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Héctor G. Barnés 25/07/2014 (05:00) “Debemos construir la habilidad de ser nosotros mismos y no hacer nada. Eso es lo que los teléfonos han hecho desaparecer. La capacidad de estar quietos. Es en lo que consiste ser una persona”. Con esta cita del cómico Louis C.K., el científico y escritor Andrew J. Smart ilustra uno de los grandes problemas del ser humano en el siglo XXI: la necesidad autoimpuesta de estar permanentemente ocupados. El ocio es el enemigo, algo que nos detiene en la conquista de nuestros objetivos y que puede acabar con nuestro bienestar material. Sin embargo, el esfuerzo continuo no nos hace más felices, ni siquiera nos permite conseguir mejores resultados. Simplemente, acaba con nuestra creatividad, con nuestra felicidad y nuestra humanidad. Smart acaba de publicar en España El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro (Clave Intelectual), en el que explica desde un punto de vista neurológico –aderezado con observaciones literarias y filosóficas– por qué deberíamos empezar a no hacer nada. En primer lugar, porque, como explica a El Confidencial, “el cerebro es una maravilla compleja y no lineal que siempre está activa”. Hay partes de nuestro cerebro, como el córtex prefrontal, que se activan cuando no hacemos nada y que “te permiten acceder a tu inconsciente, tu creatividad y tus emociones”. Perder el tiempo potencia nuestras habilidades, nos ayuda a conocernos y a sentirnos en paz. La conclusión, para Smart, está clara: “Es aceptable ser vago”. El hombre no nació para trabajar Se trata de una idea que lleva circulando desde hace mucho tiempo en la neurociencia y que ha formado parte de la cultura durante siglos. El descanso era tan consustancial a la vida diaria como el trabajo. Sin embargo, la revolución industrial, el capitalismo, la urbanización de la sociedad y la globalización han cambiado las costumbres del individuo y han convertido el tiempo en el bien más preciado. Por el contrario, la vaguería (o, mejor dicho, la ociosidad) es hoy en día un importante tabú. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La ética protestante, heredada por el capitalismo, comenzó a cambiar las tornas respecto al trabajo, que durante siglos había sido considerado un castigo divino. “Lutero pensaba que los pobres eran vagos y necesitaban ser castigados con el trabajo duro”, explica Smart. “En el libro hablo de nuestro pasado evolutivo, y cómo el ocio era necesario para recuperarse después de cazar y escapar de depredadores”. Sin el descanso, habría sido imposible que el ser humano mantuviese todas las exigencias físicas de un mundo dominado por la naturaleza. “Hoy en día no tenemos que hacer nada físico para sobrevivir excepto caminar al coche, pero quizá la compulsión de estar ocupados esté relacionada de alguna manera con ello”. Durante siglos, se pensó que el desarrollo tecnológico permitiría al ser humano disponer de más tiempo libre. “Los radicales del siglo XIX como Marx o Bakunin apostaban por una sociedad basada en el ocio”, recuerda Smart. “Economistas mainstream como Keynes pensaban que hoy en día tendríamos una jornada laboral mucho más corta, y Oscar Wilde escribió que los pobres debían ser liberados por las máquinas”. Sabemos perfectamente que no sólo no trabajamos menos, sino que la tecnología ha provocado que dediquemos las 24 horas del día al trabajo, a diversos compromisos familiares y sociales y a consultar las notificaciones del 25/07/2014 12:22 móvil. Hay un interés detrás de todo ello, sugiere Smart. “Las largas horas de trabajo benefician a la élite de varias maneras –consiguen convertir el valor de nuestro trabajo en beneficio–, mientras estamos intentando trabajar todo lo posible no nos organizamos, algo que siempre ha sido una amenaza a sus intereses”. Otra contrapartida: “Previene el pleno empleo porque siempre puedes amenazar a los empleados con el desempleo por trabajar lo justo, pero si todos trabajásemos menos horas podríamos emplear a todo el mundo”. ¿La paradoja inherente a todo ello? “Si sólo trabajásemos unas pocas horas al día, seríamos tan productivos o incluso más que si lo hiciésemos diez horas al día”.

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Héctor G. Barnés

25/07/2014 (05:00)

“Debemos construir la habilidad de ser nosotros mismos y no hacer nada. Eso es lo que los teléfonos hanhecho desaparecer. La capacidad de estar quietos. Es en lo que consiste ser una persona”. Con esta citadel cómico Louis C.K., el científico y escritor Andrew J. Smart ilustra uno de los grandes problemas del serhumano en el siglo XXI: la necesidad autoimpuesta de estar permanentemente ocupados. El ocio es elenemigo, algo que nos detiene en la conquista de nuestros objetivos y que puede acabar con nuestrobienestar material. Sin embargo, el esfuerzo continuo no nos hace más felices, ni siquiera nos permiteconseguir mejores resultados. Simplemente, acaba con nuestra creatividad, con nuestra felicidad y nuestrahumanidad.

Smart acaba de publicar en España El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro(Clave Intelectual), en el que explica desde un punto de vista neurológico –aderezado con observacionesliterarias y filosóficas– por qué deberíamos empezar a no hacer nada. En primer lugar, porque, como explicaa El Confidencial, “el cerebro es una maravilla compleja y no lineal que siempre está activa”. Hay partes denuestro cerebro, como el córtex prefrontal, que se activan cuando no hacemos nada y que “te permitenacceder a tu inconsciente, tu creatividad y tus emociones”. Perder el tiempo potencia nuestrashabilidades, nos ayuda a conocernos y a sentirnos en paz. La conclusión, para Smart, está clara: “Esaceptable ser vago”.

El hombre no nació para trabajar

Se trata de una idea que lleva circulando desde hace mucho tiempo en la neurociencia y que ha formadoparte de la cultura durante siglos. El descanso era tan consustancial a la vida diaria como el trabajo. Sinembargo, la revolución industrial, el capitalismo, la urbanización de la sociedad y la globalización hancambiado las costumbres del individuo y han convertido el tiempo en el bien más preciado. Por elcontrario, la vaguería (o, mejor dicho, la ociosidad) es hoy en día un importante tabú. ¿Cómo hemos llegadohasta aquí?

La ética protestante, heredada por el capitalismo, comenzó a cambiar las tornas respecto al trabajo, quedurante siglos había sido considerado un castigo divino. “Lutero pensaba que los pobres eran vagos ynecesitaban ser castigados con el trabajo duro”, explica Smart. “En el libro hablo de nuestro pasadoevolutivo, y cómo el ocio era necesario para recuperarse después de cazar y escapar de depredadores”.Sin el descanso, habría sido imposible que el ser humano mantuviese todas las exigencias físicas de unmundo dominado por la naturaleza. “Hoy en día no tenemos que hacer nada físico para sobrevivir exceptocaminar al coche, pero quizá la compulsión de estar ocupados esté relacionada de alguna manera con ello”.

Durante siglos, se pensó que el desarrollo tecnológico permitiría al ser humano disponer de más tiempo libre.“Los radicales del siglo XIX como Marx o Bakunin apostaban por una sociedad basada en el ocio”, recuerdaSmart. “Economistas mainstream como Keynes pensaban que hoy en día tendríamos una jornada laboralmucho más corta, y Oscar Wilde escribió que los pobres debían ser liberados por las máquinas”. Sabemosperfectamente que no sólo no trabajamos menos, sino que la tecnología ha provocado que dediquemos las24 horas del día al trabajo, a diversos compromisos familiares y sociales y a consultar las notificaciones del

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móvil.

Hay un interés detrás de todo ello, sugiere Smart. “Las largas horas de trabajo benefician a la élite de variasmaneras –consiguen convertir el valor de nuestro trabajo en beneficio–, mientras estamos intentando trabajartodo lo posible no nos organizamos, algo que siempre ha sido una amenaza a sus intereses”. Otracontrapartida: “Previene el pleno empleo porque siempre puedes amenazar a los empleados con eldesempleo por trabajar lo justo, pero si todos trabajásemos menos horas podríamos emplear a todo elmundo”. ¿La paradoja inherente a todo ello? “Si sólo trabajásemos unas pocas horas al día, seríamos tanproductivos o incluso más que si lo hiciésemos diez horas al día”.

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“Mi visión particular es que todo el mundo puede disfrutar del ocio que necesite sin dañar su seguridadmaterial. Creo que se tiene la falsa creencia de que si dejásemos a la gente tener todo el ocio que quisierannadie trabajaría”, argumenta Smart. “No creo que eso sea verdad: la gente trabajaría en lo que desease, noen la basura en lo que suele trabajar. La gente no es vaga, simplemente tiene trabajos lamentables”.

El culto a la agenda apretada

Pero ese culto a la productividad forma parte ya casi inseparable de nuestras vidas. Exigimos a nuestroshijos que se olviden del ocio, tan necesario para el desarrollo emocional y personal, y abracen un grannúmero de actividades extraescolares o aficiones, siempre vistas como una obligación, como es el caso deaprender a utilizar un instrumento musical o practicar un deporte. “Estoy de acuerdo en que me sentiría muyraro como padre si le dijese a los que acaban de apuntar a sus hijos en 14 actividades que los míos nohacen nada”, reconoce Smart. “Nos sentimos culpables si no tenemos a nuestros hijos apuntados anatación, música, chino, etc”.

Esta trampa no deja de producir paradojas. Una de ellas es que aquellos que más dinero y poder tienen ensus manos son precisamente los que disponen de menos tiempo libre. Sin embargo, Smart sugiere quealgunas personas podrían disfrutar más, o estar más preparadas biológicamente que otras, para aguantar elestrés. “Los CEO, banqueros y políticos no son la clase de personas que uno consideraría creativas o que tegustaría conocer de forma personal”, sugiere el científico. “Su ocupación los daña de la misma manera que alos demás, pero en la situación presente se benefician de ello, incluso aunque les haga daño a la larga”.

Mucho se ha escrito ya sobre los problemas que causa la multitarea, es decir, nuestra tendencia a realizardiversas actividades al mismo tiempo, algo que provoca que no hagamos bien ninguna de ellas y perdamosnuestra capacidad de concentración. Pero Smart va más allá. No se trata de reorganizarse para ser másproductivos, sino de, simplemente, redescubrir quiénes somos y lo que queremos.

Andrew Smart trabaja con la Universidad de Nueva York.

“El escritor Steven Poole escribió un gran artículo sobre lo que denomina ‘el culto a la productividad’, dondetodo lo que hacemos –incluso si es simplemente relajarse– tiene algún objetivo funcional o sirve a lamotivación utilitaria de ser productivo”, recuerda Smart. “Insisto en mi libro en que estar desocupado esbueno por sí mismo, no para convertirse en un hipster digital más productivo”. Esa es una de las paradojasdel libro. Si bien sugiere que tomarse varios descansos en el trabajo o dejar la mente vagar durante un buenrato al día puede mejorar nuestra creatividad y desempeño en el trabajo, Smart es particularmente críticocon la utilización de su libro para conseguir ser aún más eficientes.

“Es difícil escapar de ello, porque hay quien lee mi libro y se dice 'oh, vale, ahora tengo que añadir no hacernada a mi lista de tareas'. Es no haber entendido nada”, se lamenta Smart, que explica cómo la escritoraBridig Shulte, autora de Owerwhelmed, un libro sobre la falta de tiempo libre en nuestra sociedad, recibecontinuamente ofertas por parte de importantes think-tanks para explicarles cómo el ocio puede hacer másproductivos a sus empleados. Otra manifestación más de la obsesión de nuestra sociedad por traducir lo queno tiene precio en números, metas y nombres tachados de una lista.

El ser humano, en peligro

El problema que late detrás de todo ello es que, quizá, el ser humano esté perdiendo aquello que ledistinguía del animal, la capacidad de autorreflexión y de conciencia sobre uno mismo. Por el contrario, nosestamos convirtiendo en una mezcla de los animales que sólo son capaces de reaccionar a los estímulos desu entorno y las máquinas que obedecen constantemente órdenes externas. “La habilidad para pensar sobrenosotros mismos es una capacidad humana que ninguna otra especie puede llevar a cabo”, añade Smart.“Requiere una gran corteza prefrontal y la capacidad de metacognición. Si dejamos que esta habilidad seatrofie de forma individual, tendrá consecuencias socialmente negativas”.

Si somos conscientes de que el estrés cotidiano y nuestros horarios sobresaturados acaban con nuestrainspiración, ¿por qué no hacemos nada para evitarlo? Smart traza un paralelismo con la adicción al tabaco.Cuando empezamos a fumar de adolescentes, resulta atractivo porque nos hace parecer más mayores ymás interesantes; pero para cuando nos damos cuenta de que nos perjudica, nos encontramos con que lamotivación inicial se ha esfumado y es difícil hacer desaparecer la adicción.

¿Qué podemos hacer, por lo tanto, para poner el freno de mano en un mundo en constante movimiento sinque este nos lleve por delante? Smart lo tiene claro: “Conseguir una sociedad basada en el ocioprobablemente requería algo parecido a una revolución”. Mientras tanto, está en nuestras manos (íntimas yprivadas) intentar detener el caos que nos rodea. “Cuando tengo un momento en el que no he de hacer nada,intento detener la urgencia de encontrar algo que hacer”, explica. “Intento sentarme hasta que meinterrumpen. Te sorprendería el beneficio de robar breves momentos a lo largo del día para desconectar.Una vez manejes esos pequeños momentos de desconexión, puedes construir gradualmente una toleranciaa los períodos mayores”. Barato, sencillo y efectivo, aunque conviene tener a mano un ejemplar de El arte yla ciencia de no hacer nada ante la nada descabellada posibilidad de que alguien nos llame “holgazán”.