Entre Panza y Zancas: Sancho y la critica

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QUIJOTES. DISCURSOS, RELECTURAS, TRADICIONES. Actas del Coloquio de la Asociación Peruana de Literatura Comparada (Biagio D’Angelo, org.) 190 ENTRE PANZA Y ZANCAS: SANCHO Y LA CRÍTICA Fernando Rodríguez Mansilla Universidad de Navarra En la historia literaria ellos [don Quijote y Sancho] son dos figuras inconfundibles, la una alargada y aérea como una ojiva gótica y la otra espesa y chaparra como un chanchito de la suerte, dos actitudes, dos ambiciones, dos visiones. Mario Vargas Llosa, «Una novela para el siglo XXI» La lectura de un texto clásico, además de depararnos placer, podría ser hasta cierto punto sorprendente. Ninguno de nosotros lee el Quijote como lo leyeron sus lectores de 1605 (para empezar, leyeron solo la primera parte). Una tradición de lecturas, algunas más acertadas que otras, cubre las páginas del libro como un barniz que, a la vez que le da mucho más esplendor a sus líneas (esto lo sabía bien Borges), lo aleja cada vez más de nosotros. El crítico literario, a todo esto, se halla en una encrucijada: apelar al prestigio del clásico y no discutirlo, o desmitificarlo. Considero necesaria esta labor de desmitificación por dos razones. La primera es que, como bien nos enseñaron los deconstruccionistas, toda interpretación, por más superflua que nos parezca, es sospechosa en la medida en que se inscribe en determinado contexto ideológico. En el caso de nuestro Quijote, o sea el Quijote que hemos recibido, nosotros, sujetos del año 2005, este se encuentra inscrito en la tradición romántica. Así, su protagonista nos parece, ante todo, un individuo patético, un pobre hombre cuyo

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ENTRE PANZA Y ZANCAS: SANCHO Y LA CRÍTICA

Fernando Rodríguez Mansilla Universidad de Navarra

En la historia literaria ellos [don Quijote y Sancho] son dos figuras inconfundibles, la una alargada y aérea como una ojiva gótica y la otra espesa y chaparra como un chanchito de la suerte, dos actitudes, dos ambiciones, dos visiones.

Mario Vargas Llosa, «Una novela para el siglo XXI»

La lectura de un texto clásico, además de depararnos placer, podría ser hasta cierto punto sorprendente. Ninguno de nosotros lee el Quijote como lo leyeron sus lectores de 1605 (para empezar, leyeron solo la primera parte). Una tradición de lecturas, algunas más acertadas que otras, cubre las páginas del libro como un barniz que, a la vez que le da mucho más esplendor a sus líneas (esto lo sabía bien Borges), lo aleja cada vez más de nosotros. El crítico literario, a todo esto, se halla en una encrucijada: apelar al prestigio del clásico y no discutirlo, o desmitificarlo. Considero necesaria esta labor de desmitificación por dos razones. La primera es que, como bien nos enseñaron los deconstruccionistas, toda interpretación, por más superflua que nos parezca, es sospechosa en la medida en que se inscribe en determinado contexto ideológico. En el caso de nuestro Quijote, o sea el Quijote que hemos recibido, nosotros, sujetos del año 2005, este se encuentra inscrito en la tradición romántica. Así, su protagonista nos parece, ante todo, un individuo patético, un pobre hombre cuyo

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idealismo lo vuelve hasta cierto punto ejemplar. A este respecto, los episodios más sobreexplotados de la novela son dos. El primero es el de los molinos de viento, el cual es, para el lector actual, conmovedor, pero que para el lector del XVII era sumamente cómico: los molinos simbolizaban la locura (así lo codifica la emblemática) y he aquí a un loco lanzándose contra lo que precisamente representa su mal. El otro capítulo es el de la liberación de los galeotes, cuya lectura romántica sintetiza Mario Vargas Llosa. En este episodio don Quijote evidenciaría, según nuestro novelista, «su desmedido amor a la libertad, que él, si hay que elegir, antepone incluso a la justicia, y su profundo recelo a la autoridad» (XXI). Sí, don Quijote libera a los criminales convencido de que está en lo correcto, pero cualquier lector competente sabía (o debería saber) dilucidar que lo que ha hecho don Quijote es un exceso ridículo, que en su momento provocó carcajadas tremendas.

La impronta romántica sobre el Quijote ha hecho que la risa se nos quede atascada. A estas alturas nadie se ríe de los locos, por el contrario, a ellos se les compadece. Nosotros desplazamos al género cómico a un segundo plano, pero en los tiempos de Cervantes la risa era considerada terapéutica y la locura inspiraba tratados filosóficos. Sirva este breve preámbulo para hacer patente el hecho de que toda lectura está mediatizada por discursos que se imponen a otros en una vorágine que lleva, en el caso de Cervantes, cuatro largos siglos y toneladas de papel impreso. De todo lo dicho sobre la novela, por cierto, hay relativamente poco escrito sobre el compañero de don Quijote, Sancho Panza. Este, pobrecillo, tradicionalmente ha sido visto como el materialista de la historia (en oposición al idealista que es su amo) y, si bien existen algunos trabajos sanchescos precursores en la primera mitad del XX, la verdad es que Sancho Panza se ha vuelto mayormente atractivo para la crítica a partir de los estudios de Mijail Bajtín. O mejor dicho: a partir de la recepción de las ideas bajtinianas en Francia de parte de algunos hispanistas, los cuales agregaron a su teoría

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carnavalesca un conocimiento privilegiado del folclor hispánico. ¿Cuál es el atractivo de Sancho Panza? Es un villano analfabeto, glotón y goza de una sabiduría popular sintetizada en refranes. Para los filólogos positivistas, Sancho Panza era más que nada una encarnación del pueblo y se le celebraba, mas no se le estudiaba con la severidad y el compromiso que se le tenía a la imagen de don Quijote, en quien los miembros de la generación del 98 (responsables de la constitución del canon literario español en el siglo XX) vieron la encarnación de la nación española misma. Unamuno lo llamaba nuestro señor don Quijote. La historia de cómo el discurso nacionalista español se apropió de don Quijote (y por qué no de Sancho o del bachiller Sansón Carrasco) es fascinante y daría para componer un libro, sin embargo, me desviaría de mi propósito, que es mucho más humilde, como el propio Sancho Panza.

La ola de estudios sobre el buen Sancho, entonces, eclosiona en los años 70. No se descarta que la causa sea la misma que produjo la renovación de los estudios sobre la novela picaresca: el ya legendario Mayo del 68 y todos los cambios experimentados en la década de los 60, de los que el mayo francés es máxima expresión.1 El interés por la contracultura, por lo marginal y, de forma mucho más amplia, por todo lo que oliera a subversión del orden establecido se volvió atractivo (y de hecho lo sigue siendo, al menos a mi juicio). Por esa época también, los 70, Michel Foucault conquista los 1 Maurice Molho lo insinuaba muchos años después cuando evocaba la publicación de su fundamental prólogo «Introduction a la pensée picaresque» a la antología de Romans picaresques spagnols en la Pléiade: «El tomo [el de los Romans…] apareció, y con él salió a la calle el Pícaro francés, en mayo de 1968, lo que no deja de tener sentido» («Qué es el picarismo», 128). Alexander Parker publicó en 1967 Literature and the delinquent, que se tradujo al español en 1972 con el título de Los pícaros en la literatura. En el prólogo a esta traducción, Parker comenta la similitud de la picaresca con el fenómeno de los chicos que se refugiaban en el East Side Village de Nueva York de los años 60, en lo que se vino a llamar por esos tiempos «the runaway revolution» (cfr. 9-10), un antecedente acaso de los okupas de los años 90.

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Estados Unidos con sus estudios sobre cárceles y manicomios, vueltos metáforas de la sociedad moderna. El año 75 vio la luz la Floresta de poesía erótica del Siglo de Oro, de Robert Jammes, Pierre Alzieu e Yvan Lissorgues, que vino a dar un vuelco a varias ideas canónicas respecto de la poesía de los XVI y XVII en España. En 1976 ve la luz el Léxico del marginalismo del Siglo de Oro compilado por José Luis Alonso Hernández, que hizo lo propio en lo que respecta al estudio de la cultura criminal del periodo áureo. En este contexto hay que ubicar la legitimación de Sancho Panza per se como tema digno de estudio. Ahora bien, esto no quiere decir que los críticos de la época hayan producido la panacea a los problemas del hispanismo, enfrascado todavía en cuestiones como cuál es su posición ante los estudios culturales, sus limitaciones, alcances o, simplemente, la definición misma de hispanismo.2 De hecho, nadie puede escapar de los dogmas inherentes a toda escuela o tendencia abrazada: la muestra más patente de ello es que me estoy ocupando de aquella tendencia crítica de la que me siento, en buena parte, cómplice.

Posteriormente, me ocuparé de un aspecto aparentemente insignificante, hasta ridículo si lo tomamos a la ligera, pero que encierra un asunto palpitante para el ejercicio crítico. Todos imaginamos a Sancho Panza como un sujeto gordo y de baja estatura. Tal es la imagen que poseemos de él, inclusive sin haber leído la novela. La iconografía lo ha grabado en nuestras retinas de esa forma. Sin embargo, ¿era realmente Sancho Panza de baja estatura? Que quede claro que la pregunta formulada es simplemente metodológica: nadie espere que diga que sí ni que no tajantemente. El quid de la cuestión no es dar una respuesta concluyente, ya que, lo adelanto, no la hay, sino aprovechar esa pregunta para observar cómo se las arregla el discurso crítico para leer coherentemente, y así poder interpretar, un aspecto

2 Véase respecto a algunos de tales problemas el interesante volumen editado por MORAÑA, Mabel. Ideologies of Hispanism. Nashville: Vanderbilt University Press, 2005.

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de la construcción del personaje que se presenta a todas luces como incierto. Descubriremos que este peliagudo asunto del tamaño de Sancho ha ocupado a más de un crítico y que parte de la labor exegética ha sido la de justificar esa imagen del villano casi enano que algunos ilustradores nos legaron, de acuerdo con su propia lectura del libro.

En primer lugar, ¿qué dice el Quijote al respecto? Hace un tiempo no dudé en afirmar que Sancho no era chaparro3 y más bien apelaba a la descripción que se nos da en el capítulo IX de la primera parte, por medio del comentario del segundo autor (que tradicionalmente se identifica con Cervantes) a las imágenes que ilustran el manuscrito de Cide Hamete Benengeli: «Debía ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas» (I, IX, 144).4 Hasta allí todo bien. Sin embargo, revisando exhaustivamente el libro me encontré, en el episodio de la ínsula Barataria, cuando Sancho va a tomar posesión de la misma, con lo siguiente: «El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente» (II, XLV, 376). En un instante me sorprendió, por supuesto, pero luego recordé que pequeñez, pese al contexto que daría a entender una descripción física, también podía denotar la insignificancia del personaje (a quien el cargo de gobernador, en principio, le quedaría grande) y que, en la lengua del XVII se acostumbraba emplear el sintagma pequeño de cuerpo para referir la baja estatura, como lo hace Quevedo en el Buscón, a cuyo protagonista traeremos a cuento más adelante. Todo era

3 Rodríguez Mansilla, Fernando. «Don Quijote, Vargas Llosa y una crítica de la lectura». Boletín de la Academia Peruana de la Lengua 39 (2005): 107-125. Entonces sostenía: «En ninguna parte del libro [del Quijote] se dice que Sancho Panza sea de baja estatura» (123). Como se verá en las páginas que siguen, precisaré, por honestidad intelectual, la validez de tal afirmación. 4 Todas las citas de la novela cervantina se extraen de la edición de Luis Andrés Murillo que figura en nuestra bibliografía. Indicamos en romanos la parte y el capítulo, y en arábigos el número de página correspondiente.

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(o podía ser) coherente hasta entonces. Pero he aquí que en los epitafios burlescos de la primera parte (ciertamente nadie los lee ya, pero un aspirante a cervantista sí debe hacerlo) me encontré con lo fatal. En el que se dedica al buen escudero («Del Burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza») ubiqué estos versos: «Sancho Panza es aqueste, en cuerpo chico,/ pero grande en valor, ¡milagro estraño!» (I, 607). ¿Conviene hacerle caso al susodicho poeta académico llamado El Burlador? Su poema, así como el resto de epitafios, son paratextos y se ubican en lo que Gérard Genette llamaba «zona de transacción», es decir, el umbral del libro. No pertenecen propiamente a la narración y, en todo caso, su discurso ha de ser puesto en diálogo con el que nos ofrecen sobre Sancho no solo los 52 capítulos de la primera parte que lo preceden, sino los 74 capítulos restantes de la segunda que vienen detrás de él diez años más tarde (1615).

Sin embargo, cabría preguntarse a qué valor se refiere, ya que durante toda la obra el escudero, siguiendo su estirpe villana, es cobarde (aunque él quiere que lo consideremos más bien pacífico) y así se lo hace notar don Quijote, cuando tras liberar a los galeotes, Sancho le pide que escapen a Sierra Morena por miedo a la Santa Hermandad: «Naturalmente eres cobarde, Sancho» (I, XXIII, 277). Y este naturalmente ha de ser entendido como en razón de tu naturaleza de villano. Traeré aquí, de paso, la opinión autorizada de Luis Andrés Murillo, quien en sus comentarios a los poemas que abren y cierran la primera parte, sostiene que al tratarse de composiciones burlescas no han de ser tomadas de manera fidedigna y que de hecho «se alude [en tales poemas] equivocadamente en varios detalles a los personajes y a la acción del libro».5

5 Así lo refiere en la nota 19 a su edición de Don Quijote de la Mancha (65). Otros ejemplos: en los versos de Urganda la Desconocida se dice que don Quijote «alcanzó a fuerza de brazo a Dulcinea del Toboso». En los del poeta llamado Donoso se dice que Sancho Panza escapó de sus obligaciones «por vivir a lo discreto». Otro poeta burlón, el Paniaguado, afirma que don Quijote llegó hasta

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Ahora bien, entre los moralistas de la época, se consideraba la baja estatura como indicio de mala condición.6 De allí que Pablos de Segovia, cuya bellaquería no se puede poner en duda, declare ser «más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre» (209). Por el contrario, nuestro Sancho es caritativo, algo travieso como para estafar, por necesidad económica, a don Quijote con la cuenta de los azotes para el desencanto de Dulcinea, aunque dentro de todo, como nos dice el narrador: «Hombre de bien ―si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera» (I, VII, 125). De quien sabemos sin resquicio de duda que era pequeño de cuerpo es de Sansón Carrasco, cuyo nombre, con ironía cervantina, no le encajaba en absoluto: «Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón» (II, III, 59). El bachiller Carrasco era estudiante y, como nos lo recuerda Pablos de Segovia en el Buscón, la vida universitaria y la bellaquería son en realidad la misma cosa: «No había sino estudiantes y pícaros, que es todo uno» (87). Sansón y Pablos son pequeños y bellacos, como quienes se formaron en Salamanca y Alcalá, respectivamente. Es del todo lógico, dentro de los prejuicios del XVII, que un pícaro estudiante salmantino sea de baja estatura. Esto lo sabía bien Cervantes y lo dejó escrito así. Nótese, además, que Cervantes emplea la construcción grande de cuerpo, dando fe del uso lingüístico de la época.

Hasta aquí nuestra hipótesis en favor de un Sancho Panza no bajo posee cierto asidero. Pero Cervantes nos presenta en la segunda parte del libro esta afirmación, salida de boca de don Quijote, dándole Aranjuez. Ninguno de tales versos tiene correspondencia con los hechos que narra la novela. 6 Debo este dato a la excelente anotación de Ignacio Arellano en su edición de Los sueños quevedianos. Cfr. nota 44 del «Sueño del juicio final» (102), donde ilustra la idea con testimonios de Cristóbal Suárez de Figueroa en El pasajero (1617), Baltasar Gracián en el Criticón (1651-1655) y poemas satírico-burlescos del propio Quevedo.

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consejos a Sancho para gobernar su ínsula: «Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y malicia (II, XLIII, 365). Con esta aseveración nuestra argumentación tiembla. Don Quijote, recogiendo precisamente la idea tan arraigada en la época de relacionar baja estatura con bellaquería establece una relación, para él, natural: Sancho posee una personilla, ergo, es malicioso (y viceversa).

Así, el balance sobre el asunto sanchesco es el siguiente: una descripción completa de la ilustración del manuscrito de Cide Hamete (que es, recordémoslo, la fuente más fidedigna, a juicio del narrador, de las aventuras de don Quijote y Sancho) que niega la baja estatura y más bien propone a un Sancho de piernas largas; una mención a la pequeñez del escudero, que bien se presta a ser leída en sentido figurado; en los umbrales de la novela, la afirmación de un poeta académico –vaya a saber uno si leyó el manuscrito de Cide Hamete o recogió la historia de otra fuente– que se asombra del valor, inexistente, de Sancho dado su tamaño; y por último, una afirmación de don Quijote que relaciona la malicia del escudero con su baja estatura (personilla), lo cual para el sentido común de la época era más o menos obvio. De nuestro breve análisis no se concluye nada definitivo. La pintura del manuscrito de Cide Hamete nos habla de un Sancho distinto al que nos representa don Quijote; por otra parte, ¿habríamos de creer en los versos de El Burlador a sabiendas que muchos otros versos de aquella sección del libro caen en tergiversaciones del argumento del mismo? Como se ve, aplicar la rigurosidad del ejercicio crítico hasta sus últimas consecuencias nos sumerge mucho más en la incertidumbre.

Una opción sensata es asumir la estatura de Sancho como una imprecisión más del Quijote. En última

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instancia, esta formaría parte del resto de imprecisiones que rodean el libro. Nunca sabemos el nombre exacto de don Quijote (aunque de él sí tenemos muchos testimonios a lo largo de la novela sobre su figura flaca y alta): Quijano, Quesada, Quijada, Quejana. Tampoco el de la esposa de Sancho Panza: Teresa Panza, Teresa Cascajo, Mari Gutiérrez. Por comodidad el narrador elige, de entre todos nombres, el de Quijano y nombra al hidalgo así hasta el final de libro. Lo mismo ocurre con Sancho, a quien, según se nos dice, el manuscrito arábigo de Cide Hamete mienta Zancas y Panza aleatoriamente: «Y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos nombres le llama algunas veces la historia» (I, IX, 144). Existe un propósito, bastante recusado en la novela cervantina, de incurrir en lo que Américo Castro llamó «la realidad oscilante». El Sancho de zancas largas y el Sancho bajito conviven en el texto cervantino, sin contradecirse absolutamente. En palabras de Carlos Blanco Aguinaga:

Novelar no significa para Cervantes adjetivar, canonizar, decidir, juzgar, sino crear un mundo, a imagen del que percibimos, que, a partir de su creación, es libre de su creador, mundo fragmentario siempre, pero completo en cada fragmento; mundo que, como el nuestro, se va haciendo fuera de nosotros, mientras nos hacemos en él y en el entrejuego de cada uno de nosotros con los demás. Novelar para Cervantes es, en cierto sentido, dejar hacer y dejar vivir en el mundo creado, mundo de medias verdades y medias mentiras que ningún hombre ha sabido todavía deslindar con satisfacción. (341-342) Con todo lo expuesto, ¿cómo se consolidó en el

imaginario colectivo el que Sancho fuera bajito? Aquí es donde entran a tallar los ilustradores de la obra cervantina. Me he dado a la tarea de revisar el catálogo completo de la exposición El Quijote: biografía de un libro, llevada a cabo en la Biblioteca Nacional de Madrid,

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que recoge las imágenes que se han producido de la novela a lo largo de los siglos. En tales imágenes también hay oscilaciones, more cervantico diríase, sobre todo durante el siglo XVIII. Sancho Panza sale gordo siempre, eso sí, pero su estatura es, en el XVII, a menudo similar a la de don Quijote, que a veces da la impresión de ser más alto por estar a caballo. En algunas otras, Sancho aparece como bajo en contraste con su amo, larguísimo, pero proporcional a la estatura del resto de figuras humanas que lo rodean. La baja estatura de Sancho se estandariza en el siglo XIX y, en adelante, es decir, todo el XX y hasta nuestros días todos los ilustradores seguirán esa pauta.7

Visto con ojos escépticos, la de Sancho bajito es una de esas lecturas que han tenido la fortuna de trascender las páginas del Quijote y ser verdad indiscutible hasta volverse un «contexto» para el lector que recién se acerca a la novela, como afirma Francisco Rico. Este último hace patente la imposibilidad de zanjar el debate sobre Sancho y a su vez el atractivo que suscita:

Podemos hacer nuestra esa «pintura» [la del manuscrito de Cide Hamete] y en adelante imaginar zanquilargo al escudero; podemos repudiarla por completo, como uno de tantos testimonios suspectos, mentirosos o apócrifos que se allegan a lo largo del relato, y atenernos, en definitiva, a

7 Algunos ejemplos, indicando entre paréntesis el número de página del catálogo consultado. Estatura similar: grabado de la edición francesa de 1618 (176); grabado de edición francesa fechado alrededor de 1650-1652 (185); edición española de 1674 (192); grabado de una edición alemana de 1682 (199); portada de la edición española de 1714, reimpresa en 1723 (210, 214). Notablemente bajo: edición flamenca de 1744 (229); edición flamenca de 1746 (233); Sancho casi como un niño en una edición inglesa de 1818 (330); estampa en edición española de 1859 (359); con obesidad mórbida en la edición adaptada de Vicens Vives de 2004 (411); ídem en el dibujo de Salvador Dalí incluido en una edición norteamericana de 1946 (430).

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la silueta que entreveíamos antes de abrir el Ingenioso hidalgo; o podemos quedarnos indecisos y esperar (en vano) de la novela una confirmación posterior. Pero, como fuere, si leemos con una mínima atención, nos es ineludible realizar un careo entre el Sancho del texto y el Sancho del contexto. (270)

Por ello, lo interesante ahora será ver cómo

afrontaron el asunto de la estatura de Sancho Panza quienes se han detenido a analizarlo; es decir, cómo manejaron la diferencia entre el Sancho «del texto» y el del «contexto». De los críticos se espera, en principio, algo de objetividad, pero ya sabemos que tal cosa es una ilusión: la subjetividad del investigador se halla presente desde la elección misma de su tema. Elegir a Sancho Panza como objeto de análisis significa poco menos que un compromiso con el otro, el zafio iletrado, en desmedro de la perspectiva culta y cuasi erudita que ofrece la figura de don Quijote (aprovechado equitativamente tanto por críticos de derecha como de izquierda). Espigaré tres autores, de los considerados canónicos ―y de los cuales he aprendido muchísimo y a los que, por ende, estimo— que se han ocupado del tamaño de Sancho Panza. El primero cronológicamente, Francisco Márquez Villanueva, en sus Fuentes literarias cervantinas (1973),8 abogó por la ambigüedad cervantina (que Leo Spitzer llamó perspectivismo). Explicaba que Zancas se refería a la tradición folclórica del villano de pies grandes (recuerda para el caso al rústico pastor llamado Gil Pata). Su comentario es el siguiente:

La vacilación homófona Panza-Zancas (gordo-flaco) viene a constituir así un puro signo literario en el que Cervantes acumula más de un tornasol irónico. Palpamos en él

8 El capítulo de donde se extrae la cita, sin embargo, fue publicado inicialmente como artículo en Anales cervantinos 7 (1958): 123-155.

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la tentación de otra síntesis paralela del tipo listo con el tipo tonto, aun a pesar de su escasa verosimilitud física (Sancho solo será recordado como hombre gordo) […] Altamente significativa en diversos rumbos, la ambigüedad Panza-Zancas equivale, además, a extender la partida de nacimiento de Sancho en lo relativo a sus orígenes literarios. (33)

Es evidente que Márquez Villanueva elude el

asunto propiamente del tamaño y más bien lee zancas como síntoma, ya no de piernas largas, sino de delgadez. Es una postura prudente ante la cuestión. De paso, establece la pauta interpretativa de los próximos autores que referiremos: reforzar la dicotomía, con referente textual, Sancho gordo/Quijote flaco con la dicotomía, susceptible de debate, Sancho bajo/Quijote alto para expresar las dos cosmovisiones opuestas. Vale la pena indicar que suscribo totalmente la idea de dos posturas distintas, la del amo y la del villano, ante el mundo; lo que me interesa resaltar es el afán de agregar esa segunda dicotomía bajo/alto. Se trata de un esfuerzo que nos indica no solo que nos hallamos ante lectores agudos, sino que estos leen en función ya no tanto del texto como de intereses superiores, a saber: los de la hermenéutica.

Aquí es cuando descubrimos que la lectura académica es, ante todo, un acto de fe. Otra muestra de ello, siempre con la novela cervantina (que, como se verá, ha sufrido de todo durante cuatro siglos), es la del capítulo IV de la primera parte. Don Quijote se ha encontrado con un labrador que azota a su criado, llamado Andrés porque a este se le pierden las ovejas que le manda cuidar. Nuestro caballero, amenazando al susodicho labrador con su lanza, lo obliga a desatar al muchacho y que le pague a este lo que le debe. Escuchemos al narrador cervantino:

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El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello (I, IV, 96).

¿Acaso Cervantes no sabía multiplicar? Cosa

improbable, ya que durante su cautiverio en Argel era profesor de matemáticas de los hijos de su amo moro. En las primeras ediciones el error de cálculo persistía y solo posteriormente se corrigió setenta por sesenta. La explicación más sencilla, y no es necesario ser filólogo para ello, es que se trata de una errata de impresión, un lapsus del cajista. No obstante, este pasaje devanó los sesos a más de un comentarista de la novela. El más solvente de ellos, Martín de Riquer, haciendo honor al principio de la lectura como acto de fe, sostenía que Cervantes había puesto ese error matemático en boca de don Quijote adrede, con el objeto de favorecer al pobrecillo de Andrés. De este tipo de pericia interpretativa se ha erigido la institución literaria. A los críticos nos importa (porque aquí la tercera persona plural es insostenible) que lo escrito sea no solo coherente, sino sobre todas las cosas, verdadero, pues somos logocéntricos. Tenemos fe en lo que escribió Cervantes y creemos en su palabra. Lo curioso, volviendo a nuestro problema sanchesco, es que Cervantes dijo y no dijo que Sancho fuera alto o bajo. Dejó el asunto allí, flotando en el océano de la duda, como dejó también en tinieblas el nombre de la aldea de don Quijote. Buscarle, en todo caso, una interpretación literaria al despiste matemático o intentar descubrir el supuesto enigma detrás de aquel lugar de la Mancha que no quería recordar el narrador es seguirle los pasos al héroe cervantino cuando leía la intrincada prosa de Feliciano de Silva: «Con estas razones [aquello de “la

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razón de la sinrazón que a mi razón se hace, etc”] perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello» (I, I, 72).9

Prosigamos con nuestra pesquisa. Maurice Molho, en Cervantes: raíces folklóricas (1976) sigue la senda de Márquez Villanueva y vuelve a la disputa interminable sobre Sancho Panza/Sancho Zancas. En su caso, advierte que la elección entre poner en primer plano la panza o las zancas no es gratuita porque supone determinado rasgo psicológico: un Sancho de barriga prominente asegura su ingenuidad villana y, por el contrario, un Sancho alto equivale a alguien más bien pendenciero. En sus propias palabras:

¿Un tripudo inocentón o un zanquilargo astuto? […]. De hecho, la panza ha desterrado las zancas y solo sobresale en nuestra representación la imagen del Panza, o sea del Sancho Panzudo, sin que nada haya quedado del efímero Zanquilargo. Sin duda, el contraste zanca/panza, reductible a zancudo/paticorto, por el que

9 Sobre el enigma del anónimo lugar de la Mancha contamos con la proclamación de Villanueva de los Infantes, cuyo eslogan turístico el año 2005 ha sido «El lugar de la Mancha». El descubrimiento se llevó a cabo gracias a un estudio que resuelve el «acertijo» que supuestamente planteó Cervantes. Según se dice, un grupo de científicos aplicó las teorías más modernas y avanzadas, teniendo en consideración, por ejemplo, «la velocidad a la que don Quijote y Sancho marchaban a lomos de Rocinante y del rucio, que venían a ser, afirma el estudio, 31 kilómetros en días de verano y 22 en días de invierno». ¿No habría que decirles a estos buenos especialistas que el Quijote no es una novela realista y que, por tanto, no se ajusta a este tipo de análisis? Han afrontado el texto cervantino como si fuera un problema matemático y no lo es en absoluto. Los escritores del XVII, incluido Cervantes, no cataban en detalles como esos. La información sobre el dicho estudio proviene de: <www.albacity.org/quixote/villanueva-infantes-quijote-2005.htm>.

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Sancho se desdobla adversativamente, ha acabado integrándose en una contradicción contrastiva de mayor extensión, la de un personaje binario alternativamente zancudo y paticorto que, desdoblándose a su vez, suscita las figuras antitéticas y complementarias de don Quijote y Sancho Panza. (255)

Vemos otra manera, quizás más perspicaz que la

de Márquez Villanueva (aunque con el demérito de ser publicada algunos años más tarde) de explicar la imprecisión cervantina y darle un vuelo teórico mucho más patente. Contradicción contrastiva suena a término tomado del lenguaje de la semiótica, que por esa época todavía primaba en nuestras facultades, y ni qué decir del adjetivo binario que tanta fortuna tuvo en el discurso crítico estructuralista. Molho, por cierto, es mucho más conciente de la leyenda que pesa sobre los lectores. Se infiere, igualmente, que para ambos críticos el debate sobre el tamaño de Sancho Panza hay que zanjarlo de una vez por todas en una sola página. Nosotros, en cambio, le destinamos algunas más porque pensamos que releyendo la crítica y revisando sus presupuestos y condiciones enunciativas podemos aprender mucho sobre nuestra propia tarea.

El tercer y último crítico al que traigo a cuenta es uno de mis favoritos y a quien, lo confieso, reconozco como uno de mis gurúes (junto a Maurice Molho y Marcel Bataillon) en el espectro del hispanismo. Augustín Redondo, en un artículo publicado en 1978 (como se ve esta década fue prodigiosa y esencial para los estudios sanchescos) se enfrentó diametralmente al problema de la estatura de Sancho Panza. Su comentario al célebre pasaje de la pintura que ilustra el manuscrito de Cide Hamete es el siguiente:

De tal modo, Sancho sería tanto el zancudo [por las zancas largas] como el panzudo.

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Pero tal geminación no podía sino fallar, pues las dos características vienen a excluirse. Zancudo no puede serlo más que el alto, flaco y cuaresmal don Quijote. El carnavalesco Sancho Panza no puede ser sino panzudo y paticorto. Y, en efecto, en todo el libro no vuelve Cervantes a aludir a la otra imagen del campesino. (469)10

Si bien luego Redondo observa, sagazmente, que

el físico de Sancho cambiaría y se alargaría (pareciéndose más a don Quijote tanto en cuerpo como en espíritu, durante su gobernación en Barataria, a causa de la dieta del doctor Pedro Recio), interpreta siempre los hechos a luz del presupuesto de que el villano es paticorto, o sea bajo. Lo que me interesa poner de relieve aquí es la seguridad del crítico aferrado a la teoría carnavalesca y leyendo cómodamente desde ella. En la lectura de Redondo, me parece, se hace mucho más evidente que en las otras dos (la de Márquez Villanueva y la de Molho) la convicción, común a Martín de Riquer y a otros tantos preclaros cervantistas, de que el autor ―ese todavía para nosotros misterioso Miguel de Cervantes— no puede equivocarse y que sus criterios de composición han de ceñirse inexorablemente a los modelos hermenéuticos al uso. Con todo, el problema que afronta día a día el crítico literario es que la praxis literaria es previa a toda enunciación teórica y que la literatura no obedece a reglas o mecanismos tan rigurosos como los que el discurso científico del que bebe nuestro oficio pontifica.

10 Si bien extraigo la cita de un libro publicado en 1997, este es fruto de la compilación de trabajos de Redondo que se remontan a muchos años atrás. Él mismo advierte, al inicio del volumen, el origen de los capítulos. El que refiero aquí se publicó con el título «Tradición carnavalesca y creación literaria: del personaje de Sancho Panza al episodio de la ínsula Barataria en el Quijote». Bulletin Hispanique 80(1978): 39-70.

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La única verdad es que, según el texto del Quijote de 1605, para el narrador de nuestra novela 7 por 9 son 73 y que Sancho Panza puede ser, a pesar de los críticos, tanto de zancas largas como bajito. Desde esa óptica, la literatura no luce tanto como aquel edificio armonioso que la historiografía ha erigido, sino que se parece mucho más a la serpiente que los antiguos llamaban ouroboros: se muerde la cola y no hay de dónde cogerla. En otras palabras, la literatura se pregunta y se contesta a sí misma, y así pervive al margen de la hermenéutica. Por ello, no habría de sorprendernos que Andrés Trapiello en su excelente, y muy reciente, novela Al morir don Quijote (2004), que pretende ser algo así como la tercera parte del libro, zanje la discusión en favor no de la crítica, sino del buen Cervantes y con él en favor de la propia literatura:

Todo lo flaco y cecial que era don Quijote, era Sancho craso y lúcido. Tenía una figura extraña. Era largo de piernas, pero de brazos cortos, y con un abultado abdomen. Por las piernas se le hubiera tomado por alto, pero en todo lo demás parecía achaparrado, con aquella cabeza suya de esférica perfección y pegada al tronco por un cuello ancho y corto. (33)

En conclusión, ni bajo ni alto, sino todo lo contrario. Decir que Sancho Panza no era de baja estatura, es decir una verdad cervantina. Decir que era bajito, como cree todo el mundo, es una verdad que tampoco negaría Cervantes, en razón del juego de espejos que es su escritura. Los únicos que, dados los presupuestos de su oficio, se encontraban en un verdadero aprieto y debían (debíamos) enderezar el tuerto, y lo han (hemos) hecho con todos los recursos a mano, son (somos) los críticos. Mi función aquí ha sido ponerlos (ponernos) en evidencia ejerciendo un poco de metacrítica. Espero que la pregunta, en apariencia ociosa, sobre la estatura de Sancho haya iluminado,

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como era mi propósito, un aspecto algo cruel, pero verídico, que envuelve el vano oficio que es también la lectura académica. Finalmente, discutir ciertas ideas preconcebidas de la institución literaria dentro de ella misma no nos hará más libres, pero sí más lúcidos. Estas dificultades forman parte de las razones por las cuales Cervantes sigue vigente y su creación todavía suscita interrogantes. Haciendo honor al título de una comedia perdida del alcalaíno, no queda sino pensar que su escritura opera como un auténtico engaño a los ojos.

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