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El monje y su hábitat
Estética monástica para el siglo XXI
Francisco R. de Pascual, ocso.
Abadía de Viaceli
Tengo una choza en el bosque,
nadie lo sabe salvo el Señor, mi Dios;
una pared es un fresno, la otra un avellano,
y un gran helecho hace de puerta.
Los batientes son de brezo,
y el dintel de madreselva;
y el bosque virgen de alrededor
da bellotas para cerdos bien alimentados.
Este es el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña;
hogar entre senderos bien hollados;
una mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él)
trina dulcemente desde su alero.1 Voy a leerles otros textos, con su permiso: Había en aquel monasterio un lugar muy ameno y acomodado para el descanso, y en
ese lugar una fuente, de la que brotaba con suave murmullo unos riachuelos de purísima
agua que con mansa corriente acariciaban unas vistosas hierbas de lozanía y gracioso
verdor, alegrando los ojos y el espíritu de cuantos allí se acercaban.2
Por aquel entonces comencé yo también a visitar Claraval y a tratar a Bernardo... Un
día que fui a visitarlo... lo encontré totalmente libre de preocupaciones... y fue tan grande el
afecto que cobré hacia aquel hombre, y tal mi deseo de compartir tanta sencillez y pobreza
que, de haberme sido posible, nada hubiera deseado tanto como quedarme en su compañía...
Nos recibió con gran alegría...
Ya cuando descendía del monte, para entrar en el valle de Claraval, el viajero percibía a
primera vista que allí nadie se permitía estar ocioso; cada cual se ocupaba en sus respectivos
quehaceres. Reinaba silencio de medianoche aún en pleno día, a no ser que los monjes
estuvieran cantando las alabanzas del Señor. Tal orden y silencio... impresionaban de tal
forma a los visitantes que, por reverencia y respeto, no sólo se cohibían de hablar
ociosidades, sino que apenas si se permitían hablar por necesidad... El orden establecido por
la caridad fraterna y el silencio creaban soledad... y así la unión de espíritus y el silencio
garantizaban a cada uno la soledad de su propio corazón ...3
1 Poema celta de Connaught, ca. 650. 2 CONRADO DE EBERBACH, Gran Exordio de Císter, Viaceli 1998, V, XXI, pág. 375. 3 GUILLERMO DE SAINT-THIERRY, Vita Prima, I, VII, 34, 36, 38.
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No sé que percepción estética habrán tenido Vds. al oír los textos que les he leído.
Quizá algunos hayan sentido vibrar las fibras más íntimas de su “ser monástico”. Otros
habrán pensado que nos encontramos ante textos un tanto “instrumentales”. ¿Habrá
sentido rechazo alguno de Vds?
Quienes de Vds. sean monjas o monjes vienen generalmente de monasterios ya
hechos y firmemente consolidados en su arquitectura, y cuyo entorno habrá sido
posiblemente modificado a lo largo de siglos incluso. Lo que en ellos pueda cambiar
será cuestión de detalles. Poco podemos hacer para modificar su fábrica o moverlos de
sitio.
Cuando se llega al monasterio para ingresar en la vida monástica, el edificio ya está
edificado; las “obras” de reparación, acomodación y restauración suelen ser una
experiencia concomitante al desarrollo en la vida monástica de quienes entran y
perseveran en un monasterio.
Cuando Vds. vuelvan a sus casas, los que sean monjes o monjas, no quiero que
vayan, por haberme oído a mí, con afán “destructor”4, sino con espíritu conciliador,
creativo y sereno. Si es que de algo pudieran servirles estas mis palabras.
Además, quienes no sean monjes y monjas quiero que comprendan que los que lo
somos estamos realmente apegados a nuestro hábitat, porque es parte de nuestra vida y
de nuestra historia; sabemos de la enorme riqueza que aporta a nuestro espíritu, y, por
otra parte, conocemos también las limitaciones que nos impone. A veces nuestro propio
hábitat es una rémora para adaptarnos a los signos de los tiempos; pero de esto último
nos damos a veces poca cuenta los “de dentro”, y es bueno que de vez en cuando los no
monjes nos hagan alguna observación al respecto.
Los tres textos que he leído, me parece, nos ofrecen tres perspectivas:
a) El hábitat monástico esta generalmente mezclado con hechuras defectuosas y con
utopías realizables (aunque esto parezca una contradicción...).
b) En cualquier lugar monástico es fácil descubrir lugares de inmensa belleza,
lugares que han sido expresamente ideados para el puro deleite de los sentidos y
del espíritu (aunque la mayor parte de las veces no se sabe por quien...), y
fácilmente se identifica lugar en la opinión pública monasterio con lugar de
apacible armonía. Quien llega y vista un monasterio, generalmente, descubre en él
características muy particulares que le son propias y normalmente no se
4 Apotegma de los monjes que demolían su monasterio para poder ver la salida del sol.
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encuentran en otro lugar; y, normalmente, esas características impactan y
cautivan5 al visitante.
c) Todo hábitat monástico lleva adjunto el talante de quienes en él habitan y le dan
colorido, matizan su apariencia y contribuyen a que sea más o menos confortable,
significativo y funcional.
Cuando se habla, o se va a hablar, del hábitat monástico hay, pues, creo yo, tres
dimensiones que no podemos obviar: descripción estética, funcionalidad contemplativa
y experiencia mistérica.6 Son algo así como unas pautas ya establecidas en el
inconsciente cultural colectivo, cargadas también de una rica simbología.
Pero esos datos del inconsciente han tenido su origen en algo pasado, y por muy
satisfactorios que nos resulten, no deben obnubilar nuestra visión de futuro.
Una de las lagunas de la conciencia liberal moderna es la suposición de que la
sociedad y sus instituciones están sin más ahí, como el aire que respiramos, y no exigen
ni esfuerzo ni cuidado. Parece ser también que la conciencia católica moderna no se ha
mostrado menos ciega con respecto a la complejidad del sistema eclesiástico, con
respecto a los procesos y a la dinámica por los que existe y opera, y con respecto a la
dinámica de distorsión y desaparición que afecta a las instituciones. Se puede asumir sin
riesgos que la falta de atención a estos asuntos caracteriza en mayor o menor grado a la
conciencia de la propia identidad de monjes y religiosos en las últimas décadas.
Es curioso que un organizador monástico tan minucioso e intuitivo como san Benito
no detallara en su Regla el plano o diseño de la distribución del monasterio en que va a
conducir a sus monjes por el camino de la vida espiritual.
No dice nada de situación, medidas, estilo, configuración o alturas de los diversos
“lugares regulares” que cita en su “Regla”.
Cabría concluir, pues, que cualquier estilo arquitectónico puede ser “monástico”, con
tal de que permita a los moradores del lugar vivir según la Regla. También cabría
deducir que por muy hermoso, artístico e histórico que resulte el monasterio en
cuestión, si no cumple su función primordial –lugar de contemplación- hasta puede ser
un impedimento para que los monjes vaquen exclusivamente a tal vocación.
Y esta teoría se podría ir aplicando a las diversas actividades de los monjes y monjas,
5 cf. Jn 1, 38-39. 6 Como dice JUAN MARÍA DE LA TORRE, refiriéndose a la antropología el arte y la cristología cisterciense: “Tres dimensiones que confluyen en una sola, la vida misma. Porque la vida del cisterciense es arte y al mismo tiempo humanización del misterio de Cristo”, en Presencia Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje,
Zamora, 2000, pág. 285.
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de modo que -parece ser- a lo largo de la historia el esplendor o la decadencia monástica
no ha dependido tanto de si los monjes o monjas han sabido mantener los lugares en que
viven, de los muchos o pocos que hayan sido los habitantes de un cenobio, de su edad o
condición social, sino de si han sabido o no acomodar esos lugares y sus entornos a las
necesidades espirituales y contemplativas de ellos y de la sociedad que les rodea.7
De este modo, y siguiendo con lucubraciones, se podría decir incluso que un fallo de
fuerzas en este equilibrio entre ideal monástico y entorno social, puede encaminar a un
monasterio hacia un tipo u otro de caricatura (en el sentido de que no alcanza a ser
aquello que pretende ser en el orden social y espiritual). Testigo de ello es la historia de
la vida monástica, y no hay sino remitirse a ella para comprobarlo8.
En el volumen IV de “La Historia del Arte Español”, dedicado a la época de los
monasterios9, en la parte dedicada al estudio del espíritu del arte románico, se halla una
bella exposición cuyo título me ha inspirado algunas ideas para esta ponencia.
Para Hugo de Fouilloi, que escribió hacia 1150, la arquitectura debía observar los
principios clásicos ya expuestos por Vitrubio10: la “positio”, la “dispositio” y la
“compositio”. Y lo escribió en el “De claustro animae”. Traducimos su frase latina así:
“... Es decir, que para el emplazamiento de nuestras abadías, escojamos parajes
retirados del mundo; el plan general hagámoslo tal que aleje de nosotros a los
7 Hoy día, la proyección social de un monasterio debe cuidarse mucho más que en épocas medievales, por ejemplo; pues, modernamente, los diversos elementos que configuran la vida de un monasterio (horarios, vestimenta, vida litúrgica, etc.) se alejan cada vez más y rápidamente de los usos y costumbres habituales de la sociedad circundante. Y, así, en vez de haber posibilidad de diálogo y entendimiento entre el habitat monástico y la sociedad circundante, se da más bien una mirada de desconfianza mutua, que a aveces llega a insinuar cierta agresividad. A este respecto puede resultar grandemente iluminador el trabajo de FRANCIS M. MANNION, Monacato y cultura moderna: I. Hostilidad y Hospitalidad, en Cistercium XLVI (1994) 375-392, y II. La conversión cultural de los monjes. III. El monacato como sistema cultural, en Cistercium XLVI (1994) 823-857. 8 Se puede afirmar esto con razón ahora que, precisamente, ha concluído la publicación de la excelente obra de ensayo histórico La Tradición Benedictina, en la cual aparece progresivamente un amplio elenco de formas, lugares y personas que han hecho realidad tal tradición. 9
Historia del Arte Español, colección dirigida por JOAN SUREDA: Vol IV, “La época de los monasterios. La plenitud del Románico”, por XAVIER BARRAL I ALERT / JOAN SUREDA, Fotografías de MARC
LLIMARGAS I CASAS, Ed. Planeta/Lunwerg, Barcelona 1995; ISBN 84-89351-01-05 obra copmpleta; tomo IV: 84-89351-03-1; 30x25 cms, 510 págs., ilustraciones en color, papel couché. 10 MARCO VITRUBIO POLIÓN, arquitecto e ingeniero romano nacido en fecha desconocida, pero contemporáneo de AUGUSTO y de MARCO TERENCIO VARRÓN. Debe su fama al tratado didáctico De
architectura, en 10 libros. Estos libros fueron muy conocidos en la Edad Media, especialmente el II, que recoge sus clasificaciones, especialmente las referidas a las structurae (quadrati lapides, opus incertum –
bloques poligonales-, opus reticulatum, etc.). La más famosas ediciónes españolas fueron las de Miguel de Urrea, Alcalá 1582, dedicada a Felipe II, y la de Joseph Ortiz y Sanz, Los Diez libros de Architectura
de M. Vitrubio Polión traducidos del latín y comentados, Madrid 1787. Cf. también, Fernando G. Salinero, La primera traducción de Vitrubio en la Biblioteca Pública de Cáceres, Badajoz, Diputación Provincial, 1964.
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seculares; para la belleza descartemos lo superfluo y no admitamos más que lo
útil”.
La utilidad y la belleza (compositio) para Hugo de Fouilloi eran fruto de la
eliminación de lo superfluo, de lo decorativo, de lo ornamental, la arquitectura sólo
debía ser estructura, piedra, soporte y cubierta. Era un tanto rigorista. Sin embargo, para
otros, como Guillermo Durando, la arquitectura no podía en la desnudez de sus piedras
o, al menos, aunque existiera no podía cumplir su función. En las iglesias se pintaban
flores y árboles con frutos para representar el fruto de las buenas acciones que se
desprenden de las virtudes. Las virtudes se representaban bajo forma de mujer, porque
son dulces y nutricias.
Por una parte la belleza era fruto del recto uso de las relaciones matemáticas, del de
formas geométricamente perfectas como el cubo y de la utilización de relaciones y
proporciones elementales entra las partes de tales formas.
La belleza vitrubiana se basaba en la “proportio”, dimensión principal que ordena y
relaciona los componentes secundarios de una obra. Así, fuese la grandeza lo que
dominase la construcción de un monasterio o fuese la justa y adecuada medida, la
perfección del trabajo del “compositor” (operis subtilitas) exigía la belleza del
ornamento (venustas) que primero suponía la talla perfecta de los sillares, y en segundo
grado todos aquellos ornamentos pétreos que agradasen a la vista por hacer más
visibles, a través de los contrastes de luz y sombra o por la propia acentuación del todo
y las partes, las formas arquitectónicas.
Por eso, la arquitectura monástica debía ser un placer no sólo fruto de lo agradable y
lo útil de las formas, sino de la harmonía de éstas con la naturaleza, y de la naturaleza
con el interior de las personas.
Los edificios monásticos, en general, han sido bellos, grandes, ejecutados con
pulcritud, con calidad de trabajo. En el exterior, su volumetría, manifestación de la
disposición interior de la construcción, suele ser recia, austera, constituida por formas
nítidas y regulares, que parecen dialogar con el exterior.
La desproporción, en cualquier aspecto, es una afrenta a la belleza de la medida
adecuada. Baldwin, obispo de Canterbury, ya lo decía: “Lo que no alcanza o excede la
medida adecuada, o no consigue la igualdad con su semejante, no está adornado con la
gracia de la belleza”.
Las comunidades monásticas, por otra parte, siempre han debido afrontar el reto de la
desproporción (“dispositio” defectuosa) desde fuerzas de dentro y desde otras de fuera.
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Lo que el arte arquitectónico de los monasterios románicos nos enseña
fundamentalmente es que la comprensión del misterio monástico, como de la vida
cristiana, como del contacto entre monjes y laicos “seculares”, sólo puede surgir de una
experiencia nacida de una praxis integral. Es decir, de una “compositio” o harmonía
entre los valores del espíritu, los de la religión y los de la cultura.
Y ya es hora de que reconozcamos que esto es lo que han buscado siempre no sólo los
mejores monjes, sino también los “seculares” más profundos e inquietos. Hasta hace
muy pocos años, prácticamente no había otros lugares donde se diera tal “compositio”
fuera, generalmente, de los monasterios; hoy día es diferente, la situación ha cambiado.
En parte porque la tradicional “compositio” en muchos monasterios ya no existe –y no
se ve-, en parte porque hay múltiples iniciativas religiosas y seculares que,
prescindiendo del ropaje de lo “monasterial” tratan de facilitar al hombre del siglo XXI
lo que en otras épocas le ofrecían los monasterios (y éstos ya no pueden o no son
capaces de hacerlo, en términos generales).
La “compositio” de las comunidades monásticas del siglo XXI debe orientarse menos
al número y a la cantidad, menos al mantenimiento y conservación, menos a la
supervivencia a ultranza, y, posiblemente, más a la creación de espacios y libertad y
búsqueda espiritual, más al discernimiento de los signos de los tiempos y menos a la
nostalgia del pasado.
Dice Raimon Panikkar: “La contemplación lleva a la acción, porque la intelección
contemplativa es la total realización de ‘la cosa’ entendida, de modo que esa cosa te
apresa, te domina, tiene poder sobre ti. En resumen, los intelectuales experimentan con
ideas, pero los monjes experimentan con sus vidas. Es una experiencia de vida y
muerte”.11
En Grecia se pasa de lo bello (-kalos-), a lo “decente”, a lo “armónico”, y lo armónico
supone una “composición” de partes en proporción, y una medida fija en la
determinación de las partes componentes.12 El gran pecado es el exceso, el traspasar los
límites que los dioses han impuesto. Aquí reside la raíz de la hybris, que altera y
trastorna el destino humano. Se peca contra la medida cuando se traspasan sus límites o
no se los alcanza. La medida está entre el exceso y el defecto: en el justo medio –
mesotes, de ahí “mesura”- está el equilibrio.
Las referencias estéticas que encontramos en los escritos de san Basilio (329-379)
11 Ibidem, pág. 208. 12 DAVID ESTRADA HERRERO, Estética. Ed. Herder, Barcelona 1988, pág. 536.
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pueden considerarse como las más importantes y representativas de los Padres griegos.
Para su definición de la belleza recurre al antiguo concepto de la “unidad en la
variedad” o de la relación ordenada de partes, conjuntamente con la noción plotiniana
de simplicidad.
El falso Areopagita incorpora a la estética cristiana otro concepto, el de la luz: la
belleza es luz y claridad, y combina esta noción con el antiguo concepto de orden y
simetría. La belleza es armonía y claridad, es decir consonantia et claritas (conceptos
que explotarán los medievales).
San Austín fue el máximo representante de la estética cristiana antigua y el gran
diseñador de los principios básicos de la estética medieval: para él, por ejemplo, el alma
es bella –y virtuosa- cuando crea belleza a su alrededor (y el pecado –en contraposición
a la virtud- crea desorden, es decir, contraposición a la norma).
Para Santo Tomás se llama bello a aquel cuya vista agrada (quae visa placent)13, y
también se llama bello a aquello cuya comprensión nos complace (cuius ipsa
aprehensio placet)14. Visio y aprehensio suponen un conocimiento sensible e
intelectual.
En el renacimiento, el concepto antiguo de la belleza como armonía de proporciones
adquiere una interpretación científica acorde con la cultura y los descubrimientos del
tiempo: la belleza de un edificio depende del diseño y de la materia empleada; y el
diseño es fruto del ingenio. El diseño requiere esfuerzo de mente e ingenio; por eso el
arte renacentista encierra un profundo sentimiento de autosuficiencia: es una belleza que
se basta a sí misma.
Con el barroco, el aspecto formal de la belleza se ve un tanto desplazado por el interés
que despiertan los contenidos psicológicos y el carácter dinámico y fluyente de la
realidad: la nota expresiva de la belleza predomina sobre la formal. Es decir, la belleza
se subjetiviza.
Con el romanticismo, a la belleza se la hace depender de la expresión y de la
creatividad imaginativa del artista. La belleza se asocia con los descubrimientos de la
interioridad personal, con los contenidos de inconsciente y con los “paisajes”
imaginativos que proyectan la inspiración y el suelo poético.
No podemos seguir con el recorrido (para eso citamos luego una serie de autores o
teóricos de la estética a los que debemos prestar también su correspondiente atención);
13 Summa Theologica, I, q. 5. A.4, ad 1. 14 Ibib.,I-a II-ae, q. 27, a.1, ad. 3.
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pero sí podemos concluir que lo formal y lo expresivo constituyen el anverso y el
reverso de la belleza.
A lo largo de la historia todo hábitat monástico ha sido siempre pensado y ejecutado,
organizado y defendido, cara a la vida de oración, la contemplación y la “protección” de
las decisiones monásticas más radicales. Como el ideal monástico es “bello” en sí
mismo, es normal que el hábitat elegido y conservado responda a las características de
tal ideal. La “composición”, “proporción” y “disposición” del hábitat monástico,
cualquiera que haya sido en sus formas han sido siempre un calco de las mismas
cualidades en que se haya interiorizado el ideal monástico.
Lo que vamos a ver a continuación es cómo se llegan a interiorizar esas tres
características, si son susceptibles o no de aprendizaje.
Fundamentos para una estética monástica.
Se echa mucho en falta en los programas de formación monástica un recurso más
explícito a la Estética. Ayudaría mucho tal materia a los monjes y monjas en período de
iniciación no solamente para cultivar las inclinaciones estéticas de sus personas, sino
para ayudarles a ver e interpretar críticamente la estética de su vocación monástica, y
cómo tal estética ha sido vivida a lo largo de los siglos15.
La actitud estética cubre los grandes lugares teológicos e inspira los mejores
momentos de la teología: impregna la Sagrada Escritura, que pertenece a la pedagogía
del Espíritu; la actitud patrística, que compone la primera síntesis en el cruce de la reve-
lación y la cultura; la liturgia, diseñada corno sustancia simbólica, que continúa la
Encarnación; la actividad contemplativa de los monjes del medievo sabemos es afectiva
y experimental; la Escolástica clásica, que logra un equilibrio entre deducción racional y
sentido del misterio, entre técnica para el análisis y fervor de la piedad; es tenida en
cuenta por Santo Tomás, modelo de rigor analítico, que observa en la Summa 1 q. 1, a.
9, que a la Teología “le compete usar metáforas” pues “va de lo sensible a lo inteligible,
sirviendo lo espiritual envuelto en imágenes corpóreas”; o San Buenaventura que usará
15 La Regla de san Benito es un gran manual de estética monástica; a mi modo de ver, el primero y más completo de la tradición occidental. Los capítulos IV -Los instrumentos de las buenas obras- y VII –La
humildad- apuntan a la armonía de la persona con su entorno y sus aspiraciones más profundas. San Bernardo escribe otro manual de estética monástica en su Tratado sobre los grados de la humildad y la
soberbia (Obras Completas, BAC nº 444, Madrid 1983, págs. 164-247.
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con profusión las figuras literarias, e ilustra el gótico flamígero con líneas sinuosas y
bifurcaciones alegóricas.En la última fase de la Edad Media la iglesia orienta la piedad
del pueblo mediante campañas pastorales y experirnenta en los místicos efusiones
atrevidas, de donde brota un estilo devocional que privatiza los horizontes de la fe.
Desde la Ilustración, la Estética se ha hecho sitio en las estancias de la Filosofía y ha
llegado a ser atendida con predilección por numerosos pensadores: Baumgartner (1714-
1762) introduce el término aesthetica en los estudios sistemáticos como “ciencia del
conocimiento sensitivo”. Distingue “las cosas percibidas -aiszetá- y las cosas conocidas
-noetá-...; éstas “como objeto de la lógica, en tanto que las percibidas lo han de ser por
una facultad inferior..”16 Hegel iluminó todo el campo de la Estética; “el destino de la
verdad es desplegarse bajo forma sensible y revelarse en ella de manera adecuada”17;
realiza estudios ejemplares que confronta con un muestrario de obras de arte con las que
tuvo familiaridad, y lo expresa todo con estilo seductor y claro. Kant analiza en Crítica
del juicio, los problemas del “gusto”. Schiller, sobre todo con sus Cartas sobre la
educación estética del hombre, ensayo de orientación humanista, desarrolla un discurso
completo y pedagógicamente valioso: “No hay otro camino para hacer racional al
hombre sensible que hacerlo antes un hombre estético”18. Son autores que, entre otros,
han influido en la cultura de generaciones posteriores.
Más próximos a nosotros pero formando constelación innumerable, tenemos un rico
inventado del espíritu en los conjuntos: E Nietzsche, F. I. Dovstoyevski, L. Tolstoy; P.
Picasso, I. Stravinski; las intuiciones de E Ebner (la palabra), M. Buber (el tú), E.
Levinas (el rostro); los estudiosos del inconsciente (Lacan), el símbolo (E. Cassirer), la
metáfora (P. Ricoeur19); pensadores como M. Heidegger (filosofía existencialista con un
discurso atento a los poetas), J. Ortega y Gasset (razón vital), María Zambrano
(explícita razón poética); admiramos a E. Bloch, T. Adorno, E. Fromm, H. Marcuse,
Horkheimer, con sus discursos estéticos tan intensos, cautivadores y nuevos, extraídos
de sus análisis sociales y ofrecidos como hermenéutica del estado de la realidad: arte
como logro de lo perfecto posible pero aún no dado, paradigma de un obrar ordenado
socialmente. Las especialidades del símbolo religioso (Mircea Eliade), los arquetipos
(C. G. Jung). Los teóricos o historiadores de la estética: B. Croce, Menéndez Pelayo.
16 A. BAUMGARTNER G., Reflexiones filosóficas acerca de la poesía, Ed. Aguilar, Madrid 1975, pág. 89, 90. 17 De lo bello y sus formas, Espasa, Madrid 1980, pág. 32. 18 Cartas para la educación estética del hombre, XXIII, Aguilar, Madrid 1963, pág.128.
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M. Dufrenne, Sánchez de Muniáin. No hay espacio para nornbrar el universo de la
poesía, novela, teatro, que han influido en la sensibilidad. En su conjunto es la presencia
de la condición humana caracterizada por la categoría estética en su estructura de
percepción y en su tendencia hacia la expresión.
La característica estética afecta a la teología de forma positiva porque la teología es
discurso-síntesis de lo invisible de Dios recogido en el dato profético y de lo visible de
su revelación, perceptible en el horizonte cultural humano; la estética traduce a lenguaje
secular los datos que hablan de la primera belleza, la Belleza de Dios y la gloria de sus
misterios.
El fundamento de la orientación estética está en la encarnación. La presencia de Dios
en carne logra forma teológica por estar penetrada de kabod, doxa, gloria, belleza,
recibidas de Dios en las intervenciones históricas y funda una estética, una figura
voluminosa y “perceptible”. Así la encarnación, al ser logro del Espíritu sobre y dentro
de la carne, no es sin más una teophanía sino también “kalofanía”, una aparición de la
belleza. Los mejores momentos de ensayo histórico sobre la belleza y los mejores textos
analíticos, bien de los Padres, de la vida monástica, escolástica o de los diferentes
humanismos que se han sucedido, en la medida en que han atendido al misterio fuente
de la encarnación, están impregnados de belleza. “La teología es en si misma un arte del
más alto orden, dado que se ocupa de la ordenación –ordenatio- de Dios”20
“Y si es verdad que la belleza intramundana –en cuanto manifestación del Espíritu-
posee una dimensión global que incluye y exige la decisión moral, ¿cómo no iba a encerrar
asimismo la dimensión religiosa y, por consiguiente la respuesta última del hombre a la
pregunta sobre Dios mismo? ... La esencia misma de la belleza y de la estética ... tienden a
una transformación inmanentista del mundo aunque sólo sea por un instante, el de la
manifestación de lo bello... Es propio de la fe abandonarse misticarnente al Absoluto,
entendido no sólo como fundamento originario que sobrepasa toda forma mundana, la pone
en cuestión, o, más aún, la destruye; también es propio de la fe entregarse confiadamente al
Creator Spiritus, al Creador desde el principio, el cual, a pesar de los muchos aspectos que
deben disolverse en la forma del hombre y del mundo, no quiere en último extremo que el
mundo gire, a la manera hindú, en una danza frenética en la que, totalmente absorto en el
ritmo y movimiento, pierda su identidad para convertirse precisamente sólo en danza, sino
19 P. RICOEUR, Poética y simbólica. Introducción a la práctica de la teología, Ed. Cristiandad, Madrid 1984. 20 ANANDA COOMARASWAMY, Teoría medieval de la belleza, Ed. de la Traducción Unánime, Barcelona 1987, pág. 10.
11
que tiende a poner de manifiesto la forma creadora. Ciertamente, está forma es obra suya, y lo
es también del hombre en la medida en que éste se pone a disposición de la acción divina en
una actitud de acogida, de asentimiento, de entrega.
En el ámbito cristiano este arte se manifiesta sobre todo en las formas de vida de los
elegidos: la existencia profética propiamente dicha es la existencia de un hombre expropiado,
a través de la fe de toda pretensión de darse forma a si mismo, y por lo mismo se convierte en
material. a plena disposición de la acción divina. Abrahán, Isaac, Jacob. José, Moisés, los
jueces carismáticos, los profetas y mártires de la fe, hasta el Precursor y la ‘esclava del
Señor’, en la cual se recapitula la plasticidad conyugal y femenina de la hija de Sión y se
manifiesta al más alto nivel lo que es el arte de Dios o la santidad ‘formada’, son casos de
vidas vividas en el Espíritu Santo, vidas escondidas, invisibles y, sin embargo, dotadas de tal
fuerza de manifestación que sus situaciones, escenas y encuentros cobran un perfil claro e
inconfundible y adquieren un poder arquetípico sobre toda la historia de la fe. Lo contrarío de
lo que cabria esperar cuando un hombre limitado se entrega de un modo radical y personal al
Absoluto sin limites y sin forma: una nueva forma espiritual, esculpida en la piedra de la
existencia misma, una forma que emana inequívocamente de la forma de la encarnación
divina. Sea cual sea el modo en que esta ley formal pueda distinguirse de la belleza
intramundana -cosa que debe ocurrir y ocurre de muchas maneras-, si el movimiento
configurador divino se orienta realmente hacia el hombre tal como la voluntad creadora de
Dios ha querido en verdad conformarlo, hacia la consumación de la tarea emprendida por las
‘manos’ de Dios en el jardín del Edén, es imposible negar entonces la analogía entre la obra
configuradora de Dios y las energías conformadoras de la naturaleza fecunda y del hombre”21.
El habitat monástico como lugar teológico
No podemos vivir, pues, por más tiempo con el rostro vuelto hacia el pasado glorioso
de la arquitectura medieval, o de otras épocas; ni debemos alimentar la vana nostalgia
(hermana de la vanidad...) de las múltiples y variadas actividades realizadas en los
monasterios del pasado (y con las que generalmente se identifica las más de las veces
equívocamente a monjes y monjas).
Hay que mirar ahora al siglo que hemos iniciado hace poco y que contempla con
ciertos recelos ese pasado de los monjes y las monjas (aunque no por eso deje de
asombrarse y aprovechar algunas de las cosas de ese pasado: el canto gregoriano, por
12
ejemplo).
Por eso yo no voy a hablar en absoluto de los valores arquitectónicos de los
monasterios del pasado, ni de la simbología de su arquitectura22 (que muy pocos monjes
medievales conocían, dicho sea de paso); tampoco quiero que nos distraigamos ahora
con tal o cual “plano ideal” de un monasterio23, pues al fin y al cabo eso sólo es una
pieza de un puzzle muy complejo.
Creo que tenemos ya los datos necesarios para encarar la realidad que nos ocupa: el
hábitat monástico se configura según la conciencia que de sí mismos tiene quienes en
tal habitat viven, de la conciencia del entorno que les ciñe y de las relaciones que desde
su conciencia monástica entablan o no con ese entorno.
Por eso he querido hablar primero de estética, y estética teológica: porque el habitat
monástico, espacio de trascendencia espiritual, es, ante todo, un no-lugar. Dice
Panikkar que “la vida monástica solamente se justifica si en el hombre hay un elemento
anterior o superior a todos sus constitutivos espaciales o temporales... si su
creaturabilidad se agota en su temporalidad, por ser más precisos, si en el hombre no
hay ningún núcleo tempiterno, entonces el monaquismo pierde toda su razón de ser y,
naturalmente en dicho caso es urgente que se ponga al día para así justificar su
existencia y no desaparecer”.24
Si de verdad queremos enontrar un hábitat monástico para el siglo XXI entonces
debemos volver a encontrar la verdadera forma del monje. La forma –morfé- quiere
decir la figura y por tanto la apariencia, la manifestación, el aspecto externo de una cosa
y también, naturalmente, su belleza, su utilidad y servicio.
A lo largo de estos últimos veinte siglos la vida monástica ha tenido, ciertamente,
21 HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, Vol. I, La percepción de la forma, Ed. Encuentro, Madrid 1985, págs. 36-38. 22 Lo han hecho admirablemente: JUAN MARÍA DE LA TORRE, El arte cisterciense, expresión de una
mística, en Nova et Vetera XXII, nº 46, jul-dic (1998) 223-254; El carisma cisterciense y bernardiano, en Obras Completas de san Bernardo, BAC, Madrid 1983, Vol. I, pp. 3-72; Antropología, arte y cristología:
expresión de vida cisterciense en el siglo XII, en “Presencia Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje”, Zamora 2000, págs. 285-424; TERRYL N. KINDER Y DAVID N. BELL, La Europa Cisterciense y la
arquitectura mística cisterciense, en “Mística Cisterciense. I Congreso Internacional sobre Mística Cisterciense”, Zamora 1999, págs. 521-550. 23 No hay dos monasterios iguales en toda la tradición monástica. Nunca se ha escrito un tratado de arquitectura “monástica”. La expansión monástica del siglo XX a América, Africa y Asia ha dado pie a la construcción de muchos monasterios: la planta tipo medieval no ha sido, sino en excepciones muy contadas, el motivo de inspiración arquitectónica (y cuando tal “planta” se ha “transplantado”, ha sido un fracaso y un despropósito). Los monjes han sido siempre más prácticos que teóricos. 24 RAIMON PANIKKAR, La nueva inocencia, Ed. Verbo Divino, Estella 1993, pág. 196.
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muchas formas25; pero la vida íntima del monaquismo está orientada hacia arriba, no
hacia fuera (la irradiación les ha sido dada siempre por añadidura, casi a pesar suyo, a
pesar de las precauciones que tomaban para salvar su soledad, su silencio, su vida
contemplativa.). Esto podría parecer anacrónico en la hora del “diálogo con el mundo”,
de la “presencia” y de la “apertura” al mundo... pero el futuro de la Iglesia mostrará si,
entre las formas diversas de presencia y de diálogo, la que da la primacía a la presencia
de Dios sigue siendo legítima y fecunda, como un medio de abrir el mundo a Dios26.
El habitat monástico, pues, y en un aspecto fundamental, debe ser a la vez mistérico y
dialogal, celoso de su propia intimidad y abierto a la sensibilidad de los buscadores de
absoluto (no a los turistas, a quienes acuden a los monasterios por un deseo legítimo tal
vez de encontrar un ‘relax’ espiritual o unas vacaciones diferentes o curioso de la
estética artística...27). Esto exige, por parte de las comunidades monásticas, una
conciencia muy clara y una mentalización colectiva sobre la función del monacato, y
para que se den estos dos factores –conciencia y mentalización colectivas28- se precisa
también una pedagogía particular y concreta.
El hábitat monástico, cara al futuro, debe ser –por exigencias del guión- la primera
impronta de lo que una comunidad –o un solitario- representa y desempeña desde la
forma de su vocación, y no desde la particularidad de cualquier tipo de actividades. Sólo
así se puede configurar un hábitat mistérico y dialogal, y no meramente funcional.
Cuando san Benito dice en la Regla, y precisamente en el capítulo dedicado a la
recepción de los huéspedes, que “la casa de Dios esté administrada por hombres sabios”
(RB 53, 21). Parece ser que “sabios” equivaldría a “conscientes de su identidad
monástica y de su misión de ofrecer al visitante aquello que es propio del monasterio”.
Nuestro tiempo, como la alta edad media, es de una vitalidad intensa para el
monaquismo, y es también para él –y por esta misma razón- una época de evolución.
Tal o cual forma de su irradiación que nos habíamos acostumbrado a considerar como
25 Cf. DOM JEAN LECLERCQ, Espiritualidad Occidental, I. Fuentes: Características de la Espiritualidad
Monástica, Col. Hinneni nº 64, Ed. Sígueme, Salamanca 1967, págs. 343-351; II, Espiritualidad
Occidental: Testigos, Hinneni nº 72, Ed. Sígueme, Salamanca 1967, págs. 439-454: Aspectos históricos
del misterio monástico. 26 DOM JEAN LECLERCQ, op. cit., II: Aspectos históricos... pág. 254. 27 Este es un aspecto hoy día muy delicado y que a veces afecta mucho desde varios ángulos a muchas comunidades monásticas que explotan posiblemente muy bien sus recursos artísticos y económicos, pero descuidan sus virtualidades de presencia contemplativa en el mundo: monjes y monjas muy “atareados” y empeñados en las actividades del monasterio, pero poco sensibles a la dimensión mistérica y dialogal de la vida contemplativa. 28 Es curioso que la prescripción de san Benito –“Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún monje pretexte ignorancia” (66, 8), está en al capítulo dedicado a los porteros del monasterio. Para san Benito, pues, la comunidad es una persona moral completa.
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partiendo más especialmente de él, está en trance de escapárseles de las manos a los
monjes, y muchos y muchas sienten pena por ello, nostalgia del pasado, vergüenza a
veces y cierto pesimismo o desconsuelo... Pero lo importante, en lo que nos hemos de
fijar, es que todas las actividades que los monjes han desempeñado a lo largo de los
siglos, sus construcciones y sus realizaciones culturales, tuvieron y conservaron entre
ellos un cierto matiz monástico, del cual no siempre se dan cuenta con mucha claridad
ellos mismos, pero que existe29. Se podrá decir que tendrán “influencia” , por lo menos
una influencia que sea reflejo de su estado, en la medida en que se esfuercen, no por
tenerla, sino por ser fieles a su propio ideal de buscar a Dios.
Podemos, pues, concluir este apartado diciendo que el hábitat monástico de ayer, hoy
y mañana ha tenido, tiene y tendrá un denominador común: el hábitat es expresión
teológica de la vida de sus moradores.
Parecería, a primera vista que esto es no decir nada. Pero podemos dar un paso más.
Estética de las instituciones monásticas.
En un estudio clásico, al menos en el mundo norteamericano, titulado Natural
symbols –Símbolos naturales- la antropóloga Mary Douglas identifica uno de los
problemas culturales modernos más serios en la falta de compromiso con los símbolos
comunes30. Mary Douglas describe en tres etapas lo que ocurre cuando se rechazan –o
ignoran, como suele ser el caso más generalizado hoy del monacato y de la cultura
social actual- o se permite que se derrumben los sistemas rituales o de símbolos: “En
primer lugar, se da el desprecio de las formas rituales externas; en segundo lugar, se
procede a la interiorización privada de la experiencia religiosa; en tercer lugar, se
pasa a la filantropía humanística”. Cuando se ha llegado a la tercera etapa, dice la
autora, “la vida simbólica ha terminado”. Mary Douglas insiste en que tan pronto como
se les niega valor a los sistemas de símbolos objetivos se abren las compuertas de la
confusión; las comunidades y los individuos pierden porte y norte; y se evapora la
identidad moral. Los individuos ya no tienen acceso a la realidad que comunican los
símbolos. En el orden social las consecuencias son la pérdida de fe en el mundo
29 Ahora que, prácticamente, ha concluído la publicación de 30 Este estudio fue publicado en 1970: MARY DOUGLAS, Natural Symbols: Explorations in Cosmology,
Middlesex, Penguin Books, 1973, pág. 25.
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religioso, y en el monástico, en muchos casos, la pérdida de aprecio por la simbología
del propio hábitat, y algo que no se aprecia no despierta ya interés para conservarlo y
mejorarlo.
Se puede sugerir que la crisis moderna en la vida monástica muestra un proceso
parecido de desdibujamiento simbólico. Según J. Foster, “la opinión general es que las
reformas del Vaticano II iniciaron este proceso”31. Y entresacamos algunas líneas del
estudio del autor citado: ... Cuando el Vaticano II y el espíritu que lo inspira retiro la
estructura de los controles tradicionales de la vida religiosa, fue ocasión de que los
religiosos volvieran a los valores culturales ... preponderantes... En otras palabras, con
la pérdidada del tradicional sistema religioso de símbolos se produjo, por parte de las
comunidades religiosas y de los individuos, una apropiación del sistema alternativo de
la cultura predominante. El poder simbólico de la cultura general anuló el poder
simbólico de la tradición monástica particular, produciéndose así, en muchos casos, un
desfase o desequilibrio estético, funcional y teológico con enorme repercusión en los
hábitat monásticos tradicionales; desapareció gran parte del sentido del tiempo
sagrado, del espacio sagrado y de las personas sagradas consagradas de modo
especial a algo que trasciende los tiempos y espacios mundanos.
El estilo de vida de algunas comunidades monásticas podría verse en la actualidad
como comunidades “sin rostro”. De hecho representan una vida religiosa en un hábitat
particularmente complejo pero “carente de empuje y atractivo porque a ellos y al hábitat
les falta una personalidad clara y concreta”.32 El argumento que se defiende al citar
estas palabras no va a favor de la restauración de los antiguos sistemas de símbolos
monásticos, sino a favor de un sistema de símbolos y contenidos estéticos más adecuado
que aquel en virtud del cual funcionan muchas comunidades monásticas en la
actualidad, y cuya ausencia es la causa principal de la disolución comunitaria, del
empobrecimiento y trivialización del hábitat monástico y de la superficialidad en las
relaciones dentro de él y en las diversas proyecciones sociales.
Se puede sugerir, pues, que las comunidades monásticas con estructuras de símbolos
fuertes, estéticamente coherentes33 y bien articuladas tienden a prosperar, mientras que
31 JONATHAN FOSTER, On the Menace of Individualism in the American Experience of Religious Life, en New Oxford Review 57 (1990:6) 11. 32 ALBERT DIIANNI, Vacations and the Laicization of Religious Life, en America (March 14, 1987) 208. Véase también el profundo análisis de ELIZABETH MACDONOUGH, Beyond the Liberal Model. Quo
Vadis?, en Review for Religious 50 (1991) 171-188. 33 Este es uno de los puntos clave que hoy día, dado el vertiginoso avance de la globalización cultural, requeriría más atención por parte de los organizadores, formadores y miembros de las comunidades
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aquellas que carecen de esas características decaen. El hábitat monástico configurado
estética y simbólicamente desde una perspectiva con identidad propia y representada
tal identidad por la comunidad monástica es el testimonio principal que la institución
monástica puede ofrecer al mundo moderno.
Cuando esto no se dan esas características, es decir, cuando falta la coherencia
estética entre la teología del lugar y la esencia de la vocación monástica la sabiduría de
la tradición pierde su fuerza original. Se puede producir también un proceso de
“decadencia” –quizá no generalizada entre las personas; pero sí muchas se resienten de
ello- un proceso cuyo estado final de las instituciones monásticas implica la pérdida de
su tradicional profundidad, poder espiritual e integridad de observancias. Se impone una
sensación de superficialidad y de falta de importancia. Las instituciones, los ritos y los
símbolos pierden su solemnidad, dignidad, nobleza, seriedad y temor respetuoso.
Asumen un status vulgar, ordinario, sin peso espiritual y sin valor estético. Prevalece
una sensación de trivialidad y “ligereza”.
Este proceso además, que no es siempre idéntico en todas las comunidades, está
integrado por la sospecha general de que “no hay solución posible” ni salida viable
desde las propias comunidades para una serie de problemas de gran envergadura:
descenso del personal y ausencia de vocaciones jóvenes, envejecimiento de las
comunidades y deterioro progresivo del hábitat monástico. Cuando se abandonan los
ritos y los códigos de comportamiento colectivo en virtud de los cuales el mundo
público y social permanece como un lugar estéticamente atractivo y con sentido desde
el punto de vista humano, los únicos ritos que quedan son los que Erwin Goffman34
llama los “rituales breves” de comportamiento interpersonal y los “pequeños actos de
compasión” intercambiados entre individuos... El resultado es que la experiencia con
sentido de la vida se privatiza y se introvierte.35
Si es cierto que actualmente se habla mucho de la comunidad, de hecho, con
frecuencia, de lo que se habla –sottovoce- es de otras cosas que, de hecho, no afectan a
todos de igual manera y de las que no todos se sienten responsables de la misma forma:
pongamos, por ejemplo la estética teológica del lugar, su importancia en la
configuración de la personalidad –individual y comunitaria- y de su capacidad de
monástica (y para ello se requiere una “formación estética” y profundamente monástica”): “Qué es y qué no es hoy día estéticamente coherente... de modo que tales estética y coherencia sea a la vez reflejo y transmisión para hoy de unos valores concretos, y no de meras referencias al pasado”. 34 ERVING GOFFMAN, Relations in Public Man: On the Social Psychology of Capitalism, New York: Harper, 1971, pág. 63.
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relación con el entorno circundante. Como hay percepciones distintas, como se vive de
forma distinta la misma realidad, y como falta un esquema ideológico, estético y
telógico común, los resultados dependen no del conjunto, sino de las individualidades36.
Al hablar, pues, de estética del hábitat monástica estamos hablando de un concepto
más amplio que si nos refiriéramos mera y descriptivamente a los distintos esquemas
estéticos que han configurado los múltiples hábitat monásticos a lo largo de los siglos.
Todo sistema estético puede transformarse también en rígida atadura concomitante con
la fragmentación y desintegración culturales.
A medida que se fragmenta la cultura los sistemas de pensamiento se desintegran y se
hacen abstractos, rígidos y simplistas (como todas las discusiones sobre liturgia y
observancias, generalmente). Mientras que los procesos de pensamiento de culturas
integradas y ordenadas son complejos, holísticos y sutiles, los procesos de pensamiento
que se originan de un hundimiento cultural son estrechos, compulsivos y agresivos
(características notables de las ideologías, ¡y la vida monástica no es una ideología!). El
pensamiento ideologizado con frecuencia pretende la la liberación de una crisis cultural,
un escape de la historia y de la amenaza de un fracaso inminente.
Quizá resulte arriesgado decir que muchos monjes y monjas tienen una percepción
“ideologizada” del hábitat monástico (y de su propio hábitat monástico), y no han
encontrado aún el equilibrio dentro de él y la reconciliación con las demandas y
exigencias del entorno actual. Esto se manifiesta en un recurso excesivo y a veces
neurótico al “antes”... es decir, a las circunstancias en que las comunidades monásticas
eran generalmente numerosas, más jóvenes en edad media, más consideradas
“socialmente”, y cuyo hábitat era generalmente, en muchas de sus condiciones, superior
estéticamente al del entorno social reinante.
La integración estética y la integración teológica
Se pregunta Raimon Panikkar: “¿Cómo puede el monje moderno realizar su vocación
tradicional hacia la simplicidad y compaginarla de manera propia (no sólo sociológica)
con la integración armónica de su propio ser? ... ¿Alcanzando el núcleo profundo de
35 Ver F. MANNION, Monacato y cultura moderna... págs. 832-834. 36 Ejemplos: puede haber monasterios en que el abad es acogedor, pero la comunidad no; hay monjes simpáticos, pero la comunidad no es simpática; hay monjes cultivados, pero la comunidad no aparece cultivada; hay algunos lugares bellos, pero otros yacen en el abandono... et reliqua.
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todas las cosas, a través de la sencillez, después de un proceso de total simplificación, o
bien esforzándose en alcanzar la armoniosa complejidad y la integración de todos los
valores posibles en el crisol de esa persona particular?37
La respuesta nos la ofrece Thomas Merton con estas palabras:
“El hombre que ha logrado la integración final ya no se halla limitado por la
cultura en la que ha crecido. Ha abrazado la ‘totalidad de la vida’... Ha
experimentado... la existencia humana ordinaria, la vida intelectual, la creación artística,
el amor humano, la vida religiosa. Trasciende todas esas formas limitadas, al tiempo
que retiene todo lo mejor y lo universal que hay en ellas... No solamente acepta a su
propia comunidad, a su propia sociedad, a sus amigos, a su cultura, sino a toda la
humanidad. No permanece atado a una serie limitada de valores de manera tal que los
opone a otros adoptando posturas agresivas o defensivas. Es totalmente ‘católico’ en la
mejor acepción de la palabra. Posee una visión y una experiencia unificadas de la única
verdad que resplandece en todas sus diferentes manifestaciones, unas más claras que
otras... No establece oposición entre todas estas visiones parciales, sino que las unifica
en una dialéctica o en una visión interior de complementariedad. Con esta visión de la
vida, puede aportar perspectiva, libertad y espontaneidad a la vida de los demás”.38
Estábamos hablando del hábitat y nos hemos pasado a decir cómo es un monje
“integrado”. Aunque no parezca lógico tiene su explicación. “No hay mayor desastre en
la vida espiritual que estar sumergido en la irrealidad, pues nuestra vida se mantiene y
se nutre gracias a la relación vital con las realidades que hay fuera de nosotros, a nuestro
alrededor y por encima de nosotros ... la muerte por la cual entramos en la vida no es
una evasión de la realidad, sino una completa entrega de nosotros que supone una total
entrega a la realidad. Comienza renunciando a la ilusoria realidad que adquieren las
cosas creadas cuando sólo se ven en su relación con nuestros intereses egoistas”.39
Los Padres del Desierto creían que el yermo había sido creado como supremamente
valioso a los ojos de Dios, precisamente porque carecía de valor para los hombres... El
desierto era la morada lógica del hombre que sólo busca ser él, es decir, una critura
pobre y sola, que únicamente depende de Dios, sin ningún gran proyecto que se
37 Raimon Panikkar, Elogio de la sencillez. El arquetipo universal del monje, Ed. Verbo Divino, Estella 2000-2ª, pp. 197-198. 38 THOMAS MERTON, Acción y contemplación, 39 THOMAS MERTON, primeras líneas de Pensamientos de la soledad, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1960, pág. 15.
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interponga entre él y la búsqueda de Dios. Y aquí comenzaría la historia estética de los
hábitat monásticos; pero manteniendo siempre los mismos propósitos.
El monje del desierto sabía que tal lugar era también morada del demonio, un
demonio enloquecido por la sed de la pérdida de su excelencia. El monje, por el
contrario, busca en su hábitat no enloquecer, no servir al demonio, no crearse un espacio
de vacío y de rabia: la sabiduría del monje va a ser, por tanto, su propia vocación, su
vida “unificada e integrada” en el monasterio, sin añadir a tal vida y a su hábitat algo
que Dios no ha puesto en ella y en él.
El lugar donde vive el monje, pues, es el hábitat donde él proyecta los valores,
símbolos y utopías de su búsqueda espiritual, no el lugar donde él recrea su fantasía, sus
ilusiones “mundanas”, o donde encuentra una vida “distraída” (aunque laboriosa, sin
dudad... ¡y ojalá nunca sea una vida distraída y no laboriosa!).
A lo largo, pues de las edades monásticas, el hábitat monástico ha sido identificado
con todas las terminologías propias de la vida espiritual en sus más altas expresiones40;
el hábitat monástico ha sido descrito como lugar y estado en los que el monje se eleva
por encima de la ilusión del mundo, por encima de la multiplicidad de la sociedad,
recapitulando en la sencillez de un amor que halla en Dios todas las cosas.
Citando de nuevo a Merton cada monje o monja debería saber y decir: “Mi
monasterio no es un lugar... no es el lugar de la tierra donde estoy enraizado y
establecido... no es el entorno en que me hago más consciente de mí mismo como
individuo, sino el lugar donde desaparezco ante el mundo como objeto de interés, para
estar presente en todas partes por medio del distanciamiento y de la compasión”.41
Esta actitud es la que se debe manifestar, y de hecho se ha manifestado en todo hábitat
monástico que se precie, porque el hábitat monástico debe “estar dispuesto de tal modo
que durante todo el día cada uno de los miembros de la comunidad tiene que reproducir,
en su conducta y en su corazón, la humildad y la obediencia, la oración y la
misericordia, la sabiduría y la mansedumbre de Cristo”.42
Es que si el monje o la monja limita sus horizontes y fija su vista en la función
particular que realiza en el monasterio –o la comunidad en las actividades internas o
externas que emprenda- haciendo de esta función el fin inmediato para el cual ha venido
al monasterio, pondrán un obstáculo para realizar la verdadera “labor” para la cual han
40 Baste citar como ejemplo un libro que en su día fue emblemático: Paraíso y vida angélica, DE DOM
JEAN LECLERQ, MONTSERRAT 1959. 41 THOMAS MERTON, Querido Lector, Ávila 1997, pág. 23. 42 THOMAS MERTON, La paz monástica, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1960, pág. 89.
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sido llamados, ser personas de Dios. Por eso san Benito, aunque a veces no lo parezca,
es siempre concreto, y para él el monasterio, el hábitat monástico, es un “sacramento”
del futuro hogar al cual la familia monástica debe tender con todos sus esfuerzos.
Esto explica que, desde el punto de vista estético, y como decíamos antes, la
terminología utilizada en todas las culturas para definir le belleza, la armonía, la
decencia, ha servido siempre de base para elaborar y desarrollar los principios de la vida
espiritual.
Cuando hacíamos un somero recorrido por las concepciones estéticas y artísticas de
algunas épocas europeas creo que resultaba fácil identificar paralelamente determinadas
corrientes espirituales que han infuido, condicionado y dejado sus huellas en cientos de
hábitat monásticos.
Conclusión
Todo hábitat monástico tiene una parte formal y otra expresiva. No siempre los
monjes y las monjas son los creadores de la parte formal, pues en la mayoría de los
casos la heredan y han de habituarse a vivir bajo tal condicionamiento formal; pero sí
pueden cuidar la parte expresiva.
Esta es la tarea que les corresponde, y tal tarea requiere una buena formación en los
valores tradicionales del monacato y las ideas estéticas que puedan surgir también de la
búsqueda contemplativa, en tanto en cuanto ésta es una actitud humana frente al mundo,
el hombre y Dios.
El monje
Y podría concluir con unas palabras de Dom Bernardo Olivera: “El tema y la realidad
de la cultura es siempre algo opinable, más aún en un momneto de transición como el
presente. No obstante as algo insoslayable, sobre todo cuando se trata de hacer un
diagnóstico de la realidad... desde una triple perspectiva: económica, política y
cultural... Todos los seres humanos –y los monjes y monjas no somos excepción-
vivimos, decidimos y actuamos desde un determinado universo cultural”.43
Con todo, el monje viene al monasterio para ser libre, con la libertad de los hijos de
Dios, y poder entregarse a la búsqueda de valores que trascienden la cultura del
43 BERNARDO OLIVERA, Seguimiento, Comunión, Misterio: Escritos de renovación monástica, Ed. Montecasino, Zamora 2000, pág. 178.
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momento, de modo que pueda realizar libremente lo que Dios le ha encomendado que
haga. Es por esto que, aunque hayamos insistido en los valores y concepciones estéticas,
también hemos puesto el acento en la “disposición” del hábitat de modo que éste no sea
nunca para los monjes y las monjas una “carga” sino algo que les permita “elegir la
actitud que tomo y la manera e intensidad de mi participación en los acontecimientos
vivos y corrientes de cada día... El hábitat en que vivo es la aceptación de una tarea y de
una vocación en el mundo, en la historia y en el tiempo... en mi tiempo, que es el
presente... elegir el trabajo que soy capaz de hacer, en colaboración con mis hermanos,
para hacer un mundo, más libre, más justo, más vivible, más humano”.44
Francisco R. de Pascual, ocso, Viaceli, 8 de septiembre de 2001.
44 THOMAS MERTON, Acción y Contemplación, Ed. Kairós, Barcelona 1982, pág. 77.