El Pensamiento Prefilosófico

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Óscar BAYARD EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO 1| Página INTRODUCCIÓN EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO Cuando tratamos de encontrar el “pensamiento especulativo” que puedan contener los documentos antiguos, nos vemos obligados a admitir que, en realidad, hay muy poco en dichos escritos que pueda calificarse como “pensamiento”, en el sentido estricto de la palabra. Sólo en unos cuantos pasajes nos encontramos con la disciplina y coherencia lógica del razonamiento que asociamos generalmente con la acción de pensar. El pensamiento del antiguo Cercano Oriente se nos presenta envuelto en imaginación. Lo hayamos mezclado con la fantasía. Pero los antiguos no aceptarían que se pudiera hacer abstracción alguna a partir de las formas imaginativas concretas que nos han legado. Debemos recordar que, aun para nosotros, el pensamiento especulativo tiene una disciplina menos rígida que otras formas de pensar. La especulación —como lo indica la etimología del término— es un modo de aprehensión intuitiva, casi visionario. Lo que no significa, desde luego, que se trate de un vagar irresponsable del entendimiento que ignore la realidad o trate de evadirse de sus problemas. El pensamiento especulativo trasciende la experiencia, pero únicamente porque intenta explicar, unificar y ordenar la experiencia. Alcanza su meta por medio de la hipótesis. Si hacemos uso de la palabra en un sentido original, podemos decir que el pensamiento especulativo intenta ademar el caos de la experiencia, para poner al descubierto las características de una estructura: orden, coherencia y significación. Por lo tanto, el pensamiento especulativo se distingue de la mera especulación ociosa por el hecho de que nunca se desprende por entero de la experiencia. Puede “apartarse, en ocasiones”, de los problemas de la experiencia, pero siempre se encuentra conectado con ella, en tanto trata de explicarla. En la actualidad, el pensamiento especulativo tiene una perspectiva mucho más limitada que en cualquier otra época anterior. Porque, con la ciencia, poseemos otro instrumento para la interpretación de la experiencia que ha logrado realizaciones maravillosas y mantiene entero su poder de atracción. Bajo ninguna circunstancia permitimos que el pensamiento especulativo se inmiscuya en los sagrados recintos de la ciencia, no debe traspasar nunca el dominio de los hechos verificable, ni tampoco pretender nunca un rango más elevado que el de la formación de hipótesis de trabajo, aun en aquellos campos en que el pensamiento especulativo tiene alguna aplicación. Entonces, ¿en dónde se encuentra actualmente el dominio del pensamiento especulativo? Su principal interés se concentra en el hombre —en su naturaleza y sus problemas, en sus valores y su destino—. Pues el hombre no ha logrado hacer de sí mismo un objeto de ciencia. La necesidad de trascender la experiencia caótica y los hechos en conflicto lo lleva a mantener una hipótesis metafísica que pueda esclarecer sus problemas más urgentes. El hombre se obstina en especular sobre su “yo” —aun ahora. Cuando volvemos la mirada hacia el antiguo Cercano Oriente, tratando de hallar esfuerzos semejantes, advertimos dos hechos que son correlativos. En primer lugar, encontramos que la especulación tenía posibilidades ilimitadas para su desarrollo; sin tener las restricciones que implica una indagación científica (esto es, metódica) de la verdad. En segundo término, nos damos cuenta de que el dominio de la naturaleza no se distingue del dominio humano. Los antiguos, al igual que los salvajes modernos, vieron siempre al hombre como parte de la sociedad y a ésta como inmersa en la naturaleza, dependiendo de las fuerzas

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Óscar BAYARD EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO 

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INTRODUCCIÓN EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO 

 Cuando  tratamos  de  encontrar  el  “pensamiento  especulativo”  que  puedan 

contener  los documentos antiguos, nos vemos obligados a admitir que, en realidad, hay muy poco en dichos escritos que pueda calificarse como “pensamiento”, en el sentido estricto de la palabra. Sólo en unos cuantos pasajes nos encontramos con la disciplina y coherencia lógica del razonamiento que asociamos generalmente con la acción de pensar. El pensamiento del antiguo Cercano Oriente se nos presenta envuelto en imaginación. Lo hayamos mezclado con la fantasía. Pero los antiguos no aceptarían que se pudiera hacer abstracción alguna a partir de las formas imaginativas concretas que nos han legado. 

 Debemos recordar que, aun para nosotros, el pensamiento especulativo tiene una 

disciplina  menos  rígida  que  otras  formas  de  pensar.  La  especulación —como  lo  indica  la etimología  del  término—  es  un modo  de  aprehensión  intuitiva,  casi  visionario.  Lo  que  no significa, desde luego, que se trate de un vagar irresponsable del entendimiento que ignore la realidad  o  trate  de  evadirse  de  sus  problemas.  El  pensamiento  especulativo  trasciende  la experiencia, pero únicamente porque intenta explicar, unificar y ordenar la experiencia. Alcanza su meta por medio de la hipótesis. Si hacemos uso de la palabra en un sentido original, podemos decir que el pensamiento especulativo intenta ademar el caos de la experiencia, para poner al descubierto las características de una estructura: orden, coherencia y significación. 

 Por  lo  tanto, el pensamiento especulativo  se distingue de  la mera especulación 

ociosa por el hecho de que nunca se desprende por entero de la experiencia. Puede “apartarse, en ocasiones”, de  los problemas de  la experiencia, pero siempre se encuentra conectado con ella, en tanto trata de explicarla. 

 En  la actualidad, el pensamiento especulativo  tiene una perspectiva mucho más 

limitada  que  en  cualquier  otra  época  anterior.  Porque,  con  la  ciencia,  poseemos  otro instrumento para la interpretación de la experiencia que ha logrado realizaciones maravillosas y  mantiene  entero  su  poder  de  atracción.  Bajo  ninguna  circunstancia  permitimos  que  el pensamiento especulativo se inmiscuya en los sagrados recintos de la ciencia, no debe traspasar nunca el dominio de los hechos verificable, ni tampoco pretender nunca un rango más elevado que el de la formación de hipótesis de trabajo, aun en aquellos campos en que el pensamiento especulativo tiene alguna aplicación. 

 Entonces,  ¿en  dónde  se  encuentra  actualmente  el  dominio  del  pensamiento 

especulativo?  Su  principal  interés  se  concentra  en  el  hombre  —en  su  naturaleza  y  sus problemas, en sus valores y su destino—. Pues el hombre no ha logrado hacer de sí mismo un objeto de ciencia. La necesidad de trascender la experiencia caótica y los hechos en conflicto lo lleva a mantener una hipótesis metafísica que pueda esclarecer sus problemas más urgentes. El hombre se obstina en especular sobre su “yo” —aun ahora. 

 Cuando volvemos  la mirada hacia el antiguo Cercano Oriente, tratando de hallar 

esfuerzos  semejantes,  advertimos  dos  hechos  que  son  correlativos.  En  primer  lugar, encontramos que la especulación tenía posibilidades ilimitadas para su desarrollo; sin tener las restricciones que implica una indagación científica (esto es, metódica) de la verdad. En segundo término, nos damos cuenta de que el dominio de  la naturaleza no  se distingue del dominio humano. 

 Los antiguos, al igual que los salvajes modernos, vieron siempre al hombre como 

parte  de  la  sociedad  y  a  ésta  como  inmersa  en  la  naturaleza,  dependiendo  de  las  fuerzas 

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cósmicas. Para ellos, no había oposición entre la naturaleza y el hombre y, por lo tanto, no existía la necesidad en aprehenderlos siguiendo modos de conocer diferentes. En efecto, tal como se pondrá en claro en el curso de esta obra, los fenómenos naturales eran concebidos, en general, en  relación  con  la experiencia humana,  y ésta,  a  su  vez, era  referida  a  los  acontecimientos cósmicos. Así, tropezamos con una distinción entre los antiguos y nosotros que es de enorme importancia para nuestra investigación. 

 La  diferencia  fundamental  entre  las  actitudes  del  hombre  moderno  y  las  del 

antiguo, con respecto al medio que lo rodea, es que para el contemporáneo, que se apoya en la ciencia, el mundo de los fenómenos es, ante todo, un “ello”, algo impersonal; en tanto que para el hombre antiguo y, en general, para el primitivo, es enteramente personal y se le trata de “tú”. 

 Esta formulación es más profunda que  las usuales  interpretaciones “animistas” o 

“personalistas”. Pone de manifiesto, en efecto,  lo  inadecuado de esas  teorías  tan aceptadas corrientemente. Porque la relación entre “yo” y “tú” es enteramente sui generis (de su propio género  o  especie).  Podemos  explicar mejor  su  cualidad  única,  comparándola  con  otras  dos maneras de  conocer:  la  relación entre  sujeto y objeto y el vínculo que  se establece  cuando “comprendemos” a otro ser viviente. 

 Desde luego, la correlación “sujeto‐objeto” es la base del conocimiento científico; 

en  ella descansa  su posibilidad.  La  segunda manera de  conocer  es  el  curioso  conocimiento directo que obtenemos cuando “comprendemos” un ser que tenemos en frente —su temor, por ejemplo, o su ira—. Por lo demás, ésta es una de las formas de conocimiento que tenemos la honra de compartir con los animales. 

 Las diferencias que se acusan entre  la relación “yo” y “tú” y  las otras dos son  las 

siguientes: cuando determina la identidad de un objeto la persona desempeña un papel activo. En  cambio,  cuando  “comprende”  a  otra  criatura,  ya  sea  a  otro  hombre  o  a  un  animal,  es esencialmente pasivo, aun cuando su acción subsecuente pueda no serlo. En este caso, recibe sobre  todo  una  impresión.  Por  tanto,  el  tipo  de  conocimiento  es  directo,  emotivo  y desarticulado. El conocimiento científico, por lo contrario, es articulado e indiferente, desde el punto de vista emotivo. 

 Ahora bien, el conocimiento que “yo” tengo de “ti” transcurre entre un juicio activo 

y la acción pasiva de “sobrellevar una impresión”; entre lo intelectual y lo emotivo, lo articulado y lo desarticulado. El “tú” puede ser problemático, pero, a pesar de ello, algo transparente. El “tú” es una presencia viva, cuyas cualidades y facultades pueden ser articuladas en alguna forma —y no como resultado de una indagación activa, sino porque el “tú”, como presencia, se revela a sí mismo. 

 Hay,  además,  otra  diferencia  importante.  Un  objeto,  un  “ello”  siempre  puede 

vincularse científicamente con otros objetos y tenerse como parte de un grupo o de una serie. La ciencia insiste en enfocar al “ello” de esta manera; de aquí que la ciencia pueda comprender a los objetos y a los acontecimientos como regidos por leyes universales que permiten predecir su comportamiento bajo circunstancias definidas. Por su parte, el “tú” es único. Tiene el carácter sin precedentes, sin paralelo y, a  la vez,  imprevisible, de  lo  individual, cuya presencia sólo se conoce en tanto que se revela por sí misma. Además, el “tú” no es simplemente contemplado o comprendido,  sino  que  es  experimentado  emocionalmente,  en  una  relación  dinámica  y recíproca. Así, se justifica el aforismo de Crawley: “El hombre primitivo sólo tiene una manera de pensar, un modo de expresión, haciendo uso de sólo una parte de la oración: el personal.” Lo  que  no  significa  (como  a  menudo  se  ha  pensado)  que  el  hombre  primitivo  imparta características humanas a un mundo inanimado para explicar los fenómenos naturales, es decir, 

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no es de carácter antropomórfico (una forma de personificación, aplicar cualidades humanas a objetos  inanimados).  Sencillamente,  el  primitivo  no  conoce  un mundo  inanimado.  Por  esta simple  razón  no  “personifica”  los  fenómenos  inanimados,  ni  llena  un mundo  vacío  con  los espíritus de los muertos como el “animismo” nos ha hecho creer. 

 Para el primitivo, el mundo no es inanimado ni vacío, sino pleno de vida; y esta vida 

posee individualidad en el hombre, en la bestia, en la planta y en todo fenómeno que se presenta —el trueno, el oscurecimiento repentino, una imponente y desconocida claridad en el bosque, la piedra que de repente le hace daño cuando tropieza en una cacería—. Cualquier fenómeno puede surgir ante él, en todo tiempo, no como “ello”, sino como un “tú”. Al enfrentarse a él, el “tú”  revela  su  individualidad,  sus  cualidades,  su  voluntad.  Al  “tú”  no  se  le  contempla, separándolo intelectualmente, sino que se le experimenta como vida que se encara a la vida, e implica  todas  las  facultades  del  hombre  en  una  relación  recíproca.  A  esta  experiencia  se encuentran subordinados los pensamientos, lo mismo que las acciones y los sentimientos. 

 

_______________  Nos interesa, ahora, particularmente el pensamiento. Es probable que los antiguos 

adviertan ciertos problemas intelectuales y se preguntaran  por el “por qué” y el “cómo”, el “de dónde” y el “hacia dónde”. Pero, en todo caso, no es de esperar que en los documentos antiguos del Cercano Oriente nos encontremos con especulaciones en la forma acusadamente intelectual a que estamos acostumbrados, ya que ésta presupone un procedimiento estrictamente lógico, aun cuando se intente trascenderlo. Ya hemos visto que en el antiguo Cercano Oriente, lo mismo que en la sociedad primitiva de la actualidad, el pensamiento no opera de manera autónoma. Todo hombre se enfrenta a un “tú” viviente en la naturaleza; y todo hombre —tanto el emotivo, como el intelectual y el imaginativo— expresa esta experiencia. Toda experiencia de un “tú” es individual en alto grado; y el primitivo, en efecto, concibe  los acontecimientos como sucesos individuales.  La consideración de  tales  sucesos y  su explicación,  sólo pueden  ser concebidas como una acción y toman necesariamente la forma de un relato. En otras palabras, los antiguos formulan mitos en  vez de establecer un análisis o  llegar a  conclusiones. Nosotros podemos explicar,  que  ciertos  cambios  atmosféricos  interrumpen  la  sequía  y  producen  la  lluvia.  Los babilonios, observando los mismos hechos, los tomaban como muestras de la intervención del gigantesco pájaro Imdugud, que venía en su auxilio. Éste cubría el cielo con las negras nubes de tempestad de sus alas y devoraban al Toro del Cielo, cuyo cálido aliento había abrasado  las cosechas. 

 Al formular un mito de esta naturaleza, los antiguos no trataban de proporcionarse 

una  diversión.  Tampoco  buscaban,  distintamente  y  sin motivos  ulteriores,  una  explicación inteligible de los fenómenos naturales. Relataban los acontecimientos con los cuales se hallaban comprometidos a  lo  largo de toda su existencia. Experimentaban, directamente, un conflicto entre fuerzas; una de estas era hostil a la cosecha del cual dependían, la otra era terrible, pero benéfica: el trueno los libraba en el momento crítico, venciendo y destruyendo completamente la sequía. Tales imágenes se habían hecho ya tradicionales en la época en que las encontramos en el arte  y en  la  literatura; pero, originalmente, deben haber  sido  consideradas  como una revelación vinculada a  la experiencia. Se trataba de productos de  la  imaginación, pero no de meras fantasías. Es fundamental el saber distinguir al verdadero mito de la leyenda, de la saga, de la fábula y del cuento de hadas. Todos ellos pueden conservar elementos míticos. Y también puede ocurrir que una imaginación barroca o frívola elabore los mitos, hasta llegar a hacer de ellos  simples  cuentos.  Pero  el  verdadero  mito  no  presenta  sus  imágenes  y  sus  actores imaginarios como un libre juego de fantasías, sino con una autoridad apremiante. Así, perpetúa la revelación que ha obtenido de un “tú” singular. 

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 Las  imágenes del mito no son, por  lo tanto, alegóricas en modo alguno. Se trata 

nada menos que de un nivel cuidadosamente escogido del pensamiento abstracto. Las imágenes son  inseparables  del  pensamiento.  Representan  la  forma  en  que  la  experiencia  se  hace consciente. 

 Así, pues, hay que considerar seriamente al mito, puesto que revela una verdad 

significativa, aunque no verificable —puede decirse que se trata de una verdad metafísica—. Sólo que el mito no tiene la universalidad ni la lucidez de una aseveración teórica. Es concreto, aun cuando pretenda ser de una validez inatacable. Exige que se le conozca por medio de la fe; y no pretende justificarse ante la crítica. 

 El aspecto irracional del mito se pone en claro, particularmente, al recordar que los 

antiguos no se contentaban simplemente con relatar sus mitos como historias informativas. Los personificaban, reconociéndoles virtudes especiales que podían ser puestas en actividad por la recitación. 

 Tenemos un ejemplo muy conocido de  la personificación del mito en  la sagrada 

comunión.  En  Babilonia  encontramos  otro  ejemplo.  En  cada  festival  de  Año  Nuevo,  los babilonios  representaban  el  triunfo  alcanzado por Marduk  sobre  las  fuerzas del  caos, en el primer día de Año Nuevo, cuando se creó el mundo. Durante el  festival anual se  recitaba  la Epopeya de la Creación. Por supuesto, los babilonios no consideraban su relato de la creación como nosotros la teoría de Laplace, por ejemplo; esto es, como una explicación racionalmente satisfactoria de  la manera en que el mundo ha venido a ser  lo que es. El hombre antiguo no había pensado una  respuesta, porque  las  respuestas  le habían  sido  reveladas en  su  relación recíproca con la naturaleza. Al quedar resuelto un problema, el hombre compartía esa solución con el “tú” que se le había revelado. Por eso, era prudente proclamar cada año, con motivo del cambio  crítico  de  las  estaciones,  este  conocimiento  que  se  compartía  con  las  potencias naturales, con objeto de comprometerlas una vez más por la fuerza de su verdad. 

 Podemos resumir el complejo carácter del mito, en las siguientes palabras: el mito 

es una forma poética que trasciende la poesía al proclamar una verdad; es también una forma de  razonamiento que  trasciende  la  razón,  ya que necesita poner  en práctica  la  verdad que proclama; es una forma de acción, de comportamiento ritual, que no encuentra su realización en el acto, sino que debe proclamar y elaborar una forma poética de su verdad. 

 Ahora se advierte con claridad por qué decíamos, al comenzar esta capítulo, que 

una  investigación  sobre  el pensamiento  especulativo  en  el  antiguo Cercano Oriente  tendría resultados negativos. Falta, siempre, la independencia propia de la investigación intelectual. Y, sin embargo, la especulación puede aparecer dentro del dominio del pensamiento creador de mitos. Hasta el hombre primitivo,  inmerso en  lo  inmediato de sus percepciones, reconoce  la existencia de ciertos problemas que trascienden los fenómenos. Advierte el problema del origen y el problema del télos, de la finalidad y el propósito del ser. Reconoce el orden invisible de la justicia, que es mantenido por las costumbres, los usos y las instituciones; y vincula este orden invisible  con  el  orden  visible  que  comprende  la  sucesión  de  los  días  y  las  noches,  de  las estaciones y los años, tal como es mantenido por el sol. El hombre primitivo reflexiona, también, acerca de la jerarquía que existe entre las diversas fuerzas que reconoce en la naturaleza. En la Teología Menfita, que será expuesta en el capítulo I, los egipcios reducían la multiplicidad de la divinidad a una verdadera concepción monoteísta, espiritualizando el concepto de creación. No obstante, valían del  lenguaje del mito. Las doctrinas que se desprenden de dicho documento pueden ser llamadas “especulativas”, atendiendo a su intención, ya que no a su expresión. 

 

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Para dar un ejemplo, anticipémonos un poco a nuestros colegas y consideremos las diversas respuestas posibles al problema de saber cómo ha  llegado a ser el mundo. Algunos primitivos contemporáneos, los Shilluk, que tienen muchos puntos de contacto con los egipcios antiguos, responden de este modo: “En el principio era Ju‐ok, el Gran Creador, quien creó un gran vaca blanca, que surgió del Nilo y recibió el nombre de Deung Adok. La vaca blanca dio nacimiento a un niño, al que amamantó y dio el nombre de Kola”. Podemos decir, basándonos en este relato (y se conocen mucho de este tipo), que el hombre se satisface aparentemente con  hallar  una  forma  que  relacione  el  llegar  a  ser  con  un  acontecimiento  imaginado concretamente. No hay aquí el menor vestigio de pensamiento especulativo. En su  lugar, se tiene lo inmediato de la visión —que es concreta, incuestionable e incoherente. 

 Se adelanta un paso más cuando la creación no se imagina de manera puramente 

fantástica,  sino por  analogía  con  las  condiciones humanas.  Se  concibe  la  creación  como un nacimiento; la forma más simple es postular una primera pareja como progenitora de todo lo existente. Parece que para los egipcios, lo mismo que para los griegos y los maoríes, la primera pareja estaba compuesta por la tierra y el cielo. 

 El  paso  siguiente,  que  conduce  ya  hacia  el  pensamiento  especulativo,  es  dado 

cuando se concibe  la creación como  la acción de uno de  los progenitores. Puede concebirse como el nacimiento de una Gran Madre o de una diosa, como en Grecia, o de un demonio, como en Babilonia. Hay otra posibilidad: concebir la creación como el acto de un varón. En Egipto, por ejemplo, el dios Atum surgió por sí solo de las aguas primitivas y dio principio a la creación, a partir del caos, engendrando de sí mismo a la primera pareja de dioses. 

 

_______________  

En todos estos relatos de la creación, continuamos en el dominio del mito, a pesar de  que  ya  se  puede  discernir  cierto  elemento  especulativo.  Entramos  ya  en  la  esfera  del pensamiento especulativo —si bien en el pensamiento especulativo que crea mitos— cuando se dice que Atum fue el Creador; que sus primeros hijos fueron Shu y Tefnut, la Tierra y el Cielo; y que éstos, a su vez, dieron nacimiento a  los cuatro dioses del ciclo de Osiris, por medio de la cual se vincula la sociedad con las potencias cósmicas (ya que Osiris era, a la vez, el rey muerto y un dios). En este relato de la creación nos encontramos con un sistema cosmológico definido como resultado de la especulación. 

 El caso de Egipto no es un ejemplo aislado. Aun el propio caos se convierte en tema 

de  la  especulación.  Se  decía  que  las  aguas  primitivas  habían  sido  habitadas  por  ocho horripilantes criaturas, cuatro ranas y cuatro culebras, machos y hembras, quienes dieron a luz a Atum, el dios‐sol  y el  creador. Este  grupo de ocho  seres, este Ogdoad  (es el nombre del conjunto de ocho deidades primordiales, también llamadas "las almas de Thot", que constituían una entidad  indisoluble y actuaban  juntas, según  la mitología egipcia), no  formaba parte del orden creado sino del caos mismo, como sus nombres lo indican. La primera pareja la constituían Nun  y Naunet,  el  primitivo  e  informe Océano  y  la Materia  primitiva;  la  segunda  pareja  la integraban Huh y Hauhet, lo Indefinido y lo Ilimitado. Después venían Kuk y Kauket, las Tinieblas y la Oscuridad; y, finalmente, Amón y Amaunet, lo Recóndito y lo Secreto —probablemente, el viento—. Porque el viento “de donde quiere sopla, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde viene, ni a dónde vaya” (Juan, 3: 8). Aquí hay ya, con seguridad, pensamiento especulativo, sólo que a guisa de mito. 

 También en Babilonia, encontramos pensamiento especulativo, ya que se concibe 

al caos no como un Ogdoad amistoso y coadyudante que engendra al creador, el Sol, sino como 

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el  enemigo  de  la  vida  y  del  orden.  Después  de  que  Ti’  Amat,  la  Gran Madre,  dio  vida  a innumerables seres,  incluyendo entre ellos a  los dioses, estos últimos, dirigidos por Marduk, libraron un combate a muerte con ella, hasta vencerla y destruirla. Una vez desaparecida, se creó el universo existente. De este modo, los babilonios colocaron el conflicto y la oposición en la base misma de la existencia. 

 Así, encontramos en todo el antiguo Cercano Oriente el pensamiento especulativo 

bajo la forma de mito. Como hemos visto, la actitud que el hombre primitivo mantiene ante los fenómenos explica la forma creadora de mitos de su pensamiento. Sólo que, para comprender mejor sus características, es necesario considerar la manera más detallada la forma que dicho pensamiento adopta. 

 LA LÓGICA DEL PENSAMIENTO CREADOR DE MITOS 

 Hasta  ahora  hemos  procurado  mostrar  que,  para  el  hombre  primitivo,  los 

pensamientos no son autónomos, sino que están inmersos en la peculiar actitud mostrada hacia el mundo de los fenómenos, actitud que hemos llamado confrontación de la vida. En realidad, nos iremos dando cuenta de que las categorías de que nos servimos para juzgar generalmente no  resultan  aplicables  a  las  complejas  funciones  cerebrales  y  volitivas  que  constituyen  el pensamiento  creador  de mitos.  Con  todo,  se  justifica  el  empleo  del  término  “lógica”  en  el encabezado. Los antiguos dieron expresión a su “pensamiento emotivo” (si podemos llamarlo así) en término de causa y efecto; explicando los fenómenos en términos de tiempo, espacio y número.  La  forma  de  su  razonamiento  está  mucho  más  cerca  de  la  nuestra  de  lo  que comúnmente se cree. Estaban en posibilidad de razonar lógicamente; pero con frecuencia, no lo hacían con rigor. Porque  las abstracción que  implica una actitud puramente  intelectual es difícilmente compatible con lo que tenían por el aspecto más significativo de su experiencia de la realidad. Los investigadores que han presentado testimonios de que el hombre primitivo tenía un modo “prelógico” de pensar se refieren, probablemente, a las prácticas mágicas o religiosas; sin darse cuenta d que aplican, así, las categorías kantianas no a un razonamiento puro, sino a actos altamente emotivos. 

 Si  tratamos  de  definir  la  estructura  del  pensamiento  creador  de  mitos  y  de 

compararla con la del pensamiento moderno (esto es, científico), nos encontramos con que sus diferencias se deben más bien a la intención y a la actitud emotiva que a la llamada mentalidad prelógica. Fundamentalmente, la característica del pensamiento moderno es la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo. En esta distinción se basa el procedimiento crítico y analítico por medio del  cual  el  pensamiento  científico  reduce  progresivamente  los  fenómenos  individuales  a acontecimientos típicos sujeto a  leyes universales. De esta manera, crea un abismo cada vez mayor  entre  la  percepción  de  los  fenómenos  y  las  concepciones  que  nos  permiten comprenderlos. Observamos que el sol sale y se oculta, pero pensamos que es la tierra que se mueve  alrededor  del  sol.  Vemos  los  colores,  pero  los  explicamos  por  diferencias  en  las longitudes de onda de  la  luz. Soñamos con un pariente muerto, pero describimos esta visión como un producto de nuestro subconsciente. Aun cuando seamos incapaces, en lo personal, de probar  la  certeza  de  estas  explicaciones  científicas  casi  increíbles,  las  aceptamos,  porque sabemos que se puede comprobar que poseen un grado de objetividad mayor que el de nuestras impresiones sensibles. En cambio, en la experiencia primitiva no hay lugar para un análisis crítico semejante de las percepciones. El hombre primitivo no puede separarse de la presencia de los fenómenos, porque éstos se  le  revelan del modo que hemos descrito. De aquí que, para él, carezca de significado la distinción entre el conocimiento subjetivo y el objetivo. 

 Tampoco advierte el contraste que nosotros establecemos entre  la  realidad y  la 

experiencia.  Todo  lo  que  es  susceptible  de  afectar  su  entendimiento  o  su  voluntad  queda 

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establecido, en consecuencia y sin lugar a dudas, como real. Así, por ejemplo, no hay ninguna razón para que los sueños se consideren menos reales que las impresiones recibidas durante la vigilia. Al contrario, con frecuencia los sueños afectan mucho más que los sucesos monótonos de la vida cotidiana, de tal manera que parecen tener mayor significación, y no menor, que las percepciones comunes. Los babilonios, al igual que los griegos, buscaban la guía de la divinidad pasando  la noche en  lugares  sagrados, para esperar  la  revelación en  sueños. Asimismo,  los faraones referían que ciertos sueños los inducían a emprender determinados trabajos. También las alucinaciones son reales. En las crónicas oficiales de Assarhaddon de Asiria nos encontramos con  la descripción de monstruos  fabulosos —serpientes bicéfalas y aladas criaturas verdes— que habían sido vistas por las agotadas tropas durante las jornadas más penosas de su marcha a través del árido desierto del Sinaí. Recordemos que los griegos vieron surgir el Espíritu de la Llanura de Maratón, en la decisiva batalla contra los persas. En cuanto a monstruos, los egipcios del  Imperio  Medio,  tan  horrorizados  por  el  desierto  como  sus  descendientes  modernos, describieron dragones, grifos y quimeras,  lo mismo que gacelas,  zorras y otros animales del desierto. 

 Justamente  porque  no  hacían  distinciones  radicales  entre  los  sueños,  las 

alucinaciones y las visiones comunes, no separaban, de modo riguroso, lo vivo de lo muerto. La supervivencia  de  los  muertos  y  la  continuación  de  sus  relaciones  con  los  hombres  eran corrientemente aceptadas, porque los muertos seguían relacionados con la indudable realidad de las zozobras, esperanzas o resentimientos del hombre. Para la mente creadora de mitos, todo lo que ocurre en su mundo tiene la misma realidad. 

 Los símbolos son tratados de forma semejante. El primitivo hace uso de símbolos 

lo mismo que nosotros; pero no puede concebirlos como algo que simboliza dioses o fuerzas y que  a  la  vez  está  separado de  ellos, del mismo modo que no  puede  concebir una  relación establecida  mentalmente  —por  ejemplo,  la  semejanza—  como  algo  que  une  los  objetos comparados, pero que, al propio tiempo, está separado de ellos. Por  tanto, existe un enlace entre  el  símbolo  y  lo  que  este  significa,  como  existe  una  unión  entre  dos  objetos  que  son recíprocamente dependientes. 

 La curiosa forma del pensamiento pars pro toto (tomar, una parte por el todo), “la 

parte puede  representar al  todo”, se puede explicar de un modo semejante; un hombre, un mechón de pelo, o una  sombra pueden  tomarse por el hombre, debido a que, en cualquier momento, el primitivo cree que el mechón o la sombra están preñados de todo el significado del hombre. Tiene frente a sí un “tú” que muestra la fisionomía de su poseedor. 

 Ejemplo de este enlace entre el símbolo y  la cosa simbolizada es el considerar el 

nombre de una persona como parte esencial de ella misma —como si fuera, en cierto modo, idéntico  a  ella—.  Poseemos  numerosos  restos  de  vasijas  de  barro,  en  los  que  aparecen inscripciones, hechas por  los  reyes egipcios del  Imperio Medio, de  los nombres de  las  tribus hostiles  que  habitaban  en  Palestina,  Libia  y Nubia;  los  nombres  de  sus  gobernantes;  y  los nombres de algunos rebeldes egipcios. Estas vasijas eran solemnemente hechas pedazos en una ceremonia ritual, posiblemente al celebrar los funerales del antecesor del rey; y la finalidad del rito quedaba explícitamente establecida. Se trataba de que todos esos enemigos, que estaban obviamente  fuera del  alcance del  faraón, murieran.  Pero  si  dijéramos que  el  acto  ritual  de romper las vasijas era simbólico, incurriríamos en un error. Los egipcios creían que infligían un daño  real  a  sus  enemigos  cuando  destruían  sus  nombres.  Se  aprovechaba  la  ocasión  para lanzarles  un  hechizo  funesto  de  vastos  alcances.  Después  de  los  nombres  de  los  hombres hostiles, que iban acompañados de la imprecación “debe morir”, se añadían frases como éstas: “todo  pensamiento  pernicioso”,  “todo  rumor  perniciosa”,  “todo  sueño  pernicioso”,  “toda 

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intención perniciosa”, “toda  lucha perniciosa”, etc. Con hacer mención de esto, en  las vasijas que debían ser destruidas, se disminuía su poder real de dañar al rey o de menguar su autoridad. 

  Para  nosotros,  existe  una  diferencia  fundamental  entre  un  acto  y  una 

representación ritual o simbólica. Pero esta distinción carecía de sentido para los antiguos. Al describir  la  erección  de  un  templo, Gudea,  un  gobernante  de Mesopotamia,  habla  de  que moldeó un ladrillo en arcilla, de que purificó el sitio con fuego y de que consagró la plataforma con aceite. Cuando los egipcios decían que Osiris les había dado los elementos de su cultura, o cuando  los  babilonios  afirmaban  lo  mismo  de  Oannes,  incluían  entre  los  elementos  las herramientas  y  la  agricultura,  junto  con  las  prácticas  rituales.  Ambas  clases  de  actividades poseían el mismo grado de realidad. Carecería de sentido preguntarle a un babilonio si creía que el  fruto  de  su  cosecha  dependía  de  la  habilidad  de  los  cultivadores  o  de  la  representación correcta del festival de Año Nuevo. Ambas cosas eran esenciales para obtener el fruto. 

 Del mismo modo  que  se  le  reconocía  una  existencia  real  a  lo  imaginario,  los 

conceptos  podían  ser  substancializados.  Un  hombre  valeroso  o  elocuente  posee  estas cualidades casi en forma de substancias, de las que puede ser despojado o que puede compartir con otros. El concepto de “justicia” o de “equidad” se expresa en Egipto con el término ma’at. La boca del rey es el templo de ma’at. La personificación de ma’at es una diosa; pero, a la vez, se dice que los dioses “viven por ma’at”. Este concepto es representado muy concretamente: en el  rito diario,  se  les ofrecía a  los dioses una  figura de  la diosa,  junto  con otras ofrendas materiales, comida y bebida, destinadas a su sustento. Aquí nos encontramos con la paradoja del pensamiento creador de mitos. El pensamiento no conoce la materia muerta y se enfrenta a  un mundo  animado  en  toda  su  extensión,  es  incapaz  de  abandonar  la  perspectiva  de  lo concreto y convierte a sus propios conceptos en realidades existentes per se ("de por si", "por si mismo").  

 La concepción de  la muerte entre  los primitivos es un excelente ejemplo de esta 

tendencia hacia lo concreto. La muerte no es, como para nosotros, un acontecimiento —el acto o el hecho de morir, según nos informa el diccionario—. Se trata, en cierto modo, de una realidad substancial.  Así,  en  los  textos  inscritos  en  las  pirámides  egipcias,  encontramos  la  siguiente descripción del comienzo de las cosas:   

Cuando todavía no existía el cielo, Cuando todavía no existía el hombre, Cuando todavía no nacían los dioses, Cuando todavía no existía la muerte…  

El copero Siduri, al compadecerse de Gilgamesh en la Epopeya, usa exactamente los mismos términos: 

 Gilgamesh, ¿por qué te has extraviado? La vida que buscas nunca podrás hallarla. Porque cuando los dioses crearon al hombre, a la vez le dieron la muerte, y la vida La tuvieron en sus manos  

Se advierte, en primer lugar, que la vida se opone a la muerte, destacando, así el hecho de que se considera a la vida como interminable por sí misma. La vida sólo cesa por la intervención de otro fenómeno: la muerte. En segundo lugar, se nota el carácter concreto que se atribuye a la vida cuando se afirma que los dioses la tienen en sus manos. En todo caso, aun 

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cuando nos inclinemos a considerar esta frase como una mera figura retórica, es bueno tener presente que tanto a Gilgamesh como, en otro mito, a Adapa, se les ofrece una oportunidad de alcanzar la vida eterna por el simple hecho de comer la substancia de la vida. A Gilgamesh se le muestra el “árbol de la vida”, pero una serpiente se lo arrebata. Al entrar en el cielo se le ofrece a Adapa el pan y el agua de la vida, pero los rehusa, siguiendo el consejo del astuto dios Enki. En ambos casos, la asimilación de una substancia concreta habría dado la inmortalidad. 

 

_______________  Nos aproximamos así a la categoría de causalidad que, en el pensamiento moderno, 

tiene tanta importancia como la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo. Si, como hemos dicho antes,  la  ciencia  reduce  el  caos  de  las  percepciones  a  un  orden,  dentro  del  cual  los acontecimientos típicos ocurren de acuerdo con leyes universales, el instrumento de que se vale para convertir el caos en orden es, justamente, el postulado de la causalidad. El pensamiento primitivo reconoce naturalmente la relación de causa a efecto, pero le es imposible concebir la causalidad  como  una  operación  impersonal, mecánica  y  sujeta  a  leyes,  como  lo  hacemos nosotros. Al buscar las verdaderas causas, esto es, las causas que producen siempre los mismos efectos  dentro  de  las mismas  condiciones,  hemos  superado  el mundo  de  las  experiencias inmediatas. Debemos recordar que Newton descubrió el concepto de gravitación y las leyes que la rigen, partiendo de tres grupos de fenómenos que se encuentran enteramente desvinculados para  el  observador  que  se  atiene  a  su  simple  percepción:  la  caída  libre  de  los  cuerpos,  el movimiento de los planetas y la sucesión de la marea. La mentalidad primitiva, en cambio, no puede practicar una abstracción de esta magnitud partiendo de la realidad perceptible. Es más, no  quedaría  satisfecha  con  nuestras  ideas.  Pues  cuando  busca  una  causa,  no  se  pregunta: “¿Cómo?”,  sino “¿Quién?” Como el mundo de  los  fenómenos es un “tú” que  se enfrenta el hombre primitivo, éste no espera encontrar una  ley  impersonal que  regule  los procesos. Se interroga por la voluntad y la intención que ocasionan el acto. Si los ríos no fluyen, el primitivo no supone que sea la falta de lluvias en las montañas lejanas la que expliquen en forma adecuada tal calamidad. Cuando el río no fluye, es porque se rehusa a fluir. El río, o los dioses, deben estar encolerizados con el pueblo que depende de la inundación. A lo mejor, el río o los dioses tratan de comunicar algo al pueblo. Se necesita, pues, un acto especial. Sabemos que cuando no fluía el Tigris el rey Gudea iba a dormir al templo, para recibir en sueños la clave del significado de la sequía. En Egipto se llevaba un registro de los niveles alcanzados por las avenidas del Nilo desde las primeras épocas de la historia; pero, a pesar de ello, el faraón hacía ofrendas anuales al Nilo, en la época en que debía empezar a crecer. A estas ofrendas, que eran arrojadas al río, se añadía un documento, en el que se establecían, en forma de mandato o de convenio, las obligaciones que el Nilo adquiría en reciprocidad. 

 Por  lo tanto, nuestra concepción de  la causalidad no puede satisfacer al hombre 

primitivo, debido al carácter impersonal de sus explicaciones y a la generalidad de las mismas. El hombre moderno comprende los fenómenos a partir no de sus peculiaridades, sino de lo que los  convierte  en manifestaciones  de  leyes  generales.  Pero  una  ley  general  no  puede  hacer justicia al carácter individual de cada acontecimiento. Y es precisamente este carácter individual del  suceso  lo que el hombre primitivo experimenta más  intensamente. Podemos explicar  la muerte de un hombre por medio de  ciertos procesos  fisiológicos, pero el hombre primitivo preguntaría:  “¿Por  qué  muere  este  hombre,  así  en  este  momento?”  Nosotros  solamente podemos decir que, dadas estas condiciones, la muerte tiene que ocurrir indefectiblemente. El primitivo necesita encontrar una causa tan específica e individual como el acontecimiento que debe explicar. No se analiza intelectualmente el suceso; se le experimenta en su complejidad y en su individualidad, que van acompañadas por causas igualmente individuales. La muerte es la 

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manifestación  de  una  voluntad.  Por  lo  tanto,  el  problema  va  otra  vez  del  “¿Por  qué?”  al “¿quién?”, no al “¿cómo?”. 

   Esta explicación de la muerte como manifestación de una voluntad difiere de la 

que hemos expuesto hace poco, al decir que se  la consideraba casi como substancializada y como una creación especial. Aquí nos encontramos, por primera vez en estos capítulos, con una peculiar multiplicidad de consideraciones, características de  la mentalidad creadora de mitos. En la Epopeya de Gilgamesh, la muerte era algo específico y concreto; algo que se ha asignado a la humanidad. Su antídoto, la vida eterna, era también una substancia que se podía asimilar comiendo del árbol de la vida. Ahora nos encontramos con una nueva concepción según la cual la muerte es causada por una voluntad. Las dos interpretaciones no se excluyen mutuamente, pero tampoco están ligada entre sí como sería de desear. Desde luego, el hombre primitivo no aceptaría la validez de nuestras objeciones. Al no aislar los acontecimientos de sus circunstancias concurrentes, no trata de encontrar una explicación única, válida bajo cualesquiera condiciones. La muerte, considerada con cierta abstracción como un estado del ser, se concibe como una substancia inherente a todo cuanto está muerto o va a morir. Pero, considerada desde un punto de vista emotivo, la muerte es el acto de una voluntad hostil. 

 Encontramos este mismo dualismo en la interpretación de la enfermedad o de la 

culpa.  Cuando  se  arroja  al  desierto  a  la  víctima  expiatoria  que  carga  con  las  culpas  de  la comunidad, es evidente que  las culpas se conciben como algo substancial. Los textos médico primitivos explican que cierta fiebre es causada por una substancia “caliente” que se aloja en el cuerpo humano. El pensamiento creador de mitos substancializa una cualidad, estableciendo algunos de los casos en que se presenta como causa mientras en otros es efecto. Pero el calor que causa la fiebre también puede haber sido “deseado” al hombre por algún hechicero hostil o puede haber entrado en el cuerpo en la forma de un espíritu maligno. 

 Con frecuencia,  los espíritus malignos no son otra cosa que el mal concebido de 

modo substancial y dotado de voluntad. Más adelante éstos se llegan a especificar vagamente como “espíritus de los muertos”; pero, a menudo, esta explicación surge como una elaboración espontánea del concepto original, que no es otra cosa que la personificación incipiente del mal. Desde luego, este proceso de personificación puede desarrollarse mucho más, cuando el mal en cuestión  se  convierte  en un  foco de  interés  y  estimula  la  imaginación.  Entonces  surgen  los demonios que poseen una  individualidad acusada, como Lamashtu en Babilonia. También  los dioses nacen de esta manera. 

 Todavía podemos adelantar más y decir que los dioses, como personificación de las 

fuerzas naturales,  satisfacen  la necesidad del hombre primitivo por encontrar  causas que  le expliquen el mundo de  los fenómenos. Este aspecto de su origen puede reconocerse todavía algunas  veces,  en  las  complejas  deidades  de  épocas  posteriores.  Existen,  por  ejemplo, excelentes pruebas de que la gran diosa Isis fue, originalmente, el trono deificado. Sabemos que entre los africanos contemporáneos, relacionados estrechamente con los antiguos egipcios, la entronización del nuevo gobernante constituye el acto central del ritual de la sucesión. El trono es un  fetiche dotado del misterioso poder de  la majestad. El príncipe que se sienta en él  se convierte en rey. De aquí que el trono sea llamado “madre” del rey. El proceso de personificación encuentra en este punto de parida; las emociones comienzan a ser canalizadas y esto, a su vez, llevará  a  la  elaboración  de  un mito.  De  esta manera,  Isis,  “el  trono  que  hace  al  rey”,  se transforma en “la Gran Madre”, dedicada por completo a su hijo Horus y fiel, a través de todos los sufrimientos, a su marido Osiris —Isis es una figura que poseyó un atractivo poderoso para cualquier hombre, aun fuera de Egipto y, después de la decadencia de éste, para todo el Imperio Romano. 

 

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Sin embargo, el proceso de personificación  solamente  te afecta a  la actitud del hombre en una medida limitada. Al igual que Isis, la diosa‐cielo Nut fue considerada como una amorosa diosa‐madre; pero los egipcios del Nuevo Imperio disponían su ascensión al cielo sin tener en cuenta la voluntad o los actos de la diosa. Pintaban una figura de la diosa de tamaño natural, dentro del féretro; el cadáver se colocaba en sus brazos; y así quedaba asegurada  la ascensión al cielo del muerto. Pues la semejanza equivalía a compartir lo esencial y la imagen de Nut estaba unida a su prototipo. El muerto, colocado en su féretro, descansaba ya en el cielo. 

 En  los  casos  en  que  nosotros  no  advertimos  sino  asociaciones  mentales,  el 

pensamiento creador de mitos halla una conexión causal. Cada semejanza, cada contacto en el espacio o en el  tiempo, establece un vínculo entre dos objetos o acontecimientos, que hace posible considerar a uno de ellos como la causa de los cambios que se observan en el otro. No hay que olvidar que el pensamiento creador de mitos no necesita explicar un continuo para poder representarlo. Acepta una situación como inicial y otra como final, aunque no se conecten más que por la convicción de que la una surge de la otra. Así, por ejemplo, los antiguos egipcios, lo mismo que los maoríes contemporáneos, explican de la manera siguiente la actual situación del  cielo  y  la  tierra. Originalmente,  el  cielo  descansaba  sobre  la  tierra;  pero  ambos  fueron separados y el  firmamento  fue  levantado hasta ocupar su posición actual. En Nueva Zelanda esto fue hecho por su hijo; en Egipto, por el dios del aire, Shu, quien ahora se encuentra entre la tierra y el cielo. El firmamento es representado como una mujer que se inclina sobre la tierra con los brazos extendidos, mientras el dios Shu la sostiene. 

 Los  cambios  pueden  explicarse  de  manera  muy  sencilla  como  dos  estados 

diferentes, uno de los cuales proviene del otro, sin insistir en un proceso inteligente —en otras palabras, como una transformación o una metamorfosis—. Nos encontramos una y otra vez, con que este artificio se usa para explicar los cambios, sin que se requiera ninguna otra explicación ulterior. Por medio de un mito se explica que el sol, considerado como primer rey de Egipto, se encuentre después en el cielo. Se relata que el dios‐sol, Ra, llegó a cansarse de la humanidad, de modo que se sentó sobre la diosa‐cielo Nut, convertida en una enorme vaca que asentaba sus cuatro patas sobre la tierra. Desde entonces, el sol ha estado en el firmamento. 

 La  incoherencia  encantadora  del  relato  no  nos  permite  tomarlo  en  serio.  Nos 

inclinamos  siempre  a  tomar más en  serio  las explicaciones que  los hechos mismos. Pero el hombre primitivo no lo tomaba así. Sabía que el dios‐sol había gobernado a Egipto alguna vez; sabía también que el sol se halla ahora en el cielo. En el primer relato acerca de la relación entre el cielo y la tierra; en el segundo, se explica cómo se fue el sol al cielo y, además, se introduce la conocida imagen del firmamento como vaca. Todo esto le producía una satisfacción al creer que las imágenes y los hechos conocidos formaban un conjunto. Por lo demás, esto es lo que una explicación debe dar (véase lo expuesto en la p. 9). 

 La imagen de Ra sentado sobre la vaca celeste, además de ser un ejemplo del tipo 

no  especulativo  de  explicación  causal  que  satisface  a  la mentalidad  creadora  de mitos,  es también  un  ejemplo  de  la  tendencia manifestada  por  los  antiguos,  a  la  que  ya  nos  hemos referido. Como hemos visto, eran capaces de presentar, al mismo tiempo, diversas descripciones de fenómenos  idénticos, aun cuando se excluyeran mutuamente. Así, Shu  levanta a  la diosa‐cielo, Nut, de la tierra. En tanto que, en un segundo relato, Nut se levanta por sí sola, en forma de vaca. Esta representación de la diosa‐cielo es muy común, particularmente cuando se quiere destacar su aspecto de diosa‐madre. Es la madre de Osiris y, por lo tanto, de todos los muertos; pero,  a  la  vez,  es  también  la madre que da nacimiento,  cada noche,  a  las  estrellas  y,  cada mañana, al sol. Al enfocar  la procreación, el pensamiento de  los antiguos egipcios se expresó por medio de  imágenes bovinas. En el mito del sol y el cielo,  la  imagen de  la vaca celeste no aparece en su connotación original; la imagen de Nut como vaca evoca al enorme animal que se 

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levanta y eleva al sol hasta el cielo. Cuando la atención se concentra en que Nut da nacimiento al sol, éste es llamado el “becerro de oro” o “el toro”. Desde luego, también se podía considerar al cielo, no tanto en su relación con los cuerpos celestes o con los muertos que allí renacen, sino como un fenómeno cósmico en sí mismo. En este caso, se describía a Nut como descendiente del creador Atum, por intermedio de sus hijos, Shu y Tefnut, el Aire y la Humedad. Más tarde, se unió en matrimonio con la tierra. Cuando se la enfoca de este modo, Nut adquiere una forma humana. 

 De nuevo nos encontramos con que la concepción de los antiguos con respecto a 

un fenómeno difiere conforme al punto de vista. Los investigadores modernos no reprochan a los  egipcios  sus  aparentes  inconsecuencias  y  ponen  en duda  su  capacidad  para pensar  con claridad. Esta actitud no es más que una conjetura. Cuando se descubren los procesos seguidos por el pensamiento antiguo, su justificación es manifiesta. Porque, después de todo, los valores religiosos no son reducibles a fórmulas racionales. Independientemente de que los fenómenos naturales fueran personificados y convertidos en dioses, el hecho es que el hombre antiguo se enfrentaba a una presencia vida, a un “tú” significativo que, una y otra vez, excedía el dominio de  la definición conceptual. En tales casos, nuestro pensamiento y nuestro  lenguaje, que son flexibles,  califican  y  modifican  ciertos  conceptos,  tan  a  fondo  como  sea  necesario  para adecuarlos a la carga de expresión y significación que les imponemos. La mentalidad creadora de  mitos,  inclinada  hacia  lo  concreto,  expresaba  lo  irracional,  no  a  nuestro  modo  sino admitiendo  la validez simultánea de varios  tipos de explicación. Los babilonios, por ejemplo, rendían culto al poder generador de la naturaleza, de varias maneras: su manifestación en las lluvias y en las tempestades benéficas era imaginada en la forma de un pájaro con cabeza de león. En el caso de la fertilidad de la tierra se transformaba en una culebra. Pero en las estatuas, en las oraciones y en otros actos de culto se lo representaba como un dios de forma humana. Los egipcios de  la época primitiva  tenían a Horus, dios del  cielo, por deidad principal. Se  le representaba como un halcón gigante que cubría  la tierra con sus alas extendidas;  las nubes rosadas del orto y del ocaso formaban su abigarrado pecho, y el sol y la luna eran sus ojos, sin embargo,  también  se  imaginaban a este dios  como un dios‐sol,  ya que el  sol,  como  lo más poderoso del firmamento, era considerado naturalmente como una manifestación del dios y el hombre se enfrenta así  a la misma presencia divina adorada en el halcón que despliega sus alas sobre la tierra. No hay duda de que el pensamiento creador de mitos reconoce cabalmente la unidad  de  cada  fenómeno,  a  pesar  de  concebirlos  de maneras  tan  diferentes;  la  profusa multiplicidad  de  sus  imágenes  hace  justicia  a  la  complejidad  del  fenómeno.  Pero  el procedimiento  seguido  por  la mentalidad  creadora  de mitos  para  expresar  un  fenómeno, valiéndose  de  un  conjunto  de  imágenes  que  corresponden  a  distintos  puntos  de  vista  sin conexión entre sí, nos aleja claramente de nuestro postulado de  la causalidad; por medio del cual nos esforzamos por descubrir casusas idénticas para efectos también idénticos dentro del mundo de los fenómenos. 

 Advertimos en contraste semejante cuando pasamos de la categoría de causalidad 

a la de espacio. Del mismo modo que el pensamiento moderno trata de establecer causas como relaciones funcionales abstractas entre los fenómenos, así considera al espacio como un mero sistema de relaciones y funciones. Postulamos al espacio como infinito, continuo y homogéneo —atributos que no revela la simple percepción sensorial—. En cambio, el pensamiento primitivo no puede abstraer el  concepto de “espacio” de  su experiencia del espacio. Esta experiencia consta  de  lo  que  podemos  llamar  asociaciones  calificativas.  Los  conceptos  espaciales  del primitivo son orientaciones concretas, que se refieren a lugares que poseen un color emotivo; pudiendo ser familiares o ajenos, hostiles o amistosos. La comunidad sabe de la existencia de ciertos acontecimientos cósmicos, más allá del dominio de la simple experiencia individual, que imparten un significado particular a las regiones del espacio. El día y la noche dan al oriente y al occidente  una  correlación  con  la  vida  y  la  muerte.  El  pensamiento  especulativo  puede 

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desenvolverse con facilidad en relación con estas regiones que se hallan fuera de la experiencia directa, como, por ejemplo, los cielos o el mundo de las tinieblas. La astrología, Mesopotamia, se desarrolló como un extenso sistema de correlaciones entres los cuerpos celestes  y los sucesos ocurridos en el firmamento y en la tierra. De esta manera, también el pensamiento creador de mitos  logra establecer, al  igual que el pensamiento moderno, una coordinación en el sistema espacial;  sólo  que  este  sistema  no  es  determinado  por mediciones  objetivas,  sino  por  el reconocimiento  emotivo  de  valores.  El  grado  en  que  este  procedimiento  determina  la concepción primitiva del espacio quedará aclarado mejor con un ejemplo, al que se volverá a hacer  referencia en  los  capítulos  siguientes  como un  caso en que  se muestra  claramente el carácter de la especulación entre los antiguos. 

 En Egipto se decía que el creador había emergido de  las aguas del caos y había 

formado un montículo de tierra, sobre el cual pudiera asentarse. Esta colina primitiva, con  la que se  inició  la creación, se  localizaba tradicionalmente en el templo del sol de Heliópolis, ya que  el dios‐sol  era  considerado  comúnmente,  en  Egipto,  como  el  creador.  Pero  también  el Sanctum Sanctorum de cada templo era igualmente sagrado; cada deidad era —por el simple hecho de ser reconocida como divina— una fuente de poder creador. De aquí que el Sanctum Sanctorum pudiera identificarse siempre con la colina primitiva. Así, se decía del Templo de Filas, erigido en el siglo IV a.C.: “Este [templo] surgió cuando absolutamente nada existía y la tierra se encontraba aún sumida en la oscuridad y las tinieblas”. Lo mismo se afirmaba de otros templos. Los nombres de  los  grandes  santuarios de Menfis, Tebas  y Hermontis establecían de modo explícito que cada uno de ellos era  la “isla divina emergida primitivamente”, o usaban otras expresiones semejantes. Cada santuario poseía la cualidad esencial de la santidad original; así, al erigir un nuevo templo, se suponía que la santidad potencial del lugar se ponía de manifiesto. La equiparación con la colina primitiva se expresaba también en la arquitectura. Había que subir siempre  unos  cuantos  escalones  o  una  pequeña  rampa  para  pasar  del  atrio  o  vestíbulo  al Sanctum Sanctorum, el cual se encontraba, de este modo, en un nivel notablemente más alto que el resto del edificio. 

 Sin embargo, este enlace entre los templos y la colina primitiva no nos proporciona 

el  significado  cabal  que  los  antiguos  egipcios  atribuían  al  lugar  sagrado.  Las  tumbas  reales también se hacían coincidir con dicha colina. Los muertos., sobre todo si se trataba de un rey, tenían que renacer en el  futuro. Ningún sitio era más propicio, ningún  lugar prometía mejor ocasión para pasar con éxito la crisis de la muerte que la colina primitiva, el centro de las fuerzas creadoras en donde  se había  iniciado  la vida ordenada del universo. Por ello,  la  tumba  real adoptaba la forma de una pirámide, es decir, la estilización heliopolitana de la colina primitiva. 

 Para nosotros, esta concepción es enteramente  inaceptable. En nuestro espacio 

continuo y homogéneo cada lugar queda fijado de una manera inequívoca. Insistiríamos, por lo tanto, en que no puede haber sino un solo sitio en el cual haya surgido realmente la tierra firme de  las aguas del caos. Para  los egipcios tale objeciones serían meras sutilezas. Puesto que  los templos y  las  tumbas  reales eran  tan sagrados como  la colina primitiva y mostraban  formas arquitectónicas semejantes, compartían su esencia. Y sería insensato argumentar que sólo unos de  estos  monumentos  era  el  que  se  podía  considerar  como  la  colina  primitiva  con  más justificación que los otros. 

 De  modo  análogo,  consideraban  que  las  aguas  del  caos,  de  las  cuales  había 

emergido la vida, estaban en varios lugares, interviniendo algunas veces en la economía del país; sirviendo, otras veces, para completar la imagen del universo de los egipcios. Se suponía que las aguas del caos subsistían en  forma de un océano que  rodeaba a  la  tierra, ya que ésta había emergido de ellas y ahora flotaba en su superficie. Por lo mismo, dichas aguas estaban también en el subsuelo. En el cenotafio de Seti I (hijo de Ramsés I), en Abidos, el féretro fue colocado 

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sobre una isla con una doble escalera que imitaba el jeroglífico de la colina primitiva; dicha isla estaba rodeada de un canal, por el que corría constantemente agua del subsuelo. Así, el rey fue sepultado, y se suponía que resucitaría en el sitio de la creación. Sin embargo, las aguas del caos, el Nun, eran al propio tiempo las aguas del mundo de las tinieblas, que el sol y los muertos tenían que  cruzar.  Por  otra  parte,  las  aguas  primitivas  contenían  la  vida  en  potencia;  y  eran  por consiguiente, las aguas de la inundación anual del Nilo que renueva y revive la fertilidad de los campos. 

 Para  la mentalidad creadora de mitos,  la concepción del tiempo era, como  la del 

espacio, cualitativa y concreta, y no cuantitativa y abstracta. El pensamiento creador de mitos no  comprende  el  tiempo  como una duración uniforme o  como una  sucesión de momentos indiferentes, desde un punto de vista cualitativo. El concepto del tiempo, tal como se utiliza en nuestra matemática y en nuestra física, es tan extraño al hombre primitivo como el que forma el marco de nuestra historia. El hombre primitivo no abstraía un concepto del tiempo, a partir de la experiencia del tiempo. 

 Se ha puesto en claro —por ejemplo, Cassirer— que la experiencia del tiempo es 

sutil y muy rica aun para los pueblos de cultura rudimentaria. El tiempo es experimentado en la periodicidad y el ritmo de la vida humana, lo mismo que en la vida de la naturaleza. Cada fase en la vida del hombre —infancia, adolescencia, madurez, senectud— es un tiempo que posee cualidades peculiares. La transición de una fase a otra constituye una crisis en la cual el hombre es  auxiliado  por  el  enlace  con  su  comunidad,  por medio  de  los  ritos  apropiados  para  el nacimiento,  la  pubertad,  el  matrimonio  y  la  muerte.  Cassirer  ha  llamado  a  esta  peculiar concepción  del  tiempo —como  sucesión  de  fases  esencialmente  diferentes  de  la  vida—  el “tiempo biológico”. Desde las épocas remotas se han concebido las manifestaciones del tiempo en la naturaleza, la sucesión de las estaciones y los movimientos de los cuerpos celestes, como signos de un proceso vital que es semejante y está relacionado al de la vida humana. Pero ni aun así se los concibe como procesos “naturales”, en el sentido que nosotros les damos. Cuando hay un cambio, hay una causa; y esta causa, como hemos visto, es una voluntad. Así, por ejemplo, leemos en el Génesis que Dios estableció un pacto con las criaturas vivientes, prometiéndoles que el diluvio no se repetirá; y también que “serán todos los tiempos de la tierra; la sementera y la siega, y el frío y el calor, verano e invierno, y día y noche, no cesarán” (Génesis, 8:22). Tanto el orden del tiempo como el orden de la vida en la naturaleza (que son una y la misma cosa), son garantizados  libremente por  el Dios del Antiguo  Testamento,  en  la plenitud de  su poder;  y cuando se les considera en su totalidad, como un orden establecido, son concebidos también, en otra parte, como basados en el orden de la creación, como expresión de la voluntad de Dios. 

 También puede darse otra explicación que no se refiere a la sucesión de las fases 

en su conjunto, sino a  la  transición real de una  fase a otra —o sea, a  la sucesión real de  las fases—. La duración variable de la noche, el cambiante espectáculo de la aurora y del ocaso y las tormentas equinocciales no sugieren a la mentalidad creadora de mitos un cambio alterno y uniforme entre los “elementos” del tiempo. Más bien, señalan un conflicto, idea que se refuerza por la ansiedad del hombre, ya que éste depende por completo de las vicisitudes del templo y del cambio de las estaciones. Wensinck la denomina “concepción dramática de la naturaleza”. Cada mañana el sol vence a  las tinieblas y al caos, como ocurrió el día de  la creación y como ocurre, anualmente, el Día de Año Nuevo. Estos tres momentos se entrelazan; el primitivo tiene la sensación de que son esencialmente la misma cosa. Cada aurora, lo mismo que cada Día de Año Nuevo, repite la primera aurora del día de la creación; y, para la mentalidad creadora de mitos, cada repetición se vincula —o es prácticamente idéntica— al acontecimiento original. 

 Así tenemos, en la categoría del tiempo, un paralelo con el fenómeno advertido en 

la categoría del espacio cuando descubrimos que se piensa que ciertos  lugares arquetípicos, 

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como la colina primitiva, existen en varios sitios, ya que estos sitios comparten con su prototipo algunos de sus aspectos más importantes. Llamamos a este fenómeno enlace en el espacio. En el caso del tiempo, tenemos un ejemplo de enlace en un versículo egipcio que anatematiza a los enemigos del faraón. Hay que recordar que Ra, el dios‐sol, fue el primer gobernante de Egipto y que el faraón era, durante el tiempo de su reinado, una imagen de Ra. El versículo dice de los enemigos del rey: “Serán semejantes a la serpiente Apophis en la mañana del Año Nuevo.” La serpiente Apophis no es otra cosa que  la oscuridad hostil que es vencida por el sol todas  las noches cuando cruza el mundo de las tinieblas, desde el punto en que se pone en el occidente, hasta el lugar de su salida en el oriente. Pero ¿por qué los enemigos serán semejantes a Apophis en la mañana del Año Nuevo? La razón es ésta; las naciones de la creación, de la aurora cotidiana y del comienzo del nuevo ciclo anual se enlazan y culminan en las festividades del Año Nuevo. Por eso se invoca, esto es, se conjura, al Año Nuevo para hacer más poderoso al anatema. 

 Ahora bien, esta “concepción dramática de la naturaleza, que ve por dondequiera 

una lucha entre lo divino y lo demoníaco, entre las potencias cósmicas y las caóticas” (Wensinck), no deja al hombre en el papel de simple espectador. Se encuentra tan comprometido en ello y su bienestar depende tanto del resultado de esa lucha, que siente la necesidad de participar del lado de  las fuerzas benéficas, para contribuir a su triunfo. Por esto, tanto en Egipto como en Babilonia, encontramos que el hombre —esto es, el hombre que vive en sociedad— acompaña los principales cambios de la naturaleza con rituales apropiados. En Egipto y en Babilonia, el Año Nuevo daba ocasión a complicadas ceremonias, en  las cuales se representaban  los combates sostenidos por los dioses o se fingían batallas. 

 Debemos tener presente que tales ritos no eran meramente simbólicos; formaban 

parte integrante de los acontecimientos cósmicos y constituían la participación del hombre en dichos sucesos. En Babilonia, tres mil años antes de la época helénica, encontramos un festival de Año Nuevo que duraba varios días. En el curso de la celebración se recitaba la historia de la creación y  se  sostenía un  combate  ficticio, en el  cual el  rey  representaba al dios victorioso. Sabemos que en Egipto se sostenían batallas fingidas en diversos festivales conectados con la victoria sobre la muerte y el renacimiento o la resurrección: uno de ellos tenía lugar en Abidos, durante la Gran Procesión anual de Osiris; otro en víspera de Año Nuevo, al erigirse la columna del Djed (pilar que simbolizaba la "estabilidad"); otro más se celebraba, por lo menos en tiempo de Herodoto  (fue un historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C.), en Papremis, en el Delta. Por medio de esto  festivales, el hombre participaba en  la  vida de  la naturaleza. 

 El hombre arreglaba su propia vida o, por  lo menos,  la vida de  la sociedad a que 

pertenecían, de tal manera que la armonía con la naturaleza, la coordinación entre las fuerzas naturales y las sociales daba nuevo ímpetu a sus empresas y aumentaba sus probabilidades de obtener éxito. Desde  luego,  toda  la  “ciencia” de  los prestigios  tendía  a este objetivo. Pero, asimismo, existen casos definidos que ejemplifican la necesidad del hombre primitivo de actuar al  unísono  con  la  naturaleza.  Tanto  en  Egipto  como  en  Babilonia,  la  coronación  del  rey  se aplazaba hasta el momento en que el inicio de un nuevo ciclo en la naturaleza proporcionaba un punto de partida propicio para el nuevo reinado. En Egipto, la época adecuada podía ser al comenzar el verano, cuando el Nilo comenzaba a crecer, o en el otoño, cuando la inundación retrocedía  y  los  campos  fértiles  estaban  listos  para  recibir  la  semilla.  En  Babilonia,  el  rey principiaba  a  reinar  el Día  de Año Nuevo;  igualmente,  sólo  en  esa  ocasión  se  celebraba  la inauguración de un nuevo templo. 

 Esta  coordinación  deliberada  entre  los  sucesos  cósmicos  y  los  acontecimientos 

sociales muestra claramente que, para el hombre primitivo, el tiempo no significaba un sistema de referencia abstracto y neutral, sino una sucesión de fases recurrentes, cada una de las cuales 

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poseía un valor y un sentido peculiares. De nuevo nos encontramos, como en el caso del espacio, con ciertas “regiones” del tiempo que se apartan de  la experiencia directa y que constituyen poderosos estímulos para el pensamiento especulativo. Se trata del pasado remoto y del futuro. Ambos  pueden  convertirse  en  normativos  y  absolutos;  ambos  caen  entonces  fuera  del transcurso  temporal.  El  pasado  absoluto  no  vuelve,  ni  tampoco  es  posible  alcanzar gradualmente el futuro absoluto. El “Reino de Dios” puede irrumpir en cualquier momento en nuestro presente. Para los judíos el futuro es normativo. Para los egipcios, en cambio, el pasado era  normativo;  sin  que  ningún  faraón  pudiera  esperar  el  alcanzar  otra  cosa  que  llegar  a establecer las condiciones, “tal como existían en el comienzo, en tiempo de Ra”. 

 Sólo que, con esto, tocamos temas que serán tratados en los capítulos siguientes. 

Nuestro  propósito  era,  simplemente,  el  de  mostrar  cómo  pude  derivarse  la  “lógica”,  la estructura peculiar, del pensamiento creador de mitos del hecho de que el intelecto no funciona de manera  autónoma,  ya  que  nunca  puede  hacer  justicia  a  la  experiencia  fundamental  del hombre primitivo que consiste en enfrentarse a un “tú” significativo. Por esto, cuando el hombre primitivo se enfrenta a un problema intelectual dentro de las múltiples complejidades de la vida, nunca excluye los factores emotivos; de tal modo que las conclusiones obtenidas no construyen juicios críticos, sino imágenes complejas. 

 Los dominios a los que dicha imágenes se refieren no pueden separarse con nitidez. 

En esta obra nos esforzamos por ocuparnos, sucesivamente, del pensamiento especulativo en lo que se refiere a:  

 1) La naturaleza de universo, 2) La función del Estado, 3) Los valores de la vida 

 Con  todo  esto,  el  lector deberá  entender que nuestro  intento  de  distinguir  los 

demonios  de  la  metafísica,  de  la  política  y  de  la  ética  está  condenada  a  ser  un  artificio conveniente, pero sin significado profundo. Ya que, para el pensamiento creador de mitos,  la vida del hombre y la función del Estado, se encuentran encajadas en la naturaleza, y los procesos naturales son afectados por los actos del hombre, del mismo modo que la vida humana depende de  su  integración  armoniosa  con  la naturaleza.  El  llegar  a  experimentar  esta unidad  con  el máximo de  intensidad  es  el mayor bien  que podía otorgar  la  antigua  religión oriental.  Y  el concebir esta integración en la forma de un conjunto de imágenes intuitivas fue el designio del pensamiento especulativo en el antiguo Cercano Oriente.