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La espiritualidad sacralnentaI, hoy JOSÉ LUIS LARRABE Vicario episcopal 1. DIÁLOGO y RECONCILIACIÓN Es esencial a la religión cristiana el diálogo: no sólo entre Dios y el hombre, sino también de los hombres entre sí: de principio a fin la Biblia nos revela esta verdad. De ahí que en la Iglesia se deba poner de relieve este dato fundamental, reve- lado y revelador de esta redención-reconciliación. La iniciativa es de Dios; es Dios mismo el primer interlo- cutor de este diálogo amigable, el cual por pura benevolencia gratuita se dirige a nosotros dialogando y salvando. En esta Alianza el hombre no es sólo objeto, sino también sujeto per- sonal que responde (mejor diríamos que corresponde) dialoga1- mente. Intervenciones divinas sacramentales, todas ellas Las intervenciones sa1víficas de Dios son todas ellas sacra- mentales, es decir, ofrecen la gracia de Dios en visibilidad, en formas sensibles, apreciables por el hombre como tal, históricas, enmarcadas en el tiempo y en el espacio, mediante signos (pa- labras y gestos) que significan y contienen (ofrecen) la salvación para el hombre. De muchas maneras habló Dios e intervino en el Antiguo Testamento; últimamente lo ha hecho a través de su Hijo (se REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 43 (1984), 571-596.

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La espiritualidad sacralnentaI, hoy

JOSÉ LUIS LARRABE

Vicario episcopal

1. DIÁLOGO y RECONCILIACIÓN

Es esencial a la religión cristiana el diálogo: no sólo entre Dios y el hombre, sino también de los hombres entre sí: de principio a fin la Biblia nos revela esta verdad. De ahí que en la Iglesia se deba poner de relieve este dato fundamental, reve­lado y revelador de esta redención-reconciliación.

La iniciativa es de Dios; es Dios mismo el primer interlo­cutor de este diálogo amigable, el cual por pura benevolencia gratuita se dirige a nosotros dialogando y salvando. En esta Alianza el hombre no es sólo objeto, sino también sujeto per­sonal que responde (mejor diríamos que corresponde) dialoga1-mente.

Intervenciones divinas sacramentales, todas ellas

Las intervenciones sa1víficas de Dios son todas ellas sacra­mentales, es decir, ofrecen la gracia de Dios en visibilidad, en formas sensibles, apreciables por el hombre como tal, históricas, enmarcadas en el tiempo y en el espacio, mediante signos (pa­labras y gestos) que significan y contienen (ofrecen) la salvación para el hombre.

De muchas maneras habló Dios e intervino en el Antiguo Testamento; últimamente lo ha hecho a través de su Hijo (se

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 43 (1984), 571-596.

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nos dice en la Carta a los Hebreos 1,2). Es en Cristo donde la Alianza adquiere cuerpo y visibilidad suprema. En El se dan cita perfectamente ambos aspectos fundamentales de la Alianza: la invitación divina y la respuesta humana al amor; el aspecto descendente (Dios desciende y condesciende en Cristo) y el as­pecto ascendente: oración y culto (litúrgico y ético: el culto a Dios en la vida, en el mundo, no sólo en el templo).

Tres consecuencias:

l.a Todo el poder salvífico de Dios está en Cristo: Cristo es toda la gracia de Dios en visibilidad. La humildad y debi­lidad de la Encarnación no quiere decir debilidad o disminución salvadora, ya que todo el poder salvador de Dios está concen­trado y ofrecido en Cristo humanamente, es decir, sacramen­talmente.

2.a No hay otro sacramento de Dios que Cristo; o, en todo caso, por participación en él: los siete sacramentos no son otros sacramentos, separados y distintos de Cristo, sino sacramentos unidos a él, significativos y operativos con El.

3.a Así como en Cristo hay dos aspectos (humillación pro­pia y elevación por parte del Padre), así también en los sacra­mentos hay participación en ambos misterios, íntimamente uni­dos, del misterio pascual: de mortificación y resurrección.

El Espíritu de Cristo

En estas formas visibles, sacramentales, Cristo glorioso nos envía el Espíritu de Dios, creador y dador de vida: Espíritu de amor.

La Iglesia es la primera realidad sacramental terrestre de la que Cristo glorioso hace uso para significar y realizar visible­mente la salvación de los hombres: ¡qué confianza depositada por Cristo en la Iglesia y qué responsabilidad para ésta ante el mundo, pudiendo servir de atracción o de pantalla! De esta forma continúa visiblemente la encarnación entre nosotros y esta visibilidad de Cristo en la Iglesia, su Cuerpo (Col 1,18), es con­veniente para la forma humana de ser: de espíritus en condi-

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ción corpórea, 110 sólo de espíritus, no somos puras conciencias no encarnadas.

La voz de la Biblia y los Padres

Ya San Pablo resumía toda la revelación y salvación de Dios en «este misterio que es Cristo entre vosotros, esperanza de la gloria» (Col 1,27), y en esa misma carta (que es cristológica, pero también eclesiológica) dice: «El es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación; porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles e Invisibles ... todo fue creado por El y para El; El existe con anterioridad a todo, y todo tiene en El su consistencia. El es también la Cabeza del Cuerpo: de la Iglesia ... Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar por El y para El todas las cosas» (Col 1,15-20).

Tertuliano concibe la salvación como comunión de personas distintas, muy distintas, entre nosotros, como existe comunión y relación entre las distintas Personas en Dios: «donde están los tres, allí está la Iglesia, que es sacramento de los tres» (De baptismo, 6). Y recientemente teólogos especialistas de esta ma­teria, como Semmelroth, añaden: «La Iglesia es el sacramento donde se hace visible la unión de las tres personas divinas entre sí y con nosotros» (cfr. La Iglesia como sacramento original, Dinor, 1963, p. 275).

Los siete sacramentos

Son actos de Cristo celeste puestos por la visibilidad de la Iglesia; con lo cual se supera la visión «cosista» de los sacra­mentos como si éstos fueran cosas o puros ritos, destacándose en su lugar la visión cristiana y eclesial de los mismos al ser actos puestos por Cristo y a través de la Iglesia visible: son misterios de la vida de Cristo en celebración eclesial que sigue prestando a Cristo, su Señor y Cabeza, la visibilidad histórica necesaria para los hombres de hoy. Pero los sacramentos siguen siendo actos salvíficos personales de Cristo en forma de mani­festación visible y eclesiaL La razón de esta posibilidad está en

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que Cristo está por encima del tiempo y del espacio (al mismo tiempo que está dentro de estas dimensiones, pero no atrapado por las limitaciones que en nosotros respecto del tiempo y de lugar): dificultades en nosotros (que no en Cristo) para estar en todo tiempo y lugar.

De esta manera, a través de la Iglesia, el misterio de reden­ción de Cristo es realidad eternamente actual, como su Palabra también lo es. Palabra y sacramento tienen que ser dicha y ofre­cido de forma actual, siempre actual, inteligibles y asimilables por los hombres de hoy: de toda edad y condición.

Los actos de la vida de Jesús, actos teándricos, es decir, del Dios hecho hombre, son eternamente significativos y eficaces: tienen y ofrecen una realidad salvífica indestructible, eternamen­te presente; se ofrecen a todo hombre, en cualquier encrucijada de la vida de cada uno: de los Zaqueas y samaritanas, de las mujeres adúlteras y los Nicodemos de ayer y de hoy; un «hoy» que no se escapa de la posibilidad de presencia de Cristo. Los actos de Jesús, históricamente pasados, son sacramentalmente presentes en todo tiempo y lugar; aquellos actos y misterios de la vida de Cristo, ahora glorioso, se manifiestan como actos de culto y salvación en y por la Iglesia; en y a través de los sacra­mentos, aunque no sólo por éstos. Pero en ellos Cristo glorioso está presente bajo apariencia humilde: agua, pan, vino, etc. En los sacramentos se verifica el encuentro inmediato entre el Se­ñor glorificado y nosotros, todavía no glorificados, sino terres­tres y a veces «terrenos» ...

Por eso, en la celebración de todo sacramento, primero hay que hacer memoria de Cristo, de su vida y doctrina, de su ejem­plo y sus misterios históricos, para luego presencializarlos como ofrecimiento real y actual (aunque misterioso y sacramental), y así darles sentido y plenitud escatológica: son pronósticos de la salvación final y definitiva. Pasado, presente y futuro se dan cita en el sacramento.

Consecuencias

1. El protagonismo es de Dios: originalidad del Padre, con la Sabiduría del Hijo y la fuerza del Espíritu Santo, Espíritu de amor.

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2. Si los sacramentos dan la grilcia que significan (D 849), hay que mirar y cuidar esa su significación revelada y captada en fe (no debiendo polarizarse el tema sólo en la eficacia ex opere operato).

3. Son impensables los sacramentos sin contacto con Cristo y con la Iglesia, sin una experiencia cristiana y eclesial: es ne­cesaria para los sacramentos «la intención de hacer lo que hace la Iglesia» (DS 1312 y 1611); la Iglesia tiene esta intención salvadora de Cristo, la Iglesia es y debe ser esa intención. La Comisión internacional de teólogos ha demostrado recientemen­te que es desde la fe de donde proviene normalmente esta «in­tención»; si la falta de fe fuera formal y explícita (a veces hasta agresiva) habría, dicen 1 dubium facti de que se dé y exista esta «intención de hacer 10 que hace la Iglesia». Este tema es de rabiosa actualidad en algunos sacramentos, como por ejemplo el del matrimonio, en la situación actual de tantísimos bautizados ...

4. El sacramento es relación personal de encuentro con Dios, contacto inmediato con El (en fe, esperanza y caridad), a pesar de, mejor diríamos gracias a, la mediación sacramental (a falta todavía de la visión directa de Dios sin mediación alguna: 1 Jn 3,2).

5. Toda la economía de salvación tiene estructura sacra­mental: la solidaridad con el pobre, la ayuda mutua, el servicio a los hermanos, sobre todo los más necesitados; el compromiso por la persona y el bien común, etc., un largo etcétera del que no se excluyen más que los signos del pecado: . sólo ellos están excluidos de esa amplísima sacramentalidad salvadora para el hombre.

6. En los sacramentos, bien celebrados, tiene que darse la intersubjetividad positiva: es la que se da cuando -si se orien­ta bien la reunión o la ce1ebración- las personas menos dota­das quedan elevadas al rango moral de las más elevadas, en este caso de Cristo: «a ver si por fin tenéis los mismos sentimientos que Cristo Jesús ... » (Pil 2,1 ss.).

7. Los sacramentos, todos ellos, se prestan a la concreción personal del ofrecimiento de la salvación a este hombre con un nombre concreto (lo cual no está reñido con la dimensión comu­nitaria que es esencial y vital a todo sacramento, por muy in-

1 COMo Il'ITIlRN. TEOL. en «Gregorianum», 59 (1978), 454·464.

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dividual que parezca). La esencia misma del sacramento se de­fine por tener a este hombre como destinatario concreto. Y esto interesa a todo hombre que viene a este mundo: desde ahí, desde el lado personal, se participa en lo comunitario. Pero nadie es indiferente a sí mismo; no somos insensibles a la pro­pia salud y salvación, si bien queremos la de todos los demás y trabajamos por ella. Dios quiere encontrarse con cada uno de nosotros y quiere edificar la comunidad definitiva de salvación: la dimensión personal y comunitaria no se excluyen, sino que se abarcan mutuamente.

8. El sacramento es, pues, el acto salvífica de Cristo, pero no ya considerado en sí mismo, objetivamente o en abstracto, sino relacionado con este hombre, cualquiera que sea su situa­ción y circunstancias, pero que se abre a la gracia interiormente. El sacramento es el acto de Jesucristo en cuanto que por la Iglesia y en la Iglesia se dirige a este hombre concreto señalado por el sacramento visible (S. Tomás, Suma Teal. I1I,70,3 ad 2).

9. Aunque la iniciativa salvífica y sacramental es de Dios, por la parte humana se requiere apertura y libertad, respuesta y aceptación, agradecimiento y responsabilidad: también humildad, ya que Dios se nos ofrece en apariencias muy humildes: «¿no es éste el hijo del carpintero?», deCÍan despectivamente algunos de los oyentes, mientras que otros aceptaban a Dios en Cristo. En lo más íntimo de la historia de cada uno de nosotros, Dios realiza -no por sí solo, sino en diálogo con nosotros- sus de­signios salvíficos; y 10 hace de tal manera que los hombres pue­dan conocer y reconocer la divinidad y humanidad de sus in­tervenciones salvadoras, por tanto, sacramentales todas ellas. Dios realiza la salvación humana, primero, significándola con su Palabra; Dios se acerca al hombre en forma humana, ha­blando y dialogando; y si Dios se nos acerca hablando y pro­metiendo su gracia es porque quiere salvarnos: revelación de Dios y voluntad de comunicación de su gracia no se intenumpen por parte de Dios: si nos habla de salvación es porque quiere dárnosla. Si falla no es por la parte de Dios.

Palabra y sacramento

La salvación se nos ofrece oculta en acontecimientos y figu­ras terrenas (sacramentos: no sólo los siete). De ahí que sea

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necesaria la palabra que los interpreta y la fe que escudriña esa salvación oculta. Sólo en la palabra y por la palabra se nos re­vela esa dimensión oculta salvadora, eclesial, sacramental. De ahí que hagan falta profetas, reveladores de 10 oculto; profeta no es sólo el que adivina el futuro, sino el que lee la profundi­dad de lo actual, siempre actual: la salvación. Hacen falta, tam­bién hoy, profetas que interpreten al pueblo cómo llevar a cabo en la historia concreta de ese mismo pueblo aquella promesa de Dios: «Yo seré vuestl'O Dios y vosotl'OS seréis mi pueblo» (Lev 26,11-12; Jer 7,23; 11,4; 24,7; 31,33; Ez 11,20; 14,11; 37,27; Os 1,9), etc.

En Cristo se dan cita la invitación divina al amor de 108

hombres y la respuesta humana al amor divino y de los hom­bres entre sí. Cristo es sacramento porque ambos datos, la invi­tación divina a la respuesta total por parte del hombre y la correspondencia humana al plan de Dios, son el constitutivo esencial de la revelación de Dios en Cristo. El hombre Jesús está también de nuestl'O lado, es respuesta humana a Dios Pa­dre y el modo fraternal de la convivencia humana, inaugurada en Cristo: «10 que Cristo comenzó, dice Santo Tomás, está ne­cesitado de continuidad por parte nuestra».

Cristo es la propuesta indicativa del amor de Dios a nos­otros, la posibilidad de gracia y la exigencia imperativa. Y, por nuestro lado, Cristo es la más representativa respuesta humana, la más perfecta respuesta humana de amor a Dios y de los hombres entre sí. Cristo recibe en nombre de todos la invitación divina al amor filial y en nombre de todos da la respuesta más perfecta. Por eso puede ser y es nuestra redención: por ser Ca­beza y compendio representativo de la humanidad entera. Sin esta solidaridad no podría ser nuestro Redentor. En cuanto a nosotros, sólo en unión con él nos será posible la fidelidad a la Alianza de Dios y sólo en él nos es posible hacer Iglesia (LG 1).

La salvación en forma humana, corporal, visible

Todo trato interhumano se da por y a través de la corpo­reidad; aun para influir espiritualmente en el prójimo, para evangelizar y transmitir la fe, son necesarios los medios corpo­rales de comunicación. Todo influjo espiritual requiere siempre

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una acción en forma humana que ha de encontrar su adecuada expresión corpórea. Estamos, pues, en el núcleo mismo de la forma sacramental de la revelación cristiana. Con esto ya están puestos los fundamentos antropológicos de su necesidad o má­xima conveniencia de lo sacramental para que la salvación sea humanamente transmitida y vivida.

Cristo, Iglesia, Sacramentos

1. Todo encuentro humano de Cristo con los hombres era encuenh'o de «Dios con los hombres», en forma auténticamente humana a excepción del pecado (que para ser humano no hace falta el pecado). Y por ser encuentros humanos con el Hijo de Dios tienen una significación y eficacia salvadoras desde Dios. Cristo es Dios mismo traducido y traspuesto (encamado) en forma verdaderamente humana: en términos y gestos de en­cuentro humano. Cristo es verdaderamente hombre: en Cristo hallamos una dimensión en sus relaciones de intersubjetividad con el prójimo. Para los Apóstoles los momentos de convivencia humana con Cristo significaron al mismo tiempo los momentos supremos y decisivos de su historia religiosa de encuentro con Dios. Ejemplos elocuentes de esta afirmación son, entre otros, la última cena, la oración del huerto, la mirada de Cristo a Pe­dro, etc. En estos encuentros corpóreo-espirituales, Cristo se re­fleja como don divino de gracia y los discípulos viven los mo­mentos de más íntima unión con Dios (y de los mismos entre sí).

2. Toda presencia de Cristo es gracia para los hombres; gracia en visibilidad. Y como ahora El, la Cabeza de la Iglesia, se encuentra en estado glorioso junto al Padre, es la Iglesia, su Cuerpo, la que continúa y prosigue visiblemente esta presencia de gracia de Cristo en nosotros. No hay, no puede haber, dis­continuidad, mucho menos total, entre la Iglesia y Cristo; así nos lo decía el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia desde su primera frase: «La Iglesia es en Cristo, sa­cramento de unión con Dios y de todo el género humano entre sí» (LG 1). Si no se pierde esta vinculación con Cristo se ob­tiene en la Iglesia y por la Iglesia pleno desenvolvimiento de la religiosidad; ésta llega a su estado adulto de fe.

3. En Cristo y por la Iglesia adquiere la vida sacramental

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perfiles concretos y humanos. Parecería que la religiosidad adul~ ta de los Apóstoles se inauguraba precisamente con la invisibi­lidad de Cristo después de su ascensión, la cual nos arrebató a Cristo de nuestra experiencia empíricamente sensible y consta­table; Cristo mismo parecería que apunta a esto al decir que «el Espíritu es el que vivifica, la carne en cambio no sirve para nada» On 6,63), expresión que a primera vista parece ir contra la religiosidad sacramental; también cuando dice: «os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu; pero si me voy, yo os lo enviaré» On 16,7). Pero esto, lejos de ser objeción contra la vida sacramental, la corro­bora definitivamente. Veamos de qué manera: lo que a nos­otros nos convenía no era la invisibilidad de Cristo en sí, cuanto la glorificación del que se había encarnado, como la consuma­ción definitiva, eterna e insuperable de la encarnación y, por consiguiente, de nuestra vida sacramental en la Iglesia, que sólo se consumará perfectamente allí donde formaremos la comu­nidad definitiva con él y los demás (1 Cal' 13,12). Pero con an­terioridad a aquel encuentro definitivo no estamos privados, aquí y ahora, de encuentros sacramentales -a nivel verdaderamente humano: corpóreo-eclesial- con el Señor glorificado. Los sa­cramentos tienen esta dimensión eclesial. No estamos lejos, dis­tantes y sin contactos vitales con el Señor glorificado, resucitado y ascendido.

Pero nuestros encuentros personales con El, aquí y ahora, ¿no deberán ser puramente espirituales en fe? ¿No es acaso nuestra religión cristiana una vivencia fundamentalmente de fe y adviento hasta que él vuelva? (Tito 2,13). El adviento y su virtud fundamental, la vigilancia, son características esenciales y virtudes existenciales de la religión cristiana: hay que vigilar, salir al encuentro del Señor que viene, que ahora mismo está invisible: también esta invisibilidad, inherente a su glorificación, es un dato fundamental en la coherencia de los misterios de Dios y que tiene que ser pedagógicamente provechoso para nos­otros: la invisibilidad y silencio de Dios dan mucho que pen­sar ... aquí no vale aquello de que «el que calla, otorga».,.

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n. Los SACRAMENTOS, ENCUENTROS REALES CON CRISTO

Pero hay otro aspecto, ofrecido por la Teología sacramen­tal: el sacramento es un encuentro con Cristo, ciertamente mis­terioso, sacramental, pero no menos real, hasta el punto de que la teología no teme decir afirmaciones sorprendentes al respecto; son éstas: el encuentro sacramental en la Iglesia es un encuen­tro empírico, corporal, localizable, sensible, humano, como el Kyrios glorificado y viviente.

Este espíritu de vigilancia y adviento están sustentados no sólo por la fe (encuentro espiritual en fe), sino también por el sacramento. Después de su glorificación, el Señor recurre, en su Iglesia visible, a elementos terrestres, aún no glorificados y, por tanto, visibles para nosotros. Estos elementos son tan modestos como 10 era el Niño-Dios en el pesebre: el agua, el aceite, el pan, la mano patemal del perdón, el hombre y la muje1'. Cristo recurre a ellos para hacer visible, incluso tangible, su am01' ce­lestial.

Los sacramentos de la Iglesia son, por ello, encuentros em­pÍrico-corp01'ales con el hombre-Jesús glorificado; son una toma de contacto con el Seño1', velada, pero plenamente 1'eal y hu­mana, es deci1', anímico-corporal. Son también celeb1'ación mis­teriosa y anticipada de la pa1'usía.

Como la Ascensión arrebató de nuestro horizonte vital a Jesús, si no hubiese sacramentos, nuestro encuentro con el Kyrios se 1'ealizal'Ía pU1'amente por la fe. Con ello se perdel'Ía para nosotros, los que no tuvimos la dicha de encontramos con El en su vida terrena, una de las dimensiones irrenunciables de la Encamación de Dios. Pero Dios ha permanecido fiel a su pedagogía salvado1'a: encamada, eclesial, sacramental: humana.

Dimensión humana de los sacramentos. Dios, teniendo en cuenta la peculiaridad de los homb1'es que por razón de su cor­poreidad en un mundo de hombres y de cosas, y en ellas y por ellas alcanzan su plena madurez espiritual, instituyó los sacra­mentos. Dios sigue ofreciéndonos el Reino de los Cielos envuel­to en vestidura humana. Así lo hizo en la Antigua Alianza; así en la Encamación (Heb 1.1 ss.). Y ahora sigue cumpliéndose esta misma verdad en la Iglesia sacramental, que es órgano de

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salvación terreno, humano, visible, del Kyrios viviente e invisi­ble. Por fin, el sacramento cristiRno lRnzR un puente entre la desproporción que se da entre nuestro mundo no glorificado y Cristo glorioso, núcleo glorificado de este mismo mundo. Los sacramentos son la forma visible de esta forma redentora, ac­tualmente celeste, de Cristo. En los sacramentos nos encontramos de una forma empírica y corporal con Cristo glorioso. Es ante todo en la Eucaristía donde se nos da la culminación de este encuentro reRl con Cristo.

El sacramento, misterio de Cristo a favor de la Iglesia. La revelación, toda ella, nos habla de Cristo como único y uni­versal Mediador. El es el sacramento del encuentro del hombre con Dios. Su redención es única y definitiva: una redención in­finita, y el infinito como tal no admite complemento: ni externo, ni interno. La función de la Iglesia y la de los sacramentos es sacramentalizar para nosotros la obra redentora de Cristo. Los sacramentos se apoyan siempre en una base cristológica; con razón pudo decir la Patrística que «no hay otro sacramento de Dios sino Cristo» (S. Agustín, Epístola 187,34: PL 38,845) 2.

La Iglesia y los sacramentos tienen la función de visibilizar, significar visiblemente, los misterios de Cristo en la concreción y aplicación humana de la salvación a cada uno de nosotros: son signo de que Dios aquí-ahora a mí me/nos quiere salvar. También esta verdad está en la Patrística al decirnos que: 10 que era visible en Cristo pasó a los sacramentos de la Iglesia 3.

Sacramento e Iglesia. Los sacramentos son encuentro hu­mano y eclesial con Cristo. Vamos a desarrollar esta verdad. Cristo representa a toda la humanidad: toda ella está redimida por El. La representó en la Cruz para poder redimirla; y la representa por haberla redimido. En el sacrificio de la Cruz la humanidad entera se convirtió de alguna manera (de iure) en Iglesia. También en este punto encontramos claridad en San Agustín al decirnos que «al morir Cristo toda la humanidad se hace Iglesia» 4.

La Iglesia es la realidad que hace presente en este mundo bajo vestidura terrena la acción salvífica de Cristo celeste. Lo

2 «Non est enim aJiud sactamentum Dei nisi Christus» (S. AGUSTÍN, Epis!., 187, 34). 3 «Quod conspicuum erat in Chtisto, transivit in Ecclesiae sacramenta» (S. LEÓN MAGNO,

Sermo 74,2: PL 54,398). 4 In foan. Uaet. 9, n. 10: PL 35,1.463.

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mismo se diga de los sacramentos: hay que consideralos, por tanto, como encuentros humanos con Cristo celeste. Toda la Iglesia está gobernada por el Señor celestial, el cual edifica en este mundo el pueblo de Dios por medio de su Espíritu Santo y del ministerio apostólico de su Iglesia terrestre.

Cristo envía el Espíritu Santo 011 14,16-26; 15,26); y envía a los Apóstoles (Tn 17,18). Ambos envíos están orgánicamente ligados entre sí, en su significación y gracia. Con una unidad que brota de la única fuente que es el Kyrios. Lo que la Iglesia hace en el orden visible, externo, el Espíritu Santo hace en la interioridad: en la de los ministros y en la de los fieles a ellos encomendados.

La Iglesia, sacramento. Esta afirmación que la encontra­mos repetidas veces en el Concilio Vaticano 11, la encontramos con anterioridad los teólogos apoyada fundamentalmente en dos razones: 1.", la Iglesia es primer sacramento de Cristo, en pri­mer lugar por ser, como 10 hemos dicho ya, representación te­rrestre del misterio de Cristo: sacramentum humanitatis Christi; 2.", y por ser sujeto expresivo y realizador de los siete sacra­mentos, que son otras tantas acciones específicas de la Iglesia sacramental.

Estas afirmaciones, traducidas en forma sintética, quieren de­cir que los siete sacramentos -antes de ser este o aquel sa­cramento en particular- son, primerísima y fundamentalmente, la obra visible y oficial de la Iglesia; son siete perspectivas de la acción misma de la Iglesia; es decir, obra de Cristo celestial sacramentalizada en la Iglesia.

Por eso a nadie le extrañará la conclusión a la que van lle­gando los teólogos de que el ejercicio válido de 10 sacramental depende del poder de la Iglesia, hasta el punto de que un acto del poder de Ol·den puede ser neutralizado, limitado, modalizado por ella. La razón está en que la validez y autenticidad sacra­mental dependerá de que sea o no acción de la Iglesia de Cristo.

Profundizando más en ello, los teólogos van diciendo que los siete sacramentos son la concreción y actualización de 10 que la Iglesia misma es 5. En conclusión: los sacramentos son las acciones específicas de la Iglesia como visibilidad terrena de la actividad mesiánica consumada del Sumo Sacerdote celestial. Lo

5 RAHNER, K., La Iglesia y los sacramentos, Barcelona, Herder, 1967.

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fundamental -y que adquiere un tono especial en cada uno de los siete sacramentos- es el contacto personal con la dinámica esencial de la Iglesia en Cristo a través de los siete sacramentos.

¿ y la acción específica de cada sacramento? La dice el simbolismo religioso de cada sacramento, expresado mejor por la palabra que lo revela. Por la palabra sacramental, recibida con fe, se revela y circunscribe mejor el aspecto particular bajo el cual llega a nosotros en la Iglesia la única gracia redentora de Cristo. Vamos a estudiarla a continuación.

Carácter eclesial de la gracia sacramental

Doble efecto de todo sacramento: todo sacramento produce un doble elemento o resultado: uno, el primero, en relación con la Iglesia visible (efecto eclesial); otro, consiguiente, en relación con Cristo glorioso y Dios (efecto de gracia). Ambos efectos pueden sintetizal'se así: diciendo que en todo sacramento se trata de un encuentro por la Iglesia con Cl'isto y Dios.

Relación entre ambos efectos: así como los teólogos escolás­ticos entendían que el sacramentum el res es causa de lo que llamaban res tantum (gracia), de la misma manera, dice Schil­lebeeckx (Cristo, Sacramento del encuentro con Dios, pági­nas 198 ss.) que el primer efecto del sacramento (que hemos dicho que es de carácter eclesial) es causa del segundo, del en­cuentro religioso de gracia, de esa relación amigable con Cristo y Dios.

Carácter sacramental y culto eclesial: la Teología medieval decía que no sólo los tres sacramentos que impl'imen carácter, sino también en los demás sacramentos, el primer efecto es una dimensión pl'imera de tipo eclesial, comunitario y concretamente de orden cultual. Se trata, dice Schillebeeckx, de un efecto eclesial siempre presente si se administra válidamente el sacra­mento.

El contacto voluntario con la Iglesia visible es núcleo fun­damental de la validez del sacramento; todo sacramento (ade­más del bautismo, que nos introduce eficazmente en la Iglesia) nos da un nuevo contacto o una relación nueva con la Iglesia: nos sitúa dentro de una misión específica en la Iglesia. En todo

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caso se trata de una incorporación más íntima y más calificada a la Iglesia visible. Un nuevo nacimiento en la Iglesia.

Carácter y aptitud cultual en la comunidad

Desde el comienzo mismo existieron signos de pertenencia a la comunidad, de vinculación a su servicio. El carácter sacra­mental es aptitud y misión en el interiOl' de una comunidad eclesial. Pero la Iglesia es, ante todo, comunidad de culto. Por tanto, el carácter es potencia cultual en la comunidad eclesial, participación del sacerdocio de Cristo. La relación con la Iglesia como comunidad visible de culto a Dios y servicio a la comu­nidad es el núcleo doctrinal de la teología sobre el carácter.

Carácter y gracia bautismal

Rahner había configurado el carácter del bautismo como participación con la muerte de Cristo (Rom 6,5), reservando para la Confirmación el simbolismo y la participación real en la resurrección de Cristo (cfr. Kal'l Rahner, Kirche une! Sakra­mente, en Geist une! Leben, XVIII [1955], 434-453).

Schillebeeckx, en cambio, tiene otra manera de ver el sim­bolismo de los sacramentos de iniciación; presenta la suya di­ciendo que el sacramento de la Confirmación ha sido siempre relacionado con el misterio de Pentecostés (loc. cit.).

Del carácter a la gracia sacramental hay una tendencia di­námica inquieta: en efecto, mantener el carácter (que es inde­leble) y no mantener la intimidad filial y el valor de testimonio que estos dos sacramentos tienden a realizar eficazmente, es como la situación del hijo pródigo de la Iglesia, del soldado que ha desertado (S. Agustín, In loan., tract.VI,15: PL 35,1432). Pero siguen llevando en sí mismos una relación irrevocable con la condición de Cristo como Hijo de Dios y como coprincipio de la misión del Espíritu Santo.

El sacramento del orden imprime también carácter cuya gra­cia se orienta en orden a la actuación del sacerdote «in persona Christi Capitis» (PO 2): para que demuestre a través de su ac­tuación la santidad del Pastor del pueblo de Dios, Cristo: como

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Maestro, Sacerdote y Rey (reinado que es servicio: servir es reinar). La Constitución dogmática Lumen Gentium del Conci­lio Vaticano II habla más de siete veces sobre la Jerarquía como servicio.

Misión y gracia en la Iglesia: no existe desproporción entre ellas en la Ley Nueva, Ley de gracia. Siendo la Iglesia santa, es decir, signo visible y eficaz de gracia, las diversas funciones dentro de la Iglesia tienen que tener la santidad mesiánica co­rrespondiente, a menos que el iniciado en el sacramento válido se oponga a la gracia que se deriva del mismo. El carácter nos confiere una relación peculiar con la Iglesia visible: una función y misión en la visibilidad histórica de la Iglesia.

La Iglesia santa: no ya en abstracto, sino concretamente, en sus hijos, considerados existencialmente y en sus funciones con", cretas dentro de la Iglesia: una función eclesial que no lleve a la santidad es un contrasentido, una anomalía en relación con la Ley Evangélica, cuyo elemento primordial es la fe y la gracia (Summa Teol., I-II, q.106-108).

Santo Tomás pudo decir -basándose en las consideraciones anteriores- que el carácter sacramental es raíz de la vida espi­ritual: «radix vitae spiritualis» (In IV Sent., d.n, q.2, a.l, 801.1). El carácter es esencialmente comunicativo de gracia, si no se pone obstáculo a ella.

El teólogo G. Ennecke dice que del carácter y la gracia del bautismo derivan, en línea de continuidad y desarrollo, el de los demás sacramentos. Pero si bien el bautismo es funda­mento de los demás sacramentos (D 695 ss.), la verdad es que éstos tienen su simbolismo propio: su significación y gracia co­rrespondientes. El valor de la obra de Gustavo Ermecke con­siste, a nuestro juicio, en esta línea de desarrollo y coherencia de todo el organismo sacramental:

Por el bautismo nacemos como hijos del Padre «tanquam modo geniti infantes» en la Iglesia.

Por la confirmación somos hijos adultos en el Espíritu, el Espíritu de Cristo que envía a la Iglesia constituyéndola adulta: en poder.

Por la eucaristía (que es «hacedora de la Iglesia») se cons­tituye como Iglesia, en torno a la mesa del Señor.

La penitencia nos lleva a confesar los pecados a la Iglesia

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visible, a una vinculación visible con la Iglesia: ese mismo sen­tido tiene el cumplimiento de la penitencia impuesta por la Iglesia (cfr. Dumont, Confesión íntegra y reconciliación con la Iglesia, en Selecciones de Teología, IV, pp. 110 ss.).

La unción es el sacramento de Cristo y de la Iglesia: Cristo vence la enfermedad y la muerte a favor de la Iglesia en sus miembros doloridos, haciéndola sin mancha, ni arruga, etc., de­volviéndole la salud integral: «restauratio valetudinis pristinae».

El matrimonio es también gracia eclesial (I COl' 7,7.17.20 Y Ef 5,22-32): inserción del matrimonio en el misterio de la re­lación (constitutiva) de Cristo con la Iglesia; relación que, como decimos, es constitutiva el favor de la Iglesia.

¿ Por qué siete sacramentos? Razón antropológica y eclesio· lógica:

1. Para Rahner y Schillebeeckx el hecho de los siete sa­cramentos está basado en la esencia misma de la Iglesia. Y en el desarrollo de esta afirmación acuden no sólo a la conveniencia antropológica (que consideran como una analogía válida desde Santo Tomás: III,65, y el Concilio de Florencia: D 695), sino también, y sobre todo, a la correspondencia sacramental con la esencia y vida de la Iglesia.

La analogía antropológica: el nacimiento a la vida, la ado­lescencia, la necesidad de alimento constante, el desorden moral (fragilidad pecadora), la orientación y guía de la vida espiritual, el matrimonio, la enfermedad y la muerte: todos estos datos son momentos relevantes para la vida y su significación religiosa de la persona; en ellos el hombre percibe, se da cuenta y vive su necesidad de redención con particular intensidad: basta re­cordar, por ejemplo, la apertura de la psicología religiosa de los jóvenes que vienen a la Iglesia a pedir el sacramento del matri­monio: pastoralmente se sabe que es ocasión favorable a la ac­ción de la gracia: es un Kairós.

En todos esos momentos, decisivos, el hombre se da cuenta de que pasa algo superior e importante y quiere vivirlo con sen­tido religioso y de fe (a falta de ésta puede a veces acudir a la magia misma o superstición).

Se trata, pues, de la conveniencia (vista por Cristo) de que

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estos pasos estén santificados sacramentalmente: no decimos que prueben por sí la necesidad de otros tantos sacramentos, sino su gran conveniencia. Y, en todo caso, estos aspectos antropo­lógicos están asumidos en los sacramentos.

La respuesta sacramental a esta necesidad y suma conve­niencia, a esta petición (por sí mismo es impotente) del hombre en los momentos decisivos de su vida, responde la poderosa respuesta de Dios en Cristo (bajo apariencias humildes tanto en Cristo como en los sacramentos). En la materia humilde que presentan los hombres (v.g.: ablución con agua de un niño), Dios realiza por Cristo un misterio más profundo: el agua toca el cuerpo, pero llega a purificar el alma: ahí está la Palabra de Cristo que la Iglesia cree al pronunciar con fe la fórmula.

Resumiendo: estos momentos capitales de la vida humana se convierten en Kairoi (momentos de gracia) de salvación: oca­sión que no quiere decir momentánea, ya que hay sacramentos permanentes. Dios mismo se compromete por los sacramentos en el feliz resultado, salvador, de la vida humana.

2. Concepción eclesiológíca de los siete sacramentos: no se trata de una deducción a priori desde la esencia misma de la Iglesia a la existencia y características de los siete sacramentos, sino de una reducción inteligible del número septenario de los mismos a propiedades esenciales de la Iglesia: hay una relación interna y esencial: ontológica y cognoscitiva; es decir, la Iglesia tiene otras tantas propiedades sacramentales que le son esencia­les, constitutivas; y hay una relación cognoscitiva beneficiosa: conociendo las propiedades de la Iglesia conozco mejor los sa­cramentos; y viceversa, el conocimiento y la vivencia de éstos nos profundiza en la Iglesia misma a la que, por fin, también a través de los sacramentos llegamos a conocer mejor.

La Iglesia es expresión de la voluntad salvífica de Dios en Cristo; es la manifestación histórica de la obra de la redención en Cristo; es Iglesia en el sentido más pleno de la palabra cuan­do actúa en su sentido original, que es sacramental: cuando ac­túa como Iglesia, como Sacramento, como Cristo. Cuando bau­tiza, conforta, celebra la eucaristía, enseña, gobierna la comu­nidad y la conduce efectivamente. En la visibilidad que le es esencial, la Iglesia se manifiesta dando sentido profundo a todo

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y comunicando gracia a los hombres y, a través de ellos, a todo 10 humano.

Fin de la Iglesia y salvación individual

Cuando la Iglesia se hace salvación de las personas indivi­duales es entonces plenamente Iglesia, es comunidad de salva­ción. Esto nos muestra que la salvación individual es asimismo una realidad eclesiológica y comunitaria. La Iglesia se realiza en cada individuo, formándose en los sujetos personales de este mundo. Ambas dimensiones: salvación individual y comunidad salvífica se armonizan en la Constitución dogmática Lumen Gen­til/m; cap.3, n.18.

Sacramentos y propiedades de la Iglesia

Los siete sacramentos nos introducen en otras tantas propie­dades de la Iglesia como presencia terrestre de la salvación me­siánica que ofrece. Estas propiedades son positivas: de culto dado a Dios por los hombres en la Iglesia en otras tantas for­mas; y como remedio eficaz orientado de manera septiforme a una necesidad «humana» en momentos importantes de la vida (personal y comunitaria).

En los siete sacramentos se expresa de manera comunitaria la esencia misma de la Iglesia como Hija del Padre (constituida de hijos del Padre) por el bautismo; fortalecida en poder por el Espíritu de Pentecostés enviado por Cristo glorioso a su Es­posa (Confirmación); que por el sacrificio de la Cruz aceptado por amor al Padre y entregado a nosotros (Eucaristía) propor­ciona a los hombres mediante los sacerdotes (Orden) la salva­ción escatológica y victoriosa de la muerte y de la enfermedad (Unción de los enfermos), así como la misericordia de Cristo Redentor (Penitencia), y hace participar a los hombres de su vida de esposa de Cristo hasta en su vida conyugal en el inte­rior del mundo.

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¿Prioridad de la concepción eclesiológica?

El verdadero orden comparativo de ambas concepciones sa­cramentales (completivas, y no opuestas, a nuestro entender) consiste no tanto en anteponer el criterio eclesiológico de los sacramentos sobre el antropológico; si bien no debemos ver en los sacramentos una respuesta puramente individual a otras tan", tas necesidades humanas individuales, sino más bien una tarea y gracia septiforme eclesial que -eso sÍ- se relaciona con su correspondiente necesidad vital humana,

Teología de la gracia sacramental

A modo de conclusiones, después de todo lo que llevamos dicho sobre ello, es preciso no perder de vista los focos lumi­nosos que han quedado constatados como otros tantos elemen­tos positivos de la teología de la gracia sacramental:

a) es una gracia para mí: la gracia sacramental es la última realidad significada y contenida en el sacramento: es la última concreción a la que se dirige con fuerza dinámica el sacramento: es una gracia para mí: es ésta una dimensión concreta y per­sonal que pertenece a la meta esencial del sacramento;

b) es una gracia eclesial: para la función o situación que cada uno tiene en la Iglesia en relación de cada sacramento re­cibido;

c) es una gracia cristiana: proveniente de Cristo, del Verbo Encarnado como tal: es, por tanto, expresión de Dios en visi­bilidad: en esta perspectiva la estudia Santo Tomás al decirnos que «después de haber considerado los misterios del Verbo En­carnado vamos ahora al estudio de los sacramentos de la Iglesia que tienen su eficacia de gracia recibida de aquel misterio del Verbo Encarnado» (IlI,60, pró1.);

d) es una gracia comunitaria: en efecto, los sacramentos nos introducen en la vida divina trinitaria, origen primero y meta última y definitiva de la economía salvífica y sacramental. El misterio santificante del hombre: Jesús actúa en virtud del Espíritu de filiación para que el Padre de Jesús sea también nuestro Padre: encontrarnos con Jesús es encontrarnos con Dios.

l I ,

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La gracia sacramental es esta comunidad personal con Dios. En fin, la gracia sacramental es trinitaria porque es participación de la vida divina (11 Pet 1,4), que es trinitaria;

e) es una gracia «humana»: corresponde a una necesidad humana particular de cada uno de nosotros: el sacramento re­coge con realismo toda la fragilidad humana existencial, agra­vada por nuestra sihlación histórica pecadora. Pero no se trata de una pura condescendencia tolerante, sino de exigencia de re­novación cristiana: los sacramentos edifican en nosotros el homb

bre nuevo a imagen de Cristo; f) es gracia de redención: en este punto los Padres de

Oriente insisten más en la divinización del hombre; los de Oc­cidente, en cambio, en el restablecimiento, curación y belleza moral que a través de los sacramentos se recibe de Dios.

Efectos elevan tes y sanantes de la gracia

Ambos aspectos, atribuidos al sacramento por los Padres de Occidente y Oriente, no pueden separarse: no son dilemáticos, sino complementarios; ambos están comprendidos formalmente en la Revelación; lo están también en la reflexión teológica. Así, Santo Tomás incorpora la concepción sacramental de Oriente (divinización) al pensamiento occidental (cuyo exponente máxi­mo es San Agustín), que pone el acento principal en la función terapéutica (medicinal) de los sacramentos.

La gracia sacramental no es sólo, no debe ser sólo, remedio eficaz contra el pecado; se traduce también, y principalmente, como santificación y culto (Santo Tomás, Suma Teol., 111,60,5; 61,2; 63,3 ad 2).

Prioridad del efecto positivo: los diversos efectos sacramen­tales son otras tantas medicinas contra el pecado porque son participaciones de la virtud proveniente de la Pasión de Cristo (Santo Tomás, De Veritate, q.27, a.5 ad 12).

La gracia sacramental no puede contentarse con querer qui­tar los defectos de los pecados pasados, sino que perfecciona al alma en 10 que pertenece al culto a Dios según la religión de la vida cristiana (111,62,5; 63,1; 65,1).

La gracia sacramental es una gracia de «vita ex morte»: comunión de destino con Cristo humillado y elevado: una par-

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ticipación verdadera en el misterio de Cristo que fue «crucifixus, mortuus, sepultus», pero también «et resurrexit, et ascendít in coe1um, sedet ad dexteram Patris». Esto, todo esto, es el mÍni­mum ofrecido por Cristo en sus sacramentos: la resurrección y ascensión con El.

Los sacramentos son también el fundamento de las gracias actuales que en la vida diaria necesitamos. El primer efecto, eclesial, de los sacramentos, es el fundamento de la concesión de todas estas gracias; al referirse a la necesidad de ellas, decía Santo Tomás en una de sus aplicaciones al matrimonio cris­tiano;

«La gracia del sacramento es muy necesaria a los esposos para que, al dedicarse a lo que es carnal y te­rreno, no se separen de Cristo y de la Iglesia» (Contra Gentes IV,78).

Dos formas de hablar: hay una forma de expresarse ~-~más bien jurídica- al decir que los sacramentos dan derecho a las gracias necesarias para la situación concreta que traen consigo los sacramentos. Esto mismo puede decirse teológicamente de una forma más Íntima, afirmando que el hombre sacramental nunca está solo, sino que desempeña las funciones de su vida (que es la de la Iglesia, de Cristo) en intimidad con Dios, siem­pre presente y activo. «Yo estaré con vosotros hasta la consu­mación de los siglos» (Mt 28,18 ss.).

III. IGLESIA RECONCILIADORA Y SALVÍFICA, ¿CÓMO?

1. La Iglesia y los sacramentos se iluminan mutuamente (así como pueden también, a la inversa, oscurecerse mutuamen­te en una interacción negativa).

2. Los sacramentos no son puros medios de la gracia, mu­cho menos si se entiende ésta como una cualidad o calidad me­ramente individual, ya que una misma realidad, la gracia, es al mismo tiempo filial (respecto de Dios) y fraterna (en relación con los demás, con todo el mundo).

3. La Iglesia como tal y la Iglesia como administradora de los sacramentos no son distintas, ni sólo idénticas per accidens:

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la Iglesia evangelizadora es la misma que la Iglesia de los sa­cramentos y la Iglesia comunidad de testimonio (en si misma: ad intra, y en relación con el mundo: ad extra).

4. Los sacramentos son expresiones y celebraciones de la Iglesia, la cual es «en Cristo sacramento de unión con Dios y de los hombres entre sí» (LG 1).

A TRAVÉS DE LOS SACRAMENTOS

1. De alguna manera, por cierto fundamental, la humani­dad está salvada desde la Encarnación de Jesucristo en el mun", do; ese acontecimiento central y original de la Encarnación per­tenece ya constitutivamente a la Iglesia, no es un mero preám­bulo previo a la Iglesia como si ésta viniera después y sin re­lación alguna; la Iglesia es original y esencialmente la Iglesia de la Encarnación: una Iglesia que no se encarnara en la vida del mundo no sería la Iglesia de Jesucristo.

2. Desde entonces, y a raíz de la Encarnación, la gracia de Dios no viene ya brusca y perpendicularmente desde arriba, del Dios de la absoluta trascendencia supramundana (como una pe­lota que tocara el mundo y se alejara de rebote hacia arriba), sino que está permanentemente en el mundo: Cristo es ya una porción del mundo, «uno del número de los hombres», decía Santo Tomás, meditando la Encarnación; ésta ha hecho que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, sea uno de la Humanidad, solidarizado con su historia para hacerla historia de salvación.

3. Gracia en el pueblo de Dios: la gracia no es puramente individual, no se da sólo como historia privada del corazón de cada uno, sino que al mismo tiempo tiene cierto carácter de «publicidad» en el sentido de que se nos da en el corazón del pueblo de Dios; es más, «hace pueblo de Dios».

4. Ya la Palabra de Dios es de alguna manera sacramento, ya que fue y es pronunciada de forma visible y «audible»: Pa­labra que es promesa de gracia y salvación y que, una vez pro­nunciada en la Encarnación (Heb 1,2), ni va a ser retirada por Dios ni dada por inexistente por parte de la Iglesia: no puede eclipsarse ese sol por mano humana: jvana pretensión! Antes bien, la Iglesia debiera ser el ámbito privilegiado donde resuena

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esa Palabra. La Iglesia es la continuación de la Palabra salva­dora pronunciada por Dios, ojalá que escuchada y creída por los hombres, inserta por Dios en Cristo en el mundo, Palabra que dice y hace la salvación: palabra «sacramental».

5. La Iglesia es en Cristo y con él «pl'otosacramento», es decir, Sacramento original en el sentido de originante de los demás sacramentos. Desde Cristo, Cabeza, tiene ya la Iglesia es­tructura sacramental toda ella, no sólo en sus siete sacramentos, en la medida en que la Iglesia no es sacramento, es pecado, y, por consiguiente, necesitada está de conversión. Pero Cristo está en su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,18); ya no puede aban­donarla ni puede dejar de lado la solidaridad salvífica con el mundo: desde la Creación, primero, y desde la Encarnación, después, este mundo nuestro es su mundo, mundo de Dios, el mundo de Jesucristo, Hijo suyo y hermano de los hombres. En el mundo habita, nos dice San Juan (Tn 1,14), y «en el mundo espera a la Iglesia», dice Rahner (La Iglesia y los sacramentos, Herder, 1967).

6. El contenido de la Iglesia es Cristo; la Iglesia no puede ser un signo vacío de contenido; otro tanto ha de decirse de cada cristiano y de cada comunidad: no hay cristianismo sin Cristo. La Iglesia es la constante y permanente notificación de Cristo como presente y ofrecido para el mundo: ofrecimiento sacramental, es decir, visible y tangible para el hombre en el espacio y el tiempo (como oportunidad única).

7. A partir de la Encarnación (como misterio de Iglesia) la capacidad de asociación y de relacionarse de los hombres en­tre sí y de encontrarse con Dios está facilitada, ofrecida para el que quiere. Y en la medida en que esta cordialidad relacional esté disminuida, en esa misma medida se deja de ser Iglesia, la Iglesia de Jesucristo. La Iglesia en los tiempos actuales, crispa­dos e hirsutos, debe asumir más y más la vocación humana y franciscana de la fraternidad universal.

8. La Iglesia cuando da sacramentos refleja a Cristo, epi­faniza a Dios en su amor y voluntad salvadora para el mundo, se expresa a sí misma en la misión recibida de «reconciliación y salvación»; en los sacramentos la Iglesia ejercita lo que quiere Dios, la misión que Cristo trajo al mundo, 10 que la Iglesia es en su misión salvadora y liberadora. Eso sí: la salvación no se

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produce por el hecho de que alguien diga que sí desde fuera, sólo externamente, sino admitiéndola internamente, desde den­tro. La Palabra de Dios ha de hacerse carne: inserción vital de la gracia en este hombre haciéndolo Iglesia junto con otros hom­bres, también creyentes como él.

9. La Palabra de Dios puede no ser escuchada; pueden los sacramentos no ser tomados en consideración; pueden los individuos (individualistas) desatender y hasta despreciar la oportunidad (única) de ayudar al prójimo en sus necesidades más fundamentales y perentorias: pero sigue siendo verdad la salud ofrecida: nadie podrá quejarse de no haber tenido opor­tunidad.

Que ¿cuándo instituyó el Señor los sacramentos?

En primer lugar, no necesariamente la institución de cada sacramento hay que ligarla o basarla en cada Palabra de Cristo. Si es acto fundamental de la Iglesia, ya está instituido al ins­tituir Cristo la Iglesia, esta Iglesia. El tratado de sacramentos es continuación del de la Iglesia: de la eclesiología. En efecto, la Iglesia es sacramento, y lo que es ejerce; y los sacramentos ejercen la Iglesia, hacen Iglesia. Los modos y formas serán di­versos en cada sacramento: ¿cómo?

La Iglesia en sus sacramentos ofrece la redención y reconciliación

No sólo en los sacramentos se ofrece esta redención y re­conciliación, sino «en la vida y en los sacramentos»; pero en lo que a éstos se refiere, veámoslo de qué manera:

1. En el bautismo, dando la incorporación a Cristo y a la Iglesia (cfr. Rom 6,2-11). En eso consiste fundamentalmente el bautismo: luego vienen como consecuencia la limpieza de la mancha del pecado original y otros efectos. Pero no hay que enfocar este tema de manera demasiado individualista; en efec­to, según la Biblia (AT y NT), la otra parte de la Alianza de Dios es el pueblo de Dios: cada uno lo es también, puede serio,

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pero en el contexto y como miembro del «Pueblo de Dios», no aisladamente y aparte: «unus christianus, nullus chústiamls», decía Tertuliano. Ahora bien: el problema más grave que afecta a la Iglesia en este sentido es la paradoja, extendidísima, de bautizados no creyentes y el de seguir bautizando sin garantías de educación en la fe y de vinculación con la comunidad cris­tiana. Es un contrasentido cuyas consecuencias futuras pueden desembocar nuevamente en una Iglesia de cristiandad, no evan­gelizada ni evangelizadora. Hay que poner remedio urgente, lle­vando adelante con acogida y decisión la prioridad evangeliza­dora. El tema que estamos tratando no es a quién bautizar, sino cómo hacer cristianos de verdad, ya que los bautizados, incor­porados a Cristo, van a actuar luego «en nombre de Cristo»; incorporados a la Iglesia para siempre, van a dejarla en buen o en mal lugar ante el mundo ...

2. También la confirmación da gracia de encarnación, de asumir el mundo para redimirlo y elevarlo; gracia cuya pre­sencia en el mundo quiere hacerse patente; gracia de redención de las realidades del mundo para que no sean mundanas; gracia de misión y envío al mundo, a los confirmados se les da el en­cargo del mundo; la confirmación es Pentecostés con diversos, diversísimos carismas, para ser desarrollados en las direcciones preferidas por el Espíritu para hoy, para el mundo actual, para dar testimonio de que el mundo es mundo de Dios, al mismo tiempo que «mundo de los hombres»: es el testimonio dado por Dios de que El no deja el conjunto de la creación abando­nado a su suerte, que el mundo no está dejado de la mano de Dios, que hay quienes en su nombre y con su Espíritu recogen el encargo del mundo para llevarlo por los caminos del amor, la justicia, la libertad y la paz. Si el Espíritu es «creador y dador de vida», su gracia no es sólo para preservar y conservar, sino también de elevar y promover el mundo actual por los caminos del bien. La confirmación es signo de que el Espíritu sopla fuer­temente en dirección al bien del hombre y de su convivencia.

3. La Iglesia no puede asistir con indiferencia al hecho de que un miembro suyo, sus miembros, todos ellos, queden afea­dos por el pecado, mucho menos que pequen obstinadamente. La Iglesia ama a los miembros suyos pecadores, pero no se so­lidariza con el pecado, quiere unirse a los hombres, al mismo tiempo que distanciarse del pecado; antes de dar la eucaristía

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pide con el Apóstol: «examínese cada cual antes de comer de este pan y beber de este cáliz» (1 Cal' 11,28). Esas eucaristías, en las que se sientan quienes tienen mucho junto a quienes ca­recen de todo, sin sacar las consecuencias de lo que esa mesa significa, os hacen daño, decía San Pablo en esa misma carta a los de Corinto (y a todos los cristianos: de ayer y de hoy). La reconciliación con la Iglesia es sacramento de reconciliación con Dios; y de esa manera -sólo asÍ- se puede ser reconciliador en la Iglesia y en el mundo de hoy.

4. En cuanto al sacramento del orden, 10 púmero que hay que decir es que no hay desproporción entre la misión recibida (de reconciliación) y la gracia para desempeñar dignamente esta misión evangélica, esta dimensión reconciliadora encomendada por Cristo para los tiempos actuales, para el hombre de nuestro tiempo, de todo tiempo.

5. y en el sí del matrimonio cristiano, la Iglesia se realiza en su fidelidad a Cústo. Han llegado, ciertamente, tiempos de mucho materialismo y hedonismo en todos los campos, sobre todo los más atractivos de la vida humana: dinero, poder se­xualidad ... Se ha llegado a mucha secularización y hasta secu­larismo en todos ellos. En materia de sexualidad, la tentación es de interpretarla como pura genitalidad, mero erotismo, total privatización ... Pero también es verdad que hoy más que nunca está en claro y ha de ponerse en alto otra manera de vivir esta relación matrimonial de hombre y mujer: como bautizados y creyentes que, sin renunciar a su vida afectiva y sexual, la viven en su dimensión cristiana y eclesial: en Cristo y en la Iglesia (Ef 5,22-32).