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REVISTA DE EDPIRITUALIDAD 72 (2013), 365-387 El papel del arte en el mundo religioso SIXTO CASTRO (Valladolid) RESUMEN: En el presente artículo examino las relaciones estructurales que existen entre arte y religión, que han llevado en parte a la separación de am- bas realidades, en parte a la colonización del territorio religioso por el complejo cultural del ‘Arte’. Presento la génesis de las concepciones de religión y de arte que favorecen el conflicto y hago una propuesta de recuperación del arte que vaya más allá de la consideración estrictamente estética de las artes. PALABRAS CLAVE: arte, religión, Von Balthasar, Van der Leeuw, aura. The Role of Art in the World of Religion SUMMARY: This article examines the structural relationship that exist be- tween art and religion, which has led to a separation between these realities, and to the colonization of the territory of religion by the cultural complex known as “Art”. In it I explain the genesis of the concepts of religion and art which have given rise to this conflict and I propose a recovery of art which goes beyond a strictly aesthetic consideration of the arts. KEY WORDS: Art, religion, Von Balthasar, Van der Leeuw, aura. 1. PLANTEAMIENTO Suelo pedirles a mis alumnos que hagan un experimento mental: que imaginen que van a un museo y tratan de rezar (en alto o de una manera lo suficientemente clara que no deje lugar a dudas que se re-

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REVISTA DE EDPIRITUALIDAD 72 (2013), 365-387

El papel del arte en el mundo religioso SIXTO CASTRO (Valladolid)

RESUMEN: En el presente artículo examino las relaciones estructurales que existen entre arte y religión, que han llevado en parte a la separación de am-bas realidades, en parte a la colonización del territorio religioso por el complejo cultural del ‘Arte’. Presento la génesis de las concepciones de religión y de arte que favorecen el conflicto y hago una propuesta de recuperación del arte que vaya más allá de la consideración estrictamente estética de las artes.

PALABRAS CLAVE: arte, religión, Von Balthasar, Van der Leeuw, aura.

The Role of Art in the World of Religion

SUMMARY: This article examines the structural relationship that exist be-tween art and religion, which has led to a separation between these realities, and to the colonization of the territory of religion by the cultural complex known as “Art”. In it I explain the genesis of the concepts of religion and art which have given rise to this conflict and I propose a recovery of art which goes beyond a strictly aesthetic consideration of the arts.

KEY WORDS: Art, religion, Von Balthasar, Van der Leeuw, aura.

1. PLANTEAMIENTO Suelo pedirles a mis alumnos que hagan un experimento mental:

que imaginen que van a un museo y tratan de rezar (en alto o de una manera lo suficientemente clara que no deje lugar a dudas que se re-

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za) delante de un Cristo o de cualquier otra pintura religiosa. Tengo pocas dudas de que, si pasan de lo mental a la práctica, van a provo-car un cierto conflicto y me da la impresión de que, si persisten en su intento, al final serán expulsados del museo o, como mínimo, amo-nestados. Si, en cambio, argumentan que su mismo acto de oración es una suerte de performance artística, es posible que la cosa no pase a mayores, y hasta cabe que su mismo acto adquiera una cierta prestan-cia en el mundo del arte. Creo que este experimento mental puede ilustrar la ruptura de la comunicación entre ambas esferas, ya que el arte (religioso), en virtud de su desfuncionalización (o refuncionaliz-ción) ha devenido “simplemente” arte, una instancia autorreferencial que, como señalaré, en cierto modo ha absorbido muchas de las fun-ciones que cumplía la religión en otro momento

La comunidad entre arte y religión es de siempre, y eso explica cómo el intercambio entre ambas esferas, en diversos momentos de la historia, ha sido constante, hasta el punto de que a lo largo de buena parte de la historia occidental resulta imposible distinguir si algo es “arte” o “religión”, quizá porque no actuaba el prejuicio de que algo sólo puede ser una cosa o sólo puede encarnar un determinado modo de ser en un universo en el que las clasificaciones parecen reflejar on-tologías subyacentes. Cuando escuchamos en un auditorio el Officium defunctorum de Tomás Luis de Victoria, ¿asistimos a un “concierto” o a un acto religioso? ¿Qué es lo que nos inclina a pensar que es una cosa u otra? La apariencia, en principio es la misma, hasta el punto de que un concierto puede darse en una iglesia. Luego la diferencia debe estar en otro lugar, en un espacio que no es el de lo estrictamente per-ceptible. Para unos Victoria es un místico, lo que le relaciona con San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús o el Maestro Eckhart; es decir, lo clasifican dentro de un “mundo de la mística”, y ese mismo acto de clasificación hace que resalten -o incluso que emerjan- ciertas carac-terísticas de su música. Para otros, es un “artista”, lo que le situaría en la órbita de Rodrigo Gil de Hontañón, Andy Warhol o Ai Weiwei; es decir, lo introduce en una construcción cultural a la que llamamos “mundo del arte”, que tiene una historia que culmina en cierto modo en el siglo XVIII, con el nacimiento de la estética, como disciplina fi-losófica, y las bellas artes, lo cual da paso, en el XIX, a la sustitución de las bellas artes por el Arte, con mayúsculas; un reino al que se le dota de tal potencia espiritual que se constituye en una suerte de reli-

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gión sustitutiva1. El XIX es el siglo del artista-genio, que da la regla al arte (no se adapta a ninguna regla pre-existente), y que, en cuanto genio autoconstituyente, no depende para nada del pasado: es causa sui, voluntad omnímoda y origen del arte que no se tiene que adaptar a ninguna esencia o norma que le constriña, y que crea ex nihilo, exactamente igual que el Dios del teísmo clásico. Por eso se com-prende que al final de este sistema triunfen los deseos de los artistas de hacer del arte la más alta actividad humana2, que vendrá a sustituir a la religión, como se ve de modo especial en la obra de Wagner. Se entiende, pues, que en nuestro mundo, donde la religión más organi-zada parece haber perdido preeminencia, el arte mantenga una fuerza especial de atracción y ocupe espacios que tradicionalmente habían sido propios de lo religioso. Al arte, de un tiempo a esta parte, se le exigen ciertos compromisos metafísicos que no le eran propios, o al menos no lo eran en otras épocas.

Contemporáneamente, la alta cultura ha devenido en un cierto sustituto de la religión. A las obras de arte se acerca uno con un cierto sentido de veneración, como quien pisa un territorio sagrado. La obra de arte actúa como una suerte de faro en el camino que ilumina la existencia, pero no apela a ninguna instancia trascendente3, no exige que su público se someta -aparentemente- a ninguna dogmática ni haya de prestar fidelidad exclusiva a un credo, una vez que ha acon-tecido eso que algunos autores han llamado “el eclipse de lo sagra-do”, el retiro de lo divino, el cese de una sociedad basada en la reli-gión; y el arte ha asumido la presentación de lo irrepresentable4, la

1 P. O. Kristeller, publicó en 1951 un célebre artículo en el que defendía la tesis de que en el siglo XVIII se gestó un nuevo sistema de las artes, que es en el que hemos vivido hasta prácticamente principios del siglo XX, que es cuando las vanguardias rompen, en cierto modo, con todo este constructo. P. O. KRISTELLER, “The modern system of the arts: A study in the history of aesthetics part I”, Journal of the History of Ideas, 12/4 (1951) 496-527. Cf. LARRY SHINER, La invención del arte. Una historia cultural, Barcelona, Pai-dós, 2004.

2 Cf. TZVETAN TODOROV, The limits of art. Two essays, translated by Gila Walker, London-New York, Seagull Books, 2010.

3 Cf. ROGER SCRUTON, Cultura para personas inteligentes, Barcelona, Península, 2001, p. 51. K. BERGER, A Theory of Art. New York, Oxford Uni-versity Press, 2000.

4 Cf. JEAN-FRANÇOIS LYOTARD, La postmodernidad (explicada a los ni-ños), Barcelona, Gedisa, 1987, pp. 19ss.

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presencialización de lo ausente, al modo de la teología negativa que tanta relevancia ha tenido en el universo religioso. El profeta y el sa-cerdote han sido sustituidos por el artista, al que se le encomienda la misión de dotar de aura a una sociedad que la había perdido por com-pleto. La obra de arte se convierte en revelación del Deus absconditus en buena parte de las corrientes artísticas del siglo XX, desde el dada-ísmo al cubismo o la abstracción.

Como afirma Pierre Demeulenaere, la ventaja que el arte tiene so-bre la religión es que, indagando ambas en el misterio esencial del mundo, el arte “no tiene la dimensión afirmativa del credo o de doc-trinas definidas (…). El arte puede solamente evocar el misterio y, sin anularlo, provocar eventualmente (…) las emociones intensas típicas descritas por Simmel en su libro sobre lo religioso”5. Por eso algunos autores hablan del arte como una religión sin iglesia: es el único pro-veedor de una auténtica religación con lo trascendente6. Esta suerte de “experiencia religiosa” que compete claramente al arte culto se ex-tiende también al arte popular7. Tanto el arte popular como el arte culto contemporáneos desarrollan una liturgia que incluye preceptos de cómo celebrar el evento artístico, de cómo participar estéticamente del mismo, a la par que generan una base mítica, divinizadora del ar-tista; claro está, renunciando a cualquier poder de trascendencia de tal liturgia y de tal rito, pues lo que está claro es que, en la religión con-temporánea del arte se han abandonado las pretensiones maximalistas decimonónicas, lo que no obsta para que haya subsistido al menos la formalidad del esquema de las religiones en la apreciación de la obra de arte y de todo lo que constituye el mundo del arte: artistas, críticos, coleccionistas, instituciones (ferias, galerías, museos8) y actitudes es-

5 P. DEMEULENAERE, Une théorie des sentiments esthétiques. Paris, Gras-

set, 2001, 283. El libro de SIMMEL al que se refiere es La religión, de 1912. 6 G. RICHTER, “Notes 1964-1965”, en HARRISON, CH. & WOOD, P. (eds.),

Art in Theory 1900-2000. An Anthology of Changing Ideas, Malden-Oxford, Blackwell, 2003, p. 759.

7 Cf. RICHARD SHUSTERMAN, Estética pragmatista. Viviendo la belleza, repensando el arte, Barcelona, Idea Books, 2002.

8 No deja de ser significativo el hecho de que muchos museos contempo-ráneos hayan sido concebidos como obras de arte en sí mismos, independien-tes de su contenido. Tal es el caso del Guggenheim de Nueva York, de Frank Lloyd Wright (1959), o el de su homónimo español, el de Bilbao, de Frank Gehry (1998). Los museos de arte se convierten en símbolos del arte mismo,

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téticas nos recuerdan que nos hallamos en un terreno cuasi-sacro, al cual hay que acceder con los pies descalzos.

Un ejemplo claro de este carácter liminar de lo artístico y lo reli-gioso queda patente en la reciente performance de Marina Abramovic en el MOMA, “The artist is present”, tal como se refleja en el docu-mental que sobre la misma realizaron en 2012 Matthew Akers y Jeff Dupre. En él vemos cómo la artista nos remite a su educación infantil -militar por parte de sus padres y religiosa por parte de su abuela-, a sus primeras performances -algunas de las cuales consisten en fusti-garse el cuerpo con unas cuerdas, como una penitente medieval-, y fundamentalmente a la realización de su última performance, que consiste simplemente en lo que enuncia el título: la presencia de la ar-tista.

En esta performance, Abramovic simplemente se sienta en una si-lla durante varios meses y mira a quien quiera sentarse frente a ella. Con ello trata de “crear un espacio carismático” en el que sólo cuenta la presencia y la mirada del artista, que genera un determinado mundo que -al igual que el templo griego del que habla Heidegger en El ori-gen de la obra de arte, permite que los dioses habiten en él, que los colores luzcan y las piedras brillen-, posibilita que el tiempo pese y convierte el dolor en una puerta a otro estado de conciencia. Al fin y al cabo, según afirma Abramovic, todo esto -dolor, tiempo, presencia, mirada- es algo “natural”, pero deja de ser mera naturaleza en cuanto el arte, como una suerte de nueva religión, le quita el velo. La artista se vuelve así, una especie de médium como el que retrata Platón, por ejemplo en el Ion (o en el Fedro), que es raptado por las musas, y se transforma en una suerte de “imán” para que su “posesión” se trans-mita al público. Abramovic se convierte en una maníaca, una poseída por la musa. ¿Es la posesión religión o arte? ¿Quién posee? ¿Las mu-sas o la naturaleza? De nuevo, aparecen aquí el Platón de la inspira-ción (que se aleja de los rigores que impone al arte en República), o el Kant que vislumbra que la naturaleza de la Crítica del Juicio ya no es naturaleza mecánica del Crítica de la razón pura, y que se mani-fiesta en las “posesiones maníacas” de Yoko-Ono en el MOMA (véa-se su Voice piece for soprano & wish tree, de 2010), o los raptos de como las iglesias son símbolos de lo sagrado. Y el símbolo realiza lo que re-presenta.

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“violencia sagrada” de los miembros del Aktionismus vienés, por citar sólo un par de ejemplos. De ahí que Motherwell sostenga que “el ar-tista moderno tiende a convertirse en el último ser espiritual activo del gran mundo (...). Es el artista el que guarda lo espiritual en el mundo moderno”9.

Parece, pues, que desde el anunciado “desencantamiento del mundo”, el arte no ha dejado de re-encantarlo y, en ese sentido, de re-cuperar la función que tradicionalmente se había asignado a la reli-gión, probablemente la de enriquecer la realidad abriendo los poros de lo aparentemente dado a aquello que estaba más allá de esta apa-riencia. Cuando Walter Benjamin, en su célebre escrito La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica10 analiza el valor cul-tual de la obra de arte, señala que éste se caracteriza por el recuerdo, la adoración ritual y remite claramente a la historia de la obra de arte. El valor cultual va de la mano con la presencia en la obra del “aura” -la aparición de una lejanía, por cercana que pueda estar-, cuya pérdi-da es un síntoma de modernidad. Modernamente, frente a la recep-ción correspondiente a la obra de arte aurática, basada en el concepto de valor de culto, se impone el valor exhibitivo de una obra que no sólo es reproducible, sino que ha sido concebida pensando precisa-mente en esta reproducción. Por eso el aura de las reliquias, por ejemplo, es, también, el aura de las obras de arte; y la desaparición del “aura”, de esa marca única que lleva el “original”, afecta tanto a una como a otra.

Y sin embargo, Benjamin señala algo así como que sin “aura” no podemos vivir. Necesitamos extraer del curso de lo cotidiano ciertos objetos, personas, acontecimientos o instituciones, quizá porque esa es nuestra naturaleza, quizá porque el valor exhibitivo nunca es sufi-ciente. Por eso tratamos de reaviviar el aura perdida creando un aura secundaria para aquellas estrellas de cine o de música, que acaban ocupando un espacio casi divino; reservamos espacios y tiempos para los estrenos de las películas y convertimos, así, la premiere en un acto

9 R. MOTHERWELL, “The Modern Painter’s World”, en CH. HARRISON &

P. WOOD (eds.), Art in Theory 1900-2000. An Anthology of Changing Ideas. Malden-Oxford, Blackwell, 2003, 644.

10 Cf. W. BENJAMIN, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, pp.18-57.

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especial (aurático), aun cuando no hay la menor diferencia entre esa proyección y la que podemos hacer en casa en privado, etc. De este modo, hacemos ingresar todas estas realidades en un recinto que tiene todas las características de una realidad “sagrada”, que bendice todo lo que toca: la cultura, a la que se concede, incluso, un cierto poder salvífico y que genera sus ortodoxias y, cómo no, sus herejías.

Está claro que ciertas obras de arte están tocadas por una cierta “gracia”, esa luminosidad aurática que confirma la presencia especial de una autenticidad que sale del curso normal de las cosas; de tal ma-nera que encarnan una cierta característica extrahistórica que no se sabe muy bien de dónde viene (ya no de Dios, quizá del objeto mis-mo, quizá de la institución que lo sanciona o de los intérpretes que desocultan sentidos). En todo caso, cabe decir que contemporánea-mente, el valor cultural se ha convertido en una suerte de síntesis su-peradora del valor exhibitivo y el valor cultual, puesto que es la “cul-tura” la que es capaz de otorgar el estatuto quasi-sacro de la obra de arte, que aparece dotada de un aura que la distingue de lo ordinario. 2. ARTE Y RELIGIÓN

Célebre es entre los teólogos la referencia que Karl Barth hace al carácter teológico de la música de Mozart en su Kirchliche Dogmatik. De modo similar, Gerardus van der Leeuw apela a Bach realmente como teólogo11. Esto desvela la cercanía estructural entre arte y reli-gión. Pero esta comunidad ha hecho que sus relaciones hayan sido tensas en muchos momentos de la historia, sobre todo por el temor de que el arte pudiese conducir a la idolatría, y por el peligro de que las artes se convirtiesen ellas mismas en absolutos, frente al único abso-luto -Dios-, que defiende la religión. Von Balthasar en su obra Glo-ria, habla de la “objeción ascética” al arte, que subraya el hecho de que tanto el arte como la belleza se proponen, sobre todo a partir de un determinado momento de la historia, como fines en sí mismos, no sometibles a otro objetivo. La religión, por su parte, reclama ultimi-dad. En este sentido, lo estético en general, o lo artístico en particular

11 GERARDUS VAN DER LEEUW, Sacred and profane beauty. The holy in

art, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1963, p. 242.

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-esa ambivalencia presente en san Agustín respecto a las dulzuras de la música, tal como nos narra en las Confesiones-, puede ser una dis-tracción de la práctica, la experiencia o la vivencia específicamente religiosa, o incluso convertirse en un rival de la religión, al ofrecer adoración de lo mundano y una suerte de salvación secular.

Ciertamente esta rivalidad se da de Kant en adelante. Pero junto a esta consideración, en la Biblia misma hay un reconocimiento del va-lor de la belleza terrenal, incluso para los que olvidan de quién es su autor (Sab. 13, 1-9); si bien junto a este reconocimiento siempre apa-rece una condena de la idolatría, puesto que reduce la otredad de Dios a un ídolo, hechura de manos humanas. Uno puede quedar tan preso de las bellezas humanas que no emprenda el ascenso platónico, y to-me la imagen por la cosa, como los prisioneros del mito de la caver-na. Esa es una de las grandes razones por las que Platón rechaza el ar-te en la República, ya que, en su pensamiento, la belleza va mucho más allá del arte, y es una cuestión fundamentalmente metafísica. Como señala Iris Murdoch leyendo a Platón, “el arte ofrece una pseu-do espiritualidad y una imitación plausible del conocimiento intuitivo directo (visión, presencia), un fracaso de la inteligencia discursiva en lo bajo de la escala del ser, no en lo alto”12. El arte ofrece una catarsis fácil, practica “una anámnesis falsa y degenerada, en la que el algo velado que se busca y se encuentra ya no es sino una sombra del al-macén privado del inconsciente personal”. Es decir, el arte puede cor-tocircuitar nuestro viaje espiritual persuadiéndonos de que ya hemos llegado13, y convenciéndonos de que lo bello es aquello a lo que le compete la fruición que, según señala San Agustín, sólo le compete a Dios. Y el arte y la belleza terrena ofrecen ese gozo que puede acabar convirtiéndose en absoluto y, por tanto, en objeto de idolatría.

Pero al mismo tiempo, Iris Murdoch señala cómo algunas de las doctrinas cristianas han sido tan embellecidas en las pinturas, que pa-rece que los pintores se hubiesen convertido en las autoridades últi-mas en la cuestión, como decía Platón que los poetas habían hecho con los dioses griegos14. Murdoch señala el ejemplo de las represen-

12 IRIS MURDOCH, The fire and the sun. Why Plato banished the artists,

Oxford, Clarendon Press, 1977, p. 66. 13 Ibid., p. 69. 14 Ibid., p. 70.

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taciones cristianas de la Trinidad, a las que se pueden añadir las re-presentaciones estéticas (danzas, bailes) de la bienaventuranza o de los tormentos del infierno (Dante); que más que pensados han de ser descritos o pintados; o la devoción mariana, tan teñida por la imagi-nería de los evangelios apócrifos; por no hablar “en el mundo cristia-no” de la preexistencia en forma artística de algunos de los dogmas marianos que sólo recientemente se han puesto en forma discursiva.

El riesgo apuntado de idolatría podría esgrimirse, según Von Balthasar, como una objeción epistemológica: a saber el problema de cómo puede Dios ser o hacerse conocido mediante imágenes o inclu-so conceptos, tras el cual estaría la ontología platónica de las imáge-nes; el ataque que Platón emprende contra las imágenes en cuanto mezcla de ser y no ser, en cuanto carentes de existencia verdadera y sujetas a la falsedad y al engaño15. Esta idea la ha desarrollado con-temporáneamente Baudrillard, para quien el temor a las imágenes es en realidad un miedo a que la imagen sea en realidad un simulacro (las imágenes sustituyen a la idea de Dios y desvelan que quizá Dios sólo exista en sus simulacros)16; es decir, la sospecha de que las imá-genes no sean el reflejo o la máscara de una realidad profunda, sino que sean todo lo que hay, un puro simulacro. La historia cristiana de la recepción de la imagen revela bien estas tensiones, pero la idea de la Encarnación y la consideración de Jesús como imagen de Dios, constituyen el fundamento de la teología de la imagen, que, en efecto, siempre está abierta porosamente a algo.

La separación radical entre arte y religión procede de una deter-minada comprensión de la religión y del arte que se gesta en la mo-dernidad. Estamos acostumbrados a pensar que la religión se define fundamentalmente por una dogmática, un conjunto de creencias. Y eso no es del todo correcto o, mejor dicho, no lo es antes de la época moderna. Para los premodernos, la religión es ante todo una actividad práctica, disciplinada, sin la cual las enseñanzas, los contenidos de la creencia, carecen de sentido; y esa práctica aboca a una conversión, a un cambio de conciencia. Esto asemeja la religión a muchas de las

15 Sofista: en 235c9-236d3; 239c9-240c5; 266a8-267a8; República II,

382a2 16 JEAN BAUDRILLARD, Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1978, pp.

11-12.

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escuelas filosóficas griegas, centradas en un modo de vida disciplina-do que se hace presente el mediante una celebración de misterios. En el proceso iniciado por la Reforma y continuado por la Contrarrefor-ma, la fe justa se va convirtiendo cada vez más en la aceptación de una serie proposiciones correctas (ortodoxia), de modo que la verdad religiosa se vuelve algo objetivo y estrictamente racional, con lo que, en el mejor de los casos, sólo puede llegarse al deísmo. Por ello, la teología se equipara con una ciencia al estilo cartesiano y Dios se re-duce a un ser, otro ente, un Hacedor divino, que pone en funciona-miento la gran máquina del mundo y se retira o, si acaso, como opina Newton, interviene para ajustar alguno de los defectos de la fábrica mundana. La ciencia, así pues, se vuelve apologética del deísmo, donde lo natural y lo sobrenatural tienden a confundirse, pues sólo cabe razonar ya de acuerdo con el método científico17.

La desaparición de la “forma de vida” religiosa y la reducción de la religión a una serie de proposiciones la conduce a su final: “al hacer de Dios una verdad puramente teórica alcanzable por el intelec-to racional y científico, sin ritual, oración ni compromiso ético, hom-bres y mujeres lo habían matado para sí mismos”, afirma Arms-trong18. En vez de fundamentar la fe en la experiencia religiosa, en la creencia dentro de una práctica, los intentos de basarla en razones científicas y filosóficas la expusieron a un ataque desde estas mismas instancias. Al tratar de probar la existencia de Dios como una precon-dición de la creencia, desmantelar las pruebas era una manera fácil de deslegitimar ésta. La idea tomista de que la religión se identifica con la forma suprema de gratitud19 desaparece por completo. Y el aspecto artístico se desgaja de la forma de vida religiosa.

Por otra parte, el término “religión”, tal como lo usamos hoy en día, tiene un origen reciente: es un género del que cada una de las re-ligiones del mundo se considera una especie. Usamos el concepto pa-ra ubicar a los distintos creyentes en grupos discretos, cada uno de los cuales está determinado por un conjunto diferente de creencias, textos y prácticas. Pero esto dificulta diferenciar las creencias y prácticas re-

17 KAREN ARMSTRONG, En defensa de Dios. El sentido de la religión,

Barcelona, Paidós, 2009, pp. 219ss. 18 Ibid., p. 256. 19 Summa Theologiae II-II, q.106, a.1 ad1.

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ligiosas de las creencias y prácticas más generales de una cultura da-da; puesto que las formas de vestir y de comer, de vida familiar y so-cial, y la observancia de rituales y festivales son esenciales a la reli-gión, de tal modo que señalar las dimensiones estrictamente cogniti-vas de la religión como el indicador fundamental de la identidad reli-giosa, es ignorar tanto su contexto práctico amplio como imponer una homogeneidad entre sus miembros a lo largo del espacio y el tiempo, que simplemente no existe20.

Al hacer esto y reducir la religión a lo cognitivo, a la creencia de proposiciones, la evidencia impersonal se vuelve evidencia de un Dios personal, y la religión se funda en la filosofía. El encuentro se sustituye por la evidencia y la experiencia por la inferencia. No pare-ce que el arte tenga mucho que decir a esta concepción de la religión ni pueda considerarse un elemento fundamental de la misma. Pero si, como señala Tillich, la religión se entiende como “un estado de pre-ocupación última sobre algo último”, entonces el arte secular puede interpretarse en un sentido religioso21, como un encuentro con la rea-lidad fundante.

El concepto de arte ha sufrido un destino paralelo al de religión en la mentalidad moderna. Como hemos señalado, el sistema de las artes que ha dominado (y en el imaginario popular sigue dominando) la cultura se gesta en el siglo XVIII y los conceptos que la estética na-ciente del siglo XVIII, entendida como reflexión sobre la belleza y las artes, son en buena medida conceptos religiosos o teológicos secula-rizados. Hasta el XVIII, hablando en términos generales -aunque habría que hacer muchos matices en un examen detallado- no hay ar-tistas, sino escultores, pintores, músicos, etc.; no hay una “historia del arte”, sino vidas de artistas; no hay obras autosuficientes destinadas primeramente (cuando no exclusivamente) a la contemplación, y no existen las Bellas Artes -dirigidas al placer y no a la utilidad, que son obra del genio, tienen a la naturaleza por modelo, el gusto por maes-tro, el placer como propósito y la sensación como regla para juzgar-las-. Todo este complejo sistema, del que nacen el museo de arte, la

20 Cf. DAVID FERGUSSON, Faith and its critics. A conversation, Oxford-

New York, Oxford University Press, 2009, p. 18. 21 Cf. P. TILLICH, On art and architecture, New York, Crossroad, 1987.

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sala de conciertos, la exposición de pintura, la revista literaria y el mercado del arte convierten la obra de arte en la expresión de una personalidad. Quizá el elemento fundamental que da a lugar a la mo-derna imagen del artista sea el hecho de que las cualidades exigidas del artesano/artista que, en el viejo sistema combinaban genio y regla, inspiración y facilidad, innovación e imitación, libertad y servicio, fueron descompuestas a finales del XVIII. A medida que esto suce-día, los atributos poéticos (imaginación, inspiración, libertad y genio) quedaron adscritos al artista, y los “mecánicos” (destreza, reglas, imi-tación y servicio) al artesano22.

A comienzos del siglo XVIII se creía que todo el mundo tenía ge-nio o talento para algo, y que este genio particular sólo podía perfec-cionarse con ayuda de la razón y de las reglas. A finales de siglo, la relación entre el genio y las reglas no sólo se había invertido, sino que el propio genio se había convertido en lo opuesto al talento, y en vez de que todo el mundo tenía genio para hacer algo, se decía que unas pocas personas eran genios. La idea de la libertad del artista, por con-traste con la dependencia del artesano, está en la base del resto de las cualidades ideales adscritas a los artistas: libertad con respecto a la imitación de los modelos originales (originalidad), libertad con res-pecto a los dictados de la razón y la regla (inspiración), libertad con respecto a las restricciones de la fantasía (imaginación), libertad con relación a la imitación de la naturaleza (creación). El vocabulario re-ligioso entra de lleno en la categorización del artista.

Las obras, asimismo, se convierten en productos terminados (un hecho que no se da en los autores premodernos, para quienes las obras nunca son productos cerrados), que se desligan de las ocasiones para las que fueron compuestas -caso de las obras de Bach o Haydn-, y son tratadas como obras terminadas y catalogadas con un número (opus), en lugar de los viejos encabezamientos que hacían referencia a su propósito original23. Así las cosas, no es de extrañar que Lessing afirme que las obras realizadas para algún propósito externo no mere-

22 Cf. LARRY SHINER, op. cit., p. 164. 23 Cf. LYDIA GOEHR, The Imaginary Museum of Musical Works. An Essay

in the Philosophy of Music. Oxford-New York, Oxford University Press, 1994.

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cían ser denominadas “arte”, puesto que se ocupaban más del “senti-do que de la Belleza”: una obra de estas no había sido hecha por ella misma, sino como auxiliar de la religión. La manifestación más firme de la moderna idea de la obra de arte como un mundo autónomo se encuentra en el ensayo Hacia una unificación de todas las artes y le-tras bajo el concepto de autosuficiencia, de 1785, de Karl Philip Mo-ritz.

Se gesta así una nueva institución artística que tiene su correlato en lo estético, que es una conducta y una actitud que se aprende (en muchas ocasiones por imitación de la parte educada de la sociedad). En la novela La taberna de Zola, se nos relata la visita de unos cam-pesinos al Louvre tras una boda. Las mujeres ven obscenos los cua-dros de Rubens, y los hombres también, cada uno a su modo, aunque en realidad no saben muy bien qué mirar, qué hacer, cómo compor-tarse. Les faltan los rudimentos. Lo que sucede es que en el siglo XVIII se pasa de la conducta utilitaria a la conducta estética, y con ella de la antigua idea de gusto a la moderna idea de lo estético. El placer ordinario producido por la belleza se desarrolla hasta formar un tipo de placer refinado e intelectualizado; al mismo tiempo, la idea de un enjuiciamiento no prejuiciado se convirtió en el ideal de la con-templación desinteresada -que es la que habitualmente se debe a Dios en las religiones (frui)-, y la preocupación por la belleza se sustituye por la de lo sublime24 y, en última instancia, por la idea de una obra de arte autoconsciente, autónoma, pensada como creación.

Si el siglo XVIII dividió el arte en Bellas artes frente a artesanía, el XIX transformó las Bellas artes en “Arte”, un reino independiente del espíritu, privilegiado, terreno de la verdad y la creatividad. El ar-tista, separado del artesano en el XVIII, queda ahora elevado a las más altas cotas de la espiritualidad humana; y los artistas toman auto-

24 La incorporación al ámbito de la estética de la idea de lo sublime, que

va ampliando su dominio hasta desbancar a lo bello, ya que se considera más poderoso y estéticamente relevante que este, es un paso más en la conversión del arte en la nueva religión. Lo sublime, en la estética dieciochesca, es una traducción clara del sentimiento religioso de lo numinoso. El temor del que habla Burke y el temor aliviado por el placer al que hace referencia Kant, no son sino experiencias del arte (o de la naturaleza), que tienen la misma feno-menología que tenía la experiencia religiosa tematizada por Schleiermacher.

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conciencia de su vocación espiritual, como se ve en el caso de los “Nazarenos”, pintores alemanes que vivían en un régimen semi-monástico en Roma, dedicados al arte y a la religión católica. No ex-traña pues, que en infinidad de escritores de la época se considere a los poetas y a los artistas como los nuevos creyentes, incluso márti-res25, que se refieren a sí mismos en términos literalmente religiosos.

El Arte se convierte, de este modo, en un reino autónomo de crea-tividad espiritual, que, retroactivamente, espiritualiza al artista y hace que el comportamiento frente a las obras de arte haya de ser eminen-temente contemplativo, casi de adoración. Scruton explicita esta tesis: “a medida que la fe se tornaba más espectral, la belleza iba tomando cuerpo. El movimiento romántico en arte y literatura, el culto a la be-lleza natural y a lo pintoresco, y la ascendencia de la estética filosófi-ca indican en conjunto un fundamental cambio de actitud (…). Lo es-tético comenzó a sustituir a lo religioso como tendencia fundamental de la educación. Arte y literatura dejaron de ser meras recreaciones, para convertirse en estudios dedicados, como lo había sido la divini-dad, al alimento y refinamiento del alma”26.

Para la estética romántica, el símbolo simboliza lo infinito; lo que rechaza la limitación de la forma sensible e insinúa la aparición de lo infinito en lo finito. El Romanticismo insistió en que el arte expresa lo que no se puede manifestar de otro modo. Manifiesta sensiblemen-te un significado que no se agita en lo sensible. De ahí que para los románticos, el arte sea el lugar de relación con el misterio esencial del mundo. El arte queda sacralizado y se le confiere poder para decir la verdad acerca del mundo: para el poeta romántico, sólo a través del éxtasis poético es posible acceder a los fundamentos del mundo, si-tuados en una esfera trascendente que, a menudo, se confunde con la de la religión. La poesía, esencia del arte, nos pone en contacto con una verdad del mundo que ni la filosofía ni la ciencia han sabido en-contrar27. El arte, así, presenta lo irrepresentable. El mismo Friedrich

25 Véase mi artículo “¿Para qué el arte en tiempos de miseria? Arte y reli-

gión”, en Angelicum 81 (2004) 153-168. 26 R. SCRUTON, Cultura para personas inteligentes. Traducción de Joan

Solé, Barcelona, Península, 2001, p. 41. 27 Cf. LUC FERRY, Homo aestheticus. L'invention du goût à l'âge

démocratique, Paris, Grasset, 1990; J.-M. SCHAEFFER, L’Art de l’âge

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Schlegel llega a afirmar que “sólo quien tiene su propia religión, su propio modo original de mirar al infinito, puede ser artista”28, y su función no es otra que la de crear, con lo que los artistas se convierten en un “pueblo de reyes”.29 Es más “quien tiene religión hablará en poesía”30, porque “sin poesía, la religión será oscura, falsa y pernicio-sa”31.

Scruton sostiene que “el arte de nuestra alta cultura -y no sólo de la nuestra- ha asumido y ampliado las experiencias que la religión suministra de una forma menos consciente: experiencias de lo sacro y de lo profano, de redención del pecado y de hundimiento en él, de culpa, de dolor y de su superación mediante el perdón y la unidad de una comunidad restaurada. El arte ha surgido de la visión sagrada de la vida. Por eso, el arte adquirió una súbita preeminencia en la Ilus-tración, con el eclipse de lo sagrado. Desde entonces, el arte se con-virtió en un empeño redentor, y el artista ingresó en el espacio aban-donado por el profeta y el sacerdote”32. Como afirma Vattimo, “esta verdadera y propia mitificación de la figura del artista no se entiende sino en el marco de una cultura que tiende a sustituir la religión por el arte”33. Vattimo aclara esta cuestión: “el desarrollo del arte como fe-nómeno específico (y de la estética como teoría) aparece ligado a la emancipación del arte de la religión; pero el significado de la expe-riencia estética, una vez que se quiere aprehender en su especificidad, remite una vez más a un ámbito que no se deja definir si no es en re-ferencia a la experiencia de la religión y del mito”34. moderne. L’esthétique et la philosophie de l’art du XVIIIème siècle à nos jours, Paris, Gallimard, 1992. LARRY SHINER, op. cit., parte 4.

28 F. SCHLEGEL, Ideen (1800), en Kritische Schriften und Fragmente (1798-1801), herausgegeben von ERNST BEHLER UND HANS EICHNER, Studienausgabe, Band 2, Paderborn, Ferdinand Schöningh, 1988, p. 223 § 13.

29 Ibid., p. 231, § 114. Nótese la connotación religiosa de la máxima schlegeliana.

30 Ibid., p. 225, § 34. 31 Ibid., p. 233, § 149. 32 Ibid., p. 51. 33 G. VATTIMO, Más allá de la interpretación Barcelona, Paidós, 1995, p.

118. 34 Ibid., p. 112.

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3. ¿Y HOY? La postmodernidad ha roto con la separación moderna de esferas

y vuelve, en este sentido, a un mundo más premoderno. De hecho, en la teoría del arte vivimos en la época que Danto llama del fin del arte, la posthistoria, donde las lindes se han roto. Ya no hay relatos que le-gitimen el deber ser de algo como arte. En cierto modo recuperamos la intuición del “arte antes del arte” del que habla Hans Belting35, en la que, en términos de Benjamin, subsiste el aura, y las imágenes tie-nen un valor cultual y no exhibitivo o no primariamente exhibitivo. Ya no nos sentimos obligados por convención o narrativa vinculante alguna a considerar que, por ejemplo “El árbol de la vida” de Terren-ce Malick, o el “Réquiem por mi amigo” de Krzysztof Preisner, son solamente “arte”, y podemos afirmar que son también plegarias.

Ya he insistido en que, en sus orígenes, arte y religión no forma-ban ámbitos separados, de modo que hay que tener prudencia al hablar del arte como “arte”. H. G. Gadamer ha insistido mucho en es-te aspecto: “en cuanto que se abstrae de todo cuanto constituye la raíz de una obra como su contexto original vital, de toda función religiosa o profana en la que pueda haber estado y tenido su significado, la obra se hace patente como ‘obra de arte pura’. La abstracción de la conciencia estética realiza pues algo que para ella misma es positivo. Descubre y permite tener existencia por sí mismo a lo que construye a la obra de arte pura. A este rendimiento suyo quisiera llamarlo ‘dis-tinción estética’”36. Incluso una vez que acontece esa diferenciación estética de la que habla Gadamer, buena parte de la conciencia reli-giosa sigue encarnada en esa forma simbólica no conceptual, porque el arte mantiene una relación de analogía con la religión.

Las grandes épocas del arte, señala Gadamer, son aquellas en las que la gente, sin “conciencia estética” alguna, y sin el concepto de “arte” (que es una creación de la conciencia estética), se rodeaba de creaciones cuya función religiosa o secular podría comprender cual-quiera y que nadie disfrutaba de manera solamente estética. Y se pre-

35 Cf. HANS BELTING, Arte y culto. Una historia de la imagen anterior a la edad del arte, Madrid, Akal, 2009.

36 HANS GEORG GADAMER, Verdad y Método, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 125.

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gunta: “¿puede en realidad aplicarse a estos tiempos el concepto de la vivencia estética sin hacer con ello violencia a su verdadero ser?”37. De hecho, desde los frescos de las catacumbas a los mosaicos de las basílicas cristianas, los himnos y cantatas, hasta las catedrales y cosas por el estilo, forman parte y constituyen de manera irrenunciable la forma de vida cristiana, y sólo modernamente son concebibles como “arte sin más”, a la que le corresponde toda la estructura cultural de la estética, armada en el siglo XVIII.

“Habría que admitir -dice Gadamer- que por ejemplo una imagen divina antigua, que tenía su lugar en un templo no en calidad de obra de arte, para un disfrute de la reflexión estética, y que actualmente se presenta en un museo moderno, contiene el mundo de la experiencia religiosa de la que procede tal como ahora se nos ofrece, y esto tiene como importante consecuencia que su mundo pertenezca también al nuestro”38. Gadamer parafrasea así a Heidegger, para quien el templo donde mora el dios articula en torno a sí y hace que surja una forma de vida religiosa: “el templo por primera vez construye y congrega simultáneamente en torno suyo la unidad de aquellas vías y relaciones en las cuales el nacimiento y la muerte, la desdicha y la felicidad, la victoria y la ignominia, la perseverancia y la ruina, toman la forma y el curso del destino del ser humano”39.

Para que no muera el mundo que posibilita esa obra, la obra de ar-te no debe convertirse en mera obra estética, puesto que, una vez que el dios huye, una vez que el templo se desacraliza, el mundo que po-sibilita desaparece. “Esta visión queda abierta sólo mientras la obra es una obra y el dios no ha huido de ella. Eso mismo sucede con la esta-tua del dios que lo consagra como el vencedor en los juegos. No es un retrato por el que se pueda conocer más fácilmente qué aspecto tiene el dios, sino que es una obra que hace estar presente al dios mismo, y que así es el dios mismo. Otro tanto vale para la obra literaria. En la tragedia no se exhibe o representa, sino que se realiza la lucha entre los nuevos dioses y los antiguos. Al nacer la obra literaria de las le-yendas populares, no habla sobre esta lucha, sino que transforma es-tas leyendas, de modo que cada palabra esencial lleva a cabo esa lu-

37 Ibid., p. 120. 38 Ibid., p. 13. 39 M. HEIDEGGER, El origen de la obra de arte, México, FCE, p. 71.

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cha, y pone a decisión lo que es santo y lo que no lo es, lo que es grande y lo que es pequeño, lo que es valiente y lo que es cobarde, lo que es noble y lo que es fugaz, lo que es amo y lo que es siervo (cf. Heráclito, Frag. 53)”40. La obra establece un mundo.

Heidegger seculariza una serie de términos religiosos para referir-se al hecho de que la obra “mantiene abierto lo abierto de un mun-do”41. La obra desoculta. Por eso cabe pensar que recuperar la fun-ción de la obra de arte en la forma de vida religiosa puede desocultar infinidad de elementos que la constituyen. Stravinski señaló sobre su Misa: “No fue compuesta para interpretaciones concertísticas, sino para ser usada en la iglesia. Es litúrgica y casi carece de ornamentos. Al poner música al Credo sólo quise preservar el texto de un modo especial. Uno compone una marcha para facilitar que los hombres marchen, así que con mi Credo espero proporcionar una ayuda al tex-to. El Credo es el movimiento más largo. Hay mucho que creer”42. Por eso, conviene recuperar la dimensión perdida en la apreciación estrictamente estética y formalista de la obra religiosa, la cual ha sido presentada como superior por la tradición moderna sin ninguna razón, más que la apelación a una supuesta común humanidad subyacente a los mecanismos cognitivos, que son los que se suponían en la base -si bien de un modo especial- de la apreciación estética.

La consideración estética del arte nace en un contexto en el que la preocupación filosófica fundamental es epistemológica, y la estética se desarrolla como disciplina filosófica dentro de esa preocupación básica, en la que las artes quedan aisladas, en la obra fundamental y fundacional de la estética -la Crítica del Juicio-, de toda pretensión veritativa e incluso representativa, y el juicio de gusto queda sujeto a las posibilidades que ofrece el sistema, que Kant elabora para com-prender el conocimiento. Es decir, todo este complejo “estético-contemplativo” del arte tiene más que ver con la preocupación filosó-

40 Ibid., pp. 72-73. 41 Ibid., p. 75. 42 Cf. ALEX NEILL & AARON RIDLEY, “Religious music for Godless ears”,

en Mind 119 (2010) p. 1004, n. 7. En este artículo (pp. 999-1023), los autores se plantean lo siguiente: ¿puede decir, en verdad, un ateo, que la Misa en si menor de Bach es una de las mayores obras de arte de todos los tiempos? La cuestión no es sencilla y los valores de verdad entran en juego en el juicio es-tético.

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fica por la estructura de conocimiento humano que con el arte en cuanto tal.

Pero esa postura ya no se puede defender en esos términos, por eso es necesario ver hoy, pasado ese período de estetización del arte, cómo el arte configura una forma de vida, y concretamente en la for-ma de vida religiosa, porque la obra de arte religiosa no está al servi-cio de otra cosa, sino que ella misma contribuye a configurar un mundo en el que ella no es prescindible. Lo que esas obras hacen en el mundo religioso de la vida no puede ser hecho de otra manera, no son parerga; por eso la tendencia estetizante hurta ciertos elementos de las obras de arte y, al tiempo que les confiere ciertos valores, les hurta algunos y vela otros. Con esta convicción, Nicholas Wolters-torff aboga por una recuperación de la función para la que fueron creadas cada una de las artes en su momento, que es, propiamente, la función religiosa43; porque para la persona religiosa los textos no de-leitan estéticamente sin más, sino que son narraciones que iluminan la propia vida; al igual que la música se inserta en una práctica de ado-ración o de contemplación religiosa y no sólo de contemplación esté-tica de la música qua música44.

Todo el discurso estético moderno es, pues, secundario y, en todo, caso, es solo una de las muchas cosas que se pueden hacer con el arte, y no la más importante, religiosamente hablando. Cuando en el siglo VIII, en el marco de la querella iconoclasta, se trataba de defender las imágenes, entre los argumentos que se aducían, además de los estric-tamente teológicos o filosóficos, había referencias a la utilidad peda-gógica de las imágenes, a su carácter de monumento para la memoria, a sus funciones de adorno, la glorificación, la veneración, y en algu-nos casos a la belleza que ellas mismas encarnaban. Pero estas fun-ciones no son mutuamente excluyentes, sino que se dan, seguramente, todas al mismo tiempo; y cabe pensar que todas ellas contribuyen a generar un mundo y tienen su papel en el mundo religioso contempo-ráneo.

Contemporáneamente suele hablarse de tres funciones distintas. Las obras religiosas pueden expresar un contenido teológico o reli-

43 NICHOLAS WOLTERSTORFF, “Art and the Aesthetic: The Religious Di-mension”, en PETER KIVY (ed.), The Blackwell Guide to aesthetics, Malden-Oxford, Blackwell, 2004, pp. 325-339.

44 Ibid., p. 334-335.

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gioso, como el canto litúrgico. Pueden servir también como comuni-cador no verbal de ideas y sentimientos que no se derivan directa-mente del mensaje como palabra, pero que están intrínsecamente re-lacionados con él (como la expresión de afectos concomitantes, como es el caso de la música sacra de órgano de Bach). O pueden crear be-lleza en un contexto religioso, como las sonatas de Iglesia de Mozart, que están compuestas para ser interpretadas durante la misa, pero no tienen contenido religioso alguno45. El hecho es que buena parte de la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, etc. es expresamente religiosa; pero hay arte que no lo es y que, sin embargo, induce un ti-po de experiencia que encuentra su mejor explicación en términos re-ligiosos. Seguramente todos recordemos la película Amadeus de Mi-los Forman, concretamente el momento en que Salieri asiste al estre-no ante el emperador de Las Bodas de Fígaro. Al escuchar el cuarto acto se queda absolutamente ensimismado por la belleza de la músi-ca, música de perdón, que confiere a todos una “auténtica absolu-ción”, que le hace decir que Dios se sirve de “aquel hombrecillo para cantar a un mundo asombrado”. Este tipo de comunidad es lo que lle-va a Gadamer a sostener que la diferencia entre el arte sacro y el pro-fano es relativa, pues una obra de arte siempre tiene algo sagrado en ella, y, como él señala, el término alemán “Frevel” (profanación) no se emplea ya, prácticamente, más que en relación con el arte46.

De hecho, en muchas tradiciones la música es vista no sólo como un elemento litúrgico, sino como una manifestación de lo divino mismo, como el caso de Shiva, que crea por la música. La música como armonía del cosmos, es decir, como expresión de las leyes que configuran la naturaleza, es una constante en la tradición cristiana, desde Agustín y Boecio; y, en general, la música, entendida teológi-camente, representa en occidente lo divino en la medida en que recrea o representa el orden que el creador da al mundo. Lutero considera que la música es un “predicatio sonora”, no sólo como vehículo para el texto revelado, sino como un reflejo de la belleza misma de Dios, capaz de revelar verdades no expresables en palabras.

45 RICHARD VILADESAU, Theological aesthetics. God in Imagination, Beauty and Art, Oxford, Oxford University Press, 2012, p. 163.

46 Cf. H.-G. GADAMER, op. cit., pp. 200-202. En parte, la distinción entre arte culto y popular es heredera de esta distinción entre sacro y profano. Véa-se mi “Reivindicación estética del arte popular”, en Revista de filosofía 27, 2 (2002) 431-451.

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La poesía está también claramente relacionada con la religión. No hace falta ir a Santa Teresa o a San Juan de la Cruz para comprender que la distinción estética no ha lugar (y cabe la posibilidad de que quien no capte el elemento religioso no capte “todo lo que hay” -si esta expresión tiene algún sentido desde la teoría del arte- en la poe-sía). Van der Leeuw señala cómo la teología que sitúa lo impersonal o lo espiritual en su núcleo considerará que el arte central es la músi-ca, pero la que considera la encarnación como el acontecimiento cen-tral, considerará que el elemento central de las artes es la imagen47. Ahora bien, en el caso de la imagen hay que señalar que no es sim-plemente una ilustración de la palabra, sino ella misma una palabra. Una vez que la palabra toma forma de imagen (ekphrasis, hipotypo-sis) es traducida en un medio diferente, y la manera de encarnar el significado añade, en cierto modo, una particularidad a ese significa-do.

Tras esta relación funcional hay, como ha señalado Karl Rahner, una serie de elementos fisiológicos que están a la base de la construc-ción cultural religioso-artística, y que pueden contribuir a la media-ción de lo divino: “tales son los rasgos espaciales que proporciona la arquitectura; la experiencia del movimiento que proporcionan los ges-tos litúrgicos, el caminar en las peregrinaciones o la danza religiosa; las experiencias olfativas que derivan del incienso; las experiencias de tocar o gustar en actividades sacramentales. Todas las capacidades sensoriales, en sus experiencias mutuamente irreductibles, y en mo-dos y combinaciones enormemente diferentes, entran en el acto reli-gioso”48. Lo religioso, en términos de Joseph Margolis, pertenecería al mundo de lo intencional, aquello que no se da sin su correlato ma-terial, sea cual sea, pero que no se reduce al mismo; de modo seme-jante a como el acto cultural de señalar o de saludar no se reduce al acto físico de mover un brazo, como había sentenciado Wittgenstein. La naturaleza, pues, queda hegelianamente “culturizada”.

La experiencia es un elemento análogo en lo estético y lo religio-so. La experiencia estética puede ser una fuente de experiencia reli-giosa, en la medida en que es un lugar de experiencia humana “implí-

47 GERARDUS VAN DER LEEUW, op. cit., p. 303. 48 K. RAHNER, “The Theology of the religious meaning of images”, en

Theological Investigations, XXIII, New York, Crossroads, p. 160.

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citamente” religiosa o susceptible de correlación con lo sacro. Proba-blemente una razón para esto sea el hecho de que la experiencia esté-tica pone ante nosotros mismos -así lo puso en claro Kant en la Críti-ca del Juicio- la forma pura de la experiencia, sin concepto alguno, nos hace conscientes de la experiencia pura y nos permite maravillar-nos de ese hecho. Para que haya conocimiento, nuestras facultades deben estar ajustadas de algún modo a la realidad material. Esta idea, ya aristotélica, fue uno de los dogmas de la escolástica. De aquí arranca Kant para precisar que es la contemplación de esta forma pu-ra de nuestra cognición, de sus mismas condiciones posibles, lo que constituye lo estético. Lo estético es el estado en el que el conoci-miento más común, en el acto de dirigirse a su objeto, se vuelve sobre sí mismo, se olvida de su referente durante un momento y atiende al modo en el que su estructura parece adaptarse a la comprensión de lo real.

Acertadamente, Terry Eagleton afirma que es como si el conoci-miento fuera observado bajo otra luz, atrapado in fraganti49. En esta crisis o interrupción reveladora de nuestras rutinas cognitivas, no es relevante lo que conocemos, sino el propio hecho de que conocemos. Este hecho, el mero quid de nuestro ser cognoscentes, de nuestro ser al fin y al cabo, hace que hayamos de responder al hecho de que exis-timos, a lo místico wittgensteiniano (que el mundo sea, no qué sea).

En cierto modo por eso, porque toda experiencia estética nos pone ante el misterio de la existencia, es por lo que Van der Leeuw sostie-ne que todo arte genuino es implícitamente religioso, porque “lo san-to, por su naturaleza, comprende lo bello”50. No hace falta que tenga un tema explícitamente religioso, puesto que los estados mentales, emocionales y vivenciales que crea son afines a los de la experiencia religiosa. No es imprescindible, pues, que evoque expresamente aso-ciaciones religiosas, basta con que revele las profundidades metafísi-cas de la experiencia humana misma. Gadamer afirma que en el auto-olvido que caracteriza la percepción del arte experimentamos el ser con otro, que no tiene que ser el “totalmente otro” de la religión; pero todo arte tiene el poder de evocar la dimensión religiosa que está im-

49 Cf. TERRY EAGLETON, La estética como ideología, Madrid, Trotta, 2006, pp. 74ss.

50 GERARDUS VAN DER LEEUW, op. cit., p. 266.

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plícita en esa experiencia. En la obra de arte “es la verdad de su pro-pio mundo, el mundo religioso y moral en el que vive, la que se pre-senta ante él [el espectador] y en la que se reconoce a sí mismo”51.

Para Gadamer, el arte nos comunica con la dimensión ontológica de la existencia al representar el dasein de las cosas, en la medida en que la representación (Darstellung) es el modo de ser de las obras de arte52. Lo que se representa es el dasein, el estar ahí, la esencia de lo representado, que viene ahí a presencia, no como copia del mundo re-al, sino como la verdad de su ser. Por eso, para Gadamer, una expe-riencia estética siempre contiene la experiencia de una totalidad de sentido, y probablemente por esto puede relacionarse el arte -y Karl Albert lo hace especialmente con el del siglo XX-, con la experiencia ontológica que da origen tanto a ella misma como a la filosofía o la religión53. De este modo, a diferencia de la consideración tradicional (aristotélica) del arte como una poiesis, si ampliamos la comprensión del arte con el concepto de praxis, para incluir el arte efímero, las performances, etc., donde prima el carácter de evento sobre el carác-ter de ser dado, podemos interpretar todo arte, efectivamente, como un acontecer o, en términos de Dewey, como una experiencia.

En conclusión, arte y religión pueden enriquecer la experiencia humana bien por separado, bien como elementos de una forma de vi-da en la que ambas realidades se identifican o forman una unidad in-disociable y sacan a la luz el elemento estético de toda experiencia re-ligiosa; que no es un añadido, un adorno o un parergon, sino parte de lo que constituye vivir una vida religiosa plena.

51 H.-G. GADAMER, op. cit., p. 174. 52 Ibid., p. 160. 53 KARL ALBERT, “Zur Ontologie des Sakralen in der Kunst”, en

GÜNTHER PÖLTNER und HELMUT VETTER (eds.), Theologie und Ästhetik, Wien, Freiburg, Basel, Herder, 1985, pp. 65-76.