Felipe II-Dominguez Ortiz

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Antonio Donúnguez Ortiz El Anti o Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias iaa Editorial aara

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Felipe II de España

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Antonio Donúnguez Ortiz

El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias

Alianza Editorial Alfaguara

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14 EL IMPERIO ESPAÑOL

DE FELIPE II

La contraposición dd Imperio español de Fdipe II al Imperio universal de Carlos no se basa en su extensión; aunque se había desglosado la herencia austríaca, con d título imperial, seguía siendo muy heterogéneo y desbordaba enormemente los límites de España. Tampoco en que ésta fuera la base de su poder, el núcleo fiel de donde sus monarcas sacaban la mayoría de sus r=os; ello también sucedía en el imperio carolino. La diferencia estaba en que de ahora en adelante sería gobernada por un rey español, residente en España y rodeado de consejeros españoles; lo que no quiere decir que orien· tase su política según los deseos y las conveniencias de España; en este punto, aqud azar dinástico que puso la corona de Castilla y Ara­gón en las sienes de un Habsburgo tendna consecuencias permanentes; nunca más, hasta el fin de aquella dinastía, prevalecerían los inte· reses específicamente españoles sobre otros más amplios y no pocas veces incompatibles, en los que se maclaban residuos vagos dd univn-salismo cristiano con los intereses concretos y específicos de la Casa de Austria que, como cualquier mayorazgo privado, consideraba inalienables sus dominios, y como una especie de traición a sus herederos entregarles disminuido d patrimonio que habían recibido.

Estamos ya en el polo opuesto de Carlyk y aun quizás hemos

14. El Imperi� de Felipe IIsob;cpasado los límites de una merecida reacción; las grandes indi­vidualidades no son capaces de crear energías de la nada, pero cana· !izan las fuerzas existentes, y por eso, si a largo plazo predominan los factores profundos, estructurales. en la corta y media duración su intervención es muy marcada. Los vi�os biógr.i:os . ?e Felipe II (y algunos bien recientes) no pueden dar una explicaoon . coherent.e de su reinado porque no tienen en cuenta el estado material y esp1· ritual de la Castilla que él regía, las fuerzas que sacaba de ella y de sus demás reinos. y las limitaciones que le imponían. Hoy empe· zamos a conocer mejor estas realidades; pero este conocimiento no será completo si despreciamos la parte dd azar (por ejemplo. la muerte prematura de la réina María, que de haber vivido más tiem� pudo consolidar la restauración dd catolicismo en Inglaterra) y s1 no tenemos en cuenta la psicología personal de sus gobc:mantes; pues si la actividad de los reyes dependía de la capacidad de sus reinos. y sobre todo de Castilla. su principal instrumento, no hay que olvidar que el estado de Castilh, su capacidad de ataque y de· fensa, dependieron en gran parte del trato que recibió de esos mismos gobernantes. Por eso, aunque parezca tópico manido. un breve re· cuerdo del carácter e ideales de Felipe II es indispensable.

F d.ipe II pasa ante todo. y especialmente en el extranjero, por\ ser un rey muy español. Esto es cierto si aceptamos la identificación de lo español con d carácter grave, solemne, piadoso, austero e introvertido; pero si llegó a predominar este estereotipo fue por la influencia de una Corte ceremoniosa, que influyó sobre los altos círculos castellanos. Para los extranjeros, esta Castilla un poco arti· ficiosa fue la verdadera España, hasta que los románticos la identi· ficaron, no menos arbitrariamente, con la Andalucía de pandereta. Podríamos decir, pues, que Felipe fue (sólo a medias) español por la sangre, y q�� él con�b�yó a formar la imagen típica d� español que prevalcoo durante siglos.

Más importancia tuvo que, al contrario de su padre, fuera �i monarca sedentario. Durante su juventud tuvo que hacer largos v1a· jes. Después s� estableció en Madrid y ya no salió de la PenÚtsula; incluso dentro de ella realizó sólo un reducido número de desplaza· miemos. Su única estancia lárga fuera de Madrid fue la que hizo

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El Antiguo Rigimm -Austrias durante dos años (1 s81-1 s83) en Lisboa. Este hecho es importante; no sólo porque en aquellos tiempos de difícif"es comunicaciones no era posible tomar contacto directo con los problemas si el n:y no se desplazaba personahnente, sino porque revela un rasgo profundo de su carácter: su introversión, su c:nquisumiento, que tta como wu herencia atenuadade�uizofrenia que azotó de lleno a otros miembros de su familia. Este rasgó se acentuó con d paso de los años, constituyendo al final dd reinado una de las quejas más rq>c:ti­das que el rey en su miro de El Escorial resultaba inaccesible. Como es frecuente en este tipo de caracteres, la máscara de impenetrabilidad \con �ue se protegía ante. l� .demás no era incompatible con manj.fcstaoones de afecto y ¡ovialidad dentro de un círculo en el que sólo panicipaban sus familiares y un número cortísimo de íntimos. En una persona vulgar esta repugnancia hacia el trato humano directo hubitta dado lugar a un abandono de funciones como el que se produjo bajo Fdipe V. En un carácter laborioso y penetrado del sentido dd deoo se manifestó, por el contrario, en una actividad incansable, ptto a través de la palabra escrita. Felipe U, que gustaba tan poco del trato con sus semejantes, no se cansaba nunca de leer y an�tar consultas, memoriales y papeles de todo gfuero. Exigfaestar informado sobre todo cuant0 ocwria en su vascísimo impe­rio, y quería examinar los documentos personalmente, porque cre!a que era su deoo, porque, como Luis XIV, encontraba apasionante su oftrio de rty; tambifu, porque su innat .a desconfianza le hacia vi­gilar estrechamente el trilbajo de sus colaboradores. De t"Ste rasgo psicológico nacieron dos novedades importan. tes : el establecimiento de una Corte fija y d desarrollo burocrático, del que es fácil darse curo ta al ver cómo a partir de I s 60 se enriquecen las series docu­mentales en nuestros archivos nacionales. En otros aspectos influyó también el carácter de Fc:lipe en los destinos de España. No fue -esclavo de la gula como su padre, ni de la sensualidad como su nieto. Sobrio, austero, inte]jgente y devoto, contribuyó a modelar la imagen algo convencional de la España de la Contrarreforma; en este sentido fue un hombre de su tiempo, d prototipo de un momento histórico. En otro aspecto umbién se di­ferenció de su padre: no llegó al Poder sin experiencia previa: tuvo 194

14. El Imptrio de Felipe Ilun aprendizaje político al lado de Carlos V. que le confió la regencia de España durante largos años de ausencia. Los rasgos básicos de su personalidad son idénticos a comienzos y al fin del reinado; pero a lo largo de él se advierte un endurecimiento ptogresivo, en el que lo mismo puede verse la huella de los años, que disminuyen la facul­ud de adapución, que el producto de sus meditaciones solitarias sobre sus deberes en una Europa que marchaba por caminos que él tenía que calificar de locura y pecado. Su obstinación y su creciente rigida. han sido calificadas de soberbia, cuando eran manifestaciones de una defectuosa adaptación de la realidad propia de hombrt"S que viven encerrados dentro de su propio mundo de ideas. El primer lustro dd reinado de Felipe fue sólo la liquidación \de la situación heredada dd reinado anterior. Una va más se vio a un papa. Paulo IV, aliado al rey de Francia con intención de arro­jar .a los españoles de Nápoles. Al mismo tiempo. se combatía en las fronteras de Francia y Flandes; Felipe II apareció, por primera y tíltima va. en un campo de batalla: d de San Quintín ( 1 S j 7} Los franceses neutralizaron la derrota con la imprevista toma de Calais; que causó en Inglaterra un gran descontento. No era allí popular d rey consorte español, aunque se condujera con extremada prudencia. Sin rmbargo. contingentes ingleses participaron en la batalla de Gravelinas, que decidió a Francia a firmar la paz de Cateau-Cambresis (15 59} Esta va sí se encontraba Europa en pre­sencia de algo nuevo; no sttía una de tantas paces concertadas y al momento rotas, sino que las buenas relaciones se mantendrían entre Francia y España hasta fines dd siglo. Para Francia la paz no era humillante, puesto que recobraba Calais, además de las plazas perdidas en la frontera. En cambio, se desinteresaba, esta vez pormucho tiempo. de Italia, que ya. sin disputa, iba a ser española hastacomie�os dd siglo XVIII. La victoria de España en esu lucha seru­lar por la hegemonía en la península itálica parece a primera vista

inexplicable, ya que Francia tenía la ventaja de la proximidad y no pocas amistades. Pero la ruta marítima entre España y Nipoles era más directa que la marcha terrestre a través de los Alpes. Además, el sur de Italia estaba muy hispanizado; que en la administración los castellanos suplantaran parcialmente a los aragoneses cambiaba 19s

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poco el fondo de los hechos; los fran�eses no <"ran populares, y si en un momento dado pudieron dt."Sear los italianos su ll<"gada. pronto S<" desengañaban. En el norte la situación española en tomo al bas· tión dt." Milán era más precaria porqu<" no jugaban estos elementos históricos y étnicos; allí fue importante la amistad alemana para con· solidar la situación. así como la de Gfuova, como éentro financiero y etapa en la ruta marítima Barcelona-Milán. Venecia. de simpatías p�ofr

:incesas, quedaba arrinconada en el nordeste, y la única incóg·

ruta unportante para el futuro era la actitud si<"mpre veleidosa de los duques de Saboya que, gracias a la posesión de los pasos alpinos, gozaron de una importancia política muy superior al peso específico de su pequeño estado.

Lo que se ganaba en Italia se perdía al mismo tiempo en el norte con la muerte de la reina María de Inglaterra; al no quedar sucesión de aquel enlace, Felipe no era ya más que un <'Xtranjero que abandonó inmediatamente el país. Todos los supuestos de la atribución de Flandes a Felipe quedaban en el aire; al faltar el apoyo inglés, al sustituir Isabel a María._Flandes quedaba como un puesto avanzado, amenazado por todas partes y cuya iletensa desde España era muy difícil. Una actitud realista hubicra exigido el reconocí· miento de la autonomía de aquella región. F<"lipe sólo p<"nsÓ en <"llo muy tarde, al final de su reinado, cuando los odios engendrados por la guerra habían lt."vantado una muralla <"ntre holandeses y fla­mencos y no se podía abandonar sin deshonor a la población cató· lica. Tan consciente era Felipe de la gravedad de esta situación que durante mucho tiempo no dejó de esperar, contra toda esperanza, que podría reanudar la alianza inglesa.

Poco tiempo permaneció Felipe II en Bruselas; antes de finalizar el año q 59 panió para España, llamado por la atracción de la patria y también por una situación financiera insosteoibk. Los últimos años del reinado del empt."rador habían superado en este as· pecto todo lo imaginable. Una va. más habían sido embargados los t_�qros llegados de fodias para costear el viaje a Inglaterra de su hi¡o; grandes exportaciones de metales preciosos se hicieron desde España a Italia, Inglaterra y Flandes. A pesar de ello, las tropasestaban sin pagar y los banqueros se negaban a concertar nuevos

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asientos. La deuda dejada por el emperador en 1 5 56 la cifra Ca� rande, como mínimo. en 6.761. 2 76 ducados. y la mayor parte de

los ingresos estaban gastados hasta el año 1 560 inclusive. La cifra antes citada se refiere sólo a la deuda a corto plazo.

La deuda consolidada, representada por los juros, requcría ella sola l4 2 cuentos (1) de maravedises anuales para atender a sus réditos, es decir, una cifra prácticamente igual a la de todas las rentas fijas de la Corona. Además, se debían grandes cantidades a los banqueros, especialmente a los Fuggt."r. La_�statal con la que Felipe II inauguró su reinado (!m_) no h.izo sino dar estado oficial a una situación de hecho. Esta quiebra, como las muchas que le siguieron. se designaba con el eufemismo de suspensión de cqnsignadones, es

decir, que se suspendía el derecho qui.- tenían los asentistas a co· brar las rentas ordinarias en pago de las cantidades adelantadas. Cuando dichas rentas ordinarias estaban ya gastadas con varios años de anticipación d sistema no podía seguir funcionando; los ascntis� se negaban a seguir otorgando crédito. Entonces los contratos firma· dos se anulaban; los asentistas recibían juros por el valor de sus eré· ditos, las rentas públicas quedaban desembarazadas y el sistema podía recomen.zar. En cada una de estas quiebras muchos banqut."ros pt."rdían

Isu crédito, se arruinaban y desaparecían de la escena; quedaban los más fuertes. a los que la Corona hacía condiciones especiales para que siguieran conct."rtando asientos, y ellos los hacían, en condiciones muy onerosas, porque los riesgos eran tremendos.

El sistema de los asientos fue típico y exclusivo de Castilla. En\ los demás reinos de la Monarquía no había remanentes de rentas,

gastándose la totalidad en sus propias atenciones. A los gastos ge· ncrales del Imperio sólo contribuyeron de forma extraordinaria y extraoficial: el rey vendía gracias. vendía bienes de su patrimonio, y si la guerra invadía aquellos territorios claro está que sufrían sus consecuencias. Pero normalmente era sólo Castilla la que contribuía a los gastos generales y al sostenimiento de la Corte. Esta es la

principal razón de por qué los Habsburgos la escogieron como morada y centro de su lmpt."rio. Ningún otto tenía capacidad para soportar

(1) Un cuento aa un millóo de maravedises.

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tan cuantiosos gastos, y en ninguno estaba la. autoridad real tan firme­mente asentada como en la. Castilla. posterior a la.s Comunidades. Las ventajas que obtuvo fueron más bien honoríficas: Madrid se convirtió en una capital de fama universal, freruentada por pre­tendientes, embajadores y artistas. En ella y sus alrededores surgieron palacios de los reyes y Grandes. El aetual musco del Prado proviene de la colección real de pinturas. Bastantes nobles obtuvieron cargos gracias a las oportunidades que les deparaba la presencia del mo­narca.

Este es d capítulo del Haber; d dd Debe es más pesado: las atenciones ordinarias de la Casa Real importaban en la segunda mitad del siglo XV1 alrededor de medio millón de ducados, cantidad que aumentó bastante en ei XVII. (2) Una serie de cargas y servi­dumbres pesaban sobre los pueblos de la comarca madrileña, entre ellos, suministrar a precio fijo paja para las caballerizas reales. Los terrenos acotados para caz.a por los sucesores de Felipe II fueron inmensos, y los destrozos de los animales silvestres se compensaban a los aldeanos con dinero. Mucho más grave fue que en toda Castilla. la. autoridad real se impusiera con tal vigor que la.s Cortes y los muni -cipios no pudieron oponerse eficazmente a las crecientes peticiones de hombres y dinero. Estas conseruencias derivaban en parte dei fra­caso del movimiento comunero y en parte de la decisi6n de Felipe II de instalarse de modo permanente en el corazón de Castilla. Puede hablarse de un imperialismo español, o más bien castellano, pero muy distinto a .ruantos antes y después conoció la. Historia; no sirvió para enriquecer a la. metrópoli con los despojos de la victoria, sino para arruinarla, porque en realidad el Imperio no pertenecía a Castilla. sino a la. Casa de Austria, que se servía de Castilla. como instrumento. Decir que Milán o los Países Bajos fueron españoles porque de ordinario sus gobernadores, muchos de los soldados y la. mayor parte del dinero con que eran defendidos provenían de Espa­ña es una manera inaacta de ver las cosas.

(2) Para una discusi6n dt las cifras. V. mi articulo Lo, g111101 dt Cortt m L,EsJ14ú Jtl Iiglo XVII (loduido <n d volumen Crim J dtradmaa dt L, Esp,,ña Jt lo, Aw11ri111, Arid, 19Ó9).

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El pilar básico de la reorganización administrativa emprendida por Felipe II fue d robustecimiento de la Hacienda Real. En esto demostró ser un hombre más inteligente y más metódico que su padre, que hast.a el final se debatió en una indescriptible anarquía financiera. Felipe comprendió la necesidad de arbitrar nuevas fuentes de ingresos. y lo hizo en �<!.0¿_4ire�ciones: de los pap.as obtuvo, ade­más de la regularización de la Bula de la Cruzada, el Subsidio ecle­siástico y el Exrusado, ya mencionados en otro lugar, y que obligaron al clero a contribuir en proporción a sus riquezas. Para aumentar Gcoñtribución de los sc.glarcs contó con las Cortes de Castilla que. aunque con íntimo disgusto, acabaron siempre accediendo a sus pe· ticiones. Las alcabalas, o impuesto sobre las ventas, estaban enca­bezadas, es decir, concertadas en una cantidad fija que con la des­valorización de la moneda había llegado a ser muy pequeña. Fueron aumentadas a más del doble, con lo rual quedó un remanente libre para el Tesoro después de pagar los jJJros adscritos a ellas. Las sa­linas que estaban en poder de partirulares se rescataron y constitu­yeron un fructífero monopolio para la Corona. Los dintnos dt la mar, que así se llamaban los derechos aduaneros percibidos en los puertos cantábricos por los condestables de Castilla., fueron también incorporados, completando. con el Almojarifazgo Mayor, en las costas dd sur, y los pJJtrtos secos con Portugal y Aragón, la barrera aduanera que rodeaba a Castilla. El servicio trienal que concedían las Cortes se fijó definitivamente en 1 591 en la cifra de 148 ruemos anuales. Añádanse los caudales de Indias, que en este reinado alcan­zaron las máximas cotas y se tendrá idea de los formidables recursos con que contó Felipe 11; rerursos que se invertían casi únicamente en política exterior, porque los gastos internos eran muy pocos: la. Corte y los órganos superiores de la Administración y el sostenimien­to del corto número de tropas y guarniciones fijas que había en la Península y plazas del norte de Africa. Pero eran tales los gastos que acarreaba una política internacional de dimensiones casi pla­netarias que estos incrementos resultaron insuficientes, como vamos a ver, y la Hacienda castellana siguió atenida a los mismos rerursos de emergencia: emisiones de Deuda Pública, arbitrios diversos, banca­rrotas periódicas y, hacia el fin del reinado, imposición de la contri-

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bución ILunada vulgarmente de Mill011es que tanta y tan adversa influencia babía de tener en Lt economía cast.ellana.

La suspensión de consignaciones de I J n, complcuda con d a01erdo tomado con los asentistas en I J6o desptjaba la situación fmanciera por unos años. Fueron tambim, en el interior y d exterior, de casi completa paz, y coinciden con los años de mauimonio con Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe, la más amada por él, y que además, en el pi.too internacional, simboliuba la amistad con Francia, h«ho nuevo y muy confortante. El eclipse de Francia, para-1.iuda por sus guatas de religión, facilitaría d ascenso de España.Algunos chispai.os de estas guerras llegaban hasta las fronteras espa­ñolas en forma de agitación calvinista en los Pirineos; para mejor vigilarlos se aearon nuevas diócesis en Arag6n y Cataluña Qaca, Barbastro, T cruel, Solsona) y se hicieron esfuc:nos por desarraigarcl bandolerismo catalán, que tenía UD alean� social muy superior ala mera a6nica de su=s, como han revebdo los uabajos de Reglá.

Esta relativa paz se rompió bruscamente a partir de I J 68. Se habla de UD llir11je filipino a partir de este fccba. En realidad, Felipe no cambió de ideas ni de objrnvos; fueron Lts circunstancias Lts que cambiaron, orfrntándole hacia un progresivo endurecimiento de su carácta y de su política. Incluso como hombre privado se vio dicho año afectado por una doble uagedia: la muerte de la reina Isabel y la dd heredero de la Corona, Carlos, en qui� de nuevo había reaparecido d cspcaro de la dmicncia familiar. Su padtt tuvo que actuar de a01crdo oon la dura Raz6n de futado oonstituymdolo prisionero en sus habitaciones de pabcio. Queda abierta la inteiro­gante de si su tiato fue el que merecía un pobre enfermo y, como en el caso de Doña Juana, quizás habrá que contestar negativamente; conducta disculpable, hasta cierto punto, por la atmósfera de aversióo y culpabilidad que hasta f«ltas muy recientes ha rodeado a los en­fermos mentales.

Dolorosos fueron tambifu los sucesos políticos de aquel año; todos ellos tenían una larga gestación pero salieron al mismo timipo a la superficie. La aecicntc tiranta de relaciones ent1e Inglctcrra y España se manifest:aba en incidentes cada va más numerosos en Lts aguas dd Atlántico pr6ximas a Lts Indias, donde pirateaban, por su

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cuenta, pero con el apoyo tácito de su nación y de su reina, marinos como Jobo Hawkins, que en septiembre de I J68 sostuvo una verda­dera batalla naval con d virrey de Nu.cva España a la vista de Ve­racna.; Hawkins perdió cuam> de sus seis barcos y las mercaderías. Pero este éxito no solucionó nada; ouo marino-pirata, Drake, susti­tuyó a Hawkins en sus correrías. Buques españoles fueron deten.idos en el Canal de la Mancha y confiscados d oro que llevaban por cuenta dd Estado y la lana para partirulares. No era todavía la guerra abierta, pero. de h«bo, la hostilidad inglesa había roto la vía marítima Flandes-España.

Tampoco el levantamiento de los moriscos granadinos hubiera debido ser una sorpresa para los responsables del gobierno de aquel reiho. Su situación había empeorado por los impuestos que ·pesaban sobre la seda. Lts confiscaciones de ciertas, los duros procedimientos de la Inquisición y de las autoridades civiles y el ambiente de odio que veían aumentar a su alrededor, no sólo por motivos religiosos sino por la indignación que producían los ataques de los piratas mu­sulmanes, y Lt sospecha, no infundada, de que tenían espías y c6mplices en la población morisca. Induso los más rawnables hom· bres de estado no podían ver sin temor la existencia de núcleos densos de población descontenta y situada en las costas, que eran entonces la frontera más vulnerable. Cuando en I i 76, terminado el indulto de cincuenta años que les había concedido Carlos V, se les intimó la pa>lubici6n de hablar o cscrib.ir ca idioma morisco, de usar sus vestidos típicos, sus baños, sus zambras y demás costum­bres, con la intención de apresurar una asimilación que se creía poder conseguir por medios violentos, los moriscos ofrecieron una cantidad que fue rechazada; entonces empezaron a conspirar; su primer jefe, Don Hcrnando de Córdoba, pertenecía precisamente a la escasa porción de la minoría morisca que parecía integrada con sinceridad; regidor de la ciudad de Granada, había recibido algunos agravios y ahora, con el nombre histórico de Aben Humeya intentaba la loca aventura de resucitar el reino musulmán del sur. En el grupo que ca­pitaneaba había moriscos de la Alpujarra y algunos turcos; UD intento de apoderarse de Granada fracasó. pero en la Alpujarra d ah.amiento fue unánime; los pocos y aislados cristianos sucumbieron, las iglesias

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fueron quemadas y la guerra tomó un aspecto de ferocidad terrible por ambas partes. Fracasado un intento de avenencia entre Aben Humeya y d generalísimo español Don Juan de Austria, muerto d primero por sus propios partidarios, las hostilidades se prolongaron durante dos años, no porque la potencia guerrera de los moriscos fue­se grande, sino porque la del bando cristiano eta también pequeña; apenas había soldados veteranos, y las milicias de los nobles y de las ciudades eran más apropiadas para el saqueo que para la lucha. Los moriscos del resto de España no se atrevieron a serundar d levanta­miento, y el apoyo de los turcos se redujo al envío de unos cen· tenaces de soldados. En estas circunstancias, el desenlace no pre· sentaba dudas. De los 1 5 0.000 moriscos granadinos un tercio pere· ció en la contienda; no pocos fuct0n esdaviudos y d resto fue dis­persado por varias regiones españolas.

Si las consecuencias de este episodio fueron durísimas para los moriscos, para la administración de Felipe II también etan dolorosas; un reino entero quedaba arruinado; la repoblación con cristianos viejos se hizo de manera lenta e imperfeeta; y se había demostrado la debilidad interior de España, cuyas buenas unidades combatientes

estaban disemindas por el Imperio. 'Con ser graves estos hechos, mucho más lo eta el comienzo

de las guerras de Flandes, que iban a hipotecar toda la política es· pañola durante ochenta años. También tenían una prehistoria que re­montaba a la época del emperador, cuando se produjeron alli las primeras manifestaciones de la disidencia religiosa, pues en este caso, como en d de los moriscos granadinos, lo político y lo religioso iban estrechamente urudos. Los moriscos se sublevaron, ante todo, por motivos socioeconómicos; se les trataba como a ciudadanos de segunda clase ( en gran parte porque se les sabía mahometanos). La sublevación de los Países Bajos fue, más que nada, una explosión de nacionalismo; la protesta contra la presencia de tr0pas extranjeras y contra la amenaza que un rey lejano haáa pesar sobre sus viejas libertades. Pct0, también en este caso, las hostilidades no hubieran

tomado un carácter tan implacable si d motivo religioso no se hubie­ra sumado al político fundamental. Por ambos bandos había interés en mantener esta confusión: los flamencos, para obtener d apoyo de

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las potencias protestantes; el rey de España para obtener subsidios

del Papa y galvaniu.r d esfuerzo de Castilla. Es ocioso preguntarse cómo hubietan evolucionado los hechos

si Felipe, en vez de trasladarse a España, hubiera permanecido en Flandes. Allí dejó a Margarita de Parma que, como Juan de Austria, era producto de amores extraconyugales de Carlos V. Entre sus consejeros destacaban el cardenal Antonio Granvela (3). Guillermo de Orange y d conde de Egmont. La fidelidad de los dos últimos parecia por encima de toda sospecha: Egmont había mandado la ca­ballería española en San Quintín y Gravelinas. Orange había sido amigo íntimo de Carlos V, que se había apoyado en su fuerte brazo

en d acto de las renwicias de Bruselas. En apariencia, el país estaba gobernado por flamencos, pero la realidad eta otra: el hombre más influyente era Granvda, que, a su vez, interpretaba el pensamiento y las órdenes de Felipe 11, en especial en cuanto a la represión de la herejía. Sus agentes serían los m:ce nuevos obispos que debían crear­se; no existía la Inquisición en aquellas tierras, pero los obispos te· nían en este punto atribuciones muy semejantes; de aquí el malestar que produjo la medida. El descontento era patente en dos sectores : la burguesía mercantil, bastante inclinada a las novedades religiosas, y la noblcu, descontenta dd predominio de Granvela. En el resto de la población había también un malestar difuso por la presencia de un tercio de tropas españolas y por la sensación de estar regida por poderes lejanos y extraños. Felipe II anunció varias veces su intención de ir a Flandes, viaje que no llegó a realiurse; en cambio hizo dos concesiones importantes: la retirada de Granvela y la de las tropas españolas. El problema político parecía en vías de solución cuando se complicó con el religioso; las peticiones de los nobles

flamencos (incluso algunos católicos) en pro de una libertad de con­ciencia y d envío del condé de Egmont a Madrid con d mismo objeto trop=ron largo tiempo con los escrúpulos de un rey vacilan­te; al fin se decidió por la intransigencia; los decretos del concilio de T rento debían ser aplicados estrictamente y los herejes castigados

(') No confundir con su padre Nicolis, que fue uno de los más influyentes consejeros de Carlos V.

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coa rigor. A estas órdenes respondieron los calvinistas con asaltos a iglesias y destrucción de imágenes en Amhcres. Gante, Amstcrdam y otras ciudades. (Agosto de 1 566).

Lo que sucedió después es bien conocido: la indignación de Fc­li� II y la decisión de enviar a Fbodes al duque de Alba, que des· pués de un brgo viaje por Italia. Saboya, el Franco Condado y Lorcna llegó a los Países Bajos al frente de 9.000 infantes cspa· ñóles y un número igual de italianos y mercenarios alemanes: la re­tirada de la escena politica de la princesa Margarita; la represión �grienta y la guerra. Mucho se Ju. exagerado la crueldad del duque de Alba, � es cimo que ni su mentalidad era la m.á.s a propósito para comprender la de aqucllas gentes dd norte ni sus pro· ccdimicntos eran los m.á.s adecuados para restablecer una paz todavía posible. Los que se hab"ian declarado en franca ttbdcfu. eran toda vía pocos; una politica que hubiera dosificado la energía y las concesiones hubiera podido auacrsc a los vacilantes, entre los cuales estaban los condes de Hom y de Egmont. El mismo pnnci� de Orangc. aunque lu.bía huido a Alemania, no lu.bía roto formalmente coa d rey ni con la Iglesia. En va de intentar esta conciliación, Alba instituyó d Tribunal de los Tumultos, que en seis años condenó a muerte a más de mil personas, y ouas muchas a penas inferiores. Entre los decapitados estaban Hom y Egmont, nombres que pasa· rían a la leyenda.

A las medidas represivas siguió un período de calma engañosa: se promulgó un perdón general y muchos · sospechosos de herejía pidieron la absolución. Fracasó una invasión que desde Alemania realizó d prínci� de Orangc y, con los cañones tomados al cocmi· go, se fundió una estatua dd duque de Alba, no seguramente por vanidad personal. sino como parte de las medidas que entonces se consideraban cficaoes para infundir en los súbditos un sacrosanto respeto a la autoridad. Alba consideró aqudlas rcwclw como unas Comunidades a mayor escala, y creyó que. como después de V,llalar, nadie ya se atrevería a oponerse a las órdenes reales. No !u.y que extrañarse ni indignarse, pues ésta era la ideología predominante en Europa. Tan seguro estaba que ordenó introducir la alcabala con objeto de lu.ccr frente a los gastos militares. Esto demostraba

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una va más un desconocimiento completo de la situación. La alca­bala se cobraba en Castilla de un modo suave, de forma que d to por I oo legal casi nunca se alcanzaba. mientras que d conjunto de tributos que quena Iu.c.-r �r Alba sobre las transacciones podían arruinar aquel pu.-blo de mercaderes. Se equivocó, sobre todo, cre­yendo que d pueblo estaba resignado y era incapn de reaccionar. La medida disgustó incluso a los sectores más adictos, y preparó la reaparición de Guillermo de Orangc.

Em� entonces una gucna en las condiciones más desfavora· bles para las tropas españolas; éstas solían vencer en los combates en campo abierto, � en aquel país pobladísimo, cruudo de cana· les. con amplias costas dQminadas p<>r las flotillas de los gueux dt la ,,,,,., las victorias tenestres solucionaban poco; los núcleos urbanos eran numerosos, bien fortificados, y cada uno requería un largo ase· dio. Los rebeldes recibían auxilio de los paises vecinos. mientras que las tropas reales habían de encaminarse allá por rutas larguisimas, y mantenerse a costa de grandes dispendios. Por eso. aquellas guctTaS se dcsatTOllaron en estrecha relación con la coyuntura económica es· pañola: si podían facilitarse remesas abundantes de oro y plata podían rcclutarSc mercenarios; si las tropas no recibían sus pagas se amotinaban. Tan frecuentes eran los motines que se convirtieron en algo rirual. con reglas fijas. Los amotinados elegían su propio jefe, que imponía una disciplina severísima, y decbraban una es�c de huelga de braws caídos, o bien hacían la gucna por su cuenta, �­qucando sin distinción a amigos y enemigos. De esta forma. no �lo se minaba la disciplina sino que las ganancias efectuadas en vanas campañas podían �rdcrsc en unas semanas. En escas ocasiones, los veteranos españoles no se mostraban menos rudos y exigentes que los alemanes e italianos, lo cual sólo puede extrañar a quien ignore la complejidad de las motivaciones humanas. El voluntario cspañoen Flandes como en América

_. era un so�dad? maravill�, valiente,

sufrido y penetrado de los ,dcalcs monarqwcos y religiosos: �también estaba penetrado de la conciencia de su propia dignidad: no conscntia que se le maltratara. y ¿qué peor trato podía rcci� que no recibir la paga. el vestido y el alimento debidos?

Desde el principio se marcó en el interior de los Países Bajos

III HIST'OllA 0€ ts,AflA ro 30j

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El A11tigt10 Rig111m - A,mrias

la división que aún hoy refleja su mapa político: el sur, la actual Bélgica, con predominio católico, se mantuvo fiel a los Austrias, a condición de que respetaran sus leyes autonómicas. El none, la actual Holanda, donde el calvinismo había arraigado, fue el centro inexpugnable de la resistencia. El combate en aquella tierra anfibia adquirió caraetcrcs épicos; la ofensiva del duque de Alba produjo la toma de 1hlinas y Harlcm. Estas victorias, manchadas por inúti­les rigores, no decidieron ,nada. El cerco de Alkmaar tuvo que ser levantado cuando los holandeses rompieron los diques y Alba, cansado y desilusionado, presentó su dimisión al rey ( 1 57 3 ).

Le sucedió Don Luis de Requcsens, con instrucciones de llegar a una paz negociada, pero Felipe II no podía aceptar la libertad reli­giosa que exigía Guillermo de Orange. Se reanudaron las hostilida­:ics; el ejército real progresaba lentamente y quizás hubiera obtenido una decisión militar de no haber fallado los recursos monetarios. Antes de la guerra se enviaban a Flandes desde Castilla unos 300.000 ducados anuales. Ahora se n=itaban dos millones. Las Cortes de I sn·n, ante una petición real de aumento de impuestos, reacciona-

Pa...cer de los banqueros y Hentistas de Felipe II sobre el restablecimiento de las feriH caatellanas. Marzo de 1579. (Archivo Histórico Nacional, Con·

sejo6, 4.408-34). Transcripción:

l.81 peraonas con quien se comunico lo que Su Majeatad manda acerca de las ferias que se en de hazer en eatos Reynos dezimos que segun 1, espirienzía que ae tiene por lo pasado en las feriaaa de Enberes. l.eon y Visanaon, pa· rete cosa muy conviniente y necesaria que aya en estos Reynos otras quatro que se tiene Po< lo pasado en las ferias de Enberes, Leon y Visanson. pa­y que los pagos dellas M ,gen en los mismos tiempos y días que disponen y mandan las prematicas destos Reynoa. v que de hazerse Hi el trato y comercio M ,crezentara y los onbres de negocios teman mas comodidad, y que de las dichas quatro ferias se agan todas en un lugar o en las partes y lugeres donde se acostumbraron a ha,er nos remitimos todos a lo que pareriere maa convinyente al servicio de Su Majestad Y tembien pareze que eunque al ser los negocios y cambios fibres de todas partes es muy conviniente, que por agora no se age nobedad en lo que uttimamente se acordo limitando las sobrecedulas. Firmen: El Marqu6s de Aullon. Juan Rodríguez de Sin Pedro, Nicolao de Gri­meldi, Marcos Fucar y herm•nos. Fernand Lopez de C.mpos, Francisco de Maluendl. Agustín Spinola, Esteban Grillo, Alonao de Salinas y Juan

Ort99a de le Torre.

1 4. El ltnpmo dt Felipe II

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El A,11ig110 Rig;,,,,,, - A11,1rias

ron de manera pasio11.1I y demagógica; las dificultades de la Hacien­da Real, venían a decir, provenían de los asitnJos usurarios concer­tados con los banqueros genoveses. Por la boca de los procuradores, en buena parte de origen burgués, se expresaba la antipaóa difusa del <:4'stdlano medio contra aquellos genoveses que acaparaban el co­��roo de la lana y I� �eda, la importación de trigo, la administra­c,on de grandes doffilDJos y redondeaban sus enormes ganancias con la explotación del T csoro público. La alianza de Españ.t y Gé­nova fue un matrimonio de interés en el que sianpre faltó cordia­lida�. �dipe II participaba de estos sentimientos ; creyó que podía preond1r de los banqueros genoveses y sustituirlos por bombrts á, negocio castellan<><. Así se llegó a la famosa quiebra en I l 7 l; se declaraban nulos los asientos concertados como excesivos y usurarios y se . b.aw un nu�� ajuste de cuenw partiendo dd principio de que los m�rescs pcrab,dos por todos conceptos no deberían rebasar el 1 2 por 1 oo anual de las cantidades prestadas. Se prometÍa una compensación en juros por los saldos que resultaran, y las rentas reales, que estaban ya prometidas en pago, quedarían desembarazadas. Sólo fueron exceptuadas de este decret0 las dos casu más fieles

y reputadas: la de los Fuggcr y la de Lorenzo Espínola. Se puede decir con Carande que este acontecimiento demostró

la interdependencia entre la política y la economía de un país. y que la fc:clia de 1 n j "fue decisiva, y no sólo para la hacienda de Feli­pe 11". (') U na ola de pá.nico y de quiebras se extendió por todas las plaus financieras de Europa, pues eran muchos los capitales de toda procedencia invertidos en los asientos caste.Uanos. Los perjudi­cados reaccionaron con violencia, defendieron . sus procedimientos, acusaron al rey de desleah:ad y poniendo en juego sus relaciones

trataron y en pane consiguieron entorpecer el aprovisionamiento de las lrOpas destacadas en Flandes. Los banqueros sustitutos de­fraudaron las esperanzas de Felipe Il. Maluenda, Simón Ruiz., los

, (') C.rrt�� d, """""'"' C-Mon«I• .Y Cttdito", •9H), Sobrr cst< q,uodio con· súltac tambim a M. Ulloa. u H•titfllÚ R.ul d, C,,Ili/1,, ,,, ,/ rriudo ,¡, F,­lij>t 11, capítulo XXJX y b Introducción a w Lmm -,,1,.,,,,d,1 idu•t,tt1 "'"' Fl<>mtrt tt M,diu, dr Fdip< Ru4.

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14. El Imperio áe Ftli¡,t 11

Salamaoca, Luis Curie! y otroS banqueros de Burgos y Medina eran mercaderes enriquecidos, no auténticos magos de la finanza como los

genoveses; aunque se les conccd.ieron condiciones muy favorables 110 pudieron o no quisieron real.izar la enorme tarea que de ellos se cspe· raba. En cuanto a los Fuggcr, ya no eran ni sombra de lo que fue­ron en tiempos dd viejo Jacobo. El resultado fue que las tropas de Flandes, a· quienes se debían varios meses de sucl�o. y que ade­más habían quedado sin mando por la inopinada muerte de Rcque­scns, saquearon Ambcrcs y dieron muerte a siete mil dc sus b.abi· wites (noviembre de I j 76). Desde este triste episodio cmpcw a ha· blarse de la f11ria española, no por cierto en el sentido elogioso que nosolJ'Os le atribuimos. No fue ésta la ruina definitiva de la ciudad dd Escalda; su paralización comercial sobrevino más tarde a causa dd bloqueo impuesto por los holandeses; pero la reprobación de aquel hecho y el temor a quc se repitiera acercaron los estados dd sur a los del norte; por la Pacificación de Gante acordaron olvidar de momento sus diferencias religiosas y aunar sus esfuerzos para arrojar a los españoles del p.ís.

Este fue el panorama que halló a su llegada Don Juan de Aus· tria, nuevo gobernador de los Países Bajos. Siguiendo instrucciones

del rey despidió a las lrOpas españolas después de haber vendido hasta sus alhajas para pagarles. De nuevo parecía posible una paz; Guillermo de Orange fue recibido oficialmente en Bruselas y se le daba ya como futuro gobernante bajo la soberanía nominal de los Habsburgos. Pero Felipe era un hombre obstinado; la situación eco­nómica de Castilla se había enderezado un tanto; ni al rey ni a los genoveses les convenía prolongar la ruptura. Los asentistas se rcsig· naron a recibir juros y pueblos arrebatados a las mitras en pago de sus deudas y volvieron a concertar anpréstitos. En aianto llegaron fondos se reanudó la guerra en Flandes; volvieron los tercios y en GmblollX demostraron una superioridad militar que no era, sin cm· bargo, suficiente para alcanzar la victoria total.

Esa victoria definitiva sólo estuvo al alcance de la mano durante d mando dc Alejandro F arnesio, sucesor de Don Juan de Austria, único personaje de la bistoria que ha sido nieto de un papa (Pau­lo III) y de un emperador (Carlos V); único también de los gobcr-

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El Antiguo Régimtn - Austrias

nantes españoles en Flandes que reunía a un gran talento militar unas grandes dotes políticas. Supo aprovechar la antipatfa. de los valones católicos hacia los calvinistaS holandeses para destruir su unión circunstancial; desde entonces, las provincias católicas del sur seguirían invariablemente unidas a la Corona española. Reanudó la guerra evitando las crueldades inútiles que tanto habían perjudi­cado a la causa real, y mezclando las acciones guerreras con las ne­gociaciones reconquistó la mayor pane del territorio. Ahora, la plata llegaba en abun.dancia; fueron estos los años de máxima aportación de caudales de Indias y d sudor de los mitayos indios en Potosí se transformaba en victorias para d rey Católico en el otro extremo dd mundo. En 1588 no quedaban a los insurgentes más que las provincias de Holanda y Zelanda. Pero en este momento los planes de Felipe II interfirieron en los de Farnesio de manera desastrosa. El rey ya no se interesaba tanto por los asuntos de Flandes. Ahora estaban en d primer plano de sus preocupaciones Inglaterra y Fran­cia. Es verdad que todos estos problemas se enlazaban entre sí, por­que la experiencia había demostrado que querer conservar aquel puesto avanzado contra la hostilidad de estas potencias era clifici · lísimo. La paciencia de Felipe frente a las provocaciones inglesas se explica porque las enseñanzas de su padre y su propia estancia en Inglaterra le habfa.n mostrado CU.Ín vital era su alianza para una po­tencia que se interesase en los asuntos del norte de Europa. Don Juan de Austria tuvo sus propios planes; soñaba con una invasión de Inglaterra y acaso con la posibilidad de ser rey de ella; pero Felipe ni se habfa. decidido a la guerra ni querfa. que su hermanastro fuera rey sin su permiso.

De hecho, la guerra ya exisóa años antes de la Invencible; con· tingentes ingleses al mando del conde de Leicester habfa.n combatido en Flandes. En 1 5 8 5 todos los buques ingleses en puertos españoles fueron confiscados; Drake pirateaba por todos los mares y en Lon­dres los embajadores españoles intrigaban con vistaS a un posible derrocamiento de Isabel, que sería sustituida por María Estuardo. Cuando Felipe II supo que esta desgraciada reina habfa. sido deca­pitada comprendió que la hostilidad inglesa ya sólo podía ser evita­da por medio de una guerra abierta. Sigilosamente comenzó a prc-

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1 4. El Imperio dt Felipe II

pararse una gran escuadra con vistas a una invasión. No tuvo pa· ciencia Felipe II para esperar a que Famesio acabase de dominar los Países Bajos; deb'ia dejar allí las fuerzas indispensables y prcpa· rar lo más lucido del ejército para embarcar y conquistar Inglaterra; con este plan arriesgado podía quedarse sin ambas cosas, como en efecto ocurrió.

La Gran Armada o Armada de Inglaterra, como se la llamó en· tonces (nunca se la denominó oficialmente Invencible) llegó al Canal de la Mancha en julio de 1 5 88; se componía de 6 5 navíos de gue­rra y otros tantos auxiliares que totalizaban 58.000 toneladas; lleva­ba a bordo 19.000 soldados y 11.000 marinos y remeros. La pro­porción era muy distinta en la armada inglesa, que tenía 14.000 ma· rinos y muy pocos soldados. La mayor fuerza de la española era la infantcrfa. embarcada; se esperaba poder llegar a un combate cuer­po a cuerpo como en Lepanto, pero los ingleses se mantuvieron a distancia; aquélla fue una verdadera batalla naval, y no una especie de batalla terrestre sobre el mar como en Lepanto. Por su parte, Famesio habfa. comunicado el siguiente estado de tropas: 11.000 españoles, 18.000 valones, 20.000 alemanes, 7.000 italianos y 3.500 de otras nacionalidades; aunque parte de estos 60.000 hom­bres tendrían que quedarse en Flandes, era un ejército más que sufi­ciente para apoderarse de Inglaterra. El problema estaba en embar­carlo; la costa de los Países Bajos españoles tenía pocos y difíciles puertos, y además del obstáculo de la armada inglesa hab'ia que contar con el hostigamiento de los barcos holandeses.

La óptica de este encuentro ha sido deformada por prejuicios na­cionalistas; para los ingleses fue una gran victoria naval; para los españoles, no el enemigo sino las tempestades fueron la causa del fracaso. Hoy los hechos �n mejor conocidos y más justamente apre­ciados: hubo una batalla naval, o por mejor decir, .una serie de cn­cuen1r95 que fueron favorables a los ingleses po� su mayor movilidady la posibilidad de renovar municiones. Fames10 no pudo embarcar sus tropas; fracasado el objetivo de la empresa, la Armada, desorga­nizada pero aún casi entera, no atrcvi�ndosc a combatir de nuevo en el Canal, dio la vuelta por el norte a las islas británicas para regresar a España; en este rodeo fue donde se produjo la pérdida de

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El Antiguo Rigimen-AuJtriaJ

casi la mitad de los buques, arrojados por las olas contra los acan­tilados de Escocia e Irlanda. Se demostraba así una vez más la soli­daridad de la guerra de Flandes y la de Inglaterra; si era dificil pa· cificar Flandes con una Inglaterra hostil, también era difícil invadir Inglaterra si no se dominaban las costas flamencas. De haber contado con el puerto de Amsterdam como refugio todo hubiera sido dis· tinto.

La guerra continuó: en . 1 j 96 fue sorprendida y saqueada Cádiz.Felipe 11 no abandonaba sus planes y haáa preparativos para rCWlir una nut"va escuadra: apeló al patriotismo de las Corres de Castilla, que consintieron en otorgar un nuevo impuesto que se llamó vulgar· mente de MillontJ (de ducados) que primero fue temporal y al fm se hizo perpetuo. Gravaha anículos de primera necesidad, las carnes, el vino, el aceite, y a él contribuyeron todos, incluso nobles y ecle­siásticos, lo que supuso un primer paso hacia la justicia fiscal; sin embargo, pesó mucho más duramente sobre los pobres. A partir de entonces no cesaron las quejas de que los tributos arruinaban Castilla. Llegaba este recargo tributario en el momento en que había pasado d máximo empuje demográfico y económico y comenzaba el reflujo.

El rey no era insensible a las quejas, pero creía que su deber y d de su pueblo era no desertar en aquella crucial hora europea. Los asuntos de Francia le interesaban en sus años finales tanto o más que los de Inglaterra. El eclipse político de aquella nación le había ayudado a alcanzar la hegemonía mundial indiscutible, pero aquel eclipse no podía ser eterno; una victoria decisiva de cualquiera de los

dos bandos que luchaban en Francia le devolvería su poder, y" si Felipe temía más que nada una victoria protestante, preveía que un rey cató· lico adoptaría una actitud similar a la de Francisco l. Isabel de V alois había mueno sin dejarle heredero varón, pero sí dos hijas; a pesar de la Ley Sálica se hizo la ilusión de que la mayor, Isabel Clara Euge· nia, podría ser reina de Francia. Esta solución no sólo tropezaba con la hostilidad de los calvinistas sino con la de muchos católicos que temían la ingerencia española en Francia so pretexto de defender la religión. Tampoco Sixto V deseaba esta solución, y menos Isabel de Inglaterra. A la vista de estos obstáculos la política francesa de Fe­lipe II era demasiado atrevida para las fuerzas reales de que d.is·

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, 4. El Imperio (Ú Felipe II

ponía. Cuando Enrique de Navarra cercó a París, Alejandro Farne­sio recibió la orden de ir a socorrerla; el cerco fue levantado, pero la última oponunidad para rematar la victoria en Flandes se había

. perdido. En este momento crítico, Enrique realizó la gran jugada que meditaba hacía tiempo: la conversión al catolicismo (1 593). La polí­tica francesa de Felipe terminaba con un fracaso relativo; Francia no sería ya amiga de España, pero se mantendría dentro del campo católico.

El coste de esta ambiciosa política internacional había sido ele­vado: los últimos años dd reinado fueron de grandes apuros mone­tarios: no bastando los caudales de Indias ni el producto de los Mi· lloncs hubo que declarar en 1 5 96 una nueva suspensión de pagos. Apareció entonces un nuevo recurso dd que en el siglo siguiente se había de hacer largo uso: pidió un donativo a los particulares por medio de religiosos; no se conoce su producto, que debió ser cuantioso; las aportaciones variaban desde los 70.000 d�dos que dio d duque de Arcos hasta los pocos maravedises ofrecidos por hidalgos rurales. Espí.ricus satíricos dijeron que el rey había tenido que ir pidiendo li­mosna de puerta en puerta. El peso del Imperio resultaba excesivo. Al morir Felipe lI en 1 5 98 los ingresos totales de la Hacienda se calcula­ban en 1 o millones escasos de ducados y la deuda dd Estado en 68 millones, es decir, d equivalente a siete anualidades, una proporción que apenas se encuentra en nación alguna.

Hubo a lo largo de este reinado un desplazamiento dd centro de interés dd sur al norte de Europa que correspondía a una nueva confi­guración de las realidades políticas y económicas; la presencia de los

musulmanes en d Mediterráneo era molesta pero no se veía la manera de asestarles un golpe decisivo, ni tampoco se rernía de ellos acciones de gran envergadura. El declive de la potencia otomana había comen· zado; cada vez se distanciaiaa más de Europa en la técnica y, por lo tanto, en la capacidad ofensiva. Prescindiendo de los numerosos inci· dentes y golpes de mano, el único hecho imporrante en este campo fue la batalla de Lepan to ( 1 5 7 1); vicroria hispanoitaliana que, sin solucio­nar el problema de fondo, dio un respiro a las naciones cristianas. Le­panto no destruyó el poder naval turco, como el desastre de Inglaterra no había destruido el español. La relativa paz que reinó después de

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El A,ttig,,o Rigimtn • A11strias

aquella fecha en el Mediterráneo debe atribuirse a un tácito acuerdo en­tre las dos grandes potencias enemigas; a los turcos les prcocu�ba más la situación en la frontaa ¡>CTSa y a Felipe II las cuestiones nórdicas

donde, acertadamente, yeía que estaba la clave del futuro. A la gran política no le preocupaba mucho el drama de las poblaciones costaas y el riesgo continuo que pesaba sobre las comunicaciones marítimas.

Si, a pesar de cienos fracasos rotundos, puede estimarse que el ba­lance total del reinado fue positivo en tmninos de poder político es por· que la incorporación de Portugal al vasto conjunto de la Monarquía contrapesaba con creces aquellos faaorcs negativos; en este caso no se trataba de territorios lejanos, inasi.mibbles, sino de reconstituir la unidad peninsular, y de completar el Imperio ultramarino español con el pomigués que, si no tenía la profunda densidad territorial y humana dd primero, se cxtcndia desde Brasil a las Molucas en forma de rutas marÍ· timas y puntos de apoyo terrestres que, en unión de los españoles, envol­vían d Globo formando un conjunto tal como el mundo no había visto antes ni se ha vuelto a ver después. Sólo el imperio inglés de la era vic· toriao.a podría com�árscle. Ante estos resultados, el solitario de El Escorial podía pensar que las quejas de sus banqueros eran incidentes de poca monta. La incorporación de Portugal no tuvo nada que ver con un nacionalismo castellano que, en la acepción que hoy damos a esta palabra, no. existía. Se realizó, como era habitual, dentro de un marco dinástico; fue el desenlace de la política de uniones lll.!trimoniales que venía desarrollándose desde haáa más de un siglo entre ambos reinos. Sin la mucne de su sobrino D. Scbastiáo en el campo de batalla de ,\J. cazarquivir Felipe II no hubiaa soñado en ceñir la corona de Portugal. Tampoco pensó ni por un momento en renunciar a ella cuando la mucne de D. Sebastián y la del anciano cardenal D. Enrique lo convirtieron en heredero legítimo ( 1 5 So). En las clases populares, donde los caste· llanos tenÍa'n pocas sim�tías. se prefería ver en el trono a D. Antonio, prior de Crato, que, por linea bastarda, descendía de su vieja dinasúa; pero las clases elevadas aceptaron a Felipe 11, unos por resignación ante lo inevitable, otrOS porque esperaban ventajas económicas de la unión con Castilla y sus Indias; entre los defensores de b unión había ele­mentos tan diversos como los jesuitas, que veían en Felipe al campeón de b Cristiandad, y los ""'"""ºs que acaparaban el comercio y la banca

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14. El Imperio áe Ftlipe II

y esperaban hacer buenos negocios y. a la vez.. mejorar su situación personal.

La rcsistmcia de los �darios de D. Antonio fue vencida con fa. cilidad. Las Cortes de Tomar reconocieron oorno rey a Don Felipe bajo una serie de condiciones que ga.rantizaban la indcpmdcncia portuguesa en todos los terrenos. No hubo anexión, sino sólo una unión personal de dos reinos soberano, en la misma persona. Tachar de ilegítima la coro­nación de Felipe invocando principios ideológicos actuales resulta ina­ceptable. Siguió existiendo una soterrada corriente de �b,,,stümismo, un anhelo muy extendido de recuperar una dinasúa portuguesa; esto re­sulta en parte ilógico, porque Felipe. hijo de una princesa portuguesa y de un padre de cosmopolita ascendencia, tenía más sangre portuguesa que castcllana. Era claro, sin embargo. que Felipe se había identificado ron Castilla, y que Castilla, por su mayor peso. impondría sus propias directivas al conjunto.

Podría creerse que un hombre tan absorto en las combinaciones de la política internacional se habría ocupado poco de la política interior. Nada sería más falso. Al propio tiempo que vigilaba los acontecimientos que sucedían en ambos hemisferios se ocupaba de asuntos de una minucia increíble, corregía las faltas que veía en los documentos (se de­cía que había devuelto una cuenta de muchos miles de ducados porque había un error de algunos maravedises). se ocu�ba de la provisión de cargos civiles y eclesiásticos, vigilaba los trabajos de El Escorial, opi· naba sobre sus planos. aumentaba sus tts<>ros artÍsticos ; en una palabra. no dejaba nada fuaa del alcance de su mirada. Gracias a este d�eo del · rey de estar bien informado tenemos documentos escidísticos de aquella época de una precisión no igualada en ninguna otra nación.

Por grande que fuera su capacidad de trabajo necesitaba colabora· dores; y resulta extraño que quien llegó a tener mis poder e Wlucncia fuera el menos digno de ello: el secretario Antonio Pátt, cuya inmora­lidad sólo comprendió demasiado tarde, cuando ya le había hecho cóm­plice de un odioso crimen: el asesinato de Escobedo, secretario de D. Juan de Austria; por qué estorbaba a Antonio Pó-cz no está muy claro; probablemente conoáa sú verdadera catadura moral y estaba dispuesto a revelarla al rey. Antonio Péra. hizo crttr al rey que fuco.hedo alentaba peligrosas ambiciones Políticas en D. Juan de Austria,

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El Antiguo Régimen • A11s1rias

y obtuvo d permiso para hacerlo desaparecer, en virtud dd derecho de los reyes de tjccutar a un súbdito sin proceso cuando así lo exigía d bien dd Reino. Las consecuencias son bien conocidas: la indignación de D. Felipe al conocer la verdad, la prisión de Antonio Pércz, su huida a su tierra natal de Aragón, la desafortunada tentativa dd rey de apode· rarse de él por medio del Santo Oficio y el levantamiento popular contra· lo que se creyó un atenta4o a sus fueros. Don Felipe, al reprimir la re­sistencia armada a sus órdenes, castigó con dureza a las personas, pero dejó intacta en lo esencial la antigua constitución foral de Aragón.

Felipe II murió ( 1 598) en su modesta celda de El Escorial dtjando dificiles problemas pendientes al único descendiente varón que tuvo de sus cuatr0 matrimonios: el príncipe Felipe, hijo de Ana de Austria.

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