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“El teatro de juguete”, de G. K. Chesterton Versión de Javier Ahumada Aguirre* Nota preliminar: Autor de más de una centena de libros que inmaculadamente abarcaron todos los géneros literarios, Gilbert Keith Chesterton fue también un prolífico colaborador de diversos pe- riódicos, desde los cuales inició y/o dirimió una ingente cantidad de debates sobre algunos temas que consideró ineludibles para la sociedad ingle- sa de finales del siglo XIX e inicios del XX (los más memorables tuvieron como interlocutor a George Bernard Shaw); tristemente, debido a la abundan- cia de esas notas periodísticas, muchas aún espe- ran su turno para ser recopiladas, traducidas y re- impresas. Es éste el caso del presente artículo, inédito en es- pañol, publicado originalmente en el periódico Daily News y compilado después en el volumen Tremendous Trifles (1909), el cual presentamos como un mínimo ejemplo del pensamiento de Chesterton, profundo y paradójico, capaz de encontrar en los teatros de ju- guete una perfecta metáfora de la creación artística previa a las vanguardias y a la acelerada moderniza- ción industrial de grandes sectores del planeta. Finalmente, sólo resta acotar que los teatros de juguete, también llamados teatros de papel, son una forma de representación escénica en miniatura que nació en Inglaterra en el siglo XIX y que se ex- tendió a toda Europa. Su formato era esencialmen- te el mismo: personajes y escenografía impresos en cartulina, sostenidos en el escenario con palitos de madera; había foros especiales para éstos en los que incluso se actuaban dramas shakesperianos, aunque era más frecuente que existieran en las ca- sas particulares para diversión de los niños. Un in- mejorable ejemplo de los teatros de juguete puede verse en los primeros minutos de Fanny y Alexander, la magistral película de Ingmar Bergman. Litoral e 37 *Egresado de la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruza- na. Ha publicado cuento y reseñas literarias y cinematográficas en medios culturales como La Palabra y el Hombre, La Nave, Paideia y Contrapunto. Ha recibido premios y menciones honoríficas en diversos concursos literarios nacionales en la categoría de cuento.

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“El teatro de juguete”, de G. K. Chesterton

Versión de Javier Ahumada Aguirre*

Nota preliminar: Autor de más de una centena de libros que inmaculadamente abarcaron todos los géneros literarios, Gilbert Keith Chesterton fue también un prolífico colaborador de diversos pe-riódicos, desde los cuales inició y/o dirimió una ingente cantidad de debates sobre algunos temas que consideró ineludibles para la sociedad ingle-sa de finales del siglo XIX e inicios del XX (los más memorables tuvieron como interlocutor a George Bernard Shaw); tristemente, debido a la abundan-cia de esas notas periodísticas, muchas aún espe-ran su turno para ser recopiladas, traducidas y re-impresas.

Es éste el caso del presente artículo, inédito en es-pañol, publicado originalmente en el periódico Daily News y compilado después en el volumen Tremendous Trifles (1909), el cual presentamos como un mínimo ejemplo del pensamiento de Chesterton, profundo y

paradójico, capaz de encontrar en los teatros de ju-guete una perfecta metáfora de la creación artística previa a las vanguardias y a la acelerada moderniza-ción industrial de grandes sectores del planeta.

Finalmente, sólo resta acotar que los teatros de juguete, también llamados teatros de papel, son una forma de representación escénica en miniatura que nació en Inglaterra en el siglo XIX y que se ex-tendió a toda Europa. Su formato era esencialmen-te el mismo: personajes y escenografía impresos en cartulina, sostenidos en el escenario con palitos de madera; había foros especiales para éstos en los que incluso se actuaban dramas shakesperianos, aunque era más frecuente que existieran en las ca-sas particulares para diversión de los niños. Un in-mejorable ejemplo de los teatros de juguete puede verse en los primeros minutos de Fanny y Alexander, la magistral película de Ingmar Bergman.

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*Egresado de la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruza-na. Ha publicado cuento y reseñas literarias y cinematográficas en medios culturales como La Palabra y el Hombre, La Nave, Paideia y Contrapunto. Ha recibido premios y menciones honoríficas en diversos concursos literarios nacionales en la categoría de cuento.

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Hay solamente una razón, y es una buena, por la que los adultos no juegan con juguetes. Es por-

que hacer esto requiere más tiempo e implica más dificultades que cualquier otra actividad. Jugar, se-gún los niños entienden los juegos, es la cosa más seria del mundo. Y por eso, en cuanto tenemos el mínimo deber o sentimos la mínima pesadumbre, debemos abandonar en cierta medida ese enorme y ambicioso proyecto de vida. Contamos con la sufi-ciente fuerza para la política, el comercio, el arte o la filosofía, pero no tenemos la entereza necesaria para jugar. Ésta es una verdad que reconocerá todo el que en su niñez haya jugado a cualquier cosa; quienquiera que se haya entretenido con bloques, con muñecas, con soldaditos de latón. Mi labor pe-riodística, que me retribuye dinero, no es desem-peñada con la misma tremenda persistencia con la que se lleva a cabo el trabajo que no paga nada.

Tomemos el caso de los bloques. Si mañana pu-blicaras un libro en doce volúmenes (sería justo igual a ti) sobre la “Teoría y práctica de la arqui-tectura europea”, dicha obra podría ser exhaustiva, pero en esencia sería una frivolidad. No sería algo tan serio como sí lo es el trabajo de un niño que api-la un bloque sobre otro, por la sencilla razón de que

si tu libro fuera malo, nadie jamás sería capaz de demostrarlo de forma total e irrefutable. Mientras que si el niño equilibra mal la cantidad de bloques que coloca, éstos simplemente se derrumbarían; y si sé algo de niños, aquél se pondrá a trabajar, triste y solemne, para levantarlos de nuevo. Por otro lado, si conozco a los escritores, a ti nada te induciría a reescribir tu libro, o ni siquiera a pensar en él de nuevo si puedes evitarlo.

Tomemos el caso de las muñecas. Es mucho más fácil interesarse por una causa educativa que por una muñeca. Escribir un artículo sobre la educa-ción es tan fácil como escribir uno sobre las golosi-nas o los tranvías o cualquier otra cosa. Pero cuidar a una muñeca es casi tan difícil como cuidar a un niño. Las pequeñas a las que veo por las callecitas de Battersea adoran a sus muñecas de una mane-ra que más recuerda a la idolatría que al juego. En

Es mucho más fácil interesarse por una causa educativa que por una muñeca. Escribir un artículo sobre la educación es tan fácil como

escribir uno sobre las golosinas o los tranvías o cualquier otra cosa. Pero cuidar a una muñeca es casi tan difícil como cuidar a un niño.

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algunos casos, el amor y el cuidado de dicho símbolo artístico en realidad se han convertido en algo mucho más importante que la rea-lidad humana que — su-pongo— éste intentaba representar en un inicio.

Recuerdo a una niña de Battersea que paseaba a su hermana apretujada dentro de una carriola para mu-ñecas. Cuando le pregun-té acerca de esa peculiar conducta, contestó: “No tengo ninguna muñeca y Baby está simulando ser mi muñequita”. La naturaleza de verdad estaba imitando al arte. Primero una mu-ñeca sustituyó a una niña; después, la pequeña fue un remplazo para el juguete. Pero eso abre otros deba-

tes; el punto aquí es que semejante dedicación ab-sorbe la mayor parte del cerebro y de la vida, tanto como si fuera en realidad aquello que supuestamen-te simboliza. El punto es que el adulto que escribe sobre la maternidad no es sino un mero pedagogo, mientras que la niña jugando con una muñeca es una madre.

Tomemos el caso de los soldados. Un adulto que escribe un artículo sobre estrategias militares es simplemente un hombre que escribe un artícu-lo; una visión espantosa. Pero un niño preparando una campaña con soldaditos de latón es como un general preparando una campaña con soldados de verdad; hasta donde sus jóvenes capacidades se lo permitan, debe meditar sobre el asunto, mien-tras que la correspondiente guerra de verdad no requiere ningún tipo de meditación. Recuerdo a un corresponsal de guerra quien tras la captura

Hay solamente una razón, y es una buena, por la que los adultos no juegan con juguetes. Es porque hacer esto requiere más tiempo e implica más dificultades que cualquier otra actividad. Jugar, según los niños entienden los juegos, es la cosa más seria del mundo. Y por eso, en cuanto tenemos el mínimo deber o sentimos la mínima pesadumbre, debemos abandonar en cierta medida ese enorme y ambicioso proyecto de vida. Contamos con la suficiente fuerza para la política, el comercio, el arte o la filosofía, pero no tenemos la entereza necesaria para jugar. Ésta es una verdad que reconocerá todo el que en su niñez haya jugado a cualquier cosa.

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de Methuen comentó: “Esta renovada actividad por parte de Delarey probablemente se deba a su escasez de provisiones”. El mismo crítico mili-tar había mencionado en párrafos anteriores que Delarey estaba siendo duramente presionado por una columna que lo perseguía bajo órdenes de Me-thuen. Es decir, Methuen acechaba a Delarey y las acciones de Delarey se explicaban porque tenía pocas reservas. De otra manera, se hubiera que-dado quieto y callado mientras lo acorralaban. Yo persigo a Jones con un hacha, y si él se vuelve ha-cia mí para atacarme la única explicación posible es que él tiene un muy reducido balance bancario. No puedo creer que ningún niño jugando a los sol-daditos fuera tan estúpido como para pensar esto. Pero bueno, es que cuando uno juega a cualquier cosa, debe hacerlo con seriedad. En cambio, si uno está escribiendo un artículo puede afirmar cual-quier cosa que se le venga a la cabeza —y por muy buenas razones lo sé.

En términos generales, entonces, lo que evita que los adultos participen en los juegos infantiles no es que sean incapaces de divertirse con ellos, sino que simplemente no tienen la libertad necesa-ria. No pueden darse el lujo de invertir el esfuerzo ni el tiempo ni la reflexión que se requieren para un plan tan grave y grandioso. Yo mismo he inten-tado durante algún tiempo completar una obra en un pequeño teatro de juguete, la clase de teatro que solía llamarse Penny Plain y Twopence Coloured,1

salvo que en este caso yo mismo dibujé y coloreé las figuras y el escenario. Por tanto, me liberé de la degradante obligación de tener que pagar uno o dos peniques; sólo tuve que pagar un chelín por un pliego de buena cartulina y otro chelín por una caja de acuarelas defectuosas. El escenario en miniatura al que me refiero probablemente le resulte familiar

a todos; no es sino una simple evolución del esce-nario que Skelt creó y Stevenson alabó.

Pero pese a que he trabajado mucho más ardua-mente en ese teatro de juguete de lo que jamás lo he hecho al escribir alguna historia o artículo, no pue-do terminarlo, la labor me parece demasiado pesada. Tengo que tomar pausas y encaminarme a ocupa-ciones más ligeras, como las biografías de los gran-des hombres. A la obra de San Jorge y el Dragón, con la cual me he desvelado hasta quemarme las pestañas (hay que colorear todo con la iluminación de una lámpara, porque así es como se representará al final de cuentas), aún le faltan muy conspicuamente, ¡ay!, tanto dos alas del Palacio del Sultán como una forma comprensible y viable de subir y bajar el telón.

Todo esto me hace sentir algo que toca el ver-dadero sentido de la inmortalidad. En este mundo no podemos tener placer puro. Esto parcialmente es así porque el placer puro sería riesgoso para no-sotros y nuestros vecinos. Pero también en parte es porque el placer puro es una buena cantidad de muchos problemas. Si algún día llego a estar en algún otro mundo que sea mejor, espero tener el tiempo suficiente como para no jugar con nada sino con teatros de juguete, y espero tener la nece-saria energía divina y sobrehumana para presentar por lo menos una obra sin contratiempos.

Mientras tanto, la filosofía detrás de los teatros de juguete es algo que merece la consideración de cualquiera. Toda la moralidad esencial que el hom-bre moderno necesita aprender podría extraerse de ese juguete. Artísticamente considerado, nos re-cuerda el principal axioma del arte, aquel que está en mayor riesgo de olvidarse en nuestra época. Me refiero al hecho de que el arte consiste en las res-tricciones, el hecho de que el arte es restricción. El arte no consiste en expandir las cosas. Consiste en cortar, en reducir las cosas, así como yo corto con unas tijeritas mis feísimas figuras de San Jorge y el Dragón. Platón, a quien le gustaban las ideas defi-nitivas, hubiera apreciado mi dragón de cartulina, porque aunque no tenga muchos méritos artísticos

1 La frase penny plain and twopence coloured se refiere a ciertos personajes, utilería y escenarios impresos en papel, para obras teatrales, que podían comprarse por un penique en su versión “normal” en tinta negra, para ser coloreados por los niños, y por dos peniques ya impresos en colores.

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por lo menos se parece a un dragón. El filósofo mo-derno, a quien le gusta el infinito, es del todo bien-venido al llano pliego de cartulina. La cualidad más artística del teatro es el hecho de que el espectador ve todo a través de una ventana. Esto se aplica aun para los teatros inferiores al mío; incluso en el Tea-tro de la Corte de Su Majestad cada quien mira a través de una ventana, una ventana inusualmente grande. Pero la ventaja del teatro pequeño es, de hecho, que te permite observar a través de una ven-tana chica. ¿No han notado todos cuán sorpren-dente y conmovedor se ve cualquier paisaje cuando se le mira enmarcado? Esa forma fuerte y cuadrada, esa clausura de todo lo demás, no es sólo una ayuda para la belleza, es la esencia de la belleza. La parte más hermosa de cada pintura es el marco.

Esto en especial es cierto en el teatro de juguete; allí, al reducir la escala de los eventos, es posible introducir sucesos mucho mayores. Puesto que es pequeño, fácilmente puede representar el terremo-to de Jamaica. Puesto que es pequeño, fácilmente puede representar el Día del Juicio Final. Tan gran-des como son sus limitaciones, son sus posibilida-des de representar sin mayor problema el derrum-be de una ciudad o la caída de una estrella. Mien-tras que los grandes teatros están obligados a ser económicos, porque son grandes. Cuando hayamos comprendido este hecho, habremos comprendido un poco de la razón por la que el mundo siempre se ha inspirado primero en las pequeñas naciona-lidades. La vasta filosofía griega podría caber más sencillamente en la pequeña ciudad de Atenas que en el inmenso Imperio Persa. En las angostas calles de Florencia, Dante sintió que había espacio para el Purgatorio, el Paraíso y el Infierno; él se hubiera sofocado con el Imperio Británico. Los grandes im-perios necesariamente son prosaicos, porque está más allá de la potencia humana actuar un gran poe-ma a escala tan grande. Las grandes ideas sólo se pueden representar en espacios muy pequeños. Mi teatro de juguete es tan filosófico como el drama de Atenas.

Pese a que he trabajado mucho más arduamente en ese teatro de juguete de lo que jamás lo he hecho al escribir alguna historia o artículo, no puedo terminarlo, la labor me parece demasiado pesada. Tengo que tomar pausas y encaminarme a ocupaciones más ligeras, como las biografías de los grandes hombres. A la obra de San Jorge y el Dragón, con la cual me he desvelado hasta quemarme las pestañas (hay que colorear todo con la iluminación de una lámpara, porque así es como se representará al final de cuentas), aún le faltan muy conspicuamente, ¡ay!, tanto dos alas del Palacio del Sultán como una forma comprensible y viable de subir y bajar el telón.

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