El toro mecánico - Nicolás Mavrakis
-
Upload
ediciones-cec -
Category
Documents
-
view
592 -
download
8
description
Transcript of El toro mecánico - Nicolás Mavrakis
1
}
2
El toro mecánico Críticas / Ensayos
Nicolás Mavrakis
www.elcec.com.ar
2013
3
Diseño de tapa: Florencia Valdés Mavrakis
El toro mecánico se terminó de diseñar en abril de 2013
Su circulación es libre y gratuita
www.elcec.com.ar
Buenos Aires, Argentina, 2013
4
Sobre el autor
Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, 1982). Crítico, escritor, ensayista, periodista cultural.
Autor del ebook de ensayos #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital
(CEC, 2011) y de los relatos No alimenten al troll (Tamarisco, 2012). Sus cuentos han
aparecido en antologías como Buenos Aires Escala 1:1 (Entropía, 2007), Uno a Uno (RHM,
2008), Vienen Bajando (CEC, 2012) y Panorama Interzona (Interzona, 2012). Es miembro
del Centro de Estudios Contemporáneos (CEC) donde coordina y dicta talleres sobre
literatura y crítica.
5
ÍNDICE
Unas palabras previas /7
I / EL OFICIO
Stephen King, 22/11/63 /10
Siri Hustvedt, El verano sin hombres /11
Norman Manea, La guarida /12
Thomas Pynchon, Vicio Propio /13
Paul Auster, Diario de Invierno /15
Chuck Palahniuk, Pigmeo /16
Haruki Murakami, 1Q84 /17
Martin Amis, La viuda embarazada /18
Kurt Vonnegut, Cuna de gato /20
John Updike, Un libro de Beck /21
Ian McEwan, Solar /23
Joyce Carol Oates, Memorias de una viuda /24
Umberto Eco, El cementerio de Praga /26
John Connolly, Voces que susurran /27
Jaime Bayly, Morirás mañana /28
Amélie Nothomb, Una forma de vida /29
Leonardo Oyola, Kryptonita /31
Martín Caparrós, Los Living /32
José María Brindisi, Placebo /32
II / ALGUNAS NOTAS A PIE DE PÁGINA
Michel Houellbecq, poeta /35
Jorge Asís contraataca /38
Marilyn Monroe /41
Pensar los 90: Gorodischer, Robles, Lezcano /43
6
Siri Hustvedt entre J. M. Coetzee y Paul Auster /46
III / ESCUCHAR, PREGUNTAR, TRANSCRIBIR
Enrique Vila-Matas /51
Minae Mizumura /54
John Katzenbach /58
Margo Glantz /65
Kjell Askildsen /70
João Gilberto Noll /72
Julia Kristeva /75
Beatriz de Moura /77
Martín Kohan /84
7
UNAS PALABRAS PREVIAS
Estas reseñas, notas y entrevistas se publicaron en papel y fueron pensadas
y producidas en el marco preciso de la demanda del reino del mercado
editorial, especie periodismo, categoría cultural. Como ocurre con cualquier
tecnología hundida en el ocaso, el periodismo siempre puede utilizarse a la
manera de esos toros indómitos de metal que aparecían en las películas
norteamericanas del siglo pasado y que servían para entretenerse montando
al estilo rodeo (nuestra versión autóctona sería la doma), en el fondo
acolchonado de un bar. Jamás subí a una de esas máquinas, pero la imagen
de esa naturaleza desbocada transformada en un mecanismo brutal sin pies,
cola, ni cabeza, extracta también la certeza de que la caída, a pesar de la
artificialidad del riesgo, puede doler. Reseñar un libro, redactar una nota o
entrevistar a un autor para un medio periodístico es, si se me permite la
metáfora, tan irrelevante a los fines de una intervención singular y efectiva
en el campo cultural como montar un toro mecánico en esos oscuros bares
para rednecks y creerse un cowboy (nuestra versión autóctona sería un
gaucho). Aún así, el riesgo de la caída y del golpe, aunque estrictamente
privado e invisible, existe. Se trata, entonces, de montar al toro mecánico
con la mayor decencia posible, al menos por motivos entendiblemente
narcisistas o, como podrá decodificarlo alguna sensibilidad más cómoda en
la retórica de los recursos humanos, por motivos necesariamente
profesionales.
Respecto a las reseñas, escritas sobre libros que en casi ningún caso me fue
dado elegir —detalle que sí me parece valioso y que agradezco porque me
obligó a enfrentar numerosos prejuicios—, noto que se repite, una y otra
vez, una fórmula: "Este libro podría leerse como...". Pienso que hay menos
ingenuidad en la timidez de la propuesta que la certeza de que no hay
lectura —celebratoria o anatemática— que no sea más que una lectura
posible entre muchas otras. Respecto a las notas, atraviesan temas que me
interesaron y que dibujaron una parte fragmentaria del trabajo desarrollado
en seminarios sobre Michel Houellebecq, Jorge Asís y la literatura argentina
8
del siglo XXI, este último proyecto llevado adelante junto al escritor Juan
Terranova en el Centro de Estudios Contemporáneos.
Respecto a las entrevistas, el género más desprolijo y confuso, muchas, casi
todas, suelen deparar más decepciones que sorpresas. John Katzenbach
guardaba una idea sobre el mérito de terminar un libro y publicarlo que
podría perfectamente ligarse a la idea que Enrique Vila-Matas tenía sobre su
propio y esmerado esfuerzo por construir lectores. Beatriz de Moura,
matriarca de Tusquets, sintetiza una idea del feminismo que a los setenta
años parece resolver con auténtica practicidad española el debate de un
siglo. Julia Kristeva, esto sí es pura anécdota, articuló ante una pregunta
algo extraña un comeback que me costó al menos cinco minutos de terapia:
"Es un problema complicado y finalmente no tiene ninguna importancia".
La entrevista a João Gilberto Noll, por otro lado, cambiaría mi vida para
siempre por motivos que nada tenían que ver con lo que registró la
grabadora. El toro puede ser mecánico, por supuesto, pero eso no lo hace
menos emocionante.
9
I /
EL OFICIO
10
Stephen King, 22/11/63
La posibilidad de que Stephen King (Portland, EE UU) alcanzara a los 64
años, y con varias decenas de libros publicados desde hace ya casi cuatro
décadas de trayectoria, una novela capaz de sintetizar en 860 páginas el
cúmulo de una destreza adquirida a lo largo de otras cientos de miles, es tal
vez el último estímulo para que la crítica canónica comience a pensar en
King como lo que ha sido para millones de lectores: uno de los grandes
escritores del siglo XX.
A la altura de su imaginación, ese mismo siglo XX le ofrece al escritor uno
de sus personajes más intrigantes –porque su muerte aún es tema de
controversias, porque su recuerdo es también un símbolo y porque fue
amante y (tal vez) mente ejecutora de la otra gran figura americana: Marilyn
Monroe–: John Fitzgerald Kennedy.
22/11/63 lleva al autor de Carrie hacia la ucronía, esa versión especular de
la "novela histórica" que se ocupa de desnudar –como intentó buena parte
de la semiología estructuralista del siglo pasado– hasta qué punto la
reconstrucción histórica de los eventos del pasado no es más que un efecto
del discurso, una invención narrativa que convoca y dictamina el sentido de
quienes han resultado victoriosos, antes que una "reconstrucción objetiva y
documentada". ¿Qué habría pasado, entonces, si JFK no hubiera muerto en
Dallas en noviembre de 1963? ¿Cuál habría sido el destino del mundo si Lee
Harvey Oswald no hubiera acertado dos de los tres disparos contra el
presidente de los Estados Unidos?
Depositario del oscuro secreto de un pasadizo albergado en los cimientos de
un viejo restaurante que permite retroceder en el tiempo hasta el año 1958,
el profesor de literatura Jake Epping decide abandonar un presente
rutinario y apostar por un futuro radicalmente diferente. El precio,
abandonar su época y pasar cinco años de exilio a casi medio siglo de
distancia, hasta la fecha clave.
En términos de género, la ucronía no implica necesariamente terror y es a
través de esa brecha que Jake Epping se construye, desde el inicio, como
una voz que no le teme al humor ni siquiera bajo la forma del gag: "Mi ex
11
mujer alegó que el motivo principal de la separación era mi «inexistente
gradiente emocional» (como si el tipo que conoció en las reuniones de
Alcohólicos Anónimos no hubiera influido)". Con un estilo que se las arregla
para alcanzar una velocidad cinematográfica –no hay que desalentarse ante
860 páginas si se las piensa, en términos visuales, como 860 cuadros por
segundo–, no es infructuoso describir 22/11/63 como una novela de "lectura
ágil y atrapante", por una vez, en el mejor de los sentidos posibles.
Siri Hustvedt, Un verano sin hombres
Un verano sin hombres cuenta el apogeo y la caída de un matrimonio a
partir de un punto de quiebre. Treinta años de vida juntos y una hija
después, Boris, un eminente científico, le comunica a su mujer Mia, una
poeta y docente universitaria, que ha decidido tomarse una pausa. “La
Pausa era francesa y tenía un pelo castaño lacio y brillante. Era joven, por
supuesto, veinte años más joven que yo”, dirá Mia, a quien el repentino
cambio de vida de su esposo le provocará, a los 57 años, un inesperado
Trastorno Psicótico Transitorio. Superado ese trance, durante el que tendrá
coraje para continuar escribiendo versos, se trasladará junto a su madre a su
ciudad natal en Minnesota para intentar reconstruirse. Y es en este punto
donde Siri Hustvedt (EE UU, 1955) construye y pone en marcha un
mecanismo literario que combina lucidez, humor, memoria y sensibilidad
para refundar –a veces con una imagen, a veces con una idea– la
subjetividad completa de la voz narradora de Mia.
Ubicada en el presente puro del desamor, la poeta comienza a revisar hacia
atrás y hacia delante el núcleo profundo de todas las relaciones familiares,
profesionales e incluso físicas que configuraron su vida, a la vez que se
descubre insertada en una nueva red social: un mundo enteramente
femenino, compuesto por su madre y sus amigas –los cisnes, para quienes la
muerte es una certeza–; sus alumnas adolescentes de un curso de poesía –
12
para quienes incluso la maldad es parte de una vida que aflora–, y la joven
con dos hijos que vive junto a un marido impredecible frente a su casa.
Esas coordenadas bien definidas permiten a la autora de Todo cuanto amé
no sólo una narración metadiscursiva sobre objetos culturales tan variados
como el psicoanálisis o el feminismo –en una versión poderosamente sutil y
lúcida–, sino que esencialmente le dan rienda suelta a Hustvedt para
transformar todo su texto en la reescritura terapéutica de un yo, haciendo
del lector un grato acompañante terapéutico.
Radiografía de la vida sentimental de un género en todas las edades y
funciones vitales, relato sobre la parábola inevitable del amor, sonda
exploratoria lanzada hacia la psiquis de un hombre confundido que también
intentará volver –a través de un lábil intercambio de mails–, Un verano sin
hombres narra, en definitiva, la posibilidad del devenir arte de todos los
padecimientos en el interior del gineceo. Una premisa que sólo la misma
mano detrás de La mujer temblorosa podía sostener con calidad y éxito
hasta la última página.
Norman Manea, La guarida
La guarida puede leerse como una de las obsesiones más incandescentes
entre los escritores que aún se sienten atravesados por la experiencia de la
Segunda Guerra Mundial: las fronteras del mundo de lo imaginario ante los
horrores del mundo real.
Para Norman Manea (Rumania, 1936), lo imaginario se define entre una
lejana pertenencia cultural ligada a las coordenadas de su Europa del Este
natal, donde vivió hasta 1986 oscilando entre la censura y el éxito de su
obra, y las vicisitudes del inmigrante que ha llegado a los Estados Unidos
para sentirse, hasta hoy, infinitamente extranjero. Ese es el nudo que rige
las historias de Agustín Gora y Peter Gaspar, dos hombres que,
diferenciados primero por la edad pero hermanados por el mismo origen, se
disputarán también el amor de una mujer. En el medio, la experiencia del
13
horror, renovándose cíclicamente –a través del Holocausto, a través de las
Torres Gemelas, a través de las agonías de una enfermedad terminal– pero
sin resolverse nunca. “Pronto, el profesor Gora se enteraría de que Peter
había rechazado el estatuto de superviviente que los benévolos
estadounidenses estaban dispuestos a conferirle, del mismo modo que había
rechazado desde siempre cualquier alusión a la tragedia de la que había
nacido”, escribe Manea, dilucidando otra de las hipótesis de la novela: si el
horror no tiene solución lógica –idea para la que el rumano convoca a Jorge
Luis Borges a sus páginas–, el conflicto en el plano de lo real sólo puede
resolverse a través de un mundo distinto. Un mundo creado bajo el poder de
la palabra; es decir, a través de la escritura y la reescritura de una historia –
y de todas las historias, bajo la forma final de literatura– que funcione como
guarida.
A la sombra de un crimen que, como el horror que da origen al universo de
Manea, tampoco logrará resolverse, Gora y Gaspar se disputarán una mutua
supervivencia incluso más allá de lo terrenal, mediante la constitución de
sus propios relatos, sus propias obras y sus propias memorias. Hasta que la
enfermedad pondrá otra vez en jaque las posibilidades de cualquier guarida.
“Brotes de pánico, pinchazos en las sienes, el pecho cargado de toxinas. El
cuerpo enajenado. Los signos confusos. El sensor del cerebro era difícil de
bloquear, el cuerpo estaba desorientado”, se describe Gora mientras explora
la frontera última de todos sus intentos por constituir una identidad: la
inminencia del silencio. Y aún así, la tarea es resistir: “¿Quién podría
precisar, con toda certeza, cuán absoluta es la amnesia, aparentemente
total, del moribundo?”
Thomas Pynchon, Vicio Propio
La obra de Thomas Pynchon (Nueva York, 1937) podría leerse como una
compleja discusión con aquella teoría que proponía a la novela como una
forma ya frígida e inútil. Vicio Propio, en tal caso, intenta volver a retener
14
aquella teoría en su pasado gélido, reinventando una de las grandes líneas
de la novela popular contemporánea: el género policial.
Ubicada en la California hippie pero ya republicana de los años sesenta y
setenta, este policial sui generis comienza por mezclar un poco del clásico
policial de misterio con otro poco del clásico policial negro. El poder del
clásico thriller también tiene su lugar y, hasta ahí, todo podría correr el
riesgo de sonar convencional. Pero la clave de la fórmula pynchoniana no
está en la mezcla, sino en dejarla fermentar sobre gran parte del imaginario
más libertario de lo que pudo ser (y representar, para varias generaciones)
el hippismo.
¿El resultado final? Un texto ágil y a la vez melancólico, que con justicia
podría llamarse "novela policial lisérgica". Un género al que los lectores
locales también podrán asignarle la enorme cantidad de incomprensibles
galicismos que, a la par de las densas nubes de marihuana entre las que vive
el protagonista de Vicio Propio, Doc Sportello, corretean de punta a punta
en la traducción castellana.
Entre surfers crónicos, policías malditos, neonazis sensibles, rubias de
costumbres flexibles, empresarios millonarios que desaparecen sin rastros y
—siempre— mucha marihuana, cocaína y LSD, el detective privado Doc
Sportello tendrá que descubrir qué pasó con el oscuro Mickey Wolfmann,
un pope inmobiliario que tal vez esté muerto, exiliado o simplemente
enloquecido en algún lugar secreto, víctima de una vasta conspiración.
Alrededor de Doc, comenzarán a vislumbrarse hacia adelante fantasías
exóticas como internet —"es como el ácido, otro mundo, completamente
extraño..., donde el tiempo y el espacio cambian"— y, hacia atrás, el
microcosmos cerrado de una época que comenzó proponiendo amor libre y
terminó con patrullas motorizadas preocupadas por Charles Manson. En el
transcurso, los más fanáticos podrán rastrear en esa California "hippie y
drogata" huellas del propio autor: del hombre cuyo rostro y domicilio son
un enigma —aunque su voz pueda escucharse en algunos capítulos de Los
Simpsons y también en Youtube, promocionando la novela—, circula la
versión de que vivió en California durante el mismo período que ahora
relata. Para quienes, en cambio, se conformen con la estricta letra escrita,
15
Vicio Propio provocará la sensación de un Pynchon demasiado mainstream,
dueño de un estilo, una voz y una leyenda que a los 74 años, tal vez, ya no
quiera privarse de nada.
Paul Auster, Diario de invierno
¿Cómo juzgar la relevancia literaria o la calidad estética de una
autobiografía? La primera cuestión merodea los usos y las costumbres de la
época: Auster es un escritor realmente masivo incluso en el mercado
iberoamericano, y eso ha multiplicado, durante años, sus entrevistas, sus
apariciones públicas y sus libros.
En la cima de una aceitada maquinaria publicitaria en los tiempos en que la
exposición crea la existencia, las oportunidades para conocer la vida y la
obra de Auster –incluyendo sus inquietudes creativas y políticas, la relación
con Siri Hustvedt, su vida neoyorquina en Brooklyn y hasta la carrera como
cantante de su hija Sophie– no son pocas, ni cuesta demasiado encontrarlas.
¿Cómo construir literatura, entonces, a partir de tanto material en estado de
desfile constante? (A lo que se suma, además, la existencia previa de textos
autobiográficos como La invención de la soledad y A salto de mata).
Si bien el género autobiográfico es un dispositivo enmarañado –y las
mejores novelas de J. M. Coetzee, amigo epistolar de Auster, lo confirman–,
una repuesta posible conduce de inmediato a la segunda parte de la
pregunta: ¿narrando, tal vez, la lisa, llana y desnuda verdad?
Escrita en segunda persona, Diario de invierno opta por el tono de lo
inefable antes que el de la revelación. Y es bajo ese traje de intelectual y
escritor full time que Auster evita exponer(se) cualquier faceta más allá de
las peligrosamente previsibles. Incluso su relato de una épica sexual –la de
un estadounidense de clase media, timorato y con todas las inquietudes
correctas– se sofoca en un primer paso que no escapa de la carcasa del tropo
poético: una prostituta (negra) que le descubre al joven remanido los
placeres que las chicas de su clase no conocen ni se atreven a explorar. A
16
partir de ahí, los episodios de intensa hipocondría, el viaje iniciático a
Francia (que vuelve a empujarlo hacia las figuritas canónicas del siglo XIX),
la pasividad de su primer matrimonio y la idealización (entre cursi y
elíptica) con la que trata a su actual esposa, hacen del autor de Viajes por el
Scriptorium casi una caricatura, confeccionada a la medida de lo que
debería ser un escritor serio y comprometido con su oficio.
En el mejor caso, podrá argumentarse que Auster se sabe vedado a ciertas
exposiciones. “Eras incapaz de mostrar tu aflicción de la forma en que suele
hacerlo la gente, de modo que tu cuerpo se desmoronó y sintió tu pena por
ti”, recuerda durante la muerte de su madre.
¿La vida de un escritor tiene el deber de ser interesante? Claro que no. Tal
vez, sí, el de narrarse de una manera más verídica y menos acartonada; en
definitiva, más libre.
Chuck Palahniuk, Pigmeo
A la luz de sus últimos intentos, Pigmeo parece ser la última novela en la
que Chuck Palahniuk apuesta con todas sus armas a revalidar su título de
"escritor de una generación" —los 90, en su versión occidental globalizada—
, después del éxito fenomenal de El club de la pelea (1996), y de una
recepción más que buena, entre críticos y lectores, de colecciones de relatos
non—fiction como los reunidos en Error humano (2004).
Producto de una estética donde lo "excesivo" todavía funcionaba como
metáfora de una época y como usina para poner en marcha a cualquier
personaje, Snuff (2008) —sobre el mundo de la industria pornográfica—,
Rant (2007) —sobre un criminal que deja una huella profética en un futuro
demasiado teñido de J. G. Ballard— y Fantasmas (2005) —una genial serie
de cuentos con una trama común— delinearon para este escritor algo que,
entre sus millones de lectores, comenzó a sonar como la extraña repetición
de sí mismo, pero en numerosas versiones.
17
Por eso, si El club de la pelea sirvió en los '90 como plataforma de abordaje
de algunos tonos fugaces del terrorismo doméstico, Pigmeo representa esta
vez un salto hacia el terrorismo internacional en el nuevo siglo. Un joven
agente secreto de una difusa potencia comunista asiática simula formar
parte de un programa de intercambio escolar para llegar a los Estados
Unidos, "el degenerado nido de la serpiente". Su misión: Operación Estrago,
un feroz ataque químico que el infiltrado describe como una mezcla
hedionda de "Viagra, Zanax y chicle de menta".
Camuflado en el interior de una familia tipo, los partes secretos de
inteligencia enviados a su país —escritos con la detallada rusticidad de
quien no domina el idioma local— harán del "agente 67" un antropólogo
descarnado del american way of life, pero también un espejo de los modos
en que los Estados Unidos imagina a sus enemigos. Por eso podrán
encontrarse, entre las citas "motivacionales" recolectadas por este terrorista,
nombres como Juan y Eva Perón, o el "Che" Guevara, entre muchos otros
"venerados líderes" como Benito Mussolini, el africano Idi Amin Dada o
Fidel Castro.
Ácida, violenta, efectista y con un giro asegurado hacia el final, Pigmeo es
una novela que vuelve a funcionar como otro "cover" que Chuck Palahniuk
hace de Chuck Palahniuk. Lo cual confiere al menos una certeza: sus
millones de seguidores no serán defraudados. Y quienes todavía no lo
conozcan, no deberían dejar pasar la oportunidad.
Haruki Murakami, 1Q84
Haruki Murakami (Kioto, 1949) juega en esa liga literaria donde la categoría
"fenómeno de mercado" produce efectos tan ambiguos como seductores. Y
por "seductores" no debe pensarse siempre en encandilamientos literarios
absolutos —algo que ocurre masivamente, como el merchandising alrededor
de 1Q84 lo demuestra—, sino también en romances breves y plagados de
falsas expectativas. "No tenía pensado escribir un tercer libro, pero cuando
18
terminé de escribir las últimas líneas del segundo sentí que todavía me
quedaba en el corazón algo que contar", dice el propio Murakami sobre la
tercera y última entrega de 1Q84, una novela de larguísimo aliento y
enormes ansias que se propone alcanzar la creación de un mundo propio y
totalizador, a la manera de Marcel Proust y En busca del tiempo perdido
(referencia cuya mención constante, a lo largo de este tercer volumen
termina por ser casi dañina).
Dimensión paralela frente a lo real, territorio donde fantasías y miedos se
materializan tanto como vida y muerte; mezcla de expedición amorosa a la
manera de la Divina Comedia y de clásico policial negro con detectives
sentimentales, el universo cerrado de 1Q84 propone un Japón anclado en
un 1984 como clave onírica para comprender el mundo. Y es en esa zona
fantástica donde —como el autor de Kafka en la orilla (2005) ha sabido
habituar a sus lectores— todo puede ocurrir más allá de las fronteras
habituales de la percepción. Aun así, es a veces con frases del estilo de:
"Donde hay luz tiene que haber sombra y donde hay sombra tiene que haber
luz. No existe la sombra sin luz, ni la luz sin sombra...", entre otras, que
Murakami moldea la profundidad de algunos de los personajes más
"enigmáticos" de 1Q84.
Con un estilo sencillo casi hasta la planicie, que hace de la marca de una
escritura oriental la presencia de apenas unos poco localismos japoneses
aclarados a pie de página, es con un largo contrapunto entre las historias de
Aomame —la heroína que se esconde luego de haber asesinado al líder de la
poderosa agrupación Vanguardia—, Tengo —el retraído escritor que la
ama— y Ushikawa —un detective encargado de dar con ambos—, que esta
tercera parte de la ambiciosa novela de Murakami cierra, a través de un
relato amoroso, lo que las 744 páginas de las primeras dos partes previas de
1Q84 habían abierto antes.
¿El resultado? Una jugada tal vez demasiado zigzagueante a la hora de
medir los méritos finales. En todo caso, habrá que prestar atención a la
descripción de su trabajo que hizo el propio autor de Tokio Blues
(Norweigan Wood) (2000): "Mi novela trata del idealismo extremo, y
ningún extremismo es beneficioso para la sociedad."
19
Martin Amis, La viuda embarazada
Martin Amis (Oxford, 1949) es una lectura imprescindible para quien
conozca ese curioso poder secular con el que ha logrado trasmigrar hacia
sus novelas los zeitgeist o "espíritus de época" que Occidente ha atravesado
en los últimos 25 años. Apenas un par de ejemplos: si Dinero (1984) fue el
grotesco sentimental retratando la voracidad financiera de los '80, La flecha
del tiempo (1996) hizo de su propia forma el único absurdo capaz de
sintetizar medio siglo de innumerables reflexiones colectivas sobre el
Holocausto nazi.
La apuesta literaria de Amis y su confianza en su propia capacidad de
interpretar al "cronista de su tiempo" no son menores. Que haya publicado
sus memorias (Experiencia, 2000) tan sólo a los 51 años, o que haya afilado
sus más provocadoras ideas —hoy más potentes que nunca— sobre el
terrorismo y el universo islámico tras el 11 de septiembre de 2001 (El
segundo avión, 2008) son prueba de hasta dónde está dispuesto a apostar
en ese juego.
Con La viuda embarazada, la apuesta toma nuevos rumbos, pero conserva
la esencia —típicamente inglesa— del retratista que ha estudiado tan
acabadamente una época que puede despedirla con el frío beso de la muerte.
¿Su nuevo gran paisaje? La revolución sexual, desde las esperanzas y
fantasías de los años '60 y '70, hasta su oscurecimiento y ocaso en los años
'90 y 2000. ¿Los colores? Una saga de personajes que comienza en un alter
ego bastante autobiográfico como Keith Nearing y el despertar de su
autoconciencia amorosa, para alcanzar máximos brillos en voces como la
imposible Scheherazade, la novia eterna Lily y una dama casi chauceriana
como Gloria.
¿Una perspectiva? La certeza (desoladora, incontestable) de que "un mundo
que fenece no deja tras de sí un heredero sino una viuda embarazada".
¿El resultado? Una novela que —como Michel Houellebecq en Ampliación
del campo de batalla o Las partículas elementales, por mencionar un
contemporáneo del peso de Amis— explora con crudeza no sólo el devenir
20
presente de una era que pretendió cambiar las sensibilidades universales
para siempre, reescribiendo sus códigos amorosos y sexuales, sino que
también se detiene en la lectura inteligente de sus vestigios actuales, a la
manera de un historiador lúcido y cargado de ideas.
¿Qué es finalmente aquello que para Amis transita sus últimas etapas,
cuales "viudas embarazadas"? Es una excelente pregunta a tener en cuenta
antes de comenzar a leer, aunque sin dudas podrán rastrearse, en principio,
la literatura sentimental en sí misma —por supuesto—, pero también el
amor libre, el juvenilismo, el feminismo y, por qué no, esa suma azarosa de
peripecias individualistas que podríamos llamar "la vida moderna".
Kurt Vonnegut, Cuna de gato
La reedición de Kurt Vonnegut —en la cuidada y nueva traducción de Carlos
Gardini— es una oportunidad para volver a uno de los autores
norteamericanos más interesantes del siglo XX desde una perspectiva capaz
de suscitar interrogantes en los albores del siglo XXI. En ese sentido, desde
su propia experiencia primero y como escritor después, Kurt Vonnegut
(1922—2007) ha sido uno de los testigos más lúcidos del desmoronamiento
del credo humanista bajo el que Occidente intentó regir el destino de su
propia subjetividad.
Si es conocida la anécdota de la presencia involuntaria de Vonnegut como
prisionero de guerra durante el bombardeo de Dresde, en Alemania, en
1945, que volcaría con elocuencia en Matadero Cinco (1969), el regreso a
Cuna de gato (1963) muestra hasta qué punto este escritor comprendió que
su época era también la del fin de la Humanidad.
Como la de H. P. Lovecraft, J. G. Ballard o el más contemporáneo Michel
Houellebecq, la obra de Vonnegut es un divertido y preciso espejo que
reflejando un mundo donde el régimen cientificista ha desnudado su alianza
con los caprichos del mercado y sus máquinas de guerra. Eso es lo que el
escritor Jonás descubre al iniciar la reconstrucción literaria del día que Félix
21
Hoenikker —una de las mentes científicas más luminosas del proyecto
nuclear norteamericano— pasó en familia mientras la bomba atómica que
había ayudado a desarrollar caía sobre la ciudad de Hiroshima. Lo que se
termina sobre las cenizas de Japón —descubre Jonás— es la familia de
Hoenikker, el patriotismo de sus hijos, las expectativas iluministas de sus
colegas ante un horizonte de simple y apabullante destrucción.
El viaje a través de esas ruinas lo llevará a la república “bananera” de San
Lorenzo, un páramo inhóspito en el que tal vez se gesta el inminente
porvenir metafísico de una sociedad que se ha rendido ante la crueldad
material de sus propios descubrimientos racionales.
Con un estilo que a casi cincuenta años de su publicación aún reúne humor,
originalidad e inteligencia en cada página, encontrar en Cuna de gato una
pieza exótica inaugural en el largo rompecabezas de Kurt Vonnegut —del
que la novela Galápagos (1985) parece casi una versión remixada— sería
una obviedad. Cuna de gato es, en cambio, uno de los más radicales
intentos literarios del siglo pasado por reflexionar acerca de los peligros de
una nueva era. No desde el miedo o el moralismo del oscurantista, tampoco
desde el romanticismo fácil del conservador; la voz de Vonnegut no es la de
un Humanismo humillado que recela el futuro, más bien se consolida como
la del último humanista sensato: el que narrará su propio final.
John Updike, Un libro de Beck
La obra de John Updike (1932—2009) es la de un verdadero coloso de las
letras de los Estados Unidos del siglo XX. Ganador de dos Premios Pulitzer,
Medalla Nacional de las Artes en su país, donde también reunió diversos
premios de la crítica, Updike hizo de su literatura y de su estilo un espacio
de particular reflexión sobre casi todas las vicisitudes de su época, incluida
también una larga reflexión sobre la tarea del escritor. Un libro de Bech
(1970) es el primero de los tres volúmenes de la saga de Henry Bech, un
antiheroico escritor judío cuya lejana contribución al Parnaso Literario
22
descansa sobre obras que se leen en universidades de todo el mundo y sobre
un prestigio que ha hecho de su portador un fantasma en términos de
creatividad, pero también un lascivo explorador del mundo, sus
circunstancias y, sobre todo, de sus mujeres: "Los hombres que viajan solos
desarrollan un vértigo romántico. Bech ya se había enamorado de la pecosa
esposa de un embajador en Praga, de una cantante dentuda en Rumania y
de una impasible escultora mongola en Kazajistán. En la galería Tretyakov
se había enamorado de una estatua yacente, y en la Escuela de Ballet de
Moscú de una sala entera de señoritas".
A diferencia del Harry "Rabbit" Angstrom de la saga Rabbit (la más famosa
de las creaciones de Updike), Henry Bech funciona menos como la
construcción profunda y detallada de un personaje que como una voz —
ácida, cómica y siempre incisiva— útil para recorrer un universo cultural
que comienza en la Unión Soviética (cuando faltaba mucho para que la
Guerra Fría comenzara a disolverse), atraviesa la sensibilidad de los Estados
Unidos de los años sesenta, regresa a Europa y finaliza con un nostálgico
viaje a la infancia, en el que pueden registrarse algunos elementos
autobiográficos del propio Updike.
"Pero este hombre de letras soltero en concreto, que había sido el único hijo
varón de sus padres y que veía a la familia de su hermana en Cincinnati
menos de una vez al año, se sentía insultado cuando se encontraba inmerso
en el cieno de la promiscuidad familiar", se retrata a sí mismo Bech,
mientras lucha por el afecto de una amante a la que descubre tan hábil para
el amor como para la maternidad. Lección de estilo para quienes desconfíen
de una literatura cuya gravedad necesita basarse en las afecciones de la
solemnidad y también para quienes confundan lo humorístico con la simple
ausencia de seriedad, Un libro de Bech es una puerta de acceso rápida y
grata para conocer algunas de las obsesiones recurrentes del autor de
novelas tan disímiles como Las brujas de Eastwick y Terrorista.
23
Ian McEwan, Solar
Ian McEwan (1948) es uno de los capitales culturales del Reino Unido y en
su última novela comprueba una vez más que la capacidad de su prosa para
"surfear" —dirían Alan Pauls o Vila-Matas— se mantiene intacta. Esta vez,
los experimentos humorísticos de Solar resultan tan efectivos como
poderosamente opuestos a clásicos como El jardín de cemento (1978),
construido sobre tonos fríos y opresivos, o las incisiones casi antropológicas
de Chesil Beach (2007).
No es un detalle que, junto a Martin Amis o Hanif Kureishi, McEwan sea
una de esas estrellas del circuito literario inglés capaces de permitirse textos
como quien satisface algún capricho exótico (o innecesario). En ese sentido,
Solar podría leerse en la misma línea de lo que Submarino Amarillo fue
para Los Beatles: una excentricidad posible para quien todo está admitido
(como cualquier estrella pop, McEwan promocionó su novela
fotografiándose entre libros y champagne con un cerdo bautizado Solar).
Entrenado en el arte de bucear por los intersticios más oscuros de las
relaciones humanas, la apuesta es contar las contradicciones grotescas,
trágicas e irresolubles de Michael Beard, un físico ganador del Premio Nobel
que se deshace entre sus propias miserias mientras lucha para concretar la
revolución científica que salvará al mundo del recalentamiento global. Al
menos, hasta que sus infiernos personales —bajo la forma de cinco ex
esposas, amantes, una hija y varios discípulos inescrupulosos— arruinen sus
planes.
Pero matizado por las peripecias de Beard —que arrancarán más de una
risa—, el gran tema de Solar es la ecología. Cuestión que, al menos a este
lado del hemisferio, no puede dejar de sonar demasiado abstracta como
para considerarla un problema del "mundo real" (McEwan, por su lado,
participó en 2005 de un viaje interdisciplinario al Polo Norte muy parecido
al que describe en la novela, invitado a concientizarse sobre el asunto).
¿Cuáles serían, por lo tanto, las condiciones de recepción para una "novela
ecologista" entre lectores argentinos? Difícilmente puedan rastrearse
24
antecedentes más allá de algunos textos periodísticos de divulgación.
Mientras tanto, la ficción más contemporánea, pasando por alto algún relato
apocalíptico en el que la ecología funciona apenas como excusa, recién
comienza a explorar seriamente algunas temáticas "primermundistas" como
el turismo. Por ejemplo, en los cuentos de Varadero y Habana Maravillosa,
de Hernán Vanoli (Tamarisco, 2010).
La conclusión de McEwan sobre la cuestión, por ahora, es pesimista: ningún
proyecto de salvación colectiva triunfará mientras el poderoso egoísmo de
sus propios agentes se interponga en el camino
Joyce Carol Oates, Memoria de una viuda
Memorias de una viuda retrata la agonía y muerte del esposo de Joyce
Carol Oates (Estados Unidos, 1938) como punto de partida para una
meditada reflexión sobre la construcción del matrimonio, el desconsuelo de
la soledad y el dolor como prisma desde el cual colocar en la balanza de los
años la suma de experiencias que constituyen toda una vida.
Novelista experimentada, dramaturga, poeta y crítica, Joyce Carol Oates
avanza por ese sendero largamente transitado –por razones de época, de
cultura y también de mercado– de la autobiografía, aunque apostando a lo
que por momentos se convierte en el dibujo de un retrato a dos manos. Por
un lado, su propia voz recorre el mundo antes y después de la muerte de
Raymond Smith, tras casi medio siglo de matrimonio; por otro lado, la voz
de la narradora se construye a sí misma a través del hombre que ya no está.
“Mi marido no leyó nunca casi ninguna de mis novelas ni mis relatos cortos.
Ray era un editor excelente, sagaz y culto pero no leyó casi nada de mi
ficción, y, en ese sentido, podría afirmarse que Ray no me conocía por
completo o, en un aspecto importante, ni siquiera en parte”, escribe la
autora de Un jardín de placeres terrenales e Infiel, algunas de sus novelas
traducidas al castellano.
Consciente de los mecanismos estéticos que rigen la arquitectura de la
memoria y de la palabra cuando se vuelven literatura –Oates es profesora de
25
escritura creativa en la Universidad de Princeton, espacio crucial cuando se
avecine la muerte–, también avanza sobre la creación como ejercicio de
ascesis. “Escribir es un trabajo solitario, y uno de sus peligros es la soledad.
Pero una ventaja de la soledad es la intimidad, la autonomía, la libertad”,
reflexiona Oates, abriendo la posibilidad del entendimiento reflexivo ante lo
que amenaza con imponerse apenas como una muralla impenetrable de
recuerdos y dolor.
¿Quién es finalmente Raymond Smith, este hombre ante el cual su esposa
asegura haber aprendido a “no agitar su indignación, sino a aplacarla”, ese
editor y jardinero paciente, al que podemos ver junto a su Oates en su “casa
de cristal” de Princeton? ¿Quién es la mujer y la escritora que lo acompaña y
en qué se convierte una vez que lo ha perdido? Como toda autobiografía
escrita con sensatez, la Joyce Carol Oates de Memorias de una viuda no se
permite ofrecer respuestas sino abrir nuevas preguntas. “Esto no es una
persona. Esto no es una vida. Una vida de escritora no es una vida”, escribe
para desarticular cualquier aspiración al hallazgo de realidades útiles detrás
del nombre que enmarca su existencia. Porque el único deber importante de
una viuda –escribe también– es mantenerse viva.
Umberto Eco, El cementerio de Praga
La Europa decimonónica de Umberto Eco en El cementerio de Praga es un
universo asomado a su propio abismo. El fin de las monarquías, las
revoluciones de las que nacerán los estados modernos, el comunismo, el
psicoanálisis, la imparable secularización de la sociedad: ninguno de los
grandes eventos culturales son ajenos al diario en primera persona del
huraño e intratable Simone Simonini. Un narrador a través del que, con un
tono lacerante y cínico, que incluso los fans del televisivo doctor House
podrán reconocer de inmediato, el escritor italiano juega a desmontar los
escondites contemporáneos de aquello que él mismo ya ha analizado bajo la
forma de lo políticamente correcto.
26
Treinta años después de El nombre de la rosa, el thriller filosófico-policial
que lo hizo famoso en el mundo, El cementerio de Praga vuelve a recorrer
algunas de las cuestiones con las que, como buen semiólogo, la obra de Eco
parece obsesionarse: ¿Cómo se construye lo real? ¿Cuáles son sus bordes?
¿Qué lo separa de lo irreal?
La luz sobre esas preguntas comenzará a encenderse a lo largo de la historia
de la carrera del falsificador profesional Simone Simonini, "que en poco
tiempo superó al maestro y descubrió que poseía prodigiosas habilidades
caligráficas". A partir del uso de los más rancios discursos antisemitas,
machistas y homofóbicos —que Eco mueve con la destreza del tahúr
consciente de que sus naipes forman parte de un juego que hoy tampoco ha
acabado—, Simonini descubrirá que, ante la inminencia del siglo XX, la
información y el conocimiento se han fundido en dos soportes tan
verosímiles como manipulables: los libros y la prensa.
Ni la imagen del célebre novelista Alejandro Dumas, ni las campañas
militares de Garibaldi en Italia estarán a salvo del objetivo final de Simonini
y los conspiradores con los que se irá cruzando a lo largo de Europa:
convencer al gran público, a través de textos falsificados y editoriales
manipulados, de que los judíos son el origen de los fracasos y peligros que
acechan desde siempre a la Humanidad. "Los judíos eran enemigos del
altar, pero lo eran también de las plebes, a las que chupaban la sangre y,
según los gobiernos, también del trono", se regodean los autores de uno de
los documentos falsos más exitosos del siglo pasado: Los protocolos de Sión,
un panfleto antisemita que fue publicado en la Rusia zarista de 1903 y sobre
el que Eco se permite revelaciones que —en un mundo aún atravesado por la
xenofobia y la manipulación— dan a la novela un último giro, ante el que
difícilmente algún lector dejará de sentirse interpelado.
27
John Connolly, Voces que susurran
Alguna vez, Robert Graves escribió que lo esencial de las legendarias
batallas heroicas de los griegos era que había fuerzas que los hombres no
podían controlar. Divinidades que hacían de las tragedias humanas un
teatro de excusas donde desatar conflictos que ni siquiera incumbían a los
mortales. Voces que susurran juega con esa idea mítica y expiatoria, pero en
un escenario mucho más contemporáneo: la guerra de Iraq. Charlie "Bird"
Parker, el protagonista de la exitosa saga detectivesca creada por John
Connolly (Dublín, 1968), tampoco abandona los rasgos del clásico detective
de género —la melancolía, la abulia moral, el sentido del deber—, aunque sí
profundiza un costado esotérico que sus seguidores ya conocen desde Los
amantes (2009) y El ángel negro (2005).
Con la previsión de tiempos y estilos que caracteriza a los mejores best
sellers, sin embargo, Connolly construye su novela a partir de la posibilidad
de que sea la primera de muchas en manos del lector. A partir de una
investigación casi rutinaria que llevará a Charlie Parker tras un misterioso
grupo de veteranos de guerra que contrabandean mercancías a través de
Canadá, la historia se ubica en Maine, un estado norteamericano sobre la
frontera canadiense, alrededor de la cual bastarán unas pocas páginas para
conocer el "background" del detective —cuya mujer e hija han sido
asesinadas— y su círculo de colaboradores, entre los que se destaca la
famosa pareja de asesinos gays, Louis y Ángel, narrados en Los hombres de
la guadaña (2008).
Con algunos pasajes que en tono de denuncia critican el pobre
equipamiento y el posterior destrato que sufren los veteranos
norteamericanos cuando regresan del frente —sin mayor referencia a los
invadidos—, otras pocas páginas, en un registro muy cinematográfico,
concentran de inmediato la acción sobre otro hecho real: el saqueo que, en
2003, sufrió el Museo Nacional de Iraq tras la invasión y que significó la
desaparición de 14 mil piezas arqueológicas. "Soldados, un tesoro, una
discordia entre ladrones", dice El Coleccionista, uno de los amigos de
Parker. Lo que ninguno de los involucrados podría haber previsto es que,
28
entre esas piezas que ahora se contrabandean por "razones humanitarias",
hay un pequeño cofre milenario que alberga al Demonio."Algo de lo que
estaba retenido dentro encontró la manera de envenenar las mentes de
quienes entraban en contacto con la caja", escribe Connolly, aunque
restringiendo muy bien al terreno privado de la moral lo que, llevado un
poco más allá, pudo haber funcionado como una interesante metáfora
política sobre una invasión militar más saqueadora que libertaria.
Jaime Bayly, Morirás mañana
Sintetizar la obra literaria de Jaime Bayly (Perú, 1965) como un largo
tratado sobre la economía del odio no sería una idea insuficiente ni
incorrecta. Novelista centrado casi tanto en la vigencia contemporánea de
sus temas —ahí la vena periodística del media star latino— como en su
movedizo estilo para narrar —no son, porque no suenan iguales, No se lo
digas a nadie (1994) ni Los amigos que perdí (2000)—, la literatura de
Bayly es un territorio donde el ánimo incendiario del comentarista,
polemista a la carta y escandalizador serial de las últimas buenas
conciencias construye, con precisión y humor, un mundo que vale la pena
ser leído.
Morirás mañana, trilogía que comenzó en 2010 con El escritor sale a
matar, continuó en 2011 con El misterio de Alma Rossi y concluyó en 2012
con Escupirán sobre mi tumba, reúne la historia de Javier Garcés, un best—
seller con una expectativa máxima de seis meses de vida. Lejos del ánimo de
redención espiritual y pacificación ante la muerte, Garcés, en cambio,
asume la noticia y planifica su retiro del planeta con un objetivo preciso:
"Serán los mejores meses de mi vida y lo serán porque estarán animados
por el afán de venganza y porque ese afán no estará exento de astucia,
prudencia y valor".
A través de una sucesión de virtuosos crímenes contra viejos enemigos que
sirven para pintar, con más o menos guiños, la paleta de colores del
mundillo literario iberoamericano —incluidos algunos tonos narrados en
29
Buenos Aires—, Bayly resuelve, esta vez a la velocidad de un thriller de
carácter tarantinesco, un asunto recurrente en su obra: la degradación y
extinción de construcciones que, como el diario tradicional de Los últimos
días de La Prensa (1996) o el cerco de amor familiar de Yo amo a mi mami
(1998), se imaginan a sí mismas como protectoras indiscutibles de
subjetividades necesariamente vacilantes a su alrededor. "Antes era adicto a
escribir novelas. Ahora soy adicto a matar personas a las que odio o
desprecio, o a las que simplemente me divierte matar", dice Javier Garcés
para desangelar la expectativa de que un escritor, sus formas y la cultura
civilizada que se espera que encarne no son —ni siquiera necesariamente—,
sinónimos de bondad, paz y comprensión. "Es bueno aferrarse a los
rencores honorables con un fin terapéutico y se nos dice que perdonar un
agravio purifica: no lo creo, en mi experiencia cuando te han hecho una
putada muy fea, perdonar es inhumano, a mí lo que me permite resistir es
mantener la distancia y saber que hay dos trincheras y que silban las balas",
dijo Bayly en una entrevista. Tratado ligero de una filosofía del odio,
Morirás mañana cumple sin dudas el objetivo.
Amélie Nothomb, Una forma de vida
Resulta difícil ceñir una lectura homogénea a la obra expansiva de Amélie
Nothomb (Japón, 1967), la autora de origen belga que desde hace una
década se jacta de publicar una de las tres novelas que escribe por año. Sin
embargo, ese ritmo desenfrenado de escritura y publicación –que en cierto
modo podría emparentarla con nuestro escritor serial César Aira– ha hecho
también de la autora de Estupores y temblores una voz capaz de teorizar
sobre la génesis del relato literario.
Aún atrapada por ciertos convencionalismos de larga tradición europea,
Una forma de vida se presenta, primero, como una novela epistolar
decimonónica alrededor de los problemas de la creación. Las primeras
cartas le sirven a Nothomb para exponer los rigores del mundo privado de
una best seller ante los intentos diarios que cientos de lectores –
30
magnetizados por una fuerza de transferencia equiparable a la que surge
entre un psicoanalista y sus pacientes– hacen para colonizar su existencia
real. Esa excursión abstracta por el mundo privado de la autora de Ni de
Eva ni de Adán, sin embargo, será el punto de inicio para las aventuras de la
creación misma, desde el momento en que uno de sus ávidos fans
epistolares exigirá una categoría existencial verdadera.
"Deseo existir para usted. ¿Es pretencioso? No lo sé. Si lo es, lo siento. Es lo
más auténtico que puedo decirle: deseo existir para usted", le escribe Melvin
Mapple, un soldado de los EE UU estacionado en Irak que asegura ser un
lector voraz de todos sus libros.
Es a partir de ese cruce entre género epistolar y realidad política donde
Nothomb comienza su verdadera novela: un examen de las categorías de la
ficción y la creación literaria, donde cada carta construye mutuas realidades
aparentes y donde la forma escrita se autonomiza de la mera realidad,
convirtiéndola en algo cada vez más extraño: "Desde que estoy en Irak he
engordado 100 kilos. Diecisiete kilos por año. Y no he terminado. Cien kilos
es el peso de una persona enorme. Ya que esta persona ha nacido estando yo
aquí, la llamo Sherezade", se confesará el soldado ante la escritora.
¿Pero cuál es el pacto de lectura posible entre dos corresponsales al que el
ejercicio de la escritura ha construido como iguales? Si la literatura consiste
en construir mundos paralelos que funcionen con coordenadas propias, Una
forma de vida puede leerse como la reflexión de una profesional de la
palabra acerca de los rigores que reclama toda apuesta creativa. Pero si la
teoría se aparta y lo que resta es la literatura como dispositivo ocioso, Una
forma de vida funciona también como una máquina creciente de sorpresas,
donde ningún paso resulta conducir hacia donde en apariencia promete
hacerlo.
31
Leonardo Oyola, Kryptonita
Si la literatura puede pensarse como un artefacto capaz de resignificar el
mundo a través de la construcción de un universo de sentidos propios,
Leonardo Oyola (Buenos Aires, 1973) está entre esos nuevos escritores que
ya pusieron en marcha un horizonte y un lenguaje personal para lograrlo.
Autor de historias donde el suspenso y el misterio se entremezclan con un
género policial marcado por el eco de una larga experiencia autobiográfica
en el oeste del Conurbano Bonaerense, Gólgota (2008, recién traducida al
francés), Santería (2007) y Chamamé (2007, Premio Dashiell Hammett en
España) son de esas pocas novelas argentinas que supieron hacer del
"realismo sucio" post crisis de 2001 y de la "marginalidad" un universo de
voces propias.
Oyola no escribe como quien le propone a la metrópoli un tour sensible y
sociológicamente volátil por la castigada periferia bonaerense, sino como
quien retrata existencias capaces de interpelar más allá de lo anecdótico y lo
superficial. Fiel a ese universo, Kryptonita propone un giro: ¿qué pasa
cuando los objetos culturales de la metrópoli son "absorbidos" por esa
periferia? ¿Qué nuevas voces se activan? ¿Y qué se vuelven capaces de
decir? Sería inútil (pero muy posible) pensar Kryptonita como una novela
de tesis sobre la que orbitaran conceptos como los "híbridos culturales",
acerca de los que escribió el filósofo Néstor García Canclini. Inútil porque a
Kryptonita no le interesa narrar abstracciones, sino las castigadas vidas
terrenales de los integrantes de la banda criminal de Pinino —apodado
"Nafta Súper"—, mientras le dejan entrever a un azorado médico del
Hospital Paroissien, en Isidro Casanova, que no son más que una liga de
superhéroes, con sus propias versiones de Superman o Batman, enfrentados
a su vez con versiones autóctonas de archienemigos como el Guasón.
¿Qué ocurriría si los personajes más famosos del comic mundial hubieran
nacido entre pibes chorros en los peores rincones de La Matanza y no en sus
habituales ciudades cosmopolitas y anglosajonas? ¿Quiénes serían sus
enemigos? ¿Cómo codificarían el bien y el mal? ¿Cómo opondrían sus
poderes ante las oscuras fuerzas de la redistribución de la riqueza o la
32
Policía Bonaerense? ¿Quiénes serían sus seguidores? Kryptonita es un
abanico de respuestas posibles. Un abanico que Oyola, a su modo, despliega
durante la última noche de "Nafta Súper" en un hospital, mientras lucha
contra lo único en el universo capaz de matarlo.
Martín Caparrós, Los Living
Política es toda novela que represente un orden social. Lo cual significa que
no hay novela que no sea política. La obra de Martín Caparrós (Buenos
Aires, 1957) ha sido, sobre todo en el terreno periodístico, la de un lúcido –
perseverante y original– narrador de los órdenes sociales a través del género
de la crónica. A pesar de ser una forma narrativa que hoy goza, en nuestro
país, de un auge algo anacrónico ante las nuevas tecnologías de la
experiencia, Caparrós ha logrado lo que pocos: manufacturar desde la
desnudez de lo real suficientes instantes de verdad para plasmar lugares y
momentos. Larga distancia (1992) o La guerra moderna (1999), entre
otros, forman ya parte de un canon indiscutible. La discusión, para Caparrós
–como para cualquier escritor válido–, en cambio, se abre en el terreno de
la literatura. Ganadora del premio Herralde de Novela 2011, Los Living
podría considerarse un capítulo más de esa extensa discusión –con giros y
vueltas– que Caparrós mantiene con la política argentina alrededor de las
formas en que el pasado condiciona (o interpela) las posibilidades del
presente y del futuro. Novelas como No velas a tus muertos (1986) y A
quien corresponda (2008), así como ensayos al estilo de La Voluntad
marcan incluso desde sus títulos, una zona de polémicas sensibles e
inevitablemente irresueltas en la arena política contemporánea.
“Un grande es un necio que quiere lo que sabe que no puede suceder, a
diferencia de un chico, que cree que todo es posible y no tiene que pensar en
esos sinsentidos y quiere cosas posibles porque todavía no aprendió que no
lo son”, se dice a sí mismo el joven protagonista de Los Living, apodado
Nito, para disimular el nombre Juan Domingo, que recibió tras haber
33
nacido el mismo día en que murió el General Perón. Narrándose a sí mismo
como un Tristram Shandy argentino, la vida de Nito será un devenir
alrededor del peronismo, la Guerra de las Malvinas, la dictadura, el
alfonsinismo y los albores del menemismo, hasta la aparición de un exótico
pastor religioso brasileño. Episodios marcados por una única experiencia en
común: la muerte, que desde el principio hermanará a Perón con su propio
padre. “Trataba de decidir si era mejor ser necio o ser iluso”, continúa Nito,
trazando lo que se permite sonar como un cuadro de situación sobre más de
uno de los dilemas que orbitan alrededor de la novela (de la obra) de
Caparrós. El final –vale la pena anticiparlo– vuelve a sembrar la misma
válida pregunta de otras oportunidades: ¿qué sociedad viviente puede
experimentar realmente la muerte, si no logra velar y enterrar a sus
muertos?
José María Brindisi, Placebo
Una conciencia, la de Lucio Becerra, empresario próspero durante el día y
literato secreto en sus noches libres, marido consumido ante una mujer y
amante exaltado ante otra, recorre durante 99 páginas —sin descansos ni
puntos aparte— la última novela de José María Brindisi (Buenos Aires,
1969). La apuesta formal tiene su correlato directo con la trama: la muerte
inminente de Horacio, un amigo de toda la vida, ha hecho del mundo del
protagonista una conciencia que, de repente, desborda recuerdos, fantasías
y miedos. Una corriente continua donde, como en aquel famoso monólogo
de Molly Bloom, lo que se coloca en tensión no sólo son sus propias
posibilidades formales de existencia narrativa, sino también las
posibilidades de espesor para las percepciones y la paciencia del lector.
Placebo, sin embargo, es menos un artefacto de ensayo formal que la
exploración descriptiva de una angustia. Sobre la crisis de madurez de
Becerra en la mitad de la vida, un hombre cuya "razón se ve a cada
momento más empañada" mientras "una suerte de susceptibilidad extrema
34
lo está atrapando lentamente", resuena menos el eco vanguardista de Joyce
que el de esos mismos escritores decimonónicos rusos que su madre —
encerrada en un geriátrico— admira por haber pasado a la historia como los
mejores investigadores del abismo de la tristeza.
Ante la certeza de la muerte inobjetable de su amigo, el tour de force de la
conciencia de Becerra se convierte en una lucha por convertir en admisible
lo que al principio se niega a admitir como posible. "Diga lo que diga el
imbécil de Faulkner, no hay nada poético en la muerte, ni en el
sufrimiento", se dice el protagonista, mientras se esfuerza por saturar sus
sentidos físicos y psíquicos para "salir lo más ileso posible".
A lo largo de esa conciencia enfrentada a la muerte, se dibuja una cuadrícula
urbana en la que Buenos Aires se carga con un mapa de dolores antiguos
que adormecen al protagonista, en contraste con la naturaleza desnuda del
Tigre, donde Becerra está obligado a tratar con el vacío amoroso de su
presente, encarnado en una mujer cuya sola presencia física lo asquea. Es
ahí, junto al río y a la buena de los elementos, donde las percepciones de
Becerra se inflaman gracias a sus obsesiones imaginarias. Sutton, un
misterioso vecino que boxea bajo la lluvia, o aquel caballo blanco y muerto
que Becerra recuerda una y otra vez haber acariciado al costado de un
camino, van llenando progresivamente su mente, construyendo el
verdadero placebo ante lo inevitable, que irrumpe bajo una forma tan
sorpresiva que casi echa por la borda todo lo demás.
35
I I /
ALGUNAS NOTAS A PIE DE PÁGINA
36
Michel Houellebecq, poeta
Michel Houellebecq (Francia, 1958) es esencialmente un poeta. Ninguna
clasificación tajante sobre un artista suele funcionar de un modo justo ni
completo, pero en el caso de Houellebecq conviene no alejarse demasiado
de ese centro de órbita.
En tal caso, el "personaje público" Houellebecq —ese best seller misántropo
y genial, ese célebre polemista "siempre a la defensiva", como él mismo
dice— podría no ser sino un poeta en su versión de performer. La tarea de
ese performer es agitar los "buenos sentidos" desde las máquinas europeas
de la ansiedad. Es también desde la poesía —que escribe desde los '90,
cuando estudiaba a H. P. Lovecraft— que Houellebecq traza las líneas
esenciales de su obra. "No teman a la felicidad: no existe", escribió en el
poemario Supervivencia (1996). Y también: "Oigo los autobuses y el rumor
sutil de los intercambios sociales. Accedo a la presencia."
El pesimismo, la soledad, la decadencia. El ocaso de las sociedades
industriales y el desvanecimiento de sus formas de interacción. La
tecnificación mercantil de los lazos colectivos y el auge del narcisismo
individualista. En pocas palabras, la imposibilidad de afianzar vínculos
humanos, incluso, a través del sexo. Para Houellebecq, como para muchos
autores de su generación, allí están los cadáveres exquisitos: el trance
profundo entre el siglo XX y XXI. ¿Pero qué hay en Houellebecq que logra
ese beneplácito tan ajeno a otros de sus contemporáneos? ¿Por qué incluso
su reciente "desaparición" —que sirvió para especular hasta con un
secuestro terrorista— durante la promoción de su última novela, El mapa y
el territorio, fue noticia mundial? ¿Qué encuentran los lectores en
Houellebecq?
Su gran desembarco como perito forense sobre su época ocurrió con
Ampliación del campo de batalla (1994). Y lo hizo recuperando esa
tradición francesa de la sencillez estilística y del retrato de ideas en forma de
tesis —la comparación con Albert Camus y El extranjero fue instantánea—,
aunque con un giro clave. Todo lo que en los '60 había sido un
37
existencialismo protagonizado por la libertad, Houellebecq lo encontró
transformado en un mercantilismo liberal que deparaba a hombres y
mujeres el rol de daños colaterales.
"En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica
variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad",
escribió Houellebecq hace casi 20 años, anticipando al fantasma que, hoy,
parece dar vida a las redes sociales digitales. Con un territorio ya delineado,
Las partículas elementales (1998) fue su paso hacia el estatus de celebridad.
"Novela del fin del milenio", como la catalogaría la crítica, la fuerza
consagratoria, sin embargo, le llegaría desde el propio mercado. Si
Houellebecq disfrutaba lanzar latigazos simbólicos a través de sus palabras,
miles de lectores en todo el mundo disfrutaban recibirlos con devoción.
Aunque eso tendría sus inconvenientes.
"La fama cultural sólo era un mediocre sucedáneo de la verdadera gloria, la
gloria en los medios de comunicación", apunta Houellebecq en una novela
que narra la desaparición de la humanidad bajo una versión biológicamente
mejorada de sí misma. Esa "gloria", sin embargo, también intentaría
devorarlo. Y ni las acusaciones públicas y privadas de farsante, misógino y
—un poco más tarde, de xenófobo, por sus opiniones contra el Islam—
podrían prepararlo para lo peor.
Hasta su propia madre —Lucie Ceccaldi, la mujer que dio por muerta luego
de que lo abandonara en manos de su abuela, de quien Houellebecq tomó su
apellido— publicaría un libro en su contra, ofendida por algunos
paralelismos autobiográficos en Las partículas elementales. Sin embargo,
los fríos mecanicismos sociales y la imposibilidad de sostener experiencias
sensibles volverían a sedimentarse en su próxima novela, Plataforma
(2001).
Con ese retrato de un mercado globalizado de la demanda y la oferta sexual
—donde los adultos liberales de los países centrales consumen el único
"capital humano" del que disponen todos los menores de los países más
periféricos—, Houellebecq volvió a ser acusado, esta vez, de celebrar ese
mismo espejo ante el que sus lectores no podían dejar de fascinarse (las
ediciones de la novela se imprimían casi a la misma velocidad que se
38
agotaban). Lacónico, se radicó sucesivamente en Irlanda y en España. Para
evitar impuestos, persecuciones y el ruido que él mismo genera cuando es
necesario, como con la publicación de la novela La posibilidad de una isla
(2005).
Supuestos sabotajes editoriales, contratos millonarios, traducciones a 35
idiomas y una película dirigida por el propio escritor tres años después,
entonces, demostraron hasta qué punto los hilos del "escándalo mediático"
también podían ser manipulados a su propio gusto. El desprecio público lo
alimentaba, y esa dieta parecía hacer más adictos a sus lectores, aún a riesgo
de opacar el rédito estético de uno de sus trabajos más acabados. Con un
Houellebecq a pleno en un mundo de humoristas, clones, ninfomaníacas y
gurúes new age, el francés volvía a lanzar sus latigazos.
"Mi deseo de desagradar encubre un inmenso deseo de gustar. Pero quiero
gustar por mí mismo, sin seducir, sin ocultar lo que puedo tener de
vergonzoso. Puede que me haya entregado a la provocación; lo lamento,
porque no es ese mi carácter profundo", dice en una serie de cartas escritas
al filósofo Bernard-Henri Lévy. Publicadas como Enemigos públicos
(2008), ese juego arcaico del intercambio epistolar entre dos intelectuales
franceses se transformó en uno de los documentos más personales
alrededor de las ideas de Michel Houellebecq.
Rechazando la sombra facilista del nihilismo con una elaboración afilada de
las causas de las derrotas contemporáneas, Houellebecq insiste: "Si hay una
idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizás, es
la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez
iniciado." Hacia allá vuelve su última novela, El mapa y el territorio (2010),
esta vez, con el arte y sus hacedores en la mesa de autopsias. Hacia allá van
otra vez miles de lectores, como Houellebecq parece disfrutarlo más: con la
nariz cerrada y los ojos abiertos.
39
Jorge Asís contraataca
En 2005, el autor de Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980)
publicó sus Cuentos Completos. Añadía en el prólogo que "los equívocos, la
diversidad de pliegues, intercalación de juegos, de trampas e imposturas del
personaje que, lo sé, soy" eran "la máxima adversidad para la valoración
objetiva de mi obra".
Escrita por el autor de Carne Picada (1981) y Canguros (1983), la
afirmación tenía poco de armisticio –más de cuatro décadas de carrera
literaria han hecho de Jorge Asís un auténtico tiempista– y mucho de
afinada lectura del funcionamiento del campo cultural argentino. Una zona
donde política y literatura han disputado y deformado cualquier aspiración
a una "autonomía del arte" desde El matadero, de Esteban Echeverría.
La inquietud por las fronteras –asunto que obsesiona a Asís desde los
agitados años setenta– es clave para una lectura espacial, intelectual,
estilística, histórica e incluso –para no dejar de caer en la necesaria
"intercalación de juegos"– biográfica de un autor que hizo de su propia
trayectoria vital una intensa excursión literaria por el mundo de la
militancia juvenil en La manifestación (1971) –cuando fue militante–, el
miserabilista microcosmos del periodismo en Diario de la Argentina (1984)
–cuando fue periodista– y el de la diplomacia en Del Flore a Montparnasse
(2000) –cuando fue embajador–, para llegar finalmente a los ansiados
pasillos de la política profesional –sin las sutilezas elípticas de La línea
Hamlet (1995)– con Hombre de gris (2012).
¿Pero dónde estuvo el autor más prolífico de su generación desde la
publicación en 2001 de su última novela, Excelencias de la NADA? La
pregunta lleva a otra clave en la obra del autor de Los reventados (1974) y
La familia tipo (1974). La erizada condición de "escritor maldito".
Un realismo implacable como el de Honoré de Balzac, la convicción de que
el lenguaje es un distrito inclaudicable más allá del abanico de poderes que
se disputen su sentido y una obra que propuso desde los poemas
inaugurales de Señorita Vida (1970) que "serán todos personajes de mis
cuentos / pondré en bolas vuestros tejes y manejes", pueden convertirse en
40
una fuerza incómoda. Y el autor de Fe de ratas (1976) ha conocido el precio
de esa "maldición". Eso, sin embargo, no fue –y por eso se lee, se edita y se
discute– una barrera ante el único capital de un escritor: sus lectores.
Novela sobre la política argentina del siglo XXI, Hombre de gris explora la
condición del "maldito" bajo la sombra de la derrota. "Ningún inocente
reprochador, de los que sobreactuaban la indignación, podía riesgosamente
reconocerlo. Ni encararlo con reclamos. Menos aun en las jornadas
gloriosas de la lluvia, tampoco podían insultarlo. Ni gritarle ladrón. Ni
exigirle que tuviera vergüenza. Para que no anduviera por la calle como
cualquier tonto derrotado del montón", piensa Tadeo, un asesor extraoficial
de la provincia imaginaria de San Patricio, a quien Buenos Aires le parece
“temible pero fácil de ser conquistada”. Como en Cuaderno del acostado
(1988) o Lesca, el fascista irreductible (2000), Asís se ocupa –apostando a
la voluntaria confusión del "equívoco"– no de personajes que mendigan la
exoneración pública por su propia responsabilidad ante el pasado, sino de
desnudar las fuerzas que pretenden dirigir y construir los valores y las
fantasías del "deber ser" de los sucesivos presentes (voluntad que, como
funcionario en los años noventa, haría muy fugaz su paso por la Secretaría
de Cultura de la Nación, al proponer castellanizar el inglés que hablaba el
mercado en pleno auge neoliberal).
Publicada cuando era ya un best seller y Clarín el diario más influyente del
país –y donde el pseudónimo Oberdán Rocamora había hecho del autor de
Don Abdel Zalim (1972) un "cronista estrella"–, la reedición de Diario de la
Argentina, cuya relevancia se ha vuelto más contemporánea que nunca, es
una oportunidad para que nuevos lectores descubran cuál fue el tenor del
golpe dado por Jorge Asís desde la llanura solitaria de la literatura. Novela
sobre la batalla de un escritor por librarse del régimen estamental de
quienes pretenden controlar la realidad, Diario de la Argentina inició el
exilio nominal de Asís por parte de la corporación periodística, sumando su
poder de veto a "acusaciones" previas (haber sido el "best seller de la
dictadura") y futuras (haber sido el primer intelectual orgánico del
menemismo). Quedaría así cimentada la "maldición" –explícita incluso en
41
La ficción política (1985)–y la imposición del ostracismo que lo llevaría a
retirar sus libros de circulación en 1990.
Pero a diferencia de Louis-Ferdinand Céline, que escribió sus
Conversaciones con el profesor Y (1955) como expiación, Jorge Asís, el
"escritor maldito", eligió resistir. El siglo XXI hizo de la Web su refugio y
trinchera. Un paso con el que se adelantó a casi todos sus contemporáneos.
Una nueva época y nuevos "talonarios de facturas" dejaron la publicación de
literatura —pero no la escritura— en segundo lugar. Era el turno de las
máscaras utilitarias del polemista, el retórico provocador, el mordaz
periodista y el agudo analista político. De uno y otro lado, entre
celebraciones o diatribas, odios o amores, Asís logró su objetivo: ser leído.
Interpelar hasta lo visceral. Escapar del mar de indiferencia donde se
ahogan en una opinología gris tantos candidatos al lugar complejo y casi
sacrificial del "provocador".
En 2006, los artículos publicados en su sitio digital –La marroquinería
política, El descascaramiento, La elegida y el elegidor, El kirchnerismo
póstumo– volverían a colocar a Asís con éxito en las librerías, aunque ante
un público para el que la verdadera obra literaria era desconocida o
prescindible. ¿Dónde estuvo, entonces, el escritor más prolífico de su
generación desde la publicación de su última novela? Escribiendo y
esperando el momento propicio para volver. Ahora. Sus lectores
comprobarán que el talento sigue intacto.
42
Marilyn Monroe
Marilyn Monroe es un símbolo especial lo largo de un siglo XX que se
descubrió tan hábil para inventarles sentidos como para sacrificarlos. Pero
ser un símbolo no es fácil. Y ser un símbolo viviente, como le ocurrió a
Marilyn, tampoco lo es. Ser, además, un símbolo sexual —sea lo que fuere
que ese puesto ambiguo en el Olimpo del Deseo signifique—, tampoco
parece simplificar el asunto, sino más bien todo lo contrario.
Retrospectivamente, las relaciones de Marilyn Monroe se configuran como
las de alguien con perfecta conciencia de su poder: en Hollywood, en el cine,
en el imaginario popular, en las fantasías de millones de hombres (y
mujeres, según sus últimas biografías). ¿Quiénes fueron aptos para
acompañar ese poder? ¿Y a qué precio?
Huérfana y desamparada, su primer matrimonio con el policía y soldado
James Dougherty fue la búsqueda de una primera fuerza protectora. Algo
que el star system de Hollywood —esa otra gran fuerza— acabaría por
romper, exigiendo de su futura estrella la fantasía de una "permanente
disponibilidad" (algo parecido le ocurriría a John Lennon al principio de
Los Beatles, cuando Brian Epstein le recomendaba disimular su vida
matrimonial para no descorazonar a los fans).
¿Reivindicarían hoy las mujeres la decisión de terminar un matrimonio por
conveniencias profesionales? En los Estados Unidos de los años cuarenta,
no fue fácil. "La hermosa niña", como la retrataría Truman Capote,
convertida ya en una celebridad, afianzó su poder en los años cincuenta
junto a otro ícono popular: el jugador de baseball Joe DiMaggio.
Celebridad amada por todos los estadounidenses, sin embargo, DiMaggio
no aceptaba que Marilyn fuera algo más que el símbolo de su propia
conquista e intentó que abandonara su carrera y convertirla en otra ama de
casa (detrás de la famosa escena del vestido blanco que se levanta, hubo una
golpiza que pretendió disciplinar sin éxito la fuerza superior de Monroe). La
relación duró años —DiMaggio llevaría flores a su lápida cada semana hasta
su muerte en 1999— aunque su matrimonio apenas se extendió por nueve
meses.
43
Estrellas como Frank Sinatra, Marlon Brando, Tony Curtis, el director Elia
Kazan e Yves Montand —este último durante el último matrimonio de
Monroe con el dramaturgo Arthur Miller en los años sesenta, el hombre por
el que se convirtió al judaísmo— fueron algunos de los amantes que
lograron entrever lo que había más allá del mito y de las sábanas de
Monroe: una mujer en el borde permanente de la angustia.
Las drogas, las depresiones y la inestabilidad convivían bajo la misma
imagen de esa mujer poderosa que buscó a lo largo de su vida cobijarse, sin
éxito, bajo el poder de la fuerza, de la fama y del prestigio intelectual.
Su aireada relación con los hermanos John y Robert Kennedy fue tal vez el
máximo intento de una alianza con hombres, esta vez, más poderosos que
ella. En 1962, tres meses después de cantar para JFK su famoso "Happy
birthday, Mr. President", el mayor símbolo sexual del siglo XX moriría
(como los mismos Kennedy) en circunstancias aún oscuras. Hoy, su propio
mito de deseos incontrolables, sed de fama y miserias privadas tras la
búsqueda del amor hace de Marilyn Monroe un símbolo casi más
contemporáneo que nunca.
44
Pensar los 90: Gorodischer, Robles, Lezcano
Los '90 son un objeto complejo en la literatura argentina. Década
estigmatizada simbólicamente por la misma generación que supo disfrutarla
y, a la vez, apresada en el discurso único de la tragedia económica por
quienes padecieron su otro costado; representada desde el simplismo de la
demonización —"el menemismo como segunda Década Infame"— o desde el
facilismo políticamente correcto del cliché de "la pizza y el champán", los
'90 no terminan de decantar en una forma que explore sus significados
profundos. En ese sentido, aquella época continúa siendo una extensa playa
abierta a nuevos y necesarios desembarcos.
Y no es casual que quienes hoy bordean los 30 años, y para quienes aquella
década fue, sobre todo, un período de despertar, de educación sentimental y
de maduración, sean los primeros en construir una narrativa que interpela
con firmeza a todas las generaciones.
¿Pero cómo reconstruir una época desertificada por prejuicios colectivos?
¿Cómo confluir memoria íntima y memoria social? ¿Qué resta como
inevitables huellas generacionales, aun tras la eclosión de 2001? Con estilos
y trayectorias singulares, las novelas de Violeta Gorodischer (Los años que
vive un gato, publicada por Tamarisco), Sebastián Robles (Los años felices,
por Pánico el Pánico) y Walter Lezcano (Los mantenidos, por Funesiana,
descargable gratis como e-book) trazan, como una tácita trilogía, líneas
poderosas para comenzar a pensar estas y otras preguntas.
"Hay dos miedos que atravesaron y atraviesan a la clase media: el declive
económico y el qué dirán. La familia que protagoniza mi relato debe
enfrentarlas juntas: desde los gastos exorbitantes por la enfermedad de la
hija y la consecuente limitación de los viajes que disfrutaron al comienzo de
la década, hasta la percepción de la homosexualidad de su hijo como drama
ante la mirada ajena", explica Gorodischer, que en su primera novela
alcanza, desde la voz de una joven que recuerda con ingenuidad e
inclemencia, un relato sismográfico del devenir de una familia aterrada ante
el espejo íntimo de sus propios miedos, durante los años de la
45
Convertibilidad.
Esa misma década es la que configura también un nuevo inventario de
posibilidades narrativas. "El acceso a determinados paisajes, gracias a la
posibilidad que había de viajar, juega un rol importante a la hora de
describir escenarios y sensaciones. En esta novela el paraíso no es Miami
sino Cuba. Y la vorágine consumista se traduce en la misma matriz: la
familia progre puede hacer el clásico viaje a la cuna del socialismo, pero con
los ojos vendados ante las grietas del sistema castrista", dice la autora de
Los años que vive un gato, en la que las huellas del pasado alcanzan por
momentos un eco magnético al estilo de J. M. Coetzee.
"Quise mantener la percepción de que el pasado próspero de la clase media
resultaba tan lejano como la idea de que las transformaciones sociales
podían ser llevadas adelante por la política y no por el mercado, como
indicaba el discurso hegemónico de la época", dice por su lado Sebastián
Robles sobre la dinámica de los adolescentes que, en Los años felices,
crecen en medio del repliegue de los grandes discursos colectivos. Relato de
iniciación, retrato de nuevos consumos, fotografía instantánea del caos que
implica la construcción de nuevos hábitos sociales, Los años felices también
es un mapa humorístico de la configuración cultural de toda una
generación. "Como adolescente, accedí a una serie de bienes de consumo
culturales que eran impensables pocos años atrás. Series, películas, música,
programas de televisión, todo eso sigue gravitando en mi formación. Es una
influencia que me marcó a fuego y me interesaba rescatar", explica Robles.
"¿Cómo ser felices, en ese contexto? ¿Teníamos derecho a serlo? Yo creo que
sí y esta felicidad, digamos, esporádica, matizada por la angustia propia de
la adolescencia (y por la angustia propia de la época), es la que quise
trasladar al texto. Una felicidad no exenta de ironía, pero que no por eso es
menos válida", dice ante la "demonización" final que padecería la década
menemista.
Por su parte, Walter Lezcano explora el costado menos regenerativo de la
experiencia noventista: el desgarro profundo del tejido social. "En mi casa
de clase media baja, si es que eso existe, siempre se tuvo que laburar
muchísimo para poder llegar a fin de mes. No faltaba la comida pero había
46
que pelearla mucho", cuenta el autor de Los mantenidos, una novela de
formación ambientada en el Conurbano Bonaerense donde, con crudeza
pero sin conmiseración, Lezcano retrata, también desde un registro en
primera persona, los diversos planos del derrumbe material y cultural —y
los intentos legítimos (y a veces no tanto) para evitar el abismo—, de los
años del uno a uno. "La cuestión económica es un tema importante. A todos
los personajes los moldea y delimita sus posibilidades, destinos y accesos a
mundos diferentes de su realidad cotidiana. En un punto, es una condena la
clase a la que pertenecés", señala el autor.
La cuestión, entonces, vuelve sobre una inquietud común. ¿A qué podían
aferrarse los futuros escritores de los '90? "La sensación que tengo de esos
años es de un desencanto profundo con los referentes inmediatos. Eso se vio
reflejado en la música, con el grunge o el hardcore. De golpe, todos los
guachos estábamos solos. Las familias se hacían mierda, los trabajos eran
ilusiones, la guita no aparecía por ningún lado y la tele era inexistente,
aunque estaban Los Simpsons, dice Lezcano. "Creo que el rock nacional
como banda de sonido de las acciones adolescentes aportaron un valor
estético: los Redondos en especial, y el contacto iniciático con la angustia y
el miedo a partir del caso Bulacio. Todos los jóvenes de los '90 podrían
haber sido Walter Bulacio y muchos crecimos con esa sensación de amenaza
latente ante las primeras salidas en banda", añade Gorodischer. "No existió
el peso agobiante de un Borges o un Cortázar, como le sucedió a la
generación anterior. Y en algunos casos, los nuevos referentes ni siquiera
provienen de la literatura, sino del cine o la televisión, lo cual me parece
saludable y liberador", agrega por último Robles.
47
Siri Hustvedt, entre J. M. Coetzee y Paul Auster
La primera impresión es que un vínculo entre Paul Auster (Estados Unidos,
1947) y John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940) está condenado a la
improbabilidad. No sólo por motivos geográficos, aunque la tecnología —a
la que ambos, Auster desde Brooklyn y Coetzee desde Adelaida, Australia,
dicen rehuir— es perfectamente capaz de resolver el detalle. Son, en cambio,
sus biografías, sus pasados, sus formas de narrar y comprender el mundo;
en definitiva, sus trayectorias y sus jerarquías tan distantes en el mundo
literario —Coetzee es, entre otras cosas, Premio Nobel de Literatura—;
estilos y novelas completamente antitéticas para los lectores —galaxia
silenciosa que difícilmente compartan—, las que vuelven a la mera
posibilidad de su fraternidad epistolar, incluso, insoportable.
"¿Qué significa un fenómeno como este: una persona más o menos
inteligente como yo, que vive en una época con facilidades para el viaje, pero
que a medida que se acerca al final de su vida tiene que reconocer que su
experiencia múltiple del mundo visible no constituye nada que valga la pena
volver a contar, que lo mismo se podría haber pasado la vida entera dentro
de una biblioteca?", se pregunta Coetzee cuando las vicisitudes de la
realidad se le vuelven cada vez más extranjeras y melancólicas. "Solté una
sonora carcajada cuando leí que estabas dispuesto a hablar de la memoria
conmigo en algún momento del futuro, si nos acordamos de volver sobre el
tema. En la siguiente frase de tu carta te refieres al despiste, y luego, en la
que sigue a esa, dices que te acercas al final de tu septuagésima década en la
tierra: ¡lo que significaría que tienes setecientos años! Un desliz, desde
luego, de los que todos cometemos alguna vez, incluso cuando somos
jóvenes, aun si por lo general no somos proclives a la distracción, pero
cómico en cierto modo cuando se produce en una conversación sobre el
despiste", escribe Auster en una explicación que atenta por excesiva contra
la gracia del asunto, cuando analiza un fallido de su colega.
¿Coetzee, el duro autor que evita las entrevistas mientras narra las
asperezas de la existencia, en diálogo con Auster, el autor que concede una
entrevista por cada página publicada a lo largo de una carrera de crímenes
48
filosóficos, amores redentores y fetichismos bibliográficos? Hay, por
supuesto, elementos en común. Ambos son lectores de Jorge Luis Borges.
Ambos tienen sus reservas ante el e—book y los celulares —"si se digitaliza
todo", escribe Auster, "piensa en el eventual daño que podría producirse:
textos borrados, desaparecidos, o, igual de alarmante, textos alterados"— y
ambos prefieren escribirse cartas de papel y enviárselas a través del mundo
por fax. Ambos, también, han escrito su autobiografía: Infancia, Juventud y
Verano, la saga de Coetzee; La invención de la soledad, A salto de mata y
Diario de invierno, la saga de Auster. En un caso, la historia de un hombre
que elabora su vida en un territorio elementalmente ajeno, construido sobre
las sólidas bases de la violencia, la dominación y la humillación que ha
heredado aunque no le pertenezcan —y que se refractan, sin embargo, sobre
una vida escolar, erótica y laboral—; en otro caso, la historia de un hombre
que elabora su vida en un territorio profundamente propio, construido
sobre las sólidas bases del sueño americano de posguerra, el pleno empleo y
el confort a los que, con las afectaciones de quien se ha considerado desde
siempre un escritor, escapa —el verbo puede sonar más dramático: se trata,
primero, de cumplir con la universidad; luego, con los ritos de la "vida
bohemia" en París— para iniciar una carrera literaria. Salvando lo azaroso
de un festival, lo comprensible y necesario de un interlocutor, incluso lo
conveniente, en términos editoriales, de su correspondencia, ¿qué une a dos
escritores tan distintos?
"Las instituciones existen para perpetuarse a sí mismas y el único modo de
eliminarlas es mediante la revolución", le escribe, con relativa ironía, Auster
desde Brooklyn a Coetzee. Para comprender la insipidez de la frase es
necesario reponer la conversación. No hablan de política —ambos
comparten cierto ánimo de acción a favor de posiciones progresistas— sino
del mercado del deporte y su resistencia a la difusión de nuevas invenciones.
Asunto en el que Coetzee (amante del críquet, el ciclismo y el tenis), como
punto de partida, encuentra la posibilidad de que ciertos hombres, mediante
el éxito de su esfuerzo, se conviertan en el "ideal humano materializado".
¿Puede ese desfasaje de sensibilidades y perspectivas —un caso entre los
49
muchos reunidos en Aquí y ahora. Cartas 2008—2011— sostener una
amistad?
"Hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible
porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir", escribe días después
Coetzee. El tópico es amor, amistad y mujeres. "Las mejores amistades, las
más duraderas, se basan en la admiración", responde Auster, para quien "el
matrimonio es una conversación" en la que marido y mujer deben
"encontrar un modo de ser amigos".
Si la corrección política y la convencionalidad —capaces de ofender al lector
inteligente porque, ¿son esas insulsas banalidades las que realmente piensa
un escritor de 66 años en la intimidad de su correspondencia con el autor de
Desgracia?— no hubieran sido suficientes, Auster añade: "¿Pueden ser
amigos hombres y mujeres? Creo que sí. Con tal de que no exista atracción
física en ninguna de las partes" (más tarde, cuando Coetzee menciona las
"comedias amargas" de Philip Roth —autor con el que Auster reconoce "no
nadar en las mismas aguas"— es posible entrever un verdadero intercambio
entre buceadores profundos de la experiencia humana; habrá que esperar
hasta la próxima correspondencia).
¿Qué une, entonces, a los autores de Diario de un mal año y La trilogía de
Nueva York? Tal vez lo mismo que siempre ha unido a dos hombres de
improbable afinidad. "Querida Siri, ¿cómo estás? Yo todavía me estoy
recuperando de la gripe que afectó al jurado en Portugal. Han sido unas
semanas espantosas. Confío en que tú te libraras. No hace falta que te diga
lo divertido que fue pasar tanto tiempo con Paul y contigo (...). Estoy
completamente a favor de las cartas a la antigua usanza con sellos y todo,
pero en este caso me da la sensación de que llevo tanto tiempo fuera de
combate que necesito aprovechar la energía de internet. Con cariño, John".
Apenas veladas entre las cartas escritas por Coetzee y Auster, Aquí y ahora
es también la correspondencia —cuidadosamente viril y amable; en pocas
palabras, la seductora correspondencia— entre Coetzee y Siri Hustvedt
(Estados Unidos, 1955), la talentosa escritora, ensayista y traductora cuyo
cándido y rubio cuerpo destila aún la digna sensualidad de una ascendencia
nórdica y que es, desde hace más de tres décadas, la esposa de Paul Auster.
50
"Querido John: Tu carta ha aparecido en el ordenador de Siri, que acaba de
pasarme una impresión. No sé cuándo se escribió ni se envió, y si llevo días
o semanas de retraso en contestar, discúlpame, por favor", escribe Auster
más tarde, con ingenuidad relativa.
Entre diversos tópicos entre Coetzee y Auster —la crisis mundial, los
lectores, los viajes, las diversas adaptaciones cinematográficas de sus
libros—, el sudafricano y Hustvedt comienzan un intercambio privado por
canales diferenciados, a veces bajo iniciativa del propio Auster, aunque se
adivina que el auténtico alcance de "la energía de internet" —para un autor
que, como Auster, se jacta de utilizar máquinas de escribir— puede resultar
no del todo mensurable.
Ese intercambio fugaz pero significativo entre un Coetzee que pavonea sus
responsabilidades de Premio Nobel y una Hustvedt siempre solícita a
ayudarlo (aunque sus respuestas permanecen invisibles a los lectores) abre
un horizonte comprensible para la relación Coetzee—Auster. "Querida Siri:
Tengo dos preguntas que hacer (dos favores que pedir), el primero a ti y el
segundo a Paul. ¿Te importaría comunicarle el segundo?", continúa Coetzee,
lejos de un Auster que insiste en mencionar "lo orgulloso" —una
condescendencia entre paternal y fraterna— que se siente por una esposa
bella, brillante e invitada a dar conferencias por el mundo. "Iba a pedirle a
Siri que te enviara un correo electrónico con dos palabras —Fax
Arreglado— pero evidentemente tú ya lo habías adivinado", le escribe
Auster a su amigo por correspondencia.
Tal vez resulta a través de esa vena subterránea, ligeramente prohibida y
ligeramente erótica entre Coetzee y Hustvedt —¿verdaderas voces de Aquí y
ahora?—, donde palpita con auténtica vida la correspondencia entre los
autores de Hombre lento y Mr. Vértigo. Intercambio que, por otro lado,
desde el comienzo, revela a un Coetzee demasiado humilde para
reconocerse como el maestro y a un Auster demasiado vanidoso para
reconocerse como el discípulo. "Pero ¿cuál es la alternativa a despotricar?"
—escribe Coetzee sobre envejecer y no dejar de intentarlo, y uno sólo puede
imaginar, otra vez, los secretos mails enviados a Siri— "¿Cerrar la boca y
aguantar las afrentas en silencio?"
51
III /
ESCUCHAR,
PREGUNTAR,
TRANSCRIBIR
52
Enrique Vila-Matas
Podría decirse que el español Enrique Vila-Matas tiene con Buenos Aires la
misma clase de relación que tiene con la literatura: la ciudad es un espacio
imaginario donde la ficción, la realidad, las amistades y las afinidades
estéticas se cruzan tantas veces que termina siendo difícil saber dónde
empieza y termina cada una. En su libro Dietario voluble, por momentos
asoman Bioy Casares y Julio Cortázar. Por otros, Alan Pauls y Raúl Escari,
protagonista de muchas de las mejores páginas de su novela París no se
acaba nunca. Pero la apuesta del autor de Doctor Pasavento es convertir
esta ciudad –y cualquier ciudad– en un presagio oscuro, donde vida y
literatura juegan peligrosamente.
“Cuatro días enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando
a esconderme y viendo siempre desde mi ventana un único y fúnebre
paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos
panteones de algunos próceres de la patria argentina”, escribe sobre el
mismo hotel en Recoleta donde se hospedó otra vez el año pasado para
venir a presentar su última novela,Dublinesca.
—Los autores argentinos que suele mencionar, ¿son amigos reales o solo
afinidades literarias?
—Ante todo son amigos, pero con ellos también hay enormes afinidades
culturales. A Rodrigo Fresán lo veo con muchísima frecuencia en Barcelona
y me interesa mucho lo que escribe. No sé si en Argentina el hecho de que
esté en el exilio le hace más o menos simpático, pero el hecho es que es un
gran escritor.
—¿También Ricardo Piglia o Raúl Escari?
—Con Piglia tengo una relación buena y muy afín en cuanto a gustos
literarios. Raúl Escari es un amigo al que conocí en París.
—Respecto al modo en que usted se vincula a la tradición española,
en Dietario Voluble menciona el impulso de “sentirse extranjero siempre”.
—Era un buen lema. Podría llevarlo encantado en una camiseta. De hecho,
hay una canción de un conjunto musical español sobre este lema. Alejarse
53
de los calificativos, de los nacionalismos, de las categorizaciones de la
literatura misma, es bueno para la literatura. Por eso tampoco existe aquello
de una “literatura argentina” o una “literatura española”. Hay muchos
escritores magníficos y escritores horribles; yo tomo como afines a muchos
escritores argentinos pero no porque sean argentinos, sino porque
realmente hay puntos en común o a veces simple admiración.
—¿Cuáles serían?
—Es más fácil entenderse en cuestión de disgustos. Por ejemplo, mi relación
de amistad con Bolaño durante años se basaba inicialmente en una simpatía
mutua y en lo mucho que nos reíamos con los autores que no nos gustaban.
En los que nos gustaban había diferencias, pero en cuanto a lo que no nos
interesaba, éramos bastante parecidos. E incluso él era bastante más
radical: a algunos no los consideraba ni escritores.
—¿Qué los disgustaba?
—Para mí, siempre es la sospecha sobre aquellos para quienes la literatura
es una profesión que usan para escalar o algo que consideran en un segundo
lugar en su vida. Han leído poco o tienen un gusto grosero. En Dublinesca,
aprovechando que el personaje principal detesta a los escritores, se dice que
no es un gremio con gran altura intelectual, como algunos piensan. En
España, por ejemplo, hay un 80 por ciento de escritores de bajo nivel. Está
muy por debajo de la inteligencia media.
—Si una gran parte de la cultura funciona en base a malos escritores y malos
lectores, ¿cómo explica el éxito de su literatura?
—La mía es una apuesta por lo minoritario, pero llevo cuarenta años en ello.
Ha pasado la travesía del desierto y he inventado un lector que no existía,
para bien o para mal, y que lee mis libros.
—Un trabajo de constancia.
—Sí, porque yo recuerdo que al principio, cuando leía mis textos en los
primeros años en mi país, la gente me decía que se había pasado la primera
media hora de las conferencias creyendo que yo me reía de ellos y que en la
segunda mitad comenzaban a entender por dónde iba la cosa. Esa primera
media hora es la que he tardado muchos años en lograr hacer que se captara
cuál era mi registro y mi tono.
54
—¿Considera que los argentinos tienen alguna particularidad respecto al
resto de sus lectores?
—Tengo el prejuicio de que es más lector de ensayo que de narración, cosa
que me parece que es el único país de lengua española donde esto ocurre y
en eso coincide conmigo, porque soy más lector de ensayo que de narración.
Estoy siempre metido en historias y necesito compensarlo con libros que
explican cosas del mundo real.
55
Minae Mizumura
La voz de Minae Mizumura (Japón, 1951) conserva todas las formas de una
tradicional dama oriental, al tiempo que se permite los giros y el humor de
quien hizo de Occidente su gran escuela literaria. Acompañada por su
silente secretario japonés, la voz de Minae Mizumura también es la de quien
se pregunta en Buenos Aires por lo intraducible de su idioma natal. E
incluso se anima a dibujar en una pequeña libreta que la acompaña a todos
lados —cuando las palabras son insuficientes—, a qué se refiere con los
circuitos del "lenguaje del respeto y el honor" en Japón.
"Quiero que mis libros sean contemporáneos y tengan una visión amplia del
mundo, pero lo fundamental es, ante todo, que quienes pueden leer en
japonés los entiendan. De otro modo, sería un trabajo demasiado vago con
el lenguaje, sólo enfocado en la trama", explica Mizumura. Una novela real
(Adriana Hidalgo, 2008) es la única novela en castellano de esta singular
autora criada desde los 12 años en los Estados Unidos, donde estudió
literatura francesa y hoy trabaja como crítica y docente universitaria.
Sus reflexiones sobre la transformación culturales de los lenguajes en
ensayos como La caída del idioma japonés en la era del inglés (2009), la
convirtieron en una referencia constante para medios orientales y
occidentales, además de haber logrado agitar varios debates en su tierra
natal.
Comparada con autores orientales del nivel de Yukio Mishima y Kenzaburo
Oé —con quienes comparte el prestigio de haber ganado el Premio Yomiuri
en Japón, en 2003—, su historia sobre una saga familiar de inmigrantes
japoneses llegados a los Estados Unidos fue aclamada por la crítica mundial.
Mizumura, sin embargo, aún insiste en escribir en japonés. Entre muchas
cosas, para evitar caer en algo demasiado entendible para cualquiera en el
mundo. "En el mejor de los casos, podría convertirse en una buena película
de Hollywood. Y en el peor, en algo como un videojuego", dice con una
sonrisa pudorosa.
—¿Qué dificultades implica escribir literatura en japonés?
56
—En japonés se puede escribir de una manera que sea 100% traducible. Por
ejemplo: "Obama vino a Tokio ayer." Eso es por completo traducible. Pero
incluso en ese caso, cada nombre y palabra puede escribirse con un alfabeto
distinto, lo cual coloca en juego una cuestión visual. Nosotros tenemos tres
alfabetos distintos con tres tipos distintos de caracteres, incluso algunos
chinos, y dos alfabetos fonéticos: uno para representar los sonidos y otro
para representar las palabras. Es un sistema muy complejo de escritura.
—En términos de mercado, ¿no resulta tentador escribir en inglés?
—Nunca recibí ofertas para escribir literatura en inglés. Pero leyendo
novelistas de países que pertenecieron al imperio británico, pienso que me
sería imposible escribir como V. S. Naipaul o Salman Rushdie. Nadie me ha
pedido que escriba en inglés todavía, pero a veces pienso que debería
hacerlo. Es mi dilema personal.
—¿Qué se pierde o se gana en ese proceso de traducción?
—Definitivamente algo se pierde. Una de las protagonistas de Una novela
real, por ejemplo, utiliza un lenguaje honorífico muy particular que, a su
vez, implica distintos registros según se aplique con alguien de jerarquía
superior o inferior. Esos cambios de lenguaje se pierden en la traducción y
es una pena, porque es muy interesante ese uso del lenguaje hecho por una
mujer que, sin embargo, trata siempre de sostener su orgullo. También
ocurre con ciertos términos chinos que suelen utilizarse en el japonés para
remarcar la masculinidad, y que se pierden entre otros personajes. Sin
embargo, una buena traducción también implica ganar y no sólo perder.
—¿Hay matices literarios intraducibles entre Oriente y Occidente cuando se
trata de describir emociones?
—Creo que hay algo bueno en eso, porque muchos lectores entonces pueden
imaginar qué es lo que realmente piensan los personajes. En cuanto al
lenguaje, las diferencias de clases en Japón han desaparecido tan rápido que
quise conservar en mi novela los distintos tonos del japonés en los diálogos,
variando de generación en generación.
—Y en la vida personal, ¿esos contrastes se hacen presentes?
—Bueno, los japoneses siempre son muy correctos, por supuesto (ríe). Pero
las jerarquías sociales no siempre son demasiado estáticas. Por ejemplo, el
57
modo en que una persona habla sobre otra con alguien que no pertenece a
su círculo social inmediato, es muy distinto del modo en que lo haría si
perteneciera a su círculo propio. Diferencias de ese estilo también se miden
en términos generacionales, entre jóvenes y adultos. Por eso creo que los
japoneses usan al hablar el 50% de sus cerebros sólo para manipular las
diferencias jerárquicas.
—Nacer en Japón, vivir en los Estados Unidas y ser leída en todo el mundo
parece componer el perfil de autora cosmopolita.
—Creo que sí. Es algo que depende mucho de la capacidad de visión que
cada autor logra para permanecer en su país y, a la vez, alcanzar una
emoción que conmueva más allá de sus fronteras. En ese sentido, es difícil
para un japonés ser un escritor cosmopolita, ya que Japón está tan aislado...
—Dentro de ese abanico, ¿opta por alguna identidad cultural en particular?
—Al escribir en japonés, me considero una escritora japonesa. Y en términos
culturales, soy una mujer que intenta atraer a quienes no pertenecen hacia
la cultura japonesa y su literatura.
—¿Las influencias de la literatura inglesa y francesa también son un modo
en que lo cosmopolita emerge en sus textos?
—Escribí otra novela, más vinculada a la literatura francesa y que trabaja
algunas intertextualidades con Madame Bovary, de Flaubert. Una novela
real, en cambio, está inspirada en Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë.
Sin embargo, la cuestión de la memoria de la niñez abriéndose a un trabajo
ficcional y recorriendo 40 años desde mi propia infancia, en Tokio, funciona
también como la magdalena de En busca del tiempo perdido, donde todas
las memorias regresan a partir de un elemento. La escritura de mi vida en
Japón durante los años cincuenta y todos los recuerdos que había olvidado
de algún modo volvieron y fluyeron como en Proust.
—En la novela hay una argentina, ¿conoce la literatura argentina?
—En realidad es pura coincidencia: había conocido a una argentina cuyo
marido era un ingeniero y la incluí en el texto. Mi conocimiento de la
literatura argentina se limita a Borges. En él percibo algo diferente.
Parecería existir sólo en su mente y no puedo imaginarme a un escritor
58
como él. Supongo que fue uno de los escritores más difíciles de entender.
Mucho más que Goethe, para mí.
—¿Sabía que Borges se casó con una descendiente de japoneses?
—Mucha gente talentosa y excéntrica suele tener esposas japonesas o chinas
(ríe). Eso es porque a veces requieren que sus esposas se vuelvan
inexistentes para poder expandir por completo su ego, y aun así llevar una
vida en matrimonio (ríe). ¡Con una esposa japonesa no necesitan
intercambiar nada, debe ser por eso!
59
John Katzenbach
A primera vista, John Katzenbach parece otro turista estadounidense de los
que se pueden ver paseando por Buenos Aires. Camisa bien planchada y sin
pretensiones de elegancia, jean azul y zapatillas claras. Nadie que lo viera
podría identificar a ese ciudadano común de Massachusetts —casado con
Madeleine Blais, ganadora del Pulitzer, y padre de dos hijos— como la
mente creadora detrás del esquizofrénico torturado de novelas como La
historia del loco (2004), el asesino que aterroriza a Miami en Al calor del
verano (2005) o el oscuro exterminador de sobrevivientes del Holocausto
en La sombra (2008).
Alto y afable, Katzenbach sonríe con la satisfacción del best-seller mundial
consciente también del éxito que sus thrillers de misterio tienen entre
millones de lectores en Sudamérica. "Sé que tengo muchos lectores, porque
los editores me lo dicen. Pero como escritor, hasta que no ves algo por vos
mismo, no lo considerás real", dice en un inglés que no disimula el
entusiasmo. Durante la última feria del libro porteña, Katzenbach visitó a
sus 61 años la región por primera vez y presentó su última novela traducida
al castellano, El profesor, en la que un catedrático ya jubilado ve desvanecer
sus capacidades psíquicas mientras lucha por resolver el secuestro de una
adolescente.
Ex cronista policial de The Miami Herald y Miami New, ocupación que
abandonó en 1987 para dedicarse sólo a la literatura, su gran éxito mundial,
sin embargo, fue el thriller psicológico —como él prefiere definir el género
de sus novelas— El psicoanalista (2002), en la que un médico es acosado
por un psicópata que destruye de a poco toda su vida. Otras de sus novelas
exitosas han llegado al cine interpretadas por Sean Connery (Causa justa,
1995) y Bruce Willis (La guerra de Hart, 2002).
Pero Katzenbach no es la clase de autor a la que un repaso fugaz de los
argumentos de sus novelas logre hacer justicia. Es lo que suele pasar con
casi todos los grandes best seller: hay algo más que tramas truculentas
empujando a millones de personas —y especialmente a quienes no son
lectores regulares— a dejarse atrapar por sus libros en medio de situaciones
60
tan variadas como la fila de un banco, un viaje atiborrado en subte o la orilla
del mar. Y Katzenbach es un autor consciente de esa virtud y del misterioso
poder narrativo que eso encierra dentro de un universo donde la industria
editorial, la tradición literaria e incluso la política de los Estados Unidos
juegan un rol activo.
"La verdad, no me preocupan las ventas. Si uno se preocupa como escritor
por hacer algo que complacerá la noción de alguien más sobre cómo debería
ser un best seller; si pensás, digamos, que al cambiar esto por aquello en el
libro entonces vas a vender 3000 ejemplares más, enloquecés. Lo que me
preocupa es contar la mejor historia que pueda. Reconozco que suena un
poco arrogante, pero si te preocupa lo demás, no vas a triunfar", argumenta.
—¿El periodismo fue el oficio adecuado para vincularse con el horror actual?
—Cuando me convertí en novelista, descubrí que como periodista ya había
sido educado en los fundamentos del thriller. Este género funciona de un
modo semejante al de las historias dramáticas del periodismo: se cruzan
fuerzas buenas y fuerzas malvadas que llegarán a la resolución de una
historia.
—¿Hasta qué punto los lectores del género son conscientes de estos
mecanismos?
—Es interesante, porque lo que ocurre es que a todos nos excita lo
horroroso. Yo trato de tomar pequeñas historias cotidianas que cualquiera
de nosotros pueda vivir —la idea de que alguien nos persigue, por ejemplo—
y les subo el calor hasta que empiezan a hervir. Así que cuando la gente llega
al libro, dicen: "Claro, entiendo cómo es esto." Y a partir de ahí, se crea la
tensión.
—Es decir que, al momento de escribir, tenés un conocimiento preciso de
qué atrae al público.
—Sí. Aunque cuando me siento a escribir, estoy tan atrapado
emocionalmente en la historia y en la mejor forma de expresarla, que lo
pierdo de vista. Lo más importante en todos mis libros es que, ya sea sobre
un esquizofrénico o un psicoanalista cuya vida está siendo destruida, la idea
es que esos personajes y estas situaciones parezcan reales para todos los
lectores.
61
—¿Por qué el thriller psicológico fascina por igual a lectores de todo el
mundo?
—Creo que la fascinación con este tipo de historias proviene de la noción de
que algunos de los mejores narradores actuales están involucrados con este
tipo de escritura. Hace años, un thriller se consideraba un libro para leer y
tirar, con esas tapas con una chica desnuda y un tipo con un cuchillo.
Entonces, grandes escritores americanos llegaron al género y lo
transformaron. Raymond Chandler y Dashiell Hammet, desde la novela
negra, le hicieron ganar prestigio y credibilidad al thriller. Con el tiempo,
más y más escritores sofisticados llegaron a escribir sus historias y eso creó
el thriller psicológico.
Katzenbach hace una breve pausa y sus ojos emiten cierto resplandor. "En
última instancia, si lo pensás, es realmente fácil para mí describir algo como
sacar un arma y dispararle a un reportero", se ríe. "El verdadero desafío es
describir qué está pensando el reportero cuando ve que saco el arma, qué
pienso yo al hacerlo y en qué contexto psicológico ocurre este ataque. ¿Qué
ocurre con esta persona que dispara? ¿Qué ocurre con esta persona a la cual
le han disparado? El thriller psicológico permite identificarse más de cerca
con los personajes. Esto no cambia en Corea, ni en Buenos Aires o
Frankfurt. Stieg Larsson, por ejemplo, ubica sus historias en Escandinavia.
Tiene una globalidad, una universalidad, en la que pueden identificarse
muchos".
—¿La última década, atravesada por las guerras y el terrorismo, también fue
propicia para el género?
—Durante la administración de George W. Bush, el miedo se convirtió en
algo con un nuevo poder en los Estados Unidos, porque se nos hizo sentir
mucho más vulnerables como Nación. Por otro lado, algunos que debieron
haber reasegurado a los americanos permitieron que muchos de estos
miedos crecieran... En Iowa, por ejemplo, hay toda clase de seguridad,
¡como si Al Qaeda fuera a atacar ahí! Esto ha creado situaciones para que el
thriller psicológico interese a la gente, pues el miedo está en el núcleo de
todos mis libros y los de todos los que hacen libros como los míos.
62
—Si los años de Bush te resultaron productivos como escritor, ¿eso implica
algún conflicto con tus ideas políticas?
—Sí (dice Katzenbach por primera vez en español y vuelve a sonreír). Los
años de Bush fueron muy difíciles. ¿Esto afectó mi escritura? No lo sé. Sé
que cuando se sienten tensiones políticas y cuando el diario que leés cada
mañana está lleno de noticias que te enojan y te provoca tirarlo lejos, eso
ayuda porque significa una concentración distinta. En mi caso, me obliga a
trabajar más duro y mantenerme concentrado en tensiones que, en parte,
desde el diario se trasladarán a veces al texto. Por lo tanto, tal vez debería
agradecerle a George Bush... ¡Pero no lo haré!
—No te gustaron las adaptaciones de tus novelas para Hollywood. ¿Eso te ha
dañado como autor?
—Sí y no. Sobre la cuestión de las adaptaciones, durante muchos años traté
de ser diplomático. Como escritor, es fácil frustrarse. En el cine es muy
habitual que digan que les encanta un libro por tal personaje. Y que tal
situación y tal escena podría llevarse maravillosamente a la pantalla, pero
cuando llegan al set de filmación, todo queda en el olvido. Están más
preocupados por Sean Connery que por John Katzenbach, y me parece
legítimo que así sea... Como novelista, estás preocupado en contar tu
historia y nunca pensás a quién vas a complacer o no mientras escribís tus
libros. La única persona que quiero complacer es a mí, a mi perro y a mi
esposa.
—¿Te considerás un best seller?
—No, me considero un escritor.
—Pero sos un best seller.
—¡Sí, gracias a Dios!
—Pregunto porque, en ciertas adaptaciones para el cine de best sellers como
Dan Brown, por ejemplo, es difícil percibir que haya alguna preocupación
sobre cómo el resultado afectará su trabajo. ¿Cómo te ubica esta clase de
preocupaciones entre esa escala de escritores?
—Steven Spielberg dijo que para hacer una película a partir de un libro,
necesitaba sacarle la espina dorsal e ignorar todo lo demás. Pero esa es sólo
su idea. Las adaptaciones siempre se hacen según la empatía que sienta el
63
director hacia los personajes y la historia. Cuando esto coincide con el
novelista, es fantástico. No quiero ser crítico con Dan Brown, realmente no
pude meterme nunca en su trabajo y sus películas me resultaron igual de
incomprensibles. Pero parecen producir un montón de dinero y entonces a
nadie le preocupa. A mí me preocupa. Y es difícil ver descartados elementos
de mis libros que yo considero importantes.
—Y según ese criterio estético, ¿qué otros best sellers te parecen
respetables?
—Antes que nada, es difícil escribir una novela, así que cualquiera que se las
haya arreglado para lograrlo y convencer a un editor de que la publique es
respetable, venda un millón de ejemplares o uno. El tema es que, en mi
caso, evito leer a otros autores. La razón es que hay escritores muy buenos y
a veces agarro un libro y encuentro pasajes que me resultan tan buenos que
pienso que jamás podría hacer eso... Y no quiero lastimarme a mí mismo.
Así que, por gusto propio, leo mucha historia y periodismo, pero no a
demasiados colegas.
—¿Qué te parece un fenómeno como la saga Millennium, de Stieg Larsson?
—Leí las primeras 100 páginas de Los hombres que no amaban a las
mujeres y tuve que dejarlo. Pero me dijeron que no podía ser posible, que
tenía que leer las siguientes 100 páginas, así que lo hice. Tiene un estilo muy
interesante. ¿Por qué es tan popular en todo el mundo? Para mí es
complicado saberlo...
Katzenbach vuelve a hacer una pausa. Otra vez el resplandor en sus ojos.
"¿Querés leer un buen libro? Lee Grandes esperanzas, de Charles Dickens.
Eso sí es emocionante. Todos los libros deberían lograr que uno no pudiera
dejar de dar vuelta la página y eso es lo que espero cumplir", dice.
—Considerando la vieja oposición entre triunfo comercial y crítica, ¿te
preocupa tu prestigio como escritor?
—Hace mucho tiempo, al recibir las reseñas de mis primeros libros, me di
cuenta de que si yo consideraba en serio a quienes decían que los míos eran
los mejores libros desde la Biblia, también tendría que hacerlo con quienes
decían que haber escrito mis libros era un crimen. Ahora le presto poca
atención a la posible ubicación de mi estándar literario. Sí espero que la
64
gente disfrute mi trabajo, y eso incluye tanto a los críticos como a los
lectores del subte.
65
Margo Glantz
A los 82 años, Margo Glantz tiene más para escribir, decir y observar que
muchos de los autores con la mitad de su edad. Académica, crítica, escritora,
traductora, periodista y "twitt—star" en permanente ascenso, Margo Glantz
llegó desde su México natal a la ciudad de Buenos Aires durante el último
Festival Internacional de Literatura (Filba). "Empecé a escribir ficción
tarde, así que soy jovencísima. Los años pasan pero soy una persona muy
vital. No siento los 82 años que tengo aunque de repente me caigo y los
recuerdo", cuenta Glantz, con una sonrisa alegre al referirse a su
recuperación de una reciente caída accidental que le dejó los ojos un poco
amoratados. "Tengo una gran relación con gente joven, tengo amigos
íntimos que podrían ser mis hijos y el hecho de haber sido profesora
durante tantos años revivifica. Eso ha sido muy importante. Pero también la
curiosidad que tengo por las cosas y la intensidad con la que las vivo.
Parezco un personaje de novela, ¿verdad?".
Destacada en 2010 con la Medalla de Oro de Bellas Artes en México y
galardonada, entre varias distinciones, con el Premio Xavier Villaurrutia, el
Premio Universidad Nacional (UNAM), el Premio Sor Juana Inés de la Cruz
y múltiples doctorado honoris causa, recorrer la carrera multifacética de
Margo Glantz significa también transitar una constelación de tareas que van
desde la docencia en universidades como Princeton hasta el trabajo como
ministro de asuntos culturales para la embajada de México en Inglaterra.
"No creo que vaya a tener más reconocimientos porque ya no estoy
enseñando, pero me gustaría quizás tener más reconocimiento en mi país. A
veces siento que soy una figura no muy canónica y que no saben dónde
colocarme. Para conseguir mi último libro publicado allá, alguien me dijo
que finalmente logró encontrarlo en una librería donde estaba clasificado
como Literatura Latinoamericana... En México los libreros son pésimos.
Vieron mi nombre y me pusieron ahí. Mi obra reunida por el Fondo de
Cultura Económica es muy impresionante pero casi nadie la compra porque
son como ladrillos", dice Glantz con un tono bien estudiado entre el
reproche y la boutade.
66
Saña (Eterna Cadencia, 2010) su último libro publicado en nuestro país,
reúne varios textos bajo la forma de fragmentos que responden a diversos
géneros. De esa manera, historia, periodismo, literatura, arte, moda y viajes,
entre otros asuntos, se combinan con registros donde lo académico, lo
humorístico, lo banal y lo siniestro se entrecruzan hasta producir un efecto
colectivo propio. Uno de los fragmentos se llama Elipsis: "Cuando oigo
hablar de cultura, dijo Goering, según Robert Brasillach —citado por
Quignard—, saco mi revólver de su funda".
"Es difícil organizar un libro así. Escribir los fragmentos es fácil porque cada
uno tiene una identidad singular, pero al unirlos se complica", explica la
autora. "Ubicarlos uno junto a otro implica un trabajo muy serio de
organización y selección para que vayan adquiriendo una totalidad diferente
y se armonicen. En última instancia, a mí me gustan todo tipo de discursos y
bajo la forma del libro llegan a desarrollar vasos comunicantes. Ese trabajo,
por un lado, es muy consciente, y por otro no lo es. Voy escribiendo cada
texto una y otra vez, lo imprimo y lo corrijo, lo vuelvo a escribir. Todos mis
textos tienen hasta 200 versiones en la computadora y luego otras 20
versiones impresas. Luego se digieren y en un momento sé su orden.
Cuando va a la imprenta, el libro ha adquirido su propia identidad y ya no
me interesa".
La destreza de Glantz para ese trabajo sobre los géneros narrativos y la
lógica gramatical de sus propios soportes tal vez pueda encontrarse en su
percepción del entrecruzamiento cotidiano. "Ayer comía en un restaurante y
vi dos noticias que me impresionaron: una pelea de obreros luchando
porque van a cambiar el estatuto del servicio médico y luego otra,
completamente diferente, sobre una chica a la que habían servido soda
cáustica en un restaurante y le habían quemado el esófago", cuenta la autora
de Las mil y una calorías. "Y estaban las dos noticias juntas. Eso me parece
maravilloso porque responde a dos órdenes completamente distintos: una
noticia política ligada a la salud y una noticia en la que a otra persona le
arruinan la salud. Esas dos cosas se pueden usar en un texto".
Otro de los espacios donde Margo Glantz ha encontrado nuevas
experiencias literarias y estéticas es la web. "He descubierto el Twitter y es
67
divertidísimo. Algo instantáneo y en 140 caracteres: la obligación de ser
sintético y escoger las palabras para que funcionen bien. Evidentemente en
Twitter se van también un montón de cosas estúpidas; hay una banalidad y
un narcisismo masturbatorio impresionante. La banalidad es fundamental
en la vida diaria, pero hay que organizarla en un contexto", se entusiasma la
autora de El rastro, que tampoco dejó de utilizar su cuenta de Twitter
durante su estadía en Buenos Aires. "A veces me pongo a reflexionar sobre
cuestiones como el fragmento durante días enteros, o hablo de unos
pajaritos que vienen todos los días a verme a mi jardín y de repente ya no
vienen. Eso también me define una relación con el espacio, el tiempo, la
realidad, la naturaleza", explica.
La relación de Margo Glantz con Argentina está atravesada por la literatura
y también por la vida privada. Alrededor de esas coordenadas, su
experiencia con el país ha conservado en el transcurso de los años un
elemento de fascinación y extrañamiento constantes. "En los años cincuenta
estaba en París estudiando. Vecina a la casa de México, en la ciudad
universitaria, donde me albergaba, estaba la casa de Argentina. En un
restaurante para chicas donde solíamos comer iban muchas argentinas, así
que me hice muy amiga de los argentinos. Era la época del peronismo y allí
la gente era antiperonista. Yo ayudé a descolgar un cuadro de Juan Perón de
la residencia argentina cuando cayó su gobierno. Y esas mismas personas
después se hicieron peronistas... Me fascinan los vaivenes de la vida
argentina y en algún sentido me siento más argentina que mexicana.
Cuando era chica leía las revistas Billiken, Para Tí y mi padre tenía la
colección de la revista Sur. Para mí es importantísima la cultura argentina".
Entre los escritores argentinos que más interesan a Glantz hay nombres
como César Aira, Juan José Saer y Héctor Libertella. "Los argentinos
escriben mejor que los mexicanos. Tienen una relación con el lenguaje y la
lectura mucho más intensa, con una forma de razonar muy argentina que a
veces puede resultar relativa porque piensan demasiado y se los lleva la
trampa, ¿no?", sonríe. "Me interesa mucho cómo se piensa en Argentina, me
gusta mucho la crítica de Josefina Ludmer o los ensayos de Tamara
Kamenszain. También Ricardo Piglia y un largo etcétera. No dejo de estar al
68
tanto de lo que se publica en editoriales como Mansalva o Beatriz Viterbo.
Estoy bastante conectada con las novedades", aclara.
Como académica, Margo Glantz ha dedicado buena parte de sus ideas al
análisis de figuras femeninas clave en la construcción de la cultura
americana, como la poetisa y religiosa Sor Juana Inés de la Cruz o Malinche,
la intérprete a la que recurrió Hernán Cortés durante su campaña de
conquista sobre los primitivos pueblos mexicanos. "He trabajado también
con mucha teoría feminista y no adhiero a ninguna. Mi escritura no es
feminista pero sí es una escritura desde lo femenino. Eso para mí es
fundamental", dice la autora de Historia de una mujer que caminó por la
vida con zapatos de diseñador.
"A las escritoras no les falta espacio. Creo que hay muchas a las que incluso
les sobra. Por eso aprovechan clichés sentimentaloides para escribir. Eso me
choca, me parece espantoso. Explotan el erotismo de una manera
convencional y con pretensiones siniestras", afirma Glantz con otra sonrisa.
En ese contexto, ¿podría imaginarse a una mujer presidenta de México?
"Pues ojalá, sería buenísimo, pero son bastante estúpidas y más estúpidos
son ellos. México es un país siniestro. Maravilloso pero siniestro. La
corrupción...", comienza a pensar. Hace una breve pausa y sigue: "Todo se
denuncia y nada pasa. En lo narrativo, ese material a veces se convierte en
algo con un nivel muy coyuntural. Todo lo que tenga que ver con
narcotráfico se vuelve material vendible. Entonces abunda ese tipo de
material y mucho suele ser basura: algo que se lee y se tira como basura.
Hay muchas corrientes literarias que creen que porque organizan el
material alrededor de mucha sexualidad y muchas groserías y
narcotraficantes, ya se hicieron novelistas. Eso se vende, pero luego no
sedimenta en nada".
"Tengo cada día más seguidores en Twitter y estoy fascinada. La recepción
de lo que se escribe a veces es muy estúpida, no debería decirlo. Yo tengo un
sentido del humor bastante negro y los lectores me toman al pie de la letra y
me dicen: "No, Margo...". Pero hay gente con la que funciona muy bien",
explica Glantz su reciente entusiasmo por la red social Twitter, en la que
tuitea de manera diaria bajo el nombre @Margo_Glantz.
69
"La cursilería es impresionante. Algunos amigos en Twitter se vuelven muy
sentimentaloides. Yo me paso la vida burlándome de todo eso y me
divierten. Se me hizo una adicción el Twitter. Aunque también de ahí creo
va a salir algún libro. Tengo todo lo que publico en un archivo que se llama
Moscas43", cuenta.
¿Puede ese posible pasaje entre la escritura digital en Twitter y la escritura
en un libro tradicional modificar el sentido y la resonancia de las palabras?
A los 82 años, esa inquietud está dando vueltas por la mente de Margo
Glantz. "Habrá que trabajar eso muchísimo a ver si de veras sirve. Me gusta
como ejercicio. Pero puede no servir para más que para la vida diaria: en
Twitter uno se entera de noticias, piensas cosas, etcétera. Hay un narcicismo
en Twitter que me divierta cultivar y si algún día no tengo nuevos
seguidores me siento muy frustrada. Entonces me pongo a ver quiénes
tienen más seguidores y entro en competencias ridículas. Es muy vital, muy
efímero pero a la vez muy vital, con una consistencia diaria que me obliga a
trabajar aunque esté viajando. Eso estimula también el pensamiento. El
hecho de utilizar un número específico de caracteres funciona como con un
artículo periodístico: si tengo que escribir 4000 caracteres con espacios, mi
cabeza adquiere una destreza casi inconsciente. Es un espacio mental
interesante".
70
Kjell Askildsen
Kjell Askildsen (Noruega, 1929) ha hecho de los silencios una marca de
expresión y suspenso que en sus cuentos parecen cifrar ese abismo de
angustia capaz de devorar situaciones cotidianas hasta convertirlas en
experiencias desoladoras. "No busco una meta con mi escritura. Mi
escritura es un arte distinto al periodismo. Aun así, aunque no haya una
meta específica, sí busco lograr un efecto en el lector. Esos silencios logran
el efecto de decirlo todo", dice Askildsen en su lengua natal, la única que
elige utilizar en las escasas entrevistas que otorga.
Prologado y editado por Rodolfo Fogwill, Cuentos reunidos (Lengua de
Trapo, 2010) es entre los lectores locales el único volumen que congrega los
relatos de un escritor en actividad desde hace más de seis décadas y
traducido a más de 18 idiomas. "Puede narrarlo todo y de la mejor manera
con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable,
con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz", lo describe en
su prólogo Fogwill, que no era dado a los halagos gratuitos.
Admirador de Ernest Hemingway y emparentado por la crítica con Samuel
Beckett, los cuentos de Askildsen conjugan lo sombrío, lo sexual y lo
humorístico en lo que parece un cuadro infinito sobre lo más íntimo de la
vida corriente: un cuadro elaborado hasta lograr un efecto ligado a lo
irreconocible.
"Es muy positivo lo que me han dicho hasta ahora los lectores argentinos;
sin embargo, disfruto también que no hayan podido explicar con precisión
qué es lo que les gusta de mis libros", dice en una pausa durante su visita al
Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, con unos pocos gestos
que agitan su cuerpo como un terremoto.
—¿La imposibilidad de ser libre incluso en la vida privada es un tema
importante en su obra?
—No hay algo específico que busque discutir en mis libros, pero siempre
está presente la cuestión de la dependencia e independencia entre los
personajes. El problema de la libertad individual existe en cualquier
literatura.
71
—¿Cómo construye los dramas de esos personajes?
—Comienzo con una imagen y escribo oración por oración, pasando de una
acción a la otra y avanzando en la historia sin nunca conocer adónde va a
llegar. En mis historias siempre hay algún drama, pero es algo que surge
necesariamente en toda historia, más allá de un posible motivo. Mi manera
de escribir es lenta. Escribo una oración que sea tan buena que lleve a una
oración siguiente.
—¿Qué efectos cree que provoca ese desasosiego en sus lectores?
—Nunca busco moralizar, no hay buenos y malos en mi escritura. Pienso
que es bueno que el lector reconozca algo vinculado a sus propias
experiencias y aprecie la lectura en ese sentido. Cuando escribo, uso
recursos como el humor y la ironía para lograrlo, pero sobre todo para llevar
adelante historias.
—¿Por qué cree que cuesta definir ese placer que producen sus cuentos?
—Quizás no exista la posibilidad de una explicación tan definida y ese es
uno de los efectos ligados a lo indefinido que disfruto crear en el lector. Es
algo que también hace funcionar a los cuentos como unidad y que les da
sentido como parte de una colección mayor.
—¿Considera que la imagen de prosperidad asociada a Noruega da a sus
historias un eco particular?
—En Noruega las relaciones humanas son iguales que en cualquier otro
país. La felicidad no tiene que ver con el dinero. En todo caso, tampoco soy
economista sino autor. Escribo sobre las relaciones humanas, la
comunicación. Son cuestiones que no tienen que ver con lo económico. En
todos los países existen condiciones humanas de todo tipo: la envidia, los
celos y las relaciones son iguales. No se trata de la riqueza o la pobreza sino
de los intereses de las personas y cómo se manifiestan entre ellos.
—Si hoy continuara escribiendo, ¿volvería a los mismos temas?
—Sí, siempre escribí sobre lo mismo. El suspenso, la tensión, la ansiedad,
las contradicciones en las que se pueda reconocer el lector. Más allá de la
edad, las relaciones humanas siempre me han ocupado y tengo interés en
que el lector se sienta como coautor de mis cuentos.
72
João Gilberto Noll
Nacido en Porto Alegre en 1946, voz casi secreta hasta hace muy poco en
castellano, la traducción de las obras claves del brasileño João Gilberto Noll
—Lord (2006), Bandoleros (2008), Harmada (2008) y A cielo abierto
(2009), editadas por Adriana Hidalgo— revelan a un escritor fascinante no
sólo por su estilo, sino también por sus temas. "He caminado mucho por las
calles de Buenos Aires. Para mí, caminar es la felicidad. Sin saber lo que
puedo encontrar, abierto y dispuesto al azar. Lo previsible es un aspecto
funcional de la vida, está bien; pero yo quiero una garantía de que lo
imprevisible pueda sorprenderme", asegura Gilberto Noll durante el 3°
Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires. Y lo dice con la
cadencia de quien parece arrastrar sus palabras desde el fondo de un pozo
profundo como esa desolación casi "beckettiana" que asola a sus personajes.
Aproximarse a la literatura de Noll implica asomarse a una construcción
cuidadosamente musical, aunque sin renegar de un origen "pulsional", que
a su vez interroga cuestiones tan contemporáneas como la soledad, el
desvanecimiento de las subjetividades y el tenue equilibrio de toda memoria
en los grandes centros urbanos. Cuestiones que, para Gilberto Noll, revisten
una categoría, ante todo, política.
"La política intenta ir al encuentro de las precariedades humanas para
intentar resolverlas. El sufrimiento humano puede ser el hambre y también
la soledad, por qué no. Yo también pienso que la soledad es uno de los
problemas fundamentales de las grandes ciudades del mundo. Porque están
todos metidos en Internet con la ilusión de que están comunicados con el
mundo entero, pero no es así. Es una falsa comunicación", dice. Y aclara, de
inmediato: "No soy un catastrofista ni un apocalíptico. Considero a la
informática algo muy importante para la evolución social, pero hay
exageraciones."
—¿Por qué lo considera un problema político y no cultural o tecnológico?
—Porque es algo que los hombres pueden modificar y que no está resuelto.
Es necesario hablar de la cuestión de la soledad en conjunto. En mi ficción,
en cambio, yo hablo apenas de un protagonista. En todos mis libros hay un
73
solo protagonista en estado de soledad, que puede lograr un acceso a la
comunidad a veces a través del sexo. Pero incluso ese es un acceso muy
efímero.
—Esa soledad parece contrastar mucho con la "festividad" que por lo
general se asocia a la cultura brasileña.
—No veo a la cultura brasileña como festiva, no tengo esa visión folklórica.
Es preciso experimentar la cuestión humana en la ciudad para verificar que
esa festividad no se da en la urbanidad brasileña. Por otro lado, hay una
cuestión personal. Soy un hombre con muchos problemas de inadecuación
con lo social. Tuve una adolescencia muy dura, entonces mi biografía no es
una biografía dulce y festiva. Lucho para hacer que las personas vean mi
dolor... Pero también mi alegría, claro.
—Cuestiones como la pérdida de la individualidad parecen acercarlo a
escritores europeos como Enrique Vila-Matas.
—Vila-Matas es muy cerebral, yo soy pulsional. No quiero hablar de
paradigmas y movimientos literarios. No me gusta la metaliteratura. Las
semejanzas se dan porque la pérdida y el despojo de las cuestiones
personales son motivos recurrentes en sociedades masivas como las
nuestras. Ese vacío existencial es una cuestión básica de la
contemporaneidad.
—¿Cree que su propia formación musical lo aleja de una literatura que habla
de sí misma?
—Me gusta escribir en estado de convulsión: no sé demasiado qué es lo que
escribo hasta que me distancio y lo analizo, pero creo que esa es una
formulación exacta: la distancia con esa metaliteratura tan cerebral
proviene de mi formación musical. Mi literatura viene del inconsciente. Soy
un escritor del lenguaje, es lo que me guía. En mi caso, me permite una
preocupación poética por la materialidad de la lengua y el sonido.
—¿Ese vínculo con lo musical lo reconcilia con lo "folklórico" brasileño?
—Tal vez. La música es un lenguaje vital para el pueblo brasileño, pero yo
tengo una historia personal muy ligada a la música. Estudié música para ser
cantor lírico.
—¿Y qué lo hizo abandonar esa carrera?
74
—Una crisis muy grande en la adolescencia. Viví un tiempo de mucho
aislamiento y abandoné los estudios. Entonces, para mí, cantar delante de
un público se tornó muy difícil. Quedó como único camino la soledad de la
literatura.
—Su literatura lo ha convertido en una referencia casi canónica de las letras
brasileñas.
—No lo percibo como una tensión. Me gusta que haya tesis universitarias y
académicas sobre mis libros. Me gusta mucho ser estudiado. Si no, sería
muy triste... Creo que no soy un escritor edificante, pero mis personajes
deambulan por un mundo mejor que este en el que estamos. Me gusta que
mis personajes sean dominados por una impaciencia y una inadecuación.
Me gustan mucho los hombres disconformes porque la realidad, así como
está organizada, es muy desoladora. Y yo apunto a una literatura de la
impaciencia. Una literatura que desea un mundo que podría ser más
humano
75
Julia Kristeva
Búlgara por origen y francesa por decisión. Escritora, ensayista y feminista.
Psicoanalista, filósofa, lingüista y, en la actualidad, casi una diva canónica
del pensamiento occidental, Julia Kristeva pasó por Buenos Aires por
primera vez, dejando la estela de quien compartió aulas con eminencias
como Jacques Lacan o Emile Benveniste, y participó de grupos intelectuales
junto a Roland Barthes, Maurice Blanchot, Jacques Derrida o Tzvetan
Todorov.
Distinguida con un doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad
de Buenos Aires, e invitada a la Argentina como parte del Programa Lectura
Mundi entre la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y la
Universidad Paris Diderot—Paris 7, Kristeva abordó algunas de las
cuestiones que su propio trabajo han convertido en un faro para la tradición
humanística contemporánea. "El hilo de la tradición religiosa se ha cortado
en el siglo XVIII y ese fue el corte que emancipó dimensiones y cuerpos,
permitiendo la liberación del pensamiento y de la sexualidad femenina",
dijo la autora de Lo femenino y lo sagrado frente a una nutrida tribuna de
oyentes el último viernes en la UNSAM.
Allí ofreció una charla junto al director de la Biblioteca Nacional, Horacio
González, y el rector de la UNSAM, Carlos Ruta, donde exploró sus trabajos
con el lenguaje —los vínculos más precoces de la infancia con lo simbólico,
tal como aparece en su obra La revolución del lenguaje poético—, y también
sus recientes experiencias a favor de los derechos de la mujer, cuyo fruto es
la creación del premio Simone de Beauvoir para la Libertad de las Mujeres.
"Liberar a la mujer de la esclavitud de la maternidad significa un combate a
favor de los derechos de la mujer sobre su vientre, es decir, hablar del
aborto", profundiza Kristeva durante una breve entrevista. "Sin esta
libertad, adquisiciones como la paridad económica o jurídica no son
posibles; esto no quiere decir que se deba luchar por el aborto, sino que,
lograda la libertad de abortar, las mujeres adquieren el derecho a elegir o no
tener hijos", dice la intelectual.
76
Por otro lado, se mostró sorprendida por la intensiva difusión de la práctica
psicoanalítica en Buenos Aires: "Hay diez psicoanalistas por metro
cuadrado", bromea Kristeva.
—¿Por qué eso ocurre en la Argentina antes que en Chile o Brasil?
—Tal vez se deba a que Buenos Aires es una de las ciudades más europeas y
con más contactos con ese continente, y también a que hay un estado de
interrogación permanente por esa curiosidad psíquica que puede tomar
formas políticas y de protesta a las que tampoco las mujeres son ajenas,
como puede verse con las Madres de Plaza de Mayo. El psicoanálisis es casi
natural en ese movimiento de interrogación y protesta continua.
Aunque no mantiene ningún contacto con los variados movimientos
psicoanalíticos locales, Kristeva está al tanto de la fuerte influencia
lacaniana en los divanes porteños. "Que el psicoanálisis tome en este país la
forma lacaniana, antes que freudiana, tal vez se deba a que los discípulos de
Lacan lograron una mayor presencia pedagógica. Es un problema
complicado y finalmente no tiene ninguna importancia", dice.
La pensadora opinó también sobre el rol que cumple China, en el marco de
la crisis económica mundial, que visitó en 1968, en plena revolución cultural
maoísta, junto a diversos integrantes de la mítica revista Tel Quel. "China
provoca miedo, un miedo a que sea más fuerte que nosotros y a que nos
compre, y eso es también una expresión de racismo. Al mismo tiempo, hay
señales de que el capitalismo que se desarrolla en China no es como nuestro
capitalismo occidental. Hay una vitalidad que se resiste a la uniformidad y
al dinero. Las mujeres, por su lado, son ahora en China un factor de
resistencia y cambio, al que el gobierno prefiere no castigar con la cárcel,
por eso han establecido un equilibrio interesante entre lo masculino y
femenino. Es por eso también que hace dos años dimos el premio Simone de
Beauvoir a dos mujeres de ese país", concluyó la psicoanalista más famosa
del mundo en su paso por Buenos Aires.
77
Beatriz de Moura
Es el cumpleaños número 72 de Beatriz de Moura, pero ella se sorprende
cuando le acercan regalos. Tal vez porque la visita desde Barcelona de una
de las editoras europeas más importantes en lengua hispanoamericana ha
sido un poco más agitada que de costumbre. Este año, a la mujer por cuyas
manos han pasado varias de las obras literarias más importantes del siglo
XX, y cuyo trabajo insignia es haber fundado la Editorial Tusquets en 1969,
la han nombrado Huésped de Honor de la Ciudad de Buenos Aires. Una
iniciativa del Ministerio de Cultura porteño "como reconocimiento para esta
ciudad por su labor por el libro y la cultura".
Simpática, De Moura entiende que cuatro décadas en la industria del libro
no sólo acarrean amistades y anécdotas con escritores famosos, un alto
prestigio simbólico y un conocimiento profundo de una industria cada vez
más voraz, sino también reconocimientos y menciones. Premio a la Mejor
Labor Editorial Cultural (España, 1994), Condecoración de la Orden de las
Artes y las Letras (Francia, 1998), Medalla al Mérito Editorial (México,
1999), De Moura, sin embargo, asegura que, a diferencia de otros
reconocidos colegas, no da consejos porque no sirven para nada.
"Nunca pensé dedicarme a la edición, pero sabía desde muy pequeña que
viviría rodeada de libros. No sabía qué era una editorial ni un editor, pero en
un momento determinado tuve que defenderme en la vida y pensar en algo
práctico para vivir", recuerda los inicios de Tusquets, una editorial española
con sede en México y la Argentina que, aun habiendo trabajado con varios
de los nombres más grandes de las letras universales —Ian McEwan,
Thomas Pynchon, Mario Vargas Llosa, Milan Kundera, John Irving y Woody
Allen, entre otros— mantiene todavía su esencia artesanal. "Yo me formé
para ser traductora simultánea en instituciones internacionales. Pero los
caminos nunca son rectos. Me detenía a pensar lo que decía la gente
mientras la traducía y eso estaba mal. Mis profesores en Ginebra me
sugirieron que dejara aquello casi desde la segunda vez que estuve en una
cabina. Y tenían razón. Entonces volví a Barcelona y empecé a trabajar en
editoriales", cuenta.
78
—¿Cuál es, según su visión, el panorama actual del mundo editorial?
—El mundo editorial es definitivamente global, en el sentido que ataca más
directamente al libro en sí. Por ejemplo, en el hecho de las grandes
concentraciones: primero editoriales, después libreras y ahora de
distribuidoras. Entonces las editoriales medianas y pequeñas se encuentran
en cierto modo obligadas a entrar a esa dinámica o quedar afuera. Ese es el
problema: inventar algún sistema de supervivencia distinto, cosa que de
momento no veo por ningún lado.
—¿Por qué los grandes grupos editoriales prescinden cada vez más de los
editores?
—Hacerlo es un error. Lo que se pierde al quitarlos es una elección previa
para ir al encuentro con los gustos del público. Por un lado, está el gusto
más exigente, que no sólo busca entretenimiento sino también
conocimiento. Y, por otro, el lector que busca entretenimiento en lo que
hemos conocido como los best sellers. La elección que se ofrece es igual,
porque la oferta surge de un editor. Si no, todo es lo mismo, y el lector ya
está suficientemente perdido en las librerías...
—A veces pareciera que ese lector más "sofisticado" no es demasiado tenido
en cuenta por las editoriales concentradas.
—Depende, hay grupos que tienen en claro que necesitan sellos que se
destaquen para determinados grupos de lectores más cultos. Y estos suelen
tener editores para esto. Ahora, cuando en esa inmensidad también tienen
sellos de libros para cualquiera, a lo mejor se cree que ahí no hace falta
editor. Yo sigo pensando que sí. Hay muy buenos editores de best sellers,
que conocen su materia y están informados de manera global y en tiempo
real dónde buscarlos, cómo encontrarlos y para quiénes hacerlos.
—¿Hubo una evolución del rol de la mujer en la industria a lo largo de estos
años?
—Hay cada vez más mujeres en la edición, pero pocas en lugares de decisión
empresarial. Este crecimiento se ha dado en parte porque se ha ido
confirmando que el público lector es mayoritariamente de mujeres. Sin
embargo, nunca me he fijado en el género de un autor a la hora de leer y
editar su libro. Que sea masculino o femenino me da completamente igual, a
79
tal punto que una vez programé la salida de tres novelas de mujeres el
mismo mes y las feministas me dijeron "¡Por fin, tres mujeres juntas!" Pero
yo ni había caído en la cuenta de que había tres autoras mujeres de
diferentes nacionalidades. Las había elegido sólo porque me parecían
buenos libros. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
A pesar de ser una de las referentes femeninas más importantes en su
campo, a Beatriz de Moura no le resulta demasiado llamativa la defensa de
una perspectiva de género en la industria editorial. "Claro que respeto la
militancia feminista. Pero al machismo lo frecuentamos diariamente en
otras actividades y estamos tan acostumbradas a eso que ni hacemos caso.
¿Para qué? No vamos a entrar en esos debates entre machismo y feminismo.
Pues sí: hay machistas, y cada cual es lo que es", afirma, con más énfasis en
su experiencia concreta de trabajo antes que con un discurso reivindicador.
"Los adelantos que hemos conseguido las mujeres a través del duro siglo XX
están a la vista", dice para terminar la cuestión.
Fogueada bajo la experiencia política del franquismo, a partir de la cual ha
ido divisando el efecto de los distintos momentos políticos mundiales, algo
que sí le preocupa mucho más, en cambio, es la política, incluso en forma de
libro. "A lo largo de estos años eso se ha empobrecido, considerando los
muchos libros que se ofrecen en el mercado y la poca respuesta que
obtienen por parte del público. Esto sólo me demuestra que
desgraciadamente la política interesa poco. Toda la historia del siglo XX,
que ha sido una historia de emancipaciones a costa de dos guerras
mundiales, muertes e injusticias, tendría que haber ido enseñando que la
democracia y el ejercicio de la política, de todas las propuestas ofrecidas
hasta hoy, es la menos mala", dice.
—¿Qué opina sobre las editoriales independientes?
—El editor independiente es aquel cuyo dinero es exclusivamente suyo y con
él puede construir una editorial que funcione. Y teniendo en cuenta eso, los
editores más independientes que existen son los dueños de los inmensos
grupos editoriales, que compran los sellos que les da la gana o no, terminan
con ellos o los fomentan: son libres, son los auténticos libérrimos que hacen
lo que les da la gana (ríe). Yo nunca he sido dueña de Tusquets, ni nadie.
80
Algunos socios se han ido, otros han venido, pero todos me han respetado
mi criterio editorial desde hace 42 años, sin que yo haya puesto nunca una
moneda en la editorial.
—¿Las editoriales independientes ofrecen espacios que las grandes no?
—Creo que la independencia está en poder desarrollar un criterio editorial
que evolucione a través del tiempo y que sea coherente. Construir ese
catálogo, como en mi caso, desde 1969, implica que uno cambie mucho.
Sería estúpido pensar que mis gustos no han evolucionado, y esa es la
diferencia. El problema en los grandes grupos editoriales no es que se quite
a los editores, sino que los quiten porque sus sugerencias no son rentables.
Eso interrumpe una evolución coherente de un gusto a través de los años, y
es ahí donde se debería incidir cuando uno se queja del mundo editorial de
hoy.
—¿Y quiénes han logrado desarrollar entonces verdaderas editoriales
independientes?
—En España, que es donde conozco bien, nosotros con Tusquets, por
ejemplo. Pero también Anagrama. Somos las dos editoriales medianas que
mejor hemos sobrevivido al desorden generalizado en el gran ruedo global.
Claro que ahora Anagrama ha vendido parte de su empresa en Italia,
mientras que, en nuestro caso, estamos entrando al problema de la
distribución, algo que podría cambiarnos el panorama.
—¿Imagina a Tusquets teniendo que ser vendida?
—Las editoriales grandes están acostumbradas a comprar, sobre todo
editoriales que han quebrado (ríe). Otra cosa es poder negociar en
condiciones más o menos equitativas. Nuestra editorial viene bien, no sólo
en España, sino también aquí, por lo tanto hay elementos suficientes como
para no ir de pedigüeños, demostrando que uno está regalado.
A lo largo de estos años, Beatriz de Moura ha tratado con distintos autores y
varias de sus anécdotas son conocidas. Un joven Vargas Llosa recién llegado
a España, pobre y preocupado por la raya de sus pantalones. La
sorprendente fealdad de Marguerite Duras. El machismo indómito de Bioy
Casares. Muchos escritores comenzaron su vida literaria bajo su ala —como
Enrique Vila-Matas, que publicó sus dos primeros libros en Tusquets— y
81
luego volaron hacia otros destinos. "Tengo que decir que el tercer libro de
Enrique no lo publiqué porque no me gustaba. Se lo dije y él se fue a otro
lado. Me parece perfectamente lógico, sobre todo si el escritor cree que
realmente vale la pena publicar su libro".
—¿Para los debutantes es más fácil publicar ahora que antes?
—Surgen y desaparecen muchos a la misma velocidad, esto es así. La
cuestión de la calidad y la suerte sigue estando vigente, hay que perseverar.
Hay autores que en el mundo entero eran conocidos y se vendían bien, como
John Irving. Pero nosotros publicamos El mundo según Garp, que había
sido su gran explosión mundial y en España no vendió. Entonces
publicamos Una mujer difícil, que era un libro más de él, y sin saber por
qué, se convirtió en best seller.
—¿Sigue leyendo originales?
—Claro, pero para la lengua castellana me he dividido la tarea con otro
editor porque la edad tiene un inconveniente grave: produce cada vez menos
ganas de leer, sobre todo manuscritos. Yo me ocupo de la literatura
extranjera, que me cuesta menos.
—¿Escribiría su experiencia como editora, como han hecho otros?
—No lo hice ni lo haría. Yo no soy quién para darle lecciones a nadie. Los
editores que conozco que han escrito libros te dan lecciones sobre cómo
creen que debes conducirte. ¡Que se vayan a freír espárragos, yo hago lo que
me da la gana! Me parece ridículo que haya editores que se exhiban como
grandes maestros, cuando en definitiva sólo se dedican a vender libros.
—O sea que el libro del editor Jorge Herralde, de Anagrama, no está en su
mesa de luz.
—Con Herralde hemos empezado en el mismo año con nuestras editoriales y
éramos amigos de verdad. Nos hemos seguido la trayectoria editorial
inevitablemente juntos, seguimos 42 años a la par. Pero a mí no me tiene
que enseñar nada. Lo que dice él, lo dice él. Y le ha ido muy bien.
—¿Qué autores considera que están donde están gracias a Tusquets?
—Vila-Matas, Almudena Grandes o Luis Landero, que son grandes autores
al menos en España, muy leídos y conocidos.
—¿Y a cuáles todavía le gustaría poder editar?
82
—A Enrique Vila-Matas, a Javier Cercas, que había estado con nosotros y se
fue por razones exclusivamente económicas. De los latinoamericanos,
cuando Vargas Llosa llegó a Barcelona, yo todavía no tenía la editorial, pero
tampoco habríamos podido pagarle lo que cobraba. Después llegó García
Márquez con Cien años de soledad y no hubo entre las editoriales pequeñas
quien pudiera publicarlo. Empezamos a publicar a los escritores que
queríamos recién en los años 80. Cuando supe que Milan Kundera quería
cambiar de editorial, por ejemplo, no perdí un segundo y viajé a París. Nos
encontramos, le mostré nuestro catálogo y le gustó mucho. Por eso nos
eligió desde entonces.
—¿Qué opina sobre el libro digital?
—Estamos a años luz en España de la tecnología que ya funciona en los
Estados Unidos, aunque lo que ni allí ni en lugar alguno funciona es el
control para la piratería. ¿Qué hacemos en una editorial como la nuestra,
mientras tanto? Tenemos todo preparado para que los autores puedan
cobrar la cesión de sus derechos para sus futuros editores digitales,
mientras esperamos que se conforme una estructura más confiable.
—Ya que es amiga de Vargas Llosa, ¿qué le sugiere la enorme expectativa
que provocó su llegada a la Feria del Libro en Buenos Aires?
—En este momento mundial, donde hay un descrédito fuertísimo con
respecto a la práctica de la política en democracia, los escritores que
siempre han opinado y sido muy coherentes consigo mismos y con el
público son un punto de referencia. La gente quiere comunicarse con esta
persona: verlo, tocarlo; se convierten en un punto de referencia palpable y
no fugaz, como en una pantalla de televisión.
—¿Pero no cree que esa figura del intelectual cuyo discurso se propone
irrumpir en la esfera política resulte hoy casi anacrónica?
—Es cierto, pero él viene de otro mundo: él viene del siglo XX, donde el
intelectual tuvo un papel que él sí practicó. Se esté o no a favor de Vargas
Llosa, su honestidad ética, hoy en día, vale oro porque logra movilizar a las
personas. Yo he visto también cómo a Murakami había que salvarlo de la
multitud en Barcelona para que no le arrancaran la ropa, como si fuera un
rockero. Es alucinante. O salas inmensas llenas para escuchar a Almudena
83
Grandes hablando sobre la memoria histórica de España, con gente que
llora por asuntos de hace 50 años. Lo que pasa es que esto se da cada vez
menos porque los escritores jóvenes están viviendo una decepción extraña.
No hay ilusiones fuertes entre ellos. Al menos en España, los escritores
jóvenes que conozco están más pendientes del dinero que van a ganar en lo
más inmediato o de cómo van a formar sus familias. ¿Qué riesgos van a
correr? ¡Ninguno!
84
Martín Kohan
Ciencias morales (Anagrama, 2007) convirtió a Martín Kohan (43) en el
último argentino, después de Alan Pauls en 2003, en ganar el Premio
Herralde de novela en España. Dentro del mapa de los certámenes
literarios, el premio puede compararse con un carril preferencial hacia los
espacios de lectura y los mercados más prósperos para las letras
iberoamericanas. A esa altura de su carrera, sin embargo, Kohan llevaba
más de una decena de libros publicados —varios ya traducidos en Europa—,
por lo que aquel éxito reforzó los frutos de un largo trabajo como escritor.
No es una función menor para un hombre que se reconoce atravesado por
diversas manías y formas de la neurosis. "En cuanto a mi relación con la
escritura y la literatura, el premio no provocó ningún cambio", aclara.
El año pasado publicó la novela Cuentas pendientes (Anagrama), mientras
que Ciencias morales, la historia de una preceptora del Colegio Nacional
Buenos Aires atrapada por los oscuros mecanismos de disciplina y opresión
que ella misma ejecuta, se estrenó como película bajo el título más explícito
de La mirada invisible, dirigida por Diego Lerman. "No esperaba ninguna
fidelidad a mi novela porque era su película; nunca pensé que debiera haber
un mandato de fidelidad hacia mi texto", asegura Kohan sobre la
experiencia de ver por primera vez su trabajo readaptado y trasladado al
celuloide.
Escritor, ensayista, crítico y profesor universitario de Teoría Literaria, en
Kohan palabras como "lectura" y "sentido" cobran una espesura particular y
siempre aguda a la hora de hablar sobre su obra y los modos —que a veces
también le resultan incómodos— en que se inserta dentro del resto del
panorama narrativo nacional. "Mi novela más traducida es Segundos afuera
(Sudamericana, 2005). Transcurre en 1923 —a partir del relato de la famosa
pelea de boxeo entre Dempsey y Firpo— y se publicó en Italia, Francia,
Inglaterra, Alemania y España. Hay un reduccionismo un poco irritante
cuando se cree que lo único que se traduce es lo que trata sobre la dictadura,
porque los hechos objetivos, en mi caso, son otros", argumenta para
desmarcarse de aquellos escritores contemporáneos cuyo motor creativo
85
parece obligado a rondar únicamente historias ubicadas en los años setenta
y la dictadura militar.
"Nunca pensé Ciencias morales como una novela sobre la dictadura, pero al
momento de situarla históricamente me pareció evidente que el texto
ganaba capas de sentido si lo ubicaba en 1982, durante la Guerra de
Malvinas, de la cual nadie habla. Si eso supone escribir una novela de la
dictadura, en el sentido de la fórmula y el estereotipo, a mí me parece que
no", explica Kohan en la librería Eterna Cadencia, donde es habitual
encontrarlo escribiendo sus textos en cuadernos Rivadavia.
—Fogwill dijo una vez que el editor español Jorge Herralde "obliga a los
escritores argentinos a poner un desaparecido por novela".
—Con Fogwill nunca se sabía qué era o no un chiste. Pero Herralde es
mucho más inteligente de lo que esa frase supone. ¿Cuál es el desaparecido
en Ciencias morales? Si la cuestión es si existe en algunos casos un
reduccionismo respecto a la dictadura, yo mismo en una mesa en la última
Feria del Libro de Frankfurt dije que la dictadura no debía ser el nuevo
realismo mágico, y soy el primero en salirme de los estereotipos en ese
sentido.
—¿Pensás que el tema de la dictadura se impuso como "deber" para cierta
generación de escritores?
—Tiendo a pensar que muchos encontraron algo que les interesó más allá de
cualquier "sentido del deber". El problema es que hay una serie de
simplificaciones. ¿Algunos escritores más o menos de mi edad han
encontrado puntos de interés en esa época? Sí. ¿Hay un grupo de escritores
que creen que sólo hay que escribir sobre eso? No. Es la distinción que yo
hago entre algo que merece matices y un tipo de etiquetamiento a veces mal
intencionado.
—¿Imaginás un tipo de lector específico antes de escribir?
—Respecto a las lecturas tengo una posición de absoluta expectativa,
genuinamente abierta. No escribo para un tipo determinado de saber, ni
imagino lectores parecidos a mis compañeros de trabajo o a los estudiantes.
Puede pesar un prejuicio respecto a eso por mi trabajo en la universidad,
pero no es así en absoluto.
86
—¿Te pesa ese prejuicio?
—Lo percibo sin paranoia. Un prejuicio por momentos antiacadémico, por
momentos antiintelectual. Me parece empobrecedor para lo que entiendo
que es la literatura. Suponer que defiendo determinado sentido como si
fuese un tesoro encofrado en el texto, y que sólo algunos pueden dar con la
pista para encontrarlo... La literatura no es así y sería absurdo pretender
que funcionara así.
—¿Eso te ubica en algún lugar particular respecto a otros escritores?
—Me ubica en el lugar del error. La información de la que dispongo por mi
trabajo —y prefiero definirlo en esos términos, no en el sentido hueco de la
"identidad del académico"— sólo es parte de mi trabajo. Me he encontrado
con el prejuicio en Segundos afuera de que se suponga que quien maneja
cierta teoría sobre cultura de masas va a entender mejor el texto. ¿Por qué
no pensar que lo va a entender mejor el que sabe de boxeo? El que no sabe
de fútbol, por ejemplo, en Dos veces junio (De Bolsillo, 2005) se pierde
cosas.
—A cuatro años del premio Herralde, ¿sentís que condicionó de algún modo
el resto de tu escritura?
—La escritura en mi caso tiene que ver verdaderamente con el impulso del
deseo de escribir y también con las ideas que aparezcan. No se me ocurre
otra manera. Cualquier cálculo respecto a lo que es viable o inviable, para
mí no cuenta. Cuando el libro sale, tengo ganas de que suscite interés. No
estoy más allá de eso, pero no escribo persiguiendo esa finalidad.
—¿Qué experiencia te dejó la Feria del Libro en Frankfurt, dedicada a la
Argentina?
—Me encontré con una recepción bastante buena de Ciencias morales en
Alemania. Por otro lado, Frankfurt ayudó a la difusión de la literatura
nacional. La invitación de la Argentina a la feria supuso un convenio de
traducción para creo que más de 200 títulos. Eso supone financiar, interesar
editoriales y que haya más de 200 libros con más chances de encontrar
lectores. Esa perspectiva justifica todo.
—¿Qué elementos creés que le faltan al campo cultural?
87
—Me parece que hay un déficit en la crítica literaria, y lo digo siendo
también crítico literario. Me considero, antes que nada, profesor, pero al
hablar de crítica también hablo de mí mismo. Hay un papel que cumple la
crítica y que a veces se espera que cumplan los escritores: que se definan,
que se posicionen, y eso es más legítimo que lo haga la crítica.
—¿Qué escritores nuevos te interesan?
—Oliverio Coelho, Ramiro Quintana, Pola Oloixarac, Matías Capelli. Más
allá de cualquier apuesta política, no se saltean una capa de significación
literaria.
—¿Cómo definirías tu posición política?
—Mi definición es bastante estandarizada. Es eso que llamamos izquierda, y
dentro de la izquierda, aunque no sea un militante y esté apartado de sus
prácticas, las ideas del trotskismo son las que más me seducen. Al mismo
tiempo, en los últimos años el gobierno de Kirchner primero y el de Cristina
después, me atraen en un aspecto en el que el peronismo puede atraerme en
más de un caso: a partir de los enemigos que se procuran. La pelea contra el
campo para que hubiera retenciones razonables y contra la Iglesia a favor
del matrimonio igualitario, así como la reapertura de los juicios contra los
represores, me generaron una simpatía hacia el kirchnerismo. Me ha pasado
con el peronismo clásico también. Es más difícil adherir positivamente a los
enunciados de aquel peronismo, que verme seducido por las reacciones de
estupor que fue capaz de generar en lo que se llamaba "la oligarquía".
Para Kohan, sin embargo, la posibilidad de convertir en una práctica
orgánica su rol de intelectual parece enfrentarlo a ciertos fantasmas
privados. "Me cuesta pensarme en otros tipos de inserción más allá de lo
que escribo. Yo no tengo mucha relación con nadie", dice con cierto aire
risueño y algún eco de confesión y de culpa. "Puede sonar un poco estúpido,
pero es la verdad: soy tímido y no trabo muchas relaciones con la gente.
Tampoco cuando hacía periodismo deportivo o cuando trabajaba en
inmobiliarias", dice. "Tal vez es porque me acuesto temprano y la gente hace
esas cosas de noche tarde, no lo sé." La literatura, en todo caso, parece ser
para Kohan una red casi absoluta. "Mis intervenciones a partir de los textos
me interesan; distinto es el compromiso personal, me cuesta muchísimo
88
porque requiere algunas virtudes de las que carezco. Por ejemplo: la
capacidad de relacionarme personalmente."
—¿Utilizarías tu neurosis como tema, al estilo de Woody Allen?
—Me han mencionado esa asociación, probablemente tenga que ver con la
modalidad específicamente judía del neurótico. Puede haber algo en mis
novelas, pero de manera muy dispersa. Nunca me tentó ningún tipo de
expresión de lo personal en lo que escribo. Supongo que es porque, en
general, no me considero interesante. Es raro cuando en la mirada del otro
te perciben como un personaje. Desde afuera es una mirada muy legítima; si
me preguntás a mí, hago lo que puedo... Igual que con la escritura.
89
OTROS LIBROS DEL #CEC
COLECCIÓN RINO NUEVE
INSTRUCCIONES PARA DAR EL GRAN BATACAZO INTELECTUAL
ARGENTINO – relatos
Juan Terranova. Ediciones Reina Negra-CEC. Buenos Aires, 2012.
Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ]
Versión [ mobi ]
TRASHPUNK – novela
Ramiro Sanchiz. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2012. Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ]
Versión [ mobi ]
VIENEN BAJANDO – primera antología argentina del cuento zombie
AA.VV. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2011.
Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ]
Versión [ mobi ]
COLECCIÓN ENSAYO
OBRAS PUBLICAS
Luciano Chiconi. Ediciones CEC, Buenos Aires, 2012.
@mazorcablanca Prólogo de Mariano Canal.
90
Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ] Versión [ mobi ]
LA MASA Y LA LENGUA
Artículos sobre Internet, literatura y redes sociales
Juan Terranova. Ediciones CEC. Buenos Aires, 2011.
@juanterranova
Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ]
Versión [ mobi ]
#FINDELPERIODISMO y otras autopsias en la morgue digital Nicolás Mavrakis. Ediciones CEC. Buenos Aires, 2011.
@nmavrakis. Versión [ pdf para descargar ]
Versión [ pdf online ]
Versión [ epub ]
Versión [ mobi ]