El olvido de la persona humana en las democracias “reales ......A nuestro entender, la premisa...
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El olvido de la persona humana en las democracias “reales”
Una tragedia humana para Occidente*
Al Cardenal Georges Cottier o. p.
Teólogo Emérito de la Casa Pontificia
En testimonio de amistad y gratitud
La crisis de la razón y de la verdad como antesala de la fractura contemporánea entre el “logos” y la “polis”.
Las palabras del Santo Padre pronunciadas recientemente en su magistral y
magisterial discurso en la universidad de Ratisbona constituyen, como lo ha
destacado el profesor Pedro Morandé, una “reflexión dirigida a la Cultura
Occidental”, esto explica que el núcleo esencial de su exposición se sintetice en la
frase: “no actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de
Dios”. Esto supone el reconocimiento que nos encontramos en un clima histórico
y cultural caracterizado por la negación de la dignidad de la inteligencia humana
y de su natural ordenación al conocimiento del ser y de la verdad. Esto es lo que
algunos autores han designado dentro de la trayectoria histórica de la Cultura
Occidental, como época Posracionalista, por oposición al Racionalismo,
Posmodernidad por oposición a la Modernidad Iluminista, o simplemente Sociedad
de la Información o Tecnológica por oposición a la Sociedad Industrial.
A partir de aquí se entiende que nuestra época no solo le niegue al hombre la
posibilidad de conocer la verdad, sino que más radicalmente proclame con
arrogancia la indeseabilidad de la misma (Cf. El notable estudio del destacado
historiador, Julio Retamal Favereau, Y Después de Occidente ¿qué?). A este
* Una primera versión de este trabajo fue leída en el seminario organizado por la Pontifica Universidad
Católica de Chile y la Revista HUMANITAS, en el mes de enero de 2007, con motivo del discurso
pronunciado por el Santo Padre Benedicto XVI en la universidad de Ratisbona durante su visita a
Alemania. El trabajo ha sido considerablemente aumentado y modificado en muchos aspectos para su
publicación. No obstante esto, hemos decidido conservar el estilo coloquial con el cual fue concebido.
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respecto es revelador lo que señalaba el científico y matemático alemán, Premio
Nobel de Física (1954), Max Born (1882-1970): “La creencia de que sólo hay una
Verdad y que uno mismo está en posesión de ella me parece que es la más profunda raíz
de todo lo que es maligno en el mundo” (Citado por Julio Retamal Favereau, Y
después de Occidente ¿qué?).
En la misma lógica “posmoderna” ha escrito el biólogo chileno, Premio
Nacional de Ciencias, Humberto Maturana (cuya influencia sobre la sociología
de Niklas Luhmman ha sido particularmente importante) bajo el sugestivo
titulo Plegaria de un estudiante: “¿Por qué me impones lo que sabes si quiero yo
aprender lo desconocido y ser fuente en mi propio descubrimiento? El mundo de tu
verdad es mi tragedia; tu sabiduría, mi negación; tu conquista, mi ausencia; tu hacer,
mi destrucción. No es la bomba lo que me mata; el fusil hiere, mutila y acaba, el gas
envenena, aniquila y suprime, pero la verdad seca mi boca, apaga mi sentimiento y
niega mi poesía, me hace antes de ser. No quiero la verdad, dame lo desconocido. Déjame
negarte al hacer mi mundo para que yo pueda también ser mi propia negación y a mi
vez ser negado” (Cf. El sentido de lo humano). Esta visión de Maturana sobre la
verdad es más común de lo que podría pensarse, y ella “carcome” la naturaleza
de la inteligencia humana al privarla de su “alimento” natural, el ser en toda su
analogicidad y riqueza de inteligibilidad. Lo que es más grave es que esta visión
impregna en sus mismas raíces a la cultura y al pensamiento contemporáneo.
Efectivamente, ahí donde los clásicos y los grandes escolásticos manifestaban el
esplendor de la verdad expresado en la triple actividad vital de la razón
humana: theoria, praxis y poiesis, el pensamiento contemporáneo (en cierto
sentido en continuidad espiritual con los principios de “Les Lumières”) se ha
contentado con reducir la función de la razón a una dimensión puramente
fenoménica (neopositivismo) o poietica (conocer no ya para dirigir la vida
humana al bien o fin propio de la persona y de la sociedad política, sino conocer
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para fabricar o producir) sobre la vieja ecuación establecida por Francis Bacon y
radicalizada dialécticamente por Hegel, entre saber y poder. Podríamos decir
sin temor a equivocarnos, que la verdad se ha transformado en “el invitado de
piedra” en la reflexión científica dominante en la actualidad.
A nuestro entender, la premisa mayor de este planteamiento se encuentra
claramente expresada en un célebre pasaje de la sexta parte del Discurso del
Método de René Descartes, que la gran comentadora del filósofo francés,
Geneviève Rodis- Lewis, ha llamado con justeza: “un himno a la Ciencia capaz de
‘nous rendrez comme maîtres et posseseurs de la nature”. Digamos, antes de citar al
filósofo francés, que este postulado cartesiano, ha despertado un inusitado
interés en el campo científico más reciente (al menos como “arrière-fond”), a
partir de las tesis de un discípulo del mismo Descartes, nos referimos a Julien
Offray de la Mettrie, desarrolladas en su ensayo “L’ homme machine”. Volvamos
al planteamiento de René Descartes:
“Pero tan pronto como adquirí -nos dice Descartes- algunas nociones
generales de física y, comenzando a ponerlas a prueba en varias
dificultades particulares, noté hasta donde pueden conducir y cuanto
difieren de los principios empleados hasta el presente, creí que no podría
tenerlas ocultas sin pecar gravemente contra la ley que nos obliga a
procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en
nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar
a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía
especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica
por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del
agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos,
que nos rodean tan distintamente como conocemos los oficios varios de
nuestros artesanos, podríamos aprovecharlos del mismo modo en todos
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los usos apropiados, y de esa suerte convertirnos como en dueños
(‘maîtres’) y poseedores (‘posseseurs’) de la naturaleza”.
Lo que se observa claramente en el texto del pensador francés, y que con el
tiempo llegará a ser habitual en la concepción moderna tanto del conocimiento
como de la ciencia, es como la razón teórica o contemplativa y la misma praxis o
ética irán cediendo progresivamente su lugar a la pura razón productiva o
fabricadora. La poiesis pasa a ser la ratio explicativa y la clave “hermenéutica”
de toda realidad. Así se entiende como el homo metaphysicus irá cediendo
progresivamente su lugar al homo faber y al homo thecnicus.
Como lo ha destacado recientemente el Cardenal Georges Cottier o. p. (Teólogo
de la Casa Pontificia), el proyecto cartesiano de transformarnos en “amos” y
“poseedores” de la naturaleza, expresa con nitidez el resultado que se espera de
la nueva filosofía. Del mismo modo, ella testimonia una nueva actitud del hombre
con respecto a la naturaleza, y esta actitud implica necesariamente una mirada
sobre el mundo ¿Cuál? La primacía absoluta de la “práctica” sobre la “teoría”.
En esto Descartes es singularmente representativo de una mentalidad en que el
hombre es considerado solamente en su impulso fabricador, constructor y
dominador. En esto tiene razón Samuel de Sacy, al recordarnos que Descartes
“nunca ha distinguido la investigación llamada ‘desinteresada’”.
Siendo entonces, el mismo principio (es decir, aquello a partir de lo cual algo es,
se hace o se conoce) que se encuentra en la base: conocer para transformar, conocer
para devenir amos de la naturaleza. Sin embargo, en su misma evolución éste dará
origen, a nuestro entender, a dos tipos de mentalidad que se desarrollarán
simbióticamente ligadas. Por un lado una mentalidad que desembocará en el
nacimiento del homo faber como ideal tipo del hombre moderno, y de todo lo que
es actual en el sentido de vigente y novedoso, y que tendrá su mayor expresión
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contemporánea en la primacía del tener sobre el ser, que ha sido lo propio de los
“socialismos reales” con sus diversas formas de totalitarismo ateo y
materialista, pero también, aunque en un sentido completamente distinto, de lo
que suele llamarse el capitalismo “salvaje”, que se encuentra en la raíz misma
de la sociedad del bienestar o sociedad de consumo.
Por otro lado, una mentalidad estrechamente ligada a la idea de “Lumières”, de
un progreso necesario e indefinido como corolario de la proyección del “logos”
sobre las potencialidades ilimitadas de una técnica que no admite restricción
alguna, sobre la idea dominadora del hombre sobre el mundo que lo rodea y
sobre la misma vida humana en cuanto esta última es tan solo una “partícula”
más de materia dentro del universo. Esta mentalidad se sustenta sobre la
convicción que todo lo que es tecnológicamente posible debe ser desarrollado
independiente de su licitud ética, dando origen a todas las formas actuales de
manipulación sobre la vida humana y el desprecio por la dignidad de la vida
humana. Esto es lo que conocemos como cultura de la muerte por oposición a una
cultura de la vida y para la vida.
En ambos casos, la persona ha sido eclipsada por el individuo y el espíritu por
la “materia”. En ambos casos estamos ante visiones materialistas sobre todo el
orden real. En ambos casos, el hombre ya no es un sujeto sino un objeto en cierto
modo aprisionado por sus propias “creaciones”.
Como sabemos este planteamiento será llevado hasta sus últimas consecuencias
por Karl Marx, al intentar mostrar la imposibilidad de toda teoría pura, y al
desconocer el valor que posee en sí mismo el conocimiento teorético. Sobre esta
cuestión conviene siempre recordar y meditar las famosas Tesis sobre Feuerbach
(1845), particularmente la tesis II y XI:
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“El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una
verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico.
Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es
decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El
litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la
práctica, es un problema puramente teórico” (tesis II).
Es importante recordar que Marx, y en general el pensamiento marxista y
socialista, cuando emplea la noción de praxis la entiende en el sentido de poiesis
o de producción de algo (de ahí la reducción del hombre a un mero homo faber),
aunque desde el prisma del Materialismo Dialéctico y Materialismo Histórico (Cf.
El opúsculo del mismo nombre de Joseph Stalin que data de 1938, obra de
estudio obligado durante decenios en las escuelas de formación de los partidos
comunistas de todo el mundo), lo que hace de la poiesis una categoría ideológica,
y en cuanto tal completamente ajena a la idea aristotélica que el ejercicio de esta
actividad racional conduce al hombre a la adquisición de una virtud del
intelecto práctico llamada techné, que consiste como dirá Tomás de Aquino en
“la recta razón del fabricar” (recta ratio factibilium).
Quizás el ejemplo más significativo de lo que señalamos se encuentre en la
noción marxista de praxis revolucionaria. A este respecto sería interesante
preguntarse: ¿Cuántos autores contemporáneos y líderes políticos, sin ser
marxistas, adhieren ingenuamente a esta premisa que corroe o considera inútil
todo conocimiento puramente teorético? La respuesta a esta cuestión la
encontramos de manera patente en la importancia casi nula acordada al estudio
de la filosofía en los sistemas “formales” de educación (la Escuela y las
universidades) en las sociedades occidentales (¡Y para que hablar de la
Metafísica!).
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Ahora bien, el desprecio actual por la razón y la contemplación de la verdad
(theoria) y por la misma praxis (ética personal y ética social), no hacen otra cosa
que manifestar un profundo desconocimiento de la naturaleza y vocación del
sujeto humano, al reducir al hombre a un simple homo faber u homo technicus . No
olvidemos que tanto la theoria o contemplación como la praxis o ética, lo que
buscan es primera y fundamentalmente la perfección del sujeto (actividad
inmanente) en relación a los fines que le son propios. En cambio, la poiesis o
fabricación lo que busca ante todo es la perfección del objeto fabricado o a
fabricar (actividad transeúnte o transitiva). No se trata en ningún caso de
desconocer el valor que tiene para la vida humana la dimensión productiva,
sino de colocar las cosas en su verdadero orden, que es en último término el
orden de la verdad y del bien de la persona humana. Esto último no es posible
sin la contemplación o theoria.
Este es el orden propiamente humano, el único en el cual la persona humana se
realiza plenamente como persona. Y es justamente este orden el que se
encuentra hoy día radicalmente alterado por la primacía en el plano
antropológico y ético del homo faber y del homo technicus sobre el homo
metaphysicus. En efecto, del punto de vista de una filosofía de la historia y de la
cultura, la primacía que ha alcanzado la actividad tecnológica y productiva, y que
ha llegado a eclipsar las otras actividades del espíritu, es preocupante para la
suerte del hombre en la sociedad contemporánea ¿Por qué? Porque un
desarrollo unilateral de la razón es un desarrollo ciego que solamente puede
conducir a la desmesura y a la ideología (antesala de la utopía y del
totalitarismo). Como lo destaca el Cardenal Cottier: “Este desarrollo tiene también
una repercusión directa sobre la imagen que el hombre se hace de sí mismo. El homo
technicus es un hombre extravertido que ha perdido el sentido de la interioridad, y
que piensa que se desarrolla cuando domina la naturaleza”. El hombre se
desarrolla a sí mismo ya no en la contemplación, sino fuera de sí mismo en la
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producción y en la dominación ¿Se puede imaginar una forma más radical de
alienación? Curiosamente por esas paradojas de la existencia humana, lo que
aquí consideramos como una forma extrema de alienación, para el socialismo y
el liberalismo pareciera ser la forma suprema de realización del individuo.
Recordemos, lo propio de la persona es la vida interior y no la vida fuera de sí
mismo como un dominador y depredador sin limitación alguna sobre el orden de la
naturaleza. El verdadero desarrollo del hombre consiste esencialmente en la
contemplación y esto implica la conquista de su libertad interior, por consiguiente
se trata esencialmente de un desarrollo ético y no puramente económico como
hoy día suele pensarse en esta primacía del “tener” contra el “ser”, que
caracteriza al Occidente actual.
El Papa Juan Pablo II en su Carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, recordando la
doctrina verdadera y tradicional sobre el fin propio de la vida humana, el cual no
puede consistir en la posesión de bienes exteriores, señala con una claridad
admirable lo siguiente: “En efecto, hoy se comprende mejor que la mera
acumulación de bienes y servicios, incluso a favor de una mayoría, no basta para
proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples
beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica,
incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al
contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable
masa de recursos y potencialidades, puestas al servicio del hombre, no es regida por un
objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género
humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo” (n° 27).
Ya el Papa Pablo VI había señalado de manera profética, en su Carta Encíclica
Populorum Progressio: “El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas,
no es el último fin. Todo crecimiento es ambivalente. La búsqueda exclusiva del poseer
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se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera
grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más
evidente de un subdesarrollo moral” (n° 19).
Pablo VI recoge en sus palabras las enseñanzas de un texto maravilloso del
Concilio Vaticano II, que nos parece importante recordarlo: “La actividad
humana, así como procede del hombre, está también ordenada al hombre. Pues el
hombre, cuando actúa, no sólo cambia las cosas y la sociedad, sino que también se
perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, sale de sí y se
trasciende. Si este crecimiento es rectamente comprendido, vale más que las riquezas
exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que
tiene” (Gaudium et Spes, n° 35). La mentalidad contemporánea piensa
justamente todo lo contrario: el hombre vale más por el tener y el aparecer que
por el ser.
¿No es esto acaso lo que vemos diariamente en la sociedad de la información?
¿Una búsqueda exacerbada de toda forma de poder, sobre todo político y
económico, como si la felicidad consistiese en la posesión de bienes materiales
y en la dominación de los otros? Es este subdesarrollo ético, el que tiene
postrada a las sociedades occidentales en un estadio espiritual y ético de “vacío
existencial” y de perdida generalizada del “sentido de la vida” (Víctor Frankl).
Una sociedad que se construye sobre “la fecundidad del dinero” (Jacques
Maritain), que hace ostentación de poseerlo todo (reduciendo el desarrollo
humano al crecimiento económico), pero que al final no posee nada, por cuanto
se trata de una “sociedad depresiva” (Tonny Anatrella), incapaz de resolver
adecuadamente el permanente y urgente dilema de la existencia humana entre
el ser más y el tener más.
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Como lo recuerda insistentemente Juan Pablo II: “Todos somos testigos de los
tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de
materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se
comprende rápidamente que, -si no se está prevenido contra la inundación de mensajes
publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos- cuanto más se posee más
se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás
incluso sofocadas” (Sollicitudo Rei Socialis, n° 28).
Uno de los grandes dramas que aquejan al hombre contemporáneo es que él
piensa y está convencido que solamente se afirma a sí mismo como ser humano
cuando es capaz de vencer y dominar las resistencias de una naturaleza rebelde.
Aun más, él se concibe a sí mismo y a la sociedad, como si fuesen objetos
técnicos, haciendo de la misma técnica un fin en sí mismo. Esta visión no sería
posible si antropológicamente no se hubiese negado previamente el valor
absoluto e intangible de la persona humana colocando en su lugar al individuo,
considerado este último como un mero objeto entre otros objetos o un simple
“recurso” humano. Por esto, como nos recuerda Pedro Morandé, la cuestión
fundamental parece ser hoy día: “si acaso el ser humano puede preservar su
dignidad como algo intangible e inamovible o estará sometido en el futuro a la
manipulación de quienes controlen la tecnología” (Cf. “Desafíos Culturales del Fin
de Siglo”, en Revista Humanitas).
En este sentido no debe extrañarnos que hoy se sostenga, con toda la carga
histórica del idealismo que ha precedido y que sustenta al pensamiento
occidental contemporáneo, que conocer no es ser, y saber no es entender, sino
una actividad “poietica” en la que el sujeto cognoscente, prescindiendo de la
verdad de la realidad conocida, construye, fabrica o produce lo que conoce (a
este respecto es muy revelador el título y contenido de la obra de Peter Berger y
Thomas Luckmann, The Social Construction of Reality, la cual ha ejercido una
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importante influencia en el campo de las ciencias sociales). Esto permite
entender uno de los fenómenos más significativos del pensamiento
contemporáneo, que el filósofo chileno Fernando Moreno Valencia ha
caracterizado como “la hermeneutización” del conocimiento y de la ciencia en
detrimento de la verdad.
En síntesis, no podemos conocer lo que las cosas son o establecer verdades de
carácter objetivo. Tan solo debemos contentarnos con conocer modelos
interpretativos de la realidad, donde obviamente la primacía la tiene el sujeto que
interpreta sobre la realidad a interpretar (esta es la diferencia sustantiva entre la
hermenéutica “clásica” y el “paradigma” hermenéutico contemporáneo). Y
justamente por esto, lo más importante a conocer no es la realidad en su misma
objetividad, sino la subjetividad del cognoscente, por cuanto el sujeto solamente
puede conocer aquello que su intelecto construye interpretando. En síntesis no
existen “hechos” sino “interpretaciones”.
En esta lógica el hombre se ha transformado vertiginosamente en un
“minusválido” intelectual, incapaz de conocer o decir lo que las cosas son (sus
fundamentos), y menos aún remontarse por analogía a la causa primera o última
de todo el orden real. En el fondo se olvida que el conocimiento (teorético) está
esencialmente ordenado a esa pura mirada que permite al entendimiento poseer
inmaterialmente el objeto conocido, hallando en esto su propia perfección, su
propio bien. Este fin del entendimiento, es el mismo fin de la persona que está
ordenada a la contemplación de la verdad en cuanto ser racional.
En este sentido, nos parece necesario y urgente el desarrollo de una filosofía de
la historia y de la cultura sobre nuestro tiempo (cuyo arquetipo lo encontramos
maravillosamente desarrollado en la obra del filósofo de Meudon, Jacques
Maritain, especialmente en Humanismo Integral), para comprender en
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profundidad los principios y las raisons d’ être que se encuentran en la base de
las corrientes de pensamiento dominantes en la actualidad, las cuales han ido
eliminando progresivamente en la polis occidental, todo intento por saciar la sed
natural de sabiduría consubstanciales a la naturaleza del ser personal.
El gran metafísico francés ya advertía hacia la década de los años treinta, con
una claridad y profundidad admirables, el estado de crisis cultural por el cual
estaba atravesando el mundo Occidental: “Después de todas las disociaciones y los
dualismos de la edad humanista antropocéntrica, -separación y oposición de la
naturaleza y de la gracia, de la fe y de la razón, del amor y del conocimiento, como en la
vida afectiva del amor y de los sentidos-, es a una dispersión, a una descomposición
definitiva que nosotros asistimos” (Cf. Humanismo Integral). Para el filósofo católico,
la raíz de esta dispersión o descomposición, se encuentra en la crisis de la
inteligencia inaugurada por la revolución galileo-cartesiana (cuyas raíces lejanas
se pueden encontrar en los ‘maestros’ de Oxford, Duns Escoto y Guillermo de
Occam, quienes habían inaugurado lo que suele llamarse la vía moderna) la cual
alcanzará su madurez, pasando por el empirismo inglés, en el pensamiento
filosófico de Kant y en los planteamientos de la física de Newton, (haciendo de
esta última disciplina el paradigma epistemológico de la Modernidad), hasta
alcanzar su plena cristalización en el positivismo de Augusto Comte.
Esta visión tanto del conocimiento como de la ciencia, se ha traducido en el
olvido del ser y de la metafísica, a la cual se le niega su derecho a existir como
saber, al desconocer su carácter de sabiduría o ciencia suprema en el orden
racional (“Ipsa est maxime scientia veritatis”). Más aún, al ceder la analogía su
lugar al univocismo en el plano del saber humano, sobre la base de que
solamente existe una ciencia única (Descartes), ya nos encontramos en la antesala
de lo que será el positivismo en todas sus formas.
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No debemos olvidar el impacto antropológico que esto ha tenido para el
destino del hombre, por cuanto la persona humana es naturalmente un “animal
metafísico”, orientado esencialmente a la contemplación, como lo manifiesta
admirablemente Aristóteles al inicio de la Metafísica, al señalar que “todos los
hombres desean naturalmente saber”. Justamente aquello que los hombres desean
naturalmente saber no es otra cosa que conocer lo que las cosas son, o la
verdad de las cosas, y esto implica remontarse a las causas últimas de todo lo
que tiene ser.
La defensa de la dignidad de la inteligencia humana (y de la verdad que le es
proporcional) como lo específico del ser humano, no implica en modo alguno una
defensa del racionalismo ni como época histórica ni menos aún como corriente
de pensamiento. Significa simplemente recordar que todo lo que hay de
verdaderamente humano en el hombre tiene en la razón o logos su principio y su
causa. Ciertamente seria un despropósito desconocer que el desprecio por la
razón que encontramos en el “ambiente cultural” actual, en los círculos de la
“intelligentsia” academicista, como en las diversas corrientes filosóficas
contemporáneas se puede entender, en cierto sentido, como una reacción contra
las pretensiones ilusorias del Iluminismo.
Tanto el relativismo, como el escepticismo, el agnosticismo, el nihilismo o la
misma hermenéutica o el neopositivismo consideran que reconocer la existencia
de verdades objetivas y de valores objetivos puede conducirnos a las mismas
tragedias históricas en las cuales desembocó el proyecto cultural e intelectual de
la Modernidad Iluminista, con sus utopías de la razón absoluta y del progreso
necesario e indefinido. Las dos guerras mundiales, la irrupción y empleo de armas
de destrucción masiva, el origen, ascenso y consolidación de las ideologías y
regímenes totalitarios, responsables directos del asesinato sistemático de
millones de personas, o la Guerra Fría con su amenaza permanente de un
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“holocausto nuclear”, han terminado por socavar en sus mismos cimientos el
mito del racionalismo, pero al mismo tiempo han dejado una secuela de
desconfianza en la razón humana y en la verdad que no resulta fácil de superar,
sobre todo si se toma en cuenta que el pensamiento contemporáneo sigue
siendo en muchos aspectos fundamentales tributario del racionalismo.
¿Hasta qué punto Kant y Hegel han sido definitivamente superados por la
filosofía actual? ¿El neopositivismo que domina gran parte de los programas de
estudio en nuestras universidades y centros de investigación científica no es
acaso uno de los resabios más patente de la influencia de las premisas
epistemológicas de la Modernidad en la cultura contemporánea?
Sin embargo, el filósofo tiene la obligación intelectual y moral de decir la
verdad, a tiempo y a destiempo (San Pablo), para esclarecer las más diversas
confusiones y errores a los cuales está expuesta la natural fragilidad de la
inteligencia humana. En efecto, no se puede confundir el orden racionalista con el
orden de la razón. El racionalismo es contrario a la naturaleza y dignidad de la
inteligencia humana. La razón en cambio es lo constitutivo de la persona
humana. Más aún, si hay que hacerle un gran reproche al racionalismo, como lo
recuerda Jacques Maritain a propósito de Descartes, es justamente el haber sido
poco racional. (Cf. Le Songe de Descartes).
Efectivamente, la propuesta racionalista e idealista, al desconocer que el objeto
propio de la inteligencia, aquello a lo cual ella tiende primera y
fundamentalmente, sino no habría conocimiento alguno, es el ser en toda su
analogicidad (recordemos como lo señala el gran Aristóteles que el ser se dice de
diversas maneras), haciendo de la razón una facultad constructiva (poiesis) y no
contemplativa (theoria) “hipoteca” enteramente toda posibilidad de
fundamentar objetivamente el valor absoluto del ser personal. No debemos
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olvidar, como lo recuerda constantemente Tomás de Aquino, es con la
captación o intuición del ser (Jacques Maritain) que la inteligencia inaugura su
vida propia. Lejos o fuera del ser, no existe para ella ningún tipo de
conocimiento verdadero, ningún tipo de saber o de ciencia. ¿Por qué? Porque es
en el ser primeramente alcanzado, donde la inteligencia humana, bajos los
modos más diversos y en todos los grados del conocimiento, resuelve todos sus
conceptos (“Illud autem quod primo intellectus concipit quasi notissimum et in quod
conceptiones omnes resolvit est ens”, Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae, De
Veritate, Q. 1, a. 1).
El pensamiento racionalista o de la Modernidad sustituyó el orden del ser por el
orden de la conciencia. El mismo filósofo de Koenisberg, Immanuel Kant, se
glorificaba de su famosa “revolución copernicana”, al indicar que las cosas o la
realidad giraban en torno a nuestro espíritu, y no nuestro espíritu en torno a las
cosas. Con razón Gérard Granel ha mostrado de manera penetrante, como la
filosofía moderna se ha establecido sobre la convicción primera que con el ser
no hay nada que hacer (“avec l´être il n’ y a rien à faire”). Desgraciadamente, el
pensamiento contemporáneo no ha podido sacudirse en sus principios, más allá
de la búsqueda de originalidad que caracteriza a los filósofos y pensadores
contemporáneos, del principal filósofo racionalista, Kant. Más allá de lo que
algunos “devotos” sostienen (la devoción no forma parte de la filosofía), ni
siquiera Martin Heidegger, para quien, “el ser es ser interpretado”, ha sido capaz
de sacudirse de las premisas filosóficas kantianas. ¿Por qué? Porque solo es
posible salir del circuito racionalista y kantiano desde un realismo crítico (el cual
se encuentra en las antípodas del realismo ingenuo), es decir a partir de una
filosofía del ser y de la analogía del ser, que es al mismo tiempo una filosofía
de la inteligencia y de la verdad.
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¿Es esto posible hoy en día? Para ser honestos nos parece una tarea bastante
difícil y compleja. Como señala un influyente pensador contemporáneo, Jürgen
Habermas, es imposible un “retorno” a la metafísica puesto que nos
encontramos en una época posmetafísica, como si la filosofía primera (Aristóteles)
fuese tan sólo el conocimiento representativo de una época (idea que no es
nueva ya la encontramos plenamente desarrollada en Augusto Comte y su
curiosa ley de los tres estadios), y no la ciencia de los primeros principios y de las
causas últimas, la ciencia máximamente verdadera, máximamente universal y
máximamente abstracta (Cf. Tomás de Aquino, Proemium al Comentario a la
Metafísica de Aristóteles) . Detrás de la visión de Habermas como de numerosos
autores contemporáneos, la verdad (lo cual es contradictorio) está sometida al
imperio de la cronología. Esta es la “cronolatría epistemológica” que tanto daño
ha causado al pensamiento actual, especialmente a la reflexión filosófica, y que
Jacques Marirtain denunciará en una de sus grandes obras “proféticas” (Henri
Bars), El campesino del Garona.
Por esto justamente, se puede afirmar sin temor a equivocarse, que la crisis por
la cual atraviesa la Cultura Occidental en la hora presente es primera y
fundamentalmente una crisis del logos (Bendicto XVI) o de la inteligencia (Jacques
Maritain), y en cuanto tal una crisis de la verdad (Juan Pablo II), y ella tiene su
raíz fundamental en el “olvido del ser” (Carlo Cardona) que como hemos visto
es el objeto propio de la inteligencia, alcanzado primeramente y por sí (“primo et
per se”), y en cuanto tal el alimento propio del espíritu.
El olvido de la persona humana como principio, sujeto y fin de la
política y de la democracia.
¿Cuáles han sido las repercusiones que ha tenido la crisis de la razón y de la verdad en
el ámbito de la política? A nuestro entender, al menos se pueden mencionar dos
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consecuencias mayores que han tenido un profundo impacto en el destino del
hombre y de las sociedades occidentales, y que han afectado directamente a los
regímenes “democráticos”. La primera corresponde a lo que podríamos llamar
la dimensión óntica o existencial de la política, lo que se expresa con nitidez en el
olvido del sujeto de la política, es decir la persona humana y la exaltación del
individuo, entendido este último como un “yo” egoísta movido por las nociones
de interés y utilidad.
¿Puede una cultura que reniega de la razón y de la metafísica defender
objetivamente el valor absoluto de la persona humana? Ciertamente no. Una de
las mayores tragedias tanto cultural como espiritual de Occidente, es que la
persona (“id quod perfectissumum in tota natura”), se encuentra en un estado de
indigencia tanto ontológica (negación de su esencia) como óntica (negación de su
condición existencial).
La segunda repercusión tiene que ver directamente con lo que suele llamarse el
problema del estatuto epistemológico de la política. ¿Qué es la ciencia política?
¿Una ciencia empírica que pertenece al campo de las ciencia sociales como suele
pensarse o una ciencia práctica y en cuanto tal ordenada al bien común de la
polis, y por consiguiente perteneciente a lo que los clásicos llamaban una ética
social? Estas son las cuestiones que abordaremos a continuación con mayor
detención.
Uno de los principios fundamentales que se ha olvidado en la reflexión política
contemporánea, es que la política es indisociable de una antropología o visión
del hombre. Según como definamos al hombre definiremos qué es la política y
cuáles son los fines a los cuales ella se encuentra ordenada. Con la negación del
logos, se hace prácticamente imposible reconocer la existencia de una verdad
sobre el hombre, es decir que el ser humano es primeramente y ante todo (per se
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primo) una persona, es decir un sujeto cuya raíz ontológica se encuentra en el
espíritu, y que por ende tiene un valor en sí mismo. Esto es lo que los grandes
doctores escoláticos llamaban en su división del bien, un bien honesto o un bien
fin (Cf. Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, q. 5, a. 6, sol.).
El desconocimiento del tema de la persona ha llegado a tal extremo, que
numerosos autores piensan que dicha noción no tiene relación alguna con la
idea de espíritu, por cuanto esta última solamente pertenecería al ámbito de la
religión o de la fe, pero no a la inteligibilidad racional. La causa esencial de esta
actitud intelectual reside, como lo hemos visto en las páginas anteriores, en la
negación de la metafísica como la ciencia suprema en el orden racional. Ahora
bien al no reconocer que la persona se define desde el espíritu (tiene su raíz
ontológica en el espíritu como señala Jacques Maritain) y que por tanto posee
un valor en sí misma, resulta difícil reconocer que solamente la persona humana
es el único principio, sujeto y fin de la política y no el Estado o el individuo. A
fortiori, es justamente porque la persona humana es lo único que tiene valor
absoluto en el orden temporal, que podemos señalar que en el orden político todo
está ordenado a ella como a su fin. Solamente a partir de este reconocimiento se
puede entender que el objeto, tarea y fin de la política sea el bien común y no el
poder político, como suele pensarse y enseñarse hoy día (sobre todo en los
centros de formación, estudios e investigación políticas), porque justamente el
bien común es un bien de personas humanas, y en este sentido, un bien ético.
Al mismo tiempo la negación actual del logos como lo constitutivo y específico
del hombre en cuanto persona hace prácticamente imposible vislumbrar que la
raíz de la sociabilidad del hombre y por ende de su “politicidad” se encuentra
en el mismo logos. No olvidemos que si el hombre es un zoon politikon o animal
político por naturaleza es justamente porque es racional. Es en el logos que se
fundamenta el dia-logos, y no a la inversa, este es el verdadero sentido y
19
significado del lenguaje como algo propio del hombre y no de los seres
irracionales, y es el fundamento de la sociabilidad ontológica del hombre, como ya
lo hemos señalado.
A este respecto en un texto admirable de La Política Aristóteles señala lo
siguiente: “La razón por la cual el hombre es un animal político, más que cualquier
abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no
hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (logos)…la palabra
es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del
hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo
justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la comunidad (koinonia) de estas cosas se
constituye la casa y la ciudad”. Esta doctrina aristotélica será llevada a su plenitud
por Tomás de Aquino en su metafísica del acto de ser sobre la persona.
En este sentido se puede comprender la profundidad del error antropológico en
el cual se ha sustentado gran parte de la reflexión política tanto moderna como
contemporánea. Ella reposa sobre la premisa mayor de que el hombre, no es un
ser social por naturaleza, puesto que no es persona, no es un ser para el otro, sino
solamente un individuo, que a pesar suyo debe vivir en sociedad. Es
esencialmente una antropología del “egoísmo” y de la “negación del otro”, que
muchas veces ve en el hombre un ser intrínsecamente malo. Con esto se olvida
una cuestión fundamental ¿Cuál? Que “la persona humana, si se define por sí
misma, si es un ser (en sí), no puede completarse, finalizarse sino en su realización
íntima con otra persona, ella está entera ordenada a otra persona, es (para otro)”
(Marie-Dominique Philippe o. p.).
Jacques Maritain profundizará esta doctrina en su obra maestra, La persona y el
bien común, al señalar que el hombre es social por naturaleza a doble título,
primera y fundamentalmente en cuanto persona (por abundancia o generosidad)
20
y en cuanto individuo (por indigencia o necesidad). Para decirlo con Fernando
Moreno Valencia, “sin dejar de ser radicalmente una unidad, el hombre tiende a
comunicar su riqueza y a recibir de otro como ser personal, y tiende a mendigar y recibir
los medios de su existencia como ser individual” (Cf. Iglesia, Política y Sociedad).
Toda esta doctrina de la donación del ser personal es completamente ajena al
sustrato antropológico de las teorías políticas contemporáneas, en las cuales el
hombre en cuanto es solamente un individuo (en ningún caso persona) debe
defenderse de los otros para poder subsistir y dominar. En este sentido las
relaciones que el ser humano establece con sus pares son esencialmente
funcionales y regidas por el criterio de interés y de utilidad, en ningún caso por
las nociones de gratuidad o donación de sí mismo en el amor y la amistad, por
cuanto estas últimas nociones son consustanciales al concepto de persona.
Podemos preguntarnos entonces, ¿Si se ha despojado al hombre de su carácter
de ser personal y de su sociabilidad ontológica qué se ha colocado en su lugar?
Cuesta aceptarlo, pero tenemos que reconocer con desazón que nos
encontramos hoy día en presencia de diversas visiones políticas que se
sustentan claramente en la lógica de una antropología del hombre como individuo.
Esto implica, entre otras cosas, que este último es considerado pura y
simplemente como un ente “material” o corpóreo, un medio entre otros medios,
un objeto entre otros objetos, pero en ningún caso un sujeto, por cuanto la noción
de sujeto es indisociable de la idea de persona.
Esto ha dado origen al menos a dos tipos de individualismo de impronta
materialista, los que dominan prácticamente sin contrapeso las mentalidades de
quienes pertenecen al mundo de las llamadas ciencias sociales y de la historia,
fenómeno que está presente de manera casi hegemónica en los más diversos
21
institutos, centros de estudios u organismos internacionales dedicados tanto a la
actividad como a la reflexión política.
En estos organismos, por lo demás a partir de un craso materialismo, se
promueve con descaro y con falta de todo rigor científico la formación de una
sociedad pro-género, lo que implica entre otras cosas prescindir de toda idea de
una naturaleza humana, sin la cual no es posible afirmar que todos los hombres
son esencialmente iguales en dignidad. Al mismo tiempo que se busca suplantar
la idea de sexo por la de género (“gender”), sosteniendo que la masculinidad y
la feminidad no estarían determinados por la sexualidad humana, sino por la
cultura, es decir por construcciones culturales “hechas” según los roles y
estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos (Cf. Jutta Burggraf,
“¿Qué quiere decir género?”).
Obviamente detrás de esta ideología se esconde un problema metafísico de
primer orden que dice relación con la composición esencia y acto de ser en todo
ente finito. Curiosamente al señalar que el hombre es un mero ser “arrojado” en
la existencia, pero que no posee esencia o naturaleza alguna, no solo no se sabe
qué es lo que está “arrojado” en la existencia, sino que se termina atribuyéndole
al “hombre” lo que de suyo pertenece a Dios (la simplicidad en un grado
eminente).
¿Podemos preguntarnos entonces cuáles son las formas de individualismo que
dominan el pensamiento actual en el mundo occidental? Por un lado tenemos
un individualismo paradojalmente de tipo colectivista, donde el hombre es
entendido tan solo como parte de una especie, y por ende sacrificable por el
bien de la misma. Para esta forma de individualismo colectivista el principio,
sujeto y fin de la política no es otro que el Estado, de tal suerte que el hombre es
22
en el orden socio-político un simple funcionario al servicio de los intereses del
mismo Estado (Antonio Gramsci).
Este “absolutismo” del Estado, que termina identificándose con la persona que
detenta el poder político sobre una supuesta “legitimidad” electoral, se
encuentra presente de una u otra manera en las diversas formas del socialismo
contemporáneo, especialmente en América Latina. Los recientes ejemplos de los
gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, de su homónimo en Bolivia Evo
Morales, del actual presidente de Ecuador Rafael Correa, sin dejar de
mencionar al populista presidente de Argentina Néstor Kirchner, son ejemplos
más que significativos del hecho que mencionamos.
Por otro lado, nos encontramos ante un individualismo que hace de la libertad
separada de la verdad sobre el hombre una suerte de sujeto. Esto implica
reemplazar a la persona por la libertad (lo cual es por decir lo menos, inaudito).
Ya no se dirá entonces que la persona es ante todo un ser libre, sino que el
hombre es su propia libertad, haciendo de la libertad una hipóstasis (aquí la
existencia destruye todo tipo de esencia). En esta forma de individualismo, la
libertad es un absoluto por encima de la persona y contra la persona si es
necesario (aborto o eutanasia).
Por otro lado si no existe una naturaleza humana común a todos los seres
humanos, y la “esencia” del hombre es su propia libertad, entonces el único
principio que debe regir la conducta o los actos humanos es la propia conciencia
individual, la que se constituye en la única norma “objetiva”, o una suerte de
tribunal supremo que juzga sobre lo bueno o lo malo, sobre lo verdadero o lo
falso, pero que no se funda sobre ninguna norma anterior a sí misma o por
encima de sí misma, como sería por ejemplo la dignidad de la persona humana.
23
En esta perspectiva ya no es posible la existencia de valores objetivos sobre los
cuáles se pueda edificar la propia existencia y la convivencia humanas. En
términos políticos lo que tenemos es una democracia aséptica, libre de moral, es
decir que no reconoce la existencia de valores objetivos universales y
permanentes. Aún más los “valores” son meras construcciones históricas y
culturales, y en cuanto tales solamente tienen un carácter particular y
contingente, y siempre sometidas a la legitimidad de un acuerdo o pacto social, o
al consenso en conformidad con el principio (muchas veces voluntarista) de las
mayorías.
Si este planteamiento es cierto ¿Cómo se puede sostener entonces que la
práctica de la tortura o la pornografía infantil; la pedofilia o la violencia
intrafamiliar son contrarias a la dignidad humana? ¿Cómo se podría rehabilitar
a una persona que ha cometido un delito grave sino se le muestra previamente
que el acto voluntario que realizó no solamente es contrario a la ley, sino que
sobre todo es un atentado contra la dignidad humana? Estas son las
contradicciones que nunca pueden responder quienes sostienen que la
democracia debe prescindir de cualquier referencia a valores éticos objetivos
por cuanto estos últimos no existen.
Ahora bien si no existe ningún valor de carácter objetivo y universal ¿Cuál es
entonces la norma que regula la conducta humana? La norma no es otra que la
propia libertad subjetiva. De este modo, cualquier persona que actúe según el
dictamen de su conciencia lo hará necesariamente bien, puesto que ya no hay
nada anterior a la propia conciencia que haga posible la formación de una
conciencia verdadera y recta. Es tan absurdo y antojadizo este planteamiento
que se podría decir que Hitler y Stalin actuaron bien cuando tomaron la
decisión de eliminar a personas humanas inocentes, a mujeres, ancianos y
niños, porque actuaron según el dictamen de su conciencia y según su libertad.
24
Lo que se olvida aquí, es que el hombre solamente actúa bien, cuando actúa con
una conciencia verdadera y recta, y la verdad de la conciencia individual
depende de la verdad sobre el hombre y su destino, la cual se patentiza en una
ley de naturaleza o ley natural que es la que le da objetividad al juicio de la
conciencia moral. En este sentido se puede comprender que la ética, tal como se
la entiende y práctica hoy día, “pasa a ser un mero discurso de justificación de lo ya
realizado, un discurso de los ‘hechos consumados’, tal como lo comprobamos
diariamente en la discusión de numerosos problemas actuales” (Cf. Pedro Morandé,
“Desafíos culturales del fin de siglo”).
En esta perspectiva en que se ha negado toda posibilidad de una naturaleza o
esencia, no debe sorprender que la misma libertad sea entendida, como
venimos de señalarlo, como un sujeto por oposición a la persona. La persona
humana ya no es mas un sujeto racional y libre, sino que la libertad es el sujeto. De
este modo el “yo” egoísta, centro de intereses y de pasiones pasa a ser el fin
mismo de la sociedad política. Así se entiende que se pretenda justificar
cualquier atentado contra la dignidad inviolable de la persona humana en
nombre de un supuesto derecho “supremo” a la libertad del individuo. A este
respecto ha escrito el sociólogo Tomás Moulian: “Para mí la calidad de la vida que
existe en el feto no depende de atributos biológicos. Depende de un atributo moral que es
el proyecto de la pareja. Sólo si la pareja desea y busca en un acto libre tener un hijo nos
encontramos con que hay una vida humana y no sólo vida biológica” (“Aborto,
quebrando el silencio”, diario El Mostrador, 17 de enero 2001). Nótese que lo que el
autor sostiene es que otra persona decide arbitrariamente (según lo que desea o
siente) quién es ser humano y cuándo se es humano o no ¿Se puede imaginar una
forma más radical de totalitarismo? ¡Yo tengo la facultad de decidir quien es
persona y quien no, quien vive y quien no!
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En sentido contrario a las corrientes de pensamiento que hemos criticado,
permítanme que reproduzca aquí un notable texto del destacado filósofo
español recientemente fallecido, Antonio Millán Puelles:
“Hoy se suele hablar mucho del derecho y deber de ‘realizarse’. Si
‘realizarse’ quiere decir ‘ratificar’, en el plano del libre
comportamiento, esa esencia o naturaleza permanente que nos
viene del hecho de ser hombres, nada hay que objetar. Pero no es
eso lo que se trata de decir cuando se utiliza la expresión
‘realizarse’, invocando exclusivamente a la libertad, como si para
ésta no existiesen unas normas objetivas y esenciales,
fundamentadas en nuestra propia esencia metafísica y cuya
última raíz es, por lo tanto, nuestro mismo Creador. Digamos,
pues, que la ‘autorrealización subjetivista’ –la que hoy se nos
presenta como el lema de la autenticidad de nuestro hacer- es en
último término una rebeldía del hombre frente a Dios: la
pretensión de un humanismo absoluto, puramente inmanente,
cuya esencia reclama la negación de todos los valores objetivos en
función de los cuales nuestro comportamiento se distingue de una
vida encerrada en el mero servicio de sí misma. Con lo cual queda
dicho que la autorrealización subjetivista, afirmada como un
derecho y a la vez también como un deber, es una nueva fórmula
para acreditar el egoísmo como si éste fuese una exigencia de
nuestra libertad”. (Cf. Sobre el hombre y la sociedad).
¿Qué es lo que se ha olvidado en la sociedad occidental contemporánea
especialmente en el campo de la política? Nos parece importante reiterarlo,
estamos asistiendo dramáticamente al eclipse u ocaso de la persona humana, y
junto a ella al ocaso de la democracia como realidad ética, pavimentando de este
26
modo el camino para la irrupción de nuevas formas de totalitarismo,
posiblemente más perversas que las que hemos conocido en el curso del siglo
XX.
Si la persona humana ha dejado su lugar al individuo ¿Puede extrañarnos
entonces que en numerosos medios de comunicación social y en la mal llamada
“opinión pública” (¿Por qué no hablar más bien de opiniones públicas?) se haya
extendido progresivamente la idea de que la dignidad de la vida humana no es
una realidad intangible, inamovible o absoluta? Puede entonces sorprendernos
que la venerable doctrina (decimos doctrina que no es lo mismo que ideología)
sobre los derechos de la persona humana se haya ido transformando en un
discurso ideológico sobre los ‘derechos humanos’ que otorga jugosos
dividendos a los partidarios del aborto, de la eutanasia, a los líderes del
terrorismo internacional, a los que favorecen los privilegios de los delincuentes
en desmedro de los derechos de las víctimas. Pero esta ideología también sirve
como medio de ascenso y de autopromoción para eventuales carreras políticas
tanto nacionales como internacionales, o para obtener reconocimientos
“académicos” y monetarios.
En este plano el cinismo y la hipocresía no tienen ningún límite, porque en el
fondo lo que sostiene a la ideología siempre es la mentira y la noción de interés.
Una simple mirada sobre los personajes internacionales a quienes se les ha
entregado el Premio Nobel de la Paz, obviamente con honrosas excepciones
como es el caso por ejemplo de Muhammad Yunus (2006), Tenzin Gyatzo
(1989), Lech Walesa (1983), Teresa de Calcuta (1979) o Martin Luther King
(1964), nos obliga a preguntarnos cuáles son los verdaderos principios y
criterios que se emplean para entregar dicha distinción ¿Se trata de principios y
criterios éticos objetivos que contribuyen realmente a la construcción de la paz
que es el otro nombre del bien común (San Agustín y Tomás de Aquino)? ¿O más
27
bien estamos en presencia de decisiones de “pasillo” donde lo que prima son
los intereses de poder? El reciente otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a
Al Gore clarifica cualquier duda al respecto.
No podemos seguir engañándonos, la antropología del hombre como individuo,
esconde una profunda y dramática verdad, de la cual la historia del siglo XX
nos ofrece los más crudos y terribles testimonios. En efecto, si el hombre en
cuanto individuo de una especie, no es más un sujeto, sino tan solo un objeto
entre otros objetos. Si ya no posee un valor en sí mismo, sino que posee un valor
otorgado por otros, aparece inexorablemente la pretensión de la “ingeniería
social y política” (o “tecnocracia”) de construir un Hombre Nuevo a partir de
cero, al margen de todo principio ontológico y de toda tradición histórica y
cultural. Recordemos que hoy día disponemos de los medios tecnológicos para
realizar tal función supuestamente “purificadora” de la especie humana, como
si la purificación fuese una cuestión de la materia y no del espíritu.
De este modo, la sociedad de hombres libres ordenada a su plena realización
humana bajo la noción ética de bien común cuyo vínculo se encuentra en la
amistad cívica, ha ido cediendo progresivamente su lugar a la idea de una masa
de individuos unidos tan solo por relaciones de utilidad o funcionalidad. A partir
de aquí es posible entonces, totalizar las relaciones humanas disolviendo todos
los otros lazos sociales, especialmente el familiar. Solo así se puede crear una
humanidad masa, ex radice, la cual solamente obedece a un solo principio
organizador, el Estado, el cual se encarna en último término en la persona o
figura del conductor. Esta es la esencia del totalitarismo, que los ciegos
conductores de ciegos de nuestro tiempo no logran siquiera vislumbrar (Cf.
Jacques Maritain, Hanna Arendt, Paul Ricoeur).
28
Al mismo tiempo, la “hipoteca” del logos ha tenido un impacto trágico para la
misma noción de sociedad política. En efecto, no debemos olvidar que la
negación del logos y de la verdad en la sociedad y de la sociedad, lleva consigo
inexorablemente la perdida progresiva de toda capacidad real de cualquier
forma de relación genuinamente humana. ¿Cómo puede existir algún vínculo
entre las personas al margen de la verdad? Como lo recuerda incesablemente
Tomás de Aquino en su corpus doctrinal, enseñanza que recogerá el Catecismo
de la Iglesia Católica, “los hombres no podrían vivir juntos si no tuviesen confianza
recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad” (Suma de Teología, IIa-IIae, q. 109,
a. 3, ad. 1). En este sentido podemos afirmar sin temor a equivocarnos que nos
encontramos en presencia de la disolución del zoon politikon.
De este modo, expresiones como sociedad familiar o sociedad política pasan a
ser tan solo “nombres” (nominalismo sociológico y político) que no poseen
ningún contenido real (esencia) sino más bien un valor meramente empírico. Lo
más grave es que aquello que de suyo solo posee un carácter fáctico, o que es un
dato empírico, se le pretende atribuir subrepticiamente una función normativa.
Hasta tal punto las “palabras” han venido a sustituir a las “cosas”, que las
nociones de familia y de política son empleadas con tal laxitud que sirven para
designar realidades tan diversas o equívocas que no tienen en común mas que
el puro nombre. El ejemplo más emblemático lo encontramos en el concepto de
familia, el cual se utiliza para referirse a cualquier unión de hecho, incluso si esa
unión está constituida por personas del mismo sexo.
En el campo de la política se pretende imponer la idea de sociedad ‘civil’, y
ligada a ella la idea de un Estado que se encuentra separado de la misma
sociedad o por encima de ella, como si se tratase de un “ente” abstracto y
autónomo (Hegel). Con esto se termina erosionando la noción clásica de
sociedad política y la idea de que el Estado es tan solo una “parte” de la misma
29
sociedad, y en cuanto tal no puede estar ordenado a un fin distinto de ella, a
saber el bien común.
¿Puede entonces extrañarnos que numerosos “cientistas” políticos, desde un
horizonte supuestamente empírico pero en algunos casos con claras posturas
ideológicas (apriorísticas), sustituyan la noción capital de sociedad política por
la noción ambigua de sociedad civil, definiendo a esta última, como el conjunto
de organizaciones sociales voluntarias autónomas del estado, que reflejan la diversidad
de intereses y propuestas de una sociedad. O como lo señala recientemente la
profesora de la universidad de Harvard: “la expresión sociedad civil, en su
acepción más amplia, abarca todas las instituciones y organizaciones sociales ubicadas
ente el Estado y el individuo. Sugiero sin embargo, que se introduzca una importante
distinción entre macroestructuras de la sociedad civil (grandes corporaciones,
fundaciones, organizaciones para la defensa de intereses particulares) y comunidades
más pequeñas de ayuda mutua y salvaguardias de la tradición” (“Democracia y
sociedad civil” (Revista HUMANITAS, 2007).
Si esta noción de sociedad es correcta ¿Sobre qué principio de unidad se funda dicha
sociedad? ¿A qué finalidad está ella orientada si no hay ningún denominador común
fuera del hecho de estar separadas del Estado? ¿Qué ocurre con las nociones de persona
y bien común? Son estas contradicciones lógicas que abundan en numerosos
textos consagrados a la ciencia política, las que contribuyen en gran medida al
desprestigio actual que caracteriza a esta disciplina.
Lo que se olvida en estos planteamientos es que la ciencia política o politología
es una ciencia práctica no una ciencia empírica, luego no se puede identificar o
reducir a la sociología de la política que por lo demás es una disciplina
teorética, como lo hace la autora antes citada.
30
El desconocimiento actual del estatuto epistemológico de la ciencia política
conduce a numerosos autores a realizar un transito permanente de lo “fáctico” a
lo netamente “ideológico”. Es decir la tendencia en transformar aquello que es
puramente factual o fruto de una indagación empírica en una realidad de
carácter normativo. Las banderas de lucha enarboladas por la clase política se
sitúan en esta perspectiva, fundamentalmente a través del empleo de slogans,
para justificar prácticas o leyes claramente contrarias a un orden democrático
fundado en el respeto a la dignidad inviolable del ser personal. La legalización
del aborto, del matrimonio de las personas del mismo sexo, de la eutanasia
tanto pasiva como activa; o prácticas como la crio-conservación de embriones o
la clonación humana, muchas veces han tenido como punto de partida la noción
de “voluntad general” (Jean-Jacques Rousseau) o el principio de la verdad
absoluta de la opinión de las mayorías, expresada a través de encuestas o
sondeos de opinión de dudosa procedencia. De este modo, el “principio” de las
mayorías adquiere un carácter de imperativo ético en nombre de un supuesto
“pluralismo” democrático.
No podemos seguir engañándonos. Lo que está en juego hoy día es la suerte del
hombre. La encrucijada en la cual estamos insertos ante el olvido del valor
absoluto de la persona humana es entre Democracia o Totalitarismo. Por esta
razón, el único “antídoto” que tenemos para devolver a la política su dignidad,
su grandeza, su carácter de ser la actividad más noble que cada hombre y cada
mujer pueden realizar como vocación de servicio, es asumir que ella es una
actividad y una ciencia intrínsecamente ética orientada al bien común, que es
primera y fundamentalmente un bien según la virtud (Cf. Tomás de Aquino, De
Regno, Jacques Maritain, La persona y el bien común. Juan Pablo II, Memoria e
Identidad).
31
Ciertamente, la noción de persona no es una noción fácil. Su justificación última
se encuentra en la metafísica del acto de ser. Esto quiere decir que no nos
encontramos ante una noción de carácter empírico sino meta-empírico, de una
noción que no pertenece al ámbito de lo sensible y verificable que es el campo
de las ciencias de la observación, sino al ámbito de lo puramente inteligible y
demostrable racionalmente que es el campo de las disciplinas ontológicas, por
cuanto lo propio de la persona es el espíritu. Esto es lo que numerosos científicos
y cientistas sociales, debido a su carencia de formación filosófica, no logran
intuir y explicar, y por esto justamente afirman con desparpajo y ligereza en los
diversos medios de comunicación social que el cigoto humano no es humano, sino
que deviene humano, o que se trata de un ser en gestación. Y cuando se tiene la
osadía de preguntar: ¿Si estamos ante un ser en gestación pero que no es nada
aún por cuanto no es humano ¿Qué tipo de ser es el que se está gestando?
Desgraciadamente la respuesta a esta objecion, entre otras, siempre se
encuentra con un “eterno” silencio.
No hay que dejarse engañar, lo que se quiere imponer es la idea que el embrión
o incluso el feto no son personas desde el primer instante de su existencia sino
que llegan a ser personas en algún momento de la misma, y generalmente por
la decisión voluntaria y arbitraria de alguien distinto o ajeno ontológicamente a esa
vida humana. Con esto se violenta el primer principio de la razón, sin el cual
nada puede ser pensado ni proferido: el principio de identidad: “el ser es, el no
ser no es”. Y se coloca en su lugar el principio dialéctico por el cual los contrarios
son iguales entre sí, y donde se da una identificación pura y simple entre ser y
no ser.
Nada hay más urgente y necesario hoy día que volver a edificar tanto el
pensamiento político como la realidad política, particularmente la democracia,
sobre la dignidad de la persona humana, frente a las crecientes formas de
32
estatismo, que afirman la primacía del individuo contra la persona, o las formas
de liberalismo (que nada tienen que ver con una genuina economía libre o de
mercado) que sostienen la primacía del bien privado sobre el bien común y que
terminan subordinando la autonomía legítima de la política a meros intereses
económicos o a conflictos de poder.
Sobre el estatuto epistemológico de la ciencia política. ¿Ciencia
empírica o ciencia práctica? ¿Ciencia social o ética social?
Hemos señalado al inicio de nuestras reflexiones que la fractura contemporánea
entre el logos y la polis, no solamente ha afectado a la dimensión óntica de la
política sino también a su propio estatuto epistemológico. Actualmente, el saber
político o ciencia política se encuentra hoy día seriamente amenazado por dos
peligros de distinta naturaleza. Por un lado ser absorvido por la sociología de la
política, haciendo de la misma politología una ciencia social de carácter empírico.
Por otro lado, ser identificada pura y simplemente con la ideología, haciendo de
la política un discurso a priori cuya legitimidad estaría dada por su eficacia para
construir una “Nueva Sociedad” o un “Hombre Nuevo” a partir de los intereses
de un grupo determinado y sobre la base de un modelo de sociedad
previamente establecido al cual el hombre-masa debe amoldarse.
Es en este contexto donde se hace imperioso preguntarse ¿Qué es la ciencia
política? ¿Cuál es su objeto? ¿Para qué existe la ciencia política? ¿Para constatar
y explicar “hechos” de índole política? ¿O ella es un conocimiento enteramente
ordenado a la realización efectiva del bien común el cual se identifica con el
bien de cada persona y de toda la persona? Obviamente, estamos ante un
problema mayor que desborda ampliamente los márgenes precisos de esta
33
reflexión. Sin embargo, quisiéramos proponer algunas hipótesis de trabajo en
vistas a esclarecer el tema en discusión.
A mi entender cualquier debate sobre el estatuto epistemológico de la ciencia
política resulta estéril, sino se reconocen previamente tres hechos
fundamentales. En primer lugar, que todo conocimiento, saber o ciencia se
definen primera y fundamentalmente por su objeto de estudio, y más
precisamente por su objeto formal, y en ningún caso por el método, menos aún
por lo que suele llamarse impropiamente el “método científico” (Mario Bunge).
En segundo lugar, que la ciencia no es un concepto unívoco sino análogo, esto
significa que no existe un solo tipo o modo de hacer ciencia, sino que diversos
tipos de ciencia, y que estas difiere entre ellas por el grado de abstracción. En
tercer lugar, que la ciencia no solamente se diversifica según los grados de
abstracción, sino que también ella se puede diferenciar según el fin perseguido
por la misma ciencia o disciplina.
Lo importante a retener no parece, es que existe una distinción esencial al
interior del conocimiento humano que es clave para precisar el estatuto no solo
de la ciencia política sino de las mismas ciencias sociales (reconociendo que
preferimos la expresión ciencias del espíritu), nos referimos a la distinción
clásica entre, theoria, praxis y poiesis. Está distinción se toma por el lado del fin
perseguido por la ciencia. En este sentido, podemos distinguir entre ciencias
teoréticas, ciencias prácticas o éticas y ciencias poieticas. A partir de esta
distinción se ve con claridad el problema que plantea considerar la ciencia
política como una sociología política, por cuanto la sociología es un saber
teorético, mientras que la politología es una ciencia práctica.
Ahora bien ¿Cuál es el objeto que específica formalmente (o esencialmente) a la
política como saber o ciencia? Aquí nos encontramos con una primera dificultad
34
que compromete enteramente el debate en cuestión. Pensamos que el objeto
formal de la ciencia política no es una realidad a conocer o contemplar
solamente, es decir no nos encontramos ante un saber puramente explicativo de
carácter empírico como sería el caso de la sociología o de aquella “parte” de la
misma que llamamos sociología de la política, en este último caso estamos ante
una ciencia intrínsecamente teorética.
Al contrario, el objeto de la ciencia política es un operable considerado en cuanto
operable. Es decir, una realidad que es conocida en vistas a su realización
efectiva, esa realidad es la que llamamos bien común. En este caso nos
encontramos ante una ciencia práctica en el sentido de praxis. A este respecto se
puede señalar que el trabajo de la ciencia política no se reduce a comprender o
entender lo que son las políticas públicas y cuál es su importancia para el
desarrollo de un país. Ella debe ser capaz de diseñar dichas políticas y
conducirlas a su realización efectiva como exigencia del bien común. Esta
realización implica necesariamente por parte de quien las implementa o las
lleva a la acción una virtud intelectual y moral, que los griegos llamaban
frónesis, y que nosotros designamos como prudencia política, la cual siempre se
encuentra en las antípodas de la astucia.
¿Qué entendemos por ciencia práctica? ¿En qué difiere de una ciencia especulativa o
teorética? Como le encantaba repetir con su humor tan particular a nuestro
venerable maestro, el P. Michel Labourdette o. p., a continuación de Aristóteles,
Tomás de Aquino y Jacques Maritain, “El conocimiento práctico tiene un fin
distinto del conocer; está esencialmente ordenado a regular la producción de una obra o
la rectitud de una acción; no va a su objeto sólo para conocerlo, sino también
para llevarlo a la existencia según las exigencias según las exigencias de su
propio fin, ajustándolo a este fin, y juntando con este fin la noción misma de los objetos
que estudia para llevarlos a la realidad. No se limita a la pura contemplación, sino que
35
adopta una actividad normativa, directiva de una realización distinta del conocer”
(Cours de Théologie Morale, inédito)
La ciencia política es justamente un saber práctico, luego, como lo hemos
señalado, sería un craso error reducirla a una sociología de la política. De hecho
si esto ocurre nociones que son consustanciales a la misma política quedarían
marginadas de la reflexión política como ocurre en la actualidad. Tal es el caso
de la noción de persona humana, bien común, principio de subsidiariedad,
sociedad política, la idea del Estado como parte de la sociedad política, o la
misma democracia como realidad ética, por mencionar algunos de los temas
más relevantes.
Ahora bien ¿Por qué razón la ciencia política es una saber práctico, es decir un
saber normativo o ético? Como ya lo hemos mencionado, todo saber o ciencia se
definen por su objeto formal, y no por su metodología de investigación. En el
caso de la ciencia política, su objeto formal es un operable ético, a saber el bien
común, que no es un bien útil o un medio, sino un bien fin o bien honesto, y
justamente un bien honesto considerado en cuanto operable, es decir realizable
por los “actores” políticos de una sociedad, gobernantes y gobernados, aunque
obviamente no al mismo título.
Para ser más precisos podríamos señalar que el bien común es siempre el bien
de las mismas personas humanas, aquí no se trata de ceder a la tentación de la
imaginación “geométrica”, y creer que el bien común es un bien separado de las
personas humanas. Todo lo contrario, su fin y tarea es la perfección de las
personas humanas en cuanto personas, por esto es una realidad ética, es
justamente este operable el que debemos realizar, el que debemos llevar a la
existencia. En este sentido, la ciencia política es un saber intrínsecamente ético.
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A partir de lo señalado resulta difícil entender los planteamientos del profesor
de la universidad Adolfo Ibáñez, Eugenio Yañez, quien señala que para Tomás
de Aquino (a diferencia de Jacques Maritain) el bien común de la sociedad
política sería un medio: “Santo Tomás –escribe el autor- en el De Regno, considera
el bien común como un medio en relación con el fin, que es el cielo”. Y después
agrega, “Maritain (en cambio) hace una precisión importante. Reconoce un carácter
de fin, pero de fin infravalente, es decir, de menor valor, que está ordenado de alguna
manera a un bien superior” (Cf. Crisis y Esperanza, p. 54). Es preciso decir con
claridad, no hay ningún texto en el corpus doctrinal de Tomás de Aquino, en
que el Santo Doctor haga referencia al bien común como un medio, menos aún en
el De Regno. Se trata de una interpretación inadecuada o puramente material
(materialiter) de la obra del Aquinate.
En la doctrina de Tomás de Aquino asumida plenamente por Jacques Maritain,
el bien común de la sociedad política o polis siempre es un fin, por supuesto en
un cierto orden, que es el orden temporal, pero en ningún caso un medio, aún
más por definición no puede ser un medio ¿Por qué? Simplemente porque el
bien común es un bien honesto o bien fin, y en cuanto tal debe ser querido y
buscado por sí mismo y no para otra cosa distinta que él mismo. Si el bien común
fuese un medio, estaríamos ante un bien útil, y en este caso sería buscado o
estaría ordenado a otra cosa u otro fin distinto que sí mismo, por ejemplo el
Estado.
Por esto, al señalar que el bien común de la sociedad política es un medio, se está
afirmando que no es un bien de personas humanas, y por consiguiente que no
debe ser buscado por sí mismo (que es lo propio de aquello que tiene razón de
fin), sino un bien (útil) que debe ser querido y buscado para otra cosa distinta
que sí mismo, y esto no tiene nada que ver con la doctrina de Santo Tomás
sobre la persona y el bien común. Es justamente porque el bien común tiene
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razón de fin que la doctrina tomasiana sobre la política es por definición una
ética social (Cf. Tomás de Aquino, De Regno ad regem Cypri, Jacques Maritain, La
persona y el bien común, P. Santiago Ramírez o. p., Pueblo y Gobernantes al servicio
del Bien Común, Fernando Moreno Valencia, Lo cristiano y la política, Rodrigo
Ahumada Durán, La concepción ética de la política. De Tomás de Aquino a Jacques
Maritain).
Es fundamental entender con rigor la noción de bien común como fin, de lo
contrario no puede aparecer la noción de un operable ético (praxis) y tampoco la
noción de ciencia práctica en todo su esplendor. Recordemos que el problema
actual para entender la naturaleza intrínsecamente ética de la ciencia política,
reside en el hecho que la noción de ciencia práctica ha desaparecido del
horizonte espistemológico contemporáneo. Ciertamente, los “analistas”
políticos se dan cuenta en su “experiencia” cotidiana, que la ciencia política no
puede ser un saber puramente teórico como seria el caso de la sociología. Sin
embargo sus planteamientos no logran dar razón adecuada del problema en
cuestión. Por eso terminan señalando que la ciencia política es una ciencia social
empírica. Y que la diferencia con las otras ciencias sociales estaría dada por el
hecho de ser una ciencia aplicada. Digamos desde ya que la noción de ciencia
aplicada es de suyo un “barbarismo epistemológico”.
El clima intelectual de sustrato “empirista” que domina Occidente (solamente
hay ciencia de lo observable y cuantificable), consecuencia en gran medida del
influjo creciente del pensamiento anglosajón, y su visión de la political science, se
encuentra presente como una suerte de “metástasis” en toda la reflexión política
contemporánea. Esto impide abordar con rigor los problemas epistemológicos
por los cuales esta disciplina atraviesa hoy día, lo que repercute directamente,
lo queramos o no en la praxis política de los grupos dirigentes, quienes tienden
a emplear habitualmente un lenguaje que es el resultado de una curiosa mezcla
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entre planteamientos “voluntaristas”, apoyados sobre supuestos “hechos”
científicos tendientes a instalar la ideología como una categoría central de la
política o como un medio necesario de la misma.
En el fondo se trata de planteamientos dirigidos la mayoría de las veces al
hombre-masa para generar su adhesión privándolo previamente de la
información suficiente y necesaria para que éste pueda entender y ponderar con
un mínimo de objetividad los temas o problemas que forman parte de la
discusión pública en un orden democrático.
En estricto rigor, muchas veces sin plena conciencia de los terribles alcances de
sus acciones, la clase política en las actuales democracias “reales” de Occidente,
comparten tesis que comprometen los mismos cimientos de una sociedad de
hombres libres. El ejemplo más significativo lo encontramos en el uso
sistemático de la mentira, como si se tratase de un elemento indispensable de la
Realpolitik (Cf. Hannah Arendt). A este respecto conviene recordar las atroces
palabras de Adolf Hitler en Mein Kampf: “Una mentira colosal lleva en sí una fuerza
que aleja toda duda…Una propaganda hábil y perseverante termina por conducir a los
pueblos a creer que el cielo no es en el fondo sino que un infierno, y que la más miserable
de las existencias es, al contrario, un paraíso…Puesto que la mentira más impúdica
siempre deja huellas, incluso si ella ha sido reducida a la nada”. Resulta doloroso
admitirlo, pero estos sofismas propios de la ideología totalitaria han cobrado
realidad en la práctica cotidiana y corriente de la vida política de nuestras
democracias. Piénsese solamente en las balbucientes mentiras que son los
“mentís oficiales” de los actuales gobernantes y ministros, cuyo empleo se ha
hecho tan normal que vemos en ellos más que figuras retóricas y usos de
etiqueta, lo que suele llamarse lo políticamente correcto.
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Como lo acaba de recordar el destacado pensador español, Alejandro Llano:
“Como dijo Kierkegaard a propósito de Sócrates y de Jesús, ‘la verdad será mortalmente
apaleada’. No se refería el filósofo danés a ninguna época determinada. La arrogancia del
poder frente a la debilidad de la sabiduría se extiende a todo tiempo y a todo lugar. Pero
hay momentos históricos en que esta realidad se hace más patente. El problema no es
entonces que se digan mentiras, es que se vive en la mentira, la cual adquiere carta de
naturaleza, se instala en la cultura dominante y mueve todos los posibles resortes para
ridiculizar posturas a cuyo favor está la evidencia” (Izquierda y Cristianismo).
Desgraciadamente, aunque sea doloroso reconocerlo, las democracias “reales”
de Occidente han aprendido poco o prácticamente nada de las terribles y
“apocalípticas” experiencias históricas de los regímenes totalitarios del siglo
XX. Como lo ha hecho notar con un rigor inigualable Jean-François Revel a
propósito del poder de la información en las democracias actuales: “La primera
de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, y más adelante agrega: “Las
sociedades abiertas…son a la vez la causa y el efecto de la libertad de informar y de
informarse. Sin embargo, los que recogen la información parecen tener como
preocupación dominante el falsificarla, y los que la reciben la de eludirla. Se invoca sin
cesar en esas sociedades (democráticas) un deber de informar y un derecho a la
información. Pero los profesionales se muestran tan solícitos en traicionar ese deber
como sus clientes tan desinteresados en gozar de ese derecho. En la adulación mutua de
los interlocutores de la comedia de la información, productores y consumidores fingen
respetarse cuando no hacen más que temerse despreciándose” (Cf. La connaissance
inutile).
El Papa Juan Pablo II ha desarrollado ampliamente esta temática, a lo largo de
su extenso y prolífico magisterio, a partir de una interrogante que remueve los
mismos pilares sobre los que se sustentan nuestra actuales democracias:
"¿Quién puede negar que la nuestra -nos dice el Santo Padre- es una época de gran
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crisis, que se manifiesta ante todo como una profunda crisis de la verdad?" (Carta a las
Familias, 13). El mismo Papa en su Carta Encíclica, Fides et Ratio, señalaba: "sobre
todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última aparece a menudo oscurecida"
(n° 5). Por esta razón, ya no sorprende que en las sociedades occidentales,
quienes "están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza, ya
no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea
determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos"
(n° 46). En el campo del pensamiento humano, "la legítima pluralidad de
posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado basado en el
convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno
de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar
en el contexto actual" (Fides et Ratio, n° 5).
En esta lógica, pensar que es posible una profunda renovación tanto de la
actividad política como de la ciencia política al margen de la doctrina de la
persona humana y del bien común es una de las tantas ilusiones del
pensamiento contemporáneo, y esta ilusión que conduce a la ideología y a la
utopía solamente es posible superarla con un retorno de la razón o logos a la
metafísica del ser y de la analogía del ser, y por ahí mismo a la verdad y el bien
sobre todo el orden real y sobre el lugar preeminente que ocupa la persona en el
campo de la política, de la sociedad, de la cultura y de la economía.
Este desafío ha sido expresado de manera maravillosa por el gran filósofo de la
persona y de la libertad, Jacques Maritain, según la bella expresión de Juan
Pablo II, en un notable texto de su importante libro, Sept leçons sur l’ être, y que
queremos recordar a modo de conclusión de las presentes reflexiones:
La filosofía del ser y de la analogía del ser contiene una sustancia que
domina el tiempo, por su alcance universal (que es la filosofía de Tomás
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de Aquino). Ella responde a los problemas modernos, en el orden teórico
y en el orden práctico, ella tiene una virtud formadora y liberadora con
respecto a las aspiraciones y las inquietudes del tiempo presente. Así, lo
que esperamos de ella, es, en el orden teórico, la salvación actual de los
valores de la inteligencia; en el orden práctico, la salvación actual de los
valores humanos… De aquí se desprende una doble obligación para
nosotros. En primer término, es preciso defender la sabiduría tradicional
y la continuidad de la philosophia perennis contra los prejuicios del
individualismo moderno, en cuanto éste ama, estima y busca lo nuevo
por lo nuevo, y solamente se interesa en una doctrina (digamos más bien
una ideología) en la estricta medida en que ella representa una creación,
la creación de una nueva concepción del mundo. En segundo término, es
preciso mostrar que esta sabiduría es siempre joven e inventiva y que
lleva en sí misma una necesidad fundamental, consubstancial, de crecer y
de renovarse, -esto contra los prejuicios de quienes desearían fijarla en
un estado dado de su desarrollo, y que desconocerían su naturaleza
esencialmente progresiva.
Santiago, 27 de septiembre 2007
Rodrigo Ahumada Durán
Director
Escuela de Ciencia Política
Universidad Gabriela Mistral