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EL ARTE Y EL DESEO REVOLUCIONARIO: UNA APROXIMACIÓN 1 Eduardo Grüner En alguna parte, Slavoj Zizek cita una frase de Rumbo a Peor de Samuel Beckett: “Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor” 2 . Me permito ahora ponerla en contigüidad con otras dos frases que vienen a mi memoria. Una es de William Faulkner, que en respuesta a una entrevista dice: “No vaya usted a creer que es fácil fracasar: a mí al principio me costó mucho, después me fue saliendo cada vez mejor”. La tercera es de Orson Welles: “Yo empecé desde muy arriba, y tuve que trabajar para descender hasta el fondo”. ¿Qué hay de común entre estos tres enunciados? No es, como podría parecer, el fracaso , sino más bien la idea de que fracasar supone un esfuerzo , demanda fuerza de voluntad . Lo cual es por supuesto una inversión sarcástica, digna de Marx –de Groucho Marx- del sentido común según el cual es el éxito el que implica un gran trabajo, mientras el fracaso se adjudica a la pereza. Se trata, desde ya, de un sentido común típicamente burgués -y más aún, protestante-weberiano-: el éxito es el producto de la esforzada iniciativa individual, 1 Reelaboración de la conferencia presentada en el Seminario Internacional: Revolucoes: A Creacao do Sénsivel (Sao Paulo, 20 y 21 de mayo 2011) 2 Cfr. Zizek, Slavoj: “Cómo volver a empezar… desde el principio”, en VVAA: Sobre la Idea del Comunismo , Bs As, Paidós, 2010 1

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EL ARTE Y EL DESEO REVOLUCIONARIO: UNA APROXIMACIÓN 1

Eduardo Grüner

En alguna parte, Slavoj Zizek cita una frase de Rumbo a Peor de Samuel Beckett:

“Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor” 2. Me permito ahora ponerla en

contigüidad con otras dos frases que vienen a mi memoria. Una es de William Faulkner,

que en respuesta a una entrevista dice: “No vaya usted a creer que es fácil fracasar: a mí

al principio me costó mucho, después me fue saliendo cada vez mejor”. La tercera es de

Orson Welles: “Yo empecé desde muy arriba, y tuve que trabajar para descender hasta el

fondo”.

¿Qué hay de común entre estos tres enunciados? No es, como podría parecer, el fracaso ,

sino más bien la idea de que fracasar supone un esfuerzo , demanda fuerza de voluntad .

Lo cual es por supuesto una inversión sarcástica, digna de Marx –de Groucho Marx- del

sentido común según el cual es el éxito el que implica un gran trabajo, mientras el fracaso

se adjudica a la pereza. Se trata, desde ya, de un sentido común típicamente burgués -y

más aún, protestante-weberiano-: el éxito es el producto de la esforzada iniciativa

individual, mientras que el fracaso es el destino del indolente, ya sea el aristócrata

decadente como, en el otro extremo de la estructura social, el marginal que prefiere vivir

de la caridad o de los subsidios del Estado. Y el mismo prejuicio ha fundado,

frecuentemente, el menosprecio colonialista y racista hacia el Otro, el Extranjero, el

Indígena, que solo bajo la esclavitud se transforma en un sujeto productivo . En nuestros

tres enunciados de marras, en cambio, el fracaso es el producto de una lucha , y el acento

positivo está puesto sobre el proceso , sobre la lucha misma, y no sobre el resultado. Esto

plantea, de manera escandalosa para el sentido común de la ideología burguesa, una

suerte de ética “revolucionaria” del fracaso, y una suerte de épica heroico-combativa, no

1 Reelaboración de la conferencia presentada en el Seminario Internacional: Revolucoes: A Creacao do

Sénsivel (Sao Paulo, 20 y 21 de mayo 2011)

2 Cfr. Zizek, Slavoj: “Cómo volver a empezar… desde el principio”, en VVAA: Sobre la Idea del Comunismo , Bs As, Paidós, 2010

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exenta de un elemento “trágico”, que se desentiende de toda moral del éxito para

reivindicar el valor de la lucha en sí misma: un anti-instrumentalismo de la voluntad contra

la instrumentalidad de la inteligencia, para decirlo en términos entre gramscianos y

frankfurtianos. Y si se prefiere una invertida jerga freudiana, a los que sostienen esta

posición podríamos llamarlos “los que triunfan al fracasar”.

Pero, permítaseme señalar alguna otra ironía. Una frase como la de Orson Welles (“Yo

empecé desde arriba, y tuve que trabajar”, etcétera) podría perfectamente aplicarse a la

historia del capitalismo. Recuérdense los exaltados ditirambos de Marx –esta vez me

refiero a Karl-, en el Manifiesto Comunista , donde canta los fabulosos éxitos iniciales de

ese nuevo modo de producción, pero para anunciar luego que son esos mismos logros

inéditos en la historia de la humanidad los que servirán para sepultarlo. Bien, tal vez las

cosas no se hayan desarrollado exactamente como Marx las preveía –o las deseaba-. Pero

en lo esencial no podemos decir que se haya equivocado demasiado: basta echar una

ojeada a nuestro alrededor, o a las primeras planas de los diarios, para advertir cómo,

habiendo empezado bien desde arriba , el capitalismo ha terminado descendiendo –y

arrastrándonos a todos en su caída- al más abyecto de los infiernos: ¿cuánto más se

puede bajar?

¿Y al revés? ¿Puede aplicarse asimismo el enunciado de Welles a las revoluciones que

intentaron acelerar (y me temo que tendré que volver sobre esta idea de “aceleración”)

esa caída al mismo tiempo planteando una alternativa, y que porque “fracasaron” es que

la lenta agonía capitalista se nos hace ahora insoportable, y presentimos que el final será

más el de un suspiro hediondo que el de una gloriosa explosión, para parafrasear el

canónico verso de Eliot?

Pero, claro, la pregunta supone que esas revoluciones efectivamente fracasaron , puesto

que no obtuvieron los objetivos que se proponían; y entonces nos hemos vuelto a enredar

en el sentido común de una moral del éxito, en la instrumentalidad “resultadista”, para

decirlo con el lenguaje futbolístico, y hemos olvidado la ética y la épica del proceso de

lucha . Nos hemos olvidado, quiero decir, de “los que triunfan al fracasar”. Porque, ¿y si la

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pregunta pertinente fuera por si, a pesar del “fracaso”, no fue el esfuerzo lo que

constituyó la marca indeleble de un deseo que debiera insistir, sobre el cual no

debiéramos ceder, sobre el cual reconstruir –a riesgo que se nos tilde de “voluntaristas”-

un nuevo imaginario revolucionario ? Aquí podríamos pensar en todavía otra frase, por

cierto no de algún revolucionario ultraizquierdista, sino de un extraordinario escritor

católico-conservador, Gilbert K. Chesterton, cuando dice:

“Las causas perdidas son precisamente las que podrían haber salvado al mundo”.

Habrá que volver, también, sobre qué significa el sintagma causa perdida . Digamos, por

ahora, que tal vez necesitemos volver a perder la causa para seguir alimentando el deseo .

Se trata, en último análisis, de con qué lógica histórica nos manejamos. Si decimos que

las revoluciones del pasado finalmente fracasaron , nos deslizamos insensible pero

firmemente hacia la concepción de la revolución como algo del pasado . Y el pasado, como

reza la jerga juvenil de mi país, “ya fue”. Esta ha vuelto a ser hoy, en los tiempos post , la

ideología dominante: para citar otra expresión muy argentina, lo que tenemos “es lo que

hay”, y ya está: congelando el pasado, asesinamos todo proyecto de futuro, lo que nos

queda es el presente eterno. La filosofía lineal, evolutiva y “progresiva” de la historia,

tanto como el puro “presentismo” postmoderno, no están en condiciones de asumir la

idea de repetición -ni siquiera como “farsa”- ni mucho menos la de un retorno de lo

reprimido . Volveré inmediatamente sobre esto, pero permítaseme introducir una

cuestión ulterior (y, creo, complementaria). Una de las razones –y no de las menores- que

se aducen para tal “fracaso” de las revoluciones, es la de su “bastardización” por parte de

una dirigencia despótica y corrupta, que utilizó el poder que les dieron las revoluciones

para consolidar sus propios intereses de “nueva clase” burocrática, incluso a veces

provocando masacres a gran escala, y así: en fin, todo eso que se conoce bajo la etiqueta

global de “estalinismo”, o más ampliamente, lo que Toni Negri ha hecho célebre con el

etiquetado de la defensa del poder constituido de las instituciones contra el poder

constituyente de las multitudes. Se sabe cuáles son los argumentos más habituales que se

esgrimen (incluso, y quizá sobre todo, desde el “progresismo” de centroizquierda, más o

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menos socialdemocrático-liberal) contra todo “imaginario revolucionario”, y que llevarán

a acusarlo de indefectiblemente “totalitario”: básicamente, ese “imaginario” conlleva un

utopismo omnipotente que pretende hacer entrar la realidad compleja y múltiple de las

sociedades en un esquema preconcebido de la “mejor” sociedad; como la realidad

indefectiblemente se resiste a ese forzamiento, se tilda a la realidad misma de

“reaccionaria”, y se está dispuesto a ejercer sobre ella la violencia que sea necesaria para

hacerla “entrar en razón”, adecuarse al Imaginario fundacional de la vanguardia

revolucionaria: esa obcecación ha conducido siempre, más tarde o más temprano, al reino

del Terror (jacobino, estalinista, el de la Revolución Cultural china, el de Pol-Pot, y siguen

las firmas). Etcétera, etcétera.

No pretendo decir que no haya un “momento de verdad” en ese argumento –como lo hay

en todo enunciado ideológico, que sin ese “momento verdadero” no tendría la más

mínima eficacia-. El problema con él, sin embargo, es que, como se dice vulgarmente,

arroja el niño con el agua de la bañera. El núcleo del Imaginario revolucionario –el deseo

de una transformación radical de todo lo existente- es condenado en nombre de sus

efectos, del mismo modo que el “fracaso” de las revoluciones se usa como argumento en

contra de su necesidad . Por supuesto que, a su vez, en nombre de las revoluciones se han

cometido los crímenes más indefendibles, que deben ser condenados incondicionalmente.

Pero ¿es esa una razón suficiente para condenar también la idea misma de revolución? ¿o

lo es, más bien, para pensar de nuevo -“interminablemente”, por así decir- las

determinaciones concretas y prácticas del Imaginario deseante de la revolución –

empezando, claro está, por el mismo concepto del “Sujeto omnipotente” en que

estuvieron fundadas las revoluciones “realmente existentes”-? Como veremos más

adelante, lo que se juega en este hiato es una cierta dialéctica de la repetición (del deseo)

y la diferencia (de la no-realización plena, que permite al deseo re-comenzar ). Digamos,

por ahora, que el rechazo horrorizado de los liberales hacia la “catástrofe” revolucionaria

nos deja indemnes ante la catástrofe permanente del mundo en que vivimos. El reino del

Capital mundializado, tal como lo conocemos hoy, es el imperio del Terror cotidiano y

“normalizado”: cientos de millones de hombres, mujeres y niños viven “naturalmente”

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bajo la amenaza –para muchos de ellos efectivizada a diario- del bombardeo

indiscriminado, el genocidio, el hambre, las pestes, la marginalidad, la exclusión o la

persecución. Como ya lo decía Benjamin en la década del 30, para los vencidos de la

Historia ese perpetuo estado de excepción es la “normalidad”. Por otra parte, el Terror

“revolucionario” de las revoluciones del pasado podría entenderse al revés de cómo lo

hacen las interpretaciones más o menos liberales: a saber, como producto de

movimientos que no fueron suficientemente revolucionarios . Los jacobinos, como ala

izquierdista radical de la burguesía , no llegaron hasta el cuestionamiento de la propiedad

privada; el estalinismo, representante de la nomenklatura burocrática del PCUS, no llegó

a cumplir –y más bien se esforzó por no cumplir- consecuentemente con el programa

implícito en el “Todo el poder a los soviets”; la Revolución Cultural china no fue hasta el

fondo en su pretendida “limpieza” antiburocrática; y así sucesivamente. Todos esos

movimientos se detuvieron antes de alcanzar una auténtica radicalidad de su impulso

originario, y entonces lo que podríamos llamar su pulsión “purificadora” se volvió, como si

dijéramos, hacia adentro del propio movimiento. Su Terror fue, en verdad, un síntoma de

impotencia , de retroceso ante una potencial recreación del poder constituyente de las

masas. Como solía decir Freud, el autoritarismo sólo puede surgir como compensación

“perversa” ante la ausencia de auténtica autoridad .

Pero entonces, volvamos un poco a la dialéctica poder constituyente / poder constituido

de Negri. Es una hipótesis que, por otra parte, ya puede encontrarse mucho más

tempranamente en ese problemático ensayo de Walter Benjamin titulado Para una Crítica

de la Violencia 3, cuya tesis central es que lo que el poder constituido teme realmente de

las revoluciones, no es tanto su aspecto violento y transgresor del Orden, cuanto el hecho

de que allí la potencia de la multitud de la que ya hablaba Spinoza es tendencialmente

creadora de juridicidad , es decir, apunta a instaurar una Ley alternativa a la vigente y

concebida como verdaderamente Universal, contra el particularismo disfrazado de

universalidad de la Ley actualmente imperante. No sin (sus) razón(es), Derrida atribuye a

3 En Angelus Novus , Barcelona, La Gaya Ciencia, 1971

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esta idea benjaminiana que acentúa el carácter fundacional de Ley del acontecimiento

revolucionario, una naturaleza mística :

“El discurso encuentra ahí su límite: en sí mismo, en su poder realizativo mismo. Es lo que

aquí propongo denominar (desplazando un poco y generalizando la estructura) lo místico.

Hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador. Encerrado,

emparedado, porque este silencio no es exterior al lenguaje” 4

Bien, puede ser. Pero –si puedo atreverme a corregir ligeramente a Derrida- ello es al

precio de “desplazar mucho” y de “generalizar demasiado” la “estructura” de lo místico (y

“estructura” es un bien extraño término para hablar de “lo místico”). El misticismo es una

negación del poder del lenguaje, de lo simbólico –aunque fuera como “emparedado”-:

¿Cómo podría, pues, generar Ley? Palabras como “teológico” o “sagrado” (frecuentes en

Benjamin, al contrario de lo que sucede con “místico”), en cambio, aluden a

discursividades vinculadas al orden de lo público –es decir lo político -, y no al de la

experiencia subjetiva radicalmente “incomunicable”. Otra cosa es el acontecimiento

“fundacional” que, si en ocasiones puede adquirir una forma “violenta” –algo que parece

atemorizar seriamente a Derrida-, busca contraponer ese momento inaugural a la Ley

imperante como violencia permanente de lo “instituido”. Y si esto sigue triunfando, dice

Benjamin en las Tesis sobre la Historia , ni los muertos van a estar a salvo.

Esto le ha permitido a Jacob Taubes hablar de un cierto “paulismo” benjaminiano, por el

cual la transgresión de la Ley social-particular abre el camino “revolucionario” de la Ley

Universal del Amor, que denuncia que lo que hoy pasa por Ley y Orden no es tal, sino la

racionalización del desorden y la ausencia de Ley de la voluntad “particular” de los Amos

(algo muy semejante, curiosamente, a lo que decía Marx cuando se refería a la anarquía

de la Ley del Capital). En la línea de un renovado interés por la figura de Pablo de Tarso

que se ha producido en cierto pensamiento de la izquierda “filosófica” en los últimos

tiempos (pienso en autores como Badiou, Agamben, Esposito, el propio Zizek), Taubes,

quizá el menos “izquierdista” de todos ellos, inscribe a Benjamin en una “teología política”

4 Derrida, Jacques: Fuerza de Ley. El “fundamento místico de la autoridad” , Madrid, Tecnos, 1997, pág. 33

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radicalmente revolucionaria , alternativa a la teología política “conservadora” de un Carl

Schmitt o, en otro sentido, un Leo Strauss 5. La diferencia básica, esquemáticamente

planteada, es que si bien ambas son teologías políticas apocalípticas , para Schmitt se

trataría de retardar lo más posible la desembocadura del final mesiánico, mientras para

Benjamin se trataría de acelerarlo 6. Paradójicamente, como en seguida veremos, esa

aceleración del tiempo “mesiánico” requiere un retorno, no digo al , sino del pasado

(“retorno”, me apresuro a aclararlo, no es siempre recuerdo ni memoria , como tanto se

insiste desde hace un tiempo; para poder reagrupar el deseo a veces es imprescindible

olvidar el “fracaso”… y permitir que retorne la voluntad de esfuerzo, el esfuerzo de

voluntad).

Porque lo que está en juego aquí, en la idea de “aceleración”, no es solamente una

concepción “revolucionaria” de la Ley , sino asimismo –y quizá como momento de aquella-

una concepción de la temporalidad histórica producida por el horizonte del Apocalipsis

revolucionario.

Benjamin es, en efecto, uno de los pensadores del siglo XX que con mayor potencia nos

enseña a pensar la historia de las revoluciones según una temporalidad otra que la de ese

desarrollo lineal y “progresivo” que él denomina la historia de los vencedores ,

vencedores entre los que podríamos incluir a aquéllas “camarillas” burocráticas

usufructuadoras del poder revolucionario generado por las masas. Esa otra temporalidad,

la de los “vencidos” de la historia, no es un tiempo “homogéneo y vacío” –como el tiempo

del “progreso” de los vencedores- sino una historia intermitente, espasmódica,

5 Cfr. Taubes, Jacob: La Teología Política de Pablo , Madrid, Trotta, 2007

6 Esta diferencia irreductible parece pasársele inadvertida a Derrida, quien todo el tiempo parece querer acercar a Benjamin y Schmitt, como queda meridianamente claro cuando dice: “Su momento mismo de fundación o de institución nunca es por otra parte un momento inscripto en el tejido homogéneo de una historia, puesto que lo que hace es rasgarlo con una decisión”. Pero Benjamin, estrictamente, no es un “decisionista”, al menos en el sentido schmittiiano: sigue siendo lo suficientemente “materialista histórico” como para no descuidar que la interrupción “apocalíptica”, que en efecto no se inscribe en “el tejido homogéneo de una historia” (por definición, ya que para Benjamin la historia no es “tiempo homogéneo y vacío”, sobre lo cual en seguida abundaremos), no por ello pertenece menos a la historia del capitalismo , y por lo tanto no puede ser una “decisión” arbitraria y sin fundamentos, en definitiva abstracta (incluso formalista , como la ha llamado Zizek), como para Schmitt..

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fragmentaria, hecha de regresiones tanto como de avances, a menudo subterránea e

invisible. Y, sobre todo, es una historia que no puede ser pensada como puro pasado ,

como lo que “ya fue”, sino al contrario, como lo que cada vez vuelve a ser , lo que gracias

al “olvido” se repite como novedad -para recurrir a la paradójica fórmula de Kierkegaard -

o, recordando las célebres palabras de las ya citadas Tesis sobre la historia, lo que “se

recupera tal como relampaguea hoy, en este instante de peligro”. La palabra instante -

también de cuño kierkegaardiano-, que Benjamin suele reescribir como instante-ahora , el

del Acontecimiento (también en el sentido de Badiou, aunque quizá menos “contingente”)

que re-anuda los fragmentos retornantes del pasado, esa palabra debería retener nuestra

atención: es el momento de articulación del universal-singular , en el cual los fragmentos

de la historia, sin perder su irreductible e inconmensurable particularidad, se condensan

en una constelación , en una “imagen dialéctica”, en un destello “relampagueante” que

ilumina fugazmente pero con claridad mesiánica la Totalidad.

El lenguaje teológico-mesiánico de Benjamin no es una mera metáfora poética –que

también lo es, y literariamente muy rica-: él realmente cree en la pertinencia

revolucionaria de una articulación entre teología y marxismo, así como lo creen, cada uno

a su manera, otros pensadores de la izquierda “occidental” de la época como Ernst Bloch,

Alexandre Kojéve o el último Max Horkheimer (y la coincidencia “epocal” con un

reverdecer de la teología política “de derechas” en los ya nombrados Heidegger, Strauss o

Schmitt –que permite un curioso “diálogo” entre los “extremos”, como se da en los casos

Benjamin / Schmitt, Heidegger / Lukács, Kojéve / Strauss, Schmitt / Taubes, etcétera,

intercambios a menudo mediados por la llamada teología de la crisis de Karl Barth- es un

capítulo de la historia reciente del pensamiento filosófico-político aún poco explorado).

Pero, justamente, esa “articulación” teología / marxismo “apocalípticos” no debiera

hacernos olvidar que una acepción central, en Benjamin, para significantes como

mesianismo , o apocalipsis , o catástrofe , es el concepto de revolución . Es decir, en

lenguaje benjaminiano: una interrupción de la Historia –entendida como la linealidad del

“progreso”- en la que se recuperan las “ruinas” fragmentarias del pasado en un instante-

ahora de plena “redención” de los vivos y de los muertos: una inédita dictadura de las

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“víctimas” , por así decir (como quien dice “dictadura del proletariado”), que significa un

re-comienzo de la Historia. O, quizá, como hubiera dicho Marx, un verdadero comienzo,

por el cual el “reino de la libertad” dejara atrás el “reino de la necesidad” de la pre –

historia.

Desde ya, Marx no hubiera utilizado nunca el vocabulario teológico y mesiánico de

Benjamin. Aunque, a decir verdad, no es que esté totalmente ausente del discurso

marxiano, aunque fuera por la negativa , o, por así decir, en hueco : desde sus escritos

tempranos insiste en que la crítica de lo político debe tomar como matriz la crítica de lo

teológico (como se ve, Marx establece esa relación casi un siglo antes que Carl Schmitt);

su famoso análisis del fetichismo de la mercancía (en el Capítulo I de El Capital ), recurre a

un concepto plenamente teológico (“fetichismo”) establecido por los misioneros

portugueses en África desde fines del siglo XVII; en varios de sus escritos bautiza al

capitalismo como la religión de la mercancía. Y así podríamos seguir con los ejemplos. Por

supuesto, en Marx sí se trata de metáforas, generalmente con intención sarcástica

(aunque no por ello hay que menospreciar el hecho de que haya elegido precisamente

esas metáforas: como muchos autores, incluso marxistas, han señalado, hay una suerte

de “otra cara” mesiánica en la cientificidad de Marx). Una diferencia sustantiva con

Benjamin es que, en Marx, el Imaginario revolucionario apela a la dimensión del futuro

antes que a la del pasado : como lo expresa en el XVIII Brumario , la revolución extrae su

poesía (la palabra es del propio Marx) del futuro, no del pasado; y, como ya lo

recordamos, allí donde Benjamin, en las Tesis…, convoca a “redimir a los muertos”, Marx,

siempre en El XVIII…, exhorta a que “los muertos entierren a los muertos”, y nos

saquemos de encima esas famosas “generaciones de muertos” que “oprimen como una

pesadilla el cerebro de los vivos” 7. Como es obvio, se trata no sólo de dos sensibilidades,

sino de dos momentos históricos radicalmente diferentes: para parafrasear una famosa

frase de Gramsci, Marx escribe al calor del optimismo de la voluntad de, por ejemplo, la

“primavera de los pueblos” de 1848, mientras Benjamin escribe a la luz heladamente

siniestra del nazismo de la década del 30, culminación horrorosa de la derrota de la

7 Cfr., en cualquiera de sus ediciones, la primera página de El XVIII Brumario de Luis Bonaparte

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“primavera” revolucionaria europea; ¿es de extrañarse que los muertos ocupen un lugar

alegóricamente opuesto en uno y otro?

Y sin embargo, ¿es realmente tan opuesto? Después de todo, si Benjamin convoca a los

“muertos”, es para redimirlos -para que, justamente, dejen de ser una “pesadilla” sobre

los vivos, y contribuyan a la ruptura hacia el futuro “mesiánico”-; y si evoca las “ruinas” de

“la historia de los vencidos”, es para “recuperarlas tal como relampaguean en este

instante de peligro”. Es decir –y ya lo hemos sugerido lateralmente-: el pasado tiene en

Benjamin una función que no nos animaríamos a designar como “instrumental”, pero sí, al

menos, como dúplice , en el sentido de que es usado con fines distintos –incluso

contrarios- de los que aparecen a primera vista.

¿Y no es ese, asimismo, el lugar que asigna Adorno a lo que llama el momento de verdad

de la obra de arte? A saber, el lugar “utópico” de una paradójica memoria anticipada por

la cual la “promesa de felicidad” de la obra de arte anuncia lo que podría ser una

“realidad reconciliada”… si la realidad no fuera lo que es 8. Hay que subrayar: de la obra

de arte, y no del arte como tal. Recordemos la famosa primera frase de la Teoría Estética :

“Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su

relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”. 9

No es un enunciado precisamente sencillo de digerir. Con un gesto típico (en él), Adorno

empieza por postular la negatividad de toda evidencia sobre el arte. El arte sólo puede

ser experimentado en tanto in-evidencia , en tanto ausencia de su “relación con la

totalidad”, pero ausencia que no por ello le otorga una existencia “en él mismo”, un en-sí

de autonomía plena respecto del mundo. Contra lo que una lectura apresurada podría

inducir, Adorno no es un cultor, menos aún un defensor, de la autonomía del arte .

“Arte” es un concepto , no una materialidad concreta; si fuéramos a hacerlo coincidir con

8 Cfr. Adorno, Theodor W.: Teoría Estética , Madrid, Taurus, 1991

9 Ibid, pág. 6

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esta última, estaríamos irremediablemente atrapados en ese pensamiento identitario que

es la ideología dominante de la moderna sociedad de clases, y desde luego de la lógica

instrumental de la industria cultural. Es imposible, no digo comprender, sino siquiera

acceder al recinto laberíntico de la teoría adorniana del arte, sin tomar en cuenta que el

fundamento de ese edificio es la oposición entre arte y obra de arte . La negatividad y la

no-evidencia del arte está señalada, pues, por la singularidad del “momento autónomo”

de una obra, que impide su identidad con la totalidad del concepto “arte”, a la cual no

obstante alude, como si dijéramos, in absentia . La relación de no-identidad entre la obra

y el concepto de “arte”: eso es, en Adorno, el arte . ¿Se ve el paralelo con la postulación

benjaminiana sobre la oposición entre la singularidad de cada fragmento de la historia de

los vencidos y la no-identidad con la historia de los vencedores, a la que sin embargo, y

por ello mismo, “ilumina” en el instante-ahora ? ¿Y asimismo el paralelismo con la obra de

arte como interrupción (simbólicamente “violenta”, desde ya) de la Ley instituida por la

“institución-arte” y la instituyente nueva Ley “soberana” de la obra?

Aunque todavía confusamente, tal vez esto contribuya a poder pensar la otra cláusula del

enunciado de Adorno que emerge como un escándalo (en el sentido etimológico de la

palabra scandalum : la piedra con la que tropezamos una y otra vez) y que, repitámoslo,

preside un libro llamado nada menos que Teoría Estética : a saber, que el arte –de nuevo,

al igual que la Historia, o que la Ley instituida- no tiene siquiera garantizado su derecho a

la existencia.

Desde ya, no es la primera vez que en el pensamiento de la modernidad se pone en

entredicho la pretendida “eternidad” del arte como tal. Mucho antes de Adorno lo ha

hecho Hegel en su propia Estética : allí, como es sabido, el arte está destinado a disolverse

en la culminación de la auto-conciencia del Espíritu Absoluto que se llama Filosofía . Si

Baumgarten y Kant, cada uno a su manera, habían creído poder fundar la especificidad

autónoma de la experiencia estética, apenas medio siglo después Hegel dinamita esa

pretensión llevando hasta las últimas consecuencias las premisas idealistas de las que

habían partido sus antecesores.

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Pero ya sabemos que no es esto en lo que está pensando Adorno. O mejor –tratando de

no olvidar las lecciones de la Dialéctica Negativa -, si está tratando de pensar esto, incluso

con esto, es para usarlo contra “esto”. Por un lado, la intervención de Hegel ya no tiene

vuelta atrás: una vez que la supuesta eternidad del arte se ha historizado , aunque sea en

términos de una en principio idealista historia de la Razón, sería intelectualmente

deshonesto ignorar ese movimiento destructivo , como si nada hubiera ocurrido. La

Historia –incluida la de las revoluciones: para Hegel, fundamentalmente la Francesa- ha

entrado en el arte por derecho propio, y no es con un encogimiento de hombros que

volveremos a tranquilizarnos con su expulsión.

Por otro lado, sin embargo, Adorno no olvida que si Hegel ha podido llevar a cabo esa

“destrucción” del arte , es porque su dialéctica contiene el momento de negatividad

crítica , el “particular concreto” que desmiente la soberbia huecamente totalizadora del

“universal abstracto”. Y ya se sabe que será parándose en ese peldaño de la dialéctica

hegeliana que Adorno concebirá su propia dialéctica como negativa : como negación

determinada que entra en conflicto irresoluble, casi diríamos trágico , con la Afirmación

“imperialista” del Concepto. El arte , sin duda, puede ser “superado” en tanto pura Idea;

pero no lo será por otra Idea superior, sino, para decirlo brutalmente, por sus propios

objetos singulares, materiales. Es decir: por las obras de arte. O, con más precisión: por

los momentos de autonomía expresiva de ciertas obras de arte, que si bien no podrían

prescindir de su confrontación con el Concepto, no pueden ser reducidos a él:

representan esa “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” que ya

invocara el joven Lukács.

Esto no significa en absoluto –como también se ha malentendido a veces- que para

Adorno la reflexión sobre la obra de arte sea un sustituto para la filosofía. Al contrario: es

el momento heterogéneo al propio pensamiento, que lleva al pensamiento más allá de sí

mismo, al encuentro con su “otro”, con su límite , pero también con su apertura a la

alteridad; ya decía Kant –a quien sin duda Adorno regresa, pero desde este lugar otro –

que el pensamiento debe tener barreras para poder ver lo que hay más allá de ellas. Pero,

dialéctica obliga. Lo contrario también es simultáneamente verdadero: para poder

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constituirse en esa “barrera” de negatividad ante el Concepto, la obra tiene que ir más

allá del arte, tiene que trascender su condición de pertenencia al concepto y a la

“institución” Arte, para apuntar a un “contenido de verdad” trans-estético ,

“comprometido” con el mundo circundante.

No tengo tiempo aquí (aunque tuviera la competencia) de extenderme sobre las

complejidades de la diferencia entre la noción de compromiso en, digamos, Sartre –que

Adorno recusa tan virulentamente, y hay que decir que no siempre con justicia- y la que

puede desprenderse de la dialéctica negativa aplicada al arte. Baste decir que ese

compromiso es en Adorno un efecto objetivo del momento autónomo de la obra, y no

necesariamente de la “conciencia” del artista: yendo más allá de la mera apariencia

estética hacia su “contenido de verdad”, la obra se “compromete” también

negativamente con un mundo que quisiera reabsorberla en la armonía reconciliada del

Concepto: según otro enunciado célebre, la obra es el producto anti-social de la sociedad ,

es la singularidad anti-cultural de la Cultura . Al igual que lo haría una revolución fundada

en la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach, la obra de arte niega la realidad existente para

poder “penetrarla” mejor, transformándola con sus efectos de verdad .

Ahora bien: la trans-esteticidad de la obra (que debiera liquidar definitivamente toda

“estetización” del mismo arte, y no sólo de la política en el sentido de Benjamin) implica

un afuera del arte que no obstante no anula su momento de autonomía, sino que lo

requiere como función negativa de su no-identidad mimética. En la Teoría Estética , es

cierto, puede leerse lo siguiente:

“Allí donde el arte se experimenta en forma puramente estética, deja de ser

experimentado incluso estéticamente”.

Pero entonces –y nuevamente, dialéctica obliga-, esa última cláusula, la que reza “ incluso

estéticamente”, autoriza el reverso del enunciado: allí donde el arte es experimentado

solamente de manera trans-estética, en la aprehensión de su “contenido de verdad”, este

también se pierde en el mundo. Se trata entonces de trascender la expresión estética

desde ella misma, para que el “contenido de verdad” pueda ser aprehendido en el mundo

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usando la obra como mediación, como negación determinada del propio mundo que es él

mismo la negación determinada del arte “puro”. Homólogamente, la potencia del deseo

revolucionario no se limita a disolverse en la nueva Ley que ella genera, sino que se

monta sobre ella para mantenerse en movimiento, y con él a la Ley misma: eso, en una

época, se llamaba revolución permanente .

Bien. Pero, ¿cuál mundo? ¿Qué es, estrictamente, ese “mundo” tendiendo hacia el cual

la obra puede expresar su contenido de verdad trascendiendo la expresión estética sin

por ello renegar de ella? La magna ironía del mundo tardo-capitalista de hoy es que –

mediante esa supresión de la diferencia tradicionalmente “burguesa” entre arte “alto” y

arte “bajo” que Adorno y Horkheimer identifican con la Industria Cultural, y que llegará a

su culminación con el postmodernismo, la “lógica cultural del capitalismo tardío” de

Fredric Jameson-, mediante esa supresión, pues, la burguesía ataca su propia tradición.

De manera homóloga a como el capital financiero atenta contra las bases productivas

históricas del capitalismo, la industria cultural “burguesa” mina sus propios fundamentos

de diferenciación estética, trabajosa y magníficamente construidos en su etapa de

ascenso. Con todas las mediaciones y complejidades que se quieran, la liquidación

simultánea del arte burgués y la cultura popular acompañan la licuación del capital

productivo, y la crisis del capital clásico es también la crisis del arte. El capitalismo de hoy

también se mueve rápido; ya no consiste tanto en sus “estructuras” más o menos fijas

como en sus sucesivas auto-liquidaciones : él también está acelerado , probablemente

hacia su auto-liquidación final, que será asimismo la nuestra, salvo que a nuestra vez

aceleremos… en otra dirección, una dirección “revolucionaria”. ¿Y el arte? nueva

realización sarcástica: tal como lo pretendían las vanguardias históricas –y, en otro

sentido, también Walter Benjamin, con su matizada y ambivalente celebración de unas

técnicas de reproducción estética liquidadoras del aura del arte tradicional- el arte, en

efecto, ha quedado “disuelto en la vida”. Pero se trata, claro, de la vida abyectamente

alienada y humillada, la “vida dañada” del capitalismo tardío.

Frente a ese “daño” –que hoy podría ser enfermedad terminal- los jirones paralelos del

deseo revolucionario y de la creación de lo particular-sensible en el arte buscan recuperar

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el “instante de peligro” que les devuelva su voz a los “vencidos” (las obras de arte son los

“vencidos” de la Institución-Arte de la industria cultural, si se me permite esta analogía),

recuperar pues el momento de verdad, el universal-singular que abra las orejas a esa voz.

La palabra “voz” no es inocente: implica la pulsión invocante por la cual los fantasmas

tartamudos del pasado pudieran articularse en un retorno de aquel imaginario

revolucionario. Es indudablemente sintomática la obsesión con la cual, en las dos o tres

últimas décadas, las diversas variantes de un “progresismo post ” (los estudios culturales y

de género, la teoría post-colonial, etcétera) se interrogan por las aporías de cómo darle

“su voz al Otro”. Eso sólo es todo un testimonio, entre dramático y patético, de cuánto

trabajo nos está costando fracasar nuevamente, “volver a empezar desde el principio”

como diría Zizek. Quiero decir, pensemos en la pregunta ya canónica de Gayatri Spivak:

¿Puede hablar el subalterno? ; una pregunta que muchos, desde el campo del arte

“multiculturalista” de hoy, replican con su propia pregunta implícita, algo así como:

¿Puede ser representado el Otro? . Son preguntas que jamás se nos hubiera pasado por la

cabeza hacer –que directamente no hubieran tenido ningún sentido- en, digamos, la

década del 60. En ese momento el “subalterno”, “el Otro” (el proletariado combativo, el

revolucionario anticolonial, el guerrillero tercermundista, el Pantera Negra

afroamericano, el campesino cubano o argelino) no estaba ciertamente esperando que le

diéramos su voz -ni que lo “representáramos”-: simplemente la usaba para gritar con

todo el cuerpo, a veces el dedo en el gatillo o las manos en los adoquines, por si su Palabra

no era suficiente. Como dijo oportunamente Sartre –y volveré sobre este nombre-

hablaban entre ellos por encima de las cabezas de los Amos, despreocupándose de que

estos los “comprendieran”. Un intelectual “comprometido”, a lo sumo, podía tratar de

practicar lo que, en esa década del 60, el antropólogo italiano Ernesto de Martino

denominaba “etnocentrismo crítico” 10: es decir, una forma auto–crítica de “tomar

conciencia” –como se decía entonces- de que estábamos hablando por ellos, pero no en

lugar de ellos, puesto que ellos no nos estaban pidiendo hablar: lo hacían por sí mismos.

10 De Martino, Ernesto: Furore Simbolo Valore , Milano, Feltrinelli, 2002

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Muchos intelectuales y artistas europeos, ya a partir de la posguerra y más

profundamente en la década del 60, entendieron esto. La mayoría fueron tributarios de

una suerte de fascinación -una “identificación imaginaria”, en el sentido vulgar- con las

rebeliones del “Tercer Mundo”, los marginales, los “periféricos”, etcétera. No siempre

lograron sustraerse a lo que ya por entonces Glauber Rocha, el gran cineasta brasilero,

llamó “los exotismos formales que vulgarizan problemas sociales”, la “nostalgia del

primitivismo”, transformando las “vergüenzas nacionales” (sigo citando a Rocha) en “un

extraño surrealismo tropical” 11. Estos sarcasmos críticos tienen un gran interés teórico-

político: apuntan al a menudo irresoluble conflicto que se presenta cuando –para decirlo

más o menos hegelianamente- se intenta subsumir el particular concreto de la cultura

“ajena” en la generalidad del universal abstracto de las formas filosóficas o estéticas

establecidas (es decir, occidentales), proyectando sobre ellas –para abusar de una noción

que hizo famosa Edward Saïd mucho después- una suerte de orientalismo de izquierda .

Lo que está allí en juego (y me temo que siga estándolo en los debates actuales sobre el

multiculturalismo, las “diferencias” y demás) es el clivaje , imposible de suturar, entre el

Yo y el Otro, o, en otro pero homólogo registro, entre la cultura propia y la im-propiedad

-para mí- de la cultura del Otro, clivaje que sólo una (fallida) interpelación ideológica al

Otro puede imaginarse superar.

Hubo, sin embargo, algunos intelectuales y artistas europeos que supieron hacerse cargo

del dilema, y buscaron –con mayor o menor éxito- mantenerse en equilibrio inestable

sobre esa cuerda floja, apoyándose en formas de ese universal-singular que les

permitieran recuperar el “instante de peligro” revolucionario, al mismo tiempo dejando

hablar al Otro sin pretender prestarle su propia voz. Me voy a referir brevemente a uno

de ellos que por distintas razones me resulta especialmente apreciable, Jean-Paul Sartre.

El problema de qué hacer con la mirada del Otro es una obsesión permanente en la obra

filosófica, ensayística y ficcional de Sartre, desde El Ser y la Nada , pasando por la

(in)famosa afirmación sobre el Otro como “infierno” en A Puertas Cerradas , hasta,

11 Rocha, Glauber: “Estética del Hambre” , en Glauber Rocha. Del Hambre al Sueño. Obra, Política y Pensamiento , Buenos Aires, Museo MALBA, 2004

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digamos, el celebérrimo prólogo a Los Condenados de la Tierra de Fanon (al cual por

cierto se refiere tácita pero insistentemente Glauber Rocha). No tengo tiempo aquí de

especular sobre las transformaciones que sufrió a lo largo de esa obra compleja la idea del

“Otro”, que en mi hipótesis fue progresivamente politizándose hasta alcanzar verdadero

estatuto de teoría revolucionaria en su intervención sobre el texto de Fanon. Quisiera sí,

detenerme un poco en un momento relativamente temprano, ese otro prólogo titulado

“Orfeo Negro” que en 1947 introduce la primera antología de poetas negros (africanos y

afroantillanos) compilada por Leopold Sedar Senghor 12. Ya allí Sartre explicita nítidamente

su “apuesta pascaliana” por las revoluciones anticoloniales de lo que entonces se llamaba

“Tercer Mundo”, y lo hace no sólo en términos políticos, sino artísticos y poéticos (aunque

ciertamente para Sartre estos tres registros son estrictamente inseparables). En ese texto

Sartre usa profusamente el concepto de négritude de Aimé Césaire, el extraordinario

poeta negro de la colonia francesa de Martinica, que a finales de los años 30, en Paris,

había lanzado esa idea polémica, proponiendo el significante negritud como afirmación

del derecho a un arte, una literatura y una identidad cultural africanas y antillanas contra

la cultura europea del neo-colonialismo y la supremacía blanca. El argumento básico de

Césaire es que hay una manera específicamente negra de escribir poesía que es

irreductible y aún intraducible, y que no tiene que ver tanto con los contenidos

“temáticos” como con unas idiosincrásicas gramática, sintaxis, lexicografía y ritmo , todas

ellas absolutas singularidades que resisten su “colonización” por una cultura europea

pretendidamente “universal”.

Césaire fue virulentamente criticado por esta tesis. Incluso muchos intelectuales

“progresistas” lo acusaron de pretender generar una suerte de exclusivismo invertido, si

no directamente de “racismo al revés”, y de proponer la Utopía de un retorno imposible a

la “Madre África” para los antillanos negros. Sartre adopta una posición totalmente

distinta. Comprende que el concepto de negritud es sin duda un argumento

ideológicamente “defensivo”, un poco en el sentido de lo que mucho después Spivak

12 Sartre, Jean-Paul: “Orfeo Negro”, en Colonialismo y Neocolonialismo , Bs As, Losada, 1965

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llamará esencialismo estratégico 13. Pero es también un nuevo tipo de pensamiento

poético-revolucionario , que tiene la ventaja política de cuestionar de facto las

pretensiones europeas a la superioridad “universal” de su literatura, sin necesidad de

esquematizarlo en forma panfletaria. Y asimismo entiende correctamente, porque lee a

Césaire, como se dice, a la letra , que no hay tal utópico “regreso a África”; de lo que está

hablando Césaire es del triángulo atlántico (Europa / África / América) del comercio

esclavista colonial, comercio que –como ha demostrado exhaustivamente Robin Blackburn 14- fue el acta de fundación de lo que Samir Amin ha denominado la mundialización de la

ley del valor del Capital . Y Sartre advierte algo más, quizá aún más complejo y más

profundo: puesto que el debate había sido lanzado en Francia por un grupo de

intelectuales de las colonias asimismo educados en Francia (al igual que Fanon, por otra

parte también martiniqués), el concepto de negritud era una manera que había

encontrado “el Otro” de hablar “por sí mismo”, en cierto modo de perseverar en su sí-

mismo “triangular”, en el interior del “territorio enemigo”. Y, para peor, no se trataba de

un diálogo . Ya hemos aludido, al pasar, algo que Sartre dice en su prólogo: “Debemos

reconocer que estos poetas no nos están hablando a nosotros (refiriéndose a los blancos

europeos), sino que hablan entre ellos sobre nuestras cabezas”. Es desde el punto de

vista –o mejor, ya que de Sartre se trata, es desde la mirada – de estos “otros” que

adquiere toda su dimensión política el enunciado “el infierno son los otros”. Desde esa

mirada, no hay más ambigüedades metafísicas: el “Otro infernal” es el opresor de

cualquier clase: el opresor colonial, racial, de clase, de género. El significante “poético”

negritud ha producido una nítida división del Otro: ahora tenemos el “buen” Otro (el

oprimido) y el “mal” Otro (el opresor); es decir, ha creado sensiblemente , incluso

“cromáticamente”, la escisión “schmittiana” fundante de lo político: amigo / enemigo.

Ahora bien, ya sea que Sartre lo sepa o no, ¿de dónde sale , originariamente, esta

significación del significante “negritud”? Su origen es absolutamente revolucionario , y de

una revolución que supone una inaudita radicalidad. Recordemos: tanto Césaire como

13 Spivak, Gayatri Chakravorty: A Critique of Postcolonial Reason , Harvard University Press, 1999

14 Blackburn, Robert: The Making of New World Slavery , Londres, Verso, 1997

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Fanon son afro-antillanos . Y las condiciones de posibilidad para ese significante han

aparecido en las Antillas, mucho antes que ellos, en 1804, con el triunfo de la monumental

Revolución Haitiana estallada en 1791. “Monumental”, ciertamente: para empezar, fue la

cronológicamente primera revolución independentista de la América al sur del Río

Grande; segundo, fue por muy lejos la más radical de todas ellas, ya que fue la única en

la que las clases y etnias oprimidas y explotadas por excelencia, los esclavos de origen

africano, tomaron el poder y fundaron una nueva nación (además de ser, dicho sea de

paso, la única revolución de esclavos triunfante en toda la historia de la humanidad). Y

tercero, no fue solamente una revolución política y social, sino también filosófica y

cultural . Como ha mostrado el ya canónico librito de Susan Buck-Morss sobre la cuestión,

la célebre dialéctica del Amo y el Esclavo de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, con

toda su enorme influencia posterior, le debe casi todo a la revolución haitiana 15. Pero hay

algo más, que ha sido mucho menos trabajado. El famoso artículo 14 de la primera

Constitución Haitiana de 1805 emite un muy extraño enunciado: decreta que de ahora en

más todos los ciudadanos haitianos, sea cual fuere el color de su piel, serán denominados

negros .

¿Qué significa esto? En 1789 la Revolución Francesa había proclamado los Derechos

Universales del Hombre y del Ciudadano; pero los esclavos de las colonias habrían de

descubrir muy rápidamente que esa “universalidad” tenía un límite muy particular, y que

ese límite tenía asimismo un color particular: el negro. De manera que en 1791 tuvieron

que lanzar una gigantesca revolución que pagó el precio de 200 000 vidas, y que sólo

después de cinco sangrientos años de la declaración de los Derechos del Hombre, en

1794, logró la anulación de la esclavitud, aunque la lucha por la independencia debió

continuar 10 años más. Que sea la revolución haitiana , y no la francesa por sí sola, la que

logra la emancipación de la esclavitud, tiene un alcance estrictamente inconcebible para

el pensamiento evolucionista eurocéntrico: la revolución haitiana es la que obliga a la

francesa a ser consecuente con sus propias premisas de Libertad / Igualdad / Fraternidad.

Es decir: la revolución haitiana, que se monta sobre los fragmentos “re-anudados” de un

15 Buck-Morss, Susan: Hegel y Haití , Bs As, Norma, 2005

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mítico pasado “tribal” (el retorno a África, la religión vudú , etcétera) produce efectos más

“modernos” que los iniciales de la mismísima Revolución Francesa.

Esto fue, repitamos, también un gran logro filosófico . El artículo 14 pone en cuestión las

pretensiones de “falsa totalidad” (como la llamaría Adorno) de nada menos que el

acontecimiento europeo más “progresivo” de la época, y por lo tanto de la cultura

occidental como tal. Es como si dijera: “¿Así que somos el Otro particular excluido del

Universal? Y bien, ¡ahora nosotros somos el Universal (todos negros) y ustedes son el

particular excluido (no son haitianos)!”

Y eso no es todo. A lo largo de todo el siglo XIX y luego del XX, hay marcas fuertemente

implícitas –y a veces bien explícitas- del debate sobre la negritud catapultado por la

Revolución Haitiana, en la literatura narrativa, poética y ensayística, en la música, en las

artes plásticas, en el cine, tanto en América Latina y el Caribe como en Europa y los EEUU.

Sería demasiado largo detallar aquí todas esas expresiones. Mencionemos simplemente

que el debate está muy vivo en nuestros propios días. En la huella de Césaire, Fanon y

Sartre, varios de los más significativos intelectuales antillanos (como el poeta y filósofo

Edouard Glissant y el escritor Derek Walcott, Premio Nobel de 1993) han relanzado en las

últimas décadas la polémica a través del concepto de créolité , como una manera más

“balanceada” y “sutil” de pensar las anfibologías y ambigüedades de la relación con el

Otro (una filosofía de la relación es, justamente, el concepto acuñado por Glissant 16).

Ahora bien, “corrección política” aparte, ¿es esta “relativización” del significante negritud

necesariamente una ventaja? Quiero decir: después de todo, como hemos visto, en

Césaire la poesía de la negritud ya tenía una dimensión no lineal sino triangular que

interrogaba críticamente a todo el nuevo universo “Atlántico” que se abrió con la

expansión mundial del Capital mediante la colonización y la “gran industria” del comercio

esclavista; la relación estaba ya ahí, pues, sólo que no se desplazaba su trágica violencia ,

y la connotación fuertemente absolutista de ese significante interpelaba al “universalismo

abstracto” desde una singularidad igualmente absoluta, “soberana”, que, al recuperar

16 Glissant, Edouard: Philosophie de la Rélation , Paris, Gallimard, 2009

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como primera capa de su sentido el origen radicalmente revolucionario de la palabra,

producía una fractura y un conflicto irresoluble con la pretendida Totalidad.

Hemos visto también que la marca como si dijéramos “en negativo” de ese significante y

de su origen revolucionario atraviesa el arte, la literatura y la cultura de los dos últimos

siglos. Es precisamente ese “momento autónomo” de soberanía absoluta el que hace de

ese significante “colorido”, “cromático” –que tiene detrás de sí el muy radicalmente

particular poder constituyente de las masas esclavas haitianas-, un universal-singular que

concentra, en una benjaminiana constelación de polaridades irreductibles, esas

temporalidades históricas otras que –según decíamos antes- quedaban sepultadas en la

idea de la Historia como lo que “ya fue”. Revolución, arte y tragedia quedan condensadas

en los efectos del deseo de los “condenados de la tierra” de Haití; sólo los absolutamente

excluidos de la “modernidad” podían recuperar para la modernidad, en la historicidad

“eterna” de un “instante de peligro”, el anudamiento de lo que en alguna parte hemos

denominado las tres experiencias fundacionales de lo Humano como tal:

La experiencia de lo político , en el sentido de la creación de un “lazo social”

radicalmente distinto al actualmente existente, de –como en las interpretaciones

de Pablo que revisábamos- una Ley en perpetuo movimiento de construcción de su

propio “objeto”, un “singular” sin-lugar , verdaderamente universal , contra el

particularismo disfrazado de universalidad de la Ley de los Amos

La experiencia de lo poético , en el sentido de aquellas obras de arte trans-estéticas

que recuperan, como quería Benjamin, las vivencias históricas de los sujetos,

usando el Acontecimiento del instante-ahora justamente para trascender la

inmediatez de la mercancía-fetiche

La experiencia de lo trágico , en el sentido del reconocimiento de una fractura

“originaria” (llámese la lucha de clases, la división del sujeto, la oposición

incluidos / excluidos, etcétera) que no tiene resolución posible bajo la Ley actual (o

la falta de ella) y que genera el deseo “revolucionario” de su transformación

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Volvamos, pues, para ir terminando, sobre nuestros pasos. No cabe duda de que la

sociedad haitiana –ya que nos permitimos usarla aquí como un pre-texto que no es

cualquiera-, que proviene de esa radical singularidad de su propio acontecimiento

revolucionario, es una de las más vencidas de la historia. Como Orson Welles, empezó de

muy arriba y tuvo que trabajar mucho –o más bien, tuvo que ser muy trabajada por la

revancha de todo un mundo al que se había dado el lujo de interpelar en sus propias

premisas- para llegar al “fondo” en que hoy se debate. ¿Diremos, pues, que es una más de

aquéllas revoluciones “fracasadas”? Lo diríamos, sí, si nos siguiéramos dejando interpelar

por la moral del éxito, y por la idea del pasado que ella supone. Pero si pudiéramos

escuchar, por ejemplo, cómo el significante negritud recupera fragmentariamente los

jirones de esas voces originarias en este “instante de peligro”; si pudiéramos percibir los

ecos y resonancias de esas voces hoy aparentemente vencidas en los ritmos de la poesía,

en las síncopas entrecortadas de la música, en los entrelineados de la narración, en los

márgenes borrosos de la pintura, en las disrupciones del montaje cinematográfico, si

pudiéramos hacer eso, digo, tal vez podríamos inscribir en la brecha entre los significantes

arte y revolución un deseo que se alimente de, y no se paralice por, la pérdida de su

causa. Tal vez así, quién sabe, podríamos “fracasar” cada vez mejor, y tal vez, sólo tal vez,

empezar a poner nuestros muertos a salvo.

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