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El Último Dragón

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Prólogo

Nana Ponjusto remoloneaba todavía en la cama cuando llamaron a la puerta. La muchacha dejó escapar un gemido de disgusto y se cobijó aún más entre los lienzos, suplicando porque aquel repiqueteo dejara de martillar en su cabeza. Pero muy al contrario de lo que hubiese deseado, la llamada se hizo más incisiva y la joven no pudo hacer otra cosa más que suspirar hastiada e incorporarse con torpes movimientos. Había pasado la mayor parte de la noche en la taberna de Nayîm, donde habitualmente solían celebrarse las mejores fiestas de la ciu-dad, y no había regresado al hogar hasta altas horas de la madrugada, cuando la cabeza comenzó a hervirle febrilmente a causa del licor de ambrosía y el néctar de jengibre. Aquella madrugada, mientras las brumas todavía envolvían los alrededores del caserío que ella y su gemelo compartían, el leve tamborileo en la puerta acabó convirtiéndose en un estruendoso clamor que sacudió su resacoso cerebro.

Caminó descalza hacia la salida del dormitorio, sintiendo en las plantas la frialdad de la piedra. Más que caminar arrastraba los pies, pero incluso aquella sencilla acción se convertía en una costosa tarea.

—¡Ya va! ¡Ya va! —exclamó con voz ronca y estirando de una túnica colgada de un perchero medio descolgado.

Mientras se ponía la prenda sobre los hombros, cubriendo su desnudez, buscó con la mirada la habitación de Gornigio. Aunque aún faltaban algunas horas para amanecer, su hermano ya no estaba en casa. Gornigio solía levantarse antes del alba para acudir a los oficios del Clan Arcano de Suthur, a pesar de que la mayoría de las veces regresaba con ella de jarana cuando los gallos se desperezaban en los

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corrales. Aquella mañana no era una excepción, el muchacho había abandonado sus aposentos, dejando tras de sí un silencio clamoroso.

Tiritando de frío, pues el invierno salpicaba sus vidas, se plantó ante la puerta y la abrió con un lento rechinar. Al otro lado se estremecía un individuo enjuto y de aspecto monacal. Portaba el mesal iniciático de los magos —semejante al de su gemelo—, y se retorcía las manos adheridas por el gélido ambiente que escarchaba la madrugada. El símbolo del Báculo de Isolder lo señalaba como uno de los novicios del Clan Arcano de Sathur.

El rostro del muchacho, pues no se le podía denominar de otra manera, se turbó ante la belleza de la dama; pero Nana, demasiado acostumbrada a que los ojos de los hombres se desviaran hacia las insinuaciones de su escote, ni tan siquiera se molestó cuando el novicio centró su atención en el perfil de su manto, dando buena cuenta de los trozos de piel que quedaban al descubierto. Con expresión lúgubre encaró al mozuelo y lo hostigó con sus ojos esmeraldas:

—¿Qué queréis? —preguntó mientras se apoyaba contra el vano—. Mi hermano marchó ya hacia Lekestar. No lo encontraréis aquí.

El muchacho, azorado por la voluptuosidad de la mujer, agachó la cabeza, y sus mejillas ardieron como ascuas entre la bruma que ocupaba la calle.

—No es a vuestro hermano a quien busco en nombre del consejo, señora, sino a vos.

—¿A mí? —El asombro de Nana iba en aumento conforme se desarrollaba la conversación. Era incapaz de imaginarse lo que un puñado de magos caducos podía esperar de ella. Jamás había sido reclamada ante el patriarcado de la cofradía, salvo para escuchar alguna reprimenda proveniente del mayor y que afectaba a su hermano. Sin embargo pocas veces prestaba atención a las palabras del viejo Ocimandias. Los asuntos de los arcanos atañían únicamente a Gornigio y a su padre. A ella apenas le importaba lo que su hermano pudiera hacer o deshacer entre los muros de Lekestar siempre y cuando continuara procurando el sueldo asignado a su oficio.

—Así es. El dhol mann desea hablar con vos —se limitó a responder el mozalbete.

—¿Conmigo? ¿Por qué? ¿Acaso mi hermano ha vuelto hacer alguna de las suyas? Si tal es el caso dispensadme ante el maestro y decidle que iré a verlo más tarde.

—No es posible, mi señora. Traigo conmigo monturas y el ruego del maestro de que vaya a Lekestar sin demora. Los temas que se han de tratar son urgentes.

Resignada, Nana afirmó con la cabeza e hizo señas para que el mensajero aguardase en la puerta, después regresó a su habitación para vestirse con atuendos más acordes para presentarse ante el capítulo.

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Una pícara sonrisa apareció en sus labios cuando una idea traviesa le hizo dejar la puerta entreabierta. Era perfectamente consciente que desde la entrada de la casa podía llegar a vislumbrarse su interior; aun así se despojó del cálido manto sin volver la mirada, y ofreciendo la agradable vista de su espalda desnuda, se dispuso a vestirse con ropas de abrigo. De un armario destartalado y revuelto sacó una túnica de seda escotada, una ostentosa capa de marta que se ajustaba a su talle, y engalanó sus alborotados rizos castaños con una diadema de plata. Cuando regresó al recibi-dor ofreciendo una imagen más digna, no pudo evitar una sonrisa al comprobar la turbación que aparecía en el rostro del muchacho. Quizás, si hubieran dispuesto de algo más de tiempo, le hubiese invitado a pasar.

—Marchemos ante tu señor —indicó alisándose la capa.El novicio, todavía sonrojado por las imágenes que había llegado a atisbar en

la habitación de la dama, respondió con un gesto, y mientras Nana cerraba la puerta de la casa, preparó los caballos para la partida.

A aquellas horas de la mañana la mayoría de los habitantes de Vitran se encontra-ban encomendados a la placidez de sus lechos, aguardando a que el Sol emergiera tras las montañas de D’Hurd. La negrura derramada por la noche todavía tomaba las góticas calles de la ciudad, impregnando de escarcha los adoquines de las vías principales. La nieve del último temporal se acumulaba en las aceras a la espera de que los funcionarios del magistrado iniciaran las labores de limpieza, y la niebla, impregnada de una humedad dañina, difuminaba la luz de las farolas diáptricas1, convirtiendo el paisaje en un extraño hálito emergido de un sueño perezoso.

Mientras los dos caballos deambulaban entre las sinuosas callejuelas que formaban el trazado laberíntico de la ciudad, dejando atrás estrechas plazoletas y rocambolescas torres seglares pertenecientes a la clase alta de Vitran, Nana sintió como el sueño y el frío arremetían despiadadamente. Adherida a la silla de montar, se preguntó cómo su hermano podía tener la voluntad suficiente para entregarse a aquel recorrido mañana tras mañana, cuando Alzaris todavía presidía la cúpula celeste y el Sol estaba muy lejos de asomar su rostro tras los picos de las montañas. Pero los oficios de los novicios eran incuestionables y los maestros desde luego no verían con muy buenos ojos que Gornigio, pese a su ascendencia, acabara saltándoselos —algo que, por otra parte, ya había pasado más de una vez.

Las casonas de ventanales ojivales contemplaron a los dos jinetes con un silencio espartano. Vitran era una de las urbes más umbrías de todo el país. Al igual que otras muchas colonias de Isanté, había permanecido incólume desde que los

1 Ornamentaciones lumínicas cuya energía deriva directamente de la magia

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Maestros Arcanos decidieron asentarse en ella y crearon sus gigantescas fortalezas y sus austeros monasterios varios milenios atrás. Las mansiones de los nobles, cuyas bóvedas de crucería se suspendían sobre elaborados arbotantes y ostentosos contrafuertes, hablaban de la cultura tamtrémica que a lo largo de los siglos había ido acaparando la villa. Ni tan siquiera en los tiempos de la grandiosa Luim-Nad, Vitran había sufrido menoscabo en su riqueza. Cuando uno ponía su vista sobre los tejados de las casas, se hallaba ante un mar de arcos con forma de lanceta, adornos flamígeros y estructuras góticas construidas con miles de aristas y crucerías.

Aunque a primera vista el caos más absoluto parecía dominar el orden arqui-tectónico de la ciudad, una contemplación más detenida llevaba al observador más avezado a la conclusión de que la belleza del lugar consistía precisamente en aquel caos controlado que parecía tomar cada callejuela y cada rincón. Las estrechas vías aparecían abarrotadas de arcos, pasarelas y túneles; en cada revuelta se atisbaba un nuevo templo erigido hacía miles de años en honor a los Once; en cada esquina se alzaba una escuela de magia cuya tutela estaba controlada por las órdenes arcanas aposentadas en la urbe; en cada pasadizo había un edificio de enormes bóvedas, de ventanucos estriados, y de vaquetones cuyas molduras resaltaban sobre las puertas romas. Los comercios se apostaban entre las más variopintas construcciones, algunas de ellas adornadas con gárgolas y estatuas de bellas esfinges. Las mansiones se alzaban entre enrevesadas verjas de hierro cuyos filos despuntaban oxidados y ennegrecidos. Incluso el cementerio se encontraba integrado en los límites de la ciudad, resaltando en él sarcófagos inigualables, panteones ostentosos, y estatuas conmemorativas de los señores cuyos huesos reposaban en las entrañas de Vitran.

Nana, que había vivido en aquella ciudad desde su nacimiento, era incapaz de imaginar lugar más bello que aquel. Disfrutaba perdiéndose entre las callejuelas y malgastando el dinero que a bien le concedía su hermano en los comercios que podían encontrarse en los lugares más insospechados. Cierto era que no disponían de mucho saldo, sin embargo, Nana, caprichosa y zalamera, sentía cómo su corazón palpitaba lleno de vida cada vez que ponía sus ojos en una alhaja, en un vestido de seda, o en una piedra preciosa con la que adornar sus hermosas facciones.

Dejaron atrás la Pasarela de Buffondor, y enfilaron el camino que llevaba hasta la cordillera, que con forma de cuña, rodeaba la ciudad. Las llanuras de D’Hurd se extendieron a su alrededor, un negro páramo en el que la roca caliza parecía extenderse hasta las mismísimas montañas, aun así, la belleza arcaica de la ciudad resaltaba abiertamente con los escarpados riscos, fundiéndose en un interminable manto de puntas y tejados afilados. Para cuando el templo de Lekestar apareció a la vista, Nana ya se encontraba completamente despierta, y los últimos ramalazos de la resaca se habían disipado de su cabeza.

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La sede del Cónclave de Sathur se alzaba en una amplia vaguada, rodeada de oscuros pinares, y anclada entre dos erosionados peñones atravesados por una enroscada pasarela. El paso, encumbrado por grandes arcos megalíticos, atravesaba las copas de los árboles y llegaba hasta las puertas del panteón. Mientras Nana y su guía recorrían los últimos metros de la pasarela, la mujer no pudo por menos que sentirse hechizada ante el resplandor que desprendían las tres enormes estructuras triangulares que componían el templo. Los pórticos y las torres, forjadas en horn-blenda cristalizada, reflejaban la luz proveniente de las estrellas, y destellaban como un enorme diamante perdido en un valle sombrío. Las dos estructuras laterales, en proporción más pequeñas que la principal, circundaban al edificio troncal como dos pirámides guardianas, convirtiéndose su vórtice en una enorme punta que hendía la noche y cuya cúpula triangular se dividía en infinidad de torreones, todos ellos remachados por cúpulas ojivales. La estructura principal, mucho más alta y voluptuosa que las otras dos, se difuminaba en un vértice con forma de pica, de cuyo epicentro emergían las luces más hermosas y mágicas que llenaban la noche de Vitran. Cuatro espaciosos contrafuertes emergían y comunicaban los tres edificios, transformando la panorámica completa del monasterio en un gigantesco ojo que los días de luna llena convertían Lekestar en la pupila argente de Ewon-Zun.

Bañados en luz, los dos jinetes detuvieron sus caballos ante los pórticos de la ciudadela y dejaron las riendas de los animales a los lacayos que, presurosos, los devolvieron a los establos. Los pórticos de Lekestar se abrieron ante el novicio y la mujer, y la tenue luz del amanecer se convirtió en un nido de tinieblas cuando se adentraron en el edificio principal y las puertas se cerraron tras ellos.

Los fuegos de Lekestar estaban encendidos, y la antesala de la gran torre, que se alargaba en un amplio ábside rodeado de pilastras, columnas y arcos, conducía hasta una balaustrada de la que emergía una escalera de piedra. Los novicios y los magos rondaban por los pasillos del edificio desde la madrugada, algunos de ellos abstraídos por misterios que a Nana se le antojaban inescrutables. Al principio trató de encontrar a Gornigio entre ellos, pero ante la multitud de individuos que se agol-paban a su alrededor, desistió de aquella distracción y se limitó a seguir los pasos del mensajero, que la condujo a través de las escaleras en un anodino silencio.

Llegaron a la segunda planta, y deambularon por un pasillo iluminado por griales de luz mágica. Aquellas esferas redondas contenían en su seno una llama templada, que a diferencia del fuego normal, irradiaba una luz opaca que apenas alcanzaba a llenar los corredores. Aunque aquel ambiente a Nana se le antojaba demasiado austero, su utilidad era rigurosamente necesaria para que los maestros arcanos pudieran entregarse a la vida contemplativa y ascética que el estudio de la magia requería.

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Lo cierto era que aquella no era la primera vez que Nana acudía a Lekestar. En más de una ocasión había sido requerida por los maestros de su hermano para recibir las reprimendas por los desmanes y los atrevimientos que Gornigio solía lle-var acabo. Nana poco podía hacer por ellos. Gornigio era un alma inquieta y osada, rasgos que Nana también había heredado. Aunque le fascinaba la magia, a menudo solía dejarse llevar por vicios más lucrativos y mundanos, y sus progresos continua-mente se veían truncados por las faltas que solía cometer. En más de una ocasión, el mismísimo Ocimandias le había reprendido por su actitud poco perseverante; sin embargo aquel tipo de amonestaciones parecían influir bien poco en el carácter irreverente del novicio, que tras la última tropelía, a menudo urdía una nueva. Aquello solía conllevar que Nana tuviese que acudir ante el rectorado de Lekestar para pagar los platos rotos de su gemelo, pero las quejas de los maestros caían una y otra vez en saco roto, pues la muchacha, más preocupada de su propio disfrute, acababa haciendo oídos sordos y no parecía mostrar interés especial en la instrucción de su hermano. De no ser por el aval que rubricaba a los Ponjusto, mucho tiempo ha que Gornigio habría sido expulsado de Lekestar, extinguiéndose la única fuente de ingresos de los dos gemelos.

Nana ya se preparaba para recibir uno de los habituales discursos de Oci-mandias, cuando arribaron a la sala capitular del templo y comparecieron ante el púlpito de los Sabios de Sathur. Los diez sitiales de los maestros estaban ocupados por la cúpula rectora, y Ocimandias, dhol mann de la cofradía, ostentaba sus mejores galas.

Se sintió insignificante en presencia de aquellos hombres, e inevitablemente palideció ante las miradas funestas que exhibían. Durante unos segundos se preguntó si Gornigio habría ido más allá en alguna de sus escaramuzas. La presencia del rec-torado al completo de Sathur no podía significar nada bueno, sin embargo, dudaba mucho que por la expulsión de un simple novicio se reuniera a todo el consejo. Rodeada por los inacabables muros de la sala capitular y sometida al escrutinio de aquellos vetustos magos, sintió como una opresión sacudía su corazón y su garganta quedaba constreñida por la angustia.

Ocimandias, de rostro regordete y calva prominente, alzó su mano en un gesto ostensible y requirió la presencia de la muchacha. Nana, azorada, caminó cabizbaja y compareció ante los consejeros. Los rostros de aquellos diez hombres se mostraban inflexibles, dotados de una gravedad capaz de amedrentar el alma más osada. Nana no pudo imaginarse cómo Gornigio tenía el valor suficiente para quebrantar las normas impuestas por aquellos eruditos.

—Nana Ponjusto, bienvenida a Lekestar —saludó el anciano.La mujer respondió con un farfulleo apenas audible.

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—Lamentamos haberte hecho llamar a horas tan intempestivas, pero como verás, la presencia de los diez Maestros de Sathur solo puede conllevar noticias que no pueden demorarse por más tiempo.

En ese momento reparó en una última figura que comparecía ante el púlpito. Se trataba de una mujer de rasgos rigurosos y expresión seria. A pesar de su edad madura, conservaba la belleza irreverente que se manifestaba habitualmente en las damas cuyas vidas estaban consagradas a la magia. Iba vestida con un estrecho mesal que se ceñía a su figura como un guante, dibujando una figura voluptuosa; pero no era el Báculo de Isolder el emblema que decoraba sus hábitos, sino un águila real con una runa en forma de «S» trazada de manera muy fina. Nana, que jamás había sentido especial curiosidad por las distintas cofradías de arcanos, fue incapaz de averiguar la procedencia de tan misteriosa mujer. Por suerte, Ocimandias despejó rápidamente sus dudas.

—Nana, te presento a Nesvitanna Silerveinne, Alta Consejera del Clan Arca-no del Septh. Acaba de llegar procedente de la capital, porta nuevas que quizás te interese conocer.

La muchacha se volvió hacia la extranjera y se encontró con unos ojos fríos. Nesvitanna se mostraba orgullosa e insolente en su mirada.

Nana trató de no sentirse avasallada ante ella.—¿Vos sois Nana Ponjusto?—Acabáis de escucharlo en los labios del maestro —respondió mostrando

el mismo desdén.La maga se volvió hacia el cónclave en busca de alguna reacción ante la

impertinencia de aquella jovencita, pero los diez ancianos permanecían inmóviles sobre sus escaños.

—Traigo una carta para vos —murmuró finalmente Nesvitanna, que no parecía muy conforme al tener que tratar directamente con Nana.

—¿Para mí?—Así es. Llegó a Tais junto a un cuervo mensajero hará poco más de seis

días. Iba acompañada por una segunda misiva dirigida a Húgriel Mantígoras, nuestro magistrado de clan. En aquel mensaje se hacía hincapié de que se te entregara en mano la carta que traigo conmigo.

—¿Y de quién es ese mensaje?—De vuestro padre.La muchacha palideció al escuchar la respuesta. Casi al instante se sintió

avasallada por la rabia. ¿De quién iba a ser si no? De su padre. El único ser de todo Argos que por una simple misiva era capaz de remover cielo y tierra.

—¿Acaso no os agrada recibir noticias de vuestro tutor? —insistió Nesvi-tanna al advertir la reacción de la joven—. Según la carta que llegó a manos del

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maestro Mantígoras es una misiva de vital importancia que debe ser atendida con urgencia.

Nana respondió con un gruñido. Los asuntos que habitualmente solían con-cernir a su padre siempre eran de vital importancia. No obstante a ella poco podían llegar a importarle. Cuando su padre partió del país de Isanté, ella y Gornigio no eran más que unos niños huérfanos de madre y tras veinte años de ausencia ni tan siquiera recordaban su rostro. Las únicas noticias que tenían de su progenitor eran las esporádicas cartas que en rara ocasión llegaban hasta Vitran y que apenas tenían sentido para ellos. Sabían que se encontraba desterrado en alguna región remota del norte, muy lejos de la península de Braggadur.

Era consciente de que sólo el buen nombre de su padre era el aval que los mantenía unidos al Clan Arcano de Suthur y, sin embargo, tal circunstancia no bastaba para saldar todo el dolor que los dos gemelos habían tenido que soportar en una vida de soledad y abandono. No obstante, todo aquel sufrimiento importaba bien poco a todas aquellas entidades venerables y egocéntricas que ahora la rodeaban. Tal como demostraban los ojos emocionados de Nesvitanna, el rango de su padre era un símbolo respetado tanto en los salones de Vitran, como en los de Tais. Bastaba mencionar su nombre para que todos los pecados que en un pasado remoto hubiese podido cometer quedaran saldados. Pero Nana no estaba dispuesta a olvidar tan fácilmente aquellas afrentas.

La estirada maga, sin esperar a la respuesta de la muchacha, se adelantó al púlpito que ocupaban los ancianos y mostró un sobre lacrado con cera roja. Nana Ponjusto aceptó la misiva y se detuvo en la contemplación de la asimétrica caligra-fía que empleaba su progenitor. Hacía casi diez años que no veía aquellos trazos, inevitablemente fue presa de un dolor nostálgico que le devolvió a los tristes días de su niñez.

—¿Por qué se me hace entrega de esta carta? —preguntó con voz grave—. ¿Por qué a mí y no a mi hermano?

Los consejeros se removieron inquietos en sus troneras y se observaron unos a otros con cierto desasosiego. Nesvitanna, que aguardaba impaciente, dirigió una mirada cargada de recelo al maestro, el cual, de repente, había palidecido hasta adoptar una extraña expresión.

—¿Acaso no lo sabéis? —masculló Ocimandias—. ¿Acaso vuestro hermano no os ha dicho nada?

Nana, cada vez más nerviosa, se volvió hacia la extraña en busca de respuestas, pero era obvio que ella poco podría aportarle. Los ojos incisivos de la mujer seguían clavados en el legajo que Nana sostenía en sus manos, aguardando a que aquella pantomima acabase cuanto antes y su legítima poseedora se decidiera a romper el

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sello. Pero la mente de Nana se encontraba a años luz de la misiva que acababa de recibir. Ahora todo su interés radicaba en su hermano, pues por los rostros graves de los consejeros, era obvio que algo malo le había sucedido.

—¿Qué ha pasado? —se impacientó la muchacha—. Decidme, ¿dónde está mi hermano?

—Marchó del templo —musitó Ocimandias—. Ayer mismo pidió la suspen-sión en sus funciones y se despidió ante el decanato.

—¿Có-cómo? —balbuceó Nana sintiendo un repentino temblor en las pier-nas—. ¿Qué mi hermano renunció a su aprendizaje como mago?

La única respuesta que obtuvo del maestro fue un simple cabeceo coreado por los murmullos de algunos de los sabios que formaban el consejo.

Nana se sintió sobrecogida por un escalofrío. Era incapaz de dar crédito a lo que estaba escuchando. Había pasado toda la noche con Gornigio, y en ningún momento le había hecho partícipe de tal decisión. Es más, el muchacho se había mostrado entusiasmado y abierto durante toda la velada, brindando con los parro-quianos y emborrachándose con unos y con otros. ¿Acaso esa era la reacción habitual en alguien que al día siguiente fuese a renunciar a todo cuanto quería? Y lo más elemental: si Gornigio ya no se encontraba bajo el amparo de Lekestar, ¿a dónde diablos había marchado?

—¿Por qué… lo hizo? —las palabras se aturullaban en su boca, y un nudo le oprimía el estómago. De repente se sentía abandonada por todos y perdida en una vasta soledad.

—Tu presencia en Lekestar, aparte de para hacerte entrega de la carta, se atiene a un intento de esclarecer las causas que llevaron a tu hermano a tomar esa decisión —repuso Ocimandias juntando las manos y jugueteando con las yemas de los dedos—. Nosotros estamos tan sorprendidos como tú. La postura de tu hermano fue completamente inesperada. Desconocemos por qué la tomó o por qué decidió marchar. Deseábamos conocer tu opinión al respecto.

—Yo… yo no sé nada. Pe-pensé que Gornigio hoy estaba aquí.—Gornigio no se presentó a sus oficios —acusó uno de los maestros; un

individuo algo más joven, con el cráneo ahuevado y una ridícula mata de pelo color calabaza.

Nana palideció. Sus peores temores se hicieron realidad.—En ese caso, yo tampoco sé donde está.Los rumores entre los maestros se hicieron más ostensibles, y el malestar en

la sala se contagió en ella.—Comprendo que la desaparición de un novicio turbe las funciones habitua-

les del decanato —intervino Nesvitanna—, pero mi presencia en Vitran tiene como

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objeto el misterio que envuelve a esa carta. Los rectores de mi cofradía piensan que su contenido podría resultar de vital importancia, pues el maestro…

—Guardad silencio, Nesvitanna —requirió Ocimandias—. La seguridad de los nuestros debe prevalecer sobre todo lo demás. Debe debatirse en esta sala los extraños sucesos que se esconden tras la marcha del pupilo Ponjusto.

—Mi maestro Mantígoras desea saber lo que se dice en la carta.—Os recuerdo que os encontráis en el templo de Lekestar, no en la torre de

Valjad. Lo que quiera o desee Húgriel debe aguardar a que los asuntos de nuestro propio capítulo queden resueltos.

Nesvitanna enrojeció colérica, y durante unos segundos sus labios sombreados con carmín rojo formaron una línea recta y rigurosa, pero pese a la humillación recibida, no osó contradecir la palabra del maestro dhol mann. Sus galones no llegaban a tanto.

Nana Ponjusto, que hasta ese momento había permanecido en silencio, atenta a las discusiones entre los Señores Arcanos, sintió como todas las miradas de los con-currentes se centraban nuevamente en ella. Aquello le instigó aún mayor debilidad.

—Nana, ¿encontraste algún síntoma o hábito inusual en el comportamiento de tu hermano? —preguntó Ocimandias todavía molesto por la interrupción de Nesvitanna.

La muchacha agachó la cabeza pensativa, pero acabó negando con un gesto apresurado.

—Es obvio que Gornigio no te había hecho saber su decisión de abandonar Le-kestar, ¿pero en algún momento manifestó su hastío por el noble arte de la magia?

Nana volvió a concederse unos segundos para contestar, sin embargo la res-puesta era más que obvia. Aunque las dotes de su padre no eran innatas en Gornigio, el muchacho disfrutaba ostentando sus trucos cabalísticos.

—No lo creo. Gornigio prestaba atención a su oficio, salvo cuando era amo-nestado.

—Lo que solía suceder demasiado a menudo —refunfuñó el maestro de cabellos anaranjados.

—¡Pero no por ello iba a abandonar la escuela! —protestó Nana—. Quizás mi hermano no fuera todo lo honesto que puedan ser los pupilos de Lekestar, pero disfrutaba con sus enseñanzas, y no parecía muy dispuesto a dar la espalda a la institución.

«Ni a nuestros únicos ingresos», añadió para sí misma.Ocimandias afirmó con la cabeza y realizó una última pregunta:—¿Vuestro hermano visitó, tuvo contacto, o entabló amistad con algún

extraño?Aquella cuestión era más difícil de responder. Gornigio era un alma inquieta.

La mayoría de las noches solía pasarlas en la posada de Nayîm, disfrutando de la

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concurrencia y departiendo con la gente, ya fuesen parroquianos o extranjeros. Era muy conocido entre los vecinos de Vitran, y no había velada que no regresara al hogar sin que media docena de nombres engrosaran su lista de amistades. Aun así, Nana jamás había metido las narices en los asuntos privados de Gornigio, pero si de algo estaba segura era que su hermano jamás se relacionaría con truhanes… ¿o tal sí?

Cuando volvió a encarar al patíbulo, la duda se reflejaba en sus ojos. Aquella tesitura no pasó desapercibida para el consejo.

—Mi hermano era buena gente, y la gente cordial suele atraer a todo tipo de personas. No podría deciros las amistades que frecuentaba mi hermano, pero pondría la mano en el fuego porque conscientemente jamás se metería en ningún lío.

Los consejeros se miraron unos a otros, como buscando la aprobación del capítulo para refrendar las palabras de la muchacha. Algunos rostros permanecieron impávidos, lo cual despertó el mal humor de la joven. No obstante, consciente de que su posición no era la más privilegiada, optó por morderse la lengua y permanecer a la espera.

Por fin Ocimandias retomó la palabra.—Nana Ponjusto, tu hermano renunció al mesal del Clan arcano de Sathur.

Atendiendo a su ascendencia, habíamos alojado muchas esperanzas en él, sin em-bargo su renuncia ha causado gran conmoción en Lekestar. Aun así, nada pudimos hacer por evitarla. Cuando ayer compareció ante nosotros, se mostraba decidido y ecuánime, y no tuvimos más remedio que aceptar su decisión. Lo único que podemos decirte, es que allá donde haya marchado, ha sido por voluntad propia. Que la luz del Báculo de Isolder le acompañe.

La muchacha se quedó helada cuando el maestro terminó su alocución. Des-esperada, clavó una intensa mirada en él, pero su rostro se mostraba intransigente. No iba a mover un solo dedo para buscar a Gornigio.

—¿Y ya está? —balbuceó con la garganta reseca—. ¿No vais a añadir nada más?

El maestro se mantuvo en silencio, y Nana sintió como una oleada de rabia recorría todo su cuerpo. ¿Cómo se atrevían a abandonar así a Gornigio? ¡Después de pasar más de diez años sujeto a las estrictas reglas del templo no tenían derecho a tratarle de aquella manera! Pero el rostro del dhol mann era inflexible y por mucho que despotricase contra ellos o reivindicara los derechos acumulados por su hermano jamás lograría hacerse escuchar por aquellos grandes señores.

Temblando de rabia, los finos dedos de la muchacha arrugaron la misiva que todavía sostenía su diestra. Nesvitanna avanzó decidida y trató de arrebatársela. Las dos mujeres se enfrentaron ante los ojos del consejo. Finalmente, Nana, presa de un arrebato de ira, se zafó de la arcana y dirigió una última mirada a los miembros del capítulo.

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—Es lo que queríais todos, ¿no es cierto? Deseabais deshaceros de él y lo habéis conseguido. La marcha de mi hermano era la excusa que todos estabais buscando.

Ocimandias levantó la mano en un claro gesto de tomar la palabra, pero Nana, incapaz de contener la rabia que la embargaba, no se lo permitió.

—Muy bien, no mováis esos monumentales culos de vuestros asientos. Ya me encargaré yo misma de encontrarlo.

Dicho esto, dio media vuelta, y dejando con la palabra en la boca a los Con-sejeros, abandonó la sala capitular. Cuando deambuló por el austero pasillo del templo, deslumbrada por el reflejo multicolor que se filtraba a través de las vidrieras, las lágrimas recorrían sus mejillas y la angustia por la desaparición de su hermano palpitaba con fuerza en su corazón. No tomó conciencia de que alguien la había seguido desde el capítulo, hasta que una mano se posó sobre su hombro y la sujetó con rigidez. Cuando se volvió sobresaltada hacia el extraño, se encontró con el rostro disciplinado de Nesvitanna.

—La carta —se limitó a indicar la dama, sin importarle en absoluto el estado en el que se encontraba la joven.

Nana, enrabiada, se libró de la zarpa de la maga, y se apartó de ella como una exhalación.

—No sabréis nada de lo que dice en ella mi padre —perjuró mientras mostraba en alto la misiva y observaba con una sonrisa triunfal como el rostro de la mujer se retorcía en una mueca de rabia.

—Vuestro padre es un hombre venerable e inteligente. Durante más de veinte años ha permanecido muy lejos de Isanté; si ahora ha decidido dar señales de vida, mucho me temo que será por alguna causa de apremiante tesitura.

—Es mi carta —se rebeló Nana apretando los dientes—. Va dirigida a mí.—Ábrela, por favor.—No.—Ábrela y léela, aunque sea en privado. Me conformaría simplemente con

que me dijerais si en ella vuestro padre os encomienda alguna tarea u os confiesa alguna información importante.

Nana esbozó una sonrisa ante la frustración de la arcana y decidió propi-nar un último golpe. Quizás aquellos engreídos hubieran dado la espalda a su hermano, pero si tal era el caso, los secretos que pudiera confesarle su padre, morirían con ella.

—No sabréis jamás ni una sola línea de lo que se dice en esta carta. Antes la arrojaría al fuego que entregárosla a vos—. Su sonrisa se ensanchó al ver como el rostro de la señora se deformaba en una mueca de impotencia—. Y procurad guardaros vuestras amenazas y vuestras súplicas. Tal como ha dicho el maestro

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Ocimandias, no os encontráis en la circunscripción de vuestra cofradía. Una sola palabra o acción más en mi contra y os denunciaré ante el magistrado.

Las manos de Nesvitanna se retorcieron en puños apretados, y sus labios for-maron un rictus de rabia que dejó al descubierto unos dientes blancos y brillantes. Sin embargo, Nana era consciente de que si Nesvitanna deseaba mantenerse en los márgenes de la legalidad estaba atada de pies y manos. Inmediatamente se sintió jaleada por una victoria moral. Sin añadir más, dio media vuelta, y dejó atrás a la pasmada maga, cuya mirada colérica presentía clavada en su espalda. Los ecos de sus últimas palabras le llegaron a través de los sinuosos pasillos de Lekestar:

—Niña caprichosa, jamás serás consciente del mal que puedes estar aca-rreando al ocultar el contenido de esa carta.

Mientras la oscuridad de los pasillos volvía a rodearla y las palabras de Nesvi-tanna se difuminaban en las sombras que tomaban el templo, Nana Ponjusto observó el lugar de procedencia que señalaba el remite. De poco sirvió. Era la primera vez que leía el nombre de aquella ciudad. Aun así, las palabras de la maga retumbaban en su cabeza una y otra vez, y durante unos segundos se preguntó si estaba actuando correctamente. Una vocecilla acalló todos sus desvelos. ¿Acarrear algún mal? ¿Qué mal podía llegar a ocultarse en una simple carta llegada desde una ciudad desconocida con un nombre tan extraño como el de Galador?

Los criados le dejaron en préstamo un caballo con el que pudo regresar a la ciudad. Cuando se adentró en el valle de D’Hurd, el Sol aparecía traslúcido entre las cum-bres, señalando una mañana dominada por la bruma que llegaba a filtrase entre la cordillera que envolvía Vitran. Cuando se adentró en los suburbios de la villa, los vecinos más madrugadores transitaban las calles como almas emergidas de un paisaje borrascoso. Sus sombras se difuminaban por las estrechas callejuelas, y sus siluetas se deformaban por los gabanes y las pellizas que los resguardaban de la humedad. Estaba siendo un invierno duro. Lo cierto era que en Vitran los inviernos siempre eran duros. La humedad procedente del Océano Virgen, y que habitualmente asolaba a otras ciudades de Isanté, en Vitran acababa convirtiéndose en una espesa capa de niebla al filtrase por los riscos de D’Hurd. Todas las mañanas, y la mayoría de las noches, el vaho se acumulaba en las calles de la urbe, desdibujando los edificios y provocando que el mundo se volviera insustancial. Aunque la mayoría de los vecinos ya estaban acostumbrados a aquella peculiaridad climática, a Nana se le antojaba triste, pues a su memoria asomaban pasajes en los que personas amadas se diluían con la niebla y desaparecían para siempre.

Aquel sentimiento era más acuciante aquella mañana. Sabedora de la posible desaparición de su hermano, el sentimiento de dolor era un amargo bocado que atra-

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vesaba su garganta. Todavía no podía creer que su hermano hubiera partido sin más, dejándola sola en aquella gigantesca ciudad. Quizás todo hubiese sido una horrible confusión. Quizás cuando llegase a casa Gornigio estaría esperándola, arrepentido de haber formulado su renuncia a la cofradía de magos y deseoso de arreglar las cosas. Sin embargo Nana lo veía poco probable. Su hermano no dejaba de ser un inconsciente malcriado, un estúpido cabezahueca. Si había decidido marchar de Vitran presa de alguna locura, lo habría hecho sin más, sin importarle lo que dejaba atrás, tal como había hecho años atrás su padre. La mirada de Nana, empañada en lágrimas, descendió hacia el bolsillo de su túnica, donde todavía guardaba la carta llegada desde Galador.

Cuando arribó al hogar ni tan siquiera se molestó en atar las riendas del caballo. Esperanzada de que su hermano hubiese regresado, se adentró en la casa y corrió hasta el recibidor. Pero en cuanto traspasó el umbral, sintió la frialdad que envolvía las paredes, y comprendió que la casa seguía tan vacía como cuando había marchado. Corrió hasta el cuarto de Gornigio y se enfrentó a la oscuridad que tomaba la habitación. El silencio que saturaba el lugar era más que dañino; con el corazón encogido, contempló la cama desecha que la noche anterior ocupara su hermano. Gornigio nunca se molestaba en hacerla, así que las mantas y las sábanas estaban desperdigadas por el suelo. Cuando registró los armarios, observó que muchas de las prendas que habitualmente vestía su gemelo ya no se encontraban allí. Gornigio se había apresurado a empaquetar lo necesario, y había marchado sin dejar rastro tras de sí.

Una segunda revisión a la habitación bastó para contradecir aquella idea. En la cómoda había una nota en un sobre; en el remite ponía su nombre. Nerviosa y presa de un inesperado tembleque en las manos, regresó al salón, y a la tenue luz que se filtraba por la ventana, rompió el sello. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo al contemplar los rasgos de la letra de Gornigio. Hasta ese momento no había sido consciente de ello, pero su trazo se asemejaba demasiado al de su padre. La nota rezaba más o menos así:

Lamento mucho no haber podido despedirme de ti, mi querida hermana, prometo volver pronto, y lo que hoy quizás parezca una incongruencia, cuando regrese con las alforjas llenas de oro y es-plendorosos tesoros, probablemente tenga más sentido.Te quiere, tu amado hermano Gornigio.Hasta pronto.

¿Oro? ¿Esplendorosos tesoros? ¿Acaso su hermano había sido presa de una repentina locura? Releyó una vez más la nota, pero no encontró mayor significado

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a las dispersas frases que allí se amontonaban. Presa de una intensa sensación de ahogo, arrugó la nota, y la arrojó a la chimenea, perdiéndose entre las cenizas y los rescoldos del último fuego; después lanzó un gemido que desgarró su alma, y hundiendo el rostro entre sus manos, rompió a llorar desconsoladamente. Durante muchas horas sus estertores se perdieron por los recovecos de la casa, creando ecos intangibles entre las paredes desnudas.

Cuando se sintió vacía por dentro, y la última lágrima afloró por sus ojos, una intensa sensación de frustración se había apoderado de ella. Habían vuelto a abandonarla, y ahora se encontraba sola en aquel vasto mundo. Sin las ayudas provenientes del decanato, jamás tendría suficiente dinero para pagar las deudas de la casa, o hacer frente a los impuestos municipales del magistrado. Acabarían arrebatándoselo todo, y quedaría abandonada a la indigencia. Sintiéndose perdida, se arrastró hasta la habitación de su hermano y se dejó caer entre las sábanas. Su suave olor todavía impregnaba la seda, reconfortándola del agrio sentimiento que azotaba todo su ser. Las inevitables preguntas azotaron su mente con desgarradora fiereza: ¿Por qué Gornigio la había abandonado? ¿Por qué había tomado aquella decisión sin consultársela? Podría haberle acompañado, podría haberle ayudado a conseguir lo que tanto había ansiado…fuese lo que fuese. Quizás Gornigio la consideraba una carga, pero el muchacho jamás la había tratado mal o con despotismo sino todo lo contrario, él había sido su único velador desde que su padre optó por marchar.

El recuerdo de éste último hizo que a su memoria regresara la carta que todavía aguardaba en el bolsillo del sayo. Con movimientos perezosos, sacó el sobre y rasgó el sello ante el único hilo de luz que se filtraba a través de la ventana. La nota no era demasiado extensa —algo previsible tratándose de su padre— pero su contenido le resultó extraño e insustancial. La carta decía lo siguiente:

Extraños sucesos acontecen en la frontera de Abisinia con las Tierras Baldías. Aquello que tanto ha temido el decano Mantígoras puede estar a punto de suceder.

El mal ha despertado más allá de la Franja de No Retorno y hoy se presenta en forma de extraños seres de negra piel y propósitos indescifrables.

Un compromiso me ata a Abisinia y me impide regresar a Valjad, pero han de revisarse sin demora los viejos legajos rescatados de las antiguas eras de Argos, y comprender las causas que supusieron el fin de la Edad de la Sombra.

Y si eso no fuera suficiente, deberán estudiarse los libros perdidos de la biblioteca de Rampustain, los viejos volúmenes de Tais, e incluso romperse los sellos que resguardan los libros anacrónicos de Irrev. Cualquier información obtenida de ellos tendrá que facilitárseme sin pérdida de tiempo, asimismo de-

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berá ponerse de sobre aviso al Alto Consejo de Luján de todas las investigaciones llevadas a cabo.

Sea como fuere, la prudencia debe mover nuestros actos, pues negros ojos acechan en Abisinia, y con la llegada del nuevo rey, mucho me temo que una pérfida y traicionera lengua habite en el mundo de la luz. Confío en vuestra sagacidad para que llevéis acabo todas las pesquisas encomendadas. Las ac-ciones de los grandes señores pueden llegar a ser descubiertas, y el holocausto precipitarse sobre nosotros. Tendrán que ser los pequeños peones los que lleven acabo la primera estrategia de resistencia.

Os ruego que no me defraudéis.

Firmado,Izelgood –Dhol mann del Clan arcano del Septh–

Nana tuvo que releer la carta hasta cinco veces, y aun así su contenido le re-sultó indescifrable. Posiblemente su hermano hubiera podido comprender algo más, pero para ella todos aquellos datos resultaban un auténtico galimatías. Pero la rabia que sentía hizo que pronto olvidara el verdadero sentido de la carta, y se perdiera en divagaciones, que quizás, en un cómputo más general resultaran intrascendentes, pero que a ella le resultaban desgarradoras. En aquellas líneas no había ni la más mínima muestra de afecto, de arrepentimiento, o ni tan siquiera cariño. Eran unos cuantos párrafos redactados apresuradamente y que lastimaban por la frialdad que transmitían. ¿Después de casi diez años sin recibir una sola misiva desde ese país al que su padre llamaba Abisinia era justo que una carta como aquella enquistase sus sentimientos?

Apretando los dientes como una gata malherida, arrugó la carta y la arrojó muy lejos. Ni tan siquiera se planteó la posibilidad de entregarla a los criados del templo de Lekestar, ni disponerla ante el magistrado de la ciudad. Aquella carta era una ofensa contra su dignidad, una burla más de su despiadado padre. ¡Qué se fueran al diablo él y todos sus enigmas enrevesados! ¡Si por ella dependiera, aquel país llamado Abisinia podía arder hasta convertirse en un túmulo de cenizas! Estremeciéndose sobre la cama, Nana Ponjusto rompió a llorar una vez más, y sus lamentos se perdieron en la soledad de la vieja casa que su padre les había legado antes de marchar al otro lado del mundo.

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Parte I

EL CACHORRO DELHUARGO

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Cabo de Tierra Partida

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CABO DE TIERRA PERDIDA

Capítulo I

E l Halcón de la Noche y La Bienaventurada se mecían sobre las taimadas aguas del Cabo de Tierra Partida, circunscribiendo la frontera con Vora-Mar. Algo más al oeste, El Tridente de Ontur permanecía atento a las evoluciones

de las otras dos naves, con toda la tripulación apostada en el puente y dispuesta para maniobrar en caso de que su intervención fuera necesaria. Pero obviamente, la simple visión de las dos carracas de guerra gadgarianas bastaban para bajar los ánimos de los esclavistas que se agolpaban en el destartalado junco junoro, cuyas tres velas de estera, dotadas con la inusual forma de la aleta de un enorme cetáceo, se mecían perezosamente hacia barlovento. La sensación de peligro siempre era acuciante cuando el pendón verde-amarillo de Huma Norte, acompañado por la efigie del kraken, símbolo de la Casa del Canciller Krenshel, se alzaba sobre las cabezas de los despistados navegantes; y si era el mayor de El Halcón de la Noche el que izaba la enseña, el respeto debía de ser aún más acuciante.

Las naos de la Casa de Krenshel, tras siglos de confrontaciones con los corsarios de Huma Sur, habían alcanzado la supremacía sobre la marca que delimitaba las aguas que comprendían desde la Bahía de los Náufragos, donde los catamaranes del Motmonn Geshur proclamaban su potestad, hasta la Cala de Valadâr, donde el comercio entre el gran archipiélago de las Islas Negras y el país de Ashkron imposibilitaban la hegemonía de cualquier nación. Aun así eran muchas las millas de predominio naval las que poseía el Canciller Krenshel, sesgando a su vez las principales líneas comer-ciales que atravesaban el Océano Virgen. Cualquier navegante que osara adentrarse en aquellos territorios debía encomendarse a la suerte para que la providencia lo mantuviera alejado de los peligrosos navíos de guerra gadgarianos.

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El cachorro del Huargo

Shen Guy Penn, capitán de La Perla de Shiva, contemplaba temeroso al ejército de alabarderos, que apostados por toda la popa de La Bienaventurada, apuntaban con sus armas directamente a sus hombres. Los soldados de la Casa de Krenshel eran viejos lobos de mar cuya vinculación al Virgen databa de épocas inmemoriales. Investidos con sus ampulosos sombreros emplumados, hacían gala de uniformes refinados compuestos por amplias casacas verdemar, holgados chalecos azules (donde el bordado del kraken predominaba sobre el resto de los encajes y adornos), ostentosos fajines, amplias bandoleras, y calzones elaborados con los más valiosos tejidos. La tradición mandaba que los alabarderos de Huma Norte fueran hombres escrupulosamente vestidos, pues tal como se ordenaba desde el Alcázar del Canciller, un hombre hundido en la mar siempre debía vestir las mejores galas.

Aun así, aquellos que caían en las garras de los alabarderos tenían bien presente que pese a sus pomposos uniformes, aquellos soldados eran despiadados piratas que no dudaban en saquear las bodegas de los barcos requisados en busca de la más mínima riqueza que pudiera financiar las costosas campañas militares que frecuentemente enfrentaban a la Casa de Krenshel con su homónima del sur: la Casa de Esción. Un vetusto barco de esclavistas, con las bodegas atestadas de abiga-rrados nativos expatriados de las selvas vírgenes de Zánjila, era un bocado demasiado suculento para El Halcón de la Noche. Por tal causa, Shen Guy Penn, hombre de mar habituado a confrontar los continuos avatares que frecuentaban las aguas del Virgen, comprendió que su suerte estaba echada cuando la insignia del kraken cayó sobre su modesto junco.

La Bienaventurada había abordado su marcha desde el Sur; El Halcón de la Noche, en cambio, había emergido desde el Norte como un inesperado cuervo carroñero, truncando un posible giro hacia barlovento. Al Oeste, El Tridente de Ontur aguardaba pacientemente con todas las velas desplegadas, ansioso porque la pequeña Perla de Shiva realizara una maniobra demasiado sospechosa para lanzarse al abordaje y desplegar a todos sus hombres sobre la destartalada cubierta. Ante semejante acoso, Shen Guy se sabía perdido, y lo único que deseaba era no deponer el barco ante el acoso de tan temibles contrincantes. Fue El Halcón de la Noche, nave insignia de la armada gadgariana, la que se ocupó del abordaje. En menos que canta un gallo, los ganchos y las jarcias cayeron sobre la baranda de estribor, y más de un centenar de alabarderos abordaron el junco. A babor, la segunda carraca con la insignia del kraken permanecía en paralelo, dispuesta a asaltar el barco enemigo al más mínimo indicio de peligro.

La tripulación del capitán Shen fue arrastrada hasta la cubierta, congregán-dose junto al codaste de popa, y allí aguardaron la llegada del patrón de El Halcón de la Noche. En ese tiempo Shen tuvo que ver como los almacenes de su nave eran

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desvalijados, y la carga (compuesta mayormente por fornidos nativos a los que se les había capturado tras peligrosas expediciones por los inhóspitos territorios de la Selva Virgen) pasaba a formar parte de las bodegas de la nave insignia gadgariana. La peor parte llegó cuando su segundo, desaviniendo las órdenes impartidas por Shen, realizó un conato de rebelión, y los alabarderos no dudaron en empuñar sus picas contra los sublevados. Antes de que Shen pudiera sofocar la revuelta, diez de sus más fieles hombres acabaron ensartados, y sus cuerpos cayeron al Virgen, manchando de rojo las aguas fronterizas y atrayendo a enjambres de tiburones que rápidamente dieron buena cuenta de los que aún vivían.

Shen apretó los dientes contrariado cuando los gritos de sus hombres, sofo-cados por las burlas de los de Huma, llenaron la cubierta de La Perla de Shiva. Sin embargo el más escrupuloso silencio se hizo a su alrededor cuando una figura alta y espigada salvó la rampa que separaba a los dos navíos, e hizo acto de presencia en el junco. Grehogor Pool, comodoro de los ejércitos del Canciller Krenshel, era un individuo flacucho, de cabellera morena y grasienta, de amplio mostacho acabado en punta, y patillas despeinadas. Tenía un ojo estrábico, aun así poseía la mirada de un lince. Quizás no fuera un hombre especialmente corpulento, pero su manejo del sable le había supuesto el sobrenombre del Carnicero de Rimbau, localidad de la que procedía.

Se decía que el comodoro Pool era la mano derecha del propio Canciller Krenshel en alta mar, por lo tanto, era considerado como amo y señor de aquella parte del océano. La mera mención de su nombre bastaba para infundir el miedo en los patronos de los barcos mercantes. Tan sólo pisaba tierra cuando era requerido por el propio Canciller, permaneciendo el resto del año en alta mar, rodeado por su ejército de alabarderos que crecía a golpe de barcaza capturada o esclavo some-tido. Nadie sabía cuál era su pasado, salvo que había nacido en Rimbau. Algunos aseguraban que había sido un pirata cuyo barco había sido requisado por el propio Canciller, otros replicaban que antaño fue un poderoso guerrero, que hastiado de hacer la guerra en las estepas de Gadgan, había ampliado horizontes hacia el mar. En un caso o en otro, lo cierto era que Grehogor Pool había logrado crearse una temible reputación en alta mar, llegando incluso su nombre a ser pronunciado con temor en los salones de Kurz, Gorgblenda y Sángria, principales villas de la Isla de las Focas, sede del trono de los motmonnes. Aquella tarde, mientras las aguas del Virgen se teñían de rojo, y los tiburones se disputaban los restos de los sublevados, el Carnicero de Rimbau hizo acto de presencia en la cubierta de su presa, y repasó las adquisiciones con una lasciva sonrisa en sus labios.

Los nativos de Zánjila eran buenos trabajadores y mejores esclavos. Lo cierto era que ninguno de ellos podría incluirse entre la tripulación de sus barcos, pues

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eran demasiado orgullosos para prestar sus poderosos brazos a cambio de nada, pero el Canciller Meriador Krenshel sabría darles alguna utilidad en el frente. Pro-bablemente la mayoría de ellos acabarían siendo carne de cañón en las Estepas del Cauce Grande, o quizás encabezarían algún pelotón de carga contra Puente Alto o la ciudad de Érador; fuera como fuese, la Casa de Krenshel recompensaría aquel nuevo cargamento de esclavos y las arcas del comodoro Pool se llenarían un poco más con el oro de Huma Norte.

Dredd Sullivan, segundo de a bordo de El Halcón de la Noche, acudió presto junto a su capitán en cuanto éste hizo acto de presencia en la cubierta de La Perla de Shiva.

—¿Cuántos?—Cincuenta y ocho esclavos en total —respondió el segundo, un hombrecillo

fortachón, de movimientos nerviosos y de prominente calva en la cabeza.El comodoro, sin dejar de avanzar hacia la tripulación del barco rendido,

afirmó con un cabeceo.—¿Nada más de valor?Sullivan negó con la cabeza.—Tan sólo llevaban algo de comida para dos o tres cuentas de viaje.—Que dispongan los víveres para La Bienaventurada. Nosotros mismos nos

encargaremos de llevar a los esclavos ante el Canciller.El segundo afirmó con un cabeceo, y corrió de regreso a El Halcón de la

Noche, dispuesto a cumplir las órdenes de su capitán. Entretanto, Grehogor Pool se mantuvo firme ante los indefensos tripulantes de La Pela de Shiva, inspeccionándolos con atención. La mayoría eran desharrapados junoros de Fístoles, o de la frontera occidental de Ashkron. También había sangre mestiza y algún que otro guyamma. Su capitán era un individuo de piel amarilla y de rasgos afinados. Una larga coleta trenzada caía por su espalda y sus ojos oblicuos se mostraban irreverentes y de-safiantes, algo que solía suceder con la mayoría de los piratas. El comodoro Pool frunció el ceño ante el molesto olor a pescado podrido que desprendía aquella nave y todos sus ocupantes.

—No nos podéis requisar el abastecimiento y dejarnos en alta mar —aseguró el capitán Shen reuniendo todo el valor del que disponía y haciendo frente a los siniestros ojillos del comodoro que se distinguían claramente bajo unas espesas cejas.

—Cierto —murmuró el gadgariano. De pronto su enguantada mano se posó sobre la baranda de popa, e inclinándose sobre el casco, vislumbró las rojas aguas del océano. Los tiburones se retorcían entre las olas, extasiados por el olor a sangre y por la carroña que flotaba en la superficie. Una sonrisa se dibujó bajo los bigotes del comodoro—. Ahí abajo hay unos cuantos peces que pescar. Seguro que con uno de

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esos bastaría para alimentar a toda vuestra tripulación durante unas cuantas noches. ¿Por qué no bajáis y agarráis uno ahora mismo?

Los alabarderos estallaron en carcajadas al escuchar las palabras de su Señor, en cambio el rostro de Shen ardió presa de la indignación.

—Las leyes de alta mar impiden dejar a merced de las aguas a la tripulación de un barco depuesto —inquirió el junoro a la desesperada.

Una vez más Grehogor Pool afirmó con la cabeza, se volvió hacia el grueso de la tripulación de La Perla de Shiva y habló con severidad.

—Señores, el capitán de su decrépito barco en estos momentos es incapaz de asegurarles un feliz retorno a casa. Estamos a más de quinientas leguas marinas de cualquier puerto. Posiblemente en los días venideros morirán de inanición, por falta de agua, o quizás acaben comiéndose unos a otros —mientras hablaba, el comodoro caminaba alrededor de los presos, ostentando su regio porte militar. La mayoría de los esclavistas lo observaban con la cabeza gacha, temerosos de cual pudiera ser su destino—. Yo, amigos míos, os ofrezco una salida más ventajosa. Únanse a mi arma-da, no como esclavos ni remeros, sino como trabajadores de pleno derecho. Quizás algunos sean destinados a los Astilleros de Huma, o al Puerto de Ontur, pero desde luego les aguarda un fin más digno que el que puedan encontrar en este barco. Si aceptan mi propuesta, serán relevados de sus cargos y dispersos entre las tripulaciones de la armada de la Casa del Canciller Krenshel. Los que no acepten… —Grehogor volvió a mirar por la borda y esbozó una sonrisa ante el macabro espectáculo que llegaba a atisbarse—… ya saben lo que les aguarda.

Hubo unos momentos de tenso silencio. Shen, horrorizado, se volvió hacia sus hombres, y la indecisión que encontró en sus ojos le hizo suponer que sus días como capitán de La Perla de Shiva estaban contados. Lentamente la tripulación depuso su actitud hostil, y aceptaron el ofrecimiento planteado por el de Gadgan. Al ver la docilidad en los prisioneros junoros, los alabarderos bajaron sus picas y condujeron a los esclavistas hasta las celdas de El Halcón de la Noche, donde serían recluidos hasta que sus superiores decidieran los nuevos destinos encomendados para todos ellos. Una vez despojado al Capitán Shen de su tripulación, Grehogor Pool se alzó sobre el ya no tan orgulloso junoro exhibiendo una sonrisa inquietante.

—Bien, ahora que hemos llegado a un acuerdo respecto a su tripulación, hablemos de su barco.

—¿M-mi barco? —balbuceó el esclavista atemorizado.—Esta extraña nao no me ofrece ningún tipo de confianza, sin embargo me

sería de gran utilidad después de hacerla pasar por los astilleros de Huma y remo-delar algunos detalles. Le ofrezco un trato, capitán —Shen, pálido como un muerto, fue incapaz de responder. De pronto tenía el estómago revuelto y sus piernas eran

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presa de fuertes calambres—. Yo me quedo con su barco y a cambio le aproximo un poco más a esos apetitoso pececillos de los que hablamos antes. De esa manera podría ir ya saciando el hambre, pues le auguro una larga travesía a nado hasta la costa de Argos.

Shen Guy Penn desvió la mirada hacia la popa y gimió horrorizado ante la imagen de los tiburones. Los gadgarianos estallaron en carcajadas, y antes de que la presa pudiera reaccionar, cuatro alabarderos fornidos lo amarraron por las piernas y los brazos, alzándolo en vilo, y arrastrándolo por la cubierta. Las súplicas encarni-zadas del capitán Shen se escucharon en todo el junco, pero no encontró clemencia en el espigado individuo que ahora ostentaba la capitanía de su barco. Grehogor Pool sonreía junto a sus hombres, llevándose las manos al cinto y observando el aciago destino que aguardaba al prisionero varios metros más abajo.

Los alabarderos levantaron al junoro por encima de la borda, y tras mecerlo hasta tres veces, lo lanzaron a las aguas del Virgen. Shen gritó horrorizado, pero sus aullidos fueron acallados cuando las encrespadas olas del océano anegaron sus pulmones. Lo siguiente que llegó a vislumbrar fue una turba de cuerpos alargados y sinuosos que danzaban a su alrededor como auténticos demonios. Los últimos sonidos que surgieron de su garganta fueron alaridos de dolor cuando los aserrados dientes de los tiburones comenzaron a arrancarle la carne de los huesos y a desgarrar lentamente su cuerpo.

El Carnicero de Rimbau permaneció un tiempo en la popa de La Perla de Shiva, delei-tándose con las vistas que alcanzaban a divisarse desde aquella posición ventajosa. A su alrededor los alabarderos gritaban extasiados mientras los tiburones deleitaban sus paladares con las carnes del que había sido amo y señor de aquel extraño navío.

—Carrott —llamó de repente el comodoro Pool.Uno de los soldados, que por las galas de su casaca debía ostentar un alto

cargo, acudió presuroso al reclamo de su superior.—¿Señor?—Reune a diez hombres de confianza, carga unos cuantos víveres, y ocúpate

que esta escoria llegue al embarcadero de Ontur. Que Julius haga con ella lo que desee, pero que te pague un buen precio.

Carrott afirmó con un cabeceo y después comenzó a distribuir a la tropa tal como le había indicado su patrón; mientras tanto, el comodoro Grehogor, cumplidas sus funciones en La Perla de Shiva, atravesó la rampa que daba acceso a El Halcón de la Noche. Una intensa sensación de bienestar se apoderó de él en cuanto puso un pie en su barco. Allí, al contrario que sucedía en el junco junoro, todo era pulcritud y limpieza. Los hombres ocupaban sus puestos ordenadamente, y tras largos años de

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servicio, lo hacían con plena eficiencia. Sus órdenes se habían cumplido a rajatabla y con rapidez. Los nativos de Zánjila ya se encontraban encerrados en los almacenes estancos de la nave, los esclavistas en las celdas, a la espera de que los gadgarianos tomaran una decisión respecto a su futuro, el abastecimiento hacía ya un buen rato que se había entregado a La Bienaventurada, que ahora navegaba lejos de La Perla de Shiva escoltando con su hermoso porte al magnífico Halcón de la Noche. Grehogor Pool no tuvo que aguardar mucho hasta que Carrott terminó de instruir a la nueva dotación para el junco, e iniciara la marcha hacia el Oeste. Para el comodoro era agradable contemplar la destreza y la seguridad con que sus hombres abordaban las tareas más arduas. Él mismo se había encargado de adiestrarlos lejos de los menesterosos y rigurosos oficios de Huma Norte. La armada de la Casa de Krenshel era la más diligente que jamás había surcado las aguas del Virgen.

Pronto las velas del junco se perdieron a babor y El Tridente de Ontur, salvadas las contingencias, desplegó todo el trapo, y aprovechando el viento del norte, dirigió su marcha hacia el Cabo de Tierra Partida. La Bienaventurada se mantuvo a la zaga de El Halcón de la Noche, a la espera de que su capitán diera nuevas órdenes.

Grehogor alzó la mirada hacia el cielo y lo encontró despejado de nubes. El verano estaba siendo crudo, el calor asfixiaba a los hombres, y los ánimos comenzaban a flojear. Habían pasado más de diez cuentas en alta mar sin pisar amarradero ni dársena; ya iba siendo hora de dar a sus hombres un pequeño respiro y poner rumbo hacia Gadgan. El cuaderno de bitácora de El Halcón de la Noche estaba rubricado con triunfos y gestas; era el momento propicio para que el Canciller Krenshel co-menzara a pagar sus deudas con el oro de sus abultadas arcas y que sus tripulantes disfrutaran unas cuantas noches ahogando sus penas en cerveza y metiendo la polla en los coños de las rameras.

—¡Timón todo a babor! —exclamó de repente—. ¡Volvemos a casa!Los hombres aplaudieron su decisión con gritos y vítores. Pronto el ánimo

volvió a desbordar la cubierta de El Halcón de la Noche, que inevitablemente se contagió en su inseparable compañera La Bienaventurada.

Mientras las imponentes carracas de guerra gadgariana viraban lentamente, la mirada de Grehogor Pool recayó por última vez en las rojas aguas del océano. Los tiburones seguían alimentándose con los despojos de La Perla de Shiva, y el orgu-lloso capitán junoro se había convertido en un amasijo de carne desdibujada que era zarandeado y mordisqueado por los insaciables escualos. Desentendiéndose de aquellas vistas, el comodoro abordó su barco y se dirigió hacia la proa, rumbo a sus dependencias; pero aún no había franqueado la escotilla, cuando Dredd Sullivan le salió al paso. El hombrecillo se mostraba nervioso, como siempre; sin embargo sus ojillos desbordaban impaciencia.

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El cachorro del Huargo

—¿Qué sucede, señor Sullivan? —se le adelantó el comodoro.—Acaba de llegar un kátaro mensajero desde el Alcázar del Canciller —indicó

el segundo.Pool torció el gesto. No había discernido la llegada de ningún kátaro en las

últimas horas, pero lo cierto era que había estado demasiado entretenido con el abordaje del barco junoro para prestar atención a los cielos.

—¿Qué nuevas trae?—Será mejor que las vea usted mismo. Creo que le causarán una grata im-

presión —concluyó el segundo esbozando una maquiavélica sonrisa.El comodoro Pool, que no era muy dado a los misterios, respondió con un

gruñido y descendió hasta su camarote, alejado de la chusma y los alabarderos. Cuando entró en sus aposentos vislumbró al kátaro sobre la mesa, distrayendo su insaciable curiosidad con una jarra de cerveza. El animal era una mezcla de simio de cintura para arriba y jabalí por debajo del ombligo. Tan sólo poseía dos patas, pero eran velludas y bastas, como las de los puercos, y sus piernas desnudas acababan en duras pezuñas. Dos largas alas de murciélago emergían de su espalda, permitiéndole el vuelo. Los kátaros no llegaban a ser animales irracionales, pues en cierto grado poseían el don de la inteligencia. Su tamaño no superaba el del puño de una mano, lo cual los hacía valiosos como mensajeros. Tan extraña especie había sido descubierta en lo más profundo de la isla de Zánjila, desde entonces su raza era procreada en cautividad en los corrales de Huma Norte, convirtiéndose en imprescindibles peones para la armada del Canciller. A menudo solían viajar arropados únicamente con un zurrón en el que guardaban sus provisiones para las largas travesías en alta mar, y una anilla atada al cuello; de ella pendía un émbolo en el que solían confinarse los mensajes.

La pequeña criatura emitía un extraño trino mientras se aupaba sobre el borde de la jarra y observaba con curiosidad su interior. Hizo varios amagos de tocar el poso, pero en uno de ellos falló su destreza, y dio con sus huesos en el interior. Antes de que pudiera escapar, Pool abocó el recipiente, y convirtió la jarra en una celda de transparentes muros. El kátaro gritó indignado y golpeó las paredes con sus puñitos, pero nada pudo hacer para salir de su encierro, había quedado atrapado. Mientras tanto, el Carnicero de Rimbau no tardó mucho en desdeñar los infructuosos intentos de escapada del kátaro, y centrar su atención en un trozo de pergamino enroscado que aguardaba en uno de los rincones de la mesa. Haciendo gala de su habitual temple, se sentó en su poltrona, y con movimientos calculados desenrolló el pergamino. Sus pupilas castañas se movieron anodinas sobre las líneas que formaban el texto, sin embargo, cuando terminó de leer, sus ojos se abrían de par en par.

El mensaje rezaba así:

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Cabo de Tierra Partida

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El lobo ha mordido el anzuelo. En breve hará escala en Santiyí, quizás en no más de de dos semanas. El gobernador dará su beneplácito para el desem-barco de la flota en la isla previo pago de aranceles. Despliegue los hombres y los barcos que crea necesarios, pero ajústele la correa al lobo. En breve tendrá más noticias nuestras.

Firmado: Inteligencia de la Casa de Krenshel.

El comodoro se incorporó sobresaltado de su asiento, y presa de un inci-piente temblor, abandonó su camarote, olvidando por completo la nota que había desatado su adrenalina y al kátaro medio asfixiado, que seguía retorciéndose en el interior de la jarra. Mientras subía las escaleras que llevaban a cubierta, una oleada de fuego arrasó su vientre y dio vigor a sus movimientos. Había aguardado aquellas noticias desde hacía siglos. ¡¡El lobo había mordido el anzuelo!! Una carcajada emanó de su garganta al recordar las frases del mensaje. Eran noticias extraordinarias.

Dredd Sullivan ya le aguardaba en la cubierta cuando el comodoro hizo acto de presencia. El imberbe rostro del segundo esbozaba una amplia sonrisa; una sonrisa que inevitablemente se contagiaba en los labios del Carnicero de Rimbau. Sin duda, aquel anodino día podía llegar a convertirse en una fecha memorable.

—Paciencia señor Sullivan, hay que actuar con cabeza. Oportunidades como éstas se presentan sólo una vez en la vida —indicó el capitán de El Halcón de la Noche mientras se frotaba las manos y esbozaba una amplia sonrisa.

El segundo, trotando tras los pasos del espigado comodoro, afirmó con un sinfín de cabeceos, aunque su sonrisa era tan ostentosa como la de su patrón. A pesar de que el momento llamaba a la calma, pues sólo las mentes frías eran capaces de dilucidar excelentes estrategias, los dos oficiales se sentían eufóricos ante la empresa que tenían por delante. ¡Ya habría tiempo más adelante para templar los nervios!

El comodoro Grehogor Pool se aupó sobre una de las rampas de la nao y alzó sus brazos para atraer la atención de todos sus hombres. La simple vista del capitán bastó para que la tripulación olvidara sus quehaceres y centraran las miradas en él. La inmensa mayoría se sintieron turbados de inmediato; pocas veces tenían la oportunidad de ver al capitán de tan buen humor.

La voz de Grehogor Pool sonó con la potencia de mil truenos:—¡Timón, cambio de rumbo! ¡Vire la caña a estribor! ¡Ponemos rumbo

a las Islas Negras, concretamente a Santiyí! —Se escucharon algunos farfulleos insatisfechos ante aquel cambio de planes, pero tal era el talante del capitán, que ignoró incluso aquellos conatos de insurrección—. ¡Señores, ante nosotros se nos presenta la oportunidad de hacernos con un buen bocado de las arcas del Canciller!

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El cachorro del Huargo

¡En menos de dos semanas debemos estar en Santiyí, dispuestos para cumplir la última orden encomendada por la Casa de Krenshel!

—¿Qué orden es esa? —dijo con aspereza uno de los alabarderos que más tiempo llevaba navegando junto al comodoro.

—¡Más respeto, rata de cloaca! —replicó Dredd Sullivan.—Vamos a capturar al más peligroso de los piratas que jamás haya surcado

los mares del Eccélion —continuó Grehogor, ignorando las osadas palabras del descarado alabardero. Se sentía demasiado eufórico para empañar su humor por una simple réplica—. Desplegaremos a toda la armada si es necesario, quemare-mos la isla si hace falta, pero cuando regresemos a Huma, tened por seguro que en nuestras bodegas ese hijo de puta estará amordazo por más de cien cadenas. ¿Acaso no deseabais encontrar rameras? ¡En Santiyí nos aguarda la puta más puta de todo el Océano Virgen! ¡Vamos a jodernos a la Dama más guarra del baile!

Los tripulantes de El Halcón de la Noche, que ya sabían perfectamente a quién hacía referencia su capitán, vacilaron durante unos segundos, presa de la misma estupefacción que en un primer momento había asaltado al propio comodoro Pool. Sin embargo no tardaron mucho en salir de su ensimismamiento y contagiados por las ansias que medraban en los ojos envalentonados del Carnicero de Rimbau, eleva-ron en alto sus alabardas y gritaron ociosos ante la oportunidad que se les brindaba. De repente toda la frustración provocada por el cambio de planes se convirtió en euforia. Incluso en La Bienaventurada, donde también habían llegado los gritos del capitán, se alzaron voces exaltadas.

Grehogor, satisfecho, descendió del atril y se volvió hacia su segundo.—Señor Sullivan, envíe kátaros a La Estrella de Genoveva, al Esturión de

Aguas Bravas, a La Brinda y al Cosaco de Río Grande. Que El Tridente de Ontur, La Vergamessa, El Eclipse de Arankadas, y El Tiburón Sangriento también acudan. La Bienaventurada vendrá con nosotros. Quiero a todos esos barcos y a su dotación completa en la bahía de Santiyí en menos de dos semanas. ¿Comprendido?

Dredd Sullivan asintió con un gesto.—¿Y las bodegas de El Halcón de la Noche?—¿Cómo? —balbuceó el comodoro sin llegar a comprender lo que quería

decir su segundo.—Acabamos de hacer una captura. Nuestras bodegas están repletas y el viaje

hasta Santiyí será largo. Con tanta carga no sé si llegaremos en el plazo convenido.Grehogor Pool suspiró hastiado. Había veces que le faltaba paciencia para

atender a las estúpidas demandas de sus subordinados.—¡Pues aligérela, hombre!—¿Có-cómo dice? —farfulló Sullivan—. ¿Qué los tiremos al mar?

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—¿Acaso son joyas y oro? —El segundo oficial respondió con una negativa—. ¡Entonces al fondo del mar con ellos! ¡Debemos estar en Santiyí en catorce días! ¿Comprendido?

Sullivan respondió afirmativamente y acto seguido se dispuso a llevar a cabo las órdenes encomendadas; pero antes de que pudiera alejarse, la mano del comodoro cayó sobre su hombro, reteniéndole con un fuerte apretón.

—Sullivan, he esperado más de quince años este momento. No quiero ni una sola equivocación. ¿Queda claro?

El rostro del comodoro estaba más tenso que el palo de un remo, y sus ojos velaban una siniestra amenaza. Dredd Sullivan se estremeció ante aquella máscara de pura crueldad.

—S- sí, mi señor.—Bien. Vamos a ir a ponerle el bozal al huargo.Grehogor Pool sonrió confiado, y su segundo correspondió con otra sonrisa,

pero ésta más temerosa que confiada; después desapareció en la cubierta dando órdenes a diestro y siniestro.

El Carnicero de Rimbau, satisfecho su ego, se apoyó contra la baranda de estribor y observó como La Bienaventurada desplegaba todo el trapo. El viento había cambiado y ahora soplaba hacia el Oeste, augurando una buena travesía.

—Quince años, O’Neil... —murmuró mientras posaba la mirada en las in-domables aguas del Virgen y observaba como las aletas de los tiburones seguían la estela dejada por El Halcón de la Noche—. Quince años de larga espera.

Lanzando una fuerte carcajada, propinó una fuerte palmada a la baranda, y se apartó bruscamente de su apoyadero. Desbordado por la euforia, cruzó el puente de la carraca de guerra, dejando atrás el repentino trasiego de la tripulación, y se encerró en su camarote para disfrutar aquellos momentos de felicidad en completa soledad.

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L os bogadores, dos inmensos nativos de piel negra, tiraban con fuerza de los remos del pequeño bote. Sus poderosos músculos, resbaladizos por el sudor, brillaban bajo el Sol de media mañana, creando contrastes con los reflejos

que se dibujaban en el agua. Mediaba la octava cuenta del año, y ya por entonces, el verano ejercía su inclemente influjo sobre todos aquellos que se adentraban en alta mar. El duque de Meer, apoltronado en un extremo de la barcaza, se abanicaba con un palmito, tratando de salvarse de la ola de fuego que parecía azotar todo el Virgen; a su lado, Tristán Civera, hombre de su confianza y administrador de sus bienes, se achicharraba lentamente conforme transcurría la mañana y el Sol despuntaba más alto. En las últimas horas el delgaducho administrador se había convertido en poco más que una momia. Su delicado rostro estaba quemado por el sol, adquiriendo proporciones cadavéricas, y su boca se mantenía abierta a perpetuidad, tratando de acaparar hasta el último resquicio de aire. El duque observaba a su acompañante y rezaba a los dioses porque aquel infortunio concluyese pronto, pues temía acabar convertido en un despojo disecado como él. A proa, los dos negros seguían tirando incansables de la embarcación, pero el aristócrata hacía ya unas cuantas horas que había comenzado a preguntarse hasta cuándo duraría aquella mansedumbre. Ocho brazos empujaban más que cuatro, y los rangos nobiliarios, por muy distinguidos que fuesen, en una situación peliaguda, acababan por olvidarse. El motín llegaría en cualquier momento, y en cuanto eso sucediese, ni Tristán ni él mismo podrían hacer nada por evitarlo. Aquellos dos mulos mansos, por muy andrajosos u obedientes que parecieran, acabarían sublevándose y declararían la ley del más fuerte, haciéndoles remar como al que más. El duque se estremeció ante semejante perspectiva. La única

L

SANTIYÍ

Capítulo II

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El cachorro del Huargo

esperanza que conservaba era que para entonces, algún barco se hubiera cruzado en su camino y los hubiera sacado de tan apurado trance.

Las esperanzas del mandamás se hicieron realidad cuando a proa apareció un destello intangible que conforme fue aproximándose a ellos, se convirtió en el velamen de una gran nao. El náufrago se incorporó pletórico sobre el pescante, y dando brincos que desestabilizaron toda la barca, señaló hacia el galeón.

—¿Lo veis? —exclamó perdiendo toda la flojera que hasta entonces había aparentado—. ¡Os dije que estábamos a salvo!

Tan bruscos fueron sus movimientos que el bote escoró hacia un lado, y Tris-tán, convertido en un pellejo tembloroso, acabó cayendo por la borda, hundiéndose como un plomo en las profundidades del océano.

—Oh —se limitó a balbucear el duque.Los dos remeros se observaron desconcertados, y aguardaron la reacción de

su patrón. El duque se asomó por la borda pero no distinguió más que el manto verdemar del océano. Tristán había desaparecido de la faz de la tierra. Acto seguido irguió la cabeza y se quedó contemplando al inmenso navío que se dirigía directa-mente hacia ellos, después volvió a mirar hacia el mar, y por última vez prendió la vista en el barco.

—¡Qué diablos! —exclamó de repente—. ¡Seguid remando!Y el bote apuró la distancia que les separaba de la nao, distinguiéndose su

nombre cuando ésta se cernió sobre ellos.—La Dama del Este —murmuró el duque satisfecho. Una sonrisa apareció en

sus labios agrietados—. ¡Los Once nos son propicios! ¡Seguid remando, haraganes, que nuestras vidas están a punto de salvarse!

La barcaza escoró en presencia del gran galeón, y los tres náufragos pu-dieron contemplar boquiabiertos su magnífica planta. Era un gigantesco navío de ostentosa arboladura e inigualable velamen. El mascarón de proa recreaba la efigie de una mujer desnuda tallada en madera, sobre ella ondeaba una vela de cebadera en la que la cabeza de un lobo huargo enseñaba los dientes al enemigo. El espolón del barco rompía las aguas del Virgen como un gigantesco tritón dis-puesto a abrirse paso hasta los confines del mundo. Incluso en aquella parte del océano, en donde el tránsito mercante era más vivo, barcos de semejante calibre eran difíciles de contemplar.

Los marineros, apostados en la cubierta, arrojaron cabos al mar. El duque se apresuró a ordenar que anudaran los extremos a los puntales de la barcaza, incre-pando a los bogadores para que los asegurasen a proa y a popa lo más rápido posible; después los mismos marineros de La Dama del Este tiraron de los cabestrantes para izar la pequeña nave y a sus tres ocupantes. El duque se sintió eufórico cuando volvió

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a pisar una cubierta. Después de pasar casi día y medio en alta mar, en compañía únicamente de dos esclavos y una momia, era agradable contemplar otros rostros; sin embargo lo que les aguardaba en aquel navío era bien diferente a lo que hubiese esperado encontrar. Los tripulantes de La Dama eran hombres de distintas etnias y razas. En cuanto hizo acto de aparición, un gigantesco yetita le apartó de sus dos guardaespaldas, y dos gemelos lépudos enarbolaron sendos sables corsarios con los que apuntalaron su gaznate. El duque retrocedió horrorizado, y fue presa del pánico al ver como aquella chusma lo rodeaba desde todos los flancos, impidiéndole cualquier escapatoria.

Un enano de barba albina y espesa cabellera, emergió del grupo, y haciendo un amago de reverencia, se plantó ante él.

—Bienvenido abordo, su Señoría —Los tripulantes rieron alborotados del tono burlón del hombrecillo—. Es un honor tener abordo a tan distinguido invitado.

Jakob O’Neil observó aburrido al náufrago desde el otro extremo de la mesa y no pudo evitar que un bostezo estuviera a punto de escapar de sus labios. Llevaba un buen rato escuchando al supuesto duque, y comenzaba a pensar que la única manera de hacerlo callar era abriéndole una segunda boca en el gaznate. Sólo la presencia del doctor Lavandas, que le observaba desde el sofá con una expresión severa en el rostro, le impedía llevar a cabo sus pensamientos.

—… y como bien le he dicho, capitán, puedo asegurarle sin riesgo a equi-vocarme —parloteaba y parloteaba el duque de Meer sin cesar—, que si tuviera la bondad de aproximarme a los Astilleros de Huma Norte, o al puerto de Ontur, sería gratamente recompensado. Mi familia posee cuantiosas haciendas en Rimbou, y no dudo que el intendente de Ontur depositaría en sus manos una generosa recompensa por mi rescate.

—Yo tampoco lo dudo —siseó O’Neil con un gruñido.Fílias Cook lanzó una carcajada al escuchar aquel comentario, lo cual reper-

cutió en los ánimos exaltados del duque, que sin pensárselo dos veces dirigió una mirada indignada al impertinente burgomaestre. En un segundo plano, y apostado en un rincón del camarote, Thingal permanecía silencioso; sin embargo sus ojos acechaban como los de una pantera negra. Desde que el segundo hizo acto de presencia en el camarote del capitán, el duque había comenzado a mostrarse más tosco. En Gadgan, los nativos de las Islas Negras eran considerados poco menos que escoria, y su lugar en las grandes mansiones o en los labrantíos de los terratenientes, solía atender únicamente a las necesidades de los esclavistas. Para un hombre tan distinguido como el duque era poco menos que inimaginable que un simio de piel atezada llevara a cabo las funciones de oficial al mando en una nave mercante; no

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obstante, aunque procuró silenciar su malestar, su mirada recelosa se desviaba una y otra vez hacia el gigantesco nativo. Por las sombras que cubrían el rostro de Thingal, era obvio que la antipatía era mutua. El segundo ya llevaba suficiente tiempo lejos de su patria para saber como se las gastaban los de Gadgan.

—¡Señor O’Neil, escúcheme bien! —exclamó el duque tratando de ignorar los improperios del burgomaestre y la mirada inquisitiva del negro—. ¡Soy inmen-samente rico! Poseo tierras, haciendas, e incluso una pequeña flota mercante que navega bajo la enseña del Canciller Krenshel. Podría poner en sus manos más dinero del que jamás hubiese imaginado.

—No lo veo muy probable —farfulló O’Neil cada vez más aburrido—. Soy capaz de imaginarme muchas riquezas.

La risilla de chacal de Cook volvió a exaltar los ánimos del duque, aunque, lo que le hizo perder definitivamente la paciencia fue la actitud irreverente de su anfitrión. ¡Nadie jamás había osado mostrarse tan insolente en su presencia!

—¡Soy un súbdito respetable amparado por la Casa del Canciller Krenshel! ¡No admitiré tomaduras de pelo ni impertinencias de ningún tipo! —Dicho esto, el duque propinó tal puñetazo a la mesa que a punto estuvo de derribar todos los utensilios que se amontonaban sobre ella. El doctor Lavandas dio un respingo en el sofá ante tan inesperada reacción, y durante unos segundos trató de decir algo para calmar los ánimos, pero los gritos exaltados del duque acallaron su intervención—. ¡Capitán, está en la obligación de aproximarme hasta donde yo ordene, pues se encuentra en aguas jurisdiccionales de lord Meriador Krenshel, y todo súbdito del canciller merece ser tratado con respeto! En los últimos días he sido vilipendiado por tunantes de mala sombra. No admitiré que vuelva a suceder, ¿lo entiende? ¡Tiene la obligación de atender a mis demandas de inmediato!

Hubo un intenso silencio en el camarote. Lavandas, pálido como un muerto, contempló el rostro del capitán. Su expresión había cambiado diametralmente, pa-sando del hastío insoportable a un rostro marmóreo en el que ningún sentimiento llegaba a reflejarse. El doctor conocía demasiado bien aquella expresión. Agachando la cabeza, y completamente seguro de que ninguna palabra podría llegar a aplacar lo que estaba a punto de suceder, aguardó pacientemente la estampida del huracán; la cual, como era de preveer, no se hizo de esperar.

En menos que canta un gallo, Jakob O’Neil sacó a patadas al estirado duque de su camarote, después, jalándolo por los pelos, lo paseó por toda la cubierta, ex-hibiéndolo ante la tripulación como a un pollo remojado. Los hombres, aburridos por el lento deambular hacia el Norte, estallaron en carcajadas ante la irrupción del capitán y de su inofensiva víctima. Incluso los dos nativos que habían servido al duque, no ocultaron sus sonrisas.

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—¡Poned la plancha! —ordenó O’Neil ignorando los lloriqueos del noble, que de repente parecía haber perdido todo el ímpetu que había exhibido en el camarote.

Griido acudió en el acto con una gran tabla que clavó en la baranda de estribor, y antes de que pudiera llegar a comprender lo que había pasado, el grandilocuente duque se mecía precariamente sobre el abismo.

—¡N-no podéis hacer esto! —graznaba histéricamente.La tripulación de La Dama del Este aulló con más fuerza al escuchar los

lloriqueos del noble.—¡Estoy protegido por la Casa de Krenshel! ¡No tenéis derecho a hacerlo!—En ese caso transmitidle mis más cordiales saludos a vuestro lord —iro-

nizó O´Neil todavía exhibiendo sus afilados colmillos—. Eso si lo volvéis a ver, claro está.

Galen, apostado en la cofa del mayor, observó como el capitán propinaba una patada a la plancha y el duque salía disparado por los aires, zambulléndose en las aguas azules del Virgen. Su estancia en La Dama del Este había sido tan gloriosa como efímera; en los días venideros sin duda sería el objeto de las mofas y los chistes de la tripulación. Incluso desde allí podían llegar a escucharse las risas exaltadas de los corsarios.

El grumete observó como el duque gritaba desgañitándose mientras combatía denodadamente con las encrespadas olas que amenazaban con estrellarlo contra la quilla del barco. Al principio no supo muy bien lo que podía demandar con tanta insistencia, pero al ver como el capitán se alzaba sobre los cabestrantes que sostenían el bote, y cortaba los cabos con su sable, comprendió a qué eran debido los gritos del infortunado. Cerró los ojos cuando el bote se precipitó sobre la cabeza del duque, y solo se atrevió a abrirlos cuando las risas de sus compañeros estallaron abajo. La fortuna seguía acompañando al náufrago, pues salvando la caída del bote, había logrado arrastrar su prominente pandero a la cubierta del batel, librándose de ser engullido por el océano.

Esbozando una sonrisa, Galen se apoyó en la cofa, y contempló con aire somnoliento como la embarcación se alejaba lentamente, arrastrada por la fuerte corriente que la empujaba hacia el Sur. En su interior, una rechoncha figura perma-necía tan tiesa como una estaca, contemplando con estupor como La Dama del Este se distanciaba irremisiblemente hacia el Norte. Si los dioses le eran loados, quizás algún barco cruzara su camino en los días venideros; sin embargo mucho tendría que cambiar la actitud del duque si deseaba volver a poner un pie en tierra firme.

En la cubierta de La Dama, el capitán llamó la atención de los dos botadores que habían servido al duque, y seguido por Thingal, los condujo hasta las dependencias de

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los oficiales. Galen no pudo reprimir un suspiro al imaginarse el encrespado discurso con el que el capitán daría la bienvenida a aquellos dos infelices. El Lobo Negro no era muy dado a aceptar nuevos tripulantes abordo, pero dos manos voluntariosas siempre eran bienvenidas, y más si éstas procedían de Zánjila.

Poco a poco el espectáculo en la cubierta remitió. De ello se encargó Vi-neas Matrull, que con gestos ostensibles mandó a cada uno de los hombres a sus respectivos puestos. Galen no pudo reprimir una carcajada al ver aparecer por la escotilla a Yhurop, que atraído por la algarabía y el griterío, había dejado su lecho, y renqueando de su pierna derecha, interrogaba a todos los presentes por lo ocu-rrido. Ni tan siquiera los achaques de gota podían llegar a medrar la curiosidad que carcomía al viejo cotilla. Pero ya por entonces el bote del duque no era más que un lejano punto perdido en lontananza, y Yhurop tuvo que conformarse con conocer lo acaecido por boca de segundas personas. Poco después, Hiam Lavandas se encargó de arrastrar al anciano de regreso a los camarotes, haciendo gestos ostensibles de enfado. La pantomima acabó tan repentinamente como había comenzado, y la paz se enseñoreó del puente de La Dama del Este.

Galen, aburrido, volvió a prender la vista en el norte, y contempló la fina línea que interminable, marcaba el destino de la nave insignia del Lobo Negro. Parecía haber pasado una eternidad desde que sus pies tocaron por última vez tierra firme. La última escala de La Dama había sido en Tao-Erkes, en el lejano país de Isanté, y de eso hacía ya casi cinco cuentas, más de ciento ochenta días de dura travesía por las aguas bravas del Virgen. Desde entonces el capitán había desviado el rumbo hacia el Este, alejándolos de las costas orientales de la península de Braggadur. El destino de la mercancía que a día de hoy llenaba los compartimentos de La Dama del Este era el Puerto de Orwad, en el país de Ashkron. Habían recogido la carga en Velad, capital de la ardiente isla de Quarth; desde entonces habían seguido su singular trayectoria hacia el norte, doblando el Cabo del Umbral Este, dejando atrás el Mar Azag, franqueando Fosa Cailinn, e iniciando un tedioso periplo hacia el noreste a través del Virgen. Había sido una travesía arriesgada pues, tal como aseguraban las leyendas, los taortunnos del motmonn Geshur era una raza poco dada a aceptar la presencia de extraños en sus dominios. Sus esquifes habían acuciado el paso de La Dama durante buena parte del viaje. Por suerte, ninguna embarcación ensamblada en la Isla de las Focas podía llegar a igualar en velocidad a la nave del capitán O’Neil, con la consecuencia de que pronto franquearon los dominios del motmonn y acabaron adentrándose en las aguas conquistadas por los corsarios de Huma Norte. Tampoco aquella etapa había sido una travesía placentera. La cabeza del Lobo Negro tenía un alto precio para la Casa del Canciller Krenshel. Los vigías tenían que mantener la guardia horas y horas, atentos a que ninguna nave con el pendón del Kraken pudiera

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aparecer en lontananza. Los oficiales habían permanecido nerviosos y tensos durante todo ese tiempo, y la tripulación, por su parte, había abandonado el anodino com-portamiento del que habían hecho gala en el remoto Lorenord para demostrar su valía y los años de experiencia acumulados en el galeón pirata. No obstante la suerte también les había acompañado en aquella última travesía; ninguna nave gadgariana les había salido al paso —hecho que no había mejorado el humor del capitán—, y una vez remontado el Cabo de Tierra Partida, se hacía improbable el encuentro con un enemigo tan poderoso.

Todos en La Dama ya aguardaban la noticia del cambio de rumbo hacia el Oeste, retomando la ruta del continente de Argos y poniendo las miras en su punto de destino, cuando el capitán les sorprendió anunciando su decisión de hacer es-cala en la pequeña isla de Santiyí, para después bordear toda Zánjila y así buscar el puerto de Orwad desde el norte. Aquella elección causó cierta intranquilidad entre la tripulación, pues aunque Santiyí era uno de los paraísos predilectos para cual-quier navegante, remontar la isla de Zánjila les aproximaba inexorablemente al Mar del Olvido, y con ello, a la Franja de No Retorno. Miles de supersticiones rondaban por las cubiertas de cualquier nao respecto a aquella frontera. Nadie había osado atravesarla jamás, ya que era considerada como una frontera maldita. El Cabo del Destierro significaba el punto y final para todas las rutas comerciales que atravesaban el océano, siendo las aguas que se perdían más allá de aquella marca propiedad de la oscuridad y de sus antiguos siervos. Ante semejantes expectativas, y temiendo algún tipo de motín, O’Neil tuvo que jurar y perjurar a sus hombres que llegados al puntal más alto de Zánjila, doblarían el cabo y dirigirían sus pasos hacia el Sur. Semejante rodeo supondría dos cuentas más de marcha antes de llegar a su destino, pero era preferible eso a tener que afrontar la amenaza de posibles emboscadas perpetradas por las naves corsarias de la Casa de Krenshel.

En todo ese tiempo, Galen había dejado de ser un patoso polizón para con-vertirse en un verdadero corsario de La Dama. Se había rasurado la larga melena hasta dejarla no más larga que la palma de una mano; en Puerto Kattar, antesala de la milenaria ciudad de Velad, había comprado una cimitarra de hoja curva, con un guardamano de bronce y el puño forrado con la piel de un extraño animal llamado elefante. Keob le había iniciado en el arte de la lucha kattarí, y a menudo, Vineas Matrull le aconsejaba estrategias enanas a la hora de exhibir una buena defensa. Observando a Dados, el juglar apodado la Mancha Blanca, había aprendido a moverse con soltura entre los palos y las vergas, y la franca amistad que lo unía al viejo Yhurop, le había servido para prosperar en el complicado arte del pillaje. To-davía tenía que seguir cumpliendo ante Olus en la cocina, sin embargo, de todas las labores que tenía encomendadas en La Dama del Este, la más grata y la que mayor

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El cachorro del Huargo

interés le deparaba, era la de ayudar al doctor Lavandas en la enfermería. El joven catedrático de Rampunstain exigía poco y enseñaba mucho. Pese a su edad, era una fuente de sabiduría sin fondo de la que Galen solía beber, enriqueciéndose con su peculiar forma de ver la vida. Con el transcurrir del tiempo, el muchacho envidió las dotes exhibidas por el licenciado, sorprendiéndose a sí mismo añorando contemplar aquel extraño templo de sabiduría y discernimiento, al que el doctor Lavandas solía referirse con el nombre de Universidad.

El Lobo Negro se había convertido en otras de las figuras admiradas por Galen. Lo cierto era que Jakob O’Neil no destacaba por ninguna peculiaridad especial, más bien era sencillo y espartano; benévolo con sus hombres, pero a la vez autoritario. No poseía la sabiduría de Hiam, ni tampoco los atributos del poderoso Thingal, pero su mente calculadora y estratega paliaba el resto de sus debilidades, convirtiéndolo en un líder nato y en un referente para toda la tripulación. Incluso en los peores momentos sabía mantenerse estoico y conservar la calma, guiando a La Dama del Este con sus experimentados ojos de lobo. Galen recordaba el día en que los taor-tunnos del motmonn cercaron el paso del galeón pirata poco después de abandonar el puerto de Tao-Erkes y franquear el Puntal del Brujo Negro. Más de diez esquifes aparecieron inesperadamente a barlovento, sesgando el océano con sus aserrados espolones de hierro, y alcanzado velocidades endiabladas con sus velas triangulares con forma de aleta de tiburón. Fue precisamente en ese momento donde Galen pudo contemplar la majestuosidad de La Dama y la pericia de su capitán. O’Neil ocupó el puesto de Vineas Matrull, y con la vista puesta siempre en el Norte —jamás en el enemigo—, ordenó aproximarse a los acantilados de las accidentadas costas de Isanté, desplegando todo el velamen y alcanzando la máxima velocidad. Al principio Galen se había sentido aterrorizado. Aquellas órdenes sólo podían provenir de un loco. Un barco del calibre de La Dama del Este no estaba dotado para franquear aguas tan turbulentas, pero el capitán hizo acopio de una frialdad fuera de lo común y guió al pequeño Rugas como el más diestro de los pilotos. Ni tan siquiera los temerarios taortunnos, acostumbrados a frecuentar aquellas aguas osaron mantener el ritmo impuesto por el capitán. En apenas unas horas los diez esquifes quedaron perdidos en el horizonte, y La Dama del Este pudo evitar las traicioneras costas para volver a navegar mar adentro, salvando cualquier tipo de contingencia.

Desde entonces Galen no pudo ocultar su admiración por el capitán. Con-tinuamente preguntaba a los miembros de la tripulación más veteranos sobre las hazañas que avalaban a aquel hombre, y las historias que escuchaba de sus labios eran a cual más inverosímil o maravillosa. La leyenda del Lobo Negro y su Dama se había forjado a base de acero y nobleza, abordajes y pillajes, rescates y grandes heroicidades. La mayoría de los barcos que cruzaban su camino, rendían cumplido

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Santiyí

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homenaje a la hermosa Dama del Este, algo que en el Lorenord jamás había pasado. El nombre de Jakob O’Neil era pronunciado con respeto por otros patrones cuyos barcos eran tan legendarios como la propia Dama. Incluso entre las enormes galeras lujaranas el nombre de O’Neil despertaba sentimientos encontrados.

Tales pensamientos plagaban la mente del grumete cuando Mon Herúcles, el tatuado diácono de Yansira, hizo acto de presencia en la cofa. El muchacho respiró aliviado. Después de pasar tantas horas de guardia, sentía las piernas engarrotadas y la vista cansada.

—Que la herrmosa Jazid sea contigo, comadrreja —saludó el Mon mientras se acomodaba junto al muchacho.

—Y contigo también —respondió éste.—¿Asoman los ojos negrros de la brruja Ichid en el horrizonte?Galen sonrió al escuchar aquella pregunta. El Mon siempre hacía referencia

a la diosa Ichid para mencionar a la malaventura.—El mar está en calma y el viento sopla a nuestro favor —respondió el

muchacho—. Se prepara un día tranquilo.—Mejorr. Hay que acaparrar fuerrzas parra nuestrra inminente llegada a

Santiyí.«Santiyí». Desde que el Lobo Negro había mencionado aquel nombre hacía

un par de semanas, Galen solía escucharlo a menudo en los labios de los demás tripulantes, repitiéndose incesantemente; como el estribillo de una famosa tonadilla. A pesar de los reparos que la mayoría tenía a la hora de bordear la isla de Zánjila, y las supersticiones que despertaba la sola mención del Mar del Olvido, cuando alguien hacía alusión a Santiyí, parecía que las penas dejaran de ser tan acuciantes y las alegrías fueran más dulces. Santiyí era uno de los muchos arrecifes que formaban el encres-pado archipiélago de las Islas Negras y que, a su vez, rodeaban a Zánjila. Muchos de los miembros de La Dama del Este eran nativos de aquella zona, por lo tanto, llegar a las Islas Negras era como un retorno a los orígenes y a los días felices.

Tras despedirse del Mon, Galen culebreó por el mayor, descendió a la cubierta, y tras entretenerse saludando a unos y a otros, retornó a los camarotes de la tripu-lación. Satisfecho comprobó que Olus ya había dejado su parte del condumio sobre la cómoda, junto a una jarra de espumosa cerveza. Sentándose en la parte baja de la litera, se entretuvo observando como el doctor Lavandas inspeccionaba la rodilla derecha de Yhurop a la vez que mordisqueaba una hogaza de pan acompañado de un trozo de panceta. Híam, con el rostro muy serio, contemplaba las canillas del viejo, el cual, como siempre que se encontraba presente el catedrático, permanecía silencioso como una tumba y con el miedo implantado en sus ojos, como si el mis-mísimo señor del Abismo estuviera presente. Al ver como el mozuelo se le quedaba

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El cachorro del Huargo

mirando con una sonrisa en los labios, su rostro arrugado se retorció aun más, y con ávidos aspavientos le hizo señas para que apartase la vista.

—Puedes hablar, Yhurop —masculló el doctor con tono monocorde—. A día de hoy no me he comido a nadie.

—De-desde luego…señor —balbuceó el otro, sin embargo su lengua viperina continuó bien enrollada en lo más profundo de su garganta.

—Esto no tiene muy buena pinta, amigo mío —repuso al rato el doctor—. Supongo que estarás llevando a cabo la dieta que te mandé.

El anciano alzó la mirada y observó como el muchacho levantaba en alto una sabrosa y crujiente tira de tocino y se la iba metiendo en la boca poco a poco. El aceite resbaló por la comisura de sus labios, y su rostro se estremeció en una mueca de éxtasis.

Los ojos del carcamal relampaguearon coléricos ante las burlas del gañán.—Cla-claro que sí —refunfuñó apretando los dientes y tratando de mantener

a raya sus tripas.El doctor, dando la espalda a Galen, afirmó con un cabeceo y continuó con

su interrogatorio.—¿Y la bebida?Esta vez, el grumete levantó en alto su jarra, y exhibiendo una amplia sonrisa,

brindó a la salud del anciano. Los ojos de Yhurop estuvieron a punto de salirse de sus órbitas al vislumbrar como se bebía la mitad de la jarra de un solo trago.

—Hijo de mala…El doctor irguió la cabeza sorprendido y se encontró con la mirada encrespada

del anciano. Yhurop reparó inmediatamente en su error y se apresuró a enmendarlo entre balbuceos y aspavientos.

—N-no le de-decía a usted, señor.Lavandas volvió la cabeza y se encontró con el rostro de Galen, que le devolvía

una inocente sonrisa desde la litera. El catedrático lanzó un suspiro, y satisfecha su curiosidad por la rodilla del anciano, se incorporó lentamente.

—Procura no realizar ninguna tarea en el puente —indicó con tono severo—. Nada de cargar con peso, nada de esfuerzos, y nada de doblar la rodilla, al menos hasta que el dolor remita. Y por supuesto, procura abandonar el camarote lo menos posible. Esa pierna necesita reposo.

El rostro del anciano, que en todo momento se había mostrado complaciente ante las prescripciones del médico, cambió completamente de color al escuchar aquellas dos últimas frases. Sus ojos se abrieron como platos, y su boca se desencajó en una mueca lacónica.

—¿Cómo que no debo abandonar el camarote?

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Santiyí

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Galen lanzó una carcajada al escuchar el tono de su voz.—Terminantemente prohibido —replicó Hiam sin la menor indulgencia.—P-pe-pe-pero no-no puede ser.—¿Y por qué no? Si puede saberse, claro.—¡Mañana llegaremos a Santiyí! —exclamó el anciano a la desesperada—.

No me puede mandar que me quede en el camarote. ¡No en Santiyí!El doctor se volvió hacia Galen, y esbozando una cálida sonrisa, le guiñó un

ojo.—Amigo mío, no sé que diablos tiene de especial ese antro de mala muerte,

pero la sola mención de su nombre basta para que los catarros curen, los males de ojos desaparezcan, el mal humor mejore y los achaques de gota no duelan. Bien estaría que le cambiaran el nombre y la llamaran la ciudad de los milagros.

—Llevamos casi un año sin pisar las Islas Negras —continuó renegando Yhurop—. Solo los dioses saben dónde nos llevará el capitán después de que des-carguemos en Ashkron. Quizás en años no volvamos a casa. ¡Tengo muchas novias aguardando en Santiyí! No me gustaría decepcionarlas.

—¿Novias? —exclamaron Galen y el doctor a coro.El viejo esbozó una sonrisa y los huecos de su dentadura quedaron al des-

cubierto.—Putas y rameras es lo único que tienes en Santiyí —dicho esto, Lavandas

volvió a centrar su atención en Galen y continuó hablando, ignorando las muecas compungidas que le dirigía el carcamal—. Amigo mío, si en Argos existe un lugar donde los vicios y los excesos tienen carta blanca, ese es Santiyí. Ni tan siquiera los libertinos gobernadores de Zánjila permiten la depravación que corre por las calles de esa maldita ciudad.

—Nunca he estado en las Islas Negras —balbuceó el chico.—En ese caso ni se te ocurra pisar Santiyí. Lo único que encontrarás allí

son piratas de mala muerte, bandidos, corsarios, mercenarios, ladrones, tahúres y rameras. Apostaría lo que fuera a que en esa pequeña ciudad hay más burdeles que en toda la capital de Luján.

Yhurop dejó escapar una carcajada, pero esta murió repentinamente en sus labios al recibir una mirada recriminatoria del doctor.

—¿Y nadie se ha preocupado por imponer el orden? —continuó Galen.—¿Y quién iba a hacerlo? —replicó el doctor—. ¿Los caballeros lujaranos?

Esos ya tienen bastante con mantener la concordia en sus propios dominios. Ade-más, toda Zánjila está controlada por caciques corruptos y gobernadores vendidos al oro de los esclavistas. Las Islas Negras es un mundo aparte del que conocemos. El salvajismo, la crueldad, los ritos ancestrales, y las creencias más paganas se

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El cachorro del Huargo

entremezclan con la piratería, la venta de esclavos, la prostitución y demás vicios deleznables. Y desde luego Santiyí es la peor de todas. Su puerto es un auténtico fortín y sus entradas se dice que son inexpugnables. El actual gobernador de la isla, un pirata al que llamaban el Cerdo, alzó gigantescas murallas para salvaguardar la dársena de posibles ataques militares perpetrados desde otra isla. No es un secreto que los gobernadores de toda Zánjila ansían los tesoros y las riquezas que acumulan las arcas de Santiyí, pues son muchas las naves que acuden a diario al amparo de su puerto. Todo barco que transite el Virgen sabe de sobra que con tan sólo un puñado de monedas se es libre de atracar y marchar de la ciudad cuando te venga en gana. No estás sujeto a aranceles, ni a controles portuarios, ni a registros de ningún tipo; y en las calles de la urbe, entre el caos y la lujuria, hay más que suficiente para abaste-cerse de mercancías, aplacar las necesidades de los gañanes, y si no eres despojado de todas tus posesiones, abandonar el puerto con la misma tranquilidad con la que has llegado, sin importar el número de delitos o cadáveres que puedas dejar a tus espaldas —Lavandas lanzó un suspiro desdeñoso—. Amigo mío, desde luego ese no es el lugar más adecuado para una persona de bien.

Galen no respondió, pero lo cierto era que ni en sus más alocadas fantasías había imaginado una ciudad así. Él procedía de un país en donde el orden y la con-cordia dominaban las fronteras. La milicia controlaba las calles, los caballeros de Luján ayudaban a mantener la ley, e incluso los burdeles estaban sujetos a estrictas normas de control. Casi sin darse cuenta, su memoria vagó por las calles de Galador, e inevitablemente sus ojos azules descendieron hasta el colgante que se escondía entre los pliegues de su camisa. Una punzada de dolor retorció su pecho y le hizo apartar la vista, borrando de golpe todos los recuerdos de su cabeza.

—Lo tendré en cuenta —respondió Galen al cabo de un rato. Sin embargo Santiyí había logrado hacerse un hueco en su cabeza y despertaba en él una curio-sidad que sólo había sentido cuando los dorados palacios de Velad aparecieron ante sus ojos.

—Lo dudo mucho —replicó el doctor desentendiéndose de los dos compañe-ros—. Aun así os digo que os cuidéis de pisar esa ciudad, sobre todo tú, Yhurop—. El anciano dio un respingo al escuchar su nombre de nuevo en los labios del doctor. Durante unos instantes había albergado la esperanza de que se hubiese olvidado de él—. Ahora, aunque la compañía es muy grata, debo marchar. Me queda mucho trabajo por hacer y preveo días de intenso trasiego cuando abandonemos Santiyí. Galen, no te olvides de pasar esta tarde por mi camarote. Necesitaré tu ayuda.

El muchacho respondió con un gruñido, lo cual le hizo llevarse un codazo en las costillas de Yhurop. Aparte del doctor, Olus también había reclamado su presencia en la cocina, y después de pasar toda la mañana apostado en la cofa, lo

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Santiyí

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que menos le apetecía era una tarde ajetreada. Pero el catedrático no añadió más. Con un gesto de despedida, cerró la puerta a sus espaldas, y sus pasos se perdieron por el largo pasillo.

—¡Maldito matasanos! —refunfuñó el viejo mientras se encaramaba de un brinco a su cama, y ganduleaba sobre el colchón, estirando y encogiendo su pierna renqueante—. Si por sus consejos fuera, más valdría estar enterrado en una tumba.

—¿Piensas desobedecerle? —Galen hizo la pregunta, pero antes de terminarla ya era perfectamente consciente de cuál iba a ser la respuesta.

—Ni aunque mi pierna dependiera de ello me harían quedarme en este barco. Mimí Bocagrande y Andrea Gargantona me esperan en El Búho Taciturno. ¡Qué se vayan al diablo todos los consejos del doctor!

Galen dejó escapar un gruñido de desacuerdo, pero prefirió no exteriorizar sus pensamientos al respecto. Al cabo de unos segundos, Yhurop continuó hablando.

—Y tú, más valdría que desoyeras los consejos que suele darte ese estirado. ¡Maldita juventud desaprovechada! Si yo tuviera la edad del matasanos, ya estaría remando con la polla empalmada para llegar antes que nadie al puerto de Santiyí.

Esta vez Galen no pudo reprimir las carcajadas, lo que provocó que las risas de Yhurop acabaran uniéndose a las suyas.

—¡Amigo mío, Santiyí es el paraíso soñado por todos los hombres! —exclamó el carcamal mientras se sorbía los mocos y se limpiaba las lágrimas—. Allí hay mujeres de todas las clases y cataduras: jóvenes, viejas, maduras, gordas, flacas, rechonchas, bajitas, altas, medianas, pechugonas, planas, guarras, ardientes, inocentes, ricas, pobres, rubias, morenas, pelirrojas, castañas, calvas… Bueno, de las únicas que no hay son de las vírgenes, pero de esas ya encontraremos en otras ciudades. Además, el matasanos tiene razón cundo dice que hay una puta en cada esquina. Los dedos de mis manos no son suficientes para contar los burdeles que se amontonan en cada calle. De lo único que te tienes que preocupar es que no te claven un cuchillo por la espalda para sacarte todo el dinero, y aun así tampoco te martirices demasiado, ya se encargará otro de linchar a tu asesino para sacarle todas tus posesiones.

Yhurop volvió a reír a carcajada limpia, pero esta vez las risas de Galen no secundaron las suyas. No le causaba ninguna gracia la perspectiva de ser apuñalado por la espalda.

—Mañana va a ser un gran día, comadreja —suspiró el anciano mientras se hacía un ovillo sobre su camastro—. Recuerda bien lo que te digo. Un gran día repleto de coños y cerveza barata.

Galen respondió con un cabeceo pero no dijo más. Se sentía culpable ante la perspectiva de adentrarse en una ciudad de burdeles y putas; aquello iba en contra

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de todo cuanto le habían enseñado. Sin embargo su tierra natal se encontraba justo en el otro confín del mundo, demasiado lejana ni tan siquiera para ser recordada. Después de casi un año de ausencia, Galador se estaba convirtiendo en un sueño intangible en su cabeza, y lo que cada vez tenía más claro era que su destino, de una manera u otra, estaba ligado a La Dama del Este y a sus habitantes. Todo lo demás no dejaban de ser los sueños imposibles de un exiliado perdidos entre las sábanas de un viejo camastro.

El kátaro llegó al alcázar del galeón pirata bien entrada la noche, cuando la mayor parte de la tripulación dormitaba en los camarotes. La figura que pululaba por la cubierta reparó en él en cuanto los gritos de Aspirante llamaron su atención. Alar-mado, inspeccionó el puente de la nave, y comprobó como los pocos hombres que permanecían de guardia se encontraban demasiado embelesados en sus funciones o en sus propios sueños para reparar siquiera en los gritos del saimiri. En la cofa, el vigía también permanecía tranquilo, oteando la oscuridad que medraba las aguas del Virgen. Los kátaros eran demasiado pequeños para llamar la atención de los oteadores, y en las noches sin luna pasaban desapercibidos en las tinieblas.

—Guarda silencio —susurró el extraño a su mascota. El mono, obediente, se llevó las manos a la boca y permaneció tranquilo, pese a que la presencia del kátaro le perturbaba profundamente. Tampoco el mensajero parecía mostrarse sosegado ante el acecho del saimiri.

El extraño se apresuró a sacar el mensaje que el kátaro llevaba en el émbolo y depositó en él uno nuevo, después empujó con rudeza a la pequeña criatura, y ésta, tras lanzar un gruñido de protesta, remontó el vuelo y se convirtió en una sombra fugaz que desapareció hacia el Norte. Aspirante hizo una pirueta en el hombro de su portador cuando la bestia fue devorada por la noche.

—Ya pasó todo —murmuró el amo acariciando la cabeza del simio. El saimiri ronroneó satisfecho.

De repente una mano inesperada surgió de las tinieblas y se posó en el hom-bro del extraño, el cual, sobresaltado, se giró bruscamente y se encontró ante los penetrantes ojos de Vineas Matrull. El enano, envuelto en su áspero jubón de lana, lo contemplaba con cara de pocos amigos.

—¿No es demasiado tarde para rondar por la cubierta, señor Cook?El burgomaestre, esbozando una sonrisa nerviosa, trató de despistar los en-

crespados ojos del oficial, y se apresuró a guardar en el bolsillo de su túnica la nota que había obtenido del kátaro.

—Aspirante no podía dormir —respondió con su habitual temple—, así que decidimos dar una vuelta por la cubierta.

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Santiyí

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—Últimamente se le ve mucho por aquí —continuó el enano—. Demasiado, diría yo.

—Últimamente me cuesta mucho conciliar el sueño —replicó Filias Cook—. ¿Acaso es un delito disfrutar de la brisa marina y contemplar los bellos destellos de las constelaciones?

El enano respondió con un rudo cabeceo, pero no dijo nada más. Su mirada ya hablaba bastante por sí misma.

—Si tanto le molesta mi presencia no se preocupe, señor Matrull. Desalojaré el puente y no le crearé mayor inconveniente.

—Haz lo que te de la gana —replicó el enano desentendiéndose del burgo-maestre y abandonando el alcázar.

Fílias Cook, acariciando el pelaje del saimiri, esbozó una sonrisa. Acto se-guido, asegurándose que seguía llevando consigo la nota rescatada del kátaro, se dirigió hacia la escotilla de los oficiales silbando una animada melodía. Algunos de los marineros despertaron de golpe al ver pasar al extravagante burgomaestre, pero la mayoría de ellos apenas le prestaron atención y continuaron inmersos en sus propios pensamientos.

Una vez a resguardo de su camarote, sacó la nota del bolsillo, se quitó pre-cipitadamente la túnica y la arrojó con desprecio en el sofá. Aspirante saltó de su hombro y se posó sobre una mesa redonda que ocupaba buena parte de la estancia. Fílias se apresuró a encender una lamparilla que se alzaba justo en el centro, y a la tenue luz de la llama, leyó las indicaciones que se exponían en el mensaje:

Mañana al amanecer arribaremos a Santiyí. La trampa estará dispuesta y la flota, apartada en una cala vecina, aguardará la presencia del Lobo. El Cerdo dará su beneplácito, así que únicamente queda que vos desempeñéis vuestra parte del trato. Si cumplís, obtendréis el pago acordado en Velad. Si falláis u osáis traicionar a la corona del Canciller, vuestra cabeza no valdrá nada.

El mensaje no decía nada más, pero pese a su parquedad, era más que sufi-ciente para dejar las cosas claras y en su lugar.

El burgomaestre hizo una mueca con la boca, y meciéndose sobre su asiento, contempló como Aspirante le observaba con curiosidad desde la mesa. Acto seguido esbozó una sonrisa, y sus rasgos adoptaron una extraña expresión bajo el resplandor de la lámpara.

—Amigo mío, preveo que nos aguardan días gloriosos —masculló mientras aproximaba la nota a la llama y observaba con mirada hipnótica como el papel se consumía lentamente—. Mañana será un gran día.

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El cachorro del Huargo

El saimiri permaneció en silencio, sin embargo sus ojos, grandes y negros, parecían transmitir la misma impaciencia que reflejaban las exóticas pupilas de su dueño.

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Pacto por la cabeza de un Lobo

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E l palacio del gobernador Jumas Gladios se aposentaba sobre una colina desde la que se divisaba la ciudad de Santiyí, arremolinándose de forma desordenada en torno al valle y apretándose claustrofóbicamente hasta alcanzar las costas

de la isla. Allí, decenas y decenas de barcos de toda índole, tamaño o procedencia, iban y venían en su trasiego diario, abandonando el puerto amurallado de la ciudad o arriando vela en los abarrotados malecones. La peña de Sant’Enclent, y las islas de la Buena Fortuna y Baba Yamba podían divisarse a oriente y Occidente, cercando a Santiyí desde lo más profundo del océano. En torno al palacio, y envolviendo a la destartalada ciudad, se extendía la selva, limitada al este por los aserrados picos del Cinturón Valádrico, y los enormes arrecifes que escotaban las encrespadas olas del mar. Desde lo alto de la colina también llegaban a divisarse las playas donde los buscadores de perlas realizaban su ardua tarea, adentrándose en el océano con sus canoas de madera de palma y troncos de cocoteros. Muchos más barcos podían divisarse en el horizonte. Algunos navegaban hacia el puerto, otros simplemente permanecían anclados en la lejanía, meciéndose al son de las olas y tostando su arboladura bajo el sol de Oriente.

Un coro díscolo de gaviotas podía escucharse incluso en aquella parte de la isla, entremezclándose con los gritos que llegaban desde la ensenada y los ruidos procedentes del puerto. Cuando uno se asomaba a los balcones del palacio, podía divisar su errático vuelo alrededor de los mástiles de los barcos, planeando entre las velas, zambulléndose en el agua en busca de peces, o tomando posesión de las peñas que circundaban la costa. De vez en cuando, si se afinaba mucho el oído, podía escucharse el cántico de las sirenas, pero éste llegaba desde muy lejos —qui-

E

PACTO POR LA CABEZA DE UN LOBO

Capítulo III

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El cachorro del Huargo

zás desde los altos e inaccesibles desfiladeros de Zánjila—; aun así era un sonido envolvente y uno bien podía pasarse las tardes contemplando como el Sol se ponía en lontananza, tiñendo las aguas del Virgen de rojo y dejándose llevar por aquellas voces melosas capaces de quitar el sentido.

La expedición de alabarderos atravesó la colina de Santiyí apenas una hora después de que el Sol lamiera las blancas nubes de poniente. Grehogor Pool, des-montando precipitadamente de su caballo, contempló con evidente admiración la fachada del palacio del gobernador. Era un edificio de planta rectangular, rústico y agrietado, que sin duda no había sido construido por su actual hacendado. Aun así, a pesar de que nadie se había molestado en restaurarlo en todo ese tiempo, ofrecía una estampa avasalladora. Sus muros estaban reforzados con torreones cilíndricos exteriores, a excepción de una gran torre rectangular que despuntaba sobre las otras y se organizaba en más de diez plantas. Una gran puerta con arco de herradura y hermosos adornos de estilo kalashar se abría en el ala este; allí fueron recibidos por Aikón Manchêv —el maestre de la finca— y una corte de los milicianos que servían al gobernador. El comodoro, habituado al aspecto impoluto y ordenado que mostraban sus hombres, frunció el ceño ante la imagen desarrapada que exhibía la guardia del Cerdo. La mayoría no dejaban de ser bandidos y mercenarios que tiempo ha habían servido bajo la bandera de El Colmillo del Mar, nave insignia de Jumas Gladios. Tras la toma de Santiyí, aquellos mismos piratas habían acabado por formar la guardia personal del gobernador, convirtiéndose en el azote de las gentes de bien que antaño habitaron la ciudad.

Manchêv les informó que el gobernador les recibiría en la Alcoba del Cardinal, así que deshaciéndose en reverencias, condujo a los extranjeros bajo el gigantesco arco, y los llevó a través de un patio empedrado en donde una fuente arrojaba un inagotable caudal de agua. La luz del sol se filtraba a través de las vidrieras multi-colores, recreando un ambiente mágico y arcaico. Desde allí accedieron a un corto pasadizo abovedado que conducía a un segundo patio mucho más espacioso que el anterior, abierto a cielo raso. Entre los pórticos se alzaba una línea de palmeras en las que extraños primates y exóticas aves del paraíso convivían con los aguerridos guardias. Los cánticos de aquellas criaturas se entremezclaban con el trasiego que llegaba desde el palacio, recreando un ambiente fascinante.

Los alabarderos, perdidos entre tanta belleza, se quedaron embelesados ante la majestuosidad que desprendían los muros del patio, adornados con enredaderas, detalles dorados, e inigualables piedras preciosas. En la parte derecha del recinto se divisaban las dependencias más antiguas de la fortaleza, resaltando un brillante alminar de base cuadrada y muros octogonales que acababa en una cúpula pun-tiaguda. Las arquerías mixtilíneas y los capiteles de alabastro se entremezclaban

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Pacto por la cabeza de un Lobo

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con hermosos grabados que recreaban las conquistas de la ciudad. Dos gigantescos nativos custodiaban la entrada de la torre, exhibiendo sus relucientes cimitarras y ofreciendo su rostro más arisco.

—Aquél es el serrallo de las concubinas de mi Señor —señaló el maestre—. Les aconsejo que no se acerquen demasiado. Los eunucos tienen orden de cortarle la cabeza a aquellos que osen poner un pie en su interior.

Continuaron su paseo por el patio, y llegaron a divisar un estanque cercado por un enrejado de hierro. En su interior se recreaba una fosa natural de aguas turbias y enormes rocas. El comodoro observó como de sus profundidades emergían oca-sionalmente gigantescos caimanes que perezosamente subían a las rocas y tostaban sus cuerpos acorazados al sol.

Accedieron al palacio por el ala oeste, atravesando un pórtico de inmensas arquerías; desde allí ascendieron por una escalera que daba paso a la segunda planta. Una larga galería les condujo hasta la Alcoba del Cardinal y a las salas anexas; du-rante aquel recorrido pudieron admirar las inigualables yeserías que adornaban las puertas y las ventanas, las techumbres de estilo kalashar que talladas con madera de roble parecían barnizadas con oro auténtico. Tal era la claridad de la bóveda, que cada vez que los rayos del sol se filtraban por las vidrieras, su reflejo en la cúpula acababa convirtiéndose en una maravillosa sinfonía de destellos dorados que parecían extenderse por todo el pasillo.

La Alcoba del Cardinal, una sala de sublime artesanado, estaba orientada hacia el puerto de la ciudad, de forma que cuando sus ventanales estaban abiertos de par en par, llegaba a vislumbrarse una vista inigualable de Santiyí, del océano Virgen y de los miles de barcos que desde el puerto arribaban y partían.

—Será mejor que aguarden aquí la llegada del gobernador —les indicó Manchêv realizando una nueva reverencia—. En seguida estará con ustedes.

El comodoro observó como el maestre se retiraba de la sala; aun así doce milicianos permanecieron vigilantes, contemplándoles con ojos nada amigables. Los nervios entre los alabarderos acabaron por crisparse, y de no ser por su comodoro, que permanecía inmóvil frente a la ventana con las manos enguantadas hundidas en los bolsillos de su casaca y la mirada perdida en el horizonte, la situación se hubiera vuelto mucho más tensa.

El Carnicero de Rimbau distrajo la atención con la panorámica del puerto de Santiyí. Incluso desde allí podía distinguirse perfectamente el gigantesco cráter que había formado la bahía y sobre el se asentaban las murallas que acordonaban el puerto. Hacía casi diez siglos que aquel volcán submarino no se manifestaba —la última erupción había sido precisamente la que había dado origen a la propia isla—, así que los habitantes de la ciudad ni tan siquiera llegaban a temer que aquel coloso

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dormido pudiera despertar algún día y volviera a desatar el cataclismo. Los barcos remontaban la cala y se perdían lentamente en el horizonte; en la ciudad se vivía una gran agitación –como era de costumbre–, y los gritos de las rameras, acompa-sados por los cánticos de los filibusteros, las voces de los vendedores ambulantes, y el escándalo de los pendencieros, llegaban hasta palacio junto a los chillidos de las gaviotas. Pudo distinguir en los muelles dos pequeños barcoluengos con la insignia del pez alado, enseña de la Casa del Canciller Sissi Esción, sin embargo la presencia de los corsarios de Huma Sur no le produjo especial inquietud. El archipiélago de las Islas Negras era un territorio neutral, y ninguno de los dos bandos osaría abrir fuego salvo que el gobernador Gladios diera su beneplácito. Aun así, el comodoro Pool había traído tal armada consigo, que ni todo el ejército del Canciller Esción lograría contener su avance.

Durante unos segundos consideró la atractiva posibilidad de tomar posesión de aquella isla el día en que finalizara su carrera militar. Santiyí era un paraíso inde-pendiente alejado de los avatares que sacudían el continente de Argos y las continuas guerras de poder que mantenían enfrentadas a las dos naciones que pugnaban por el país de Gadgan. La idea de retornar a la árida Rimbau y convertirse en el señor de un puñado de plebeyos incompetentes y de unas tierras arcillosas alejadas del mar, se le antojaba insustancial; en cambio apoderarse de una isla como Santiyí y pasar sus últimos días de vida en aquel lujoso palacio, rodeado de concubinas y esclavos, y contemplando cada amanecer la bella estampa del océano Virgen, le parecía una idea maravillosa. Cierto era que el puerto de Santiyí era poco menos que inexpug-nable, pero Grehogor Pool, dotado de una mente adiestrada para la estrategia naval, comprendía que incluso los muros más altos podían llegar a tambalearse cuando sus caudillos eran estúpidos incompetentes; y desde luego, el gobernador Jumas Gladios no era un genio a la hora de discurrir.

Grehogor había conocido al Cerdo en sus tiempos de corsario. El Colmillo del Mar había sido un bergantín temido que durante mucho tiempo navegó bajo los auspicios del Canciller Krenshel. Bajo su proa se habían hundido infinidad de barco-luengos enemigos y sus arcas se habían enriquecido a base de pillajes llevados acabo por todo el Virgen, pero un mal encuentro con una fragata lujarana había llevado los huesos de El Colmillo del Mar a lo más profundo del océano y había puesto fin a las aspiraciones de su capitán. Ya entonces el Cerdo había logrado amasar una gran fortuna, lo que le llevó a conquistar la isla pagando a conspiradores y contratando los servicios de traicioneros asesinos que habitaban en la ciudad. En apenas dos no-ches logró hacerse con el control de la urbe y había pasado a cuchillo a sus antiguos regentes: los descendientes de un anciano kalashar originario de Quarth que había llegado a Santiyí en busca de fortuna. Después había decretado la ley marcial sobre

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toda la isla, edificando las murallas que hoy se alzaban en la costa y que resguar-daban sus henchidas arcas de posibles invasores. Desde entonces Santiyí se había convertido en una ciudad legendaria para los piratas y los corsarios, y las posesiones del Cerdo aumentaban con aquella fama. Sin embargo, aunque muchos codiciaban su dinero, a día de hoy nadie había osado levantar una espada en su contra. El go-bernador Jumas controlaba a sus súbditos con el miedo. A menudo espoleaba a la milicia contra su propia gente, asaltando casas, violando a las mujeres y robando a los más pobres. Asimismo procuraba protección a aquellos que se enriquecían con su política autoritaria, salvándolos de los impuestos y haciendo que los más humildes afrontaran las deudas que los ricos no llegaban a pagar. De aquella manera una parte de la población sufría y se empobrecía paulatinamente, quedando atrapada entre los muros inexpugnables de la ciudad, y otra se enriquecía a la par que su señor.

Grehogor era consciente de que una sociedad construida sobre semejantes cimientos era propensa a caer en el caos más absoluto. Una simple chispa podía ser el detonante de revueltas y enfrentamientos, en tal caso de nada servirían las murallas de Santiyí, ni la nutrida hueste de mercenarios que protegían al Cerdo. Pero todos aquellos pensamientos no eran más que conjeturas deshilvanadas en la mente del comodoro; ideas que quizás algún día llegaran a hacerse realidad. Aquella mañana su presencia en Santiyí atendía a otro propósito bien distinto, y si deseaba llevar a cabo su ejecución, no debía dispersarse en fundamentos insustanciales. El enemigo a abatir era demasiado poderoso para perder la concentración.

De vuelta a la realidad, comprobó que sus hombres cada vez se mostraban más reacios a aceptar la presencia de los mercenarios del gobernador. Ante los ros-tros ásperos de los guardias, la mayoría bandidos y pendencieros que desafiaban a los visitantes simplemente con la mirada, la frialdad de los alabarderos se crispaba y sus manos se mantenían bien próximas a las fundas de sus espadas. El comodoro se paseó por la sala, y su mera presencia sirvió para calmar los nervios; aun así, el propio mandamás comenzaba a sentirse crispado. Llevaban esperando al gobernador un buen rato, y Grehogor Pool, hombre de limitada paciencia, comenzaba a tomarse aquella ausencia como un agravio. Aún tuvieron que aguardar un buen rato hasta que las puertas doradas de la Alcoba del Cardinal volvieran a abrirse y el maestre, siempre ceremonioso, anunciase la llegada del gobernador.

Jumas Gladios, apodado con el sobrenombre del Cerdo, era el ser más repug-nante y lascivo que el comodoro hubiese tenido la oportunidad de contemplar jamás. Ya en sus tiempos de corsario había sido un individuo rechoncho y bajo, pero hoy que ostentaba el gobierno de toda una ciudad, había degenerado hasta convertirse en una auténtica bola de grasa. Su cabeza pelada era amorfa como una calabaza, y sus ojos, enmarcados con negras ojeras, destilaban una expresión babosa y zalamera que

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invitaba a la traición. Tenía unos labios gruesos y prominentes, y la papada llegaba a taparle el cuello. Su barriga hinchada caía lacia por debajo de la cintura, y sus pe-chos eran dos fofas tetillas que colgaban como ubres. Apenas tenía piernas, y éstas caminaban siempre encorvadas, incapaces de soportar el peso de su cuerpo; por tal causa, siempre que el gobernador tenía que abandonar palacio, lo hacía sobre una palanqueta cargada por más de cinco criados. Su piel era amarillenta y sudorosa, y tal era la acumulación de grasa en todo su cuerpo, que incluso le costaba respirar. Iba vestido con un ridículo chaleco, exhibiendo sin recato su prominente estómago, y portaba un pantalón abombado de lino. Más de un centenar de collares colgaban de su cuello, y diez anillos multicolores vestían cada uno de sus dedos.

Junto al gobernador caminaba una corte de esclavos compuesta por los más vigorosos nativos de Santiyí, niños semidesnudos que se apresuraban a obedecer a su señor en todos los caprichos que se le antojaran y esculturales doncellas, que ocultos sus cuerpos con velos de la más delicada seda, dirigían nerviosas miradas a los apuestos alabarderos gadgarianos. Grehogor Pool torció el gesto ante tan lasciva comitiva y sintió repulsión al comprobar con sus propios ojos hasta qué grado de obscenidad había llegado el antiguo capitán de El Colmillo del Mar. Había escuchado muchas historias sobre él, a cual más escabrosa y siniestra. Se decía que por las noches apuñalaba a sus invitados más acaudalados sólo para robarles todo su dinero, sin importarle su rango, estatus social o lugar de procedencia. También era conocido en todo el océano Virgen por la lujuria de sus vicios. Su harem era el más grande de todo el archipiélago de las Islas Negras, llegando a superar incluso las dotes de gobernadores como los de Yenyirob o Shelabb, ambas poderosas urbes de Zánjila. Con cierta regularidad ordenaba a sus hombres traer a palacio a las doncellas más hermosas de la ciudad, sin importarle que fueran demasiado jóvenes o demasiado viejas, y las despojaba de su libertad para convertirlas en esclavas. Otras veces en-viaba a sus mercenarios a las islas vecinas en busca de género nuevo, saqueando y atacando tranquilas comunidades únicamente para nutrir el grueso de su harem. No obstante el afán del gobernador y su gusto por la carne prohibida no acababa ahí. A menudo solía encapricharse de las altivas señoras, de las recatadas doncellas y de las independientes aristócratas que solían utilizar Santiyí como albergue o zona de paso. Disfrutaba asesinando a sus maridos, a sus hijos, o a sus comitivas ante los ojos de las propias damas, después las sometía a las depravaciones más bajas hasta que el orgullo de su linaje dejaba paso a un manso sometimiento, y finalmente las hacía suyas en sus aposentos privados o rodeado por el resto de sus concubinas, disfrutando de unos coños, que en otro tiempo, le habrían sido completamente prohibidos.

Jumas aposentó su trasero en un nido de cojines y su inmensa barriga cayó fofa alrededor de su cuerpo. En el acto, los esclavos rellenaron los huecos que se

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discernían a sus espaldas con más almohadones, masajearon las plantas de sus pies, escanciaron vino en una copa dorada, o simplemente se aposentaron a su alrededor, contemplando con ojos sometidos a los extranjeros llegados desde el continente. Grehogor Pool frunció el ceño ante una vista tan patética; aun así hizo un esfuerzo para vencer la repulsión que sentía y otorgar el trato que merecía un gobernador de la índole de Jumas Gladios.

—Traigo conmigo los respetos de la Casa del Canciller Krenshel. Mi señor Meriador transmite sus mejores deseos para aquél que una vez ostentó la capitanía de uno de sus barcos.

En ese momento, una doncella cargada con una gran fuente de frutas hizo acto de aparición en la sala. Hincándose de rodillas ante el comodoro, agachó la cabeza sumisamente y, levantando la bandeja en alto, ofreció su contenido a los invitados. El comodoro observó como los brazos de la muchacha temblaban ante el esfuerzo de tener que soportar semejante peso y adoptar una postura servil; aun así perma-neció inamovible, acallando todo el dolor que pudiera sentir tras los ojos cerrados. Grehogor se apresuró a rechazar la invitación, y la esclava, sin levantar la cabeza, partió hacia su señor y se postró ante él, adoptando la misma postura y ofreciendo el contenido de la bandeja. Jumas escogió un racimo de uvas y le hizo un gesto para que siguiera allí. La muchacha, obediente, permaneció inmóvil, ofreciendo con sus brazos temblorosos los manjares que se amontonaban en la bandeja.

—Creo recordar, amigo mío —murmuró el gobernador hincándole el diente al racimo y engullendo los frutos entre sus gruesos labios—, que aquel barco era mío.

—Sin embargo mi señor os pagaba vuestra manutención —replicó el comodoro sin amilanarse y frunciendo el ceño al ver como el mosto de los frutos chorreaba por la barbilla del gobernador y manchaba su pecho.

—A cambio de cuantiosas prebendas e inmejorables conquistas.Jumas devoró las uvas en un santiamén y sació su sed con la copa dorada que

sostenía uno de los infantes, después escogió una ciruela negra, y se la metió entera en la boca. La vulva rebosó por la comisura de sus labios.

—Sea como sea, sed bienvenidos, amigos gadgarianos —Jumas elevó sus gruesos brazos en señal de afecto y después escupió el hueso de la ciruela a la bandeja—. Que los viejos tiempos en que cruzamos nuestras espadas hermanen a Santiyí y a Huma del Norte.

—Así sea —se obligó a decir el comodoro.Satisfecho, el gobernador posó su mano sobre la cabeza de uno de los niños

que se aposentaba entre sus piernas, y esbozó una sonrisa zalamera que causó gran inquietud en los de Gadgan.

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—Y decidme, mi buen comodoro, ¿qué os ha traído desde el Sur hasta este apartado reducto? Que yo sepa Santiyí no ofrece ningún interés especial para un señor tan poderoso como el Canciller Krenshel —Jumas pronunció aquellas palabras con cierto resquemor. A pesar de las defensas de la isla, la armada de Huma Norte era tan numerosa, que si el Canciller se lo proponía, podía reducir todo Santiyí a una montaña de cenizas.

—¿El canciller no os envió ningún mensajero?—Lo hizo —musitó el gobernador con cierto aire distraído—, pero el pobre

sufrió un desgraciado accidente al caer a la fosa de mis cocodrilos.—¿Acaso ese accidente se produjo porque se acercó demasiado a vuestro

harén? —inquirió el comodoro con la mosca detrás de la oreja.—Puede ser —dicho esto el gobernador volvió a escoger otra ciruela y la

engulló de un solo bocado. A su vera la esclava seguía postrada en la misma postura sumisa, y sus brazos cada vez se mostraban más temblorosos a causa de la tensión acumulada.

El comodoro obvió de nuevo la antipatía que despertaba en él aquel individuo —ahora incrementada ante la noticia de que uno de los suyos había encontrado la muerte en aquel abyecto palacio—, y continuó exponiendo los motivos por los que había viajado hasta Santiyí.

—Busco la cabeza del Lobo Negro.El gobernador dejó de masticar al escuchar aquellas palabras, y su boca se

abrió de par en par, de tal forma que el hueso de la ciruela saltó de su interior.—¿Bu-buscáis al Lobo Negro? ¿Al mismo Lobo Negro que vos y yo conoce-

mos?—Exactamente. Al pirata Jakob O’Neil, el hombre más temido de la costa

oriental de Argos.Jumas parpadeó perplejo y durante unos segundos guardó un significativo

silencio. De pronto todo su cuerpo se estremeció, y su garganta estalló en estridentes carcajadas. El comodoro Grehogor frunció el ceño al ver como sus mollas flácidas temblequeaban al son de sus risotadas, aun así se mantuvo tan recto como el mayor de El Halcón de la Noche.

—Amigo mío —masculló el gobernador enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—, ese hombre es un auténtico fantasma. En Santiyí aparece y desaparece como si fuera el animal que le presta su nombre, y La Dama del Este siempre fondea muy lejos de nuestro puerto. Ni aunque yo mismo me propusiera atraparlo, sería capaz de lograr tal hazaña. Ese O’Neil es un mal bicho, os lo aseguro mi buen comodoro.

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—Esta vez las cosas serán bien diferentes —replicó Grehogor Pool evitando mostrar todas sus cartas.

—¿Diferentes? ¿Diferentes a cuando La Dama del Este burló al Halcón de la Noche en los arrecifes de Tierra Partida, ante las mismísimas narices de vuestro Canciller? ¿O cuando O’Neil arrojó al fondo del mar a vuestro segundo, ese tal La-cius Al’nosequé? ¿O quizás cuando los hombres del Lobo Negro pasaron a cuchillo a todos los tripulantes de La Reina de Huma y hundieron La Ventisca de Andoral en el Virgen?

—De eso hace ya mucho tiempo —apostilló el comodoro cada vez más rabioso.

—Sí, eso es cierto, pero seguro que todavía os duele el siete que la punta del estoque del Lobo Negro trazó en vuestro costado.

El Carnicero de Rimbau guardó silencio. Tan sólo una vez había cruzado espadas con el capitán O’Neil, y fue tras el hundimiento de La Ventisca de Andoral. Habían combatido a bordo de El Halcón de la Noche como dos empecinados jabatos, brincando entre las vergas y escuchando como a sus pies las dos tripulaciones com-batían denodadamente por la conquista del barco. El duelo había acabado cuando La Bienaventurada y La Vergamessa aparecieron inesperadamente en apoyo de El Halcón de la Noche. O’Neil, ante la superioridad del enemigo, dio la orden de retirada y los corsarios del Lobo Negro abandonaron precipitadamente la nave insignia gadgaria-na. La despedida del capitán pirata había sido un buen tajo en su costado derecho, dejando una cicatriz que ni el paso de los años había logrado borrar. Después La Dama del Este había remontado el Virgen como alma que lleva al diablo, dejando con un palmo de narices a sus pasmados perseguidores. Desde entonces Grehogor Pool había aguardado impaciente el momento de acabar aquel duelo fatídico; pero Jakob O’Neil desapareció de repente de la faz de la tierra, y cuando regresó a las costas de Argos, acabó convirtiéndose en poco menos que un fantasma.

Incluso así el destino había querido que tras el regreso del Lobo Negro, una simple coincidencia llevara a uno de sus alabarderos a engrosar las filas de la tripu-lación de La Dama. Tan inesperada noticia cogió por sorpresa incluso al mismísimo Canciller, que viendo la posibilidad de vengar las afrentas sufridas en el pasado, co-menzó a urdir un plan a largo plazo. Con el tiempo, la inteligencia de aquel espía le había llevado a ocupar un puesto destacado entre la tripulación de O’Neil, y durante las últimas cuentas había logrado granjearse la confianza del esquivo Lobo Negro, manteniendo informado en todo momento al Canciller sobre los pasos acometidos por La Dama del Este.

En más de una ocasión el Carnicero de Rimbau había manifestado su inten-ción de dar caza al capitán O’Neil aprovechando la ventaja que tenían sobre él; sin

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embargo el Canciller, hombre paciente y sesudo, no deseaba enfrentarse a La Dama del Este en mar abierto, pues ya habían sido burlados en demasiadas ocasiones. Su interés era atrapar al huargo fuera de su elemento: en tierra firme, donde la velocidad de su Dama no bastara para librarlo de los tentáculos del Kraken. El conocimiento de que Jakob O’Neil había colgado sus jarcias de abordaje y se había convertido en un honorable comerciante, supuso la última clave para llevar a cabo los planes del Canciller.

—No sé si sabréis que O’Neil ahora se dedica al transporte de mercancías —continuó el comodoro Pool.

—Pues tenía entendido que hace año y medio hundió uno de vuestros barcos en las aguas del Azag —replicó el Cerdo exhibiendo una sonrisa burlona en sus labios.

Grehogor Pool respondió con un gruñido y continuó hablando:—Hará cosa de un año uno de nuestros mecenas contactó con él en la lejana

ciudad de Galador…—¿Galador? No conozco esa provincia.—No es de extrañar —murmuró el comodoro cada vez más molesto ante la

osadía del gobernador. Jumas pasó por alto aquella pulla, y escogió una pera madura de la bandeja de frutas —El caso es que O’Neil fue contratado en Velad para llevar una carga desde la Isla de Quarth hasta Ashkron. Nuestros espías nos informaron hace poco que el capitán de La Dama del Este, después de pasar muchas cuentas en alta mar, piensa hacer escala en Santiyí.

—¿Cómo sabéis eso? —inquirió Jumas masticando la pera y derramando su pulpa por los morros.

—Los medios que haya empleado el canciller son secretos —respondió Grehogor Pool reacio a poner en conocimiento de aquel patán todos los ases que se guardaba en la manga —. Es más, puedo añadir que esta misma tarde La Dama del Este arriará velas en Santiyí y su tripulación pasará la noche en vuestra ínsula.

Los ojos de Jumas se abrieron como platos al escuchar aquella noticia, y su boca, completamente embadurnada de papilla, se desencajó en una mueca de incredulidad.

—¡Asombroso! ¡Incluso yo tengo noticias de la llegada del capitán O’Neil cuando La Dama del Este ya se encuentra a muchas millas de Santiyí! Y vos… ¡Y vos me decís que sabéis a ciencia cierta que ese escurridizo pirata va a poner un pie en mi ciudad incluso antes de que su barco haya llegado a puerto!

Grehogor Pool esbozó una sonrisa de satisfacción.—Como oís, gobernador. Ahora mismo diez fragatas gadgarianas fondean

en el cabo de la Isla de Lewiss, a doce millas de distancia; lejos de posibles espías

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y miradas sospechosas. A una orden mía, las diez naves, capitaneadas por El Hal-cón de la Noche, llegarán al puerto de Santiyí en un suspiro y tomarán la ciudad, convirtiendo las calles en una ratonera sin salida—. El rostro de Jumas palideció al escuchar aquellas palabras. La idea de poner su más preciada posesión en manos del ambicioso canciller gadgariano le resultaba inquietante. Grehogor Pool, a expensas de la palidez que de repente se había apoderado del rostro del gobernador, continuó su discurso—. Apresaremos al capitán O’Neil y a toda su tripulación, tomaremos La Dama del Este por la fuerza, y después marcharemos de su isla sin causar mayor alboroto, llevándonos con nosotros el botín conquistado.

—¿Cuántos de sus hombres desembarcarán en Santiyí? —balbuceó el go-bernador cada vez más pálido.

—Cerca del millar.Jumas Gladios no dijo nada al respecto, pero por la expresión que apareció

en su rostro era más que obvio que la idea de permitir tal desembarco le causaba gran desazón. Mil alabarderos sobrepasaban en número a las defensas que él mismo mantenía en la ciudad. Si accedía a aquellas condiciones estaba entregando las llaves de Santiyí a los saqueadores más temidos del Océano Virgen. El comodoro Pool, que vislumbró en seguida las dudas en los ojos de sapo del gobernador, se apresuró a detallar la propuesta del Canciller.

—No debéis temer nuestras intenciones, amigo mío —siseó sin borrar la sonrisa de sus labios—. El Canciller no desea nada de esta ciudad. Sus aspiraciones radican en el trono totalitario de Gadgan, no en una isla perdida en un archipiélago desconocido.

El gobernador afirmó con un cabeceo, pero la expresión de su rostro seguía siendo obcecada.

—Comprendo el gran valor que pueda tener la cabeza de ese bandido para la corona de Huma Norte —siseó el gordinflón jugueteando con los anillos de sus dedos. De repente su blanquecino cuello había comenzado a sudar, y sus dedos regordetes se afanaban en limpiar los chorretones que caían por su nuca—, sin embargo debo recordarle que se encuentra en territorio neutral. Aquí no somos bandidos, ni cuatreros, pese a lo que pueda parecer. Aquí debemos contemplar la ley, debemos seguir un estricto orden, debemos mantener la paz en nuestras fronteras y no tolerar que nuestros refugiados se vean amenazados. No sé si me comprenderá, es una especie de…

—¿Justicia divina? —concluyó el comodoro por él.Los gruesos labios del gobernador se retorcieron en una mueca lasciva.Grehogor Pool, que ya sabía perfectamente adónde quería llegar su anfitrión,

se hizo a un lado y dejó que varios de sus hombres descargaran cuatro pesadas sacas

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a los pies del gobernador. Los ojos del de Santiyí se abrieron de par en par cuando el contenido de aquellas bolsas quedó revelado y el color del oro tiñó sus dilatadas pupilas.

—¡Santo El Enned! —exclamó izándose sobre sus propias mollas y hun-diendo sus manos en el contenido de las sacas. Las monedas y las piedras preciosas rebosaron el tope y cayeron desparramadas al suelo.

—Diez mil monedas de oro, y mil seiscientas circonitas de las Minas de Der-Buey —indicó el comodoro con tono neutro—. Justo el doble de la recompensa que el Canciller ofrece por la cabeza del Lobo Negro. Y si esto no fuera suficiente…

Una vez más el comodoro se hizo a un lado y dos alabarderos, envueltos en gruesas túnicas y profundas capuchas, avanzaron sumisos hasta postrarse a los pies del gobernador. Cuando se descubrieron el rostro y las túnicas cayeron al piso, el rechoncho mandamás sufrió poco menos que un sobresalto. Ante sus ojos aparecie-ron dos hermosas y delicadas hembras gadgarianas. Sus cuerpos bronceados por el sol lucían semidesnudos, apenas ocultos por finos velos de seda que dibujaban sus preciosas formas. No osaron levantar la cabeza hacia el trono del gobernador, tan sólo dirigieron escuetas miradas de soslayo, pero tal fue la desolación al vislumbrar a su nuevo señor, que sus ojos orgullosos se convirtieron en pozos medrados por la frustración.

El gobernador, rempantingado en su sitial, apartó a los criados para tener mejor panorámica de las esclavas, y se retorció las manos extasiado al contemplar la voluptuosidad de sus formas. Las mujeres gadgarianas eran altas y fornidas de por sí, incluso llegaba a decirse que podían ser las más hermosas de todo el continente de Argos. La sola idea de compartir lecho con aquellas esculturales amazonas hizo que todos sus temores a perder el trono de Santiyí desaparecieran de su mente.

Grehogor Pool, mostrando en sus labios una sonrisa irreverente, se aproximó al sitial del gobernador y se apresuró a zanjar el acuerdo:

—¿Supongo que todos los presentes serán de su agrado?El mandamás ni tan siquiera escuchó las palabras del gadgariano. Su boca

chorreaba saliva, y sus manos se frotaban presa de un frenesí lascivo. Tan sólo tenía ojos para las dos esclavas que se doblaban ante su presencia.

El comodoro ensanchó su sonrisa al comprender que sus suposiciones iniciales eran correctas. Jumas Gladios, a pesar de ostentar el mandato sobre el cayo más inexpugnable de todas las Islas Negras, era un completo imbécil. La idea de pasar sus últimos días de gloria en aquel paraíso perdido se le hizo más atrayente.

—¿Gobernador? —insistió alzando un poco más la voz.El Cerdo alzó la mirada y observó de refilón al comodoro. Tal era su grado

de estupefacción, que parpadeó varias veces, como si tomara conciencia de donde

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se encontraba. Sin embargo su vuelta a la realidad no duró demasiado. Sus ojos volvieron a caer sobre el oro y sobre las dos preciosas doncellas.

—¡Por supuesto, por supuesto! —añadió con desinterés. De repente parecía acuciado por las prisas y lo único que deseaba era quitarse de encima a todos aquellos molestos extranjeros—. ¡Traed acá vuestros barcos, vuestros alabarderos, o lo que vos creáis conveniente! Tenéis mi permiso para ello.

Grehogor Pool afirmó con la cabeza, y sintiéndose eufórico ante la sencillez con que había acabado la discusión, se volvió hacia Dredd Sullivan, y con un simple gesto, le indicó que se marcharan.

Mientras la comitiva desalojaba la Alcoba del Cardinal, el Carnicero de Rimbau no pudo evitar contemplar por última vez al gobernador y a las dos esclavas. El de Santiyí se mostraba eufórico ante tan magna visión y sus dos compatriotas habían comenzado a temblar ante la perspectiva de ser obligadas a tener que entregar sus cuerpos a tan amorfo personaje. Grehogor no pudo evitar compadecerse de ellas. No obstante, muy pronto la caza del Lobo Negro ensombreció todos aquellos pensamientos. Había llegado a Santiyí con la esperanza de hacerle pagar todas sus humillaciones, y ahora que tenían carta blanca, el cazador no iba a contener su bota hasta que el capitán de La Dama del Este no quedara aplastado bajo su tacón.

Presa de la euforia, condujo a sus alabarderos fuera de aquel antro de perver-sión. Ya atravesaban el largo pasillo que conducía al patio inferior, cuando pudieron escuchar como el gobernador ordenaba a sus sirvientes con gritos exaltados que aban-donaran la alcoba. Una vez más sintió compasión por las dos esclavas que quedaban a su merced, y no pudo evitar preguntarse si la sumisión vislumbrada en la doncella que se había postrado a sus pies sosteniendo en alto el cuenco de frutas, llegaría a reflejarse algún día en los ojos orgullosos de las dos amazonas gadgarianas.