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Las fronteras desdibujadas: Hamelin, de Juan Mayorga * Enrico Di Pastena (Università degli Studi di Pisa) Hamelin, obra de Juan Mayorga estrenada en 2005 y galardona- da en más de una ocasión 1 , parece centrarse en la pedofilia: el juez Montero ha de investigar sobre los presuntos abusos a Josemari, un menor de los arrabales de una imprecisada ciudad, por parte de un miembro de la alta burguesía. En realidad, la obra se desarrolla como una crítica a la deformación que el lenguaje de los adultos * Una primera versión de este artículo se publicó, con el título “Del cuento a la escena desnuda: las fronteras y su desdibujarse en Hamelin de Juan Mayor- ga”, en Rassegna iberistica, 94, 2011, pp. 25-41, sin que fuera posible someter- la a corrección de pruebas. Por ello y por los retoques aquí aportados, el autor recomienda que el artículo se cite a partir de la presente versión. 1 Hamelin ha conseguido los siguientes galardones: Premio Max al Mejor Autor 2006, Premio Ercilla 2006, Premio Telón Chivas 2006, Premio Quijote de la Asociación Colegial de Escritores al mejor autor en el año 2005. Las prin- cipales puestas en escena de la obra en lengua española han tenido lugar el 12 de mayo de 2005, en el Teatro de la Abadía de Madrid, con la dirección de An- drés Lima (Premio Nacional de Teatro 2005; Premio Max al Mejor Espectáculo 2006); el 20 de septiembre de 2006, en el Teatro Broadway de Buenos Aires, con la dirección de Andrés Lima; el 30 de mayo de 2007, en el Teatro San Gi- nés de Santiago de Chile, bajo la dirección de Jesús Codina; el 29 de septiem- bre de 2007, en el Teatro Variedades de San José, Costa Rica, con la dirección de Fernando Rodríguez Araya; el 10 de febrero de 2008, en el Círculo Teatral Alberto Estrella, México, con la dirección de Emmanuel Morales; el 16 de oc- tubre de 2009, en el Teatro Cuyás de Las Palmas de Gran Canaria, con la direc- ción de Nacho Cabrera; el 15 de agosto de 2010, en el George Ignatieff Theatre de Toronto, Canadá, con la dirección de Francisco Orta; el 18 de junio de 2011, en el Teatro El árbol de Galeano, en San Miguel de Tucumán, Argentina, con dirección de Leonardo Goloboff; el 6 de julio de 2011, en el Teatro de Varie- dades, en Quito, Ecuador, con dirección de María Elena López y María Elena Mexía. En Italia la obra ha sido montada, en lengua italiana, el 30 de junio de 2007, en el Teatro India de Roma, con dirección de Manuela Cherubini (Pre- mio Ubu a la mejor novedad extranjera en Italia en la temporada 2007/2008) y el 1 de junio de 2012, en el Teatro delle Passioni de Modena, con dirección de Simone Toni. El texto ha sido traducido al rumano (2005), al francés (2007), al portugués (2007), al italiano (2008), al polaco (2008), al griego (2009), al in- glés (2009), al coreano (2009) y, más recientemente, al turco y al finlandés. Agradezco a Juan Mayorga su generosidad a la hora de transmitirme estos y otros datos.

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Las fronteras desdibujadas: Hamelin, de Juan Mayorga*

Enrico Di Pastena (Università degli Studi di Pisa)

Hamelin, obra de Juan Mayorga estrenada en 2005 y galardona-

da en más de una ocasión1, parece centrarse en la pedofilia: el juez Montero ha de investigar sobre los presuntos abusos a Josemari, un menor de los arrabales de una imprecisada ciudad, por parte de un miembro de la alta burguesía. En realidad, la obra se desarrolla como una crítica a la deformación que el lenguaje de los adultos

* Una primera versión de este artículo se publicó, con el título “Del cuento a

la escena desnuda: las fronteras y su desdibujarse en Hamelin de Juan Mayor-ga”, en Rassegna iberistica, 94, 2011, pp. 25-41, sin que fuera posible someter-la a corrección de pruebas. Por ello y por los retoques aquí aportados, el autor recomienda que el artículo se cite a partir de la presente versión.

1 Hamelin ha conseguido los siguientes galardones: Premio Max al Mejor Autor 2006, Premio Ercilla 2006, Premio Telón Chivas 2006, Premio Quijote de la Asociación Colegial de Escritores al mejor autor en el año 2005. Las prin-cipales puestas en escena de la obra en lengua española han tenido lugar el 12 de mayo de 2005, en el Teatro de la Abadía de Madrid, con la dirección de An-drés Lima (Premio Nacional de Teatro 2005; Premio Max al Mejor Espectáculo 2006); el 20 de septiembre de 2006, en el Teatro Broadway de Buenos Aires, con la dirección de Andrés Lima; el 30 de mayo de 2007, en el Teatro San Gi-nés de Santiago de Chile, bajo la dirección de Jesús Codina; el 29 de septiem-bre de 2007, en el Teatro Variedades de San José, Costa Rica, con la dirección de Fernando Rodríguez Araya; el 10 de febrero de 2008, en el Círculo Teatral Alberto Estrella, México, con la dirección de Emmanuel Morales; el 16 de oc-tubre de 2009, en el Teatro Cuyás de Las Palmas de Gran Canaria, con la direc-ción de Nacho Cabrera; el 15 de agosto de 2010, en el George Ignatieff Theatre de Toronto, Canadá, con la dirección de Francisco Orta; el 18 de junio de 2011, en el Teatro El árbol de Galeano, en San Miguel de Tucumán, Argentina, con dirección de Leonardo Goloboff; el 6 de julio de 2011, en el Teatro de Varie-dades, en Quito, Ecuador, con dirección de María Elena López y María Elena Mexía. En Italia la obra ha sido montada, en lengua italiana, el 30 de junio de 2007, en el Teatro India de Roma, con dirección de Manuela Cherubini (Pre-mio Ubu a la mejor novedad extranjera en Italia en la temporada 2007/2008) y el 1 de junio de 2012, en el Teatro delle Passioni de Modena, con dirección de Simone Toni. El texto ha sido traducido al rumano (2005), al francés (2007), al portugués (2007), al italiano (2008), al polaco (2008), al griego (2009), al in-glés (2009), al coreano (2009) y, más recientemente, al turco y al finlandés. Agradezco a Juan Mayorga su generosidad a la hora de transmitirme estos y otros datos.

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realiza del mundo, traicionando la infancia con la pretensión de ob-jetivar en el plano verbal los acontecimientos, después de haberla traicionado a través de las acciones. Hamelin acaba teniendo, por lo tanto, un alcance decididamente más ambicioso que el de la me-ra denuncia. Su planteamiento formal – con una progresión discon-tinua, si bien cronológicamente lineal, y la presencia de un incon-fundible personaje, el Acotador, denominado con un neologismo – ayuda a poner sobre aviso al destinatario ante la tentación de fáci-les silogismos. Aquí me propongo, en primer lugar, mostrar los contactos entre los principales hipotextos de la obra y la realiza-ción llevada a cabo por Mayorga, intentando marcar fronteras y echar puentes entre unos y otra, y manifestando las persistencias y las innovaciones entre las varias teselas y el resultado final; más en concreto, me centraré en la presencia, en el texto, de ecos de las versiones menos edulcoradas del cuento El flautista de Hamelin, fábula-leyenda cuyo conocimiento por parte del receptor permite potenciar las implicaciones del Hamelin mayorguiano; posterior-mente, aislaré algunos títulos cinematográficos que Mayorga tuvo en cuenta para ciertos rasgos de su creación; finalmente, observaré cómo en la obra se difuminan fronteras en más de un aspecto.

El remoto punto de arranque del texto de Mayorga fue un hecho de crónica que conmocionó la opinión pública española: el llamado “caso Raval”. De esa manera se etiquetó el descubrimiento de una red de pederastia en el popular barrio barcelonés en el verano de 1997. El titular de un periódico («Una pareja alquila a su hijo de diez años los fines de semana por 30.000 pesetas») provocaría en el dramaturgo el impacto que sirvió de acicate inicial para la escri-tura. Un acicate que encuentra un reflejo concreto en algún ele-mento exterior de la intriga: los apuros económicos por los que pa-san las familias de las víctimas, el papel de munífico benefactor y la función de supuesto respaldo social desempeñados por quien lleva a cabo los abusos, el uso del domicilio particular de uno de los acusados como teatro de los delitos. A partir de aquel estímulo extraído de la prensa diaria, y desde la conciencia de que el teatro no ha de limitarse a reproducir el ruido del mundo ni puede solu-cionar sus problemas, aunque sí es capaz, en palabras del autor, «de enfrentar a las personas con sus contradicciones» (Güell 2006), Mayorga se mide con una realización centrada principalmente en la capacidad evocadora de la palabra, y traza la historia de una ciu-dad y de una comunidad que no saben cuidar de sus hijos. Es más, que los traicionan repetidamente y de varias maneras.

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Algo parecido ocurre en El flautista de Hamelin, donde los ni-ños de una aldea cargan con el castigo de una culpa cometida por sus progenitores. En la elaboración de su pieza, Mayorga no se va-lió de una específica versión del conocido cuento ni acudió, por lo visto, a una determinada fuente escrita. Según me ha referido, el autor no tuvo necesidad de releer ninguna versión de la fábula, puesto que en su pasado de niño y en su presente de padre había leído numerosas y con diferentes finales. Ello no quita que la obra evoque oblicuamente los acontecimientos de lo que es en origen una conocida leyenda alemana, fijada en forma narrativa, entre otros, por Jacob y Wilhelm Grimm, pero cuyo origen se pierde en la Edad Media, con un título original que sonaría: El cazador de ratas de Hamelin. Según la versión más difundida, en 1284 la ciu-dad de Hameln, en Baja Sajonia (a unos 50 kilómetros al suroeste de Hanóver), se vio infestada por las ratas. Un día apareció un des-conocido que se ofreció para librar a la población de la plaga a cambio de una recompensa. El hombre empezó a tocar su flauta y todas las ratas salieron de sus guaridas y agujeros y, al son de la música, siguieron al flautista. Este se dirigió hacia el río Weser, donde las ratas se ahogaron. Cumplida su misión, el hombre volvió a Hameln para reclamar su recompensa, pero los aldeanos, una vez libres del peligro, se negaron a pagarle. El cazador de ratas, enfa-dado, abandonó el pueblo para volver no mucho después, el 26 de junio, día de los santos Juan y Pablo, en busca de venganza. Mien-tras los habitantes del pueblo estaban en la iglesia, el hombre tocó de nuevo con la flauta su extraña melodía. Esta vez ciento treinta entre niños y niñas le siguieron al compás de la música hasta una cueva donde fueron encerrados. Nunca más se supo de ellos. Para su versión, publicada en Deutsche Sagen (Leyendas alemanas, 1816: 330-333, n.º 244), los hermanos Grimm utilizaron alrededor de una decena de fuentes diferentes. En ella, dos niños, uno ciego y otro mudo, se quedan atrás – además de una niñera, que se vuelve al pueblo – y no entran en la cueva; los demás se convierten en los fundadores de las Siebenbürgen (las Siete Ciudades, en Transilva-nia). Aquellos dos niños refieren a los aldeanos cómo los otros han seguido al flautista y dónde han desaparecido. Otras versiones también traen la presencia de un niño cojo. Y versiones más mo-dernas, apartándose de las tradicionales, cuentan que el flautista devolvió a los niños a cambio de la recompensa prometida, multi-plicada varias veces. Por lo tanto, en las versiones más mitigadas del cuento, un niño permite rescatar a los demás y el castigo por la

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culpa de los adultos queda diluido en un susto, una pena pecuniaria y una lección moral, la importancia de cumplir la palabra. Por sus sombras y la inquietud que transmite, por la ausencia de un desen-lace aclarador y reconfortante, el Hamelin de Mayorga está empa-rentado con las versiones más antiguas y menos esperanzadoras del cuento.

Disponemos de pocos hechos seguros que expliquen el origen del relato. Es indudable que la presencia de las ratas (¿eco de una plaga real?) es tardía, remontándose a una versión de la narración a manos del conde Froben Christoph von Zimmern (1869: 198-200), contenida en la Zimmerische Chronik, de hacia 1559-1565. Esta versión representa una fusión de materiales diferentes que desdibu-ja las fronteras con eventos presumiblemente reales, materiales que los Grimm, en el siglo XIX, encuentran ampliamente perfilados. La leyenda primitiva, antes del Quinientos, no menciona la habili-dad del flautista con las ratas. Sin embargo, y aunque hoy en día no estemos en condición de documentarlo, la fábula pudo originarse en algún acontecimiento histórico. Entre las varias interpretaciones que ha tenido, quizás presente mayores visos de probabilidad la que la relaciona con la colonización de Europa Oriental a partir de la Baja Alemania (interpretación de la que se hace eco Robert Browning, que reelaboró los materiales tradicionales y que, en la parte final de su versión poetizada del cuento, menciona expresa-mente a Transilvania). Los “Chicos de Hamelin” serían en aquella época jóvenes que, reclutados por los terratenientes, quisieron emigrar para establecerse en Moravia, Prusia del este y Pomerania. Serían víctimas de algún tipo de accidente por el cual se ahogaron en el río Weser o fueron enterrados por algún deslizamiento de tie-rra. La palabra alemana “Kinder” hacía referencia no solo a los ni-ños, sino de manera más genérica a “los hijos del pueblo”. Fue en época tardía, cabe repetirlo, cuando se conectó la “Leyenda del éxodo de los chicos” con la “Leyenda de la expulsión de las ratas”.

También se ha acudido a otras explicaciones para dar cuenta de los acontecimientos: se cree que algunos niños pudieron ser vícti-mas de una enfermedad que los habitantes de Hameln consideraron contagiosa, quizás la peste, por lo que los niños fueron conducidos fuera del pueblo para proteger a los demás habitantes; o que los ni-ños o jóvenes dejaron el pueblo para participar en alguna peregri-nación o en una campaña militar, de la que nunca regresaron. Esta última teoría convertiría al flautista en un caudillo o un reclutador. Algunos investigadores relacionan el cuento con “las epidemias de

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baile” (bailes de grupo, a veces con fines terapéuticos) difundidas en Alemania hacia finales del siglo XIII (Galloni 2010: 62-67). Otros autores, sin aducir pruebas fehacientes, han hecho del flau-tista una especie de pederasta psicopático (así, Manchester 1992: 66). No deja de ser interesante la existencia de un vínculo entre la leyenda de Hamelin y la pederastia, confirmada en la moderna cul-tura popular en más de una articulación, así como la capacidad de aquel cauce narrativo de reverberar significados, por su fondo tur-bio y la evocación de un miedo ancestral a los animales que se mueven en la oscuridad.

El propio título de la pieza de Mayorga, y se me perdone la tau-tología, delata una voluntad de continuidad respecto al cuento. El dramaturgo explicita además en el transcurso de la intriga el fuerte vínculo que mantiene su escrito con el Hamelin tradicional. La evocación directa del cuento cierra el primero y el último cuadro, por mediación de las palabras de Montero2. El broche lo pone la verbalización de la parte inicial del cuento, lo cual sugiere que su asunto, la perversa invasión de las polisémicas ratas y la música embrujadora del flautista, persisten y se reiteran. Las ratas siguen ahí, en la ciudad. Y con ellas quienes pueden sacarle provecho. Pe-ro el cuento también entronca con la memoria infantil del héroe fracasado de la historia, Montero, siendo el Hamelin tradicional un cauce privilegiado por el que transcurría su relación con el padre. Es la herramienta para evocar la corrupción y también la vía que lleva a la trabajosa recuperación de la infancia perdida, recupera-ción posible en la medida en que Montero logre acercarse realmen-te a un niño concreto, sea Josemari, sea su hijo Jaime.

El desdibujarse de la frontera ideal que existe entre esa materia arcaica por un lado y la actual traición que se le hace a la infancia en las modernas ciudades por el otro, es uno de los elementos deci-sivos para la producción de sentido del texto teatral. Sin el cuento, el Hamelin de Mayorga perdería su sustancia más turbadora. El cuento otorga una resonancia simbólica a la invasión del mal, un mal que se mueve raudo en la noche, que repta y se desliza. La obra es la tentativa de destaparlo, de reconocerlo, pero también manifiesta la dificultad, cuando no la imposibilidad, de conseguir-lo. Es la voluntad de recuperar un lenguaje de los afectos que neu-tralice el de la distorsión y del encubrimiento. El rigor de la pieza se mide con la voluntad de Mayorga de distanciar al espectador de

2 Cf. Mayorga 2007: 15 y 80.

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lo representado, recordando de forma implícita el poder demiúrgi-co del artífice pero también que este poder subsiste solo en poten-cia y se concreta en la medida en que el destinatario lo convierte en lograda realización mediante su espíritu crítico.

Mayorga no es sino uno de los numerosos autores que en varias épocas han advertido la extraña fascinación de la fábula o leyenda de Hamelin. Dije que los hermanos Grimm contribuyeron a fijarla. Johann Wolfgang Goethe (1821: 123) había consagrado al flautista un poema a principios del siglo XIX, “Der Rattenfänger”, escrito en 1803, y aludió a él en el Fausto (Goethe 1972: 331). Robert Browning se inspiró en la fábula para su poema The Pied Piper of Hamelin (1842), a cuyo texto Kate Greenaway añadió 35 ilustra-ciones en 1888 (véase Browning 2006). Otros han mirado al prota-gonista del cuento para tratar de su propio presente: Ambrose Bier-ce (1910: 257), por ejemplo, publicó en 1910 un breve poema (“The Pied Piper of Brooklyn”) en el que convertía al predicador Henry Ward Beecher en el flautista; y en 1941 Bertolt Brecht (1967: 802) acabó un poema satírico de tema afín, posiblemente dirigido contra Adolf Hitler (“Die wahre Geschichte vom Rat-tenfänger von Hameln”). Finalmente, en ámbito español podemos recordar una parcela lateral y algo olvidada de la producción de Ja-cinto Benavente3.

En diferentes momentos del siglo XX, ha habido versiones ci-nematográficas del asunto, de las que solo cabe consignar aquí las más destacadas: en 1942, Irving Pichel realizó The Pied Piper, fil-me en que un inglés, sorprendido por la invasión alemana de Fran-cia mientras se encuentra de vacaciones en este país, salva a unos niños de la persecución nazi llevándolos a Inglaterra; en 1957 se estrenó The Pied Piper of Hamelin, película musical de Bretaigne Windust de producción estadounidense; en 1972, el realizador francés Jacques Demy realizó otro filme, con el mismo título y de producción estadounidense-británica, con el cantante Donovan en el papel principal. Traigo a colación la vertiente de las reelabora-ciones cinematográficas no por afán de exhaustividad ni por amor de digresión, sino porque este ámbito reviste especial interés para la génesis de la pieza de Mayorga: la combinación del cuento de Hamelin con una narración trágica y ensombrecida por la pedofilia también se ha ensayado en El dulce porvenir, filme canadiense de 1997 firmado por Atom Egoyan (The Sweet Hereafter, en el origi-

3 Cf. Espín Templado 1993.

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nal) y basado en una novela de Russell Banks (en español, Como en otro mundo, Barcelona, Anagrama, 1994), que sin embargo no evocaba al flautista. Más que la polifónica novela del escritor esta-dounidense, en efecto, nos interesa el filme, pues fue en este último donde Mayorga encontró elementos decisivos para su inspiración.

En la película, casi todos los niños de Sam Dent, olvidado pue-blo de la Columbia Británica, la provincia más occidental de Ca-nadá, fallecen en el trágico accidente en que se ve involucrado el autobús escolar, que se hunde en las aguas heladas de un lago. Solo se salva Nichole, una adolescente de 15 años. La superviviente trae en el cuerpo paralizado y confinado en silla de ruedas las secuelas del accidente y en el espíritu la memoria de lo innombrable, es de-cir, los abusos sexuales de su padre. A él se añade otro “flautista”: Mitchell Stephens, abogado especializado en daños y perjuicios. El hombre, que mantiene una pésima relación con una hija adicta a las drogas, llega desde la ciudad un tiempo después de la tragedia para entrevistarse con los vecinos de Sam Dent y llevar a juicio al Ayuntamiento o a la empresa productora del vehículo en el que han perecido los niños. Stephens logra convencer a más de una fa-milia para que participe en la demanda judicial y así conseguir una indemnización cuantiosa. Pero a la hora de hacerse con un testi-monio decisivo, la declaración judicial que se le toma a la única superviviente, el plan del letrado se malogra: Nichole afirma que el día del accidente la conductora del autobús conducía muy de prisa, prestando una declaración falsa encaminada a frustrar por comple-to la codicia de su padre, del abogado y de gran parte del pueblo. Son patentes los elementos de continuidad con el cuento tradicio-nal, enfatizados por la mise en abîme que en cierto momento de la intriga convierte a Nichole en narradora del mismo Hamelin, a par-tir del poema de Browning y con el auxilio de las ilustraciones de Greenaway: la muerte colectiva de los niños, que se ahogan como las ratas de la fábula; la condición física final de la propia adoles-cente, inmovilizada de la cintura para abajo, lo que trae a la memo-ria al niño cojo, uno de los pocos en salvarse, de una de las versio-nes tradicionales de El flautista (precisamente la retomada por Browning); la responsabilidad de los adultos, cifrada primero en su trágica inadecuación para cuidar de la prole y posteriormente tras-ladada a la manera en que se enfrentan al drama de una vida rota, incluido Stephens; finalmente, la presencia de un núcleo oculto e inquietante, con una implicación sexual del asunto, ahora explici-tada, implicación que como es sabido suele acechar en los cuentos

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tradicionales, sin que El flautista de Hamelin resulte una excep-ción4. En el filme de Egoyan, la mentira de la niña impide que prospere el pleito y, aun siendo en primer lugar una venganza con-tra el padre, también resulta un paso en el camino hacia el cierre de aquellas heridas – la pérdida, el desconsuelo – que la celebración del juicio habría mantenido forzosamente abiertas.

En relación a nuestras argumentaciones, un dato prevalece sobre todos los demás en la película de Egoyan: la conexión entre la pe-dofilia, con el agravante del incesto, y el cuento del flautista. Asi-mismo, es visible la relevancia del tema de la incomunicación en-tre el mundo infantil y el adulto, cifrado en el silencio de los impe-netrables paisajes nevados del lugar. Pero Egoyan no circunscribe el tema de la incomunicación a la colectividad de Sam Dent y, con Banks, lo eleva al rango de problema generacional5. El mismo abogado que llega de la ciudad para interpretar cínicamente su rol profesional, ha dejado desde hace tiempo de entenderse con su hija. Una parecida ramificación del tema (liberado de las específi-cas raíces históricas y sociológicas que permitían relacionarlo, de manera especial, con una determinada generación norteamericana) vuelve en Mayorga, pues ni el juez que busca la verdad y quisiera imponer su justicia, ni la profesional de la ayuda, la psicopedagoga Raquel, consiguen hacer mella en el silencio del niño presuntamen-te víctima de abusos. Además, al juez le resulta imposible encon-trar las palabras para relacionarse con su propio hijo Jaime. Por otro lado, y a diferencia de lo que ocurre en la película de Egoyan, el desenlace de la pieza teatral no presenta una salida compensato-ria ni claramente definida, y está connotado por cierta ambigüedad.

Es posible aducir, por reconocimiento del propio Mayorga, otra sugestión cinematográfica en lo que concierne el bosquejo y final conformación del juez Montero: el sufrido policía que protagoniza Aflicción (Affliction en el original), película de 1997 como El dulce

4 Recuérdense al menos las posiciones de Bruno Bettelheim, quien en su li-

bro The Uses of Enchantment: The Meaning and Importance of Fairy Tales (1976), en español Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1996), mantiene que los cuentos de los Grimm son representaciones de mitos freudianos. Según otros estudiosos, aquellos cuentos contendrían el legado de mitos más antiguos y símbolos derivados de la tradición alquémico-hermética. Esta interpretación ya se encuentra en alquimistas de los siglos XVIII y XIX; cf. Sermonti 2009.

5 Los padres pertenecen a una generación que, después de “matar” a sus pa-dres, quiso “matar” a sus hijos porque les recordaban que había llegado el mo-mento de crecer, como sugiere Mora Díez 2004: especialmente 563-564.

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porvenir – aunque de producción estadounidense –, dirigida por Paul Schrader, quien además firma la adaptación del guion. Inter-pretado por un expresivo Nick Nolte, posiblemente en su mejor prueba actoral hasta la fecha (aunque el Óscar se lo llevaría un se-cundario, el James Coburn que encarna al padre del protagonista), un derrotado hombre de ley llamado Wade Whitehouse sospecha que tras un mortal accidente de caza puede esconderse un complot. Hijo vejado por un padre alcohólico y violento, a su vez incapaz de establecer una relación auténtica con su hija Jill, de la que ha per-dido la tutela, Whitehouse finalmente no conocerá la redención, fracasando en sus conjeturas y en el intento de reconquistar su mundo afectivo. El personaje recuerda la atormentada figura de Montero en algún rasgo puntual, muy especialmente en la proble-mática relación que mantiene con la prole y, en medida menor, con su profesión. No deja de ser llamativo que también en este caso, al igual que en el filme de Egoyan, la película esté basada en una no-vela de Russell Banks (la homónima Aflicción en castellano – Tormenta en italiano –, publicada por Anagrama, Barcelona, en 1992), donde las situaciones resultan potenciadas por el ennui de la vida provinciana. Cierta desesperada necesidad de recuperar la confianza perdida del hijo une, por lo tanto, la figura de Montero a la de Whitehouse, si bien la vivencia de este resulte ostensiblemen-te más dramática y su naufragio sea total y luctuoso. En el filme se brinda, además, como clave interpretativa de todo el drama el ma-lestar existencial de adultos maltratados en su infancia por los pa-dres; la incapacidad de amar y de albergar confianza de Whitehou-se, incluida su terca convicción de que se está tramando algo sucio en Lawford, arraiga en los malos tratos sufridos en la niñez. Ma-yorga, en cambio, deja en la indeterminación el origen de la in-quietud del personaje que ha creado, así como las raíces de su in-capacidad para comunicarse con su hijo.

La incomunicación entre padre e hijo, que, se recordará, Banks y Egoyan habían observado bajo los lentes del dolor y hasta del abuso en El dulce porvenir, en el Hamelin mayorguiano es parte de la incómoda verdad que el espectador va descubriendo sobre Mon-tero, un héroe fallido y sin rumbo (como su nocturno vagabundear sugiere), y que no consigue imponerse a la maraña de la realidad ni obtener resultados tangibles en su actuación. Si bien se mira, en la obra subsiste alguna duda sobre la efectiva, aunque muy probable, culpabilidad de Rivas. En Aflicción las sospechas se revelan infun-dadas, en Hamelin bien puede decirse que la verdad la dice el si-

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lencio. Es evidente, de todas formas, que la apariencia de investi-gación que adquiere la intriga es lo que menos interés despierta en el dramaturgo; la indagación casi se disuelve en lo inacabado, en lo indefinido (según le corresponde a una historia que empieza con una oración negativa), como si el cuadro fragmentario que se con-sigue reunir – fotos, indicios, conjeturas – representara el único lo-gro posible, y el callado sufrimiento de las víctimas la evidencia que prima sobre cualquier otra. De hecho, la investigación judicial no se cierra y el cerco policial no arroja pruebas de sustancia. Aun así, por ambición personal y profesional, a Montero quizás le resul-te cómodo dar por sentada la culpabilidad del investigado. Un re-ceptor de la obra no muy atento podría limitarse a asumir la misma posición. Es patente, sin embargo, el esfuerzo del dramaturgo en desubicar a su espectador ideal, erosionando las certezas de las que pueda presumir. Ello es cierto también por lo que respecta a Mon-tero, el enésimo personaje del teatro mayorguiano movido por buenas intenciones que fracasan (al igual, por ejemplo, que el De-legado de la Cruz Roja de Himmelweg), el enésimo inquisidor de la verdad que, como el Benet de El jardín quemado, arranca de una visión preconcebida de lo que esta es, sin llegar finalmente a de-terminarla a través de los hechos. Atribuir fronteras definidas al mal equivaldría a objetivarlo, exorcizarlo, expulsarlo de uno mis-mo; pero ahora quien personifica la ley no es equitativo, lo cual hace asomar la distancia que corre entre justicia y derecho, patente si el lector se fija en los instrumentos de los que se vale la legali-dad para socorrer a Josemari6. La dialéctica entre esos dos polos remite a las bases filosóficas en que se cimienta el pensamiento de Mayorga, especialmente al discurso político de Walter Benjamin en “Para una crítica de la violencia” (1991a: 23-46).

La investigación del juez conoce dos fases. A partir de un de-terminado momento, ante la dificultad de definir las imputaciones a cargo de Rivas, casi se diría que Montero busca resarcirse con otro culpable, ensañándose con Paco, el padre de Josemari, respon-sable más o menos consciente, quizás mero cómplice pasivo, de que su propio hijo sufriera abusos. Para ello en cierto sentido Mon-tero se sirve de la alianza con la psicopedagoga, en una colabora-

6 Reveladoras las palabras de Montero en el cuadro nueve (Mayorga 2007:

37-38): «Me preocupa el mundo que estamos construyendo para nuestros chi-cos. Por mi trabajo, me ilusiono pensando que puedo hacer algo, pero cada no-che me acuesto con la sensación de que solo doy palos de ciego».

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ción a la que no es ajeno el atractivo físico, aunque este motivo quede apenas insinuado y sin desarrollar. Raquel es otra de las fi-guras de autoridad de la obra despojada de eficacia, con la caracte-rística de resultar el personaje que suscita menos empatía de todos, la figura que el dramaturgo deja más desamparada, quizás por la presunción intelectual que la distingue. En Paco, sin embargo, también puede verse un doble rebajado del propio Montero: al fin y al cabo, uno y otro son padres fracasados.

En resumen, bien puede decirse que en el texto de Mayorga se difumina una frontera significativa: la que se da entre culpables e inocentes. Resulta ejemplar a este respecto el cuadro diez en el que Rivas, el acusado, manifiesta su propio sentir, proclama su inocen-cia y perturba al espectador con la intensidad de su pasión por Jo-semari (Mayorga 2007: 46). Es un momento en el que Mayorga se revela titiritero muy consciente de su papel. Sabe que ha de defen-der a cada una de sus criaturas, incluso a ogros o villains indecen-tes, y así lo hace a lo largo de su obra, con la excepción de la men-cionada Raquel. No creo que a causa de esa actitud demiúrgica el dramaturgo se incline hacia el relativismo, pues in primis el dife-rente grado de culpabilidad de los actantes queda señalado por la diferente gravedad de las heridas que infligen al mundo infantil, en segundo lugar, el desgarro de Montero lo acerca emotivamente al receptor y, finalmente, a lo largo de la obra se aprecia una tensión ética que empuja el destinatario a esforzarse por echar luz por sí mismo sobre los claroscuros de las situaciones.

Cierto es que la difusa culpabilidad y la atmósfera algo sombría de la pièce atañen sobre todo al cosmos de los adultos, que son quienes ejercen el poder y controlan la palabra, a menudo revelán-dose, según José Manuel de las Heras (2005), incapaces «para comprender el mundo de los niños y dar respuesta adecuada a su curiosidad insaciable, a sus recelos y a su absoluta e impostergable necesidad de ternura». No extraña que la verbalización de algunas de sus experiencias por parte de Josemari (quien más bien comuni-ca con sus dibujos) se asimile al cruce de una frontera, come si se tratara de adentrarse en un dominio extranjero7.

Donde se añade otra frontera invisible a la que separa niños y adultos es en la ciudad en que transcurre la acción: una linde in-

7 Cf. Mayorga 2007: 56: «RAQUEL. […] Cuando te comunicó su experien-

cia, Josemari sabía que estaba cruzando una frontera. Ya no puede volver atrás, pero no se atreve a seguir hacia delante».

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traurbana se levanta como una muralla, la que divide los barrios pobres del sur, de las zonas modeladas por la ambición de progre-so, y cuyos hitos son el museo de arte moderno, el nuevo estadio, el auditorio. No me detengo en ello, por haber dedicado ya Bernar-do Antonio González (2007: 13-18; 2010: 74-82) unas observacio-nes específicas al dialéctico entorno urbano en que se ubica la his-toria. Más allá de esta partición territorial, late en Hamelin la con-ciencia de que los fenómenos de la vida social están entrelazados de manera inextricable y que su comprensión se ha vuelto dificul-tosa. Pobreza, ignorancia, indefensión se alimentan mutuamente. Si no hay solución de continuidad entre pederastia, marginación, indigencia económica y cultural, asimismo resulta problemático marcar fronteras en la pieza entre agorá y oíkos, entre destino so-cial y doméstico, entre la familia de Josemari y la de Montero.

La tara más visible del mundo de los adultos, ese mundo que a menudo habla sin decir, tal como se veía en Egoyan y en Schrader, es la ineficacia de la comunicación. El lenguaje de la modernidad, enfermo de tecnicismo y corrompido por el periodismo sensaciona-lista, no consigue dar cuenta de las desgracias que se ciernen sobre determinadas zonas de la urbe y por lo tanto no contribuye a soco-rrer a quienes principalmente las sufren en su carne, sin poseer los recursos para analizarlas. Se trata de un periodismo cuya alianza se busca al principio, confiando en el sentido de responsabilidad de quienes lo ejercen, pero que en sus decepcionantes manifestaciones confunde crónica y literatura8. Es esta solo una faceta del auténtico asunto central de Hamelin: la corrupción del lenguaje.

Resulta reveladora a este respecto la afirmación del Acotador en el cuadro trece, donde el personaje retoma, criticándolas, unas pa-labras de la psicóloga, y donde casi se anula la distancia entre Au-tor y Acotador: «Esta es una obra sobre el lenguaje. Sobre cómo se

8 Cf. Mayorga 2007: 26: «ACOTADOR. Hamelin, cuadro cinco. “El detenido

es solo la punta del iceberg”. “¿Caso aislado o nudo de una enorme red?”. Montero está leyendo el dossier de prensa. Es lo primero que hace cada maña-na: leer el dossier de prensa. Le decepciona el modo en que los periodistas es-tán tratando el caso. “Red”; “iceberg”. ¿Nadie les enseñó la diferencia entre pe-riodismo y literatura? La víspera, después de que Rivas saliese del despacho, Montero ordenó que lo llevasen a una celda incomunicada. Montero no ha que-rido hablar con ningún periodista, pero ha dado instrucciones acerca de lo que se puede decir a la prensa y lo que no se puede decir».

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forma y cómo enferma el lenguaje»9, reza el texto. Igual de signifi-cativo es el informe redactado por la propia Raquel en el cuadro quince10: el lenguaje técnico, lejos de permitir una mejor aprehen-sión de los conceptos, parece aquí deshumanizador e inadecuado para dar cuenta de la tragedia íntima de las víctimas. Incapaz de desvelar los fenómenos, ese lenguaje los oculta. Se capta en el planteamiento, que quizás en la pieza tenga el inconveniente de ser demasiado explícito, la influencia de algunas ideas de Walter Ben-jamin y de Karl Kraus, de las que Mayorga deja constancia en su tesis doctoral (Mayorga 2003).

La necesidad de suspender el lenguaje actual para volver al len-guaje original (entendiendo el adjetivo, en el caso de Benjamin, en un sentido teológico), un lenguaje no dominado por la intención del sujeto ni por la función comunicativo-instrumental, un lenguaje que sea traducción inmediata de las cosas, de su experiencia (y, en nuestro caso, de sentimientos, de lo salvaje de la depredación y del desgarro), todo ello manifiesta contactos con el Benjamin (1991b: 59-74; 1988) del ensayo “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos”, de 1916, y con su tesis doctoral, El con-cepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, de 1917, en un insatisfecho esfuerzo hacia la superación de la frontera entre verba y res. En la visión de Benjamin el lenguaje, al igual que la infancia traicionada del Hamelin de Mayorga, ha perdido la inocencia. En este sentido, en la obra los abusos sobre los niños y la enfermedad del lenguaje se refuerzan mutuamente.

Por lo que atañe al tratamiento que en Hamelin se depara al pe-riodismo, vuelven a la memoria algunas de las lacras que Kraus de-tectó en la prensa de su tiempo, el deleznable dominio de la frase vacua sobre la realidad, un periodismo cuya «fraseología [es] – en

9 Cf. Mayorga 2007: 57-58: «RAQUEL. El tiempo que el paciente necesite

para reconstruir su proyecto de vida. ACOTADOR. “Proyecto”. Está hablando de un niño de diez años. “Proyecto”. La palabra debería retumbar en el teatro. Pa-labras: “Escuela Hogar”, “Dirección General de Protección de la Infancia”, “Derechos Humanos”. Esta es una obra sobre el lenguaje. Sobre cómo se forma y cómo enferma el lenguaje. Al otro lado de la mesa, Raquel sigue hablando. No dice “familia”, dice “unidad familiar”. No dice “Josemari”, dice “paciente”. Raquel sigue hablando y Montero mira por la ventana. En la acera, unos niños juegan al fútbol. Montero se fija en uno que no participa en el juego. Montero desearía romper la ventana para ver mejor o para respirar».

10 Cf. Mayorga 2007: 63-64. Por cierto, un informe resultaba igual de enga-ñador en Himmelweg.

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palabras del escritor austríaco – signo mercantil que hace posible el comercio con el pensamiento» (cit. en Mayorga 2003: 46). Escribe Mayorga (2003: 47) en su propia tesis que Kraus «plantea su lucha como purificación; la autenticidad es el origen que Kraus busca». Muy significativo, a mi modo de ver, es que Kraus se preocupara por la defensa de los niños ante la arbitrariedad lingüística. Ahí te-nemos un nexo manifiesto con la reflexión deslizada en Hamelin.

Ha quedado dicho que es el Acotador quien resalta la centrali-dad del tema lingüístico. En las dramatis personae sobresale esta figura que mediante sus palabras llega literalmente a definir los es-pacios, los tonos y los ritmos del drama, situando de manera pun-tual, al comienzo de cada cuadro, al espectador, al que apela a ve-ces de forma directa. Asimismo, el Acotador interviene, a la mane-ra de un director de escena interno, con comentarios y exponiendo narrativamente las pausas, los movimientos y los estados de ánimo de los personajes. He observado que parece demasiado explícita la crítica al lenguaje, por estar también verbalizada además de esceni-ficada; quizá sea el precio que Mayorga tiene que pagar a la gran funcionalidad del Acotador.

Lo más destacado de esta figura es sin duda el ahorro de deco-rados y la agilización en la presentación de ambientes y situaciones que permite; pero no se trata solo de un recurso económicamente rentable. Podría inducir a evocar la contaminación del cine, por lo demás, como vimos, tan presente en algunos de los modelos con-cretos que Mayorga tuvo en cuenta a la hora de componer Hame-lin. En la nota que precede la pieza, el dramaturgo exterioriza (lite-rariamente) las dudas que albergó sobre su estructura – «“Eso es cine”, me dije. “Eso no puede ser teatro.”» (Mayorga 2007: 7) –, para contar a continuación cómo las dejó atrás: «Hamelin es una obra de teatro tan pobre que necesita que el espectador ponga, con su imaginación, la escenografía, el vestuario y muchas cosas más» (Mayorga 2007: 8). Estas palabras encuentran eco puntual en el in-terior de la obra, especialmente en el cuadro cinco11, y representan tanto un guiño al concepto de teatro pobre acuñado por Jerzy Gro-towski12, como, en otro plano, una concreción inmejorable de la

11 Cf. Mayorga 2007: 28, donde el Acotador se dirige directamente al espec-tador: «Quizá usted, espectador, se haya sentido de ese modo alguna vez [es decir, intimidado]. De usted depende crear esa sensación. Hamelin es una obra sin iluminación, sin escenografía, sin vestuario. Una obra en que la ilumina-ción, la escenografía, el vestuario, los pone el espectador».

12 Véase, en la versión española, Grotowski 2009.

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teoría de la recepción, que ocupa un lugar relevante en la visión mayorguiana del hecho teatral13. Para Hamelin y para muchas obras suyas, vale lo que Mayorga (2000) escribe del teatro de Hei-ner Müller: «Müller entrega el texto a sus intérpretes». Y poco im-porta si varios montajes de Hamelin – tan reducidos a lo esencial de una escena casi desnuda o muy orientados a lo simbólico, como la jaula llena de ratas utilizada por la compañía «Animalario» – han mostrado afinidades visuales con Dogville de Lars von Trier, especialmente en los dominantes tonos negros u oscuros. Cabe re-conocer que en esta obra fue el propio Von Trier quien se dejó se-ducir por las virtualidades de la contaminación genérica, y fue el cine el que se vio desplazado hacia formas (y necesidades) de abs-tracción más propias del teatro.

En realidad, el Acotador tiene mucho del cuentacuentos de un tiempo, su poder de sugestión crece en proporción directa con una mayor complicidad del destinatario y la disposición de este a dejar-se llevar a la visualización mediante el encanto de las palabras. «Sófocles, Shakespeare o Calderón – añade Mayorga en su prólogo a Hamelin – podían convertir el pequeño escenario en una ciudad invadida por la peste, un mar tempestuoso o un castillo polaco. Usaban las palabras como aquellos cuentacuentos capaces de crear en el aire un zapato de cristal o un bosque. Como las usan los ni-ños, que, solo nombrándolo, pueden traer aquí y ahora cualquier lugar y cualquier tiempo» (Mayorga 2007: 9).

En suma, la contigüidad de Hamelin con el cine puede resultar engañadora. Los contactos entre uno y otro son más de contenido, quizás de atmósfera, y formalmente se limitan a una secuenciación en cuadros – ahora determinada por la “escenografía verbal” antes que por mediación de componentes visuales – que presenta eviden-tes discontinuidades temporales y espaciales. En realidad, la ruptu-ra de la ilusión teatral conseguida a través del Acotador relaciona la pieza con un referente poderosamente teatral: la producción de Bertolt Brecht. El autor alemán buscó en repetidas ocasiones el Verfremdungseffekt, un distanciamiento que recordara al público que lo que ocurría en el escenario no dejaba de ser una ficción, por mucho que de ello pudiera extraerse una enseñanza. Brecht, arrai-gándose en parte en la tradición clásica, adoptó varios procedi-mientos para que su destinatario se sintiera distanciado: el aleja-miento temporal e histórico; un específico empleo de los signos

13 Cf. especialmente Mayorga 1999.

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no-literarios de la representación, tales como decorado, vestidos, luces, música; la escasa familiaridad que al público debía resultarle con los asuntos, las situaciones y los personajes escogidos. Valio-sos botones de muestra son obras como Madre Coraje y sus hijos y El círculo de tiza caucasiano, acabadas respectivamente en 1939 y 1945. En Hamelin, este dechado aflora sobre todo en la constante interrupción de la ilusión teatral, en el revelarse del texto como tal. Del escritor nacido en Augsburgo, Mayorga recupera la fuerte ten-sión ética, y antes que rescatar una determinada impronta ideológi-ca nuestro dramaturgo se hace heredero del carácter “humanista” de la lección brechtiana, que, como bien ha señalado Carnevali (2010: 225), «individua nelle vecchie forme del teatro borghese l’impedimento principale a uno sviluppo della coscienza dello spettatore, e di conseguenza dell’individuo all’interno della so-cietà». Recuerdo que el modelo de Brecht es recuperado, y por su-puesto adaptado, también por otros dramaturgos ya activos en los Noventa14. Además, con su talante Mayorga entronca con el traba-jo de autores de generaciones anteriores como Buero Vallejo, Sas-tre y, muy especialmente, Sanchis Sinisterra15. Y no excluiría, a modo de otro elemento de conexión entre el autor de Hamelin y Brecht, la valoración positiva que a este último reconoce Benja-min; convencido de que la verdad había que vincularla menos al discurso que a su interrupción, el filósofo alemán hallaba en esta un fundamento del teatro de Brecht que permitía la transformación del espectador en crítico (Mayorga 2003: 55).

Se ha escrito en alguna ocasión que el Acotador es el portavoz privilegiado de Mayorga en la obra16. En ciertos casos, sin duda, existe una distancia mínima entre uno y otro, como he señalado arriba, y las numerosas reflexiones metateatrales del Acotador (so-bre el empleo de actores niños, el tratamiento del tiempo y otras cuestiones) vienen a corroborar la consciencia de lo teatral que po-see su creador. Sin embargo, no olvidaría que el Acotador también es un personaje más, por mucho que funcione casi como un narra-dor omnisciente. Lo que él transmite es una interpretación de si-

14 Véase Sirera 1999: 371-392. 15 Sobre la relevancia de Brecht en ámbito español, véanse las penetrantes

consideraciones de Sanchis Sinisterra 2002: 95-102; en las pp. 99-100 el autor analiza las técnicas de distanciamiento. Una panorámica de la recepción de Brecht y del teatro alemán en España a partir de la postguerra se encuentra en Acosta Gómez 2003: 2997-3019.

16 Cf. Carnevali 2008: 11.

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tuaciones y estados de ánimo. El espectador avisado no debería aceptar pasiva y totalmente su aun autorizada mediación, tal como con acierto sugiere Gwynneth Dowling (2007). El Acotador subra-ya hasta qué punto los procesos lingüísticos, incluso los mejores intencionados, están adulterados por sus finalidades manipulado-ras. Hemos de creerle cuando lo afirma, pues lo que dice refuerza lo que vemos en escena; pero ¿se puede excluir del todo que el Acotador sea, en cierto sentido, otro posible “flautista”? En defini-tiva, esta articulada figura por un lado echa un puente entre Ma-yorga y su obra, y por el otro traza fronteras entre la ilusión teatral y el auditorio. Posiblemente, a la adopción de este distanciamiento no resulte extraña la naturaleza espinosa del asunto con el que arranca la obra. ¿Acaso la eventual confesión de unos abusos no forcejea con las fronteras mismas de lo representable?

En una entrevista en la que habla ampliamente de Hamelin, Ma-yorga evoca otra película, además de las que hemos mencionado hace poco. Se trata de Ladrón de bicicletas (Ladrones de bicicletas en Hispanoamérica), en la que el dramaturgo vio antes que nada a un padre que lucha por no perder su respetabilidad ante el hijo (Fernandes 2007: 90). En la obra maestra de De Sica y en la reela-boración de la novela de Luigi Bortolini llevada a cabo por Zavat-tini, guionista de la película, se percibía la atención por el drama cotidiano de la miseria y un sentimiento de humana piedad por las criaturas que lo habitan. Quizás algo de esa comprensión, para Jo-semari y sobre todo para Montero, se trasluzca en el desenlace de Hamelin. El gesto final del juez, quien abraza a Josemari, recién encontrado después de la huida de la casa-hogar donde se le había alojado, ha sido interpretado de manera dispar: algunos han insi-nuado que ese abrazo podría incluso manifestar la tentación de lo carnal, un contagio de la corrupción (y es lectura que parece fran-camente desenfocada, aunque la reacción gestual ante el abrazo por parte de los actores que interpretan a Josemari ha variado, en los diferentes montajes, pasando de la complacencia, al enfado, al de-sasosiego)17; para otros aquel gesto es una muestra del lenguaje de los afectos que sustituye al tecnocrático y oficial18, y podría reducir

17 Cf. González 2010: 8. 18 Lo ve así en cierto modo Ruggeri Marchetti 2005: 48, quien considera

que «Montero encuentra en Josemari a un hijo y el pequeño a un padre. Avala nuestra hipótesis el cuento que Josemari escucha apoyando su cabeza sobre el pecho del juez, el mismo que este de pequeño escuchó a su vez de su padre: El flautista de Hamelin». Véase también la reseña a la versión italiana del espec-

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distancias ante el elocuente silencio de los hijos más jóvenes que pueblan la obra19. La ambigüedad es buscada: el signo se llenará de un significado u otro según la lectura que se haga del desenlace. Ello podría extenderse incluso al asunto inicial, la culpabilidad de Rivas: apenas es una duda, pero el propio Josemari podría haber mentido, como sospecha por un momento un abatido Montero20. Probablemente no sea así; de serlo, tendríamos otro punto de con-tacto, cuando menos exterior, con El dulce porvenir de Egoyan, donde la mentira vengadora es el único instrumento que finalmente se le permite esgrimir a la infancia para pagar la doblez de los adultos. En nuestra obra, por otro lado, no es de excluir que el de-seo de venganza esté en la base de la denuncia realizada contra Ri-vas, aunque ello no conlleve que lo que se denuncia sea falso21.

Ante tantos interrogantes, cabe preguntarse si Mayorga no estará en definitiva convirtiendo al auditorio en una suerte de jurado. Apelando al juicio del público, tal como ha señalado B. A. Gonzá-lez (2010: 18), Hamelin y una obra hermana suya, Doubt de Pa-trick Shanley, «se insertan [...] dentro de una tradición que se re-monta hasta los diálogos de Medea y Jasón, de Antígona y Creon-te, inscritos en la retórica forense ateniense». Considero, por mi parte, que el abrazo conclusivo también podría ser la embrionaria tentativa de una recuperación, por parte de Montero, de la relación con su hijo y con su propia infancia. La frontera de la distancia, momentáneamente franqueada, podría aducir a un posible acerca-miento a Jaime. Y ser la revancha del gesto, con su polisémica in-definición, en el marco del supremo arte de la palabra que es el tea-tro para Juan Mayorga.

táculo firmada por Attilio Scarpellini 2007: 24: «Solo il giudice trova in extre-mis la forza di convertire un linguaggio che spiega troppo in uno che, non sa-pendo più come spiegarsi, racconta».

19 Diferente es el caso del hermano mayor de Josemari, Gonzalo, antigua víctima convertida a su vez en instrumento de corrupción.

20 Cf. Mayorga 2007: 39: «Montero. [...] Pero a veces me pregunto: ¿y si to-do fuese un cuento? ¿Y si el niño se lo hubiese inventado todo?».

21 Recuérdese que el autor de la denuncia es Gonzalo (Mayorga 2007: 24-25); su decisión podría deberse al hecho de haberse sentido postergado por el propio Rivas.

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