El Retablo de Maese Pedro

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La aventura del retablo de maese Pedro Sun-Me Yoon Univ. Dangook La crítica parece estar de acuerdo en que la aventura del retablo de maese Pedro, junto con los capítulos referidos a los regidores rebuznadores (capítulos XXTV a XXVIII) de la Segunda Parte del Quijote, son uno de los pasajes escritos por Cervantes después de tomar conocimiento del Quijote de Avellaneda de 1614 1 . En la versión apócrifa, don Quijote interrumpe violentamente el ensayo de una comedia de Lope de Vega titulada El testimonio vengado, tal como lo hace don Quijote en la representación de títeres de maese Pedro en la obra de Cervantes. A primera vista, ambas aventuras son prácticamente iguales en su concepción: don Quijote sucumbe a la ilusión teatral y siguiendo los dictados de su locura caballeresca, irrumpe en la representación para defender la honra de una reina en Avellaneda y ayudar en el rescate de Melisendra en Cervantes. Desde Ortega y Gasset, quien manifestó que Cervantes representa en en este episodio "el mecanismo de la alucinación del lector o espectador de patrañas" 2 , y Menéndez Pidal, quien añadió que "la alucinación ante un espectáculo teatral era tema vulgar de anécdotas populares" 3 , ésta ha sido básicamente la interpretación que ha prevalecido acerca de este episodio 4 . Sin embargo, es posible darse cuenta al realizar una somera comparación entre el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda, que Cervantes sigue dos líneas claras de conducta con respecto a su "fuente": o bien denuncia todos los casos en que el falsario se aparta del Quijote de 1605 o bien se aleja él mismo ex-profeso de su imitador 5 . Por tanto, es demasiado apresurado concluir que la arremetida de don Quijote contra el retablo es el "lógico" resultado de una inmersión demasiado intensa en la ilusión teatral. Analizando el estado anímico de don Quijote y sus actitudes como receptor de la representación, se puede concluir que no se produce en don Quijote ninguna confusión entre realidad y ficción como se aparenta. Don Quijote se niega desde el primer instante a asumir el pacto ficcional y se mantiene alejado y objetivo. Como se intentará probar, don Quijote no sucumbe a la dramaticidad de la representación sino al texto dramático. La historia del rebuzno precede a la representación del retablo de Maese Pedro. ACTAS IX - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Sun-Me YOON. La aventura del retablo de maese Pedro

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La aventura del retablo de maese Pedro Sun-Me Yoon

Univ. Dangook

La crítica parece estar de acuerdo en que la aventura del retablo de maese Pedro,

junto con los capítulos referidos a los regidores rebuznadores (capítulos XXTV a XXVIII)

de la Segunda Parte del Quijote, son uno de los pasajes escritos por Cervantes después

de tomar conocimiento del Quijote de Avellaneda de 1614 1 . En la versión apócrifa,

don Quijote interrumpe violentamente el ensayo de una comedia de Lope de Vega

titulada El testimonio vengado, tal como lo hace don Quijote en la representación

de títeres de maese Pedro en la obra de Cervantes.

A primera vista, ambas aventuras son prácticamente iguales en su concepción: don

Quijote sucumbe a la ilusión teatral y siguiendo los dictados de su locura caballeresca,

irrumpe en la representación para defender la honra de una reina en Avellaneda y

ayudar en el rescate de Melisendra en Cervantes. Desde Ortega y Gasset, quien manifestó

que Cervantes representa en en este episodio "el mecanismo de la alucinación del

lector o espectador de patrañas"2, y Menéndez Pidal, quien añadió que "la alucinación

ante un espectáculo teatral era tema vulgar de anécdotas populares" 3 , ésta ha sido

básicamente la interpretación que ha prevalecido acerca de este episodio 4 .

Sin embargo, es posible darse cuenta al realizar una somera comparación entre

el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda, que Cervantes sigue dos líneas claras

de conducta con respecto a su "fuente": o bien denuncia todos los casos en que

el falsario se aparta del Quijote de 1605 o bien se aleja él mismo ex-profeso de

su imitador 5 . Por tanto, es demasiado apresurado concluir que la arremetida de don

Quijote contra el retablo es el "lógico" resultado de una inmersión demasiado intensa

en la ilusión teatral. Analizando el estado anímico de don Quijote y sus actitudes

como receptor de la representación, se puede concluir que no se produce en don

Quijote ninguna confusión entre realidad y ficción como se aparenta. D o n Quijote

se niega desde el primer instante a asumir el pacto ficcional y se mantiene alejado

y objetivo. Como se intentará probar, don Quijote no sucumbe a la dramaticidad

de la representación sino al texto dramático.

La historia del rebuzno precede a la representación del retablo de Maese Pedro.

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El conductor de armas que don Quijote encuentra en el camino cuenta en la venta

que dos regidores se pusieron de acuerdo en imitar los rebuznos de un asno para

encontrar un jumento perdido en los montes (cap. X X V ) . Si se centra la atención

en esta idea de acuerdo o pacto y de fingimiento e imitación, se puede ver que

actúan como señales anticipatorias de la representación del retablo.

Ambos regidores han asumido un código común, compuesto de un signo (el rebuzno)

que es una "parte" del referente total (el asno). Eso alude, por un lado, a la asunción

de un código ficcional y, por el otro, a la disociación entre voz y figura, elementos

que se darán en el retablo. La idea de "pacto" está contenida en el texto en las

palabras de uno de los regidores: "pero a trueco de haberos oído rebuznar con tanta

gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle [al

asno]" (p. 587) 6 . Como todo convenio o pacto, existe un trueque, un dar mutuo entre

ambas partes: en el terreno de la representación, el espectador consiente en participar

de la ilusión del espectáculo ("doy por bien empleado el trabajo") y el espectáculo

promete, entre otras cosas, entretenimiento ("rebuznar con tanta gracia").

Es muy sugestiva la ridicula confusión entre rebuznos imitados con rebuznos reales,

que es el contenido de esta historia, pues puede tratarse de una burla hacia aquellos

que caen fácilmente en la ilusión que es capaz de producir el arte. En este sentido,

puede funcionar como una advertencia para el lector de la aventura del retablo que

viene a continuación, como si le dijera que no sea "asno" como los ediles rebuznadores

y no se deje atrapar fácilmente por las apariencias del episodio del teatro de títeres.

De inmediato al finalizar esta historia, se hace presente maese Pedro con su mono

adivino y su retablo. A la apariencia misteriosa del maese que trae la mitad del

rostro cubierto, se agrega la compañía de un supuesto mono adivino que sorprende

a don Quijote, no menos que al lector, "adivinando" de buenas a primeras la identidad

del caballero andante y su escudero. Ante esta extraña habilidad del mono, Don Quijote

opina supersticiosamente que maese Pedro debe haber hecho pacto con el demonio.

Aquí se produce la segunda mención de pacto que antecede a la representación.

D o n Quijote parece percibir intuitivamente el misterio del poder creador de este

hombre que da vida a seres inanimados a través de su retablo. El pacto ficcional

tiene una aureola sobrenatural, pues en la peculiar relación simpatética que se establece

entre la ficción y su receptor se puede decir metafóricamente que el espectador o

el lector "vende su alma" cuando se introduce de lleno en la ficción que se le presenta.

Por un espacio de tiempo limitado, el lector o el espectador trueca su realidad presente

por otra existencia nueva e identificándose con el héroe o la heroína, que actúa como

un alter ego, cumple en la ficción los deseos imposibles de la realidad cotidiana.

En este sentido, el pacto ficcional puede ser metaforizado como una "relación demoníaca",

un "pacto fáustico", pues en verdad hay algo de sobrenatural en el poder del arte

de crear la ilusión de otros mundos. D e este modo, la historia de los rebuznos, la

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apariencia misteriosa de maese Pedro y la "virtud" del mono son elementos que preparan

al lector para adentrarse en el mundo de ficción del retablo.

A don Quijote le impresiona la habilidad del mono, que ha adivinado su identidad,

pero desconfía, pues sabe que hay farsantes que juegan con la credulidad de la gente

y trae a colación el caso de una señora y su perrilla de falda. Sin embargo, decide

poner bajo el arbitrio de la ciencia del animal el esclarecimiento de si fue verdad

o un sueño lo acontecido en la cueva de Montesinos. Este es un detalle sumamente

importante porque es un signo de que don Quijote ha entrado en una fase en la

que se da cuenta que la realidad es engañosa sin que él la trastoque con su fantasía.

Ha experimentado que la realidad escapa a su control y que puede sobrepasarlo aún

con su prosaica vulgaridad, como lo ha demostrado el encuentro, inesperadamente

grotesco, con Dulcinea transformada en una tosca labradora (cap. X de la Segunda

Parte). A partir de este momento, ya no le basta el propio convencimiento de su

ficción caballeresca, como se ve en el hecho de que necesita que el mono adivino

certifique la veracidad de lo que él ha visto en la cueva y que Sancho le crea a

pie juntillas. Sin embargo, la respuesta ambigua del mono no deja satisfecho a nadie:

"-El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio o pasó en la cueva

son falsas y parte verisímiles" (p. 591)

En el capítulo X X V I comienza la representación propiamente dicha. D o n Quijote

y sus compañeros han ocupado sus lugares como público y se han encendido las

"candelillas", que son las marcas que separan el ámbito de la ficción y el de la

realidad. Aparentemente, todos los presentes han asumido el pacto ficcional tácito

de aceptar la ilusión que se les ofrece a su vista.

Este pacto debido a las características de un retablo exige la aceptación de un

mayor número de convenciones. En primer lugar, en lugar de seres reales, suben

a escena simples títeres, muñecos sin voz ni expresión y con mínimas posiblidades

de movimiento. Todo en ellos es puro significante, no tienen vida fuera de la escena

y casi se podría decir que conforman parte del decorado, pues su tarea es semejante

a un telón de fondo que ilustra desde un segundo plano la representación, que más

que tal es una narración. D e aquí se desprende la segunda convención, que es la

de mirar a los títeres y hacer como si el muchacho que narra no existiera corporalmente

y escuchar sólo su voz de "trujamán".

Estas convenciones imponen más mediaciones entre la ficción representada y el

público, reduciendo proporcionalmente la ilusión de realidad en acción. Si a esto

agregamos que don Quijote, por experiencias pasadas está más cauto e inseguro de

sus facultades para discernir la verdad o la falsedad de una realidad engañosa y que

además siente desconfianza hacia las artes de maese Pedro, no es de extrañar que

don Quijote esté en guardia contra toda posiblidad de sugestión demasiado intensa

del retablo. Por otro lado, sabemos que don Quijote no es un público novato en

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representaciones teatrales 7. Todos estos detalles y especialmente su manera de romper

por dos veces el clima de la representación son indicios de que don Quijote no asume

el pacto de ficción y se mantiene todo el tiempo alejado y objetivo.

¿Cómo encaja esto con el hecho de que don Quijote sucumba a la ilusión al grado

de introducirse como un personaje más en el punto culminante de la representación?

Pues, porque don Quijote no sucumbe a la ilusión teatral sino al texto dramático

que emite el muchacho ayudante de maese Pedro, esa voz incorpórea que narra la

ficción. Don Quijote no presta atención a los muñecos sino que sólo está atento

a lo que escucha. Dicho de otra manera, no funde en una sola línea el texto con

la representación.

Su primera interrupción es una crítica al modo de narrar, reclamándole al muchacho

que evite las disgresiones: "seguid vuestra historia en línea recta, y no os metáis

en las curvas o transversales" (p. 593). Se trata de una observación de estilo, que

nada tiene que ver con la representación propiamente dicha.

La segunda interrupción está referida al efecto especial de las campanadas y es

una crítica al principio de la verosimilitud: "En esto de las campanadas anda muy

impropio maese Pedro, porque entre los moros no se usan campanas sino atabales

y un género de dulzainas [...] y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda es

un gran disparate" (p. 595). Se trata de una observación escenográfica que está dirigida

a maese Pedro, el autor de la puesta en escena, y que nada tiene que ver con la

acción dramática.

Sin embargo, a pesar de todas las prevenciones de don Quijote que lo mantienen

al margen de la ilusión de la representación, en la línea de la narración están contenidas

las palabras claves que detonarán psicológicamente la explosión de su locura: la mención

de Zaragoza, a donde se dirige para participar en unas justas; la mención de la espada

Durandina que Roldan no quiere prestar a Gaiferos y que le recuerda a Durandarte,

el caballero encantado en la cueva de Montesinos; la determinación de Gaiferos de

que "él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más

hondo centro de la tierra", que le recuerda la visión de Dulcinea esperando a ser

desencantada en la sima de Montesinos; el brinco de Melisendra sobre el caballo,

"a horcajadas como hombre", que le recuerda la imagen de la grosera labradora Aldonza,

su supuesta Dulcinea, subiéndose del mismo modo a su borrica (cap. X); y el faldellín

que se queda colgando ridiculamente de los barrotes del balcón 8 , que le recuerda

la falda que le ofrece una de las doncellas de Dulcinea encantada a cambio de seis

reales destinados a solventar las necesidades económicas de su dama en la cueva.

Se trata de un aspecto materialista que rebaja a su ideal al nivel de los mortales

más vulgares 9 .

Como se puede apreciar, estos detalles de la representación del romance se relacionan

con lo que ha visto y vivido don Quijote en su viaje a la cueva de Montesinos,

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que es, sobre todas las cosas, un descenso a las profundidades de su propia alma.

Las visiones de la cueva son un sueño en donde, en los mejores términos freudianos,

se expresan las identificaciones, los deseos y los temores de don Quijote 1 0 . Está claro

que su mayor miedo es que no poder desencantar a Dulcinea y que quede siendo

Aldonza para siempre, pues la locura caballeresca que ha asumido para sí no se

sostiene sin la que es el sostén de sus armas. Sin embargo, en la medida que él

sale de la cueva dejando las cosas como están, sin poder liberar a su dama y a

los otros prisioneros, la duda en la propia capacidad de lograr la restauración de

la caballería en el mundo no sólo permanece sino que se ha acrecentado y lo persigue

de manera aún más obsesiva. Siguiendo esta línea de razonamiento, su violenta irrupción

en la representación del retablo no es un nuevo asalto de su locura caballeresca detonada

por la extrema ilusión teatral sino una explosión de su fuero interno, en un arrebatado

intento de destruir los temores y dudas de su espíritu que lo han comenzado a acosar

con fuerza desde que ha salido de la cueva.

Hemos visto que Don Quijote viola desde el inicio las exigencias del pacto ficcional

rehusándose a participar en la ilusión de la representación y se mantiene como un

observador crítico y externo. En este sentido la destrucción del retablo, y por ende,

de la ilusión de la representación, puede verse como una acción acorde, pero extrema,

de la actitud de desapego que ha mantenido desde el principio hacia la dramatización.

La prueba de que don Quijote ha disociado representación y texto narrativo, sucumbiendo

sólo a los disparadores psicológicos de este último, es que después que ha vuelto

sobre sus cabales, diferencia claramente la Melisendra del romance de la Melisendra

del retablo, mero títere, y se niega a pagar el precio que le exige maese Pedro: "no

hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra

desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su

esposo a pierna tendida" (p. 598).

A primera vista, la aventura del retablo de maese Pedro y su violento final pareciera

ser el lógico resultado del mecanismo de la locura de don Quijote, que es cuerdo

mientras no le salgan al paso con algo tocante a la caballería, en este caso una dueña

en peligro; o pudiera entenderse como un caso típico de sugestión extrema de realismo

producida por una ficción, como ocurre con personajes sumamente ingenuos como

el protagonista de Fausto del escritor argentino Estanislao del Campo. Sin embargo,

como hemos tratado de demostrar, la reacción de don Quijote tiene más matices.

N o es el ver la acción dramática que se lleva a cabo en el escenario lo que dispara

su locura sino el escuchar la narración del muchacho-trujamán. Y dentro de la ficción

romancística que narra el muchacho, las palabras que detonan su ciega arremetida

contra los títeres se relacionan directa o indirectamente con Dulcinea. Esto es porque

desde el encuentro con la dama de su corazón convertida en una vulgar labradora

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y las poco reconfortantes visiones de la cueva de Montesinos, don Quijote se encuentra

en un estado de profunda tensión interior, pues su fantasía caballeresca ha sufrido

sutiles pero certeros golpes. Su mayor anhelo es liberar a Dulcinea del encantamiento

y las enormes ganas de hacerlo lo llevan a sentirse a tal punto identificado con Gaiferos

y su empresa de rescate como para hacerlo irrumpir dentro de la representación.

Sin embargo, es llamativo que lo haga de esa manera violenta y destructiva precisamente

cuando Melisendra ya ha sido liberada por su esposo y ambos se escapan cabalgando.

La ciega arremetida de don Quijote, que ha sido tocado en las fibras más íntimas

de su alma por ciertos pormenores del texto dramático, es también un desesperado

intento de borrar los fantasmas y las dudas que asaltan su corazón.

En el aspecto estructural, dentro de la unidad de la novela, la aventura del retablo

constituye un pasaje de transición en el tipo de aventuras con las que se enfrentará

don Quijote. En la Primera Parte de la novela, don Quijote era dueño y creador

de sus aventuras. Su locura era la que actuaba sobre la realidad, transformándola.

En esta Segunda Parte, en cambio, don Quijote se encuentra con que los planos

de la realidad y la ficción se intercambian y superponen, fuera de su control, como

caras de una misma moneda. El primer paso es el encuentro con Aldonza, su supuesta

Dulcinea, en el que la realidad cotidiana, hasta ahora pasiva y moldeable según su

fantasía, sobrepasa irónicamente su propia capacidad de fantasía y se le impone

brutalmente. A partir de entonces, su locura sufre una transformación: ya no hay

error de percepción en cuanto a las formas de las cosas: el barco es un barco, el

león es un león, la venta es una venta.

El segundo paso de esta transformación es el retablo de maese Pedro. Si antes

don Quijote creaba una ficción frente a la realidad, ahora crea una realidad a partir

de la ficción. Realidad y ficción se invierten, al menos momentáneamente, pero en

aventuras posteriores se confunden por completo para don Quijote, pues no podrá

darse cuenta de que aventuras que él cree reales son en realidad creaciones artificiosas

de otros personajes. D o n Quijote es responsable sólo a medias de la aventura del

retablo, únicamente en la medida de su reacción intempestiva. La otra mitad de la

responsabilidad la tiene maese Pedro, quien es en realidad Ginés de Pasamonte, el

picaro liberado por don Quijote en la aventura de los galeotes del libro primero,

como se revela en el capítulo XXVII. Ginés de Pasamonte es un personaje que posee

capacidad creativa, como escritor de su propia vida de picaro y como autor del retablo.

Además tiene conocimiento de la locura de don Quijote, por lo cual arma toda la

farsa del mono adivino. Estas dos características, capacidad creativa y conocimiento

de la locura del caballero andante, son precisamente las que tienen en común todos

aquellos personajes que le fabricarán aventuras a nuestro caballero andante en los

capítulos posteriores. Dicho de otro modo, la esencia teatral del retablo y la intromisión

de don Quijote como un personaje más de la historia representada son una prefiguración

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de situaciones futuras, en las que don Quijote se convertirá en actor involuntario de aventuras montadas adrede, y por ende, en espectáculo para un público que lo contempla, como son los duques.

NOTAS

1 Algunos son Albert A. Sicroff, "La segunda muerte de don Quijote como respuesta de Cervantes a Avellaneda", Nueva Revista de Filología Hispánica, XXTV, 2 (1975), pp. 267-91; Nicolás Marín, "Cervantes frente a Avellaneda: la Duquesa y Bárbara" [1981], recogido en Estudios literarios sobre el Siglo de Oro, Granada: Universidad de Granada, 1988, pp. 273-78; Carlos Romero, "Nueva lectura de El retablo de maese Pedro", Actas del I Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 95-97.

2 José Ortega y Gasset, Meditaciones del "Quijote" [1914], Madrid, Cátedra, 1984, p. 208. 3 Ramón Menéndez Pidal, "Un aspecto de la elaboración del Quijote", De Cervantes a

Lope de Vega, Madrid, Espasa-Calpe, 1948, 4 a edición, pp. 45-46. 4 El pasaje del retablo de maese Pedro ha sido objeto de análisis muy ricos y convincentes,

siendo visto como la dramatización literal de la relación de autor, narradores, personajes y lectores (George Haley, "El narrador en Don Quijote: el retablo de maese Pedro" [1968], recogido en Haley (ed.), El Quijote de Cervantes, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 269-299); o como el desarrollo del tema de la creación literaria, uno de los más caros a Cervantes (Elena Percas de Ponseti, "El retablo de maese Pedro. El creador a imagen del diablo o la imagen de Dios", cap. IX de Cervantes y su concepto del arte. Madrid, Gredos, 1975, pp. 584-603), para citar sólo dos ejemplos.

5 Como lo notara Menéndez Pidal, Cervantes opera "por repulsión" a su fuente ("Un aspecto...", p. 42.) Carlos Romera Muñoz afirma lo mismo en "Nueva lectura de "El retablo de Maese Pedro", Actas I Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Barcelona, 1990, pp. 95-130, en donde estudia en detalle los motivos del episodio que remiten al Quijote de Avellaneda.

6 Las citas de la obra proceden de la edición de Celina Sabor de Cortázar e Isaías Lemer, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2 a edición, Buenos Aires, Editorial Abril, 1983.

7 "... porque desde muchacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula." (capítulo XI, Segunda Parte, p. 500)

8 Puede objetarse que este detalle último detalle es esencialmente escénico, puesto que el faldellín que se engancha en los fierros del balcón es en realidad un accidente, un imprevisto que se produce en el manejo del títere que representa a Melisendra, pero de todas maneras, como todo el resto, está gráficamente descrito por el ayudante de maese Pedro, que lo incorpora de manera de manera muy natural a su discurso dramático.

9 Así lo ve también Edward Riley en Introducción al "Quijote", Barcelona, Crítica, 1990, 169-174.

10 véase Edward Riley, "Metamorfosis, mito y sueño en la cueva de Montesinos", recogido en La rara invención. Estudios sobre Cervantes y su posteridad literaria, Barcelona, Crítica, 2001, pp. 89-105.

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