ELEMENTOS PARA UNA INTRODUCCIÓN A LA FE CRISTIANA - La idea de … · permite descubrir la vida de...

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Luis Mauricio Albornoz Olivares, Pbro. ELEMENTOS PARA UNA INTRODUCCIÓN A LA FE CRISTIANA

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Luis Mauricio Albornoz Olivares, Pbro.

ELEMENTOS PARA UNA INTRODUCCIÓN A LA FE

CRISTIANA

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN …………………………………………………………………………5

CAPÍTULO PRIMERO: CONDICIONES DE POSIBILIDAD PARA U N CAMINO

DE FE

1. Dios en el lenguaje humano………………………………………………..………8

2. La finitud como realidad que nos interroga por el ser………………..………..10

3. La experiencia de la nada y la apertura al todo………………………………...12

4. La pregunta por el origen y el fundamento……………………………………..17

CAPÍTULO SEGUNDO: EL FENÓMENO RELIGIOSO POSIBILIDAD ES DE UNA

RESPUESTA

1. Caracterización general de la religión…………………………………………...20

2. El hecho religioso………………………………………………………………….22

2.1 El Budismo…………………………………………………………………24

2.2 El Hinduismo……………………………………………………………….25

2.3 Taoísmo………………………………………………………………….…26

2.4 Confucianismo…………………………………………………...…………26

2.5 El Judaísmo………………………………………………………………....28

2.6 El Islam……………………………………………………………………..31

3. Estructura del hecho religioso……………………………………………………33

4. Críticas y cuestionamientos al fenómeno religioso……………………………...35

4.1 El ateísmo y la increencia…………………………………………………..36

CAPÍTULO TERCERO: LA NOVEDAD DE LA AUTOCOMUNICACIÓN DE

DIOS

1. La condescendencia de Dios……………………………………………………...43

2. La Escritura como fuente de Revelación: La historia de Israel………………..45

2.1 El comienzo………………………………………………………………...46

2.2 El Éxodo (1500-1220 a.C.)……………………….………………………..47

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2.3 Período de los jueces (1200-1050 a.C.)…………………………………….48

2.4 La monarquía: Saúl, David, Salomón (1050-931 a.C.)…………………….48

2.5 La monarquía: el reino dividido (931–587 a.C.)…………………………...50

2.6 Exilio de Israel en Babilonia (587-538 a.C.)……………………………….51

2.7 Época Persa (538–333 a.C.)..........................................................................52

2.8 Época helenística (333-63 a.C.).....................................................................53

3. Jesucristo: la Revelación plena de Dios……………….………………….……...55

4. La Iglesia como lugar teológico de la Revelación……….………………………56

CAPÍTULO CUARTO: JESUCRISTO PALABRA ETERNA DEL PADR E

1. Mesianismo en el Antiguo Testamento: la apertura de Israel a la liberación

definitiva…………………………………………………………………………..60

2. ¿Quién es Jesús?: fe apostólica y primera Iglesia………………………………62

3. Jesús y el reinado de Dios………………………………………………………...69

CAPÍTULO QUINTO: EL ASENTIMIENTO A LA FE UNA EXPERI ENCIA DE LA

GRACIA

1. La gratuidad de Dios revelada en Jesucristo……………………………………72

2. La fe como respuesta al don de Dios en Jesús…………………………………..74

3. La Iglesia de la Trinidad………………………………………………………….76

4. La acogida de Jesucristo: una experiencia eclesial…………………..………….80

CAPÍTULO SEXTO: LA COMUNIDAD CREYENTE SACRAMENTO DE

COMUNIÓN Y ANTICIPO ESCATOLÓGICO

1. La fundación de la Iglesia como intención de Jesús…………………………….83

1.1 La elección de discípulos…………………………………………………...84

1.2 La vocación de los Doce……………………………………………………85

1.3 El Primado Petrino………………………………………………...……….85

1.4 La Eucaristía………………………………………………………………..87

2. El desarrollo de la institución eclesial primitiva y el asentimiento progresivo a

la Revelación………………………………………………………………………88

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2.1 Las comunidades del Nuevo Testamento en el seguimiento de Jesús.……..89

3. El Misterio Pascual como fuente de los sacramentos……………...……………92

4. La Iglesia como anticipo de la vida futura fuente de toda esperanza………….95

5. Parusía y juicio escatológico: el regalo del Padre en su hijo Jesucristo….……97

Comentario Final………………………………………………………………………...103

Bibliografía…………………………………………………………………………...….104

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INTRODUCCIÓN

¿Cómo creer hoy en Dios?

Esta es una pregunta de no fácil respuesta. Hablar hoy de fe y su significación en la

realidad social y cultural que nos rodea no es algo sencillo, aunque para ser justos con el

tiempo y la historia, nunca ha sido algo sencillo. Afirmar la existencia de Dios podría

parecer, de suyo, algo entendido y aceptado por la generalidad de los hombres. Pero no es

menos cierto que esa existencia tiene diversos y variados pre-supuestos que es necesario

analizar, y que por cierto, no han estado exentos históricamente de desavenencias y

discordias.

Esta situación, que por lo demás no debe sorprendernos dado el acontecer de los

últimos siglos, nos conduce a afirmar que el hecho de profundizar hoy día en la experiencia

creyente supone disciplina y pasión; método y motivación. Este es el único modo que

permite descubrir la vida de fe como una apuesta humana atractiva y apasionante.

Quizá pueda ser más simple y menos exigente hablar de religiosidad, o de conceptos

religiosos que circundan nuestro ambiente, o simplemente no decir nada. Nuestras

sociedades contemporáneas, así llamadas posmodernas, no reflejan en sus diversos

quehaceres la experiencia de la fe como algo decisivo en las orientaciones sociales. En el

mejor de los casos observamos la vida creyente circunscrita al ámbito individual y como

expresión personal. Ya esto puede resultar delicado, pues una comprensión de la fe, así

vivida, atenta contra su propia esencia y con lo que el fenómeno religioso nos propone por

su propia naturaleza. La palabra religión desde el punto de vista etimológico nos evoca el

re-ligare latino que se traduce como atarse, es decir, unirse a otro o a otros. Por tal razón

una experiencia religiosa sólo comprendida individualmente (desde lo fenomenológico) se

estaría negando así misma.

En todo caso no señalamos estas observaciones como definiciones absolutas, sino

como aquellos hechos o circunstancias que se encuentran en el quehacer diario de la

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generalidad de los hombres, particularmente del mundo occidental, y que por tanto, forman

parte de lo que hoy día somos como sociedad, al menos en lo que respecta a las

características de la fe y la religión.

A lo largo de estas páginas intentaremos profundizar en las posibilidades que se nos

presentan, buscando un acercamiento serio, a los caminos de encuentro con la experiencia

de la fe. Más aún, quisiéramos reconocer la evidencia de la fe cristiana, lo que hace más

arriesgada nuestra reflexión, y su novedad absoluta frente a otras comprensiones de

sociedad y de mundo. Nuestra empresa se hace una tarea ardua y desafiante, pero es

precisamente por los antecedentes antes mencionados, y muchos otros que se nos escapan,

que nos parece necesaria y justificable en nuestros días. No pretendemos a través de este

escrito definir exclusivamente los caminos que conducen al hombre hacia la experiencia de

la fe, pero creemos que para aquel que busca una respuesta profunda y seria de la figura

divina en nuestro mundo, y quiere reconocer las posibilidades del creer y del creerle a

alguien, este texto puede ser una ayuda importante.

El presente trabajo no agota, en ningún caso, las posibilidades de profundización en

el Misterio Absoluto de Dios; más bien nos abre a ese Misterio y lo solicita. La infinitud de

la experiencia divina se recoge sencillamente, en fragmentos escasos y pobres en estas

líneas, pero en cuanto son limitados posibilitan una apertura a lo ilimitado. Después de

todo, no tenemos otro modo de abrirnos a la infinitud sino a través de lo que somos:

realidades finitas.

Nuestro lugar en este trabajo dice relación con un modo de profundizar

reflexivamente en los caminos que abren al hombre a una experiencia creyente, siempre eso

sí, como posibilidad. Sabemos bien, a la luz de Jesucristo, que la fe es ante todo y

primordialmente un Don. Desde esta perspectiva iremos haciendo un camino de

comprensión creyente, que intentará reconocer lo que significa y el cómo se traduce la

experiencia de fe cristiana, a partir de un hecho que llamamos Revelación.

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En un primer capítulo intentaremos dar cuenta de las posibilidades de la fe a partir

de la propia experiencia existencial. Nos aproximaremos en este capítulo a una breve

reflexión, de índole más bien filosófica, respecto de algún camino que haga posible la

experiencia de fe, por lo mismo, es aquí donde el lector podrá encontrar los aspectos más

complejos en la comprensión de este escrito. En un segundo momento nos adentraremos en

las posibilidades que se le brindan a la fe en nuestro tiempo, a saber, algunas nociones

respecto de los credos de nuestra época. En un tercer capítulo queremos mostrar la

característica propia del cristianismo, que lo hace original respecto de otras religiones, al

punto de afirmar de él y en él, la absoluta novedad de Dios. Ya, en el capítulo cuarto,

quinto y sexto reconoceremos a Jesucristo, la fe en él, y la vida eclesial respectivamente.

Queremos también describir la forma definitiva que toma el cristianismo

circunscrito en la historia, y el cómo se hace posible reconocer en él la obra de Jesucristo.

No es ajeno a nuestra intención el realizar una aproximación a lo que, desde el plano

creyente, podemos reconocer como apertura total y definitiva a la trascendencia. Sabemos

bien que la experiencia religiosa es propia de la realidad antropológica: el hombre de

cualquier tiempo y lugar se pregunta por la trascendencia y su realidad. La dimensión

religiosa se torna así común a todo hombre en cuanto pregunta por el objeto, sentido y fin

de su propia vida; como una fuerza primaria de la existencia humana. La constitución

pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes lo expresó bellamente en aquellas

preguntas perennes del hombre.1 Desde esta condición nos aproximaremos a la realidad de

la Revelación cristiana y los antecedentes que de ella brotan.

Emprendamos entonces la tarea de reconocer y hacer reflexión de lo aquí señalado.

De cualquier modo y bajo los diversos frentes que utilicemos, al hacer lectura de estas

líneas, se habrá logrado el objetivo: Reflexionar y profundizar en la experiencia creyente, lo

que adelanta ya el sentido ulterior de este sencillo trabajo, ser una Introducción a la fe

cristiana. 1 CF. Concilio Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, Gaudium et Spes, B.A.C. Madrid, 1993. Nº 43

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CAPÍTULO PRIMERO

CONDICIONES DE POSIBILIDAD

PARA UN CAMINO DE FE

Hablar de fe nos sugiere diversas posibilidades y comprensiones, caminos y

orientaciones desde las es podríamos dirigir nuestra reflexión. Nos enfrentamos de modo

inmediato a un tema que no tiene límites absolutos. Esto es lo que intentamos realizar en las

siguientes páginas: sencillamente, abrirnos a la factibilidad de un camino no agotado, pero

lleno de posibilidades.

1. Dios en el lenguaje humano

La experiencia del hombre ligada en particular a su propia comprensión de la

sociedad y de la historia está constantemente sometida a sus propias limitaciones. Cualquier

tarea que el hombre emprende se ve necesariamente coartada por una serie de

acontecimientos y situaciones, que no dependen necesariamente de un acto voluntario del

ser humano, sino que son fruto de su condición existencial situada, de hecho, en un marco

espacial y temporal de características también limitadas.2

Estas caracterizaciones que le atribuimos al ser humano y a toda obra que el hombre

emprende, no quieren disminuir en ningún caso lo que él es en sí mismo y para el todo

social. Por el contrario, lo que estamos haciendo es afirmar con toda claridad que si bien las

posibilidades del hombre en todo lo que es capaz de emprender son cuantitativamente

insospechadas, los avances científico-técnicos de la última mitad del siglo XX dan cuenta

de ello, siempre éste se ve envuelto en una realidad ineludible: su propia finitud. Sobre este

tema volveremos en el apartado siguiente.

De estas mismas reflexiones se deduce el caminar histórico de la experiencia de fe.

Es decir: si la experiencia creyente se ve circunscrita a categorías humanas para su mejor

2 Cf. Sesboüe, B. Creer, Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, San Pablo, Madrid, 2000, p.22

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comprensión y reconocimiento, entonces esta experiencia tendrá diversas comprensiones

según el hombre se comprenda asimismo. La inteligencia humana va caminando de este

modo a una siempre mejor comprensión en lo humano de toda realidad trascendente, no

obstante la realidad divina permanezca inmutable. Welte3 afirma que: “Puesto que la

inteligencia que el hombre tiene de sí mismo y del ser está actualizada de una manera

peculiar en la religión, en consecuencia la religión se expresa en un lenguaje humano, en

categorías humanas y en posibilidades de pensamiento humano, vive en formas de

realización humana. Sólo desde aquí puede explicarse el hecho manifiesto de que la

religión a su manera participa también en el cambio histórico de la inteligencia que el

hombre tiene de sí mismo y del ser, y de que por tanto, la religión posee una historia

humana y a veces demasiado humana, por más que Dios, desde el cual se entiende la

religión, sea inmutable y se halle fuera de tal historia”. 4

Con esto lo que queremos señalar es que no se trata de manejar y comprender la

realidad divina a nuestro antojo y según queramos: Dios es siempre Dios. La experiencia de

la fe nos conducirá entonces a no distorsionar comprensiones divinas diversas, sino a

profundizar en el único Misterio que se nos presenta como revelándose constantemente.

No es el hombre el que adapta a Dios a su modo de comprenderlo, sino Dios que se

limita humanamente para que tengamos acceso a Él. Señalemos que todavía estamos en un

ámbito fenomenológico, de acuerdo a lo que se nos aparece como realidad divina. Nuestra

reflexión dista mucho de hablarnos del Dios de Jesucristo, sobre el cual volveremos

ampliamente más adelante.

3 Nos referimos a Bernard Welte. Nació en Mekirch Baden, Alemania el 31 marzo de 1906. Estudió Teología en Friburgo y en Munich. Fue ordenado sacerdote en el año 1929. En 1946 obtiene la docencia libre en la Universidad de Friburgo donde murió en 1983. Su trabajo dominante tuvo que ver con la reflexión filosófica en un estado tentativo de recuperar una esperanza religiosa, capaz de mantener el carácter ecuménico, evidenciando en su interioridad lo específico del mensaje cristiano. Ha iluminado algunos temas fundamentales bajo el estudio a Santo Tomas, el Maestro Eckhart y Kant. Entre sus numerosas obras recordamos Tras las huellas del eterno, de 1976; Sobre la posibilidad de una nueva experiencia religiosa, de 1976; Filosofía de la Religión de 1978 y ¿Qué es creer? de 1983. 4 Welte, Bernhard, Filosofía de la Religión, Herder, Barcelona, 1982, pp. 25-26.

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2. La finitud como realidad que nos interroga por el ser

La experiencia de lo infinito en la realidad finita de la humanidad no puede sino

circunscribirse en esta misma realidad finita, que es de suyo, el lugar antropológico en que

se desarrolla toda realidad de Dios, el infinito por antonomasia. Dicho de otro modo, el

hombre sólo puede hacer experiencia de lo divino a modo humano, y en la experiencia de

fe no existe otro modo de comprenderse a sí mismo sino como finitud. Es más, esta misma

finitud es lo que garantiza la experiencia de fe. En efecto, si el hombre se considerase a sí

mismo como divino no necesitaría de la fe en otro. El problema obvio es que si el hombre

es divino ¿dónde encontramos su perfección, su infinitud, o su poderío, su inmutabilidad o

su impasibilidad, que son características propias de lo divino? La sensatez de estas

afirmaciones no amerita más explicación.

Lo que sí requiere de todo nuestro esfuerzo es el hecho mismo de estar en el mundo

bajo estas condiciones de finitud. Está claro que somos, pero también está claro que

dejaremos de ser y que alguna vez no fuimos, y esto en cualquier caso, bajo cualquier

orientación filosófica, teológica o existencial. Lo que se define con claridad de parte

nuestra es que no podemos negar este hecho: estamos en el mundo, pero dejaremos de estar

en él: “Interprétese nuestra existencia en el mundo a la manera de Platón, o de Tomás, o

de Heidegger, o de Sigmund Freud, o como quiera que sea; estas posibilidades de

interpretación y todas las otras comparables dejan intacto el hecho fundamental que

expresamos con las palabras estamos aquí en nuestro mundo. Este hecho permanece en

todo caso”.5

La experiencia de la finitud que hacemos, es decir: que alguna vez no fuimos,

porque no existíamos, y que alguna vez no seremos, porque dejaremos de existir nos evoca

otras realidades semejantes. Sin duda que introducirnos en las diversas perspectivas que se

nos presentan frente a la comprensión de lo finito nos induce a nuevos desafíos, pero no es

nuestra intención apasionarnos en ello. Sólo queremos poner de relieve y llevar nuestra

5 Op. cit. p. 51

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existencia a una realidad de la que estamos seguros, pero que paradojalmente, sólo la

podemos experimentar a priori, a saber, dejaremos de ser.

Evidentemente que estas reflexiones no son nuevas en la comprensión del fenómeno

religioso o la experiencia creyente. Ya otros, desde diversos prismas, han apuntado a la

realidad que nos sobrecoge. No somos los primeros ni seremos los últimos en inquietarse

por la experiencia religiosa a la luz de nuestro tiempo, nuestra reflexión se ofrece sólo

como un camino hacia lo definitivo.

Decíamos que lo evidente de nuestra existencia es precisamente esta, nuestra

existencia. En otras palabras podemos decir que lo único seguro es que vivimos y desde

esta vida que tenemos nos podemos abrir a diversas formulaciones con distintas

comprensiones de hombre y diversas asimilaciones del mundo. El estar aquí es posible

como apertura a múltiples experiencias, respecto de nosotros mismos, de la sociedad y del

mundo. Estas experiencias constituyen esencialmente nuestra existencia, dicho de otro

modo, el que existamos nos abre a la diversidad de experiencias.

Esta diversidad de posibilidades circunscribe también la religiosa. Es sabido que

hoy por hoy existe consecuencialmente disociación con la religión, y pareciese que el

hombre se ve alejado de ella, pero no es menos cierto que muchas veces ésta permanece

como reprimida en el hombre, manifestándose en hechos como la religiosidad popular,

comportamiento secular, etc. Un caso claro y realmente descriptivo de esto, a propósito de

los campos de concentración nacionalistas, lo encontramos en las siguientes palabras:

“Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas eran las más sinceras que

cabe imaginar y, muy a menudo, el recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la

profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este respecto lo más impresionante

eran las oraciones o los servicios religiosos improvisados en el rincón de una barracón o

en la oscuridad del camión del ganado en el que nos llevaban de vuelta al campo desde el

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lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y helados bajo nuestras ropas

harapientas.”6

Lo que afirmamos es que a pesar de las diversas experiencias existentes, y aun en

medio de aquellas que más nos acercan a la propia muerte, la religión pervive y está

presente. En otras palabras, la religión no ha podido ser sustituida, más aun, la propia

finitud nos viene a interrogar por lo infinito, lo inmanente (lo que esta dentro del mundo) se

abre a lo trascendente (lo que está más allá de el y lo trasciende) y es allí donde esta

trascendencia más fuertemente se reconoce. En síntesis lo que intentamos afirmar es que

nuestra vida, que tiene su fin en la muerte, nos abre a la pregunta por Dios desde ese mismo

fin.

Por su parte la falta de conciencia de nuestra realidad finita, así como de la propia

realidad creyente no nos alejan de los anhelos profundos de justificación, libertad y

fraternidad, por el contrario solicitan esta presencia y es desde esta experiencia que es

posible reconocer, al menos como una posibilidad, la interpelación de Dios. Pues la

posibilidad nos sugiere el hecho que nuestras preguntas existenciales no estén, en último

término, ancladas en nuestra condición de hombres finitos sino que pueda ser Dios mismo

quien las pone en lo profundo de nosotros.

3. La experiencia de la nada y la apertura al todo

Señalábamos más arriba las posibilidades que se nos abren como caminos hacia la

experiencia de fe en el marco de la finitud existencial del género humano. Ya decíamos,

cada individuo experimenta con mayor o menor conciencia su propia finitud. Esta realidad

finita supone en sentido obvio que un día dejaremos de existir y por tanto dejaremos de ser

y sentir, es decir, nos enfrentamos desde nuestra condición existencial a la experiencia de la

6 Frankl, Víctor. El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 1996, p. 43

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nada.7 Algún día nada seremos y algún día nada fuimos. Pero ¿qué comprendemos o que

viene a nuestra razón cuando hablamos de la Nada?

Lo que hay que afirmar con toda claridad, en primer término, es que una vez no

estábamos aquí y alguna vez dejaremos de estar aquí. Esta afirmación está fuera de toda

discusión racional, pues es evidente por sí misma. No es posible negar que alguna vez no

existimos y que alguna vez dejaremos de existir; “la muerte es un hecho de experiencia que

no puede negarse”.8 Es a esta realidad de dejar de ser lo que llamaremos, en nuestra

reflexión, la nada.

Esta nada es la que nos espera, y esto es la certeza indiscutida de nuestra condición

existencial. Aquí cabría hacerse la pregunta sartreana: “Si queremos penetrar a fondo en la

cuestión no debemos darnos por satisfechos con esta respuesta y debemos preguntarnos

ahora: ¿qué debe de ser la realidad humana si la nada tiene que advenir al mundo por

ella?”9

La nada adviene a nosotros, sabemos que algún día llegará porque dejaremos de ser,

algún día nos atrapará. Pero hay aquí algo que nos produce cierto interés. Si la nada es lo

definitivo, en el sentido que la nada se presenta como lo infinito para nuestra existencia

(pues con ella nunca más seremos), entonces no sólo nos interroga por el hecho de dejar de

ser, sino que se nos presenta como una realidad absoluta. En otras palabras, la nada será

nuestro absoluto, lo definitivo, la totalidad de nuestra plenitud. Esta realidad nos abre a

posibilidades ciertas que no podemos rechazar. Existe una experiencia que es la de la nada

y “quien la experimenta y en esa experiencia ve que todos nosotros dejaremos de existir,

puede entender esta experiencia como experiencia de una mera y pura nada, o como la

experiencia de un encubrimiento absoluto. En el primer caso dirá: aquí no hay nada en

7 Utilizamos aquí el concepto de nada apelando a la idea de no existencia, es decir, si dejaremos de ser en nuestra muerte, entonces seremos nada. 8 Heidegger, M. Ser y Tiempo, Universitaria, Santiago de Chile, 2002, p.277, traducción de Jorge Eduardo Rivera. 9 Para mayor profundización respecto de estas afirmaciones CF. Sartre, Jean-Paúl, El ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 1976, traducción de Juan Valmar, pp. 63-66.

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absoluto. Y en el segundo caso dirá: aquí no veo nada. Lo que aquí hay, está enteramente

sustraído y oculto para mí”.10 En otras palabras nos preguntamos por lo que nos espera

cuando dejemos de ser y/o existir; ¿será pura nada y vacío, es decir, muerte total?

Señalemos que la nada, en cuanto condición existencial que nos adviene, no es

menos importante, en el sentido que si es nada sólo la experimentamos en otros, pues

cuando yo mismo sea nada, nada podré experimentar. La nada toma aquí toda su fuerza,

pues se nos presenta como lo infinitamente mayor y por tanto lo definitivamente inevitable,

como señala Welte: “la no existencia es lo inconmensurablemente mayor. Absorbe a cada

uno y a todos, y esto para siempre. En su infinitud es lo monstruoso”.11

Esta es nuestra realidad, que se nos manifiesta con toda claridad y poder frente a lo

cual nosotros no somos más que un breve lapsus de historia, en medio de la inmensidad del

todo de la nada. La nada es lo otro de nuestra existencia, cuando dejemos de existir

entonces aparecerá la nada. La experiencia de la nada, no la haremos sólo al momento de

nuestra propia muerte, sino que la hacemos ya hoy, de cara a nuestra propia existencia

cotidiana.

Ahora bien, esta condición existencial que como ya decíamos es indescartable de

nuestro ser, se nos hace a su vez inevitable. Entonces, ¿vale la pena también preguntarse

por el sentido de lo que hacemos?, ¿de lo que somos?, y más aun, ¿de lo que queremos ser?

Pues si todo, tanto lo que nos alegra como lo que nos entristece, si lo que nos enfada o nos

atrae, si lo que nos causa asombro o lo que nos fascina sucumbe ante la nada, será lanzado a

la nada misma, ¿qué sentido tiene todo esfuerzo humano? En efecto, ¿cuál es el objeto de

toda dedicación, toda entrega, toda generosidad, toda promoción de la justicia, de la verdad,

de la caridad? Pues todo terminaría en la muerte, es decir, en la nada.

10 Op. cit., Welte. p. 54 11 Loc. cit. p. 59

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El bien y el mal no tienen relevancia frente a la inmensidad de la nada, frente a la

monstruosidad del dejar de ser que viene hacia nosotros. “Ya no puede verse por qué haya

de tener sentido comprometerse por la verdad y la justicia más que por la mentira y la

injusticia. La nada, entendida como simple nada nula, destruye todo esbozo y todo

postulado de sentido”.12 Aquí nos encontramos frente a la náusea sartreana, ante lo absurdo

de nuestra existencia: todo está demás, o no tiene la menor razón para ser y existir, y no hay

nada que pueda explicar su existencia. El hombre es pura contingencia y la realidad es

absurda: “Éramos un montón de existentes incómodos, embarazados por nosotros mismos;

no teníamos la menor razón para estar allí, ni los unos ni los otros; cada uno de los

existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía estar demás con respecto a los otros.”13

Si esta es la afirmación más profunda de nuestra existencia, entonces está claro que

todo carece de sentido, más aún, lo único que tiene algo de sentido es la nada misma, por lo

que habrá que solidarizar con ella viviendo lo que tengamos que vivir, buscando todo lo

que nos acerque a la nada, es decir, todo lo que sea negación de lo humano, de lo existente,

de lo que vivimos y experimentamos como principio universal; el único sentido de todo es

la nada.14 Esto lo afirmamos en el sentido que la nada se presenta con mucho más fuerza

que nuestra existencia, pues vivimos sólo un momento y dejaremos de vivir eternamente.

Nada tendría sentido si todo termina en la nada. La aspiración al sentido de todo no

se realiza. Esta lectura, así presentada, nos sumerge en una realidad definitivamente

mundana, sin trascendencia, sin sentido, sin ética, sin consistencia existencial, sin Dios.

Pero aquí es donde queremos llamar la atención, pues que pasaría si la nada de la que

hemos estado hablando, se nos entregara como una posibilidad distinta de aquello que

pensamos, pues, por un lado, la nada es una mera nada nula, o bien todo tiene un sentido.

Pensemos en las características que hemos afirmado de la nada: ella es el todo, es lo que

12 Loc. cit. p.69 13 Op.cit. Sartre, J. pp. 161-163. 14 Señalemos aquí que el nihilismo radical no se pretende afirmar nada, ya que toda afirmación de la nada supone un sentido. Lo único que afirma el nihilismo radical es la precariedad, fragilidad y cuestionabilidad de toda afirmación. Es decir cuestiona y pone en duda la propia nada.

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permanece (lo infinito), es el horizonte hacia lo cual converge todo y es lo que a su vez en

un principio originó todo. Es decir, si la nada es lo inmensamente mayor, lo que nos supera

infinitamente, lo que abarca todo, lo eterno. Acaso no son estas características las que

normalmente le atribuimos a Dios, que es lo inmensamente mayor lo que nos supera

infinitamente.

Así, cabe la posibilidad, de que la nada nos abra hacia un todo que no podemos

rechazar y que no sea una nada nula, sino más bien una presencia oculta de un poder

infinito e incondicional que llena de sentido todo. Es una presencia oculta que no se refleja

en palabras, ni formas, pero es una presencia real.

Ello significa que la nada es lo que puede justificar y llenar toda vida. Ahora bien,

todos estos rasgos positivos se nos presentan en forma de misterio. Hay algo misterioso que

se vislumbra con la nada, a saber, lo incondicionado y trascendente de la existencia hacia la

nada como posibilidad de un camino hacia algo más que la nada misma. La realidad

misteriosa de la nada, que se nos presenta en nuestra propia vida, nos sugiere aquí

características que agilizan una experiencia de fe, al menos abren camino hacia ella. Es

más, “lo que tenemos aquí es que la fe en el poder misterioso, infinito e incondicional,

fuente de exigencia para todo, que conserva todo sentido y decide sobre todo sentido,

puede ser una fe fundada racionalmente (refiriéndonos sólo a su fundamento, no a la fe en

sí misma). En sus momentos decisivos descansa en intuiciones que no fuerzan a nadie. Pero

esto no impide que se trate de intuiciones reales.”15 No obstante, queremos clarificar que

hablamos sólo de un camino posible, no aseguramos la realidad de Dios a partir de estas

meras reflexiones, esto sería absurdo, pero no podemos negar que al menos la nada así

comprendida, posibilita un camino hacia la fe.

15 Op. cit. Welte. p. 72

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4. La pregunta por el origen y el fundamento

Queremos insistir en estas próximas líneas en la acuciosa necesidad que la ciencia

tiene de fundamentar sus criterios de juicio, sus postulados, sus hipótesis y todo lo que

desee emprender como enunciado creíble. Todo aquello que la ciencia emprende debe ser

por su propia naturaleza demostrable. Todo tiene su fundamento y este fundamento que

subyace a todo trabajo que ha de llamarse científico necesita de su demostración. Esta idea

fundamental del quehacer científico nos remonta reflexivamente a la pregunta por el

fundamento de aquello que fundamenta la ciencia, es decir, si todo tiene su fundamento es

evidente que el fundamento de todo debe asimismo tener su fundamento, y la pregunta que

nos queremos hacer en este apartado versa precisamente por el fundamento de los

fundamentos.

Aristóteles nos propone lo siguiente: “algunas cosas son por naturaleza, otras por

otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples

como la tierra, el fuego, el aire y el agua pues decimos que éstos y otras cosas semejantes

son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están

constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de

movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la

alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de

género semejante, en cuanto que las significamos en cada caso por su nombre y en tanto

que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio;

pero en cuanto que, accidentalmente, están hechas de piedra o de tierra o de una mezcla de

ellas, y sólo bajo este respecto, la tienen. Porque la naturaleza es un principio y causa del

movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma, no

por accidente”.16

Esta afirmación aristotélica viene a mostrar que ya la pregunta por el fundamento se

remonta a la Grecia clásica y por tanto no reviste novedad, en cuanto pregunta, pero lo que

16Aristóteles, Metafísica, I. V, c. 4, 1015a 15. Gredos, Madrid, 1994, p. 215

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si nos sugiere es que ha sido una preocupación en la historia del pensamiento. Estamos

entonces afirmando que el fundamento que se verifica en todo pensamiento interrogante y

sobre el que se han edificado tanto la ciencia como la técnica nos permiten preguntarnos

legítimamente por ese fundamento. Estamos hablando, en términos metafísicos, por la

naturaleza del ser de todos los entes. En todo caso lo que es claro es que el ente recibe su

ser y con ello su fundamento de lo otro de todo ente, es decir, de algo que en su sentido

original le es ajeno. Es evidente que no podremos responder en estas líneas sobre el

fundamento de los fundamentos, o en palabras metafísicas, el ser de los entes, pero lo que sí

podemos afirmar con toda claridad es que la misma realidad científica que nos remonta a

sus fundamentos nos obliga a reconocer que existe un fundamento de todo cuanto es.

En clave tomista17 podemos recoger la misma afirmación aunque con otros

conceptos, incorporando la diferencia existente entre causalidad inmanente y trascendente.

Es necesario que haya alguna cosa que sea causa de ser para todas las cosas, por el hecho

de que ella es ser solamente, nos dirá el doctor angélico.

Para destacar una afirmación claramente tomista citamos a nuestro autor señalando

que “El creador y la creatura se reducen a algo uno, no por comunidad de univocación,

sino de analogía. Esa comunidad puede ser de dos clases: o porque algunos seres

participan algo uno con orden de prioridad y de posterioridad, como la potencia y el acto

la razón de ser, y lo mismo la sustancia y el accidente, o porque uno recibe el ser y el

nombre de otro. Esa es la analogía que tiene la creatura para con el creador: la creatura,

en efecto, no tiene ser sino en cuanto que procede del primer ente, ni recibe el nombre de 17 Nos referimos a Tomás de Aquino (1225-1274), también llamado el doctor angélico. Considerado el filósofo y el teólogo de mayor relieve dentro de la filosofía escolástica. Nació en el castillo de Roccasecca, Frosinone, hijo de Landolfo, conde de Aquino. Se educó en el monasterio de Monte Cassino y luego en la universidad de Nápoles (1239-1244), donde a los catorce años emprende el estudio de las Artes. En 1244 ingresa en la orden de los dominicos. Libre, al fin, de la oposición de su familia, al cabo de un año marcha a París, donde es discípulo predilecto de Alberto Magno, a quien sigue luego a Colonia; vuelto a París, redacta el Comentario a las sentencias (1254-1256), inicia su labor como profesor y enseña en distintos lugares de Italia y Francia: Anagni, Orvieto, Roma, Viterbo, París y Nápoles. En esta época escribe sus obras, entre la que destacan Summa contra gentiles, escrito con finalidad misionera, y sobre todo la Summa theologiae, considerada la obra de mayor relevancia de toda la escolástica. Muere mientras se dirigía al concilio de Lyón, convocado por Gregorio X, en la abadía de Fossanova. Mayores detalles en Tejedor, Campomanes, C. Historia de la filosofía en su marco cultural, Ed. SM, Madrid, 1996, pp.144 y ss.

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ente sino en cuanto que imita al primer ente; y lo mismo sucede con la sabiduría y las

demás cosas que se dicen de la creatura.”18

Estas afirmaciones pueden resultar interesantes desde el punto de vista que

intentamos atender. Lo que sucede aquí es que el pensamiento, en cuanto pensamiento, se

trasciende a sí mismo y busca emprender el alcance de algo superior que lo funda. Nuestro

interés respecto del fundamento del fundamento, nos evoca entonces con toda claridad la

permanencia del ser de todos los entes.

Ahora bien, siguiendo los postulados en los apartados precedentes, y acercándonos a

ellos desde una perspectiva positivo-científica, tenemos que señalar, con toda razón, que la

posibilidad mas real es que el fundamento de todo se encuentre en aquello que definíamos

anteriormente como nada. Nuestro fundamento es la nada y no es un ente como sugería

Aristóteles o Tomás. Si esta es nuestra respuesta entonces tenemos que sostener que la nada

es el origen del mundo y de la existencia. El punto es que si la nada permanece vacía, la

existencia carece de fundamento.

Este es el camino posible que se nos abre bajo la pregunta por el fundamento. Pues

en la eventualidad que exista algo y no sea pura nada, se hace posible un marco que puede

reconocer el misterio que se anuncia en el ser de todo aquello que es, y lo reconoce como

origen y fundamento incondicional y trascendente, lo que enaltece la comprensión

científico-positiva y a su vez favorece la apertura a un camino creyente. Si todo requiere de

su fundamento, la nada necesita fundar desde algo, y este algo no puede ser pura nada, lo

que solicita una realidad desde ella.

18 Comentario a los cuatro libros de las sentencias de Pedro Lombardo, Libro I, Pról., c.2, a. 2, (en Clemente Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, 2 vols., BAC, Madrid 1980, vol. II, pp. 240-241).

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CAPÍTULO SEGUNDO

EL FENÓMENO RELIGIOSO

POSIBILIDADES DE UNA RESPUESTA

Para que se pueda afirmar la existencia de una religión en el amplio sentido del

concepto, es preciso que se crea, por una parte, en la existencia de una relación previa

anterior con lo trascendente, y por otra parte, en la posibilidad real de volver a entrar en

relación, en unión con esa trascendencia. Esta es la etimología de la palabra religión: volver

a unir. Lo que se vuelve a unir es este mundo con el “más allá”, como realidad

trascendente; a los habitantes de este mundo con los seres que están más allá; a la criatura

con el Creador; a los mortales con los inmortales; etc. Esta es la esencia de toda religión, su

razón de ser, su inicio y origen básicos.

Si esta realidad creyente estuviese ausente, este es el sentido de volver a unir lo que

estuvo unido; religar (religio), las posibilidades del pensamiento se aquietan y retienen en el

plano físico-metafísico, pero no en el trascendente. Se puede ir más allá de la simple

materia (metafísica) y sin embargo no dar el salto al más allá real, a lo sobrenatural. No

obstante esta relación en lo verdaderamente religioso, puede plantearse según diversidad de

interpretaciones, a partir de diferentes conductos o caminos: Religiones, doctrinas

trascendentes, esoterismo, etc. Incluso se puede comprender como mera relación causa-

efecto (hay un principio del que todo procede, concatenadamente); o como dependencia

natural (ser humano como hijo de Dios); o como un volver al paraíso (evolución y progreso

continuo del hombre); o con principios que tienen diversos componentes. Se hace entonces

legítimo preguntarse por lo religioso.

1. Caracterización general de la religión

La pregunta por lo religioso la presentamos aquí en el ámbito de las condiciones de

posibilidad para vivir esta experiencia. Es decir, en la misma experiencia religiosa que hace

el hombre éste se sabe determinado por Dios, y referido a él. El hombre lo reconoce como

otro absoluto, pero también se reconoce a sí mismo como sujeto realizador de la religión.

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En este sentido la religión se presenta como una relación originaria del hombre con

el fundamento de su existencia. Víctor Frankl lo ha planteado en su conocido libro, El

hombre en busca de sentido19 que citábamos antes. La dimensión religiosa es común a todo

hombre en cuanto pregunta por el sentido. Es la fuerza primaria de la existencia humana.

Cualquiera puede ser la respuesta que el hombre puede darse respecto a esta condición

originaria, incluso puede ser posible no dársela y rechazar cualquier posibilidad de

respuesta, pero lo que es inevitable es hacerse la pregunta, pues ésta se plantea en su

condición existencial.20

La religión se expresa en gestos y símbolos, es decir, en actos religiosos. Es

precisamente el acto lo que conduce al hombre a vivir la experiencia religiosa que el acto

mismo solicita, y por tanto es ese mismo acto el que lo enfrenta con el fundamento de su

existencia. En esta experiencia religiosa reconocemos tres aspectos constitutivos en cuanto

al objeto:

• Mitos: creencias o narraciones sobre el origen, esto es, algo del pasado, que

fundamenta el presente y lo abre hacia el futuro.

• Ritos: Celebraciones que reviven la realidad del mito en el tiempo y espacio actual.

• Ethos (ética): Normas de vida conformes al mito.

En cuanto al sujeto podemos señalar las siguientes características:

19Cf. Op. Cit. Frankl, V. 20 Pensemos en las experiencias religiosas de los grupos más primitivos que confirman, de algún modo, la condición existencial que nos presenta la trascendencia. De hecho en muchos de los pueblos llamados primitivos se comprueban rastros de creencia en un ser superior, que tiene nombre aparte y diferente de los espíritus que existen en la naturaleza o las almas de los muertos. Tal es el vatauineuva de los yaganes, cuyo nombre significa el muy anciano, y que recibe también los epítetos de muy poderoso, bueno y cruel (pues da la muerte de la misma manera que protege), y al que se dirigen diciendo Hipapuan, es decir, Padre mío. Tal el Tira-wa que los Pawnee definen como la fuerza de lo alto que mueve al mundo y vela sobre todas las cosas. Tal aún el Nzambi, del que los bantúes del Africa Occidental dicen: Es aquel que nos ha hecho, nuestro padre. O el Kalunga de los Ovambo del África del Sur, que lleva en su cintura dos cestos, dispuesto a verter sobre los hombres uno u otro, según su conducta. Para profundizar se puede consultar en Ideas y Creencias, Bruce Pattinson, Timun Mas, Barcelona, 1972. O en Diccionario de términos religiosos y afines, Aquilino de Pedro, Paulinas, Madrid, 1993.

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• Fenómeno originario, esto es, no derivado ni alienante, fundamental en la

plenificación de la existencia.

• Fenómeno universal, es decir, de todo hombre y de todos los hombres. Todo

hombre es religioso aunque la religión se pueda presentar deformada (magia,

individualismo, etc.).

• Abarca toda su existencia, sus dos facetas polares individual y social, personal y

comunitario y todas sus posibilidades (palabra, gesto, signos, oración...)

Con lo que ya hemos afirmado podemos señalar claramente que cualquier

experiencia religiosa se presenta de modo auténtico si expresa al hombre en su verdad,

respeta su dignidad, lo hace más humano y comunitario. Ello queda asegurado sólo cuando

la religión tiene:

• Una verdadera trascendencia.

• Unos ritos en el espacio y en el tiempo.

• Unas normas éticas de convivencia.

Serán entonces modos deformados de religiosidad aquellos en que los elementos

constitutivos de cualquier experiencia religiosa estén ausentes. En definitiva, el hombre no

tiene en sus manos ser o no religioso, esto es condición existencial para él, pero sí es

posible que encauce esta condición antropológica, hacia aquello que se le presenta como

verdaderamente trascendente o hacia una distorsión de la misma.

2. El hecho religioso

Ya hemos visto como se estructura básicamente una religión y cuales deberían ser

sus agentes fundantes. Queda claro, en todo caso, que el hecho religioso como tal se

encuentra presente y forma parte de la vida humana. En todos los momentos de la historia

del hombre encontramos indicios para afirmar la actividad religiosa de aquellos que han

vivido los diversos momentos de nuestra evolución. Es por esto que al introducirnos en un

libro, cualquiera sea este, que profundice en el fenómeno de la religión dedicará su primer

capítulo a descifrar los signos de vida religiosa que nos han dejado las épocas más remotas

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de la prehistoria21. Los signos que podemos reconocer como obra del hombre primitivo nos

dan cuenta de su sentir religioso22.

Una característica común que reconocemos en estos primeros atisbos nos hablan del

carácter nacional de la vida religiosa tenida en su origen, y la forma plural de representarse

lo divino cuestión que va progresivamente favoreciendo el politeísmo. Dando un paso

adelante en este mismo esbozo histórico de las religiones tenemos que decir que ya a partir

del siglo XI a. C., van apareciendo formalmente las grandes religiones o religiones

universales que han perdurado hasta ahora y que acogen a los creyentes actuales.

Quisiéramos citar entre ellas a dos grandes familias:

• En un primer momento señalemos las religiones del Extremo Oriente, especialmente el

hinduismo y budismo. Su característica general muestra la representación de lo divino

como el fondo absoluto de la realidad con el que el hombre debe identificarse, o debe

disolverse. Por esta razón, se las denomina religiones de orientación mística.

• La segunda gran familia de religiones universales abarca las nacidas en el Medio

Oriente y difundidas después hacia Occidente; son el judaísmo, el cristianismo y el

islamismo. A estas últimas se las reconoce como religiones proféticas, por la forma

marcadamente personal de representarse lo divino y la tendencia a describir la relación

con Dios en términos de diálogo, alianza, amor y obediencia personales. Hagamos una

breve aproximación a las más relevantes de las ya señaladas.

21 Pensemos, por ejemplo, en el paleolítico: pinturas rupestres, estatuillas femeninas, restos funerarios indican claramente la preocupación del hombre prehistórico por el problema del más allá y la presencia en su vida, junto a las actividades que le imponía la lucha por la pervivencia, de unas acciones rituales encaminadas a establecer “relaciones eficaces con la fuente de toda bondad y beneficencia”. 22 Estos signos son distintos, según se trate de poblaciones recolectoras o cazadoras, nómadas o sedentarias. Pero en todas ellas aparece una actividad, diferente de la actividad ordinaria y mezclada generalmente con elementos animistas, fetichistas o mágicos, que contiene muchos elementos de los que hoy denominamos actividad religiosa. Cf. Historia de las religiones, Manuel Guerra Gómez, BAC, 1999, pp. 74 - 92

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2.1 El Budismo

El Budismo comienza con el Buda.23 La palabra Buda no es un nombre propio, sino

una descripción que significa “el que está despierto” (a la realidad). Con este título se

conoce a Siddharta Gautama, quien nació al norte de la India, en lo que hoy es Nepal. Los

historiadores sitúan la fecha de su nacimiento en el siglo VII a. de C.. De acuerdo con la

historia tradicional, tuvo una niñez llena de comodidades. Durante su juventud experimentó

una transformación radical cuando entendió ciertos hechos básicos de la vida: la

enfermedad, la vejez y la muerte.

Dejó su hogar para seguir el camino del Hombre Santo, que se seguía comúnmente,

en ese entonces, por hombres y mujeres desilusionados con la vida, y que iban en busca de

respuestas a la existencia. Tuvo varios maestros y practicó severas austeridades que casi lo

llevaron a la muerte. Después de un largo tiempo decidió dejarlas, cuando se dio cuenta de

que por medio de ellas no llegaría a la meta que anhelaba: la iluminación. Posteriormente,

dirigió sus esfuerzos hacia el corazón de su propia experiencia y, sentado bajo un árbol,

hizo el voto de no desistir. Al cabo de 40 días y sus noches, Siddharta alcanzó a

comprender la existencia y a percatarse de sus causas y las condiciones que forman la vida:

llegó a la iluminación.24 De hecho “la revelación de Buda es precisamente que no hay

verdad revelada. No hay ningún dios que hable por labios de Buda. Lo que el predica no es

ni el mensaje de Dios, ni la salvación de las almas, sino la liberación posible de cada uno

por la adhesión a las verdades totalmente humanas que ha descubierto”.25

El Budismo ha existido por más de 2.500 años y ha sido una de las principales

influencias religiosas, artísticas y sociales que han llegado de Oriente. Una de las

características que más lo distingue es que no maneja el concepto de un Dios creador. Esto

no significa que se trate de ateísmo o agnosticismo. La meta espiritual del Budismo no se

23 Para mayor profundización de la vida de Buda se puede consultar Op. cit. Guerra, M. a partir de la Pg. 70 24 Para profundizar en esto se puede consultar: Eliade, Mircea. La búsqueda. Historia y sentido de las religiones, Kairós, Barcelona, 2000. 25 Samuel, Albert, Las religiones de nuestro tiempo, Verbo Divino, Pamplona, 2000, p. 73.

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describe en los términos de un dios personal ni de primera causa.26 Del mismo modo en el

Budismo no encontramos una predicación explícita de creencias o dogmas acerca de la

divinidad, sino que es más bien una filosofía integral de vida, que tiene como objetivo la

transformación positiva del individuo para alcanzar su potencial de iluminación.

2.2 El Hinduismo

Es la religión de la gran mayoría de los habitantes de la india. En la práctica, el

término hinduismo sirve para designar una inmensa variedad de creencias, ritos y

costumbres religiosas. Pero en el fondo de todas estas modalidades hay una común

valoración que es su rasgo más distintivo. La lengua de los libros sagrados del hinduismo es

siempre el sánscrito, pero un sánscrito modernizado, establecido en el siglo III a. de J.C.

por el lingüista Panini. Además de los textos védicos, las fuentes del hinduismo son las

siguientes:

- Textos posvédicos: Upanishads recientes, y sobre todo el Dharmasastra (Enseñanza de la

ley). Comprenden el famoso texto conocido con el nombre de Código de Manú, que se

remonta a principios de la era cristiana.

- Epopeyas: Se compusieron a partir del siglo VI a. de J.C., y sobre el mismo principio que

los cantares de gesta o los grandes ciclos germánicos. La principal epopeya es el

Mahabharata (Gran epopeya), que relata la lucha de cinco hermanos, descendientes de un

rey mítico (Bharata) y de su esposa común (Draupadi) contra sus primos. Es como la Ilíada

de los hindúes. Uno de los héroes del Mahabharata es un semidiós, Krishna, que dirige a

uno de los cinco hermanos un gran discurso, verdadera exposición religiosa del hinduismo:

Bhagavad-Gita (Canto del Bienaventurado). Se le suele comparar en importancia con el

Dhammapada budista y el Tao te Ching del taoísmo.

26 Habría que señalar que el Budismo no está estructurado en una institución, en una iglesia con sus fronteras dogmáticas, sus jefes, su jerarquía, su credo y su capital. Hay comunidades budistas con sus ritos propios. Y hay corrientes y sectas budistas. Hay budistas con prácticas y hasta con creencias diferentes. Pero no hay una iglesia budista. Cf. Loc. cit. p. 69.

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- Textos religiosos: Puranas (Antigüedades). Son una inmensa producción legendaria,

religiosa, histórica y práctica, que se extiende a lo largo de los doce primeros siglos de

nuestra era. De entre ellos suelen entresacarse dieciocho compilaciones que reciben el

nombre de Puranas mayores. Las dos más famosas son el Brahma-Purana y el Visnú-

Purana. A esto agreguemos los Tantras (Libros) son tratados escritos a partir del siglo VII

de nuestra era. Se refieren a un aspecto del hinduismo llamado tantrismo.

2.3 Taoísmo

Lao-Tsé es un personaje legendario que la tradición hace nacer en el 604 a. de J.C.,

veinte años antes que Buda. El nombre significa Viejo Maestro. Algunos autores constatan

que existió un letrado llamado Li-Fu y otro llamado Lao-Tzu. Su doctrina presenta gran

número de semejanzas con el budismo, hasta el punto de que en los siglos siguientes,

taoístas y budistas utilizaron los mismos símbolos, idénticos ritos, y veneraron a los

mismos personajes. Para el budismo la iluminación era el nirvana, la anulación perfecta del

Yo; para el taoísmo, en cambio, era la identificación con el divino Tao. Ambas son vías

prácticas hacia la perfección, doctrinas más que religiones. Pero no deben confundirse ni

asociarse.

Lao-Tsé partía de la contemplación de la armonía natural para definir las líneas

maestras del taoísmo, mientras que Buda tomó el sufrimiento del hombre como punto de

partida en su contemplación y en su búsqueda de solución. Ninguno de los dos inventó

nada: Recogían sabiduría de siglos, especialmente en cuanto a los puntos concretos. Lo que

ambos innovaron fue el método, la doctrina concreta: El camino.

2.4 Confucianismo

Confucio es el nombre occidentalizado de Kung Fu-Tsé (Maestro Kung), el más

famoso de los filósofos chinos. Como en el caso de todos los fundadores, de los que no se

conservan biografías contemporáneas, la tradición ha embellecido su vida. Habría nacido

en el año 551 a. de J.C., en el país de Lu (la actual provincia de Chantung), en una familia

modesta, y parece que fue autodidacta. Se casó a los diecinueve años y al año siguiente

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fundó una escuela popular. Vivía de los donativos de de la generosidad de sus alumnos de

familias más acomodadas.

En el año 501 a. de C., fue nombrado gobernador de la pequeña ciudad de Chung-

Tu, y la leyenda relata que sus cualidades de buen administrador le reportaron una brillante

carrera política, llegando a ocupar altos cargos en la corte. Pero los administradores

corruptos le veían como a un enemigo.

Confucio presentó la dimisión de todos sus cargos y privilegios cortesanos, y estuvo

vagando por el norte de China durante doce años, enseñando que no había más que un

poder divino (Tao) y un emperador, de quienes todos los demás poderes eran como

vasallos. Sus obras, compilación de antiguos textos de sabiduría china, se dividen en dos

grupos:

- El primero comprende cinco o seis tratados denominados los King o canónicos: Cre-King

(Libro de las Odas) una colección de cuentos populares de la más remota antigüedad; Chu-

King (Anales), documentos que él mismo coleccionó; Tchoen-Tsien (Crónica de Lu).

- El segundo grupo comprende su propia doctrina o Filosofía moral y política. Consta de los

cuatro libros agrupados bajo el título genérico de Se-chuh: El Ta-hiao, o del gobierno

patriarcal; Tchung-yung, o del justo medio; Lun-yu, de la vida de Confucio; y Meng Tseu,

que es una exposición de sus doctrinas recopilada por uno de sus discípulos. Murió en el

479, después de haber dedicado los últimos años de su vida a la predicación y formación de

sus discípulos. Inmediatamente tras su muerte, se levantaron muchos templos en su honor

por todo el norte de la China.

Estas religiones que acabamos de describir someramente (y por tanto puestas en

descripciones siempre limitadas e injustas dado que su contenido es mucho más amplio)

dicen relación a las cuatro grandes corrientes místicas orientales (Próximo, Medio y

Extremo Oriente). Nos hemos aproximado a sus esencias más que a sus historias, sin entrar

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en discusiones o definiciones teológicas, pues todas ellas tienen multitud de escuelas e

interpretaciones.

Alejándonos en lo posible de las teologías, hemos intentado centrar la atención en lo

que constituye la esencia espiritual de estas vías místicas de unión con el Absoluto (Dios),

con el fin de introducir su objetivo final, el fenómeno místico (unión con Dios;

identificación del alma con Dios). Esta finalidad, de algún modo común, hace que otros

puntos o aspectos prácticos sean también coincidentes: Moralidad, prohibiciones,

mandamientos, formas de contemplación, actitud mental, posturas exteriores, etc.

Interesa destacar que no se recoge en esta obra una historia de todas las religiones

que han existido. Ese trabajo correspondería a los grandes tratados sobre las religiones. Por

tanto, nos hemos limitado a exponer la génesis de las grandes religiones y doctrinas

religiosas de mayor renombre en el mundo actual. Los credos atenienses, los romanos, los

pueblos amerindios (Mayas, Incas), el animismo africano, etc., quedan fuera de nuestro

trabajo, pensando sobre todo, en el interés que demanda nuestra investigación. No obstante

quisiéramos complementar esta precaria aproximación, con una breve alusión a las

religiones monoteístas no cristianas, a saber, Judaísmo e Islam.

2.5 El Judaísmo

Unos mil ochocientos años antes de Jesucristo, aparecen en Mesopotamia,

procedentes de más allá del Eúfrates, unas tribus migratorias que los pueblos ya instalados

en la región (acadios, babilonios, etc.) se denominan hebreos (los que pasan el río). Entre

estos nómadas hebreos, hay algunos cuyas prácticas religiosas son originales para lo que

conocen los que habitan en la región: Adoran a un sólo Dios.

Se trataba de un clan no muy numeroso, unos cientos de miembros, y cuyo jefe -el

patriarca- se llamaba, según la tradición escrita, Abraham.27 En efecto el escrito bíblico

27 Ante todo conviene notar como los textos del Génesis subrayan la importancia de la figura de Abraham: lo hacen mencionando su genealogía cosa que normalmente sólo sucede con los grandes personajes. Cf.

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cuenta que partió de Ur, ciudad del Golfo Pérsico, cuando Hammurabi reinaba en Babilonia

(siglo XVIII a. de J.C.), para establecerse con su clan allá donde Dios le señalara: Tierra

prometida. Se instalaron en Palestina y el hijo de Abraham, Isaac, y su nieto Jacob fueron

sus sucesores en la jefatura del clan.28 Más tarde, los hebreos descendientes de Jacob (que

tuvo doce hijos) fueron llamados israelitas, pues Dios le cambió a Jacob el nombre por el

de Israel (lo que significaba que había luchado con Dios y había sobrevivido).

Los israelitas emigran en el siglo XVII antes de Cristo a Egipto, donde constituyen

una minoría que provee de mano de obra esclava. En el siglo XIII, conducidos por uno de

ellos, Moisés, que había sido elegido por Dios para esta tarea, abandonan Egipto y

atraviesan el desierto del Sinaí (hecho conocido bíblicamente como el Éxodo). Es

precisamente aquí en el monte Sinaí donde Dios hace entrega a Moisés de los

mandamientos29 para su pueblo, grabados en piedras: Tablas de la Ley.30

Instalados en Palestina -su tierra donada por Dios- los israelitas se dan jueces por

jefes (Jefté, Gedeón, Samuel, etc.) y más tarde reyes: Saúl (hacia 1030 a. de J.C.), David

(muerto hacia el 970 a. de J.C.), y Salomón (970-930 a. de J.C.), los cuales en menos de un

siglo edifican un reino cuya capital es Jerusalén. A la muerte de Salomón se divide el

territorio en reino de Israel (con diez tribus y cuya capital fue Samaria), en el norte, y el

reino de Judá (con dos tribus y cuya capital fue Jerusalén), en el sur.

La rivalidad entre los dos reinos lleva a la destrucción mutua. Hasta que en el año

721 a. de J.C., el asirio Sargón II destruye todo el territorio. En el año 587, el babilonio

Nabucodonosor conquista Jerusalén, destruye el templo de Salomón (586) y deporta a

Ampuero, Luís Alonso, Historia de la salvación, Fundación Gratis date, Pamplona, 2000, pp.17-18. 28 Para mayor profundización en una síntesis sencilla y clara, se puede ver ¿Entiendes el Mensaje?, Equipo Misionero, San Pablo, Santa Fe de Bogotá, 1995, pp. 17 ss. 29 Para conocer el Decálogo se puede acudir a la Biblia en Ex 20,1ss. o Dt 5,6ss. 30 Lo esencial de la alianza mosaica es la elección que Dios hace una vez mas en el seno mismo del pueblo que ya había escogido para sí con Abraham. Una tribu, los levitas, y una familia, la de David, son elegidos para que Israel quede consagrado a su Dios. Cf. Op. cit Albert, S. p. 92

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Babilonia parte de la población del reino de Judá, a este hecho se le llamó: Exilio o

cautiverio de Babilonia (586-539).

Sus principios, sus leyes y sus ritos se remiten a las revelaciones recibidas por

Moisés. Los grandes profetas, confidentes de nuevas comunicaciones de Yahvéh (Dios),

predicaron una reforma que señalaba cierta evolución. La idea fundamental desarrollada

por dicha predicación es la que el Dios del Sinaí, Yahvéh, cuya intervención en este mundo

es constante, concertó una alianza con el pueblo de Israel, al que condujo desde Egipto a la

tierra prometida de Canaán.

Luego del destierro babilónico surge un nuevo periodo que es propiamente el Judío,

caracterizado por el fin de las revelaciones proféticas, el lugar preeminente concedido a los

sacerdotes, la insistencia en el culto y los ritos, cada vez más estricta y minuciosamente

codificados. El canon bíblico se cierra definitivamente hacia el siglo primero anterior a

nuestra era, y los libros del Antiguo Testamento son objeto (como el Pentateuco desde

hacía tiempo) de una veneración más y más intensa, que llegará incluso a querer interpretar

el número de las letras que contiene y a dar un valor simbólico a la menor de sus

particularidades.

Más tarde -ya en la era cristiana- florece un judaísmo racionalista, que se esfuerza

en la construcción de una teología que ponga de acuerdo el Antiguo testamento y el

judaísmo tradicional, por una parte, y la filosofía griega (en particular la de Aristóteles, tal

como había sido interpretada por los pensadores musulmanes) por otra.

Los siglos XIX y XX ven prosperar un judaísmo liberal, que quiere adaptar las

tradiciones al espíritu del tiempo, que intenta prescindir de los ritos caídos en desuso y que

a menudo conduce a un vago teísmo o a la asimilación. El sionismo, movimiento político

nacido a fines del siglo XIX, quiere, por el contrario, preservar a toda costa la identidad

judía, y terminará con la creación del Estado de Israel.

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31

Dios es único, creador y gobernador de todo cuanto existe (no es Dios Trino); es un

espíritu puro, eterno e inmutable; no puede por tanto representarse corporalmente. Israel es

el pueblo elegido por Dios de entre todos los posibles, para hacerlo depositario de la Ley y

beneficiarlo con su Alianza. Dios eligió a Moisés entre los israelitas, para liberar a su

pueblo del yugo de Egipto, para dictarle su ley inmutable (Decálogo). Del mismo modo

Dios se expresa por boca de los profetas, a los que envía para decir a su pueblo palabras de

verdad. Con todo, lo fundamental en los judíos es su apego a la Torá,31 que según algunas

tendencias al interior del mismo Judaísmo se presentan con más o menos apertura,

adaptándola al mundo moderno, y guardando tan sólo el espíritu de la Ley.32

2.6 El Islam

Islam significa en árabe sumisión (a la voluntad de Dios), y es el nombre dado a la

religión fundada por Mahoma -Mohammed en árabe, que significa el glorificado- que vivió

entre el 570 y el 632 de la era cristiana en Arabia. Los adeptos de esta religión son

llamados musulmanes (en árabe muslim, que significa los creyentes).

De la mano de la expansión árabe, esta religión se impuso en todos los pueblos

conquistados, excepto en Europa, por la resistencia innata de los recién convertidos pueblos

bárbaros y la formación de las naciones europeas, identificadas con el cristianismo.

Al igual que el judaísmo y el cristianismo, el Islam se basa en un libro inspirado por

Dios: El Corán. Las revelaciones de Dios a Mahoma están contenidas en el Corán,

completado por la tradición (Sunna). A partir del Corán y la Sunna se define el conjunto de

reglas que rigen la vida del creyente, el Fiqh, que es un código jurídico-teológico.33

31 Entendemos por Torá o libro de la ley, al Pentateuco con sus cinco libros: Génesis, Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio. Comprende especialmente el decálogo y los rituales sobre las fiestas y los pecados. Cf. Loc. cit. pp.111 32 Frente a todas las posibilidades religiosas o más bien los símbolos o signos que se entremezclan con la obra de lo que comúnmente llamamos religiosos me parece oportuno consultar en Lo Sagrado y lo Humano. Para una hermenéutica de los símbolos religiosos, Salas A. Ricardo, San Pablo, Santiago 1996 33 En este aspecto sería muy conveniente consultar obras como las ya citadas en este documento o algunas

otras que amplían la bibliografía aquí alcanzada como: Hemos visto su estrella. Teología de la experiencia

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El Corán comprende 114 capítulos, llamados suras, cada una de las cuales lleva un

título y, como subtítulo, el lugar de la revelación (suras de La Meca, suras de Medina, etc.).

Las suras se dividen en versículos, la más corta de ellas (la CX) tiene tres y la más larga (la

II) tiene 286 versículos. Están clasificadas según su importancia, las más largas al principio

y las más cortas al final. Esta clasificación se remonta al califa Otmán (644-656). Esto nos

impide analizar la génesis del pensamiento y de las revelaciones de Mahoma.

Los dos primeros califas sucesores de Mahoma fueron elegidos entre los

compañeros del profeta que le habían seguido a Medina: Abu Bakr (632-634) y Omar (634-

644). Con Otmán (644-656) adquiere preponderancia el partido de La Meca. Otmán

pertenecía al acaudalado clan de los Omeyas, hasta entonces apartado del poder, y murió

asesinado, víctima de los mil conflictos que agitaban el mundo musulmán, cuya unidad era

todavía muy frágil, y estaba sujeta a las antiguas rivalidades de clanes y tribus. Esto

favoreció las diferencias acarreando una división política que se tradujo en una división

religiosa. El partido de Alí (en árabe Chïa, y de ahí el término chiíta) consideraba

usurpadores a los tres primeros califas y venera a los sucesores legítimos de Alí.34

Los chiítas predominan en Irán e Irak, pero también se encuentran en el Yemen, en

el Líbano y en la India. Representan una minoría en el Islam: Algo menos del diez por

ciento de los creyentes musulmanes. Las principales sectas chiítas son: Imanitas,

duodecimanos, ismailíes, y zaydíes (en el Yemen).35 Los sunnitas, es decir, aquellos que

siguen rigurosamente la Sunna (la tradición), representan la inmensa mayoría del Islam

actual (más del 90 por ciento de los musulmanes).

El hecho religioso se muestra así con una inmensa variedad de posibilidades que de

algún modo, denotan también, la diversidad de la historia humana, según las diferentes

de Dios en las religiones, Juan Esquerda Bifet, BAC, Madrid, 1996; Hombres, mitos y misterios, Antonio Anwander, Paulinas, B. Aires, 1966; Op. Cit. Eliade, M. Entre otras. 34 De modo análogo a lo que reprodujo en el cristianismo con las Iglesias surgidas de la reforma de Lutero. 35 Para realizar un acercamiento a un conjunto de sectas de origen oriental se puede consultar con el texto Op. cit Albert. S. pp. 201.

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épocas, culturas y situaciones, pues “aunque no conocemos prácticamente nada sobre el

nacimiento de las religiones, a la vez sentimos su presencia, porque lo religioso continúa

latiendo en el corazón de la historia de la humanidad.”36 Y esto con características que

acompañan las circunstancias epocales y culturales. No obstante, la unidad que

encontramos en el ámbito de lo religioso resulta notable. Si bien los modos y circunstancias

pueden variar, y de hecho son distintos, los motivos y sentidos que se otorgan en las

religiones mismas no varían del mismo modo, más bien, se asemejan.

Pensando, por ejemplo, en la religiosidad primitiva y las elevadas manifestaciones

religiosas contenidas en el cristianismo, buscan de algún modo manifestar un mismo objeto

último, en ocasiones como formas o manifestaciones de un hecho humano idéntico: esto es

lo que reconocemos como hecho religioso, que tiene su caracterización propia respecto de

otros momentos que rodean el quehacer humano.

En esto tenemos que decir fenomenológicamente y mirando, no desde dentro, sino

desde lo que externamente se percibe como hecho religioso, que el cristianismo se presenta

de un modo particularmente distinto. Si bien la religión cristiana comparte muchos rasgos

con otras religiones, su particular anuncio y la formulación explícita de sus contenidos le

dan un carácter peculiar.37 En esto se hace clave el poder profundizar en el hecho religioso

como tal y poder descubrir en el y a partir de el la originalidad de la fe cristiana, este

desafío lo dejamos para más adelante.

3. Estructura del hecho religioso

Ya adelantábamos que el hecho religioso como tal tiene rasgos comunes que

permiten identificar a una verdadera religión y si bien las apuestas religiosas pueden ser

diversas existen formas que permiten identificarlas como tales, cuestión que nos parece

36 Díaz, Carlos, Manual de historia de las religiones, DDB, 4ª, Bilbao, 1997, p. 36 37 La palabra cristianismo está atestiguada por vez primera en Antioquia, actual Siria. Allí los discípulos de Cristo se llamaron cristianos por vez primera (Hech 11,26). En el cristianismo hay ciertamente verdades, normas éticas, ritos, un libro sagrado, etc. Pero el cristianismo, más que algo, es Alguien: Jesucristo, persona y personaje excepcional, único y punto de referencia inevitable de la historia de la humanidad y hasta de su datación cronológica. Cf. Op. cit. Guerra, M. pp. 328

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importante comentar.38 Fundamentalmente nos remitimos a lo sagrado, al Misterio y las

hierofantas como expresión de estos dos.

Lo Sagrado: estamos hablando aquí, de aquello que hace referencia, de un modo directo al

hecho religioso, y en ello tiene que ver en su identidad propia, o a veces, en lazos comunes:

la misma divinidad, es decir, Dios, pero también podemos estar haciendo referencia al

hombre, o a determinados actos y objetos, que constituyen las múltiples manifestaciones

del hecho religioso. Todo esto lo calificamos de religioso en cuanto se relacione

precisamente con lo sagrado. Lo Sagrado se entiende entonces como un específico modo de

ser y de aparecer frente al hombre y la realidad en su conjunto, que surge justamente

cuando aparece lo religioso. Lo sagrado es, por tanto, la misma realidad natural en cuanto

apela a una presencia que en su más pura esencia nos conduce a una realidad

ontológicamente última.

Señalemos que la característica primera que caracteriza a cualquier manifestación

religiosa es la ruptura que se establece con lo común de la existencia y la vida. Es decir, El

hombre religioso, como tal, se comporta de forma diferente a como se comporta el resto de

los hombres o como se comporta él mismo en un plano no religioso. Esto es lo que en

términos de la fe cristiana se reconoce en episodios como el de la zarza ardiente (Ex 3,2)39.

En este sentido podemos afirmar, en la búsqueda de una progresión comprensiva de lo

sagrado, lo que solicita precisamente la apuesta por lo sagrado y aludimos aquí al Misterio.

Al hablar del Misterio nos referimos a aquello que tiene su origen en lo sagrado, que

se presenta como realidad trascendente, pero que a su vez reconocemos como lo más íntimo

38 Entendemos la religión, conceptualmente hablando, como aquello que designa principalmente un hecho humano complejo y específico: un conjunto de sistemas de creencias, de prácticas, de símbolos, de estructuras sociales a través de las cuales el hombre, en las diferentes épocas y culturas, vive su relación con un mundo específico: el mundo de lo sagrado. Este hecho se caracteriza externamente por su complejidad –en él se ponen en juego todos los niveles de la conciencia humana y por la intervención en él de una intención específica de referencia a una realidad superior, trascendente, misteriosa, de la que se hace depender el sentido último de la vida. Cf. Loc. cit. pp. 23-38 39 Moisés pasa a ser el testigo privilegiado de la hierofanía, (que es a su vez teofanía) de la zarza que ardía sin consumirse. Aquí el sujeto que intenta entrar en el mundo de lo sagrado necesita “descalzarse”, es decir, hacerse presente pero de un modo distinto, de una forma nueva.

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de la conciencia, que despierta reverencia y atracción, y se manifiesta en el silencio y

abolición de toda finitud concreta. Así, si nos encontramos con alguien cuya referencia

religiosa se constituya en las grandes religiones proféticas (judaísmo, cristianismo,

islamismo), la realidad que hace surgir lo sagrado es la propia afirmación de Dios, en su

carácter propio, dado cada una de ellas.

Ahora bien, esto no significa que otras tradiciones religiosas que carecen de una

identidad divina, como el budismo primitivo, no sean tradiciones auténticamente religiosas.

Pero paralelamente, si en la tradición religiosa profética confesamos a Dios, en el budismo,

por ejemplo llamamos al lugar de Dios: Misterio. Esto se afirma dada la absoluta

superioridad de aquello que llamamos Misterio, a este Misterio sólo es posible aproximarse

bajo el eco que este mismo produce en el sujeto religioso. No nos referimos aquí a algo

etéreo sin consistencia vital en el individuo, como producto de la mera imaginación sino

que nos referimos a algo real, Trascendente, que tiene incidencia directa y paradigmática en

el individuo. No obstante su condición de Misterio no agote su ser en toda su magnitud.

No obstante la magnitud de las afirmaciones precedentes, podemos reconocer en

ellas determinados condicionamientos que pueden poner en tela de juicio sus propios

principios religiosos. Esto se posibilita tras aquello que llamamos ateismo y que ha visto su

desarrollo, de un modo más abierto y sistemático, a partir de la Ilustración. Hagamos una

breve reflexión al respecto.

4. Críticas y cuestionamientos al fenómeno religioso

Sabemos que el comportamiento del hombre y sus postulados a lo largo de la

historia no han estado ajenos a fenómenos sociales y culturales. El hombre ha tenido que

responder a las circunstancias de las cuales él mismo ha sido víctima, creando distintos

modelos de hombres, con distintas visiones del mundo. Esta misma historia nos sitúa hoy

en un contexto de enormes avances científicos y tecnológicos que han permitido el

progreso en muchas áreas que antaño no habían sido exploradas.

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No ha estado lejano a este devenir histórico toda la pluralidad religiosa que se ha

venido desarrollando en los últimos siglos, lo que ha derivado, por qué no decirlo, en los

grandes progresos y movimientos secularizantes. Estos movimientos han dado paso en no

pocas ocasiones, favorecidos por las realidades históricas de las mismas religiones, a

nuevas concepciones de hombre y a un virtual avance del ateísmo en los países más

desarrollados de Occidente y también en los más pequeños, donde el avance en esta

materia, si bien es menor, no es desestimable.

4.1 El ateísmo y la increencia

Al hablar de ateismo señalamos ante todo la negación de Dios, pues cuando

hablamos del ateísmo hacemos referencia a aquella concepción que niega lo divino o lo

absoluto. Es la negación de toda realidad que no se identifique con el hombre y con el

mundo de nuestra experiencia empírica y de sus principios inmanentes.

El nombre de ateísmo abarca fenómenos muy diversos. Una forma frecuente del

mismo es el materialismo práctico, que limita las necesidades del hombre y sus ambiciones

al espacio y al tiempo. El humanismo ateo considera por su parte que el hombre es el fin de

sí mismo, el artífice y demiurgo único de su propia historia. Otra forma del ateísmo

contemporáneo espera la liberación económica y social del hombre, para lo que la religión,

por su propia naturaleza, constituiría un obstáculo, porque al orientar la esperanza del

hombre hacia una vida futura “ilusoria”, lo apartaría de la construcción de la ciudad

terrena.40 Con todo, queremos sistematizar, a modo de ejemplo, un par de ideas respecto a

corrientes ateas que han marcado el último siglo y que de algún modo se expresan, bajo

diversas comprensiones, en nuestro tiempo.

A) Ateísmo científico: la mentalidad positivista sólo admite como cierto lo que se

experimenta; luego, la ciencia experimental es la única fuente de verdades o conocimiento.

Ahora bien, como Dios no es objeto de experiencia, y la ciencia y la técnica explican hoy

muchos fenómenos que antes se atribuían a Dios, Dios pasa a ser una hipótesis inútil, a la

40 Cf. Catecismo de la Iglesia católica 2124

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que acude el hombre ignorante. El ateísmo científico toma varias modalidades, según sean

las ciencias:

a. Ciencias lógicas: niegan toda proposición sobre Dios porque no es empírico (Russel,

Wittgenstein, etc.).

b. Ciencias de la naturaleza: pretenden explicar la realidad por la sola materia, que es la

razón y fundamento de todo ser.

c. Ciencias biológicas: Explican la vida por la sola evolución de la materia: Procesos

físico-químicos. Se trata de otra forma de materialismo.

d. Ciencias sociales: Buscan en el hecho social la explicación de la religión; ésta no es

sino una fase de la evolución de la historia.

B) Ateísmo Antropológico: Este es el materialismo de Feuerbach41 que nos invita a

reflexionar sobre la esencia misma de la religión. Para él las proyecciones del género

humano, es decir, aquello que el hombre experimenta como perfección de sí (bondad,

solidaridad, caridad, etc.) son atributos divinos, que el hombre proyecta desde sí, y a cuya

suma le da el nombre de Dios. De esta manera la religión no es más que la proyección del

hombre mismo, una proyección básica, inmadura, que necesita avanzar hacia un estado

superior de consolidación, lo que nos conduce necesariamente a una vuelta a nosotros

mismos, es decir, a nuestra autoconciencia.42

El conocimiento de Dios es entonces el autoconocimiento del hombre. Tal situación

da pie para argumentar que el objeto religioso es la conciencia de la autoconciencia de sí

mismo y la esencia misma de la religión radicaría en la carencia de la conciencia de la

41 Nos referimos aquí a Ludwig Feuerbach (1804-1872), filósofo alemán del siglo XIX. Abandonó sus estudios de Teología para estudiar Filosofía en Berlín junto a Hegel, a quien más tarde se opondría. Centró sus intereses en la elaboración de una interpretación humanística de la Teología, en obras como Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad (1830) y La esencia del cristianismo (1841), su obra más destacada, en la que considera a Dios como una hipóstasis del hombre. Definido en términos abstractos pero pensados como ente sensible, Dios es en sí mismo una noción contradictoria según Feuerbach; su filosofía trata de reconducir esta y otras espiritualizaciones a la realidad del hombre singular, el hombre físico, con sus sentimientos y necesidades concretas. 42 Las ideas aquí formuladas las hemos profundizado a partir de la obra de Feuerbach denominada La Esencia del cristianismo, 3ª Ed. Trotta, Madrid, 2002

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autoconciencia de sí (Dios). ¿Qué nos sugiere esto? Es en definitiva la argumentación clara

de que el hombre afirma en Dios lo que de sí mismo niega, y Dios no pasa a ser más que la

propia proyección del hombre, lo teológico no es más que lo antropológico y el hombre es

en definitiva su fundamento y objeto. A partir de lo antes dicho, la religión es la relación

del hombre con su esencia propia, pero no en cuanto suya sino en cuanto diferente de él, de

otro ser. En esto consiste la falsedad de la propia existencia de Dios, en que si Dios es otro

distinto de mí y aun opuesto, ¿cómo lo puedo pensar? Pues existiría en la medida en que es

pensado, y está claro que de un concepto no puedo deducir la existencia de algo, esto

porque Dios no es realidad sensible, como lo pretende hacer la teología.

La religión tiene como objeto unir al hombre con Dios. Sin embargo, la teología se

esfuerza por hacer de él un objeto de prueba, es decir, con realidad sensible, y es un hecho

que Dios no posee esa realidad sensible (ver, tocar, etc.). Así cuando la religión se

convierte en teología, intenta eliminar la conciencia que Dios está deliberadamente

separado del hombre, y entonces la conciencia se vuelve autoconciencia.

Feuerbach alude a que las pruebas de la existencia de Dios son subjetivas, lo único

real es la revelación, pues es de hecho el actuar de Dios lo que realmente existe, ya que el

hecho es una representación cuya verdad es indudable, por tanto la certeza de la existencia

está en la revelación. La contradicción en esta revelación consistirá en que por una parte el

hombre no tiene nada que ver con lo revelado, y su actitud es pasiva frente al dato revelado

(negación de sí mismo). Sin embargo, es el hombre quien va a determinar esta revelación,

pues Dios se manifiesta en lenguaje humano y bajo términos que el hombre pueda captar.

De esta manera se comprende que este filósofo nos sugiera que el hombre convierta

involuntariamente en objeto de intuición su esencia intrínseca por medio de la imaginación

representada fuera de si mismo.

Feuerbach nos remite la esencia de Dios como esencia objetiva de la religión; esta

esencia se muestra como esencia humana, pues Dios es Padre precisamente porque los

hombres son sus hijos y viceversa, son los hijos los que le dan existencia al Padre. También

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sabemos que Dios es persona. Pero, ¿cómo puede ser persona y a su vez universal y no

personal? Si Dios comparte la esencia humana, ¿cómo se entiende que sea Dios, es decir,

como Dios, que es la esencia humana, es a su vez sobrehumano? He aquí la contradicción,

se reduce al misterio, Dios es inescrutable e incomprensible.

Dios, bajo estos términos, es la personalidad enajenada y objetivada del hombre,

puesto que si Dios existe independientemente del hombre no sería necesario pensar a Dios.

Sin embargo, el objetivismo religioso radica en que Dios es pensado por nosotros y por sí

mismo, pero Dios sin el hombre no es Dios, pues es realmente Dios para el hombre y de esa

manera es Dios por la diferencia con su contrario.

C) Ateísmo marxista: Marx asume y reelabora el materialismo de Feuerbach, concluyendo

que la religión deshumaniza y aliena. La alienación religiosa es un reflejo de una alienación

más profunda: la económica. De ahí que suprimiendo ésta desaparecerá también aquélla.

D) Ateísmo psicoanalítico: Para Freud la religión es una ilusión. Es la proyección de deseos

no satisfechos y reprimidos (complejos), que en su impotencia buscan la protección de los

dioses y de ciertos ritos.43

E) Ateísmo vitalista: El hombre ha de romper todo vínculo con Dios para afirmarse y

superarse a sí mismo (superhombre). En este romper con Dios, hay que destruir los valores,

pues no hay verdad objetivable, como los del actuar moral. Los valores auténticos son los

impulsos vitales, fuerzas de construcción del verdadero hombre y de la verdadera sociedad.

La cultura y las religiones dominantes inhiben y ocultan estos valores verdaderos,

reduciendo a los seres humanos a la inferioridad y mediocridad. Esto es lo que expresa

Nietzsche44 para quien el problema del hombre se encuentra determinado por la jerarquía

de valores que condicionan su cultura.45

43 Cf. Obras básicas de Sigmund Freud, Tomo I, Rueda, Buenos Aires, p. 152 44 Cf. Nietzsche, Friedrich , Así habló Zaratustra, colección obras selectas, Edimat, Madrid, 2000. 45 Bentué, Antonio, La opción creyente, San Pablo, Santiago, 1998, p. 60

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En el caso del mundo occidental -reflexiona este autor- la influencia cristiana ha

desacreditado al hombre en sus propias posibilidades para favorecer expresiones que

desperfilan la propia capacidad humana. De este modo tienen cabida en nuestro tiempo los

predicadores de la muerte. Los sacerdotes que predican la vida eterna son, para este

filósofo, predicadores de la muerte misma. Pues la vida eterna no existe, sino que es muerte

definitiva. El tener la mirada puesta en la otra vida acarrea además la desvalorización de

ésta que es la única existente.

Dios es una suposición, quien crea es el hombre. De no ser así el hombre al verse

limitado querría ser Dios. De este modo se hace necesario el súper-hombre que descubre en

su capacidad llevada al máximo lo más que puede aspirar, su ser dios y al descubrirse

creador redime el dolor que hace necesario a Dios.

Por otro lado, todo el resentimiento que me hace promover el sufrimiento ha creado

señala Nietzsche valores que son cadenas esclavizantes, que condicionan al hombre a la

voluntad de otros. Esos otros han creado una ilusión para dar respuesta a lo que no la tiene

(Dios). Han desarrollado esta vía que en el fondo priva al ser humano de la libertad que

radica en el “súper- hombre”. La vida, para el hombre creyente, es un valle de lágrimas que

tiene redención en la otra vida, a no ser que el querer se convierta en no-querer y la

voluntad se transforme en voluntad de poder, descubriéndose el hombre poderoso y dueño

absoluto de su existencia. El hombre está por sobre las concepciones pequeñas y bajas. Pero

la virtud lo ha empequeñecido, pues es la cobardía, la mansedumbre que convierte al

hombre en esclavo de sí mismo. El ateo es quien toma la vida para hacer en ella su voluntad

y la aparta de lo débil y resignado. Toma su propia vida y no la desprecia, y aunque todos

los hombres vayan al mismo fin (mueren), el súper hombre (Zaratustra) terminará por

encima y victorioso, y los otros por el suelo. La crítica nietzscheana se plantea en estos

términos a quienes viven en libertad y luego se convierten en esclavos de la fe, de la

oscuridad. Ellos no tienen valor para enfrentar la realidad. Para el que tiene clara conciencia

todo esto es una vergüenza.

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Asimismo Nietzsche critica al judaísmo pre-cristiano que rechaza la desgracia por

ser castigo divino y favorece la riqueza que se interpreta como bendición. De estas

concepciones no puede surgir la verdad (Yo soy la verdad) de Jesucristo. Es Zaratustra

quien descubre lo verdadero en los signos de los tiempos que le sugieren lo verdadero: todo

tenía que morir para que el hombre pudiera vivir. Dios ha muerto.46

El despojo de los bienes y la renuncia a la riqueza no tienen ningún sentido, pues los

pobres no aceptan al rico y se rebelan y levantan contra ellos. Por otro lado los ricos son

herederos de las corrupciones de sus antepasados y los pobres quieren ser ricos: es un

sinsentido. La alternativa a esto se encuentra en nosotros mismos, en nuestro propio

emerger, sin necesidad de otros falsos aduladores. La plebe (concepto que utiliza para

referirse al clero) dirá que los hombres son iguales ante Dios (ricos y pobres). Pero si Dios

ha muerto, este sentido de igualdad ya no se puede sostener. Por tanto, habrá que comenzar

a vivir siendo el señor de nuestra propia vida, el súper hombre. Todo se transvalora y lo

peor que podemos descubrir se transforma en necesidad para lo mejor del súper hombre. La

nueva crítica al judaísmo radica aquí: ellos han dado a luz a un hijo que ha transmitido toda

la suciedad de los valores. Se hace necesario que alguien se purifique de todo esto, de este

redentor incondicional que promueve una mirada negativa de esta vida que es la única

existente. Este podrá reírse de sí mismo y de los redentores, levantándose ostensiblemente

sobre ellos.

F) El ateísmo práctico: básicamente se resume en el vivir como si Dios no existiera. Puede

ser:

a. Deísta: Si bien cree en Dios como ser creador, sostiene que no tiene ninguna

relación con el mundo.

b. Indiferencia religiosa: prácticamente, se vive prescindiendo de Dios.

46 Donde mejor expresa nuestro autor este postulado, es en Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 2000.

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Vemos aquí una importante alusión a las expresiones críticas y ateas que rodean

nuestro ambiente bajo diversas formulaciones. Todo este proceso histórico-antropológico,

que ha posibilitado la proliferación del ateísmo, ha sido para la Iglesia y en particular para

el Concilio Vaticano II,47 uno de los fenómenos más graves del presente, que exige ser

examinado con detención. Pues como vimos la palabra ateísmo designa actitudes tan

distintas como la indiferencia religiosa, el positivismo, la protesta contra el mal, etc. En ello

ha de considerarse también la culpa de los creyentes, que son, en alguna medida,

corresponsables de esta proliferación, toda vez que ellos han ocultado el rostro de Dios con

actitudes que no se adecuan a sus creencias. En todo caso la misma Iglesia, a través del

Concilio, afirma que incluso los que rechazan la existencia de Dios sin culpa propia, y son

fieles y honestos a su conciencia, santuario donde el verdadero Dios les habla, entran en

comunión con la Iglesia por medio del Espíritu Santo, de un modo misterioso, sólo

conocido de la misericordia del Padre. Abriendo así un camino siempre disponible para

quien se quiera acoger a la fe.

47 Cf. Op. cit Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes Nº19-20

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CAPÍTULO III

LA NOVEDAD DEL CRISTIANISMO

AUTOCOMUNICACIÓN DE DIOS EN LA HISTORIA

1. La condescendencia de Dios

A partir de nuestra condición existencial, en nuestro horizonte personal y social,

podemos reconocer caminos para una experiencia de Dios. Esto ya lo hemos señalado y

profundizado, al menos aproximadamente, en el primer capítulo de este escrito. Sin

embargo, nos encontramos ahora con el problema de cómo denominar aquello que en el

ámbito de la posibilidad y siguiendo el esquema trabajado a priori, consideramos como la

presencia de Dios. Dicho de un modo afirmativo, señalamos que aquel misterio absoluto,

que se nos presenta como posibilidad, nos abre el espacio para reconocer en este mismo

misterio la propia divinidad.

Es precisamente el nombre dado a este misterio absoluto que se nos abre como

posibilidad, lo que nos induce a una reflexión crítica respecto del mismo. La posibilidad

que se nos manifiesta, considerando ya lo acontecido y reconocido en la historia humana, es

precisamente que este misterio puede comprenderse como Dios, desde cuando él se hace

forma a través de los acontecimientos de “La Revelación”. Es decir, de aquellas

circunstancias manifestadas en la historia que nos permiten señalar como Dios, aquello que

antes era misterio absoluto.48

En este proceso al que estamos llamando Revelación se van desarrollando

dialógicamente una serie de encuentros que emanan de iniciativas divinas y/o humanas,

siempre y cuando este misterio se manifieste a través de la “figura divina”, o en cuanto este

mismo misterio se acoge por la figura humana. Lo que se presenta, con más claridad aun, es

48 De hecho la tradición cristiana, a partir del Nuevo Testamento, atribuye sin reservas por lo menos a Abraham y al pueblo de Israel, la Fe en el verdadero Dios. Ver; Kehl, Medard, Introducción a la fe cristiana, Sígueme, Salamanca, 2002, p. 39

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que la comprensión de Dios como Dios se da a partir de un cierto condicionamiento divino

en la experiencia humana.49

El hombre hace comprensión de este misterio absoluto, reconocido como Dios, bajo

las posibilidades que él puede sostener, es decir, dentro de los límites humanos. En todo

caso, no puede ser de otro modo, y sólo podrá ser reconocido por quien se abre a ella a

modo humano. Con esto estamos afirmando que es la propia existencia humana la que

garantiza, al menos en cuanto objeto, la posibilidad de una Revelación del Absoluto

concebido como Dios.

La total manifestación de Dios como Misterio absoluto a los hombres se da en la

finitud humana, lo que no anula la trascendencia, en que se manifiesta. Dicho de otro modo,

es el total Misterio de Dios que se deja reconocer en la experiencia de la finitud humana,

abriéndose paso a una cercanía real e inmanente, pero que se abre y nos abre a una total

cercanía trascendente.50 Lo limitado de la comprensión humana nos sugiere toda la

trascendencia divina. Esto es lo que hace posible un diálogo de salvación.

Yahvéh, en lenguaje veterotestamentario, se revela como Dios de un pueblo en su

historia concreta y de un modo real e histórico, en donde la limitación humana del pueblo

hebreo lo reconoce como su propio Dios. En todo caso hay que reconocer que nuestras

expresiones positivas se realizan respecto de Dios con una desmesura incomprensible, ante

la cual todas nuestras ideas y conceptos fracasan, incluso cuando le aplicamos el concepto

mas hermoso y pleno que tenemos, es decir, el amor.51

Decíamos que el Misterio de Dios se condiciona a nuestras capacidades humanas

para que nosotros podamos tener acceso a su realidad divina y por tanto trascendente, es

decir, el misterio entra en la historia de los hombres y asume su condición de Dios en los

límites espacio-temporales de la historia humana. Aquí se da la Revelación: la forma 49 Cf. Ratzinger, Joseph, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1970, p. 80. 50 Cf. Op. cit. Sesboüe, B. p.115 51. Op. cit. Kehl, M. p. 87

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histórica de Dios acontece siempre de nuevo, no queda sujeta a una determinada

circunstancia, a un determinado hombre, o a una práctica, puede seguir viviendo en la

memoria de un pueblo, pero como memoria viva.52 Esto que llamamos Revelación de Dios

posibilita la cercanía trascendente del misterio.

2. La Escritura como fuente de Revelación: La historia de Israel

El Antiguo Testamento se formó en el devenir de la historia del pueblo de Israel.53

Su mensaje hace referencia a acontecimientos concretos, a relatos históricos, y sin

embargo, su objetivo es presentar el testimonio de fe de un pueblo. La finalidad de los

escritos bíblicos no es hacer un recuento detallado de los sucesos de Israel, sino preservar,

afirmar y celebrar la fe de esa comunidad: Aquí se fundan las características principales de

la fe de Israel.

Aunque la escritura de Israel se desarrolló formalmente a partir de la constitución de

la monarquía (1030 a. C.) los recuerdos de épocas anteriores se mantenían y transmitían de

forma oral, de generación en generación. Esos relatos orales redactados e iluminados por

las características propias de un tiempo con la intención de preservar las narraciones que le

daban razón de ser a este mismo pueblo contribuyen a la identidad nacional y su

autocomprensión como nación. De hecho cuando el pueblo habla de Dios, lo hace en el

mayor de los casos a partir de una cultura humana y religiosa ruda, lo que indica la

influencia propia de la época y los elementos propios de la referencia a Dios, de los pueblos

con los que Israel tuvo contacto. De este caminar de Israel en la historia, intentamos

presentar una síntesis en el apartado siguiente.

52 Lo que llamamos aquí memoria viva se refiere precisamente a esta experiencia que nos abre paso a la vida religiosa, que encuentra su fundamento en aquella experiencia de Dios que se ha hecho historia, reconociendo la permanente manifestación de Dios en el caminar del tiempo. Se puede leer el nº 8 de la Constitución Dogmática Dei Verbum, que al hablarnos de la Tradición, resalta precisamente estos elementos. 53 Para comprender mas sencillamente y con más amplitud se puede leer: Conozca la Biblia Storniolo, Ivo, Paulinas, Santiago, 1988.

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2.1 El comienzo54

Al mirar la Sagrada Escritura nos encontramos precisamente frente a esta realidad

que antes señalábamos, es decir, a esta experiencia histórica que se comprende y vive a la

luz de la Revelación de Dios.

La primera parte del libro de Génesis (caps. 1-11) se denomina comúnmente historia

primitiva, y presenta un panorama amplio de la humanidad, desde la creación del mundo

hasta Abraham. El objetivo es poner por escrito la comprensión de Israel respecto a la

condición humana en la Tierra. Al hombre le corresponde un lugar de honor, por ser

creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27), su desobediencia permitió la entrada del

sufrimiento y la muerte en la historia. La actitud de Adán, Eva, Caín y sus descendientes,

afectaron los lazos de fraternidad entre los hombres, interrumpiendo la comunión entre

éstos y Dios. En ese marco teológico va a desarrollarse la historia de la salvación, y la

propia historia de Israel dará cuenta reiteradamente de esta realidad.

En la segunda sección del libro de Génesis (caps. 12-50) se presentan los orígenes

del pueblo de Israel. El relato comienza con Abraham, Isaac y Jacob; continúa con la

historia de los hijos de Jacob (Israel) José y sus hermanos y prosigue con la emigración de

Jacob y su familia a Egipto, finalizando con la vida de los descendientes de Jacob en ese

país. Es así como se va expresando la fe de Israel en este Dios que hace experiencia con

ellos.

Los antecesores de Abraham fueron grupos arameos (Gn 25, 20; Dt 26, 5) que en el

curso del tiempo se desplazaron desde el Desierto hacia la tierra fértil. En la memoria del

pueblo de Israel se recordaba que sus antepasados habían emigrado desde Mesopotamia

hasta Canaán: de Ur y Jarán (Gn 11,27-31) a Palestina. Aunque los detalles históricos de

ese peregrinar son difíciles de precisar, ese período puede ubicarse entre los siglos XX-

54 Un buen texto para complementar estos escritos puede ser: La Biblia, su historia y su lectura, una introducción, Johan Konings, Verbo Divino, Pamplona, 1995.

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XVIII a.C. Esos siglos fueron testigos de migraciones masivas en el Próximo Oriente

Antiguo, particularmente hacia Canaán.

La experiencia de Dios en esta historia se desarrolla para Israel en este tiempo,

según los relatos del Génesis, a través de los patriarcas que eran líderes de grupos

seminómadas que detenían sus caravanas en diversos lugares santos, para recibir

manifestaciones de Dios. Luego, alrededor de esos lugares se asentaron los patriarcas:

Abraham en Hebrón (Gn 13,18); Isaac al sur, en Berseba (Gn 26,23); y Jacob en Penuel y

Mahanaím (Gn 32,2-30), al este del Jordán, y cerca de Siquem y Betel, al oeste del Jordán

(Gn 28,10–19).

2.2 El Éxodo (1500-1220 a.C.)

Tres tradiciones fundamentales, que le dieron razón de ser al futuro pueblo de Israel

y que contribuyeron al desarrollo de la conciencia nacional, se formaron entre los siglos

XV-XIII a.C.: la promesa a los patriarcas; la liberación de la esclavitud de Egipto; y la

manifestación en el Sinaí. En la Escritura estos relatos están ligados en una línea histórica

continua, desde los patriarcas hasta Moisés. Este último es la figura que enlaza la fe de

Abraham, Isaac y Jacob, la liberación de Egipto, el peregrinar por el desierto y la entrada a

Canaán.

Tradicionalmente, la fecha del éxodo de los israelitas se ubicaba en el 1450 a.C. Sin

embargo, un número considerable de estudiosos modernos la ubican en 1250-1230. El

faraón del éxodo es posiblemente Ramsés II, conocido por sus proyectos monumentales de

construcción. El paso del pueblo a través del mar Rojo (Ex 14, 21–22) se celebra en la

historia del pueblo como una intervención milagrosa de Dios (Ex 14-15). Al grupo de

hebreos que salió de Egipto se añadieron grupos afines, y su peregrinar por el desierto se

describe en la Biblia en un período de cuarenta años (una generación), bajo el liderazgo de

Moisés.

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La experiencia fundamental del pueblo en su viaje a Canaán fue la alianza o pacto

en el Sinaí. Esa alianza revela la relación singular entre el Señor y su pueblo (Ex 19, 5-6);

se describe en el Decálogo, o Diez mandamientos (Ex 20,1-17), y en el llamado Código de

la alianza (Ex 20,22–23,19).

Luego de la muerte de Moisés, Josué se convirtió en el líder del grupo de hebreos

que habían salido de Egipto (1220 a.C.). Según el relato de la Escritura, la conquista de

Canaán se llevó a cabo desde el este, a través del río Jordán, comenzando con la ciudad de

Jericó (Jos 6). Durante el período de conquista y toma de posesión de la tierra, los grandes

imperios de Egipto y Mesopotamia estaban en decadencia. Lo que sin duda favoreció la

constitución de Israel como pueblo.

2.3 Período de los jueces (1200-1050 a.C.)

A la conquista y toma de Canaán le siguió una época de organización progresiva del

territorio. Ese período fue testigo de una serie de conflictos entre los grupos hebreos -que

estaban organizados en una confederación de tribus- y las ciudades estado cananeas.

Finalmente, los antepasados de Israel se impusieron a sus adversarios y los redujeron a

servidumbre (Jue 1, 28; Jos 9).

El libro de los Jueces relata una serie de episodios importantes de ese período;

recordemos que los jueces eran líderes militares carismáticos que hacían justicia al pueblo.

No eran gobernantes sino libertadores que se levantaban a luchar en momentos de crisis

(Jue 2,16). El cántico de Débora (Jue 5), por ejemplo, celebra la victoria de una coalición

de grupos hebreos contra los cananeos, en la llanura de Jezreel.

2.4 La Monarquía: Saúl, David, Salomón (1050-931 a.C.)

A fines del siglo XI a.C., los filisteos (que se habían expandido por la mayor parte

de Palestina) se apoderaron del Arca de la Alianza, y habían tomado la ciudad de Silo (1

Sam 4). Esta situación obligó a los israelitas a organizar una acción conjunta, de lo cual

surgió por necesidad de la política exterior, la monarquía de Israel (1 Sam 8–12).

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Samuel es el último de los jueces (1 Sam 7, 2-17) y, además, se le reconoce como

profeta y sacerdote. Tal vez por esta razón los primeros dos reyes de Israel, Saúl (1 Sam 10)

y David (1 Sam 16,1–13), fueron ungidos por él.

Saúl, al comienzo de su reinado, obtuvo victorias militares importantes. Sin

embargo, nunca pudo triunfar plenamente contra los filisteos. Su caída quedó marcada con

la matanza de los sacerdotes de Nob (1 Sam 22,6-23), y su figura desprestigiada en el

episodio de la adivina de Endor (1 Sam 28, 3-25). Saúl y su hijo Jonatán murieron en la

batalla de Guilboa, a manos de los filisteos (1 Sam 31). Luego vino David, ungido como

rey en Hebrón, consagrado rey para las tribus del sur (2 Sam 2, 1-4) y posteriormente para

las tribus del norte (2 Sam 5,1-5).

El reino de Israel alcanzó un gran esplendor bajo la dirección de David (1010-970

a.C.). Con su ejército incorporó a las ciudades cananeas independientes; sometió a los

pueblos vecinos, amonitas, moabitas y edomitas, al Este: arameos al Norte y,

particularmente, filisteos al Oeste y conquistó la ciudad de Jerusalén, convirtiéndola en el

centro político y religioso del imperio. La consolidación del poder se debió no sólo a la

astucia política y la capacidad militar del monarca, sino –como señalábamos anteriormente-

a la decadencia de los grandes imperios en Egipto y Mesopotamia. Con David comenzó la

dinastía real en Israel (2 Sam 7).

Paralelo a la institución de la monarquía surgió en Israel el movimiento profético. El

profetismo nació con la monarquía, pues en esencia es un movimiento de oposición a los

reyes. Posteriormente, cuando la monarquía dejó de existir (durante el exilio en Babilonia),

la institución profética se transformó para responder a la nueva condición social, política y

religiosa.

Salomón sucedió a David en el reino, luego de un período de intrigas e

incertidumbre (1 Re 1). Su reinado (970-931 a. de C.) se caracterizó por el apogeo

comercial (1 Re 9, 26-10, 29) y las grandes construcciones. Las relaciones comerciales a

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nivel internacional le procuraron riquezas. Construyó el templo de Jerusalén (1 Re 6-8), que

adquirió dignidad de santuario nacional y, en el mismo, los sacerdotes actuaban como

funcionarios del reino (1 Re 4, 2). En toda la historia de Israel ningún rey ha alcanzado

mayor fama y reputación que Salomón (Mt 6,29).

2.5 La Monarquía: el reino dividido (931–587 a.C.)

El imperio creado por David comenzó a fragmentarse durante el reinado de

Salomón. En las zonas más extremas del Reino se sintió la inconformidad con las políticas

reales. Las antiguas rivalidades entre el norte y el sur comenzaron a surgir nuevamente.

Luego de la muerte de Salomón, el Reino se dividió: Jeroboam llegó a ser el rey de Israel, y

Roboam el de Judá, con su capital en Jerusalén (1 Re 12). El antiguo Reino unido se separó,

y los Reinos del norte (Israel) y del sur (Judá) subsistieron durante varios siglos como

Estados independientes y soberanos. La ruptura fue inevitable en el 931 a. C.

El Reino de Judá subsistió durante más de tres siglos (hasta el 587 a.C.). Jerusalén

continuó como su capital, y siempre hubo un heredero de la dinastía de David que se

mantuvo como monarca. El Reino del norte no gozó de tanta estabilidad. La capital cambió

de sede en varias ocasiones: Siquem, Penuel, Tirsa (1 Re 14,17; 15, 21), para finalmente

quedar ubicada de forma permanente en Samaria (1 Re 16, 24).

Entre los monarcas del Reino del norte pueden mencionarse algunos que se

destacaron por razones políticas o religiosas. Jeroboam I (931-910 a. C.) independizó a

Israel de Judá en la esfera cúltica, instaurando en Betel y Dan santuarios nacionales para la

adoración de ídolos (1 Re 12, 25-33). Omrí (885-874 a. C.) y su hijo Ajab (874-853 a.C.)

fomentaron el sincretismo religioso en el pueblo, para integrar al reino la población

cananea. La tolerancia y el apoyo al baalismo55 provocaron la resistencia y la crítica de los

profetas.56 Jeroboam II (783-743 a.C.) reinó en un período de prosperidad (2 Re 14, 23-29).

55 Se entiende como la adoración a Baal, dios de algunos pueblos paganos, particularmente Canaán. 56 Para conocer mas de los profetas de un modo sencillo, se puede trabajar en: Ha hablado el Dios de la vida: guía para una lectura comunitaria de los profetas del Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella, 2002.

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La decadencia final del Reino de Israel surgió en el reinado de Oseas (732-724 a.C.),

cuando los asirios invadieron y conquistaron Samaria en el 721 a.C. (2 Re 17).57

La destrucción del Reino de Israel a manos de los asirios se efectuó de forma

paulatina y cruel, finalmente, se integró todo el Reino al sistema de provincias asirias, se

abolió toda independencia política, se deportaron ciudadanos y se instaló una clase

gobernante extranjera (2 Re 17). Con la destrucción del Reino del norte, Judá asumió el

nombre de Israel.

Nabucodonosor, al mando de los ejércitos babilónicos, triunfó sobre el ejército

egipcio en la batalla de Carquemis (605 a.C.), y conquistó Jerusalén (597 a.C.). En el año

587 los ejércitos babilónicos sitiaron y tomaron Jerusalén, y comenzó el período conocido

como el exilio en Babilonia58. Esa derrota de los judíos ante Nabucodonosor significó la

pérdida de la independencia política, el colapso de la dinastía davídica, la destrucción del

templo y de la ciudad (Sal 46; 48), y la expulsión de la Tierra prometida.

2.6 Exilio de Israel en Babilonia (587-538 a.C.)

Al conquistar Judá, los babilonios no impusieron gobernantes extranjeros, como

ocurrió con el triunfo asirio sobre Israel, el reino del norte. Judá quedó incorporada a la

provincia babilónica de Samaria. El país estaba en ruinas, pues a la devastación causada por

el ejército invasor se unió el saqueo de los países de Edom (Abd 11) y Amón (Ez 25,1-4).

Aunque la mayoría de la población permaneció en Palestina, un núcleo considerable del

pueblo fue llevado al destierro.

57 De algún modo se puede decir que los profetas eran luces encendidas en medio de la historia. Arrojan en la aparente ambigüedad de los acontecimientos la potente luz de Dios. Véase Julio Alonso Ampuero, Historia de la Salvación, Fundación Gratis date, Cuadernos A5, Estella, 2000, pp.39. 58 La deportación o exilio era una práctica muy usada en el Antiguo Oriente contra pueblos vecinos, por eso se entiende que ya en el 734, algunas ciudades del Reino del norte hayan pasado por esta dura experiencia. Pero sin duda la que más huella dejó para Israel fue la que emprendió Nabucodonosor contra Judá y Jerusalén. Cf. Vocabulario de teología bíblica, X. León-Dufour, Herder, Barcelona, 1990, pp. 318

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Los babilonios permitieron a los exiliados tener familia, construir casas, cultivar

huertos (Jer 29,5-7) y consultar a sus propios líderes y ancianos (Ez 20, 1-44).

Paulatinamente, los judíos de la diáspora se acostumbraron a la nueva situación política y

social, y las prácticas religiosas se convirtieron en el mayor vínculo de unidad en el pueblo.

El período exílico (587-538 a.C.), que se caracterizó por el dolor y el desarraigo,

produjo una intensa actividad religiosa y literaria. Durante esos años se reunieron y

pusieron por escrito muchas tradiciones religiosas del pueblo. Ciro, el rey persa, se

convirtió en una esperanza de liberación para los judíos deportados en Babilonia (Is 44, 21-

28; 45,1-7). Su llegada al poder en Babilonia puso de manifiesto la política oficial persa de

tolerancia religiosa, al promulgar, en el 538 a.C., el edicto que puso fin al exilio.

2.7 Época Persa (538–333 a.C.)

El edicto de Ciro -del cual la Biblia conserva dos versiones (Esd 1,2; 6,5) permitió a

los deportados regresar a Palestina y reconstruir el templo de Jerusalén (con la ayuda del

imperio persa) 59. Además, permitió la devolución de los utensilios sagrados que habían

sido llevados a Babilonia por Nabucodonosor. En todo caso fueron muchos los judíos que

prefirieron quedarse en la diáspora, particularmente en Persia, donde prosperaron

económicamente y, con el tiempo, desempeñaron funciones de importancia en el imperio.

El primer grupo de repatriados llegó a Judá, dirigido por Sesbasar (Esd 1,5-11), quien era

funcionario de las autoridades persas. Posteriormente se reedificó el templo (520-515 a. C.)

bajo el liderazgo de Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Esd 3-6), con la ayuda de los

profetas Ageo y Zacarías.

Con el paso del tiempo se deterioró la situación política, social y religiosa de Judá.

Algunos factores que contribuyeron en el proceso fueron los siguientes: dificultades

59 Recordemos que bajo Antíoco Epifanes IV el templo será nuevamente profanado pero no destruido (1 Mac 1) y luego será purificado por Judas Macabeo según versa en 1 Mac 4,41. Esto indica la relevancia del Templo y su significación como eje constitutivo de la fe Judía. Cf. Diccionario de teología, L. Bouyer, Herder, Barcelona, 1983, p. 620

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económicas en la región; divisiones en la comunidad; y, particularmente, la hostilidad de

los samaritanos. Nehemías, copero del rey Artajerjes I, recibió noticias acerca de la

situación de Jerusalén en el 445 a.C., y solicitó ser nombrado gobernador de Judá para

ayudar a su pueblo. La obra de este reformador judío no se limitó a la reconstrucción de las

murallas de la ciudad, sino que contribuyó significativamente a la reestructuración de la

comunidad judía postexílica (Neh 10).

Esdras fue esencialmente un líder religioso. Además de ser sacerdote, recibió el

título de maestro instruido en la ley del Dios del cielo, que le permitía, a nombre del

imperio persa, enseñar y hacer cumplir las leyes judías. Su actividad pública se realizó en

Judá, posiblemente a partir del 458 a.C. Esdras contribuyó a que la comunidad judía

postexílica diera importancia a la ley. A partir de la reforma religiosa y moral que

promulgó, los judíos se convirtieron en el pueblo del Libro. La figura de Esdras, en las

leyendas y tradiciones judías, se compara con la de Moisés.

2.8 Época helenística (333-63 a.C.)

La época del dominio persa en Palestina (539-333 a.C.) finalizó con las victorias de

Alejandro Magno (334-330 a.C.), quien inauguró la era helenista, la época griega (333-63

a.C.). Después de la muerte de Alejandro (323 a.C.), sus sucesores no pudieron mantener

unido el imperio, y Palestina quedó dominada primeramente por los Ptolomeo (301-197

a.C.) y posteriormente, por el imperio de los seléucidas.

Durante la época helenística, el gran número de judíos en la diáspora60 hizo

necesaria la traducción del Antiguo Testamento al griego, versión conocida como Los

Setenta (LXX). Esta traducción respondía a las necesidades religiosas de la comunidad

judía de habla griega (Alejandría). En la comunidad judía de Palestina el proceso de

helenización dividió al pueblo. Por un lado, muchos judíos adoptaban públicamente

60 Es decir, dispersión. Israel es víctima de la dispersión constante de sus hijos producto de sus infidelidades y será este término –diáspora- el que se utilizará para referirse al pueblo judío disperso en medio de los pueblos paganos. Ver, Op. cit, Dufour – L. p. 252.

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prácticas helenistas; otros, en cambio, adoptaron una actitud fanática de devoción a la ley.

Las tensiones entre ambos sectores estallaron dramáticamente en la rebelión de los

macabeos.

Antíoco Epífanes IV (175-163 a.C.) profanó el templo de Jerusalén y en el año 167

a.C. edificó una imagen de Zeus en el templo. Estos actos incitaron una insurrección en la

comunidad judía. Judas, hijo de Matatías, que se conocía con el nombre de “el macabeo”,

se convirtió en un héroe militar. En el año 164 a.C. el grupo de Judas Macabeo tomó el

templo de Jerusalén y lo rededicó al Señor. La fiesta de La Dedicación (Jn 10, 22), recuerda

esa gesta heroica. Con el triunfo de la revolución de los macabeos comenzó el período de

independencia judía.

Luego de la muerte de Simón, último hijo de Matatías, su hijo Juan Hircano I (134-

104 a. de C.) fundó la dinastía asmonea y fue durante este período que Judea expandió sus

límites territoriales. Por último, el famoso general romano Pompeyo conquistó Jerusalén en

el 63 a.C., y reorganizó Palestina y Siria como una provincia romana. La época del Nuevo

Testamento coincidió con la ocupación romana de Palestina. Esa situación perduró hasta

que comenzaron las guerras judías de los años 66-70 d.C. que llevaron a la destrucción de

Jerusalén.

Hemos presentado en estas líneas una síntesis de la historia del pueblo de Israel,

según nos la narra la Escritura. Estos hechos fundamentales van siendo comprendidos por

el mismo pueblo y posteriormente por la Iglesia como la obra de salvación de Yahvéh. Dios

que interviene y revela a la luz de esta misma historia y en esta historia.61 Este modo

peculiar de Dios de irse dando a conocer al hombre en el contexto de cientos de años de

historia del pueblo de Israel, refleja su condescendencia y además permite aproximar la fe

de todo creyente a la categoría de experiencia. Es decir, la fe toma consistencia en la vida

61 Cf. Historia de la salvación: la experiencia religiosa del pueblo de Dios, José Severino Croatto, Ed. Paulinas, Santiago, 1981.

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del creyente, cuando se descubre hondamente como una experiencia, en la propia historia

personal y social.

3. Jesucristo: la Revelación plena de Dios

En el reconocimiento de Jesucristo como nuestro Dios y Señor (Kyrios) podemos

encontrar expresadas claramente las relaciones fundamentales en que se tejen y constituyen,

según hemos ya explicado, la propia religión:

• Dios viene al encuentro del hombre, hecho que se atestigua en la experiencia del

pueblo de Israel, al punto de identificarse con su pueblo.

• Un movimiento dialéctico se genera como respuesta natural a la iniciativa divina en

el hombre, y va desde nosotros hacia Dios (en una determinada formulación ritual).

• La relación que esta dialéctica genera en nosotros y entre nosotros, aspirando

expresar y realizar la obra de Dios en medio del mundo (ethos).

Cuando el misterio asume la forma de Dios en la historia de los hombres, esta forma

de Dios se expresa para el cristiano en una realidad (Gál 4, 4). Así la vida misma del pueblo

y de la comunidad se deja conformar por la cercanía trascendente del misterio, y lo que, a

su vez, conforma el acontecimiento, el símbolo, la revelación del mismo Misterio:

Jesucristo.

De este modo, la Revelación se comprende como la denominación global que

designa la acción salvífica de Dios en la historia, testificada en el Antiguo y Nuevo

testamento, y que alcanza su punto culminante en el acontecimiento de Cristo (Gál 4, 4; Hb

1,1ss). La Revelación de Dios acontece entonces en la Revelación de Jesús.62 La persona de

Jesucristo abre al creyente al conocimiento de la realidad de Dios como el misterio del

amor, un amor que se identifica con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con esto, la

62 El Concilio Vaticano II profundiza y anticipa con claridad profética la situación del hombre de hoy, en medio de la cual Dios se hace presente vivamente, y desde la cual Él mismo nos habla y encamina. De este modo la reflexión del Concilio nos presenta un elemento constitutivo de toda experiencia creyente: Dios, que en medio de los hechos y las palabras se manifiesta como “revelándose” a través del Espíritu del Hijo, el único Señor. Ver, Gaudium et Spes, Nº4 -10

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inmediatez de Dios se realiza desde Dios, mediante la mediación histórica, de tal suerte que

el encuentro humano-divino acontece de una forma dialogal.

Aquello que ha acontecido en la Revelación es lo que a lo largo de la historia se ha

formulado, creído y anunciado. La palabra atestigua que Dios ha hecho patente su propio

ser en este hombre, Jesús de Nazaret, en el aquí y ahora de este mundo, sujeto a las

condiciones de las experiencias humanas y a sus siempre limitadas comprensiones. Es

entonces cuando el hombre conoce y reconoce a Jesús, pues en él se da la auto

comunicación de Dios como verdad y vida, Dios se comunica y el hombre se deja conducir

por Él como su creador, salvador y consumador; su verdadero y único horizonte de sentido.

La Revelación de Dios se hace posible entonces en medio de esta historia a través

de la persona de Jesús. Es en Jesucristo donde la revelación a cobrado plenitud y ya no

habrá nada más que esperar, porque en Cristo la salvación ha llegado a su culmen. En este

sentido podemos afirmar con toda fuerza y claridad que la finalidad de la Revelación de

Dios es revelarse a sí mismo y dar a conocer su voluntad. Manifestándose con hechos y con

palabras.63

4. La Iglesia como lugar teológico de la Revelación

A partir del Concilio Ecuménico Vaticano II la Iglesia en su más fundamental

misión, es decir, la evangelización de los pueblos, se ha visto notablemente fortalecida, no

sólo desde una mirada fenomenológica externa, sino que a partir de lo que ella misma es

desde su profundo misterio.64

63 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, Nº. 2 64 Es notable lo que el papa Juan Pablo II afirma respecto del Concilio en el Nº 47 de la Carta apostólica Novo Millennio Ineunte: “¡Cuánta riqueza, queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que nos dio el Concilio Vaticano II! Por eso, en la preparación del Gran Jubileo, he pedido a la Iglesia que se interrogase sobre la acogida del Concilio. ¿Se ha hecho? El Congreso que se ha tenido aquí en el Vaticano ha sido un momento de esta reflexión, y espero que, de diferentes modos, se haya realizado igualmente en todas las Iglesias particulares. A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. Después de concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que

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La vida eclesial que ha inundado las últimas décadas, ha puesto a la Iglesia en

perspectiva de un redescubrirse a sí misma, mirando no solamente su quehacer, sino más

exactamente su ser más íntimo: la acción del Espíritu Santo que la mueve, sustenta y

conduce. Dentro de estas verdades de fe, transcritas en el devenir histórico y principalmente

profundizadas en el último tiempo, vemos un notable fortalecimiento de la vida eclesial, en

cuanto comprensión de sí misma y en particular de la vida laical. Por ejemplo, la

constitución dogmática Lumen Gentium realza notablemente la presencia del pueblo de

Dios, al anteponerlo en el documento al apartado que reflexiona acerca de la jerarquía

eclesial y el episcopado. Esto revela un giro profundo en la forma de pensar y sentirse ella

misma.

La visión del Concilio destaca con esto la misión del laico en el mundo, misión que

brota del mismo bautismo y por medio del cual experimenta el llamado a hacerse partícipe

y más aun: responsable de la misma misión de Jesucristo. Todos los bautizados, cada uno a

su modo propio, comparten las mismas funciones de quien los ha convocado por gracia a

formar su cuerpo (1 Cor 12,12), es decir, la dimensión sacerdotal, profética y real.

Si la Iglesia nació y sigue naciendo por la comunión que el Espíritu crea entre todos

los que se adhieren libremente a Jesucristo65. Entonces no hay posible separación entre la fe

en Cristo y la pertenencia a la Iglesia. En otras palabras, se toma conciencia que existe un

acontecimiento (el anuncio de la experiencia de Jesucristo) que trae como consecuencia por

su propia naturaleza la comunión entre el que anuncia y el que acoge el anuncio.66 Esto se

hace tan profundo que el creyente se remite necesariamente al Padre y al Hijo bajo la

acción del Espíritu. Así se formula y anuncia la esencial igualdad-unidad de todos los

creyentes iluminando el sentido de la diversidad, de los dones y carismas.

comienza”. 65Tillard, J.M.R., La Iglesia Local, Eclesiología de comunión y catolicidad, Sígueme, Salamanca, 1999, p. 428 66Op. cit. Ratzinger, J. p. 302

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La Iglesia se va comprendiendo y vislumbrando como el lugar teológico de toda

Revelación de Dios, no porque el Espíritu se limite a ella, sino porque ella es su depósito.

En palabras de Juan Pablo II: “la santidad de la Iglesia consiste en el poder por el que Dios

obra la santidad en ella dentro de la pecaminosidad humana”. 67

La creación del Espíritu en continuidad con un acontecimiento originario: la vida,

muerte y resurrección de Jesucristo, sólo tienen posibilidad de expresión sacramental en la

Iglesia. Aquí no hablamos sólo de buenas intenciones, pues no basta únicamente el deseo

comunional de un grupo de admiradores de Jesús, sino su vinculación expresa a través de la

acción del Espíritu con el acontecimiento de Jesucristo. Donde hay Espíritu está Cristo.

La Iglesia existe en torno a un Viviente que por la fuerza del Espíritu, se hace

contemporáneo. Se trata de una comunidad que no tiene en sí misma la raíz de su existencia

sino que como señalábamos, nace de un acontecimiento que la precede. Por eso la Iglesia

debe hacer memoria. No obstante, no se trata de un acontecimiento recluido en el pasado,

sino abierto al presente y al futuro. El Resucitado es origen, es camino y es meta. La

Iglesia nace siempre a partir de este anuncio (cristológico), se constituye como signo e

instrumento del Reino (teológico) y crea una comunión esencial de los creyentes entre sí y

de éstos con Dios por la fuerza del Espíritu (pneumatológico). La Iglesia se comprende

entonces en su dimensión trinitaria y ésta es su originalidad, el rasgo que la distingue, su ser

propio.

La Iglesia, en cuanto sacramento de Cristo, vive en la historia su misma suerte,

reactualiza su muerte y su resurrección. Así como la experiencia encarnada de Jesucristo

fue pro-existencia (es decir, vida al servicio de los demás), también la comunión de la

Iglesia está necesariamente al servicio de la misión. Es una fuerza centrífuga que, saliendo

de sí (muerte) se descubre a sí misma (resurrección). Este dinamismo es el que debe

presidir las relaciones de la Iglesia con el mundo y el que ilumina su obrar.

67 Juan Pablo II, Christifideles Laici, San Pablo, Santiago, 1991, Nº25 - 27

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La fe de la Iglesia se expresa en la total unidad de los discípulos de Jesús y en todos

aquellos que acepten su testimonio, posibilitado y aumentado por la iniciativa divina de

auto-revelarse. La fe es don de Cristo, efecto del Espíritu Santo, es un factor real de la

revelación de la salvación y de la historia. De hecho, sólo es posible llegar a la inmediatez

de Jesús por la fe en los apóstoles, que dan testimonio de esta inmediatez. Jesús se media

así mismo en el testimonio de los apóstoles. Se da a conocer a los creyentes en su identidad

como hombre histórico y como el Hijo a quien el Padre ha resucitado.

La comunidad creyente depositaria de la Revelación de Dios, como

autocomunicación de este mismo, Dios en la historia salvífica, se nos presenta en las

fuentes de las cuales ella misma se ha alimentado y nutrido a lo largo de toda la historia.

Aquí ocupa un lugar preponderante la Escritura; la Tradición y el Magisterio eclesial.

Vistas así las cosas es preciso destacar:

• La Escritura: se presenta como el testimonio privilegiado de la acción de Dios y da

testimonio de este hecho histórico salvífico.

• La Tradición: es la transmisión del Kerigma apostólico (contenido y proceso) y

cuya clave hermenéutica se da en el Magisterio.

• El Magisterio: proclamación actual de la doctrina (Padres de la Iglesia, teólogos,

Obispos, Fieles) intentando discernir la Revelación de Dios en el tiempo.68

Con todo esto nos abrimos paso al acontecimiento esencial del cual emana toda

posibilidad de encuentro con Dios, y consecuencialmente, toda mediación. Nos referimos a

la persona de Jesucristo, en todo lo que es y todo lo que hace posible para la vida y en la

vida del creyente. De esto nos ocuparemos en el capítulo siguiente.

68 De todo esto nos habla ampliamente la Op. cit. Dei Verbum, particularmente los números: 7, 8, 9,10.

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CAPÍTULO CUARTO

JESUCRISTO: PALABRA ETERNA

DEL PADRE

1. Mesianismo en el Antiguo Testamento: la apertura de Israel a la liberación

definitiva

La palabra Mesías es quizá una de las más fundamentales en la Sagrada Escritura69,

esto no sólo por una cuestión formal, respecto del objeto de la historia de la salvación, sino

particularmente por su contenido más profundo, decimos, por su contenido ontológico. La

perspectiva desde donde observamos el hecho mesiánico, no radica únicamente en los

cánones del Nuevo Testamento, lo que ya es mucho decir, sino que ya desde el Antiguo

Testamento esta afirmación encuentra consistencia. Es particularmente allí en los escritos

veterotestamentarios donde la obra mesiánica toma cuerpo.

Para la mayor parte del pueblo de Israel la figura del Mesías representa la cumbre de

sus esperanzas, el objeto último de toda su historia. Situación que se ve plenificada en el

Nuevo Testamento, donde esta palabra se hace parte de la vida del discípulo de Jesús, el

Mesías, el Cristo. Todo esto nos permite descubrir la inmensa riqueza de lo mesiánico en la

vida de fe y la dinámica que emprende el propio concepto, a través de la materialización

histórica de su contenido.

Un elemento importante, pensando en la prefiguración mesiánica del Antiguo

Testamento, es que en la figura del Mesías podemos previsualizar con mayor intensidad la

imagen de la Trinidad.70 Por lo que el Mesías se presenta además como un modo de

69 De la palabra hebrea Messiah, que significa “ungido”, y que fue traducida en griego por Kristos, el Mesías era, en el momento en que Jesús apareció, la figura por excelencia en la que se concretaban las aspiraciones religiosas del pueblo de Israel que se agrupan bajo el nombre de mesianismo. Ver en, Op. cit Bouyer, L. p.443. 70 Aunque podríamos señalar que de manera implícita (a modo de ejemplo) la "Trinidad" aparece ya en el relato sacerdotal de la creación. En los tres primeros versículos de la Biblia: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz". Gn. 1,1-3. Dios está gobernando. El Espíritu Santo está operando. El Verbo está creando. (el "verbo" "era en el principio con

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preparar la revelación trinitaria de Cristo, como un paso lento pero indispensable en el

reconocimiento del misterio del Dios único y la pluralidad en él revelada71.

En las promesas hechas a David encontramos la fuente histórica del hecho

mesiánico,72 en donde el representante de Dios (2 Sam 7,14) establece su reinado que se

hace definitivo: consistía más en una época anunciada (reinado) que en un personaje

histórico determinado (rey de un reino).73 Esta palabras proféticas subrayan la predilección

de Yahvéh respecto de un ser privilegiado por El.

Más adelante lo destacará el profeta Daniel (Dn 7,13-14): el profeta ve venir sobre

las nubes del cielo al Mesías. Se asemeja a un “hijo de hombre”,74 pero con características

propias: poder y trascendencia particular, que le sitúan con un halo de misterio,

colocándolo entre los seres divinos. En todo caso hay que señalar que para el israelita del

tiempo de Isaías (VIII) o Daniel (II), el Mesías no es hijo de Dios en el sentido en que

nosotros afirmamos de Jesús, ya que el monoteísmo de Israel se opone radicalmente a esta

idea: la imagen de fecundidad interna en Dios carecía para él de sentido. Esto no significa,

en todo caso, que tengamos que descartar, en primera instancia, las consideraciones

Dios" Jn1,1-3). 71 Entiéndase que el misterio no quiere destruir la comprensión, sino posibilitar la fe como comprensión. Cf. Op. cit. Ratzinger, J. p. 55. 72 El mesianismo real, que aparece con la profecía de Natán, 2 Sam 7, se expresa en los comentarios que de él ofrecen los Salmos 89; 132 y especialmente los salmos 2, 72, 110. Mantenían en el pueblo la esperanza en las promesas hechas a la dinastía de David. Ahora bien, si entendemos por mesianismo la espera de un rey futuro que traerá la salvación definitiva y que establecerá el reinado de Yahvéh en la tierra, ninguno de estos salmos es propiamente mesiánico. Pero algunos de estos antiguos cantos reales, que siguieron utilizándose después de la caída de la monarquía y fueron incorporados al Salterio, posiblemente con retoques y adiciones, alimentaron la esperanza en un Mesías individual, descendiente de David. Esta esperanza seguía viva entre los judíos en vísperas del comienzo de nuestra era. El Sal 110 será el texto del Salterio que más a menudo se citará en el Nuevo Testamento. El mismo canto nupcial del Sal 45 terminó por expresar la unión del Mesías con el nuevo Israel, en la línea de las alegorías matrimoniales de los profetas, y Hb 1,8 lo aplica a Cristo. En la misma perspectiva, el Nuevo Testamento y la tradición cristiana aplican a Cristo otros salmos que no eran salmos reales, pero que expresaban por anticipado el estado y los sentimientos del Mesías, el Justo por excelencia: por ejemplo, los Sal 16 y 22, y algunos pasajes de numerosos salmos, en particular de los Sal 8, 35, 40, 41, 68, 69, 97, 102, 118, 119. Asimismo, los salmos del reinado de Yahvéh han sido relacionados con el reinado de Cristo. Y aun cuando estas aplicaciones sobrepasan el sentido literal, son legítimas, porque todas las esperanzas que animan el Salterio sólo se realizan plenamente con la venida del Hijo de Dios al mundo. Cf. Biblia de Jerusalén, Intr. a los Salmos. 73 Cristo cumple literalmente este oráculo. Ver nota al pie, Loc. cit, Ed. 1998 74 Hijo de hombre en Ezequiel. Cf. Ez. 2,1-7; de carácter eterno según Daniel 3,33

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mesiánicas que a partir de estos u otros elementos, se expresan. Lo que se nos sugiere más

bien es reconocer las características que los mismos textos del Antiguo Testamento nos

señalan respecto del Mesías que, a modo de síntesis, las podríamos resumir en las

siguientes afirmaciones:

• Rey descendiente de David, justo y hace justicia. Representante de Dios para

establecer su reino (2 Sam 7,14).

• Rey ideal, va más allá de cánones históricos. Establecerá una paz definitiva,

escatológica (Is 11). Su reino será definitivo.

• Un Mesías de realeza universal y sacerdocio perpetuo, que no se desprende de

ninguna envestidura terrena (Sal 110).

• Rey absolutamente nuevo (justo). Idea sobre todo desarrollada con posterioridad al

exilio, ante los desengaños de los reyes concretos, se espera un rey nuevo, pero

oculto (Za 9, 9).

• Un Rey-mesías que se hace profeta escatológico, que padece por la salvación de

otros (Is 51,1-3).

• Un Mesías sacerdote que se asocia con el culto. Sacerdote nuevo que instaura un

culto nuevo (Hb).

• Un hombre, hijo de Dios de manera trascendente y divina.

• Mesías Servidor, escogido por Dios, ungido por el Espíritu, que sufre vicariamente

por salvar a los demás (Is 51, 1-3 y Lc 4,4).

En todo caso esta espera mesiánica que toma fuerza en Israel sólo la justificamos y

profundizamos a partir del hecho Cristo, pues nada de este misterio está descubierto todavía

antes de la llegada de Jesús. Es así que, por ejemplo, cuando instruidos por el Nuevo

Testamento, los doctores cristianos se vuelven hacia el Antiguo, proyectarán sobre el Dios

Padre, Hijo y Espíritu Santo, toda la riqueza sembrada en los textos veterotestamentarios.

2. ¿Quién es Jesús?: fe apostólica y primera Iglesia

Es sabido que los evangelios más que narrar los detalles históricos de la vida de un

predicador de Galilea, lo que intentan es anunciar una experiencia que brota de la fe en

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Jesús como el Cristo,75 y con ello suscitar la adhesión a él. Esto nos sugiere a modo

inmediato la amplitud que comprende el testimonio de los evangelios y el anuncio

apostólico. Los testimonios cristianos del Nuevo Testamento intentan suscitar y trasmitir la

fe (Jn 20,30) y provocar la conversión de los oyentes. En una palabra, trasmitir la Buena

Noticia que es el mismo Jesús resucitado.

Esta afirmación de fe en Cristo que manifiestan los evangelios provoca el

reconocimiento de la diversidad de hechos, palabras, milagros, sanaciones, etc. que su

propio ministerio originó, a la luz de los acontecimientos de la pascua. Es esta misma

confesión de fe la que permite reconocer en Jesús al Salvador de su pueblo: “…por nombre

Jesús, salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21); Señor investido de todo poder en su

resurrección: “Me ha sido dado todo poder...” (Mt 28,18); Juez escatológico, identificado

con los marginados de este mundo: “tuve hambre y me diste de comer...” (Mt 25,31-46);

Nuevo Moisés: el niño hace el recorrido del Éxodo; sermón inaugural en la “Montaña” (Mt

2,16-20; 5).

La experiencia de Jesús, sea ésta a través de lo que fue su propio ministerio o la

suscitada tras los hechos de la pascua, origina la base fundante de la propia fe en él como el

Cristo. Marcos lo sintetiza al comenzar su Evangelio: “El tiempo se ha cumplido y el Reino

de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Es el tiempo de

realización de las promesas:

• Sacerdote (vinculado al templo)

• Profeta (fiel defensor y denunciador de la ley)

• Rey (soberano de la tierra definitiva)76

75 Entendemos aquí la fe no como el recitar una doctrina, un aceptar teorías sobre lo que el hombre no conoce, sino un movimiento de toda la existencia humana. La fe supone un “viraje” de todo el hombre que estructura permanentemente la existencia posterior. Cf. Op .cit. Ratzinger,J. p. 64 76 Esta triple comprensión y concreción de las promesas atribuidas a la figura mesiánica esperada es lo que se puede concluir al hacer una observación, a modo de hipótesis, de la preparación hacia la Revelación definitiva en el Nuevo Testamento. Lo que se clarifica más aun al comprender los antecedentes históricos que marcaron a Israel. Para una síntesis clarificadora. Cf. X. Op. cit. Dufour-L. pp. 529-530.

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Con todo, la confesión de fe en Jesús de Nazaret, tomará diversos momentos según

las intenciones y tiempos de los mismos relatos evangélicos. La Comunidad creyente, a

través de las homologías77 proclamaba su fe en Jesús el Cristo. Dicha fe fue desarrollándose

en confesiones e himnos de fe, testimonios o fórmulas cristológicas nacidas de su liturgia y

vida de fe, para dar paso a un conjunto de títulos cristológicos: Mesías, Señor, Hijo de Dios,

Profeta, Cristo, Logos78 entre otros, que resumen todos los rasgos comunes que en su vida,

predicación y escritos se afirman sobre la preexistencia y divinidad de Jesús el de Nazaret.

Partiendo de momentos particulares de la vida, muerte y resurrección de Jesús se

desarrollan modelos cristológicos que tienden a una interpretación global del misterio de

Cristo.

La Comunidad primitiva, tomó conciencia progresivamente de la identidad y

dignidad divinas así como de la misión salvífica de Jesús de Nazaret. El hilo conductor de

toda la Cristología es: El Mesías esperado es Jesús de Nazaret, el Cristo, el Salvador del

hombre y del mundo.

Los títulos dados a Jesús no agotan toda su persona, pero si nos permiten

aproximarnos a las confesiones de fe que de él encontramos en los escritos

neotestamentarios. Miremos brevemente algunas de estas afirmaciones. Aquí no sólo

descubrimos modos de referirse a Jesús, sino más profundamente las confesiones de fe que

de él se realizaban al escribirse los evangelios, y por tanto la adhesión y proclamación de su

propia persona.

Hijo de Dios, Hijo de Dios altísimo: Título cristológico del cual encontramos en el

evangelio de Marcos tres acepciones fundamentales. La condición de Jesús de ser el Hijo se

fundamenta en la relación con Dios como el Padre. La posición como el Hijo de Dios es, en

el sentido mesiánico, la designación para el ministerio salvador. La filiación divina de Jesús

77 Entiéndase por Homologías, las fórmulas de exclamación con las que se proclamaba la fe en Jesucristo. 78 Pensando, por ejemplo, en una cristología muy primitiva y a su vez original, tendríamos que citar a Pablo de Tarso. En Filipenses 2, 6-11 se cita un himno litúrgico muy primitivo que da cuenta precisamente de lo que se comienza a confesar de Jesucristo ya en la primera Iglesia.

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implica un enunciado acerca de su ser divino sobrenatural. Las tres concepciones no pueden

separarse unas de otras en ningún caso, aunque la tercera es la que se sobrepone cada vez

más sobre las otras dos. En hebreo la palabra hijo no expresa sólo las relaciones de

parentesco en línea recta, sino que designa también la pertenencia a un grupo, al mismo

oficio, al mismo pueblo, al mismo Dios. Para Jesús ser Hijo de Dios significa hacer la

voluntad de Dios. Su emplazamiento en Marcos al comienzo (1,11), en el medio (Hijo

Amado: 9,7), y al final (15,39), ha sido entendido por los exegetas como el preferido por el

evangelista. Para Marcos Jesús, el Hijo de Dios, es el taumaturgo carismático (3,11), y

también el Mesías portador escatológico de la salvación (15, 39). Y lo es desde un

principio, de manera que Marcos puede llamar a su obra Evangelio de Jesucristo, Hijo de

Dios (1,1).

Cristo: El verbo significa frotar, untar y ungir. En consonancia con ello, el adjetivo verbal

significa, untable o bien untado, en nuestro caso ungido. Los discípulos de Jesús lo

reconocieron como tal (Mc 8, 29), y lo mismo sucedió con muchos de sus contemporáneos

judíos. Lo anterior deriva, en primer término, del hecho de que Jesús tuvo auto-conciencia

de mesianidad y transmitió la misma a las personas que lo rodeaban. Además, las fuentes

evangélicas denotan en las palabras de Jesús esa pretensión: el permitirse reinterpretar la

ley (Mt 5, 22), el designar a sus seguidores como los de Cristo (Mt 10,42), el diferenciarse

a sí mismo como el Cristo verdadero de los falsos (Mc 13,6), etc. No es extraño que bajo

esa acusación fuera ejecutado. Sin embargo, su visión mesiánica no era violenta sino que se

identificaba con la del siervo sufriente de Is. 53. El título Cristo es el más frecuente en los

textos del N.T., aunque Jesús lo rechazó siempre. El título Cristo forma el contenido tanto

del kerigma como de la profesión de la fe cristiana primitiva (1Cor 15,3), que es el

fundamento del credo cristiano (1Cor 15,11).

El origen del título Mesías (=Cristo) está en las primeras comunidades

judeocristianas que reconocen en Jesús, a pesar del fin vergonzoso y doloroso de su muerte

en la cruz, el cumplimiento de las esperanzas de salvación que representaba la figura

mesiánica. Tenemos una confirmación de ello en 1 Cor 15, 3-5: “Porque os transmití, en

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primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las

Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se

apareció a Cefas y luego a los Doce”. Y en el fragmento de la profesión de fe en Rom 1, 2-

4. Por su parte el título Cristo, que le da Juan, es el que corresponde al Mesías hebreo, aquel

que lleva a su consumación las promesas bíblicas y la figura de Moisés y los profetas,

aunque en un nivel distinto respecto a las esperanzas del mundo judío (Jn 1, 41; 44; 51). De

forma paradójica, es la muerte en la cruz la que revela la verdadera identidad mesiánica de

Jesús, colocándolo en su función de mediador único y definitivo (Jn 12, 32.34). Esta

identidad adquiere su valor y su significado salvífico sobre el fondo de la revelación bíblica

(Lc 24, 26.46; Hech 2, 36; 3, 18; 17-3-4).

Jesús, Señor79. Es la fórmula más usada en las cartas de Pablo, tanto en el saludo del

comienzo como en el saludo final de la carta. Este uso es probablemente de origen

prepaulino, y se deriva de las fórmulas de fe relacionadas con el culto, en particular con la

cena eucarística. Aquí lo que le interesa a Pablo es contraponer a Jesucristo a la afirmación

pagana, pues, los cristianos reconocen que hay un solo Dios y un solo Señor, Jesús (1Cor

8,6; 1Cor 12,3; Rom 10,9). Pablo designa la comida eucarística como la “cena del Señor”,

en la que se anuncia su muerte en espera de su venida (1Cor 11, 20.26). Con este título la

Comunidad cristiana reconoce a Jesús resucitado como Señor suyo, entronizado a la

derecha de Dios, que revela y lleva a cabo el señorío de Dios sobre el mundo y sobre la

historia. Jesús es el único Señor, mediante el cual la comunidad de los bautizados

experimenta ya ahora la salvación de Dios en los gestos sacramentales, en los dones

espirituales, en los carismas; y lo espera como Juez y Señor de la historia (1Tes 4, 17; Sant

5, 7-8).

Jesús, mediante su muerte y glorificación, es constituido y revelado en su función de

Señor, hasta el punto de que puede ser proclamado e invocado con la fórmula de la

tradición bíblica de la Alianza: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 29). En conclusión, la

designación de Jesús como Señor, la encontramos en unos contextos vivenciales: la espera

79 Señor: en griego (Kyrios ), en arameo (Marana), en hebreo (Adonai).

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escatológica, la celebración eucarística, la invocación salvífica, la confesión de fe, la crítica

ante los otros señoríos del mundo, la incorporación de toda la vida cristiana a Jesús… El

título de Señor es una de las expresiones más claras de la divinidad de Jesús, porque

expresa una vinculación con Jesús tan absoluta como sólo puede tenerse con el Absoluto

mismo, con Dios; lo que demuestra que es una concepción de la divinidad más funcional

que metafísica.

Hijo del hombre: Filológicamente está bien claro que la expresión, inusitada en griego, se

deriva de una combinación semítica de palabras. En el Antiguo Testamento se emplea en

singular, con lo cual el término se aplica a una persona individual. Jesús se vio a sí mismo

como el Hijo del hombre que era, el Mesías-siervo que, por lo tanto, moriría por expiación

de los pecados (Isaías 52,13-53,12) y que regresaría un día triunfante para concluir su obra

(Daniel 7,13). Se deja entrever que Jesús prefiere el título de Hijo del Hombre al de Mesías

para definir el conjunto de su misión, ya que el término Mesías estaba demasiado implicado

en las perspectivas temporales de la esperanza judía. Con todo, es indudable que el término

Hijo de Hombre, en los evangelios, aparece únicamente como enunciados de Jesús acerca

de sí mismo. Por eso, la expresión se emplea siempre como una designación con que Jesús

se señala a sí mismo; el sentido es casi de un título (Jn 9). Así mismo, en la tradición

sinóptica, hay un uso variado pero uniforme del término, porque los diversos grupos de

sentencias acerca del Hijo del Hombre se complementan mutuamente.

Jesús de Nazaret: Jesús es una transliteración del nombre hebreo “Josué”, significando “es

el Salvador”; era un nombre común entre los judíos que aparece muy a menudo en la

traducción de los LXX. Fue dado al Hijo de Dios en la encarnación como su nombre

personal, en obediencia a la orden dada por un ángel a José (Mt 1,21). El predominio del

nombre Jesús en los evangelios y su empleo casi absoluto demuestran que los autores de los

evangelios quieren informar sobre el Jesús terreno, sobre el hombre Jesús de Nazaret. Sin

embargo, hacen ver claramente, de diferentes maneras, al comienzo de sus escritos, que ese

mismo Jesús, de quien narran las obras que realizó y el destino de muerte que tuvo que

sufrir, es el Cristo de la confesión cristiana de fe (Mc 1,1.9.11.24).

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Profeta: el Antiguo Testamento considera a los profetas como hombres a través de los

cuales habló Dios. En algunos pasajes del Nuevo Testamento, toda la revelación del

Antiguo Testamento se compendia en la fórmula “la ley y los profetas” (Mt 5,17). Los

profetas son instrumento de Dios, a través de los cuales él se ha revelado a los hombres. El

origen de los profetas no reside en la voluntad del hombre, sino que unos hombres

impulsados por el Espíritu Santo hablaron por encargo de Dios. La proclamación de todos

los profetas, desde Samuel en adelante, se orienta hacia el acontecimiento de Cristo, en

cuyo primer plano se encuentran los sufrimientos, la muerte y la resurrección. A Jesús se le

designa varias veces como profeta: en el caso de Marcos es el pueblo el que considera a

Jesús como profeta. Como resalta por las demás opiniones de la gente, se piensa con ello en

una figura profética del fin de los tiempos.

El Santo de Dios: En el Antiguo Testamento, se considera Santo todo aquello que es

consagrado al Señor, y de manera muy especial lo es Él, como lo contrapuesto a todo lo

profano. El pueblo de Israel tenía una especial obligación de ser Santo, es decir, consagrado

a Dios (Dt. 7,6). Las transgresiones contra la pureza cultual son manchas contra la santidad

de Dios y tienen, por tanto, como consecuencia la pérdida de la pertenencia a Dios (Lev

19,2). Así como al ámbito celestial de Dios le corresponde santidad (en sentido tradicional),

así ahora la santidad le corresponde especialmente al enviado por Dios a la tierra, a quien el

poseído por demonios reconoce como el Santo de Dios porque él en su persona y acción

salvífica, representa la santidad de Dios.

Rabbí: Rabbuní. En hebreo-arameo: mi maestro. Se trata en el Nuevo Testamento de un

tratamiento honorífico hacia Jesús. Hacia fines del siglo I, Rabbí fue la designación oficial

de los doctores de la ley palestinenses. Juntamente a Rabbí se encuentra la forma aramea

Rabbuní, que alude a mi dueño. En el Nuevo Testamento aparece únicamente en los

evangelios menos en el de Lucas. Aparece predominantemente como un vocativo dirigido a

Jesús. Particularmente en Marcos el vocativo se pone en labios de Pedro y de Judas. El

hecho de que el ciego de Jericó se dirija a Jesús llamándolo Rabbí, responde por un lado al

relato según lo transmitía la tradición. Y muestra, por otro lado, en el contexto de Marcos,

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la mayor distancia en que se halla respecto a Jesús una persona que no forma parte del

grupo de los doce.

Resumiendo, esta serie de afirmaciones respecto de Jesús que podemos encontrar en

los escritos neotestamentarios se suman a otras varias confesiones de fe en Jesús.80 Todas

ellas dan cuenta del variado testimonio apostólico respecto del Maestro, y de la enorme

riqueza creyente que circundó la realidad escriturística, y por tanto previamente oral, de

estos textos sagrados. La experiencia de la fe que fundamenta el testimonio apostólico se ve

en este pequeño análisis profundamente fortalecida. Las afirmaciones acerca de Jesús

intentan así responder, sobre todo, a la pregunta de quién es Jesús.

Esta misma reflexión cristológica podríamos profundizarla mucho más, pero no nos

hemos propuesto tal empresa, nuestra aproximación aquí no pretende ser un manual de

Cristología, sino sencillamente, un documento que nos hable de los elementos

introductorios que pueden, eventualmente, favorecer una experiencia de fe en Jesús como el

Cristo.

3. Jesús y el reinado de Dios

Cuando hablamos del Reino81 hacemos referencia a diversas acepciones que no

tienen que ver necesariamente con los conceptos pre-concebidos de parte del mundo judío,

que señalan un así llamado reino. Etimológicamente y desde el original hebreo o arameo

80 Podría agregarse. Hijo de David: Título mesiánico que hacía referencia explícita a la relación de estirpe que debería existir entre el Mesías y el rey David. Las genealogías de Jesús indican que era descendiente de David, implicando las esperanzas nacionalistas centradas en el rey davídico. Un individuo y no la multitud en general da a Jesús este título, que expresa la idea que se había formado Bartimeo; quizá bajo la influencia de Is 62,1. El punto de partida para designar a Jesús como hijo de David es la mesianología del Antiguo Testamento y el judaísmo, según la cual el rey de los tiempos de la salvación sería descendiente de David, y en su actividad se cumplirían las promesas de 2 Sam 7,14. Esta expectación permaneció viva en el judaísmo posterior al Antiguo Testamento; Rey de los judíos: Rey de Israel. El término rey en el Nuevo Testamento tiene una doble connotación: como jefe político de los pueblos o haciendo referencia al poder real de Dios. Se debe entender el término rey en Jesús como la dignidad real de Dios traspasada al Mesías. Como Mesías Jesús debía ser rey, y por eso es llamado rey de los judíos, confirmando a Pilato lo que es (15,2): Sin embargo, Jesús deja entrever que ese título podía ser malinterpretado, que fue lo que sucedió. La denominación Rey de los judíos y Rey de Israel (15,32), tienen un eco político. 81 Cf. Reino-reinado de Dios en X. Op. cit. Dufour-L. Ed 1990.

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(malkuth Yahveh) se señala en raras ocasiones la idea de un reino en sentido estático (un

territorio). Todo parece indicar que hacemos referencia a una realidad actuante y actual, un

gobierno considerado en sí mismo. De este modo la afirmación malkuth Yahveh tendría

que ver más bien con un Dios-Señor, o Dios-rey, haciendo alusión al reconocimiento de

la soberanía de Dios sobre la historia. Esta posibilidad que nos manifiesta una comprensión

del reino más dinámica se ve confirmada en el judaísmo antiguo (Miq 4, 7; Zac 14, 9).82

Cuando Jesús proclama que El Reino de Dios está cerca (Mc 1,15) está diciendo

bajo estas acepciones que Dios está cerca; más aún, ya esta aquí. Pero también hay que

reconocer que el Nuevo Testamento contiene afirmaciones como entrar en el reino del cielo

(Mt 5, 20) lo que evidentemente se contrapone, en sentido literal, a esta afirmación

primera. Ahora bien, es sabido que la Historia de la Salvación conoce momentos de mayor

intensidad, de mayor relevancia histórica y creyente. Israel vive a la luz de la fe hechos de

connotación única y trascendente: el paso del Mar Rojo, la llegada a la Tierra Prometida, la

vuelta del exilio, en fin, una serie de acontecimientos que no solo recuerdan lo vivido en la

historia, sino que constituyen su ser propio. Estos momentos clave de la historia de Israel

los conocemos como Kairós. El ministerio público de Jesús nos presenta una particularidad

desde su inicio, que tiene que ver con el anuncio del Reino de Dios, de este Kairós83. Jesús

nunca define lo que es el Reino de Dios, pero podríamos aventurar una comprensión de él,

conocida por parte de quienes escuchaban su palabra: “El tiempo (kairós) se ha cumplido;

el reinado de Dios está cerca; conviértanse...” Mc 1,15

El mensaje del Reino de Dios debe entenderse como respuesta a la pregunta por la

paz, la libertad, la justicia y la vida, lo que llega tan profundo, que el hombre no puede 82 En todo caso hay que señalar que la expresión Reino de Dios hunde sus raíces en el Antiguo Testamento y el judaísmo. Compendiaba todo lo que Israel esperaba de los tiempos mesiánicos. En labios de Jesús adquiere un significado concreto: soberanía universal de Dios como Padre compasivo y Salvador. Sobre los corazones oprimidos destella así un rayo de esperanza. Cf. Comentario al Nuevo Testamento, La Casa de la Biblia, sígueme, Verbo Divino, Madrid, 1995, p. 140. 83 Jesús predicó su mensaje a un pueblo imbuido de las ideas y tradiciones del Antiguo Testamento. Para comprender a Jesús, es necesario, por tanto, tener presente esas ideas y tradiciones. Según el Antiguo Testamento, existía en Israel una corriente de pensamiento que expresaba el deseo de la venida de un rey que, por fin, implantara en la tierra el ideal de la verdadera justicia (Sal 44; 72; Is 11,3-5; 32,1-3.15-18).

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librarse por sus fuerzas. Es en primera instancia la esperanza bíblica de un futuro reinado

de paz que ya los profetas lo habían anunciado: Is 11,1-9. Jesús imprime a esta esperanza

una dirección nueva, anuncia que se cumple ahora, Mt 11,5. El reinado de Dios en boca de

Jesús, sin dejar de ser futuro trascendente, está teniendo lugar aquí y ahora, ya y todavía no,

en su dimensión presente y futura. Si tenemos que reconocer esta presencia del Reinado de

Dios en el ministerio de Jesús, estamos con ello señalando que en el mismo Jesús se da la

presencia de este reinado; es en el cómo de Cristo donde toma consistencia el qué del

Reino. Esto se hace tan evidente para la Iglesia primitiva que una vez que Cristo anuncia el

Reino, sus discípulos comienzan a anunciar a Cristo.

El Reino es entones la Buena noticia (Mt 4,23; Lc 8,1) que se ha acercado y ha

llegado con Jesús (Mc 1,15). Es este mismo Reino que se compara a un grano de mostaza;

a la levadura; tesoro escondido, red que se hecha al mar (Mt 13); a un rey (Mt 18,23); a un

propietario (Mt 20); como una semilla (Mc 4,26). Estas comparaciones del reinado de Dios

sólo se pueden decir del propio Jesús. Con todo, tenemos que afirmar que el Reino de Dios

que Jesús nos anuncia y revela, no se agota totalmente en el pasado-presente de Jesús

mismo, sino que de algún modo se ancla en el misterio.84 Esto no porque se nos esconda

Dios, que como hemos dicho más arriba se ha revelado totalmente en Jesús, sino

particularmente porque es una realidad que a todo hombre y a toda mujer sobrepasa, del

mismo modo que la plenitud de la Revelación en Cristo nos supera infinitamente.

84 Como señala Juan Crisóstomo: El misterio no precisa demostración, sino que se proclama sólo aquello que es realmente, porque no será un misterio divino y completo si le añades alguna cosa de tu cosecha. Por otro lado se llama misterio porque no creemos lo que vemos, sino que vemos ciertas cosas y creemos en otras. Esta es la naturaleza de nuestros misterios. Respecto de ellos, es distinta mi posición y la que mantiene un incrédulo y lo considera debilidad. Oigo que se ha hecho siervo, y admiro su solicitud; lo oye él y lo juzga un deshonor. In Epistulam primam ad Corintios homilía VII, 1-2 probablemente del año 392. Cf. Cristo en los padres de la Iglesia, Francesco Trisoglio, Herder, Barcelona, 1986, p. 163

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CAPÍTULO QUINTO

EL ASENTIMIENTO A LA FE

UNA EXPERIENCIA DE LA GRACIA

1. La gratuidad de Dios revelada en Jesucristo

Ya hemos señalado en los capítulos anteriores los elementos constitutivos de una

experiencia creyente, avalada por la propia novedad de la persona de Jesucristo con toda la

fuerza existencial que la adhesión a él conlleva. No obstante, la experiencia de la fe, aun

pudiendo ser siempre mejor comprendida y anunciada, se encuentra limitada por la libertad

humana, es decir, la realidad de la fe en cuanto don que se ofrece se ve humanamente

limitada por la posibilidad, que de hecho se da, de negarse a ella.

Esto sucede porque la realidad de toda experiencia creyente sólo puede ser posible

si se fundamenta en el reconocimiento de un Dios que se hace presente seduciendo al

hombre desde su propia condición existencial, de tal modo que la fe acontece en la limitada

condición de nuestra realidad personal y social. De otro modo una eventual fe puede ser

sólo ritualismo vacío, o la búsqueda del hombre por el hombre.

Lo dicho anteriormente nos lleva a reconocer en la posibilidad de la fe una

experiencia de la gracia,85 es decir, una iniciativa de Dios que se acerca a nuestra condición

humana y se hace presente en ella de modo patente. En otras palabras, la experiencia

creyente tiene como único lugar de encuentro un amor incondicionado de Dios, frente al

cual el hombre se dirige en una respuesta de fe. Es encuentro en la libertad humana, que

Dios no atropella ni violenta, que encuentra su sentido en la cercanía liberadora de un Dios

que nos busca. Dicho cristianamente, lo que posibilita el acto de fe en Jesucristo es

precisamente su intromisión en la historia humana en donde se ha hecho partícipe una vez y

para siempre (Hb 7,27) de nuestra historia concreta.

85 Ratzinger, J. Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona, 1985, p. 87

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Esta es la novedad cristiana que no tiene comparación afectiva ni fenomenológica

con otra religión. La trascendencia de Dios se ha hecho inmanencia en Jesús y esto sólo se

hace posible por acción del amor infinito e incondicionado de Dios al hombre. Es la

relación que genera la Persona de Jesús con todo aquel que le reconoce lo que plantea una

relación indisoluble entre el hombre y Dios.86 La profunda realidad de este acontecimiento

divino-humano en la inmanencia de la propia existencia, sólo puede ser posible por obra de

la Gracia divina.

La experiencia de la Gracia que habita al hombre que acoge el don de la fe abre a

una dimensión totalmente nueva de la propia vida presente, el hombre ya no camina solo,

sino que experimenta la realidad del misterio de Dios que lo ha alcanzado. El amor de Dios

se hace presente en este hombre concreto liberándolo totalmente de sus condicionamientos.

Esta novedad que nos llega por Gracia se ve interpelada por quienes no reconocen la

trascendencia de esta experiencia y pretender que todo se haga inmanente, es decir, que el

acto agraciado de Dios se haga totalmente inmanente en toda su realidad trascendente. Este

hecho marca la negación de aquello que se nos ofrece como don y con ello rechaza toda

posibilidad de experiencia liberadora. Se pretende hacer total inmanencia a la total

trascendencia. Esto no sólo es absurdo sino que negación de la propia realidad divina: si

alcanzamos totalmente a Dios lo condicionamos y si lo condicionamos deja de ser Dios.

Esta realidad permite que confesemos la Gracia de que es Él quien nos ha alcanzado, Él ha

llegado hasta nosotros, Él nos ofrece el Don de la fe.

Tales comprensiones sólo nos conducen a re-afirmar que el acontecimiento de la

gracia sólo puede ser comprendido como tal en la medida que el hombre ha experimentado

la posibilidad de que el misterio infinito e incondicionado, movido por su libertad y por su

amor, le alcance plenamente.

86 De hecho los discípulos de Jesucristo son los que han creído (Hech 2,44) y que creen (1 Tes 1,7).

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2. La fe como respuesta al don de Dios en Jesús

Según lo descrito en el apartado precedente, lo que posibilita una experiencia

creyente, es decir, una experiencia religiosa, es la fe. La realidad de la fe es consecuencia

humana de esta iniciativa divina que se enmarca dialógicamente en una relación-amor,

entre Dios que es quien toma la iniciativa y el hombre capaz de acoger esta iniciativa y

trasformarla en una respuesta. La fe cristiana es en este sentido Buena noticia, Evangelio,

en virtud de su propio núcleo íntimo, en virtud de su propia naturaleza; fe que, para nuestra

libertad, no depende de la efectividad de las instituciones eclesiales.

Dicho de otro modo, podemos afirmar que la existencia, con sus múltiples y

variados horizontes, se transforma en existencia creyente en el ámbito de lo religioso, que

se canaliza a través de un modo de vivir esa experiencia religiosa. En este sentido podemos

decir que la fe es el interés que el hombre pone en esta relación con el misterio de Dios. Sí,

aunque parezca un tanto atrevido, hay que señalar que la fe es interesada, al hombre le

interesa por su condición antropológico-existencial creer y creer. Este interés se torna más

interesado cuando ese creer es creerle a alguien. Nuestro estar en medio del mundo se abre

desde esta perspectiva a intereses que buscan sentido, a través de este sentido nos abrimos a

la trascendencia personal de creerle a alguien, y ese alguien lo reconocemos como nuestro

único interés. Cuanto más sentido absoluto tiene la experiencia religiosa interesada en

creerle a alguien si precisamente ese alguien se torna concepto, realidad, evidencia,

consistencia, en la persona de Jesucristo.

Todos los intereses que mueven humanamente nuestra vida nos invitan a

trascendernos a nosotros mismos bajo la afirmación creyente de Jesús como un único

interés que envuelve todo, responde a todo, sintetiza todo, absorbe todo. Es Jesucristo que

se ha unido a todo hombre en su dimensión redentora. Nuestra vida así formulada, llena de

interés, tiene una respuesta absoluta. De algún modo es una apuesta de futuro que se ancla

en el pasado y se vive en el presente. Pasado porque es su muerte la que anunciamos,

presente porque es su resurrección lo que proclamamos, y futuro porque aguardamos su

venida. Esta realidad posibilita todo en la existencia humana.

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La relación que aquí se genera existencialmente nos sugiere a modo inmediato el

encuentro personal. Esto hace que el otro con el que me relaciono se hace reflejo de mí

mismo, en el sentido que me permite pensar, querer, sentir y esperar. Ese otro me

compromete desde su libertad, y me encuentro comprometido desde mi libertad en una

respuesta.

La auténtica experiencia de fe se funda en la interpelación del misterio de Dios,

quien exige una opción personal, una decisión, una entrega libre. En este sentido la fe se

debe comprender como un movimiento, como la forma con la que el hombre entra en

contacto con la verdad del ser. No es la forma del saber, sino la del comprender.

Esta realidad no limita la comprensión más fundamental del carácter cristiano de la

fe. Pues por el contrario el creerle a alguien, como ya hemos dicho, es lo que se nos

presenta como absoluta novedad, como rasgo fundamental de la fe cristiana: hablamos aquí

del carácter personal de la fe que se encuentra en relación con el hombre Jesús. Es

precisamente en este encuentro donde la posibilidad inteligible de la fe se trasforma en

persona.

La fe se concretiza de este modo en el encuentro con el tú divino que se llama Jesús,

que tiene rostro humano en el más profundo sentido y que se torna divino en su más

absoluta presencia. “Es este Tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un

movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no solo solicita la

eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no existe la pura

inteligencia, sino la inteligencia que me conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella

con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas.”87

Esto es lo que acontece en el testimonio patente que se puede encontrar en Dios que

encontramos en la faz de Jesús de Nazaret.

87Op. cit Ratzinger, J. p. 58

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3. La Iglesia de la Trinidad

Ya hemos señalado que la novedad del cristianismo se manifiesta en la fe que se

experimenta como el creerle a alguien, y ese alguien lo reconocemos con un nombre: Jesús

de Nazaret. Esta afirmación creyente que brota de la convicción existencial de seguir a

Jesús nos conduce al misterio de Dios en su más profunda realidad, cual es, el que Dios se

haya hecho hombre, uno de nosotros. Esta Revelación de Dios que ha acontecido a través

de la persona de Jesús no sólo refleja el profundo misterio divino sino que nos acerca a él.

De algún modo Dios nos hace partícipes de su realidad: su ser trinitario.

La primera proclamación creyente que experimenta y de la cual la Iglesia naciente

se hace cargo es precisamente esta: que “a este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos

nosotros somos testigos” (Hech 2,32).88 He aquí el contenido central de la confesión de fe

de la Iglesia desde el principio: El Misterio Pascual de Jesús.89 Es en la confesión de fe de

la primera Iglesia donde Jesús comienza a ser formalmente anunciado y afirmado por sus

seguidores, esta confesión de fe de la Iglesia se proclama como la Plenitud de la Revelación

de Dios.

La decisión de los discípulos de Jesús de anunciarle los conduce a una confesión de

fe nueva que sólo se manifiesta como fruto de la resurrección. El acto decisivo del

seguimiento de Jesús se manifestó originalmente en el propio bautismo: “Id, pues, y

enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu

santo” (Mt 28, 29). Este mandato del Resucitado, que la comunidad creyente pone en

dinamismo como fruto de la pascua fortalece con mucho más claridad la presencia trinitaria

que cubre el mismo bautismo de Jesús. El Hijo amado, sobre quien el Padre habla y entrega

el Espíritu (Mt 3,16-17). La confesión creyente de la iglesia primitiva atestigua desde el

principio la fe trinitaria.

88 Otros textos kerygmáticos encontramos en Rm 1,1-4; 1Co 15,1-7; Gal 1,3-4; Pablo expresa aquí las más antiguas profesiones de fe. Hechos de los apóstoles: Discursos kerigmáticos de Pedro y de Pablo: Hch 2,17-36. 3,12-26. 13,16-41, etc. 89 Nótese la claridad con que Pablo en la Carta a los Gálatas afirma como un único hecho, plenitud de la Revelación, el acto trinitario por antonomasia: Gal 4,4-6.

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Si este misterio trinitario aparece con tanta fuerza y claridad desde el principio de la

tarea evangelizadora de la Iglesia, no cabe duda que se manifestara de modo evidente en el

propio ministerio de Jesús y particularmente en el acontecimiento pascual. Toda la vida

cristiana se va edificando desde el origen sobre un hecho fundamental: Dios se nos ha dado

y nos invita a responder a su donación. Dios, Uno y Trino, nos crea, nos eleva al orden

sobrenatural y nos lleva a la santidad, es decir, a conocer y participar de su vida trinitaria.

Aunque tal vida trinitaria la reconocemos a través del Hijo.90

El misterio inabarcable de Dios, manifestado en la total humanidad de Jesús,

comprende en su ser constitutivo la experiencia del Dios trino. El Hijo es todo Dios en su

naturaleza divina, y desde el seno de las relaciones constitutivas de la Trinidad ha entrado

en la historia humana en cuanto hombre. Esta fe trinitaria que a lo largo de la historia

hiciera su despliegue en búsqueda de una siempre mayor comprensión ha permitido la

reflexión sincera de la misma Iglesia para reconocer en la obra del Hijo el misterio de la

Trinidad.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, del Concilio Vaticano

II afirma: “Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra

(Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara

continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de

Cristo en el mismo Espíritu (Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida, la fuente de agua que mana

para la vida eterna (Jn 10,4.14; 7,38.39). Por Él, el Padre da la vida a los hombres,

muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo con sus cuerpos mortales (Rom 8,10-

11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los creyentes como en un templo

(1 Cor 3,16; 6,19), ora en ellos y da testimonio de que son hijos adoptivos (Gál 4,6; Rom

8,15-16 y 26). Él conduce la Iglesia a la verdad total (Jn 16,13), la une en la comunión y el

servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna

con sus frutos. Con la fuerza del Evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva

90 Ladaria, L, El Dios vivo y verdadero, Agape, Salamanca, 1998, p. 147

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sin cesar y la lleva a la unión perfecta con su esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa

dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17). Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido

por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

Esta afirmación de toda la Iglesia nos sugiere el hondo significado de la Iglesia

como Sacramento, comunicación de la Gracia de Dios en forma visible. La unidad de la

iglesia y Cristo como un mismo Mysterium da cuenta del mismo cuerpo que forman. Esta

realidad sacramental no se puede comprender de otro modo, pues Dios en cuanto se

comunica al hombre, a través del Hijo lo hace trinitariamente, y es esta misma unidad

intratrinitaria la que se hace sacramento en la comunión eclesial. El Dios Uno y Trino se

nos da a conocer al llegar la plenitud de los tiempos, más exactamente aún: estamos en la

plenitud del tiempo porque Dios se nos ha dado a conocer como Padre, Hijo y Espíritu

Santo. Pero no se trata de una autopresentación desinteresada. Ella está llena de interés por

el hombre y su salvación, se despliega y realiza en función de la liberación del hombre.

Queremos citar aquí a San Gregorio Nacianceno, que a propósito del misterio de la

Santísima Trinidad, sintetiza magistralmente la pedagogía de la revelación del Dios de

Israel:

“El Antiguo Testamento anunció claramente al Padre, y al Hijo de una manera

obscura. El Nuevo Testamento ha revelado al Hijo y deja entrever la divinidad del Espíritu.

Ahora el Espíritu habita entre nosotros y se manifiesta más claramente. Cuando la

divinidad del Padre no era reconocida aún, no habría sido prudente anunciar de un modo

abierto la del Hijo; y cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, no había que

imponer, si me atrevo a hablar así, una nueva carga a los hombres hablándoles del

Espíritu Santo. Sino, tal como gentes que están fatigadas con un alimento excesivamente

pesado, o que han mirado la luz del sol con ojos enfermos aún, habrían corrido el riesgo

de perder las fuerzas ya adquiridas. Había que proceder, pues, por perfeccionamientos

sucesivos, por ascensiones, según la palabra de David; había que avanzar de claridad en

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claridad, por progresos y avances cada vez más brillantes, para ver lucir la luz de la

Trinidad”91.

La Iglesia es así: Icono de la Trinidad, pueblo reunido por Dios Padre a través de las

misiones del Hijo y del Espíritu. De este modo la Iglesia no se constituye como una mera

institucionalidad, o como un organismo social de carácter religioso, sino que brota de la

esencia misma de Dios-amor, Dios comunión, Dios trino. En este sentido la realidad

eclesial pasa a ser acto segundo respecto de la realidad trinitaria, la Iglesia nace desde lo

alto.

La Iglesia es obra de todo Dios Padre-Hijo y Espíritu Santo: viene del Padre por el

Hijo en el Espíritu. Es obra de las misiones divinas, lugar teológico desde donde se hace

posible cualquier acercamiento, sacramentalmente humano, al Misterio divino. La Trinidad

es el origen y la patria hacia la que se encamina el pueblo que peregrina, pues la Iglesia no

consigue su cumplimiento en este tiempo presente, pero lo espera y lo prepara hasta el día

en que venga de nuevo su Señor y quede todo perfectamente recapitulado en Él.

He aquí el gozo de la Iglesia, pero también su principal responsabilidad en el

reconocimiento del don de Dios a ella confiado. Este hecho acentúa, a través del Espíritu, el

sentido trinitario del acontecimiento salvífico y desvirtúa un espiritualismo lejano al

acontecimiento histórico salvífico. No es otro que el Espíritu quien:

• Construye el cuerpo de Cristo (1 Cor 12).

• Impulsa la predicación y el testimonio (Mc 13,11).

• Nos hace vivir la fe de hijos (Rom 8,14).

• Nos configura con Cristo (2 Cor 3,14-18).

• Universaliza, actualiza e interioriza la obra de Cristo (GS 22)

91 Nacianceno, G. Los cinco discursos teológicos, Ciudad nueva, Madrid, 1995, p.254

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La Revelación plena de Dios acontece en el envío del Hijo y del Espíritu. Las dos

misiones (Cristo-Espíritu) son inseparables de la realización del designio salvífico de Dios.

Jesús es el Hijo de Dios y el portador del Espíritu, y la pascua es el momento privilegiado

de la acción del Hijo. El amor se manifiesta en el Hijo y en el Padre, y a la resurrección le

sigue el Espíritu enviado por el Padre y el Hijo. En consecuencia, la vida espiritual se

conforma trinitariamente. Ésta es la tarea de la Iglesia: hacer de todo hombre un alguien

que vive en el Espíritu que lo lleve a ser testigos de un amor que se universaliza, actualiza e

interioriza.

4. La acogida de Jesucristo: una experiencia eclesial

La experiencia de la fe cristiana nos sumerge en la vida del agraciado, es decir, de

aquel que ha recibido de parte de Dios todo don, todo regalo, la presencia misma de Cristo

resucitado que derrama su Espíritu en medio de su pueblo. Desde la primera comunidad

apostólica la vida creyente se vive y se experimenta de este modo. La comunidad es la

depositaria del Espíritu que es regalado. Las apariciones de Jesús resucitado no tienen que

ver en el lenguaje de la Escritura con experiencias íntimas y exclusivamente personales. Es

siempre la comunidad la receptora del don del Resucitado y es a esta misma comunidad a la

que se le encomienda la misión.92

Si bien cada adhesión es un llamado personal en el encuentro personal, esta realidad

sólo se vive en la comunidad, en la participación del cuerpo de Cristo que es su Iglesia.

Dios es fiel y toma la iniciativa en el amor (Jn 3,16) de enviarnos a su propio Hijo. La

posibilidad del encuentro con el Hijo es lo que hace posible conocer a Dios; en esto

consiste la esperanza creyente porque esto es la vida eterna: conocer a Dios y a su Hijo (Jn

17,3).

92 Podría parecernos contradictorio en este caso la experiencia de conversión del apóstol Pablo (Hech 9) que se nos relata como una intervención directa de Dios sobre el apóstol, pero recordemos que aquí se nos muestra también con mucho más fuerza que en otros textos el sentido eclesial de la fe, pues a Pablo se le remite a la Palabra presente en la comunidad eclesial, pues es la comunidad al interior de la ciudad la que le dirá lo que tiene que hacer (Hech 9, 5-6).

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La vida entera de Jesús nos revela al Padre como suyo y de todos los hombres (Dios

amor, 1 Jn 4, 7-16), porque no quiere salvar a los hombres individualmente, sino por el

contrario Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2,4). El apóstol Pablo

fortalece aun más esta idea, pues nos afirma que es el Espíritu el vínculo que nos relaciona

con el Padre en Jesús (Gal 4,6; Rm 8,15). Asimismo el testimonio bautismal, desde la

primitiva Iglesia, nos habla del sentido en el sentir comunitario de la fe, que claramente no

es un acto aislado. En el bautismo se nos pregunta: ¿qué pides? Y la respuesta es: la fe. Es a

través de la Iglesia, Cuerpo de Cristo (protosacramento), que la fe ha llegado a nosotros: la

misma realidad eclesial es la que hoy día nos engendra en la fe.

Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de la transmisión de la fe de

los creyentes, y la Iglesia nace de nuestra propia respuesta de fe. Los creyentes se reúnen

para formar la Iglesia, mi fe ayuda a la fe de otros y la expresión comunitaria de la fe es la

profesión de fe.93

Nos parece importante profundizar en este aspecto porque es cierto, como decíamos,

que existe una dimensión personal evidente en toda experiencia de fe, pero la propia fe no

se limita a esta experiencia, más bien debemos afirmar que sólo es posible experimentar la

fe real, al menos como nos propone el cristianismo, en medio de la comunidad y no sin

ella.94 Es como afirmar que la fe eclesial es solidariamente personal: nuestra fe personal se

torna así en una fe eclesial. La acogida de Jesucristo ya desde los inicios de nuestra Iglesia

se experimenta de este modo. No es un detalle menor que en la manifestación de la Iglesia

93 Al respecto el Concilio Vaticano II afirma: Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra (Hech 1,8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: Ay de mí si no evangelizara! (1 Cor., 9,16), por lo que se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Por eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia El. (LG 17) 94 Por esta misma razón resulta escandaloso, cuando los miembros de la Iglesia en lugar de ser testimonio, se transforma en agente obstaculizador en el anuncio de la fe. Cf. Op. cit. Bentué,A. p 254

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bajo la acción del espíritu del Resucitado los destinatarios de la misión se encuentren

unidos en comunidad (Hech 2,1).

No obstante, tenemos que reconocer que vivimos tiempos de profundo arraigo de fe

individualista. El creciente número de propuestas religiosas dentro y fuera del cristianismo

ha repercutido, entre otras cosas, en una especie de vida creyente comprendida a modo

individual. Incluso podemos afirmar la suerte de mezcla con tendencias proselitistas que se

da al interior de nuestra propia Iglesia. Es un hecho que no podemos descuidar pues atenta

contra la realidad misma de la Revelación: nuestro ser comunidad.

La fe en Jesucristo es comunitaria, es la realidad de la ekklesía (asamblea) hombres

y mujeres en unidad de Espíritu. El movimiento comunitario del Jesús pre-pascual deja su

huella tras la confesión de este mismo Jesús como el Cristo. Aquí está el origen de la fe

cristiana que nosotros hemos heredado. La fe cristiana nos remite a la tradición común de

los creyentes que no se vincula, sino más bien rechaza cualquier tipo de fe individualista. El

cristiano se ve referido a esta fe transmitida en y por la comunidad creyente.95

La misma situación la experimentamos a través del anuncio de la Palabra de Dios,

pues hay una mediación eclesial fundamental a través de esta Palabra escuchada en la

comunidad creyente, como Palabra salvadora. La comunidad de fieles es portadora de esta

Palabra y da testimonio de ella. Recordemos que sin esta comunidad la Palabra escrita es

imposible, pues sólo es escrita y transmitida por una comunidad creyente: sin ella la

Palabra es incomprensible y puede convertirse en un simple documento arqueológico.96

95 El Concilio dirá mas ampliamente que esta "familia de Dios" se realiza gradualmente a lo largo de la historia. Así la Iglesia es: "Prefigurada desde el origen del mundo...": El mundo fue creado en orden a la comunicación de la vida divina, esta habría de realizarse en la Iglesia. "...y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua Alianza..." "se constituyó en los últimos tiempos": "Llegada la plenitud de los tiempos" (Ga 4,4). 96 Cf. Op. cit. Bentué, A. p.194

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CAPÍTULO SEXTO

LA COMUNIDAD CREYENTE

SACRAMENTO DE COMUNIÓN

Y ANTICIPO ESCATOLÓGICO

1. La fundación de la Iglesia como intención de Jesús

El cristianismo no tiene por finalidad principal trasmitir verdades y normas de

conducta, sino ante todo vivir y anunciar una experiencia histórica de la manifestación

personal de Dios. Precisamente por esto la Revelación es uno de los distintivos

característicos de nuestra fe. Dios se ha revelado, se ha manifestado en nuestra historia, ha

hablado al hombre por medio de hechos y palabras, ha querido mostrarnos la realidad de su

ser y su designio amoroso hacia nosotros. Dios al revelarse se muestra en todo lo que es y

nos invita a dar una respuesta creyente a su Revelación. De este modo la experiencia de la

fe cristiana no se descubre como algo abstracto sostenido en lo espontáneo, sino que se

funda en la Revelación, que a su vez sólo alcanza su objetivo cuando suscita la fe.

Es la experiencia de fe, producida por el encuentro con Jesucristo la que anima y

constituye la realidad de la Iglesia y, de algún modo, esta presencia creyente en el devenir

histórico hace presencia de Dios mismo, Uno y Trino a través del tiempo. La mirada que en

la Iglesia y a través de ella se hace inmanente se descubre entonces a la luz de la misma

experiencia de fe como la total trascendencia.

Bajo estas características y centrando nuestra reflexión en el acontecimiento Cristo,

nos surge entonces la pregunta precisa que nos vincula a este acontecimiento y a esta

experiencia de fe que él suscita. Nos referimos a la intención de Jesucristo; la clara

intención de formar una agrupación de seguidores que dieran cuenta y se convirtieran en

sus testigos. La verdad es que el término ekklesía sólo aparece dos veces en el Evangelio

(Mt 16,18 y 18,17), siendo probablemente un término de la primera comunidad y no del

mismo Jesús. No obstante, la realidad ministerial de Jesús y la confesión creyente en el

Resucitado nos conducen a la solicitud de sus primeros seguidores.

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En primer lugar tenemos que decir que la Iglesia aparece en el Nuevo Testamento

como la comunidad de los discípulos de Jesús encargada por él (Mc 16,15-20; Mt 28,16-20)

de continuar su obra salvadora. Ya en la vida histórica de Jesús, este nuevo pueblo se va

constituyendo a través de estructuras visibles.

Esto nos afirma que Jesucristo tuvo la conciencia de querer crear una nueva

comunidad que se encontrara en continuidad-discontinua con Israel. La tradición

evangélica más primitiva nos señala esta intención de Jesús (Mc 3,13) extendida

posteriormente a los otros evangelios. Jesús señaló, al menos, determinados actos

fundacionales durante el curso de su vida terrena, que no sólo dan cuenta de una intención

de parte del mismo Señor, sino que se ve confirmada por la tradición pos-pascual. La

Teología católica llama Actos fundacionales a los actos más relevantes del ministerio de

Jesús que señalan esta realidad. No obstante reconoce la presencia de muchos otros. En

esta ocasión destacaremos cuatro: El llamado a los discípulos (invitación al seguimiento),

el Primado de Pedro, constitución de los doce e institución de la Eucaristía. La Iglesia fue

tomando progresivamente conciencia de esta realidad.

1.1 La elección de discípulos: La predicación del Reino la asocia Jesús a la formación de

una comunidad de discípulos. Estos seguidores de Jesús responden libremente a su llamada,

de modo gratuito. De hecho entre quienes lo siguen hay algunos que lo rechazan o

traicionan (Mc 10,17; Mt 10,4) Esto muestra la gratuidad y libertad del llamado. En todo

caso la llamada de Jesús se da a distintos niveles:

• Nivel general: todos quienes están dispuestos a acoger su mensaje. Ellos no tienen

que abandonar su modo ordinario de vida, sino lo que les separa del Reino: Zaqueo,

Marta, etc.

• Seguidores más íntimos: el Maestro exige que lo dejen todo, lo sigan y les envía a

predicar.

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• Los Doce, grupo escogido, que con Jesús forman una comunidad de vida y misión.

El hecho fundamental que tenemos aquí es que Jesús no se piensa solo, sino que se

rodea de seguidores a quienes llama a compartir su ministerio.

1.2 La vocación de los Doce: Ya hemos dicho que Jesús desde el comienzo de su

misión pública eligió discípulos. Entre estos, hay un grupo de 72 más cercanos (Lc 10,1).

Pero sobre todo, se destaca el grupo de los Doce.

1 Co 15,3-5 es el texto más antiguo que se refiere a los Doce. Aparecen como un

cuerpo o asamblea estable y diferenciado, que tienen un lugar de prioridad entre todos los

seguidores de Jesús. Los Evangelios nos muestran cómo este grupo se remonta a una

elección de Jesús histórico (Mc 3,13-19; Lc 6,12-17).

• Aparecen como un grupo estable: se habla de los Doce, incluso cuando Judas ya no

estaba entre ellos (Jn 20,2).

• "Doce": Número simbólico que dice relación a las 12 tribus de Israel. La tradición

bíblica así lo reconoce en Ap 21,9-14. Los apóstoles son los cimientos del Nuevo

Pueblo de Israel, la Iglesia.

Ello muestra que fueron instituidos como una comunidad de vida y misión (a modo

de colegio), y actúan como tal: A la muerte de Judas, lo primero será completar el número

de Doce (Hch 1,15-26). Con esto queda claro que el grupo de los Doce constituye una

institución pre-pascual, establecida por Jesús en su vida terrena: “instituyó a los doce para

que estuvieran con él”, nos recuerda Marcos (Mc 3,13-14).

1.3 El Primado Petrino97: es claro que en las listas de los Doce, Pedro es nombrado en

primer lugar (Mt 10, 2). Esto nos sugiere no sólo un llamado particular a Pedro sino que la

97 Puede ser interesante aquí recoger lo que señala el Papa Benedicto XVI acerca del primado de Pedro y la unidad eclesial. Cf. Ratzinger, J. La Iglesia, San Pablo, Madrid, 2005, pp. 43-67.

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misma Iglesia primitiva en el desarrollo de los escritos evangélicos reconoce esta primacía.

Además debemos afirmar que Pedro:

• Es el portavoz de los Doce: Responde en nombre de los Doce a la pregunta de Jesús

(Mt 16,13). Las autoridades del templo lo reconocen como el jefe del grupo, etc.

• Le son confiados poderes y prerrogativas especiales, atestiguados tanto por la

tradición sinóptica (Mt 16,18 y paralelos), como por Jn (Jn 21,15-17).

• Es el primer testigo de la resurrección dentro del grupo de los doce: Lc 24,34 y 1 Co

15,3.

• Puesto reconocido en la comunidad pos-pascual: toma la iniciativa para completar

el número de los doce y preside el Concilio de Jerusalén (Hch 15).

Al analizar más detenidamente el texto de Mt 16,16-20 (cf. paralelos en Mc y Lc)

podemos fortalecer aún más esta idea:

v. 16: Confesión de fe de Pedro. Confiesa la mesianidad de Jesús: "el Cristo".

v.17: Resalta idea de elección: El Padre ha puesto en labios de Pedro la revelación acerca

de Jesús.

v. 18: Cristo revela la identidad de Pedro, lo que queda demostrado con el cambio de

nombre, que según la tradición bíblica se refiere a la misión.

Pedro es la piedra o roca: (Is 28,16) Yahvéh pondrá por fundamento en Sión una

piedra escogida. En el Nuevo testamento es Cristo, piedra angular, la que goza de

inamovilidad y firmeza. Pedro ahora participa de estas características.

• Poder de las llaves: Abrir y cerrar el acceso al Reino de los cielos (Is 22,22),

haciendo las veces de un mayordomo de palacio. Esa es su función con respecto al

Reino.

• Poder de atar y desatar: Aquí se refiere tanto al plano magisterial y de gobierno,

como al de perdón de los pecados.

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El primado petrino queda con esto fundamentado en su más puro origen, ya sea en

el ministerio de Jesús como en la comunidad pos-pascual, que reconoce esta autoridad a él

confiada. De otro modo no se comprendería tanta insistencia en los relatos del Nuevo

Testamento en destacar su función y misión.

1.4 La Eucaristía: La Cena pascual anticipa sacramentalmente la Nueva Alianza sellada

en el sacrificio de Cristo en la cruz, y al igual como la Antigua Alianza dio origen a un

pueblo nuevo, la Alianza Nueva trae como consecuencia natural la gestación de un pueblo

nuevo. Esto lo podemos afirmar de la siguiente forma:

• Contexto Pascual: se conmemoraba la Antigua Alianza. Cristo va a cancelar la

Antigua alianza e inaugurar la nueva.

"Esta es mi sangre de la alianza..." (Mt 26 y Mc 14).

Mateo indica que es para la remisión de los pecados.

Jesús está fundando una nueva comunidad, la de los salvados, que tendrán un

carácter universal ("por muchos" Mt y Mc; "por vosotros" Lc y Pablo). Si en el Sinaí la

sangre rociada en el altar y el pueblo (Ex 24,6) manifestaba la unión, aquí es la misma

sangre de Jesús la que lo manifiesta. Esta Nueva Alianza no se forma por un acto jurídico

sino mediante la participación en la misma vida de Jesús:

• Esta nueva alianza dio origen al nuevo Pueblo de Dios. En los relatos de la Cena

encontramos los rasgos esenciales de la comunidad mesiánica:

• Visible y ministerial: Se instituye un rito y se confiere un poder para realizarlo a los

Doce: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11,25). También implica la sucesión

apostólica, pues el encargo se debe realizar "hasta que Él venga" (1 Cor 11,26).

Esto nos lleva a la conclusión que Cristo mismo bajo su ministerio entregado y

confiado a la comunidad de creyentes, da cuenta también de una revelación particular en el

designio salvífico. Dicho de otro modo, si la intención de Dios y por tanto de Jesús como el

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Cristo es la salvación de todos los hombres a través de la fe en Jesús, la Iglesia surge como

una realidad eminentemente necesaria para que el acontecimiento de Cristo trascienda. La

Iglesia se constituye en la totalidad del acontecimiento de Cristo.

2. El desarrollo de la institución eclesial primitiva y el asentimiento progresivo a

la Revelación

El Concilio Vaticano II afirma en la Constitución dogmática Lumen Gentium que la

Iglesia se encuentra prefigurada desde el origen del mundo y preparada en la historia de

Israel (LG 8). Es decir, Dios, en su eterno designio salvador, busca crear para la comunión.

En este sentido la Iglesia se comprende como el único signo de salvación, lo que refleja

claramente la no accidentabilidad de su constitución.

Ya en la época patriarcal esto se vislumbra germinalmente, y su preparación

histórica comienza a desplegarse. Se nos presenta como promesa de un pueblo que se

constituye como la respuesta de fe a Dios (1 Re2,4; 1 Re 8,20; Gn 41,40; Ex 6,7). Esta

constitución del pueblo se va forjando en el desierto, en la condición de peregrino

(liberación) llegando a su punto culmen con la entrega de la ley que termina de darle forma

(Ex 19). El Arca pasa a ser el signo de la institucionalidad de la Alianza, y se va

estructurando por una ley que recibe por un culto.

Instalado el pueblo en Canaán va a desarrollarse la idea de la monarquía (un rey).

De este modo el único designio universal de salvación va poco a poco adquiriendo formas

históricas (a través de la ley, el culto y el rey). Israel se hace portador del anuncio

mesiánico para toda la humanidad (Jesús). En otras palabras, podemos decir que Israel se

va constituyendo históricamente, y en esa historia descubre la fidelidad de Yahvéh a través

de las formas históricas que adquiere la promesa. Esta realidad se hace mucho más evidente

a la luz de la revelación neotestamentaria, en donde se sitúa el nuevo Pueblo de Dios (la

Iglesia). El capítulo once de la carta a los Romanos describe y sintetiza claramente la

comprensión de la Iglesia-pueblo. De este modo la Iglesia no surge históricamente como un

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ideario particular, sino que se constituye en un proceso cuyo origen último es la realidad

misma de la Creación.

Evidentemente esta realidad eclesial no se agota en una mera comprensión histórica

ni se define ahí, sino que se despliega en el tiempo hasta la consumación del mismo. La

comprensión eclesial que surge entonces del saberse pueblo, descubre el origen y el

horizonte de sentido desde el cual observamos su realidad más profunda: la existencia de

una comunidad creyente que vivió y sigue viviendo el mensaje de salvación desde el

principio y a lo largo del tiempo.

2.1 Las comunidades del Nuevo Testamento en el seguimiento de Jesús

La autocomprensión de la Iglesia primitiva respecto de su origen pertenece a la

Revelación misma, es decir, se nos presenta como palabra de Dios y, por tanto, es

normativa permanentemente para la Iglesia. Esto es lo que encontramos en el Nuevo

Testamento: la forma de vida apostólica nos sugiere la constitución eclesial, presentada

como verdadero pueblo de Dios. No es raro percibir en los escritos neotestamentarios la

comprensión de la Iglesia como pueblo; más aún, podríamos decir que la dificultad radica

en comprenderla de otro modo (Hech 2,14-40: Hech 3, 12-26: Pedro ante el pueblo).

La Iglesia es presentada, al menos esa parece ser la comprensión que ella misma

tiene de sí a la luz de los escritos neotestamentarios, como el verdadero Israel, con libre

acceso a Dios, lo que nos abre a la condición prefigurada de la comunidad del Israel

escatológico. Esta misma comprensión eclesiológica que se va dando a la luz de los textos

neotestamentarios refleja su condición sacramental, la Iglesia es el templo del Espíritu en

donde el mal es vencido (Lc 10,9) y esto abarcando todas las realidades y sufrimientos. Al

eliminar definitivamente todas las barreras sociales, el Espíritu que anima y conduce a la

Iglesia no es privilegio de algunos (Hech 2,17). De hecho, la práctica de Jesús apunta a que

el Reino sea incluyente y no excluyente, aunque hay diversos modos de vivirlo. Por tanto

será imperativo que la constitución de la comunidad se haga visible y que en ella no haya

privilegios (Gál 3,26-29). Mas aún, si hubiese alguna deferencia hacia alguien, ésta sería

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para los miembros más débiles del cuerpo (1 Cor 12,12ss). La idea es que la Iglesia aspire a

superar todo tipo de visiones que enturbien la comunión, en cualquier ámbito. Por ejemplo

(Gál 3,28):

• Ni judío, ni griego: racial, cultural (no cultura judía aunque la salvación viene de

ellos);

• ni esclavo ni libre: socioeconómico;

• ni varón ni mujer: sexual.

La idea es que el pueblo de Dios viva en su interior una nueva relación: la práctica

del acogerse y ayudarse mutuamente (Comunión-Koinonía):

• Rm 15,7: acogerse mutuamente

• Rm 15, 14: amonéstense mutuamente

• 1 Cor 11,33: esperaos unos a otros

• Gál 5,13: servíos unos a otros

• Ef 4,2: sopórtense mutuamente...

El oficio apostólico se vislumbra claramente en el modo en que la Iglesia va

edificando comunidades. La koinonía es lo que constituye en profundidad la realidad

eclesial. De este modo, lo que busca la Iglesia en su seno es edificarse a partir de la práctica

de la comunión; por tanto aquello que no contribuya a la edificación de ella no tiene aquí

ninguna cabida, del mismo modo, si los carismas no sirven a los más pequeños no tienen

lugar en la comunidad.

Esta comprensión de la Iglesia que brota de la propia comunidad apostólica se vio

enfrentada a diversas situaciones, en la medida que fue siendo parte del desarrollo de la

institución primitiva. En la patrística, por ejemplo, la Iglesia se ve confrontada a dos

problemas: por una parte la interpretación judía del Antiguo Testamento (relación entre los

diversos momentos históricos); y por otra parte, a la interpretación gnóstica del misterio de

Cristo, que rechazaba a Dios como Creador).

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Estas afirmaciones de la Escritura y la comprensión que de ella derivaba, nos

permiten reconocer y afirmar con ella el lugar de privilegio que ocupa, en todo lo que se

refiere a las definiciones creyentes, que poco a poco irán apareciendo en la vida de la

Iglesia. Esta situación, que bajo una comprensión eclesiológica progresiva se va

asimilando, no implicó en ningún caso el menoscabo de la transmisión de la enseñanza

cristiana, que fue desarrollándose desde la patrística (no sin interpelación permanente de

corrientes paganas). Esta enseñanza transmitida se desarrolló subordinada a la Escritura. En

otras palabras, la comprensión eclesial despliega su valor en la historia, a partir de estos

mismos textos escriturísticos y que, a su vez, nos presentan un incalculable valor para

iluminar el sentido del mismo texto, que pasa a ser la Norma normans, norma que norma,

regla que regula la propia comprensión eclesial a lo largo del tiempo. Dicha comprensión

eclesial se entenderá como acto segundo de esta Norma normans, pasando a ser Norma

normata, es decir, norma que se dirige y encuentra su sentido en otra de carácter superior.

Es norma pero a su vez es normada, esto será lo que se comprenderá progresivamente en el

devenir histórico-teológico de la Iglesia. Nada de lo que la Iglesia formule o crea puede

atentar contra la verdad de esta Norma normans.

Con esto la Iglesia se vio enfrentada a incalculables situaciones que le exigieron en

su momento dar cuenta de lo que cree. El desarrollo dogmático que a lo largo de los siglos

se fue gestando pudo dar cuenta, en cada tiempo y lugar, de aquel depósito de la fe, que

bajo la iluminación del Espíritu Santo, siempre ha prevalecido en el devenir histórico

eclesial. La Iglesia tuvo, desde el principio y como Norma normata, que responder a lo que

cree de sí misma, lo que tomará cuerpo progresivamente a través de los siglos hasta

reconocerse en el Concilio Vaticano II. No obstante es la misma Iglesia, constituida y

manifestada, la que a lo largo de los siglos ha intentado favorecer una mejor comprensión

del dato revelado, que en razón del Espíritu que la anima ha posibilitado su permanencia y

continuidad hasta su consumación definitiva. La Tradición viva de la Iglesia ha sido en esto

una fuente de de fe vivida que hoy llega a nosotros.

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La Lumen Gentium ha sido clara a este respecto, pues la Iglesia no se reconoce

como una realidad cerrada en sí misma, sino que dada la luz de los pueblos, es decir

Jesucristo, la Iglesia, “desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de

Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (LG1). Así la eclesiología aparece

como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero, dado que nadie puede hablar

correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del Padre; y dado que no se

puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a la escucha del Espíritu

Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha necesariamente hasta convertirse en

una eclesiología trinitaria (LG 2-4).98

Con estos antecedentes comenzó un giro en la Iglesia: el centro no era ya la

institucionalidad y la jerarquía sino su misterio. La vocación trinitaria de la Iglesia permite

entonces un camino correcto en la siempre mejor comprensión del sacramento universal de

salvación. La vida siempre dinámica de la Iglesia, se encamina de este modo hacia la

irrupción definitiva del Reino de Dios. La propia comprensión de ella, dada su

trascendencia, solicita irrenunciablemente su fundamentación teo-lógica: es la reunión para

el reino de Dios, la irrupción en él. El Concilio enfrenta de este modo los reduccionismos,

ya sean secular o espiritualista (donde se perdía consistencia histórica) y se llega a la

conclusión clara de la Iglesia como Sacramento.

3. El Misterio Pascual como fuente de los sacramentos

La realidad sacramental de la Iglesia derrama sobre su propia condición un carácter

sin igual en la historia humana: el ser vivamente Sacramento universal de salvación. Aquí

nos preguntamos de qué manera nuestro presente eclesial expresa este mismo

acontecimiento salvífico.

La comprensión dinámica fundamental de la Iglesia es entonces la conversión, el

verse permanentemente llamada a la purificación de sus miembros: “Pues mientras Cristo,

98Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen Gentium pronunciada en el Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado por el Comité para el Gran Jubileo del año 2000.

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santo, inocente, inmaculado (Heb 7,26), no conoció el pecado (2 Cor 5,21), sino que vino

sólo a expiar los pecados del pueblo (Heb 21,7), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a

los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin

cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). De este modo marcamos la continuidad,

acogida y apertura al Espíritu Santo que hace de toda realidad eclesial un permanente

comenzar a evangelizar-se.

Sabemos que la experiencia religiosa brota del encuentro del hombre con la

divinidad, este encuentro dialogal en el cristianismo posee un carácter celebrativo, pues se

manifiesta como relación de un tú que se llama Jesucristo con un yo personal. Ese

encuentro que se reconoce divino se torna sacramental, porque en el se vive una

experiencia de Dios y se hace reflejo-signo de una realidad trascendente. La experiencia de

la fe posibilita entonces que una realidad expresada y vivida desarrolle en el hombre un

lugar que dé consistencia a la experiencia sacramental.

El sacramento es, por de pronto, un modo de vivir y de pensar. La vida sacramental

y la reflexión que de la misma podamos hacer nos propone la realidad no como cosa, sino

como símbolo. A su vez, la realidad simbólica brota del encuentro del hombre con la

creación y en ese mismo encuentro florece un modo de ser propio que se hace significante

para aquel que comprende y reconoce su significado. Con esta afirmación podemos señalar

que la propia estructura de la vida humana, en cuanto se vive a modo plenamente humano,

es sacramental, pues en la medida que el hombre se hace parte de su hábitat, de la creación

y de sí mismo en relación a otros, él mismo se hace realidad sacramental, realidad

significante llena de significado.

Este modo de estar en el mundo que tiene el hombre en particular y que bajo

determinadas expresiones, gestos, palabras, se hacen significantes toma características

divinas frente a la experiencia de la fe. Es el hecho de creer y creerle a Cristo lo que

posibilita la realidad del significado de aquello que se presenta a nuestra condición como

realidad sacramental. El hombre arrodillado ante una cruz no sólo expresa un modo de estar

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sino, sobre todo, una realidad llena de significado a través de los gestos y actitudes que ese

hombre ha tomado frente a la significación de la cruz. A través de los signos se expresa una

realidad mucho más profunda.

La liturgia de la Iglesia se expresa y vive, a su vez, constituida por innumerables

símbolos. Éstos se manifiestan imprescindibles para la expresión de un modo de vivir la

experiencia divina, lo que nos conduce a afirmar que la liturgia es simbólica. Celebramos

por tanto simbólicamente: la realidad sacramental de la celebración radica precisamente allí

donde ésta se encuentra con lo simbólico. El Hijo de Dios hecho hombre lo podemos

reconocer como sacramento del Padre, es decir, sacramento por excelencia. En efecto, Él es

la mejor expresión de Dios que no necesita necesariamente explicación por ser Él mismo

una expresión total. Si a esta realidad, que la podemos comprender desde nuestra

experiencia humana, le incorporamos el acto de fe en el Resucitado y hacemos de este acto

el nutriente desde donde emana toda realidad simbólica, la experiencia sacramental se torna

un acto vivo que nos conduce a una realidad viva: el Resucitado mismo. Por esta razón el

sacramento no está constituido solo por formalidades de signos que se quedan en la

interpretación certera de quienes los experimentan, sino que es en el mismo signo donde

tiene lugar la experiencia viva de aquel que trascendiendo el signo se queda en él. Esto sólo

puede ser vivido por quien hace del sacramento un modo de encontrarse con el don de

Dios, la vida del Resucitado.

Esto no quiere decir que sea la fe la que crea el sacramento, porque este actúa por

gracia, porque es la gracia misma de Dios, su Hijo. Pero la fe sugiere en el hombre la óptica

mediante la cual puede percibir la presencia de Dios a través de lo simbólico. Dios está

siempre presente en ellas, pero el hombre no siempre se percata de ello: “Los sacramentos

no solamente suponen la fe, sino que por medio de las palabras y las cosas la alimentan, la

fortalecen y la expresan. Por eso se los llama sacramentos de la fe” (SC 59).

Jesucristo, punto culminante de la historia de la salvación, plenitud del tiempo,

como antes señalábamos, es llamado por excelencia el sacramento primordial de Dios. Es la

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fuente de todo sacramento y es el nutriente indispensable de toda realidad simbólicamente

divina. La Iglesia, por tanto, es prolongación de Cristo en la historia, por lo que se hace

también sacramento universal de Salvación.

Si toda la Iglesia es sacramento, entonces todo cuanto hay en la Iglesia y todo

cuanto ella hace, posee una estructura sacramental. La liturgia es sacramento; el servicio de

caridad es sacramento; el anuncio profético es sacramento; la vida misma de los cristianos

es sacramento.

Los siete sacramentos vienen entonces a realizar la obra salvadora del Resucitado.

Es el fruto del misterio pascual de Jesucristo lo que se hace totalidad sacramental que

acompaña al hombre, siempre, eso sí, con el auxilio de la gracia. En esos nudos vitales el

hombre se siente referido a una fuerza que lo trasciende y lo sustenta. Ve a Dios en ellos y

ritualiza de manera especial esos momentos fuertes de la existencia. Lo que estamos

afirmando aquí con toda claridad es que la única fuente de los sacramentos es Jesucristo

resucitado, vida entregada, ofrecida y exaltada, eficacia de todos los sacramentos. Es el

misterio pascual de Cristo que se hace extensión histórica a través de la Iglesia: él hace

posible que el hombre de hoy participe de la realidad sacramental de la misma Iglesia,

promoviendo para si la propia participación en la vida divina. El misterio pascual es

entonces lo único que desencadena inevitablemente a través de la acogida de la gracia

sacramental un camino de conversión hacia Aquel que sustenta, que es causa, y que es

realidad definitiva del misterio de la fe.

4. La Iglesia como anticipo de la vida futura fuente de toda esperanza

Ya hemos dicho que cuando nos referimos a la Iglesia hablamos del conjunto de

creyentes que desde el bautismo acogen y promueven una misma fe, la católica. Esta

realidad brota y se contiene desde el origen: ella misma es misterio y sacramento de la

comunión trinitaria. Esta unidad que se da en la diversidad se expresa a partir de la misma

intención de Jesús que quiere que todos seamos uno (Jn 17,11-24; Ef 4,4-7). Un mismo

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Señor, un mismo Espíritu, un mismo Padre fundamento de una misma fe y un mismo

bautismo. En síntesis, la unidad de la Iglesia radica en la unidad del designio divino.

La propia catolicidad de la Iglesia reafirma esta convicción de fe, pues se expresa

como apertura a cualquier particularidad (acogida del único designio de salvación). La

misma experiencia de Israel lo reconoce a través de la palabra profética que anunciaba que

Dios formaría un pueblo que convocaría a todos los pueblos de la tierra (Is 66,18-21). Esto

es lo que Jesús señalaba al anunciar su pascua, en donde habló del perdón para todos los

pueblos (Lc 24,46-47). Pero, ¿cuáles serían los efectos o consecuencias de la experiencia

pascual de Jesús?

La resurrección de Cristo es victoria sobre la muerte y el pecado. Ésta es la

afirmación creyente que surge de la experiencia primera de la Iglesia, del mismo modo que

se reconoce en este hecho el anticipo y garantía de nuestra propia resurrección futura (1 Cor

15, 20-23). Esta animación de la vida futura es irradiada desde el futuro hasta nuestro

presente, pues de algún modo, la salvación futura ya se nos ofrece, y no sólo con un mero

carácter personal, sino sobre todo universal99 pues: “La creación entera... y espera ser

liberada, gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,19-23).100

La experiencia del Resucitado se comprende a partir de los mismos relatos de la

Escritura como el hecho central de nuestra fe: Y si Cristo no resucitó, nuestra predicación

no tiene contenido, como tampoco la fe de ustedes (1 Cor 14,15). Esto hace que la vida

entera del creyente se vea transformada y orientada a esta realidad definitiva. La primera

comunidad cristiana así lo entendió y la venida del Cristo glorioso se promocionó como un

hecho cercano y próximo, al punto de considerarse una petición especial en las primeras

99 Hasta bien entrada la Edad Media, la perspectiva predominante fue la escatología universal. Resultaba inimaginable una consumación del individuo separado del resto de la comunidad. Se planteaba, de todas formas, el problema del estado o situación de los muertos en la fe de antes de el fin general de la resurrección universal (status intermedius). Cf. Muller, G., Dogmática, teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona, 1998, p.553 100 Un ejemplo de esto lo da San Ireneo. Según el obispo de Lyon se renovarán el cielo y la tierra; y ni los cielos consentirán ángeles rebeldes, ni la tierra hombres impíos. Ver; Orbe, A. Introducción a la teología de los siglos I y II, Sígueme, Salamanca, 1998, p. 953

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formulaciones litúrgicas. De ahí surge, por ejemplo, la exclamación del Maranatha, del

¡Ven Señor Jesús! del cual hoy nos hacemos parte en la celebración eucarística (1 Cor 16,

22; Apoc 22, 20) La Iglesia, ya desde su origen, experimenta la tensión entre las dos

venidas de Cristo, y esto sobre todo en la Eucaristía. La fe en la resurrección supone la

esperanza en que Jesús vuelva y se manifieste en gloria para recapitular todas las cosas en

Él. Es la Iglesia de la espera, es la fuente desde donde se nutre vitalmente toda la realidad

creyente de sus miembros.

Podría pensarse que esta espera paraliza la vida creyente en una especie de letargo

permanente. Sin embargo, la realidad que brota de las mismas comunidades primitivas es

muy distinta. Es precisamente porque se espera y confía en la venida del Cristo glorioso

que se hace posible vivir la predicación, el anuncio y el martirio. La realidad escatológica

futura se actualiza en el presente en esta doble dimensión de encuentro con lo definitivo. La

esperanza eclesial obliga a actualizar aquello que se espera y ello genera una dinámica

creativa que conduce al creyente hacia el encuentro de Jesucristo pero a su vez mueve este

encuentro desde el futuro hacia el presente. La acción de la gracia dada en la resurrección

de Jesús genera esta doble dimensión del encuentro con lo auténticamente verdadero y

definitivo. La conciencia histórica de reconocerse llamado a este encuentro por gracia del

Resucitado dinamiza la misión y genera un movimiento de inestimable valor hacia aquello

que reconocemos desde la fe. La esperanza futura no es entonces estancamiento ni

paralización de la historia, sino por el contrario es la única certeza que tiene el creyente

para encaminarse y encontrarse con lo definitivo.

5. Parusía y juicio escatológico: el regalo del Padre en su hijo Jesucristo

El presente cristiano se ve dirigido hacia un futuro definitivo, como afirmábamos

más arriba; a su vez, desde este futuro se nos convierte el presente y nos ubica en una nueva

dimensión de todas las cosas. No es un futuro azaroso lo que se nos adviene sino la garantía

del encuentro con el Cristo glorioso. Esta tensión entre el ya presente y lo que todavía no

acontece de modo definitivo, es decir, el todavía no es la tarea de la escatología: es decir,

buscar establecer el lugar entre el ya y el todavía no. En medio de esta tensión se encuentra

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la Iglesia. Hablar de escatología es entonces hablar de lo último de las cosas, teniendo

como dimensión esencial a Cristo, cuya plenitud ha acontecido históricamente.

Lo que se busca entonces es comprender a Jesucristo como el último, después del

cual nada se puede esperar, y de este modo se acerca al sentido último del hombre. Lo

último de las cosas acontece en Jesucristo, la plenitud de toda realidad sucede en Él (Gál

4,4ss; Heb 1,1ss). Esta es la pregunta que encuentra respuesta en la propia fe de la Iglesia

naciente (Mt 11,3: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?). La Iglesia se

encuentra en camino, se experimenta a sí misma como peregrina, ya que Cristo, lo último

del sentido, ya está en la historia. La escatología se direcciona hacia el cumplimiento del

diseño de Dios para la creación, que en Jesucristo se ha cumplido plenamente, pero para

nosotros aún se debe realizar.

De este mismo modo tenemos que afirmar que la Revelación se ha cerrado, porque

Cristo es el único mediador, salvador y revelador de Dios. Los cristianos esperamos; ¡Ven

señor Jesús!, la manifestación final del Cristo glorioso. Es el mismo Kyrios, el Señor

resucitado el que vuelve en la Parusía (en el día final) en que llevará a la consumación lo

que ha empezado en la encarnación. El anuncio de Jesucristo sólo se comprende entonces

en la perspectiva de Cristo final.

Lo señalado anteriormente sugiere, al menos a nivel de lenguaje una profundización

de las características propias de toda realidad futura. El concepto Parusía en lenguaje

sencillo nos centra precisamente en esta dimensión de la vida de fe que busca realizar una

aproximación de lo que señalábamos como el final del tiempo.101 Sabemos que la

escatología cristiana está, por su propia naturaleza, construida sobre las bases

neotestamentarias, y que por tanto, se encuentra marcada por la tensión presente-futuro, o

101 En el Concilio Vaticano II la Parusía vuelve a ocupar el lugar privilegiado que el Nuevo testamento le otorga (LG 48- 49); existencia cristiana como vigilancia; índole triunfal de la venida que se aguarda, y por ende, gozosa y confiada para los cristianos; la parusía como plenificación de la obra ya comenzada, tanto a nivel personal como eclesial (GS 39); actividad misional entre 1ª y 2ª venida del Señor (AG 9); eucaristía y espera de la 2ª venida (SC 8). Por eso los nuevos textos eucarísticos han recuperado el "Maranatha".

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en un discurso teológico el “ya y el todavía no”. No cabe duda que la Iglesia primitiva, tal

y como se manifiesta en las epístolas paulinas esperó una Parusía próxima, dentro de su

generación. Textos como 1 Ts 4, 15-17 y 1 Co 15, 51-52 son taxativos a este respecto;

suponen que no todos los miembros de la comunidad habrán muerto antes de “la venida del

Señor Jesús”: no todos morirán (1 Co 15, 51); nosotros, los supervivientes... (1 Ts 4, 17).

Pablo está seguro, en este momento, de contarse él mismo entre ese grupo privilegiado de

testigos de la Parusía.

Sabemos que con la venida de Cristo, ha irrumpido en la historia la plenitud de los

tiempos (Ga 4, 4), por lo que se puede hablar de una escatología de alguna manera

realizada. Pero a la vez, un dato fundamental del Nuevo Testamento es que Cristo ha de

venir. Este dato es el que explica la expectación escatológica de las primeras comunidades;

expectación que han de vivir todas las generaciones cristianas, y que se expresa en el "Ven

Señor Jesús" de la Liturgia. En realidad, es toda la historia la que se orienta a un

acontecimiento consumador o recapitulador, porque le otorga una finalidad: precisamente

una “Parusía”.

Parusía es una palabra griega derivada del verbo “páreimi” (estar presente, llegar) y

que significa la presencia o la llegada de personas, cosas o sucesos. El helenismo emplea el

vocablo para referirse tanto al descenso o manifestación de personas divinas en la Tierra

(fiesta ritual, acción milagrosa) como a las visitas que reyes y príncipes hacen a las

ciudades sometidas de su imperio. En ambos casos, se trata de una manifestación triunfal,

de un despliegue de poder solemne y festivo, dando lugar incluso a una nueva era.

En hebreo, no hay un sustantivo que equivalga al griego parusía.102 Más bien, hay

que decir que para la experiencia de fe israelita, las teofanías de Yahvéh, sustentan una idea

que anticipa la revelación definitiva de Dios que "viene" para librar a su pueblo de Egipto;

Ahora, pues, ve: yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de 102 Con respecto a esto hay que señalar que la ausencia en algunos libros del vocablo Parusía no implica, necesariamente un desconocimiento del concepto. Véase, Ruiz de la Peña, J. La otra dimensión, Sal terrae, Santander, Bilbao, 1986, p. 153

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Egipto (Ex 3,10). Estas teofanías están rodeadas de gloria, y establecen una situación nueva

que desembocará en la alianza. Estas experiencias de Israel van dando paso paulatino a la

esperanza escatológica, pues precisamente porque Yahvéh ha venido en el pasado, se

espera que vendrá en el futuro, mayor fuerza aun tomará esta esperanza en el contexto

histórico del exilio, que superará a la liberación del destierro para dar paso a la

implantación definitiva del Reino de Dios (Is 51, 4ss).

Estas esperanzas verán su forma profética en el "día de Yahvéh" (Am 5,13; Jr 1,15).

Lo que sugiere la confianza en la intervención de Dios en la historia para otorgar la

restauración definitiva. Este "día de Yahvéh" se describe con elementos apocalípticos,

como las catástrofes naturales que lo preceden (Ez 13, 5; Za 14,1). Es en el profeta Daniel

donde esta esperanza se radicaliza con mayor fuerza, viéndose unificados con el

establecimiento escatológico del Reino unido a la venida del Mesías (Dn 7,13).

La formulación del Antiguo Testamento se concreta en el Nuevo testamento. Aquí

la palabra Parusía señala el advenimiento glorioso de Cristo al final de los tiempos, el fin

del mundo (Mt 24, 3; 27, 37), con la resurrección (1 Co 15, 23) y con el juicio (1 Ts 5, 23).

Es en esta última cita donde encontramos una descripción más de inspiración bíblica, con

rasgos más claros de la apocalíptica judía: “Que El, el Dios de la paz, os santifique

plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha

hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo”. Nos encontramos aquí frente a un detalle

escriturístico no menor, puesto que hablamos de uno de los primeros escritos cristianos.

Ya con posterioridad en (1 Cor 15) se nos presenta de manera inseparable la Parusía

respecto de los demás elementos integrantes del esjaton103. Para el cristiano primitivo la

Parusía es objeto de esperanza; se desea que suceda cuanto antes; de ser posible, durante la

propia vida; se prefiere ser sobrevestido por la gloria de la transformación que acompañará

la venida triunfal del Señor (2 Cor 5,4; 1 Cor 15,51). En síntesis la venida de Cristo

103 Concepto alusivo a la venida de Cristo que pone en marcha el entero proceso de la consumación, resurrección, juicio, fin del mundo presente, nueva creación en la que Dios será todo en todos.

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concluye y consuma la historia en cuanto historia de salvación. Se enlaza con el Reino

llegado a su plenitud, en sus diversos aspectos. Esta confesión de fe fundada la Escritura

promoverá la fe de la Iglesia desde los primeros siglos y la acompañara a lo largo de su

historia hasta nuestros días.

La fe cristiana afirma en su Credo que el Señor vendrá con gloria a juzgar, es decir,

la Parusía de la que hablábamos tiene una relación directa con el juicio. ¿Cómo comprender

entonces la esperanza que anima la fe de la iglesia con este carácter de juicio definitivo que

hará el Señor con nosotros? Para afirmar coherentemente la fe tenemos que decir que el

Juicio escatológico es fundamentalmente para la salvación. El Yahvéh juez es auxilio de su

pueblo (Jc 11, 27), las victorias del pueblo lo señalan. Esta concepción se muestra en el

Nuevo testamento en donde el juicio será la victoria definitiva (Mt 25, 31; 2 Ts 2, 8; 1 Cor

15, 24-28). Se comprende entonces la unidad entre Juicio y Parusía: la Parusía es el juicio

por antonomasia, la consumación de todos los actos salvíficos que han ido jalonando la

historia. Recuperar el Juicio y la Parusía es poner en positivo el fin de la historia que se

justifica porque revela su fin, así la Parusía es el Juicio y el Juicio es la Parusía. Son dos

manifestaciones de un mismo momento, lo que nos permite afirmar que la historia es

justificada por quien nos hace justos: Cristo.104

Otra cosa es hablar del juicio-crisis que tiene lugar en la existencia de la humanidad:

el juicio-crisis es intrahistórico, es auto-juicio. No se trata aquí de una condena jurídica

(culpable-inocente) sino de una actitud personal póstuma que cada uno toma ante su

situación definitiva. La persona ante la conciencia propia de su historia no puede cambiar la

consecuencia de lo vivido: es decir que el Juicio que no se acepta en la vida no se acepta

ante Dios (Rm 8,32-39; Jn 3,17). El que no cree en la salvación de Dios es quien muere en

el Juicio (Jn 5,24; 12,47); es un llegar al final de la historia con verdad sobre mí mismo (Mt

25). El juicio es entonces el desvelamiento de la propia historia frente a Cristo (Mc 8,38).

Si Dios no ha sido reconocido en su debilidad histórica, no puede ser reconocido en su 104 Hay que señalar que lo escatológico en la persona de Jesús radica en el carácter de su misión de abarcar el mundo entero, al final de la cual no se encuentra un “yo lo he soportado”, sino un “está consumado”. Cf. Von Baltasar, H., Teodramática, Encuentro, Madrid, 1993, p. 111

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poder. Él es nuestro criterio de juicio, el hombre por antonomasia (GS 22). Dios ha

irrumpido en la historia para salvar, la Parusía y el juicio tienen la finalidad de consumar

salvíficamente la obra iniciada en el acto creador. La venida de Cristo en Gloria es el

culmen de la gesta creadora y salvadora: La pascua de la Creación.

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Comentario Final

Hemos presentado aquí un breve texto que pretende sistematizar una serie de

elementos que hagan posible la apertura del hombre a Dios. Esto manifestado en la máxima

expresión del mismo Dios, reconocido en la persona de Jesús de Nazaret, y de lo que de él

deriva como intención divina para la salvación humana. Todos nuestros comentarios y

reflexiones pretendieron mostrar un camino que nos permita aproximarnos a la realidad de

la fe, como posibilidad efectiva y valedera para este tiempo y cualquier otro. No obstante,

debemos afirmar que el Misterio de Dios siempre será mayor a nuestras pobres

aproximaciones, y que por tanto, no se agota aquí la reflexión, ni se acaba con esto toda

definición, aproximación o introducción, a las posibilidades que brotan del propio acto de

fe. La tarea es entonces de aquel que se reconoce en la obra de Dios en medio del mundo.

De él depende el aventurarse a abrir caminos de encuentro entre si mismo, en cuanto

hombre, y el Todopoderoso, que en Jesucristo lo reconocemos como Aquel que se ha hecho

humilde y sencillo. El Dios de la vida que gobierna todo principio y fin de la realidad

humana, nos abre a caminos insospechados de Gracia, que nos hacen posible reflexionar

con Él y en Él. La vida creyente se torna así un camino apasionante, lleno de posibilidades

para aquel que ponga corazón y voluntad en descubrir la maravilla de Dios. Nuestra

intención ha sido, como queda en evidencia en el escrito, reconocer la posibilidad del creer

y creerle a Alguien. La fe no se presenta entonces como algo reducido al bien personal, sino

como un acontecimiento de la historia, que en medio de nuestras limitaciones, nos permite

asociarnos a un proyecto común. El mismo Dios en búsqueda del hombre, nos induce a

reconocerlo presente en la faz de Jesús de Nazaret. Es en este contexto donde este breve

escrito intenta reflexionar sistemáticamente hacia la eterna verdad humana y divina, que

sólo reconocemos consistente, real y digna de seguimiento, en aquella Eterna Palabra

revelada a la humanidad: el Hijo amado del Padre.

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