Encarnación Portavoz de la Gracia 38

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Encarnación Portavoz de la Gracia Nuestro propósito “Humillar el orgullo del hombre, exaltar la gracia de Dios en la salvación y promover santidad verdadera en el corazón y la vida”. Número 38 “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. Juan 1:14

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Encarnación

Portavoz de la Gracia

Nuestro propósito“Humillar el orgullo del hombre, exaltar la gracia

de Dios en la salvación y promover santidad verdadera en el corazón y la vida”.

Número 38

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”.

Juan 1:14

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Portavoz de la Gracia 38

Encarnación

Contenido El Verbo fue hecho carne ................................................................. 3

J. C. Ryle (1816-1900)

La gloria de Cristo antes de su encarnación .................................. 6John Flavel (c. 1630-1691)

El amor de Dios y la encarnación de Cristo ................................ 10Arthur W. Pink (1886-1952)

El Hijo preexistente ........................................................................ 16Loraine Boettner (1901-1990)

El propósito de Dios revelado en Belén ....................................... 20Horatius Bonar (1808-1889)

El nacimiento de Cristo ................................................................. 24Thomas Boston (1676-1732)

El evento más grande que haya sucedido ..................................... 30William S. Plumer (1802-1880)

La necesaria humillación de Jesús ................................................ 38John Flavel (c. 1630-1691)

La gracia y la verdad encarnadas .................................................. 45Charles H. Spurgeon (1834-1892)

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EL VERBO FUE HECHO CARNE

J. C. Ryle (1816-1900)

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).

a verdad principal que este versículo enseña es la realidad de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo o el haber sido hecho hom-bre. San Juan nos dice que “aquel Verbo fue hecho carne y habitó

entre nosotros”. El claro significado de estas palabras es que nuestro di-vino Salvador tomó la naturaleza humana, a fin de salvar a pecadores. Realmente, se hizo hombre como nosotros en todas las cosas, con la única excepción de que no pecó. Como nosotros, nació de una mujer, aunque de una manera milagrosa. Como nosotros, creció de niño a joven y de joven a adulto, tanto en sabiduría como en estatura (Lc. 2:52). Como no-sotros, tuvo hambre, sed, comió, bebió, durmió, se cansaba, sentía dolor, lloró, se regocijaba y maravillaba, era movido a la ira y a la compasión. Cuando se hizo carne y asumió un cuerpo, oraba, leía las Escrituras, su-fría al ser tentado y sometía su voluntad humana a la voluntad de Dios el Padre. Y, por último, en el mismo cuerpo sufrió y derramó su sangre, realmente murió, realmente fue sepultado, realmente resucitó y real-mente ascendió al cielo. ¡Y sin embargo, durante todo ese tiempo, Él era Dios y también hombre!1

Esta unión de dos naturalezas en la persona única de Cristo es, sin duda, uno de los misterios más grandes de la religión cristiana. Hay que decla-rarla con cuidado. Es, justo, una de esas grandes verdades que no son para encarar puramente por curiosidad, sino para ser creída con reverencia. En ninguna parte, quizás, encontraremos una declaración más sabia y de buen juicio que en el segundo artículo de la Iglesia de Inglaterra. “El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el vientre de la bienaventurada Virgen, de su substancia: de modo que las dos naturalezas, divina y humana, entera y perfectamente, fueron unidas en una misma Persona para no ser separadas jamás, de lo que resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre;…”2. Es

1 Ver Portavoz de la Gracia N° 14: La persona de Cristo. Disponible en CHAPEL LIBRARY.2 Libro de Oración Común (1662), Artículos de Religión, II.

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ésta una declaración muy valiosa. Es “palabra sana e irreprochable” (Tit. 2:8)3.

Pero, aunque no pretendemos explicar la unión de dos naturalezas en la persona de nuestro Señor Jesucristo, no vacilamos en abordar el tema con bien definida cautela, aunque afirmamos con extremo cuidado lo que sí cree-mos, no nos abstenemos en declarar con firmeza lo que no creemos. No de-bemos olvidar nunca que, aunque nuestro Señor era Dios y hombre a la vez, la naturaleza divina y la humana nunca se confundieron4. Una naturaleza no absorbió la otra. Las dos naturalezas permanecieron perfectas y distintas. La [deidad] de Cristo nunca, ni por un instante, fue dejada a un lado, aunque estaba velada. La humanidad de Cristo, durante su vida, nunca, ni por un momento, fue diferente a la nuestra, aunque por la unión con la Deidad, era grandemente dignificada. Aunque Dios perfecto, Cristo siempre ha sido hombre perfecto desde el primer momento de su encarnación. El que ha ido al cielo y está sentado a la diestra del Padre para interceder por pecadores, es hombre al igual que Dios. Aunque hombre perfecto, Cristo nunca dejó de ser Dios perfecto. El que sufrió por el pecado en la cruz y fue hecho pecado por nosotros, era Dios manifiesto en la carne (1 Ti. 3:16). La sangre con la cual fue comprada la Iglesia es llamada sangre “de Dios” (Hch. 20:28). Aun-que se hizo carne en el sentido más completo cuando nació de la virgen Ma-ría, nunca, en ningún periodo, dejó de ser el Verbo Eterno. Decir que durante su ministerio terrenal manifestó constantemente su naturaleza divina sería, por supuesto, contrario a la realidad. Intentar explicar por qué su deidad es-taba a veces velada y otras veces no, mientras estaba en la tierra, sería aven-turarnos a algo que es mejor dejar como está. Pero decir que en algún ins-tante de su ministerio terrenal no era completa y enteramente Dios, sería herejía.

Las advertencias que acabo de dar pueden parecer innecesarias, tediosas y puras sutilezas, pero es precisamente el descuido de tales advertencias lo que arruina a muchas almas. Esta unión constante e indivisible de dos natu-ralezas perfectas en la persona de Cristo es, exactamente, lo que da valor in-finito a su mediación5 y lo califica para ser el Mediador6 indiscutible que

3 Nota del editor – Apoyamos el uso de confesiones por considerarlas declaraciones provechosas de doctrina bíblica; pero son obras falibles de hombres.

4 Confundieron– Combinarse de manera que los elementos son difíciles de distinguir. 5 Mediación – Acto de intervenir entre dos partes hostiles para restaurar la paz. 6 Mediador – Intermediario. “Agradó a Dios, en su propósito eterno, escoger y ordenar al Señor

Jesús, su Hijo unigénito, conforme al pacto hecho entre ambos, para que fuera el Mediadorentre Dios y el hombre; Profeta, Sacerdote y Rey; Cabeza y Salvador de la Iglesia, el heredero de todas las cosas y Juez del mundo; a quien dio, desde toda la eternidad, un pueblo para que fuera su simiente y para que a su tiempo lo redimiera, llamara, justificara, santificara y glorificara” (Confesión de Fe Bautista de Londres, 8.1). Ver Portavoz de la Gracia N° 23: Cristo el Mediador. Disponible en CHAPEL LIBRARY.

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El Verbo fue hecho carne 5

necesitan los pecadores. Nuestro Mediador puede identificarse con nosotros porque es realmente hombre. Y no obstante, a la misma vez, puede tratar con el Padre por nosotros en igualdad de condiciones porque es realmente Dios. La misma unión da valor infinito a su justicia cuando es imputada7 a los creyentes; la justicia de Aquel que era [y es] Dios al igual que hombre. La misma unión da infinito valor a la sangre expiatoria8 vertida por los pecado-res en la cruz; la sangre del que era [y es] Dios al igual que hombre. La misma unión da infinito valor a su resurrección: cuando volvió a vivir como la Ca-beza del cuerpo de creyentes, lo hizo, no meramente como hombre, sino como Dios. Dejemos que estas cosas penetren profundamente en nuestros corazones. El segundo Adán es más grande de lo que fue el primer Adán. El primer Adán era sólo hombre y como tal, cayó. El segundo Adán era Dios al igual que hombre y, por esto, venció completamente.

Dejemos el tema con sentimientos de profunda gratitud y agradeci-miento. Está lleno de abundante consolación para todos los que conocen a Cristo por fe y creen en Él.

¿El Verbo se hizo carne? Entonces, puede conmoverse por el senti-miento de las debilidades de su pueblo porque Él mismo las sufrió, siendo tentado. Es todopoderoso porque es Dios y, aun así, puede identificarse con nosotros porque es hombre.

¿El Verbo se hizo carne? Entones, nos puede dar un patrón y ejemplo perfecto para nuestra vida cotidiana. Si hubiera caminado entre nosotros como un ángel o un espíritu, nunca habríamos podido imitarlo. Pero ha-biendo habitado entre nosotros como hombre, sabemos que la verdadera norma de la santidad es “andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Él es un modelo porque es Dios, pero también un modelo que conoce exactamente nuestras (necesidades) porque es hombre.

Por último, ¿el Verbo se hizo carne? Entonces, veamos en nuestros cuer-pos mortales una dignidad real y verdadera, y no los contaminemos con el pecado. Por despreciable y débil que pueda parecer nuestro cuerpo, es un cuerpo que el Hijo eterno de Dios no se avergonzó de tener y de llevar al cielo. Ese sencillo hecho es una promesa de que levantará nuestro cuerpo en el día final y lo glorificará junto con el suyo.

Tomado de Pensamientos expositivos de los Evangelios: San Juan (Expository Thoughts on the Gospels: St. John), Tomo 1, de dominio público.

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J.C. Ryle (1816-1900): Obispo y autor anglicano inglés.

7 Imputada – Puesta a cuenta de uno. Ver Portavoz de la Gracia N° 7: Justicia imputada. 8 Expiatoria – Que cubre la culpa del pecado. Ver Portavoz de la Gracia N° 15: La obra de Cristo.

Disponible en CHAPEL LIBRARY.

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LA GLORIA DE CRISTO

ANTES DE SU ENCARNACIÓN

John Flavel (c. 1630-1691)

“Con él estaba yo… y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (Proverbios 8:30).

a condición y el estado de Jesucristo antes de su encarnación eran de la delicia y el placer más elevado y más inmarcesible disfru-tando a su Padre. Juan nos dice que estaba “en el seno del Padre”

(Jn. 1:18). Estar en el seno es la postura del amor más tierno: “Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado en el seno de Jesús” (Jn. 13:23, RVA).

Pero Jesús no estaba recostado en el seno del Padre como aquel discí-pulo lo estaba sobre el del Maestro, sino que estaba en Él. Por ello, en Isaías 42:1 el Padre lo llama: “Mi escogido, en quien mi alma tiene con-tentamiento”. [En] 2 Corintios 8:9 dice que, en este estado en el que es-tamos ahora describiendo, era “rico”. Y [en] Filipenses 2:6-7, dice que estaba “en forma de Dios” y era “igual a Dios” o sea que tenía toda la gloria y las marcas características de la majestad de Dios. Las riquezas a las que se refiere eran todas las que Dios el Padre tiene: “Todo lo que tiene el Padre es mío” (Jn. 16:15). Lo que ahora tiene en su estado de exaltación es lo mismo [que] tenía antes de su humillación (Jn. 17:5). A continuación, para exponer, hasta donde sea posible, la inefable felicidad de ese estado de Cristo mientras estaba en aquel seno bendito, lo consi-deraré de tres manteras: Negativa, positiva y comparativamente.

Consideremos aquel estado, negativamente, quitando de Él todos esos grados de humillación y sufrimiento que le causó la encarnación. En pri-mer lugar, no vivía en la humillación que significaba la condición de la criatura o sea, haberse despojado de las riquezas celestiales. Porque para asumir la condición de hombre, dice el Apóstol, “se despojó a sí mismo” (Fil. 2:7). Se despojó de su gloria. El que Dios se hiciera hombre fue una humillación inexpresable y, no sólo aparecer verdaderamente en carne, sino también en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3). ¡Qué tremendo es esto!

En segundo lugar, Cristo no se encontraba bajo la Ley en este estado. Confieso que no hubiera sido ninguna deshonra para Adán en su estado de inocencia [o] para los ángeles en su estado de gloria, estar bajo la ley

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La gloria de Cristo antes de su encarnación 7

ante Dios; pero era una humillación inconcebible para el Ser absoluta-mente independiente, estar bajo la ley. Sí, [no sólo] estaba bajo la obe-diencia, sino también bajo la maldición de la Ley: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gá. 4:4).

En tercer lugar, en este estado, no estaba sujeto a las lamentables conse-cuencias del estado frágil y débil de la humanidad que después tuvo al en-carnarse. Por ejemplo, (1) no sabía de sufrimientos. No había en su pecho nada de tristeza ni desconsuelo, pero después fue “varón de dolores, expe-rimentado en quebranto” (Is. 53:3). “Varón de dolores”, como si hubiera sido constituido sin mitigación, viviendo con sus padecimientos todos los días como quien vive con sus compañeros cercanos y sus conocidos. (2) Mientras seguía en aquel seno, nunca conoció la pobreza ni las [necesida-des] que vivió después cuando dijo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mt. 8:20). ¡Ah, Jesús bendito! No te hubiera faltado un lugar dónde recos-tar tu cabeza si por mí no hubieras dejado el seno paternal. (3) Nunca su-frió reproche ni vergüenza en aquel seno; su Padre lo colmaba de gloria y de honra, mientras que después fue “despreciado y desechado entre los hombres” (Is. 53:3). Su Padre nunca lo miró sin beneplácito y amor, deleite y gozo, aunque después se convirtió en “oprobio de los hombres, y despre-ciado del pueblo” (Sal. 22:6). (4) Su santo corazón nunca tuvo pensamien-tos impuros ni tentación del diablo. Mientras estaba en ese seno de paz y amor, nunca supo lo que era ser asaltado por las tentaciones, ser asediado y golpeado por espíritus inmundos como después lo fue: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo” (Mt. 4:1). Fue por nosotros que se sometió a esos ejercicios espirituales para ser “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15), a fin de “ser misericordioso y fiel sumo sacerdote” (He. 2:17). (5) Nunca fue sensible a dolores y torturas del alma o el cuerpo; tales cosas no existían en aquel seno bendito en el que estaba, pero después gimió y sudó al sufrirlas (Is. 53:5). El Señor lo abrazó desde la eternidad, pero nunca lo hirió hasta que ocupó nuestro lugar y espacio. (6) Su Padre no le ocultaba nada ni le privaba de nada. No había ni una sombra desde la eternidad sobre el rostro de Dios hasta que Jesucristo dejó aquel seno. Era cosa nueva para Cristo ver el ceño fruncido en la cara de su Padre, cosa nueva para Él clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). (7) Nunca hubo en Él ninguna impresión de la ira de su Padre como la hubo después: Dios nunca antes había puesto en sus manos una copa tan amarga como fue esa (Mt. 26:39). Por último, no había en ese seno, muerte a la que

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estuviera sujeto. Todas estas cosas fueron nuevas para Cristo. No las cono-cía hasta que, por nosotros, se sujetó voluntariamente a ellas. Es así como experimentó lo que no había vivido cuando estaba en el seno del Padre.

Consideremos lo que esto fue, positivamente, y supongamos (porque cier-tamente sólo podemos suponer), por algunas condiciones particulares, cómo era su gloria. (1) No podemos menos que considerar un estado de felicidad sin paralelos, si tomamos en cuenta las personas que disfrutan y se deleitan una de la otra. Estaba “con Dios” (Jn. 1:1). Dios, como sabemos, es la fuente, el océano, el centro de toda delicia y gozo: “En tu presencia hay plenitud de gozo” (Sal. 16:11). Estar envuelto en el alma y seno de todas las delicias, como lo estaba Cristo, es un estado que escapa a nuestro en-tendimiento; contar con una fuente de amor y delicia derramada al ins-tante, plena y eternamente sobre este unigénito amado de su alma, como nunca se comunicó a ningún otro. ¡Imaginemos qué estado de trascendente felicidad debe ser eso! Las grandes personas gozan de grandes deleites. (2) O consideremos la intimidad, la ternura, sí, la unión mutua de esas mag-nánimas personas −cuanto más íntima la unión, más dulce la comunión−. No sólo estaba Cristo cercano a Dios siendo el objeto de su amor, sino que era uno con Él: “Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:30) −uno en naturaleza, voluntad, amor y deleite−. Existe, por cierto, una unión moral de almas y por amor entre las personas, pero ésta era una unidad natural; ningún hijo es así con su padre, ningún esposo con la esposa de su seno, ningún amigo con su amigo, ningún alma puede sentirse tan unida con su cuerpo como Jesucristo y su Padre eran uno. ¡Qué deleites sin medida deben fluir de semejante unión bendita! (3) Consideremos nuevamente la pureza de ese deleite con el que se abrazaban el bendito Padre y el Hijo: Los deleites de las criaturas entre sí, en el mejor de los casos, están mezclados de impure-zas y cosas inferiores; aun cuando sean deslumbrantes y atractivos, tienen también partes desagradables y son nauseabundos por lo excesivos. Cuanto más puro es un placer, más excelente es. Ahora, no existen aguas cristalinas que fluyan con tanta pureza de la fuente, tampoco rayos de luz tan diáfanos como los del sol, como lo eran el amor y los deleites de estas dos santas personas: El santo, santo, santo Padre abrazó al Hijo tres veces santo con el más santo deleite y amor. (4) Consideremos la constancia de este deleite: Era desde siempre… desde la eternidad. Nunca sufrió ni un momento de interrupción. La fuente inagotable del deleite y el amor del Padre nunca dejó de fluir, nunca menguó, sino que, como expresa el texto: “Era su deli-cia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (Pr. 8:30). Una vez más, consideremos la plenitud de esa delicia, la perfección de ese placer: “Yo era delicias” −reza el original, no sólo en plural delicias, todo delicias, sino también en el abstracto− delicia en si misma… como si uno dijera que [Él] estuviera conformado e integrado por placer y delicia.

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Por último, consideremos el tema comparativamente. Ese estado es más glorioso, en comparación con las mejores delicias que una criatura deriva de otra, que Dios deriva de la criatura o que las criaturas derivan de Dios. Midamos estas inmensas delicias entre el Padre y su Hijo con cualquiera de estas medidas y encontraremos que, por mucho, resultan cortas. Por-que (1), aunque las delicias mutuas de las criaturas sean grandes,… todas siguen siendo sólo delicias humanas y en ningún particular son como las que disfrutan entre ellos el Padre y el Hijo… (2) Si lo comparamos con el deleite que Dios deriva de las criaturas… la que Él deriva de Cristo es muy diferente porque todo su deleite en los santos es secundario a Cristo y por amor a Cristo. Pero su deleite en Cristo es primordial y por su propio bien…

(3) Para concluir, hagamos una vez más una comparación con las deli-cias que las mejores criaturas toman en Dios y en Cristo, y tenemos que confesar que [es] un deleite escogido y un amor trascendente con el que ellos aman y se deleitan en Él. “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). ¿Qué arrebatos de amor, qué éxtasis de placer expresó la amada hacia Cristo? “Oh tú a quien ama mi alma” (Cantares 1:7). Nuestro deleite en Dios, por cierto, no es una regla perfecta para medir su deleite en Cristo porque nuestro amor por Dios –en el mejor de los casos− es todavía imperfecto… Por lo cual, en conclusión, la condición y el estado de Jesucristo antes de su encarnación era un estado de la más elevada e incomparable delicia en el gozo su Pa-dre.

Tomado de La fuente de vida (The Fountain of Life) en Las obras de John Flavel (The Works of John Flavel), tomo 1, de dominio público.

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John Flavel (c. 1630-1691): Pastor presbiteriano inglés; nacido en Bromagrove, Wor-cester, Inglaterra.

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EL AMOR DE DIOS Y LA

ENCARNACIÓN DE CRISTO

Arthur W. Pink (1886-1952)

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos

escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin man-cha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser

adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Efesios 1:3-5).

ios decretó que su propio Hijo amado fuera visiblemente glo-rioso en una naturaleza humana, por medio de una unión con su propia persona. Luego, para su gloria aún mayor, Dios decretó

que fuéramos nosotros, hijos adoptados por medio de Él como sus her-manos. Porque Dios [no deseaba] que su Hijo estuviera solo [en su natu-raleza humana], sino [que] tuviera compañeros para realzar su gloria. Primero, por su comparación con ellos porque “te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Sal. 45:7), siendo “el primogénito entre muchos hermanos” (Ro. 8:29). Segundo, Dios dio a su Hijo un honor único y gloria incomparable al ordenarlo a ser [el] Dios-hombre y, para enfatizarlo, ordenó que entre los que lo rodeaban pudieran ver su gloria y que por [ella] algunos lo magnificarían (Jn. 17:24). Tercero, Dios dispuso que fuéramos adoptados1, a fin de que Cristo fuera el medio de toda la gloria de nuestra filiación que, a través de Él tenemos porque, no sólo es nuestro modelo en la predestinación2, sino la causa virtual de ella… Por su acto de elección, Dios llevó a la Igle-sia a tener una relación definitiva y personal con Él, de modo que cuenta y considera a sus miembros como sus propios hijos y pueblo amado. En consecuencia, aun cuando se encuentran en un estado natural antes de su regeneración3, los ve y reconoce como tales. Ésta es una verdad muy ben-

1 Adoptados – La adopción es un acto de la gracia de Dios (1 Jn. 3:1) por el cual somos contados entre los salvos y tenemos derecho a todos los privilegios de los hijos de Dios (Jn. 1:12, Ro. 8:17) (Catecismo de Spurgeon, P. 33). Disponible en CHAPEL LIBRARY.

2 Predestinación –Es el previo y soberano conocimiento de Dios y su determinación de todas las cosas, incluso, de la salvación de sus escogidos y la reprobación de los incrédulos.

3 Ver FGB 202, The New Birth, en inglés (El Nuevo nacimiento). Disponible en CHAPEL LI-BRARY.

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dita y maravillosa, aunque lamentablemente, casi desconocida en el cris-tianismo del presente día.

Lo que por lo general asumimos en la actualidad es que llegamos a ser hijos de Dios cuando nacemos de nuevo, que no tenemos ninguna relación con Cristo hasta haberlo abrazado con los brazos de la fe. Pero, con las Es-crituras en nuestras manos, no tenemos excusa para semejante ignorancia. El amor en el corazón de Dios era el secreto de Él desde la eternidad, total-mente desconocido antes de la creación del mundo, excepto para Cristo [el] Dios-hombre; no obstante, ha sido aplicado a la totalidad de la elección por gracia. Aunque eran amados con un amor [que] incluía la buena voluntad de Dios en su máxima expresión y bendición, gracia y gloria, también en su máxima expresión, lo era de una forma que, por un tiempo, la descono-cían totalmente. Aunque los actos de la voluntad de Dios en la persona de Cristo en relación con ellos no les fueron por un tiempo revelados, todo estaba en la mente incomprensible de Jehová desde la eternidad y lo estará para siempre, pero su revelación y manifestación sucedieron en distintas épocas y en diversos niveles.

Las distintas condiciones que los escogidos de Dios enfrentan, no sólo muestran la multiforme sabiduría de Dios, sino que también ilustran la afirmación de la frase anterior. El estado de los escogidos es el de la pu-reza y santidad de la criatura; pues como tales son hechos según la natu-raleza en Adán. De allí, ellos cayeron a un estado de pecado y miseria, compartiendo la culpa y depravación de su cabeza federal4. Y luego, son llevados a un estado redimido por la obra expiatoria de Cristo y reciben el conocimiento de su redención por las operaciones vivificadoras y san-tificadoras del Espíritu. Cuando termina su vida terrenal son llevados a un estado sin pecado mientras descansan de sus labores y esperan la con-sumación5 de su salvación. En su momento, serán resucitados y, de allí en adelante, el suyo será un estado de gloria perpetua y bienaventuranza indecible…

En todos estos estados por los cuales los elegidos están ordenados a pasar, Dios ejerce y manifiesta amor por ellos y sobre ellos, “según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:5). El amor secreto y sempiterno por sus escogidos y su revelación abierta –aunque partes diferentes—son un mismo amor.

4 Cabeza federal – La teología federal sugiere que Adán, como el primer humano, actuó como la “cabeza federal” o representante legal del resto de lo humanidad… Así como Adán fue la cabeza federal de la humanidad, así también entró Cristo en la historia como el segundo Adán, libre de la maldición, y actúa como Cabeza del pacto de justicia para todos los que en Él creen (Grenz, Guretzi y Nordling, Diccionario de bolsillo de términos teológicos (Pocket Dictionary of Theological Terms), 50-51).

5 Consumación – Conclusión; cumplimiento total al final del mundo.

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El primer acto del amor de Dios por las personas que eligió en Cristo, consistió en concederles estar en Cristo y recibir los beneficios de estar en Cristo desde la eternidad. Fue ese el acto fundamental de toda gracia y gloria porque entonces, Dios los “bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3). El amor de Dios en su pro-pio corazón por la persona de Cristo, la Cabeza de toda la elección por gracia, ¡es imposible de expresar! Y su amor por las personas elegidas en Cristo es tan inmenso e infinito que la Escrituras mismas declaran que “excede a todo conocimiento” (Ef. 3:19). La expresión y manifestación abierta de este amor es lo que ahora consideraremos.

Primero, la encarnación y misión de Cristo: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Jn. 4:9). Fijémonos en las personas a quienes el amor de Dios fue manifestado de esta manera; la palabra noso-tros lo indica. Éste es un término que usaban los escritores sagrados para incluirse ellos mismos y, además, referirse a los santos de Dios. Es una excelencia distintiva que los apóstoles quieren grabar contundentemente en la mente de sus lectores o escuchas para luego aplicarlas, a fin de que la verdad sea sentida en toda su inmensa importancia. Sea el tema de la elección, la redención, el llamado eficaz o la glorificación, usan por lo general, el término nosotros, incluyéndose a ellos mismos entre todos los creyentes a quienes escribían. Esto es evidencia de que todos ellos se in-teresaban en todas las bendiciones y los beneficios de la gracia, la cual abre el camino para apropiarse y disfrutar del bien que se deriva de ella en las Escrituras.

Para ilustrar lo recién puntualizado: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la funda-ción del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la glo-ria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Ef. 1:3-6). En este pasaje, la repetición del pronombre nos muestra el interés que todos los santos tienen en su elección eterna en Cristo. Con respecto al llamado eficaz, el Apóstol usa la palabra nosotros (nos) en Romanos 9:24, [como lo hace] en relación con la salvación (vea el nos en 2 Ti. 1:9) y la glorificación (vea Ef. 2:7; Ro. 8:18). Observemos cuidadosamente que, mientras que esta repetición del nos en la epístolas incluye la totalidad de la elección por gra-cia, excluye a todos los demás y no puede aplicarse con verdad o propiedad a nadie más que a los llamados de Dios en Cristo Jesús.

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El amor de Dios y la encarnación de Cristo 13

Consideremos a continuación en qué consistió esta manifestación abierta de Dios o sea, en la encarnación y misión de Cristo. En la mente infinita de Jehová, todo su amor en relación con los elegidos fue conce-bido desde la eternidad, incluyendo las diversas maneras como se mani-festaría y dado a conocer en su momento, de modo que la Iglesia lo pal-para con máxima sensibilidad. A pesar de su amor eterno por su pueblo en Cristo, agradó al Señor [ordenar] su caída de un estado de pureza a uno de depravación humana; [de igual manera] predeterminó su reden-ción de [su caída]. Tuvo lugar la transacción de un pacto eterno entre el Padre y el Hijo en el que este último se comprometió a asumir la natura-leza humana y actuar como su Garante y Redentor. Su encarnación, su vida y su muerte fueron acordadas como el medio de su salvación. Esto se convirtió en el tema de la profecía del Antiguo Testamento: que Cristo se manifestaría en la carne (1 Ti. 3:16) con lo que Él haría y sufriría, a fin de quitar el pecado y aplicar justicia eterna.

Lo que fue revelado en las Escrituras a los profetas bíblicos en relación con Cristo, hizo evidente que Dios quiso que la totalidad de esto fuera, originalmente, [la] transacción de un consejo en el cielo antes del co-mienzo del tiempo, el fruto de la consulta entre Jehová y el Renuevo, te-niendo al Espíritu eterno como testigo. Él [comunicó] lo mismo a “los santos hombres de Dios [quienes] hablaron siendo inspirados por el Es-píritu Santo” (2 P. 1:21), “porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Co. 2:10). En la persona de Emanuel, “Dios con nosotros” (Mt. 1:23), por su encarnación pública, y la salvación que trajo y cumplió de manera honorable, se refleja más gloriosamente, todo el amor de la bendita Trinidad. Dios ha dado a conocer, en toda su grandeza y majestad, su amor por su Iglesia en Cristo y demostró su buena volun-tad imperecedera por ella. De tal manera los amó que dio a su Hijo uni-génito (Jn. 3:16). Esto lo afirma claramente su Palabra, por lo que es to-talmente suficiente para mantener un sentido vivo de ello en nuestra mente, mientras el Espíritu se place en mantener un conocimiento pia-doso de todo ello en nuestros corazones.

1 Juan 4:9 explica la finalidad de esta manifestación del amor de Dios. Es “para que vivamos por él”. “Es por la encarnación y mediación del Señor Jesucristo que vivimos a través de Él, una vida de justificación, paz, perdón, aceptación y acceso a Dios… Todos los elegidos de Dios en su estado caído, vivían en pecado, corrupción, miseria y muerte; en estas circunstancias, Dios mostró su amor por ellos en que siendo aún pecado-res, Cristo murió por ellos (Ro. 5:8). Por su muerte, removió los pecados de ellos. Los amó y limpió de sus pecados con su propia sangre, y los trajo

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a Dios, de manera que el amor del Padre eterno por ellos es claramente evidenciado”6.

Un paralelo más impresionante aún del pasaje recién mencionado es la afirmación de nuestro Señor a su Padre en Juan 17:6: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste”. Manifestar el nombre de Dios o el misterio secreto de su mente y voluntad, es algo que sólo Cristo podía hacer, Él, quien había estado en el seno del Padre desde la eternidad, Él, quien se encarnó a fin de hacer visible a Aquel que es invisible (1 Ti. 1:17). Fue el oficio y la obra del Mesías, revelar “la sabiduría oculta” (1 Co. 2:7), abrir el lugar santísimo, declarar lo que había sido guardado como un secreto desde la fundación del mundo y, aquí en Juan 17, declara que lo ha cumplido con fidelidad. Notemos bien que la palabra nosotros (nos) de 1 Juan 4:9 se especifica aquí como “los hombres que del mundo me diste”. Efectivamente, fue a ellos que Cristo manifestó el nombre inefable7 de Dios.

En Juan 17, Cristo reveló todo lo que guardaba el corazón de Dios, dando a conocer su amor eterno como nunca hasta entonces, había sido revelado. Habló de la buena voluntad del Padre hacia los elegidos en Cristo Jesús de la manera más adecuada y suficiente para llenar la mente espiritual con conocimiento y comprensión, una propensa a dar fe y con-fianza en el Señor por las bendiciones de esta vida y de la venidera. Y, ¿quién más que Él hubiera podido dar esta información? Vino del cielo con este fin y propósito específico. Era el gran Profeta sobre la Casa de Dios. Era el poseedor de la llave de todo el tesoro de gracia y gloria. En Él, personalmente, estaban “escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2:3)… Es el amor [de Dios] por la Iglesia, su relación de pacto con su pueblo en Cristo, el deleite eterno de su corazón por ellos, lo que a Cristo le plació revelar en su totalidad.

Es porque el Señor se dio a conocer a nosotros que podemos saber que somos elegidos de Dios. Comprender realmente esto es motivo de gozo, de allí que Cristo dijo: “Regocijaos de que vuestros nombres están escri-tos en los cielos” (Lc. 10:20). Como no podemos saber que somos los ama-dos de Dios, sino por creer en su Hijo, esto también es fruto del conoci-miento espiritual. Cristo tiene la llave del conocimiento que abre la puerta de la fe, de manera que lo recibimos a Él según la revelación de la Palabra. Por su Espíritu, se place en derramar por doquier, el amor de Dios en el corazón (Ro. 5:5). Él da el Espíritu para revelar el pacto eterno a nuestras mentes, de manera que llegamos a saber y sentir que el amor

6 Samuel Eyles Pierce (1746-1829) – Una exposición de la epístola 1 de Juan (An Exposition of the Epistle of First John). Springfield, MO: Particular Baptist Press, 78. 7 Inefable – Demasiado grande para ser descrito con palabras.

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de Dios es la fuente y el manantial de toda gracia y consolación eterna. Así como Jehová causó que su bondad pasara ante Moisés y le mostró su gloria (Éx. 33:19), nos concede a nosotros el conocimiento de Él mismo como “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso” (Éx. 34:6).

Tomado de Estudios en las Escrituras (Studies in the Scriptures), disponible en CHAPEL LIBRARY.

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A.W. Pink (1886-1952): Pastor, maestro itinerante de la Biblia, autor; nacido en Not-tingham, Inglaterra.

Aquel que estaba en el seno del Padre –una expresión que muestra el amor y deleite secreto, íntimo y cercano que disfrutaba del Padre−. ¡Qué inefable es que se privara de sentirlo! ¿Irse, por así decir, del cielo al infierno? Éste es un amor más allá de lo que podemos imaginar y concebir: con razón el Apóstol lo llama “las inescrutables riquezas de Cristo”. —Anthony Burgess

En qué condiciones duras y difíciles, Cristo te recibió de la mano de su Padre: Se trataba, como sabes, de derramar su alma hasta la muerte o no disfrutar de tu alma. Imaginemos ahora lo que el Padre pudo haber dicho cuando estaba haciendo su trato con Cristo por ti.

Padre: “¡Hijo mío, tenemos aquí una compañía de pobres y miserables almas que se han arruinado totalmente y se exponen ahora a mi justicia! La justicia demanda que se haga satisfacción por ellos, pues si tratan de satisfacerla ellos mismos, será para su ruina eterna. ¿Qué haremos con estas almas?”.

Y así contesta Cristo:

Hijo: “Oh, Padre mío, tanto es mi amor y mi compasión por ellos, que en lugar de dejar que perezcan eternamente, me haré responsable de ellos como su Garante. Muéstrame todo lo que te deben. Señor, recógelos a todos en tu seno para que ya no hayan más cuentas pendientes con ellos. Cóbrame a mí lo que ellos te deben. Prefiero sufrir tu ira a que la sufran ellos: Padre mío, que sobre mí sea toda la deuda de ellos”.

Padre: Pero, Hijo mío, si tú asumes todas sus deudas hasta el último centavo, les perdonaré a ellos, ¡pero para ti no habrá perdón!

Hijo: “Está bien, Padre, que así sea. Cóbrame todo a mí: yo puedo saldar su deuda. Y aunque signifique la ruina para mí, aunque me quede sin mis riquezas, aunque vacíe todos mis tesoros, estoy contento por poder hacerlo”. —John Flavel

Cuando “el Verbo se hizo carne”, ni por un momento dejó de ser Dios. Sin duda, le plació esconder su divinidad y su poder y, especialmente, en ciertas circunstancias. Se vació de las características externas de gloria y fue llamado “el carpintero”. Pero nunca dejó a un lado su divinidad. Dios no puede dejar de ser Dios. Vivió, sufrió, murió y resucitó en calidad de Dios-hombre. —J.C. Ryle

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EL HIJO PREEXISTENTE

Loraine Boettner (1901-1990)

n una serie extraordinaria de declaraciones, Jesús nos da la idea de que su existencia, en realidad, no comenzó simplemente cuando nació en Belén, sino que Él “vino” o “descendió” del cielo

a la tierra o que fue “enviado” por el Padre. Es evidente que si vino, des-cendió o fue enviado, tiene que haber existido antes de venir, descender o ser enviado. Estos versículos, no sólo son un testimonio único de su mi-sión divina, sino también de su origen celestial, estableciéndolo, no sólo como el más grande de los hijos de los hombres, sino como una persona preexistente y, en algunos casos, como un Ser eterno. Es indudable que estas afirmaciones brotaron de la conciencia de la preexistencia y no puede ser satisfecha por ningún otro complemento que “del cielo” o “del Padre”. Y esto es particularmente cierto cuando el título “Hijo del hom-bre”… es usado en estos versículos. De esta manera, se presenta de un origen superior al humano o terrenal, lo cual lo califica excepcionalmente para hablarles a los hombres sobre cosas espirituales.

Los versículos típicos de esta clase son los que siguen: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:10). “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr. 10:45). “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mt. 5:17). “Él les dijo: Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido” (Mr. 1:38). “Él respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt. 15:24). “Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mr. 2:17). “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa” (Mt. 10:34-36), lo que por supuesto, significa que el propósito defi-nitivo y final de su venida no es crear contienda, sino que cuando el evan-gelio es predicado a un mundo pecador, la primera reacción es de con-flicto con el ambiente pecador opuesto y que esta oposición, a menudo, rompe incluso, los lazos familiares más íntimos. “Salí del Padre, y he ve-nido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre” (Jn. 16:28). “Res-pondió Jesús y les dijo: Aunque yo doy testimonio acerca de mí mismo,

E

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mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo, ni a dónde voy… Y si yo juzgo, mi juicio es verdadero; porque no soy yo solo, sino yo y el que me envió, el Padre” (Jn. 8:14, 16). “Y les dijo: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo” (Jn. 8:23). “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida” (Jn. 3:31-34). “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Jn. 3:13). “¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?” (Jn. 6:62).

Además, Jesús, no sólo enseña que existió antes de venir al mundo, sino que ha existido desde la eternidad. “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5). “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Jn. 17:24). “Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn. 8:58) −afirmación que infiere que la base de su existencia está dentro de Él mismo y que también recuerda el “YO SOY EL QUE SOY” (Éx. 3:14), nombre usado por Jehová para anunciarse a Moisés en el de-sierto como el Dios existente por sí mismo y eterno. De hecho, Jesús se aplica a Él mismo el nombre que desde los tiempos de Moisés ha sido conocido como el nombre del Dios eterno. Y en el libro de Apocalipsis, el Cristo resucitado y glorificado, dice de sí mismo: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap. 22:13).

De esta manera, en términos explícitos, Jesús enseña, no sólo su pre-existencia, sino su preexistencia eterna. Y con esto coinciden los otros testigos que hablan en el Nuevo Testamento. “Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí: porque era primero que yo” (Jn. 1:30), dijo Juan el Bautista, su precursor; no que Jesús naciera antes que Juan el Bautista, sino que ya existía antes y, por lo tanto, su rango es mayor. Ya hemos hecho mención del Prólogo del Evangelio de Juan donde, en rela-ción con el Verbo preencarnado, declara que [Jesús], no sólo era preexis-tente, sino también coeterno y cocreador con el Padre [y], a su tiempo, este Verbo “fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14).

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Presentándolo como una de las declaraciones de una verdad religiosa fundamental, Pablo dice: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Ti. 1:15). Escribiendo a los colosenses, dice: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisi-bles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:16-17). En 1 Timoteo 3:16, la pre-existencia se da por hecho cuando se refiere a Cristo [como] “Dios fue manifestado en carne”.

El autor de la epístola a los Hebreos dice: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8), lo mismo se aplica a cada cambio y suceso en la vida, lo mismo en esta generación como en las generaciones del pasado. Y porque esto es una constante inalterable, es presentado como el apoyo y fundamento del cristiano, el refugio eterno de su pueblo.

Además, aun las predicciones del Antiguo Testamento en relación con el Mesías que vendría, lo presentan, no sólo como alguien que “nacería” como los demás hombres, sino como Uno que existía antes de venir al mundo, de hecho, como Uno cuya existencia se remonta a la eternidad. El profeta Miqueas escribió: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Mi. 5:2). Además, Isaías describe al Mesías prometido, no sólo como el “Ad-mirable”, “Consejero” y “Príncipe de Paz” sino como “Dios Fuerte” y “Padre Eterno” (Is. 9:6).

En toda la historia del mundo, Jesús es la única persona “esperada”. Nadie esperaba la aparición de un Julio César, Napoleón, Washington o Lincoln en el momento y lugar en el que aparecieron. Nunca ha sucedido que fuera predicho el curso de la vida de alguien ni que siglos antes de nacer su obra fuera descrita. En cambio, la venida del Mesías había sido predicha durante siglos. De hecho, la promesa de su venida fue dada a Adán y a Eva poco después de su caída (Gn. 3:15). Con el paso del tiempo diversos detalles concernientes a su persona y su obra fueron revelados a través de los profetas y, en el momento de nacer Jesús, la expectativa ge-neral por todo el mundo judío era que el Mesías pronto aparecería; hasta el detalle de la manera de nacer y la ciudad en que nacería habían sido indicadas con claridad.

Jesús es presentado constantemente como Uno que existía antes de ve-nir al mundo. Es presentado como Uno que “descendió” del cielo a la tierra, como Uno que desde toda la eternidad ha compartido la gloria del

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El Hijo preexistente 19

Padre, de hecho, como Aquel que salió del Padre (Jn. 16:28) y como al-guien identificado muy íntimamente con Dios. Sus propias palabras muestran, claramente, que se presentaba a sí mismo como un ser sobre-natural que se revelaba a los mortales desde una esfera más elevada y que pensaba en su obra en la tierra como una misión para bien de la humani-dad; en suma, que vino con el fin explícito de salvar a los perdidos (Mt. 18:11; Lc. 19:10).

Es muy evidente que la doctrina de la preexistencia de Cristo es un factor vital en la comprensión correcta de su Persona. Como ha destacado el Dr. Samuel G. Craig: “En nuestro estudio de Jesucristo, es de primor-dial importancia que interpretemos su vida a la luz de su preexistencia. En primer lugar, es importante, a fin de que tengamos siempre presente que la realidad de esa encarnación no fue simplemente el nacimiento de un gran hombre, sino que fue que el Hijo unigénito de Dios asumió las condiciones humanas y que, por esta razón, recordemos siempre que en Jesucristo estamos cara a cara con el Dios-hombre. En segundo lugar, es importante, a fin de que podamos apreciar adecuadamente el servicio que nos ha prestado. Es simplemente imposible apreciar, adecuadamente, lo que Jesús ha hecho por nosotros, a menos que recordemos que el Hijo del hombre vino, no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de muchos”1.

Tomado de Estudios de teología (Studies in Theology), capítulo IV, La persona de Cristo (The Person of Christ), pp. 158-161, ISBN 978-0-87552-115-2, usado con per-

miso de P&R Publishing Co., P.O. Box 817, Phillipsburg, N. J. 08865, www.prpbooks.com.

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Loraine Boettner (1901-1990): Teólogo presbiteriano norteamericano, nacido en Lin-den, MO, EE.UU.

La encarnación de Cristo es un asunto totalmente extraordinario y asombroso. Es realmente maravilloso que el Hijo eterno de Dios se convirtiera en hombre; que naciera de una virgen pura sin intervención de un hombre; que esto sucediera por el poder del Espíritu Santo de una manera invisible, imperceptible y desconocida, como una som-bra. Y todo esto, con el fin de realizar la obra más maravillosa que jamás se hiciera en el mundo: La redención y salvación de los hombres. —John Gill

1 Samuel Craig, Jesús, cómo era y cómo es (Jesus as He Was and Is). (Nueva York: Hodder Stough-ton, 1914). 58.

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EL PROPÓSITO DE

DIOS REVELADO EN BELÉN

Horatius Bonar (1808-1889)

“Y aquel Verbo fue hecho carne” (Juan 1:14).

o había nada notable en cuanto a Belén. Era “pequeña para estar entre las familias de Judá” (Mi. 5:2), probablemente, apenas una aldea de pastores o un pequeño poblado mercantil. No obstante,

fue allí donde el gran propósito de Dios se convirtió en realidad: “Aquel Verbo fue hecho carne”… Nuestro texto no menciona Belén, pero es im-posible leer el versículo sin pensar en la pequeña ciudad. “En el principio era el Verbo” (Jn. 1:1), nos transporta al cielo y a la infinidad pasada. “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn. 1:14), nos trae de vuelta a la tierra y las cosas finitas del tiempo: Al pesebre, el establo y al “niño”. Los pastores se han retirado, los sabios de oriente han partido para su tierra; la gloria ha retornado nuevamente al cielo; ya no están los ángeles, el canto ha cesado, la estrella ha desaparecido: La estrella de la que habló Balaam, todavía habría de brillar en alguna parte de estos cielos orientales, y de la que podría decirse que Miqueas puso sobre la ciudad cuando nombró la ciudad de Belén como el lugar de nacimiento del Rey que vendría (Mi. 5:2)…

En Belén comienza la historia de nuestro mundo. Todo lo anterior y lo posterior al nacimiento de ese pequeño niño, toma sus diversos matices de aquel acontecimiento. Así como el árbol surge de una raíz pequeña o de una semilla, extiende sus ramas y con ellas sus hojas, sus flores, su fruto, su sombra, norte, sur, este y oeste, así también este nacimiento os-curo influyó sobre toda la historia, sagrada y secular, antes y después. Esa historia es una espiral infinita de eventos, entrelazados en un sinfín de complejidades, aparentemente disgregada; de repente hacia arriba, luego hacia abajo, ahora hacia atrás, después hacia adelante; pero esta espiral enredada es solo una y su centro es Belén. El infante que allí nace es el intérprete de todos sus misterios. Así como es “el principio de la creación de Dios”1 (Ap. 3:14), “el primogénito de los muertos” (Ap. 1:5), es tam-bién, el principio y el fin, el centro y la circunferencia de la historia hu-mana. Cristo es todo en todo y como tal, desde el pesebre al trono, es la

1 El principio… Dios – No significa esto que Cristo fue la primera cosa creada, sino “iniciador, origen” (Gr. = αρχη, arche) de toda la creación de Dios.

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encarnación de los propósitos de Jehová, la interpretación de [las accio-nes] divinas y la revelación de los misterios celestiales.

Pocas afirmaciones contienen tanta verdad como nuestro texto. Vea-mos qué es [y] qué enseña.

Qué es: El “Verbo” es el nombre eterno del niño de Belén. Así es lla-mado porque es el revelador del Padre, el exponente2 de la Deidad. Lo es ahora; lo fue en los días de su carne y lo ha sido desde la eternidad. Los nombres Cristo, Emanuel y Jesús son los terrenales, sus nombres en el tiempo, conectados con su condición encarnada. En cambio, los nombres Verbo e Hijo expresan su condición eterna, su relación eterna con el Padre. Lo mismo que fue en el tiempo y sobre la tierra, lo fue en el cielo y desde la eternidad. Su gloria que era desde “antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5), de la cual “se despojó” (Fil. 2:7), era la gloria del Verbo eterno, el Hijo sempiterno. Como el revelador eterno de la Deidad, “el resplandor de su gloria [del Padre], y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3), su nombre fue siempre El Verbo. Como declarador de la mente de Dios al hombre, su nombre no es menos que El Verbo con el agregado: “Fue hecho carne”.

“En el principio era el Verbo” (Jn. 1:1), es la porción divina, celestial, más elevada del misterio. “Dios fue manifestado en carne”, es el gran “misterio de la piedad” (1 Ti. 3:16) que enlaza a la criatura con el Crea-dor, que coloca las aguas de la cisterna de agua de vida al lado del peca-dor. Es esto lo que hace que la Deidad inaccesible e inabordable, sea ac-cesible y abordable −lo invisible haciéndose visible, de hecho, el másvisto de todos; lo lejano se convierte en cercano, es más, el más cercano de todos; lo incomprensible se vuelve comprensible– el más comprensible de todos: Un pequeño niño, un niño pobre y débil, amamantado por el pecho de una mujer y descansando sobre su regazo.

¡El Verbo fue hecho carne! Fue realmente hombre: Hombre en todo sentido –por dentro y por fuera, en cuerpo, alma y espíritu– en todo, me-nos en lo que respecta al pecado. Dios hizo a todas las naciones del mundo de una misma sangre y, de esa misma sangre, El Verbo se hizo partícipe, convirtiéndose en hueso de nuestro huesos y en carne de nuestra carne. Su alma [era] verdaderamente humana, no sobrenatural ni celestial. Su cuerpo de la propia sustancia de la virgen −verdadera, real−, no obs-tante, carne santa, sin que su santidad lo hiciera menos realmente carne ni que la carne lo hiciera menos realmente santo.

Es así como Belén se convierte en el lazo entre el cielo y la tierra. Allí se encuentran Dios y el hombre, y se miran cara a cara. En el pequeño

2 Exponente – Uno que se establece o interpreta.

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niño de Belén, el hombre ve a Dios y Dios ve al hombre. Hay gozo en el cielo, hay gozo en la tierra y el mismo canto de los ángeles se aplica a los dos. “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lc. 2:14). La escalera de Jacob está ahora firmemente plantada sobre la tierra. Dios está descendiendo; el hombre está ascen-diendo; los ángeles atienden a ambos. ¡La simiente de la mujer ha venido! Dios se ha puesto del lado del hombre contra la serpiente antigua. No sólo ha llamado a la puerta del hombre, sino que ha entrado…

Qué enseña: El ángel fue el primero en interpretar el suceso: “He aquí os doy nuevas de gran gozo” (Lc. 2:10). Efectivamente, nuevas de paz y de buena voluntad, nuevas del amor gratuito de Dios, nuevas de su plan de, una vez más, plantar aquí su tabernáculo y establecer su morada con los hijos de los hombres.

Nos enseña los pensamientos de paz de Dios porque, al menos esto, enseña la encarnación: El anhelo de Dios es bendecirnos, no maldecirnos; de salvarnos, no destruirnos. Él busca la reconciliación con nosotros; es más, Él hizo posible la reconciliación. No sólo ha hecho propuestas de paz enviándolas en las manos de un embajador, sino que Él mismo ha venido, trayendo su propio mensaje y presentándose a sí mismo a noso-tros en nuestra naturaleza como su propio embajador. Por cierto que la encarnación no es todo; pero es mucho. Es la voz del amor, el mensaje de paz. Dios mismo es tanto el que anuncia como el que hace la paz.

El mensaje que nos llega de Belén es decisivo. No es completo; sólo se completó en la cruz. Pero, hasta donde llega, es muy explícito, nada am-biguo. Significa amor, paz, perdón y vida eterna. La lección que nos en-señaron en Belén es la lección de la gracia −La gracia de Dios, la gracia del Padre y del Hijo−. De hecho, podemos aprender mucho de Belén acerca del camino de vida. Pero no debemos considerarlo solo; tenemos que asociarlo con Jerusalén. Tenemos que unir la cuna con la cruz. Pero aun así, nos enseña la primera parte de la gran lección de la paz. Dice, aunque no tan plenamente como el Gólgota, “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). El comienzo no es el final, pero sigue siendo el principio… Belén no es Jerusalén, pero sigue siendo Belén. Y allí está el Príncipe de paz. Allí está el Dios de salvación. Allí está manifestada la vida.

No desprecien a Belén. No lo pasen de lado. Vengan, vean donde re-posa el niño. Miren el pesebre: Allí está el Codero para el holocausto: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Esas pequeñas y tiernas manos serán heridas. Esos pies que todavía no han pisado sobre esta dura tierra, serán clavados en el madero. Ese costado será herido por una lanza romana; esa espalda será azotada, esa mejilla será golpeada y escupida; esa frente será coronada de espinas ¡y todo por

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El propósito de Dios revelado en Belén 23

[los pecadores]! ¿No es esto amor? ¿No es el gran amor de Dios? ¿Y no hay vida en este amor? ¿Y no hay salvación en esta vida, un reino y un trono?

En Belén, se abrió la fuente de amor y sus aguas han brotado en toda su plenitud. El pozo de David se ha derramado sobre el mundo y ahora, las naciones pueden beber de él. Las buenas nuevas han salido de la ciu-dad de David y todos los rincones de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios.

¿Quieres aprender el camino a Dios? Ve a Belén. Mira a aquel infante: Es Dios, el Verbo hecho carne, es “el camino… nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). Ve y trata con Él. Belén será para ti la puerta de en-trada al cielo… ¿Quieres un resguardo contra la mundanalidad, el pe-cado, el error y las trampas de los últimos días? Elige y mantén la com-pañía del pequeño niño…

¿Quieres aprender a ser humilde? Ve a Belén. Allí, lo más elevado es lo más bajo, el Verbo eterno es un bebé. El Rey de reyes no tiene dónde recostar su cabeza; el Creador del universo duerme en los brazos de una mujer… “No seas orgulloso”, dice el pesebre de Belén. “Vístete de humil-dad”, dicen los pañales de aquel Niño indefenso.

¿Quieres aprender a negarte a ti mismo? Ve a Belén. Mira al Verbo hecho carne. “Ni… se agradó a sí mismo” (Ro. 15:3). ¿Dónde podemos encontrar tal abnegación como la que se revela en la cuna y la cruz? ¿Dónde podemos leer una lección de abnegación como la que tenemos en Él, quien se despojó a sí mismo de su reputación, que no escogió a Jeru-salén, sino a Belén, como su lugar de nacimiento −no un palacio ni un templo, sino un establo para ser su primer hogar terrenal−? ¿Seremos seguidores de su humilde amor?

Tomado de Belén y sus Buenas Nuevas. Disponible en CHAPEL LIBRARY.

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Horatius Bonar (1808-1889): Pastor presbiteriano escocés y escritor de himnos; na-cido en Edimburgo, Escocia, Reino Unido.

No hay verdad más importante que ésta: Jesucristo vino en la carne. Esta verdad alegra a millones de corazones en el cielo y en la tierra. De ella dependen todas las esperanzas humanas de vida eterna. Que Cristo se encarnara, aseguró a los mortales la obra de salvación. Él es poderoso para salvar, es capaz de salvar, está dispuesto a hacerlo. —William S. Plumer

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EL NACIMIENTO DE CRISTO

Thomas Boston (1676-1732)

“Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que

nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).

esucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre en un cuerpo verdadero y un alma racional. Fue concebido por el poder del Espíritu Santo en el vientre de la virgen María y nacido de ella, pero sin pecado… Vengo

ahora para mostrar lo que hemos de entender cuando decimos que Cristo fue concebido por el poder del Espíritu Santo en el vientre de la virgen María. Es éste un gran misterio fuera del alcance y la comprensión de una mente finita. La concepción de nuestro bendito Salvador fue mila-grosa y sobrenatural, muy por encima de los métodos de la naturaleza…

Primero, consideremos la configuración de la naturaleza humana de Cristo en el vientre de la virgen María. En el texto, el acto es expresado como efecto del poder infinito de Dios. Presenta el modo sobrenatural de formar la humanidad de nuestro bendito Salvador –“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1:35)– y, por un acto del poder creativo, configura la humanidad de Cristo y la une con la divinidad. En la configuración de la humanidad de Cristo, hemos de considerar la materia y la manera de hacerlo.

La materia de su cuerpo era la propia carne y sangre de la Virgen, de otra manera no hubiera sido el Hijo de David, de Abraham y de Adán, según la carne. De hecho, Dios pudo haber creado su cuerpo de la nada o del polvo de la tierra, como formó el cuerpo de Adán, nuestro progenitor1

original. Pero si hubiera sido formado de manera tan extraordinaria, no hubiera [descendido] de Adán; aunque hubiera sido hombre como uno de nosotros, no hubiera sido nuestro consanguíneo porque no hubiera te-nido una naturaleza derivada de Adán, el padre que todos tenemos en común. Se requería entonces, que para ser semejante a nosotros, no sólo que tuviera nuestra misma naturaleza humana, sino que descendiera del mismo origen y que éste le fuera trasmitido a Él. Es así que es de la misma naturaleza que pecó, [de manera que] lo que hizo y sufrió nos fuera impu-tado a nosotros. En cambio, si hubiera sido creado como Adán, no hubiera podido ser demandado de una forma legal y judicial. El Espíritu Santo

1 Progenitor – Antepasado en línea directa.

J

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El nacimiento de Cristo 25

preparó la materia del cuerpo de Cristo de la sustancia de la Virgen. Y lo formó de la materia que preparó. Por eso, Cristo dice: “Me preparaste cuerpo” (He. 10:5). Y dice el Apóstol: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gá. 4:4). El Espíritu Santo santificó esa parte de la sustancia de la Virgen de la cual formó el cuerpo de Cristo, limpiándolo de todo pe-cado y mancha de impureza porque, aunque el hombre no puede, Dios sí puede producir algo limpio de algo inmundo (Job 14:4) y darle la capaci-dad de generar un cuerpo humano que, de otra manera, no tendría.

Aunque Cristo fue concebido por el poder del Espíritu Santo en el vientre de la Virgen, no debemos pensar que fue hecho de la sustancia del Espíritu Santo, cuya esencia no puede ser hecha en absoluto. El Espíritu Santo no lo engendró por alguna comunicación de su esencia y, por con-siguiente, no es el Padre de Cristo, aunque fue concebido por su poder. El Espíritu Santo no aportó materia alguna a Cristo de su propia sustan-cia… Y en cuanto a su alma, ésta no fue derivada del alma de la Virgen como parte de ella porque las sustancias espirituales son indivisibles e inseparables; −nada de ellas se puede fraccionar−. Pero fue creada y he-cha de la nada por el poder divino, tal como lo son el resto de las almas. Por eso, Dios es llamado “el Padre de los espíritus” (He. 12:9) y “forma el espíritu del hombre dentro de él” (Zac. 12:1)…

Segundo, consideremos la santificación de la naturaleza humana de Cristo. Ya hemos dicho que [la] parte de la carne de la Virgen, de la cual fue hecha la naturaleza humana de Cristo, fue purificada y refinada de toda corrupción por la sombra del Espíritu Santo, tal como un artesano habilidoso separa la escoria del oro. Por ello, nuestro Salvador es llamado “el Santo Ser” (Lc. 1:35). Esta santificación de la naturaleza humana de Cristo era necesaria: (1) A fin de adecuarla para la unión personal con el Verbo quien, por su amor infinito, se humilló a sí mismo haciéndose carne y, a la vez, por su pureza infinita, no podía contaminarse así mismo llegando a ser carne de pecado. (2) Con respecto a la [meta] de su encar-nación –la redención y salvación de pecadores perdidos– así como el pri-mer Adán fue la fuente de nuestra impureza, el segundo Adán fue la fuente pura de nuestra justicia. “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro. 8:3), lo cual no hubiera podido condenar si hubiera sido enviado en carne de pecado. El Padre, “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21), lo cual nunca nos hubiera podido hacer si Él hubiera estado manchado por algún pecado. Si Él mismo necesitara redención, nunca la hubiera podido comprar para nosotros.

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Tercero, consideremos la unión personal de la humanidad con la Dei-dad. Para aclarar un poco este punto, deberías saber… [que este tomar la naturaleza humana] a la cual me refiero, es cómo la Segunda Persona de la gloriosa Deidad tomó la naturaleza humana en una unión personal consigo mismo, en virtud de que lo humano subsiste en la Segunda Per-sona, pero sin confundirse… ambos conformando una sola persona: “Emanuel… Dios con nosotros” (Mt. 1:23). Aunque hay una naturaleza doble en Cristo, no [hay] una persona doble porque la naturaleza humana de Cristo nunca subsistió separada y distintamente por alguna subsisten-cia personal propia, como sucede con todos los demás hombres, sino que, desde el primer momento de la concepción, subsistió unido con la Se-gunda Persona de la adorable Trinidad en una forma milagrosa y extra-ordinaria, habiendo sido configurado de forma sobrenatural en el vientre de la Virgen por la sombra del Espíritu Santo… Cristo tomó un alma completa y perfecta, y un cuerpo con todas y cada una de las facultades y los miembros correspondientes. Y esto era necesario para poder sanar toda la enfermedad y lepra del pecado que se había apoderado e infectado cada uno de los miembros y facultades del hombre. Cristo asumió todo para santificar todo. Diseñó una cura perfecta por medio de santificarnos totalmente en alma, cuerpo y espíritu; todo lo hizo con ese fin…

La naturaleza humana está tan unida a la divina, que cada una sigue manteniendo distintamente sus propiedades esenciales. Y esta distinción no se pierde, ni puede perderse por esa unión. De hecho, la humanidad cambió por una comunicación de dones excelentes de la naturaleza di-vina, pero no por eso asume una igualdad con ella, porque es imposible que una criatura pase a ser igual al Creador. Él tomó la forma de un siervo, pero no perdió la forma de Dios. Se [despojó] a sí mismo de las perfecciones de la deidad cuando se hizo humano. La gloria de su divini-dad no se extinguió ni disminuyó, aunque se eclipsó y oscureció bajo el velo de nuestra humanidad; pero no cambió por el hecho de estar escon-dida, así como un cuerpo en el sol pierde su iluminación cuando se inter-pone una nube. Y esta unión de las dos naturalezas en Cristo es una unión inseparable; de manera que desde aquel primer momento, nunca hubo ni habrá por toda la eternidad una separación entre ellas…

Procedo ahora a mostrar por qué Cristo nació de una Virgen. Que Cristo nacería de una Virgen fue profetizado y anunciado muchos siglos antes de su encarnación como en Isaías 7:14: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. Que la madre de Jesús era la virgen mencionada por el profeta Isaías se hace evidente por el testimonio de los evangelistas, particularmente Mateo 1:18, etc. No convenía que naciera de una madre y un padre de manera normal porque

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El nacimiento de Cristo 27

si así hubiera sido, habría sido un hijo natural de Adán, bajo el pacto de obras, y heredero del pecado de Adán, como nacen otros en virtud de la bendición del matrimonio. Un nacimiento así, hubiera significado nacer contaminado y corrupto: “¿Quién hará limpio a lo inmundo?” (Job 14:4). El Redentor del mundo [juzgó necesario] nacer así para que su naci-miento no incluyera la mancha de la naturaleza del hombre por su gene-ración. Si aún la mancha más pequeña de nuestra corrupción lo hubiera manchado, habría sido incapaz de ser un Redentor: El que necesita ser redimido, jamás puede redimir a otros. Por su omnipotencia, Dios podría haber santificado perfectamente a un padre y madre terrenales, y lim-piarlos de todo pecado original, de forma que la naturaleza humana se hubiera transmitido a Él de manera inmaculada2, tal como el Espíritu Santo limpió esa parte de la Virgen de la cual fue hecho el cuerpo de Cristo. No obstante, no convenía que esa persona, quien “es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Ro. 9:5), al igual que hombre al asumir nuestra naturaleza, hubiera sido concebido igual que nosotros, pero, a la vez, diferente, y, en alguna medida, conformado con la dignidad infinita de su Persona. Esto no habría sido posible si una persona sobre-natural y divina no se hubiera involucrado como un principio activo en ella. Además, semejante nacimiento no hubiera coincidido con la pri-mera promesa que lo llama “la simiente suya” [refiriéndose a la mujer], no del hombre… Sólo se presenta a la simiente de la mujer en oposición a la simiente de la serpiente. Al nacer de una virgen aseguró, eficazmente, la santidad de la naturaleza [de Cristo]. Esto lo eximió de la mancha y contaminación del pecado de Adán, de la cual se libró completamente al no recibir aquella naturaleza como todos los demás lo hacen, por una pro-creación humana normal, por medio de la cual se propaga el pecado ori-ginal. En cambio, este Ser, producido de una manera extraordinaria, era absolutamente puro y santo. Cristo fue una persona extraordinaria y otro Adán; por lo tanto, fue necesario que fuera producido de una nueva ma-nera. Al principio, Adán no fue producido por hombre ni por mujer, Eva fue producida del hombre sin una mujer y el resto de la humanidad es engendrado por un hombre y una mujer. La cuarta manera subsistió, a saber, de una mujer sin un hombre, y así nació Cristo. Y la sabiduría de Dios se hace evidente en el hecho de que nació de una virgen desposada porque, de este modo, se evitaba la acusación de ilegitimidad. Él tenía a José para cuidarlo en su infancia. El buen nombre y vida de su madre se preservó de los judíos maliciosos y nuestra fe se confirmó, aún más, por el testimonio de José acerca de María. Por todo esto, podemos estar total-mente satisfechos de que:

2 Inmaculada – Sin mancha; puro; en el caso de Cristo, libre del pecado original.

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Cristo tenía un cuerpo verdaderamente humano. No fue hecho a seme-janza de carne de pecado, no era que su cuerpo pareciera ser de carne, sino que realmente lo era (Lc. 24:39; He. 2:14).

Que Él tenía un alma racional, la cual es un espíritu creado3, y que la naturaleza divina no le fue en lugar de un alma para Él. Cuando murió, encomendó su espíritu a Dios (Lc. 23:46)… Y estando la naturaleza hu-mana unida con la divina; aunque se dieron grandes dones de santidad, sabiduría etc., en la naturaleza humana de Cristo, aún no eran infinitos (Lc. 2:52).

El cuerpo de Cristo no estaba compuesto de ninguna sustancia enviada desde el cielo, sino de la sustancia de la Virgen (Gá. 4:4). Era la simiente de la mujer (Gn. 3:15) y fruto del vientre de María (Lc. 1:42); de otra manera, no hubiera sido nuestro hermano.

El Espíritu Santo no puede ser llamado Padre de Cristo. La naturaleza humana [de Cristo] no fue formada de la sustancia del [Espíritu], sino de la de la Virgen por el poder [del Espíritu].

El nacimiento de Cristo no fue [a su manera] extraordinario. [Jesús] nació en el tiempo normal de los demás [humanos] (Lc. 2:22-23)… No obstante, nació sin pecado, siendo “el Santo Ser”. De no ser así, no hu-biera podido ser nuestro Redentor (He. 7:26). Tampoco pudo haber pe-cado, ya que la naturaleza humana fue puesta más allá de esa capacidad por su unión con la divina; y todo lo que Cristo hizo o pudo hacer fue la acción de esa persona que era Dios y, por lo tanto, estaba libre de pecado.

Concluyo todo con algunas inferencias:

Jesucristo es el Mesías verdadero. [Él Fue] prometido a Adán como la simiente de la mujer, a Abraham como su simiente, era el Siloh mencio-nado por Jacob en su lecho de muerte, el Profeta del cual habló Moisés diciendo que se levantaría entre los hijos de Israel, el Hijo de David y el Hijo que nacería de una virgen.

He aquí, el maravilloso amor de Dios el Padre. Él no tuvo a menos degradar y humillar a su Hijo amado, a fin de dar salvación a los pecado-res. ¿No es impresionante que enviara a su Hijo unigénito para asumir nuestra naturaleza y cargar con la terrible ira y el castigo que merecía-mos?

Contemplemos aquí el amor maravilloso y la condescendencia admi-rable del Hijo. Nació de una mujer para morir en lugar de los pecadores. ¡Hasta qué punto se rebajó y humilló a sí mismo, al asumir la naturaleza

3 Nota del editor – Esto significa que las almas racionales, es decir, el espíritu humano, del hombre, son creación de Dios.

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El nacimiento de Cristo 29

con todas debilidades, pero sin pecado, al sujetarse a su propia Ley, al exponerse a toda clase injurias de hombres malvados, a las tentaciones de Satanás y, por último, sufrir una muerte vergonzosa e ignominiosa4! ¡Qué amor tan grande por los pecadores y qué condescendencia sin paralelos tenemos aquí!

Contemplemos aquí la cura de nuestro ser, concebido en pecado y na-cido en iniquidad. Cristo nació de una mujer por nosotros y, por nosotros, nació sin pecado para que la santidad de su naturaleza nos fuera impu-tada como parte de esa justicia que era la condición de nuestra justifica-ción delante de Dios. En Él hay una justificación completa de nuestra culpa y una fuente sagrada para limpiarnos de nuestra contaminación espiritual.

Cristo se conmueve sensiblemente con todas las debilidades de nuestra frágil naturaleza. [Por esta razón] tiene piedad y compasión por su pue-blo bajo todas sus presiones y cargas. De allí, que el Apóstol dice: “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser miseri-cordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (He. 2:17-18). Cuán recon-fortante es para los creyentes considerar que Aquel que es el gran Sumo Sacerdote en el cielo está revestido de la naturaleza de ellos para tener la capacidad y cualidad de identificarse y compadecerse de ellos en todos sus problemas y sufrimientos.

Sea esto motivo de aliento para que los pecadores acudan a Él, se unan a Él por fe y sean así, partícipes de las bendiciones de su Obra. Ven y des-pósate con Él. El pecado no detendrá el encuentro con Cristo, siempre que estés dispuesto a encontrarte con Él. Aquel que pudo santificar la sustancia de la Virgen para hacer un trozo de carne sin pecado, puede fácilmente santificarte a ti. Y el que unió la naturaleza humana con su persona divina puede unirte a Él de manera que nunca te separes de Él.

Tomado de Las obras de Thomas Boston: Una ilustración de las doctrinas de la reli-gión cristiana, Parte 1 (The Works of Thomas Boston: An Illustration of the Doctrines of

the Christian Religion, Part 1) de dominio público.

_______________________

Thomas Boston (1676-1732): Pastor y teólogo presbiteriano escocés; nacido en Duns, Berwickshire, Reino Unido.

4 Ignominiosa - Marcada por la vergüenza y la desgracia.

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EL EVENTO MÁS GRANDE QUE HAYA

SUCEDIDO

William S. Plumer (1802-1880)

“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4).

uando decimos: “El Hijo de Dios se encarnó”, queremos decir que se convirtió en el Hijo del hombre, tomando la naturaleza humana en su totalidad. En el Credo de los Apóstoles1, esta doctrina se

expresa de esta manera: “Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María virgen”.

El Credo Atanasio dice: “Perfecto Dios y perfecto Hombre, subsistente2

de alma racional y de carne humana”. La Asamblea de Westminster en-seña: “El Hijo de Dios, Segunda Persona de la Trinidad, siendo verdadero y eterno Dios, de una sustancia e igual con el Padre, al llegarse el tiempo, tomó la naturaleza humana con sus propiedades esenciales y con sus debi-lidades comunes, aunque sin pecado: fue concebido por el poder del Espí-ritu Santo en el vientre de la virgen María y de su propia sustancia. De esta manera, dos naturalezas completas, perfectas y diferentes, la divina y la humana, fueron inseparablemente unidas en una persona, y sin cambiar-las3, combinarlas4 ni confundirlas5. Esta persona es verdadero Dios y ver-dadero hombre y, sin embargo, un solo Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres”6…

1 Credo de los Apóstoles – Resumen temprano (del siglo 2 al 4) de las creencias cristianas, usado, principalmente, en congregaciones de Occidente; aunque, probablemente no fue escrito por los apóstoles, la creencia era que coincidía con la enseñanza apostólica.

2 Subsistente – Que existe como una entidad real. 3 Cambiarlas – La deidad de Cristo no se perdió en su humanidad ni su humanidad en su deidad. 4 Combinarlas – La encarnación de Cristo no resultó en una nueva criatura que no era Dios ni

hombre. 5 Confundirlas – Las dos naturalezas no se confundieron una con la otra y su encarnación no

resultó en una sustracción de su deidad ni absorción de su humanidad. 6 Confesión de Westminster 8:2. La Confesión de Fe Bautistas de Londres 1689 dice: “El Hijo de Dios,

la Segunda Persona en la Santa Trinidad, siendo Dios verdadero y eterno, el resplandor de la gloria del Padre, consustancial con aquel e igual a Él, que hizo el mundo, y quien sostiene y gobierna todas las cosas que ha hecho, cuando llegó la plenitud del tiempo, tomó sobre sí la naturaleza del hombre, con todas sus propiedades esenciales y con sus debilidades conco-mitantes, aunque sin pecado; siendo concebido por el Espíritu Santo en el vientre de la vir-gen María, al venir sobre ella el Espíritu Santo y cubrirla el Altísimo con su sombra; y así fue hecho de una mujer de la tribu de Judá, de la simiente de Abraham y David, según las

C

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El evento más grande que haya sucedido 31

La unión de las naturalezas de Cristo fue formada, no porque su hu-manidad buscara [unirse] con la deidad7… Sino que fue su deidad la que buscó la unión con la humanidad. Esto fue condescendencia8 y amor in-finito. La naturaleza humana de Cristo nunca existió por separado ni de ninguna otra manera fuera de la unión con su deidad. Desde su concep-ción, esta unión era completa. La naturaleza divina preexistente asumió para sí misma, la naturaleza humana. La naturaleza humana de Cristo nunca tuvo una subsistencia personal por sí misma. De modo que Cristo no asumió una persona humana, sino una naturaleza humana. “Su per-sona no es una persona compuesta; la personalidad pertenece a su Deidad y la naturaleza humana subsiste en ella por una dispensación singular9. El que asumiera nuestra naturaleza no significó ningún cambio en su persona, no le agregó nada, y la única diferencia es que la misma persona que poseía divinidad, ahora ha tomado humanidad”10. De manera que las cosas hechas o sufridas en cada naturaleza son adjudicadas a una persona: Cristo Jesús. Las propiedades de cada naturaleza son y continuarán siendo siempre completas y distintas. La Deidad no puede estar sujeta a ningún cambio. La humanidad no puede dejar de ser humanidad; −no puede convertirse en deidad−. El Creador no puede dejar de ser Creador. La criatura no puede dejar de ser criatura.

Esta unión de las dos naturalezas en Cristo es similar a lo que somos nosotros. En su constitución, el hombre tiene dos sustancias: Una, un alma; la otra, un cuerpo; una, espiritual e inmortal, la otra material y perecedera. No sucede que por su unión, una de estas sustancias se transforma en la otra. Siguen diferentes, aunque unidas. Aun así, la persona es una y no dos. Cuando decimos: “Está triste”, todos saben que nos referimos a su alma.

Escrituras; de manera que, dos naturalezas completas, perfectas y distintas se unieron inse-parablemente en una persona, pero sin conversión, composición o confusión alguna. Esta persona es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, aunque un solo Cristo, el único mediador entre Dios y el hombre”.

7 Nota del editor – Los escritores de teología, a menudo, usan deidad y divinidad como sinónimos. Sin embargo, algunos escritores antitrinitarios usan divinidad para significar que Cristo es como Dios, pero en esencia, no Dios. Deidad parece ser la palabra más fuerte, aunque las dos son legítimas. “Por ‘deidad’ se quiere implicar más que ‘divinidad’, dado que este último término es usado por distintas clases de antitrinitarios. Los arrianos [seguidores de Arrio de Alejandría (años 250/56-330), quienes enseñaban que Jesús no era Dios],… enseñaban la divinidad del Hijo en el sentido de que las dos naturalezas, la del Hijo y la del Padre, eran similares. Este parecido es más grande y cercano que entre ningún otro ser, hombre o ángel, pero no es una identidad de esencia… son parecidas, pero no una misma cosa. El Hijo tiene divinidad, pero no deidad”. (Shedd, Teología dogmática [Dogmatic Theology], 3ra ed., 258, énfasis agregado. Es traducción para esta publicación.

8 Condescendencia – Acción de bajar o rebajarse a cosas indignas. 9 Dispensación singular – Disposición única de la providencia de Dios. 10 John Dick, Conferencias sobre teología (Lectures on Theology), Tomo 2 (Philadelphia: Green-

ought and Whetham, 1840), 20.

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Cuando decimos: “Es musculoso”, todos saben que nos referimos al cuerpo. No obstante, en ambos casos, hablamos de la misma persona. De la misma manera, la persona de Cristo es una y no dos. Cuando hablaba de sí mismo, decía: “Yo, mío, mi”. Cuando los apóstoles hablaban de Él, decían: “Él, de Él, su”. Cuando nos dirigimos a Él, decimos: “Tú” y [usamos el singular de la segunda persona, “conoces”, “has escogido”] (Hch. 1:24). Las Escrituras también usan los sustantivos en singular cuando se refieren a Él y lo llaman Profeta, Sacerdote, Rey, Pastor, Redentor. La unión de sus dos naturalezas no pudo ser más perfecta. Es personal, perpetua e indisoluble.

Las Escrituras dicen [que] Cristo fue “nacido de mujer” (Gá. 4:4). Los seres humanos han venido al mundo de cuatro maneras. El primer hom-bre –fuente de la naturaleza humana– no tenía padre ni madre. Tampoco fue un hombre ni una mujer el instrumento de su existencia. La primera mujer no tenía padre ni madre, en cambio, derivó de Adán su naturaleza, pero en ningún sentido de una mujer. Desde aquella primera pareja, todo ser humano ha tenido un padre y una madre. No obstante, nadie ha ne-gado que todos estos tuvieran una naturaleza humana completa. Jesu-cristo tuvo una madre, pero no un padre según la carne; y, al igual que su naturaleza humana, tuvo sólo un Padre. Fue hecho de una mujer.

Para ser nuestro Salvador, era [necesario que] Cristo tuviera una natu-raleza humana. Su encarnación fue adecuada y necesaria. Era [perti-nente] que la naturaleza que había causado nuestra ruina nos trajera li-beración. Era apropiado que la naturaleza que había pecado, pagara por nuestras maldades y, por consiguiente, tenía que morir.

Esta tierra, que es la morada del hombre, no de Dios ni de los ángeles, era el escenario apropiado para la demostración de gracia, misericordia, justicia y poder manifestados en la vida y muerte de Jesucristo. El que era rico se hizo pobre para que por su pobreza fuésemos enriquecidos (2 Co. 8:9). En algunos sentidos, éste fue el paso más asombroso en la humillación de nuestro Señor. Más asombroso es que un príncipe se case con una pas-tora y que, habiéndola hecho su reina, la proteja noblemente y la llene de riqueza, o incluso, que muera para defenderla.

Cristo fue “nacido bajo la ley” (Gá. 4:4), pero en cuanto a su naturaleza divina, en ningún sentido podía estar bajo la Ley. Era el Dador de la Ley. Era Dios y Dios no puede vivir ni actuar bajo las reglas que son diseña-das, especialmente, para el gobierno de las criaturas. Si el Salvador iba a vivir bajo la Ley como una regla de vida y nos iba a dar ejemplo en todas las cosas, tenía que hacerlo en una naturaleza finita. Como su misión era por nosotros, [fue] más apropiada en nuestra naturaleza.

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El evento más grande que haya sucedido 33

Además, la deidad no puede sufrir, no puede morir. Pero por su encar-nación, Jesús “fue hecho un poco menor que los ángeles… a causa del padecimiento de la muerte” (He. 2:9).

Entonces, fue hecho bajo la Ley en los dos sentidos de sujetarse volun-tariamente a su precepto, estando así comprometido a cumplir toda jus-ticia y, voluntariamente, ser puesto bajo la pena de la Ley, a fin de que “gustase la muerte por todos”’ (He. 2:9). Obedecía, incluso, la Ley de ritos religiosos bajo los cuales vivía: En su infancia, fue circuncidado. De adulto, fue bautizado. Guardó toda la Ley Moral perfecta, personal y per-petuamente. No pecó ni una vez, ni por omisión. Y, voluntariamente, vi-vió y murió bajo la maldición de la propia Ley que obedeció a la perfec-ción durante su vida entera. Edwards dice: “El mérito de la obediencia de Cristo radica en su perfección. Si hubiera fallado, aunque fuera una sola vez, no podía haber sido meritoria porque una obediencia imperfecta no es aceptada como obediencia alguna por la ley de las obras a la cual Cristo estaba sujeto. No es aceptado como obediencia a una ley aquello que no se atiene totalmente a ella”11.

La eficacia de la muerte de Cristo dependía de que muriera en [lugar] de pecadores12 que se encontraban bajo la maldición de la Ley. Si Él no hubiera cargado con la maldición de la Ley por nosotros, nosotros tuvié-ramos que haber pagado la sentencia de la Ley.

Consideremos algunas proposiciones específicas:

Las profecías requerían que Cristo asumiera la naturaleza humana.Dicen que tenía que ser de “la simiente de Abraham” y de “la simiente de David” (Gn. 12:3, 7; 17:7-8; Gá. 3:16; 2 S. 7:12; Jn. 7:42; Hch. 13:23; Ro. 1:3; 2 Ti. 2:8). Otras predicciones requerían [su resurrección]; que “al fin se levantará sobre el polvo” (Job 19:25); que tendría un cuerpo (Sal. 40:6; He. 10:5); que estaría confiado en los pechos de su madre (Sal. 22:9) y que su cuerpo estaría muerto (Is. 26:19).

Y todavía más claro, el primer evangelio predicado, que fue en el Edén, profetizó que tendría una naturaleza humana y que ésta derivaría de su madre: La simiente de la mujer heriría la serpiente en su cabeza (Gn. 3:15) y, más adelante: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Is. 7:14). Las Escrituras no se hubieran cumplido si Cristo no hubiera tenido una naturaleza humana; una natura-leza humana derivada de su madre únicamente. Con visión profética, Da-niel lo llamó “Hijo del hombre” (Dn. 7:13).

11 Jonathan Edwards (1703-1758) – Pastor, filósofo y teólogo congregacional. Las obras de Jona-than Edwards (The Works of Jonathan Edwards), tomo 2 (Londres, William Ball, 1839) 576.

12 Ver Portavoz de la Gracia N° 9: Sustitución. Disponible en CHAPEL LIBRARY.

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34 Portavoz de la Gracia • Número 38

Estas predicciones se cumplieron. Toda la historia de nuestro Señor sobre la tierra es prueba de ello. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gá. 4:4). En el Nuevo Testamento es llamado hombre con frecuencia. Sólo en los Evangelios es llamado, más de setenta veces, el Hijo del hombre. Más de sesenta veces, Jesús usa esta expresión para referirse a Él mismo. El año de su ascensión, Esteban lo vio glorificado y lo llamó “el Hijo del hombre” (Hch. 7:56). Sesenta años después, Juan hizo lo mismo. El Evan-gelio de Mateo se autodenomina: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mt. 1:1). Juan dice: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Pablo dice: “Socorrió a la descendencia de Abraham” (He. 2:16). En su primera epístola, Juan dice, expresamente, que por comprobar tres de sus sentidos –oído, vista y tacto–, él y los demás apóstoles estaban seguros de su encarnación (1 Jn. 1:1-3).

Jesucristo contaba con todo lo necesario para constituir la naturaleza hu-mana íntegramente. Él mismo dijo: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc. 24:39). Cristo tenía un alma. Dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mr. 14:34). Tenía un espíritu: “En aque-lla misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu” (Lc. 10:21). “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu” (Mt. 27:50). Je-sucristo tenía una voluntad: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39; ver Mt. 27:34; Jn. 7:1). Jesucristo tenía sentimientos humanos. Se regocijaba (Lc. 10:21). Llo-raba (Jn. 11:35). Sentía tristeza (Mr. 3:5). Tenía esperanzas, aun en su tem-prana infancia (Sal. 22:9). Tenía afecto natural por espíritus afines. Dice la Biblia que amaba a María, Marta y Lázaro y al joven rico. Algunos pasajes mencionan juntos a su alma y su cuerpo. “Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría” (Lc. 2:40). Usaba su cuerpo: Caminaba, montaba un animal, comía, bebía, navegaba, dormía, descansaba. No estaba sujeto a enfermedades mortales (Sal. 91:5-8), pero tenía las debilidades generales de nuestra naturaleza. Sentía hambre (Mt. 4:2). Tenía sed (Jn. 19:28). Se cansaba (Jn. 4:6). Se angustiaba (Lc. 12:50). Era tentado (He. 2:18). Sufrió una agonía sin paralelos (Lc. 22:44). Murió, lo cual todos admiten. No tenía ninguna debilidad moral. Era sin pecado (He. 4:15).

La encarnación de Cristo es algo que escapa totalmente a la comprensión humana. Es un misterio inefable. Dicen las Escrituras: “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Ti. 3:16). ¿Cómo podría ser de otra manera? El Padre de la eternidad se convirtió en infante de días. “Aunque todas las cosas fueron creadas por Él, fue colo-cado al mismo nivel que sus propias criaturas”. Él, a quien el cielo de los

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cielos no podía contener, fue puesto en un pesebre. El Verbo eterno y el niño Jesús fueron una misma persona. Dotado de bendiciones infinitas, el Hijo de Dios se unió al hombre de dolores. En ambas naturalezas santas y sin mancha, Él mismo consintió en ser maltratado, atormentado y castigado como un pecador. Creó todas las cosas, sin embargo, fue hecho carne. Go-bernó todas las cosas, sin embargo, se sujetó a sus padres. Extendía sus ma-nos y satisfacía los anhelos de todo ser viviente, sin embargo, ayunó por cua-renta días. Todas las perfecciones infinitas de Dios y todas les debilidades inocentes del hombre se unen en el Dios-hombre, Cristo Jesús. No hay abismo más grande que el que separa lo creado de lo no creado. Sin embargo, el Hijo de Dios no toma en cuenta todo eso y toma nuestra naturaleza en una unión indisoluble con la deidad. Esta unión no podía ser más íntima. Alma y cuerpo pueden estar separados por un tiempo. Cuando murió Cristo mismo, su alma fue el Paraíso mientras que su cuerpo yacía en el sepulcro de José. Pero la unión de su naturaleza humana y divina no fue disuelta con la muerte. Pablo llama sangre de Dios a la sangre que [Cristo] vertió (Hch. 20:28). Tan cercana es esta unión que hablamos correctamente cuando nos referimos a nuestro Señor como sufriente divino. Cuando estaba sobre la tie-rra, Jesús se refirió a sí mismo como “el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Jn. 3:13). Adjudicamos a la persona de nuestro Salvador lo que sea que pertenezca a cualquiera de sus naturalezas o como realizada por cual-quiera de las dos. Su encarnación es un misterio en sí mismo. Basilio13 dice: “Fue concebido no por la sustancia, sino por el poder del Espíritu Santo, no por ser generado, sino por su designación y bendición”. Su encarnación es un misterio de amor. Expresa benevolencia infinita. Es también “la sabidu-ría de Dios en un misterio” −un misterio de poder, de verdad y de gracia−. Es el misterio de misterios porque es “el misterio de Dios”. No tenemos que quitarle lo inescrutable14, sino aceptarlo y regocijarnos en ello. Es una doc-trina fundamental, creerla es esencial para ser salvo: “Todo espíritu que con-fiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1 Jn. 4:2-3).

La encarnación de Cristo fue el evento más grande que jamás haya su-cedido. El nacimiento de un príncipe causa alegría en todo el imperio, pero puede terminar siendo una vergüenza y una maldición para la na-ción y para el mundo. En cambio, el nacimiento de Jesús trajo bendicio-nes inestimables a judíos y gentiles, y las seguirá trayendo para siempre. Ninguna monarquía antigua ha existido para bendecir a la humanidad; en

13 Basilio el Grande (c. 330-379) – Uno de tres teólogos conocidos como los padres capadocios; recordado sobre todo por su contribución al desarrollo de la doctrina ortodoxa de la Trini-dad; se resistió al partido arriano que negaba la deidad de Cristo.

14 Inescrutable – Cualidad de algo que no se puede buscar ni descubrir mediante la búsqueda; siendo completamente misterioso.

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cambio, el nacimiento y el reino de Cristo son y serán siempre verdades gozosas. De ellas dependen las esperanzas de millones de fieles. Por ellas, se encienden las alegrías de santos y ángeles. “La creación del mundo fue algo grandioso, pero no tan grandioso como la encarnación de Cristo. Fue grandioso que Dios hiciera la criatura, pero no tan grandioso como el que el Creador se convirtiera en una criatura”. La encarnación de Cristo fue la confirmación de lo que había sido anunciado y realizado en las eras pasadas para alentar las esperanzas de hombres arrepentidos. Cumplió las promesas gloriosas de redención. Abrió ilimitadas y maravillosas po-sibilidades de expansión y gloria para el Pueblo de Dios y para su Reden-tor. Algunos de sus efectos fueron inmediatos y algunos remotos. Algunos se relacionaban con los ángeles y otros con los hombres, algunos con ju-díos y otros con gentiles. Los sabios que llegaron de oriente para adorar a Cristo, eran gentiles y fueron representativos de los hombres. El minis-terio personal de Cristo fue de bendición para varios gentiles y los únicos convertidos al pie de su cruz eran, ciertamente, gentiles. Estas cosas eran pruebas del cumplimiento de todo lo que Dios había prometido con res-pecto a las naciones paganas. Estas conversiones fueron los primeros fru-tos de una gran cosecha recogida en todas las tierras. El efecto inmediato del nacimiento de Cristo sobre los judíos piadosos fue muy feliz. Para Simeón y Ana, tan hermosos ejemplares de genuina piedad, el evento pro-dujo un gozo indescriptible. Los que aborrecían a Dios y a todos sus men-sajeros, por supuesto, dudaron y perecieron. El efecto sobre los ángeles fue sobrecogedor. Hubo nuevas alegrías en el cielo. Uno de ellos anunció el suceso a los pastores: “Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hom-bres!” (Lc. 2:13-14). Durante cuatrocientos veinte años antes del naci-miento del nacimiento de Cristo, el Espíritu de Dios, como Espíritu de inspiración, había sido negado completamente a los hombres. Pero alre-dedor del tiempo de su aparición, se registran no menos de once casos en los que hombres y mujeres recibieron el Espíritu Santo como un espíritu de profecía.

El efecto de la encarnación de Cristo sobre ángeles caídos fue grande. Su poder comenzó a menguar de inmediato. Clamaron: “¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?” (Mt. 8:29). El Señor mismo dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc. 10:18). Se afirma de manera creíble que el Oráculo de Delfos15 dejó de dar sus respuestas habituales y, cuando se le

15 Oráculo de Delfos – Delfos era una ciudad antigua griega, donde una sacerdotisa compartía, supuestamente, las profecías de Apolo, deidad mitológica griega.

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preguntó la razón, respondió: “Hay un niño hebreo que es rey de los dio-ses, que me ha ordenado dejar esta casa e ir al infierno, por lo que ya no esperen más respuestas”. Y Porfirio16 dice: “Desde que Jesús empezó a ser adorado, nadie ha recibido de los dioses ayuda pública ni beneficio alguno”.

Desde el día que Cristo nació hasta ahora, todos los cambios positivos que han tenido lugar en el mundo, ya sea en personas o comunidades, han sido consecuencia de su encarnación y de su progreso glorioso en es-tablecer su reino. Y lo será para siempre. Su reino se expande constante-mente. Su corona es más y más gloriosa. Cada alma que es salva es una joya más en su corona.

Acerca de la encarnación de Cristo dice Robert Hall: “La época vendrá cuando este mundo será considerado como nada, excepto el de haber brindado un escenario para la ‘manifestación del Hijo de Dios’; cuando su nacimiento, su muerte, su resurrección de los muertos, su ascensión a la gloria y su segunda venida −eventos inseparablemente conectados− concentrarán dentro de sí todo el interés de la historia; cuando la guerra y la paz, la pestilencia y la hambruna, la abundancia y la carencia, la vida y la muerte, hayan agotado su fuerza y no dejen nada más que el resultado de la manifestación de Cristo sobre la tierra”17.

Tomado de La Roca de nuestra salvación (The Rock of Our Salvation), Sprinkle Publications, www.sprinklepublications.net.

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William S. Plumer (1802-1880): Pastor y autor presbiteriano norteamericano; nacido en Greensburg, Pensilvania, EE.UU.

¡Qué maravilloso consuelo es que Quien mora en nuestra carne es Dios! —John Flavel

16 Porfirio de Tiro (c. 234-c. 305) – Filósofo griego opositor del cristianismo y defensor del pa-ganismo; escribió quince libros atacando el cristianismo.

17 Robert Hall (1764-1831) – Pastor bautista inglés. Las obras del rev. Robert Hall (The Works of the Rev. Robert Hall), tomo 3 (Nueva York: Harper & Brother, 1860), 507.

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LA NECESARIA HUMILLACIÓN DE JESÚS

John Flavel (c. 1630-1691)

“Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).

emos oído cómo fue investido Cristo para los oficios de Profeta, Sacerdote y Rey, con el fin de cumplir los designios benditos de nuestra redención. Dicho cumplimiento requería, necesaria-

mente, que fuera profundamente humillado y elevadamente exaltado. Como nuestro Sacerdote, no podía ofrecerse a sí mismo a Dios como sa-crificio por nosotros, a menos que se hubiera humillado a sí mismo, −hu-millado hasta la muerte−. Como nuestro Rey, no hubiera podido aplicar con poder la virtud de su sacrificio, a menos que hubiera sido exaltado, sí, elevadamente exaltado. Como nuestro Sacerdote, no hubiera tenido un sacrificio propio para ofrecer, si no hubiera descendido a la baja con-dición del hombre. Como nuestro Profeta, no hubiera estado capacitado para enseñarnos la voluntad de Dios para poder soportarla. Como nues-tro Rey, no hubiera sido la Cabeza adecuada de la Iglesia. Y, si no hubiera sido altamente exaltado, el sacrificio no podía haberse cumplido dentro del velo delante del Señor… El gobierno de Cristo no hubiera podido asegurar, proteger y defender a los súbditos de su Reino.

Considerando todo esto, la Sabiduría infinita primero ordenó que Cristo fuera profundamente humillado y, luego, altamente exaltado. Am-bos estados, exaltación y humillación, de Cristo nos son presentados por el Apóstol en este contexto.

El orden en que se presentan estos estados requiere que consideremos este estado de humillación. Y, con este propósito, es que les escribí este versículo que presenta al Hijo bajo un eclipse (casi) total. Él, que era “hermosura y gloria” (Is. 4:2); sí, glorioso como el unigénito del Padre (Jn. 1:14), sí, glorioso (Stg. 2:1), sí, el brillo y el “resplandor de su gloria” (He. 1:3) estaba tan velado, ensombrecido y rebajado que era irreconoci-ble. ¿Dios? No, ni siquiera como un hombre porque, referente a este es-tado de humillación, dice el salmista: “Yo soy gusano, no hombre” (Sal. 22:6); q.d.1, más bien: “Considérenme [como un] gusano, no como un hom-

1 q.d. – (Latin = quasi dicat); como si uno dijera.

H

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bre: He llegado a ser alguien desechado entre los hombres”, es lo que sig-nifica la palabra (Is. 53:3). Expresaremos ahora la humillación de Cristo en su naturaleza, sus grados y duración o en su continuidad.

La naturaleza de su humillación: Se humilló a sí mismo… No simuló ser un hombre humillado ni simplemente actuó como alguien menospre-ciado, sino que fue real y ciertamente humillado, no sólo delante de los hombres, sino también delante de Dios… No dice que fue humillado, sino que “se humilló a sí mismo”. Estuvo dispuesto a rebajarse por noso-tros a este bajo y despreciable estado…

Los grados de su humillación: No solamente descendió tan bajo convir-tiéndose en hombre, sino hombre sujeto a la Ley, “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Vemos aquí la profundidad de la humillación de Cristo: Especificada: −fue hasta la muerte– y agravada –muerte de cruz−, no sólo para ser un hombre, sino un cuerpo muerto, colgado en el madero, sufriendo la muerte de un mal-hechor.

La duración o continuación de su humillación: Se prolongó desde el primer instante de su encarnación hasta el primer instante de su vivifi-cación2 o resurrección en la tumba. Los términos usados aquí por el Após-tol son fijos: Persistió durante su condición de hombre, es decir, desde su encarnación hasta su muerte en la cruz, lo cual incluye también el tiempo que estuvo en la tumba. Tan larga fue su humillación. Por lo tanto, la observación es,…

DOCTRINA: El estado de Cristo, desde su concepción hasta su resu-rrección, fue de profunda degradación y humillación. Pensemos ahora en el estado de humillación de Cristo, el cual organizaremos bajo tres temas generales, a saber: Su humillación en su encarnación, su vida y su muerte.

Mi presente trabajo es presentar la humillación de su encarnación, ex-presada en estas palabras: “Estando en la condición de hombre”. Con esto, no hemos de entender que sólo tomó un cuerpo, como una forma auxiliar, para aparecérsenos transitoriamente en un cuerpo humano y luego volver a dejarlo. No es la intención aquí, decir que semejante apa-rición de Cristo fue en la figura de un hombre, sino que asumió, verda-dera y realmente, nuestra naturaleza, lo cual era parte de su humillación. [Esto] se hace evidente en los siguientes detalles:

La encarnación de Cristo fue la humillación más significativa de Él por el hecho de que con esto, pasó a ocupar el rango y orden de las criaturas,“El cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Ro. 9:5). Éste es el asombroso “misterio de la piedad” (1 Ti. 3:16) −el hecho de

2 Vivificación – Ser hecho vivo.

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que Dios se manifestara en la carne, que el Dios eterno fuera real y co-rrectamente llamado “Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5)−. Era sorprendente para Salomón el que Dios morara en aquel majestuoso y esplendoroso templo de Jerusalén: “Mas ¿es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que he edificado?” (2 Cr. 6:18). Pero más sorprendente es que Dios habitara en un cuerpo de carne y entre nosotros pusiera su tabernáculo (Jn. 1:14). Si las Escrituras no lo hubie-ran revelado con tanta claridad, habría parecido una burda blasfemia pensar o hablar del Dios eterno nacido en el tiempo; −¡El Creador del mundo como una criatura, el Anciano de Días como un infante de días!−... Porque, que el infinito y glorioso Creador de todas las cosas se convirtiera en criatura, es un misterio que sobrepasa todo entendimiento humano. La distancia entre Dios y el más elevado orden de criaturas, es infinita. Dice la Palabra que se humilló a sí mismo “a mirar [las cosas] en el cielo” (Sal. 113:6). ¡Qué humillación es, entonces, mirar las cosas del mundo inferior! ¡Y nacer en él y ser un mortal! ¡Grande es, cierta-mente, el misterio de la piedad! “He aquí”, dijo el profeta, “que las na-ciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo… Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Is. 40:15, 17). Sí, de hecho, esta gran e incomprensible Majestad se rebajó al estado y condición de una criatura, es fácil creer entonces que, siendo criatura, se expusiera a sí mismo al hambre, sed, vergüenza, escupitajos, muerte y todo lo demás, menos a los pecados. Que sufriera cualquiera de estas cosas cuando [fue hecho] hombre, no es tan sorprendente como el hecho de que se convirtiera en hombre. Esto fue degradarse, −¡una pro-funda humillación, de hecho!−.

Fue una humillación asombrosa que el Hijo de Dios, no sólo se convir-tiera en una criatura, sino en una criatura inferior −¡un hombre y no un ángel!−. Si hubiera tomado una naturaleza angelical, aunque hubiera sido una humillación desconcertante, hubiera estado más cerca (por así decir) de su propio hogar y sido un poco más como Dios que cuando ha-bitó entre nosotros. Porque de todas las criaturas creadas, los ángeles son las más elevadas y excelentes. Por su naturaleza, son espíritus puros; por su sabiduría, inteligentes; por su dignidad son llamados principados y po-testades; por el lugar donde habitan; se les denomina huestes celestiales y, por su ocupación, que es contemplar el rostro de Dios en los cielos. La idea más elevada, tanto de nuestra santidad como de nuestra felicidad en el mundo venidero, está expresada en la frase que dice que seremos “igua-les a los ángeles” (Lc. 20:36). Así como el hombre no es nada [comparado]

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con Dios, es también muy inferior a los ángeles. Es tan inferior a ellos que, ni siquiera, aguantan la presencia de un ángel, aunque en forma hu-mana, presentándose a sí mismo de la manera más familiar posible (Jue. 13:22). Cuando el salmista contempló los cielos y vio los cuerpos celestes, las luminarias gloriosas, la luna y las estrellas que Dios había hecho, ex-clamó: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Sal. 8:4). Pensemos en el hombre en su mejor momento en el estado de inocencia, cuando era una pieza perfecta y pura de la mano de su Creador: Aun entonces, era inferior a los ángeles. Estos siempre llevan la imagen de Dios en un grado más eminente3 que el hombre porque son sustancias totalmente espirituales... El alma noble [del hombre] está inmersa en la materia y atrapada en carne y sangre; no obstante, Cristo escogió este orden inferior y esta especie de criaturas y pasó por alto la naturaleza angelical: “Ciertamente no socorrió a los án-geles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (He. 2:16).

Además, Jesucristo, no sólo pasó por alto lo angelical y asumió la na-turaleza humana, sino que asumió la naturaleza humana después de que el pecado había borrado en el ser humano la gloria original y destruido su belleza y excelencia. Porque vino, no en nuestra naturaleza antes de la caída, mientras su gloria era nueva, sino que vino, como dice el Apóstol: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado” (Ro. 8:3). O sea, en carne que tenía las marcas, los miserables efectos y las consecuen-cias del pecado sobre sí. No estoy diciendo que Cristo asumió la carne depecado o carne realmente corrupta por el pecado. El que nació de la Vir-gen era una cosa santa… Pero, aunque no tenía ninguna impureza intrín-seca4, tenía los efectos del pecado. Efectivamente, tenía todo el bagaje de debilidades humanas que, al principio, el pecado dejó entrar en nuestra naturaleza común como el hambre, la sed, el cansancio, el dolor, la mor-talidad y todas estas debilidades naturales y las maldades que obstruyen nuestras miserables naturalezas y las hace gemir bajo ellas, día tras día.

En razón [de esto], aunque no era un pecador, parecía serlo. Los que lo vieron y conversaban con Él, lo consideraban un pecador porque veían todos estos efectos del pecado sobre Él. En este sentido, se acercó al pe-cado todo lo que su santidad podía permitir. ¡Oh que humillación fue esta!… ser hecho a semejanza de carne de pecado, la carne de pecadores, rebeldes −¡carne, no contaminada, pero sí desfigurada miserablemente por el pecado!−. ¡Oh, qué fue eso! ¡Quién lo puede describir! Y de hecho, si iba a ser un Mediador de reconciliación, era necesario que así fuera. Era necesario que asumiera la misma naturaleza que pecó para satisfacer las

3 Eminente – Exaltado, dignificado.4 Intrínseco – Pertenecer a algo como una característica básica y esencial de lo que es.

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demandas de nuestros pecados. Efectivamente, era necesario asumir con naturaleza [humana], pero sin pecado, estas debilidades porque soportar-las era parte de su humillación... Es más, por hacerlo, nuestro Sumo Sa-cerdote se calificó por su propia experiencia y por estar lleno de tierna compasión por nosotros. ¡Pero, oh, qué admirable condescendencia5 la de nuestro Salvador tomar semejante naturaleza −ponerse un vestido tan harapiento y andrajoso−! ¿[Acaso era esta apropiada para] que el Hijo de Dios la usara? ¡Oh gracia inefable! Y más aún:

Por su encarnación, su humillación fue tan grande que por estar tan velado, ensombrecido y encubierto durante el tiempo que vivió aquí, no parecía Dios. [En cambio, parecía] un pobre, lamentable y despreciable pecador a los ojos del mundo. Lo despreciaron: “Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo” (Mt. 26:61). Lo cierto es que “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil. 2:6). Re-nunció a su honor y reputación. En razón de esto, perdió la estima y honra de los que lo veían: “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mt. 13:55). Ver a un hombre pobre caminando de un lado a otro del país con hambre, sed, cansancio y acompañado de otros hombres pobres, uno de ellos lle-vando la bolsa con lo que tenían para poner en ella (Jn. 13:29); ¿quién de entre los que lo vieron podría haber pensado que era el Creador del mundo, el Príncipe de los reyes del mundo? “Despreciado y desechado entre los hombres” (Is. 53:3). Ahora, ¿quién de entre ustedes no escogería soportar tanta miseria como hombre, en lugar de ser degradado a un gu-sano despreciable que todos pisotean y nadie tiene en cuenta? Tanto dis-taba Cristo de parecerse a Dios en esta condición que hasta se le negaba el nombre de humano, [era considerado] “gusano, y no hombre” (Sal. 22:6).

Piénsenlo: ¿No fue esto una abnegación sobrecogedora? ¿Que Él, quien desde la eternidad contaba con el beneplácito y la honra del Padre –Él, quien desde la creación era alabado y adorado por los ángeles como su Dios– se convierte ahora en escoria pisoteada por cualquier malvado y, ni siquiera, tiene el respeto que un hombre cualquiera merece? Sin duda, esto fue una profunda humillación. Fue una nube negra que por tantos años oscureció y silenció su gloria manifiesta, de manera que no podía brillar en el mundo. Sólo algunos rayos débiles de la Deidad brillaban para algunos pocos ojos a través de hendiduras de su humanidad –así como el sol detrás de las nubes, a veces, se asoma un poco y refleja algunos débiles rayos para luego volver a encubrirse–. “Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”, “pero el mundo no le conoció”. Si un prín-cipe camina de un lado a otro disfrazado, no puede esperar que le rindan

5 Condescendencia – Bajar o inclinarse hacia cosas indignas.

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más honra que a un súbdito cualquiera. Éste fue el caso de nuestro Señor Jesucristo: Este disfraz lo hacía despreciable y objeto de burlas.

Lo repetimos, Cristo fue grandemente humillado por su encarnación, también porque hacerlo, lo distanció de su Padre y de aquel inefable gozo y placer que gozaba eternamente con Él… El Señor Jesús vivió una cer-cana e inimitable comunión con Dios mientras caminó aquí en la carne. Sin embargo, vivir por fe como Cristo lo hizo aquí es una cosa y, otra muy distinta, es estar en el seno de Dios como lo estaba antes. Gozar de las delicias inefables de Dios perpetua y continuamente, sin un momento de interrupción desde la eternidad, es una cosa y, otra muy diferente, es te-ner su alma llena del gozo del Señor y luego estar bajo la sombra de la ira, clamar y que Dios no oiga, cuando se queja (Sal. 55:2), no, verse re-ducido a un punto tan bajo en las consolaciones espirituales hasta verse forzado a clamar amargamente como lo hizo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Sal. 22:1). Esto era algo desconocido para Cristo antes de encontrarse en la condición de hombre.

Por último, convertirse en hombre fue para Cristo, rebajarse y condes-cender a tomar su naturaleza de [una procedencia tan oscura] y escoger una condición tan baja y despreciable en este mundo como lo hizo Él.Nacería, no de sangre noble, sino de una mujer pobre en Israel, desposada con un carpintero. Efectivamente, eso también bajo todas las desventajas imaginables; no en la casa de su madre, sino en el establo de un mesón. Se adaptó a todo ese estado de degradación para el cual fue designado y vino entre nosotros bajo todas las circunstancias humillantes imagina-bles: “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo”, dice el Apóstol, “que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9). Es así como les he mostrado algunas de las particularidades de la humillación de Cristo en su encar-nación.

De ahí, recogemos la plena y completa satisfacción que Cristo logró como los primeros frutos de su encarnación. ¿Ofendió y violó el hombre la Ley de Dios? He aquí, Dios mismo se hizo hombre para reparar esa violación y satisfacer el mal cometido. El honor más elevado que la Ley de Dios recibió fue tener semejante persona como Cristo Jesús hombre ante su tribunal y hacer reparación por él. Esto es más que si hubiera derramada toda nuestra sangre y hubiera fundamentado su honor sobre las ruinas de la creación entera.

¿Cristo se rebajó a tal grado al convertirse en hombre para salvarnos? Entonces, los que perecen bajo el evangelio, perecen sin cargos. ¿Qué más quisiéramos que hiciera Cristo para salvarnos? Aquí, ha dejado a un lado el ropaje de majestad y gloria, y se ha vestido con nuestras vestiduras de

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carne, dejó su trono y trajo la salvación a casa a nuestras propias puertas. De cierto, Cristo se rebajó para salvarnos; más bajo nos hundiremos bajo la ira de Dios si descuidamos una salvación tan grande… ¡Oh pobre pe-cador! Tu condenación es justa si rechazas la gracia que llevó a tus puer-tas a Jesucristo mismo. Quiera el Señor que éste no sea el caso de quien lee estas líneas. Además, deducimos que:

Nadie ama ni puede amar como Cristo: Su amor por el hombre es in-comparable. Su gratuidad, su fuerza, antigüedad e inmutabilidad le da un brillo inigualable. Sin lugar a dudas, tiene que haber sido un amor fuerte lo que lo hizo dejar a un lado su gloria, venir a adoptar la seme-janza de un hombre para convertirse en cualquier cosa, aunque nunca tan por debajo de Él mismo, por nuestra salvación… Su amor, como Él mismo, es maravilloso.

¿Se rebajó y humilló tan profundamente el Señor Jesús por nosotros? ¡El que por nosotros sufrió tanto abuso, en qué compromiso nos puso de exaltarlo y honrarlo! Dijo acertadamente Bernard6: “Cuánto más vil se hizo por mí, más amado será para mí”. Y oh, todo aquel que ama a Cristo exáltelo y hónrelo… ¡Oh tú que has escapado de la ira eterna de Dios gracias a la humillación del Hijo de Dios, alaba a tu gran Redentor y por siempre exalta sus alabanzas! Oh, deja que tu corazón considere y valore esta condescendencia admirable de Cristo hasta su plenitud y tus labios digan: “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo”.

Tomado de La fuente de vida (The Fountain of Life) en Las obras de John Flavel (The Works of John Flavel), Tomo 1, de dominio público.

Así como los hombres consideren y traten al Hijo de Dios, quien es también el Hijo del Hombre, el Cristo de Dios, así se salvarán o perderán. Si no creen en Él, morirán en sus pecados. La aversión del hombre natural a la persona y la obra de Jesucristo, es terrible. Nada es tan necio, nada más perverso y obstinado que la incredulidad. —William S. Plumer

Si Jesucristo ha de ser “Dios con nosotros” (Mt. 1:23), acudamos a Dios sin inte-rrogantes ni vacilación. Sea quién seas, no necesitas un sacerdote ni intercesor para presentarte ante Dios porque Dios se ha presentado a sí mismo ante ti. —Charles Spurgeon

6 Bernardo de Clairvaux (1090-1153) – Reformador monástico francés conocido por su devoción.

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LA GRACIA Y LA VERDAD ENCARNADAS

Charles H. Spurgeon (1834-1892)

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

emos en Jesucristo todos los atributos de Dios ―velados, pero in-dudablemente están allí―. Basta con leer los Evangelios y mirar con ojos receptivos para contemplar en Cristo todo lo que es posi-

ble ver en Dios. Está velado para la carne humana, como tiene que estarlo, porque no nos es dado ver la gloria de Dios en su totalidad. Lo que pode-mos ver, ha sido atenuado de acuerdo con lo que estos débiles ojos pueden captar; pero la Deidad está allí, la perfecta Deidad está unida con la hu-manidad perfecta de Cristo Jesús nuestro Señor “al cual sea la gloria por los siglos de los siglos” (He. 13:21)…

Quisiera ser capaz de comunicar mis pensamientos, tal como los tuve esta mañana cuando meditaba en este pasaje, pero éste casi no necesita ex-plicación. El Señor Jesucristo estaba lleno de gracia, pero no por eso des-cuidó la otra cualidad que es más rigurosa: La verdad. He conocido a mu-chas personas cariñosas y afectuosas en este mundo, pero no eran fieles. Por otro lado, he conocido hombres que son estrictamente honestos y vera-ces, pero que no eran gentiles ni amables. Pero al Señor Jesucristo, no le faltaba ninguno de estos atributos. Lleno de gracia, invita a que acudan a Él publicanos y pecadores; pero porque es la verdad, rechaza al hipócrita y al fariseo. No se abstiene de decir la verdad por terrible que esta pueda ser, sino que declara claramente la ira de Dios contra toda injusticia. Aun así, cuando declara alguna terrible verdad, lo hace de una manera amable y tierna, derramando muchas lágrimas de compasión por el ignorante y el que anda por fuera del camino, atrae con su gracia en proporción directa como convence con su verdad. El ministerio de nuestro Señor no es sólo la verdad ni solo la gracia, sino que es un sistema de gracia y verdad equili-brado y bien ordenado. El carácter del propio Señor es “justo y salvador” (Zac. 9:9). Es tanto Rey de justicia como de paz. No salva injustamente, ni proclama la verdad sin amor. La gracia y la verdad son en Él, igualmente conspicuas1… Ahora, consideremos breve y separadamente a cada una.

La gracia es puesta en primer lugar. “(Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia”. Jesucristo es el Hijo de Dios; es el

1 Conspicua – Que goza de gran prestigio.

V

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Hijo unigénito de Dios. Otros son engendrados por Dios, pero nadie más fue engendrado por Dios en la manera que lo fue Cristo; en consecuencia, cuando Él vino a este mundo, la gloria que lo rodeaba era la “gloria del unigénito”. La de Cristo es una gloria muy singular, muy especial e impo-sible de describir. Parte de ella era la gloria de su gracia… “La gloria… del unigénito del Padre” debe basarse en las mismas cosas que las del Padre, a saber, en longanimidad, bondad y verdad. Hay en Cristo una maravillosa manifestación de la gentileza, paciencia, compasión, misericordia y el amor de Dios. Él no sólo enseña la gracia de Dios y nos invita a participar de ella, sino que mostró en Él mismo, la gracia de Dios.

Vemos esto, primero en su encarnación. El hecho de que el Verbo se hiciera carne y habitara entre nosotros, además de revelarnos su gloria, es un ejemplo maravilloso de la gracia divina. Aparte de cualquier cosa que se deriva de la encarnación de Cristo, la encarnación misma es un maravilloso acto de gracia. Debe haber esperanza para los hombres ahora que el hombre está cercano a Dios por medio de Cristo Jesús. No se equi-vocaron los ángeles cuando no sólo cantaron: “Gloria a Dios en las altu-ras”, sino también, “en la tierra paz, buena voluntad para con los hom-bres” (Lc. 2:14) porque en Belén nació de una virgen el Hijo de Dios en nuestra naturaleza, debe significar que los pensamientos de Dios acerca de nosotros son de paz. Si el Señor hubiera tenido la intención de destruir la raza humana, nunca la hubiera abrazado ni establecido en una unión con Él mismo. Hay plenitud de gracia en que el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros.

Además, vemos plenitud de gracia en la vida de Cristo cuando considera-mos que vivió aquí, a fin de perfeccionarse como nuestro Sumo Sacerdote. ¿Acaso no se perfeccionó a través de sus sufrimientos para poder identifi-carse con todas nuestras aflicciones? Estaba rodeado de debilidades, cargó con nuestros sufrimientos y soportó las cruces de la vida humana que pesan tanto sobre nuestros hombros; y todo esto para ser capaz de dispensar su gra-cia con nosotros, tierna y fraternalmente. Aparte de lo que surge de esta ma-ravillosa hermandad, está la profundidad sin límites de gracia en la fraterni-dad misma. El Señor Jesús no puede maldecirme porque cargó con la mal-dición que me correspondía. No puede ser cruel conmigo porque compartió mis sufrimientos. Si cada angustia que desgarra mi corazón, desgarró el de Él, y si ha descendido en mis aflicciones más profundamente que yo, debe significar que me ama ―no puede ser de ninguna otra manera―. Y debe significar la verdad porque Jesús no jugaba a ser hermano. Sus sufrimientos fueron reales. Afirmo, pues, que esta manifestación de Dios en la persona de Cristo Jesús se hace evidente en su vida de sufrimientos para ser lleno de gracia y verdad.

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Pensemos un minuto en lo que hizo. Estaba tan lleno de gracia que cuando hablaba, sus palabras emitían gracia en abundancia, el rocío de su propio amor cubría todos sus discursos. Cuando andaba y tocaba a la gente aquí y allá, emanaba de Él virtud porque estaba tan lleno de ella. Cierta vez habló y perdonó a un pecador, diciendo: “Tus pecados te son perdona-dos” (Mt. 9:2). En otra ocasión, batalló con las consecuencias del pecado al sanar a los enfermos y levantar a los muertos. También luchó contra el príncipe de las tinieblas mismo y lo expulsaba de los que eran atormenta-dos por él. El derramamiento de su gracia era como una nube llena de llu-via que riega con abundancia los lugares desiertos. Su vida fue de compa-sión sin límite… Dondequiera que iba, extendía la gracia entre los hijos de los hombres y sucede lo mismo ahora porque sigue morando en Él, la ple-nitud de la gracia.

Cuando llegó el momento de su muerte, que fue el derramamiento de su alma, se vio la plenitud de su gracia. Se llenaba de gracia en la medida en que se despojaba de sí mismo para salvar a los hombres. Él no fue sólo el Salvador del hombre, sino su salvación. Él se dio a sí mismo por noso-tros. Estaba lleno de gracia cuando “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 P. 2:24). Era amor personificado, dado que murió en la cruz “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18).

Cuando pronunciamos la palabra sustitución2, no podemos menos que sentir que el Sustituto por el hombre culpable estaba lleno de gracia. O al usar la palabra representante recordamos que sea lo que Jesús hizo, lo hizo como Cabeza del pacto de su pueblo. Si Él murió, murieron en Él. Si resucitaron, resucitaron en Él. Si ascendió a los cielos, ascendieron en Él. Si está sentado a la diestra de Dios, con Él se sentarán en los lugares celestiales. Su Segunda Venida será para reclamar su Reino, tanto para sus escogidos como para sí mismo; y toda la gloria de las edades futuras es para ellos, no sólo para Él. Él dijo: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19).

¡Oh, la riqueza de la gracia y la verdad que moran en nuestro Señor como el representante de su pueblo! De nada disfrutará, a menos que su pueblo disfrute con Él. “Donde yo estuviere, allí también estará mi ser-vidor” (Jn. 12:26). “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap. 3:21).

Hay una palabra aún más trascendental que sustitución y más trascen-dental que representación, y ésta es unión. Somos uno con Cristo, unidos a

2 Sustitución – Ver Portavoz de la Gracia N° 9: Sustitución. Disponible en CHAPEL LIBRARY.

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Él con una unión que nunca puede ser quebrantada. No sólo hace lo que hace representándonos, sino que también estamos unidos a Él en un solo espíritu; miembros de su cuerpo y partícipes de su gloria. ¿No es esto gracia, gracia indescriptible? ¿No es un milagro de amor el que gusanos de la tierra fueran alguna vez uno con la deidad encarnada, y tanto que nunca pueden ser separados a través de las edades?...

Pero luego dice la Palabra que en Él hay también plenitud de verdad. [Por esto], entiendo que hay plenitud de verdad en Cristo mismo, no sólo en lo que dijo, hizo y prometió. Y esto es cierto, primero, en el hecho de que Él es el cumplimiento de todas las promesas hechas acerca de Él en el pasado. Dios, por medio de sus profetas, había prometido grandes cosas relacionadas con el Mesías venidero; cuando vino, todas esas predicciones pasaron a ser hechos concretos en la persona del Bien Amado. “Porque to-das las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén,…” (2 Co. 1:20). Cier-tamente, ha herido la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15). Ciertamente, “llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Is. 53:4). Cierta-mente, ha proclamado “libertad a los cautivos” (Is. 61:1). Ciertamente, ha probado ser un profeta como anunció Moisés (Dt. 34:10; Hch. 3:22).

Por mi segundo texto, (Jn. 1:17), entiendo que nuestro Señor Jesús es “la verdad”, en el sentido de ser la sustancia de todos los tipos a los que alude la Biblia acerca de Él. La Ley dada por medio de Moisés era sólo simbólica y emblemática; en cambio, Jesús es la Verdad. Es, realmente, esa “sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (He. 12:24); Él es, en verdad, el Cordero Pascual3 de la Pascua de Dios. Es el holocausto, la expiación4 por el pecado y la ofrenda de paz, ―¡todo en uno! ―. Es el verdadero chivo expiatorio, el verdadero cordero de la mañana y de la noche; de hecho, es en verdad, lo que todos los tipos y figuras anunciaban. Bendito sea Dios, hermanos, toda vez que vean grandes cosas en los tipos5 del Antiguo Tes-tamento, la verdadera verdad de esas cosas en la persona de nuestro Señor Jesucristo. El judío no tenía nada que no tengamos nosotros. No tenía nada, ni siquiera un bosquejo o sombra, que nosotros no hayamos obtenido en sustancia. El pacto en su plenitud está en Cristo: La profecía está en Moi-sés, el cumplimiento está en Jesús; la predicción está en la Ley, la verdad está en el Verbo hecho carne.

3 Cordero Pascual – Cordero sacrificado en la celebración de la Pascua judía. Aquí es una referencia a Cristo.

4 Expiación – Ofrenda por el pecado. Eliminación temporal de la culpa o pecado a través de un tercero con una ofrenda animal (chivo expiatorio) o de Cristo de manera definitiva.

5 Tipo – El término ‘tipo’ proviene de la palabra griega typos y con ella se hace referencia a aquellos acontecimientos históricos, personas o cosas del Antiguo Testamento que prefiguran o esta-blecen una conexión con hechos, personas o cosas del Nuevo Testamento.

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Más que eso, dice la Palabra que el Señor Jesucristo es gracia y verdad en el sentido de que trata con verdad los hechos relacionados con nuestra salvación. Sé que la idea del mundo es que la salvación de Cristo es un lindo sueño, una hermosa pieza de sentimiento. Pero de sueño no tiene nada ―Esto no es ficción; es realidad tras realidad―. El Señor Jesucristo no pasa por alto ni esconde la condición del hombre en la salvación que Él ofrece. Él encuentra al hombre condenado y lo toma como condenado en el peor sentido ―condenado por una ofensa capital―. Y como el susti-tuto del hombre, sufre la pena capital y muere en lugar del pecador. El Señor Jesús ve al pecador como un depravado, sí, como muerto en sus delitos y pecados, y lo levanta por su resurrección a vida. No minimiza el resultado de la caída ni del pecado verdadero, sino que se acerca al peca-dor muerto y le da vida. Se acerca al corazón enfermo y lo sana. Para mí, el evangelio es una maravillosa personificación de la omnipotente sabi-duría y de la verdad. Si el evangelio le hubiera dicho a los hombres: “La Ley de Dios es ciertamente justa, pero es demasiado rigurosa, demasiado exigente y por eso Dios pasará por alto muchos pecados y adoptará me-didas para dar salvación dejando sin castigo a gran parte de la culpa hu-mana”, hermanos míos, habríamos estado siempre en peligro. Si Dios pu-diera ser injusto para salvarnos, también podría variar y desecharnos. Si hubiera algo corrupto en el estado de nuestra salvación, temeríamos que, al final, nos fallara. Pero nuestro fundamento es seguro porque el Señor ha excavado hasta la roca; ha quitado todo sentimentalismo y engaño, y su salvación es real de principio a fin. Es una salvación gloriosa de gracia y verdad en la que Dios toma al pecador tal como es y trata con él tal como es Dios, basado en principios de verdadera justicia: No obstante, lo salva.

Pero significa más que eso. El Señor trata con nosotros con su gracia y, esa gracia, genera muchas esperanzas; esperanzas que se cumplen en su totalidad porque Él trata con nosotros con la verdad. Nuestras necesida-des demandan grandes cosas y la gracia las satisface. La antigua Ley in-cluía presentar “ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia” (He. 9:9), en cambio, la gracia hace perfectos a los creyentes en lo que se refiere a la conciencia. Si me sentara y tratara de pensar en un defecto en el fundamento de mi salvación en Cristo, no lo encontraría. Creer en Él como creo que “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 P. 2:24), yo [pienso] que su expiación no puede fallarme. No tengo tanta imaginación como para encontrar una razón para desconfiar; no veo ningún hoyo ni rincón desde el que pudiera acechar al hombre que cree en Jesucristo. Mi conciencia está satisfecha y más que satisfecha. A veces hasta me parece que es imposible que mis

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pecados merecieran que el Hijo de Dios muriera en mi lugar. La expia-ción es mayor que el pecado. ¡Ni hablemos de la vindicación de la Ley! ¿No es la vindicación aún mayor que la deshonra? ¿Acaso no brilla la Ley de Dios con más fulgor en su indescriptible gloria a través del sacrificio de Cristo como la pena por el pecado, que si nunca hubiera sido quebran-tada o si la raza de transgresores de la Ley hubiera sido arrasada en una destrucción sin fin? ¡Oh hermanos, hay en la salvación de Jesús una ver-dad y gracia sin paralelos! Hay una veracidad profunda, una sustanciali-dad, una satisfacción interior del alma en el sacrificio de Cristo que nos hace sentir que existe una expiación total, ―una fuente de “gracia y ver-dad”―.

Aunque siento que he tenido éxito en lo dicho hasta ahora, no he sacado a relucir todo el significado. Cristo nos trajo “gracia y verdad”, es decir, obra en los creyentes con gracia y verdad. [Nos falta] gracia que nos rescate del pecado. Él la trajo. Necesitamos la verdad en nuestro interior. Él la dio. El sistema de salvación por expiación tiene el propósito de producir hom-bres veraces. La costumbre de buscar salvación por medio del gran sacrifi-cio fomenta el espíritu de justicia, crea en nosotros un aborrecimiento pro-fundo del mal y un amor por lo que es bueno y es verdad. Por naturaleza, somos todos mentirosos y amamos o mentimos indistintamente. Por esto, nos contentamos con refugiarnos en las mentiras y nos rodeamos de en-gaño. En nuestro estado carnal, estamos tan llenos de engaño como un huevo está lleno de carne. Pero cuando el Señor viene a nosotros en Cristo, ya no nos imputa nuestras transgresiones, sino que nos quita del corazón ese engaño y maldad desesperante que había quedado allí. Afirmo y me atrevo a probar que, por el hecho de que Dios mora en Cristo y por la ex-piación por Él ofrecida a los hombres, el sistema de salvación tiende a in-fundir gracia en el alma y producir la verdad en la vida. El Espíritu Santo lo usa para ese fin. Ruego que ustedes y yo podamos demostrar con hechos, la gracia que causa que amemos a Dios y al hombre, y la veracidad con la cual encaramos los asuntos de la vida.

Así es como nuestro Señor demostró la gloria de Dios en la gracia y verdad con las que está lleno. Lamento haber hablado tan pobremente sobre un tema tan grandioso. ¡Quiera el Espíritu bendecirles, incluso, a través de las debilidades de mis palabras!

Tomado de un sermón predicado la mañana del Día del Señor, 27 de septiembre de 1885, en el Tabernáculo Metropolitano, Newington.

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Charles H. Spurgeon (1834-1892): Influyente predicador bautista inglés; nacido en Kelvedon, Essex, Inglaterra, Reino Unido.