El via Crucis de Todos Los Hombres - Ramón Cue, SJ

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Via Crucis

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    (Contraportada)

    EL VIA-CRUCIS DE TODOS LOS HOMBRES

    Cristianos, creyentes y ateos.

    Indiferentes y sectarios.

    Traidores y leales. Honrados y sinvergenzas.

    Monrquicos y republicanos.

    Demcratas, cratas y autcratas.

    Lobos y corderos. Palomas y serpientes.

    Vctimas y verdugos.

    Intrigantes, tramposos y ladrones.

    Pobres y ricos. Con suerte o sin ella.

    Ambiciosos, conformistas y rebeldes.

    De cualquier ideologa, partido o sindicato.

    Vencedores y vencidos.

    Vendedores y vendidos.

    En favor, en contra, o al margen de la Iglesia.

    Con la mano abierta o el puo cerrado.

    En coche, en moto, o simples peatones.

    De todos los hombres.

    Porque todos, a la corta o a la larga; por las buenas o por las malas; al

    principio, al medio o al fin; por ms que neguemos su existencia, recorre-

    remos en nuestra vida este inevitable camino

    del VIA CRUCIS

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    RAMON CUE, S. J.

    EL VIA-CRUCIS DE TODOS LOS HOMBRES

    MADRID

    1978

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    Con las debidas licencias

    CUBIERTA: MEMLING

    La Piedad. Detalle. Capilla Real de Granada.

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    NDICE

    Se inaugura el museo de la injusticia .......................................................... 6

    1.a Estacin: Jess es condenado a muerte ................................................ 6

    Cuatro millones de milmetros cbicos de cruz ........................................ 24

    2.a Estacin: Jess carga con la cruz ....................................................... 24

    Todas las piedras tienen un nombre .......................................................... 36

    3.a Estacin: Jess cae por primera vez ................................................... 36

    La esquina en que aguardan las madres .................................................... 44

    4. Estacin: Jess encuentra a su Madre ................................................ 44

    Un catedrtico en la ciencia de llevar la cruz ............................................ 52

    5. Estacin: El Cirineo carga con la cruz de Jess .................................. 52

    La mujer que le rob la cara a Dios ......................................................... 63

    6.a Estacin: La Vernica limpia el rostro de Jess ................................. 63

    Volvi a tropezar en la misma piedra ....................................................... 71

    7.a Estacin: Jess cae por segunda vez ................................................... 71

    Y seguirn llorando todas las mujeres del mundo ..................................... 78

    8.a Estacin: Jess habla a las hijas de Jerusaln .................................... 78

    Los ladrones, ms fuertes, no cayeron nunca ............................................ 89

    9.a Estacin: Jess cae por tercera vez .............................................. 89

    La venda que defiende nuestros ojos ........................................................ 97

    10. Estacin: Jess es despojado de sus vestidos .................................... 97

    Cristo no cobr nunca sus derechos de autor .......................................... 108

    11. Estacin: Jess es clavado en la cruz .............................................. 108

    Partida legalizada de defuncin .............................................................. 123

    12.a Estacin: Jess muere en la Cruz .................................................... 123

    El regreso a la madre con la vida rota ..................................................... 133

    13.a Estacin: Jess es descolgado de la Cruz ....................................... 133

    Un sepulcro prestado para tres das ........................................................ 146

    14.a Estacin: Jess es enterrado en un sepulcro ................................... 146

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    A MARIA DE NAZARET,

    Madre, Doctora y Gua del Va-Crucis.

    A NUESTRAS MADRES CRISTIANAS,

    que de nios, nos ensearon a besar la cruz; y, ya hombres, nos ayu-

    daron a cargar con ella.

    A TANTAS MUJERES DEL MUNDO, annimas y silenciosas, que

    acompaan y confortan a los hombres en su Va Dolorosa.

  • 6

    SE INAUGURA EL MUSEO DE LA INJUSTICIA

    1.a Estacin: Jess es condenado a muerte

    Un amigo arquelogo me haba asegurado bajo palabra y garanta

    profesional que se conservaba en Jerusaln el lugar exacto que sirvi de

    escenario histrico para la Primera Estacin del Va-Crucis. Es decir, el

    sitio autntico en que el Gobernador Romano, Poncio Pilato, mont el apa-

    rato externo jurdico para condenar a muerte a Cristo. Que no se trataba

    solamente de una mera localizacin del edificio que albergara el tribunal,

    sino de la misma sala concreta en la que se sent solemnemente el Gober-

    nador para dictar la sentencia de muerte y lavarse las manos. Ms todava:

    afirmaba mi amigo arquelogo que se haba descubierto la pavimentacin

    autntica del Tribunal, las mismsimas losas romanas que sostuvieron la

    figura hiertica y atropellada de Cristo, cuando Este oy decir oficialmente

    al Gobernador Romano: Reus es mortis Quedas condenado a muerte.

    De ser esto verdad y la solvencia de mi amigo era incuestiona-ble la humanidad haba rescatado y estaba en posesin de uno de los lu-

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    gares ms sensacionales de la historia: la sala autntica del Tribunal en la

    que se pronunci la sentencia ms injusta de todos los tiempos.

    No pude descansar esa noche pensando en la visita que iba a realizar

    a la maana siguiente. La noche entera transcurri en una ininterrumpida

    sucesin de sueos y vigilias, en que se mezclaban, sin fronteras claramen-

    te delimitadas, las fantasas y los recuerdos, las vivencias y las pesadillas.

    Esa noche comprend un poco mejor la alucinante novela El Proceso,

    escrita y vivida por otro judo, Kafka, con retazos mal hilvanados de sueos, duerme-velas y realidades.

    Mi amigo arquelogo no haba querido adelantarme detalles concre-

    tos del descubrimiento sensacional. Insisti en que deba yo solo, sin pre-

    juicios ni previas ambientaciones, enfrentarme con el hallazgo. Tan slo

    me dio la localizacin: est en el interior del actual Convento de las Damas

    de Sin, en el arranque de la Va Dolorosa, cerca de la explanada del Tem-

    plo, sobre el viejo solar de la Torre Antonia.

    Y all me dirig la maana siguiente, liberado ya de mi noche angus-

    tiosa.

    Pero iba disgustado porque llegaba con retraso. Yo hubiera querido

    hacer ese camino hacia el Pretorio a la misma hora en que lo recorri Cris-

    to: y pisar las losas romanas del Tribunal, a la hora aproximada al me-nos en que Cristo las pis; es decir, al alba, segn el dato de San Juan en su Pasin; en nuestro horario, alrededor de las seis de la maana.

    Y yo me haba dormido. Despus de una noche alborotada y sudoro-

    sa de sueos y pesadillas, ca, ya rendido, de madrugada; cuando haba

    calculado precisamente salir para el Pretorio.

    Llevaba cuatro horas de retraso.

    Como siempre. Parece que es mi triste y vergonzoso sino llegar

    siempre tarde a las citas de Cristo.

    Mientras yo dorma, destrozada mi sensibilidad, Cristo haba sido

    conducido ya ante el Gobernador Romano. A estas horas, las diez de la

    maana, en que yo me apresuraba hacia el Pretorio, ya estaba muy adelan-

    tado el Proceso de Cristo.

    Por eso apret el paso y trat de encontrar atajos a travs de las calle-

    juelas del Viejo Jerusaln.

    Pronto la fatiga me oblig a detenerme. Entonces comprend que ca-

    minaba cuesta arriba. Y record un dato ms de San Juan, que estaba yo

    reviviendo en mi acelerada respiracin: el Pretorio en que Jess fue juzga-

  • 8

    do y condenado, quedaba en uno de los puntos ms elevados de la ciudad;

    y era designado vulgarmente por una palabra hebrea que recoge San Juan:

    Gabbatha, es decir, cumbre o altura.

    No empezaba mal la verificacin de los datos arqueolgicos.

    Evidentemente yo estaba subiendo; la cuesta haba frenado mis pri-

    sas; y en la breve pausa que me impuso, le di mentalmente las gracias a mi

    amigo arquelogo por no haberme adelantado ningn dato. Es ms sabroso

    irlos verificando y descubriendo personalmente.

    Cuando al fin remont la cuesta eran las diez y cuarto de la maana.

    Inmediatamente localic, a mi izquierda, el Convento de las Damas

    de Sin, fundadas por dos judos alsacianos convertidos; los Padres Alfon-

    so y Teodoro de Ratisbona en 1842, para dedicarse en apostolado, oracin

    y sacrificio a la conversin, de los judos. Trece aos ms tarde el Padre

    Alfonso de Ratisbona empez a comprar en Jerusaln unos viejsimos y

    abandonados solares; hacinamiento informe de escombros y basuras, en-

    crespamiento de malezas y aullidos de gatos salvajes, que algunos sospe-

    chaban corresponder al posible emplazamiento de la Torre Antonia, cerca

    de la explanada del Templo.

    Terminado el Convento y su instalacin sobre un solar presuntamen-

    te sagrado e histrico, las Damas de Sin, ayudadas y dirigidas por la pres-

    tigiosa Escuela de Arqueologa de los Padres Dominicos de Jerusaln, pre-

    sidida por el instinto histrico y mstico del Padre Vincent, comenzaron las

    excavaciones en el subsuelo del Convento.

    La bsqueda ms intensa y afortunada coincide con la etapa de 1927

    a 1932.

    Fue entonces cuando apareci el Pretorio.

    Y yo quera verlo y verificarlo.

    Por eso estaba pulsando con impaciencia el timbre de la puerta; y

    porque a las diez y cuarto de la maana, a finales de Marzo, el sol ya mo-

    lesta en Jerusaln. Un sol, que sin consideracin, caa sobre m, fatigado ya

    y sudoroso.

    Por eso insist apretando nuevamente el timbre.

    A mi segunda llamada se abri la puerta.

    En la fresca penumbra apareci una religiosa, Dama de Sin, qu

    reaccionaba ante mi impaciente repiqueteo del timbre con una serena y na-

    tural sonrisa.

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    No tuve tiempo de formular mi deseo.

    Lo deba gritar en mis ojos.

    Por eso, adelantndose a mis palabras, me invitaba la religiosa en un

    ingls de acento internacional;

    Pase, pase. Padre...

    Ya dentro del vestbulo le expuse mi propsito;

    Madre, quisiera visitar, si es posible, el Litstrotos...

    Pero ella ya iba delante, abriendo camino y sirvindome de gua:

    Naturalmente, Padre; con mucho gusto. Sgame, por favor. Discul-pe que pase la primera; as le enseo el camino...

    Y la segu. No me preguntis por dnde; ignoro si atravesamos salas,

    patios o corredores. Yo solamente atenda a seguirla; y ella tambin pare-

    ca tener prisa como yo.

    Hasta que abri una puerta y se volvi para advertirme:

    Cuidado ahora, Padre; vamos a bajar una escalera.

    Y encendiendo una luz elctrica desapareci por el hueco. Indudable-

    mente estbamos bajando al stano del Convento. La escalera, empinada y

    estrecha, nos obligaba a descender con lentitud. Nos acercbamos, eviden-

    temente, al Pretorio, al Tribunal en que Cristo fue condenado a muerte. Por

    eso, cuando pisamos ya el plano, yo mir a mi alrededor, escrutando los

    rincones y buscndolo con mis sentidos tensos, mientras oa que la Dama

    de Sin me reclamaba desde otro hueco que se abra en el stano:

    No, Padre; no est aqu; ms abajo, ms abajo...

    Y tuve que dirigirme al segundo hueco de escalera por el que ella ha-

    ba empezado ya a descender.

    Ms abajo? preguntaba yo con extraeza.

    S; ms abajo, ms abajo iba repitiendo ella delante de m, mien-tras descendamos, y ahora ms lentamente, por una segunda escalera que

    perforaba atrevidamente el subsuelo de Jerusaln.

    Ms abajo, ms abajo, ms abajo...

    Me lo segua advirtiendo ella o me lo iba repitiendo yo? O era un

    eco en la resonancia misteriosa de la historia...

    No podra asegurarlo; pero s, que aquel inesperado segundo tramo

    de escalera subterrnea, me pareca interminable, angustioso, infinito. No

    en vano estbamos bajando dos mil aos de historia.

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    Cada escaln equivala a un descenso de medio siglo...

    Sobre todo, no en vano estbamos bajando hasta la cota mxima de

    la injusticia entre los hombres: condenar a muerte a la misma Inocencia y

    Justicia de Dios.

    Nosotros bajbamos escaln tras escaln, pausadamente.

    Pilato lo hizo de un solo golpe y con una sola frase: Eres reo de

    muerte.

    Me acord de El Dante en su descenso al Infierno. Virgilio era su

    gua.

    A m tambin me pareca estar bajando al abismo de otro misterioso

    Infierno: el de la Justicia humana que se atreve a condenar a Dios. Mi gua,

    esta vez, era una mujer, una virgen. Y una Dama. Se llamara Beatriz c-

    mo la Dama que guio a El Dante en el Paraso? Mi camino conciliaba en-

    tonces Infierno y Paraso. Infierno de condena para Dios. Paraso de libe-

    racin para los hombres. Se llamar Beatriz?

    No pude preguntrselo.

    Habamos llegado.

    La voz de mi gua me situ bruscamente en la realidad:

    Padre, ste es el Pretorio. Aqu el Seor fue condenado a muerte...

    Hubo una breve pausa de silencio infinito.

    Lo dejo. Padre. Preferir quedarse solo en este sitio.

    Y sin esperar mi respuesta* la Dama de Sin desapareci de mi vista

    y comenz a subir las escaleras. Sus pasos se fueron perdiendo y alejando,

    perceptibles primero hasta alcanzar el stano; casi perdidos despus al irse

    alejando, por el segundo tramo ascensional hacia el sol y el aire alegre de

    aquella maana luminosa de Marzo... Hasta que se hizo el silencio abso-

    luto.

    Entonces me sent abandonado y solo en la profundidad abismal de

    mi descenso.

    * * *

    Todo quera verlo y devorarlo con los ojos al mismo tiempo en un

    hambre de verificacin histrica.

    Arriba, me cubra y abrumaba una bveda demasiado baja. No me in-

    teresaba. Su misma curvatura, trazada pocos aos haca, para sostener el

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    stano, me empujaba insistentemente a que mirara abajo, al pavimento que

    estaba pisando.

    Baj los ojos, los pase lentamente como una asombrada caricia por

    todo el enlosado y me qued mudo de emocin.

    Era una superficie como de unos doscientos cincuenta metros cuadra-

    dos, cubierta toda ella por desmesuradas losas romanas. Luego me confir-

    maron exactamente mis clculos: de metro, a metro y medio de largo. El

    espesor alcanzaba el medio metro. Estaban todas surcadas por unas estras

    paralelas, como pequeos canales, para recoger el agua de la lluvia, ya que

    estas piedras correspondan al enlosado de un patio abierto a la intemperie.

    Y tenan grabadas en el granito unas figuras misteriosas; signos y seales

    de un juego en el que intervenan los dados y al que se dedicaban los sol-

    dados romanos entreteniendo sus ocios en los turnos de guardia. El juego

    consista en un camino zigzagueante en forma de laberinto, por el que se

    llegaba a una corona real, meta del ganador y grabada con nfasis en el

    granito. Todas las curvas del camino estaban sealizadas con una palabra

    griega, misteriosamente repetida: Basileus. Rey. Esta vez el vencedor

    iba a ser Cristo, a quien los soldados romanos ceiran una corona regia de

    espinas. Y el mismo gobernador redactara la lpida conmemorativa, man-

    dndola colocar sobre su cabeza: Jess Nazareno, Rey de los Judos.

    Tablero de juego, en tamao natural, correspondiente al patio romano

    de la Torre Antonia y descrito por San Juan en la Pasin con otra palabra

    griega: litstrotos, que quiere decir enlosado.

    All, en el Litstrotos, como a las once de la maana mand montar

    Pilato un Tribunal, una tarima o tribuna en semicrculo y sobre ella, entro-

    nizada la silla curul.

    Haca veinte siglos.

    De pronto me pareci que por encima de mi cabeza desapareca la

    bveda baja que me albergaba, con toda la edificacin superpuesta del

    Convento, hasta que apareci, altsima, la bveda del cielo. Una catarata

    de sol se estrell contra el enlosado del Litstrotos. Levant ms los ojos:

    arriba en los cuatro ngulos del patio se erguan, en el azul, las cuatro to-

    rres romanas que lo flanqueaban, como cuatro altsimos centuriones, ro-

    manos...

    Me envolvi un gritero invisible en un oleaje creciente y chilln que

    me desgarraba los odos:

    Crucifcalo! Crucifcalo!

  • 12

    Baj los ojos. En la silla curul sobre la tarima del Tribunal, estaba

    sentado el Gobernador Poncio Pilato.

    Se lavaba las manos solemnemente en una jofaina de plata.

    Sobre el fro enlosado del pavimento haba unos pies desnudos. Los

    pies de un reo. Fui subiendo los ojos por ellos, lentamente, hasta llegar a

    los de Jess, tristes y serenos, que me asaeteaban reclamando piedad y

    formulando reproches al mismo tiempo. Un eco trgico segua repitiendo,

    como un trueno lejano y eterno, que nunca muere, la sentencia ms injusta

    de la historia:

    Eres reo de muerte.

    Ca de rodillas sobre el viejsimo pavimento romano hasta tocar con

    mi frente la superficie pulimentada del granito.

    Eres reo de muerte repeta la sentencia revolando a mi alrededor con locos aletazos, como un ciego y repugnante pjaro negro que gira y

    gira en el Litstrotos desde hace dos mil aos:

    Eres reo de muerte.

    No s cunto tiempo estuve as de rodillas.

    En la eternidad del Litstrotos se pierde toda nacin de tiempo.

    Cuando al fin levant la cabeza advert unas gotas liquidas y transpa-

    rentes que salpicaban el granito del suelo a mis pies.

    S; es verdad; podran ser lgrimas de mis ojos. Haban llorado.

    O podran ser salpicaduras del agua con que Pilato se lav espectacu-

    larmente las manos.

    Terrible incgnita para el hombre que se interroga sobre la autentici-

    dad de su llanto y de su amor a Dios.

    Lgrimas de verdad o agua mentirosa de autojustificacin?

    Autntico llanto del corazn?

    O repeticin del agua cobarde de Pilato?

    No lo s. Lo sabe Dios.

    * * *

    Me segua impresionando aquel pavimento enlosado de poderosas y

    robustas piedras romanas.

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    Cmo pudieron aguantar, sin pulverizarse, aquella Injusticia? La

    condenacin oficial de la Inocencia Oficial. Si alguna vez existi en un

    hombre la inocencia absoluta fue entonces, en Cristo.

    Aguantaron las losas romanas; no en vano forman una costra impene-

    trable y acorazada de granito con medio metro de espesor.

    Aguantaron la farsa repugnante de aquel juicio: un reo que llega ya

    prejuzgado y condenado de antemano. Con falsas acusaciones y con testi-

    gos comprados. Un juicio sin abogado defensor. Sin una sola voz que se

    alce en su ayuda. Un juicio en que el fiscal adquiere presencia y voz multi-

    tudinaria de turba amotinada y ronca, borracha de odio. Un fiscal que es

    toda la humanidad entera. Un juicio en que el juez repite en pblico, obse-

    sivamente, hasta el sarcasmo, que el reo es inocente, que no encuentra mo-

    tivo de condena; y, sin embargo, termina condenndolo. Un juicio en que,

    al fin, un chantaje poltico decide y arranca la sentencia: Si no lo conde-

    nas, no eres amigo del Csar.

    Y fue condenado. A muerte.

    Cmo pudieron estas piedras, por duras que parezcan, aguantar ta-

    maa Injusticia?

    Las mir, escrutndolas, una vez ms.

    Y me dio la impresin de que ellas, a su vez, me miraban a m, pi-

    dindome comprensin y piedad. En cada uno de los poros de su granito se

    abri un ojo minsculo, pero vivsimo, como una pupila de alfiler, y todo

    el enlosado romano me contemplaba con aquella mirada, desgarradora y

    muda de infinitas pupilas suplicantes...

    Me dio pena, inmensa pena, de aquellas losas romanas destinadas a

    aguantar en su piel tan humillante sentencia. Comprend su color marfile-

    o, de cutis sin sangre, amarillo de vergenza, plido en desmayo de una

    vida que se va...

    Y en ese instante adivin el porqu de su ocultamiento durante veinte

    siglos.

    Fueron estas mismas losas, avergonzadas por la injusticia de los

    hombres, las que reclamaron su propia desaparicin.

    Sent el clamor que suba desde el granito humillado hasta las cuatro

    torres vigas que desde arriba se asomaban al Litstrotos. Las losas del pa-

    vimento suplicaban a las piedras de las torres:

    Caed sobre nosotras, sepultadnos bajo el peso de vuestros escom-bros. Escondednos de la vista de los hombres. Libradnos del sol y de la luz

  • 14

    que iluminan nuestro estigma. Cmo podis aguantar, torres erguidas,

    tanta ignominia? Qu hacis de pie en la altura, si la misma Justicia ha

    rodado por los suelos? Desplomaos sobre nosotras; aplastadnos, escon-

    dednos, sepultadnos.

    Y cayeron las Torres.

    Los mismos romanos, en la conquista de Jerusaln por las legiones

    de Tito, se encargaron de derrumbarlas cuarenta aos despus de la muerte

    de Cristo. Y no qued piedra sobre piedra.

    Las guerras y los asedios, que cien veces asolaron a la ciudad sagrada

    de Jerusaln, fueron amontonando escombros sobre escombros. El grosor

    de las ruinas superpuestas llega a alcanzar los nueve y diez metros de altu-

    ra.

    En la profundidad de su desaparicin, aplastadas por toneladas y to-

    neladas de ruinas y escombros, las piedras del Litstrotos escondieron su

    vergenza durante veinte siglos.

    * * *

    Pero las piedras del Litstrotos se engaaron en sus clculos.

    Haban imaginado, y con razn, que despus de la suprema injusticia

    que conden a Cristo, ya no volvera a haber ms injusticias sobre la tierra;

    que la condena de Cristo iba a traer la justicia al mundo; que en ningn lu-

    gar de la tierra se perpetrara ya el ms mnimo atropello; y, por tanto, ellas

    solas iban a ser las nicas piedras injustas del universo, marcadas a fuego,

    en su carne viva, con el ms vergonzoso estigma.

    Por eso haban podido desaparecer. Porque bastaba ya un solo conde-

    nado inocente, Cristo. Fue tan infinita esa injusticia que al pagar Dios ese

    precio, haba comprado ya la justicia para todos los hombres. Y ya no ha-

    bra tribunales arbitrarios, ni jueces vendidos, ni testigos comprados, ni

    chantajes, ni atropellos, ni condenas de los inocentes y de los dbiles...

    Reinara la Justicia en todas partes.

    As lo pensaron las piedras del Litstrotos.

    Y as lo haba planeado tambin el Padre al entregar a su Hijo.

    Pero la maldad de los hombres hizo fracasar los planes de Dios.

    Dos mil aos aguantaron las piedras avergonzadas del Litstrotos su

    voluntario escondimiento, aplastadas y borradas de la geografa por ingen-

  • 15

    tes escombros. Dos mil aos sin atreverse a levantar su frente humillada,

    esperando que se impusiera la justicia en la tierra.

    Hasta que se cansaron de esperar.

    Y reclamaron de nuevo su aparicin para echar ahora en cara a los

    hombres todas sus cuotidianas injusticias y enfrentarlos a la condena de

    Cristo.

    Reclamaron a gritos su aparicin.

    Y vinieron las Damas de Sin, los arquelogos y los escrituristas, los

    tcnicos excavadores y los obreros.

    Un lamento de siglos los llamaba y atraa misteriosamente desde las

    ciegas profundidades en el subsuelo de Jerusaln.

    Picos y palas, excavando amorosamente la tierra, seguan instintiva-

    mente la llamada subterrnea que los guiaba. La justicia, aplastada y olvi-

    dada, impona su voz inflexible atravesando millones de kilos de escom-

    bros, y dos mil aos de olvido.

    Hasta que apareci el pavimento entero del Litstrotos, como un in-

    menso pergamino desenrollado con una viejsima condena escrita en sus

    losas.

    Pero esta vez la sentencia condenatoria se volva contra toda la Hu-

    manidad y en nombre de Cristo atropellado denunciaba valientemente la

    injusticia con que, unos a otros grandes y pequeos, altos y bajos, po-bres y ricos, dbiles y poderosos, nos condenamos mutuamente, todos los das, hermanos contra hermanos.

    Y yo estaba entonces contemplndolo, extendido a mis pies, el Lits-

    trotos de-Cristo, acusndome y acusndonos.

    Volva a ser un tribunal que nos citaba en sus piedras a todos los

    hombres para pedirnos cuentas, en nombre de Cristo, de nuestras injusti-

    cias con los dems.

    Yo lo miraba y lo miraba, subyugado y despavorido al mismo tiem-

    po.

    Porque ya no era solamente el tribunal concreto que el siglo primero

    conden a un Hombre Dios, a Cristo, personaje de la historia.

    Era un tribunal eterno y universal, de todas las pocas, para todos los

    hombres, en la ms sangrante actualidad.

  • 16

    Ya no era una pura y venerable reliquia arqueolgica de un pasado

    muerto, cotizable slo como una pieza de museo. Era una pavorosa reali-

    dad de un presente vivo, en perenne exigencia condenatoria.

    Yo vi, con pasmo y con miedo, cmo iban desapareciendo a mi alre-

    dedor las paredes circundantes que encuadraban y cean el pavimento del

    Litstrotos. Yo vi cmo, al mismo tiempo, hua la bveda y se esfumaba el

    convento de las Damas de Sin, mientras simultneamente las losas roma-

    nas iban subiendo y subiendo hasta emerger y situarse en el mismo nivel

    exterior de la actual ciudad de Jerusaln.

    Yo vi, con ojos desorbitados, cmo creca y creca el Litstrotos a mi

    alrededor, ensanchndose simultneamente por los cuatro puntos cardina-

    les. Como si el Litstrotos fuera un volcn en erupcin y la lava irresistible

    y viva de sus losas romanas, avanzara y avanzara en todos los sentidos, re-

    cubriendo toda la superficie de la tierra; curvndose ms y ms hasta en-

    volverla y enlosarla totalmente.

    Ya el Litstrotos no era un pavimento de doscientos cincuenta metros

    cuadrados. Haba crecido desmesuradamente: era ahora un pavimento que

    alcanzaba los quinientos diez millones de kilmetros cuadrados; igualaba,

    cubra y forraba con sus losas la superficie entera de la tierra.

    Nuestro planeta giraba en los espacios como un alucinante y gigan-

    tesco tribunal, en el que los hombres nos condenbamos injustamente,

    unos a otros; sin cansancio, sin reposo ni tregua; en la sucesin de los das

    y las noches, sin respetar el turno de las estaciones; acumulando ao tras

    ao, siglo sobre siglo, odios, injusticias, malquerencias y atropellos.

    En su vuelo estelar, entre el tiempo y el espacio, la tierra era un Li-

    tstrotos volante, donde cada hombre, al mismo tiempo que se senta con-

    denado por los otros, condenaba l a su vez a los dems.

    No hay ni un solo palmo de tierra de este mezquino planeta donde un

    Pilato, siempre redivivo cobarde, injusto, ambicioso, vengativo, cruel o aprovechado no haya montado su tarima y entronizado su silla curul, pa-ra condenar a algn inocente.

    Cada uno nos erigimos en juez de los dems; y lo condenamos pri-

    mero en el tribunal privado de nuestros pensamientos, para formular des-

    pus pblicamente la sentencia, en la conversacin, la tertulia, el caf...

    Tambin las reuniones tcnicas de consulta y asesoramiento se con-

    vierten muchas veces en tribunales donde se condena en falsos o exagera-

    dos testimonios, a un hermano ausente que conviene e interesa despresti-

  • 17

    giar y eliminar. Hay informadores, oficiales y oficiosos, que se dedican

    glotonamente a redactar actas de acusacin. Hay corresponsales epistolares

    que todos los das, para poder conciliar el sueo, con la satisfaccin de un

    deber cumplido, tienen que escribir una carta a las alturas correspondien-

    tes, con denuncias o condenas de algn prjimo. Y los hay, tan cobardes y

    repulsivos, que ni siquiera se atreven a dar la cara y escupen la envidia

    acusadora en una carta annima que es un hijo sin padre, o mejor, una hija

    de mala madre... Y hay colmo de la injusticia y la cobarda quien des-de la altura de su silla curul se atreve a condenar a un inferior por el testi-

    monio mezquino de un annimo.

    Aprovechamos todos los medios de comunicacin a nuestro alcance

    para acusamos, juzgarnos y condenarnos: cartas, telegramas y telfono;

    consultas y encuestas; prensa, televisin y radio.

    Repetimos, naturalmente, si es necesario como en el juicio de Cris-to, el chantaje poltico: no eres amigo del Csar. O en nombre de la religin nos rasgamos las vestiduras al mismo tiempo que hacemos trizas

    la honra de nuestro hermano: es un blasfemo, qu mayor testimonio que-

    ris?.

    As vea yo la tierra, convertida en un gigantesco Litstrotos, en un

    vocinglero tribunal hirviente de odios y rencores, rodando pesada, torpe y

    triste, en los espacios, con su carga de tres mil millones de hombres, de

    condenados, unos a otros.

    * * *

    Hasta que volv a la realidad y ca en la cuenta de que en ese momen-

    to me encontraba yo solo, completamente solo, en uno de los lugares ms

    misteriosos y trgicos del universo.

    Gir la cabeza a mi alrededor: nadie. Vaco absoluto. La bveda me

    produca ahogo.

    Situado en el substano del convento, me senta como perdido en el

    centro de la tierra. Del exterior, lejano y hermtico no me llegaba el ms

    mnimo ruido. Ni un eco siquiera. No perciba ni el latido de la tierra cuyo

    seno me rodeaba. Como si se hubiera parado, sin latidos ya, el corazn del

    universo.

    Sent la angustia de las crceles. El aislamiento pavoroso de los pre-

    sos en celdas de castigo, con paredes de corcho y locura de silencio. Me

    pareca vivir en una cmara de tortura; un reflector brutal me apual la

  • 18

    cara: habla! habla! confiesa de una vez! me urga, en las tinie-blas, una voz sin rostro. Habla, es intil resistir! Aunque grites, pidien-do auxilio, nadie va a orte. Nadie. Habla de una vez.

    * * *

    Cuando volv a abrir los ojos segua arrodillado. En cuclillas. Y su-

    daba.

    No haba nadie. Y sin embargo, Alguien estaba all conmigo. Lo sen-

    ta. Escrut todos los rincones sin lograr localizarlo. Estaba en todas partes.

    Lo invada todo. Pero el recinto permaneca vaco. Pavorosamente vaco.

    Y desolado. Como intil. Sin destino.

    Por qu no se le habra buscado una finalidad? El local ofreca ten-

    tadoras posibilidades y sugerencias. Y empec a redactar una imaginaria

    lista de destinos y aplicaciones.

    Aqu, en el Litstrotos, se deba convocar un Congreso Internacional

    de Justicia, para ratificar, una vez ms, los Derechos Humanos. Aqu, pre-

    cisamente, donde la justicia humana haba atropellado los Derechos Divi-

    nos. Pero, es que se pueden respetar de verdad los Derechos Humanos si

    no se respetan, como clave y cimiento jurdico, los Derechos de Dios?

    Qu concentracin, aqu, de todos los jueces de la tierra, con su co-

    leccin completa de sentencias, cada uno, encuadernada, debajo del brazo.

    Qu asamblea de fiscales, con su habilidad maquiavlica de artima-

    as y su destreza de artilugios acusatorios.

    Qu reunin de abogados defensores, vendidos de antemano, antes

    de comenzar el pleito.

    Qu repugnante hormiguero de testigos falsos y comprados, con el

    hedor de su juramento en su boca podrida.

    Al da siguiente, cuando an apeste el Litstrotos, una reunin plena-

    ria de todos los culpables y criminales que han sido absueltos solemne-

    mente por la Justicia humana. Son tantos, que habra que organizar, das y

    das, turnos diversos.

    La ltima asamblea, despus de desinfectar la sala del contagio y el

    olor de las anteriores muchedumbres, sera para convocar, presididos por

    Cristo, a todos los Inocentes condenados jurdica y solemnemente a lo lar-

    go de la historia por todos los tribunales civiles, militares, polticos, reli-

    giosos y eclesisticos.

    Cuntos turnos haran falta?

  • 19

    Slo Dios lo sabe. Y, claro que lo sabe!

    Afortunadamente.

    * * *

    Todas estas sucesivas asambleas y concentraciones no obstan para

    instalar definitivamente en el Litstrotos el Archivo completo de las injus-

    ticias humanas. La coleccin ntegra de todos los procesos falsos y menti-

    rosos. Aunque tengamos ms toneladas de papel y de injusticia que espa-

    cio donde archivarlas, todo cabra en el Litstrotos: la tcnica moderna re-

    duce y aprieta todos los voluminosos legajos de un proceso en una breve

    cajita de microfilmes. Injusticia concentrada. Por ms que ya todos estos

    procesos los tiene Cristo archivados en su cerebro, donde los conoce; y en

    su corazn, donde le duelen.

    En Cristo est la verdad y la justicia de todas las cosas; por mucho

    que los hombres las hayamos falsificado.

    El proceso del asesinato de John Kennedy dicen que est encerrado

    en una caja fuerte que slo podr abrirse a los setenta y cinco aos de su

    muerte; cuando hayan desaparecido todos los posibles colaboradores de la

    generacin asesina...

    Todos los procesos injustos de la humanidad, archivados en la Caja

    Fuerte del Litstrotos, sern mostrados pblicamente a la luz de la verdad,

    cuando hayan pasado todas las generaciones mentirosas de los hombres:

    cuando sea congregada la ltima asamblea total de la humanidad, en la que

    Cristo dir la ltima y definitiva palabra.

    Mientras tanto, el Litstrotos de Jerusaln sigue siendo:

    la Catedral de la Injusticia,

    el Archivo de las Falsificaciones,

    el Museo de Cera de los jueces vendidos,

    la Cmara blindada de las Torturas: aqu azotaron a Cristo y lo coro-

    naron de espinas,

    la Celda de los Castigos,

    la Cheka subterrnea,

    la Caja Fuerte de las Trampas y las Mentiras.

    El ao 1933, al cumplirse los dos mil aos de la sentencia injusta

    contra Cristo, un grupo de juristas judos revis en Jerusaln el proceso de

    Pilato, rectific la sentencia y rehabilit a Cristo.

  • 20

    Intil, aunque digna, rehabilitacin.

    Lo que quiere y exige Cristo es que dejemos ya de condenarnos los

    hombres, unos a otros, injustamente.

    Este es el sentido de la Condena Injusta que Cristo acept; reconci-

    liarnos con su Padre para que nos reconciliramos luego unos con otros.

    Esta es la Verdad que trae Cristo.

    Aqu Pilato interrumpi bruscamente el proceso para hacerle a Cristo

    la gran pregunta: Y, qu es la Verdad?

    Pero tuvo miedo a la respuesta?, miedo a la verdad? le volvi la espalda a Cristo que se qued con la palabra en la boca. Aqu sigue, ale-

    teando, en el Litstrotos, la Verdad de su respuesta.

    * * *

    Un ruido extrao vino bruscamente a romper mi meditacin. Vena

    del exterior y se iba acercando gradualmente.

    Alguien bajaba con prisa el tramo superior de escalera.

    Quin podra ser?

    Pareca una sola persona. Y mujer, por las pisadas breves, ligeras y

    menudas. Una mujer.

    Y me acord entonces de que fue precisamente una voz femenina la

    nica que se aventur en favor de Cristo, en aquel preciso lugar, mientras

    lo estaban juzgando.

    Todos los hombres, hasta los pocos amigos con influencia en las altu-

    ras polticas, enmudecieron entonces y se agazaparon en las sombras. Co-

    mo hoy. Como siempre.

    Slo habl una mujer: Claudia Prcula, la esposa del Gobernador

    Poncio Pilato, quien mand a su marido, mientras actuaba en el tribunal,

    un recado femenino, apresurado y urgente: No lo condenes; es un justo, un

    inocente.

    Lo supo en sueos. O lo intuy. Para una mujer es casi lo mismo:

    sueo o intuicin.

    Para Pilato, el juez, no sirvi de nada; precisamente por eso: sueos y

    visiones y corazonadas de mujeres.

    Fue lo nico que se alz en favor de Cristo. Sin valor ninguno jurdi-

    co. Y lo condenaron.

  • 21

    El recado le lleg a Pilato, interrumpiendo el juicio, con prisa feme-

    nina, como de puntillas.

    Igual que esa mujer, que bajaba ya, con pisadas cada vez ms presen-

    tes, por la segunda escalera.

    Hasta que se hizo visible. Era la misma Dama de Sin que sirvin-

    dome de gua me haba conducido hasta el Litstrotos.

    Perdone. Padre, que le interrumpa me dijo acercndose, es que no me acord de indicarle antes otro descubrimiento arqueolgico muy

    interesante que est aqu mismo y que debe usted visitar. Venga conmigo.

    Y me encamin a otro hueco de escalera que segua ahondando y

    perforando el subsuelo de Jerusaln.

    A medida que descendamos un ambiente, hmedo y fresco, que

    suba a nuestro encuentro, nos iba envolviendo.

    No le extrae. Padre comentaba mi gua, nos acercamos a las dos grandes piscinas subterrneas, situadas debajo del Litstrotos. Se trata

    de los depsitos de reserva, que abastecan de agua a la fortaleza Antonia

    en caso de guerra o de asedio. Mrelos.

    Efectivamente, estbamos al borde de dos cisternas rectangulares y

    paralelas de idntico tamao, forma y construccin.

    Son, como ve, obra romana, anterior a Cristo; dos cisternas con ms de dos mil aos de vida. Las incisiones paralelas, talladas arriba en el

    pavimento del Litstrotos, patio abierto al aire libre, conducan, por sus

    minsculos canales, el agua de la lluvia, que era luego recogida en estos

    depsitos de piedra, en donde desembocan tambin invisibles manantiales

    subterrneos. Milenarios depsitos; pero, como puede comprobar, estn

    an en uso. Un chapuzn en estas cisternas podra ser peligroso para quien

    no sepa nadar sonri la Dama de Sin, el agua tiene dos metros de profundidad. Y adems, est muy fra. Casi helada.

    Yo contemplaba en muda sorpresa aquellas dos lquidas superficies.

    Me ofrecan todo el misterio inmvil de las aguas quietas en las piscinas

    subterrneas. La quietud esttica y la sombra negra convertan sus puli-

    mentados planos en dos viejsimos espejos, cuyo azoque, en muchas par-

    tes, pareca opaco y roto.

    De pronto contempl mi propia imagen, solitaria, reflejada en el

    agua. Estaba otra vez solo.

    Volv la cabeza en busca de mi gua. La Dama de Sin haba vuelto a

    esfumarse, discretamente, sin darme yo cuenta.

  • 22

    Empec a sentir fro. Una humedad glida me llegaba a los huesos.

    El hielo de la injusticia hace tiritar al hombre despojado y desnudo de

    sus ms elementales derechos, en la ms desolada de las intemperies.

    Y en las cisternas no haba agua: estaban llenas de lgrimas. Llanto

    acumulado de siglos y generaciones. Por ocultos e invisibles canales, la

    humanidad, desde todos los rincones de la tierra, verta aqu el llanto seco,

    y quemante que abrasa los ojos al sentirse vctima injusta de un atropello.

    La injusticia no arranca chorros de lgrimas. Se llora poco. Se sufre ms.

    Cada lgrima es un ro concentrado de llanto.

    Sin embargo, las dos cisternas estaban colmadas, hasta rebosar.

    Pobre humanidad. Miradas de generaciones estrujadas.

    Me helaba. No poda ms. Me senta solitario e indefenso en medio

    de un glaciar. Y sub corriendo la escalera hacia el Litstrotos.

    Necesitaba el calor de Cristo; esas brasas siempre encendidas que nos

    ofrece a todos los desvalidos el amor de su Divina Condena.

    Efectivamente, en el Litstrotos, junto a Cristo, condenado injusta-

    mente, empec a entrar en calor. Calor reconfortante que me desentumeca

    y alegraba los huesos helados y rotos.

    Y volv a caer de rodillas sobre el prodigio de aquellas asombrosas

    piedras redentoras.

    Gracias. Seor, por tu Condena a muerte. Podas habernos redimi-do sin pasar por la humillacin y vilipendio de los tribunales, con una

    muerte gloriosa y heroica, provocada por la violencia de un pual, en un

    asesinato, una emboscada, un secuestro.

    Vctima de la violencia fsica que derramara tu sangre. Pero intacto

    tu prestigio y tu fama; sin la refinada violencia moral que te apual jur-

    dicamente en el nombre sacrosanto de la ley, declarndote culpable. Eres

    un reo vulgar. Gracias, Seor.

    La sentencia de Pilato, como exiga en estos casos el derecho ro-

    mano, fue comunicada inmediatamente a Roma, donde qued archivada

    para siempre en la Direccin General de Seguridad.

    Gracias. Seor; has querido pasar para siempre a la historia con antecedentes penales. En los archivos de la justicia humana tienes una

    ficha irredimible: reo de muerte. Tu peligrosidad social alcanz el mximo

    nivel. Condenado a muerte con dos vulgares atracadores de caminos.

  • 23

    Y por esta ficha tuya, infamante e injusta, son quemadas para siem-

    pre nuestras justas fichas de merecida y culpable condenacin; son des-

    truidos los archivos de nuestras comprobadas injusticias personales y se

    nos concede un edicto plenario de absolucin. De amor. Por tu condena a

    muerte.

    Gracias. Seor.

  • 24

    CUATRO MILLONES DE MILMETROS CBICOS DE

    CRUZ

    2.a Estacin: Jess carga con la cruz

    Todos los viernes, a las tres de la tarde, se celebra un Va-Crucis p-

    blico por las calles de Jerusaln. Es sta una de las vivencias ms entra-

    ables que puede experimentar un cristiano. Pero nadie se ilusione imagi-

    nando que van a coincidir sus pies, pisada sobre pisada, en las mismsimas

    piedras que pis Cristo cargado con la cruz, ya que este pavimento histri-

    co y divino queda sepultado a diez o quince metros de profundidad, bajo

    sucesivos oleajes de escombros. Sin embargo, el camino del Va-Crucis,

    arriba, avanza paralelo al itinerario enterrado abajo. Jerusaln se iba re-

    construyendo sobre los mismos planos, conservando tenaz y fielmente el

    mismo viejsimo y milenario trazado de sus calles. Es como si el tronco,

    mil veces desmochado y enterrado, retoara, ms arriba, tozudamente, en

    el mismo sitio; porque las races los primeros cimientos imposible ex-tirparlas, anudadas all abajo, permanecen vivas e intactas. Tal vez sea Je-

    rusaln el ncleo urbano con races ms profundas, de diez a quince me-

    tros, en sentido vertical.

    El pavimento autntico que pis Cristo se conserva actualmente slo

    en la primera y en las cinco ltimas estaciones. El Litstrotos y el Calva-

    rio. Con slo unir estos dos extremos, siguiendo el laberinto tradicional de

    calles, esquinas, encrucijadas y cuestas, se reconstruye en el plano de la

  • 25

    actual Jerusaln, calcado y superpuesto al antiguo, el camino del Va-

    Crucis.

    El trozo medi, de la quinta a la sptima estacin, se sigue llamando

    oficialmente Calle de la Amargura. Los otros tramos tienen sus nombres

    peculiares, rabes o judos. Pero, es igual; lo de menos son los nombres de

    las distintas calles. Todo el itinerario, de la primera a la ltima estacin, de

    la condena a muerte hasta la cruz y el sepulcro, todo es calle de la Amar-

    gura, Camino del Calvario o Va Dolorosa.

    El. Va-Crucis no lo hacen los nombres de las calles, el Va-Crucis lo

    hace un hombre que camina por las calles las que sean con la cruz a cuestas. Desde un Tribunal injusto que le carga el madero de la Cruz sobre

    los hombros, hasta un montculo, el Calvario, donde le clavan y le ponen a

    El sobre esa misma Cruz.

    Esquema simple; pero inevitable y eterno.

    No es cuestin de letreros. A pesar de los nombres escritos en sus es-

    quinas bellos, gloriosos, anecdticos o pintorescos todas las calles, de todos las ciudades del mundo tienen un nombre en comn que las iguala y

    unifica: todas se llaman Calle de la Amargura. La primera calle la rotu-

    raron los pies de Adn y Eva que abandonaban a sus espaldas un Paraso

    Perdido. Y a los pocos metros, tras sus primeros pasos, en el primer rbol

    con que se cruzaron ya haba un cartel sealizador, con una flecha que

    apuntaba hacia adelante y un letrero que anunciaba: Calle de la Amargu-

    ra. Calle madre y matriz de todas. Todas arrancan y parten de aqulla. Por

    ese primer hilo se llega al ovillo y a la madeja actual del laberinto urbano

    calles, avenidas, paseos, bulevares, callejas y pasadizos de todos los pueblos, aldeas, villas y ciudades del universo. Cualquier annimo camino

    que inaugure y estrene un hombre en el campo, el monte, la selva o el de-

    sierto, empieza a llamarse, y a ser, automticamente, Calle de la Amargu-

    ra. Porque por todas estas rutas e itinerarios, desfilamos los hombres, tar-

    de o temprano, al medio, al fin o a lo largo de toda la vida, con nuestra

    cruz a cuestas. En el trfico de nuestros pueblos y ciudades, hay siempre

    un porcentaje inevitable, invisible, pero realsimo, de hombres que pasan y

    avanzan camino del Calvario. En los planos y en las guas tursticas se

    anuncian con nombres tentadores: Quinta Avenida, Campos Elseos, Unter

    den Linden, Gran Va, Sent Pauli de Hamburgo, el Ring de Viena... Esce-

    nografa y decorado de una farsa. En la realidad son y se llaman Calle de

    la Amargura, Camino del Calvario, Va Dolorosa.

  • 26

    Cristo en Jerusaln, con su Va-Crucis, quiso transformar, glorificar y

    redimir, este itinerario y camino de dolores, hasta convertirlo en mdulo y

    esquema, ungido por su Amor y divinizado por su Persona.

    Por eso, cuando se ha vivido, no se olvida jams ese sencillo Va-

    Crucis de todos los viernes, a las tres de la tarde, por las calles de Jerusa-

    ln.

    * * *

    Despus de pronunciar Pilato la sentencia de muerte, Cristo queda

    transferido jurdicamente al poder y jurisdiccin del Centurin romano,

    que llega as oficialmente a constituirse en dueo absoluto del cuerpo de

    Cristo hasta rematar en El la sentencia.

    El Centurin es el dueo y responsable de Cristo en esta etapa que se

    desarrolla desde la sentencia de Pilatos hasta la certificacin legal de su

    muerte en la Cruz.

    Mara fue la primera duea maternal del Cuerpo de Cristo. La Iglesia,

    a su ejemplo, la sucesora de Mara, duea y depositara amorosa del Cuer-

    po Eucarstico del Seor a travs de los siglos.

    Entre Mara y la Iglesia, en una etapa excepcional de cuatro horas, un

    annimo y afortunado Centurin pagano ser su dueo y responsable legal.

    En la Cena del Jueves Cristo entreg a los Apstoles el poder sobre su

    Cuerpo. Pero se les adelantar el Centurin, ejerciendo, el primero, este

    dominio.

    Y en contacto, el primero, con el Cuerpo sacrificado de Cristo, antes

    que la defuncin, certificar, valientemente, el primero, la Divinidad del

    muerto: Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.

    Una de las primeras intervenciones del Centurin fue ordenar a los

    soldados que trajeran una cruz.

    En un trgico almacn de la Torre Antonia se amontonaban previso-

    ramente cruces de todos los pesos y tamaos, a medida de los posibles

    reos.

    Y una vez muerta y desclavada la vctima, las cruces, cumplido su

    oficio, regresaban al almacn, en espera de otro servicio a otro condenado.

    Cristo no estren ninguna cruz. Es absurdo imaginar que acudieran

    entonces los soldados a un bosque prximo a escoger y talar un rbol con

    cuyo tronco prepararan una cruz nueva para Cristo. No haba tiempo: era

    la vspera, ya avanzada, de la Pascua juda; urga cumplir y rematar la sen-

  • 27

    tencia de muerte antes de ponerse el sol. No era hora de labrar cruces nue-

    vas, sino de aprovechar las ya existentes y ya usadas y en servicio. Cruces

    que se limpiaron con poco esmero y escrpulo despus de la ltima ejecu-

    cin; y que por eso vienen con restos de sangre seca del ltimo crucifica-

    do, incrustada en las rugosidades de sus nudos.

    El nuevo reo, frente al hecho brutal de su crucifixin, no tiene ya

    margen de sensibilidad para hacer ascos y remilgos ante una cruz, ya usada

    ayer, por otros condenados.

    Precisamente eso buscaba Cristo: solidarizarse con las cruces, ya en

    uso, de sus hermanos los hombres. Incorporarse a la reata trgica de los

    condenados y ser uno ms en la fila, para liberarnos a todos.

    No estren una cruz flamante para El. Un modelo especial. Quera

    nuestra cruz, ya usada por nosotros, para hacerla suya y as divinizarla.

    Quera una cruz transida y mojada por el sudor, la sangre y el llanto

    de otros hombres. Una cruz que se haba estremecido ya en el aire con los

    estertores de los moribundos anteriores y as derrotar definitivamente entre

    sus brazos a la muerte. En su mismo terreno.

    Por eso, obedeciendo al Centurin, los soldados, despus de medir a

    ojo la altura de Cristo, escogieron una cruz en el almacn. Y acertaron: le

    iba a Cristo a la medida.

    Se la cargaron sobre la espalda.

    * * *

    Pero en realidad, la cruz que ahora aparece pblica y solemnemente,

    slo viene del almacn de la Torre Antonia en apariencia. La cruz ya esta-

    ba desde el principio en la vida de Cristo. Ahora adquiere presencia real,

    pblica y tangible.

    Ya la llevaba a cuestas desde que naci. En Beln.

    Mejor dicho: antes: en la Encarnacin.

    Cristo carg con la cruz en el instante mismo en que acept y se car-

    g con la naturaleza humana. Esa es la cruz radical; fundamento de todos

    los dolores y de todas las cruces: ser hombre. Una naturaleza humana ex-

    quisitamente sensible y dotada para el sufrimiento; sobre la cual pesaban

    adems todos los pecados del mundo de los que Cristo acept responsabili-

    zarse voluntariamente con todas sus consecuencias.

  • 28

    La naturaleza humana de Cristo.se convierte as en un autntico al-

    macn de cruces, infinitamente ms surtido que el de la Torre Antonia.

    Todas las lleva dentro.

    Impresiona pensar que este almacn de cruces se lo da su Madre Ma-

    ra; pues ella, en definitiva, es la que le hace partcipe, con el don de su

    carne y su sangre, de la naturaleza humana.

    Antes que el Centurin y los soldados fue Mara, la Madre, quien

    carg sobre Dios el peso de la cruz.

    Y al mismo tiempo. Mara, en la Encarnacin, cargaba tambin con

    la cruz del Hijo. Mara qued embarazada de Dios; pero tambin de la

    Cruz y la Pasin.

    En sus entraas llevaba un Hijo, que sera su cruz. Y su gloria.

    En el Calvario brotarn al exterior las lgrimas de sus ojos; pero ya

    las llevaba dentro; en la cruz radical que es ser Madre de Dios. Porque su

    Maternidad Divina es tambin para ella otro almacn de cruces.

    No nos engaemos: nacemos ya con la cruz; la tenemos dentro de

    nosotros mismos. En el misterio de nuestra pobre naturaleza humana, fr-

    gil, mezquina y pecadora. Habr, es cierto, un Pilato que nos condene, un

    Sanedrn que nos acuse, un Centurin con un piquete de soldados cada uno sabemos los nombres que ejecuten en nosotros la sentencia. Parece que la cruz viene de fuera, del exterior; que irrumpe, ajena y extraa, como

    un atracador, en nuestro mbito propio y personal de felicidad. No nos en-

    gaemos; la cruz es algo entraable que todos llevamos dentro: es parte

    integrante de nuestro ser.

    Pero est solidarizada y redentoramente unida a la de Cristo.

    Por eso el Redentor no quiso hacer El solo, en solitario, su Va-

    Crucis, cargando con su cruz. Escogi a dos hombres, dos ladrones, con-

    denados como El, para que le acompaaran todo el camino. Porque ni El,

    ni nosotros, caminamos, en solitario, por la Va Dolorosa.

    Del almacn de la Torre Antonia los soldados trajeron tres cruces,

    para una simblica trinidad eterna de condenados a muerte. Tro simblico

    en el que se aprieta y condensa toda la humanidad.

    No fue un azar ni un capricho. Era necesaria la compaa de los dos

    ladrones. La Pasin no es un fenmeno exclusivo, hermtico y centrado en

    la figura de Cristo. Afortunadamente, todos somos protagonistas en El y

    con El, en ese camino hacia el Calvario.

  • 29

    * * *

    A los tres condenados les echaron su cruz encima.

    Son un clarinazo spero y enrgico. El Centurin dio la orden de

    avanzar.

    Cristo, cargado con su cruz, caminaba sobre losas romanas. Y sin sa-

    lir de ellas, pisando siempre la calzada, Cristo, primer Nazareno de la his-

    toria hubiera llegado a Roma y a las Galias; a Tarragona, Zaragoza, Len,

    Mrida, Sevilla, Cdiz...

    Todas las calzadas romanas retransmitieron el eco, losa a losa, de las

    pisadas de Cristo. Todas las piedras romanas, al percibirlo smbolo del Derecho se avergonzaron ante la injusticia. Y todas se estremecieron an-te el Nuevo Mensaje de Justicia y Libertad que traan para todo el Univer-

    so, aquellas pisadas, doloridas y vacilantes de aquel condenado a muerte.

    Aos despus, los Apstoles, pisando tambin calzadas romanas, in-

    vadiran el Imperio de los Csares con el Mensaje de Cristo, instalndose

    en su misma metrpoli y ocupando sus provincias. Y en Roma morira, en

    cruz tambin, el primer Papa.

    Ahora, se iniciaba en Jerusaln, sobre piedras de calzada romana que

    arrancaba del Litstrotos, la Gran Marcha de Cristo; la ms revolucionaria,

    tenaz y duradera de toda la Historia. Desde que Cristo, con la cruz a cues-

    tas, avanz su pie y marc el primer paso, ya no hay quien la detenga ni la

    frene.

    Supera en duracin, eficacia y universalidad a todas las grandes mar-

    chas de los hombres.

    Ni Alejandro llegando hasta el Indo; ni Csar atravesando el Rubi-

    cn, ni Anbal invadiendo a Europa, ni Corts penetrando hasta el corazn

    de Mjico, ni Napolen en su campaa de Rusia... Todos son historia pa-

    sada. Las huellas de estas marchas se han borrado.

    La Marcha de Cristo sigue siendo realidad presente; est incrustada

    en el tiempo: el futuro nace ya con ella en sus entraas.

    Este Hombre-Dios sigue irrefrenable, pisando el tiempo, contempo-

    rneo de todas las generaciones, con su cruz a cuestas.

    Acompaa a todos los pueblos en sus marchas dolorosas.

    Buscadlo, porque lo encontraris, entre las multitudes gregarias, con-

    ducidas a golpe de ltigo, de los deportados, los desheredados, los des-

    arraigados.

  • 30

    Camina, codo con codo, entre la tropa humillada y harapienta de los

    prisioneros de guerra.

    Lleva esposas en sus manos, uno ms, en la reata, muda y encorvada

    de los presos y los cautivos.

    Fue esclavo entre los esclavos, cuando los cazaban en las selvas de

    Africa para venderlos en Amrica.

    Era negro entre los negros, en sus marchas silenciosas, ros hondos

    de negras espumas, pidiendo la igualdad y el amor.

    Lo han pisado y aplastado, carne de can, en las guerras y batallas

    de la humanidad, las pezuas de los elefantes, las cuadrigas de los carros

    romanos, la caballera al ataque y los tanques de acero...

    Ha desaparecido entre el polvo de los desiertos, la explosin de la

    metralla, los escombros de los bombardeos; el incendio de bombas de azu-

    fre y de napalm; las irradiaciones de los explosivos atmicos...

    Cay y desapareci, para volver a levantarse, redivivo siempre, e in-

    corporarse una vez ms, tenaz y solidariamente, a todas las marchas dolo-

    rosas y trgicas de sus hermanos los hombres...

    Y como la tierra nos resulta ya pequea, hemos organizado las Mar-

    chas Espaciales a la luna, a Venus, a Marte... Tambin la cruz toma parte

    en estos vuelos y gira por los espacios. A la vuelta de un viaje a la Luna,

    un astronauta ruso regres a la tierra muerto en su cpsula. Dentro invisible haba una cruz. Imposible eliminarla. Y Cristo andaba por all...

    Desde que dio su primer paso sobre piedras romanas en Jerusaln

    con la cruz a cuestas no ha cesado, ni cesar, de caminar.

    Su marcha Redentora es irreversible. Son suyos y la esperan to-dos los caminos de los hombres.

    * * *

    Aquel da no lo olvidar jams era viernes en Jerusaln y por eso estbamos repitiendo la marcha de Cristo, a las tres de la tarde, en

    aquel Va-Crucis que recorra el tradicional itinerario de las Catorce Esta-

    ciones.

    Un cuarto de hora antes yo aguardaba ya en el lugar de la Primera

    Estacin. Pero ya otras muchas personas se me haban adelantado. Por eso

    me qued un poco rezagado, como al margen, para poder observar y reco-

  • 31

    ger los ms mnimos detalles. Adivinaba que aquella concentracin de fie-

    les me iba a ensear muchas cosas. Seguan llegando, presurosas, ms y

    ms personas. Cuando dio comienzo la Primera Estacin yo calculo que

    seramos, alrededor de trescientos.

    Avanzamos unos pasos para detenernos ante la puerta de una peque-

    a Capilla en la que se conmemora la Segunda Estacin.

    Jess carga con la cruz.

    Yo estudiaba el grupo desde mi prximo observatorio.

    No conoca a nadie. Todos ramos extraos unos para otros. Todos

    habamos llegado de diversos pases por distintos caminos. Haba gente de

    todos los colores, y de todas las razas. En el leve murmullo de las oracio-

    nes se adverta el acento y la pronunciacin de las ms variadas lenguas.

    Estaban presentes todas las edades: nios y ancianos; jvenes y adultos;

    vestidos con todos los atuendos: minifaldas, pantalones vaqueros, camisas

    deportivas, blusas ligeras, trajes completos, camisa y corbata... Collares y

    amuletos al cuello; bolsas y paquetes en las manos; gafas de sol, sombre-

    ros, alguna mantilla, mquinas fotogrficas, prismticos, radio-cassettes en

    bandolera...

    Jess carga con la Cruz anunci en voz alta y en latn un Pa-dre Franciscano que guiaba el Va-Crucis.

    En este momento, por la puerta abierta de la Capilla sacaron una cruz

    de madera de tamao natural.

    Si hay alguna ciudad en la que sea lgica la aparicin y la presencia

    de la Cruz, es, sin duda, Jerusaln. Su cuna y su patria.

    En otro sitio, y en distintas circunstancias, la aparicin sbita de una

    cruz gigante, produce sin querer, instintivamente, un rechazo fulminante y

    automtico.

    La presencia de la cruz asusta y repele. Provoca la espantada.

    Si se dibuja o se presiente en el horizonte de nuestra existencia, no

    podemos evitar un primer movimiento de huida. Y haremos lo imposible

    por alejarla y eliminarla.

    Por eso me sorprendi la reaccin instintiva de aquellas trescientas

    personas al aparecer la cruz. Fue un movimiento unnime y masivo de

    acercamiento a ella. La multitud bascul, literalmente, en bloque, hacia la

    cruz.

  • 32

    Desde esta Segunda Estacin los feles que asisten al Va-Crucis

    pueden ir portando la cruz a lo largo de la Va Dolorosa. Pero no la carga

    en hombros una sola persona; se la transporta acostada horizontalmente

    mantenida en el aire por las manos y brazos de todo un grupo compacto,

    que apindose bajo ella la lleva en vilo.

    Cuando hay un Obispo presente se le concede el derecho y prerroga-

    tiva de acercarse el primero a la cruz. Ser el reconocimiento de que un

    Obispado es la cruz de mayor responsabilidad y la que ms necesita el

    contacto y la fuerza de la Cruz de Cristo?

    Lo que me sorprendi fue que en aquella multitud, ecunime, educa-

    da y devota, todos, al mismo tiempo queran apoderarse, los primeros, de

    la cruz.

    Y por tocar y llevar la cruz, la gente, descontrolada y tensa, perda la

    educacin, se empujaban unos a otros, y entre mutuos pisotones y codazos,

    luchaban por abrirse paso y situarse los primeros.

    Todo, por tocar y llevar una cruz, siendo as que en la realidad de sus

    vidas, toda aquella gente, habra reaccionado al revs, huyendo y escapan-

    do de su propia e individual cruz personal.

    Porque de pronto, desde mi discreto observatorio, yo pude compro-

    bar cmo a cada una de aquellas trescientas personas le brotaba en el hom-

    bro derecho una cruz propia que a todos obligaba a bajar la cabeza y cur-

    var la espalda. Aparecieron trescientas cruces. Y eran trescientos nazare-

    nos que realizaban la Segunda Estacin con su personal cruz a cuestas.

    Jess carga con la cruz repeta el Padre Franciscano.

    Pero yo vea que todos, los trescientos, cargaban con la suya. La chi-

    ca de la minifalda, el muchacho de la melena y el pantaln vaquero, el ca-

    ballero de traje y corbata, la seora con mantilla, el hombre de camisa de-

    portiva, y la jovencita de blusa calada y ligera... Todos. Sin excepcin.

    La cruz era compatible con todo; con las gafas de sol, los collares

    llamativos, los amuletos de marfil, las mquinas fotogrficas, los prismti-

    cos y los radio-cassettes... Nada la eliminaba. Le iba a todo. Y con todo se

    avena.

    No haba nadie, nadie, sin su cruz. Hasta los nios; a su peso y medi-

    da. Trescientas cruces.

    Si cada uno posea ya su propia e inalienable cruz, por qu aquel in-

    controlado afn de tocar y llevar otra cruz?

    No bastaba con la propia?

  • 33

    Que es la misma, exactamente la misma, de Cristo.

    * * *

    Entonces comprend tambin la absurda desproporcin, fuera de toda

    lgica, con que los cristianos tratamos a las reliquias, que llamamos autn-

    ticas, de la cruz histrica de Cristo, y el trato que dedicamos a las cruces

    autnticas y aqu s que no falla la autenticidad que llevamos todos en la vida.

    Si nuestras cruces de cristianos son la misma cruz de Cristo que se

    repite y se dobla en nosotros; si el valor de la muerte de Cristo tiene el po-

    der de transformar nuestras cruces individuales en la suya propia, por qu

    maldecimos las nuestras y veneramos la de Cristo? Por qu a nuestra cruz

    la tratamos a patadas, mientras a un trocito minsculo de la cruz de Cristo

    lo colocamos en un relicario de oro o de plata? Por qu odiamos nuestra

    propia cruz al tiempo que besamos la de Cristo?

    Indudablemente porque no acabamos de creer, de verdad, que nuestra

    cruz personal, es la misma de Cristo, proyectada y repetida en nosotros.

    El mundo cristiano, como aquellos trescientos compaeros mos de

    Va-Crucis en Jerusaln, se lanz vido y devastador sobre la madera de la

    cruz histrica de Cristo. Cuando fue descubierta y localizada en tiempo de

    Constantino y Santa Elena. Todo el mundo peda y reclamaba un trocito de

    aquella madera milagrosa. Y eran tantas y tan poderosas las demandas, era

    tanto el amor con que se exiga, que no hubo ms remedio que partir, y

    volver a partir miles de veces en minsculos trocitos la cruz autntica de

    Cristo, que qued, de este modo, repartida por toda la geografa del uni-

    verso.

    Cada trozo se coloc en un relicario, tan bello y suntuoso como lo

    permitan las posibilidades del afortunado poseedor. Porque el amor, sin

    medida, se volcaba sobre las reliquias en besos y adoraciones.

    El tamao del trozo que poda conseguirse de la cruz, dependa, es

    natural, del tamao y la categora de la persona que lo solicitaba: Reyes,

    Cardenales, Prncipes, Obispos, Palacios, Catedrales, Monasterios, Aba-

    das, Colegiatas... A mayor tamao en la influencia y la nobleza, mayor

    pedazo en el trozo de reliquia.

    Absurdo reparto de la Cruz de Cristo.

  • 34

    El mundo cristiano, como resultado de esta amorosa depredacin est

    inundado de infinitos relicarios, donde se guarda y se venera Lignum Crucis la madera de la cruz.

    Y todos, naturalmente, proclaman y demuestran, con sellos y lacres,

    la autenticidad de su reliquia.

    * * *

    Yo me haba preguntado muchas veces, cunta madera autntica de

    la cruz de Cristo habr repartida por el mundo?

    Si se reunieran los trozos dispersos en un solo bloque, qu volumen

    alcanzara?

    Hasta que, cuando menos lo esperaba, me lleg una respuesta.

    Un solvente erudito se haba dedicado a realizar el clculo, y despus

    de haber localizado las principales reliquias conocidas y registradas, llega-

    ba a la conclusin de que haba, repartidos por todo el mundo, ms de cua-

    tro millones de milmetros cbicos de madera autntica de la Cruz de Cris-

    to.

    Salvo eminentes excepciones, la mayora de los trozos controlados

    tienen que ser medidos por milmetros.

    Y yo me volva a preguntar, por qu ese afn de conseguir a toda

    costa, a cualquier precio, unos milmetros de madera autntica de la cruz,

    cuando todos tenemos en nuestra vida una cruz entera y autntica de tama-

    o natural?

    Tan grande, en madera, como la de Cristo; y tan autntica como la

    suya, pues el valor de su sangre transfigura nuestras cruces. Y las cristifica

    a todas.

    Por qu repudiar mi cruz, entonces?

    Si es la de Cristo en m, por qu no convertirme yo en autntico re-

    licario, que ostenta y porta, en mi cuerpo, con dolor y con gozo, la misma

    cruz de Cristo a lo largo de mi vida?

    Delante de m estaba, en Jerusaln, a las tres de la tarde, la prueba

    palmara: trescientos hombres caminaban lentamente por la Va Dolorosa

    con su cruz a cuestas.

    Era la hora calurosa y pesada de la siesta.

    Las calles estaban vacas.

  • 35

    Al pasar, en la acera, a la puerta de una casa, tres rabes cmodamen-

    te sentados fumaban su pipa perfumada, el narguil, en un refinado sibari-

    tismo oriental. Ante ellos, indiferentes y lejanos, pasbamos nosotros, los

    trescientos, cargados con nuestra cruz.

    Pero al fijarme bien en los tres rabes pude advertir que tambin ellos

    tenan puesta su cruz al hombro. A pesar de la butaca y la pipa; el tabaco y

    el perfume... Estaban fumando, indolentes, su narguil con su cruz a cues-

    tas.

    Uno de ellos, con los ojos entornados, pareca dormir sabrosamente

    la siesta. Tambin con su cruz.

    Los trescientos, cargando nuestra cruz, pasbamos ante ellos rezando

    cada uno, en su idioma correspondiente: Te adoramos, Seor, y te bende-

    cimos, porque con la santa Cruz redimiste al mundo.

    Se mezclaban, al unsono, en la misma oracin, todas las lenguas,

    idiomas y dialectos...

    Y pens: cmo se dir cruz en chino, en ruso, en japons, en hin-

    d, en rabe, en malayo?...

    Igual. Porque la cruz es igual para todos. No tiene fronteras, no res-

    peta razas, no pertenece a un solo idioma...

    La cruz es una realidad internacional que nos iguala y junta a todos.

    La cruz es el supremo valor humano y divino que podra, si qui-siramos, unirnos, pacificarnos, hermanarnos a todos los hombres.

    Dios as lo quiere; y stos son sus planes.

    Podrn coincidir algn da los planes de los hombres con los planes

    de Dios?

  • 36

    TODAS LAS PIEDRAS TIENEN UN NOMBRE

    3.a Estacin: Jess cae por primera vez

    Hemos avanzado unos metros solamente. No muchos ms de sesenta;

    y ya nos detenemos de nuevo para conmemorar otra Estacin, la Tercera:

    Jess cae en tierra por primera vez.

    Hemos descendido desde la altura de la Torre Antonia, cuesta abajo,

    hasta llegar a un tpico cruce de calles. Juego de esquinas. El sitio tiene de

    todo: nudo de comunicaciones, reposo de desocupados y apostadero de cu-

    riosos. Se llama, en rabe, Uad, el Valle; y en hebreo Tiropen, calle

    de los Queseros.

    Pero su nombre radical es, ante todo, Va Dolorosa porque aqu

    Cristo cay en tierra por primera vez bajo el peso de la cruz.

    * * *

  • 37

    Qu cosa, Cristo; te pasa exactamente igual que a nosotros. El primer

    efecto de una cruz, cuando se nos viene encima, es hacemos rodar por el

    suelo, tumbarnos, aplastarnos.

    Luego, ya nos iremos levantando y entonando poco a poco.

    Me consuela constatar que a Ti te pasa lo mismo. Te acaban de echar

    la Cruz encima, has comenzado a caminar y a los sesenta metros no puedes

    ms y la cruz te tira al suelo. Como a nosotros.

    Y sin querer, uno pregunta: cmo aguantaste tan poco?

    El Va-Crucis tiene catorce estaciones; y a la tercera ya ruedas por la

    tierra.

    Es verdad que ests extenuado. Tu ltima noche ha batido el rcord

    de todas las noches en insultos, interrogatorios, bofetadas, idas y venidas,

    azotes y torturas...

    Es verdad que t ya tenas sobre tus hombros el peso de toda una in-

    finita noche delirante y satnica.

    Y encima te han volcado sobre la espalda rajada a latigazos el made-

    ro de la cruz.

    Es verdad que has tenido que bajarlo por la calle en pendiente. Y

    cuesta abajo pesa ms la carga, se nos viene ms agresivamente encima;

    nos empuja, sin querer, hacia adelante, nos obliga a acelerar la marcha,

    que, al fin, no podemos frenar, con peligro de perder la estabilidad, dar un

    traspi y rodar por el suelo.

    Y as, justamente caste al terminar la cuesta.

    En el cruce. Entre estas esquinas.

    De todos modos, para ser quien eres, qu poco aguantaste.

    Ni sesenta metros.

    * * *

    En Jerusaln, sin embargo, le dan a uno otra versin diferente de esta

    primera cada:

    Es verdad todo eso que usted dice de la debilidad del Seor, de la mala noche, de la calle cuesta abajo... Es verdad. Pero, mire usted, falta la

    razn principal de la cada; y es sta: el Seor bajaba por la pendiente con

    un paso un poco acelerado, pero al llegar a este cruce, una piedra se inter-

    puso, tropezaron en ella los pies del Seor y cay al suelo. La culpable, en

    definitiva, es la piedra. Mrela. Est aqu. Comprubelo. Es sta. Esta.

  • 38

    Y le ensean a uno en Jerusaln la piedra culpable. Se la sealan a

    uno con el dedo extendido denuncindola y acusndola implacablemente:

    Ah la tiene usted. Piedra de verdad, pura piedra, sin corazn ni entraas. No tuvo piedad de Cristo. Mrela.

    Al sealarla con el dedo los hombres transfieren a ella toda su culpa-

    bilidad y se quedan tan tranquilos sintindose inocentes porque la piedra,

    esa piedra, tuvo toda la culpa.

    * * *

    Efectivamente all hay un gran pedrusco, berroqueo y antiptico,

    que la gente empieza mirando con ojos agresivos y acusadores; a la que

    sigue contemplando despus ms serenamente, para acabar, arrodillndose

    de pronto junto a la piedra, acaricindola amorosamente con la mano y be-

    sndola al fin como a una reliquia, porque en ella tropezaron los pies del

    Seor.

    A m me daba pena de la piedra, perpetuamente acusada y delatada

    ante toda la humanidad peregrina en Jerusaln. Plida de vergenza. Impo-

    tente, en su ptrea mudez, para protestar y defenderse. Autnticamente pe-

    trificada en su infinita tristeza.

    Porque es mentira. Una grosera calumnia.

    Esa pobre piedra es absolutamente inocente.

    De haber existido hace veinte siglos, tal piedra despiadada que pro-

    voc voluntariamente la cada de Cristo, se hallara all abajo, en el sub-

    suelo de Jerusaln, a diez o doce metros de profundidad, enterrada y aplas-

    tada por los escombros y las ruinas de una ciudad tantas veces destruida.

    Es mentira. Jams existi tal piedra.

    Pero es igual. Los hombres la necesitamos; y sin ms, la inventamos,

    la traemos de donde sea, y la plantamos en el sitio que nos conviene para

    descargar en ella nuestra culpabilidad. All est; en ese cruce de calles.

    La humanidad entera le ha transferido su culpa.

    Y nos lavamos las manos como Pilato.

    A Cristo nadie le empuj. Ninguno tiene la culpa de nada. Nadie en absoluto. Fue esa piedra. Mrela.

    * * *

  • 39

    Cristo sigue cayendo y cayendo en las calles de nuestra vida. En las

    esquinas, en las aceras, en los cruces, en las cunetas de nuestra existencia

    hay hermanos cados en tierra y aplastados por su cruz.

    Ah estn. En el trfico de nuestras ciudades. Aunque pasemos de

    largo, aunque miremos a otro lado, aunque apretemos el paso, aunque do-

    blemos la esquina y cambiemos de acera para no encontrarnos con ellos.

    Ah estn.

    Pero todos nos lavamos las manos. Todos somos inocentes. Nadie,

    nadie tiene la culpa.

    Fue una piedra!

    Hermano, por qu caste?

    Mira: yo tena mi prestigio en la ciudad, en el crculo de amigos y conocidos en que yo me mova. Era estimado. Tena un buen nombre, lim-

    pio y honrado. Pero, de pronto, alguien lanz al viento una calumnia con-

    tra m. La recogieron, la repitieron, la propalaron. Y aqu estoy, cado en

    tierra: derribado desde el prestigio de mi buen nombre hasta el barro de la

    vergenza y la deshonra...

    Diga usted que no. No fue as. No. Nadie le ha calumniado, ver-dad que no? No. Yo no, ni yo, ni yo... Nadie. Es que tropez en una piedra,

    sabe usted. Nadie lo quiere mal. Fue una piedra. Mala suerte. La piedra!

    Hermano, por qu caste?

    Yo viva con cierto desahogo en una buena situacin econmica familiar. A fuerza de trabajo; pero vivamos holgadamente, sin angustias,

    ni apuros. De pronto un grupo de amigos y conocidos me anim a tomar

    parte en un negocio. Invert en l todo lo que tenamos. Al principio todo

    iba muy bien. Luego, todo se complic. Yo no lo he acabado de compren-

    der nunca. Me vi envuelto en un sucio chantaje, nico medio para recupe-

    rar lo invertido. Me resist. No quise mancharme. Y aqu estoy. Cado.

    Arruinado.

    No. No. No es eso protestan los amigos, los conocidos, los ban-queros, los consejeros, los socios capitalistas, los tcnicos... No. Nada de eso. Aqu nadie, ninguno de nosotros, tenemos la culpa. Fue una mala

    suerte que le toc a l. Sin culpa de nadie. Una piedra. Tropez en una

    piedra. Eso es todo. La piedra!

    Hermano, por qu caste?

    Circunstancias incontrolables de mi vida me forzaron a ir a un pleito. Consult antes con un abogado, amigo de mis amigos... Desde el

  • 40

    primer momento, al conocer mi caso, asegur que mi asunto era clarsimo:

    yo llevaba toda la razn; no caba la ms pequea duda. Lo mismo me re-

    petan los ayudantes y pasantes que trabajaban en el despacho de mi abo-

    gado. Todos me animaban a coro: adelante. La causa es suya. Evidente.

    Usted tiene toda la razn. Pero, por lo visto, no basta tener toda la razn;

    adems, al menos, en mi caso, hay que tener ms dinero e influencias que

    el contrario. Y aqu estoy: con el pleito perdido y arruinado. Me quitaron

    toda la razn; y el poco dinero que tena...

    No le haga usted caso. Habla, es natural, afectado por el resultado del pleito afirman los abogados, los pasantes, los ayudantes, los letrados, los jueces, los tribunales; no se lo tome usted en cuenta. Tampoco noso-tros lo hacemos. El resultado de un juicio, usted lo sabe, es siempre impre-

    visible. Nadie, nadie es culpable. Todo iba sobre ruedas; pero surgi una

    piedra, tropez y cay. Eso es todo. La piedra!

    Y t, hermano, por qu caste?

    Preparaba unas oposiciones. Lo dej todo para estudiar y dominar bien los temas. Era mi ltima oportunidad. Todos me animaban. Fui apro-

    bando los distintos ejercicios con el nmero uno. Quedamos dos opositores

    solamente para la ltima prueba. Todos me daban a entender discretamente

    que la plaza era ma. Que yo era el mejor preparado; con el ms brillante

    expediente: nmero uno en todos los ejercicios. Pero a ltima hora lleg

    una recomendacin desde las alturas muy altas, claro imponiendo al otro opositor, mi contrincante. Y aqu me tiene usted, cado en tierra,

    con mi brillante expediente y mis nmeros uno...

    No, seor, no. Estas cosas de las oposiciones son muy serias. Los opositores nunca pueden comprender sus delicadas implicaciones que pue-

    den provocar desagradables sospechas claman unnimes los honorables seores del tribunal, lo sabemos por propia y vieja experiencia. Y sin culpa de nadie, naturalmente. Tambin los nmero uno pueden dar, con

    mala suerte, un tropezn al final. Eso ha sido todo. Sencillamente: una

    piedra y un tropezn. La piedra!

    * * *

    Pero, quin es la piedra? Dnde est? Cmo es? Quin la vio?

    Cmo se llama?

    Porque parece una piedra fantasma. Invisible. Indetectable. Y por eso

    ms peligrosa. Acta, por lo visto, desde una cautelosa, pero eficacsima

  • 41

    clandestinidad, dejando en las calles sus vctimas derribadas, mientras es-

    capa siempre a toda imposible identificacin.

    Por suerte ma, una maana, sin pretenderlo, yo di con la pista de esta

    misteriosa y fantasmal piedra.

    Fue en el Museo del Prado.

    Aprovechando, como tantas veces, un rato perdido, me met en el

    Prado; pero no a la caza de fantasmas, sino en busca de descanso en la

    contemplacin del arte.

    Pasaba de largo a travs de las salas del Renacimiento Italiano en

    busca de Mantegna; quera sumergirme una vez ms en ese xtasis que es

    El trnsito de la Virgen. Pero, no s por qu, pues no suelo hacerlo, me

    detuve un momento en la sala dedicada a Rafael. Sin saber cmo, me en-

    contr ante su Pasmo de Sicilia, donde Rafael recoge precisamente el

    momento de Cristo cado en tierra, camino del Calvario.

    Fro y un poco escptico, con lgica de raciocinio, ms que con vi-

    bracin esttica, contemplaba y repasaba la escena, compuesta tambin

    fra, impecable y racionalmente; cuando, de pronto, en la parte baja del

    lienzo, en medio de la va Dolorosa, junto a Cristo cado en tierra descubro

    la piedra de Jerusaln que hizo tropezar despiadadamente al Seor.

    De la frialdad pas a la curiosidad, primero; al inters, despus; para

    terminar en asombro, en pasmo y en emocin. Porque Rafael me descubra

    all la clave de la piedra fantasma; tena ya todos los datos para identificar-

    la. No era ya una piedra annima e impersonal que cargaba con las culpas

    ajenas. Era la piedra autntica que hizo tropezar y caer a Cristo.

    Pero tena nombre propio.

    Rafael, con sus pinceles, haba firmado el cuadro, en la misma pie-

    dra: Rafael de Urbino.

    La piedra ya tena nombre. Se llamaba Rafael.

    Mejor dicho: Rafael confesaba ser la piedra que hizo caer a Cristo.

    No transfera su culpa a la piedra, como hacemos nosotros, para sen-

    tirnos inocentes.

    Le transfera su nombre y su persona, aceptando su responsable y

    personal culpabilidad de piedra.

    Yo, Rafael, fui la piedra; por mi culpa cay Cristo.

  • 42

    Ya no sal aquella tarde de la Sala de Rafael en el Museo del Prado.

    Me sent ante el cuadro, para meditar y aprender de su valiente y sincera

    confesin.

    Las piedras en que tropiezan y caen los hombres no son annimas.

    Todas las piedras de Jerusaln tienen nombre.

    Y todas las piedras de todas las calles, en todas las vas Dolorosas del

    universo.

    No vale tirar la piedra y esconder la mano. Es intil.

    Cuando pongo calculadamente la piedra para que tropiece mi herma-

    no, queda en ella escrito mi nombre. Aunque no se vea.

    La piedra queda ya firmada. Perfectamente identificable.

    La piedra soy yo.

    Yo: infinitamente ms duro y cruel que la misma piedra.

    Hay personas-piedras, cuyo trgico destino es obstaculizar los pa-

    sos de los dems para que tropiecen y caigan. Y se pasan la vida tumbando

    a la gente. Sus caminos estn llenos de hermanos cados y derrotados en

    las cunetas...

    * * *

    Tambin yo fui y soy piedra.

    Por eso quiero hacer constar mi confesin pblica.

    Lo haba ido madurando en Jerusaln, aquel viernes, a lo largo de to-

    da la tarde. Decid realizarlo ya de noche.

    Me hospedaba en la Casa Nova de los Padres Franciscanos.

    En Jerusaln anochece mucho ms pronto. Casi no hay crepsculo.

    Las sombras caen casi repentinamente sobre la ciudad. Todo un smbolo.

    Despus de cenar busqu una oportunidad y sal solo de la Hospede-

    ra. No buscaba ni la publicidad ni el teatro.

    Siguiendo el laberinto de la ciudad vieja, me dirig al Uad-

    Tiropen donde se conmemora la Tercera Estacin.

    A esas horas, las calles ya solitarias de Jerusaln producan una sen-

    sacin de angustia y desolacin. Como si la ciudad, deshabitada, se hubie-

    ra quedado trgicamente vaca.

    En el quicio de una puerta dorma un nio acurrucado. Dormido?

    Muerto?

  • 43

    De un montn de basura revuelta, salt huyendo un perro asustado

    que se perdi en las sombras.

    Cuando llegu a la Tercera Estacin me dirig en busca de la piedra.

    All estaba.

    Me pareci ms triste, solitaria y culpable en la calle oscura y vaca.

    Mir a mi alrededor: nadie. Estaba yo solo.

    Me arrodill junto a la piedra. La acarici suavemente. Y me estre-

    mec al comprobar que estaba tibia, con temperatura humana. A travs de

    su piel me llegaba a mi mano como un leve y acompasado latido...

    Saqu un rotulador que llevaba preparado y lentamente escrib mi

    nombre sobre la piedra.

    Luego la bes. Y le ped perdn.

    La piedra quedaba ya firmada en Jerusaln.

    Yo era quien haba derribado en tierra hace veinte siglos a Cristo ca-

    mino del Calvario.

    Yo soy el que sigue siendo piedra dura en los caminos de mis herma-

    nos.

    Mir al cielo: no haba salido an ninguna estrella.

    La oscuridad era absoluta.

    No se haba asomado an la luna. Era temprano todava. En Jerusaln

    la luna nace avanzada ya la noche.

    Saldr dentro de unas horas, a escudriar, celosa y enamorada, como

    todas las noches, rincn a rincn, todos los escondrijos y recovecos de Je-

    rusaln, su ciudad predilecta entre todas las del universo.

    Notar algo extrao en esta piedra; y la baar toda en su luz para re-

    conocerla.

    Y entonces la luna de Jerusaln deletrear lentamente en la noche del

    viernes mi nombre escrito en la piedra.

    La punta altsima de un ciprs se estremecer al filo de la madrugada

    fra.

    Y un gallo lejano cantar por primera vez...

  • 44

    LA ESQUINA EN QUE AGUARDAN LAS MADRES

    4. Estacin: Jess encuentra a su Madre

    Qu fcil es talar un rbol, por alto y robusto que se yerga, y derri-

    barlo en tierra. Basta un hacha.

    Pero una vez cado en el suelo es intil tratar de plantarlo otra vez y

    conseguir que retorne a vivir con frondas y pjaros.

    Qu fcil es talar a un hombre y desde la altura de su prestigio, su si-

    tuacin familiar y social derribarlo en tierra hasta el barro, el descrdito y

    la bancarrota.

    Aunque talado, el hombre puede, en absoluto, volver a ser plantado y

    llegar a retoar y a crecer de nuevo, llenndose otra vez de frondas y de

    msica.

    En absoluto, si puede. Pero en la realidad y en la prctica, qu difcil.

    Casi imposible.

    Del hombre cado, como de su hermano el rbol, todos hacen lea.

    Qu difcil, casi milagroso, encontrar una mano valiente y amiga que,

    arriesgndolo todo, se acerque a levantarlo cuando a su alrededor todos

    festejan y aplauden en corro su derribo.

    As estaba Jess, cado en plena calle, abarrotada de gente, a la luz

    descarada e implacable del sol, en pleno medioda.

  • 45

    Cado y destronado desde la mxima popularidad y prestigio hasta

    verse convertido en un vulgar condenado a muerte que entre dos presos

    comunes es conducido al suplicio.

    Y el que multiplic los panes y los peces, el que camin sobre el

    oleaje enfebrecido, el que resucit a los muertos y expuls con el ltigo a

    los mercaderes del Templo, no tiene ahora fuerzas ni para llevar, como un

    hombre, el peso de su cruz. Y ha rodado por el suelo aplastado por ella.

    Hoy pueden ms los dos ladrones. Y son ms fuertes.

    Jess ya no puede rodar ms bajo.

    Las turbas que ayer lo vitoreaban, hoy se pasman y se asombran,

    desconcertadas, ante su inconmensurable e inaudita cada.

    Es verdad que a su alrededor zumban en rechifla los insultos y los

    silbidos.

    Pero la masa calla aplastada por un mudo pavor.

    * * *

    Qu difcil, verdad hermano cado, tratar de levantarse un hombre en

    esas circunstancias, derribado y hundido en plena calle!

    No se trata del simple esfuerzo fsico para tensar los msculos y bus-

    cando un apoyo, empezar a erguirse poco a poco.

    Se necesita y esto es lo difcil otro punto de apoyo en el exterior.

    No fsico. Ni en la tierra. Hace falta un punto de apoyo humano, mo-

    ral.

    Y por eso, hermano, levantas primero lentamente la cabeza y la mue-

    ves, cauta y precavidamente en derredor y buscas con tus ojos desconfia-

    dos otros ojos amigos y seguros en que apoyarte.

    Unos ojos fieles que aguanten tu mirada y en los que t te apoyes

    fuerte y seguro.

    Los encontrars?

    Desde el suelo paseas tus ojos tristes de animal apaleado por la gente

    que te mira y te rodea.

    Aquel es un conocido.

    S, pero ahora ya no te conoce. Ni siquiera te mira. Pasa de largo.

    Aquel es un amigo; nos queremos desde nios.

  • 46

    Era un amigo. Ya no lo es. Observa cmo vuelve la cabeza para des-

    pistar ante un escaparate y escabullirse luego, sin mirarte, entre la gente.

    Aquel es un pariente. Un primo. Un hermano.

    Lo era. Ahora se detiene al verte en el suelo, se acerca y te grita para

    que todos lo oigan: T ya no eres de los nuestros; no queremos nada con-

    tigo, nos has deshonrado a todos; renegamos de ti.

    Ese es un rico con quien yo me trataba...

    S, pero ahora t ests arruinado y no te necesita. Ni te conoce.

    Ese es un personaje influyente, puede echarme una mano; me debe un favor.

    S, pero ahora t ya no le sirves a l para nada. Al contrario, tu cada

    podra perjudicarle. Observa con qu naturalidad sigue indiferente su ca-

    mino con la frente muy alta...

    Y cierras, hermano, los ojos defraudados y heridos. Esos ojos tuyos

    que rastreaban otros ojos, para agarrarse a ellos, buscando un punto de

    apoyo. Esos ojos tuyos que han sido rechazados violentamente por todos;

    obligados a resbalar por las personas abajo, hasta el suelo, para cerrarse

    desengaados despus en la noche de su soledad y su abandono.

    Imposible levantarse, si nos faltan unos ojos, donde se agarren, segu-

    ros y firmes, los nuestros.

    * * *

    Afortunadamente T si los tienes, Cristo.

    Mralos. Enfrente de ti. Cerca. En esa esquina.

    Ah te esperan, bien abiertos, unos ojos a los que puedes asirte fuerte

    y agarrarte firme, para levantarte y ponerte de pie.

    Mralos: los ojos de Mara, tu Madre.

    Ah la tienes, puntual; justo, despus de tu cada. Es una cita a la que

    no fallan jams las madres. Ellas se las arreglan para estar siempre junto a

    sus hijos derribados.

    Tal vez no asistieron, porque no se cont con ellas para celebrar los

    triunfos del hijo.

    No importa. Aunque nadie las llame, presienten la cada, adivinan el

    sitio y llegan a la hora exacta. Jams