re-cordado y bendito de Ismael Molinero Novillo.

¿Quién no ha oído, hoy día ya, quién no ha oído hablar de este joven ejemplar, de alma hermosa y grande como las llanuras casi infinitas de su tierra; alma toda de Cristo, que tiene reverberos de su divina hermosura? ¿Quién no ha escuchado de labios conmovidos contar algunos rasgos de su vida heroica, vida que un día reguló, según Cristo, al escuchar en su inte-rior la llamada amiga del Maestro, el silbido amoroso del Buen Pastor, a quien siguió desde entonces fielmente? Suyo fue, ya en el apostolado de la Acción Católica, ya en la persecución y aun en la cárcel, ya en el padecer abandonos, dolores y angustias, sin proferir una queja; ya en el morir solo y lleno de pena, como prisionero “rojo^; en un hospital de Zaragoza.

La vida de Ismael fue un haz de alegría pura; un obelisco de dolores; una flor que perfuma el ventarrón que la deshoja.

Su lema (sin escribir) fue: ¡callar y sufrir por amor! Un día, sobre el ara del dolor, el amor con la muerte segó en la primavera de sus ideales santos la vida sencilla y buena de este joven. Oblación y holocausto, con perfumes de mirra derramada, que él ofreció al Señor, para renovar a Espa-ña y elevar el alma de sus juventudes a lo bello y sublime de la virtud cris-tiana.

Hay un período en la vida de Ismael que hace exclamar: «Pero ¿quién dio luz a este joven, para realizar el heroico sacrificio que lo nimba de santidad?» No cabe duda que el Espíritu Santo fue el Divino Operador. El le inspiró que por medio del dolor silencioso, padecido por amor a Dios, se purifican y santifican las almas. Y «este amor que las almas tienen al dolor, — escribe el P. Basilio de San Pablo de la Cruz, Pasionista —, no es una extravagancia o aberración sexual, como peroran los racionalistas. Por encima de eso, las almas víctimas han suspirado por padecer, para «com-pletar (entiéndase esto) en sí misma la Redención de Cristo y dar soberana eficacia a sus oraciones en favor de la Iglesia y singularmente de los peca-dores». Ismael se enamoró del dolor; sufrió heroicamente su punzada amarga y «completó» en sí la Redención del Maestro.

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En un corto período, el mundo lo alucinó; Cristo lo conquistó y, al seguirlo, cargado paciente con su cruz, han marcado sus huellas una ruta hacia el cielo. «Por la cruz a la luz», sentencia un dicho.

Esta es su vida...¡Tomelloso! Sentada entre plantíos, como alegre vendimiadora en el

descanso sabroso de la faena, al noroeste de la provincia de Ciudad Real; marcada con la cruz roja y afilada del Sto. Patrón de España; mirando ha-cia el histórico castillo de Peñarroya, allí donde termina la llanura y se alza hacia el cielo en suaves ondulaciones; a sus espaldas los viejos molinos criptanenses; descansando en la rigidez de la planicie su extenso caserío siempre lleno de luz, está la importante y poblada ciudad de Tomelloso (40.000 habitantes), de las más industriales de la Mancha en licores y ela-boraciones alcohólicas. Hoy día empieza a salir al mercado mundial su glorioso nombre entre las espumas (encajes de alegría) de sus dorados vi-nos. Tiene a dos pasos el importante centro ferroviario de Alcázar de San Juan y sus grandes términos casi tocan las provincias de Albacete y Cuen-ca.

Por su urbanización y movimiento industrial era Tomelloso la perla de la Mancha y para que esa gloria terrena no se eclipse, la ha valorado Dios con una nueva joya espiritual. «Tomelloso es de luz». ¿Y... sus al-mas?

...Era en Tomelloso. Mediaba la primavera del año l9l7. Europa era un laberinto de batallas atroces y despiadadas. La guerra, como un detalle inmenso de terror y muerte, destrozaba por todas partes las vidas y bienes que engendró la paz.

Por gracia especial de Dios nuestra querida España no sufrió los es-tragos de aquella horrible vorágine de odio, destrucción y muerte. España fue e ángel de caridad que puso sus manos delicadas sobre las heridas de las naciones beligerantes. Entre los pliegues de su noble y sacrosanto pabe-llón se abrazaban con ósculo simbólico las olivas plateadas de la paz.

Y los plantíos de Tomelloso abrían sus pimpollos repletos de vida al paso acariciador de aquella primavera española, que no llevaba en sus alas de albor y seda olores a pólvora y a gemidos de dolor inocente. Los cerea-les se despegaban de la besana, reventando en delicadas espigas, tembloro-sos cofres de riquezas que buscaban en dulce balanceo el beso del sol.

En una modesta casa de la calle de Hidalgo de esta ciudad, nació por el mes de Abril, el día 22 Ismael Molinero Novillo. El Señor le deparó una familia cristiana y numerosa. A los quince días las aguas salvadoras del

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bautismo lavan la mancha original de su alma y la visten con el casto cen-dal de la Gracia Divina, como túnica blanca de virgen. El Espíritu Santo se posesionó de su alma. Habrá un tiempo en que tan sólo una lucecilla de fe demuestre que el Paráclito habita en ella.

Los primeros años de la vida de Ismael están oscuros; pero quienes lo conocieron, sólo dicen que era un niño como los demás, «no sin cierta pre-disposición para la vida de piedad». Si viviera su buena madre podríamos saber algo de los años de su niñez, porque las madres guardan al calor de sus pechos, como un tesoro, lo primero que hacen y dicen sus hijitos. Se sabe, eso sí, que ella los educaba a todos muy cristianamente. Ismael re-cordará esto a la hora de morir y llorará de emoción bendiciéndola.

«A los siete años asistía al colegio con asidua constancia. Fue su pro-fesor Don Félix Pavón, que premió a Ismael en varias ocasiones por su puntualidad y aplicación».

Ya desde entonces despuntaba en él un carácter vivo y de iniciativa; muchachuelo travieso con sueños azules y de sol. No eran sólo juegos in-diferentes los que entretenían sus ratos después del colegio. «A veces, —me dice el amigo que lo llevó a la Acción Católica, — nos entreteníamos también en hacer altarcitos con estampas».

El año 1925 Tomelloso recibió una visita especial que Dios suele ha-cer a los pueblos: los misioneros. Es el paso del Señor, para resucitar las almas muertas en el pecado y en la indiferencia religiosa. En los colegios se habló de hacer la primera Comunión, al finalizar las Misiones.

¿Qué niño católico no ha soñado con el día venturoso y blanco de su primera Comunión? ¿A quién, de niño, no le ha saltado el corazón de gozo en su pecho, cuando le han dicho si quiere hacer la primera Comunión?

La vida del hombre es peregrinar y quien peregrina, ensarta a lo largo del camino un rosario de recuerdos que entrelaza por su calma. ¡Bendito recuerdo de la primera Comunión! ¡Cuántos al divisar en su interior ese día casi perdido en la lejanía del tiempo, sonríen felices o vierten lágrimas heridas de recuerdos! La memoria del día que colma ansias y que suelen llamar de cielo en la tierra, pasa por nosotros como brisa de cariño, besan-do mansamente las fibras del alma.

Ismael tiene ocho años. Un día se le pregunta si quiere comulgar. Co-mo luz de alba, se bordó en su alma la dulce ilusión y respondió con sus compañeros el «sí» encendido de alegría. Don Félix fue el encargado de preparar a aquellos corazones para la visita del Divino Huésped, sin faltar las instrucciones del Sr. Cura y los retoques de los PP. Misioneros. Y llegó

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el día tan suspirado, el día visto por las ansias muy lejos, como una nubeci-lla perdida en el confín de los cielos.

Mañana hermosa del «Corpus». Ráfagas de aromas la llenan de fra-gancia. Ismael hace su primera Comunión con otros muchos niños. Como uno de tantos, es verdad; pero en ese día todos ellos son ascuas y todos sus deseos, saetas disparadas al Sagrario. Ha entrado el Rey en su alma, cáma-ra de amor. Está abierta; es suya. ¡Jesús y él se aman! Ismael estrecha al Señor contra su pecho con fervor de enamorado. Sobre su traje oscuro-ma-rinero se destaca el lazo blanco, que rodea el brazo con una inscripción en letras de oro: ¡Día feliz! A su lado llora emocionada su madre, porque los sentimientos del corazón, tanto gozo, se destacan en regueros de lágrima.

¡Cómo miraría el Señor! Mirada de Jesús, que es el alimento y resu-rrección, medicina y cielo, preservación y vida.

Ismael debió sentir muy hondo el flechazo amoroso de esa mirada, porque unos años más tarde, cuando su alma forcejeando entre ruinas de materia y barro, siente sobre sí de nuevo el divino saetazo de la Gracia, quiere ser sólo de Dios, como el día en que por vez primera lo hospedó en su corazón ilusionado.

Las rosaledas de Tomelloso habían sido desfloradas, para cubrir con un perfumado tapiz de pétalos la carrera por donde ha de pasar el Amor Sacramentado. Ante El, tirándole flores y cantando como una bandada de palomitas en amoroso arrullo, van los niños y las niñas que lo han comido por primera vez. Es un paso de almas ángeles que lo van alabando y al mismo tiempo le abren un camino de inocencia y se lo siembran de azuce-nas y lirios.

¡Qué contento estaba Ismael! Sus ilusiones se habían bordado de fue-go en tan casto abrazo con el buen Jesús. Pasó el día feliz. Sí, el día pasó fugaz, como el aleteo de unas aspas molineras; pero siempre queda el re-cuerdo querido cuya luz no la pueden apagar totalmente ni las tinieblas de la fe perdida o atrofiada, ni las nubes de la maldad que ciega a tantas al-mas.

* * *

En el colegio continuó Ismael hasta cerca de los catorce años. A esta edad su padre lo retiró; era una familia numerosa y se necesitaba alguna ayuda.

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Así, pasó de dependiente a la tienda de bisutería de don Claudio Mo-raleda, donde estuvo cerca de dos años.

¡Ismael ante la vida! ¡Ay del mundo! ¡Cuántas flores aja y destroza entre sus manos de cieno! «Ismael no ha nacido santo», anota el P. Floren-tino del Valle, S. J., en un librito. ¡No nació santo, no! El mundo y el de-monio no quieren además, que lo sea y ponen todos sus ardides y malicias al paso ligero de aquel muchachito, que cae incauto en sus redes. No hay que figurarse aquí a un Ismael vicioso y perdido por completo entre las marañas del pecado.

Estuvo un poco desviado del camino del buen cristiano y fue más bien en dos o tres años, al sentir, como antes se dijo, la inquietud y presen-cia de la pubertad. «A los diez años, dice la superiora del Asilo de Tome-lloso, Ismael venía con su madre a los actos religiosos y ya desde entonces dejaba traslucir su futura virtud, que más tarde iba a servir de asombro a todos los que le conocimos». Además sus amigos hablaban de esto, en el sentido de que no frecuentó mucho la parroquia: «Íbamos a Misa los do-mingos por... ir, porque estaba bien, y en el sentido de que era alegre con alegría profana y tenía muy pocas notas de piedad y religión.

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Sus amigos íntimos no eran tampoco pervertidos, aunque sí chicos del mundo con ganas de fiestas, que ellos mismos organizaban. Una época difícil nacía ante ellos.

Poco a poco los días dulces y religiosos del colegio se envolvían en brumas de indiferencia. Las doctrinas ateas y desmoralizadoras mordían el corazón de España y procuraban esparcir sus malas semillas y lodos pesti-lentes por las conciencias de los españoles. Las llamas de una revolución social empezaban a levantarse amenazadoras.

La secta amurcielagada de la masonería rugía desde las lobregueces de las logias y aún más descaradamente desde los escaños del Congreso. Con osadía inaudita tiraba sobre el campo de las almas el estiércol de sus odios a Cristo y a su Iglesia. No es de extrañar que personas buenas fueran cegadas con la cellisca de tanto mal, aventada con tanta astucia.

Ismael fue un chico de tantos. De buena familia; pero su espíritu un poco amundanado en el atolondramiento de sus quince años. Y así, le ve-mos ya organizando fiestas ruidosas y bailes con sus amigos. Las tardes de los domingos con su hermano Jesús se iba a casa de uno de sus amigos de la niñez y allí se distraían oyendo el gramófono y enseñándoles a bailar. Verdaderamente no es imitable este hecho (ni algunos que quizá puedan salir en los primeros capítulos) y sólo se consignan aquí, para admirar des-pués la obra de Dios en él y la energía suya en dejar las vanidades munda-nas que desembocan en el pecado. ¡Pobre Ismael, en qué atolladero lo me-tió el mundo!

Dejó el comercio de don Claudio y pasó a otro de don Jerónimo Bel-da, donde estuvo poco tiempo. Se abrió al público en Tomelloso, por aque-llos tiempos, otro establecimiento de tejidos, llamado «El Siglo», de don Juan Pérez Palomares y don Elías Montero Ruiz. En este comercio se colo-có Ismael y en él estuvo hasta que salió de la ciudad, para no volver más.

Ismael tuvo sus perfiles de artista. Era un muchacho de fantasía y gusto. ¡Cuánto le valió esto! Desde que entró en «El Siglo», su escaparate aparecía cada semana adornado de manera diferente. La noche del sábado y vísperas de grandes fiestas las empleaba en presentarlo con los artículos mejores de venta. Esta es la voz de su hermano y amigos: «Estaba recono-cido por sus jefes y compañeros como el genio en la materia. Hizo verda-deros alardes de fantasía en este sentido. Recordamos aún el escaparate de Reyes. Vistió de Baltasar a un gitano que medía dos metros de altura, (por lo que se le conocía en Tomelloso con el apodo del «Varal»), Hecho un verdadero Mago, le puso un cartel en la mano, que decía: «Escribid vues-

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tras cartas a los «Reyes» y depositadlas en el buzón de nuestro Baltasar». Con aquella llamada, una concurrencia enorme de personal visitó el co-mercio y la venta, en aquella ocasión fue más elevada que otros años. Sus jefes, muy agradecidos, le hicieron un generoso obsequio en metálico».

Sencillo y gracioso, se ganaba el aprecio de todas las gentes. Era tal su simpatía y atendía tan delicadamente a todos que «hubo personas que sólo querían que las despachase Ismael por los chistes y cuentos con que sabía intercalar y salpicar en conversación amable». «Ha sido lo mejor que ha pasado por mi comercio y han pasado muchos, dice el dueño de «El Si-glo». Era simpático, bueno, sencillo, todo lo mejor que decirse pueda de un joven. Valía mucho».

Ismael triunfaba en todas partes. Sin casi enseñarlo nadie, aprendió el manejo de varios instrumentos musicales; laúd, bandurria, guitarra. La vi-da le sonreía. La estima en que todos lo tenían le halagaba; pero aquel ca-mino de disipación que seguía..., no llevaba al cielo. ¡Y había nacido para él!

* * *

Un Viernes doloroso, un lanzazo de ingratitud rompió el Corazón de Cristo y por la brecha abierta se derramó sobre la tierra la misericordia del Señor. ¡Misericordia de Dios sobre las almas!

La hora de la Gracia se acercaba a Ismael, silenciosa, como el vuelo sedoso de un ángel. Dios se compadecía de él...

En su misma calle (Toledo, 1), muy cerquita de su casa, vivía, un muchacho de su misma edad. Tenía con él amistad desde muy niño. Ismael trabajaba; su amigo (ya le conoceremos) se dedicó al estudio. Ya joven, tropezó con un santo sacerdote del Señor, que lo supo guiar hacia un fin noble y fue una piedra básica del Centro de Acción Católica, que el citado sacerdote (de feliz memoria) fundó en Tomelloso.

Ismael había perdido la confianza que antes tuviera con los sacerdo-tes y quizás se admiró de que su amigo tratara con ellos y tan familiarmen-te. A este amigo le apellidaremos Montañés; él fue quien lo llevó a la Aso-ciación y con esto lo encaminó hacia el Cielo. Recordando los buenos ra-tos pasados con Ismael, sus excelentes cualidades y su corazón sencillo, procuró reavivar la amistad íntima y hablarle de la Acción Católica. ¡Las artes que prepara el Señor para realizar su obra!

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Ismael estaba ya en las puertas de la juventud. En sus ojos arde la lla-ma de la ilusión y entre las vanidades y peligros del mundo empieza a vivir su primavera. No siempre su alegría es sana y limpia y antes que se le pu-dra el corazón, Dios acude con bondad de Padre a sacarlo del lodo. Cristo y el mundo querían ganar su alma y tras una batalla reñidísima de inspira-ciones buenas contra lazos pérfidos, de consejos santos contra atracciones pecaminosas, Ismael fue enteramente para Jesús, que puso sobre su cora-zón, como trofeo de victoria, el volcán de sus divinos amores.

Para el espíritu de Ismael alborea un nuevo día. Una senda de nueva vida se abre ante sus pies. Si la sigue despedirá fragancia de virtudes y ra-yos de santidad...

Veamos la victoria del Señor.

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II

La voz amiga de Cristo

(En la Acción Católica)

«¡Cuántos que se lanzan al arroyo hubieran sido santos, si en su camino hu-bieran encontrado otros Santos!» ISMA-EL.

En el mes de octubre del año l933, aquel varón de Dios que abrió ru-tas de luz en la vida de Ismael, aquel buen operario de los campos del Se-ñor, que tiró a boleo sobre su alma el ideal divino de la santidad y del apostolado, fundó el Centro de Acción Católica en Tomelloso, de cuya Iglesia Parroquial era Coadjutor. Se llamaba Don Bernabé, y su nombre, escrito con la escarlata de su sangre vertida por Cristo, figura en el retablo espiritual de mártires, que el corazón de la Diócesis levanta hasta el Cielo.

Hermoso aquel día, que se abría con fuego de espíritu y con ansias forcejeantes en los pechos de un puñado de jóvenes valientes, para hacer a

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Tomelloso de Dios. De la Parroquia, como fragor y estruendo de batalla y como sonreír varonil de un torrente, se escapaban fogosas las ardientes es-trofas del himno:

«...Llevar almas de joven a Cristo;Inyectar en los pechos la fe;ser apóstol o mártir acaso

mis banderas me enseñan a ser.Por bandera y símbolo

la Cruz Redentoraque extiende en el ánimo

sombra protectora.¡Paz en el espírituy sentir el corazónlleno de esperanza

de firmeza y decisión!...»

¿Qué pensaría Ismael si vio y oyó esto? ¿No le quemó su corazón sencillo la hoguera de la estrofa:

«Llevar almas de joven a Cristo;inyectar en los pechos la fe;ser apóstol o mártir acaso

mis banderas me enseñan a ser...?»

No se puede dar una exacta respuesta ni contraria, ni favorable. Isma-el a sus dieciséis años vivía en un ambiente de desorientación. Le hacía falta una mano amiga que lo guiara en la bifurcación que se le presentaba ante sus ojos y lo sacara de las prisiones en que empezaba a encerrarse. Y, según él, la providencia fue pródiga en demasía para con su pobre alma. Acerquémonos despacio al rincón de la enfermería (en el campo de con-centración de San Juan de Monzarrifar) y escuchemos la confidencia que sobre el corazón del Capellán deposita fatigado el buen Ismael: «Aunque educado cristianamente, me hubiera perdido sin remedio. Mi carácter fo-goso (alegre y jaranero), mi espíritu agitado y violento me empujaban con fuerza irresistible hacia los placeres del mundo, en los que me habría re-volcado, si otro joven de mi pueblo no se hubiera puesto a mi lado, para ejercer conmigo la tutela del Angel. El fue la primera célula de la Juventud de Acción Católica, que el Consiliario fundó en el pueblo. El nos buscó; él empezó a formarnos; él nos enseñó a conocer el valor del sacrificio; él, en fin, nos preparó para el martirio...»

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¡Qué retrato más acabado de la lucha de su espíritu con la carne hay en esta humilde declaración! ¡Qué bellísimo elogio de caridad para quien fue «su Angel!»

El joven que antes conocimos por Montañés, el Presidente de la Ac-ción Católica, corazón y vida del Centro que con tanto acierto rigió, fue el instrumento del que se valió el Eterno para apartarlo del señuelo de perdi-ción que el mundo le mostraba, señuelo de ilusiones vivas de pasiones, que, a no esquivarlo, lo hubieran hundido en un lodazal de vicios. Mas el Señor miraba a Ismael con mucha misericordia.

El primer grupo que reunió don Bernabé, para formar la Acción Ca-tólica, fue de doce muchachos. Viendo el número simbólico de los que es-cogió el Maestro, se aprestó a formarlos espiritualmente, para que ellos pu-dieran trabajar después con el ardor de los Apóstoles.

«...Hacen falta socios decididos y activos, de corazón limpio y espíri-tu recio, decía el Consiliario.

Así debéis de ser vosotros, porque sin esos cimientos sólido, se nos vendría abajo la obra que intentamos levantar. Sois doce; si doce apóstoles conquistaron un mundo, vosotros, doce también, podéis conquistar un pue-blo».

* * *

En las almas no hay que buscar lo que puedan tener de barro y tierra, cogido en el paso por el destierro. Hay que buscar el oro que quizás cubran avaras muchas miserias humanas. Y así lo hizo Montañés. Las palabras del Consiliario le punzaban en el pecho.

En las almas hay que escarbar y trabajar, para buscar el tesoro, que, ya lo dijo Ismael: «¡Cuántos hombres viven sumidos en la lóbrega oscuri-dad del pecado, atados con la cadena del vicio, porque no

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tienen una mano amiga, que los saque de tan funesto estado!» Los apóstoles de la Acción Católica han de imitar al Buen Pastor; han de buscar entre la escoria del mundo las almas, para

salvarlas y hacerse por ellas, si es preciso, «redentores hasta la crucifi-xión». Hay pródigos por esos mundos de Dios que volverían a la casa del Padre, si hubiera alguien que los buscase, aconsejase y guiara. Hay almas que se arrastran por la tierra y que volarían a las alturas de la perfección, si algún apóstol les señalase la ruta de los cielos y les ayudara a remontarse hasta ella.

Hay almas esclavas de Lucifer, que serían puras esposas del Cordero, si las libertase un amigo del Señor. A esto obliga la caridad, nos lo enseña la consigna de nuestra Asociación y nos lo pide un Dios Redentor, que mu-rió abrasado de esa sed divina. ¡Hay que redimir las almas!

Ismael era un muchacho juerguista, bullicioso; tenía «las cosas de los jóvenes», como dicen las gentes, para disculpar a veces las locuras o ilici-tudes que hacen. ¡Ismael no era santo! Pero en él había un torrente que, po-niéndole cauce hondo y recto, sus aguas harían mucho bien. Esto lo veía Montañés y llegó a pensar: ¡éste entre nosotros, cuánto ganaría!

A aquella fogosidad de su alma, que Ismael mismo ha confesado, ha-bía que suministrarle combustibles divinos, ascuas del Volcán de Dios. ¡Qué altas subirían sus llamaradas entonces, sin presión ni límite alguno, sin temor de consumir en su incendio lo virtuoso y santo! ¡Qué buen papel haría en la Acción Católica, adaptado al espíritu sobrenatural de la misma, aquel muchacho, que formando un trío curioso con sus amigos «Tito» y «Canuto» tocaba con arte la guitarra, vaciaba el viento las armonías bellas de su laúd o bailaba y se divertía a lo mundano en los carnavales y «estu-diantinas» tan célebres por aquel tiempo en La Mancha! ¡Qué auge y mo-vimiento tomaría la marcha del Centro con sus iniciativas tan originales y sus perfiles artísticos!

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Así con el mundo se perdería, ha dicho él. Así con Cristo haría mu-cho bien a su alma y a las del prójimo. Había que llamarlo. ¡Dios lo que-ría! ¡Señor...; si hace falta, tráelo; es para Ti; para tu gloria!

E Ismael vino a las filas de la Acción Católica, la gloriosa Asociación agarrada a las entrañas de España, firme y fuerte como las piedras de un castillo roquero medieval.

Era el año 1934, por el mes de abril. Montañés vio en Ismael algo es-pecial; quería que se apasionase con las redes del apostolado y se atrevió a hablarle de la milicia seglar de Cristo. No le hizo mala impresión a Ismael; pero... un respeto humano lo detiene: había perdido el trato con los Sacra-mentos y... ¡Poco duró esa vacilación!

No es difícil reconstruir el encuentro de Montañés con Molinero y más, habiendo hablado con aquél:

— ¡Hombre, Ismael! Hace días, quería hablar contigo. Hoy me vie-nes que ni a pedir de boca. ¿Te gustaría pertenecer a la Acción Católica?

Un pequeño titubeo y el iris de una sonrisa cuajado en los ojos del Presidente.

— ¿Qué te parece? —continúa— Mira... pásate por la sacristía cual-quier atardecer, que allí estaremos nosotros.

— Montañés, hombre, me da un poco de reparo presentarme allí sin...

— Nada, nada. ¿Y a qué viene ese reparo? Ya verás cómo te alegra-rás de ello. Además, hacemos una cosa que te gusta mucho: tenemos ejer-cicio de declamación en ratos libres; y quienes por allí están, te conocen y desean que estés tú presente.

— Pero..., ¿y el cura? Yo nunca he hablado con él.— No te preocupes, chico. ¿El cura? Más simpático y más bueno

es... ¡Nuestro Consiliario! Ya verás cuando lo trates.— Bueno, iré. Tú verás lo que haces conmigo.— ¡Nada! No temas. Hasta pronto...Un día al anochecer, cuando Ismael salió de su trabajo se presentó en

el Centro, que lo era entonces la sacristía de la Parroquia, Con qué alegría se le recibió. Ya se había hablado de él, y todos lo esperaban con ansia. No desconocían sus méritos. Montañés lo presentó al Rvdo. Consiliario, quien cordialmente le dio su mano y miró —con aquella mirada de don Bernabé

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— a su corazón. ¡Aquel chico valía! Por aquel Centro había unos cuantos jóvenes, casi todos conocidos de él.

— ¡Oh, Ismael!, decía uno. ¡Qué! ¿No te gustaría pertenecer a la Ac-ción Católica? Tenemos una misión hermosa: santificarnos, hacernos hom-bres de carácter y ser apóstoles con el ejemplo y la palabra, para santificar a los demás.

— Mira —le dice otro—, aquí hay siempre alegría y optimismo. Te-nemos ratos de expansión y no lo pasarás mal, porque según tengo enten-dido, tú eres muy amigo de las musas y don Bernabé nos hace trabajar también en ese sentido. Su biblioteca es nuestra.

— ¡Nada, nada! Este es de los nuestros. Tú aquí haces falta ¿sabes? Se te espera. ¿No te animas? Verás qué bien vas a estar y qué feliz te vas a sentir.

El no se apoca: charla, sonríe y observa. Aquel respeto humano que sintió se va espantando. Presencia la reunión. Escucha atento al Consilia-rio, comprende un poco lo que lo Acción Católica pretende y se anima a ser como aquellos muchachos. Allí se encontró con los que poco después imitaría de tal manera, que hasta en cosos difíciles del espíritu acudiría a ellos. Dos sobre todo aparecerán en el curso de esta biografía y los llama-remos Pedro y José Antonio.

De aquella visita salió Ismael formalmente decidido a alistarse en la Acción Católica; ésta, como beso agradecido de piedad, ató su corazón in-quieto con lazos indisolubles a Cristo Redentor.

En su alma penetró un rayo de luz (victoria de la Gracia) y vio con claridad cierta que su camino era seguir a Jesucristo, despreciando lo del mundo,

Y quizás cuando ya de noche volvía a su casa, recordó con alegría la estrofa del himno que oyó cantar:

«Mi sendero en la tierra ilumina con destellos de su radiante luz,la misión sacrosanta y divina de vivir o morir por la Cruz»».

* * *

Sus visitas al Centro menudearon desde entonces. Se sintió atraído hacía aquel ambiente cristiano que sembraba su corazón de inquietudes más altas y satisfacía sus deseos. ¡Qué fiel correspondencia a la llamada

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divina! El empuje de su decisión valerosa rompe las alambradas de obstá-culos que el mundo y demonio le ponían cubiertas con la niebla del respeto humano. A la luz del nuevo amanecer ha visto su camino verdadero en esta vida; Ismael todo ansias y corazón se apresta a peregrinar con la Cruz Re-dentora en su bordón. Y era un muchachuelo, al cumplir sus diecisiete años. Cuántos se encuentran así en la vida; sienten que Dios los llama a buen camino, (quizás con más apremio que a Ismael) y se quedan rezaga-dos en un recodo del equivocado que siguen, procurando acallar los dulces silbidos del Buen Pastor con la algazara de sus pasiones.

Empezó a asistir de continuo a las Reuniones y Círculos de Estudios, escuchando ávido las instrucciones y consejos que allí se daban. Ponía atención firme a las charlas sobre religión o moral católicas y con especia-lidad a las de formación del espíritu, porque en éstas el Consiliario parecía un oráculo del Cielo. ¡Así lo recuerdan tanto los jóvenes que él formó en-tonces!

Los únicos e insaciables deseos de Ismael, al poco tiempo, eran per-tenecer ya de hecho y de derecho a la Asociación que le había tendido un cable salvador en el mar agitado de la vida, sin el cual su alma hubiera naufragado y «perdido para siempre». Comunicó estos sentimientos a su amigo Montañés y éste asimismo al celoso Consiliario, que ya vio antes el triunfo. Entre los dos y Pedro, pero principalmente aquel sacerdote santo, caldearon su espíritu que aleteaba ya, como pequeña mariposa, alrededor de Dios.

Se le preparó e instruyó suficientemente, para admitirlo como miem-bro de lo que tanto amaba ya.

Cuando se presentó a ellos era muy escasa y microscópica su instruc-ción religiosa. La educación cristiana que recibiera, la cubrió un capote burdo de indiferencia religiosa y desorientación, que se hizo más espeso, cuando dejó los dulces años de la niñez y se enfrentó con la pubertad, en aquellos tiempos tan funestos y perdidos, en que el ateísmo y la in-moralidad trabajaban afanosamente, como rabiosos microbios por apode-rarse de los corazones nuevos y hacerlos estercoleros de vicios y pecados. No se sabe qué daños causó esto a Ismael; sólo quedan unas palabras su-yas, dichas al Capellán de San Gregorio y que antes las hemos leído: «Me hubiera revolcado entre los placeres del mundo, si otro joven de mi pueblo no se hubiera puesto a mi lado, para ejercer conmigo la tutela del Angel custodio»

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Por esta frase parece ser que le dio muy poco al mundo... Parece que-rer decir, que no llegó a corromperse, y hay quien afirma de él esto mismo.

El soplo potente de la Divina Gracia aventó, como las ráfagas del aire limpio en el verano aventan las pajas de las mieses trilladas, las sutiles ce-nizas que cegaban la lumbre de su fe y de su religión. En seguida, con las nuevas instrucciones y retoques religiosos volvieron a aparecer pujantes, con el ímpetu de una llama contenida. Por su voluntad pronta e interesada acabó de conocer a fondo al Jesús bueno, Maestro, Redentor y amador de las almas que un día lejano, de un mayo hermoso, dejó el peso divino de sus Carnes sacrosantas sobre su alma blanca en el primer abrazo de amor. Escuchó en su interior la voz de su Pastor y Capitán: ¿Quieres seguirme? Y él le respondió con un sí heroico, mientras su corazón sonreía feliz. Em-pezaba a saborear la dicha de ser amigo de Jesús. Cuanto más le conocía, más le amaba y cuanto más le daba su amor, más feliz era.

Empezó el pugilato del amor entre Cristo y su alma y al fin ésta caerá rendida, traspasada por una ardiente saeta cuyo filo son llamas de Amor. Será entonces, cuando, locamente enamorado de Dios, con pasión que no puede reprimir diga saliéndosele el alma por los labios: «Soy de Dios y pa-ra Dios... Quiero vivir absorto en El, perdido en la inmensidad de El y a El totalmente entregado... ¡No Quiero nada! ¡Sólo Cristo! ¿Qué te parece, lector? Esta frase en un San Pablo no extraña; pero en un jovencito de Ac-ción Católica con escasa formación espiritual, (en sentido humano), nos hace exclamar con Jesucristo: «¡Gracias, Padre, porque enseñaste estas co-sas a los pequeñitos y las tienes ocultas para los sabios del siglo!»

* * *

Se iluminó su sendero con el resplandor que irradia la Cruz del Sal-vador. ¡Cuánto agradeció a sus buenos amigos, que tan caritativamente le hubieran echado el alto en su carrera y lo hubiesen encauzado hacia el ca-mino que lo llevó a Dios! Hace tanto bien un buen amigo, un amigo de esos que según la Escritura, el que los halla, tiene consigo un tesoro; hom-bres que son de Cristo y por lo tanto todo su deseo es que lo que ellos aman, sea también suyo...; amigos que trabajan en el alma compañera, para atarla con el mismo lazo de amor que a ellos aprisiona. ¡Con sobrada razón dijo Ismael, hablando de esto: «¡Cuántos que se lanzan al arroyo hubieran sido santos, si en su camino hubieran encontrado otros santos!»

Jóvenes de Acción Católica que esto leéis: os lo ha dicho un compa-ñero vuestro, que lo supo por experiencia. La santidad se adquiere con mu-

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cha caridad y no es imposible conseguirla, hoy día que se necesita tanto trabajo apostólico, para ayudar a salvar las almas, que Cristo redimió. La Acción Católica es para los tiempos modernos una nueva Epifanía del Se-ñor. Como tierno Angel de amor, ha de consolar al afligido; como el cari-tativo Samaritano del Evangelio, ha de recoger y curar al enfermo de es-píritu. Como antorcha de corazones ardientes sobre un candelabro de virtu-des, ha de alumbrar las tinieblas de los sin fe y sin esperanza. Es la mano amiga que levanta con amor al caído. Su misión divina es «llevar almas de joven a Cristo e inyectar en los pechos la fe».

Si Ismael no hubiera tropezado en su vida con un amigo que supo cumplir con la consigna de su Asociación «Sé apóstol», quizá «se hubiera perdido para siempre» — es su manifestación — o al menos no se hubiera elevado a las alturas de la perfección por donde voló.

¡Juventudes de Acción Católica, hermosa floración de almas para Cristo, levantad en alto su Cruz y lanzaos a la conquista de los hermanos descarriados, para forjar nuevos santos, para que todos se salven! ¡Sois «ansias de gloria»; saciaos entre las almas; «con vosotros está la victoria: no a morir, a vencer por amor!»

Predicad a Cristo y El amanecerá en las almas.

* * *

Ismael cambió completamente su vida. Jesús lo llamaba a su milicia seglar y quería seguirlo sin nada del mundo. Sí, siempre ya detrás de El. Lleno de grandes ilusiones ingresó en la Acción Católica y empezó a se-guir a Cristo, sencillo y fervoroso, «como uno de tantos, dice su amigo Pe-dro; pero después se le veía perfeccionarse rápidamente, culminando su vi-da de perfección en el sublime sacrificio del dolor y desamparo por aseme-jarse más a nuestro Divino Redentor y ofreciendo su vida a Dios por nues-tra Patria». «Sus deseos de perfección eran enormes, dice el mismo amigo, y su voluntad puesta siempre al servicio de Dios totalmente, sin reserva de ninguna clase». Es la interpretación perfecta del «hágase tu Voluntad», de la oración que el Maestro enseñó.

Ismael no gozó del día emocionante de la imposición de insignias, pues según informes del Secretario de acuella Juventud, «oficialmente se ignora, si llegaron a imponerle la Cruz de la Asociación ya que ello no consta en el archivo de la misma y no tenemos recuerdo alguno de que así haya sido». Su corazón no pudo estallar en las promesas valientes y encen-didas que el ritual pide y exige al novel caballero de la Cruz. Las haría en

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privado, la primera vez que fue a comulgar con la Juventud. ¡Quién pudie-se adivinar lo que Cristo e Ismael se dijeron en aquel casto abrazo! Al fin, se encontraban de nuevo. El pobrecillo Ismael pediría al Amoroso Jesús, ser bueno, ser todo suyo, no manchar ni deformar con una vida mundana la hermosa alegoría que representa la insignia: llevarlo siempre en el alma. Porque, aunque Ismael no tuvo impuesta la insignia, la llevó; y con qué or-gullo sentía descansar sobre su pecho aquella Cruz verde, como alas de es-peranza para remontar el espíritu, que recoge en su seno con fortaleza un escudo blanco y sobre él el anagrama de Cristo con letras de sol. Ismael fue inscrito como socio de Acción Católica el día 1 de Abril de l934. El día 3 de Febrero de 1935 en la Junta General de la Asociación se le nombró Tesorero, cargo que desempeñó hasta el 6 de Enero del año 1936, día que lo dejó y quedó como Vocal.

Casi doce años más tarde, en una imposición de insignias que hubo en Tomelloso, como se cree que Ismael no la tenía impuesta oficialmente, se le concedió el honor de ponérsela prendida en un lazo entre los pliegues de la hermosa bandera blanca, airón de paz con destellos de pureza, que tembló de gozo en suaves ondulaciones, al sentir sobre sí aquella condeco-ración.

* * *

Para él ya estaba marcado su sendero. Con la Cruz sobre su corazón, como uno de aquellos Caballeros-Monjes que lidiaron por su tierra, saldría a la batalla contra el mal y contra el mundo. Y pudo cantar con brío:

«Por bandera y símbolo la Cruz Redentora que extiende en el ánimo sombra protectora.¡Paz en el espíritu y sentir el corazón lleno de esperanza por el triunfo del Amor!»

Eso era lo que quemaba su mente y su ideal: enarbolar la Cruz de Cristo, batallar a su sombra que cubre de paz su alma y sonreír con la vic-toria del Amor sobre todas las criaturas, como sobre él.

* * *

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Ha vencido la Gracia. Ismael se entrega a Dios. Quiere ser bueno, se fija en las virtudes que practican los mejores socios y se propone imitarlos fielmente. A todos recurría con lo mismo, pidiendo consejos para «ser bue-no», ansias que nacían de su corazón limpio. «Consejo que se le daba, dice su amigo Pedro, seguidamente lo ponía en práctica». Sentía una sed in-saciable de ser perfecto y en cuanto estuvo al alcance de su voluntad, lo fue. ¿Se apagó con eso la alegría que brotaba de su corazón juvenil? ¿Se perdió en gestos serios y miradas melancólicas su simpatía atrayente, «sus travesuras y ocurrencias felices», en fin, su carácter ocurrente y vivo? No, no es ésa la reacción de Ismael. Alguien le dijo que aquellos dones de la naturaleza, que poseía, se los había dado Dios, para trabajar con ellos apostólicamente, aunque su oficio sólo fuese «el de reclamo, como dice el Padre del Valle, y otro el cazador que derribase la pieza». La Acción Cató-lica es, al fin, una ayuda al sacerdocio, en comunión de ideas y afanes con él. Ismael no ocultó su alegría y viveza entre paños negros. Lo vamos a ver después con la guitarra en sus manos, arrancándole melodías populares en el Asilo de Tomelloso, para poner gotas de gozo, como besos de miel, en los corazones de los tristes y desamparados. El no vio un Cenobio del Yer-mo en la Acción Católica, sino un campo despejado, como las llanuras de su pueblo, donde poder dar libertad a su espíritu agitado, sin temor a trope-zar con obstáculos de tierra, sin preocupación de mancharlo con sus ocu-rrencias y diversiones inocentes. ¡Cuánto se debe aprender de sus lec-ciones! Tres son ellas: correspondencia a la Gracia, el desprecio del mundo y sus vanidades, y el sufrir mucho por amor a Dios y en silencio.

Ismael se apartó radicalmente de la vida disipada que antes siguiera. Ciertas amistades, reuniones donde se bailaba..., cines..., etc., se termina-ron para él. Entregado ya por completo (con naturalidad desde luego) a Dios y al apostolado, esas cosas no decían nada a su corazón. Dice el P. del Valle: «Dio el primer paso, con decisión y por eso dejó todo lo que po-día ser lastre en el camino hacia el nuevo ideal, que le entusiasmaba». No era cohibido y de falsa piedad exterior. Se portaba naturalmente y como no quería llamar la atención, sus obras buenas y devociones las realizó ocul-tas, aunque a veces no podía ocultarlas. Se portaba muy sencillamente y las vanidades de la vida pasada no volvieron a ocupar su corazón.

En cierta ocasión un amigo le habló sobre su comportamiento, y él contestó con humildad lo que venía antes diciendo a todos: «Como yo no sé hablar y tengo poca inteligencia, no sé decirle a nadie cosas buenas y de religión; por eso quiero dar ejemplo de vida».

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Es indudable que este muchacho, y más dada su naturaleza, hubo de sostener una lucha gigantesca con el demonio, el mundo y la carne, para lle-gar a conseguir ese dominio tan completo sobre sí. Si para cualquier pobre hijo de Adán «toda la vida es batalla y todo tiempo tempestad», cuando el desterrado camina por senderos del espíritu, cargado con las cadenas de la carne, ha de reñir muy varonilmente esas batallas y aguantar con fortaleza de roble esas tempestades, si no quiere sucumbir sin honor.

Sorprendamos a Ismael en una pugna de aquéllas.Un día fue invitado a una sesión de cine. El compromiso era grande

en verdad y tocados todos los resortes posibles para eludirse, no tuvo por menos de aceptar. ¿Sonreiría el Maligno? ¡No! Un desprecio viril de aquel muchacho lo confundió, fue al cine y con su gracia y simpatía habitual, di-jo a sus acompañantes que tenía sueño. ¡Qué cosas gasta Ismael; va a ver una película y le entra sueño! Es que aquello aburría su alma, que ya pala-deaba dulzuras más saciadoras. Se va llenando poco a poco de Dios y a to-do lo demás le hace ascos. Es sorprendente, que un joven recién llegado a la Acción Católica, se porte así; pero es que el soplo del Espíritu Santo ha pasado fuerte por su alma y se ha llevado lo que es vanidad y residuo de miserias. Además, el corazón o se da entero o no se da, porque partido no vale, a no ser que lo haya roto el amor como al del Cristo. Ismael lo entre-gó a Dios, cuando empezaba a florecer.

Mas sigámoslo al cine. Se sentó con los demás en el patio de butacas, llamando al sueño: cerró los ojos cuando empezó la película y lo que pare-ció una broma a la vista de los hombres, se cuajó en una pura realidad. Du-rante toda la proyección estuvo durmiendo. ¡Pero qué “patoso” eres!, —le decía un hermano suyo, mientras que le daba con los codos, y él dormía fe-lizmente. Quienes le invitaron rieron mucho este caso: ¡Ismael siempre el mismo! Pero él no traicionó su conciencia y sí agradó mucho a Dios, mien-tras su Angel de la Guarda lo cubría con sus alas, sonriendo ante acuella victoria pequeña, más significativa y de valor, pues engarzando todas estas menudencias llegó a formar una fuerte cadena de amor con la que se ató a Cristo para siempre.

Esta lección debían aprenderla muy bien tantos jóvenes de Acción Católica o que se dicen cristianos y católicos buenos, porque vayan los do-mingos a la misa de doce y luego frecuentan salas de cines, sin escrúpulo alguno, haciendo caso omiso de la moralidad o licitud de las películas y mucho más del escándalo que ocasionan a otros que hacen gala de irreli-giosos.

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* * *

El Señor le había concedido dones excepcionales en su trato. Debía emplearlos, para bien de las almas y provecho propio. Sobre todo las cuali-dades artísticas que lo adornaban, servirían mucho «como reclamo», para acercar las almas al Sacerdote. El ve que es así y se dedica con ellas a la gloria de Dios y bien del prójimo.

Para recoger fondos; para animar a ciertos jóvenes que tomaban la Acción Católica como un heremitorio y sobre todo, para atraer a muchos más al apostolado y buen camino, la Asociación organizaba veladas litera-rio-musicales, encomendadas a Ismael, indispensables en estos casos, con exquisito gusto preparadas y con admirable arte representadas. En la ex-tensa «viña del Señor» todos pueden trabajar. El ser de Cristo, no impide el ser alegre o festivo dentro de las reglas de la moralidad. Se cuenta de la Santa Madre Teresa que en las íntimas fiestas de la Navidad, bailaba con sus monjas ante una imagen del Niño Jesús.

Cuando se trabaja por amor a Dios y a las almas, cada uno debe utili-zar el talento que le ha sido dado. En aquellas veladas, Ismael tenía sus nú-meros solo, ya tocando con la guitarra «las meloneras» y el «fandango manchego» tan dulce y armonioso, ya saliendo a las tablas disfrazado, para hacer el «payaso, como unos meses atrás lo hacía con sus amigos en las al-gazaras y fiestas populares que organizaba la pandilla. Ismael no había perdido su humor; lo había, por así decir, limpiado y cristianizado. Dejó todo lo que podía poner sombras en su alma; pero en lo demás, como siempre. ¿Por qué iba a enterrar su gracia, si empleada al servicio de Dios, era su arma en el Apostolado de la Asociación?

Su triunfo culminó en la declamación. Enamorado en extremo del poeta pastoril Gabriel y Galán, recitaba sus poesías como propias, porque las sentía, como en sí eran. Con delicadeza pulcra dibujaba ante el audito-rio las tiernas y hermosas escenas de «Mi vaquerillo». En lo más dulce y sentimental de la poesía temblaba su voz, se conmovía su espíritu y más que declamar, lloraba...

¡Qué bien declamaba!, dicen todos sus amigos como añorando aque-llos ratos tan buenos y sencillos en su amable compañía. Conmovido él, hacía llorar con la expresión y ternura que le daba a la letra. Otras veces era el «Ama» del mismo poeta la que fluía a sus labios, que bordaban aquella poesía del hogar castellano, feliz porque era bueno, con la naturali-dad que la escribió el autor. También Pemán le caló el alma. Le gustaba con delirio el «Viático» en cuya declamación recibió muchos aplausos.

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Hacía ver al silencioso grupo de fieles, acompañando al Señor, que llevaba estrecho junto a su corazón el recogido sacerdote. Se sentía el melancólico grito de la campanilla; el bisbiseo sencillo de los rezos; el romperse los charcos de la calle al paso de la comitiva; el quejumbroso respirar de la en-ferma; los llantos del pobre hombre que veía destrozarse su hogar; hasta el aleteo de la muerte se adivinaba. Es que todo lo sencillo, tenía cabida en el corazón de Ismael.

Una vez preparó una zarzuela. ¡Cómo se recuerdan aún sus compañe-ros de aquella bonita zarzuela «Los mendigos» que Ismael dirigió y que tantos apuros les hizo pasar! Todas las dificultades, todos los obstáculos los afrontó con su ingenio y habilidad. Faltaban ropajes para el vestuario conforme con la obra; no había escenificación ni decoración adaptados a ello. El se cuidó de todo. Unos días antes de la representación se vistió un mono, cogió unos botes de pintura y dibujó el decorado importantísimo de la palmera «mereciendo la aprobación de todos — dice su amigo Pedro — por estar hecha maravillosamente». Tenía además Ismael en la obra el pa-pel de protagonista. La tarde de la actuación se disfrazó con la maestría de un acostumbrado caracterizador, y lo hizo igualmente con sus compañeros. Allá está Ismael en escena (en el salón de actos del Colegio de la Milagro-sa) halagando al público con la interpretación genial del «pobre Alberto». La zarzuela salió y se vio coronada con una diadema de aplausos. Gustó tanto que hubo de repetirse. Lo que caía en sus manos, salía bien. ¿Le aca-rició la presunción? Responde él...: «yo no sé hablar, yo no sé decirle a na-die cosas buenas y de religión, sólo quiero dar ejemplo de vida». Otra res-puesta, recogida de una expansión íntima, da a conocer que no era amigo de la vanidad: «¡Quiero ser bueno y no sé cómo!» ¡Cuántas veces dijo esta misma frase a sus amigos, como pidiendo ayuda y Auxilio! Hay entre ellos quiénes lo que más admiraron de Ismael fue su sencillez.

Montañés dice «que como sencillo, no había otro». Todo lo hacía por Cristo, para ganarle cuantas almas pudiese; como Javier que ganó las al-mas de sus contrincantes, ganando, a veces, una partida de ajedrez. Un ca-so más demuestra que trabajaba por Dios y no por exhibirse: Cuando el día de Reyes del año 1936 preparó maravillosamente la Adoración de los Ma-gos; en la Iglesia Parroquial, y toda aquella «corte» se retrató, él no quería aparecer en la fotografía y lo «forzaron a ponerse en el grupo los familia-res de los actuantes, en agradecimiento a lo bien que había trabajado» (P. del Valle S. J.).

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Sus cualidades estaban al servicio del Señor. «A Ismael se le hubiera mandado rodar por cosas de Acción Católica —dice Montañés— y habría rodado». ¡Es que él quería ser bueno y obedeciendo, era!

Escribe su amigo Pedro: «Con gran satisfacción veía que cada día prendía con más fuerza en su corazón la llama del. Amor Divino, por el cambio, no paulatino, sino rápido que en él se obró. Este perfeccionamien-to fue visible, ya que en ningún momento dejaba de cumplir con sus debe-res tanto en la calle como en la iglesia y en todos ellos se veía el cambio que obraba diariamente, tales como en conversaciones, formas, trato y re-cogimiento en la Iglesia. En esto especialmente sobresalió».

A todos empezaba a llamar la atención — ¡Vaya Ismael como ha cambiado! — Tan alegre como siempre... pero ¡qué bueno se ha hecho! — Sus mismos compañeros lo comentan. Un poco más tarde, «puesto que el cambio lo hizo muy rápidamente, como para causar admiración, los que lo llamaron un día al apostolado, comprenderán que se les había adelantado en el camino, invitándoles alegremente y con sencillez, desde lejos, a lan-zarse decididos al vuelo ascensional del espíritu» (3).

Una noche, Ismael un poco indeciso, invitado por Montañés se pre-sentó en el Centro de Acción Católica. Ahora «es de los mejores» mucha-chos que en él hay. Quienes lo ganaron para Cristo sonríen satisfechos, al verlo escalar, en poco tiempo, la cumbre de la perfección, que entre el Consiliario y ellos le señalaron. Ismael emprende el vuelo. «Una voz ami-ga lo hizo ponerse en serio y reflexionar». En su interior oyó decir a Jesu-cristo: — ¿Quieres seguirme...?

Y con una vida modelo contestó sencillo:

«TRAS TI VOY»

3 «Ismael de Tomelloso». — P. del Valle, S. J.33

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III

«Quiero dar ejemplo de vida»

(Rasgos de su caridad)

«Resplandezca así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».

S. Mateo, V, 16.

Cerramos el capítulo anterior con un comentario: «¡Cómo ha cambia-do Ismael!»

La noche de su primera visita al Centro paró unos segundos el torren-te de su vida. Allí había un Sacerdote que le tocó el corazón. ¿Cómo le ha-blaría el Consiliario, que aquellas palabras torcieron el rumbo de su carre-

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ra, cuando la vida más le alucinaba, la carne más lo halagaba y el mundo más le prometía? ¡Trabajo del Divino Agente en las almas! Para reedificar esta escena es necesario recordar la de Ignacio y Javier en la Sorbona. ¡Qué torrente el de Javier! Encauzado, pensaba el de Loyola, ¡cuánto pue-de producir! Un día se llega a él. Entabla conversación con el estudiante y llegan a un punto donde Ignacio, como un eco del Evangelio, le dice al mejor de los navarros: «¡Francisco, Francisco! ¿qué le importa al hombre, qué te importa a ti ganar todo el mundo, si luego pierdes tu alma?» Javier volvió al sendero de la vida, decidido y con voluntad de piedra, como el castillo fuerte de su Navarra. Desde aquel día la universidad era ya para él una prisión que encadenaba cruelmente su celo apostólico, al que única-mente la anchura de un mundo entero podía serle cauce. Allí era sólo una llama ahogada, que pugnaba por incendiar a todas las criaturas en el amor de Dios.

Entremos ahora al Centro de Acción Católica de Tomelloso. Un sacerdote habla íntimamente con Ismael (4).

—...Ismael... ¡Buen chico! Ya me ha hablado de ti Montañés. Bulli-cioso, el jaranero de la pandilla... Bien, bien.

Y lo mira sonriente, queriendo calar su almaIsmael calla. Sus ojos brillan repartiendo a su rostro la bella y dulce

expresión de una sonrisa.— Pasas bien la vida; estás contento...; pero «¿has pensado alguna

vez en serio lo que dice el Señor: «¿De qué te sirve ganar todo el mundo, si al fin pierdes tu alma?» Aquí se enseña a perder y despreciar lo del mun-do (que en resumidas cuentas nada vale), y a salvar el alma para la Eterni-dad.

Ismael meditó... La Gracia le hirió y el Espíritu Santo encendió la luz del saber divino. Aquellas palabras graves, pero dichas con la suavidad de un padre, lo despertaron de su sueño indiferente.

¡Ganaré mí alma! Y mi trabajo constante será salvarla, contesta con su vida ejemplar desde entonces. El Consiliario miró al Crucifijo de su me-sa: «¡Otro más, Señor!».

* * *

¡Qué feliz era en la Acción Católica! No lo habían engañado. Su for-mación religiosa y espiritual eran cada vez más completas. Don Bernabé se

4 Escena reconstruida. — Poco más o menos fue así.35

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preocupaba mucho de la formación interior de sus muchachos y casi nunca les hablaba de otra cosa que del carácter, amor a Dios, humildad, castidad y oración. Todos ellos confiesan unánimemente que Ismael (humanamente hablando) ha sido un héroe de la virtud, por la obra de Don Bernabé y eso que se trataron muy poco tiempo. Las palabras, avisos y consejos de este glorioso sacerdote mártir le llenaban el corazón.

Un día entre aquellos jóvenes nació la idea de visitar el Hospital-Asi-lo del pueblo, rincón cito donde se ampara el dolor y el abandono; lugar donde se palpa la realidad de este mundo, la miserable vanidad de la vida. Allí aprenderían a sufrir con resignación cristiana los contratiempos y pe-nas de ella. También allí podían ser apóstoles. En seguida se acordó afir-mativamente y se reunió un grupito» que en visita de caridad a los anciani-tos y enfermos irían a repartir el «buen olor de Cristo» que dice San Pablo, y que el Consiliario les aconsejaba, haciendo uso del lenguaje de «Ca-mino»: «Portaos en todo de tal manera, que quien os vea diga: Este lee la vida de Jesús».

Para entonces Ismael ya debió haber leído las vidas admirables (imi-taciones de la de Jesús) de San Juan de Dios y de San Luis Gonzaga y qui-so obrar entre los asilados y enfermos con el espíritu de caridad que ellos lo hicieran.

Todos los domingos y muchos días de fiesta, después de la Misa de Comunión que les repartía su Consiliario, sintiendo en su corazón todavía el fuego de la hoguera que en el Pan Santo se oculta, se dirigían Ismael y compañeros al Asilo.

«Ha dejado perfumadas aquellas habitaciones con sus virtudes —es-cribe uno de ellos—. Terminada la Misa de las Juventudes, y algunas ve-ces sin desayunar, marchaba al sitio mencionado a repartir su caridad y buen humor entre los ancianos, siempre con la intención de hacerles reír y de que pasaran lo más agradable posible el tiempo que él estuviera con ellos».

Sacrificio grande le debió costar obrar así. El Maligno hubo de turbar con una consideración necia la paz de su mente: En aquellas horas todos los muchachos de Tomelloso se divertían y paseaban por los lugares de re-creo y él destrozaba su juventud, desperdiciéndola en la tristeza de un Asi-lo. La apartó pronto. Trabajaba por Cristo. Los otros estaban ciegos... ¡po-brecillos!

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Vamos a entrar con Ismael y sus amigos en aquella Casa, donde la misericordia cubre con sus alas protectoras a los abandonados de este mundo.

Han tirado fuerte de la campanilla y ésta ha gritado desesperada y fu-riosa, como un niño caprichoso molestado.

— Veremos ahora qué dice la Madre —apunta uno—. Vais a romper la cadena y se va armar...

La Madre sale bondadosa.—Ya se nota que son Vds. Hasta la campana se queja de sus travesu-

ras. Anden, que ya los están esperando los ancianitos.Entran bulliciosos y parlanchines, como una bandada de golondrinas

por los claustros severos de un convento. —Hoy vamos a barrer nosotros el comedor y las galerías. Vamos

pronto.La Hermanita encargada de ello pasa una sofoquina cada vez que lo

hacen, porque no obran a su gusto.Ismael se ha encontrado con un asilado que camina despacito, como

el fatigado respirar de un enfermo.— ¡Vamos, abuelito, venga conmigo! —Lo apoya en él y lo lleva pa-

ciente donde están los demás con los «chicos», como ellos decían.Repitió esto muchas veces y así lo testifica la Superiora de entonces:

«Lo veíamos con frecuencia, llevando cariñosamente del brazo a algunos ancianos que andaban con dificultad».

Tocaban a comer y aún estaban allí aquellos chicos que divertían a los que el mundo arrincona en un pobre Asilo. El dinerillo que ahorraba, del que le daban para pasar el domingo, y a veces el jornal íntegro, con permiso de su padre, lo invertía en tabaco y algunas golosinas, para llevár-selo a ellos.

Pronto se dio cuenta que una anciana no comía casi nada y que el motivo era de pena que tenía. Ismael se acerca a ella.

Caso heroico éste. Era una fiesta de nuestra Señora de los Desampa-rados.

— ¿Qué le pasa, abuelica? ¿No come? —Y la «acariciaba» como a una madre»— dice Pedro.

— ¡Ay, hijo mío! ¡Qué triste es la vida! Mi familia... —y lloraba.

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— Vamos, no piense en eso. Coma; tome la cuchara. Qué rico ¿eh? ¿Quiere que lo pruebe yo?

Vencía la repugnancia y comía de aquella comida con la misma cu-chara de la viejecita. No es esto sólo. Según algunas viejas más, Ismael «cataba» la comida de sus platos con las mismas cucharas que ellas co-mían. Esto lo hacía para «vencerse a sí mismo», continúa Pedro. Y muchas veces intentó comer las sobras de todos, a lo que las Hermanas se opusie-ron.

Un amigo observó aquel admirable acto de virtud, que llegó a repetir varias veces y con cariño le reprendió:

— «Ismael, no debes hacer eso; ¿no te da repugnancia?»El respondía con mucha naturalidad: «Hay que probarse, por si Dios me llama algún día al estado religio-

so». — Y soltaba luego cualquier evasión, como diciendo: ¡Eso no es na-da!

Le cogió verdadero gusto a aquello y siempre que podía, marchaba al Asilo. «A la hora de la comida les ayudaba a las buenas religiosas; otras veces lo repartía por sí solo, siempre derramando junto con los alimentos, la virtud de la caridad. Después recogía los platos, los llevaba al fregadero y los limpiaba, llegando a confeccionarse un delantal de cocina, para no mancharse el traje. También acostumbraba por las mañanas temprano a ha-cer las camas y sé que fueron deseos suyos el lavarles la ropa». ¡Qué her-mosos ejemplos! Así puede escribir el mismo amigo que ha dicho lo ante-rior: «El amor hacia el Divino Corazón prendió de tal forma en el suyo, tan sediento de cosas que no fueran de este mundo, que le llevó a efectuar ac-tos de virtud poco frecuentes en los jóvenes de Acción Católica». Y aquel grupito de jóvenes ha sido de los más ejemplares.

Si terminaban de comer y algunos, «los más achacosos», no lo ha-bían hecho, se quedaba con ellos hasta terminar.

En cierta ocasión, el amigo íntimo le contó que yendo San Francisco Javier con San Ignacio hacia Roma, al llegar a un hospital, vio a un enfer-mo todo llagado y lleno de podredumbre. Un movimiento involuntario de repugnancia corrió por todo el ser de Javier y con el fin de desterrarla y vencerla, se acercó a él y aplicó sus labios a aquellas fuentes de inmundi-cias y con su propia lengua las lavó. «El buen Ismael —dice— exhaló un ¡ay! de alegría, exclamación que quiso decir: ¡Quién pudiera hacer lo mis-

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mo!» De todos modos, ya imitó, como pudo, este ejemplo de San Francis-co Javier.

— Madre, ¿me da permiso, para comer las sobras de los Ancianos? —le dijo un día a la Superiora.

— ¡No, Ismael, no! Puedes contagiarte con algo. Y lo mismo te digo de las visitas a la enfermería. Has de ser más prudente.

— Bueno —decía humilde y natural—, al menos permítame fregar los platos.

Accedía a esto la Madre y él lo hacía con gozo in decible.Las tardes de los días de fiesta volvía con la guitarra o un gramófono

que le prestaban y allí las pasaba divirtiendo a todos. La caridad escudri-ñadora del buen Ismael adivinaba las penas de algunos asilados y se ponía junto a ellos a verter la dulzura de su trato y la alegría de sus consejos ¡Qué bien ha de cumplir él luego, lo que ahora enseña!

Aun se recuerda la viejecita Mercedes las veces que bailó la jota con aquel muchacho de la A. C.

Yo he visto a esta ancianita, de cerca de ochenta años ya, echada en su cama, con el Rosario entre sus manos y he escuchado conmovido el re-lato emocionado que me hacía de Ismael. Al nombrarlo y decir «Qué bue-no era», parecía reanimarse y querer dar calor a la expresión, para demos-trarnos a todos cuantos fuimos a verla acuella tarde al Asilo, la bondad ex-cesiva de aquel joven. Creían las Religiosas que no concordaría su conver-sación y fue todo lo contrario: «¡Ah, Ismael!, exclamaba fatigosa... ¡Qué bueno era! ¡Cuánto ayudaba a las Hermanitas! No puedo olvidarme de él».

Paladeaba la buena ancianita los ratos dulces pasados junto a aquel ángel. Añoraba las caricias y mimos de aquel muchacho y no cesaba de re-petir: «¡Qué bueno era, qué bueno era!» Contó después, como echándolo de menos en la temporada de la guerra nacional del 36, se atrevió un día a salir con otra anciana a buscar su consuelo al comercio donde estaba. Se les ocurrió preguntar por alpargatas, en un comercio de telas e Ismael que estaba en un extremo, no pudo reprimir la risa. Fuese en seguida a ellas y las saludó con el amor y cariño de siempre. Ellas lloraban; Ismael las con-soló diciéndoles que no se apurasen, que con la ayuda de Dios todo cam-biaría y volverían las Hermanas a cuidarlas. «Yo bien sabía, terminó di-ciéndonos la Sra. Mercedes, que allí no había alpargatas; pero conseguí ver a Ismael, que era lo que quería. ¡Qué bueno era!»

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La Superiora cuenta cómo se pasaban con él las tardes de los días festivos: «Eran sus diversiones contar historietas, recitar poesías y otras veces canto y baile de jotas manchegas entre las ancianas». ¡Qué bullicio-sas fiestas armaba con el fin caritativo de ahuyentar penas y mitigar dolo-res! Por eso lo recuerdan tanto quienes lo conocían. «¡Cuánto le quería-mos! ¡Cuánto nos quería! Nos pusimos muy tristes cuando vino la guerra y ya no podía visitarnos».

Todo esto lo hacía un joven desde que ingresó en la Acción Católica, en los días que disponía de unas horas libres, para solazarse un poco; pero se había propuesto imitar a Cristo y no lo quiso dejar para después. «¿Pre-sentiría el poco tiempo que se le concedía para ello...?

No se sabe; pero al estallar la revolución, estaba convencido perfecta-mente de ello, «porque se le veía que ya estaba fuera de sí», dice un cono-cido suyo y quizá un generoso ofrecimiento por la Patria (que después sí es cierto lo hizo) en peligro, le hacía pensar en caer pronto junto al surco, o como una amapola segada (martirio de sangre) o como un grano de trigo tirado (martirio de amor).

Dios regía y modelaba su alma, entregada en sus manos y él seguía sobre las alas del espíritu, volando por la senda que le señalaba. En los dos años antes de la guerra trabajó mucho en la santificación y ya practicaba, como hemos visto, y se verá, verdaderos actos de heroica virtud. Esa fue la preparación callada y escondida para el sacrificio que más tarde hizo ante muchos, aunque no fue esa su intención. Lo que principalmente veremos en Ismael, es un» conformidad plena con la Voluntad Divina. Esta es su expresión a todas horas: «Dios lo quiere así, lo dispone así, ¡bendito sea!» Toda su vida es un sacrificio en silencio, por eso no podemos saber todos los rasgos de santidad de su vivir ejemplar. Y ¡qué valor tiene esto ante Dios! «El mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo por que ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso», dice un número de «Camino» y qué verdad es. Y vale más esta oblación, cuanto son menos los capaces de realizarla. Sólo las almas víctimas saben sufrir así.

Pero veamos más ejemplos de su caridad.Iba un día de invierno por las calles de Tomelloso pidiendo limosna

un chavalillo de la misma ciudad. Se acercó al comercio donde Ismael tra-bajaba: «¡Una limosnita...!»

¿Cómo lo socorrió aquel joven que ya tenía adquirida fama de bue-no? Le inspiró lástima. No pudo sufrir su corazón compasivo la visión tris-te de aquel desamparado y una idea genial le dio la solución para socorrer-

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lo. Habló unos momentos con el dueño del comercio, que sonrió a la pro-posición que le hizo. Se encargó del niño; lo lavó y aseó con delicadeza de madre y vistiéndole unos pantalones y una chaquetilla de pana, poniéndole sobre su hombro una manta de las que el dueño quería deshacerse, lo colo-có en el escaparate, disfrazado de «Carrañaca» (5), mientras rasgaba una guitarra y volaban a su alrededor globos de anuncio, para llamar la aten-ción al público. Como haciendo de maniquí, el resultado fue ganancioso para el comercio, el dueño le regaló la ropa puesta y una pequeña gra-tificación. Con aquello consiguió Ismael socorrer a un pobre y ayudar a su jefe.

Una mañana, al ir al trabajo, se encontró con cuatro niñas pidiendo li-mosna, todas sucias y desharrapadas. Las llamó y les dijo:

Mirad, pequeñas, cuando sea la hora de salir del comercio, me espe-ráis en la esquina, que os daré unas ropas y os arreglaré.

No se hicieron rogar mucho y cuando Ismael salió del comercio a co-mer, las niñas lo esperaban. No se sabe si Ismael compró los vestidos o los pidió de limosna al dueño del comercio. Se asieron las niñas a sus brazos y charlando amigablemente las llevó a su casa, las lavó y peinó y las puso a cada una un vestido nuevo. Le faltó uno y consiguió que su madre le diera uno de sus hermanas. Al despedirlas les dijo: «¡Que seáis buenas y que no os encuentre otra vez sucias!»

Como tenía su corazón apartado de las criaturas, la caridad lo poseía y él no sabía estar sino en su ejercicio.

En aquellas fíestecitas que organizaba en el Asilo le preguntaron una vez:

— Ismael ¿no tienes novia, que no la acompañas en estos días?El señaló a la abuela que se movía torpemente a su lado, bailando la

jota, diciendo:— Sí, ésta es; mírenla qué bien baila.La caridad con el prójimo abandonado, pobre y enfermo lo acercaba

al Corazón de Cristo, horno ardiente de caridad, de donde se escapó esta virtud como una llama de fuego, para alumbrar y calentar al mundo. Es tan importante la virtud de la caridad, que sin ella, dice el Apóstol, ya se pueda hablar el lenguaje de los Angeles y poseer los más raros carismas, no tene-

5 Viejecito de Tomelloso que iba por las calles tocando la. guitarra y era muy conoci-do.

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mos nada. Ismael poseyó una perfecta caridad. No murmuró ni criticó de nadie e hizo todo el bien posible y todo bien que estaba a su alcance.

Los pobres mendicantes le cogieron pronto el camino. Por las maña-nas, cuando iba a Misa, llevaba un bocadillo que su buena madre le dejaba preparado desde la noche anterior, para que lo tomase en el comercio. Mas él no sabía ni podía negarlo al primer anciano o niño helado y descalzo, que le alargaba su mano temblona o fría pidiéndole socorro. Veces había que repartía hasta los dineros que en su casa le daban para hacer alguna compra y sufría callado las reprensiones que por ello le hacían sus padres.

La semilla que tiraba el buen Consiliario, cuando hablaba sobre la ca-ridad, no caía en terreno estéril. Hacía muy poco que el «arado» del Divino Labrador había removido aquella tierra virgen y las siembras crecían de manera sorprendente, augurando una cosecha abundantísima, donde antes sólo era barbecho sin producción.

«Quiero ser bueno y no sé cómo; quiero ser bueno, pero no sé cómo hay que serlo», decía en íntima conversación a un Seminarista de su pue-blo, gran amigo suyo. Y para serlo, empieza practicando la caridad, la vir-tud que enamora a Dios, la virtud con la que San Juan, el Apóstol del amor, lo define: «Deus Charitas est». Dios es caridad. Y el que permanece en la caridad de Dios, Dios permanece en él.

La práctica constante de ésta, lo hace piadoso, sufrido y ejemplar. Quería que todos fueran caritativos, al menos los de su casa. Un ejemplo lo confirma. Hubo en Tomelloso una pobre mujer que se ganaba la vida ven-diendo mecha, papel de fumar y piedras de mechero. Los chicos, remedán-dola, se burlaban de ella y le gritaban por las calles: «¡Yesquera, yesque-ra!» Las rabietas y sofocos que pasaba por ello la pobre vendedora, no son para contarlas. Recogida en el Asilo, se encontró Ismael con ella.

Paro acostumbrar a sus hermanos más pequeños o ser compasivos decía en casa al marchar al Hospital: «Chicos, voy a ver a la pobre yesque-ra». Los pícamelos se reían y comenzaban a pregonar: «¡Yesca, yesca!». Ismael se revestía de autoridad y severidad y dulcemente les reprendía, procurando convencer a los chiquillos, para que no dijeran más, y dice uno de sus hermanos que llegó a enfadarse y les decía: «como os coja, veréis...»

«Dime cosas de mis Santos», solía decir a Pedro, poniendo interés en que éstos fueran San Luis Gonzaga y San Francisco Javier. Hallaba gusto especial en oír contar de ellos los hechos sublimes y heroicos de caridad. Sobre la cama de su alcoba había un cuadro, cuyo marco hizo y labró, re-

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presentando a San Luis Gonzaga con un apestado sobre sus hombros, por los tiempos dolorosos de Roma, en que se vio castigada con el mal de la peste. Admiraba al «loco de Granada» cargando con los enfermos y cadá-veres, para llevarlos a su Hospital. Por eso tenía ciertas simpatías por los Religiosos y vida de esta Orden gloriosa. ¿Soñó con verse de Hermano Hospitalario, prodigando su caridad junto al lecho de los enfermos? Parece ser que sí.

Sus deseos fueron recogerse en algún convento y dice Pedro que «sentía más inclinación por la Compañía de Jesús», expresando luego, que «en cualquiera Orden se consideraba feliz, aunque sólo le asignasen una escoba para barrer y hubiera de ejercer ese oficio durante todo el día; pero que de esta forma habitaría en la casa del Señor». Es que comprendió el sentido del Salmo: «Más agradable es pasar una hora en la Casa del Señor, que vivir todos los días en los palacios de los pecadores».

Hablando de estas cosas, a veces sentía tristeza, porque «se reconocía de salud débil y porque no quería ser carga pesada, si le admitían en algu-na Orden, y por ello temía el no ser recibido».

Ismael no sólo admiraba a los Santos, sino que los imitó. Y así, a pe-sar de que las monjitas le reprendían, de vez en cuando frecuentaba la en-fermería del Asilo, donde sabía que estaban los más desgraciados entre los desgraciados, a quienes debía atender y contentar con más caridad y venci-miento de sí mismo. Era ésta imitación de Jesucristo.

Verdaderamente dio ejemplo de vida. Con razón ha dicho Don Igna-cio Bruna, capellán que descubrió a Ismael en el campo de concentración: «El día que, cuantos le conocimos y tratamos, demos publicidad de los ras-gos que presenciamos, el mundo a voz en grito clamará: ¡Era un santo!» Y eso que este buen sacerdote no supo, quizás, los actos hermosos de caridad que Ismael practicó, aunque supo lo más sublime y heroico de su vida: su oblación de amor que fue preparando con el ejercicio diario y pequeño, en-tre los hombres, de una vida intachable, desde que ingresó en la Acción Católica.

Adelantemos en su vida y nos sorprenderemos al verlo caminar sen-cillamente por caminos de alta perfección.

Ismael quiso ser la alegría del Asilo, un ángel más de la caridad entre aquellos que lo servían. Quería ser muy bueno y vio que la caridad con el prójimo, por amor a Dios, era el medio más perfecto para serlo.

«Quiero dar ejemplo de vida», y el Espíritu Santo lo guiaba, para que las juventudes modernas tuvieran un ejemplo que imitar.

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IV

En alas del espíritu

(La sencillez de su humildad. Piedad Apostolado)

«Despreciando al mundo, dul-ce cosa es servir a Dios». KEMPIS

Es frase hermosa del Maestro: «Sed sencillos como palomas...» Is-mael tenía la sencillez de un niño. Quería ser bueno, y sin afectación algu-na comunicaba a sus íntimos los sentires de su alma, en demanda de conse-jo y ayuda.

Hemos visto ante sus frases candorosas por las que vertía en confi-dencias su corazón y hemos visto también que, para algunos amigos, la virtud característica de Ismael era su sencillez humilde. No buscó nunca el ser visto, especialmente en su vida de piedad y no resulta extraño que al-guno de los que lo trataron, sólo admiren su último sacrificio, sin saber de-cir de su vida interior nada más «que era un muchacho bueno».

Humilde se lo encontraban sus compañeros fregando los platos de los ancianos, mientras sonreía, revelando lo feliz que se sentía. Con cualquier evasión o chiste, pretendía quitar mérito y valor a sus actos más sublimes, Cuando más gozaba, era cuando estaba solo con los ancianitos y los po-

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bres, o con los aspirantes de Acción Católica que entendía admirablemen-te.

«Si alguna vez —dice Pedro— en el hospital las Madres le hacían ver que no debía hacer algunas cosas, tales como la de comer las sobras de los viejos, etc., por su salud o achaques que ellas ponían él con toda aten-ción las escuchaba, recogido, con la vista en el suelo, y siempre obediente se retiraba con una sonrisa precedida de cualquier chirigota».

En cierta ocasión, una noche le enseñó un amigo suyo un cilicio. Casi desconocía los instrumentos de penitencia; pero al tenerlo en su poder, es-cribe quien se lo enseñó: «lo estrechó con tan gran violencia sobre sí, que parecía ser, más que un objeto de dolor, de placer. Y verdaderamente le agradó tanto a su corazón que se lo puso sobre la mano izquierda, pero en la parte de arriba, clavados los pinchos en la carne, y con la mano derecha lo cogió por los dos extremos, tirando y haciendo fuerza ha hacia abajo, mientras que con la mano izquierda hacía fuerza hacia arriba». Y ¡con qué naturalidad lo haría, que de un grupo de chicos que estaban, sólo lo advir-tió quien se lo enseñó! «Al ver sus deseos —continúa—, como también lo mucho que se fijaba en su construcción y viendo que le sería fácil hacerse uno, le indiqué que no pensara tal cosa sin la aprobación del Director Espi-ritual y mucho menos por su debilidad. Tal vez por entonces no lo hizo; pero un día que marchaba con él hacia el Asilo, estando con las Religiosas, una Hermana le indicó a la Superiora que Ismael le había pedido un cili-cio». No se fiaba de sí en estas cosas y con encantadora humildad recurre a sus íntimos; «pero al querer decirme algunas cosas —escribe uno— le contestaba que todo cuanto hiciera como mortificación, no debía decirlo a nadie, porque entonces, perdía todo su valor; que sólo debía manifestárselo al confesor».

Ismael se hizo una cuerda con nudos y se la ponía casi en el pecho para sentir más su molestia. Debió pedir también permiso para usar el cili-cio, porque alguna vez se lo puso. ¡Con qué sencillez pedía luz, para hacer estas mortificaciones! Pero siempre el probrecillo recibía la evasiva de «¡eso al confesor!»

Un día su buena madre entró de improviso en su alcoba y lo sorpren-dió atándose al pecho la cuerda áspera y nudosa:

—¿Qué haces? ¿Qué es esto?— ¡Nada, madre, nada! Y no entre nunca a mi cuarto sin llamar antes

—respondió Ismael algo agrio, porque aquella sorpresa hirió su modestia y humildad.

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A sus amigos recurría en todo, principalmente al ingresar en la Aso-ciación, y cuando Don Bernabé cambió de residencia por mandato de su Obispo y pasó a Socuellamos, de Ecónomo, en ellos veía una ayuda segu-ra, avalada por su vida cristiana y edificante. Así escribe uno: «Vino a mí deseoso de encontrar un amigo, no sólo un amigo, algo más: un confiden-te, para que en los ratos libres y de descanso, que le proporcionaba su tra-bajo, y siempre que las circunstancias nos lo permitían juntarnos, ha-blásemos de nuestras cosas, que todas ellas versaban sobre las grandezas y delicias del Sagrado Corazón de Jesús, así como también del caudal de gracias que se consigue con la frecuencia de los Sacramentos». El siente su impotencia para dirigir a aquel joven sencillo que le consulta casos de ver-dadera perfección y le aconseja prudentemente: «Te metes en terrenos muy delicados; consulta al confesor».

Su alma estaba abierta para todos. El no quiso dar nunca un traspié en el camino emprendido con todo corazón y tanta voluntad y la habría hu-milde y sencillo a sus íntimos, a los buenos, enseñando las más de las ve-ces los dones que Dios derramaba sobre ella y las luces con que el Espíritu Santo la iluminaba para llegar a ser santo.

Como era humilde y el Señor tiene sus delicias en tratar con los pe-queñuelos, «le favoreció desde el primer momento con abundancia de gra-cias —dice Pedro —. Mis conversaciones con él, sobre el Divino Corazón, eran rudimentarias, debido a que en esta materia no me había metido a fon-do. Por lo mismo, el Redentor fue su Maestro verdadero, y viendo los de-seos que él tenía de conocerlo y amarlo, le dio luz suficiente, para que aquellas mis palabras insignificantes quedasen grabadas en su corazón».

Cuando hizo los Ejercicios Espirituales en el Seminario Diocesano de Ciudad Real, dijo rebosando de alegría ingenua y con un abrazo frater-nal a un seminarista de su pueblo, hoy sacerdote: «Vengo decidido a aprender a ser bueno de una vez para siempre. En estos días sólo pensaré en mi salvación». En otras ocasiones le decía: «He obrado o meditado así, ¿qué te parece?» Le contestaba el seminarista: «El Señor sólo quiere que pongamos todo lo que está de nuestra parte».

Empeñado santa y tenazmente en santificarse, rogó también a sus ín-timos le pusieran paulatinamente pruebas, para acostumbrarse a vencerse a sí mismo en todo momento. Acaecía que a veces una gracia o una ocurren-cia suya, que se echaba de ver en sus ojos y expresión, era cortada por uno de ellos nombrándole severamente: «¡Ismael!» Y aquel joven, que llamaba la atención antes por sus chistes, se reprimía con mucho esfuerzo y callaba

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manso y humilde, sonriendo como un niño. ¡Cuánto bien le hicieron estos vencimientos!

Esta mortificación en las cosas pequeñas fue la preparación del triun-fo apoteósico que después tuvo, cuando el Señor lo quiso mártir en el es-píritu y empleó en su alma el cincel de la santificación, que lo perfeccionó con golpes crudos y dolorosos.

En una sonrisa franca encarcelaba una frase seria o la pequeña indig-nación que levantara en su ánimo la censura de algunos, que al verlo sacri-ficado, lo tomaron por el «rancio» de las fiestas, cuando no se desataban en burlas contra él, llamándole «santurrón y beatorro».

El, en alas del espíritu, volaba sencillo, como una paloma, hacía Dios. Así preparó su corazón, para padecer luego con una resignación su-blime y modestia sencilla.

* * *

El P. Florentino del Valle, S. J., en el opúsculo sobre la vida de Isma-el, tiene un capítulo que título: «Templando el alma», en el que recoge da-tos admirables acerca de la piedad de este joven.

En este asunto causa extrañeza el verlo tan elevado por las alturas de una verdadera ascética y mística (a su modo podemos decir); pero teniendo en cuenta que muchas veces es el mismo Dios quien dirige a las almas, sin necesidad de hombres que aconsejen y guíen (quienes al fin son instru-mentos suyos), no debemos admirarnos de que Ismael volara tan alto. Sa-bemos también que, aunque poco tiempo, fue modelado por las manos de Don Bernabé, el sacerdote santo, sabio, orador y apóstol. El fue quien le hizo dar sus primeros pasos hacia el Sagrario, tan solo en la Capilla Parro-quial de San Antonio.

— ¡Ahí está El! —diría en aquellos ratos de formación que dedicaba a los jóvenes— ¡Cuánto aprenderéis al pie del Sagrario! El Maestro está allí y os llama a vosotros jóvenes de Acción Católica. El tiene sus delicias en estar con los hijos de los hombres y éstos se empeñan en dejarlo solo. Comulgad muy a menudo. Quien come el pan de los fuertes y de los Ange-les, no puede ser débil ni bestia, y el joven de Acción Católica debe ser fuerte en el espíritu, recio en la fe; ángel en el cuerpo; lirio su alma. Id al Sagrario. Allí está el Maestro...

Y como hablar de Jesús sin nombrar a María, es casi imposible, aquel sacerdote, hijo devotísimo de la Madre de Dios, les diría también:

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— ¡La Virgen María! En Ella tenéis el amparo y defensa. Su manto puro es vuestro escudo prosector. Rezad el Rosario siempre; no dejéis nun-ca los tres Avemarías, al levantaros y al acostaron son tres luceros puestos, como un beso de amor, sobre su frente casto; diadema de cariño que orna sus sienes. Queredla como lo que es: vuestra Madre.

Ismael va escuchando al Consiliario y frecuenta la iglesia con un es-píritu de fe muy lleno y con un amor muy grande. «Llegamos a ser buenos amigos debido a que empezó a frecuentar con bastante asiduidad los San-tos Sacramentos» —dice Pedro. Lo inmensa mayoría de sus conversacio-nes fueron espirituales. Le agradaba muchísimo oír hablar de Jesús, de la Santísima Virgen y de aquellos Santos por quienes sentía devoción parti-cular. Cuando no surgían estas charlas, él mismo las provocaba y aun pe-día con insistencia le hablaran de los que tanto amaba su corazón: Cristo y María. Oigamos a Pedro sobre este particular.

«Oía con gran complacencia las conversaciones que versaban sobre la Stma. Virgen María, de la que fue gran devoto. Ella fue el espejo donde se miró siempre, para observar una perfecta castidad no solamente exte-rior, sino también interior. Como modelo de su vida se escogió a San Luis, imitando varios pasajes suyos, como el hacer la oración a escondidas. Gus-tándole mucho la vida religiosa de la Compañía, se alegraba saber los in-convenientes con que tropezó el Santo para ser jesuita, pues él sufría pen-sando que, al pedir el permiso en su casa, si le opondrían muchas dificulta-des, sin contar con el servicio militar».

Vamos a sorprender a Ismael en sus ratos de oración.«Teniendo algunas veces que estar solo en el despacho de su padre,

—continúa hablando Pedro— hacía allí la oración que tenía por costum-bre, permaneciendo en ello bastante tiempo». Por lo visto añadía a la ora-ción alguna penitencia corporal y para hacerlas, pedía instrucciones a los amigos. Ismael no era cristiano corriente en cuanto a la oración se refiere. «No solamente cumplía con sus deberes, como cristiano práctico, sino que respecto a la oración, además de hacer las cotidianas al levantarse y al acostarse, ampliaba la de la noche con un rato de mental, ignorando cuánto tiempo invertiría. En las mortificaciones de la comida, sin que él lo mani-festara, pues se lo prohibí, me atrevo a afirmar que se mortificó mucho. Sobre este particular, como sobre la oración, le gustaba que tratáramos con frecuencia, puesto que él tenía grandes deseos de perfeccionarse cada vez más y más y en las conversaciones brotan siempre luces para lo uno y lo otro».

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Sobre mortificación se le dijo que empleara mucho la interna y la de ciertas cositas que no dañan a la salud y tienen valor ante el Señor, cuando se hacen con espíritu obediente.

«El me preguntaba algunos medios para mortificarse tanto interior como exteriormente —cuenta el Secretario que fue del Centro entonces—. Yo le indicaba las más apropiadas a sus condiciones, tales como no comer postre; hablar poco; bajar la vista por no ver algunas cosas, aunque fueran buenas, etc...»

Ismael hacia estas mortificaciones y anduvo siempre a la caza de rea-lizar otras.

He hecho aquí hincapié sobre su mortificación, porque para él era es-to el pórtico de la oración.

La piedad se deriva del amor, cuando no es el mismo amor. Ismael amaba fervorosamente a su Dios y la hoguera del amor se fue agrandando a medida que avanzaba el tiempo. De esta manera llegó a copiar unos ver-sos de Amado Nervo, que parecen el grito de su alma:

«¿Por qué empeñarse en saber cuando es tan fácil amar?Dios no te manda entender, no pretende que su mar sin playas pueda caber en tu mínimo pensar.Dios sólo te pide amor.Dale todo el tuyo y más, siempre más, con más ardor, con más ímpetu... Verás cómo amándole mejor, mejor le comprenderás».

Parece ser que la duda presentó batalla a su fe y la vence con el amor. El no necesita entender, no quiere saber; sólo el amor puede comprender lo imposible y cuanto más fuerte sea éste y cuanto más ímpetu tengan sus lla-mas, más profundizará en los arcanos y misterios de Dios. Aguila del amor, con alas de espíritu y por cielos de piedad, podrá remontarse hasta el Sumo Bien. Así quiere ser; se quema... y emprende el vuelo hacia arriba, sin cansarse, batiendo al unísono las alas de la desconfianza en sí y las de la confianza ilimitada en Dios.

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En su casa llama la atención la conducta que observa Ismael: Ora a escondidas, enseña a sus hermanos el Catecismo y las principales oracio-nes; casi nunca come fruta... ¡Ismael ha cambiado de vida!

* * *

En casi todos los pueblos manchegos las bodegas de los pequeños vi-nateros suelen estar en cuevas de su casa. Tomelloso en esto es el as. No hay casa que no posea una fresca cueva, que, al no emplearse para el vino, tiene sus servicios in~ portantes. Unas ventanillas o «lumbreras» en el ro-dapié de las murallas, y las más de las veces en las mismas aceras, dan pa-so a la luz del día, que pone entre las sombras del sótano una ráfaga de oro. Ahí se estrujan las uvas y se almacena el vino que generosas han dado con gorjeo de espumas en el aprieto de la prensa. Cuando llega el tiempo pláci-do de la vendimia un olorcillo acre a azufre sale por las «lumbreras».

En el verano sirven estas cuevas de refrigerio para el calor, que se de-ja caer sofocante por toda la llanura morena.

Ismael tenía en su casa, como buen tomellosero, un pequeño sótano que usaban como carbonera. Allí su ingenio encontró un delicioso retiro, donde a salvo de las miradas ajenas y de la casa, se dedicaba a estudiar, trabajar y sobre todo a orar y a mortificarse. Recogido en aquella soledad, elevaba su corazón a Dios. Después de comer, en los calores estivales, ba-jaba a la cueva, donde una tosca cruz puesta sobre un altarcito con algunas más imágenes piadosas, le hacían ponerse en oración y saciar su alma de tan sabroso manjar. Corriendo y jugando por el patio estaban sus herma-nos; Ismael los llamaba, les señalaba lección en el «Ripalda» y les or-denaba estudiarla, sentados en los primeros escalones de la cueva, para que le avisaran, si alguien quería romper el silencio de su escondrijo o estorbar sus ratos de oración.

En este albergue oculto se entregaba a los más fervorosos transportes de amor y agradecimiento a Dios. Meditaba, se examinaba bien, proponía firmes propósitos y después castigaba su cuerpo con cualquier aflicción corporal. En estos ratos y aprendido en la vida de los Santos que leía, pen-saba que su camino para la perfección era el del sufrimiento, no tanto del cuerpo, como del espíritu.

Ismael volaba hacia Dios, como una flecha disparada por un valiente arquero, para clavarse en El. Y no cejó en su camino. Labrador de su alma, no volvió la vista atrás, para ver lo realizado. Siempre adelante, siguiendo el consejo del Maestro. De ahí nace la admiración de sus buenos amigos,

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al verlo tan elevado en las alas del Espíritu. Los había dejado atrás, pero él no se engreía, mejor dicho, si alguna vez se dio cuenta, nunca lo admitió, porque su humildad sencilla no lo pudo concebir.

Al ingreso en la Acción Católica menudeó su asistencia a la Capilla del Asilo. Un poco más tarde se trazó un plan para su vida de piedad, sin ñoñerías o cosas parecidas, vida de piedad sólida, siempre nueva y joven, como el agua de un río que lava con nuevas olas las piedras de su fondo.

La primera misa que se celebraba en Tomelloso, era a las siete de la mañana. El comercio se abría a las ocho. Ismael se levantaba tempranito y marchaba a la Parroquia, donde se pasaba en oración toda la hora disponi-ble. Esto le costaba privarse del desayuno y, para evitarlo, su buena madre le dejaba preparado sobre lo mesa del comedor un bocadillo, con el fin de que lo tomase en el comercio; pero como lo vimos antes, solía darlo a los pobres que le pedían limosnas.

Llegaba a la iglesia y con porte piadoso y recogido se dirigía a la Ca-pilla de San Antonio, donde estaba el Sagrario, (hoy es sacristía) y allí, cerca, muy cerquita de él, como para confidenciar y oír, o retirado en un rinconcito, desde el que se veía el Altar Mayor, oraba con humildad y re-cogimiento en dulce comunicación su alma con el Buen Jesús, culminando en un fervor admirable, cuando lo recibía Sacramentado en su pecho.

«Se escogió este lugar —dice Pedro— porque además de estar con el Señor y muy cerca, no era visto de nadie, pues él quería pasar como uno de tantos, y no dar lugar con ello a constantes alabanzas que no le agrada-ban».

Ismael y Jesús... ¡qué cosas se dirían! Comulgaba muy a menudo, por lo menos los jueves, domingos y fiestas, con algunos días más entre sema-na. «Tenía muchos deseos —continúa Pedro— de comulgar diariamente, pero como estaba desempeñando el cargo de dependiente en un comercio, decía que se veía obligado a decir algunas mentirillas, por ser las mujeres muy regatonas y por este motivo no lo hacía; no obstante en los últimos tiempos lo hacía varias veces a la semana». ¡Qué extremada delicadeza de conciencia! El quería que cuando Jesús entrase en su corazón, no encontra-ra ni pequeños estorbos.

Siempre anduvo en vigilancia constante de no perder la blancura que la Eucaristía dejaba en su alma, con cualquier defectejo, ni siquiera con las desintencionadas mentirillas de oficio. Puede calcularse el trabajo y cuida-do suyo en evitar faltas para no perder el consuelo de la Comunión diaria.

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Terminadas sus obligaciones de devoción, se dirigía al comercio, muy cerca de la iglesia: pero su corazón quedaba allí, velando el sueño místico de su Amante tan abandonado y solo, el que tanto amó y ama. Y no podía estar en el comercio, pensando en la soledad de su Señor. Cuando hacía alguna salida (o buscando algún pretexto para salir), se entraba en la iglesia. Un parpadeo quedo de la lamparilla, como una estrella que tiembla en el manto de la noche, parecía decirle que se alegraba de su visita y allí estaba Ismael un ratico con su Dios, unas veces con los brazos en cruz, otras cruzados sobre el pecho, comiéndose con los ojos el Sagrario, y ha-blando con el Rey que tiene palabras de vida eterna. Le dolía el alma, al dejarse al Señor en la soledad y fría capilla de San Antonio con tan pocos acompañantes.

Acaecía que, al volver al comercio, había aglomeración de personal y el dueño le reprendía dulcemente: «— Ismael, ¿dónde te entretienes tanto? ¿No ves que está el comercio lleno de gente?»

— ¡E1 comercio lleno de gente —respondía pensativo el buen Ismael—. Sin embargo, allí de donde yo vengo, no hay nadie, nadie! ¡Y tenía que estar tan lleno, tan lleno! ¡Porque quien allí vive se merece otro trato!

Y se ponía a despachar con la jovialidad y atención que siempre usa-ra.

Unos minutos que pudiera aprovechar, para pasarse por la iglesia a ver a su Dios, los cogía con ansia. ¡Sacaba tanto bien del trato con el Se-ñor, le cogió tanto cariño al rinconcillo de la Capilla de San Antonio! Y volvía al comercio quejándose: «Vengo de ver al Amo... ¡Qué solo está el Amo!» (6)

Antes de entrar al comercio por las tardes, también se pasaba un rato con el Señor y quizás fuera éste el rato más largo de todo el día. Pasaba por la puerta de la sacristía, llegaba u la iglesia y se ponía a orar. ¡Qué lu-ces le inspiraba entonces el Espíritu Santo!

Cuando más tarde lo veamos padecer y sufrir con aquel silencio que espanta, alguien se preguntará: «pero... «¿dónde aprendió este muchacho a sacrificarse así?; ¿de dónde sacó fuerzas para ello?»

Yo me atrevo a contestar, casi sin temor a equivocarme, que en aque-llas visitas al Señor Sacramentado donde lo veía tan solo y sin quejarse,

6 Se dudaba de la veracidad de estas escenas del comercio; pero oída la opinión de su jefe y por otras análogas, parecer, probables. Desde luego era asiduo visitante del Amor Sacramentado.

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tan abandonado y sin salir de su cárcel amorosa a buscar almas, fue donde aprendió la lección que le enseñara Jesús: ¡Sufrir... y callar!

El veía que «en torno de ese Maestro, el único Maestro, hay ejércitos de niños sin catecismo, de doncellas y jóvenes en riesgos y peligros horri-bles, de hombres sin fe y sin caridad, de mujeres sin piedad y sin pudor, de ancianos sin esperanzas, de enfermos sin remedios, de dolientes, de ham-brientos, de moribundos sin luz; sin calor, sin consuelo» y sin embarco el Maestro no habla, no se queja, «ni una palabra siquiera» (7).

Ismael veía que «en torno de la Hostia se oyen alabanzas y blasfe-mias, se consuman adoraciones y sacrificios, se sienten amores, odios y abandonos»... ¡Y Jesús calla! «¡Si la Hostia hablara! ¡Una palabra de apro-bación, de queja...! ¡Un ¡ay! siquiera! ¡El Maestro calla! ¡La Hostia calla-da! ¡Qué bien se adivina por ese tesón de callar, que la lección que más ne-cesita el hombre es la del silencio de su amor propio..., la de aprender a ca-llar! (8).

Así meditando, ahonda en aquel callar de Cristo y aprende la lección. De este trato íntimo y amante con el Señor, Víctima callada, sacó fuerzas él, para llevar su cruz, sin quejas, a semejanza de su Dios. Aquellos ratos de sagrario en la soledad de la capilla mencionada, fueron los que le ense-ñaron a ser «hostia». ¡Se aprende tanto en el Sagrario!

Si ésa era su piedad ordinaria, en las fiestas eucarísticas se redoblaba, si decirse puede. Veamos una escena que acerca de esto escribe el P. Flo-rentino del Valle en «Ismael de Tomelloso»;

«La noche de Jueves santo, quedaba abierta la puerta de la iglesia del Asilo, para facilitar lo vela ante el Señor en el Monumento. Los dos últi-mos años antes de la guerra (revolución roja) allí estuvo Ismael, no entran-do ni saliendo o repartiéndose el tiempo por turnos de medias horas, sino clavado en el reclinatorio, sin moverse en toda la noche. Su ejemplo retuvo quietos en el templo durante largo rato a otros buenos muchachos; pero lle-gó un momento en que ya se rendían al cansancio y al sueño. Miraron a Is-mael y se impresionaron con su aspecto de arrobamiento e intensa medita-ción. Salieron, y la Madre Superiora del Asilo les ofreció unos sillones, pa-ra descansar en el locutorio con el regalito de unas copas de vino dulce y unas pastas. Alguien se acordó de Ismael; lo llamaron, salió, probó entre la dulzura de la amistad de aquel vino y de aquellas pastas y, como vencido de otro peso mayor, inició en seguida el camino hacia el templo. Le indica-

7 Dr. Don Manuel González, Obispo de Palencia: «Oremos en el Sagrario...»8 Idem de idem.

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ron se quedase un rato de charla en el recibidor; pero, con su cara de risa de siempre, contestó que era una promesa la que le ataba de nuevo al altar. Y se despidió de los amigos. Ante el Señor oró todo la noche».

«Ismael, dice un amigo, aceptó a salir de la iglesia (a tomar aquella pequeña refección), por no desobedecer a lo Madre Superiora. Al decirle que ero muy pesado pasar toda la noche en oración, alegó que había hecho una promesa. Me dice la Madre así como las Hermanas, que quedaron edi-ficadas de aquel jovencito que pasó toda la noche en profunda oración, sin tomar un pequeño descanso. A pesar de esto —continúa diciendo— no era su piedad taciturna y triste, ya que cualquiera que le juzgase por la aparien-cia exterior, sólo vería en él al chico de carácter alegre y hasta travieso y el «hazmerreír» de todos sus amigos, que por su buen humor y ganas de bro-mas le llamaban el «papelero» y esto hacía que en gran parte, pasaran des-apercibidos muchos rasgos que dentro de sí llevaban un espíritu de ver-dadera virtud».

Con esto se cumplieron los humildes deseos que tenía de no aparecer en nada extraordinario.

Por meditar la Pasión y Muerte Je nuestro Divino Salvador recorría las estaciones del Viacrucis. Esta hermosísima y fructífera devoción le en-señó también mucho y le consiguió para el cielo mucho mérito, ya que, se-gún San Alberto Magno, «una sencilla memoria o consideración de la Pa-sión del Señor vale más que si uno ayunara a pan y agua todos los viernes del año; más que si cada semana se disciplinara hasta derramar sangre y más que si rezara todos los días el Salterio de David».

El amor que Ismael profesaba a la Stma. Virgen resalta de manera es-pecial en el rezo del santo Rosario y las conversaciones sobre Ella con los íntimos. El consuelo y recurso para todas sus necesidades fue el Rosario, que hasta llegó a rezarlo con los dedos, por perdérsele el que usaba, y mu-chas veces en el mismo día. Ya lo veremos más adelante.

Una ofensa hecha a Dios ante él, le partía las entrañas con un dolor intenso. Siempre sacrificado y obediente, «durante la guerra —dice un co-nocido— Ismael cogía puesto en las «colas» para varias familias y de esa manera él solo era quien se privaba del sueño de la noche y sufría las in-clemencias del tiempo. Cuántas veces llegaba a casa y decía: «Me vengo porque no puedo sufrir las blasfemias que dicen las evacuadas; qué lengua más mala tienen». Otras veces se ponía a rezar el Rosario en las «colas», pues decía: «Al mismo tiempo que no me aburro, es el mejor modo de aprovecharlo». Sufría mucho también, cuando se enteraba de que algún sa-

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cerdote había dado escándalo. Se valía de todos los medios imaginables, para evitar las ofensas a Dios. No sólo se apartó de todas las diversiones (y eso que su carácter jovial y alegre, al decirle lo contrario, le costaba no po-cos vencimientos), sino que también procuraba apartar de los peligros a to-dos aquéllos sobre los que ejerció algún influjo y con toda la fantasía y ocurrencia de que disponía, hacía por distraerlos.

»Un carnaval se reunió con varios jóvenes de su edad. Se vistió de bruja y con una escoba anduvo de acá para allá divirtiéndolos y evitándo-les la asistencia al baile».

A las blasfemias les tenía un asco horroroso. Una de las dagas que más martirizaron su corazón fueron las blasfemias que oyó en el «frente». Con silencio y oración reparará esa gravísima ofensa hecha por la miseria de la criatura a la Majestad de Dios.

¡Qué ejemplar la vida piadosa de Ismael! Amor tiernísimo a la Vir-gen; horror inmenso a las ofensas contra Dios y tres ratos de oración dia-rios, junto con las visitas a Jesús Sacramentado. Así está Ismael ya. El mu-chachillo indiferente de antes, aquel chico que dudaba de ir a la Acción Católica, porque había perdido el trato con los sacerdotes, ahora, que como una mariposilla de pradera liba las dulzuras del Corazón de Cristo, no sabe separarse del pie de sus altares. Bien pudo cantar:

«Al pie de tus altares, muero, Señor.¡Jesús, qué dulce muerte morir de amor!»

Se dice que unos Ejercicios Espirituales le hicieron mucho bien y fueron el golpe de gracia. De ellos salió como una espada valiente maneja-da por un héroe, dispuesto a cercenar las imperfecciones que aún lo liga-ban a la tierra y hacerse todo de Dios con la victoria sobre sí. Se dieron es-tos Ejercicios en el Seminario de Ciudad Real, dirigidos por el entonces santo P. Espiritual del mismo, José Sánchez Oliva, S. J., sacerdote que to-da su vida estuvo pidiendo el martirio del que se vio coronado y que, con una entereza de ánimo que espanta y un júbilo inmenso, contestó a los si-carios que le ofrecían la fuga: «¿Cómo voy a huir del martirio, sí lo he es-tado pidiendo a Dios toda mi vida?»

El y Montañés fueron invitados a ellos; pero Ismael tropezó con una dificultad que le rompía cruel su ilusión. No disponía de dinero suficiente para los gastos. La Providencia le salió a su encuentro y adquirió todo con

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ahorros suyos y ayuda del Centro o de su Consiliario. Ismael fue a los Ejercicios,

Estudiaba entonces segundo de filosofía Don José Ballesteros, hoy sacerdote, que tan gratos recuerdos conserva de Ismael, al que encontró en el año 1938 en el Clínico de Zaragoza. Veamos lo que dice Don José y la impresión que entonces le hizo Ismael:

«Hacia la Semana Santa del año 1935 conocí a Ismael, con ocasión de hallarse éste haciendo Ejercicios Espirituales (los primeros de su vida). Con él había algunos más de Tomelloso. Era vivaracho e inquieto, alegre y festivo a todas horas. No era su alegría la del que enreda y desedifica; era una alegría espontánea y natural, como nacida de un corazón que se siente feliz y se derrama por todo su ser. Yo me encariñé con él, sin duda por pa-recernos en el temperamento... Sin embargo, al par que lo quería, me ad-miraba el verle en la capilla., en las horas libres, con un recogimiento espe-cial, de rodillas ante el Sagrario; y me sentía más admirado, porque al fin no era más que un joven de Acción Católica».

El seminarista que había de Tomelloso dice: «Más que a unos Ejerci-cios que traen consigo tanto vencimiento, para Ismael se presentaban aque-llos días como los más felices de su vida. No podía disimular la alegría de sentirse dentro del Seminario, durante aquellos días en los que sólo iba a pensar en su salvación eterna. Me admiraba de las frecuentes y largas visi-tas que hacía al Santísimo.

Cuando se despidió, me dijo: «¡Qué envidia te tengo, pues los semi-naristas sabéis mucho mejor que nosotros lo que hay que hacer para ser buenos... y lo podéis ser tan fácilmente aquí!»

Hizo los Ejercicios con mucho fruto y quedó sorprendido agradable-mente, cuando el santo Padre Oliva se arrodilló a sus pies y rebosando hu-mildad se los besó. El Miércoles santo por la mañana terminaron aquéllos y por la tarde con su querido amigo Montañés volvió a Tomelloso.

Al despedirse de Don José le dijo: «¡Qué lástima que se hayan termi-nado los Ejercicios!» Y riendo como siempre, su alma en los labios, al dar-

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le la mano, continuó: «Oye, curilla, a ver sí me escribes ¿eh?, porque a lo mejor me meto a cura luego, ¿sabes?» Y se fue. Le debió agradar mucho el Seminario y quizá despuntó en su corazón el amor de abrazar la carrera sacerdotal, porque una vez dijo al seminarista de su pueblo, entre bromista y humilde: ¿Quieres llevarme contigo al Seminario, donde estáis tan bien, aunque sea de portero?, porque eso de los libros tiene que ser para mí muy difícil, pues yo creo que para los libros soy muy «tonto».

Ya se ve que todas sus aspiraciones eran las mismas: «Consagrarse a Dios —dice un amigo—, cosa que en él fue lo más difícil de ocultar». No era un caprichoso de la «vocación». El buscaba ser totalmente de Dios y no le importaba el sitio; por eso tres fueron sus simpatías: Los Hermanos de San Juan de Dios, la Compañía de Jesús y el Seminario Diocesano

«Los Ejercicios —escribe el Padre del Valle—, dieron perfil más acusado de entereza a su carácter, sin perder el encanto de su sana alegría. Grabó en el alma con profundidad de cincel en perennidad de granito prin-cipios definitivos, norma segura de conducta aun en momentos difíciles. Volvió más fuerte en la voluntad, decidido, no a hablar más recio o a pisar más fuerte, sino a prestar con constancia una ayuda sistemática al espíritu en la guerra contra sus enemigos, y más alegre porque la risa de los labios hacía eco a la del alma. Orientó la vida sin tanta preocupación e intensifi-có, si cabe, su vida de servicio por la alegría en su casa, en el Asilo y con sus compañeros».

El fervor y el ánimo de los Ejercicios fueron atizados por otro mártir jesuita, el Padre González que les dio a los jóvenes de Tomelloso algunos retiros espirituales y «con quien, según Pedro, Ismael quiso dirigirse en sus últimos tiempos antes de la guerra».

Ismael adelantaba cada día más en la perfección y en las virtudes, de-jando admirados a sus compañeros y a todos los que le observaban. Des-pegado de la tierra, sin lastre alguno de materia y con las alas potentes de la humildad, amor y piedad volaba, como águila caudal, por las alturas donde mora Dios, místico 3u corazón y enamorado su espíritu.

* * *

En un vuelo rápido vamos a pasar por los sencillos hechos apostóli-cos de Ismael. El Asilo de Tomelloso fue el campo de acción más frecuen-tado, porque al tirar por los corazones de los ancianos desamparados sus obras de caridad, sembraba también en sus almas a Cristo Redentor; pero estas escenas de apostolado ya las hemos visto, como casi todas sus obras

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de propaganda hechas en veladas y actos públicos que se celebraron en To-melloso.

El principal trabajo apostólico lo realizó con su vida. Sin embargo, no faltan en él expediciones y correrías buscando almas para el Señor. Al servicio de Él, procuró siempre trabajar sin descanso y con la vista en la victoria final lleno de santo optimismo su corazón grande. El amaba a Dios y no resistía su alma enamorada ver frías e insensibles a las criaturas que tanto le deben.

Dice el Santo Obispo de Hipona, cuyo corazón fue un volcán de amor hacia Dios: «El que no es apóstol, no ama».

Un amor miope es el de aquel que no trabaja porque todas las gentes amen a su Dios y Señor. Ismael estuvo quemado por el verdadero celo. Pa-ra todas las obras de apostolado que organiza r Católica estaba preparado. A propósito de esto, intercalo aquí lo que dice el buen Montañés, su Presi-dente: «Yo tenía en él un buen colaborador y en cualquier cosa que necesi-tase, echaba mano con éxito de Ismael. En la preparación de las comunio-nes, para que el orden fuese perfecto; en las funciones de teatro, para re-presentar y ensayar, él nos buscaba y hacía todo. Hasta se animó por es-píritu de servicio, a acompañarme a un acto público en un pueblo vecino, para actuar como orador. Me confesó llanamente que no sabía hablar de nada. Lo animé, le pergeñé un discursillo, lo echó y triunfó..., coronando la fiesta con la recitación de algunas poesías». Entre éstas había una hermosí-sima al Sagrado Corazón que cuando esté muy enfermo Ismael, la recitará lleno de amor a todos los de su sala. Parece ser que es la titulada «Amor Divino» del jesuita P. Félix G. Olmedo, tan tierna como apostólica, queja dulce del Señor, aldabonazo fuerte dado a las puertas de las almas.

Me contó Montañés el percance que les ocurrió en el tren, cuando Is-mael y él marchaban hacia Puebla del Príncipe, que fue el pueblo donde trabajaron aquel día: «Se me ocurrió —me decía— llevarme propaganda derechista y repartirla por el tren. Yo no sabía que eso estaba prohibido; pero el revisor, que debía ser «escarlata» nos denunció a la pareja de la Guardia Civil. Fingidamente nos bajó ésta, como detenidos en la estación de Manzanares; mas cuando se retiró el revisor, nos dijeron: «Marchad en paz, muchachos y que no se os ocurra esto otra vez en el tren». Pues bien, Ismael no se alteró con este pequeño contratiempo y ya hubo motivo para risas y bromas».

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Sacado del barro de la vida, sólo pensaba en sacar a los demás. Se decía de ciertos viajes a Ruidera en plan de apostolado y volver de allí con una lluvia de piedras sobre las espaldas; pero nadie recuerda estos hechos.

Ismael animó y aconsejó a sus amigos, para que se alistasen bajo la bandera de la Acción Católica. A sus hermanos Jesús y Luis los llevó al Aspirantado. Los chicos querían a Ismael mucho, no tanto por las distrac-ciones y buenos ratos que les hacía pasar, como por la bondad con que los trataba y por el modo con que los atendía. Sabía muy bien que, para que el rosal sonría con flores en la primavera, es necesario cuidarlo con mimo y delicadeza antes, haciéndole una poda acertada y un riego eficaz. Con sus correcciones podaba suavemente las ramejas secas y estériles de aquellos corazoncillos y regaba aquellos capullos con muchos y buenos consejos. También los expuso al beso del Divino Sol de la Eucaristía. Frecuentó él los Jueves Eucarísticos y llevó a los enamorados coros del Sacramento a más, entre ellos a muchos Aspirantes. Después de esta Misa pasaba a la sa-cristía y el sr. Cura Párroco don Vicente Borrel, también mártir del odio a Cristo, les compraba chucherías y buñuelos y se entretenía en rifarles es-tampitas y objetos de devoción. Ismael, apóstol de la caridad, del buen ejemplo, de la alegría sana, de la piedad ferviente y viril; y todo por hacer bien al prójimo.

Se lo decía a su alma el himno de la Asociación:

«Ser apóstol o mártir acaso, mis banderas me enseñan a ser»

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V

«La turba roja pasó cruel»

«Bienaventurados los que padecer, persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos».

(S. Mateo, V, 10.)La masonería, el comunismo y todas las masas socialistas y de los de

«sin Dios» rompieron el dique de la disciplina y se desperdigaron por los campos y pueblos de España, como una ola arrolladora y fiera, destrozan-do el apero y hacienda del humilde campesino; haciendo trizas las posesio-nes ingentes de los capitalistas; envenenando los corazones de los buenos; acibarando y abrevando con hiel de más odio las almas de los malos; rom-piendo los altares y profanando los templos; manchando sus manos sacríle-gas con la sangre generosa de obispos, sacerdotes, religiosos y seglares; violando lo sagrado del hogar honrado y cristiano, para amedrentarlo y martirizarlo con el espantajo y la sombra del dolor y de la muerte. Las tur-bas engañadas por las falsas e incitantes doctrinas de Marx y embaucadas por los sagaces aralifes de Belial, se desbordaron con osadía y furor inau-dito contra todo lo que olía a religión, paz y honradez.

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Desengañémonos, la revolución roja no fue una lucha de circunstan-cias políticas o levantamiento contra la opresión tiránica de los omnipo-tentes y capitalistas, no. Quizás el pueblo dolorido y ciego hablaba por la herida; pero la mano tenebrosa que dirigió aquella guerra, que vistió de lu-to a la nación entera, iba marcada con un signo satánico, para hacerle opo-sición criminal y sangrienta a Dios y a su Iglesia. Fue un paso vandálico contra todo lo que era Dios. Recordad que en una logia de París, el año 1933, se dijo: «Que destruyendo la Religión Católica en España, se acaba-ba en seguida con la Iglesia entera». Si era guerra de política, ¿a qué aque-llos enormes y horribles sacrilegios?, ¿a qué clavar en las paredes aquellas Hostias consagradas, con el odio que hace cerca de veinte siglos cru-cificaron al Hijo del Eterno? Bien sabéis todos que nuestra Cruzada luchó contra la masonería y el marxismo, enemigos irreconciliables y rabiosos de Cristo y su Iglesia. Ahí tenéis trece obispos asesinados, a más de quince mil sacerdotes y religiosos martirizados de la manera más espantosa, y a tantos miles de caballeros y familias honradas y buenas, que fueron fusila-dos por el hecho de tener en sus puertas una placa del Sagrado Corazón o porque al pasar por delante de una iglesia, ellos se descubrieron y las seño-ras se santiguaron. Fue lucha cruel del odio contra el Amor, del mal contra el Bien, de fuerzas infernales contra el Ejército de la Iglesia Militante. Fue guerra declarada a Cristo y a los suyos.

Y hubo en España escenas de catacumbas y persecuciones tan fieras y sangrientas, como las que martirizaron a la Iglesia en los primeros siglos de su vida.

En la Mancha, en el solar de la hidalguía y la nobleza, crecieron los cardos revolucionarios que con tanta saña y maldad sembraron entre sus gentes sencillas y buenas los partidos simpatizantes del Oso Moscovita. Pueblos que se abren a la industria y al comercio por sus vinos y elabora-ciones derivadas de ellos, eran de gran porvenir para los «rojos». Empeza-ron a visitarlos elementos políticos, los más de ellos seguidores del trián-gulo masónico, que esparcían semillas de rebelión y sensualismo con sus voces afectadas y pronunciamientos finos en discursos tan deslumbrantes como engañosos. A la vida sobria y austera de los manchegos, opusieron la vida de molicie insana; y para ello era menester saquear todos los capitales y robar el tesoro sagrado de la Iglesia, aunque el fruto de aquellas rapiñas fuera después para acumular grandes riquezas quienes pregonaban igual-dad de clases, y dejar al obrero en la idéntica miseria en que vivió y con el peso del crimen y del latrocinio en su alma noble.

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Entre los políticos que pisaron las tierras benditas de la Mancha, fi-gura Margarita Nelcken, la mujer que tuvo en su lengua la fascinación y dolor de la serpiente antigua. Y despuntaron las llamas del odio entre los hijos de la llanura, porque sembraron fuego de pasiones y de partidos, quienes llenos de avaricia, venían codiciosos a llevarse la candidatura, que les hiciese miembros del Congreso.

El corazón de la provincia de Ciudad Real se rompió como una gra-nada al peso de tanta doctrina desmoralizadora y antiespañola y cada grano fue un partido rusófilo, que las más de las veces no se entendían entre sí, excepto en el odio a Cristo y a cuanto dejamos indicado.

De allí nacieron esos jefecillos salidos de las cloacas de la más baja sociedad, cobardes asesinos de los inocentes. En La Solana se habla de un tal Melitón Serrano, el hombre más perverso de su pueblo, a quien apoda-ban «Rasputín», cuya mirada dicen que atraía irresistiblemente y empujaba a los hombres buenos al pillaje y asesinato.

En el año 1933 empezó a correr la sangre, con la de un valiente en la noble ciudad de Daimiel. No fue necesario tampoco la venida roja de julio del 36, para que ya en la Mancha se vejase y molestara a los sacerdotes. Hacia el 29 de marzo de ese año, hubo en Alcázar de San Juan una revuel-ta callejera, de la que se culpó al Coadjutor de Sta. María, incierto todo ello, ya que entonces se hallaba predicando el Sermón de Pasión. Puesto en prisión Don Angel Abengozar, fue sometido a un proceso muy parecido al del Salvador, llegando a sufrir malos tratos y remedos de la flagelación y de la noche penosa que Cristo padeció por nosotros. Se le puso en libertad; pero todas estas molestias y dolores le ocasionaron una enfermedad terri-ble. El mismo aseguró (y lo mismo aseguran muchos feligreses que lo vie-ron) que durante el Santo Sacrificio de la Misa por los meses de mayo y junio lo cubría una Cruz refulgente. Por fin, este virtuoso Sacerdote alcan-zó la corona del martirio siendo ferozmente asesinado.

Y en el verano del 36 vino la explosión del «frente popular». Con una saña feroz e increíble en personas humanas, empezaron en los pueblos manchegos las horribles matanzas y martirios de sacerdotes y buenos ciu-dadanos.

Estaba en Socuéllamos de Ecónomo Don Bernabé s, el Sacerdote que supo levantar a las juventudes y que supo desterrar de su nueva Parroquia la indiferencia y frialdad religiosa, con el calor de su celo y palabra ardien-te y con el ejemplo de una vida intachable. Copio unas líneas del «Marti-rologio Diocesano», florilegio de nuestros Sacerdotes Mártires escrito por

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el Dr. Giménez Manzanares: «Los frutos de la predicación apostólica de Don Bernabé y de su celo sacerdotal en Socuéllamos fueron insólitos y maravillosos»...

Todo el pueblo le quería, pero el odio marxista también se cebó en él. Presintiendo el martirio en aquellos días de infierno «preparó a sus padres y hermana para el supremo trance» —me escribe un conocido suyo—. Les razonó lo hermosa que era la muerte por el martirio y que, si en los altos designios de Dios, estaba decretado que él lo padeciese, con júbilo inmen-so e interno gozo se entregaría totalmente; que ellos deberían acatar en to-do la Voluntad de Dios y abrazarse a la cruz que El permitiera, asegurán-doles que jamás sería tan pesada, para no poder sobrellevarla. El día 30 de agosto después de decir Misa en una habitación-oratorio de su casa y ha-biendo repartido el Pan de los fuertes a los suyos, no sin hablarles nueva-mente del martirio, fue detenido por una pandilla de milicianos. Esta esce-na nos la describe muy bien el conocido que hablaba antes: «Terminó la Misa, en la que recordó a sus chicos (así llamaba en la intimidad a los de la Juventud de Tomelloso) especialmente a Montañés y a Pedro. Tres horas después se presentaron ocho milicianos. Su madre les franqueó la puerta y al preguntarle por él, manifestó que estaba dentro. En ese momento Don Bernabé oraba, asemejándose en este pormenor al Supremo Sacerdote mo-mentos antes de ser entregado. Se presentó ante ellos, les saludó con su acostumbrada afabilidad y le indicaron que tenía que ir al Ayuntamiento, para hacer una pequeña declaración. Llamó a sus padres y hermana, para despedirse (sabía que no volvería más) y delante de los milicianos les dio los últimos consejos indicándoles una vez más, que aceptaran sin reservas de ninguna clase la Voluntad de Dios y que única y exclusivamente confia-sen en el Corazón de Jesús. Los abrazó y en el dintel de la puerta levantó los ojos al Cielo, y tal vez musitó una oración y llevando consigo su Cruci-fijo y Rosario subió al coche de los milicianos.

«En la cárcel de Socuéllamos estuvo hasta la madrugada del día 6 de septiembre. Durante su estancia prodigó sus consuelos a todos los deteni-dos; el día 3 los confesó y este día que volvió a ver a su madre le recomen-dó los consejos que antes les había dado».

Llevado al lugar del martirio, les habló a los milicianos y cómo lo ha-ría, que lo dejaron solo y no quisieron matarlo; mas hubo uno que los ta-chó de miedosos y de no adeptos al régimen, lo cual les hizo volver sobre sus pasos. Allí los esperaba D. Bernabé sereno y rezando. «La mañana del 6 de septiembre en la carretera del Bonillo, sitio denominado “Cuesta de la

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Herradura” la pezuña de la bestia inculta y criminal había hollado una flor de espiritualidad y belleza, asesinando inicuamente a Don Bernabé s. E1 “hombre de la simpatía, el orador eximio, el sacerdote ejemplar y apostóli-co cayó abatido por el huracán de la pasión irreligiosa, de la vesanía atea» (9).

Sí, en la cuneta de aquel solitario camino cayó muerto D. Bernabé por una bala sacrílega y su cuerpo, como una rosa sangrante del sacrificio, quedó tirado allí. Y «cuentan, dice el P. del Valle, que la tierra quedó em-papada de esta sangre y ni la lluvia logró borrarla en mucho tiempo, lla-mando la atención aun de los asesinos, cuando por allí volvían a pasar. El hecho se comentó en Socuéllamos y Tomelloso, de donde más de uno fue a ver y coger de aquella tierra, como reliquia».

* * *

La llanura se cubrió de sangre y la persecución rugía cada vez más, como fiera aun no saciada. Muchas son las víctimas ofrecidas al Señor en aquellos días: Noventa y tres Sacerdotes Diocesanos con su Obispo al frente; siete seminaristas, y miembros de las Comunidades religiosas que tienen conventos en la Diócesis: Pasionistas, Franciscanos, Misioneros, Hijos del C. de María, Dominicos, Trinitarios, Mercedarios, Josefinos y Jesuitas, uniéndose a ellos una gran cantidad de ciudadanos seglares.

La revolución cogió a Ismael en Tomelloso. No fue este pueblo uno de los más sangrientos y feroces. Cuenta, sin embargo, entre sus crímenes con el asesinato de su querido Párroco y la responsabilidad de la muerte de dos Coadjutores de su Parroquia, sin contar con la sacrílega devastación de sus iglesias en los primeros días de la revolución.

Ismael asistía con Montañés y Pedro a la Sta. Misa que a ocultas se celebraba en el Asilo. Un día fueron sorprendidos por los milicianos. Con-ducidos a los calabozos del Ayuntamiento, pasaron allí medio día, siendo puestos después en libertad, no sin exigirle a uno de ellos una elevadísima multa. Entonces empezó la reclusión de Ismael en su propia casa.

Los hijos de Tomelloso respetaron al principio la iglesia y aun la vida de algunos sacerdotes; pero el 26 de julio unos cuantos forajidos de otros pueblos con algunos naturales quemaron en la plaza pública las imágenes sagradas de la Parroquia. La noticia soliviantó a Ismael y los ladridos de la indignidad resonaron en las bóvedas de su pecho. Debió escapar de su en-cierro y a ocultas ver aquellas fierísimas escenas, llegando, no obstante, a 9 «Martirologio Diocesano», Dr. Giménez Manzanares.

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coger un pedazo de corbatín de la bandera pontificia, que la bandera de Acción Católica tenía, como recuerdo de la peregrinación a Roma en el Año Santo.

Recluido en su casa, porque lo tenían fichado, ya que se había distin-guido en todos los actos de Acción Católica y apostolado cristiano, sufrió lo indecible; hasta su encierro llegaron noticias horribles de martirios y «checas», partiéndosele el corazón de pena, porque ansiaba con ardor el martirio, la cual ansia sentiría más tarde y con más fuerza en el frente rojo. El mismo llegó a decir: «Yo le pedía al Señor me diera fortaleza para be-ber el cáliz del martirio, pero... la fruta no estaba madura, para entrar tan pronto en el Cielo; no ceñí la corona, ni empuñé la palma y esto fue para mí más duro que el mismo martirio». También confesó que hizo al Señor entrega generosa de su vida.

En los primeros días de septiembre llegan hasta el escondrijo de su casa las nuevas de que en Socuéllamos han asesinado al Consiliario. La cruel noticia se le clavó en el alma, como un beso de hielo en las carnes. Alguien teme por la vida de Ismael y lo quieren apartar del pueblo. Para evitar encuentros y casos desagradables, sus padres lo envían con unos tíos suyos a Ruidera, y mientras, la pobre Mancha, hollada por el barro su hi-dalguía, era una ara rota con chorreones de sangre sacerdotal y cristiana como regueros de rosas deshojadas sobre la tierra.

Allí estuvo poco tiempo, porque muy pronto nos encontramos con una frecuente correspondencia oculta entre él y los amigos de Acción Ca-tólica, dentro de Tomelloso, ya que les pareció muy poco prudente el reu-nirse durante aquellos primeros tiempos del dominio marxista, en los que España se purificaba con un bautizo de sangre generosa e inocente y se re-dimía con nuevas crucifixiones.

Pero este encierro que ata al buen Ismael dentro de los límites de su casa, fue ocasión para dedicarse con más tiempo y sin ninguna preocupa-ción, a la oración, meditación y lectura piadosa de vidas sublimes, sobre todo las de los héroes de la caridad. No era una reclusión completa la suya; pero sí lo suficiente, para no poder ver a sus amigos e ideó la manera de comunicarse con otros por carta.

Ismael conoció a fondo en la Acción Católica a un joven, que apelli-daremos Martínez. La correspondencia que hoy día se conserva son unas cartas de él con este amigo. En ellas se contaban cuanto sabían, se anima-ban mutuamente y de esa manera se desahogaban un poco. En las cartas de Ismael se trasluce su espíritu de fuego, la fuerza que se hacía para estar en

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casa, sus ansias de martirio y su conformidad con la voluntad de Dios. Veamos algunas:

«Querido amigo J. A. Martínez: Te escribo para decirte que me man-des las señas del P. Manuel (10), pues me dijo que te las había dejado a ti… Me escribes en seguida y me mandas eso y me cuentas qué tal estás; yo bien gracias a Dios..., sufriendo desde luego, pero qué vamos a hacer y Sí Dios lo manda... ¡Bendito sea!... Hasta aquí hay que darle muchas gracias por haber velado por nosotros; pero sí algo nos manda, hay que hacerlo, pues todo lo que hagamos por El, es poco; así que ánimo y a resistir lo que sea. ¡Qué dicha más grande sería, si algo padeciéramos por El, al que tanto debemos y tan mal pagamos!

»Rompe ésta o guárdala bien. Cuando me escribas, metes la carta en un sobre y la cierras; no pongas el nombre sobre él. Acuérdate de mí en tus oraciones. Pide mucho

»Sin otra cosa por ahora, me reitero de ti, tu amigo que no te olvida en sus oraciones. — ISMAEL. Recuerdos».

El principal pensamiento de la carta es sufrir por Dios. Sabía muy bien que España necesitaba una redención con valores espirituales eternos. Esos valores ofrecidos a Dios traerían a la Patria el rescate tan ansiado.

La idea del sacrificio la llevaba agarrada siempre a su mente. ¡Cómo debió meditar ya por entonces ser «hostia!» ¡Qué planes trazaría, para ser algún día víctima y holocausto sobre el ara del martirio, del dolor, del su-frimiento! Iluminado con estas luces y mordido con tan vehemente deseo, exclama: «¡Qué dicha más grande sería, si padeciésemos algo por El, al que tanto debemos y tan mal pagamos!»

En otra carta contesta al amigo lleno de alegría por saber de él y le manda un recorte del «Heraldo» que debía decir alguna fanfarronada, por-que compadece a los que tal escribían o pensaban: “«Querido amigo: Mo puedes imaginarte la alegría que me dio la tuya, pues yo ya creía que te ha-bías olvidado de que me habías de contestar. De lo del monólogo te doy las gracias (11), pues me ha gustado mucho y me tienes que decir de dónde lo has cogido.

10 El P. Manuel González, S. J., quien ya vimos les dio algunos retiros e Ismael lo quería para director. Aunque pide sus señas, no llegó a escribirle. Escondido en Dai-miel en casa de un amigo, fue descubierto y llevado a Ciudad Real. Lo asesinaron vil-mente en el pozo de «Carrión» el 8 de septiembre de 1936.

11 Se titula éste «España arrepentida a los pies de María Inmaculada». En verdad es muy bonito, para que no se entusiasmara Ismael.

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»De lo del P. Manuel estoy con mucho cargo, por no habernos escrito y te pedía las señas, para escribirle una tarjeta postal. Ahí te mando una co-sa del «Heraldo»; léela y verás. ¡Pobres de ellos!

»No te olvides de mí y pide mucho. Recuerdos; no creas que son de los otros, porque a mí me pasa lo que a ti, que no he visto a nadie hace un siglo — ISMAEL».

Entresaco de otras algunas frases que demuestran su prudencia: «De esto de juntarnos lo veo muy mal, porque yo creo que lo que nos suceda ha de ser porque Dios nuestro Señor nos lo manda —y al ser así— bienvenido sea todo lo que El disponga; pero no creo que debemos nosotros buscar al enemigo». A Martínez se le ocurrió una hermosa idea de meditar en co-mún y vista la contestación de Ismael en lo que a reunirse decía, expone pasarse en papelitos los puntos de meditación y así hacer todos las mismas. Un chiquito les cruzaba dichos papelitos y para despistar, solían liarlos en forma de cigarros y se los mandaba diciendo al chico: «Toma, llévale a Is-mael estos cigarrillos, para que se los fume».

Hay frases en las cartas de Ismael que dicen lo quisquilloso que era: «Yo creo que voy a reventar por tener que estar sin hablar con nadie, ¡Ay! ¡Qué martirio tan grande con lo que a mí me gusta “licenciar”!» (12). En otras confiesa sus sacrificios: «Yo también tengo ganas de veros a todos; pero me mortifico con no ir a ningún sitio, sin ver a nadie. A Pedro hace un siglo que no le veo y esto para decirle “adiós” en la calle; a Miguel des-de que estuvimos en chirona»...

Pasados las primeras tormentas «rojas», Ismael fue rompiendo poco a poco su encierro. De vez en cuando salía a dar un paseo y hasta llegó a juntarse con sus amigos, con bastante prudencia, desde luego. En uno de aquellos encuentros enseñó unos trozos del corbatín pontificio que tenía la bandera de Católica y los repartió, llorando de emoción. Sus amigos lo conservan como recuerdo.

Esto dice su amigo Pedro de las veces que lo vio durante la guerra y que fueron reunidos en su casa: «Muchos domingos nos juntábamos en ca-sa, donde pasábamos toda la tarde charlando sobre la distintas cosas rese-ñadas (Sagrado Corazón, Santísima Virgen, San Luis, deseos de sufrir, etc.), siendo incansable en los deseos de conocer y profundizar en las prác-ticas de piedad, las que debió hacer con mucha frecuencia y extensas». Un día surgió entre aquel grupo de amigos que empezaba a rehacerse el re-

12 Expresión usada en varios sitios de la Mancha, para decir que le gusta hablar mucho.

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cuerdo del Consiliario recientemente martirizado. ¡Si pudieran tener algo de lo que él usó, para guardarlo como reliquia! Ismael se envalentonó y fue a Socuéllamos en bicicleta. Llegó a casa de los familiares de Don Bernabé y les pidió unas cuantas cosas de él, que al volver repartió entre los amigos íntimos. En algunas otras salidas se hizo con varios objetos más, de los que se reservó las obras completas de Gabriel y Galán, el poeta que le llegaba al corazón. En otra ocasión salió con un carro y la compañía de un amigo, y compraron piadosamente a la familia de Don Bernabé varios muebles; como un pequeño estante de biblioteca, una mesa de despacho y algunas más. ¡Las hazañas que realizó con estas ocasiones!

Y llegaron las fiestas navideñas del primer año del «infierno rojo», fiestas que ponían alegría de redención espiritual en los hogares cristianos. ¡Qué bien pegaba a aquella noche de Navidad el adjetivo de «buena» con que se le adorna! En medio de aquella vida tan amarga, aparecía la Noche-buena en cuyo cielo de raso parpadeaban las estrellas, como notas armo-niosas que salpicaban los laúdes de los Angeles, al entonar el canto de la verdadera alegría: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!»

Ismael, Pedro y Martínez pasaron juntos la tarde y la noche de esta santa fiesta. En una habitación, resguardados de las personas ajenas, hi-cieron un «portalico». Disponían de pocas cosas para ello; pero eso mismo les pintaría más al vivo la realidad pura de una pobre cueva con un pesebre donde el Hijo de Dios Eterno se dignó nacer.

Se cenó lo mejor que las circunstancias lo permitieron, sin faltar las clásicas gachas de arrope, tan exquisitas, como tomelloseras. «La tarde de Navidad, escribe Pedro, la pasamos juntos, hicimos una meditación y pos-teriormente versó la conversación del resto de la tarde sobre las innumera-bles gracias que habíamos de dar a Dios por habernos permitido reunimos, para celebrar la conmemoración de ese día en circunstancias tan peligro-sas».

¡Meditación al pie del Portal! ¡Cómo se prestaba aquella noche a la meditación con la que tan familiarizado estaba ya Ismael! ¡Dios hecho Ni-ño por la salvación de los hombres? que le movían una guerra sin tregua, porque no lo amaban y con seguridad ni le conocían. Para endulzar aquella consideración, brotaron los villancicos de su garganta, a media voz, para no ser descubierto. Todo el repertorio manchego y español se cantó allí con mucho amor, llena el alma de nostalgias. ¡Si al menos en aquella no-che hubieran podido comulgar! En la cunita había un Niño, que ya desde

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ella, les hablaba de persecuciones, y al meditar sobre la persecución mar-xista que sobre ellos pesaba, se animaron mutuamente a ser de El siempre, hasta el martirio si preciso fuera. El sacrificio de tantos Sacerdotes, Reli-giosos y seglares, en vez de aminorarlos, les infundió más valor.

Ismael tuvo un tiempo hermoso para las cosas del espíritu, pues dis-puso de muchas horas, para dedicarse a la oración y lectura espiritual. Oía hablar de martirios crudelísimos padecidos con el más heroico valor y su corazón se le salía de gozo, al par que sentía envidia santa por los que reci-bían tal corona y con insistencia y tesón pedía a su Dios tan soberana gra-cia. Puesto siempre en las manos de su santa Voluntad, aceptaba la negati-va y le ofrecía humilde el sufrir que ello le producía, como si fuera el mis-mo martirio. En aquellos días tan negros, vio con claridad celestial, que su vida ya en este mundo iba a ser sufrir mucho. Adivinó el camino de la santidad y para dar realce a su dolor, pensó sufrirlo en silencio como una ovejuela muda ante quien la esquila. ¡Cómo templó su alma con tantos buenos ejemplos, tanta oración, tan saludables lecturas como hizo en este tiempo y el que continuó todavía en Tomelloso! Había querido ser mártir y tuvo el consuelo de probar la hiel de ser preso por seguir a Cristo. Este que dijo: «Llamad y se os abrirá, pedid y recibiréis», le destinaba otro martirio que le dará a beber en un cáliz de dolor y amor, hasta las heces de amargu-ra y abandonos.

Ismael lo presiente y se prepara para ello con mucha oración, leyendo vidas de Santos y retocando su alma con nuevas virtudes y mortificacio-nes. Este pensamiento le lleva a salir fuera de sí. «Se le notaba, dice un co-nocido, que presentía su sacrificio y que él andaba fuera de sí; por eso que-ría salir cuanto antes de Tomelloso».

Y nació otro año, el año que sería el principio de su calle de amargu-ra; un año con aurora de sangre, como una amapola abierta, que se vestía de luto y de tristeza al salir de la cuna.

Ismael empieza a caminar por el sendero del dolor. Sigamos sus pa-sos...

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IV

«Rezad por mí. Adiós, hasta la eternidad»

«Desde ahora todo será más difícil; pero Dios lo quiere... ¡Ben-dito sea!»

ISMAEL.

Año 1937. Secunda jornada de la revolución roja, que con furias y ra-bias de guerra avanza amenazante. Los campos de España son fragosos la-berintos de batallas. Brigadas internacionales «rojas» cruzan los riscos del Pirineo, y Roma y Germania ofrecen a la valiente Iberia sus legiones, para ayudarle en la guerra contra el comunismo ateo, que amenazaba a Europa entera.

Por los pueblos manchegos se iba apagando el torbellino de la perse-cución. Verdad es que resucitó en algunos sitios y que nuevos aires con so-plos de crimen atizaban las brasas de la maldad; pero Tomelloso no sintió ya los calores del nuevo incendio. A Ismael, que se consumía en ansias por alcanzar el martirio y que «envidiaba a los que caían», según propia confe-sión, empezaron a caérsele las ilusiones de su corazón, como las hojas amarillas y melancólicas de los árboles en la tristeza fría del otoño.

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Al principio vio por todas partes altares para ofrendar su cuerpo en ellas, y poco a poco, esa dulce visión se iba desvaneciendo. Sin embargo, en el año que amanecía, empezaba su jornada de dolor, lleno el camino de espinas y cardos. Allá a lo lejos creía divisar su «calvario». Su plan de vida de estos meses del 37 fue poco más o menos que el del año anterior.

Agarrada a su corazón, como un pincho del campo a los mechones del ganado, llevaba una preocupación, que le punzaba más fieramente al pasar de los días: su quinta estaba a punto de ser movilizada. Por una parte (y éste era el pinchazo que le abría la herida) sentía el dejar a sus padres y familia y marchar a contradecir con las armas y aun con su sangre, las ra-zones de la verdad y de la justicia. Por otra, sin embargo, entreveía albo-rear el día tan querido de su alma: poder pasarse a las filas nacionales y lu-char junto a ellas, quemado por el mismo ideal.

Sentía perder la santa intimidad de sus amigos pero divisaba al dolor y al sacrificio que con un manojo de cardenchas le arañaban el corazón y ése era el sueño dorado, que al soñarlo, le hacía derretirse de felicidad. El continúa templando su alma en la oración y en el trato con Dios. Ha cocido una confianza tiernísima e ilimitada con la Santísima Virgen y el Rosario no se le cae de las manos. Amanece el tiempo del Señor. Ismael ha trabaja-do todo lo posible en la obra de su santificación; pero como «si el Señor no edifica 1a casa, en vano se afanan los que la trabajan» (Salmo 126-1), su alma está abierta para que El entre y obre como dueño absoluto. Además «el esfuerzo propio de mortificación nunca logrará purificar del todo un al-ma. Es necesario que Dios ponga la mano en esa obra, para que salga per-fecta. De ahí las pruebas a que Dios somete a las almas santas; pruebas tanto más exquisitas, cuanto mayor es el grado de Santidad a que están destinadas. «El Señor, dice el Sagrado Texto, prueba a sus escogidos, co-mo el oro en el crisol» (Sab. 3-6). Por eso, todos los Santos han tenido que pasar por pruebas más o menos dolorosas. De la conducta del alma en es-tas pruebas depende el resultado: si las sufre con paciencia y humildad, se logra el fin de la santificación; si el alma se resiste, no sabe soportar la prueba, entonces ese fin se malogra, como se frustraría la obra de arte, si el bloque informe se resistiese a la acción del buril o de la gubia que maneja el artista» (13).

Ismael va a ser probado con mucho dolor, con abandono y hasta con incomprensiones; él no se va a quejar, va a guardar tal silencio, hijo de su humildad y resignación, que admirará al mundo entero. Se aproxima esa

13 «El paso de un Angel», Excmo. Sr. Obispo-Prior. Pág. 100.71

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época y él se prepara a padecerla, con el sufrimiento de minuciosidades desagradables y con el constante vencimiento de sí mismo. Pasó la prima-vera del 37, como vuelo de blancas palomas y vino el verano con sus ardo-res sofocantes.

Y la quinta de Ismael fue movilizada.

* * *

Agonizaba el verano del año l937. Las eras estaban ya limpias y el grano recogido en los trojes. Empezaban a limpiarse también las bodegas, para recoger la cosecha de los plantíos, cuyos racimos revientan repletos de vida. La uva iba a estrujarse en el lagar. Trajín afanoso de vendimia en Tomelloso. Con las tintas del alba salen los vendimiadores hacia el campo, cantando hermosas tonadas regionales, que tiemblan entre la paz serena del amanecer septembrino. Y llegan contentos y bulliciosos a la viña tran-quila que mece entre sus pámpanos el beso del rocío que la aurora les ha dado con mimo. Cuando se asoma el sol y curiosea con sus rayos el seno de las parras, ya ha empezado la tarea con la alegría que anota Antonio de Trueba:

«Pero mirad qué alegres mozos y mozas invaden los viñedos desde la aurora.¡Ved qué alegría pregonan los cantares de la vendimia!»

¡Hermoso tiempo de la vendimia! También la guerra con manos ale-vosas organiza una vendimia de jóvenes muchachos, que en un lagar de dolor van a estrujar sus vidas, muchos en contra de lo que sienten.

Ismael quiere tranquilizar a sus padres que temen lo maten a traición y pide un aval en la «Casa del Pueblo».

«Lo encontré —me decía un amigo—, la tarde antes de marcharse, en la gasolinera de la plaza. Hacía mucho tiempo que no lo veía y lo saludé efusivamente:

— «¡De dónde vienes?— ¡Mira, chico, de que me arreglen estos avales porque mañana me

voy al “frente”! Los llevaré, pero no me servirán para nada. Ya sabes tú lo fichado que estoy y quizás cuando llegue allí, me den un tiro. Ahora que,

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como pueda y me den tiempo, yo te aseguro, que me cruzo en seguida a los Nacionales y lo primero que haré será visitar a la Pilarica.

Me abrazó y se despidió de mí diciéndome: “Hasta que termine la guerra o hasta el Cielo... ¡Adiós!»

¡Qué símbolo encierra la vendimia al lado de Ismael en esos días! Grande es el sacrificio que va a realizar, y se tiene designado sobre el altar.

Día doloroso para la familia. En la plaza están los «quintos» esperan-do la hora de la salida. Ismael sonríe con sonrisa que quiere disimular su amargura. ¡Si es un chiquillo! Su madre no lo deja. Abrazada a él no cesa de besarlo y de llorar. ¡Adivina tanto una madre!...

A la hora de marchar lo estrecha con más fuerza, quiere confundirse con él, meterlo entero en sus entrañas, y figurándose que lo van a matar a traición o presintiendo en su cariño materno lo que va a padecer y que no volverá a verlo, grita con llanto más amargo que las olas del mar: «¡Lásti-ma de mi hijo! ¡Ya no lo veo más! ¡Me lo matan, me lo matan!»

Ismael, sujetando su corazón, forcejea por librarse de los brazos ma-ternos, que lo ataban con el lazo más fuerte de amor que se conoce en la tierra, (los brazos de una madre) y dice, emocionado a todos los suyos: «¡Rezad por mí! ¡Adiós! ¡Hasta la Eternidad!...»; presentía su fin no le-jano.

Y marchó con otros compañeros y amigos, entre ellos Montañés y Sevilla (14), con timidez en el alma de traicionar sus ideales y pensando pa-sarse a las filas salvadoras de la nueva España.

En tal cruel despedida ha demostrado su entereza de carácter; pero en su corazón le dolían, como un latigazo de aflicción sobre el alma, las pala-bras de su madre, al besarlo por última vez. Una pena de angustia, silen-ciosa como un rayo de luna que escarcha los claustros en paz de una aba-día, invadió su pecho tranquilo, y comenzó a cantar con los demás, para matarla en su nacimiento. Si iba a sufrir por Cristo, lo debía hacer con ale-gría. Empezaba el amargor del martirio con los primeros traqueteos del tren. En su bolsillo llevaba, como un salvavidas, El Rosario de la Virgen, bajo cuyo amparo salía a enfrentarse con el dolor, con el demonio y con el mundo.

Vinieron en seguida las bromas y chistes entre los compañeros. Doce o catorce conocidos y del pueblo van con él además de los antes citados.

14 También aparecerá este amigo de Ismael en algún relato de esta biografía y en sus cartas.

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Al tren van subiendo más reclutas de otros pueblos y la alegría que antes reinaba, huye atemorizada ante las blasfemias y palabrotas que algunos di-cen y que le duelen como ofensas propias. Al escucharlas una mueca puso nota de mal humor en su rostro y metiendo su mano en el bolsillo, cogió el Rosario y se salió a la ventanilla, para rezarlo con tanta devoción como di-simulo.

Reunidos todos los reclutas en Ciudad Real, permanecieron allí unos días e Ismael salió después destinado a Cuenca, para incorporarse en servi-cios auxiliares. Sevilla, Espinosa y algunos más iban allí también, y Mon-tañés, el amigo querido, marchaba hacia Valencia.

Al pasar por Cinco Casas vieron a sus familiares. Allá a pocos kiló-metros estaba el pueblo amado. Después de todo marchaba contento, por-que, por de pronto, se había librado de ir al frente de batalla, a luchar contra quienes defendían a Dios y la Patria, sus principales amores.

Al llegar a Cuenca, el primer alojamiento que nos dieron —cuenta Sevilla— fue el Seminario de dicha ciudad. La hermosa Capilla era nuestra sala para dormir e Ismael se nos adelantó y escogió el sitio donde estuvo el altar, para colocar allí su colchoneta. Aquel sitio le recordó a su Dios Sa-cramentado y, alimentado de ese recuerdo, lo escoge para su reposo. Le causó dolor ver la casa del Señor en ese estado y para calmarlo con medi-taciones al vivo puso su cama donde antes estuvo la Cabaña del Amoroso Pastor,

Desde Ciudad Real escribió a su casa y como no estaba seguro no le contestaron. El día nueve de octubre del 37 escribe desde Cuenca dando explicaciones de su estancia y derrochando humor y tranquilidad, para no alarmar a los suyos.

«Queridos padres y hermanos: Estas cuatro letras son para hacerles saber, que hasta ahora no sabemos nada de lo nuestro, pues algún día que otro suelen marchar los de las brigadas —o sea, los útiles para todo—; pe-ro nosotros, los auxiliares seguramente nos quedaremos aquí en el cuartel, para los servicios del mismo, pues nos han empezado a enseñar las princi-pales obligaciones; pero todavía no hay nada en concreto.

»Estamos catorce del pueblo y siempre estamos de bromas, habién-donos ganado las simpatías de todos los compañeros. Por mí no se preocu-pen, porque estamos muy bien; todos estamos juntos en la misma habita-ción con unas ventanas formidables. Es un sitio sano y hermoso. Ahí les mando una postal, para que vean qué sitio tan hermoso es éste».

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Continúa aconsejando a sus hermanos menores y a Jesús le enco-mienda especialmente la guarda de su armariejo, donde tenía sus cosas: «Jesús, cuídame del armariejo. A ver si eres formal, que te has quedado de mozo mayor de la casa y tienes que ser formal y hacerte respetar de tus in-feriores; pero primero tienes tú que serlo. Luis, a ti te digo lo mismo, y a ver si se te quita el mal genio que tenías etc. Supongo no os enfadaréis por esto. Escribidme todos».

No recibió contestación y el día once del mismo mes vuelve a escri-birles en el mismo tono: «Queridos padres y hermanos: Sólo cuatro letras para decirles la intranquilidad que tengo, de no haber tenido noticias de Vds., pues llevo escritas, en seis días que ha que salimos de Ciudad Real, seis cartas y todavía no he tenido contestación... Díganme si ocurre algo. Esta mañana lo hemos pasado formidablemente, pues hemos estado tocan-do Tomás, Sevilla, Espinosa y yo con una guitarra y una bandurria que te-nía el cocinero de oficiales y se ha armado la de San Quintín. No sabían dónde ponernos los compañeros». Da la noticia de que extraofícialmente ha oído van a salir para Madrid y los tranquiliza diciendo que no es nada oficial. Sin noticias de su Presidente, les dice: «Díganme si saben algo de Montañés».

Por fin recibe carta de su casa y muy pronto les contesta con una de-tallada descripción del equipo militar que le han dado y les comunica que tienen orden de salir de Cuenca aunque no sabe a qué lugar. El día l7 les escribe desde Embid... «Hoy cojo la pluma para comunicarles que me en-cuentro en Embid a ocho kilómetros de Cuenca en la Compañía Divisiona-ria de Transmisiones. Estamos muy bien, pues hemos tenido suerte. Esta-mos juntos los del pueblo No es un pueblo esto, ni siquiera aldea, (una co-sa parecida a los «Cerrillos») (15); pero el chalet donde está el cuartel es más bonito. Hay mucha arboleda, mucho monte, y pasa un río...» Así es poco más o menos otra que remitió el 23, desde Embid también, preocu-pándose de si hacían «cola», para comprar víveres y diciendo: «Cuando es-criban, díganme si andan bien de pan, pues me acuerdo mucho, al ver que a mí me sobra». El está contento con hallarse en tal sitio tan sano y hermo-so, porque su alma limpia veía allí las huellas del Creador y comenta que los muchachos de Madrid decían «que era un destierro y sólo están a gus-to, porque había comida». «Hace frío; pero nosotros no lo tenemos, pues estamos bien abrigados».

15 Especie de casa de campo que hay en el término de Tomelloso.75

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En noviembre escribe cuatro más, pero ya desde Cuenca, a donde ha vuelto con Sevilla. La última está fechada del 23: «La presente —dice— es para comunicarles que nos ha llegado la hora de partir de este Cuenca tí-pico. No sé a dónde iremos y a dónde nos llevarán. Creo, según dicen, que vamos a un sitio donde estaremos mejor que aquí; pero con todo, que sea lo que D. (esta D. que significa Dios, la oculta entre una raya) quiera. Pa-ciencia y resignación. Ya les escribiré, cuando lleguemos a donde nos lle-ven, como siempre lo he hecho».

¿Y su vida espiritual en este tiempo? ¿Perdió cuanto tenía ganado? Todo lo contrario; según los informes de Sevilla, «Ismael se hizo un Rosa-rio de nudos en una cuerdecita y terminaba un poco deshilada, para disi-mular que estaba deshaciéndola, si lo encontraban rezando». «Había días que no comía porque repartía su ración entre quienes veía se quedaban con hambre». Le gustaba quedarse haciendo guardia de noche, porque en ello hallaba ocasión propicia para mortificarse y orar. Dejaba dormir a sus compañeros toda la noche, mientras que él les hacía el servicio. Hubo en el cuartel (el Seminario de Cuenca) un buen señor apellidado Camacho, a quien el S. I. M. lo perseguía, para asesinarlo. Lo escondieron Ismael y sus amigos y una noche que él estaba de puertas, lo dejó salir en busca de un refugio mejor.

Como Sevilla veía que tomaba poco alimento, lo llevaba a la cocina (era él cocinero) y le obligaba a tomar algo. Le buscó un sitio retirado y oculto en aquella cocina. Era un pequeño cuarto donde oraba y cumplía con sus prácticas de piedad. No era esto sólo: «Aprovechaba los paseos, para retirarse a las arboledas del río y allí entregarse a la oración. Cuando nos dábamos cuenta de ello, Ismael había desaparecido». Allí recordaba a su familia y añoraba el tiempo en que podía comulgar y pasarse largos ra-tos a los pies del Maestro Sacramentado. Por aquellas arboledas, ya pela-das, del río, el grito áspero y agudo de los pájaros otoñales parecía quere-llarse con él..., el eco de su pena que ofrecía al Señor...

Durante el tiempo que estuvieron en Embid, llovió mucho y viendo que un amigo llevaba casi siempre mojados los pies, pues sólo tenía alpar-gatas, se desprendió de sus zapatos y se los dio. Cuenta él mismo (este he-cho lleno de sencillez) en una carta a sus padres: «Me he comprado unos zapatos, pues los míos se los di a otro que no tenía porque estaba en alpar-gatas, cuando estábamos en Embid y siempre estaba lloviendo y tenía los pies siempre chorreando y fui y se los di».

Siempre lo mismo: piadoso, caritativo y alegre.

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Al fin, hacía el mes de diciembre, fue sacado de Cuenca y llevado al frente de Teruel. En Mora de Rubielos los separaron de Sevilla. Al despe-dirse le dio un abrazo y lleno de emoción le dijo: «Desde ahora todo será más difícil; pero Dios lo quiere… ¡Bendito sea!»

Empieza el sacrificio heroico y sublime de su vida.Veamos cómo perfila Dios la forja de los Santos.

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VII

El amigo dolor

(En el frente de Teruel)

«El saber sufrir es una virtud que se debe conquistar».

SALVANESCHI

Amor que no se prueba en el crisol del dolor, es portador de imper-fecciones. Quien ama mucho, está dispuesto a padecer mucho por la perso-na amada. E1 sufrir por amor, demuestra llevar en el pecho un corazón muy generoso y tener aprisionada entre la carne un alma capaz de todo lo grande y heroico. Encendiendo el combustible de ese amor con el fuego de la caridad divina, quien sufre y ama así, camina por las vías de la perfec-ción cristiana.

«El dolor —ha dicho el Cardenal Cerejeira— es el portero de todo lo grande. Quien no es capaz de sacrificarse, no es capaz de amar». En estos tiempos de materialismo ateo el mundo se afana por desterrar el dolor de sus parcelas. Ante su aparición se grita y se maldice, en vez de salir a reci-birlo con cara de bondad la resignación cristiana.

En sentir de Salvaneschi, se le trancan las puertas y se le cierran las ventanas; pero él, que es patrimonio y soldada del mortal, se filtra cruel

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por todas partes y entonces es cuando clava sus dagas sin piedad. El alma cristiana, sabiendo que el dolor fue santificado por el Mártir Divino, cuan-do nos trajo la Redención, lo mira como un amigo y cuando advierte su presencia en su morada, sale sonriente a recibirlo, ofreciéndole el hombro para apoyo.

Y así es como pudo decir la monjita santa de Lisieux: «A mi entrada en el convento, me salió al encuentro el dolor y lo abracé llena de amor». No es menos significativa esta otra frase de una jovencita zaragozana Ma-nolita Pascual Gil, que atacada de tres tuberculosis, sin padres, recogida por caridad en casa ajena y cuando más padecía, dijo en un sollozo enamo-rado: «Si Jesús me hiciese bajar de la cruz, moriría...»

Hoy se quiere sufrir poco con santa resignación, porque no se ama a Cristo, el Varón de Dolores que padeció lo que decirse no puede, por con-graciarnos con el Padre.

Ismael ama sinceramente a su Dios. El Señor va a probar ese amor entre las amarguras del padecer y se ve que tal dilección «es más fuerte que la muerte», sacará de este destierro su alma hermosa, para recompen-sarla en su Reino, donde, según San Pablo, «ni la vista pudo ver, ni el oído pudo oír, ni mortal alguno pensar lo que Dios tiene preparado para después de la muerte».

Es el momento de amar padeciendo; sobre los débiles hombros da Is-mael deposita el Señor su Cruz y él la carga gustoso, y cuando cansado la deja caer, no es para huirla, sino para clavarse en ella, como una víctima sobre el altar, dispuesto a su divino beneplácito; porque para estas almas tan enamoradas del dolor, «el vivir crucificadas con Jesús les persuade que sólo así corresponden, en cuanto cabe, al infinito amor del mismo Reden-tor» (16).

La sed que tuvo de padecer, la va a saciar en un piélago de dolores, que darán a su alma un acusado perfil de santidad. No es de extrañar que «Camino» tenga entre sus números uno que elogie así el padecer: «Bendito sea el dolor; amado sea el dolor. ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! (208)». Eugenio Zolli, el gran Rabino de Roma, exclama en «Mi encuentro con Cristo»: «¿Qué cosa más pura, más grande, más santa, más humana y más divina que el dolor? En el dolor el hombre se encuentra con Dios; en el dolor y en el amor el hombre se levanta hacia Dios; en el amor y en el dolor, Dios se funde con el hombre»; y para corroborar esto, dice Ratisbonne: «Del Calvario al Cielo, no hay nada más que un paso».

16 P. Basilio, Pasionista, «La vida sobrenatural». Enero - Febrero, 1941.79

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Ismael sufrirá mucho; su cuerpo y su espíritu sentirán en toda su cru-deza el bisturí del dolor; pero las llamas de su amor más fuerte que la muerte, sabrán acallar en un silencio admirable, las quejas que levante.

Aquel jovencito débil, pero animado, se abraza al amor y al dolor, sonriendo como un niño, para libar en ellos una dulzura espiritual que sólo las almas dispuestas al sacrificio, puede y saben saborear: «En el amor —dice Salvaneschi— es necesario hacer como las abejas: que aman las flores no por su belleza, sino para sacar el néctar necesario para la miel. En el do-lor hay que hacer como las ostras, que saben cicatrizar la propia herida con una perla; pero si el amor no da miel y el dolor no produce una perla, esta-mos ante dos falsificaciones del amor y del dolor».

* * *

Al principio del mes de diciembre Ismael llegó a las avanzadas del frente rojo, en las orillas del Alfambra o en los alrededores de Teruel. Ha-cía un frío intenso. El iba huérfano de amistades íntimas en cuyos corazo-nes pudiera verter los silos de penas que tenía en el suyo. ¡Y fueron tan grandes las que allí encontró!

El día trece del mismo mes escribió a su casa esta carta: «Ante todo les pediré perdón por no haberles escrito antes, pero ha sido porque en po-cos días hemos recorrido medio mundo y hasta quedar en sitio fijo no he querido hacerlo. Ahora que parece que hemos llegado a nuestro destino, cojo la pluma, para decirles que estén tranquilos, pues estoy muy bien y con muchas ganas de comer...

»Aquí hace mucho frío; pero estamos bien abrigados y apenas lo sen-timos. No se apenen por nada, que yo estoy muy bien. Coman (si es que lo hay), beban» rían, canten... y no se preocupen, que yo estoy bien».

El buen hijo anima a sus padres. Ya sufría; ya debía estar algo enfer-mo, porque en esta misma carta, veladamente y en una frase casi sin senti-do les dice: «...teniendo salud y lo principal de este mundo... (que no falte) hay siempre vida. Lo que fastidia es que estamos muy lejos de eso; pero... ¿qué se le va a hacer? Luego se estará más cerca». ¿Luego? ¿cuándo? ¿en el Cielo? Allí hay salud eterna sí. ¿Quiere decir esto Ismael en su carta? Parece ser que sí, aunque la frase no es clara.

El primer encontronazo con el dolor, lo sufre su alma dos días más tarde, cuando se inició la batalla de Teruel por parte de los «rojos». El P. Florentino del Valle, S. J., la describe así:

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«La línea del frente se extendía a lo largo de un paisaje pintado en to-nos ocres, como tierra de hierro, de grandiosidad imponente...

»Las parameras turolenses son secas y extremadamente frías, coa vientos que cortan las carnes; la nieve había hecho su aparición y muy po-co después iba a ser la gran aliada de la guerra en el destrozo de cuerpos por congelación, al paralizarse las operaciones. El 15 de diciembre del 37 la iniciativa roja dio el empujón largamente y con derroche preparado; las Agencias extranjeras estaban oído alerta; trenes blindados aproximaron al-gunos capistostes rojos, para disfrutar del espectáculo de la victoria que daban por descontada y que ofrecía al mando, en grandes titulares, una ca-pital de provincia ganada a los nacionales. Era justamente tres días antes de comenzar la ofensiva sobre Guadalajara, preparada por los nacionales. De esta circunstancia se aprovecharon los rojos, para desencadenar su ofensiva con más de cien mil hombres concentrados por aquellas parame-ras y al socaire de los cerros que expresivamente llaman «muelas» los del país. Una tenaza férrea y ahogadora, como dogal que aprieta con asfixia de muerte, aprieta la ciudad por el Norte y por el Sur. El 8 de enero son due-ños de ella los rojos. Para poco tiempo...»

El indefenso Ismael se vio envuelto entonces entre gentes soeces ex-tranjeras, lo peor de Rusia, Holanda y Francia, que con frenesí loco se en-tregaban a espasmos y fiestas escandalosas por aquella pobre victoria. Se le amargó el corazón.

Tuvo que sufrir blasfemias contra Dios, él que tanto lo amaba, y las angustias sin cuento que con eso padecía, llegaron a hacer mella en su complexión delicada. El mismo manifestó a Don José Ballesteros, cuando se lo encontró en el Clínico de Zaragoza, que había sufrido más por las blasfemias y conversaciones que oía a los milicianos en las trincheras, que por todos los fríos y privaciones de aquellos días terribles, en los que su cuerpo destrozado por los suyos, pudiera haber caído sobre el blanco suda-rio de nieve que cubría los campos yermos de Teruel,

«De aquel Teruel tan estéril como duro en la pelea, avaro de sangre humana para fecundar sus tierras.Te nombran ¡con qué dolor! las madres y casaderas..., que les bebiste su sangre, para escribir tu epopeya».

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— «Cuando esto pasaba —le dijo a Don José abriéndole su alma—, apretaba muy fuerte mi Rosario y rezaba...»

Las ofensas a su Dios con aquellas blasfemias y dichos le partían las entrañas de dolor y así el citado Don José escribe: «Es muy justo que su conducta, sus hechos, su profunda piedad, su acendrado sentir católico se dé a conocer a los cuatro vientos, proponiéndole como modelo de Jóvenes de la Acción Católica, figurando su nombre entre los de aquellos que por ser los mejores, triunfaron, víctimas del odio satánico. Digo que fue vícti-ma del odio satánico, porque los muchos sufrimientos morales que ator-mentaron su espíritu durante su estancia en la zona roja, aceleraron su muerte. Las horripilantes blasfemias que de labios de aquellos malvados, que le rodeaban, constantemente oía, le hacían sufrir de una manera espan-tosa (según propia confesión), y para desahogar sus tristezas, se retiraba donde nadie le viera y allí lloraba, hasta poder calmar su tormento moral».

Allí también, en aquellas trincheras, hubo de padecer vejaciones que lo pusieron en el lindero del martirio. Es Don José Ballesteros quien tam-bién cuenta estos hechos:

«Un día un grupo de milicianos, con el comisario al frente, se pusie-ron a blasfemar y a decir palabras indecentes. Ismael se calló y su silencio acompañado de un gesto de desagrado en su cara, lo delató como «fascis-ta» y «beato» (palabras de ellos)».

— ¡A ver, di esto...! —y un descastado de aquéllos, ruin y perverso, le propuso decir una asquerosa blasfemia, que a Ismael le hizo llorar en su interior.

Un silencio valiente de aquel muchacho fue la respuesta obtenida.Vinieron entonces los insultos y burlas. El callaba. Blasfemar... ¡ja-

más! También insultaron y se rieron de Cristo, a quien no quería ofender.— Di esto... —le volvieron a insistir con amenazas. Silencio varonil,

pero que hablaba muy fuerte, fue la contestación. Desesperados y rabiosos «le incitaron a la fuerza a blasfemar y ante su resistencia y obstinado silen-cio, le insultaron y le dieron dos bofetadas».

Lo sufrió Ismael con ejemplar resignación por amor a Dios y salió triunfante de aquel asedio infernal, en el que hasta matarlo quisieron. Y no fue esto una sola vez, pues Don José dice que «hubo ocasiones que aque-llos impíos quisieron hacerle blasfemar».

De aquí tomaron pie los disolutos y blasfemos, para insultarlo y ve-jarlo y mucho fue lo que debieron hacerlo sufrir aunque él en su humildad

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lo callara, porque cuando en San Juan de Monzarrifar vació la intimidad de su alma en el corazón del bondadoso capellán, se quejaba: «Después, pude comprobar en el ejército rojo y en las trincheras el desconocimiento horri-ble de la religión en las masas, la falta de fe, el odio a Cristo». «Y como queriendo expulsar de su mente el recuerdo de tanto padecimiento por es-tas causas, exclamaba cerrando sus ojos: «¡Oh trincheras rojas, con qué horror os recuerdo...! Ya le hablaré de esto, Padre, cuando haya descansa-do un poquito... ¡Qué cerca tuve la palma! ¡Qué martirio para mí no haber sido mártir! ¡Qué envidia me dan los jóvenes de Acción Católica que han muerto mártires! ¡Se hizo la voluntad del Dios, bendito sea!»

Se juntaron a este sufrimiento, las penas y fatigas de una vida cas-trense dura, mal vestido, famélico, con el frío metido en los huesos, pues aquel invierno del 38 bajó la temperatura de tal manera, que los soldados se quedaban congelados e ingresaban a miles en los hospitales con los pies y las manos heladas. Aumentó el frío una intensa y crecida nevada que sembró de blancura aquellos campos tenebrosos de muerte y odio.

Perseguido como estaba, los puestos más difíciles y penosos debía ocuparlos, para hacerle sufrir y más bien de noche, cosa que él agradecía, pues entonces se entregaba con más libertad a la oración y a rezar con sus dedos el Rosario a la Santísima Virgen, la Madre que tenía en su corazón un altar de cariño y de virtudes. Allí era donde callaba paciente ante el do-lor, porque «quería sufrir por Dios y por España»; y no desperdició en va-nas quejas el cáliz que le ofrecía Jesús.

Escribió a sus padres pidiendo algunas ropas de abrigo y el día 25 de enero del 38, contesta agradecido a su hermana Antonia que se las ha man-dado: «He visto —le dice— que te has tomado interés por mandarme lo que he pedido a casa; no quería molestaros, comprendiendo lo que por ahí pasa; pero es que tengo que hacer guardia de noche y además...»

También los amigos estaban presentes en su mente y en su corazón y, sabiendo el paradero de Pedro, le escribió esta carta, que el mismo Pedro comenta, para que nos demos cuenta de las frases de Ismael:

«Alfambra, 1 de febrero de 1938.»Querido y estimado amigo Pedro: Desearé te encuentres bien, al es-

tar la mía en tu poder; yo quedo bien gracias... (a Dios, quieren decir los puntos suspensivos).

»No dudo te habrás enterado que me encuentro en el frente de Teruel, donde tan gloriosas páginas está escribiendo nuestro gran ejército popular, (burla grande en verdad la de Ismael, pues precisamente en aquellos días

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se daba la contra-ofensiva del Ejército Nacional, que produjo tantos desca-labros a los rojos y que terminó con la ruidosa victoria sobre ellos con la conquista de Teruel y catorce pueblos más).

»Ahora estoy orgulloso de haber venido (¿veía ya cerca el día lumi-noso de unirse a los suyos?). Esto no es tan fiero como lo pintan; pues las penalidades corporales que esta guerra lleva consigo, tendrán el fin más agradable y más justo que nosotros podríamos esperar: la libertad de nues-tro pensamiento con la paz adquirida por nuestro tesón y heroísmo. (Da a entender aquí que todos sus sufrimientos corporales los lleva con resigna-ción y los ofrenda a Dios siempre por el triunfo de España católica, con-fiando que Este lo concederá y entonces vendría el fin agradable de la «li-bertad de nuestro pensamiento», esto es, de poder portarse públicamente como cristianos).

»Aquí sólo se necesita serenidad, esperanza y fe en la victoria. (Esto es: serenidad, ser prudente; esperanza en Dios y fe en la victoria del Ejérci-to Nacional, que era la victoria de Cristo).

»Antes de ayer recibí carta de Miguel en la que me dice que le pre-guntas muy a menudo por mí...

»Me decía también que habían estado sus padres y hermana Lola en Valencia a visitarlo. Creo que lo han pasado muy bien y durante su estan-cia en ella, pues creo que han tenido la suerte de encontrarse con el amigo Jesús, quien los trató como ellos se merecen, pues desayunaron con él y to-do ¡qué suerte!... ¿No lo crees tú así? (Quiere decir que su amigo Miguel y familia habían comulgado). El lamenta con envidia santa el no poder ha-cerlo, pero ofrece al Señor ese deseo y espera con paciencia el momento en que pueda recibirlo).

»Pero tú no podrás envidiarle, porque también te lo encontraste estas Pascuas, pasándolas en su compañía. Yo, sin embargo, no tengo esa di-cha… ¡paciencia!

»Sin otra cosa por ahora, recibe un fuerte abrazo de este tu amigo que no te olvida. —ISMAEL».

Se comenta así esta carta, porque Pedro y él se habían dado la clave secreta de comunicarse las noticias que en aquellos tiempos no se podían dar públicamente y por ello comprende el significado de todo.

Ismael no tiene la dicha de comer el Cuerpo de Cristo; pero ha tenido ocasiones, para satisfacer un poco el ansia que tenía de sufrir por El. Antes

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de blasfemarlo, ha preferido que lo ridiculicen y abofeteen y hasta se hu-biera dejado matar.

Ya esperaba él que en una de aquellas noches frigidísimas alguien le abriera las puertas del Cielo con un tiro a traición, por no querer blasfemar, por ser bueno, por estar al lado de la verdad. «¡Dichosa tal muerte —diré con el Beato Juan de Avila—, mártir sería el que la padeciese, porque todo aquel que muere por la verdad de Dios, o por el cumplimiento de algún precepto, verdadero mártir es!»

El frío, la nieve y tanta molestia corporal le hicieron contraer un res-friado, que con seguridad fue el principio de la cruel enfermedad que le llevó al sepulcro.

Escribiéndole a su hermano mayor, para que lo enterase de lo que le había pasado en Madrid, donde fue herido, se lo cuenta: «Yo estos días he estado un poco resfriado y el resplandor de la nieve me ha quemado los ojos de tal manera, que tan sólo en la noche puedo abrirlos y cuando los abro en la luz, me duelen. Ya veis cómo yo os digo lo que pasa...»

* * *

La herida que los rojos hicieron en el Ejército Nacional había que restañarla con el desquite de una victoria aplastante. Así se piensa y empe-zaron los preparativos para la gran batalla.

Ismael hace guardia por la noche. Tiene orden de comunicar todo lo que sienta oiga y vea durante su servicio.

Él no quiere vender a las tropas de Franco; pero su delicada concien-cia no le deja mentir. ¿Qué haría? Lo cuenta Don José Ballesteros: «Se preparaba por parte de los Nacionales la contra-ofensiva y para eso afluían al frente aquel caravanas interminables de camiones con fuerzas, por lo que todos los centinelas debían comunicar, al terminar su guardia, el nú-mero de camiones que habían apreciado debían haber llegado. Ismael se veía en el apuro de decir la verdad y hacer daño a los suyos (como él mis-mo decía) o mentir y obrar en contra de su delicadísima conciencia. Una noche se taponó los oídos, cerró los ojos y empezó a rezar el Rosario cosa que hizo todos los días, contando con los dedos las Avemarías. Llegó el Comisario y, al notar que Ismael no le echaba el alto, sospechó que se en-contraba durmiendo y estuvo a punto de dispararle su pistola. Cuando ter-minó su guardia, sin tener que mentir, pudo decir:

— No he visto, ni oído camión alguno en mi hora de vigilancia.

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Hizo todo lo posible por cruzarse a los Nacionales; peco por todas partes era espiado. Y sufría callado el martirio que diariamente le propor-cionaban con las blasfemias, los escarnios y las amenazas. ¡Qué no pade-cería el buen Ismael en aquella temporada del frente, cuando hallándose en un mar de dolores y agonías, sintiendo cerca de sí la muerte, le decía al ca-pellán de San Gregorio con una exclamación más amarga que un vaso de lágrimas y cerrando los ojos con angustia, como para espantar terribles vi-siones: «¡Oh trincheras rojas, con qué horror os recuerdo...!» Su humildad y deseo de sufrir en silencio por Cristo, nos han ocultado los tormentos de aquella criatura en aquel «infierno rojo». Sólo el día del Juicio sabremos lo heroica y santamente que supo ser víctima callada Ismael.

Únicamente las almas enamoradas y hermoseadas con la gracia del sacrificio, saben padecer así. Ya dijo Oscar Wilde en la balada de la cárcel de Reading: «El placer para el cuerpo hermoso; el dolor para el alma be-lla».

Y llegó el día de la gran batalla, gesta gloriosa del Ejército Nacional que la escribirá la Historia con luz y heroísmo.

Al fin, llegó como una ola arrolladora que salta furiosa por los esco-llos y después deja, como una caricia suave, un beso de espumas, avanzan las tropas de Franco, reconquistando tierras, devolviendo la paz y como un paso de alegría, por donde antes todo era sufrir. Dejemos aquí la palabra al P. del Valle, S. J.:

«El 5 comenzó la bonita ofensiva nacional. El ala izquierda, el Cuer-po del Ejército Marroquí, lo mandaba Yagüe. En el ala derecha, el Cuerpo del Ejército de Galicia lo dirigía Aranda; el centro quedaba constituido por la División de Caballería y por la quinta Bandera de Navarra, al mando de Monasterio y Bautista Sánchez. El 4 está todo preparado; la moral de las tropas es elevadísima; abre fuego la artillería y hace destrozos a ojos vis-tas. Se lanzan decididamente al asalto; van cayendo cotas y pueblos. La primera de Navarra se filtra por todas partes con empuje irresistible y en-vuelve el gran sistema de defensa marxista, que tiene como centro el pue-blo de Pancrudo, uno de los sistemas más fuertes y potentes que levantaron los rojos en el decurso de la guerra. El ala derecha, dejando atrás varios pueblos, toma la dirección del Alfambra, para cortar el repliegue enemigo en el pueblo del mismo nombre. Los caballos terminan la jornada, termi-nan la gran carrera de obstáculos felizmente salvados, abrevándose con de-leite en el Alfambra...

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La gran sierra Palomera, puesto tan temido queda a la espalda, y que-dan catorce pueblos ganados».

En aquella jornada Ismael cae prisionero. Lo que deseaba, era ya una feliz realidad; pero...

Cuando Ismael vio que la batalla era perdida pasó con un muchacho de Madrid, dice Sevilla, el río que hay al pie del pueblo (Alfambra). Allí se debió quedar en la retirada y allí cayó prisionero».

Se dice que un soldado le dijo a gritos: «Ismael, corre».— No, yo me quedo tras esta piedra, que avanzan ellos...El debió contar aquel momento terrible a su enfermera en el Clínico

y así lo narra el P. del Valle, S. J.: «Obligado a entrar en batalla, al sentir el paso acelerado del Ejército Nacional, al ver que llegaba el día tan suspira-do de juntarse con los suyos, tiró el fusil, se quedó de pie; apretó entre las manos la medalla de la Virgen y comenzó una invocación febril y confia-da. Las balas silueteaban siseantes su cuerpo; huían sus compañeros blas-femando o caían pesadamente al suelo, mortalmente heridos. El, erguido como una estatua orante, esperó hasta que oyó la voz imperiosa de ¡manos arriba! y de entregarse...» «Lo cogieron prisionero y le trataron con digni-dad».

Y cuando en su corazón nacía la flor hermosa de la alegría, su alma fue iluminada por el Espíritu Santo, con la inspiración de continuar en el anónimo y sufriendo, para hacerla bellamente divina y heroica ante la pre-sencia de Dios.

Ismael, guiado por el Divino Agente, va a realizar el acto más subli-me de su vida sencilla.

«Sólo las almas grandes —dice Salvaneschi— las excepcionales, las de rápidas reacciones, intuyen que el propio destino no es sólo el dueño, sino el soberano, sin cetro y sin corona, del inmenso reino del dolor».

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VIII

«Quería sufrir por Dios y por España»

(En los campos de concentración)

«Ven a sufrir conmigo; yo te ungiré con óleos, con aceites de perpetua salud; tu dulce Amigo, Señor de los Amores, puso en la entraña del dolor deleites de divinos sabores».

RICARDO LEÓN

Hay un libro por esos mundos de Dios, que es un chorreón de luz, pa-ra iluminar los caminos difíciles de la vida. Lo ha escrito un ciego italiano que ha sabido encontrar resplandor en las tinieblas de su noche. Lleva por título «Consolación» y el nombre de su autor es Nino Salvaneschi. En el tratado «Ante las Horas de abatimiento», trae una bellísima página con doctrina que tiene sabor de Evangelio:

«La sabiduría que lleva al alma hasta el misterio de Dios se llama ex-piación, renunciamiento y sacrificio, y el dolor es siempre, en consecuen-

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cia, un maestro iniciador. Se podría señalar sus tres grados místicos en el conocimiento, en la lucha y en la alegría; es decir:

El «Durch mitleid wissend» de Parsifal: por la compasión al conoci-miento, porque sin piedad amorosa no existe la comprensión.

El «Durch sturm empor» de Beethoven: a través de la tempestad, ha-cía lo alto, porque sin lucha no hay conquista del ideal.

El Durch leiden zur freude» de Liduvina: por el sufrimiento a la aleg-ría, porque el dolor es la misteriosa elevación del alma que anhela su pa-tria».

Parece esta página una acuarela de la vida de Ismael que empieza ahora.

Dios manifiesta sus misterios y grandezas a las almas sencillas. A la luz del Espíritu Santo y de su amor, Ismael comprende lo que por él ha su-frido Cristo, y con piedad amorosa quiere también él padecer por su Re-dentor. Quiere alcanzar el santo ideal del sufrimiento, y ve que para ello necesita la lucha diaria con las contrariedades de la vida ¡y lucha varonil-mente! Sabe que su patria es el cielo y que para llegar a él es necesaria la negación de sí mismo, y se une al dolor, como a un amigo, para hacer jun-tos la ascensión.

Al ser prisionero Ismael, acaricia en su mente un ideal: ¿no ha queri-do ser mártir?; ¿no fue su deseo padecer? Pues esta es la hora. Y cuando la felicidad de no estar entre los rojos aflora a su alma, determina ser mártir, padecer, gustar el acíbar del abandono y del dolor.

Al verse entre los nacionales, no gritó con alegría loca, sino que hu-milde y callado se entrega como un prisionero más. Dio gracias en su inte-rior al Señor; se agrupó con otros prisioneros y apagó en el deseo de pade-cer la alegría, que le brotaba a borbotones. El paciente Ismael no dice: «Yo soy adepto al régimen; yo he sido maltratado en las trincheras rojas por ser de ideales buenos; yo he deseado ardientemente este momento, para ser fe-liz...» No; él «allá va, dice el P. del Valle, S. J., formando en la humillante fila de los vencidos, camino de Teruel; allí es alojado en el campo de con-centración y va oyendo las primeras frases comparativas o los primeros in-sultos hirientes, o se le clava en el alma risa burlona de los que le contem-plan como derrotado».

Ismael entonces calla, sufra y reza. No puede desahogar su espíritu con nadie y ora humilde, pidiendo ayuda al Señor, para soportar aquel in-cruento martirio que le laceraba el alma.

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Cuando en el campo de concentración se procede a hacer la ficha, él, sencillo, se agrupa con todos. Ve que unos quedan libres por disculpas y méritos que lo alaban; que otros, al callar, por no tener que alegar, son considerados como malos y sospechosos y quedan en calidad de prisione-ros. Ismael, lleno de amor de Dios y haciendo un heroico sacrificio, de-cidió callarse.

— ¿Su nombre?— Ismael Molinero Novillo.— ¿Edad?— Veinte años.— ¿De dónde es?— De Tomelloso (Ciudad-Real).— ¿Qué dice Vd. de sí mismo?— ...Nada...Pero, Ismael, ¿nada? ¡Tú! Tesorero de la Acción Católica de Tome-

lloso, joven de virtudes y vida altamente cristianas, que odiabas a los rojos y su régimen ateo y desmoralizador; tú que te has visto en los umbrales del martirio por ser católico y buen español, ¿dices que nada?, ¿estás loco?

Sí, loco con la santa locura de la cruz. Era aquello que sintió decir al P. Director de los Ejercicios Espirituales, cuando los hizo en el Seminario de Ciudad-Real:

«Hay que buscar el abatimiento; el humillarse por Cristo; el ser teni-do por loco por amor de Cristo; el padecer por Cristo»...

Él no se avala; con nada se disculpa. Allí mismo había un capitán de su pueblo, conocido y casi amigo suyo, y se oculta y no busca su protec-ción. ¡Calla! El descubrir sus ideales y su personalidad en la Acción Cató-lica, lo hubiera libertado; pero Ismael estruja el corazón que llora sangre, que agoniza de torturas ¡y calla! calla con aquel silencio santo y sublime que lo ató al sacrificio y al dolor.

¡Qué difícil es callar, para padecer! ¡Cuánto cuesta ser hostia callada, cuando unas palabras tan sólo, una pequeña aclaración, pueden traer el go-zo!

Ismael calla y sufre. Un relato sencillo de sus padecimientos en el frente, que pueden declarar ser verdad los demás prisioneros que con él se hallaron, puede ponerle en libertad; sin embargo él calla, «porque quería sufrir —son sus palabras— por Dios, por las almas y por España». Com-

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prendía con Santa Teresita, que «con el sufrimiento precisamente se salvan las almas».

Como no puso ninguna justificación que lo avalase, es destinado a un campo de concentración de Teruel.

Allí empezó su vida de soledad y sufrimiento, orando mucho y reno-vando todos los días y a todas las horas la oblación de sus dolores físicos y morales. En aquel encierro no tenía compañeros íntimos, pues los que allí había o no comprendían su sacrificio o eran de ideales políticos y religio-sos disconformes con el suyo. ¡Qué sublimidad de alma en tan desolado martirio!

Ismael subía al Calvario por un sendero de dolor y silencio; a lo su-mo, sonreía. Era como esas violetas ocultas del camino, que devuelven un beso de aromas al calcañar que las pisa. Y a él lo pisaba el Mártir del Gól-gota, «¡cómo no iba a sonreír! Si había sido su anhelo el martirio, ¿cómo iba a quejarse, cuando el dolor le ofrecía la palma?

Tanto sufrimiento, tanta miseria y escasez, tanto frío y abandono le ocasionaron una terrible pulmonía en el campo de concentración de Te-ruel, que mal curada, fue el principio de la dolorosa tuberculosis que lo mató, ¡y en aquel trance tan amargo Ismael calla, sufre y reza...!

Había aprendido del Maestro Sacramentado a sufrir callando. Y para no dejar de sufrir, no quiso decir nada de su enfermedad. El corazón grita: el alma llora; la naturaleza no puede resistir; pero el amor a Dios está por encima de todo y Este le da fuerzas, para sobrellevar el fardo de amarguras y tormentos que Ismael quiere soportar por El.

Medio enfermo aun, es llevado hacia el día 15 de febrero al campo de concentración de San Juan de Monzarrifar, junto a Zaragoza. Al saberlo, se borda en su alma un lucero de ilusión: ¡Qué alegría estar junto a la Madre de España...! Las tinieblas de otra consideración apagan aquella luz y le punzan el alma, como el roce de un cardo; pero él “prisionero rojo” no po-drá verla y pasará como enemigo suyo cuando ardía en su corazón el cari-ño más tierno hacia Ella.

¡Ismael!... ¿resistiría esto? Sí, allí en San Gregorio (nombre del cam-po), será también su programa: callar... sufrir... orar.

Dios lo ha puesto en ocasión de padecer y él lo hace en santo silen-cio. «¿Qué importa padecer —dice Camino—, si se padece por consolar, por dar gusto a Dios Nuestro Señor, con espíritu de reparación unido a Él

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en la cruz; en una palabra, si se padece solamente por amor?» (número 183)

Fue inscrito en un batallón de trabajadores y aquel ángel había de su-frir el peso de un duro trabajo y el dolor de escuchar palabras y conver-saciones contra Dios y contra el régimen durante todo el día.

Hasta se privó del consuelo espiritual de la confesión y de la comu-nión, porque creía que el acudir al capellán, sería romper el silencio que lo ligaba al martirio incruento que padecía. ¡Qué amargura en el alma! Pero lo pedía Dios...

Hay una carta de San Pablo de la Cruz, fundador de los Pasionistas, que parece que está escrita pata Ismael, y que éste le siguió al pie de la le-tra. Dice así el Santo Patriarca de la Pasión, aconsejando a un alma que su-fría mucho:

«Le encomiendo una profunda resignación ala Santa Voluntad de Dios, viviendo abandonado a su divino beneplácito en aquel desnudo y de-solado padecer en que se encuentra, sin quejarse ni por dentro ni por fuera, ni con Dios, ni con las criaturas; descansando como un niño en el seno del Padre Celestial; dejando a Él el cuidado en todos los sucesos, sin preocu-parse de lo que será de Vd. ni en el tiempo ni en la eternidad: padeciendo en sagrado silencio, con fe, pobre y aniquilada sobre la Cruz del Buen Je-sús.

...Cuide de tener bien cerrado con el silencio y la resignación el vaso de sus padecimientos, a fin de que no se evaporen buscando satisfacción en las criaturas.

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¡Ahora es el tiempo de padecer y callar!»Ismael en el tiempo de la tortura moral y física padece y calla. A im-

pulsos del soplo santificador del Espíritu Santo y con la ayuda y fortaleza infundida por el Consolador de los tristes, caminó firme por los canchales del dolor, «pisando agudas espinas y sonriendo cuando el corazón san-graba».

Tendido sobre el beneplácito divino, en aquel desnudo padecer en que se encontraba, no vació ni en Dios ni en las criaturas el ánfora de sus sufrimientos, porque comprendió que era tiempo de padecer y callar.

Más tarde, cuando se ve descubierto por la curiosidad sana de una en-fermera, cuenta él mismo su vida en el campo de San Gregorio.

¿Qué hacía —le preguntaba la enfermera que después conoceremos— durante aquellas largas horas de encierro en la prisión?

«Me retiraba a un rincón y por los dedos rezaba varias partes del Ro-sario, para que España triunfase. No me arredraba el sufrimiento físico, pe-ro me abrumaba la tristeza de no encontrar entre tantos prisioneros alguno que pensara igual que yo.

— ¿Recibió malos tratos de parte de nuestros jefes?— Todo lo que hacen los míos y Dios lo dispone así, bien hecho es-

tá... Tan sólo cuando nos sacaban a trabajar y veía a algún sacerdote, sentía deseo inmenso de burlar la vigilancia y lanzarme a él, echarme en sus bra-zos y abrirle mi corazón. Un día habíamos ido a trabajar a la ciudad muy cerca del Pilar. ¡Ay, mi Virgen del Pilar, a la que no he visitado!... Acabá-bamos de montar en el camión de regreso.

Vi entonces a un sacerdote; sentí que mi corazón saltaba del pecho y que todo mi cuerpo me exigía saltar a tierra y hablar con aquel represen-tante de Dios... Fue tan grande mi excitación, que, para dominarme, hube de taparme con la manta la cabeza, y... ¡arrancó el camión! ¡¡Cuánto lloré; pero también aquel día resistí!!»

Detente emocionado, lector, y considera la grandeza del sacrificio. ¡Ni confesar, ni comulgar, ni rezar públicamente; hasta perder la honra y ser considerado como un miliciano rojo aquel ángel de la Acción Católica! Sabiendo todo esto la enfermera le dice altamente admirada:

— Pero, ¿por qué no dijo Vd. quién era y hubiera evitado el sufri-miento?

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El humilde Ismael, entornados modestamente los ojos se resistía a contestar. Vencido por la insistencia de la piadosa joven, sencillo y rubori-zado le contesta:

— ¡Dios me pedía este sacrificio y con su ayuda he podido consu-marlo!

* * *

Así pasa cerca de un mes. El recuerdo de sus familiares le atormenta. Desde hace unos días siente en su cuerpo una fatiga...; le duele el pecho. Ismael sufre y calla.

Siente que la enfermedad ruge en sus entrañas; que la sangre en sus pulmones es como una hoguera ahogada que pugna por levantar sus lla-mas. No obstante, él sigue trabajando con grandes esfuerzos y fatigas. No se queja; no dice nada. ¡Le decía tanto el Crucifijo de su sala, cuando lo miraba!

Al fin, un día «el ardiente carmín pudo respirar un poquito y he aquí que una lengua de la hoguera interior le prorrumpió por la boca sedienta. Ahí tenéis el primer vómito pulmonar de Ismael Molinero. Entonces sí que sintió en su interior la proximidad horrorosa de la fuerte galerna.

«¡Como un fragor de mar tempestuoso!...» (MELENDRES).El dolor es más fuerte; el abatimiento interior le abruma. Está solo.

Aquella sangre... ¡Y calla!Dios le pedía ese sacrificio y quería consumarlo. También Cristo pa-

deció solo. Ni al médico acude. Como si nada le pasara, continúa trabajan-do. El dolor aumenta; el cansancio le abate; los esputos sanguíneos son frecuentes. ¡Ismael sufre y calla aún!

El peso traidor de la enfermedad lo echa por tierra. En el rostro páli-do con airones y dejos de dolor se hunden sus ojos tristes. ¡Ya no puede más!, «y aunque quería pasar desapercibido —dice D. José— bubo, por fin, de darse de baja en el trabajo, porque su organismo estaba minado por una tuberculosis galopante».

— Vd. está muy mal —le dijo el médico—. Vaya a la cama; ya ha-blaremos.

Pasó a la enfermería. Sus ojos tropezaron con un Crucifijo. Así sufría el Maestro…

Se agravaba a ojos vistas. Los vómitos se sucedían y lo ponían en trances de agonía.

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El día 18 de marzo se sintió tan mal, que decidió llamar al sacerdote, para que lo dispusiera a la muerte.

Era capellán, de aquel campo D. Ignacio Bruna, celoso y buen sacer-dote, que se ganaba las simpatías y corazones de los prisioneros con su ca-ridad y con sus charlas. El ayudaba a bien morir, conformaba a los descon-tentos y daba ánimos a los abatidos; por eso mismo fue más grande el sa-crificio de Ismael.

Escuchemos de labios del capellán su entrevista y las últimas horas que con él pasó en San Gregorio:

«Un día, me encontraba en uno de los pabellones conversando con uno de los muchachos, cuando un sanitario me llamó urgentemente, para que asistiese a un prisionero gravísimo que acababa de ingresar en la en-fermería; se sentía morir y quería reconciliarse con Dios».

Ismael, con sus manos sobre el pecho, mirando a Jesús Crucificado con gesto resignado y con la «sublime actitud y nimbo de santidad» que D. Ignacio observó al verlo, sufría pacientemente en el lecho. «¿Habéis con-templado detenidamente la imagen de San Luis? Fue la primera que vino a mi mente después de contemplar a aquel muchacho...

— ¿Cómo te llamas?— Ismael Molinero.— ¿Qué tienes?— Estoy mal del pecho: he arrojado sangre.— ¿Qué deseas?— Mire, Padre, voy a morir y quiero confesarme, si a Vd. no le mo-

lesta.— Hijo mío, estoy a tu disposición; prepárate, para que lo hagas bien

y cuando te creas dispuesto, me avisas.Abrió sus hermosos ojos, me miró dulcemente y musitó estas hermo-

sas palabras:— Estoy preparado; pero habrá de tener mucha caridad conmigo,

porque estoy muy mal...Una hora aproximadamente duró su confesión (y conferencia). El si-

gilo sacramental no deja correr mi pluma; me he de limitar a narrar la con-versación habida después de la confesión:

— ¡Qué feliz me siento, Padre mío! ¡Hábleme de sufrimientos, de tri-bulaciones y de cruces, porque son mis sueños dorados y fueron realidad

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viva en mí, principalmente desde que comenzó la guerra! Qué bien com-prendo ahora las palabras que tantas veces nos repetía nuestro Consiliario de A. C.: «Hijos míos, sabed que los bienes inmensos de Dios no caben sino en corazones vacíos y solitarios» y ¡qué solitario está el mío! Ni pa-dres, ni amigos, ni honores, ni riquezas, ni consuelo humano alguno, ni si-quiera el ser considerado como soldado de Franco... No obstante, ¡soy fe-liz!

Como le augurara un futuro halagüeño, si Di0s quería devolver la salud, se incorporó en el lecho, miró al crucifijo que presidía en el local, apuntó con el dedo y dijo: ¡No quiero nada con el mundo! Soy de Dios y para Dios; y si muero, seré totalmente de El en el Cielo y si no muero ¡¡quiero ser Sacerdote!!

— ¿Qué dices, Ismael? Tú deliras, pequeño... — Padre, no deliro. ¿Tampoco tendré la satisfacción de que Vd. me

crea?... Sí, quiero ser Sacerdote ¡y de los buenos! de los que sirven a Dios de valde... ¡Ni mercenario ni salariado! ¡Quiero vivir absorbido en Él, per-dido en la inmensidad de Él y a Él totalmente entregado! Ni egoísmo, ni comodidades, ni familia, ni honores. ¡¡¡Sólo Cristo!!!...

Cerró los ojos humildemente, no para dormir sino para meditar; yo los abrí, para llorar emocionado y le dije:

— ¿Acaso ignoras que ser sacerdote es vivir sacrificado en todo mo-mento?

— ¡Ah, ya! Pero, dígame: aunque no se vea su trabajo, aunque no aparezca el fruto, aunque se critique su actitud, ¿lo hace por Dios?

— Claro que sí. — Entonces todo está bien... Yo, sacerdote con varios años de ministerio, quedé admirado y aver-

gonzado del espíritu de aquel joven muy superior al mío. El continuó ha-blando:

— Mañana cuando comulgue, consumaré la obra de desprendimiento que hace días empecé y no he podido terminar. En Cristo dejaré mis capri-chos, mis gustos, las exigencias de mi naturaleza…

— ¿Hace mucho tiempo que estás con nosotros?— Aquí en S. Gregorio dos meses y medio (17).

17 Hay equivocación de fechas. Ismael llevaba allí entonces algo más de un mes. No es exageración del enfermo; es una simple distracción.

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¡Oh!, ¡dos meses y medio...! ¿Y por qué no te diste a conocer y te hubiera favorecido dentro de la disciplina que lleva consigo el régimen pe-nitenciario, te hubiera traído lo necesario, te hubiera sacado a mi habita-ción algún rato y, sobre todo, te hubiera consolado? o ¿acaso no me habías visto nunca?

— Sí, Padre; lo he visto. Cuando Vd. entraba a nuestra celda a visi-tarnos, sentía una emoción muy grande, y cuando se iba, me entristecía muchísimo. Le besaba la sotana sin que Vd. ni mis compañeros se entera-sen. Poco me hubiera costado mejorar mi situación hablando con Vd. y al-guna vez tuve el propósito de hacerlo (que gracias a Dios lo rechacé como una tentación), porque yo quería sufrir por Dios y por España y compren-día que, si Vd. me conocía, me quitaría esa ocasión preciosa de sufrir en silencio..., o por lo menos mitigaría mi dolor. Hoy le cuento estas cosas, porque voy a morir y ya nada puede hacer en favor mío... Me encuentro fa-tigado; ya continuaremos hablando después...»

Se retiró el capellán paladeando el dulce rato posado con aquel mártir del amor. ¡Aquello era maravillosamente sublime!

Como le atraía aquel muchacho, volvió al rato y le encontró mirando al Crucifijo: daba gracias amorosamente al Divino Generoso que en medio de tantas amarguras, ponía mieles celestiales en los labios de su alma dolo-rida. Ismael estaba lleno de luz y saboreaba su corazón el riquísimo néctar del gozo espiritual. Era aquello del poeta, que

«el dulce Amigo,Señor de los Amores,puso en la entraña del dolor deleitesde divinos sabores».

Después de tantos cálices de hiel el Señor le daba una gotita de dul-zor.

— ¿Cómo te encuentras, Ismael?Suavemente volvió la cabeza, para fijar su vista en el interlocutor y

acogerle con una sonrisa.— Soy feliz, Padre. ¡Qué felicidad tan grande siento! ¿Es posible este

consuelo que Dios me da? ¿Qué será el Cielo, si aquí me encuentro tan fe-liz? ¡Oh Padre, cuántos hombres viven sumidos en la lóbrega obscuridad del pecado, atados con las cadenas del vicio, porque no tienen una mano amiga que los saque de tan funesto estado! ¡Cuántos se lanzan al arroyo,

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que hubieran sido santos, si en su camino hubieran encontrado otros San-tos!...

Vienen después los desahogos íntimos, el humillarse; el contar con sublime naturalidad su ansia de martirio.

— Si todos nosotros, (los jóvenes de A. C. de su pueblo) no derrama-mos la sangre por Cristo, fue porque Él no quiso concedemos esta gracia tan grande. Todos la ofrecimos generosamente; ni uno huyó, y los que mu-rieron lo hicieron valientemente. Yo le pedía al Señor me diera fuerza, pa-ra beber el cáliz del martirio; pero... la fruta no estaba madura, para entrar tan pronto en el Cielo; no ceñí la corona, ni empuñé la palma y esto fue pa-ra mí ¡más duro que el mismo martirio!

Deseando volar a la Patria, presa su alma del encendidísimo:«Cupio dissolvi et esse tecum» de S. Pablo, fluían a sus labios, como

llamas, los versos místicos de la Santa Madre Teresa de Jesús, la del cora-zón asaetado por el mismo Dios:

«¡Ay, qué vida tan amarga, do no se goza al Señor, porque si es dulce e! amor,no lo es la esperanza larga!Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero,¡que muero porque no muero...!»

El fardo del cuerpo le pesaba. La vida en este valle de miserias le era angustiosa. Quería morir de amor...

Fue entonces cuando vació en amorosas quejas el vaso de sus padeci-mientos en el frente. La fatiga le imponía silencio a ratos y el bondadoso capellán lo dejaba descansar.

Ismael rompió el silencio, para hablar de la Virgen. Delirante de amor, encendido de cariño, con una pena más amarga que el ajenjo, decía: — ¡La Santísima Virgen del Pilar! ¡Dos meses en la España de Franco, en la España de la Virgen, y sin besar el Santo Pilar! Ya que no puedo ir yo, visítela en mi nombre...

— Padre, como recuerdo de estas cosas que me ha dicho, querría me diese un escapulario de la Virgen Santísima del Pilar.

A falta de escapulario del Pilar, intercala Don Ignacio, y de escapula-rios pequeñitos del Carmen, le puse uno de tamaño grande, que no habría

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dado a nadie en el mundo; era un recuerdo de mi santa madre que llevaba siempre conmigo. Lo puse sobre su pecho y me lo agradeció con un tierno y cálido beso.

— ¡Qué pena, continuó Ismael, no poder ser soldado de Franco! Dios lo quiere, bendito sea. Serviré a España en el anónimo; ofreceré a Dios to-das las molestias de mi enfermedad y lo penoso de mi sacrificio. ¡Quise el martirio y al fin lo he conseguido! No el derramamiento de mi sangre por la fe; pero sí el abandono, el lento sufrir, la angustia de morir como «rojo», la ausencia de mi madre y... ¡todo con gran fe!

Lloraba emocionado. «Limpié —agrega el capellán—, sus lágrimas; estampé un beso en su frente de ángel y me retiré...»

Ismael se quedó meditando. Estaba crucificado con Cristo por amor. Él pudo decir con la virginal doncella María Margarita de Jesús Bárcena y Saracho: «En cada dolor veo a Jesús que me sonríe»

Estaba resignado a su Voluntad. De esta manera se labraba una coro-na de méritos para el Cielo. Saber portarse heroicamente donde el Señor prueba, aunque sea en cosas pequeñas, tiene un inmenso valor. Por eso de-cía la mística protestante de Ginebra Adela Kamm: «Es necesario florecer donde Dios nos ha plantado».

Su enfermedad lo purificaría más y más: «Una enfermedad incurable, canta Salvaneschi, es como agua que siempre fluye. Sólo el agua corriente pule a la piedra de sus asperezas...»

Don Ignacio Bruna elogia así al buen Ismael:«He visto muchos que ostentan sobre sus pechos medallas y conde-

coraciones; caballeros mutilados; caballeros de España y los contemplo con cariño, porque todos ellos aportaron grandes sacrificios por la salva-ción de la Patria. En Ismael no vi condecoraciones, ni medallas, ni cruces y conste que las tenía. ¿Cuáles eran sus cruces? Semejantes a las del Crucifi-cado. Llagas en todo su cuerpo, carencia de todo, privación del consuelo humano».

El médico del campo, viendo que la enfermedad de Ismael era grave, pues ya tenía «cogidos los dos pulmones, con reblandecimiento de los mis-mos por necrosis caseosa y descomposición, que eliminaba con vómitos frecuentes», decidió mandarlo a Zaragoza, a un hospital. Dada su gravedad podía ir a Torrero o al Clínico. Se preparó su evacuación. El llamó al cape-llán. Triste acudió D. Ignacio y, sabido el sitio a donde era llevado, escri-bió una recomendación para el capellán de allí. Decía así:

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«Estimado en Xto: Ismael Molinero pasa a ese Hospital. Es un exce-lente joven. Conferencia con él y lo verás. Desea comulgar mañana. No le abandones. Sí hay Hermanas, que lo atiendan espiritualmente.

Affmo. en Xto.IGNACIO

BRUNA.San Gregorio, 18 marzo - 38».

Ismael sintió la partida. El capellán, que lo admiraba, sufrió una cruel desilusión. Más tarde, cuenta cómo recuerda a Ismael: «Cuando mi celo tropieza con corazones duros y desagradecidos, traslado mis recuerdos a la enfermería de este campo y a aquella fecha del 18 de marzo y me parece ver la figura de aquel ángel, que sólo sabía sonreír, y que me dice: «Padre, adelante, yo lo bendigo desde el Cielo».

En su dietario, que escribió un día de aquéllos, apunta: «¿Habrá muerto? ¿Vive todavía? Lo ignoro; tengo presente su nombre Ismael, y sus virtudes».

Cuando el buen capellán llegó a casa de la patrona aquella noche, di-jo a los que allí había: «¡Con qué gusto me cambiaría por uno de los que van a morir!» Y desgranó la pequeña y heroica vida de aquel muchachito manchego, que salió muriéndose de dolor y de amores de San Gregorio, en dirección a un hospital de Zaragoza.

Veamos cómo consuma esta “víctima” la oblación de su vida, oran-do, padeciendo, amando y callando, que en frase de Salvaneschi: «cuanto más fuerte da el martillo de Dios, tanto más claramente responde el alma».

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IX

Más ansias de padecer

(Dolores y consuelos en el Clínico de Zaragoza)

«...Que espiga pobrecilla caiga de la gavilla al polvo del camino y allí tu pie divino me rompa con dolor igual que en el molino.

¡Hazlo, Señor!»

Era el anochecer sentimental del día l8 de marzo del 1938. El cielo goteaba chispas de luz. Zaragoza empezaba a vivir la tranquila noche pri-maveral...

Al pie de las escalinatas del Clínico (Facultad de Medicina) se detie-ne una ambulancia. De ella sacan los sanitarios una camilla con un joven, que, al juzgar por su fisonomía, está muy grave.

— A la sala de prisioneros, número l7, cama 6, infecciosos —ordena una voz.

Han acudido enfermeras, sanitarios y alguna Hermanita de la Cari-dad. Aquel joven es Ismael Molinero; humilde y expresivo le dice a algu-nos de los que allí había:

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— Quiero comulgar mañana. Estoy muy mal. Decidlo al Padre cape-llán de aquí. —Y en vez de entregar la carta de recomendación, la oculta, porque quiere consumar su martirio en el ara del silencio.

No se ha cansado de padecer. Para el desposorio de su alma con el Amor Divino quiere llevar una rica dote de dolor; adornarse con un valioso aderezo de penas y amarguras.

Las dolencias y martirios del alma son saetazos del amor y sólo bál-samo de amores curarlo pueden.

Ismael, que goza de la divina ciencia del amor aprendida en las es-cuelas del dolor, pudo cantar muy bien con el poeta:

Mi ciencia es toda de amor;y si en amor estoy ducho,fue por arte del dolor,pues no hay amante mejorque aquel que ha llorado mucho (18 ).

18 «Alivio de Caminante» (Ricardo León).102

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Vino la noche. Ismael no descansaba. Con la felicidad de pensar en tener a Jesús, dentro de unas horas, en la intimidad de su corazón se olvi-daba de los dolores.

— «Yo duermo —podría decir con la esposa del Cantar—, pero mi corazón está en vela».

No pensaba él cómo iba a tronchar Jesús la flor de sus deseos.¿Iba a pedir más al Señor? ¿No parece cruel que el Divino Amador

hiriese tanto al alma amante? Pero es doctrina suya en el Evangelio: «Bienaventurados aquellos siervos a quienes encontrare su dueño vigilan-tes: en verdad os digo que, arregazándose él su vestido, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y sí viene a la segunda vela, o viene a la ter-cera y los halla así prontos, dichosos son tales criados». (San Lucas, XII, 37-38).

Quería Cristo probar de nuevo el amor de aquel mártir.¿No quería sufrir?...Antes de apuntar el alba, ya estaba despierto, Oraba... Por la galería

llegaba el tintineo dulce de una campanilla; era que venía Jesús. Pero, ¡ay!, Jesús no quiso entregársele.

Por allí, cerca de su humilde lecho (sobre el que pendía la ficha de prisionero rojo) pasa el capellán estrechando junto a su pecho el Copón, donde guardaba el casto Manjar de las almas. Ismael tenía la suya hecha un haz de ansias, con un hambre casi infinita de comer a Dios. ¡AI fin, des-pués de dos años de tormentos y dolores por El, iba a tener la dulcísima di-cha de albergarlo en su alma!

Cuando vio al Sacerdote distribuyendo a Jesús entre otros enfermos, se le removió en un temblor de felicidad todo lo que de inmortal había en sus entrañas y cuando anticipadamente paladeaba la dulzura de tan divino ágape, una terrible desilusión le puso una carga de dolor en aquel corazón tan herido ya... ¿Qué sucedió? El capellán pasó junto a él, pero siguió ade-lante y salió de la sala sin dejarle a Jesús en su pecho. El Maestro se con-formaba con mirarlo y el fuego de aquella misericordiosa mirada le dio fuerzas, para ofrecerle en oblación aquel tan gran sacrificio que exigía.

Sólo Dios puede pedir estas oblaciones y sólo las almas que lo aman sobre todo, son capaces de poner sobre el altar tales holocaustos; ¡hasta aquello le pidió al buen Ismael y éste se lo entregó en uno de esos heroicos actos de silencio y resignación que le caracterizan!

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Sintió que de su alma le subió un fiero amargor como un esputo de hiel.

¡Oh Señor!, qué bárbaro martirio; qué rabioso aquel bocado que le daba el dolor..., pero lo pedías Tú... ¡Bendito seas!

Se había deshecho en deseos. Su corazón era una brasa pensando en recibir a su Señor y Él tan sólo pasaba junto a su cama, mirándolo con mu-cho amor, sí; pero matándolo la dolencia de su mirada. ¡Que dolor! «Ni la carne cuando la lumbre quema; ni el hueso cuando el plomo lo rompe; ni la cerviz cuando el hacha la hiere; ni el corazón cuando la espada lo mata; ni el músculo, ni el nervio, ni la médula, ni todas las vísceras y miembros duelen, como duele el alma si le arrancan de cuajo la entraña viva de su fe-licidad» (Ricardo León).

A Ismael, una incomprensión, una prudente sospecha del capellán, ¿quizá un olvido?, se la arrancaron. Él pudo pedir, llamar la atención, ma-nifestar sus ardientes deseos de comulgar; pero comprendió que hasta eso le pedía el Señor, y generoso y sublime se lo ofreció. Solamente unos días más tarde se le escapó esta queja, como un suspiro, que deja entrever su al-ma: «El Señor me quiso privar de este consuelo para mí tan grande».

Su vida en el Clínico fue padecer y callar. Mas aquí tuvo quienes le comprendieron y admiraron su virtud.

Hubo una enfermera, muchacha valiente y caritativa, de Acción Ca-tólico, evadida de la Barcelona roja, que durante la cruzada nuestra prestó sus servicios en el Clínico. Ella fue quien se impresionó con la conducta de Ismael y así anota su impresión: «El 19 de Marzo de 1938, al entrar en la sala l7, llamó mi atención un enfermo recién ingresado que ocupaba la ca-ma n° 6. Pasé toda la mañana ocupándome de los demás enfermos; como él no me pedía nada, no me acerqué a su lecho. Por la tarde seguía lo mis-mo y pronto pude observar que apenas hablaba con sus compañeros. Extra-ñada de tan misterioso silencio me preguntaba a mí misma: ¿Será uno de tantos rojos que no está contento de estar a nuestro lado? Por otra parte, aquel semblante tan dulce y aquella mirada de bondad, que expresaba la inocencia de su alma, no me dejaban suponer que pudiese ser cómplice de tantos crimines, ni que sus manos estuviesen manchadas de sangre. ¿Sería bueno? Y ¿por qué no lo decía? Así transcurrieron dos días, limitándome tan sólo a saludarle al entrar».

En verdad que llama la atención su resignación, su silencio, su com-postura, sus ojos inocentes con el brillo del dolor: todo su comportamiento

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llamó la atención de la joven. Y como la curiosidad es uno de los fallos fe-meninos, se dedicó ésta a observar al «Miliciano» de cara buena.

No tardó en saber todo, porque el día 20 por la tarde, Ismael recibió la inesperada visita de dos paisanos suyos. Uno de ellos era Alfredo Sali-nas, que se había cruzado en el frente a la España de Franco. Ismael sufrió una pequeña emoción y como ésta se desata siempre en lágrimas, de sus ojos salieron dos regueros. Pronto, sin embargo, se animó la conversación e Ismael contó a sus paisanos parte de sus sufrimientos.

Pero ni les pidió ayuda, ni se les quejó de nada. Sufría en silencio.Cuando éstos se retiraban, la enfermera llamó a Alfredo y le pregun-

tó:— Oiga soldado: ¿quién es ese joven?— Ismael Molinero, paisano mío.— ¿Es buen muchacho?— Uno de los mejores de Tomelloso. Ha sido Secretario de la Ac-

ción Católica (19). Es un joven ejemplar. Yo me voy al frente, cuide usted de él.

Aurora, (vamos a llamar así a la enfermera) se maravilló de lo que oía y, acercándose a la cama de Ismael le dice:

— ¿Es usted de Acción Católica?Por toda respuesta, hizo un gesto como de quien no comprende. Esta-

ba dispuesto a prolongar o reanudar de nuevo el sacrificio del silencio. Únicamente, como dando salida a algo que le atormentaba el corazón y pa-ra eludir la respuesta dijo:

— Como puede ver, me encuentro bastante mal y sólo siento que pueda morir sin ver a mis padres.

— No piense en eso; ahora no piense más que en ponerse bien, para ir a verlos. No le entristezca la idea de estar en calidad de prisionero; para mí ya no será un prisionero de tantos; y en mí encontrará, más que una en-fermera, una hermana; Vd. no me lo dice, pero yo ya sé que pertenece a la Acción Católica, a la que yo también pertenezco. Como miembro de la misma, y más en estas circunstancias, es mi deber hacer por usted cuanto pueda.

19 Ismael no fue Secretario de A. C. Salinas sabía que él era de tan gloriosa Aso-ciación y dijo lo primero que se le vino a la boca. — En realidad, Ismael fue Tesorero y Vocal respectivamente.

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La expresión triste de Ismael, se torna dulce, sus ojos lucen un gesto de gratitud y besando la mano de aquella joven que lo consuela y lo alien-ta, solloza: «Es la primera palabra de cariño que oigo desde que salí de ca-sa, pues durante mi estancia en la España «roja», no oí más que insultos y blasfemias y ¡lo que más me apenaba, era no oír una palabra de Dios, sino para blasfemarlo y maldecirlo!

— Y ¿hace mucho tiempo que está prisionero y enfermo?— Dos meses llevo en San Gregorio y uno que estoy enfermo... (se

omiten otras frases, porque ya fueron puestas en el capítulo anterior).— Cuando estuvo con los rojos ¿no tuvo facilidad de pasarse?— Lo intenté varias veces; pero hube de desistir de ello por estar

continuamente vigilado. Ya estaba resignado a morir de una bala amiga; y lo que más me apenaba era morir sin recibir auxilio espiritual alguno. ¡Na-die pronunciaría a mi lado el nombre de Dios!

Ismael se cansaba. Lo notó la enfermera y desistió de hablarle más por aquella tarde. No tardó en comunicar algo a otras amigas que allí ser-vían a España.

Aquella misma tarde y momentos antes de llegar sus paisanos se pu-so a escribir una nota a su madre, que quizá, pensó enviarla por la corres-pondencia postal de la Cruz Roja. Es un espejo donde se retrata su confor-midad con la voluntad de Dios.

«Madre, seguramente estas cuatro letras serán las últimas que usted vea de mí, las que le llenarán de gran pena; pero no hay que tener pena en estas cosas de Dios. Fui hecho prisionero en Alfambra: me trataron muy bien y me trajeron a Zaragoza donde estuve con la más perfecta comodi-dad y bienestar. Vino un día en que me acometió una gran enfermedad, que tan sólo (si Dios lo permite) puede ser curada.

»Así que paciencia v resignación.»Dios lo quiere así. ¡Bendito sea!»

Por no hacerles padecer, oculta su calidad de prisionero en un campo donde sufrió mucho con los trabajos, tratos poco delicados y soledad in-mensa de que se vio rodeado.

Unos días más tarde limpiando y ordenando Aurora la mesita de Is-mael, tropezó, con un sobre que decía: Señor capellán de ese Hospital.

Sorprendida se dirige al paciente:— Ismael, ¿qué es esto?

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— Ya lo puede romper; no era nada.Disimuladamente lo metió en un libro y cuando terminó, salió a la

galería y leyó la carta. Era la de Ignacio Bruna, recomendando al heroico Ismael.

No pudo contenerse y se fue hasta él, pidiendo una explicación.— ¿Qué significa esto? ¿Quién te la dio?Ismael no contesta; cierra los ojos y aprieta los labios y vuelve la ca-

beza, como para hacerse fuerte; no le valió y ante el ataque femenino res-pondió por fin:

— ¡Quiero pasar inadvertido, quiero sufrir, y si entregaba eso, me considerarían y terminaría mi sacrificio!

¡Oh, valiente súplica! Hay que descubrirse ante este héroe y llorar de emoción, al escuchar sus palabras, eco del amor de su corazón.

Y como para desviar la atención y deshacer el efecto que sus palabras han hecho en la enfermera, continuó:

— Mañana quisiera comulgar; lógreme usted esa dicha antes de mar-charse. El día de San José, al llegar, no sé por qué, no me quisieron dar la comunión. El Señor me quiso privar de este consuelo para mí tan grande; ¡¡tengo tantos deseos!!

— Ya hablaré con el capellán; no te preocupes. Si te negaron la co-munión, es porque el Padre no acostumbra a darla a los prisioneros, hasta que no los examina, pues como todos están sin formación religiosa o con muy poca, se la niega hasta que los prepara.

En el pecho de Ismael se encendió otra vez el fuego de una nueva ilu-sión. El alma le llama con gritos desgarradores a su Dios. Y he aquí que a la mañana siguiente, 23 de marzo, fiesta de la Encarnación del Verbo, se aposenta en su corazón el Verbo Sacramentado. ¡Qué felicidad! Ni en el cielo, ni en la tierra, ni en el mar, ni en nada había dicha comparable con la suya. Estaba endiosado. Con pasión que no podía contener, con amor que le era imposible ocultar, estrechaba contra su pecho al Amor Divino en la Eucaristía. Jesús por su parte lo regalaba con más exquisitas delicias. Nada en este mundo lo podría separar de su Dios. Pero ¿era verdad?... El gozo se le vertía por fuera y el alma era una cascada de pasiones amorosas y bue-nas hacia El, un abismo de cariño, un grandísimo incendio que lo consu-mía. Ismael, «moría de amor, sin morir nunca».

Pensando en los sentimientos interiores de Ismael, en aquellos mo-mentos, rimé una poesía que todos cuantos la han visto y que le conocieron

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y estuvieron con él por aquellos días, me han dicho estar conforme verda-deramente con los deseos que le mordían el alma.

Me lo figuré, en aquella mañana del 25, recostado en su cama, cruza-das sus manos sobre el pecho, que latía cansado y con fatiga de amor y do-lor; cerrados suavemente sus ojos, para abrir más los de la fe; con el alma loca de amores; en un piélago de felicidad y dulzura, diciéndole en un arre-bato místico al Buen Jesús:

¡Señor, a quien yo adoro, hazme ya espiga de oro presta para tus eras!Tus piedras harineras muélanme, Amor divino, cuando Tú bien lo quieras en tu molino. ¡Deshazme con tu trilla para nueva semilla!, y entre el grano dorado para el «Ara» apartado échame, Jesús mío.¡Ser a «Hostia» destinado! ¡cuánto lo ansío! Mas... ¡seré lo que digas!; si me quieres espiga, al surco tírame, que pronto naceré para nueva cosecha;y ven y córtame, cuando esté hecha. El agua de tu graciame riegue y dé eficacia.El sol de tus amores con sus rayos me dore.Y ya madura mies, trónchame en los calores bajo tus pies. ¡Señor, Señor, ya llega el tiempo de la siega!; corta mi frágil caña a tajo de guadaña

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y cánticos de amor saldrán de mis entrañas rotas, Señor. Mi segador amado, siégame sin cuidado,yo no me quejaré.¡¡¡Te amo y sufriré!!!¡Hostia tuya ser quiero!Trónchame y muéleme, mi Molinero. ... Que espiga pobrecilla caiga de la gavilla al polvo del camino... y ahí tu pie divino me rompa con dolor igual que en el molino; ¡hazlo, Señor! O si junto a tu pecho Tú me quieres estrecho,¡abrázame, mi Dios!Así unidos los dos, seremos «hostia» y «ara».El «ara», Dueño, Vos;yo... tu «hostia» cara.

En estos deliquios de amores con su Dios estaba, cuando llegó la en-fermera. Al verlo, los ojos entornados y en expresión beatífica; más acusa-da la palidez de su rostro, se acercó quedamente y le preguntó:

— ¿Duermes?...— No, estaba dando gracias. ¡Qué feliz soy con Jesús en mi corazón!

Después de ansiar en vano comulgar, es hoy el día más feliz de mi vida! No es nada lo que he sufrido en comparación con la alegría que hoy invade mi alma. Déjeme dar gracias por beneficio tan inmenso.

— ¿Sabes lo que te traigo? Un rosario. Te lo pondré aquí.— No, no me lo ponga debajo de la almohada, donde pueda extra-

viarse; póngamelo aquí, al brazo, y no me lo saque basta después de muer-to; después se lo envía a mi madre, como último recuerdo de su hijo...

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Cruzó sus brazos sobre el pecho y se quedó meditando y conversan-do con el Huésped Divino. Así una abeja libando de una rosa; así una saeta clavada en el blanco; así un brazo materno al hijo más querido.

* * *

Ismael quería sufrir solo y en silencio; mas Dios ya estaba satisfecho de su sacrificio y le proporcionó quienes en los dolores lo aliviasen con el bálsamo del consuelo.

Se cuenta entre ellos al que entonces era seminarista de Filosofía (del seminario de Ciudad Real) D. José Ballesteros, hoy ya sacerdote.

En uno de los primeros capítulos vimos cómo él e Ismael se conocie-ron.

Veamos, ahora, cómo se encuentran a la vuelta de unos años.Movilizada la «quinta» de D. José, vino éste a parar al frente de Ara-

gón. Hacia el mediodía del 22 de Marzo del 38, tuvo ocasión de cruzarse al campo Nacional y ese mismo día ingresaba en el Clínico de Zaragoza. «Hasta tanto que se tramitaba (cuenta él mismo) mi expediente de libertad y adhesión al Régimen Nacional, ingresé como herido rojo», porque al huir de las trincheras rojas, le dieron un tiro en la pierna. Había en la ofici-na en que esto se tramitaba un seminarista, compañero de D. José, que se había evadido también de las filas rojas y le prometió solucionarlo pronto. Tenía su cama en un pasillo, pues el Hospital estaba materialmente lleno, y precisamente al final de ese pasillo estaba la sala de Ismael. Pronto se co-rrió la voz entre el personal sanitario de que aquel muchacho «rojo» era un seminarista manchego y esto hizo ganarse las simpatías de monjas, enfer-meras y médicos.

«A los dos o tres días de estar allí —dice D. José— me dijo Julia Quero, una de las enfermeras que prestaban voluntariamente sus servicios en los hospitales, que en la sala l7, n° 6, situada al final del pasillo en que yo me encontraba, estaba la cama de un enfermo de mi tierra. Fui a ver quién era y me encontré a un muchacho de ojos muy grandes sombreados con el beso del dolor, con la nariz larga y afilada, con los pómulos salien-tes, con los labios blancos y cortados por la resequez de su fiebre ardiente y pertinaz, con una sonrisa huérfana y solitaria vertida por su rostro dema-crado como el de un cadáver; que todo su cuerpo era como el de un esque-leto revestido de la piel con unos dedos largos y nudosos en sus manos que cruzaba con el rosario beatíficamente sobre el pecho. Yo no le conocía. El me miró despacio...»

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Al fin habló:— ¡Qué! Me han dicho que somos paisanos.Ismael le contestó muy quedo:— Puede ser; yo soy de Tomelloso... ¿y tú?— Yo soy de Albadalejo.— Me parece que te conozco o creo haberte visto alguna vez.— No es extraño, que así haya sido. Seguramente en algún viaje o en

Ciudad Real, o en el seminario...— ¡Ah!, pero ¿tú eres del seminario? —dijo animándole un poco.— Sí, ahora estoy aquí herido.— Allí fue donde te he visto. Cuando los Ejercicios del 35.«Instintivamente miré la ficha de la cabecera y leí su nombre: era Is-

mael Molinero.— Pero ¿tú eres Ismael de Tomelloso, que estuviste haciendo los

Ejercicios en el seminario?»Y se abrazaron efusivamente. Los dos estaban solos, sin familia. No

era pues extraño que aquellos corazones unidos por la misma desgracia, se atasen en un abrazo, que les daba el mismo consuelo.

«Pero ¡cómo estaba Ismael! No parecía el mismo. La enfermedad y el sufrimiento se hablan cebado en él y lo habían dejado hecho una pobre figura, que atraía, porque estaba rodeado de una aureola de santidad; el so-lo verlo, movía a piedad y devoción

Hablamos largamente, aunque él con fatiga y dificultad enorme. Me contó su enfermedad, sus penas, y algo de su vida de mártir».

Ya desde entonces tuvo un confidente y un amigo que hizo por él cuanto pudo.

* * *

Se conserva una carta de Ismael escrita con lecha del 25, quizás el mismo día que se vio con Don José. Se sentía grave y quería dejar algún recuerdo a su querida madre, Es un eco de la felicidad que le inunda, por haber comulgado; pero está cortada de repente, porque escribiéndola le so-brevino un colapso.

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«Mamá, este día en que te escribo estas letras, mi estado es bastante decaído; pero mi alegría es grandiosa, por haber tenido la dicha de recibir el Cuerpo de Cristo.

»Después de lo arriba escrito, les he de decir cómo todo ha venido surgiendo.

»Ya sabemos que todo lo dispone Dios, por lo tanto, nosotros hemos de atenernos a su Santa Voluntad.

»Mi enfermedad ha sido asistida muy bien, pues he venido a caer en...»

Le asaltó un golpe de tos y afluyó a sus labios la sangre de los pul-mones. Pálido y doloroso cayó en un colapso que sobresaltó a todos. Así, no es de extrañar que Dan José lo encontrara en el lastimoso estado en que antes se describió.

«La enfermedad avanzaba triunfadora y el médico no daba esperanza alguna de curación. Las hemoptisis se repetían: la caquexia era progresiva; los ruidos cavernosos silbantes marcaban el avance de la descomposición pulmonar y auguró vida para poco tiempo». (P. del Valle, S. J.)

Ismael sufría mucho y, sin embargo, de nada se quejaba. Oraba, reza-ba su Rosario; miraba al Crucifijo y en las tinieblas de tantos dolores son-reía, como un lucero entre los oscuros crespones de una noche tormentosa.

¡Eso es padecer amando!Otras de las cosas que le hicieron «beber las aguas de la tribulación»

fue el estar y ser considerado como prisionero «rojo». Don José le habla prometido hablar con quienes podían librarlo, especialmente con aquel se-minarista manchego, que andaba en esos negocios.

Enterada la enfermera, se opuso a ello, con el fin noble y caritativo de que no lo llevasen de la sala, donde ella lo atendía. El pobre Ismael tuvo el desconsuelo de oír los pasos y conversaciones del centinela, que guarda-ba la sala hasta el momento de su muerte.

Le producía tanto dolor el pensar que moriría prisionero de los suyos, que con súplicas ardientes y con angustia grande pintada en el rostro le de-cía a Aurora:

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— No me deje morir como prisionero. Quíteme ese papalito de enci-ma y déjeme morir como soldado nacional. ¿Verdad que moriré como na-cional? ¿Verdad que me darán la libertad antes de morir?...

Pero con santa resignación al momento añadía: «Dios lo permite así, bendito sea...»

Deseaba ser libre, pero acataba la Voluntad divina, ahogando su do-lor en una resignación propia de un Santo. Si hubiera tenido más voluntad en gozar de la libertad, la hubiera gozado, porque tenía buenas ayudas y pudo.

Sin embargo sólo expone su deseo y se conforma con la opinión aje-na, sometiéndose con ello a la Voluntad de Dios. Aquellas quejas o deseos eran el «pase de mí este cáliz» de Jesucristo; mas a imitación suya añadía: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya».

«Todo lo que se acepta, cambia de sentido —decía a la hora de la muerte, después de mucho años de dolor, Catalina Mansfield—. Así, el su-frimiento se cambia en amor: he aquí el misterio».

Pero para que los abrojos se tornen en flores «es necesario —dice Salvaneschi— que el amor aprenda a servir y el dolor a cantar».

Ismael, padeciendo en silencio, cantaba una romance de amor a su Dios con melodías y sonrisas arrancadas por el dolor; y la quiere hacer perpetua en él, porque sabe que «no se ama nunca bastante» ni se sufre nunca demasiado» (Salvaneschi).

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X

Víctima sobre la cruz

«Pasé días de sufrimiento y noches llenas de dolor; pero el Señor me sostuvo y me sacó del mundo para glorificarme».

SAN AMBROSIO.

En el Carmelo de Lisieux (Francia) suspiraba así aquella monjita en-ferma, que ahora es Sta. Teresa del Niño Jesús: «Tenía sed de padecer y ser olvidada». Ella apagó el fuego de aquella sed con muchas aguas de tri-bulación; pero aquel olvido que anhelaba no fue completo.

Ismael Molinero padeció también esa sed. Y la sació en un abrevade-ro de dolores: en el frente, en el campo de concentración de Teruel, en San Gregorio; pero como no se extinguían las llamas del amor, acuella sed re-nacía y, sediento aun de más padecer, fue cuando dijo a la enfermera del Clínico, quejoso y suplicante: «¡Quiero pasar inadvertido, quiero sufrir!»

Pero a Ismael le pasará lo que a la Santita de Lisieux: padecerá, ocul-tará su martirio; pero Dios no lo dejará en la inadvertencia.

* * *

Aurora descubrió en Ismael a una de esas almas hermosas, que se la-bran entre torturas la corona del Cielo; lo trató con caridad y solicitud fra-

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terna, sacrificándose muchas veces por conseguirle alimentos y bebidas más apropiadas a su enfermedad.

Un día, ilusionada por una fe viva en la Virgen, le dice al paciente:— ¿Quieres que hagamos una novena a Ntra. Señora del Sagrado Co-

razón, pidiéndole tu salud?— Como quiera; pero mi vida se acaba. Creo que moriré en seguida.— No te vayas al Cielo todavía. ¿No ves que jóvenes como tú hacen

falta en el mundo?— Dios lo quiete así y estoy tan bien preparado, que deseo cuanto

antes irme al Cielo.Aurora empezó la novena, arrodillada junto al lecho del enfermo. Is-

mael sonreía. Era ya de noche. Lleno de agradecimiento y con aire de au-gurio despidió a la joven:

— Váyase a descansar; a lo mejor cuando venga mañana ya no me encuentra vivo. ¡Dios se lo pague todo!

No tenía Ismael mucho entusiasmo. La novena seguía haciéndose. Sonriendo, como siempre, si querer herir la caridad de la joven y añorando la muerte que lo llevaría a su verdadera patria, le dijo: — No quiero obli-gar a la Virgen a que haga un milagro devolviéndome la salud, cuando tan cerca estoy del Cielo.

Sin embargo se notó en él cierta mejoría. Le renació una alegría físi-ca, que repercutió en su estado moral y se llegó a pensar que curaría. ¡To-do en vano! Ismael empezó a padecer entonces en su cuerpo los tormentos más atroces de la enfermedad.

Una fiebre pertinaz y alta le hacía sudar intensamente y aquellos su-dores se le pudrieron sobre su esquelético cuerpo y se llenó de llagas ulce-rosas. Más aún; la espalda y la columna vertebral las tenía en carne viva, como si lo hubieran flagelado horriblemente. Ismael sufre, y lo calla.

Hay una frase de Hugo Wast que retrata al heroico joven perfecta-mente; «El lo sufrió todo en silencio: cerrado a las confidencias, creyendo que, al librar su alma a otros ojos que los de Dios, se desvanecía el intenso perfume del sacrificio».

Puesto en su lecho de dolor boca arriba, hacía grandísimos esfuerzos por respirar. Fatigosamente lo lograba, sintiendo entonces como si su pe-cho lo atravesaran multitud de puñales. «Le cogían para moverlo con fre-cuencia, porque se asfixiaba, y al moverlo, hacía un gesto de dolor, que al

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momento procuraba disimular con una sonrisa». No deshojo en vanas que-jas la rosa de su inmolación. Este es el testimonio de Aurora: «Puedo decir que en el mes y medio que lo asistí, no le oí una sola queja». Y Don José Ballesteros escribe: «Jamás se quejó de nada, ni protestó por nada. Debía sentir agudísimos dolores y nunca se quejaba y además, estaba siempre acostado boca arriba, con lo que sus heridas debían molestarle mucho más».

Víctima de increíbles dolores, los padecía en silencio por amor a Dios, por las almas. Las llagas abiertas en su cuerpo eran otras tantas bo-cas para pedir misericordia a Dios; eran nuevos labios abiertos, deshechos por el dolor y la fiebre, que sonreían al sufrir por El.

De Ismael se puede decir lo que de Santa Gema Galgani dice el mís-tico poeta catalán Miguel Melendres, Pbro.: «Desde hacía tiempo Ismael era la encarnación del dolor. Un obelisco levantado al sufrimiento. Ismael ardía completamente por dentro y por fuera, como una antorcha inmensa. Por dentro lo devoraba el amor; por fuera lo incendiaban las llagas y ras-guños de Jesús». Bien es verdad, que Ismael no gozó del riquísimo carisma de las llagas, que el mismo Redentor imprimió en las carnes de la casta doncella; pero sí llevaba su cuerpo llagado por la enfermedad, una especie de flagelación que Jesús le enviaba y él soportó con el heroísmo de un Santo y abrasado de mucho amor; que sólo el amor a Dios le dio fuerzas, para padecer tan crueles tormentos.

Había también inmolado su voluntad en el ara del querer divino. Cuando Don José quedó libre por terminarse favorablemente su expediente de depuración, le tuvo envidia, sólo porque podía visitar la Stma. Virgen del Pilar y medio triste y resignado decía: «Cuando vayas a ver a la Vir-gen, acuérdate de mí y rézale un Avemaría en mi nombre».

En medio de tanto dolor, el buen Jesús no abandonó a su víctima. Le anticipaba ratos de Cielo en la tristeza de este valle de lágrimas. Siempre que podía comulgaba y eso fue casi todos los días. Lo hacía con tal devo-ción y fervor, con tal amor compostura externa, que movía a devoción, cuando no a lágrimas. «Nos edificaba a cuantos rodeábamos su lecho —di-ce Don José—. Parecía un ángel venido a la tierra; tanto es así, que noso-tros, mucha veces, le llamábamos Luis Gonzaga o Juan Berchmans, cosa que él no quería, dada su gran humildad».

A propósito de San Luís, hemos de recordar que Ismael se lo propuso como modelo en la angélica virtud de la castidad. Oigamos a Don José: «Por su espíritu de sacrificio heroico, por temor a molestar y en especial

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por su angelical modestia, no dijo nada de sus llagas y úlceras tremendas en la espalda y piernas. Sólo yo por casualidad pude descubrirlas un día y sólo a mí me permitió que lo curase».

Por lo visto se le infectó una inyección en el muslo, ya fuese en San Gregorio, ya en el Clínico. «De resultas se le produjo una llaga, que le fue pudriendo poco a poco la carne». Sin decir para qué, «Ismael pedía todos los días gasas y algodón, para ponérselo sobre la herida y hacer la cura por sí mismo, por recato y amor a la pureza. Una de las veces que la enfermera lo fue a mover, tocó ligeramente la llaga y sacó su mano manchada de pus». (Padre del Valle, S. J.).

— ¿Qué es esto, Ismael?— ¡Nada, no es nada! — respondió Ismael un tanto confuso y tratan-

do de quitar importancia y de ocultar su mal.— ¿Cómo que nada? A ver qué tienes.Se resistía a descubrirse el púdico joven. Aurora, sin embargo, se im-

puso en su oficio y descubrió un poco. ¡Horror! En el muslo había una tre-menda herida, de tal profundidad que podía meterse en ella la mano. Isma-el se cubrió en seguida. Sólo él supo lo que con ella padeció. La enfermera le reprendió enérgicamente:

— ¿Por qué no has dicho nada? ¡Y yo desviviéndome por ti, esfor-zándome por devolverte la salud y tú ocultándome estas cosas...!

Fue un latigazo dado a su alma. El cerró los ojos de los que escapa-ron temblorosas unas lágrimas, y en actitud humilde calló y se resignó. Era una víctima y no debía quejarse. Cumplía su deseo: «Quiero pasar inadver-tido; quiero sufrir».

Así pasaba su vida. El dolor lo martirizaba cada vez más. Para sopor-tarlo, recibía fuerzas sobrehumanas de la Comunión que con frecuencia, cuando no diariamente, recibía. Estrechando a Jesús contra su corazón, él enamorado del sufrimiento, pudo muy bien decir con el poeta:

«Yo darte el alma he queridopara que en ella ejercites

tu rigor.Con tus dardos la has herido,

¡tenla, pero no le quitessu dolor!

Tú me enseñaste a sufrir,Tú me enseñaste a gozar

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Padeciendo;Tú me enseñaste a vivir;

Tú me enseñaste a triunfarresistiendo».

(ALIVIO DE CAMINANTES).

¿Qué eran todos los padecimientos y sus penas en comparación de aquel divino abrazo con el Maestro, derretida el alma de felicidad espiri-tual? De todas sus comuniones pudo repetir lo que dijo, cuando comulgó por vez primera en el Clínico:

«¡No es nada lo que he sufrido, en comparación con la alegría que hoy invade mí alma!»

Un día una buena señora de Zaragoza, se acerca con Aurora al lecho de Ismael.

— ¿Qué tiene este muchacho?Una dulce sonrisa fue la respuesta. Se llamaba la señora Pilar y era

viuda. Dedicada a visitar hospitales, sabía derramar consuelos y caridad sobre los pobrecitos enfermos y heridos. Invitada por Aurora, quien debió contarle algo de Ismael, acudió muchas veces a visitarlo. Medió entre ellos cariño de madre e hijo.

Una vez le dijo a nuestro enfermo:— Ismael, puesto que eres de Acción Católica: ¿te gustaría recibir

una visita de algunos miembros del Consejo Diocesano de aquí?Se le iluminó el rostro flaco con alegre expresión y contestó afirmati-

vamente.La visita no se hizo esperar mucho. El Presidente y el Secretario del

Consejo se acercaron a la cama de Ismael pocos días después.Renació entonces aquel muchachito simpático de Tomelloso, virtuo-

samente alegre. Olvidado de sus dolores, compartía amablemente el tiem-po en amena charla con ellos. Un acertado regalo le hizo sonreír su alma,

— Te traemos una insignia de Acción Católica; ¿te agrada?— ¡Oh mucho! ¡Gracias, muchas gracias! — Y la acariciaba entre

sus manos.

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Quizás pensó, que luciéndola sobre su pecho, sería causa de que mu-chos lo atendieran más, u ocasión para ganarse simpatías de médicos y re-ligiosas. Lo cierto es que Ismael la guardó en su mesita y no se la puso. Cuando marcharon los jóvenes, la enfermera encontró a Ismael con una sonrisa de íntima satisfacción en el rostro. Y como adivinando los deseos de Aurora de conocer la razón de aquel gozo que le brillaba en los ojos le dijo:

— Abra el cajón y mire lo que hay ahí. Envuelta en un papel de seda estaba la insignia de Acción Católica.

Y aclaró:— Han estado a verme los muchachos de Acción Católica y me han

traído este regalo.Y cogía la insignia y la besaba con efusión apasionante.— Pero, póntela en la camisa para que la luzcas.— No, la estropearía en seguida. Además, sería indigno ponerla en

sitio tan sucio. (P. del Valle, s. J.)No se había perdido su amor a la Acción Católica. Le era motivo de

agradecimiento, pues ella lo ató a Cristo. «Por lo único que no quisiera morir (confidenció íntimamente con

D. José un día), es por ver ter minada la guerra y el desarrollo de la Acción Católica, mi apostolado favorito, aunque después de muerto, desde el Cie-lo pediré mucho por todos mis paisanos (por su Centro entiéndase) por la Acción Católica, para que se extienda y se organice en todos los pueblos. Son muy necesarios los sacerdotes y, a falta de ellos, los Jóvenes de Ac-ción Católica deben prepararse, para cumplir su programa tan necesario en todos los tiempos y hoy más que nunca».

D. José para atizar ese fuego le proporcionaba folletos y libros que trataban de su «apostolado favorito», como él le llamaba.

* * *

«Sobre los sufrimientos físicos hay que colocar sus grandes penas morales» (P. del Valle, S.J.).

Ocurren ciertos casos en la vida, que tienen muy difícil explicación. Y así vemos que durante la estancia de Ismael en el Clínico, las monjitas que atendían aquella casa de dolores no se interesaban por él. Desatendido casi cruelmente, quizá por falta de personal, hubo de sufrir mucho. No te-nía su cama debidamente cuidada y las inyecciones se las ponía a escondi-

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das Aurora, y, como no querían darle cajas, se servía de una persona que entraba con libertad en el botiquín, para que ésta las cogiera, sin que la vie-sen las monjas.

Parece ser que las buenas monjitas estaban disgustadas con Aurora, porque estaba mucho tiempo con Ismael y desatendía a otros enfermos, y hasta él llegaron las consecuencias y chispazos de ello.

Quizás también habían sido antes víctimas del engaño de algún «sin-vergüenza rojo» y con una prudencia muy severa juzgaron a aquel inocen-te muchachito, como a uno de tantos rojos hipócritas, y mimado por una enfermera, que caprichosamente le servía con exceso.

«A todos los desprecios y faltas de cuidado, él respondía con una re-signación y silencio admirables», anota Don José.

Desde luego, Aurora cuidaba con especial atención a Ismael, porque llegó a caer en tal estado de debilidad que daba lástima contemplarlo. Lleno de dolores, sin fuerzas y con angustias indecibles, cayó en una gran anemia que le hizo perder el apetito totalmente. En este caso, la enfermera se portó como una madre. Le llevaba bollitos, dulces, mermeladas y otras mil cosas de más «fácil digestión».

Una vez, el médico hacía la visita a los enfermos acompañado de la Hermanita. Como sabía que aquel muchacho estaba prisionero, se sorpren-dió de verle en la mesita algunos alimentos de los antes mencionados. En-terado de que la enfermera se los proporcionaba, con maliciosa sonrisa y tono cruel dijo a la monjita: «Será alguna rojilla y por eso lo atiende con predilección». El comentario le dolió a Ismael, como un beso de hielo en las carnes. Pero él callaba y sufría.

Parecía que todos estaban contra él. Otro día desde un rincón de la sala, un prisionero enfermo, alemán, de las brigadas internacionales comu-nistas, hombre de alma mala y fría, como las tardes brumosas de su país nórdico, y de peores sentimientos, alzó un poco la voz y dijo:

— Pero, ¿qué tiene ese muchacho que así lo miman?El buen. Ismael, como para complacerle, contestó tímidamente: «Es

que estoy muy mal: me estoy muriendo».— No quiero que me traiga más cosas —dijo a la enfermera—, pues

me duele que la riñan a Vd. por causa mía. — Y se resignó a comer lo que pasaban a los demás enfermos.

* * *

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Dijimos antes, que la Novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón pareció haber surtido efecto. Doña Pilar y Aurora llegaron a decir una vez:

— Cuando te pongas bueno, iremos los tres a dar gracias a la Virgen del Pilar.

Pero él, iluminado por una ilusión más dulce y sobrenatural, excla-maba mirando al cielo:

— Yo iré a dar las gracias al Cielo... y pronto.El Señor lo iba purificando con más dolores. Pulía su obra.La víspera del Viernes de Dolores, l5 de abril, se agravó mucho y se

sintió morir. Eran como las nueve de la noche o algo más. En el hospital ya estaban todos recogidos. Empezó a toser y tuvo una gran hemoptisis. Cada vez que tosía, salían de su pecho deshecho pedazos de sus pulmones y en aquel trance amarguísimo mandó llamar a Don José con la Hermana de vela. Estaba demacradísimo y con rostro de agonía, pero entre las som-bras con que el dolor difuminaba su cara, amanecía una paz serena con la aurora de una sonrisa resignada:

— ¿Qué te pasa, Ismael? — le preguntó Don José.— Quédate conmigo; esta noche me muero.— No digas eso, hombre.— Sí, sí; llama al capellán. Ya he recibido el Viático y quiero la Ex-

tremaunción. Me siento morir. —Y se liaba entre las manos descarnadas el Rosario de la Virgen, apretándolo muy fuerte. También Ella había sufrido mucho y precisamente el día siguiente, la Iglesia celebraba la fiesta de sus dolores.

Don José fue a llamar al capellán, quien se apresuró a asistirlo.Se incorporó Ismael un poco, como pudo, en su lecho y contestó lo

que supo, dándose cuenta de todo. Se quedó un buen rato el capellán, ani-mándolo, dictándole jaculatorias, y viendo que no presentaba síntomas de agonía, se retiró a descansar con la advertencia de que, si se agravaba, lo llamase Don José.

Vino entonces el momento dulce de las intimidades entre él y Don José. Con una sonrisa que brotó nueva y sin sombra de dolor a sus labios sangrientos, dijo:

— ¡Qué! ¿Quieres algo para la Virgen?, que me muero esta noche. Mañana es Viernes de Dolores, fiesta de la Virgen. ¡Mañana con ella en el Cielo...!

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— No digas eso, Ismael —le contestó Don José, para animarlo.— Ya verás, ya verás; me muero esta noche. ¡Pero qué contento es-

toy!Esa alegría, era reflejo de la paz y tranquilidad de su alma. Olvidán-

dose de la gravedad empezó a bromear:— Mañana cuando llegue al Cielo, si San Pedro no me deja entrar,

porque he sido un diablejo, le tiro de las barbas o le engaño y me cuelo. ¡Mañana en el Cielo...!

Mediada la noche, pareció serenarse y mejorar un poco. Rogó a Don José fuese a descansar. A la mañana siguiente, cuando éste llegó otra vez a su cama, le dijo con verdadero sentimiento:

— ¡Estoy más triste...! ¡¡No me he muerto!! ¡Con los planes que yo tenía preparados!

En el mar de aquella noche dolorosa en que vivía, brilló para él, co-mo un recuerdo de luz en las tinieblas, un rayo de esperanza: morir lleno de amor e ir al Cielo con Jesús y María. Mas lo cegó un velo de oscurida-des y se resignó a vivir, para más padecer por Ellos.

La enfermedad estaba en alternativas. Viéndolo así, Aurora le propu-so un pacto:

— Yo estoy agotada; apenas valgo para nada en el mundo. ¿Quieres que pidamos a Dios, que yo muera y tú sigas viviendo?

— ¡Ah, eso si que no —protestó el joven—. A ver si va a ser Vd. quien me arrebate la felicidad que espero para muy pronto.

Un día afloró a sus labios esta acción de gracias a la enfermera que tan caritativamente lo atendía:

— A Vd. no la podían matar los rojos, porque los designios de Dios eran que Vd. se santificase atendiéndome a mí, animándome, como lo ha-ce. Quisiera mostrarle el agradecimiento por lo mucho que le debo; pero ni voz tengo para hacerlo. Usted es católica y aprecia la promesa de oraciones desde el Cielo; desde allí le prometo que he de recompensarle hasta la más pequeña acción que ha hecho por mí. Verdaderamente que eso tan solo mi madre lo hubiera hecho... Estoy hecho polvo y no tengo voz en la gargan-ta; perdone que no sea más expresivo...

En sus hermosos ojos temblaron unas lágrimas.El 19 de Abril, día de la Unificación, Aurora le llevó una banderita

nacional de las que repartieron en Zaragoza con ocasión de la fiesta. Como

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era un ferviente enamorado de la Patria, se llenó de alegría, la tomó, la es-trechó contra su corazón, la besó mil veces y piropeándola le recitó la es-trofa:

«Banderita, tú eres roja; banderita, tú eres gualda; tú eres oro, tú eres sangre de los soldados de España...»

Se olvidó de todos los dolores y siguió requebrándola con las precio-sas estrofas de Muñoz y Pavón.

«Ismael era todo fuego; sus ojos habían cobrado vida, llameaban, y su rostro se había encendido, pintando ligeramente de rojo la palidez mor-tal». «Ahora —dijo—, oigan una poesía al Sagrado Corazón que solía yo declamar en los pueblos, en las fiestas de Acción Católica». Y soñando en aquellos días en que era feliz, siendo apóstol de Cristo, con ternura y ex-presión hasta entonces no usadas, declamó la poesía, que debió ser la her-mosísima del P. Félix Ga. Olmedo, S. J., titulada «Amor divino».

Besó la bandera española y dijo a la enfermera que la pusiera de do-sel a la estampa del Sagrado Corazón que tenía a la cabecera de la cama.

Tuvo la suerte de poseer una reliquia de San Luis Gonzaga, el Santo de sus predilecciones; pero cuando se la entregó Aurora, no pareció de-mostrar mucho entusiasmo; sólo un apasionado beso depositado en ella fue la respuesta que dio a la joven, cuando le preguntó:

— ¿Sabes quién era este Santo?Ocultaba humildemente hasta sus devociones, pues era devotísimo

del Santo Jesuita.

* * *

Al entrar la Semana Santa, Ismael empeoró. «Se iba consumiendo poco a poco. Aquel organismo se desmoronaba a ojos vistas; aquellos pul-mones se deshacían y las hemoptisis eran muy frecuentes. Las llagas ha-bían invadido todo su cuerpo. Con todo, se sobreponía al dolor, y aunque lacia, la flor de su sonrisa engañaba la podredumbre de aquel cuerpo.

Se vio bien claro que el Señor le quiso asociar a su pasión más ínti-mamente» (P. del Valle, S. J.)

Como eliminaba frecuentes materias putrefactas de su pecho, en la boca le quedaba un sabor amarguísimo. No se quejó de ello; pero Aurora

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se lo suponía y de vez en cuando se la lavaba. La fiebre altísima que le acometía con furor, le producía una sed devoradora hasta el punto de llegar a secársele las glándulas salivales.

«Con caridad cruel para el sufrimiento del enfermo, únicamente le permitían tocar un vaso de agua o un botijo de barro cocido y de cuando en cuando humedecían sus labios con algunas gotas que apenas si las gustaba la lengua».

El Jueves Santo amaneció como nunca. Se le veía sufrir de una ma-nera horrorosa. La sed se le acrecentó de manera alarmante. Dolores de muerte lo cercaron. El sufría pacientemente, sin quejarse; pero la naturale-za flaca se resistía. Llegó a tal estado de angustias y de tormentos, que al-guien, al ver las terribles convulsiones que en él se producían y el temblor precipitado de su cuerpo y manos, creyó le había llegado la última hora. Y él, sin hablar, sin quejarse; apretando muy fuerte su Rosario, requebrando amorosamente el Crucifijo y pidiendo ayuda a Jesús y María.

Al principio de la tarde llegó Aurora y, al verlo tan atormentado, con rostro agónico, moviendo suavemente sus labios, en dulce oración le pre-gunto aterrorizada:

— ¿Qué te pasa, Ismael?— ¡Es Jueves santo! —explicó él sencillamente. Había querido sufrir

y el Señor le daba a sentir torturas y penas, el día en que El mismo dijo que su alma estaba triste hasta la muerte.

La noche fue de Getsemaní. Así pudo acompañar más al natural a su Dios, que tanto padeció por él.

El Viernes Santo, fue también día de mucho dolor. Daba compasión mirarlo. Las llagas de su cuerpo eran manantiales de tormentos, sobre todo las de la espalda. Pero ahogaba los gestos de dolor entre los brazos de una serenidad que imponía.

Como a Cristo, lo abrasó la sed y en sus espaldas sintió dolores de flagelación; pero todo lo soportó a ejemplo de Cristo también. Don José le encontró gravísimo. Ismael disimuló una sonrisa huérfana, y pobre y enlo-quecido de amor, porque sólo quienes están así hablan como hablaba él, le dijo:

— ¡Al fin hoy tengo la dicha de ofrecerle algo a Jesús!Ismael estaba en la cruz. Presentía el fin próximo, y el deseo de unir-

se a su Dios por la muerte, le hacía olvidar sus horrorosos tormentos. Para él los dolores eran un reclamo del Señor.

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«El invierno (de los dolores) ha pasado. La voz de la tórtola se ha es-cuchado ya. Ven paloma mía, amiga mía, amada mía», decía Jesús con los místicos versos del Cantar a su alma hermosa.

Ismael sentía tan dulce arrullo entre las angustias y torturas de su en-fermedad cruel, pero sufría y callaba, porque

«lo hermoso de los dolores es saberlos recatar, como la miel en las flores, como la perla en el mar».

(MANUEL GONZÁLEZ HOYOS).

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XI

La suprema oblación

(Su feliz muerte)

«Porque muero de amor, canta, alma, canta».

STA. TERESITA.

«Morir siempre es solemne, ha escrito Melendres; pero morir de amor, es una apoteosis».

Porque esa muerte de amor es el final apoteósico de una vida de amor, que ha estado hasta el último momento pugnando con dolores y con-tratiempos, con amarguras y penas.

¡Que todo aquel que ama, sufre mucho!La vida espiritual tiene riquísimos sabores, que a veces repercuten en

lo físico; pero por regla general, quien vive una vida espiritual intensa, ha de reñir una gran batalla, sin gustar esos dulzores y sólo sentirá dolor, abandono y aridez. Armado de mucho amor podrá soportar la pugna cons-tante de lo material con lo espiritual. Y como la muerte libra al alma de sus enemigos y la pone en posesión del goce eterno, si lo ha sabido merecer, quien muere de amor divino, triunfa ¡y triunfa para siempre!

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Por eso mismo, siempre «es preciosa ante el Señor la muerte de los justos» (Salmo 115).

Si quien vive la vida espiritual ha procurado sobrenaturalizarse, en-tregándose a Dios, desposando su alma con el querer divino, amando he-roicamente al Divino Amante, resistiendo sus pruebas, contestando con más amor a sus aparentes desdenes, su muerte ha de ser de amor, porque sucumbe en un acto de ese ejercicio.

Y como sabe el alma que la posesión completa de su Dios sólo la ten-drá con la salida del cuerpo, desea y ansía la muerte con ardiente vehemen-cia.

«¡Ven muerte tan escondida que no te sienta venir, porque el placer de vivir no me vuelva a dar la vida...!Sólo esperar la salida me causa un dolor tan fiero, que muero, porque no muero».

Otras veces el alma clama con bramidos interiores:

«¡Oh libertad soñada! ¡Oh puerta abierta!¿Cuándo será que rompa mis prisiones?¿Cuándo quebrantaré los eslabones y abierta a mi ansiedad veré la puerta?¡Padre mío, Señor, Amor..., liberta a la pobre cautiva!¡Ay, no te tardes, si me quieres viva, que, de tanto esperar, estoy ya muerta!

(ALIVIO DE CAMINANTES)

Resignarse a morir en la flor de la vida, haciendo oblación de todo, hasta de los ideales más santos, es un verdadero sacrificio.

Ismael murió, cuando la flor de su vida se abría entre sonrisas de ju-ventud casta; despreciando lo de la tierra, deseaba con nostalgias ardentísi-mas la muerte, que lo llevaría al cielo. Sólo quería vivir, para ser sacerdote santo; pero Dios disponía lo contrario y él se resignaba: «No quiero nada con este mundo —había dicho cuando le auguraron un futuro halagüeño en esta tierra, si curaba—, ¡soy de Dios y para Dios...!

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Quiero vivir absorto en É1, perdido en la inmensidad de Él y a Él to-talmente entregado. Ni egoísmo, ni dinero, ni comodidades, ni familia, ni honores... ¡¡Sólo Cristo!!»

Desde los días dolorosos de Semana Santa Ismael no vivía en la tie-rra. Todo su anhelo era el cielo. La hora de la muerte no llegó para él con miedo y con tristeza. Ante la esperanza de uno muerte próxima, lleno de felicidad sonreía.

Un día le preguntó D. José:— «¿Estás triste, porque vas a morir?»— ¡No!; ahora me encuentro mejor preparado que nunca, y por lo

tanto, que venga cuando quiera la muerte. Estoy seguro que la Santísima Virgen del Pilar a quien amo con todas las ansias de mi corazón, me ayu-dará a presentarme ante el Tribunal de su Hijo y por eso nada temo».

Sin embargo, una espina le punzaba el alma: su recuerdo se iba mu-chas veces hacia aquel pueblo manchego que lo vio nacer. Un peso angus-tioso y de pena lo invadía: moriría solo, sin los besos y solicitudes de una madre, sin el consuelo de los suyos...; quizás aquella buena enfermera le cerraría sus ojos, le diría las últimas palabras de aliento; pero su muerte es-taría sin el calor de la familia y más aún: considerado por los jefes como un miliciano «rojo», él que tanto amaba y había amado a la España católi-ca.

Otro dolor oculto abría llagas en su corazón: ¿estarían bien los su-yos? ¿habría muerto alguno?; entre estas dudas él sabía dar frases de alien-to a otros corazones heridos. Y es ello, que Aurora algunas veces estaba preocupada por sus familiares de Barcelona, todavía en poder de los rojos.

El buen Ismael la consolaba así:— «Confíe; no se acobarde».Hablando de sus padres, le dijo también:— «¡Qué consuelo más grande me daría Ud., si me prometiera ir a

visitar a mis padres, al terminar la guerra, y hablarles de su hijo, y decirles que, a pesar de los dolores de la enfermedad, muero tranquilo y pensando en ellos!

— «Aunque sea andando, iré: te lo prometo. Cumpliré tu última vo-luntad».

— «... Quisiera despedirme de ellos por carta...»

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Aurora le ayudó a incorporarse y lo sostuvo, mientras temblón y llo-rando escribía estas líneas de despedida:

«A mis queridísima mamá y papá y demás hermanos: En este mo-mento en que les escribo estas cuatro líneas estoy en mal estado, y al en-contrarme en este estado les escribo, para darles el último adiós pues espe-ro que cuando la reciban, seguramente estaré en el Cielo, pidiendo por vo-sotros.

Por mí no paséis pena, pues aunque tú mamá, no estuviste a mi lado, he encontrado una madre que me cuidó con los mayores cuidados que mi enfermedad pedía. No me abandonó ni un momento.

El nombre de la señorita a quien Vds, deben que su hijo haya estado tan bien asistido, es Aurora Alvarez. Hizo para mí las veces de la más tier-na madrecita; por ella os mando mi último adiós.

¡Adiós a todos los chicos, Antonio, Antonia, a los tíos y demás pri-mos, a Félix y a Francisca, Miguel, Pedro y demás! ¡adiós a todos!

Tú, mamá, no tengas pena, que he muerto como tú me enseñaste. Re-cibí todos los Sacramentos, y fui asistido por esta buena señorita hasta mi último momento.

¡Hasta el Cielo, que allí os espero a todos!Recibid este último abrazo del que os quiere y no os olvidará en el

Cielo. — Ismael».

Viendo Aurora el decaimiento de Ismael, aun cumplido su servicio, no le dejaba. «Uno de los días, nota que la enfermera está excesivamente fatigada, pero no se retira a su casa, a pesar de haber terminado la hora de su servicio. Ismael mirándola afablemente, le dijo: «Váyase tranquila que esta noche no me muero» (P. del Valle S. J.).

Una buena señora, Dña. Teresa Fajul, leyó la carta que Ismael había escrito a sus padres. A veces acompañaba a Aurora al Clínico. También ella tenía el corazón llagado, pues los «rojos» le habían asesinado un hijo en un pueblo de Huesca. Conmovida por el sencillo relato de la carta, se inclinó sobre el enfermo, le puso el ardor de un beso en su frente de lirio y le dijo con dulzura:

Ya que no tienes tu madre a tu lado, yo te daré el beso de madre.Ismael le sonrió tristemente y contestó:— Muchas gracias: En el Cielo pediré por Vd.

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En uno de aquellos días, D. José fue evacuado a Bilbao. «Sintió tanto que yo me marchara —ha escrito— que, al despedirme, no tuve más reme-dio que llorar, conmovido por él». Mas a los cuatro o cinco días volvió de nuevo a Zaragoza.

Alguien debió decir a Ismael que quienes morían prisioneros, eran enterrados en una fosa común. Hablando de ello con Aurora, se desahogó así:

— «Me horroriza que me arrojen a la fosa común, cuando muera».— No te apures, muchacho. Todo se andará». Otra vez dijo:«Quiero que, cuando muera, me amortajen con la sotana de la Com-

pañía de Jesús.— ¡Vaya ocurrencia! Y ¿por qué con la sotana de jesuita?—Sí, porque yo tenía deseo de ser de la Compañía y ya que no he po-

dido ser, por lo menos que me entierren vestido como uno de ellos, como murió S. Luis Gonzaga».

* * *

Al finalizar el mes de Abril, pareció reanimarse; pero sólo fue un pe-queño descanso, para terminar con bríos la angustiosa jornada. Entró el hermoso mes de Mayo, el mes de la Virgen, cuando las almas castas ofre-cen sus mejores flores a Ella.

Ismael empezó a decaer. Con todo, conservaba serenidad para bro-mear:

— «¡Qué poco voy a dar a los gusanos!» —¡Estaba tan esquelético y consumido!...

A todos quienes le visitaban decía: «¡Háblenme de la Virgen; háblen-me de la Virgen!»

Su vida se apagaba, como esas lamparillas que junto a los Sagrarios se mueren abrasadas, al no tener aceite. De sus labios no salían más que oraciones y jaculatorias. Los dolores asaeteaban sin piedad todo su cuerpo. Era tal su resignación y paciencia; era tal su deseo del Cielo; tan dulces y ardientes las súplicas y requiebros a la Santísima Virgen y a Jesús, que un soldadito, testigo de aquellos celestiales momentos, dice así:

— «Sus últimos días fueron un continuo éxtasis».

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Es notable este hecho: «En vísperas de su muerte y ya casi agonizan-do, cuando el médico, para auscultarle o la enfermera para ponerle la in-yección, le descubrían, él, como instintivamente, cubría sus miembros, lla-mando la atención de todos esa nimia defensa de la castidad, pero que de-jaba traslucir su delicadeza de alma» (P. del Valle, S. J.).

Ismael se acababa.El día 5 de mayo amaneció casi muerto. Aun tuvo fuerzas y alientos

para recibir con ardientísima devoción a su dulce Jesús Sacramentado. Aquel día D. José no iba a visitarlo y Aurora se indispuso. El Señor quería darle una muerte abandonada. Así había sido la suya en el Calvario.

Ismael, se podía decir que había muerto ya a la vida. Puestos sus ojos extáticamente en el Cielo, cruzadas sus manos sobre el pecho en las que te-nía su Rosario, parecía no darse cuenta de nada. Como Sta. Teresita no le decía nada a Cristo; lo amaba.

Anochecía, cuando llamó al capellán, para que le administrara la Ex-trema Unción. No podía más con los dolores. El alma pugnaba por esca-parse del cuerpo, con místicas ansias de unirse a su Dios.

— «No se vaya, Padre, no quiero morir solo...»El capellán le animaba, sugiriéndole jaculatorias:— «Dios mío, misericordia. Sagrado Corazón de Jesús, en vos con-

fío».Por fin sus labios musitaron:— «¡Madre mía del Pilar, sálvame! ¡Dios mío misericordia! ¡Sagrado

Corazón de Jesús, en Vos...» La jaculatoria se partió, como un compás musical roto por un silen-

cio. Una sonrisa sencilla y pura, como la de un niño que en su cuna sueña con los Angeles, se vertió por su rostro. Un leve suspiro, y su alma, como una paloma blanca, dejó ansiosa la prisión de barro y voló feliz y redimida hacia Dios, cuando el cielo era un gotear de luz. Eran las diez, de la noche.

¡Ismael ha muerto! La muerte ha segado su vida, en un acto de amor. ¡Así mueren los Santos! «Colmaste, Señor, el anhelo de su corazón y no le negaste lo que te pidieron sus labios» (Salmo XX-34), «Ellos mueren con ímpetus y encuentros sabrosos de amor, como el cisne, que canta más dul-cemente, cuando se quiere morir». Que por esto dice David que «la muerte de los justos es preciosa» (20).

20 San Juan de la Cruz. «Llama de Amor viva».131

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D. José Ballesteros escribió así a los íntimos de Ismael: «Era el día 5 de mayo, mes consagrado a la Virgen, cuando este ángel de pureza y de santidad babia de ir a unirse al número de los Bienaventurados».

En la carta donde notifica a sus padres tan sentida muerte, hay estas frases: «Sírvales de consuelo la consideración de que el Señor le tendrá cerca de su trono a donde, por quererlo mucho le llevó; era como un Angel y murió como lo que era. Preparado como un santo le llegó la muerte y co-mo un santo abandonó este lugar de miseria...».

Ismael tenía 21 años.

* * *

En la sala hubo este comentario:— ¡Pobrecillo! El del seis ha muerto.Le vistieron su pobre ropa caqui y lo llevaron al depósito aquella

misma noche.A la mañana siguiente, Aurora caminaba hacía el Clínico. Un temor

dudoso la inquietaba. ¿Habría muerto Ismael? Bien pronto salió de dudas. En la portería había un chico de Socuéllamos, pueblo cerceno a Tomello-so, y ante la ansiedad de la expresión de Aurora, le dijo muy triste:

— ¡Aurora, Ismael murió anoche a las diez y medía!La joven se apenó:— Y ¿dónde está su cadáver? —le interrogó casi en un sollozo.— No sé decirle; pero supongo que en el depósito y en el sitio desti-

nado a los prisioneros muertos.— Y ¿dónde reciben sepultura?— Los llevan a la fosa común...La condujeron hasta el depósito y allí encontró el cadáver del buen

Ismael con su dulce sonrisa aun, sin que la hubiese deformado el rictus frío de la muerte.

Le cruzó, con harta dificultad, debida a la rigidez, sus manos sobre el pecho; rezó largo rato por él y no se resignó a que fuese llevado a la fosa común.

Habló de ello con el capellán y los dos se presentaron ante el Jefe del Clínico pidiéndole el cadáver, para enterrarlo en sepultura propia.

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— «Por mí no hay inconveniente; pero todos los gastos corren a su cargo».

Se pusieron las cosas en tal extremo, que se temió no poderlo ente-rrar. La constancia de ambos venció y hacia las cinco de la tarde se verifi-có el entierro. Merecen un sincero reconocimiento tanto el Capellán y Au-rora, como Doña Pilar, por acción tan generosa y llevada a cabo heroica-mente entre multitud de grandísimas dificultades.

Era la tarde de una primavera zaragozana y el huelgo fuerte de los pi-nos se rizaba entre las brisas. La tierra se tragaba una flor de la Juventud de Acción Católica Manchega en la primavera floreciente de sus virtudes. La sombra de una hermosa cruz cubre el sepulcro de Ismael con una ins-cripción que dice:

ISMAEL MOLINERO NOVILLO

SECRETARIO DE LA JUVENTUD DE A. C. DE TOMELLOSO

INMOLO SU VIDA POR DIOS Y POR ESPAÑA EL DIA 5 DE MAYO DE 1938 A LOS 20 AÑOS DE EDAD (21)

R. I. P.

El día 7 se presentó en el Clínico D. José. Lo encontró Aurora por una galería, y le dijo llorosa:

— ¡Oh, ya se ha muerto Ismael, ya se ha muerto Ismael! — «Subí a la sala, —cuenta—, y en efecto, allí estaba su cama vacía. No

supe si llorar o alegrarme. Lloré al amigo bueno a quien quería. Me alegré, porque había volado al Cielo».

El Señor nos lo arrebató, para premiarlo, porque en poco tiempo lle-nó su vida de heroicidades cristianas. En el libro de la Sabiduría hay una bella explicación del arrebatamiento que el Señor hace de estos jóvenes: «Consumido en breve llenó una larga vida. Su alma era agradable a Dios y por eso se apresuró a sacarlo de en medio de las maldades». (Sab. IV, 13-14).

En la muerte de Ismael hay algo especial: «Fue súbita, llena de arca-nos y de silencio como las grandes obras de Dios». Eso se ha dicho del Fundador de la compañía de Sta. Teresa, Don Enrique de Ossó Cervello.

21 Ismael, como ya dijimos, fue Tesorero, no Secretario. Su edad exacta era 21 años cumplidos el mes antes.

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Como corona de gloria, pongámosle a Ismael el elogio que de él ha hecho D. José Ballesteros.

«Lástima que hayan pasado largos años de entonces hasta boy y el tiempo haya borrado escenas y frases admirables que cuando estuve con él, le oí pronunciar, y de las que fui testigo.

Sin embargo, boy queda en mí una idea fija, que es imborrable: Isma-el murió santo, porque en su enfermedad supo sufrir como un santo, aun-que por serlo así, tanto más se empeñó en ocultarlo, con aquella humildad que se reflejaba en sus palabras todas, así pasó desapercibido en todos sus detalles».

Lector, te he presentado una vida sencilla, pero ejemplar de un mu-chacho manchego que vivió y murió como un santo. Verdaderamente su vivir en los dos últimos años fue una inmolación; él mismo lo dijo: «No he merecido derramar mi sangre por Cristo; pero Dios se ha dignado aceptar el lento martirio de mi vida... Quise el martirio y al fin lo he conseguido. No el derramamiento de sangre por la fe; pero sí el abandono, el lento su-frir, la angustia de morir como «rojo», la ausencia de mi santa madre».

¡Verdadera inmolación! Así me lo escribe Aurora:«No crea Vd. que me dejé impresionar fácilmente por las virtudes de

un alma seleccionada, pues antes de tener la ocasión de cuidar a Ismael, había convivido en la zona roja con jóvenes que alegremente aceptaban la palma del martirio; pero todos esos sufrimientos me parecieron pequeños, al compararlos con los de Ismael...

Por eso, cuando, después de su muerte, encargué la placa que debía ser puesta en la cruz que preside su sepultura, no vacilé en poner:

INMOLO SU VIDA POR DIOS Y POR LA PATRIA

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EPILOGO

Se ha roto el silencio de su tumba

(En los labios de su Obispo y en el corazón del Papa)

«¡Ismael es un héroe!»Pío XII.

La sepultura de Ismael parecía estar abandonada. Un día sin embar-go, apareció con un recuadro de ladrillo y llena de flores. Aurora no lo des-amparaba ni muerto.

Los jóvenes de Acción Católica de Zaragoza publicaron en su Bole-tín, a raíz de la muerte de Ismael, un precioso artículo dedicado a su me-moria, en el que se realzaba su sacrificio, se elogiaban sus virtudes y se po-nía su muerte como modelo. Más aún, su tumba era muy frecuentada por aquellos muchachos, que rendían testimonio de admiración a aquel solda-dito desconocido, que considerado como prisionero rojo, sufrió como un Santo y murió como tal. Artísticos ramos y coronas de flores sobre el se-pulcro hablaban también del cariño y veneración que por él sentían.

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El Señor quiso romper definitivamente el silencio admirable de Isma-el. «Empezaba a hacer glorioso su sepulcro, como sincero testimonio al ca-llado heroísmo del joven».

El año 1940 la Asociación de Jóvenes de A. C. organizó aquella for-midable peregrinación al Pilar de Zaragoza. Más de 20.000 flores de la Ju-ventud llenaron la Hermosa Basílica y la plaza que tiene delante. Un bos-que de banderas blancas se mecía al arrullo de la brisa maña. Aquello era sublime. Jamás lo olvidaré. Yo era chiquito y estudiaba en un colegio de aquella recordada y querida ciudad. Allí se juró defender, aún con la muer-te, la Asunción de Ntra. Señora a los cielos en cuerpo y alma. Alguien allí públicamente, aclamó como modelo de joven de Acción Católica a nuestro Ismael. Yo nada sabía, ni aun oí esto.

Entre aquellas filas se bailaban su hermano Luis y un compañero ínti-mo de Ismael. Subieron a Torrero. En el cuadro 52, sepultura 401, encon-traron el lugar donde dormía el sueño de los justos. Estaba lleno de flores y ellos le ofrendaron más. Ismael florecía.

Años más tarde, su buena madre quería ver la tumba del hijo querido. Decía que no quería morirse sin verla y allá se fue. Se encontró con la tum-ba cuajada de flores y exclamó entre sollozos de dolor materno y dulce alegría: «¡Qué hermoso me lo han puesto!» y ¡casos inexplicables de la vi-da!, cuando volvía de su viaje, la noche que iba a tomar el tren para Tome-lloso, murió de repente en la pensión.

Hubo un tiempo en el que parecía que la memoria de Ismael se había extinguido; mas no fue así. En abril de l942 la excelente revista de la mís-tica dominicana «La vida sobrenatural» trajo en sus páginas una preciosa historia de un muchacho manchego, modelo de esa vida. Se daba a conocer al mundo la vida y oblación heroica de Ismael en aras del silencio y del dolor. Constaba de una pequeña introducción y de los apuntes que sobre él habían dado Don Ignacio Bruna (capellán de S. Gregorio) y Aurora Alva-rez, la enfermera que lo asistió durante lo más penoso de su enfermedad. Un Operario Diocesano la había enviado desde Tucumán, (Argentina) a tan conocida revista bajo el epígrafe: «El miliciano santo».

En el colegio zaragozano donde yo estudiaba se recibía la revista y un día me dijo un Hermano: — «Estamos leyendo en el refectorio una cosa muy bonita de un «miliciano» de tu tierra. Se trata de un chico de la Ac-ción Católica, de Tomelloso, que pasó como rojo, por sufrir en silencio y no darse a conocer. Es algo admirable. Algunas veces da lástima lo que su-frió, sin decir nada...»

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Yo me enorgullecí y cuando discutíamos los alumnos sobre cosas y valores de nuestras provincias, siempre sacaba a relucir al buen Ismael.

Volví a La Mancha y en tres o cuatro años no oí hablar, ni yo hablé del paisano Ismael.

Estudiando filosofía en el Seminario de Ciudad Real llegó a mis ma-nos la revista «De broma y de veras» en el año 1946. La portada traía el re-trato de un joven y este título: “Ismael de Tomelloso”, por el P. Florentino del Valle, S. J.

Renació en seguida en mí el recuerdo de aquel muchacho y con avi-dez leí la hermosa biografía que presentaba la revista. Lloré de emoción. Ciertas descripciones cautivan y conmueven. Casi todos los que la han leí-do me han dicho lo mismo: «¡He llorado!» Ahora sí que de verdad se hacía pública la vida sencilla, alegre y heroica de Ismael. La Administración del «Mensajero» se vio invadida de una multitud de cartas, que pedían, desde Seminarios, Centros de Acción Católica, Colegios y Conventos, un ejem-plar de “Ismael de Tomelloso”. Se hicieron unos cuantos, adornados de una significativa y preciosa portada y se vendieron al momento. Y ha ha-bido que hacer una segunda edición, para satisfacer los podidos que se ha-cían.

El autor envió unos ejemplares a la familia y amigos de Ismael. Un día su hermano Jesús se presentó al Excmo. Sr. Obispo Prior, Don Emete-rio Echevarría y le regaló un librito de aquéllos.

El Sr. Obispo quedó encantado detener entre sus jóvenes, uno cuya vida era un ejemplo cíe virtudes cristianas, modelo que podían seguir las florecientes generaciones de la Acción Católica Manchega. ¡Y también llo-ró su Excelencia!

Ha confesado haber leído muchas veces aquel librito y cada vez lo ha conmovido más el buen Ismael. Ya no sabía hablar de otra cosa en los pue-blos.

Yo le oí en Manzanares predicar del amor de este joven al Santísimo Sacramento de nuestros Altares con ocasión del cincuentenario de la Ado-ración Nocturna Española en dicha noble ciudad. Lloraba, echaba fuego por su boca, al relatar la pena que sintió Ismael, cuando no pudo comulgar el día de S. José en, el Clínico y la dicha y gozo santo que experimentó cuando días más tarde albergó en su pecho al Rey del Amor.

Otra vez, fue en la Capilla del Seminario, cuando nos habló de él. Nos animaba a desear un sacerdocio santo, desinteresado y heroico, como

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el que deseaba Ismael, si lo hubiera podido conseguir. Esplendido cómo siempre, nos regaló un ejemplar de la vida a cada seminarista y nos invitó a leer muchas veces las hermosísimas y ejemplares páginas que hablan de esos deseos y a meditar mucho sobre ellas, para sentir el ansia divina de un Sacerdocio santo, cuya ruta nos marcaba un muchachito manchego, por cuya boca hablaba el Espíritu Santo.

No paró aquí. En Noviembre de 1947 hizo su visita «ad Limina». Llevaba al Sto. Padre Pío XII dos regalos: dos flores de espiritualidad de la llanura manchega.

Lo recibió Pío XII en Castelgandolfo. Después de las rituales conver-saciones, se pasó al terreno íntimo.

«Santidad —dijo el Excmo. Sr. Obispo-Prior—, aquí le presento las vidas de dos jóvenes de la Diócesis nuestra. Esta es de María Rosa de la Vega, angelical jovencita de sólidas virtudes».

Era un precioso ejemplar encuadernado en piel, regalo que hacían al Santo Padre los padres de María Rosa. Pío XII lo hojeó. Escuchó el co-mentario que de ella hacía Don Emeterio y sonrió satisfecho.

«Esta otra —continuó Don Emeterio— es de menos lujo, pero no se deja ganar en heroicidad. Se trata de un joven de Acción Católica, de vir-tud admirable. Tiene escenas este librito que hacen llorar».

El Papa pasaba hojas: «¿Acaso ésta es una?»— «Muy hermosa es esa, Santidad, pero hay otra mejor. Se la leeré».Abrió Don Emeterio el libro y leyó al Santo Padre la escena de Isma-

el con el capellán de San Gregorio, en el campo de Concentración. El San-to Padre se conmovía. La voz de Don Emeterio temblaba de emoción. Fue tanta la que sintió, que no pudo continuar la lectura.

«Miré al Santo Padre y... ¡lo vi llorar! Unos regueros de lágrimas ca-yeron de sus ojos. Los cerró místicamente y balbuceó: ¡Es un héroe! ¡Esto es sublime! ¡Los dos son unos héroes!»

Don Emeterio le expuso sencillamente después, que era un deseo «re-sonaran algún día sus nombres bajo la bóveda de San Pedro».

* * *

El mejor elogio para Ismael Molinero es el que se escapó de los la-bios del Papa:

«¡Es un héroe!»

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Quienes leen su biografía, lloran y dicen: «Es un santo». Se ha cum-plido lo que decía Don Ignacio Brunes, capellán de San Gregorio. «Cuan-do, cuantos le conocimos y tratamos, demos a la publicidad los rasgos que presenciamos, el mundo a voz en grito clamará:

«¡Es un héroe!»

¡Ismael, hermano nuestro, como lo prometiste, acuérdate ante el Se-ñor de las nuevas floraciones de la Acción Católica Manchega!

¡Los méritos de tu sacrificio, florezcan en jóvenes virtuosos y en vo-caciones sacerdotales con los deseos santos que a ti te animaban!

¡No lo olvides!

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