El Sexo Débil

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El sexo débil: La foto que tengo delante parece sacada de una película de horror. Muestra a seis jovencitas de Bangladesh, dos de ellas todavía niñas, con las caras destrozadas por el ácido sulfúrico. Una de ellas ha quedado ciega y oculta las cuencas vaciadas de sus ojos tras unos anteojos oscuros. No quedaron convertidas en espectros llagados por un accidente ocurrido en un laboratorio químico; son víctimas de la crueldad, la imbecilidad, la ignorancia y el fanatismo conjugados. Gracias a organizaciones humanitarias han salido de su país y llegado a Valencia, donde, en el hospital Aguas Vivas, serán operadas y tratadas. Pero, basta verles las caras para saber que, no importa cuán notable sea lo que hagan por ellas cirujanos y psicólogos, la vida de estas muchachas será siempre infinitamente desgraciada. La doctora Luna Ahmend, de Dhaka, que las acompaña, explica que rociar ácido sulfúrico en las caras de las mujeres bangladesíes es una costumbre todavía difícil de erradicar en su país, donde se registran unos 250 casos cada año. Recurren a ella los maridos irritados por no haberles aportado la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con quienes la novia adquirida mediante negociación familiar se negó a casarse. El ácido sulfúrico se lo procuran en las gasolineras. Los victimarios rara vez son detenidos; si lo son, suelen ser absueltos gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco es grave, pues la multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una mujer es apenas de cuatro o cinco dólares. ¿Quién no

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Mario Vargas llosa

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El sexo débil: La foto que tengo delante parece sacada de una

película de horror. Muestra a seis jovencitas de Bangladesh, dos de

ellas todavía niñas, con las caras destrozadas por el ácido sulfúrico.

Una de ellas ha quedado ciega y oculta las cuencas vaciadas de sus

ojos tras unos anteojos oscuros. No quedaron convertidas en

espectros llagados por un accidente ocurrido en un laboratorio

químico; son víctimas de la crueldad, la imbecilidad, la ignorancia y el

fanatismo conjugados.

Gracias a organizaciones humanitarias han salido de su país y llegado

a Valencia, donde, en el hospital Aguas Vivas, serán operadas y

tratadas. Pero, basta verles las caras para saber que, no importa cuán

notable sea lo que hagan por ellas cirujanos y psicólogos, la vida de

estas muchachas será siempre infinitamente desgraciada. La doctora

Luna Ahmend, de Dhaka, que las acompaña, explica que rociar ácido

sulfúrico en las caras de las mujeres bangladesíes es una costumbre

todavía difícil de erradicar en su país, donde se registran unos 250

casos cada año. Recurren a ella los maridos irritados por no haberles

aportado la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con

quienes la novia adquirida mediante negociación familiar se negó a

casarse. El ácido sulfúrico se lo procuran en las gasolineras. Los

victimarios rara vez son detenidos; si lo son, suelen ser absueltos

gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco es grave, pues la

multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una mujer

es apenas de cuatro o cinco dólares. ¿Quién no estaría dispuesto a

sacrificar una suma tan módica por el delicioso placer de una

venganza que, además de desfigurar a la víctima, la estigmatiza

socialmente?

Esta historia complementa bastante bien otra, que conocí anoche, por

un programa de la televisión británica sobre la circuncisión femenina.

Es sabido que es una práctica extendida en África, sobre todo en la

población musulmana, aunque también, a veces, entre cristianos y

panteístas. Pero yo no sabía que se practicaba en la civilizada Gran

Bretaña, donde, quien maltrata a un perro o un gato va a la cárcel. No

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así quien mutila a una jovencita, extirpándole o cauterizándole el

clítoris y cortándole los labios superiores de la vagina, siempre que

tenga un título de médico-cirujano. La operación cuesta cuarenta

libras esterlinas y es perfectamente legal, si se realiza a solicitud de

los padres de la niña. La razón de ser del programa era un proyecto

de ley en el Parlamento para criminalizar esta práctica.

¿Se aprobará? Me lo pregunto, después de haber advertido la infinita

cautela con que la portavoz de las organizaciones de derechos

humanos que promueven la prohibición, presentaba sus argumentos.

Parecía mucho más empeñada en no ofender la susceptibilidad de las

familias africanas y asiáticas residentes en el Reino Unido que

circuncidan a sus hijas, que en denunciar el salvajismo al que se trata

de poner fin. En cambio, quien discutía con ella, no tenía el menor

pudor ni escrúpulo en exigir que se respeten los derechos de las

comunidades africanas y asiáticas de Gran Bretaña a preservar sus

costumbres, aun cuando, como en este caso, colisionen con "los

principios y valores de la cultura occidental".

Era una dirigente somalí, vestida con un esplendoroso atuendo étnico

-túnicas y velos multicolores-, que se expresaba con desenvoltura, en

impecable inglés. No cuestionó una sola de las pavorosas estadísticas

sobre la extensión y consecuencias de esta práctica en el continente

africano, compiladas por las Naciones Unidas y distintas

organizaciones humanitarias. Reconoció que millares de niñas

mueren a causa de infecciones provocadas por la bárbara operación,

que llevan a cabo, casi siempre, curanderos o brujos, sin tomar las

menores precauciones higiénicas, y que muchísimas otras

adolescentes quedan profundamente traumatizadas por la mutilación,

que estropea para siempre su vida sexual.

Su inamovible línea de defensa era la soberanía cultural. ¿Ha

terminado ya la era del colonialismo, sí o no? Y, si ha terminado, ¿por

qué va a decidir el Occidente arrogante e imperial lo que conviene o

no conviene a las mujeres africanas? ¿No tienen éstas derecho a

decidir por sí mismas? En apoyo de su tesis, mostró una encuesta

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hecha por las autoridades de Somalia, entre la población femenina

del país, preguntando si debía prohibirse la circuncisión de las niñas.

El noventa por ciento respondió que no. Explicó que una costumbre

tan arraigada no debe ser juzgada en abstracto, sino dentro del

contexto particular de cada sociedad. En Somalia, una muchacha que

llega a la edad púber y conserva sus órganos sexuales intactos es

considerada una prostituta y jamás encontrará marido, de modo que,

lo haya sido antes o no, terminará de todas maneras prostituyéndose.

Si una gran mayoría de somalíes cree que la única manera de

garantizar la virtud y la austeridad sexual de las mujeres es

circuncidando a las niñas, ¿por qué tienen los países occidentales que

interferir y tratar de imponer sus propios criterios en materia de sexo

y moralidad?

Es posible que la ablación del clítoris y de los labios superiores de la

vagina prive para siempre a esas jóvenes de goce sexual. Pero ¿quién

dice que el goce sexual sea algo deseable y necesario para los seres

humanos? Si una civilización religiosa desprecia esa visión hedonista

y sensual de la existencia, ¿por qué tendrían las otras que

combatirla? ¿Simplemente porque son más poderosas? Además, ¿no

es el goce sexual algo de la exclusiva incumbencia de la interesada y

su marido? Al final de su alegato, la beligerante ideóloga hizo una

concesión. Dijo que en Somalia se intenta ahora, mediante campañas

publicitarias, persuadir a los padres que, en vez de recurrir a

practicantes y chamanes, lleven a sus hijas a circuncidarse a los

dispensarios y hospitales públicos. Así, habrá menos muertes por

infección en el futuro.

Lo fascinante de esta exposición no era lo que la expositora decía,

sino, más bien, su absoluta ceguera para advertir que casi todos los

testimonios del documental, ilustrando los atroces corolarios de la

circuncisión femenina, que rebatían de manera flagrante su

argumentación, no provenían de arrogantes colonialistas europeas,

sino de mujeres africanas y asiáticas, a quienes aquella operación

había afectado física y psicológicamente como las más sangrientas

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torturas a ciertos perseguidos políticos. En el testimonio de todas

ellas -de alto o de escaso nivel cultural- había una dramática protesta

contra la injusticia que les fue infligida, cuando no podían defenderse,

cuando ni siquiera imaginaban que cabía, para las mujeres, una

alternativa, una vida sin la mutilación sexual. ¿Eran menos africanas

que ella estas somalíes, sudanesas, egipcias, libias, por haberse

rebelado contra una salvaje manifestación de "cultura africana" que

malogró sus vidas?

El multiculturalismo no es una doctrina que naciera en Africa, Asia ni

América Latina. Nació lejos del Tercer Mundo, en el corazón del

Occidente más próspero y civilizado, es decir, en las universidades de

Estados Unidos y de Europa Occidental, y sus tesis fueron

desarrolladas por filósofos, sociólogos y psicólogos a los que animaba

una idea perfectamente generosa: la de que las culturas pequeñas y

primitivas debían ser respetadas, que ellas tenían tanto derecho a la

existencia como las grandes y modernas. Nunca pudieron sospechar

la perversa utilización que se llegaría a hacer de esa idealista

doctrina. Porque, si es cierto que todas las culturas tienen algo que

enriquece a la especie humana, y que la coexistencia multicultural es

provechosa, de ello no se desprende que todas las instituciones,

costumbres y creencias de cada cultura sean dignas de igual respeto

y deban gozar, por su sola existencia, de inmunidad moral. Todo es

respetable en una cultura mientras no constituya una violación

flagrante de los derechos humanos, es decir de esa soberanía

individual que ninguna categoría colectivista -religión, nación,

tradición- puede arrollar sin revelarse como inhumana e inaceptable.

Este es exactamente el caso de esa tortura infligida a las niñas

africanas que se llama la circuncisión. Quien la defendía anoche con

tanta convicción en la pantalla pequeña no defendía la soberanía

africana; defendía la barbarie, y con argumentos puestos en su

cerebro por los modernos colonialistas intelectuales de su odiada

cultura occidental.