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Capítulo 7 A la hora del desayuno, el profesor This Aster seguía sin recordar si había protagonizado una aventura nocturna en Oléhonia. Su memoria no parecía dispuesta a satisfacer su curiosidad. Sin embargo, se sentía sereno, lo que podría hacerle pensar que su conflicto interior había quedado resuelto o que, por lo menos, así le convenía creerlo. Como los obreros enviados por la Fundación estaban por todos lados, afanándose en su tarea e impidiendo cualquier otra cosa que no fuera el refugiarse en una tienda, a cobijo de sus idas y venidas continuas, decidieron mantener una reunión en la del doctor Hespa Vilado. Allí, se quedaron toda la mañana, sostenidos por el buen humor del profesor Gud Mann y el entusiasmo contagioso del doctor Granh Dullón, perfilando pormenores y discutiendo hasta el más mínimo detalle. Cuando cesó la actividad frenética de los obreros, poco antes de la hora de la comida, el profesor This Aster abandonó la tienda para dar un paseo hasta el borde de la sima. El ascensor y los equipos de descenso se habían esfumado como por arte de magia. Sólo quedaba el agujero, del que no había sido retirado, por motivos obvios, el refuerzo, expresamente construido para impedir su desmoronamiento ni el vallado a su alrededor. El profesor This Aster sintió una especie de tristeza, al contemplar el desolado aspecto, tras la deconstrucción que había sufrido el campamento. Tenía la sensación de encontrarse en el interior de una nevera vacía.

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Capítulo 7

A la hora del desayuno, el profesor This Aster seguía sin recordar si había protagonizado una aventura nocturna en Oléhonia. Su memoria no parecía dispuesta a satisfacer su curiosidad. Sin embargo, se sentía sereno, lo que podría hacerle pensar que su conflicto interior había quedado resuelto o que, por lo menos, así le convenía creerlo.

Como los obreros enviados por la Fundación estaban por todos lados, afanándose en su tarea e impidiendo cualquier otra cosa que no fuera el refugiarse en una tienda, a cobijo de sus idas y venidas continuas, decidieron mantener una reunión en la del doctor Hespa Vilado. Allí, se quedaron toda la mañana, sostenidos por el buen humor del profesor Gud Mann y el entusiasmo contagioso del doctor Granh Dullón, perfilando pormenores y discutiendo hasta el más mínimo detalle.

Cuando cesó la actividad frenética de los obreros, poco antes de la hora de la comida, el profesor This Aster abandonó la tienda para dar un paseo hasta el borde de la sima. El ascensor y los equipos de descenso se habían esfumado como por arte de magia. Sólo quedaba el agujero, del que no había sido retirado, por motivos obvios, el refuerzo, expresamente construido para impedir su desmoronamiento ni el vallado a su alrededor.

El profesor This Aster sintió una especie de tristeza, al contemplar el desolado aspecto, tras la deconstrucción que había sufrido el campamento. Tenía la sensación de encontrarse en el interior de una nevera vacía.

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Cuando el capataz de los operarios le presentó al doctor Hespa Vilado el recibo para su firma, a las cinco de la tarde, le hizo saber que las tiendas no habían sido retiradas porque eran un regalo de la Fundación. El doctor Hespa Vilado, tras firmar el papel, le pidió al empleado que transmitiera el agradecimiento de todo el equipo a sus jefes por tan magnánimo obsequio.

Media hora después, los vehículos de transporte abandonaban la excavación, llevándose consigo todos los enseres que la Fundación había decidido recuperar y borrando cualquier rastro de su presencia en el lugar.

Su partida fue saludada con júbilo por los miembros de la expedición, que ya soñaban con la llegada del nuevo equipo y con los preparativos de la aventura que les colocaría en la misma cima de la gloria.

Cuando el último camión hubo partido, el profesor Gud Mann llamó por teléfono a la doctora Polvah Zho para comunicarle la finalización de los trabajos de retirada de las instalaciones y ella le dijo que transmitiera a todo el equipo que, a primera hora de la mañana, comenzaría a llegar el material necesario y que estaba deseando reunirse con ellos.

En el ritual nocturno, alrededor del vasito de licor de patata, los ojos del profesor This Aster se ensombrecieron, ante la perspectiva de tener que enfrentarse otra noche a la negación de la evidencia de su enamoramiento, en la soledad compartida con su almohada.

—¿Alguna vez te he hablado de Fanny?—preguntó, entrecerrando los ojos?

—No. Si lo hubieras hecho, lo recordaría—respondió Gud Mann, negando con la cabeza—. Tú no hablas de mujeres. No están entre tus conversaciones favoritas. ¿Quién es Fanny?

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—Lo más parecido a una historia de amor que haya podido tener nunca—contestó el profesor This Aster, antes de acabar su licor—. Una puta—aclaró, mientras se servía otro.

—¿Una puta?—preguntó Gud Mann, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.

—En realidad, hace más de dos años que está retirada—puntualizó el profesor This Aster, mojándose los labios con el licor—. La estuve visitando durante veinticinco años. La primera vez que estuve con ella no tendría más de veinte.

—¡Dios mío! ¡No me lo puedo creer!—exclamó Gud Mann, sirviéndose otro vasito.

—Durante ese tiempo fue mi único contacto carnal y mi única relación con el sexo femenino—dijo el profesor This Aster, pasando su dedo índice sobre el borde del vasito, de forma repetida—. Sé que lo era, pero jamás la consideré una puta.

—Como si lo viera, te enamoraste de ella, pero te dejó con un palmo de narices—dijo Gud Mann, apurando su vasito.

—No—contestó el profesor This Aster, acompañando su negación de un gesto vago de su mano—. Sabíamos cuál era el papel de cada uno. No había ningún motivo para que nos saliésemos del guion.

—Pero te gustaba estar con ella. —Era muy agradable la desinhibición que sentía a su

lado—confesó el profesor This Aster, terminándose su licor y sopesando, durante unos instantes, la posibilidad de servirse otro.

—¿Ha sido la única mujer en tu vida? —Sí—respondió el profesor This Aster, rechazando

mentalmente el tercer vasito de licor—. La última vez que estuve con ella me dijo que se retiraba y se despidió de mí. Me regaló un segundo orgasmo, apenas media

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hora más tarde del anterior. Y lo más importante, compartió el suyo conmigo sin necesidad de fingirlo.

—¡Dios la bendiga!—exclamó Gud Mann, dejando su vasito sobre la mesa.

—Dios la bendiga—corroboró el profesor This Aster—. No consintió en cobrarme ese segundo servicio. Fue lo más parecido a un acto de amor que he recibido en mi vida. No he vuelto a ir de putas.

—A eso, le llamo yo fidelidad—bromeó Gud Mann, encaminándose a lavarse los dientes.

—Yo le llamo sensatez—contestó el profesor This Aster, siguiendo la broma.

Ya en la cama, intentando que un suave peso plomizo se depositase sobre sus párpados, el profesor This Aster podía notar la intranquilidad de Gud Mann en su camastro. Parecía un perro, dando vueltas y enroscándose, sin terminar de encontrar la posición adecuada.

—¿Te pasa algo?—acabó por preguntarle. —Tu historia me ha desvelado—refunfuñó Gud

Mann desde su camastro. —Habrán sido los dos vasitos de licor. —¡Sí, hombre! —El alcohol lo carga el diablo. —Y se lo beben los idiotas, pero no es ése el caso—

contestó Gud Mann, incorporándose un poco—. ¿Por qué me has contado esa historia?

—No sé… Estaba triste… Supongo que necesitaba hacerlo.

—¿Cuál es el problema? —La doctora Polvah Zho—confesó el profesor This

Aster, dejando escapar una especie de suspiro. —Estás atrapado entre tus sueños y los suyos, ¿no? La conjunción de los sueños le había arrastrado hasta

el punto en el que ahora se encontraba. Había tejido un

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complicado entramado, del que la doctora y él formaban parte, un complicado guion, en el que, a diferencia de como había ocurrido con Fanny, desconocían no sólo su papeles, sino el posible desenlace.

Había intentado convencerse de que no estaba enamorado, pero había sido inútil. Al volver a verla, se había dado cuenta de la sedimentación, que habían producido en sus sentimientos, los recuerdos nocturnos evocados.

Su aspecto espléndido era idéntico al que le había mostrado en sus sueños cotidianos. No tenía una explicación lógica, pero lo cierto es que estaba igual a como se le había aparecido en sus visitas oníricas, muy bella.

—La verdad es que hay que reconocer que sigue teniendo un cuerpo de escándalo y un rostro muy hermoso—admitió Gud Mann.

No sólo había quedado cautivado por su belleza incuestionable. La ternura que destilaba en sus aventuras nocturnas había sido determinante para derribar las débiles murallas que él había tratado de levantar en vano.

Estaba desconcertado. Jamás había experimentado algo así. Tenía la sensación de que la comunión entre la doctora y él era un elemento necesario para que la misión pudiese llevarse a cabo. Era como si hubiesen sido elegidos para interpretar el dúo definitivo dentro de una sinfonía coral.

No tenía experiencia en el amor, eso era indiscutible, pero no podía continuar negando la evidencia. Por muy estúpido e increíble que pudiera resultar, había caído en las redes que se habían empeñado en tejer para él los sueños. Había sido atrapado por el sentimiento más ancestral que domina a los seres humanos. Estaba condenado al infierno.

—Sí que te ha dado fuerte—dijo Gud Mann con invisible expresión divertida.

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Le aterrorizaba la idea de no ser capaz de comportarse con profesionalidad, pero, ¿cómo iba a poder evitar el revoloteo de pájaros a su alrededor, cuando ella estuviese a su lado? ¿Cómo iba a impedir caer prisionero en Babia y perder sus capacidades?

—No te preocupes, yo te lo impediré con un buen pescozón, si es necesario—avisó Gud Mann.

—Es un alivio tenerte a mi lado para esos menesteres—bromeó el profesor This Aster.

—Ten por seguro que cumpliré mi cometido. —No espero otra cosa de ti. —¿Piensas decírselo?—preguntó Gud Mann,

enterrando su tono irónico. —¿Has perdido la cabeza? —¿Por qué? ¿Por ser un romántico empedernido? —Por ser un majadero. ¿Cómo voy a decírselo? —Como me lo estás diciendo a mí. No era tan fácil. Ahora, las palabras eran capaces de

brotar y cobrar sentido, arroparse las unas a las otras, pero delante de ella eso no ocurriría. El silencio embarazoso, la sensación de ridículo, el miedo, más que lógico, a no ser correspondido serían los elementos favorecedores del desastre.

Desde luego, no iba a hacer la más minima insinuación, mientras durase la expedición. Lo primero era lo primero. Eso no admitía dudas. Si cometía el error de confesarle sus sentimentos a la doctora Polvah Zho, antes de concluir con éxito la aventura, estaría cometiendo un desliz imperdonable, que podía poner en peligro el proyecto.

Tal vez, cuando todo hubiese acabado, podría plantearse tener el atrevimiento de confesar su amor, si es que, para entonces, sus sentimientos se hubiesen afianzado, como parecía más que posible, o, en caso

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contrario, lo que no creía pudiera ocurrir, abandonar definitivamente la idea.

—¡Largo me lo fíais!—citó Gud Mann, esbozando una sonrisa.

—Cada cosa a su tiempo—dijo el profesor This Aster, tratando de sosegar los ánimos.

—Por cierto, tenías razón. —¿En qué? —Sí que le tiene un aire a Raquel Welch—reconoció

Gud Mann, dándose la que consideraba última vuelta en el camastro, antes coger el sueño de una vez.

—Ya te lo había dicho yo—dijo el profesor This Aster con satisfacción.

—Buenas noches, Romeo. —Buenas noches, imbécil. Tal y como les había dicho la doctora Polvah Zho, los

materiales comenzaron a llegar a primera hora de la mañana. Un interminable ejército de camiones comenzó a invadir las inmediaciones de la excavación, poco antes de la nueve.

El director de operaciones se presentó al doctor Hespa Vilado, con el que procedió a repasar la lista en la que se detallaban los contenidos de cada camión y su destino. Tras esa primera inspección, se procedió a la descarga del equipo, a la colocación en sus ubicaciones específicas y a la estructuración definitiva del campamento.

El doctor Hespa Vilado solicitó la ayuda del profesor Gud Mann para la reorganización y el desarrollo logístico. También obtuvo la del doctor Granh Dullón, que parecía tan feliz como un niño con zapatos nuevos. El profesor This Aster, en cambio, prefirió dar un paso atrás y olvidarse de tareas organizativas globales, para las que no se veía muy dotado. Se refugió en su tienda, dispuesto a volcar la conclusión de sus ideas en un esquema que resultase operativo sobre el terreno.

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Las posibilidades factibles de lo que les podía aguardar en el fondo de la sima dependían del punto de apoyo que se quisiera tomar. El razonamiento lógico o el no tan absurdo universo enigmático de los sueños.

La inscripción repetida parecía sugerir que había un camino que seguir, una vez hubiesen alcanzado el fondo de la sima. Lo más probable era que se encontrasen con una galería que les conduciría hacia la ciudad subterránea, enterrada por los siglos, y que un día muy lejano había florecido en la superficie.

El verdadero nudo gordiano radicaba en la distancia a recorrer y en los medios que pudieran emplear para conseguirlo. La autonomía de los vehículos, que pudieran utilizar, sería limitada, lo que convertiría el avance en una tarea muy farragosa. El problema del combustible necesario y su transporte representaba una dificultad añadida que había que sopesar y valorar cuidadosamente, para planificarla con detalle. Además, la incomodidad de tener que manejarse con bombonas de oxígeno y la dificultad para establecer una adecuada comunicación, en esas circunstancias, suponían un escollo más a sortear.

La expedición no iba a resultar, por tanto, una excursión campestre ni un viaje de placer. Debían prepararse concienzudamente para ella, incluso en el aspecto físico, pues las más que probables exigencias de la misma así lo aconsejaban, como, por ejemplo, el engorro de tener que soportar el peso adicional de las bombonas de oxígeno, de manera constante. Todo habría de ser convenientemente planificado.

No sabían a la velocidad a la que podrían moverse ni cuánto podrían recorrer cada jornada. Nada hacía pensar que su objetivo se encontrase cerca. Por lo tanto, debían estar preparados para enfrentarse con paciencia a una

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situación prolongada. Este factor sería determinante a la hora de la planificación de los víveres

Debían encontrar la manera de solucionar el problema de la comunicación entre los expedicionarios y no dejarlo al azar, teniendo que someterse a un lenguaje gestual, más propio de los simios que de los científicos. Por muchas vueltas que le había dado, no había sido capaz de encontrar la llave que abriera una puerta que no fuera la de la ciencia ficción. Podía no ser capaz de hacerlo, pero sí lo era de apretarles las tuercas a los técnicos para que se devanasen los sesos en busca de esa solución.

La capacidad de autonomía de los vehículos y el transporte o avituallamiento de combustible serían fundamentales para lograr el éxito en la empresa. Dependiendo del terreno con el que se encontrasen, esa dificultad podía aumentar sus proporciones. Era algo que le tenía muy preocupado. Lo había comentado en un aparte con la doctora Polvah Zho, durante la sobremesa, antes de su partida.

—Según avancemos, podemos marcar sobre el terreno unos puntos de avituallamiento—le había contestado ella.

—Eso supondría que tendrían que abastecernos desde arriba, de manera periódica—había respondido él, sacudiendo la cabeza—. Tendrían que realizar continuas expediciones para depositar el combustible en los puntos indicados.

—Tampoco van a tener mucho trabajo en el centro de control—había apuntado ella, encendiéndose un cigarrillo—. No creo que les importe tener que hacer excursiones.

—Conforme nos vayamos alejando, el problema se hará mayor—había objetado él, frunciendo los labios—. Nuestra capacidad de autonomía será cada vez más restringida, y la velocidad de avance autolimitada.

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—Podemos establecer un campamento base, que serviría como almacén de combustible—había respondido ella, con el rostro envuelto por una nube de humo.

—O dejar un rastro de migas de pan como Pulgarcito—había concluido él, esbozando una irónica sonrisa.

Si la ciudad se encontraba muy lejos, su llegada a ella podía prolongarse demasiado. Su avance se parecería a los movimientos de un acordeón, yendo y viniendo en busca del combustible necesario.

Abrió uno de los cuadernos que tenía sobre la mesa y cogió un lápiz de punta afilada. Garabateó unas notas con escritura rápida, aunque perfectamente legible. Después, el lápiz se columpió en su imaginación y comenzó a describir trazos aquí y allá, sobre el papel en blanco, plasmando la imagen que rondaba en su cerebro.

La llanura se había repetido en sus sueños. Le esperaba al final del túnel, tras la puerta de entrada a otro mundo. No podía explicarlo, pero ésa era la sensación que tenía. Cuando, por fin, saliesen de la gruta, habrían cruzado la línea imaginaria que les adentraría en un mundo distinto.

—¡Qué tontería!—exclamó en voz alta, deteniendo su dibujo y sus pensamientos al mismo tiempo.

Miró el papel. No era un dibujante excelente, pero se defendía. Unos trazos desordenados representaban a dos vehículos en movimiento, que parecían haber salido del interior de una gruta y se adentraban en una llanura. Sonrió al ver la frontera, representada por tres formas puntiagudas en la lejanía.

Dejó el lápiz sobre el dibujo y se levantó para estirar las piernas. Se asomó al exterior de la tienda y comprobó el trasiego de operarios y el ritmo febril de su trabajo, en cuya dirección estaban tomando parte activa el profesor

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Gud Mann y el doctor Granh Dullón. Un poco más allá, en el centro de la vorágine, el doctor Hespa Vilado y el director de operaciones parecían tener el mando, mientras golpeaban con enegía con su índice, de vez cuando, el plano que estaban compartiendo.

Volvió al interior de la tienda y se sentó de nuevo frente a la mesa. Pasó la hoja del cuaderno y garabateó unas cuantas notas. Luego, sacó punta al lápiz y le dio libertad otra vez para que recorriera el papel a su antojo.

Las puertas enormes de la ciudad, erectas, elevando al cielo su soledad, guardando tras de sí las ruinas de la antigua opulencia, no podían ser franqueadas. El cauce seco de un río desviado se había convertido en el único anfractuoso acceso al interior, cuya desolación era sobrecogedora. Ni un edificio en pie, excepto el estrambótico palacio de cristal, al que su lápiz trataba de darle un soplo irisado entre claroscuros. Ni el menor rastro de una vida pasada, excepto su propia muerte presente.

¿Dónde se ocultaba el misterio? ¿En cuál de las habitaciones del palacio de cristal se encontraba la respuesta? ¿Cómo podrían tener acceso a ella? ¿Habría, en realidad, una respuesta?

La penumbra de la estancia, sombreada por los gruesos trazos del lápiz, escondía el arca en la que estaba concentrado el conocimiento. Escarbando en su interior, podrían hallar la respuesta, las tablillas milagrosas que desvelarían las claves de la civilización perdida.

Las hojas del cuaderno iban llenándose, una tras otra, por obra y gracia del lápiz, que parecía haber entrado en trance y haber adquirido vida propia con la que plasmar la esencia del misterio, que se concentraba en la pequeña mesa de campaña con el ordenador portátil, rodeado por una gran cantidad de tablillas.

El último de los dibujos envolvió el papel con la calidez de los recovecos de las aguas termales. En la

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piscina central, una mujer desnuda se echaba agua sobre el cuerpo con un cazo.

Cerró los ojos y vio las deliciosas y sinuosas insinuaciones que el agua trazaba, discurriendo por el espléndido cuerpo desnudo de la doctora Polva Zho, goteando en la piscina y provocando un estallido de revuelo de pájaros a su alrededor.

—¿No quieres venir a comer?—preguntó Gud Mann, entrando de sopetón en la tienda.

Su inesperada aparición sobresaltó al profesor This Aster, que cerró de golpe el cuaderno y lo ocultó entre los otros, como si estuviese protegiendo el secreto más preciado y no una fantasía ilusoria.

—Sí… sí, claro—balbuceó, levantándose con torpeza.

—Tienes que ver los materiales—dijo Gud Mann, mientras se lavaba las manos—. Son de primera calidad.

—Bueno… He estado planificando los detalles de la expedición—se excusó el profesor This Aster, sin necesitarlo—. He tomado notas.

—¡Estupendo! Luego me las enseñas. El profesor This Aster pudo comprobar de primera

mano el entusiasmo que reinaba entre los miembros del equipo. El buen humor era la nota dominante y se respiraba una agradable camaradería.

Por primera vez en su vida, el profesor This Aster tuvo en una excavación la misma sensación que sentía cuando visitaba una ciudad extranjera. Jamás le había ocurrido con anterioridad en un lugar de trabajo.

La primera vez que tuvo consciencia de ese fenómeno fue en un viaje que realizó por Marruecos, años antes de su expedición a Band-Harra. Los lugares parecían estar envueltos en un celofán vaporoso, que difuminaba su realidad, creando una atmósfera en la que sólo él tenía

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cabida. La percepción se convertía en un ejercicio muy complicado.

Al repasar las fotos del viaje, se dio cuenta. Los coloridos y las luces eran distintos a los que conservaba en su recuerdo. La imagen plasmaba una percepción general, bastante alejada de la particular.

A partir de entonces, comprobó que esa especie de escudo que le envolvía, cuando visitaba una ciudad, era una constante. Daba igual que se tratase de Londres, El Cairo o Berlín. Sólo en Kackestadt no existía el escudo. Fuera de ella, la sensación de irrealidad o, tal vez, de no pertenencia, se hacía más evidente y presidía todas las sensaciones, condicionándolas.

Lo había bautizado como el síndrome del extranjero, pero jamás lo había padecido en una excavación. Quizá su estado de ánimo melancólico había sido el responsable de la aparición de los síntomas, tan de repente, y de la elaboración de la tela de araña, en la que había quedado envuelta la realidad en ese momento.

Mediante un prolongado escalofrío, consiguió que el escudo etéreo se desvaneciese, no sin provocarle un ligero temblor. Tras un nuevo y leve estremecimiento, pudo recuperar el control de sus sensaciones.

Al final de la jornada, el montaje del pabellón de comunicaciones, auténtico centro neurálgico de la futura expedición, había concluido con éxito. Mobiliario, equipos paneles y aparatos aguardaban el momento oportuno en el que se produjesen las conexiones para empezar a emitir sus latidos.

Todo el mundo estaba contento, Gud Mann uno de los que más. La excitación le duraba a la hora del ritual nocturno, frente al reflexivo vasito de licor de patata. No podía contener su satisfacción.

—Esto marcha viento en popa—dijo, tamborileando la mesa con los dedos de su mano izquierda, contento de

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manifestar su alegría—. En menos de una semana, estaremos en condiciones de arrancar.

—Es una buena noticia—respondió el profesor This Aster, lacónicamente, antes de terminar su vasito y dirigirse a lavarse los dientes.

—Detecto cierto tono capcioso—dijo Gud Mann, acabando también su licor y comenzando a desvestirse.

—¿Tú crees?—preguntó el profesor This Aster en mitad de un buche de agua.

—Estoy seguro—contestó Gud Mann, poniéndose los pantalones del pijama.

—No me había dado cuenta—dijo el profesor This Aster, regresando del lavabo.

—No me extraña—contestó Gud Mann, encaminándose hacia él.

—Sabes que, una vez sobre el terreno, cualquier dilación me incomoda—se disculpó el profesor This Aster—. Por supuesto que me alegra que todo marche a buena velocidad. Soy el primero que desea estar allí abajo cuanto antes.

—Sólo piensas en la acción, ¿eh?—dijo Gud Mann, suspendiendo un momento el cepillado de sus dientes.

—Tampoco hay que exagerar—objetó el Profesor This Aster, abrochándose la chaqueta del pijama.

—A mí, también me ha picado el bicho de la impaciencia—confesó Gud Mann, retirando la sábana del camastro.

—En ti, sus efectos son perpetuos—dijo el profesor This Aster, ya desde el interior del suyo.

—Yo también te quiero—respondió Gud Mann, apagando la luz.

—¿Qué crees que nos encontraremos allí abajo?—preguntó el profesor This Aster, después de un rato.

—No lo sé—contestó Gud Mann—. Pero sé lo que me gustaría que nos encontrásemos. Una ciudad

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perfectamente conservada, la capital tal vez; la vida

cotidiana suspendida instantes antes de su desaparición;

monumentos, objetos, inscripciones, documentos, tablillas; todo cuanto pudiera contribuir a explicar el misterio de Oléhonia.

—¡Vaya! No te conformas con poco. —No. Lo quiero todo—confirmó Gud Mann—.

Quiero la gloria, especialmente para ti, porque te la mereces, después de haber corrido detrás de ella durante tantos años, rozándola con la punta de los dedos, mientras no paraba de sacarte burla. Ya va siendo hora de que se haga justicia.

—Te lo agradezco—dijo el profesor This Aster con la voz enronquecida a causa de la emoción.

—Los segundos trenes son mucho más difíciles de coger, porque hay que hacerlo en marcha, y la edad no perdona—sentenció Gud Mann.

—¡Cuánta razón tienes!—reconoció el profesor This Aster, antes de desearle buenas noches.

—Buenas noches—contestó Gud Mann, dándose la vuelta en el camastro.

Efectivamente, su amigo tenía razón. Su retiro había sido forzado por la vergüenza y la frustración. La sensación de fracaso había relegado a Oléhonia al cubo de la basura y a él a escarbar entre las inmundicias. Su carrera no merecía acabar así, la propia Oléhonia no se lo merecía. Si alguien era capaz de hacerla aflorar a la superficie, era él.

La última expedición a La grande mer de la vache había sido su primera gran oportunidad perdida. Las dos anteriores apenas habían sido simulacros, en los que su participación y posibilidades de éxito habían sido limitadas. En cambio, había depositado todo su conocimiento y esfuerzo en la campiña francesa, convencido de que Oléhonia se encontraba en su subsuelo.

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Se había equivocado, pero ahora tenía la oportunidad de enmendar su error. Rara vez se presentaba una segunda oportunidad, ese segundo tren que había que coger en marcha. Él lo tenía delante y no estaba dispuesto a dejarlo partir sin subir a bordo. No dejaría tras de sí una obra inacabada. Pondría el punto y final adecuado, antes de cerrar el libro definitivamente. Por fin, Oléhonia sería presentada al mundo. La segunda oportunidad sería aprovechada.

Cerró los ojos, convencido de que esa noche, más que nunca, la llanura, las tres colinas, las puertas de entrada, el cauce seco del río y la ciudad fantasma de Oléhonia se convertirían en compañeros inseparables. Aunque, tal vez, prefiriese detenerse en las termas y echar una ojeada en su interior, escuchar el rumor cantarín del agua, sentir la nube de vapor, jugueteando a su alrededor, acceder a la pisicina central y disfrutar de la visión espléndida del hermoso cuerpo desnudo de la doctora Polvah Zho y del agua resbalando por él. Tal vez, eso fuese lo mejor.

Con el resto de las instalaciones preparadas y en perfecto estado de revista, el quinto día fue dedicado al desembarco del equipo elevador y a su montaje y ensamble.

Se trataba de un sofisticado armatoste con no menos sofisticados sistemas hidráulicos que, en esencia, se componía de una especie de vagoneta, que sería la encargada de transportar la carga y que estaba anclada y asegurada sobre una plataforma, unida, a su vez, por unos enormes fuelles desplegables al cajón metálico blindado, que constituía el verdadero corazón del aparato. Desde allí, era desde donde se manejaba toda la maquinaria.

Al desplegarse los fuelles, el mecanismo se activaba y unos sólidos brazos metálicos conducían la plataforma hacia la sima, dejándola suspendida en el vacío, para

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evitar rozar siquiera las paredes de la bóveda en su descenso. Un complicado sistema hidráulico accionaba cuatro émbolos de recia estructura, cuyo movimiento continuo permitía iniciar la bajada, a una velocidad constante de medio metro por segundo.

Tardarían, aproximadamente, unos cuatro minutos por descenso. Si al final contaban con vehículos, habría que realizar media docena de viajes o más, para bajar el equipo necesario, ya que habían estimado que la carga máxima de la vagoneta no debería superar los quinientos kilos.

La seguridad del artefacto quedaba garantizada por la activación, en caso de fallo del mecanismo huidráulico, de un sistema de paracaídas con inyección continua de gas, que actuaría como elemento de frenado y permitiría el descenso sin peligro, aunque a una velocidad superior a la estándar. Si la supuesta avería se produjese por bloqueo del sistema de ascenso, el aparato pasaría a modo electrónico de forma automática, y un ordenador integrado sería el encargado de dirigir la maniobra auxiliar, que permitiría el ascenso sin mayores dificultades.

Al sexto día, estuvieron en condiciones de probarlo. Como el equipo que habría de protegerles del monóxido de carbono no había llegado aún, el profesor This Aster tuvo que conformarse con ser un espectador más de la demostración, llevada a cabo por el técnico correspondiente, bajo la atenta mirada del doctor Hespa Vilado y del profesor Gud Mann.

El corazón de todos los presentes se encogió, cuando la plataforma quedó suspendida en el vacío, sosteniendo la vagoneta, que habían cargado con un peso similar al que habría de soportar en el momento de la verdad.

Como si una manada de dragones bufara al unísono, el sistema hidráulico trasladó su ruido y su energía al engranaje, y la plataforma comenzó a descender,

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llevando a la práctica lo que la teoría se había encargado de desmenuzar minuciosamente.

Detuvieron el descenso a los cincuenta metros, sin haber sufrido el menor contratiempo. Tampoco lo sufrieron en el ascenso, por lo que la llegada del elevador desencadenó una oleada de vítores de entusiasmo.

—¡Es impresionante!—exclamó Gud Mann, zarandeando al profesor This Aster.

—No exageres—contestó éste, zafándose de los empujones—. Es un ascensor excelente.

—¡Pues eso! La doctora Polvah Zho compartió la alegría del grupo

por teléfono y confirmó su llegada al día siguiente. Con ella, traería los trajes especiales que deberían llevar los expedicionarios y que había escogido personalmente. También anunció que vendría acompañada por la doctora Kem Onah, experta en documentación histórica y que había decidido incorporar a la expedición, así como por dos profesionales que deberían velar por la seguridad del equipo en todo momento.

—¿La doctora Kem Onah?—dijo Gud Mann con cierta preocupación—. ¿Te suena?

—¿Por qué habría de sonarme?—contestó el profesor This Aster—. Llevo más de dos años retirado.

—No sé… Por si la conocías—dijo Gud Mann, rascándose la barbilla—. Es extraño, ¿no te parece? Una especialista en documentación histórica. ¿Para qué la necesitamos?

—¡Hombre! Así, a bote pronto, sería la más preparada de todos nosotros, a la hora de valorar configuraciones geográficas o para datar y filiar los objetos que pudiéramos encontrar…

—¿Y para qué necesitamos eso?—interrumpió Gud Mann—. Sabemos a donde vamos. Cualquier objeto que encontremos pertenecerá a la cultura olehónica.

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—No seas tan estrecho de miras. —Ni tú tan cabezón. Reconoce que es algo raro. —¿Por qué te importa tanto?—se extrañó el profesor

This Aster—. Será una amiga suya y necesitará currículum. Además, es probable que no haya querido ser la única mujer de la expedición.

—No lo había pensado. —Pues hazlo. Durante la cena, el doctor Hespa Vilado informó al

profesor This Aster, con todo lujo de detalles, sobre el estado de todos y cada uno de los elementos que habían sido ensamblados para el correcto funcionamiento de la instalación. Había probado la sala de comunicaciones, en la que ya habían sido conectados los ordenadores, los localizadores, los monitores y las cámaras. Estaba todo preparado.

—Mañana mismo, cuando llegue la doctora con los trajes, podremos proceder a realizar la primera inspección—dijo con una amplia sonrisa.

—No tenga tanta prisa—serenó el profesor This Aster—. Si el equipo que trae la doctora es complicado, habrá que conocer muy bien su uso, antes de aventurarnos al descenso. No está usted más impaciente que yo, pero nos conviene ser prudentes.

—Tiene razón—admitió el doctor Hespa Vilado—. Perdone, me he dejado llevar por la euforia.

El resumen de lo que había ocurrido durante la jornada, resultó escueto, durante la reflexión nocturna, a la sombra del licor de patata. Ambos coincidían en la agradable sorpresa que había supuesto el equipo de descenso elegido y la seguridad que transmitía. También valoraron positivamente la estructura y la funcionalidad del puesto de mando en la sala de comunicaciones y la eficiencia y efectividad de los operarios que habían realizado el trabajo.

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La doctora Polva Zho se había comportado como una especie de hada madrina, satisfaciendo las peticiones de los miembros del equipo, en cuanto al material necesario para el desempeño de sus funciones en la misión.

—Sigo sin entender qué pinta aquí una experta en documentación—insistió Gud Mann, tapándose con la sábana.

—¿Aún sigues dándole vueltas a eso?—preguntó el profesor This Aster, metiéndose en su camastro.

—Es una tontería, ¿verdad? —Las preguntas retóricas no tienen contestación. —Vale, erudito—dijo Gud Mann, apagando la luz—.

Buenas noches. —Que así sea—deseó el profesor This Aster. Lo había tratado de disimular todo el día, pero no

creía haber sido capaz de sacudirse el nerviosismo que le producía la inminente llegada de la doctora Polvah Zho. Había tratado de tener la mente ocupada, intentando limar las aristas de los problemas que podían minar la empresa, pero su pensamiento se había escapado, de vez en cuando, en busca del bálsamo de los recuerdos oníricos nocturnos.

Mañana volvería a verla y a sentir la luz de su mirada. Faltaba poco para que el murmullo constante que sentía en el interior de su pecho acallase su rumor, para que la intranquilidad dejase de fibrilar.

Mañana tendría su presencia. La serenidad extendería su manto sobre los dos y les protegería. A su cobijo, se sentirían a salvo, especialmente él que debía soportar las consecuencias de su cobardía, al no confesarle su amor.

Mañana…

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Capítulo 8

El jet que traía a la doctora Polvah Zho, junto a sus acompañantes y al preciado equipaje, que todos estaban aguardando como agua de mayo, tuvo un problema de adjudicación de pista, que retrasó su aterrizaje en Madrid. No pudieron llegar a la excavación hasta bien entrada la tarde.

La doctora Polvah Zho descendió del vehículo con una espléndida sonrisa que compartió con la comitiva de bienvenida, mientras estrechaba las manos de sus miembros. Inmediatamente detrás de ella, lo hizo una joven menuda de tez morena y larga cabellera rizada. Su aspecto grácil podía ser tomado por timidez. El brillo azabache de su mirada se encargaba de resolver la confusión.

—Les presento a la doctora Kem Onah, nuestra última incorporación—dijo la doctora Polvah Zho, haciendo efectiva la presentación.

—Encantada—respondió aquélla, a cada apretón de mano.

El último en estrechársela fue el profesor Gud Mann, que se había quedado petrificado al verla salir del coche. Los pómulos altos, el cabello rizado, el brillo de carbón en la mirada, la sensación de fragilidad, la dulzura de su expresión, la elegancia en el moviento. Todo era igual.

—En… encantado—apenas balbuceó con torpeza, rozándole la mano con sus dedos.

Un aldabonazo le golpeó dentro del pecho y una oleada de calor le subió al rostro, tras el simple roce. Fue como si todos los receptores de su piel despertasen de un letargo, en el que se habían mantenido desde aquellos

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tres maravillosos y lejanos días, que le habían hecho comprender el significado de la palabra felicidad.

Retiró la mano como si hubiese sufrido una descarga eléctrica de una intensidad dolorosa, que no impidió que contemplara extasiado a la joven, como si fuese la única persona presente. Puso tanto ahínco en el empeño que apenas escuchó a la doctora Polva Zho continuar con las presentaciones.

—Éstos son los señores Rob Husto y Hen Orme—dijo, sin embargo, para el resto de los miembros del equipo—. Serán los encargados de velar por nuestra seguridad, especialmente, allá abajo.

Los dos corpulentos y casi gigantescos aludidos cabecearon a modo de saludo y obtuvieron idéntica respuesta. Inmediatamente después, se dirigieron al maletero y comenzaron a descargar el equipaje.

—Echémosles una mano—propuso el doctor Hespa Vilado, siendo obedecido al momento.

Los dos miembros de seguridad cargaron con tres grandes cajas metálicas, como si fuesen almohadas de plumas, mientras que el doctor Granh Dullón y el profesor Gud Mann se encargaron del equipaje personal de las dos doctoras.

Se dirigieron al interior de la excavación, cuyo aspecto era completamente distinto al que había visto la doctora Polvah Zho en su anterior visita relámpago, cuando la Fundación estaba procediendo al desmantelamiento del campamento.

Había sido instalada una gran tienda, que podía ser considerada como un segundo cuartel general sobre el terreno, complementario del centro de comunicaciones. Su ubicación, junto a la otra tienda montada, que ocuparían ambas mujeres, había reducido un poco las dimensiones del espacio utilizado como comedor común, pero, aun así, seguía siendo suficientemente amplio.

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Sin hacer caso del equipaje que le habían amontonado en la tienda, la doctora Polvah Zho se dirigió al agujero vallado. Sus ojos se clavaron en el sistema elevador, justo frente a ella, al otro lado de la sima.

—¿Es tan efectivo como extraordinario?—preguntó, señalándolo.

—Por lo menos, lo parece—contestó el profesor This Aster.

—¿Qué es eso?—preguntó la doctora Kem Onah, sorprendida.

—Lo que nos permitirá descender al fondo de la sima—respondió el profesor Gud Mann, señalando con su dedo índice el centro del agujero, mientras notaba cómo se le erizaba el vello de la nuca.

—Parece un contenedor—dijo la doctora Kem Onah. —Un cachivache, que diría mi abuelo—contestó el

doctor Granh Dullón, dedicándole una sonrisa. —Una definición acertada—admitió ella,

correspondiendo a la sonrisa con cierto aire de picardía—. Su abuelo debía de ser muy listo.

—Mucho—contestó el doctor Granh Dullón con una leve inclinación de cabeza—. A alguien de mi familia tenía que parecerme.

La ocurrencia fue celebrada con risas por los presentes, pero el cruce de sonrisas entre la doctora Kem Onah y el arqueólogo francés produjo en el profesor Gud Mann el mismo efecto que si hubiese sido alcanzado en plena nariz por el mazo de un gigantesco gong. La intensidad del golpe fue muy parecida.

La nueva pregunta de la doctora Polvah Zho sirvió para que el zumbido monocorde en los oídos del profesor Gud Mann se aplacase. La sangre también volvió a circular por su cerebro.

—¿Fue emocionante? El profesor Gud Mann no permitió que nadie tomara

la palabra. Se encargó de hacerlo él, para explicar con

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gestos muy expresivos, salpicados de alguna que otra onomatopeya, el funcionamiento de lo que el doctor Granh Dullón, en un claro intento de ligar con la doctora Kem Onah, había calificado de cachivache. Tampoco fue parco en palabras para describir cómo todos los que habían presenciado la prueba habían contenido el aliento y cómo habían celebrado el éxito.

—Lamento no haber estado aquí—dijo la doctora Polvah Zho.

—Y yo también—corroboró la doctora Kem Onah. —No hay problema—contestó el profesor Gud Mann

con cierto aire de galantería pasada de moda—. Podemos hacer otra prueba ahora mismo, si lo desean.

—Será mejor que controlemos este entusiasmo juvenil—objetó el profesor This Aster—. Ya habrá tiempo mañana para demostraciones. Quizá las doctoras estén deseando descansar y sacudirse de encima tanto moscón.

—Ya tendremos tiempo de descansar—dijo la doctora Polvah Zho, ordenando a los dos miembros de seguridad que trasladaran las tres cajas metálicas de grandes dimensiones, que habían bajado del coche y dejado con el resto del equipaje, y las llevaran a la gran tienda, que servía como centro de operaciones.

Los dos empleados obedecieron y las dejaron encima de la mesa. Luego, se retiraron discretamente y salieron de la tienda. La doctora Polvah Zho tecleó una clave en la cerradura de seguridad y la tapa de la maleta se descorrió, poco a poco, hasta dejar al descubierto el tesoro que guardaba en su interior.

Las exclamaciones de sorpresa de los presentes elevaron su tono, cuando la doctora Polvah Zho extrajo un traje muy similar a los utilizados por los astronautas de las películas, aunque parecía ser mucho más liviano entre sus manos.

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El profesor This Aster pudo comprobar su ligereza, cuando ella se lo tendió. Lo sopesó con una expresión de satisfación y se lo pasó al profesor Gud Mann para que se lo mostrara a los otros. Todos quedaron absolutamente maravillados.

No menos impresión les causó la escafandra que apareció ante ellos como por arte de magia. Pese a contar con varios y sofisticados sistemas integrados, podía ser prácticamente levantada con un solo dedo.

—¡Es increíble!—exclamó el profesor This Aster, absolutamente maravillado.

—Me alegra que se lo parezca, ya que la elección del traje ha sido responsabilidad mía—dijo la doctora Polva Zho con satisfacción, volviendo a depositarlo junto a su escafandra en la maleta.

—Es impresionante—acertó a decir el profesor Gud Mann, anonadado.

—El peso real aumentará, cuando carguemos su sistema de oxígeno. No obstante, aun así, su ligereza y funcionalidad seguirán siendo extraordinarias—dijo la doctora Polvah Zho, activando la cerradura de seguridad—. Puedo garantizárselo, porque lo he probado personalmente. El peso de la escafandra no es superior al de un sombrero. Su uso, y esto es lo más importante, no supondrá un agobio añadido para los expedicionarios.

—¿Qué autonomía respiratoria tiene?—preguntó el profesor This Aster.

—Seis horas. —¡Vaya!—exclamó el doctor Hespa Vilado con

admiración. —Pasado ese tiempo, hay que recargarlo, pero es

sumamente sencillo y la operación puede realizarse sin necesidad de quitarse el traje—dijo la doctora Polvah Zho, abriendo otra de las maletas—. Hay que acoplar esta especie de batería en la ranura torácica central del traje—añadió, mostrándoles una plancha cúbica, que les

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tendió para que la examinasen—. El proceso dura un par de minutos. El oxígeno concentrado pasa al sistema respiratorio del traje y recupera sus propiedades físicas de inmediato.

—Y listo para otras seis horas—celebró el doctor Granh Dullón.

—A pesar de su aparente complicación, el funcionamiento del traje es muy sencillo—dijo la doctora Polvah Zho, volviendo a guardar la batería de oxígeno y cerrando la maleta de nuevo—. Tendremos que realizar varios ensayos hasta hacernos con ellos y dominarlos a la perfección, pero no será la tarea más difícil a la que nos tengamos que enfrentar.

—¿Cuántos trajes ha traído?—preguntó el profesor This Aster, al que no le salían las cuentas.

—Tres, pero no se apure—contestó la doctora Polvah Zho con una sonrisa—. Los nueve restantes están encargados. Llegarán a final de semana o, a más tardar, a primero de la que viene.

—¿Nueve?—preguntó el profesor This Aster, al que ahora tampoco le salían las cuentas.

—El equipo de expedición estará formado por siete personas, incluyendo a los dos miembros de seguridad que nos acompañarán—contestó la doctora Polvah Zho, como si hubiese estado esperando la pregunta—. Otros cinco trajes se quedarán en el campamento por si se precisa su utilización, en caso de que se nos tuviera que proporcionar apoyo logístico. Eso sí, sólo dos de los trajes llevan el equipo completo, que incluye una cámara de alta definición. No me pareció necesaria su inclusión en el resto de ellos.

—¡Perfecto!—exclamó el doctor Hespa Vilado—. Ahora, creo que debemos dejar que las señoras se refresquen antes de la cena. ¿Les parece?—añadió, invitando a los presentes a abandonar la tienda.

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El profesor This Aster salió muy complacido de la reunión. Por un lado había tenido ocasión de comprobar que la doctora Polva Zho estaba perfectamente cualificada no sólo para formar parte de la expedición, sino para incluso llevar las riendas. La elección de los trajes había sido una buena prueba de ello. No se había embarcado en la aventura para satisfacer un capricho de niña rica, lo había hecho convencida de que no sólo podía aportar su granito de arena sufragando el coste económico de la aventura, sino empleando y poniendo todos sus conocimientos al servicio de la empresa. Por otro lado, se había quitado un peso de encima, al ver solucionado el problema de tener que cargar a cuestas con un equipo demasiado pesado. Los trajes eran la solución perfecta. Ahora, sólo había que centrarse en resolver el problema del repostaje.

—¿Cuánto crees que costarán esos trajes espaciales?—preguntó a Gud Mann, mientras se lavaba la cara en el pequeño lavabo de su tienda.

—No lo sé, pero un pastón—respondió Gud Mann, sacudiendo en el aire su mano derecha varias veces—. Seguro—ratificó.

—¿Habías tocado alguna vez algo tan ligero?—preguntó el profesor This Aster, secándose.

—La piel de una mujer—contestó Gud Mann, ocupando el sitio que había quedado libre en el lavabo.

—¡Vaya! No sabía que eras un poeta. —Sólo en mis ratos libres. —Bien, dejando a un lado la piel de tu mujer soñada,

¿habías visto algo tan ligero?—volvió a preguntar el profesor This Aster.

—No. —Debe costar una fortuna. —Doce fortunas. Ten en cuenta que ha encargado una

docena.

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—¿Cuánto dinero crees que tendrá?—preguntó el profesor This Aster con cierto aire de preocupación.

—Puedes comprobarlo, hay varias listas publicadas por ahí—dijo Gud Mann, terminándose de cepillar los zapatos.

—¿Se trata de una de esas fortunas tridimensionales? —Yo diría que roza la cuarta dimensión—confirmó

Gud Mann—. Puedes estar tranquilo, tienes el futuro asegurado.

—Convirtiéndome en el señor Zho, ¿no? —Es increíble tu capacidad para leerme el

pensamiento—dijo Gud Mann, ampliando la abertura de la tienda, sosteniendo el pliegue con su mano, e invitándole a salir.

—No me seduce el cargo—contestó el profesor This Aster

—¡Viejo crápula! ¿Qué estás maquinando?—exclamó Gud Mann, saliendo tras él—. ¿Pretendes seducirla y abandonarla?

El doctor Granh Dullón se las ingenió para sentarse a la mesa, junto a la doctora Kem Onah. El profesor Gud Mann no quiso ser menos y la flanqueó por el otro costado. La doctora Polvah Zho quedó situada entre el doctor Hespa Vilado y el profesor This Aster.

En la sobremesa, el tema central de conversación fue la satisfacción general por la calidad de los trajes, su funcionalidad y sus prestaciones. Todos se deshicieron en alabanzas, hasta que el doctor Granh Dullón se levantó y tomó la palabra para recabar la atención de sus acompañantes.

—Nos espera una aventura de proporciones gigantescas—dijo sin poder contener su euforia—. Vamos a pasar una buena temporada juntos, y brindo por ello—añadió, alzando su vaso—. Puede que a alguno de ustedes le parezca un juego de adolescentes, pero,

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precisamente por el tiempo que vamos a pasar juntos, creo que sería conveniente que nos presentásemos para que los demás pudieran conocernos mejor. ¿Les parece?

Por supuesto que a Gud Mann le parecía una solemne tontería, una salida de pata de banco del franchute, que maquinaba, de esa manera, como quien no quiere la cosa, sacarle información a la doctora Kem Onah para utilizarla en su provecho.

—No creo que haga falta—protestó con desgana. —Es sólo un juego—le contestó la doctora Kem

Onah. —Está bien, juguemos—accedió, esperando no

haberla contrariado con su protesta anterior. —Si les parece, como la idea ha sido mía, comenzaré

yo—dijo el doctor Granh Dullón, recitando después su nombre—. Soy doctor en Arqueología por la universidad de París, ciudad donde nací, hace cuarenta y dos años—añadió—. Por cierto, quisiera aclarar que las doctoras están exentas de revelar su edad.

Efectivamente, su abuelo, además de haber sido muy listo, como ya había quedado constatado antes, también había sido arqueólogo, lo que, probablemente, había influido en él a la hora de escoger su profesión.

Al principio, se las tuvo que ver con el profesor Malg Henio, famoso por su carácter iracundo y por su sentido estricto de la justicia, al que acabó rindiendo y demostrando sus aptitudes.

Tuvo el gran mérito y la enorme habilidad de no sacar de sus casillas a su quisquilloso y algo excéntrico mentor, durante el período de formación y aprendizaje a su lado. Incluso al propio profesor Malg Henio, ya retirado desde hacía varios años, le había parecido tan extraña esa circunstancia, que no había dudado en destacarla, cuando se le había presentado la oportunidad.

Después de varias colaboraciones de poca monta en excavaciones modestas, pero que le sirvieron para

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adquirir una notable experiencia, había tenido la fortuna de participar en el descubrimiento de unos restos arqueológicos de suma importancia, pertenecientes a los antiguos pobladores de Bretaña.

El posterior estudio y análisis de los datos hallados le había proporcionado un notable prestigio entre la comunidad científica. Sin embargo, las posibilidades de realizar excavaciones en su zona de influencia se habían visto reducidas de una forma tan drástica, que no le había quedado más remedio que cruzar el charco y probar fortuna en las selvas sudamericanas, con el objeto de adquirir experiencia, aunque el campo fuese completamente distinto al de su especialidad.

Allí, había conocido al profesor Gud Mann, al que, curiosamente, luego había convencido para formar parte del proyecto, que había originado este nuevo, en el que ahora se habían embarcado juntos.

Puso fin a su intervención, declarando que no se consideraba una rata de biblioteca ni un cobaya de laboratorio. Le encantaba su profesión, pero también la música, el arte, la literatura, y se confesaba un cinéfilo empedernido. Tal vez por eso, reconoció que, en los últimos días, no había podido dejar de pensar en la película Viaje alucinante y que veía esta expedición muy parecida a la que formaban los protagonistas, sólo que su submarino no tenía como objetivo el cerebro humano, sino las arterias que les conducirían hasta el corazón de Oléhonia.

Lo que no contó fue que, en realidad, su aterrizaje en las selvas de Perú había sido la manera de huir de Kasky Vahna, acomodada dama de la alta sociedad parisina y casada, para más señas, que se había encaprichado de él y que había dedicado todos sus esfuerzos a perseguirle día y noche.

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La persecución había desembocado, como no podía se de otra forma, en el lecho. Sus tres únicos ardorosos encuentros amorosos provocaron el delirio de la señora y el aumento del enconamiento de su acoso, al que le traía sin cuidado el escándalo. Es más, parecía estar deseándolo.

Kasky Vahna estrechó tanto su círculo de fuego, que el aguijón de la cola del doctor Granh Dullón comenzó su baile de espasmódicos bandazos. Los bichos y las serpientes de las selvas de Perú serían compañeros mucho más adecuados para él.

Cuando regresó de su exilio voluntario, el marido de Kasky Vahna había sido nombrado agregado cultural de la embajada en Helsinki y ella no había tenido más remedio que partir con él. Seguro que su presencia sería capaz de derretir las tundras heladas. Por su parte, él había respirado con alivio.

—Mi nombre es Hespa Vilado—se presentó el director, a continuación—. Soy doctor, especialista en civilizaciones antiguas y tengo cincuenta y tres años.

Se había formado en la universidad de Michigan, en la que había mantenido coqueteos con la docencia, que no habían fructificado. Pese a ser metódico y ordenado, su carácter no congeniaba del todo con las aulas y los despachos. Se sentía mucho más gusto en las tareas de diseño y gestión de expediciones.

Le había costado perforar el núcleo duro, en el que estaban protegidos los elegidos, pero consiguió hacerse un hueco en él, gracias a su trabajo y esfuerzo y no a influencias políticas o de otro tipo. Poco a poco, su experiencia se fue haciendo imprescindible para que diversas expediciones culminasen su aventura.

En los últimos años, había dirigido varias exitosas expediciones que, seguramente, habían influido en el ánimo de la Fundación, a la hora de considerar su

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proyecto personal sobre la localización del Estado del Bienestar y de encomendarle la dirección del mismo.

Se consideraba un hombre sencillo y dialogante de carácter afable. Llevaba veintisiete años casado con su mujer, Marian Ylla. Mantenían una excelente relación, pese a las reiteradas y, a veces, prolongadas ausencias de él. Ella sabía hacer que cada regreso a Nueva York fuese una experiencia muy agradable y placentera.

Según tenía entendido, su hijo mayor, Hobnu, estaba a punto de doctorarse y continuar la tradición familiar, cosa que no tenía reparo en reconocer que le satisfacía enormemente.

Compartía con el doctor Granh Dullón su afición por el cine, aunque no se consideraba un experto como él. Quería sumarse, para terminar, al deseo de que el submarino navegase por las arterias que le conducirían al corazón de Oléhonia.

Lo que no contó fue que, año y medio atrás, estuvo a punto de tirarlo todo por la borda en Egipto. Había concluido con éxito una expedición que había dirigido en una zona cercana al Valle de los Reyes, cuando sorprendió a una muchacha en el interior de su tienda. Ésta se sobresaltó al verle entrar y no fue capaz de ocultar que había guardado algo en una bolsa que apretaba contra su regazo. La sorpresa la paralizó durante unos instantes.

Él se acercó a ella con actitud decidida y le arrebató la bolsa de un tirón enérgico. En su interior, dos estatuillas y una vasija constituían el exiguo botín. Frunció el ceño y le preguntó quién era y qué significaba eso, sacudiendo varias veces la bolsa en el aire.

Fue inútil. Ella parecía muy asustada y, además, no comprendía una sola palabra de inglés. La angustia que desprendía la súplica de su mirada, sólo podía

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considerarse como un ruego desgarrador para que no la delatase.

Comenzó a susurrar palabras en árabe, que él le parecieron disculpas. Gesticulaba y movía sus manos como si fuesen pájaros revoloteando sin rumbo fijo ni destino concreto. La expresividad y la viveza de sus ojos eran los verdaderos surtidores de la fuente principal de la belleza de su rostro exótico.

Aumentando la dulzura del tono con el que pronunciaba las palabras, se fue acercando lentamente. Entonces, fue él quien se quedó paralizado. La parálisis se convirtió en completa, cuando ella se quitó la túnica con un rápido movimiento, mostrándole su bello cuerpo de color acanelado, completamente desnudo.

La tenía frente a él, al alcance de la mano. Bastaba con alargarla unos centímetros. Sin embargo, fue incapaz de reaccionar. Ella, en cambio, no dudó en tomar la iniciativa. Le quitó la bolsa y la dejó sobre la mesa, antes de comenzar a desabrocharle los botones de la camisa, sin dejar de susurrar palabras, que cada vez sonaban más dulces. A cada una de ellas, seguía una descendente y más que sugerente exploración de su lengua, recorriendo el pecho de él.

La rendición absoluta del doctor Hespa Vilado se produjo en cuanto la lengua saltarina rondó las inmediaciones de su pubis. Entonces, se abandonó, sabiendo que su voluntad había desaparecido en el centro del túnel giratorio por el que se sentía resbalar sin remedio.

Se dejó conducir al camastro, donde ella le desnudó con parsimonia, antes de indicarle que se tendiera. Obedeció como un autómata, mientras ella se sentaba sobre él, sin previo aviso, restregándose una y otra vez, hasta provocarle un delirio indescriptible. Luego, hizo que la penetrase, poco a poco, lentamente.

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Un jadeo compartido y entrecortado anunció el éxito del acoplamiento, tras el cual, ella comenzó a cabalgar sobre el ansia, el morbo y la lujuria del doctor Hespa Vilado, sin dejar de aumentar el ritmo del galope progresivamente.

El péndulo implacable de la vorágine calentó motores. No había posibilidad de dar marcha atrás. El desenlace había sido escrito por la desnudez de ambos y su abrazo sinuoso. No pudieron evitar las violentas sacudidas que les condujeron al final de la locura.

La muchacha se puso en pie de un brinco y se quedó contemplando la expresión de culpabilidad en el rostro de él. Negó con la cabeza, acompañando cada movimiento con palabras dulces, mientras se acercaba para terminar rozándole los labios con los suyos. Él no fue capaz de pronunciar una sola palabra.

Ella se embutió la túnica, de pronto, recogió la bolsa y salió de la tienda, como si jamás hubiese puesto un pie en ella, antes que él fuera capaz de realizar un solo gesto. El primero que hizo fue hundir el rostro entre sus manos y compadecerse de sí mismo, pero fue después de un buen rato.

La muchacha fue detenida esa misma tarde, y su raquítico botín reintegrado a la dirección de la excavación por la policía. Si hubiera confesado que las piezas eran, en realidad, el pago por un favor sexual, él no estaría sentado ahora en Madrid. Pero la muchacha no rompió su silencio. Él no supo nunca bien por qué, aunque en sus noches de insomnio no dejaba de echarse en cara que su vergüenza y su cobardía le hubiesen impedido interceder por ella.

—No me importa confesar que tengo cincuenta y cinco años, porque los tengo—dijo la doctora Polvah Zho, después de pronunciar su nombre—. Nací en

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Londres y cursé mis estudios en Cambridge, donde me doctoré, hace ya más años de lo que me gustaría recordar.

Prácticamente con el título recién obtenido, se había visto enrolada en una expedición, que había tenido el honor de compartir con los profesores Gud Mann y This Aster y en la que conoció al doctor Much O’Ricco, que había sido su marido hasta su fallecimiento, ocurrido un par de años atrás.

Aunque había colaborado en multitud de proyectos y patrocinaba varias becas, no había vuelto a tener contacto real con el mundo de las excavaciones, hasta que el profesor Gud Mann la había engatusado por teléfono, pronunciando el nombre mágico de Oléhonia. De repente, las ilusiones juveniles habían rebrotado a su alrededor, haciéndole comprender que había llegado el momento de hacer que se cumpliesen. La vida y el azar se habían encargado de presentarle una segunda oportunidad para que cruzase las puertas de la gloria.

No tenía mucha experiencia sobre el terreno, puesto que sólo había formado parte de una expedición, pero prometía suplir sus carencias a base de entusiasmo y trabajo, dos de sus capacidades de las que más orgullosa se sentía.

No sólo no buscaba un trato de favor por ser la cabeza visible que sostenía la viabilidad de la empresa, sino que lo rechazaba de plano. No tardarían en comprobar que su intención era convertirse en una pieza más del engranaje solidario, que entre todos estaban a punto de constituir.

Para terminar, tenía que reconocer que estaba muy contenta de que su fortuna pudiese permitir la financiación de la aventura, pero aún lo estaba más de formar parte del equipo que iba a navegar por las arterias, antes de conquistar el corazón de Oléhonia.

Lo que no contó fue que, en realidad, no sólo habían pesado en su decisión los argumentos esgrimidos por el profesor Gud Mann. Si hubiese sido sincera, habría

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tenido que admitir que la conjunción de los nombres de Oléhonia y del profesor This Aster había creado un conjuro, un extraño sortilegio, que había debilitado sus sentidos.

El tercer ingrediente de la pócima habían sido los sueños. Desde que la idea de Oléhonia comenzó a rondar por su cabeza, hicieron su aparición cada noche, destilando un sugerente surrealismo onírico que había acabado, poco a poco, apoderándose de sus sentimientos.

El desasosiego inicial, que había sentido por la repetitiva presencia del profesor This Aster en sus sueños, no tardó en desvanecerse y ser sustituido por un profundo sentimiento de calma y seguridad. Aguardaba la llegada de la noche para sumergirse en sus misterios y atravesar sus cálidas aguas, en busca de un universo fabulado, sembrado de incógnitas, que aún no había sido capaz de despejar.

Hubo un tiempo en el que había perdido la cabeza por el profesor This Aster y le había sometido al acoso más flagrante, aunque, justo es decirlo, sin traspasar los límites de la decencia. Pero él no había escuchado los cantos de sirena y había preferido continuar amarrado al mástil del barco, como un Ulises cabezota, atrapado en las ensoñaciones de Ítaca.

Había sido muy feliz junto a su marido, pero nada tuvo que ver el amor que le profesó con el sentimiento que ahora la invadía. La fascinación que en su día le había provocado el profesor This Aster, había transformado su energía en un huracán desencadenado, que la empujaba hacia delante y la conducía hasta el umbral de las puertas del misterio.

No estaba segura del todo, pero sospechaba que, más allá de Oléhonia y de la gloria, el fin último de su viaje era encontrar una segunda oportunidad para que la fascinación tirase de la hebra del ovillo.

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—No considero necesario decirles mi nombre—dijo el profesor This Aster, tomando la palabra—. Ni aburrirles con mis méritos académicos ni con los tumbos que he dado por el mundo, que puedo asegurarles han sido muchos, a lo largo de mi dilatada carrera—añadió—. En cuanto a mi edad, poca importancia tiene, pero, por si les interesa, tengo sesenta y nueve años que, tal vez, a estas alturas, sean demasiados.

Había descubierto el alfabeto olehónico, herramienta que había resultado clave y determinante para descifrar la inscripción de la bóveda. Podía asegurarles, sin temor a equivocarse, que Oléhonia les estaba aguardando allí abajo, sin ningún tipo de duda. Había llegado el momento de sacarla a la luz y entregársela al mundo para que por fin la conociese.

La consecución de la empresa no iba a ser un camino de rosas, para qué negarlo. Pero, por muy complicadas que se volviesen las condiciones, por muy mal que les viniesen dadas, estaba seguro de contar con el mejor equipo para enfrentarse a las adversidades.

Lo que no contó en su escueto discurso fue que su último fracaso había dilapidado los fondos de su autoestima por completo y le había obligado a mirar el mundo a través de un agujero o, más bien, a través de las opacas paredes de su búnker en Kackestadt.

Había despreciado tanto el descubrimiento del alfabeto como las traducciones que había realizado, restándoles importancia y no concediéndoles su auténtico valor, porque su rencor hacia la comunidad científica le parecía mucho más importante para rellenar el pozo de su resignación.

La insolente energía del profesor Gud Mann había aparecido, colándose como un soplo de aire fresco por las rendijas de su refugio. Le había resultado imposible resistir la fuerza de ese timón supletorio que le había permitido variar el rumbo de su travesía condenada a la

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soledad. Las fantasías oníricas y el amor que sentía por la doctora Polvah Zho se habían convertido en el motor con el que desafiar todas las tempestades.

Oléhonia había sido su objeto de deseo y un lunar imperdonable en su carrera. El segundo tren, al que se había referido su amigo, había salido de la estación por una vía de dirección única, cobrando cada vez mayor velocidad. Pero él estaba dispuesto a subirse en marcha y a arrastrar a los demás consigo.

—Mi nombre, como todos ustedes saben, es Gud Mann—dijo el profesor, cuando le llegó el turno—. Nací en un pequeño pueblo de la campiña inglesa y hace poco cumplí sesenta y tres años.

De padre alemán y madre inglesa, se había formado en la universidad de Durham, donde llegó a impartir un seminario, antes de especializarse en civilizaciones precolombinas y entrar a formar parte de la nómina de profesores de la cátedra.

Su amor por trabajar sobre el terreno le había hecho abandonar el mundo académico y enrolarse en una gran cantidad de aventuras, hasta coincidir en una de ellas con el profesor This Aster, por quien no se había dejado convencer para acompañarle en la fallida, aunque, al final, fructífera expedición a Band-Harra. Las civilizaciones precolombinas y la huida a causa de un doloroso divorcio fueron, en definitiva, las responsables de su refugio en las selvas amazónicas.

Durante un par de décadas, había colaborado, participado y, posteriormente, dirigido la cátedra de Civilizaciones autóctonas de la universidad de Micachimba, contribuyendo a su fama y a su prestigio.

Reconocido experto de campo, había participado en un sinfín de expediciones en las selvas sudamericanas, colaborado en gran cantidad de congresos y simposios internacionales y dirigido multitud de seminarios.

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Empachado de bichos y serpientes, el doctor Gran Dullón le había rescatado de su hastío con una llamada salvadora que había sido el toque de corneta, previo a la carga de caballería que estaban a punto de realizar.

Si no había dudado en solicitar la excedencia de la cátedra para embarcarse en la aventura original, mucho menos lo hacía a la hora de apoyar al profesor This Aster, sin el cual no habría sido posible la construcción del sueño que estaban viviendo y que iban a culminar.

Más cercanas sus inclinaciones hacia la literatura que al cine, prefirió comparar su aventura, sin despreciar a Raquel Welch, más con los colonos terrestres de Crónicas marcianas, que con el empeño de los científicos disminuidos de tamaño para extirpar un tumor inoperable. De la misma manera que los colonos de Ray Bradbury se convirtieron en marcianos, ellos lo harían en olehónicos, en cuanto pisasen las tierras en las que éstos habían vivido.

Lo que no contó fue que, desde hacía ocho años, vivía con los tres balazos en el pecho, que había recibido el fugaz amor de su vida, condenándole al desamparo y a una soledad cada vez más fría.

No había pasado un solo día en que no la recordase. Mirándose en el espejo, lavándose las manos, destilando silencios sombríos, tomando notas… Daba igual la actividad que estuviese realizando. Siempre había un momento para la evocación, que dejaba tras de sí un rastro de rabia y de dolor.

Poco a poco, la punzada hiriente se había ido aplacando y se había ido transformando en una sensación anestésica que potenciaba su melancolía. A su natural energía, le costaba mucho más que antes conseguir que mantuviese la cabeza a flote.

Cuando, por fin, pensaba que había logrado un punto de equilibrio, el destino le había preparado uno de esos

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enigmas irresolubles, capaz por sí solo de condenarle al fondo del precipicio.

La doctora Kem Onah era el vivo retrato de Rita. ¿Se trataba de una broma macabra del destino, o sus súplicas desesperadas habían sido escuchadas y el amor de su vida se había reencarnado? Había tanta magia en el ambiente que todo era posible. ¿Por qué no iba a serlo?

—Soy Kem Onah y nací en Estambul, hace treinta y dos años, de padre británico y madre turca—dijo la doctora, comenzando el turno que cerraba el círculo—. Sólo estuve allí siete meses. Mi madre murió a consecuencia del parto y mi padre decidió liquidar sus negocios y trasladarse a Inglaterra.

Había cursado sus estudios y obtenido su doctorado en Oxford. Al igual que le había ocurrido a la doctora Polvah Zho, en su día, se enfrentaba a su primera expedición y lo hacía segura de poder aportar sus conocimientos y de recibir la ayuda de sus compañeros.

Había tenido una corta experiencia docente y su mayor actividad había estado centrada en los estudios relacionados con el cuerpo de la tesis que había realizado y para la que había empleado más tiempo del previsto por motivos que ahora no venían al caso.

Había conocido a la doctora Polvah Zho tres años atrás, cuando había acudido a una entrevista para la obtención de una beca que patrocinaba un organismo que la doctora presidía. Tuvo la suerte de ser la elegida y de desarrollar satisfactoriamente su labor durante todo el período que duró la colaboración.

Por casualidad, se había vuelto a encontrar con la doctora, cuando aún se estaba gestando el proyecto en el que ahora estaban inmersos. Fue tanta la ilusión que vio en ella, que le ofreció su colaboración desinteresada. Su sorpresa fue mayúscula, cuando la doctora le propuso formar parte de la expedición.

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Amante tanto del cine como de la literatura, había quedado impresionada por los símiles que habían empleado sus compañeros y compartía, especialmente, el deseo de navegar por las arterias, hasta desembocar en el corazón de Oléhonia.

Lo que no contó fue que, después de consumida su beca y con su trabajo de doctorado a punto de concluir, contactó con el profesor Hab Husón para que le dirigiera la tesis. Éste, maravillado por la calidad del trabajo que le había presentado, aceptó encantado.

El profesor Hab Husón tenía fama de mujeriego y juerguista, aunque era una de las autoridades más reconocidas en el campo de la documentación. La doctora Kem Onah, más ingenua y menos vulnerable de lo que se creía, pensaba que sería inmune a los encantos de su mentor y a sus artimañas y triquiñuelas. Se equivocó.

El profesor Hab Husón supo aprovechar el momento propicio para desplegar toda su artillería y conquistar la plaza, que cayó desarmada y rendida sin condiciones, a sus pies.

Durante la cena íntima que celebraron los dos, desnudos, en la habitación de un hotel, para celebrar el cum laude obtenido, él le juró, incluso poniéndose de rodillas, que su matrimonio había terminado y que iniciaría los trámites de divorcio enseguida. Ella se lo creyó.

Lo cierto es que el profesor Hab Husón jamás había tenido la menor intención de abandonar a su mujer, entre otras cosas porque era una rica heredera de fortuna muy apetecible y porque, además, estaba loca por él y le consentía esa clase de devaneos, con tal de que luego fueran reparados con fogosas reconciliaciones y con falsas promesas de que no volverían a ocurrir jamás.

La doctora Kem Onah pudo descubrirlo por sí misma y creyó morir. Después, lo intentó de veras, aunque

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fracasó en su cometido. Un oportuno lavado de estómago neutralizó el efecto que la ingestión de un puñado de pastillas pretendía.

Consumida por la doble vergüenza de haber sido engañada y de no cumplir con el ritual de la muerte merecida, tuvo la fortuna de encontrarse con la doctora Polvah Zho y poder encontrar la luz al final de túnel.

—¿Qué? ¿Ya estás contento?—preguntó el profesor Gud Mann al doctor Granh Dullón—. Hemos confesado nuestros pecados.

—Te estás convirtiendo en un viejo cascarrabias—le avisó éste, provocando una carcajada general, que aún no se había disipado del todo, cuando se levantaron para marcharse cada cual a su tienda.

En la suya, sentado a la mesa, compartiendo la reflexión nocturna y el vasito de licor de patata, el rostro de Gud Mann parecía lleno de sombras y tribulaciones. Estaba callado y meditabundo. El profesor This Aster decidió que lo mejor era no romper el silencio.

—¿Recuerdas que te hablé de Rita?—preguntó Gud Mann, apoyando su frente en la mano derecha.

—Claro—contestó el profesor This Aster, ensombreciendo la expresión de su rostro—. No es algo que se pueda olvidar.

Gud Mann se quedó mirando fijamente a su amigo. Sonrió, llevándose el vasito a los labios. Apenas se los mojó, antes de bajar la mirada con una expresión de infinito cansancio.

—Rita fue lo más parecido a una historia de amor que haya tenido en mi vida—dijo después con voz enronquecida, tratando de emplear las mismas palabras que había usado el profesor This Aster en su confesión nocturna, hacía unos días.

—No me cabe duda—contestó éste, humedeciéndose los labios con unas gotas de licor.

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—Ya hace ocho años—murmuró Gud Mann con tristeza—. Ocho largos y dolorosos años.

¡Bien sabía Dios que no había querido ir al congreso de Guatemala! La cátedra y la propia universidad de Micachimba le habían obligado. Él era la cabeza visible del homenaje que iban a recibir y no podía cometer una descortesía.

—Sé que no te servirá de consuelo, pero comparto tu dolor—exclamó el profesor This Aster, con gesto serio—. Lo siento muchísimo.

—Te lo agradezco—dijo Gud Mann, levantándose. Cogió su cartera y con manos temblorosas rebuscó en

ella durante unos instantes y sacó una fotografía. La miró, antes de tendérsela al profesor This Aster sin que sus manos dejasen de temblar.

—Es el único recuerdo que conservo de ella—dijo, apenas consiguiendo que la voz le saliese del cuerpo—. Me la dio Nadia, cuando fui a visitar la tumba de Rita.

—¡Dios mío!—exclamó el profesor This Aster sin poder dar crédito a lo que estaba viendo—. Es…

—Idéntica a la doctora Kem Onah—dijo Gud Mann, terminando la frase que había dejado suspendida su amigo.

—Un parecido asombroso—acertó a decir el profesor This Aster, devolviéndole la fotografía.

Gud Mann la recogió y la guardó de nuevo en su cartera. Volvió a sentarse en la silla y apuró su licor de un sorbo, tragándose también el arañazo inclemente que descendía hacia su estómago.

—Entenderás que esté confundido… —Desde luego—se apresuró a confirmar el profesor

This Aster, terminando también su licor. —No sé si se trata de una broma macabra del destino

o de un fenómeno paranormal. ¡Qué sé yo! —Una extraña coincidencia, sin duda—afirmó el

profesor This Aster.

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—No existen las coincidencias—dijo Gud Mann, negando con la cabeza.

—Ésa es una de las excusas que emplean los psicólogos para enredarnos con sus teorías—repuso el profesor This Aster, apuntándole con el dedo índice de su mano derecha—. Yo reivindico las coincidencias.

—Yo no. —No me lo creo, pero allá tú. —¿Has visto como la mira el doctor Granh Dullón?—

preguntó Gud Mann de repente. —No me he fijado. —¿No?—protestó Gud Mann—. Se la come con los

ojos. ¿No me digas que no te has dado cuenta? —Bueno…—trató de excusarse el profesor This

Aster. —Da igual. Puedo asegurarte que ha iniciado la

ofensiva—dijo Gud Mann, como si estuviese enunciando la conclusión de un teorema—. Se nota a la legua. Parece un cazador acorralando a su presa.

—Me parece que exageras—respondió el profesor This Aster, tratando de quitarle importancia al asunto—. La doctora Kem Onah es atractiva, sin duda, pero lo más seguro es que el doctor Granh Dullón sólo esté tratando de ser cortés.

—¡Y un cuerno!—exclamó Gud Mann—. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? Está tratando de conquistarla.

—Puede ser—concedió el profesor This Aster—. En cualquier caso, sería lógico. Te repito que la doctora es muy atractiva.

—No tengo la menor oportunidad. Granh Dullón es mucho más joven que yo.

—¿Y qué? —¿Cómo que y qué?—se indignó Gud Mann—. Ella

ni siquiera se fijará en mí.

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El profesor This Aster se mordió la lengua para evitar contestar alguna inconveniencia. Su amigo estaba tan confundido y tan atribulado que casi con toda probabilidad no sería capaz de encajarla con su habitual sentido del humor. No era el momento propicio para sarcasmos.

—¿Qué es lo que pretendes?—acabó preguntando. —No lo sé—contestó Gud Mann, desconcertado,

levantándose y comenzando a desnudarse—. ¿Y si fuese una reencarnación de Rita?

—No digas estupideces—contestó el profesor This Aster, desvistiéndose también.

—¿Por qué no? Piénsalo—dijo Gud Mann con un brillo de ilusión tintineando en sus ojos—. Aquí todo parece mágico.

—Pero no tanto. —¿Estás seguro?—insistió Gud Mann, poniéndose el

pantalón de pijama—. ¿Y si fuese una reencarnación de Rita?

—En ese caso, no tendrías ningún problema. —¿Por qué dices eso? —Porque si fuese Rita reencarnada, de nada le

valdrían sus triquiñuelas al doctor Granh Dullón—respondió el profesor This Aster, encaminándose al lavabo a cepillarse los dientes—. Ella te elegiría a ti, hiciese él lo que hiciese.

—Luego, reconoces que le está tirando los tejos. —Lo que reconozco es que te hace falta dormir.

Mañana nos espera un día muy duro—contestó el profesor This Aster, zanjando la cuestión.

Ya en su camastro, podía percibir las vueltas que Gud Mann daba en el suyo, intentando conciliar el sueño. Lo cierto es que le había impresionado la fotografía. El parecido era extraordinario. No sólo el rostro era prácticamente idéntico, sino la estatura, su aspecto frágil y menudo y la luminosidad de su sonrisa. Era

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inquietante, sin duda. Comprendía que a Gud Mann se le hubiesen aparecido todos los fantasmas contra los que había estado luchando los ocho últimos años.

Si alguien creyese en la reencarnación… Pero él no creía.

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Capítulo 9

En el desayuno, reinaba el buen humor y el optimismo. Sólo desentonaba la expresión taciturna del profesor Gud Mann, su mutismo y su mirada perdida en un punto más lejano del que sus ojos eran capaces de alcanzar.

—¿Le ocurre algo?—le preguntó la doctora Kem Onah que, sentada frente a él, se había percatado mejor que nadie de su ensimismamiento.

—Estoy algo atontado. No he dormido bien—respondió, sin decir ninguna mentira, con una sonrisa de circunstancias.

—Supongo que todos estamos bastante nerviosos—contestó ella, sonriendo también—. La aventura que nos espera es demasiado excitante, ¿no?

—Sí—contestó el profesor Gud Mann, mintiendo a medias esta vez.

Si no había dormido bien no había sido por la clase de nerviosismo al que había hecho referencia la doctora Kem Onah, sino porque se había pasado toda la noche pensando en ella o en Rita, quizás en las dos, no estaba muy seguro. Lo cierto es que apenas había pegado ojo. El traqueteo de la vagoneta, en la que había recorrido una interminable montaña rusa, se lo había impedido.

Su largo insomnio no le había servido para encontrar solución a sus tribulaciones. Una voz, que parecía surgida del hemisferio racional de su cerebro, se había empeñado en martirizarle, repitiéndole una y otra vez que no se dejara arrastrar por las extrañas emociones que sentía, presentándole toda una serie de argumentaciones lógicas. Cuando estaba a punto de claudicar, un vocecilla

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débil, pero insistente, le susurraba que la magia era posible y que tenía ante sí una situación irrepetible.

Ahora que tenía delante a la doctora Kem Onah, sólo era capaz de pensar en la segunda opción, aunque para ello tuviese que sortear el obstáculo que suponía el doctor Granh Dullón y sus decididas intenciones de desplegar todas sus artes de conquista.

—Ya va siendo hora de ponerse en marcha—anunció el profesor This Aster, dando por terminada la breve sobremesa matinal—. Hay mucho que hacer.

Lo inmediato y más urgente era conocer y aprender el funcionamiento del sofisticado traje, que habrían de emplear no sólo en el descenso, sino durante la expedición. Todos los miembros de la misma lo habrían de hacer, aunque lo primordial era comenzar por Gud Mann y el profesor This Aster, que habían sido los designados para realizar la exploración inicial.

Cuanto más se retrasase ésta, más lo haría el proyecto en sí, puesto que la planificación de la mayor parte de las actividades que debía acometer el equipo estaba supeditada a los resultados de la exploración previa de la sima y del hipotético camino que casi con toda seguridad habría al final de la misma.

Vestidos como rutilantes astronautas de película, el agente Rob Husto y los profesores Gud Mann y This Aster salieron a la explanada exterior de la excavación, en medio de las ovaciones y vítores del resto de los miembros del equipo, que no estaba dispuesto a perderse el espectáculo por nada del mundo.

Mientras se colocaban el traje, el profesor This Aster no paró de protestar. Le parecía innecesario que el agente Rob Husto les acompañase en el descenso. ¿Qué clase de peligro esperaban encontrar allí abajo?

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—Por lo pronto, hay una emanación de gas…—había intentado argumentar la doctora Polvah Zho, antes de ser interrumpida por el profesor This Aster.

—¡Por Dios!—había exclamado éste—. Se trata de un fenómeno natural.

—¿Está seguro?—había preguntado la doctora Polvah Zho, sabiendo de antemano la respuesta—. La seguridad de la expedición es responsabilidad mía y no pienso poner en peligro la vida de nadie.

—Pero… —No hay peros que valgan—había dicho ella con

determinación—. El agente Rob Husto será su escolta. Una vez zanjada la cuestión, la doctora Polvah Zho

les explicó con todo lujo de detalles el funcionamiento de los aparatos que podían considerarse básicos y el proceso de interpretación de los datos y de los indicadores que garantizaban el mantenimiento de las funciones vitales.

Antes de salir a la explanada exterior, ya se habían familiarizado con el uso de los pequeños ordenadores que medían tanto las condiciones ambientales externas, como las propias constantes individuales, cuyos resultados podían consultar en las pantallas de los dos visores, colocados en cada uno de sus antebrazos

Pudieron comprobar la ligereza del material con el que habían sido confeccionadas las prendas y que les permitía una gran autonomía en los movimientos y desplazamientos, sin tener que soportar dificultades añadidas, debidas a un hipotético y engorroso sobrepeso.

La doctora Polvah Zho no había exagerado cuando comparó el peso de la escafandra con el de un sombrero liviano. Pese a estar equipada con las necesarias conexiones que le permitían la libre circulación de aire, proveniente del aparato respiratorio del traje, y la recepción y la transmisión de mensajes, a través de una

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doble vía de comunicación, su ligereza era una agradable sorpresa.

Los guantes se acoplaban de tal manera a las manos, que éstas parecían ser libres, sin pérdida de tacto. Gracias a esta increíble característica, el agente Rob Husto podría usar su arma, en caso necesario, con las mismas garantías que en tierra firme. También, favorecería el examen de cualquier resto que pudiera ser hallado.

Poco antes del mediodía, los tres astronautas terrestres salieron de la tienda, en la que se había producido su adiestramiento, y se encaminaron hacia la explanada exterior de la excavación, para poner en práctica los conocimientos que habían adquirido.

La simulación fue un rotundo éxito, vitoreado y aplaudido por el resto de los miembros del equipo. La capacidad de maniobra, que les proporcionaban los trajes, resultó sorprendente; la seguridad de los sistemas

informáticos, que suministraban las constantes ambientales y personales, fue milimétrica; el

funcionamiento del sofisticado aparato respiratorio, absolutamente perfecto, y la comunicación entre los tres y con la doctora Polvah Zho se produjo sin el menor fallo.

Tenían motivos para estar contentos y no lo disimularon ni durante la comida ni en la prolongación de la sobremesa. El entusiasmo era el sentimiento general. Eran conscientes de encontrarse a las puertas del mayor descubrimiento que hubieran sido capaces de soñar.

—¿Lo intentamos esta tarde?—preguntó la doctora Polvah Zho, inclinándose ligeramente sobre el profesor This Aster para evitar el bullicio.

—¿Por qué no?—respondió éste con una sonrisa.

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—¿Creen que dominan el equipo?—preguntó la doctora Polvah Zho, ampliando el radio de acción a Gud Mann y al agente Rob Husto.

Éste dio dos cabezazos afirmativos y levantó el pulgar de su mano derecha. La expresión del rostro del profesor This Aster no necesitó traducción. Gud Mann, en cambio, se quedó pensativo durante unos instantes.

—De eso me gustaría hablar—dijo por fin, rompiendo su silencio.

—¿De qué?—preguntó el profesor This Aster, frunciendo el ceño.

—Creo que debe bajar usted, doctora—contestó Gud Mann—. No es que yo no quiera hacerlo. Puedo asegurarle que me muero de ganas. Pero creo que usted merece mucho más que yo el honor de formar parte de la primera expedición.

—Yo… No… No sé qué decir—balbuceó la doctora Polvah Zho.

—Siempre has sido un caballero—dijo el profesor This Aster con cierto tono burlón.

—Desde luego—admitió la doctora Polvah Zho—. No puedo aceptar su ofrecimiento—dijo después, dirigiéndose a Gud Mann.

—No es un ofrecimiento, es la única conclusión lógica—respondió éste, poniéndose en pie—. ¡Señores!—dijo, tratando de llamar a atención de los presentes—. Tenemos media hora para prepararlo todo. Vamos a poner la primera piedra para edificar Oléhonia. ¡Vamos a bajar! La doctora Polvah Zho, el profesor This Aster y el agente Rob Husto serán nuestros primeros expedicionarios.

Una explosión de júbilo se propagó entre los miembros del equipo, que se apresuraron a abandonar sus lugares en la mesa para prepararse para el acontecimiento.

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—¡No me lo puedo creer!—exclamó la doctora Kem Onah, abrazando a la doctora Polvah Zho—. ¡Es maravilloso!

Cuando los tres hicieron su aparición, enfundados en sus correspondientes trajes, fueron recibidos con un respetuoso silencio. Cada miembro del equipo ocupaba su puesto y cruzaba los dedos para espantar los malos augurios.

—¿Me escucháis?—preguntó Gud Mann al transmisor que le comunicaba con los expedicionarios.

—Como si estuvieras a nuestro lado—contestó el profesor This Aster, provocando una carcajada general.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando?—apremió Gud Mann, ampliando su sonrisa—. ¡Poneos en marcha, perezosos!

Les acompañó hasta el ascensor hidráulico, levantó la barra de protección y les invitó a entrar en la plataforma. Después, aseguró nuevamente la barra y levantó el pulgar de su mano derecha como señal de aprobación.

—Me voy con el doctor Hespa Vilado—dijo, señalando el puesto de comunicación—. ¡Buena suerte!—añadió, despidiéndose.

Los tres expedicionarios respondieron agitando su mano derecha al unísono, mientras le veían alejarse. Cuando Gud Mann llegó a la sala de comunicaciones, pulsó el botón que permitía proyectar las imágenes, captadas por la cámara del elevador, en la pantalla gigante, que habían colocado en el comedor, para que los miembros sin intervención concreta en la misión pudieran seguir las evoluciones con todo detalle.

—¿Preparados?—preguntó Gud Mann, a través de su transmisor.

—Hace un buen rato que lo estamos—contestó el profesor This Aster, haciendo evidente su impaciencia.

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—Pues, el mando de la operación pasa a manos del doctor Hespa Vilado—dijo Gud Mann, entregándole el transmisor.

—¡Comienza el descenso!—anunció éste, a través de él.

El sistema hidráulico se puso en marcha y la plataforma quedó suspendida unos instantes en el vacío, antes de comenzar el descenso con una suavidad exquisita. Cada centímetro de bajada parecía corresponder al impulso de un latido del corazón hibernado de un dragón gigantesco. La respiración colectiva contenida provocaba una aureola de irrealidad en el entorno, que nublaba la vista e invitaba a la ensoñación.

El profesor This Aster sintió un escalofrío persistente, descendiendo por su espina dorsal, cuando se vio rodeado por las inscripciones de la bóveda. Las señaló con su índice derecho.

—¡Ahí están!—dijo, llamando la atención de la doctora Polvah Zho.

—Es sobrecogedor—respondió ésta, girando la cabeza a uno y otro lado.

—¿Por qué la escribirían una y otra vez?—preguntó el profesor This Aster en voz alta, dejando que se escapasen sus pensamientos.

—Parece un aviso—sugirió el agente Rob Husto, interviniendo en la conversación.

—Un aviso repetido—apoyó la doctora Polvah Zho—. Puede ser una advertencia sobre el peligro que aguarda a los que la desafíen.

—Podría ser—concedió el profesor This Aster—. Pero, por qué tanta insistencia.

—¿Se ha fijado en el nivel de monóxido de carbono?—preguntó la doctora Polvah Zho, señalando el visor de su antebrazo izquierdo.

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—Sería suficiente para acabar con un rebaño de elefantes—confirmó el profesor This Aster, consultando el suyo.

Continuaron el descenso sin más comentarios, aunque la doctora Polvah Zho estaba absolutamente fascinada por la magia envolvente de las inscripciones y por la luz que parecía desprender la bóveda.

Las cámaras del elevador avisaron de la proximidad del fondo de la sima, y los sistemas hidráulicos atenuaron el descenso, permitiendo que la plataforma se posase como si fuese una pluma, antes que el mecanismo se detuviese por completo.

—Hemos llegado—anunció la doctora Polvah Zho—. Voy a conectar la cámara de la escafandra, antes de abandonar la plataforma.

—Muy bien—dijo el doctor Hespa Vilado—. Estamos con ustedes.

El agente Rob Husto abatió la barra de protección y custodió la salida de sus dos acompañantes. Primero, lo hizo la doctora Polvah Zho. Gracias a ello, los miembros del equipo pudieron ser testigos del momento en el que el profesor This Aster pisaba por primera vez la Tierra Prometida, aunque no fueran capaces de adivinar la emoción que embargaba al viejo científico al hacerlo.

El fondo de la sima tendría unos diez metros de anchura, más o menos, lo que apoyaba, en principio, la pretensión del profesor This Aster de utilizar vehículos en la expedición. Tenían que seguir avanzado para comprobar si el trayecto permitía ser recorrido con vehículos.

Momentos antes de descender, habían decidido el orden de la marcha. La abriría el profesor This Aster y la cerraría el agente Rob Husto, encargado de vigilar y proporcionar la seguridad necesaria.

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Avanzaron lentamente, seguidos con atención por sus compañeros de arriba, en el monitor que proyectaba las imágenes recogidas por la cámara de la escafandra de la doctora Polvah Zho.

El resplandor de la extraña luz de las paredes de la bóveda se prolongaba en el interior del túnel, que mantenía su anchura constante. Los reflejos dibujaban formas caprichosas alrededor de las tres figuras que no detenían su avance.

—¿Marcha todo bien?—preguntó el doctor Hespa Vilado para confirmar su apoyo desde las alturas.

—Todo bien—se apresuró a ratificar el profesor This Aster—. Como pueden comprobar, un vehículo puede desplazarse por aquí sin ninguna dificultad.

—Es cierto—admitió la doctora Polvah Zho—. Pero todavía no podemos asegurar que su utilización sea imprescindible.

—No tardaremos en hacerlo—contestó el profesor This Aster con rotundidad, continuando su cauteloso avance.

—Insisto en que debería ir delante—objetó el agente Rob Husto, acercándose al profesor This Aster—. No tiene sentido que cubra una retaguardia que no puede ser amenazada. De haber algún peligro, lo encontraríamos delante, nunca detrás.

—Ya habíamos discutido esto—contestó el profesor This Aster, cerrándose en banda.

—No seas cabezota, Udo—dijo Gud Mann desde la sala de comunicaciones—. El agente Rob Husto tiene razón.

—Comparto dicha afirmación—aseveró el doctor Hespa Vilado.

—¿Qué es esto? ¿Un motín?—bromeó el profesor This Aster.

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—Deja de comportarte como una mula y cambia de lugar en la marcha con el agente Rob Husto—dijo Gud Mann.

—Me parece un abuso—protestó el profesor This Aster, obedeciendo.

Parecían hallarse en el interior de una cueva, en la que los niveles de monóxido de carbono seguían siendo incompatibles con la vida humana. La composición de sus paredes tenía la misma estructura de la bóveda y desprendían el mismo misterioso brillo.

Cuando estaban a punto de doblar un recodo del camino, el agente Rob Husto se envaró y les ordenó detenerse, levantando su mano izquierda y agitándola en el aire varias veces. Pegó la espalda a la pared, protegiéndose y obligando a hacer lo mismo a sus acompañantes.

—Hay una luz allí—dijo, señalando el recodo con un movimiento de su cabeza.

La doctora Polvah Zho abandonó la seguridad de su posición para tratar de filmar con su cámara la proveniencia de la luz que había visto el agente Rob Husto, pero éste le impidió la maniobra y la reintegró de nuevo a su lugar, mediante un enérgico tirón.

—¡Se ha vuelto loca!—le recriminó. —No ha sido muy prudente—certificó el profesor

This Aster. —Lo siento—dijo la doctora Polvah Zho, tratando de

que su disculpa sonase sincera. El agente Rob Husto les hizo una seña para que no se

movieran y dio un repentino salto, doblando el recodo. El breve silencio duró una eternidad y se hizo muy denso, tanto abajo como arriba.

—Hay una luz, pero está despejado—dijo el agente Rob Husto por fin—. Pueden salir.

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—Es el final de la cueva—dijo el profesor This Aster, nada más doblar el recodo—. La luz proviene del exterior.

—¿Del exterior?—preguntó la doctora Polvah Zho con extrañeza, mientras la cámara de su escafandra le mostraba el espectáculo al resto de los miembros del equipo.

—¡Por todos los demonios!—exclamó el doctor Hespa Vilado—. ¡Es verdad! La luz proviene del exterior.

El agente Rob Husto no pudo impedir que el profesor This Aster le adelantase y corriese hacia el final del túnel. No pudieron alcanzarle hasta que atravesó la luz y desembocó en una desértica e inhóspita llanura exterior, de tierra oscura apelmazada, situada bajo la bóveda de lo que parecía ser un cielo gris.

—¡Dios mío!—exclamó Gud Mann, al contemplar las imágenes, cuando la doctora Polvah Zho salió del túnel.

—¡Es increíble!—dijo el doctor Hespa Vilado con asombro.

La doctora Polvah Zho trató de recoger con su cámara la inmensidad de la llanura, aunque no estaba muy segura de poder conseguirlo. El agente Rob Husto, a su lado, se limitó a lanzar furtivas miradas a diestro y siniestro, aunque no tardó en comprobar que la vigilancia era innecesaria. No había un alma alrededor.

—¿Es... un cielo, eso de ahí arriba?—acertó a preguntar Gud Mann.

—Si no lo es, se le parece—contestó el profesor This Aster, levantando la vista hacia la masa gris que había sobre su cabeza.

—¿Qué piensas?—preguntó Gud Mann, esperando que a su amigo se le hubiese ocurrido alguna explicación que le hiciera reconciliarse con la lógica.

El profesor This Aster no le respondió. Se limitó a dar unos cuantos pasos, aparentemente complacido,

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alejándose de sus acompañantes. El agente Rob Husto le llamó la atención, recomendándole que no se alejase demasiado y provocando la sonrisa irónica del investigador. ¿A dónde se creía que podía ir en medio de semejante inmensidad solitaria?

No era la llanura que había visto en sus sueños, pero ahí estaba, al fin y al cabo. Existía. Eso era innegable, como innegable sería la existencia de Oléhonia, cuando atravesaran el desierto que tenían ante ellos.

Continuó su avance, apretando el paso. Su corazón se le encogió en el pecho, al contemplar que la llanura se prolongaba hasta la línea del horizonte. No se percibía el menor signo de vida presente ni pasada. Torció el gesto con disgusto, aunque no estaba dispuesto a amilanarse. Una vez que había llegado hasta allí, nada podría impedir que se encontrase cara a cara con Oléhonia, aunque para ello tuviera que desenterrarla con sus propias manos.

—Tenía razón—admitió el doctor Hespa Vilado, sacándole de su ensimismado afán conquistador—. Es indudable que los vehículos resultarán de mucha utilidad.

—Mucho más que eso. Yo diría que absolutamente imprescindibles—respondió el profesor This Aster, señalando la nada que tenía frente a él, recogida de manera fidedigna por la la cámara de la escafandra de la doctora Polvah Zho.

—No parece que haya nada en kilómetros a la redonda—dijo ésta, llegando hasta el profesor—. Es muy extraño.

—Más extraño es eso de ahí arriba—respondió el profesor This Aster, enarcando las cejas.

—Desde luego—admitió la doctora Polvah Zho, agachándose para comprobar que la superficie del suelo era dura y homogénea, como si estuviese hecha de un metal coriáceo, que impedía el desprendimiento de

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cualquier brizna de tierra—. Aunque esto tampoco está mal—comentó, levantándose.

Parecía como si toda la estructura hubiese sido aplanada por un gigantesco rodillo y prensada a conciencia después. No había una roca, allá hasta donde la vista alcanzaba, ni una piedra siquiera. Sólo una colosal llanura de tierra oscura, apelmazada, comprimida y compacta, que parecía ser una prolongación o una proyección de la penumbra que estaba comenzando a desplomarse sobre los exploradores con cierta prisa.

La doctora Polvah Zho miró a su alrededor, sin poder evitar que un escalofrío prolongado recorriera sus vértebras, percutiendo sobre cada una de ellas y utilizándolas como las teclas de un xilófono. Un ligero, aunque persistente, temblor le sirvió para sacudirse de encima la sensación.

El profesor This Aster se alejó, dando pequeños pasos, como si estuviese midiendo una distancia imaginaria. De repente, se detuvo y, ante los estupefactos ojos de sus compañeros de la sala de control, se liberó de la escafandra e inspiró profundamente.

Los gritos de Gud Mann y del doctor Hespa Vilado alertaron a la doctora Polvah Zho, que se giró con rapidez. Estuvo a punto de desmayarse, al ver al profesor This Aster, avanzando hacia ella con la escafandra en la mano y una amplia sonrisa en los labios.

—¿Se ha vuelto loco?—acertó a decir sin ser consciente en ese momento de que el profesor This Aster no podía oírla.

Éste, sin dejar de sonreír, se limitó a tocar repetidamente con un dedo el visor, colocado en su antebrazo derecho. La doctora Polvah Zho meneó la cabeza sin comprenderle. Él insistió, tratando de llamar, tanto su atención como la de la sala de control.

—¿Qué pretende el insensato ése?—estalló Gud Mann.

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—No sé...—dijo la doctora Polvah Zho, mirando de forma instintiva el visor de su antebrazo derecho.

Entonces lo comprendió. La composición del aire exterior era exactamente igual al atmosférico. Se podía respirar. Eso es lo que estaba tratando de decirles a todos, el profesor This Aster. Lo tradujo a sus compañeros de la sala de control.

—El aire de ahí afuera tiene la misma composición que el nuestro—dijo sin poder contener la emoción—. Compruébenlo.

—¡Es increíble!—exclamó el doctor Hespa Vilado, todavía sin poder dar crédito a los datos reflejados en una de las pantallas de la sala de control.

—Haga que ese botarate se ponga de nuevo la escafandra—le dijo Gud Mann a la doctora Polvah Zho—. Quiero tener unas palabritas con él.

—Lo intentaré, pero ya le conoce...—respondió la doctora, haciéndole señas al profesor This Aster para que se pusiese la escafandra.

Éste negó con la cabeza, invitándola a que fuese ella quien se la quitase para que pudiese comprobar por sí misma que el aire era respirable. La doctora Polvah Zho se limitó a encogerse de hombros y a señalar hacia el cielo o lo que fuera, tratando de transmitirle que era una orden de arriba. Él pareció comprenderla y volvió a colocarse la escafandra, aunque a regañadientes.

—¿Pretendías matarnos a todos de un susto, majadero?—recriminó Gud Mann, cuando estuvo seguro de que podía ser escuchado—. ¿En qué estabas pensando?

—En la clase de científicos que me acompañan, que no han sido capaces de leer los simples datos de un ordenador—contestó el profesor This Aster, como si estuviese regañando a sus alumnos—. No sé si voy a poder fiarme de vosotros—añadió con sorna.

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—Deja de hacer el mamarracho, y regresad—ordenó Gud Mann—. No me gusta la rapidez con la que se os viene encima la oscuridad.

—En algo debías de tener razón—concedió el profesor This Aster, comprobando que el color negruzco de la bóveda que tenía sobre su cabeza aumentaba en intensidad y espesura de forma vertiginosa—. Vamos allá.

Cuando alcanzaron la boca de la cueva, la oscuridad era total. Apenas podía distinguirse a un par de pasos, lo que les obligó a encender las luces de sus escafandras. Había sido una suerte poder asistir a la transición de la luz a la oscuridad, con una breve escala en la penumbra. Tendrían que tomar buena nota de ello para adecuar el equipo a dicha circunstancia.

Durante el trayecto de ascenso, la doctora Polvah Zho volvió a quedar sobrecogida por el misterioso resplandor que parecía surgir de las paredes de la bóveda y flotaba como una especie de nebulosa espectral.

Una vez arriba, los vítores con los que les recibieron sus compañeros saludaron su regreso como si se hubiese producido tras una larga y peligrosa expedición en la que hubiesen estado a punto de rozar las puertas de Oléhonia con las yemas de sus dedos.

El profesor This Aster no tardó en sacudirse de encima esa desagradable sensación. Lo hizo nada más quitarse la escafandra. Se quedó contemplando a sus compañeros unos momentos. Carraspeó, llamando su atención.

—Me gustaría que guardásemos estas muestras de júbilo y las hiciésemos explotar cuando corresponda que, desde luego, no es hoy—dijo, esbozando una sonrisa de circunstancias—. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí, lo estamos—respondió el profesor Gud Mann—. Eres un perfecto tocapelotas.

—Ya me conoces—contestó el profesor This Aster con ironía.

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En la sobremesa de la cena, la doctora Polvah Zho comunicó al equipo que partiría a primera hora de la mañana para reunirse con su director financiero en Londres. Era indispensable realizar un análisis exhaustivo de los vehículos más apropiados para explorar el desierto. Habría que valorar sus características y elegir el modelo más apropiado.

—Que, seguramente, no coincidirá con el más económico—bromeó el doctor Hespa Vilado.

—Seguramente—reconoció la doctora Polvah Zho. Mientras ella estuviera dedicada a la caza y captura

del vehículo ideal, el resto del equipo habría de ultimar todos los detalles, con el fin de acelerar al máximo los preparativos y tenerlo todo listo para acometer la aventura en cuanto ella regresara.

—¿Quiere acompañarme y ayudarme a elegir el transporte?—preguntó la doctora Polvah Zho al profesor This Aster.

—Me temo que no le serviría de gran ayuda—respondió éste, declinando el ofrecimiento—. Seguro que sería un estorbo. Le sugiero al doctor Hespa Vilado. Sus dotes negociadoras y su perspicacia serán de mucha utilidad sin duda.

—¿Ha oído?—preguntó la doctora Polvah Zho al director de expedición.

—¿El qué?—se extrañó el doctor Hespa Vilado, pillado en fuera de juego.

—El profesor This Aster está seguro de que usted podrá ayudarme en la elección del vehículo de transporte—aclaró ella.

—Bueno, humildemente...—contestó el doctor Hespa Vilado, meneando la cabeza y entornando los ojos.

—Pues no se hable más. Mañana nos recogerá mi jet privado en el aeropuerto.

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—Para mí, será un honor acompañarla y, por supuesto, un inmenso placer.

—Encima es muy galante—le dijo el profesor This Aster a la doctora Polvah Zho, en voz baja con socarronería.

—Un auténtico caballero—ratificó ella, sonriendo. Cuando la sobremesa había languidecido y el

pensamiento general se decantaba hacia que cada cual se retirase a su tienda, el doctor Granh Dullón puso el dedo en la llaga y se atrevió a lanzar al aire la pregunta que había estado revoloteando alrededor de todas las cabezas, pero que nadie había formulado en voz alta.

—¿Hay alguien que tenga una idea que pueda explicar lo de ahí abajo?—preguntó de sopetón, clavando su mirada en la del profesor This Aster.

—¿A qué te refieres en concreto?—contestó Gud Mann con otra pregunta.

—A varias cosas, pero, si empezamos por lo más importante, a ese cielo debajo de nuestro cielo o, ¿está por encima?

—Buena pregunta—admitió el doctor Hespa Vilado, comenzando una pequeña disertación sobre sus impresiones.

Como si una mano invisible hubiese abierto la espita que permitiese el paso a una tormenta de ideas, cada uno expuso la suya, aunque sin la suficiente energía como para convencer a los demás, entre otras cosas porque, como era lógico, todos sabían que se estaban moviendo en el terreno resbaladizo de la conjetura y la suposición. Sólo el profesor This Aster se mantuvo en silencio, hasta que, pasado un buen rato, Gud Mann le preguntó directamente.

—¿Y tú qué piensas?—dijo con tono de estar echándole en cara su silencio y su actitud—. ¿Qué explicación tienes?

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—Ninguna—dijo el profesor This Aster, lacónicamente—. Ni siquiera me había parado a pensarlo. Estaba escuchando vuestras elucubraciones—confesó con una sonrisa de circunstancias.

—¿Y a qué conclusiones has llegado?—insistió Gud Mann.

—Pues...—dudó, provocando que la atención de todos los presentes se centrara en él—. La verdad es que el descubrimiento de la causa de semejante fenómeno no forma parte de mis prioridades. Puede que resulte poco científico, pero mis energías están encaminadas al descubrimiento de Oléhonia. Lo único que me importa es encontrarla en un punto de ese inmenso desierto. Lo demás...

—No puedo creer que no se haya planteado alguna hipótesis—interrumpió la doctora Polvah Zho.

Lo cierto es que así era, por mucho que sus compañeros de expedición no se lo creyesen. No les había mentido. Oléhonia era el único objeto de deseo de su curiosidad. No se había detenido a analizar el sinsentido de un cielo bajo otro o por encima de él, tanto daba. En cualquier caso, tampoco le preocupaba demasiado. No era su campo. Esa labor estaría reservada a los físicos, que serían los únicos capaces de contradecir a los charlatanes con argumentos de peso o, por lo menos, con teorías sustentadas por criterios plausibles.

No podía comprender la extraña razón por la cual su opinión podía tener relevancia. No poseía elementos de juicio que pudiesen ser avalados por el conocimiento científico. Su opinión sólo podía ser considerada una conjetura más, con idénticos visos de ajustarse a la realidad que cualquier otra. Sin embargo, todos parecían estar aguardando a que él se pronunciase como si fuese el oráculo de Oléhonia.

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Sonrió complacido, ante la disparatada idea que comenzó a sacar la cabeza entre los hilos de la fabulación de su mente. Sin saber por qué, las imágenes de una antigua película muda, que había visto hacía siglos, se le aparecieron con la nitidez que sólo es capaz de brotar en ciertos momentos de inspiración lúcida. Allí estaban los dinosaurios, surgidos de la imaginación de Conan Doyle, dándose un paseo de cartón piedra por una isla brasileña de guardarropía cinematográfica. Allí estaba él, recordando las imágenes sincopadas de un mundo perdido, que sólo había sido posible rescatar a través del celuloide. El problema era hacer coincidir el fundido en negro del misterio con los encadenados de los pensamientos etéreos o las elipsis de aquello que no había más remedio que soslayar por no haberlo podido comprender.

En realidad, el encontrar una explicación lógica al propio fenómeno insólito no le quitaba el sueño. Ni siquiera se había planteado analizar la situación con detenimiento. Simplemente, se había limitado a aceptar el hecho, porque lo único que tenía importancia para él era que Oléhonia le estaba aguardando en algún punto de la inmensidad desértica que habían encontrado. Ante ese convencimiento absoluto, poco importaba una cuarta o una quinta dimensión, la órbita errónea de los electrones perdidos en el espacio o el desfase en la percepción del tiempo. Cualquier hipótesis tenía las mismas posibilidades de ser brillante y cierta que disparatada y falsa.

—¿En serio crees que eso de ahí abajo es la consecuencia de un agujero negro?—preguntó Gud Mann en pleno ataque de escepticismo, una vez concluido el ritual del licor de patata en la reflexión final de la jornada, mientras encendía la lamparilla de mesa sobre su camastro.

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—¿Por qué no?—preguntó a su vez el profesor This Aster, metiéndose en el suyo.

No es que se lo creyera. La verdad es que ni lo hacía ni lo dejaba de hacer. Había contestado lo primero que se le había pasado por la cabeza. Se había visto en la obligación de no decepcionar a sus compañeros. Todos parecían muy ansiosos, esperando su respuesta.

—De la misma manera que en el espacio hay agujeros negros, también podría haberlos aquí—les había dicho, con el pleno convencimiento de quien tiene una teoría elaborada y sólida al respecto, cosa que estaba muy lejos de ser cierta.

—¿Agujeros negros?—había preguntado la doctora Polvah Zho con una sonrisa burlona.

—Yo no soy físico, pero podría tratarse de una especie de distorsión del tiempo y del espacio, a la que, por algún extraño fenómeno, que desconocemos, habríamos accedido—había contestado el profesor This Aster, dando aún mayores muestras de seguridad en sí mismo, pese a haber continuado improvisando sobre la marcha.

—Interesante—había admitido el doctor Hespa Vilado, enarcando una ceja.

—¡Más que eso!—había exclamado el doctor Granh Dullón con entusiasmo—. Si así hubiese ocurrido, deberíamos replantearnos un montón de conceptos. Sería una revolución que abriría nuevos campos de investigaciones...

—Antes de caer rendidos a los pies del futuro premio Nobel, convendría que pusiésemos los nuestros sobre la tierra—había puntualizado Gud Mann, interrumpiendo el ascenso de la emoción colectiva—. Aun reconociendo su brillantez, la teoría del profesor This Aster se me antoja de tan difícil demostración como las otras que han sido expuestas aquí, por lo menos a corto plazo. Por eso,

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yo no me mostraría tan entusiasta ni lanzaría las campanas al vuelo.

—Porque tú eres un aguafiestas—se había burlado el profesor This Aster.

—¿Un agujero negro?—había dejado suspendida la pregunta en el aire la doctora Polvah Zho, sonriendo de forma enigmática—. Sí que suena interesante—había terminado por reconocer.

—Se trata de una especulación muy intuitiva—había apuntado la doctora Kem Onah—. Y muy inquietante.

—No lo dudo, pero el profesor Gud Mann tiene razón—había admitido el profesor This Aster, poniéndose en pie para dar por terminado el debate y, de paso, recordar a los demás el objetivo fundamental que tenía la expedición y que no debía ser olvidado—. Las teorías que hemos expuesto han servido para aguzar nuestro ingenio, pero no son más que un juego o un pasatiempo divertido. No disponemos de los conocimientos necesarios para aceptarlas o refutarlas. Como entretenimiento, no está mal, pero, afortunadamente, nuestro trabajo es otro bien distinto para el que sí estamos preparados.

—¡Un agujero negro!—rezongó Gud Mann, meneando la cabeza, mientras se metía en la cama.

—Una teoría tan válida como cualquier otra, ¿no te parece?—bromeó el profesor This Aster, retirando la cubierta y tapándose con la sábana.

—Eres un farsante—concluyó Gud Mann, meneando la cabeza.

—Hago lo que puedo. —Pues lo haces muy bien. —Lo aceptaré como un cumplido. —Cambiando de tema…—dijo Gud Mann,

restregándose la barbilla—. ¿Te has dado cuenta de que nadie nos considera doctores?—preguntó como si hubiera disparado una ametralladora.

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—¿Qué?—preguntó el profesor This Aster, perplejo. —Tú eres doctor, ¿no? —Por supuesto—afirmó el profesor This Aster con

rotundidad. —Yo también. ¿A qué venía eso? No hacía falta que se lo confirmase.

Ya sabía que Gud Mann era doctor, ¿por qué la necesidad de reivindicarlo a esas alturas? No parecía tener mucho sentido. Seguramente, se debería a la conmoción que le había provocado la inquietante presencia de la doctora Kem Onah. ¡Claro! Era eso. Quizá por primera vez en su vida, Gud Mann había considerado que su título de profesor estaba un peldaño por debajo del de doctor. No podía competir contra Granh Dullón, no sólo por su evidente diferencia de edad, sino por su consideración académica.

Ciertamente, era curioso que, entre sus compañeros y entre la comunidad científica mundial, ambos fuesen conocidos como el profesor Gud Mann y el profesor This Aster y que nunca se refiriesen a ellos como doctores, título que poseían desde hacía muchos años. Quizá el hecho de sus largos períodos dedicados a la docencia hizo que el título de profesor fuese el de aplicación más lógica para su entorno. De todas formas, hasta ese momento, el profesor This Aster nunca se había detenido a pensar en la cuestión, aunque podía concluir, sin temor a equivocarse, que le importaba un pimiento el título que emplearan a la hora de dirigirse a él.

—¿Por qué te preocupa eso ahora?—preguntó con cierta desgana.

—No… No me preocupa—se apresuró a puntualizar Gud Mann.

—¡Quién lo diría!—respondió el profesor This Aster, acentuando su escepticismo.

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—Bueno… Lo cierto es que me molesta un poco—reconoció Gud Mann, bajando la voz.

—¿Por qué? —¿Cómo que por qué? —Sí, ¿por qué? —Pues porque parece que los doctores estén situados

a otro nivel… —Sí, en el de la idiotez—respondió el profesor This

Aster—. Sólo tienes que pensar en el doctor Kury Shini. —Sabes a lo que me refiero—contestó Gud Mann,

intentando escabullirse. —¿Te ha entrado un ataque agudo de titulitis? —Olvídalo—gruñó Gud Mann, golpeando la

almohada para ahuecarla. —Más que preocuparte por el título del francés,

deberías hacerlo por su edad—dijo el profesor This Aster con socarronería—. Francamente, me parece que pierdes por goleada.

—Muy gracioso—respondió Gud Mann, contrayendo los músculos faciales, simulando una sonrisa—. Perspicaz, como siempre.

—Si tanto te preocupa, mañana, en el desayuno, leeré un comunicado en el que quede muy claro que eres doctor… Bueno, y yo también. Voy a redactarlo ahora mismo.

—Vete a la mierda—contestó Gud Mann, apagando la lamparilla.

—Prefiero la paz del mundo onírico. —En ese caso, que tengas felices sueños. —Lo mismo te deseo—contestó el profesor This

Aster, girándose en la cama.