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El tlacuache lunático David Martín del Campo Ilustraciones de Gerardo Cunillé

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El tlacuache lunáticoDavid Martín del CampoIlustraciones de Gerardo Cunillé

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Este libro es para Eliete, quien también imaginó estos cuentos.

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Un cuento para cada día

Siete cuentos para los siete días de la sema-na. Cuentos para ser leídos en voz alta por los padres, cuentos para gesticular, arrullar y dramatizar una lectura que se vuelve juego, porque los libros son, también, juguetes con ideas. El tlacuache lunático, el coyote pastele-ro, el gallo travieso y los demás personajes que habitan estas fábulas protagonizan una exce-lente oportunidad de iniciación literaria. Cuen-tos también para ser leídos en la intimidad del reposo... Niños que han aprendido a leer y se inician como lectores. Niños que han apren- dido a leer para ensoñar de la mano de muy valientes ratoncitos, pichones que engañan zo-rros, gatos que pintan y festejan el grito de la

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amistad. Niños que leen para sí mismos y para sus hermanos, niños que exploran así el arte narrativo.

Un libro con un cuento para cada día, que es decir un cuento para todas las semanas y para toda la vida.

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El tlacuache lunático(y otros cuentos)

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domingo

El tlacuache lunático

Éste era un tlacuache no muy feliz. Ser un tla-cuache gordo o un tlacuache tonto no es nin-gún problema cuando vemos a los puercos o a las zonzas lagartijas tumbadas bajo el sol; pero ser tlacuache y ser chaparro…

Ése era el problema del tlacuache de este cuento. Su estatura de chilaquil hacía que lo saludaran siempre con un: “¡Hola, Tlacuachito!”. Nuestro amigo quería crecer, usar sombrero ne- gro y que le dijeran:

“Buenos días, licenciado Tlacuache”.Una tarde el tlacuache iba muy pensativo,

pisando las hojas secas, cuando de pronto alzó

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la vista. Al hacerlo sus ojitos se iluminaron como dos lentejuelas… Había descubierto a la luna, que parecía navegar como una barca en la mar de la noche.

Entonces el tlacuache pensó: “Si yo pudiera alcanzar la luna, sería un tlacuache importan-te”, y acto seguido se levantó sobre sus patitas traseras y, equilibrándose con la gruesa cola em- pezó a saltar; pero no, no pudo alcanzar la luna. Entonces dijo: “Lo que me hace falta es una silla”,así que encontró una, se subió en ella y co-menzó a brincar nuevamente. Tampoco esta vez pudo, y pensó: “Lo que necesito es una escalera”, y cuando la halló, subió en ella y se estiró y dio un saltito…, pero ¡CUAS!, se cayó contra el piso.

Al levantarse, el pequeño tlacuache sacudió el polvo de su barriga y sobó una de sus rodi- llitas lastimadas. Fue cuando descubrió un ár-bol muy alto. “¡Eso es!”, se dijo, “hay que llegar hasta la punta de ese pino”; y el tlacuache trepó en el tronco, y trepó, y trepó hasta la última de sus ramas, desde donde dio un brinco más… ¡Y quedó colgado de uno de los cuernos de la luna!

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Por fin lo había logrado.Entonces el tlacuache enroscó la cola en el

otro cuerno de la luna y se recostó en ella como si fuera una hamaca. ¡Ah, qué comodidad estar allá arriba descansando! Pero el tlacuache exten-dió una uñita y comenzó a rascar aquella super-ficie…

Una hora después el tlacuache regresó a casa. Al entrar, su mamá le dijo:

—Vaya, por fin llegas, Tlacuachito.—Me podrías decir “don Tlacuache”, mamá.

¿No se me nota?—¿No se te nota qué, hijo? —preguntó ella

sonriendo.—Que me subí a la luna —anunció el pe-

queño.Doña Tlacuacha miró a su hijo con extrañeza.—No, hijo. No se te nota —le respondió—:

sólo los raspones en la rodilla.—¡Ay, mamá! —dijo molesto el tlacuache—.

¿Es que nunca podré ser grande?Doña Tlacuacha abrazó a su hijo y después

lanzó un vistazo a través de la ventana.

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En el parque, en ese momento, muchos ena-morados también volteaban hacia el cielo, y al no encontrar la luna, suspiraban. Los perros también, en las azoteas, en vez de ladrar, sus-piraban. Y las ranas en los estanques, en vez de croar, suspiraban.

—Qué raro —comentó doña Tlacuacha—, no veo la luna en el cielo.

—Claro que no, mamá —explicó su hijo—. Me la comí hace rato.

La madre del tlacuache lo miró sorprendida:—¿Te la comiste? —preguntó.—Sí, mamá, pero creo que me hizo daño

—el tlacuache comenzó a sobarse la panza.—¿Y, a qué sabía, hijo?—Chistoso, mamá. Un poco a queso, un poco

a dulce de coco… Pero, ¡ay, mi pancita!, me duele, mamá —comenzó a quejarse el pequeño.

Doña Tlacuacha, alarmada por la enferme-dad de su hijo, lo cargó hasta el consultorio del doctor armadillo.

Para entonces, el tlacuache lloraba de dolor:—¡Ay, ay, ay; mi pancita! ¡Me duele mucho!

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—¡Pero, qué comiste, Tlacuachito! —excla- mó el doctor armadillo al revisar su estómago, igual que un globo inflado—. Parece como si te hubieras comido la luna.

—Pues —comenzó a decir doña Tlacua-cha—, aunque usted no lo crea, doctor…

Para entonces, en la plaza del pueblo había muchos animales reunidos. Todos vociferaban con indignación:

—¡Ese cocodrilo fue el que se robó la luna! —acusaba el sapo—. Todas las noches se las pasa nomás mirando para arriba.

—Es que no puedo mirar para otro lado —se quejó el cocodrilo.

—Para mí que fue el tecolote —reclamaba la zorra—. Yo he visto cómo se pasa la noche queriendo apagar la luna porque no lo deja dormir.

—¡Uuh! ¡Uuh! Yo no fui —se quejó el teco-lote.

—¡Calma todo el mundo! —gritó de pronto el doctor armadillo—. ¡La luna está en mi con-sultorio!… El tlacuache la acaba de arrojar.

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—¡¿Se la comió el Tlacuachito?! —repitieron todos.

—Así es —contestó el doctor armadillo—, pero ése no es ahora el problema. El problema está en ver cómo le vamos a hacer para regre-sarla a su lugar.

—Claro —rezongaron todos. Una hora des-pués, en la casa donde vivía el armadillo, se juntaron todos los animales. Y allí estaba, re-cargada contra una pared del patio, la luna. Pa-recía la rebanada brillante de una jícama recién cortada, y todos se acercaban a tocarla, a mi-rarla de cerca, a probar su sabor azucarado.

—Yo creo que para regresarla a su lugar —propuso el conejo— hay que hacer una re-sortera gigantesca, y así la disparamos al cielo, como si fuera una piedra.

—No, eso no; es muy mala idea —dijeron todos—. Se puede romper.

—¡Ya sé, ya sé qué hacer! —gritó el zopilo-te—. Subimos la luna en un columpio, y empu-jamos y empujamos fuerte, hasta que llegue a su lugar.

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—No, no. Un columpio no alcanza —co-mentó el oso.

—No, eso tampoco; es muy mala idea —di-jeron todos.

—Tengo una buena idea —anunció entonces la cotorra—. ¿Por qué no amarramos la luna a un cohete y lo echamos al cielo para que la arrastre hasta su lugar?

—No, no, eso menos —gruñeron todos—. Es muy peligroso y se puede quemar. Es una idea malísima.

—Lo que hay que hacer —propuso una voce-cita que nadie supo de quién era— es que debe-mos coser juntas todas nuestras cobijas y, luego de poner en medio la luna, entre todos la aven-tamos para arriba, hasta que llegue a su lugar…

—Como quien juega al pelele, ¿verdad? —re-conoció el gato.

—Exactamente —respondió el tlacuache, porque la idea había sido suya.

—¡Eso! ¡Eso haremos! —corearon todos los animales, y echaron a correr hasta sus casas para regresar cargando sus cobertores.

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Muy pronto, con hilo y agujas, estuvieron cosidas todas las cobijas. Aquel enorme manto parecía la bandera de todos los países. Allí en medio, cuidadosamente, el chango depositó la luna. Y entonces todos comenzaron a jalar para arriba, desde los bordes, una y otra y otra vez.

La luna subía, subía y volvía a caer. Y otra vez a mantearla, ¡para arriba!, la luna subía, subía y subía, y para abajo. Y otra vez, gritaban todos los animales:

—¡Arriba, lunita, arriba! —porque la luna subía y subía y subía… Hasta que llegó a su lu- gar, y quedó colgando para siempre en medio de la noche.

Los animales suspiraron felices. La luna bri-llaba nuevamente y todos recordaron que era la hora de irse a dormir.

Desde entonces, por cierto, a nuestro amigo ya nadie le dice: “Hola, Tlacuachito”. Al encon- trarlo en la calle, los animales lo saludan muy corteses y respetuosos:

—Buenas tardes, Tlacuache Lunático —por-que así le llaman desde entonces.

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