ESTEBAN DESCUBRIENDO LA ESCRITURA DEL ANGEL · ardientemente, como una leve isla de luz en la...

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Los Cuadernos Inéditos ESTEBAN DESCUBRIENDO LA ESCRITURA DEL ANGEL Edgardo Oviedo F ue el día en que descubrió que el ángel escribía. Esteban abrió la portezuela, no la puertecita, ni la pequeña puerta, la puerta pequeñita, sino la portezuela, blanca, pequeña, como la mano tranquila, re- gordeta de un niño. Y desde allí espió al ángel. Lo miró dormir en su sueño tenaz y tranquilo, alejado del ruido cotidiano. Un aislado escalofrío de zo- zobra aleteó un momento, por su pecho ¿su ca- beza?, como una pálida, amarilla mariposa en un atardecer lento y verde de verano: el ángel escri- bía. Guardaba celosamente pensamientos, bellas ases, apuntes de imágenes, polvo de palabras. Apuntes, trazos, sensaciones; bellas historias apa- rentemente simples, aparentemente ágiles, apa- rentemente prondas. Historias que brillaban en la maraña de pensamientos; pequeños ecos de imágenes, sonidos entrecortados de voces escu- chadas al azar de las calles, al azar de los años. Historias que brillaban como pequeños diamantes, gotas relumbrosas cabrilleando en el proceloso mar de la libreta roja. Aparentes pequeñas olas que vinieron a romper contra su cara descreída, anonadada. Sobre su mirada descalificadora. El ángel escribía. Y lo hacía simplemente, sin esio- nes, sin alharacas. Lo hacía sin abrir puertas aga- zapadamente. (Y no es ésta, precisamente, la pa- labra, pero la mente la ha olvidado en un lento pero implacable remolino; una astilla perdida en el mar. Mañana, tras una semana, tal vez, volverá a emerger en la superficie, bajo el sol. Irá a deposi- tarse en una orilla, tranquilamente, cuando ya no se la necesite, cuando ya no sea más que uno de los tantos signos del tiempo acumulándose despa- cio.) Lo hacía sin descubrir absolutamente nada. Historias pequeñas, banales. Aparentemente ba- nales. Aparentemente prondas, también. Histo- rias..., historias simplemente. Exacta, minucio- samente bien narradas, sin la conciencia de sa- berlo, como un chico canturrea a viva voz mien- tras sigue ensimismado en la lógica de sus juegos. Cerró la portezuela de aquel blanco cubículo, aquel pequeño dormitorio bajo la cursi, sensible mirada de un escritor que se deja llevar -exacta- mente como la astilla, húmeda como un alga, e arrastrada hace un momento por un mar impreciso y proceloso- por la monótona scinación de la palabra. Y luego está ahí, a la vista, flotando le- vemente bajo el aire azul y húmedo asesinado por 81 gaviotas, el resultado flagrante de esa hostil, mo- nótona scinación. Cerró la pequeña puerta que escondía el dormitar del ángel; la puerta blanca del dormitorio donde dormía apaciblemente, ale- jado de todo tras aquella puerta que lo hacía desa- parecer: Porta-portae, regordeta mano que lo es- conderá como un pequeño diamante, Porta-Porte- se, sonido cotidiano de ciudad que lo borrará, lo esconderá en su sueño casi inntil, port-ennt, puerta blanca que borra los pecados del mundo, Porte des Lilas, vieja canción que nadie escucha, puerta hacia un jardín lavanda bajo el anochecer... Cerró la puerta. Y e entonces que comenzó a elucubrar su plan -el sonido de la calle golpeaba en las ventanas-. Esteban salió de su zozobra, del duro y apurado golpear de su corazón al descubrir la libreta de tapas rojas donde el ángel -ah, cómo sufría- iba anotando pequeñas necedades, agudas y repelentemente cursis reflexiones sobre la vida, sobre el mundo, y donde, de golpe, como un re- bote de pelota que el chico hace golpear contra la pared mientras canta a viva voz, salta una histo- ria, dura y brillante como una piedra. Sólida y perfecta brota una historia, anotada, escrita al azar. de cualquier día. Esteban descubriendo la escritura del ángel. El nombre para un cuadro de la escuela ancesa del XVII. Con muchas som- bras y pequeñas, diamantinas islas de luz -(la lumbre de una vela, un rol apoyado en la mesa junto al hombre de marrón, pardo, castaño tercio- pelo. La cara brillando, parpadeando como las estrellas en una noche clara. Brillando intensa, ardientemente, como una leve isla de luz en la oscuridad, en un resplandor naranja. El hombre de castaño sosteniendo una vela sobre el lecho, arrancando un gonazo de clidad a la tiniebla del aposento donde dormita el ángel -las alas caí- das en el reposo- y al brillo de su pelo rubio, casi rojizo en esa luz como de atdecer que despliega la candela en lo alto, al brillo mate de su piel adolescente sobre sábanas de raso perversamente amarillas y negligentemente arrolladas en una de sus piernas y cayendo luego al precipicio de oscu- ridad insondable de la atmósfera alrededor). Una cursi y radiante isla de luz naranja, castaño-rojiza, amarilla de oro chorreando en ascuas, quemando, arrasando la oscuridad. Surgiendo en la sombra de la noche, pieza o gruta, cubículo, aposento, como una dorada astilla que el sol hace cabrillear -sólo un instante, apenas un gaz momento del medio- día- en el oscuro, lustroso mar... Una acabada, peecta escena de devocionario antiguo, tercio- pelo casto, luz de sepia. Esteban descubriendo la escritura del ángel. La mano, un poco levan- tada, del hombre -sólo vemos su ca, en un ins- tante de eclosión, de ego artcial que desgarra la oscuridad- alumbrando, espiando agazapado, pero no es ésta la palabra, que se ha perdido irremediablemente para este instante y que apare- cerá cuando ya no sea necesaria su presencia, el sueño del ángel. Una leve zozobra bate en el co- razón, el pecho, ¿la mente? de aquel hombre de

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ESTEBAN

DESCUBRIENDO LA

ESCRITURA DEL

ANGEL

Edgardo Oviedo

Fue el día en que descubrió que el ángel escribía. Esteban abrió la portezuela, no la puertecita, ni la pequeña puerta, la puerta pequeñita, sino la portezuela,

blanca, pequeña, como la mano tranquila, re­gordeta de un niño. Y desde allí espió al ángel. Lo miró dormir en su sueño tenaz y tranquilo, alejado del ruido cotidiano. Un aislado escalofrío de zo­zobra aleteó un momento, por su pecho ¿su ca­beza?, como una pálida, amarilla mariposa en un atardecer lento y verde de verano: el ángel escri­bía. Guardaba celosamente pensamientos, bellas frases, apuntes de imágenes, polvo de palabras. Apuntes, trazos, sensaciones; bellas historias apa­rentemente simples, aparentemente frágiles, apa­rentemente profundas. Historias que brillaban en la maraña de pensamientos; pequeños ecos de imágenes, sonidos entrecortados de voces escu­chadas al azar de las calles, al azar de los años. Historias que brillaban como pequeños diamantes, gotas relumbrosas cabrilleando en el proceloso mar de la libreta roja. Aparentes pequeñas olas que vinieron a romper contra su cara descreída, anonadada. Sobre su mirada descalificadora. El ángel escribía. Y lo hacía simplemente, sin efusio­nes, sin alharacas. Lo hacía sin abrir puertas aga­zapadamente. (Y no es ésta, precisamente, la pa­labra, pero la mente la ha olvidado en un lento pero implacable remolino; una astilla perdida en el mar. Mañana, tras una semana, tal vez, volverá a emerger en la superficie, bajo el sol. Irá a deposi­tarse en una orilla, tranquilamente, cuando ya no se la necesite, cuando ya no sea más que uno de los tantos signos del tiempo acumulándose despa­cio.) Lo hacía sin descubrir absolutamente nada. Historias pequeñas, banales. Aparentemente ba­nales. Aparentemente profundas, también. Histo­rias ... , historias simplemente. Exacta, minucio­samente bien narradas, sin la conciencia de sa­berlo, como un chico canturrea a viva voz mien­tras sigue ensimismado en la lógica de sus juegos. Cerró la portezuela de aquel blanco cubículo, aquel pequeño dormitorio bajo la cursi, sensible mirada de un escritor que se deja llevar -exacta­mente como la astilla, húmeda como un alga, fue arrastrada hace un momento por un mar impreciso y proceloso- por la monótona fascinación de la palabra. Y luego está ahí, a la vista, flotando le­vemente bajo el aire azul y húmedo asesinado por

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gaviotas, el resultado flagrante de esa hostil, mo­nótona fascinación. Cerró la pequeña puerta que escondía el dormitar del ángel; la puerta blanca del dormitorio donde dormía apaciblemente, ale­jado de todo tras aquella puerta que lo hacía desa­parecer: Porta-portae, regordeta mano que lo es­conderá como un pequeño diamante, Porta-Porte­se, sonido cotidiano de ciudad que lo borrará, lo esconderá en su sueño casi infantil, port-enfant, puerta blanca que borra los pecados del mundo, Porte des Lilas, vieja canción que nadie escucha, puerta hacia un jardín lavanda bajo el anochecer ... Cerró la puerta. Y fue entonces que comenzó a elucubrar su plan -el sonido de la calle golpeaba en las ventanas-. Esteban salió de su zozobra, del duro y apurado golpear de su corazón al descubrir la libreta de tapas rojas donde el ángel -ah, cómo sufría- iba anotando pequeñas necedades, agudas y repelentemente cursis reflexiones sobre la vida, sobre el mundo, y donde, de golpe, como un re­bote de pelota que el chico hace golpear contra la pared mientras canta a viva voz, salta una histo­ria, dura y brillante como una piedra. Sólida y perfecta brota una historia, anotada, escrita al azar. de cualquier día. Esteban descubriendo la escritura del ángel. El nombre para un cuadro de la escuela francesa del XVII. Con muchas som­bras y pequeñas, diamantinas islas de luz -(la lumbre de una vela, un farol apoyado en la mesa junto al hombre de marrón, pardo, castaño tercio­pelo. La cara brillando, parpadeando como las estrellas en una noche clara. Brillando intensa, ardientemente, como una leve isla de luz en la oscuridad, en un resplandor naranja. El hombre de castaño sosteniendo una vela sobre el lecho, arrancando un fogonazo de claridad a la tiniebla del aposento donde dormita el ángel -las alas caí­das en el reposo- y al brillo de su pelo rubio, casi rojizo en esa luz como de atardecer que despliega la candela en lo alto, al brillo mate de su piel adolescente sobre sábanas de raso perversamente amarillas y negligentemente arrolladas en una de sus piernas y cayendo luego al precipicio de oscu­ridad insondable de la atmósfera alrededor). Una cursi y radiante isla de luz naranja, castaño-rojiza, amarilla de oro chorreando en ascuas, quemando, arrasando la oscuridad. Surgiendo en la sombra de la noche, pieza o gruta, cubículo, aposento, como una dorada astilla que el sol hace cabrillear -sólo un instante, apenas un fugaz momento del medio­día- en el oscuro, lustroso mar. .. Una acabada, perfecta escena de devocionario antiguo, tercio­pelo castaño, luz de sepia. Esteban descubriendo la escritura del ángel. La mano, un poco levan­tada, del hombre -sólo vemos su cara, en un ins­tante de eclosión, de fuego artificial que desgarra la oscuridad- alumbrando, espiando agazapado, pero no es ésta la palabra, que se ha perdido irremediablemente para este instante y que apare­cerá cuando ya no sea necesaria su presencia, el sueño del ángel. Una leve zozobra bate en el co­razón, el pecho, ¿la mente? de aquel hombre de

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castaño que contempla sigiloso (era ésta, es ésta la palabra que ha reaparecido un momento, como el súbito cabrilleo de la luz del sol zozobra, flamea, se enciende y se hace ascua fugaz sobre las olas, pequeñas y monótonas, del mar de mediodía) el sueño del ángel, ensimismado, aislado del ruido de la ciudad; fulgurante como una escritura que se abre lentamente cual una flor dorada, una flor envenenada en su propia zozobra. El sueño ensi­mismado del ángel. Una escena anaranjada y ro­jiza como un grabado de Historia Sagrada. El hombre sigiloso -mano en alto, aptitud azorada-, levantando súbitamente polvo de luz, ascuas de oro sobre las tinieblas alrededor del ángel rojizo; alrededor del reposo del ángel -rojizo, ensimis­mado, profundo-. Alumbrando el sueño del ángel que escribe lentamente pequeñas historias que fulguran como chispas súbitas en la maraña de la oscuridad. La cursilería eclosionando como un haz de luz, aislado, dorado, firme, como las imá­genes en la escritura de un devocionario antiguo. La cursilería restallante de un hecho de luz en una pintura francesa del siglo XVIII.

Había llegado una tarde. El ángel había apare­cido un día -el sol brillaba, reverberaba en la superficie de su pelo rojizo, en la sombra de su joven piel mate-. El ángel era humilde y fresco y sencillo. Y dormía. «Tal vez soñaba siempre -dijo Esteban-. Tal vez escribía ya, escribía siempre», y la zozobra aleteó como el aire en un atardecer sobre un piélago de trigo verde, un momento, un leve instante de verano, como una ola profunda e irrepetible en el corazón de Esteban. «Escribía mientras roncaba, mientras sus estúpidas peque­ñas alas descansaban tras de la portezuela -ah, cómo odio esta palabra-, como la prieta y tonta mano de un niño esconde un vidriecito. Y por qué no, pequeño vidrio, pequeño ofidio vítreo, pe­queña cantidad de vitriolo cortando el aire, pe­gando contra el cristal de luz anaranjada, rebo­tando contra la puerta que lo detiene, que lo pro­tege del mundo exterior? Ya escribía soñando, roncando como una bestia que hiberna. Aparen­temente inofensivo por el sopor, por el efecto de esa hibernación constante. Escribía inventando esas pequeñas, acabadas y sutiles islas de vitriolo. Perfectas historias, brillando como estrellas en la noche perenne ... » Cerró la puerta tras el ángel que dormía. Aquel mismo día descubrió que el ángel tenía sexo. Y elaboró su plan, no pudiendo tolerar que escribiera historias perfectas, pulidas como pechos de núbiles muchachas. Historias que se mordían la cola dentro de la maraña de frases y palabras banales. Observaciones aparentemente profundas sobre la vida que se acumulaba fuera como el tiempo se acumula, ola tras ola, brillo tras brillo. Una bestia que elabora historias ...

El ángel había aparecido hacía tiempo y se ha­bía instalado a vivir allí, como un anaranjado gato callejero, con un aire entre tímido y desmañado. Se había instalado como un gato de la calle, sacu­diéndose la llovizna frente al fuego. «Pero en mi

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casa no hay hogar, casi gritó Esteban. Por qué aire tímido y desmañado? Por qué si ronca como una bestia?, dijo Esteban. Por qué portezuela, Porta-portae, Porta-Portese? Por qué humilde, por qué fresco, por qué sencillo? Por qué pequeños diamantes se instalan como islas, como pechos de muchachas en la oscuridad de su sueño? Por qué estrellas duras y fijas? Por qué cabrilleos, deste­llos, relumbrones? Por qué su libreta roja como un mar proceloso? Por qué ir a espiarlo en su dormi­tar de bestia hibemante? Por qué el hombre -sólo vemos su cara brillante en la tiniebla, la mano alzada en un gesto teatral y cursi de desvela­miento- a merced de la luz rojiza, anaranjada? Por qué un ángel, justamente? «Pero el ángel estaba -ahora dormía-. Había aparecido (tampoco es éstala palabra). Había llegado alguna vez y no impor­taba si había sido de noche o de día. Para ese

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monstruo poco importaba aquel detalle, era sólo tiempo acumulado. Había llegado. Estaba. Dor­mía, soñaba recortando, quizás, pequeñas -«y por qué pequeñas?»- historias que luego se descu­brían al azar de cualquier día, de cualquier hora -pues todo era tiempo acumulado-. Entonces, elángel escribía -islas, piedras pulidas, destellos, ca­brilleos- inocentemente. «Por qué inocentemente?Inocentemente, ¿por qué?» , se gritó Esteban.Inocentemente insconsciente de su sueño, de subrillo, del valor de esas historias perfectas comopiedras. «Por qué perfectas, por qué como pie­dras?» Estaba, había llegado. Escribía -y con másacierto- historias más perfectas y elaboradas quelas que Esteban escribía. Dormía. O soñaba, talvez. Escribía sin efusiones, sin alharacas. Fue en­tonces que descubrió que el ángel tenía sexo. Queno era asexuado como los verdaderos ángeles. Y

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concibió el plan perverso, como esos insectos que devoran a sus amantes en el acto sexual. Como un coleccionista, un entomólogo, detendría al ángel en un instante fijo, como las mariposas clavadas en su esplendor contra la rugosa superficie del corcho, libradas al afán clasificatorio del coleccio­nista. Detendría al ángel en su propio esplendor. Lo inmovilizaría en un instante banal y pleno, con la crueldad insconciente de esos insectos que de­voran su propio placer. Con sigilo -ahora vemos su traje castaño, desvaído- ahora su mano abre la puerta. «Sí, la puerta al fin» , dijo Esteban -ahora vemos la lámpara en su mano irrumpir en la tinie­bla, en la vasta oscuridad del dormitorio-. Le­vanta la mano que sostiene la lámpara, o la vela, poco importa, es todo tiempo acumulándose, so­bre el lecho donde está el ángel, desasosegado, despierto con sobresalto en medio de la oscuridad. La escena se abre en una luz naranja, una luz que casi brota de sí misma, es sólo un instante, fugaz, como el cabrilleo del sol en una ola, sólo una -es sólo resplandor que arde en medio de la oscuri­dad-. Ahora vemos la cara del hombre iluminada por la vela, o tal vez la lámpara. Es sólo una isla de luz. Vemos al hombre que se cierne sobre el ángel, con la lámpara ominosa desgarrando la os­curidad como un sol de mediodía. «Adelante -dijo Esteban- es sólo un instante, raudo. Es tiempo, es vida acumulándose». «Adelante» , dice el hombre de castaño. El ángel está azorado, casi rojo en mitad de ese fuego, de ese resplandor que eclo­siona en esa absurda y cursi atmósfera de imagen de Historia Sagrada. «Adelante -dice el ángel-. Es sólo esplendor, es luz, tiempo, horas, palabras acumulándose.» Ahora vemos que el hombre avanza, su mano ha dejado la lámpara sobre la mesa, al lado del lecho, y la claridad, la luz, el resplandor fugaz del momento ha quedado fijo, detenido, perversamente clavado en medio de la oscuridad, en esa pintura del siglo XVII. «Avanza, avanza» , dice el ángel en su azora­miento, casi rojo en mitad de las sombras, es sólo tiempo de luz acumulada.» «Te detendré» , grita Esteban. «Basta de historias perfectas, musita el hombre de castaño mientras la lámpara le ilumina el rostro casi anaranjado.» Avanza, avanza, dice el ángel enardecido. «Son sólo palabras.» dice Esteban. Palabras detenidas como islas fulguran­tes, pequeñas astillas húmedas como algas, que aparecen y desaparecen, sólo un instante, cuando el sol enardecido las hace brillar y avanzan. Avanzan en el mar proceloso como un sueño, avanzan lenta, despaciosamente en el leve vaivén del agua. Avanzan, son sólo astillas, añicos de luz, tiempo pulverizado. Avanzan, avanzan -el golpeteo del agua sobre ellas. Las gaviotas chillan, arriba, en el cielo azul. El chasquido del agua crece, se ensancha. Es sólo luz, tiempo acumu­lado. Los detendré parece decir el sol sobre el mar duro, proceloso, mientras eavanzan, avanzan, como estrellas en la noche tranquila ...