FISURAS DE LO REAL
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FISURAS DE LO REAL
Una mirada a la narrativa actual
Antología
FISURAS DE LO REAL
Una mirada a la narrativa actualAntología
FISURAS DE LO
irada a la narrativa actual
FISURAS DE LO REAL
Una Mirada a la narrativa actual Antología
Prólogo de Jorge Córdoba
FISURAS DE LO
Primera edición, 2013 Este libro ha sido realizado con el esfuerzo conjunto de todos sus auto-res y de BRUMA EDICIONES. Ilustración: foto © Thomas Völpel, Chairs, julio 2012. Diseño de tapa e interiores: Carolina Suarez © Bruma Ediciones Mendoza, Argentina. e-mail: [email protected] tel.: 54-9-261-155152414 http://brumaediciones.wordpress.com/ http://bruma-ediciones.blogspot.com.ar/ Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial. ISBN: 978-987-45255-0-5 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina – Printed in Argentina
PRÓLOGO
A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura
en el más absoluto silencio del mundo. La buena literatura es silencio. Es la fisura de
la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real.
Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la litera-
tura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispa-
na de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción
del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos
y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura.
En este reino de la disparidad donde se bifurca y extiende el enorme mosaico de la
narrativa actual: el lector encontrará desde un policial clásico hasta la prosa experi-
mental, desde microficciones hasta monólogos y autoficciones. A medida que va-
mos leyendo se suceden los grandes temas del hombre: el amor, la muerte, la trai-
ción, la tristeza, y sobre todo en la literatura de los más jóvenes, el absurdo de la
existencia y el dolor de vivir. Todo pasa por la mirada siempre inacabada del escri-
tor, tal como la vida misma pasa ante nosotros.
Claude Michel Cluny dice en una de sus aporías: “Tú, que deseas escribir, acuérdate
/ de la lección de Empédocles de Agrigento, y sé, por un momento, sombra / y luz,
muchacho y jovencita, árbol / y pájaro, / y pez mudo en las aguas profundas.” El
oficio del escritor es esa continua despersonalización, ese convertirse en otro por
unos momentos para buscar la representación de una parte del mundo. La narrativa
es el intento del ordenamiento lógico del mundo. Como dijimos, intento siempre
imposible: el mundo no es lineal, es entropía. Y en esa necesidad de ordenar a través
del logos –razón- algo de la entropía en el mundo, transcurre gran parte de la historia
de la literatura.
Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo
que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a
diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile,
otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México, otro tanto de Uru-
guay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas
de Estados Unidos.
Y como buenos lectores, seamos también “pez mudo en las aguas profundas”. En el
más absoluto silencio del alma. Y oigamos ese murmullo imperceptible de la palabra
literaria, de la letra fuerte, de la letra que persiste.
Jorge Córdoba
Mendoza, Argentina, Noviembre del 2013
MICHAEL BENITEZ ORTIZ
Michael Benitez
Ortiz. Bogotá
(Colombia). 1991.
A los 15 años
Judas Priest
salvó la vida a
cambio de podrirle
el alma. Colombia
perdió un ladrón y
ganó u
Escribe ebrio de
noche como t
cando guitarra.
ganado varios
premios literarios en Colombia, Chile, Argentina y España, donde ha publicado sus
relatos, crónicas y poemas. Libro de poemas inédito: Poemas de la
relatos: Bogotrash. [email protected]
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MICHAEL BENITEZ ORTIZ
Michael Benitez
Ortiz. Bogotá
(Colombia). 1991.
A los 15 años
Judas Priest le
salvó la vida a
cambio de podrirle
el alma. Colombia
perdió un ladrón y
ganó un poeta.
Escribe ebrio de
noche como to-
cando guitarra. Ha
ganado varios
premios literarios en Colombia, Chile, Argentina y España, donde ha publicado sus
Poemas de la noche. Y de
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CON-VERSACIÓN ENTRE-SUEÑOS
6 de la tarde. La noche empieza a caerse de culo contra el mundo como un pe-
rro negro que se resbala en las babas que salen poco a poco de sus bocas llenas de
palabras repetidas y cansadas, “has de saber, amigo, que ya todo está dicho y hecho
y que cualquier intento de creación es vano, por lo tanto sólo es importante saber
jugar el ajedrez ya creado y no tratar de inventarle nuevas fachadas a las torres, ni
piojos a los caballos…”. El cielo ha sido decapitado y cae la luz de las estrellas
contra el pavimento, como piñas maduras. Todo es caída y la gravedad es cómplice
de todos lo ahorcados. “Es cierto, todo está hecho… pero mal”
En la soledad la música ilumina con bombillos puntiagudos las paredes de
humo. El semáforo está en rojo serpiente naranja naranja verde mariposas negras
salen cuando explota la luz. “Nada de mal, si tú lo ves así es porque eres un peón”.
Un grito en un callejón en medio de mil edificios, donde todas las manos rompen, a
puñetazos y al mismo tiempo, los vidrios de la noche para llamar las ambulancias
marcando el número que comienza a surgir de la sangre con los picos de los pájaros
nocturnos. “Pero recuerda que sólo un peón puede salvar la reina”.
Las ratas juegan a las cartas a imagen y semejanza de los hombres, de sus dio-
ses malditos, mata-siete, trampas con queso podrido, nevera abierta.
El miedo es el motor del mundo o por lo menos su gasolina, o su jinete, o…
“sí, ¿y qué importa si sólo el rey le puede hacer el amor?” Las pesadillas de las
máquinas de escribir las sueña la lluvia de cabeza.
Un hombre se mete al baño a cagar mientras medita sobre si hace el amor a su
mujer o si al contrario el amor es quien los pone en cuatro a los dos. Piensa en escri-
bir un poema con esa idea pero mira la caneca de la basura llena de papel higiénico
untado de mierda y se arrepiente de su redundancia.
La noche aspira quitarse medio cuerpo, del ombligo para abajo, el amor necró-
filo recoge del desierto la media noche inerte y se hace verbo.
En el billar de la esquina el reloj está fatigado por correr tanto, con la pila des-
hidratada, pero no puede dormir y el cansancio le hacer ver que…“Pero el que mata
el rey gana la partida”. (Le dice al mismo tiempo que descarga sobre su pecho 5
balazos).
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EL ÁNGEL QUE PROTEGE LOS BALONES ES EL MISMO QUE ESCONDE LAS MEDIAS
El balón pasa ileso por debajo del carro, protegido por algún ángel mueco. El
día está caliente, metido en una licuadora negra. La gente se reúne los días como hoy
en el parque y mira desde las tribunas partidos de micro futbol, mientras enfría sus
cuerpos con bonices de guanábana o de mango. Yo no sé de dónde sacarán esos
nombres con que bautizan sus equipos: Los troncos del balón, La uchuva mecáni-
ca…”
Queda demostrado que los colombianos tienen la imaginación muy amplia,
aunque sólo se haga evidente a la hora de ponerle nombres a sus equipos de micro
futbol o ingeniarse nuevo métodos de tortura en las festivas y cotidianas masacres.
Yo, por mi parte, deseo olvidar de todo un poco y comulgar con el aire con bonice
de mandarina. Entonces uno se sienta, escucha gritos, háganle, duro con esos hijue-
putas, y se asfixia con esos cuerpos aburridos de domingo por la tarde. No hay nada
interesante, excepto que no llueve, ni agua ni goles, ni mierda. El domingo agoniza
con resaca la semana, padece y se queja por no poder morirse para siempre. Somos
poca cosa en la cárcel de los almanaques. El aburrimiento, no miento, no mata sino
mutila. Abro los ojos y veo como la cancha suda por sus abiertos poros de cemento.
Nada interesante, ni un pájaro que hable, ni un suicidio en los periódicos… el suici-
dio –pienso- es como hacerle un autogol a la vida. Las caras son muy repetidas,
parecen imágenes de billetes falsos (¿pero, acaso, hay billetes que no lo sean?)…”
El gol no es ningún orgasmo, o sí pero masturbándose en canchas con las uñas
sucias… el partido termina, el ángel mueco se masturba con su aureola. Suena el
disparo de una bala que no quiero que me encuentre o el balón debajo de algún
carro.
RICARDO FELIPE NIETO PAVÍA
Ricardo Felipe Nieto
en Barranquilla -
1978, Filósofo de la Universidad
del Atlántico, Especialista en
Educación de la UNAB, Magister
en Ética y Filosofía Política
Universidad del Cauca. Prepara
do un libro de cuentos, y una
investigación filosófica sobre el
problema de la Ética en Latin
américa. [email protected]
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RICARDO FELIPE NIETO PAVÍA
Nieto Pavía, nació
- Colombia, en
1978, Filósofo de la Universidad
del Atlántico, Especialista en
Educación de la UNAB, Magister
en Ética y Filosofía Política de la
Universidad del Cauca. Preparan-
do un libro de cuentos, y una
investigación filosófica sobre el
problema de la Ética en Latino-
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LA INSURRECCIÓN DEL TEDIO
El perro de mi novia siempre me fastidia, creo que un día de estos lo voy a
matar; o no sé si a quien quiero matar realmente es a mi novia. Me tiene totalmente
exasperado, su existencia es superflua, pensando siempre en vestidos, perfumes y el
artista de moda. Lo he imaginado muchas veces, con un hacha, con una cuerda, con
cuchillos. No sé por qué no lo he hecho aún. Bueno, al perro si le queda muy poco
tiempo, creo que el sábado es el día límite. Lo he premeditado muy bien, lo voy a
llevar de paseo, lo lanzaré a la autopista, no se salvará, le diré a mi novia que el
perro se soltó y salió corriendo.
–Pobrecillo, lo atropelló un Corvette, no hubo mucha sangre porque el auto era
rojo –le diré.
Después veré qué sucede con mi novia. Le di una patada, el perro salió aullan-
do y mi novia preguntó qué le había sucedido, le contesté que se había estrellado
contra la puerta, qué perrito tonto. Me acomodo en el sofá y espero que mi novia
salga de la habitación; hoy nos vamos a cenar a un restaurant italiano que me gusta
mucho, el Muore sul tavolo, no sé por qué me gusta tanto este restaurant, ¿será
porque me siento muy cómodo en ese ambiente? Salimos de casa a las seis de la
tarde, tomamos un taxi que tardó 45 minutos en llevarnos, minutos infernales porque
ya no soportaba más las estupideces de mi novia. Antes de llegar, el taxi se detuvo
en el semáforo y un mendigo apestoso se acercó a pedir dinero, saqué unas monedas
del abrigo, se las arrojé en la cara y las monedas cayeron en la calzada; dos mendi-
gos que estaban cerca se dieron cuenta, corrieron a recogerlas, por lo que los tres se
pusieron a pelear, me causó mucha gracia. A mi novia no le pareció tan gracioso
como a mí, no entiendo por qué no, me excusé, diciendo que se me habían caído las
monedas, pobres mendigos.
Cuando llegamos al restaurant mi novia ya se había repuesto del incidente, y
nos disponíamos a tomar la mesa. Miré alrededor a ver si me encontraba con alguien
que me salvara la existencia. No vi a nadie. La tortura comenzó, me habló de su
hermano homosexual, de la vecina que no tiene nada de estilo, de los zapatos nue-
vos. Empuñé fuertemente el cuchillo de mesa y quería clavarlo en su cuello, me
contuve porque llegó el mesero, se salvó por unos minutos mientras servía lo que
hacía un momento habíamos ordenado. Qué bueno que comiendo no podemos
hablar, ella que piensa que es una mujer muy educada no habló con la boca llena.
Me tomé una copa de vino, comí un poco de carpaccio, pero ya había perdido el
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apetito, bebí más vino, nuevamente mi novia empieza a hablar sin parar, literalmente
quería ahogar su voz con cera caliente. Finalmente terminamos de cenar, me dio un
respiro, se quedó callada un buen rato.
El tedio de la existencia es cada vez más insoportable, no creo en Dios, ni en el
hombre; esto es la nada. Tomamos un taxi y nos dirigimos a un bar a tomar unas
copas, yo seguí tomando algo de vino, ya me estaban afectando los sentidos, sí, ya
quería estar ebrio; pero, no logré embriagarme. La segunda faena de la noche, em-
pieza mi novia a hablar de un programa de televisión que me importa un bledo; por
lo menos la música estridente no me dejaba escuchar muy bien lo que decía. Para
soportar un poco la situación me imaginé tomando unos palillos que estaban en la
barra y se los enterraba en los oídos, luego tomo la copa de vino, se la parto en la
boca, el vino le cae en el rostro y le corre por la garganta, ¡qué imagen! esto sí es
arte. Salimos del bar, tomamos el taxi a un motel, continuaba hablando incesante-
mente, me comentaba sobre los estúpidos peinados que le gustaban y los que le
parecían horribles. No aguanto más, quiero abrir la puerta del taxi, lanzarla, ver
cómo se parten todos los huesos de su cuerpo y cómo la carretera se tiñe de rojo.
Entramos a la habitación, nos quitamos la ropa, por fin el anhelado silencio y
tuvimos sexo. Nada que mencionar, sólo satisfacción y placer normal, ningún viaje a
la luna, ni las estrellas, nada de eso. Después en la cama otra copa de vino y un
cigarro. Silencio, era la única manera que se callara, en ese momento puedo apreciar
su belleza, su cuerpo desnudo, terso, su cabellera larga y negra, sus hermosos senos,
era perfecta, es ahí donde puedo lograr soportar mi existencia. De pronto ella se
incorpora y me dice:
–Sabes algo, estoy aburrida de esta relación, siempre es la misma rutina monó-
tona, no eres tú, soy yo, eres una hermosa persona que siempre ha estado ahí, que se
merece algo mejor que yo, además no sé qué me sucede últimamente; no te mentiré,
ya hace tres semanas que salgo con tu mejor amigo, sabes, quiero darle la oportuni-
dad a esa relación, no quiero que sigamos sufriendo, te quiero –y terminó diciendo–
y si quieres lo hacemos otra vez; ya sabes de despedida.
No dije nada y lo hicimos, me vestí, ella igual; me quedé pensando sobre lo
que me había dicho, no comprendía bien lo que sucedía, mi novia me había termina-
do,
– ¿Cómo? no puede ser, si yo la amo, ¿cómo puede hacerme esto? –pienso– y
además me dice que está aburrida ¿Cómo así?
Ella termina de vestirse, me da un beso en la frente.
–Mejor tomamos taxis diferentes –dijo ella.
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Me levanto y asiento, ella sin mirarme abre la puerta de la habitación y se va
primero. Luego, tomo un taxi al apartamento, subo las escaleras, abro la puerta,
entro y me reclino en el sofá, enciendo la tv; me doy cuenta de algo, el sábado no
podré matar al maldito perro de mi ex novia
EL FILÓSOFO
El general Eduardo Soler en el ocaso de su carrera, ya con varias medallas en
honor a su gran labor de mantener la paz a costa de la guerra, y de matar canallas
que no tenían amor por la patria, se sienta en su gran sillón de cuero y fuma un
habano tomando una copa de whisky. El general con satisfacción recuerda el reco-
rrido de su loable carrera militar; rememorando aquellos eventos en su vida que
fueron la causa de que hoy fuera un gran general de cuatro soles con honores milita-
res. Empieza a recordar cuando asistía al colegio a escuchar las clases, proveniente
de una familia humilde que sólo le podía brindar los estudios de una institución
pública, siempre pensaba que su realidad era la realidad del campesino que día a día
se despedaza para poder sobrevivir muriendo. En aquella época, todo era más sim-
ple, pero más duro, no pensaba que su mundo podía cambiar, miraba a su perro, el
cual siempre lo acompañaba en el desayuno antes de ir al colegio, pensaba que ese
perro siempre iba a ser un perro, como él, que siempre iba a ser un campesino igual
a su padre, eso no tenía discusión. Pero, de cierto modo, era como debían ser las
cosas, los cambios siempre son complicados y dominados por el azar.
No había más nada que pensar, el futuro era el pasado, las aspiraciones eran la
de conseguir una buena mujer que ayudara a criar a los hijos, la labranza era el
destino que representaría el resto de su existencia. El general recuerda con cariño
aquellos amigos de la adolescencia, cuando se escapaban de clases para ir al río a
bañarse toda la tarde; hermosa época, hasta aquella fatídica tarde en la que José,
Andrés y él estaban en el río y José queriendo demostrar con vanidad su gran habili-
dad en el nado, fue tragado por la corriente, no pudo ser encontrado, ese día desapa-
reció la inocencia del rostro del adolescente, el general ya era un hombre. Desde ese
día se acabaron las idas al río, conoció el sabor de la cerveza y el camino a la taberna
“La samaritana” donde se encontraban aquellas que debían complementar la hombr-
ía del general. Pero en esta transformación del niño en hombre, faltaba un hecho
determinante.
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Ya dejando las cosas de niños, el general salió en compañía de su padre a ca-
zar un animal que se estaba comiendo las gallinas, sospechaban que era un tigrillo.
Siguieron las huellas por más de dos horas, cuando de pronto, en unos matorrales
encontraron el cuerpo del tigrillo abatido. En ese momento, fueron sorprendidos por
tres hombres armados, el padre con la escopeta mata a uno; saca el revólver que
lleva en el cinturón, mata al segundo; pero el tercero le da un tiro en la cabeza, el
general quedó estupefacto cuando ve a su padre que es abatido; apunta con su esco-
peta y dispara al asesino que cae, la camisa verde del bandido se mancha de sangre
que comienza a enlodar el suelo. Todo sucedió muy rápido, el general quedó en
silencio, en una semana no pronunció una sola palabra. Los vecinos sabían muy bien
quienes habían sido, pero no se podía hacer nada, así era siempre. El padre fue ente-
rrado sin mayores comentarios, la vida continuó normalmente.
Después de una semana de silencio, el general lloró un día completo en su ca-
ma, acompañado de su perro. Al día siguiente se dirigió al colegio con la resignación
siempre presente. Era su último año de colegio, y había que encargarse de la cose-
cha, ya era el hombre de la casa. En la clase de filosofía todos estos pensamientos
pasaban por su cabeza, y no prestaba mucha atención a lo que el profesor decía.
Pero hubo algo que le llamó la atención; el profesor empezó a hablar de que la reali-
dad no es estática, que puede cambiar y el hombre es el que puede transformarla.
Esta idea empezó a retumbar en la cabeza del general.
–Transformar la realidad –se repetía– pero ¿cómo es esto posible?, nada puede
cambiar.
Al final de la clase, el general se acercó al profesor y le preguntó cómo era po-
sible transformar la realidad; el profesor le respondió:
–Sencillo hijo, con ideas.
Esto le dio nuevas perspectivas al general, lo hizo pensar en todo lo que podría
hacer, esa noche no durmió. Comenzó a construir un plan, fue sigiloso, lo pensó
todo, paso a paso, cada detalle era validado escrupulosamente (incluso la suerte),
cavilando pragmáticamente la manera de realizarlo. Cuando eran las 5 de la mañana,
ya había terminado su estratagema y sabía concretamente qué era lo que haría en los
próximos veinte años; no se escapaba un detalle, lo primero era preparar su partida,
era inevitable para poder cumplir su objetivo, no pretendía de ninguna manera dejar
a su familia, es decir a su madre y a su hermana menor, desprotegidas ahora que era
el hombre de la casa. Para lo cual, dejó a cargo de las cosas a un allegado de la
familia. Terminó el último año; era tiempo de ir a la ciudad.
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Con algunos ahorros mantuvo su estadía mientras conseguía trabajo. Unos días
después lo contrataron de mensajero en una empresa. Al principio lo preocupaba
mucho su familia, tenía contacto constante y estaba al tanto de las cosas, al parecer
todo marchaba con normalidad.
–Un poco mala la cosecha pero se puede comer –decía la madre.
Era muy eficiente en el trabajo, lo que significó, en un corto plazo, un ascenso
a supervisor, lo que le dio una entrada adicional. Empezó a enviar dinero a la fami-
lia, además logró ahorrar algo para hacer lo que lo llevó a emprender su viaje, iniciar
una carrera militar. Pero, nada era fácil, debía ahorrar lo suficiente para cumplir sus
planes, trabajó duro durante un año, pasando y sobrellevando penurias, hasta que
ingresó a la escuela militar.
Ya en la escuela militar todo fue muy natural, el general se sentía en su am-
biente y logró ascender en menos tiempo de lo habitual. Proezas ejemplares, gran
aptitud física, una inteligencia única en el campo de batalla. Con rapidez se convirtió
en un oficial militar de alto rango. Como oficial cada día se esforzaba para que su
labor fuera implacable, y lo era; eficiente al aniquilar al enemigo, teniendo en cuenta
siempre el fin, por lo tanto los medios siempre eran cuestión de papeleo. Inevitable-
mente se convirtió en el general más joven del ejército a los 29 años, hazaña que no
sucedía por casi dos siglos. El general recuerda cómo después, se encargó de la
búsqueda y destrucción de bandidos. En la construcción de un nuevo ejército, impla-
cable, que transformara la realidad. Realidad que debía ser cambiada porque era una
realidad del enemigo, y el enemigo tenía que ser aniquilado. El general hizo bien su
trabajo, fue reconocido por la sociedad que defendía, se convirtió en un personaje
que todos respetaban y temían.
Ahora, el general tiene el cabello cano, es viejo, con un dolor en la rodilla, al-
gunos dicen que por una esquirla de metralla, otros, que por jugar al futbol, él decía
que por jugar al ajedrez (la verdad no sabía ni cómo mueven las piezas). Se había
jubilado y recibió una medalla por el trabajo de toda su vida. Sigue reflexionando
sobre todos estos hechos, y recuerda con cariño a su profesor.
–Si no fuera por él, sería un simple campesino y no el reconocido general de
cuatro soles que ha cambiado un poco el mundo, que ha transformado la realidad –
piensa.
Pero todavía faltaba mucho por cambiar y el general ya no tiene más tiempo.
Pensando en el profesor, se da cuenta de que la única forma de que haya sucedido
todo lo que sucedió con su vida fue en gran parte por su causa. De repente, el gene-
ral cambia de semblante, frunce el ceño; coloca fuertemente la copa de whisky
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medio llena en el escritorio, que salpica un poco. Toma de la gaveta del escritorio la
pistola, la mete en su cinturón. Sale rápidamente de la casa en el automóvil; em-
prende un viaje de 8 horas.
Cuando llega al pueblo a las 2 de la madrugada, todo está en un oscuro silen-
cio, cosa que los habitantes le deben agradecer al general. Llega al centro del pueblo,
pasa por la iglesia, sigue dos cuadras más y reconoce la casa, no ha cambiado mu-
cho; el mismo color verde claro y la puerta de madera con la pintura vieja. Detiene
el automóvil enfrente, lentamente abre la puerta; al salir del auto el general observa
la calle solitaria. Camina hacia la casa, intenta ser sigiloso, pero le duela la rodilla.
Al llegar a la puerta, el general se detiene un momento, se arregla la chaqueta y toca
tres veces. Poco después se escuchan unos pasos lentos y viejos, abre la puerta el
jubilado profesor, mira al general, lo reconoce.
–General eres tú –con voz cansada dice el profesor– por qué demoraste tanto,
hace tiempo te esperaba.
El general sin contestar saca la pistola de su cinturón, apunta al profesor en la
cabeza; lo mira a los ojos, el profesor lo observa estoicamente. El general dispara, la
bala entra por la frente en medio de las cejas y sale por la nuca. Los ojos del profesor
se desvanecen, el cuerpo cae lentamente al piso. El general observa el cuerpo del
profesor y detalla la manera en que empieza a formarse un charco de sangre que
emana de la cabeza. Da la vuelta, entra en el auto, lo enciende, se queja por la rodilla
que le duele y con tranquilidad, toma el camino de regreso.
DENISE ELIZABETH GRIFFITH
Denise Elizabeth
en Buenos Aires en 1993. Se
graduó en el IES en Lenguas
Vivas Spangenberg con orient
ción en letras. Recibió una me
ción en un concurso de la 19ª
Feria del libro y fue finalista, dos
años consecutivos, en concu
del Colegio del Arce. Actualme
te, se encuentra cursando el tercer
año del Traductorado técnico
científico y literario en el IES
Lenguas Vivas J.R. Fernández.
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DENISE ELIZABETH GRIFFITH
Elizabeth Griffith nació
en Buenos Aires en 1993. Se
el IES en Lenguas
Vivas Spangenberg con orienta-
ción en letras. Recibió una men-
ción en un concurso de la 19ª
Feria del libro y fue finalista, dos
años consecutivos, en concursos
del Colegio del Arce. Actualmen-
uentra cursando el tercer
año del Traductorado técnico-
científico y literario en el IES
Lenguas Vivas J.R. Fernández.
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EL ANFITRIÓN DE LAS PALOMAS
Buenos Aires es una ciudad superpoblada con palomas. Está comenzando a
ser asolada por estas mugrientas pero pasivas aves. El ser humano siempre se ha
creído el rey de la naturaleza pero estos seres están empezando a robarle su lugar
geográficamente hablando.
Tan grave es la situación que los habitantes de los barrios han puesto alam-
bres de púas en las ventanas de sus apartamentos y casas y el gobierno de la ciu-
dad, con el objetivo de ahuyentarlas, se las ha ingeniado para conseguir una cama-
da de halcones. Se han adiestrado tres razas distintas para disminuir la superpobla-
ción de aves. Es un procedimiento "natural", ya que se utilizan predadores habitua-
les de esta especie. Es una medida importante, pues esta xenofobia aviaria está
ganando lugar entre más y más habitantes…
Así era la situación. Las palomas estaban desplazando a todo animal citadino.
Toda la ciudad estaba haciendo su mejor esfuerzo por echarlas sin piedad salvo una
persona. Una persona cuyo nombre era Arturo Aurelius, que en ese momento apagó
el televisor. Arturo las alimentaba a diario y con amor. Por las mañanas, por las
tardes y por las noches. Ese era su mayor pasatiempo. Podía pasarse horas sentado
infelizmente en un banco alimentándolas. Tendía a buscar lugares solitarios porque,
de otra forma, se encontraba con la mirada poco sutil de la gente, que lo observaba
con desdén. Y su personalidad no tenía espacio para esa clase de miradas.
Él era un anciano jubilado y solitario; ávido lector de Borges y de información
sobre las palomas, se había aprendido las numerosas especies.
Sus compañeros, su familia y sus antiguos amigos ya no existían para él: los
detestaba porque eran unos traidores. Ocupaba su tiempo dando largas caminatas,
leyendo y yendo al templo. Los libros de política eran sus favoritos, le recordaban a
los maravillosos tiempos de orgullo y esplendor en los que militaba.
Solo del todo no estaba: tenía de mascota a un gato gris llamado Cholo. La ga-
ta de su hermana había quedado embarazada y su hermana le había ofrecido una
cría. No le gustaban los perros, prefería tirarse por una ventana a tener un perro. A
su lista de penurias se le añadía la lluvia porque representaba un obstáculo para la
vida al aire libre que tanto le gustaba, esa dimensión temporal y espacial en la que
disfrutaba de la ociosa compañía de sus amigas. Le pedía dinero a su hermana, le
decía que era para su salud cuando en realidad lo usaba para comprar alimento, que
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no era para él, más bien tenía la forma de granos para sus estimadas aves. Por otro
lado, estaba ahorrando para comprarse un mp3.
Era el único que no tenía alambres de púas en la ventana o en el balcón de su
departamento. Los seres grises solían posarse en la baranda y ésta se ensuciaba con
excrementos, excrementos que luego se convertían en polvo. Él, a cada segundo,
aspiraba de ese polvo inconcientemente y éste se posaba por doquier, su cabello
blancuzco incluido, y entre toda esa cebolla pasaba inadvertido. Su efecto era como
una droga, pero una droga letal, que poco a poco, le iba generando trastornos cere-
brales hasta el punto de llegar a contraer psitacosis.
Un 6 de septiembre salió de su casa para votar presidente. Después del último
libro de Eduardo Galeano que había leído, tenía una nueva y flamante visión. En
ningún momento lamentó no estar en el parque o en su casa mirando por la ventana.
La tarde siguiente, cuando estaba entretenido mirando la televisión sin mirar
oyó el gañido de un halcón. Se acercó, lo miraba fijamente, acechándolo, con sus
opacos ojos negros. Aquel derrotista anciano se limitó a desviar la mirada. La cabeza
le dolía horrores y sentía una fatiga fundidora. No paraba de toser, su tos era seca y
extremadamente aguda. No la reconocía como propia. Tenía escalofríos y temblaba
como un epiléptico. Se dejó caer en el sillón negro de la misma forma en la que lo
habría hecho alguien que se había pasado el día trabajando.
Las noticias del programa de la tarde se habían acabado y estaban rellenando
con informes. Hablaban de la nueva medida que estaba implementando el gobierno
para deshacerse de los bichos.
––Si esta medida fracasa, las palomas dominarán al mundo ––bromeó el con-
ductor rubio con cara de estúpido.
––Y me nombrarán vice ––respondió Arturo sumergido en un mundo que le
pertenecía.
Vio que el halcón seguía molestándolo y agarró una botella de vidrio para es-
tampársela triunfalmente.
MIGUEL OVIEDO RISUEÑO
Miguel Oviedo Risueño. (Colo
bia 1960)
Escritor, Poeta, Comunicador
social. PUBLICACIONES: “Mas
allá del Galera” (1994) DI
rial DE LA Diócesis de Ipiales.
“Sin Agua en el Desierto”, (1991
Segunda Edición en 2012.
“¿Dónde Soñarás Esta Noche?”,
(1995); Segunda Edición en 2012.
“Poemas en punto G. Poemas en
punto de Guerra” Publicado por
Free-ebooks en 2012. “Vuelo de
Commetta” Cuento infantil P
blicado por Autoreseditores en
2013.INÉDITOS: (cuento y poe
ía), Novela Inédita: “Leticia Amaneció Desnuda”. “Al Morir el Sol, Cuentos de
Casi en la Noche”, “En tinta Verde”, Novela. “Al ladrar de los Perros”
“Huellas en La Arena” – Poesía
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MIGUEL OVIEDO RISUEÑO
uel Oviedo Risueño. (Colom-
Escritor, Poeta, Comunicador
social. PUBLICACIONES: “Mas
allá del Galera” (1994) DI Edito-
rial DE LA Diócesis de Ipiales.
“Sin Agua en el Desierto”, (1991);
Segunda Edición en 2012.
s Esta Noche?”,
Segunda Edición en 2012.
“Poemas en punto G. Poemas en
punto de Guerra” Publicado por
ebooks en 2012. “Vuelo de
Cuento infantil Pu-
blicado por Autoreseditores en
DITOS: (cuento y poes-
“Al Morir el Sol, Cuentos de
“En tinta Verde”, Novela. “Al ladrar de los Perros” – Poemas.
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CUERPOS MOJADOS
El pasado mes de marzo el agua cayó tanto que cuando desperté, pensé:
¡Llovió toda mi infancia! Como en el “poema invierno” (Jotamario Arbeláez –
El profeta en su Casa- paños menores 1988).
Los hombres y mujeres del barrio aleteaban entre los alambres descolgando la
ropa. Y achicando hacia la calle el agua que entraba a los cuartos. Acompasábamos
con música de olla y bacinillas las goteras del techo, que vaciábamos al sifón cuando
se desbordaban. Andábamos descalzos arremangados los pantalones.
Mi vecina del tercer piso volaba con un plástico hacia la sala para cubrir la
nueva enciclopedia ilustrada. Atravesando los tejados de luz a la sombra del palo de
agua, la vi inclinarse y la transparencia de su camiseta mojada me mostró lo que a
diario imaginaba cuando la veía caminar con su jean apretado, cruzar junto a la
ventana y sonreírme coqueta al movimiento suave de su cabello lacio. Cubrió los
libros y sus curvas rozaron su pecho y yo estaba allí sintiendo el calor húmedo de su
respiración, penetrando su silueta, dibujando en la sombra de su cuello, la huella de
mi boca, lacerando con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sí, su respira-
ción y la mía, secando gota a gota, hasta escurrir mi lujuria guardada en días de
observarla, a la sombra del palo de agua.
RICARDO GUIDI
Ricardo Guidi vive en la
ciudad de La Plata
participado en varias ant
logías de cuentos, origin
das por distintos certám
nes literarios: “Concurso
Literario del Bicentenario
Municipalidad de La Pl
ta”. “XLIV Concurso N
cional e Internac
Editorial Raíz Alternativa”.
“XLV Concurso Nac
internacional
Raíz Alternativa”. “Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná, edición
2012”.
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Ricardo Guidi vive en la
ciudad de La Plata. Ha
participado en varias anto-
logías de cuentos, origina-
das por distintos certáme-
nes literarios: “Concurso
Literario del Bicentenario -
Municipalidad de La Pla-
ta”. “XLIV Concurso Na-
e Internacional
Editorial Raíz Alternativa”.
“XLV Concurso Nacional e
ional. Editorial
Raíz Alternativa”. “Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná, edición
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LADINO
Por los cien orificios, el haz de luz cruzaba la chapa como si fuera un colador.
Amanecía temprano en época de verano, y antes de que la pieza en penumbra
se llenara con lunares incandescentes, el gallo ladino se erguía sobre el travesaño de
palo y emitía un grito chillón.
El chiquilín, con los ojos inflamados, acusaba primero recibo, se quitaba de
encima la manta de trapo percudida, y se mojaba la cara apenas con la yema de los
dedos.
Algo encandilado, dejaba la tapera de una sola pieza, y caminaba hasta la
bomba descalzo, esquivando las piedritas filosas.
A las diez de la mañana el interior era un infierno. Los primeros bufidos y re-
zongos de Saborido se oían desde afuera. El chiquilín, con el torso desnudo, corría a
reanimar el fuego moribundo de la noche pasada. Al poco tiempo el tacho de agua
helada comenzaba a entibiarse, y cuando los primeros borbotones subían del fondo
para liberarse en la superficie, lo retiraba y dejaba a un costado esperando, como
Saborido había dicho.
Ajustarse el cordón del pantalón era lo primero en hacer. Se levantaba con
modorra del catre, empujaba el abdomen hacia adentro, ataba un doble nudo y con
eso bastaba. Saborido no era hombre de llevar camisa.
El gallo ladino caminaba sobre sus dos patas y el cogote erguido merodeando
su entorno, rodeaba por completo la tapera para que nadie ni si quiera se atreviera a
mirarla. Su picotazo certero y sagaz, le hacía levantar cada grano del piso sin dejar
pasar ni uno, pero otro instinto le demandaba otra fibra, la fibra animal. Entonces
bien ágil trepaba por el ramaje de la higuera que lindaba a la casa, allí solitario la
desparasitaba del bichaje oculto, que habitaba su corteza arrugada y grisácea.
Dos sombreros caídos sobre los hombros se veían pasar por el sendero, entre
el seco pajonal. Llevaban el torso desnudo. La piel del chiquilín iba empapada en
sudor, la de Saborido iba opaca, reseca, grisácea como la higuera. Al rato el sendero
demandaba una curva, y los dos se perdían tras el monte de coronillos.
Al medio día el sol ya rajaba la tierra. Regresaban ahora, los sombreros de paja
plantados en sus cabezas, dejando las caras en sombra, casi irreconocibles. Saborido
adelante, llevaba colgada del hombro una bolsa con demasiado peso, que encorvaba
su espalda; el chiquilín, más atrás, lo seguía con otra repleta, bamboleante, liviana
como el aire.
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El gallo ladino los esperaba en la casa, los había visto de lejos. Al acercarse
comenzaba a saltar de una rama al techo y otra vez a la rama, revoloteando sin norte
como un pájaro del monte enjaulado. No era una gracia a su amo, ni gesto de rebeld-
ía, el techo de chapa a esa hora escaldaba hasta el vaso de un caballo.
El chiquilín llamaba al gallo con un ligero silbido, le presentaba el brazo en
forma de hoz y el ave subía aleteando, luego seguía por el hombro y al final termi-
naba en su cabeza, donde picoteaba su pelo ralo. La demanda era evidente. Enton-
ces de la bolsa pesada, él sacaba puñados de maíz y los esparcía en el piso, por aquí,
por allí, jugando con el animal una suerte de seguidilla. Desde la bomba, Saborido lo
observaba mientras se refrescaba el cuello y la cara agrietada, gemía por la sensa-
ción y a la vez riendo le gritaba:
¡Dale pibe, dale no más!, ¡Hasta que el buche reviente!
La otra bolsa dentro de la casilla, colgaba de un gancho de fierro. Saborido ca-
lentaba agua en una pava tiznada, volcaba la yerba en un mate, luego solo un puñado
en un jarro de lata. La yerba se empapaba, él sorbía de la bombilla, el chiquilín
revolvía el caldo con uno de sus dedos. De la bolsa liviana Saborido había sacado un
par de galletas, parecían calabazas. La suya la había arrojado contra la mesa y de un
puñetazo la había hecho mil migajas, las mascaba despacio entre sorbidas. El chi-
quilín la cortaba en pedazos mayores, los sumergía en el magro caldo, luego devora-
ba esa blandura, entre quejidos de llagas.
La siesta sofocante los confinaba a un solo lugar, bajo la higuera. Saborido se
echaba en la hamaca y quedaba por horas inmóvil como un finado verdadero. El
chiquilín aprovechaba y desplegaba su ágil cuerpito de pluma, trepando las ramas
con brazos y piernas. Sobre la cima permanecía rato largo quieto y atento, observan-
do cada ave que la habitaba, el batir de las penetrantes chicharras, la quietud plena
de Saborido. Observaba todo desde aquí, liviano, y algunas veces pretendía saltar de
rama en rama, aletear, tal vez volar.
Esa noche se acostaron a dormir muy temprano, mañana iba a ser sábado y
debía primar el descanso. Saborido se acomodó en el catre frente a la puerta, cubier-
ta apenas por una tela. El chiquilín se arrolló en el suyo más chico. El gallo ladino
revoloteaba, no quería dormir, engullía las últimas migas de la mesa descalabrada, y
hasta había volteado un vaso con restos de vino. Saborido desde el catre lo tentaba
como todas las noches, con su mano como cuenco, colmada de rico maíz. Le atraía
que picara rapaz, hasta que todo estuviera acabado. Antes que se durmieran, el gallo
aleteaba hasta su travesaño de palo, ubicado en lo alto, en el ángulo de un oscuro
rincón.
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Atardecía el sábado. Algunos coches desvencijados y decenas de caballos ro-
deaban el galpón, que antes había sido deposito del yerbatal. El sol se escondía y la
luz propia de ese santuario se filtraba por las rendijas hacia la oscuridad exterior. Un
único portón habilitado se abría y cerraba sigilosamente, por él entraban sin cesar
hombres y algunos niños. El murmullo se oía claro desde afuera, eran cientos las
almas adentro.
Saborido y los suyos casi llegaron últimos. El hombre traía atada al cordón del
pantalón una bolsa repleta de granos; el chiquilín, al gallo ladino montado en el
hombro.
Más tarde el murmullo creció hasta el griterío, palabras de aliento, incontables
insultos. Entre las voces se oyó claro a Saborido exclamando:
¡Dale gallito!, ¡Tumbalo gallito!
Casi a la media noche salió de repente la muchedumbre y atravesaron el
portón sigiloso. Parecía un hormiguero.
De regreso a la tapera caminaron en fila. Lento el chiquilín, sangraba de un ojo
y su piel parecía lacerada. Saborido sonriente por el triunfo, se refregó varias veces
las manos, mientras pensó cuál sería el premio merecido. Poco antes de llegar se dijo
convencido una sola palabra:
Azúcar.
Sí, azúcar bien blanca. Dos cucharadas repletas le ofrecería, para endulzar al
magro caldo de mañana.
TATA EVANGELISTA
Cristina Evangelista
nació en la ciudad
de
año 1962. Actua
mente vive en la
provincia de San
Luis donde se
desempeña como
directora de una
escuela unipersonal
en el paraje Est
ción R
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Cristina Evangelista
nació en la ciudad
Córdoba en el
año 1962. Actual-
mente vive en la
provincia de San
Luis donde se
desempeña como
directora de una
escuela unipersonal
en el paraje Esta-
ción Río Quinto.
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ALGUNOS VICIOS
Chicos en una escuela rural.
-Seño, ¡no sabés lo que pasó el sábado en el patio de mi casa!
Así empezó la conversación: Milagros tenía todavía el susto en la piel, no obs-
tante, esperó hasta la hora de la leche, justo cuando se cambia la yerba al mate, para
acercarse al escritorio y, con la excusa de cebar, empezó a contar:
- El sábado llegó mi tío de visita a mi casa y se quedó a comer y enseguidita
llegó mi papá con un amigo que no se quieren con mi tío porque supieron tener
problema de mujeres…
- ¿Cómo problema de mujeres?
- Es que el amigo de mi papá, según decían, lo corneaba a mi tío.
- Mmmmmmirá vos…Pero, ¿era así?
- No sé, me parece que no, pero mi tío por las dudas cada vez que se acuerda
se pone en pedo, por eso cuando mi mamá lo vio le dijo:”Humberto no te pongas a
chupar, ya te dije que si no te la aguantás la corrás a la mierda a la Mirta, pero
termínatela con andar mamao, porque aparte de cornudo… borracho”
- Y tu mamá se preocupa por él… ¿toma mucho tu tío?
- Tomaba antes, dice que se curó mascando “sombra de toro”, ahora solo se
mama cuando se acuerda que es cornudo.
- Qué raro que no se haya separado y pone punto a este asunto.
- Es que está como embrujado el tío…, y dicen que mi tía tiene videos sesua-
les.
A esta altura del relato los compañeros, que son vecinos de Milagros y que co-
nocían a los personajes, se arrimaron a agregarle detalles a la historia:
-¿Le contaste que la Mirta es tu madrina?
-La Mirta es mi madrina, seño… mi mamá me dio a ella porque antes era re
buena la Mirta.
-¿Cómo que te dio? ¿Vos viviste con la Mirta?
-No seño, me dio para que ella sea mi madrina.
-¡Ah!
Yael, la encargada del mate, revolvía con la bombilla la yerba de tal manera
que pensé que la iba a desarmar. Se había puesto ansiosa porque algo sabía del
sábado en cuestión:
-Pero contale bien que pasó –casi que ordenóYael.
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-Bueno resulta que mi tío después de comer empezó a tomar un poquito, un
poquito, un poquito más…
-¿Y tu mamá no le decía nada?
-No, porque a mi mamá no le gusta retarlo delante de la gente, y a mí me pare-
ce que los otros lo chupaban a propósito…
-¿Por qué a propósito?
-Porque empieza hablar que se va a matar, y llora, y se le da por llamar a los
gritos a mi tía Mirta… y ella no lo escucha si esta como a quince leguas de mi ca-
sa… y después se quedó dormido echado en la mesa, en el patio… Nosotros lo
dejamos y nos fuimos adentro a dormir, mi mamá no quiere que estemos cuando él
se pone así…
-¡Qué situación fea, hija!
-Sí, seño, mapue, cuando nosotros no lo veíamos, se despertó, se fue al galpón
y sacó unas sogas que son del patrón, llevó un tacho y la silla al lado del monte más
grande…
Me empecé a agarrar la cabeza porque era previsible el final de la historia y
pensaba para mis adentros: con razón quiere contarla, pobrecita, con la imagen que
le debe haber quedado en el alma… Con qué necesidad por dios…
-y mapue, pasó la soga por la rama, hizo un nudo para matarse y patió el ta-
cho…
-…
Y Yael volvió a azuzar el relato:
- ¡Pero decile a la seño que pasó!
- Como estaba mamao el tío no se puso la soga en el cogote, se la pasó por los
pieses, y cuando el tachó se cayó él quedó atrancado de la cintura… Y a nosotros
nos despertaron los gritos de él.
- ¿Y qué gritaba?
- “¡Mirta, vení a bajarme que no puedo morir sin vos!”
LA CULEBRA Y LA IGUANA
El viernes, antes de terminar, apareció la culebra como queriendo entrar a la
escuela. Pobre animal, ahí nomás acabó sus sueños académicos, pero generó sinnú-
meros de comentarios e investigaciones que los chicos hoy relataban en la escuela.
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-Mi papá dice que esa no hace nada porque es una víbora sin dientes, se ali-
menta de la culebrilla…
- Sí seño, come culebrilla, por eso no engorda y cada vez es más larga…
-Dicen que es “guenísima”, que se puede jugar con ella…
A este punto y con tantas virtudes desconocidas sentía culpa por la muerte de
la culebra, pero me salvó el relato de Milagros al cambiar de especie.
-Yo, seño, vi una iguana.
- ¿Dónde?
-En mi casa al lado del lavarropa, me creía que era una víbora y era una igua-
na. Y mi papá la mató.
-¡Las colas de la iguana se comen! Acotó Brisa, yo las como y después hago
aníos.
- ¡Sí!, se hacen aníos y se los ponen en los dedos.
-Sí seño, son buenos para las muelas…
-¿Son buenos para qué? Pregunto asombrada.
- Para las muelas, vos te pones un anío de la cola de iguana y no te duele más
la muela.
- ¿Y en dónde me lo pongo? ¿En la muela que duele?
-No seño, en el dedo nomás, y no te duele nunca más la muela.
-¡Ah! ¡Mirá vos!
- Sí, la abuela de mi mamá nos enseñó eso. Ella tenía un novio que le había re-
galado anío de iguana, y siempre le dolían las muelas, y después se le cayeron todas
las muelas, los dientes, todo, y bueno, no le dolió mas.
-Y a vos seño, ¿te duelen las muelas?
- No, yo fui al dentista y me las arreglo.
- Y querés que te traiga un anío de iguana?
- Sí, dale… tráeme uno.
- Vas a ver qué lindo queda en el dedo.
PUNTOS DE VISTA
Con Teté, volviendo al mediodía.
-Seño, ¿anda bien tu auto?
-¡Sí, pobre!, demasiado, nunca nos ha dejado.
- Yeso que es viejito y lo tenés lleno de tierra…
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-Y sí…
-Mi mamá dice que vos tenés que tener un auto mejor, que tendrían que pagar-
te bien…
- Y sí, Teté, pero no es así.
- Mi mamá dice que en la ciudad pura pinta pura pinta las maestras y no ense-
ñan nada.
-Bueno, no siempre es así.
-Sí seño, es así, andan en autooooss, pinturrajiadaaaaasss, limpiiiiitaaas….
-Y está bien que sea así, Teté.
-No seño,mi mamá dice que vos sabés andar con el poncho que es una hilacha,
que en cualquier momento te quedás sin auto y trabajás todos los días…
- …
-También dice que sos buenísima…
SANTIAGO QUELAL PASQUEL
Santiago Quelal Pa
quel nació en Quito en
1987. Participó
varias antologías de
poesía y cuento dentro
y fuera del país, tiene
un libro inédito de
cuento
fin del mundo
novelas también inéd
tas La gente no habla
y La ciudad sin din
ro.
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SANTIAGO QUELAL PASQUEL
Santiago Quelal Pas-
quel nació en Quito en
1987. Participó en
varias antologías de
poesía y cuento dentro
y fuera del país, tiene
un libro inédito de
cuento La fiebre del
fin del mundo, dos
novelas también inédi-
La gente no habla
La ciudad sin dine-
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LA FIEBRE DEL Dr. DOBRONSKY
A Gabriela Dobronsky La reina de espadas arremete con furia
al rey de corazones, quien abre sus ojos oro- rubí. Espada de honestidad, corazón de voluntad. Calor, color, sudor, se funden en la batalla.
Esa noche fue terrorífica. El Dr. Dobronsky soñó que su novia de juventud,
cuarenta años atrás, quería asesinarlo y asestarle un puñal persiguiéndolo por un
extraño pueblo desértico. Se escondió en una cantina al estilo western para perderla
de vista, pero cuando se sentó en la barra, su antigua novia estaba esperándolo.
Intacta. Joven. Coqueta. Con el mismo aire intocable, jugueteando con su pelo en-
sortijado. Al acercarse le susurró:
¿Por qué no pierdes la cabeza y vuelves a volar?
El Dr. Dobronsky despertó de súbito como si ese susurro fuera un ventarrón
indefinido. Se palpó la frente: estaba sudando. Temblando, estiró su mano hacia la
mesa de dormir, se puso los lentes de descanso y se levantó pesadamente para salir
por la puerta trasera de su departamento, llegando a un pequeño jardín poblado de
jazmines, lirios y violetas. Su presbicia había empeorado, por lo tanto, no se acerca-
ba mucho a las flores, de manera particular a las violetas, porque al no poder verlas
de cerca, se tornaba nostálgico; las violetas le recordaban a su novia de juventud:
Fernanda. Era la flor favorita de su idilio.
Cruzó el jardín en busca de una pastilla contra la fiebre hasta llegar a su mesa
de trabajo. No encontró la pastilla en ningún lado. En su desesperación su mirada se
detuvo para contemplar el retrato de Fernanda. Ella lo estaba abrazando frente a las
ruinas de Sacsayhuamán, en el Cuzco, en posición de combate, semejante al vuelo
de un águila. Al ver esas fotos sintió un vértigo febril, como si el vuelo del águila le
atravesara las sienes.
-¿Dónde están las malditas pastillas?, ¿dónde las dejé ayer? -se angustió el
Dr. Dobronsky.
Sin encontrarlas, salió a su trabajo como profesor en el colegio La Gasca.
Llevaba un terno oscuro con una corbata un poco babeada por la fiebre. Cuando se
sentó en el escritorio del aula, buscó a Isis: la chica más guapa y aplicada del curso.
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-¿Isis?, me siento un poco mal. Quiero preguntarte algo, pero quiero que me
respondas con toda sinceridad.
Isis se ajustó su bufanda multicolor y asintió.
-¿Crees que alguien, a mi edad, pueda aún enamorarse? -dijo el Dr. Dobrons-
ky.
Emilia, la mejor amiga de Isis, se puso unas gafas multicolores para molestar
al Dr. Dobronsky y de paso coquetearlo.
-Sí, apuesto a que sí, licen -aclaró Isis-. Debe tener fe en el amor.
-¿Así? -dudó el Dr. Dobronsky, temblando en su pupitre. De pronto, ordenó:
-Hoy es viernes ¡Vamos al laboratorio de Química!, ¡alisten sus mandiles!
Después de pensar nerviosamente en el asunto del amor, entró al laboratorio.
Los estudiantes miraban con recelo su comportamiento.
-¡Hoy el doc está raronsky! -dijo la gata Isis a Emilia.
-¡Saquen la violeta que pedí la otra semana!, ¡apresúrense! -vociferó el Dr.
Dobronsky.
Isis cruzó sus piernas, haciendo relucir sus atributos a través de su falda blan-
quecina. El Dr. Dobronsky la observó, como si fuera un aliciente para calmar su
pesar. Sonrió y dijo:
-Saquen sus violetas. Rasguen la primera capa del pétalo. Lo más fino que
puedan, luego colóquenlo en las placas con cuidado, tal como les enseñé en la clase
teórica.
Emilia deslizó un pétalo de violeta bajo su mandil, para cruzarse de brazos,
mientras Isis se limitaba a escuchar música en su iPod.
-¿Qué escuchas Isis? -dijo Emilia, rascándose la cabeza, un poco aburrida.
-Estoy buscando algo de música para la ocasión -dijo Isis-. Algo de U2. La
voz del papacito de Paúl Hewson es exquisita, ¡ultraviolet! ¡Es una delicia U2!
-¡De delirio mamacita! ¡Pásame un audífono! -señaló Emilia.
-¡El Cabronsky está mirando tus piernas! -susurró Emilia-. ¡No seas descara-
da!, ¡falta que abras las piernas!
-¡Está con fiebre el pobrecito! -dijo Isis, mientras aguzaba su mirada para an-
clarse en los ojos del Dr. Dobronsky-. ¡No te preocupes!, mira y aprende.
-Bien, todos lo han hecho. Señor Pérez y señor Altamirano traigan los micros-
copios del laboratorio de Química ¡Apresúrense! -decidió el doctor.
Los muchachos del curso armaron una gran algarabía al notar un Dr. Dobrons-
ky desconcentrado ante la mirada de Isis. Al sentirse fuera de su acostumbrada
autoridad, todos los chicos empezaron a conversar, escuchar música e incluso a
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fugarse. El doctor lo observaba todo, con el rabillo del ojo, pero no dijo nada, se
mantenía anclado en el juego de miradas con Isis.
Cuando Pérez y Altamirano regresaron el curso fue silenciado por un golpe
contundente por parte del Dr. Dobronsky.
-¡Cierren la boca!, ¡estoy concentrado! -dijo el doctor.
Al finalizar esas palabras todos entendieron que el Dr. Dobronsky estaba con
fiebre. Los párpados estaban arrugados y los ojos parecían hinchados. Rojos. Las
risas contenidas no se hicieron esperar, las fugas también, incluso había quienes
tomaron fotografías con la idea de subirlas al facebook.
Sonia, quien era conocida por sacar las notas más altas en Biología y Química,
estaba verdaderamente interesada en conocer el tejido vegetal y aplicar el azul de
metileno sobre la violeta, así que salió con su grupo de amigas directo a la dirección
del colegio.
La directora, al escuchar lo acontecido, tembló en su silla tan sólo de imagi-
narlo. Se acarició su talón izquierdo, descascarando una caracha que tenía desde
hace una semana. De igual manera dejó su organigrama y acompañó a Sonia para
ver lo sucedido.
Al escuchar el sonido de los tacones al acercarse al curso, la algarabía aumentó
y se formó una especie de manada tras la directora. Cuando la directora cruzó el
umbral de la puerta, vio al doctor babeando en el escritorio.
-¡Por dios! -gritó la directora-. ¿Qué le pasa al doctor?
El Dr Dobronsky medía sus últimas fuerzas en el concurso de miradas. Isis es-
taba bien sentada en una silla, frente al escritorio del doctor. Juventud vs vejez.
Retándolo, tratando de provocar su derrota, sacándole lágrimas, sudor, mientras Isis,
toda oronda seguía susurrando la canción de U2:
-Baby, baby, baby...light my way
-Baby, baby, baby...light my way
El Dr. Dobronsky era un amasijo de nervios. Estaba sudando a chorros. Su
mandil yacía magreado de costura a costura; pero no se rendía, trataba ese juego de
miradas como si fuera un juego de vida o muerte, de convertir roma en amor.
La directora no sabía qué hacer: si reprender a Isis o sancionar al Dr. Do-
bronsky, pero no se atrevió a ninguna de ellas porque sentía en sus miradas algo
salvaje, sobrenatural, algo que estaba fuera de sus manos, que le causaba un inson-
dable temor.
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De pronto, como si alguien abriera una ventana de bienvenida a los sueños, un
viento cargado de polvo sopló por todo el laboratorio de Biología y derrumbó al Dr.
Dobronsky.
Un silencio apócrifo se apoderó de la directora y los estudiantes. La directora
fue la primera que se decidió acercarse al ver a Isis feliz, inmóvil, arrogante, onde-
ando su larga cabellera al viento.
-¡Dr Dobronsky! -advirtió la directora-. ¿Qué le pasa?, ¿está bien?
Sus tímidas manos se posaron en el cuello del doctor para constatar su fiebre.
-¡Dios!, ¡está ardiendo! -anunció la directora.
El Dr Dobronsky, al sentir que era manoseado por alguien, alzó su cuello; sin
distinguir demasiado quien estaba cerca y con todas las fuerzas de su corazón repi-
tió.
-Fernanda… ¿ya es recreo?
-¿Ya es recreo?.. Fernanda.
MARIANO TANGARI
Mariano Tangari nació en Buenos
Aires en 1990. Se desempeña a
tualmente como pianista y profesor
de piano. Tiene varios cuentos y
relatos inéditos.
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ació en Buenos
Aires en 1990. Se desempeña ac-
tualmente como pianista y profesor
de piano. Tiene varios cuentos y
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Brevísimo comentario preliminar:
A los improbables lectores de este relato, quisiera pedirles disculpas por algunas
duras opiniones que he volcado en el texto. Puedo asegurar que en esta pequeña
obra he perseguido únicamente un ideal de invención formal, tomando como mode-
lo una forma musical e incorporándola (probablemente con escaso éxito) a una
narración. Las oraciones, las situaciones y los personajes no valen nada por sí
mismos, y sólo se me ofrecen como materiales susceptibles de elaboración, desarro-
llo y ornamentación.
Hecha ya esta innecesaria advertencia, el autor desaparece de buena gana, y deja
paso a la obra… VARIACIONES SOBRE UN TEMA BURGUÉS Tema
S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S comienza a
contarle a P lo que le sucede. Le dice que su esposa no lo satisface en la cama, y que
está harto de sus hijos pequeños. P le recomienda a S ir en búsqueda de una travesu-
ra con alguna otra mujer y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad.
Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una mu-
chacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero un poco aburrida. Pide consejo a
S, quien le dice que una mujer así es realmente un bien muy preciado, y que lo mejor
que puede hacer contra el aburrimiento es buscarse alguna ocupación, algún pasa-
tiempo.
S y P se despiden con grandes abrazos, y prometen ambos seguir al pie de la
letra los consejos que se han dado mutuamente. Variación I
S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S intenta lucir
sonriente, pero no lo consigue, y comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice
que su esposa lo ha engañado con su hermano mayor, y que, para colmo, sus hijos
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pequeños se han encariñado con él. P le recomienda a S buscarse alguna ocupación,
algún pasatiempo para olvidarse de su esposa, y enviar a los niños a un colegio de
doble escolaridad como castigo por su traición.
Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una mu-
chacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero que no lo satisface en la cama.
Pide consejo a P, quien le recomienda a S ir en búsqueda de una travesura con algu-
na otra mujer.
S y P se despiden con grandes abrazos, luego de convencerse mutuamente de
que la vida es complicada, y las mujeres aún más. Variación II
S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan fríamente. S le dirige a P
una mirada despectiva, y, ante una pregunta amable de su interlocutor, comienza a
contarle de mala gana lo que le sucede. En verdad, se aburre mucho hablando con P,
y para divertirse un poco, inventa una historia. Le dice que su matrimonio pasa por
un muy buen momento, que su esposa está cada día más enamorada de él, y que sus
hijos han obtenido excelentes calificaciones en la escuela. P, un poco envidioso, le
recomienda a S ir en búsqueda de alguna travesura con otra mujer, para probar si
realmente ama a su esposa, y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad
para sacar mayor provecho de su dedicación al estudio.
Ahora comienza P a “sincerarse” con S. A él también le aburre mucho esta
charla, y para divertirse un poco, inventa una historia. Le cuenta que ha conocido a
una mujer excepcional, sexualmente muy intrépida, pero que lamentablemente no se
conforma con un sólo hombre. Sugestivamente, pide consejo a S, quién –muy ocu-
pado con su teléfono celular y sin escuchar lo que su amigo le cuenta – le recomien-
da vagamente buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo.
S y P se despiden con un apretón de manos, muy aliviados de concluir con una
conversación tan hipócrita e incómoda. Variación III
La mujer de S y la mujer de P se encuentran en el subterráneo y se saludan
amistosamente. La señora de S comienza a contarle a la otra lo que le sucede. Le
dice que su esposo no la satisface en la cama, y que tiene la sospecha de que éste
odia a sus hijos. La señora de P le recomienda a la mujer ser fiel a su marido y al
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sagrado matrimonio, y enviar a los niños a un colegio de escolaridad simple para que
pasen más tiempo con su padre y aprendan a ganarse su “buen corazón”.
Ahora comienza ella a sincerarse con la esposa de S. Le dice que se siente
bendecida de poder contar con un hombre tan dócil, amable, modesto y trabajador
como P, pero que después de tantos años de sana convivencia, empieza a aburrirse
un poco junto a él. Pide consejo a la mujer de S, quien le dice que un hombre así es
realmente un bien muy preciado, y que lo mejor que puede hacer contra el aburri-
miento es buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo.
Las dos señoras se despiden con un abrazo sincero, luego de convencerse mu-
tuamente de que los hombres son complicados, pero las mujeres no lo son menos. Variación IV
S y P se encuentran en el subterráneo. S saluda a P con cierta reserva, mientras
que su amigo le estrecha la mano con una sonrisa. P nota que S está demasiado
callado, y le pregunta qué le pasa. S posa su mirada en el suelo durante unos segun-
dos, y aunando fuerzas, comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice que su
esposa no lo satisface en la cama, y que está harto de sus hijos pequeños. P le reco-
mienda enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad, e ir en búsqueda de una
travesura con alguna otra mujer. S observa a su amigo con tristeza, y le dice que, en
honor a la sólida amistad que los une desde hace tanto tiempo, debe confesarle algo.
P se apresta a escucharlo con mucha atención. S le cuenta que ha conocido a una
mujer excepcional, sexualmente muy intrépida. Luego, saca del bolsillo del pantalón
su celular y le muestra a P una foto de la muchacha. El rostro de P palidece visible-
mente, y balbuceando, se arroja furioso sobre su amigo. Tres policías acuden rápi-
damente al lugar y separan a los dos hombres. P, con la voz ronca por la conmoción,
le reprocha a S su vil traición. S le responde que él no tiene la culpa de que su mujer
no lo satisfaga en la cama y que la de P no se conforme con un solo hombre.
Además, le recomienda a su amigo que cuide mejor de su esposa en lugar de andar
constantemente en búsqueda de alguna ocupación, algún pasatiempo.
Fuertemente asidos por los policías, S y P se despiden lanzándose mutuamente
insultos e imprecaciones; y cada uno por su lado se convence de que no se puede ya
confiar en los amigos, y aún menos en las mujeres.
GERHARDO VAN JUNKER
Gerardo Miguel Hidalgo. Nació
en Villa Mercedes (San Luis) en
Noviembre de 1991. Autodida
ta. Miembro del G
Arcadia. Participó en varias
antologías. En 2013 fundó y
dirige Editorial Rorschach,
la que publicó “Feria de sens
ciones”. Tiene más de 10 libros
en preparación e inéditos.
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GERHARDO VAN JUNKER
Gerardo Miguel Hidalgo. Nació
en Villa Mercedes (San Luis) en
Noviembre de 1991. Autodidac-
ta. Miembro del Grupo Literario
Arcadia. Participó en varias
En 2013 fundó y
dirige Editorial Rorschach, con
la que publicó “Feria de sensa-
ciones”. Tiene más de 10 libros
en preparación e inéditos.
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LAS MANCHAS DE RORSCHACH
El profesor Sigmund me mandó a llamar a su despacho. El enfermero empuja
mi silla de ruedas a paso excesivamente lento, tanto así que podría haber visto las
hojas caer si hubiera tenido conexión al mundo exterior, en aquel pasillo. Abrió la
puerta con la frialdad característica de las personas que detestan su trabajo, detestan
el trato considerado entre personas y detestan su estilo de vida porque no completan
sus frustrados sueños de la infancia. La luz del día me encegueció por un momento,
mientras el orangután-enfermero me dio el impulso necesario para detenerme antes
de estrellarme en el escritorio y antes de golpear, mis rodillas viejas y cansadas… y
vaya a saber qué otra cosa más.
–Buen día Steve, hoy vamos a probar un método, que se inventó hace casi un
siglo, denominado las manchas de rorschach. Consiste básicamente en que me digas
la primera palabra que se te cruce por la mente al ver la tarjeta. ¿De acuerdo? Vea-
mos…
Empecemos por esta…
Me mostró la primera. Parecía una mariposa pero mis labios pronunciaron
“realidad”, lo que provocó la inevitable pregunta: ¿Por qué realidad? Porque allí no
hay nada concreto. Noto leves líneas, que interpreto como sendas que llevan a la
nada; poseen un centro oscuro como los tiempos en que estamos inmersos, por ende,
allí veo realidad.
El profesor con sus numerosos años de tratar a distintos pacientes, tomó nota
de todo lo balbuceado por mí áspera –y por momentos afónica voz– y luego sacó la
siguiente imagen.
Parecía un perro; un perro callejero; calle-padre; el libre albedrío me llevó a
pronunciar padre. Rememoré cómo escapé de él y mi vida en la intemperie junto con
los perros –infaltables compañeros de experiencias–. Entre las muchas cosas que
recordé, su rostro no era una de ellas; la cara de mi antepasado se encuentra amonto-
nada en la pila del olvido, lleno de polvo. Simplemente se esfumó, pero siguen
presentes su voz profunda y demoledora, agobiándome con sus gritos y con la ambi-
ción de que fuera copia fidedigna de él mismo. Su machismo, su política, su deca-
dencia alcohólica, quisieron formar en mí su descendencia bastarda.
Afortunadamente me detuvo Sigmund antes de explotar y cambió de tarjeta.
La imagen ya no era del bicolor blanco y negro, sino que se agregaban el celeste y el
rosa. Me inspiraba un roble, un ave y la torre de ajedrez (uno de mis juegos favori-
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tos); cuando el rey de los descalzos, perdió horas enseñándomelo, quedé profunda-
mente perplejo y atónito por la torre, las direcciones de movimiento, su marchar
elegante y fuerte y la trampa que logré tenderle. La torre fue la que me condujo por
el brillante camino de la lucidez mental, con el cual derroté al rey cuando menos lo
esperaba…
– ¡Suficiente!–Increpó, acto seguido levantó el tubo del teléfono y llamó al
enfermero– ¡Lleva al paciente a su cuarto!
El orangután-enfermero me llevó de nuevo a la cárcel sin vida blanca, aban-
donándome delante de los ventanales de mi cuarto. Comencé a observar el exterior y
pensé en las películas que le comenté al profesor…, pero lo que más ocupó mis
pensamientos fue tratar de saber por qué asistí a mi propio funeral.
ELENA NILDA PAHL
Elena Nilda Pahl: Docente, narrad
ra oral, escritora. Autora de los
libros de poesía “Cielito y cielo”,
“La máscara rota” y de “Balcones e
interiores” (Aforismos y poe
Ha obtenido numerosos premios a
nivel nacional e internacional por
sus trabajos poéticos y en cuento.
Reside en la ciudad de Río Cuarto
(Córdoba) donde integra el grupo de
narradores orales “Encuentros” y el
de teatro “Farándula” de la Unive
sidad Nacional de Río Cuarto.
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Elena Nilda Pahl: Docente, narrado-
ra oral, escritora. Autora de los
libros de poesía “Cielito y cielo”,
“La máscara rota” y de “Balcones e
interiores” (Aforismos y poesías).
Ha obtenido numerosos premios a
nivel nacional e internacional por
jos poéticos y en cuento.
Reside en la ciudad de Río Cuarto
(Córdoba) donde integra el grupo de
narradores orales “Encuentros” y el
de teatro “Farándula” de la Univer-
sidad Nacional de Río Cuarto.
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METAMORFOSIS
...Y sí, hubo que aceptar la cruda realidad, ya no serían los mismos, tan suaves
y delicados. Mejor sería olvidar la violenta transformación que los volvió tumefac-
tos, sanguinolentos, desmembrados.
Algo turbio y pegajoso, amarillo como la envidia los masacró. Primero fue el
afilado cuchillo, luego el vapor sibilante y después los sordos plop, plop, saliendo
desde lo más profundo y cárdeno de la paila...Pero el aroma... ¡Ah!,¡el almibarado
aroma!, del dulce a punto, como queriendo justificar el sacrificio de los pétalos de
rosas.
XOANA FERNÁNDEZ BORDÓN
SEBASTIÁN SERDÁN
Xoana Fernández Bordón nació en el año 1983 en Buenos Aires. Ha participado en
diversos certámenes literarios a nivel nacional, tanto de poesía como de narrativa. El
texto incluido en esta edición cuenta con la colaboración de Sebastián Serdán, nac
do en el año 1979 en la Ciudad de Buenos Aires.
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XOANA FERNÁNDEZ BORDÓN
Ha participado en
diversos certámenes literarios a nivel nacional, tanto de poesía como de narrativa. El
edición cuenta con la colaboración de Sebastián Serdán, naci-
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19 DÍAS
El hombre extendió, sin quitar la vista del televisor, el brazo derecho hacia la
puerta de la heladera. Al tocar el frío metal de la manija, viró su rostro en dirección
al artefacto y encontró, imán mediante, una esquela escrita que lo perturbó, no por-
que los diecinueve palitos muy prolijamente alineados infundieran amenaza alguna,
sino por la incapacidad de recordar cuándo o por qué los había dibujado. El único
ser viviente en toda la casa, a parte de él, era un potus que el antiguo inquilino había
dejado y que, a fuerza de ignorarlo, pronto dejaría el mundo de los vivos.
Palpó sus bolsillos. Su voz, murmurante, iniciaba una repetición casi rítmica...
tinta azul, diecinueve algos de tres (¡¿tres?!) centímetros cada uno, tinta azul, dieci-
nueve... Minutos o meses, libros, pastillas, deudas... Pasados o próximos... mejor no
indagar. ¿Mejor no indagar? Se sentó a descansar la vista. "No debo dormirme"
intentó pensar... Se concentró en la planta moribunda que oficiaba de centro de
mesa, escuchando distraídamente las últimas noticias de medianoche, hasta que
tomó conciencia de la postura encorvada de su espalda por el reflejo en la ventana.
Enderezó la columna y con determinación arrancó el papel de la puerta blanca,
echando a rodar el imán por el piso.
Hizo una regresión mental. Seis de la mañana: café sin azúcar, cincuenta mi-
nutos de colectivo, fábrica, diez horas, colectivo cincuenta minutos, casa, ducha,
más café, televisión, cena. Cuanto más profundizaba más exactos eran sus tiempos.
Pero nada, al menos por el día de hoy. Restaba escarbar en días anteriores, pe-
ro el cansancio era inseparable de sus ojos. Buscó la birome de tinta azul, la en-
contró en su bolso. Trazó con énfasis un rayón que tachara el dibujo del papel defi-
nitivamente, acabando con el enigma, sorteando las conjeturas antes de que pudieran
convertirse en reseñas imborrables. Pero sobre el papel sólo quedó una marca sin
rastros de tinta. Dos veces. Tres. "Ésto se pone difícil". La hoja recuperó su lugar en
la cocina con la vigilancia de otro imán en desuso. Humedeció la punta de la birome
y volvió a probar... “buéh, ahora funciona” .Anotó en el mismo papel: LUNES 13
DE MAYO: ni libros ni deudas... mañana veremos...
Tiempo de descansar.
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El sol arañaba raudamente las ventanas. Ignacio despertó sorprendido por una
claridad inusitada. Se incorporó en la cama tratando de ubicarse en tiempo y espacio.
Miró el reloj en la mesita de luz: las manecillas habían detenido su movimiento en
las seis en punto y un tono amarillo acaramelado invadía todos los rincones de su
cuarto. Preocupado, corrió a la cocina, donde un gatito dorado sobre la heladera le
indicó la hora: once y cuarto. Con rapidez tomó el teléfono inalámbrico y comenzó a
marcar el número de la fábrica, al tiempo en que se cercioraba de la hora echando
una nueva mirada a la panza del gato. No fue tan grande su sorpresa al ver que real-
mente era casi el mediodía y que por primera vez en siete años llegaría tarde al
trabajo, como lo fue encontrarse nuevamente frente al papel de la noche anterior,
con sus diecinueve marcas. Alguien pedía que contestaran del otro lado de la línea,
Ignacio miró el teléfono e ignoró la voz. Estaba totalmente desconcertado. Se acercó
al papel en la heladera, pasó sus dedos por la tinta que anulaba la primera de las
diecinueve rayitas. Todavía quedaban las marcas que la presión de la lapicera había
dejado al querer tachar todos los palitos. ¿Hola? ¿Hola?, el hombre se sobresaltó y
retomó la llamada que había iniciado, quiso explicar porqué llegaría tarde pero en la
administración no dudaron de concederle el día.
"Yo no hice eso". Un atisbo de desesperación cobraba fuerza entre sus múscu-
los, inquietando sus pies, los dedos de sus manos, convirtiéndose en resoplidos y
parpadeos nerviosos. Estaba claro que esa noche no se había levantado, y suponía
que no administraba, en toda su vida, algún episodio de sonambulismo. "¿Qué está
pasando?" Miró el potus marchito, recordó un mito acerca de tener esa planta en la
casa, pero no podía vincular los sucesos. Evitemos la locura se dijo. Lo regó, lo
cambió de lugar, y antes de acomodarse en el sofá a intentar relajarse con la televi-
sión, súbitamente rebotó sobre sus pasos buscando la heladera: "dios mío... es tinta
negra..."
Unos minutos levantando cosas en la mesada alternadamente, revisando cajo-
nes con frenesí en busca de una lapicera negra que de antemano consideraba inexis-
tente, hicieron evidente la rareza de la situación. Sin embargo, al darse cuenta del
desorden que estaba causando, le pareció aún más absurda tanta preocupación.
"Quizá sea un simple descuido" se dijo, y pensó que incluso más que preocupante
era cómico tanto alboroto por un papel que pudo haber traído de algún lado sin darse
cuenta y que, extenuado en la noche anterior, tal vez tampoco haya notado que el
primer palito estaba tachado desde un comienzo. Para asegurarse del ridículo anotó,
en él, la fecha: MARTES 14 DE MAYO: soy un idiota, y dibujo una carita feliz,
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para dejarlo pegado en el electrodoméstico, luego de una observación minuciosa de
todos sus detalles.
Un imán sobre el costado del termotanque le sugería la posibilidad de almorzar
pizzas de todos los gustos. Ignacio recordó que estaba en ayunas, y la rutina de
almorzar cada día a igual hora ya se hacía sentir. "Sí, qué tal, para hacerte un pedi-
do... Yrigoyen 2042 primero A...“y el silencio invadió su oído. ¿Me escuchás?-... sí,
sí, disculpe don, primero a, me dijo, quédese tranquilo don, yo mismo se lo alcanzo.-
Veinte minutos después un hombre lo miraba firmemente a los ojos, olvidando
entregarle la caja que llevaba en sus manos. ¿Se siente bien señor? El hombre bajó
su mirada hacia su garganta y su pecho, y al adelantarse para entregar la pizza, sin
disimulo, giró su atención hacia la cocina, y repentinamente pretendió marcharse.
¡Hombre! ¿Qué pasa? ¿No me cobra? -Ah sí, discúlpeme Ignacio, son cincuenta.-
Pensó en no darle propina pero, si conocía su nombre, hubiera sido poco ama-
ble. Buscó unas monedas en su bolso mientras intentaba recordar a ese hombre de
alguna otra ocasión. Quizá dijo su nombre en la charla telefónica, pero de por sí el
silencio del sujeto ya lo había inquietado. ¿Lo habría confundido con el inquilino
anterior? Aunque no creía que se llamara igual que él. Tenga, y gracias.
Un minuto después la caja con la pizza caía torpemente sobre la mesada luego
de golpear de punta contra la pared. Ignacio corrió por las escaleras del edificio y
saltó a la calle buscando al hombre que parecía apurar el paso, aunque sin desespe-
rarse. ¡¿Por qué hiciste eso?! ¡¿Quién sos?! ¡¡¿Cómo sabés mi nombre?!! -… Todos
lo sabemos... y yo no lo hice... yo no los taché-. La salsa de tomate cubría del segun-
do al quinto palito del papel.
Mientras las preguntas surgían enérgicamente, el tipo mantenía la calma sin
detener su marcha presurosa. Si se negaba a responder o quisiera escapar, lo pondría
contra la pared tomándolo furiosamente de la ropa, lo insultaría, le gritaría, lo golpe-
aría si fuera necesario. Al llegar a un puesto de diarios Ignacio se detuvo, no espera-
ba aquellas respuestas que lo sumieron en la inquietud, y fueron un eco perforándole
los oídos. El hombre caminó con el mismo ritmo hasta la esquina donde dobló y
desapareció. "Todos lo sabemos", ¿quiénes eran todos? "Yo no los taché", eviden-
temente conocía los hechos que lo perturbaban. Volvió sobre sus pasos, compró el
diario para recuperar un poco la cordura.
Sonaba el teléfono, sostuvo el periódico bajo su brazo y se apuró a meter la
llave en la cerradura. Ingresó justo a tiempo para atender.
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- Buenas tardes, ¿Ignacio?
- Hola, ¿Sofía?
- Hola Ignacio, sí, Sofía, ¿cómo estás? ¿Qué te anda pasando querido? Hace
días que estoy tratando de comunicarme con vos y no atendés el teléfono?
- ¿Días? Pero si no hace más de una hora, una hora y media que hablamos. Te
avisé que me quedé dormido y me dijiste que me tomara el día.
- Te dije que te tomarás el día, “un día”, no una semana. Ya es lunes, en tal ca-
so me hubieras avisado si tenías algún problema, vos tenés un desempeño intacha-
ble, si necesitabas días, sabés que no habría peros…
- ¿Una semana?, ¿de qué me estás hablando, Sofía?, ¿me estás cargando?- pa-
recía un juego de palabras irónico, “un desempeño intachable”… tachable… palitos
tachados.., "necesitabas días”… días… palitos… palitos tachados… días tachados…
Sin soltar el teléfono y el diario se abalanzó contra la heladera, miró el papel soste-
nido por el imán, los ojos querían salírseles de las cuencas: ya eran siete las tachadu-
ras. Dejó el teléfono sobre la mesada con la voz femenina sonando lejana, y abrió el
diario, la portada confirmaba las palabras de la mujer: LUNES 20 MAYO DE 2013.
Ignacio se agarró la cabeza y cayó desvanecido.
(Sucede, en muchas ocasiones de nuestras vidas, que realidades opuestas nos
enfrentan convergiendo bajo un mismo escenario y un mismo paso inicial. Prematu-
ramente podremos elegir nuestro primer paso no habiendo captado las señales que
sacudieron nuestra mente y nuestros sueños. Sólo algunos meditarán en el reflejo de
un detalle que a un Todo lo hará inequívoco, único, inevitable. Comprendiendo que,
como una alfombra presta a desenrrollarse, se estarán gestando los próximos hitos,
hazañas, y lo consecutivo. Probablemente sí, ahora, y bajo su nuevo estado oníri-
co, Ignacio observara el papel -está en su mente, mientras él no lo decida no lo habrá
dejado-, se vería a sí mismo definiendo el azar del dibujo, atento a sus expectativas,
ansias y desvelos. Probablemente…)
Es de noche. No hay sentido en hablar de tiempos, él ya no quiere saberlo. Ca-
da mirada que posa sobre el papel dictamina un número distinto de marcas. A veces
son más, a veces parecen menos, como un termómetro imposible. Como una burla
magistralmente pergeñada. No sabe si llorar, aunque ya lo está haciendo, o si que-
darse inmóvil en el frío piso de la cocina. Un cuchillo y un plato de madera han
caído con él en su desmayo. El teléfono zumba un ruido alarmante desde quién sabe
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cuándo, pero no parece alterar su momentánea paz. Comienza a tiritar. Los ojos del
gato se balancean muy lentamente al ritmo de un tictac grave, lejano y estirado. El
grifo gotea, y cada gota cayendo es una majestuosidad de resplandores y reflejos.
Ignacio lo comprende, desde el piso, sin recuperar del todo el conocimiento: ya no
es un autómata, ya no cumple órdenes. La calma lo encuentra.
Al fin.
El viento sacude las ventanas con un ulular sugestivo. El hombre repuesto ya
del golpe contra el piso, se levanta y enciende las luces. Escucha las primeras gotas
de lluvia contra el vidrio. Abre de par en par las ventanas del balcón y deja que el
agua, el viento, la vida, todo, lo golpee. En su cabeza, el abultamiento doloroso. Se
palpa. "Al menos no hay sangre, no ha de ser tan terrible"...y el timbre del teléfono
dando vueltas dentro... ¿Cuántos días han pasado?, ¿Cuántos pasarán? Aún espera.
El aire ingresa feroz, arrebatador en el departamento, la caja de pizza se mueve en la
mesada, el potus ve inquietar sus hojas amarronadas, presto a un nuevo olvido.
Ignacio se apura a cerrar la ventana. Acomoda la caja, toma un jarrito y riega la
planta, "aún se puede salvar". Sobre la heladera, junto al reloj dorado hay una lapice-
ra. El hombre, atiborrado de dudas, de anhelos, de ansias, no logra evitar la tenta-
ción.
“Termino con esto de una vez” –pensó en voz alta, haciendo malabares con la
birome entre sus dedos-.”Restan ocho. Ocho miserables y esquizofrénicos ¿días?...
sí, seguramente”. “Y es mucho”. Sin quitar el papel de la heladera tachó uno. Otro.
Otros más. Sonreía con orgullo, convencido de haber retomado el control de la
situación. "Un papel no me va a joder la vida". Una tras otra, las marcas certeras
invalidaron la voluntad escrita. Se alejó unos pasos como queriendo admirar una
obra. Todo estaba claro, más que nunca, como debió ser. Sólo tres. "... y a ver cómo
sigue el juego". Si bien no era hombre de desafíos, todas sus ansiedades se alineaban
en el punto exacto de su espera. Tres días, porque sí. Porque así lo decidió en su
arrebato. O en su hartazgo. Tres días para lo que venga. Y más vale que venga: no
va a ser en vano todo este pesar. Y desconectó el teléfono, dió vuelta el gato-reloj
sin mirarlo, guardó algo de dinero en su billetera y recogió el plato y el cuchillo del
suelo guardando este último en su bolso. Y salió a la calle.
Avanzó unos metros casi hasta el puesto de diarios. El agua junto al cordón
corría ligera llevándose hojas, botellas y mugre. “Pasé toda una vida siendo del
montón, siguiendo la corriente”, Ignacio se dio vuelta y emprendió la dirección
contraria. Caminó sin rumbo. Al doblar una esquina una figura humana avanzó
atravesando la noche y la lluvia rápidamente hacia él. En una fracción de segundo
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pensó en su cuchillo ¡estúpido! Debí traerlo en el bolsillo, no había tiempo de revisar
el bolso. Sólo contuvo la respiración el instante previo a sentir una mano en su hom-
bro y el olor a alcohol. “¿Tiene una monedita?” le dijo un viejo borracho. “No, no
tengo”, le contestó entre asqueado y aliviado, alejándose de los dedos sucios del
viejo que se recostó sobre la pared y se dejó caer entre unas bolsas de residuos.
¡Andá a la mierda! le gritó, tratando de reincorporarse. Ignacio se alejó lentamente
sin dejar de mirarlo. “…si pudiera cam….biar mi vida…no cambi…aría nada…!”, el
viejo se refregaba la cara empapada en lluvia con las manos huesudas “…aunque
vuel….va el tiempo atrás…” el viejo levantaba el dedo índice y lo observaba embo-
bado, “ya está escrito… todos tenemos (el indigente tose, carraspea) todos tenemos
los días contados…” a Ignacio sus palabras lo sorprendieron, pero el indigente de
pronto se levantó sin perder el equilibrio, y con una voz nueva, suave, sin los balbu-
ceos y el temblor de ebrio, lo mira fijo a los ojos y le dice claramente “no se puede
esquivar el destino”. El viejo se desplomó boca abajo sobre las bolsas, los dos bra-
zos estirados como queriendo alcanzarlo, y con la voz ronca de borracho balbuceó o
lloró o suplicó… una monedita por favor…. Ignacio… una monedita. Éste corrió
bajo la lluvia hasta dejar de oír al borracho.
(… Probablemente advertiría que en su afán de errar entre hastíos cotidianos y
angustias magras, no ha trazado boceto alguno que pudiera repercutir en el lento
desenlace de sus días. En efecto…)
En su carrera por las calles mojadas y vacías tropieza con nuevas incertidum-
bres. Qué hacer, qué buscar, dónde ir. Percibe aromas distintos, lo humedad lo en-
vuelve, el viento recrudece diseminando sus ideas. Quiere gritar. Se arrodilla sobre
el asfalto empedrado, y su grito se confunde con una luz endiablada que aparenta
volar hacia él. Trastabilla sobre sus manos desesperadamente y alcanza la vereda. Su
alma entera parece palpitar buscando ayuda, pero no hay nadie alrededor. Decide
volver. La puerta de su departamento lo detiene en su impulso desquiciado. Algo
semejante al pánico lo vulnera y acobarda. Únicamente es el vértigo del sudor en
todo su cuerpo lo que infiere el paso del tiempo. La puerta está abierta. Aunque lo
alarmante para Ignacio es que el papel está clavado sobre ella con el cuchillo que
debía estar en su bolso. Ya no parece conmoverlo el hecho de encontrar sólo un día
sin marca. Sin dificultad arranca el cuchillo de la puerta. Tiembla su mano como una
fiebre extraordinaria. –Ignacio… ¡Ignacio!- grita alguien en el interior del departa-
mento. Y es una voz conocida, una voz que por algún motivo ha quedado en su
memoria. Y entra entonces con una expectativa que le renueva la sangre y el aliento.
Se abalanza furioso, cuchillo en mano, contra aquel hombre, sin prudencia ni dudas.
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Y hunde secamente su cólera, su angustia, su multitud de frustraciones contra él, que
parecía aguardarlo en silencio. Aquel hombre que ahora tiene su mismo rostro, sus
manos, sus mismos ojos quietos.
Ya no oye al portero del edificio gritando desesperadamente su nombre, ni el
ladrido del timbre, ni las sirenas llegando. Sólo puede ver su cuerpo en el frío piso
de la cocina, su torso apagado sobre un charco de sangre, (En efecto no hay papel.
Y nunca lo hubo.) la ostentación de un cuchillo atravesando la carne.
Ignacio está exhausto y ensancha su pecho para disfrutar del aire, se recuesta
sobre su propio cuerpo y cierra los ojos aliviado.
JORGE DURAN
Jorge Duran participa un año
talleres teatrales en el Con
torio Nacional de B
Fue alumno de Galina
va en Mendoza. Funda Teatro del
Hombre y Pequeño T
fundador de La Avispa en M
doza. Su cuento La Fidela recibió
el premio de la F
Del Árbol Bs. As.
Madrid, premió Adiós
Ed. Vita Brevis, España,
to El negrito.
Dirigió La zorra y las uvas en
Colegio Esquiú en Mar del Plata.
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Jorge Duran participa un año en
talleres teatrales en el Conserva-
de Buenos Aires.
lumno de Galina Tolmache-
a. Funda Teatro del
Pequeño Teatro. Co
a Avispa en Men-
Su cuento La Fidela recibió
FAO y de la Ed.
rbol Bs. As. La Ed. Orola
Adiós Mamá.. Y
Ed. Vita Brevis, España, el cuen-
a zorra y las uvas en el
en Mar del Plata.
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EL BANDONEONISTA
Casi un ranchito la casa.
Por Guaymallén…
Caía la tarde…
Un alto olor a molienda llegaba de las bodegas cercanas.
Alcancé a ver su figura debajo del parral, al fondo de la casita.
Alto, desgarbado, de pie, la pierna derecha sobre una silla de totora, encima el
bandoneón, el cuello casi colgando sobre el pecho, la melena larga.
El fuelle totalmente abierto hasta donde daba. Lo venía cerrando despaciosa-
mente mientras desgranaba una melodía muy dulce, los ligados largos y el compás
bien marcado me decía que era un tango y que no debía confundirlo con Bach u otro
clásico.
Volvía a abrir el fuelle y se perdía en improvisaciones lentas que remataba con
acordes fortísimos de una belleza muy sugestiva.
En la puerta, una puertita de caños y alambre tejido había dos niñas.
Con timidez les pregunté si me podía parar un momento a escuchar.
-Pase –Me dijo la más grandecita, de unos diez años. -Pase hasta el fondo.- no
le diga nada y siéntese a escucharlo.
Tomé asiento en una sillita petiza de totora.
Él tenía un puchito apagado en la comisura de los labios.
Notó mi presencia, levantó un poco la cabeza, me miró y luego la giró en sen-
tido contrario y volvió a sumergirse en su misterio musical.
No puedo decir cuánto tiempo estuve así.
Debí seguir mi camino pues ya estaba retrasado.
Dije gracias a las niñas.
- La más grandecita volvió a hablar: - Gracias a usted, señor. Mi papá toca to-
das las noches en el “Gaucho Florido”, frente al parque.
Al cabo de unos días fui al “Gaucho”. Desde la vereda se escuchaba: “Ensue-
ños” un tango muy sentido y ejecutado de una manera profunda y dramática si es
que vale el término.
La noche era cálida. Sabía que el lugar era una especie de parada de mujeres
de la noche donde se bebía y servían algunas minutas.
Me quedé un buen rato en la vereda. Me afirmé en los hierros de un puentecito
sobre el canal y cuando terminó el tango entré.
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Sobre cuatro cajones de cerveza habían improvisado un escenario y ahí estaba
el músico. Sobre el piso su sombrero boca arriba para recibir algún dinero.
Sentí una gran desazón. El hombre era un artista.
Fui hasta el escenario y dejé un billete en el sombrero vacío.
Afuera, mientras caminaba en la noche el hombre arrancó con “Adiós Noni-
no.”
Sentí como una urgencia de volver al “Gaucho” y beberme todo el vino que
encontrara…
Pasaron varios días sin poder sacarme de la mente la figura del hombre tocan-
do su bandoneón.
No pude quedarme así…
Logré averiguar que padecía una enfermedad. Le daban ataques sorpresivos y
varias veces le había sucedido tocando en una orquesta.
Pensé en esas dos niñas…
Pensé mucho en ese músico sin trabajo y enfermo…
No dejo de pensar en ellos.
PARA ELISA
Todos los días viajo en el subterráneo de la línea C (Constitución – Retiro) en
la ciudad de Buenos Aires. En algunas oportunidades encuentro a personas que ya
las he visto anteriormente.
A ese hombre que no dejaba de mirar, creo haberlo visto con anterioridad.
Pero no en el subterráneo, de esto estoy segura.
Cabello blanco no muy abundante arriba, pero si largo atrás y se toma la colita con
un elástico dorado. Alto, delgado, las manos muy blancas, pulcras, los dedos largos.
Lleva un anillo con una piedra negra. Su rostro realmente habla. No es una persona
común que pase desapercibida.
Sobretodo gris, camisa blanca y corbata negra.
No, este hombre no es una persona cualquiera…
En uno de los bolsillos del sobretodo sobresaliendo hacia arriba lleva algo así co-
mo hojas pentagramadas mezcladas, con piezas de música.
Hoy hubo mucho trabajo en la oficina. Estuve muy ocupada y me olvidé totalmen-
te del hombre del subterráneo.
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Ahora que estoy en mi departamento, me vuelvo a acordar del hombre, tanto que
no puedo leer el libro que empecé hace unos días.
Hace ya un par de semanas que no lo he vuelto a ver.
No sé porqué causa quedé tan preocupada por esa persona…
Pasaron varias semanas y esta tarde lo he visto desde el taxi que me lleva.
Hago detener el coche y bajo raudamente.
Por más que busco y busco por las calles alrededor de donde lo vi. No puedo en-
contrarlo. Es por el barrio de San Telmo.
Entro al Británico a tomar un café y me recrimino a mi misma esta circunstancia
tan absurda que me ocurre. Me prometo sacarme esta idea de la cabeza.
-¡Que me importa quién es!
-¿Me importa acaso?
-¡No, no, para nada!..
Esta última semana también he tenido mucho trabajo.
Después de ocho días de no haberme acordado del hombre, hoy mientras que ca-
minaba por San Telmo otra vez, creí escuchar su voz. Sí, creo haber escuchado su voz.
-¿Pero acaso lo he sentido hablar anteriormente?
-¿Acaso conozco su voz?
Volví a la casa donde creí escucharla.
Casita pequeña. Una puerta muy alta con vidrios biselados y dos ventanas a los
costados con cortinas blancas pesadas.
Alguien tocaba el piano. Mejor dicho alguien ejecutaba torpemente “Para Elisa”.
Estoy segura que alguien habló. Pero si seguía parada ahí tendría problemas. Opté
por retirarme.
Cuando llegué a la casa de mi amiga por la calle Carlos Calvo pensé en contarle el
caso pero se me fue de la mente por un par de horas debido a la interesante conversación
de mi amiga contándome algo de su viaje a Europa. Me sentí contenta por eso, luego no
quise hacerlo pensando en que tenía que superar esto. Tomamos el té y hablamos cosas
banales.
Han pasado algunos días y no me he acordado del hombre hasta hoy.
Caminaba por la avenida Alvear en el barrio de Recoleta y vi de atrás a un hombre
de sobretodo gris con papeles en el bolsillo. Lo seguí hasta sobrepasarlo y al darme
vuelta para cerciorarme de su aspecto noté que no era él.
-¡Así no puedo seguir! -me dije. -¡Así no puedo seguir!..
Días después caminaba por la vereda aquella de San Telmo y al pasar por la casita
pequeña escuché la voz. Alguien tocaba “Para Elisa” torpemente.
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Si, escuché perfectamente cuando dijo: -Mi bemol, mi bemol, corrigiendo al alum-
no torpe.
Corrí a la casa de mi amiga y le conté todo de un tirón.
Fuimos hasta la casa donde escuché la voz y le preguntamos a la señora que nos
atendió, acerca del profesor de música.
-Sí, -nos dijo. -Mi hijo que hoy tiene treinta años y es pianista fue su alumno, pero
el profesor ya murió hace muchos años. -Se llamaba Germán.
Trajo entonces una foto del hombre. Ahí estaba: de pie al lado del piano vertical.
La camisa blanca, la corbata negra, el sobretodo gris con las partituras en uno de los
bolsillos. Una mano sobre el hombro del niño mostraba el anillo con la piedra negra.
Claro, su rostro era más joven.
IVÁN ALBERTO PITTALUGA
Iván Alberto Pittaluga
Avellaneda en 1961. Es docente
y escritor. Ha sido finalista en los
concursos Sigmar (2010 y 2012)
y Elevé (2011). Desde 2009
concurre al taller literario "Entr
líneas" que coordina la licenciada
Elsa Todoroff.
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IVÁN ALBERTO PITTALUGA
Iván Alberto Pittaluga nació en
eda en 1961. Es docente
y escritor. Ha sido finalista en los
concursos Sigmar (2010 y 2012)
y Elevé (2011). Desde 2009
concurre al taller literario "Entre-
líneas" que coordina la licenciada
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CASTILLO DE NAIPES
La carta-documento había llegado al mediodía. Muriel estaba recalentando el arroz y
unas sobras de la noche anterior cuando golpearon la puerta (el timbre no funciona-
ba). El empleado de correo le dio la carta y siguió su trabajo, buscando otros moro-
sos en el mismo piso del monoblock.
Muriel releyó varias veces el mensaje, buscando inútilmente un resquicio para
la esperanza. El olor a quemado la trajo de vuelta a la realidad. Puteando, apagó el
gas, pero ya era demasiado tarde. El arroz se había echado a perder. Lo tiró a la
basura. No había más para comer, pero no le importó: la mala noticia le había quita-
do el apetito.
Se dejó caer en un sillón, que crujió y se inclinó peligrosamente. Estaba viejo
y vencido, pero todavía resistía. Como ella.
En el centro de la pequeña habitación, húmeda y oscura, estaba la mesa redon-
da, cubierta por un gastado mantel de franela verde. Alrededor se habían sentado, en
otros tiempos, elegantes señoras de Barrio Norte. Muriel, la echadora de cartas,
alquilaba entonces un departamento en la calle Posadas. En esa época, hasta tenía
una recepcionista. Cobraba lo que se le ocurría por echar las cartas y adivinar el
futuro. Había que pedir turno con un mes de anticipación.
Pero todo comenzó a cambiar cuando Muriel supo que tenía un don: podía
predecir la fecha exacta de la muerte de su cliente. La primera en recibir esa predic-
ción la tomó en broma. Un mes después, tal como Muriel había dicho, la enterraban
en el cementerio de la Recoleta.
La segunda salió furiosa del encuentro. Seguramente por eso cruzó la calle sin
mirar y la atropelló el colectivo. La clientela de las echadoras de cartas depende del
boca a boca. Cuando acertó por tercera vez, las amigas de la difunta hicieron correr
la voz: Muriel era una bruja que tenía un pacto con el diablo. Las antiguas clientas
ricas desaparecieron, persignándose para alejar a los malos espíritus.
Los que empezaron a venir fueron sus posibles herederos. Querían saber cuan-
do su pariente pasaría a mejor vida… y ellos también. No funcionó. Muriel les dijo
cuando morirían ellos. Pero no podía saber la fecha de la muerte de un tercero. En
pocas semanas, se quedó sin clientes.
Logró que la recepcionista renunciara, amenazándola con decirle la fecha de
su muerte. Pero dejó de alquilar en la calle Posadas y se fue a Belgrano, después a
Villa Adelina, siguió cuesta abajo hacia José C. Paz y finalmente terminó su descen-
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so en ese cuarto miserable del Barrio Pepsi, un inmenso monoblock en Florencio
Varela, donde se le acababa de quemar el arroz.
Llevaba tanto tiempo sin echar las cartas que dudaba si su don se mantenía in-
tacto. ¿Tal vez, como sus clientes, la había abandonado?
Sonó el timbre. ¿Sería la policía que venía a desalojarla? No, era un hombre
joven, bien vestido.
- ¿Sra. Muriel Mendiondo? Soy Norberto López Prieto, de la compañía de se-
guros “La infalible”, ¿puedo pasar?
Norberto López Prieto sonreía como si tuviera una careta atada a la nuca. Traía
una propuesta: querían contratarla para la sección “Seguros de vida”.
- Antes de darle el seguro, usted entrevista al cliente, le tira las cartas y des-
pués nos dice cuál es la fecha de defunción, entonces nosotros decidimos si nos
conviene darle el seguro de vida o no, ¿Me sigue?
- ¿Y me van a pagar? – preguntó la anciana.
- ¡Por supuesto, abuela! ¡Un sueldazo! Firme acá y le doy un adelanto.
- Bueno, no voy a negar que estoy muy necesitada. Pero, ¿podría hacerme an-
tes un favor? ¿Me dejaría echarle las cartas?
El hombre de la sonrisa de plástico no se opuso. Se sentaron en la mesa y Mu-
riel mezcló las cartas grasientas. Las fue sacando una tras otra, dejándolas boca
arriba.
- ¿Y, abuela? ¿Cuánto me queda? – dijo Norberto, sin dejar de sonreír.
Muriel sacó una última carta del mazo.
Miró a los ojos al hombre y dijo tristemente:
- Nada. No le queda nada.
- ¿Cómo?
En ese momento, el ruinoso monoblock se vino abajo. Cemento, maderas po-
dridas, vidrios y personas se desplomaron ruidosamente, levantando una nube de
polvo que tardó horas en disiparse. Los diarios y noticieros comentaron que el viejo
edificio cayó de golpe, como caen los castillos de naipes.
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TALLER DE SUICIDAS
En la vieja casona de Altolaguirre al 1200, hoy abandonada, funcionó hasta el
año pasado el “Taller de Suicidios” de Maru Esquivel. Se reunían los viernes, a las
seis de la tarde.
El primer día, las diez asistentes (porque eran todas mujeres) participaron de
un cine debate basado en la película “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar. Se
sumergieron tanto en la patética historia de Ramón Sampedro que aplaudieron cuan-
do su amiga lo envenena con cianuro potásico. A algunas participantes el tema les
pareció un poco fuerte, pero a la mayoría las entusiasmó. Ese mes se la pasaron
viendo películas de suicidas, como “Plegarias para Bobby” de Russell Mulcahy,
donde un adolescente gay se suicida por la intolerancia de su madre y “Fiesta de
despedida” de Randall Kleiser, donde un enfermo de VIH invita a sus amigos a una
fiesta antes de ingerir una sobredosis de barbitúricos. Tres asistentes desaparecieron
para nunca más volver, pero eso no desanimó a Maru.
El segundo mes lo dedicaron a leer biografías. Leyeron sobre el tirano corintio
Periandro, de quien Diógenes Laercio cuenta que, para evitar que sus enemigos
descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, ideó un astuto plan. El monarca
eligió un lugar apartado en un bosque y encargó a dos jóvenes militares que lo asesi-
naran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no aca-
baban ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por
encargo, los mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres
debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un
número desconocido de muertos.
Las participantes, entusiasmadas con la propuesta de Maru, estudiaron a dife-
rentes personajes literarios que decidieron dar por terminadas sus vidas: a Césare
Pavese que se liquidó con una sobredosis de barbitúricos, a Sylvia Plath que abrió el
gas y se dejó morir, a Ernest Hemingway que se voló la tapa de los sesos de un
escopetazo y a John Kennedy Toole quien se encerró en su auto y se envenenó con
los gases del motor. A medida que desaparecían los escritores, también desaparecían
las participantes. El grupo se estabilizó en cuatro seguidoras fieles.
A partir del tercer mes, Maru explicó las teorías de Lombroso, quien en “Ge-
nio y Locura” señala que los grandes creadores son normalmente gente desequili-
brada. También les hizo leer a Kay Redfield Jamison, quien estableció una relación
entre los procesos creativos y los desórdenes psiquiátricos y, por supuesto, a James
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C. Kaufman, que en su prolijo estudio sobre unos dos mil escritores muertos, llegó a
la conclusión que los talentosos tienen más posibilidades de suicidarse que los me-
diocres. La tasa de suicidios es mayor entre los que se dedican a la poesía y todavía
más alta en las poetisas realmente buenas.
Para amenizar las reuniones, Maru invitaba, de vez en cuando, a policías,
bomberos y médicos forenses para que contaran los suicidios más interesantes que
habían conocido. También visitó la casona el filósofo nihilista Cornelio Destroyer
quien disertó sobre su último bestseller: "La vida es una mierda".
En los encuentros siguientes, las participantes produjeron poesías, sonetos,
haikus y limericks en abundancia. Las musas revolotearon frenéticamente por la
vieja casona de Altolaguirre durante esos viernes de primavera. Maru, emocionada
por el increíble talento de sus discípulas, las animó a publicar un libro con esas
maravillas. Las cuatro mujeres chillaron de alegría y financiaron una edición barata
que les salió bastante cara.
A fin de año, Maru las desafió con un concurso de suicidios. Ya sea porque la
consigna no estuvo bien formulada o porque las participantes se excedieron en su
enardecimiento, la actividad fue una verdadera hecatombe: una se pegó un tiro, otra
se arrojó de un décimo piso, una tercera se cortó las venas. La ganadora fue, indiscu-
tiblemente, Sonia Martinetti, quien metió la cabeza en la máquina de picar carne de
la carnicería de su marido.
Las cuatro suicidas fueron veladas juntas en el saloncito estilo inglés donde se
reunían los viernes. Después de dar su más sentido pésame a cada uno de los nume-
rosos parientes, Maru les mostraba, entre lágrimas, el librito donde las fallecidas
habían publicado sus creaciones. Aunque el precio del pequeño volumen era exorbi-
tante y las poesías eran mediocres, ninguno dejó de comprar un ejemplar.
LUCIANA PECHACEK
Luciana Pechacek nació en
San Isidro, Provincia de
Buenos Aires en 1979.
Publicó el relato "Los
peces de papá" en la Ant
logía Literaria Profesor Di
Marco 2013, Editorial
Aguirre y "Apagar la r
dio" en la selección de
relatos breves
radio y se encendió
aire, Editorial Planeta
Color.
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LUCIANA PECHACEK
Luciana Pechacek nació en
San Isidro, Provincia de
Buenos Aires en 1979.
Publicó el relato "Los
ces de papá" en la Anto-
logía Literaria Profesor Di
Marco 2013, Editorial
Aguirre y "Apagar la ra-
dio" en la selección de
relatos breves Prendí la
radio y se encendió el
Editorial Planeta
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PLAZA DE ARMAS
Llego a la ciudad agotada y después de una breve siesta - no sólo soy compra-
dora y morfona, encima me gusta dormir - decido ir a la Plaza de Armas. ¿Realmen-
te se parece a la de Lima, como sospecho?
Camino por el Paseo Puente. Paro por un churro gordo, corto y relleno de dul-
ce de leche. Y vuelvo, cien metros después, a buscar otro. En Buenos Aires los
churros son más finos, largos y dorados.
En Puente 801 decenas de personas comiendo empanadas en Zunino. Merodeo
por la esquina, espío, saco una foto. Entro. Aprendo que “de pino” son de carne. No
me les animo. Observo a los comensales. Comen parados y toman jugo o café. En
Santiago se toma café instantáneo.
Sigo y doy con un PreUnic. Me gustan las perfumerías en general y las extran-
jeras en particular. Es agradable bañarme, de vuelta en casa, y oler a África, Chile,
España. Compro un shampoo, un acondicionador de cacao y, cuando me estoy yen-
do, una crema hidratante de Garnier. A las pocas cuadras, otro PreUnic y una pro-
moción: dos acondicionadores de cereza y mora al precio de uno.
Hace frío. De repente, un La Polar y un tapado fucsia a 14.995 pesos. Lo com-
pro, claro. Me prometo volver por ropa interior y zapatos. Y por las empanadas de
Zunino. Tengo la hipótesis de que hay poco que vivir después de haber comido una
de ésas, hojaldrada y con bastante queso. Acomodo la mochila. ¿Adónde iba? Sólo
sé que tengo un tapado fucsia.
Entonces aparece, pelada, inmensa, gélida: la Plaza de Armas. Hay poco verde
y mucho cemento. Entro a la Catedral, quiero refugiarme en su calor. Los santos me
asustan, en especial uno cuyo nombre no me acuerdo - aunque puede que me con-
funda con Lourdes, metida en esa gruta oscura en la Basílica de La Merced. ¿Cómo
soy católica si les temo a los santos? Se me ocurre una idea para un próximo relato:
una compulsiva cuya llegada a una plaza se dilata por tanta compra y cuando llega,
se desilusiona, no es tan bonita. Empieza la misa. Saco fotos y los feligreses me
miran mal. He estado en muchos templos del mundo y nunca me habían mirado feo
por ser turista. Quiero anotar la idea para escribir después el cuento pero no puedo.
Sería el colmo: los creyentes golpeándose el pecho al grito de “por mi culpa, por mi
culpa, por mi grandísima culpa” y yo acodada en la pila bautismal, usándola de
escritorio. Mejor busco un bar y anoto mientras tomo un café. Salgo. Ya anocheció.
Los edificios alrededor de la plaza se llenan de luces anaranjadas. La gente va o
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viene, hay músicos tocando, puestitos con tarotistas y angeólogos, una estatua
humana me chifla, un borracho me lleva puesta (¿O me lo llevo puesto yo?), un
señor pinta paisajes con tinta marrón y un palito. No busco el bar. Prefiero anotar
más tarde. Quiero dar otra vuelta por la Plaza.
ANDRÉS NORBERTO BAODOINO
Andrés Norberto
(Norberto Dresan): Nació en
Buenos Aires en 1956.
y escritor. Autor
mas de amor y sueños del alma”
(Abril 2013). Mención y Ant
logía del XXIX Certamen
Nacional De Poesía “Letras
Argentinas de Hoy 2013” y del
XXXVI Concurso Internacional
de Poesía y Narrativa 2013 "La
Fuerza de la Palabra”. Finalista,
Antología y Mención Especial
del Concurso Poesía UDA 2013
del Sindicato Unión Docentes
Argentinos. Misiva de agrad
cimiento del Vaticano en respuesta a un poema mío enviado a Su Santidad Franc
co.
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ANDRÉS NORBERTO BAODOINO
Andrés Norberto Baodoino
berto Dresan): Nació en
Buenos Aires en 1956. Docente
escritor. Autor del libro “Ri-
mas de amor y sueños del alma”
(Abril 2013). Mención y Anto-
XXIX Certamen
Nacional De Poesía “Letras
Argentinas de Hoy 2013” y del
XXXVI Concurso Internacional
e Poesía y Narrativa 2013 "La
Fuerza de la Palabra”. Finalista,
Antología y Mención Especial
del Concurso Poesía UDA 2013
del Sindicato Unión Docentes
Argentinos. Misiva de agrade-
a un poema mío enviado a Su Santidad Francis-
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LA AMBICIÓN
Los destellos del sol asoman detrás de un monte e iluminan las copas de los
arbustos, se reflejan sobre el pasto y con la helada de la madrugada forman mil
luces de colores. La sombra de los árboles casi sin hojas se proyecta sobre el suelo
como un gran fantasma, mientras un zorzal con su gorjeo aflautado y reiterativo
sacude sus plumas en una rama. A lo lejos el canto del gallo despierta a los anima-
les. Mañana de invierno.
Estancia La Potranca, es el nombre que los antepasados le habían puesto pero
en realidad es un haras en la actualidad, sitio donde se crían caballos para carreras.
La casa del dueño Adrián Lero, un joven empresario que visita regularmente el
lugar para controlar sus negocios. Cerca del hogar del patrón como lo llaman sus
empleados, está la casa del encargado Lorenzo, un hombre conocedor de su trabajo
que con eficiencia se ganó el respeto del propietario. Ahí vive con su mujer María
que, además de las tareas del hogar ayuda a su esposo en el cuidado de los animales.
Su hijo Leandro con apenas veintidós años colabora como un experto con su
padre en la alimentación y reproducción de pura sangre, mientras su hermana Paula
un año menor, se ocupa de las compras de insumos.
Con ellos y algunos peones que llegan de otro campo se trabaja con mucho en-
tusiasmo pero con tranquilidad; los días pasan en medio de bromas y mates, entre
asados y cuentos. Nada hacía suponer que la calma que reinaba en el lugar un día iba
a cambiar bruscamente.
Máximo es el que administra el dinero que produce el haras, asesora en la ven-
ta, paga el sueldo a los empleados, se ocupa de los bancos y del movimiento de
dinero. Por lo general pasa dos o tres veces por semana, especialmente cuando está
Adrián.
La tranquilidad y armonía se rompe cuando aparece Reinaldo, el jockey que
entrena a los caballos, un hombre joven pero conocedor de sus virtudes y de su
experiencia; es bastante pedante y altanero. Para colmo gusta de Paula, cosa que
molesta demasiado a su papá Lorenzo.
—Este muchacho no me cae bien, siempre detrás de nuestra hija, que se ocupe
de su trabajo —enojado el padre.
—Tranquilo querido, ella sabe bien lo que quiere —contesta su esposa—.
Además él cuenta con el beneplácito del dueño porque en lo suyo es bueno. No
compliquemos las cosas.
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—En eso tienes razón, dependemos de esto para vivir —dice el hombre y con-
tinúa—:
—Me propusieron un negocio, se trata de sembrar en un campo que alquilaron
acá cerca. Necesitan inversión por lo que deberíamos poner ahí nuestros ahorros.
—¿Te parece, no será arriesgado? dice María—. No olvides que estamos pa-
gando el departamento que compramos a nuestro hijo, pronto se casará.
—Es gente del lugar y para mí, segura; o nos atrevemos o nunca tendremos
un futuro mejor —manifiesta Lorenzo.
En un par de días arregla condiciones con esta gente, en la que participan varios
inversores con el fin de sacar rédito de sus ahorros en algunos y del capital para
otros. Avisado por su mujer de que viene el patrón deja de lado sus asuntos para
recibirlo. El tema es la venta de un potrillo y se quiere asegurar que todo esté en
orden.
—Hola don Adrián ¿Cómo está usted? —saluda el encargado.
—Muy bien y me alegra ver que acá todo camina de diez —contesta el dueño.
—Usted sabe señor que además de una labor, ésta es una dedicación —replica
Lorenzo.
—A propósito, ¿me da un parte del caballo que vamos a vender? —dice
Adrián.
—Es un zaino de tres años y medio, ya tiene los cuatro dientes incisivos per-
manentes, cuello y espalda larga, cruz prominente, cuartos traseros musculosos,
cuartilla flexible, alzada de un metro con sesenta y un peso aproximado de trescien-
tos cincuenta kilos —señala el capataz.
—Perfecto, buen informe, entonces ya podemos vender. Esta gente quiere un
pura sangre bueno —manifiesta contento y agrega—: Ya me comunico con Máximo
para que arregle todo con ellos.
Pasan unos días y el negocio se cierra, los interesados ven al animal, les gusta
y cierran trato. Solo les queda concretar el intercambio del dinero que retiraría el
administrador por el potro.
Las cosas parecen marchar muy bien y encarriladas, si el haras produce se aseguran
el trabajo, el propietario hace sus negocios y todos contentos. Pero como tormenta
de verano aparecieron las nubes oscuras y el cielo azul pasó a negro.
Indignado con pesadumbre entra Lorenzo a la casa donde su mujer cocina, se
desploma sobre una silla a la que casi parte las patas, apoya sus manos sobre la mesa
y como si tuviera una pesadilla, se toma la cabeza con sus manos. Respira profundo
y le cuenta a María la mala noticia, era evidente que ella tenía razón por el riesgo
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sobre los ahorros; esta gente no eran más que estafadores que si bien habían alquila-
do las tierras con documentos adulterados con el cuento de progresar y cultivar soja,
la misión era quedarse con la plata y fugar. Así lo hicieron, desaparecieron, se los
tragó la tierra, nunca mejor dicho y con ellos todo el dinero.
María irrumpe en llanto mientras toma con las manos su delantal, como una
niña que abraza su muñeca por las noches buscando protección. Se dan un fuerte
abrazo y tratan sin reproches de consolarse; se habían quedado sin plata y con de-
udas, debían empezar de nuevo. Los días siguientes no fueron fáciles pero debían
continuar, por supuesto sin decirles nada a los hijos.
Llegado el mediodía del sábado, Adrián Lero pasa a buscar el dinero producto
de la venta que trae Máximo en un maletín. Los peones con sus labores de cuidado y
limpieza de los caballos, Lorenzo y Leandro atendiendo un potrillo que había nacido
un mes atrás y Reinaldo montando un corcel que era parte del entrenamiento que le
debía dar, sin antes y como era costumbre, revolotear como ave de rapiña a Paula,
que elegantemente se hacía la distraída y se refugiaba donde estaba su madre. El
administrador ya había llegado con el efectivo, el que no se presentaba era el dueño
y ya era la tarde, así que decidieron llamarlo para saber que sucedía.
—Hola señor, soy Lorenzo y estamos preocupados por usted, Máximo hace
mucho que está.
—Si debí llamar para avisar, estoy retrasado se rompió mi camioneta y la
están arreglando, cuando termine voy —dice Adrián.
Comunicado esto cada uno volvió a sus quehaceres mientras el hombre con el
dinero, del cual no se separaba, decide dar una caminata para aminorar la espera y
Leandro, que ya había terminado la tarea con su padre va al pueblo por unas com-
pras personales.
Así al cabo de un tiempo llega el propietario con su camioneta arreglada, salu-
da a todos y pregunta por su administrador; todos se miran y no saben qué decir, lo
habían visto caminar solo y salen a buscarlo. Un grito desgarrador congela el alma
de todos menos el de una persona.
— ¡Patrón! ¡Patrón! Venga pronto esto es un horror —llora María.
Sobre el piso de una caballeriza está tendido Máximo boca abajo muerto, con
un puñal clavado en su espalda; un gran charco de sangre lo rodea. El maletín con el
dinero no está. Todos desde la puerta miran azorados, con espanto, no entienden que
está sucediendo. En eso llega el muchacho que había ido de compras y se suma al
grupo. Adrián todavía con temblor en su cuerpo les dice que no debían entrar ni
tocar nada y procede a llamar a un conocido de su padre, el inspector de policía
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Miguel Lisboa. Un hombre casi por jubilarse pero de una gran experiencia. Había
entrado a la fuerza policíaca, comenzó como agente, luego oficial, subinspector y
finalmente el cargo que posee, funcionario de la secretaría de gobierno.
Después de una hora por el camino de entrada aparece un auto con dos perso-
nas, estacionan en la casa principal. Baja un joven, ayudante del detective reciente-
mente ingresado a la institución y un señor robusto, alto, de traje gris, camisa blanca,
corbata, sobretodo azul oscuro abierto y sombrero negro. Sin duda impacta la figura
de Miguel Lisboa.
Se presenta, estrecha un abrazo con Adrián y saluda con su mano a cada uno
de los presentes. Pide ver la escena del crimen, observa detenidamente junto a su
colaborador todas y cada una de las cosas que hay en el lugar; por supuesto a la
víctima y el arma homicida. Los invita a pasar a la sala principal y una vez todos
reunidos comienza con los interrogatorios:
—Saben ustedes el motivo de mi presencia, les pido traten de ser lo más explí-
citos y claros en sus respuestas. Recuerden cada cosa porque puede ser relevante, lo
importante en estos momentos no son los hechos sino los detalles, que me puedan
dar pistas de lo sucedido —suena con tono terminante Lisboa, y continúa—:
—Por lo que podemos apreciar Máximo lleva un par de horas fallecido,
dígame señor Adrián ¿Dónde estaba usted en ese momento?
—En la ruta, mi auto se rompió y tuve que esperar su reparación. Cuando lle-
gué nos encontramos con el hecho consumado.
—Señora María la misma pregunta, espero su exposición —observa el oficial.
—Siempre estuve con mi hija, prendimos el hogar en la sala que estamos y
luego fuimos a las habitaciones de arriba, pusimos en funcionamiento las estufas
para calentar los ambientes, acondicionamos la habitación del señor y la de huésped.
—Deduzco por lo recién expuesto que usted señorita Paula corrobora lo dicho
por su madre.
—Totalmente, señor inspector. Después de cruzar un par de palabras bien
temprano con Reinaldo vine a la casa, terminamos con las cosas de la cocina, pasa-
mos a esta sala e inmediatamente fuimos a las otras habitaciones en el piso superior
ante la llegada del dueño y con la posibilidad que viniese acompañado también la de
invitados.
Estuvimos mucho tiempo arriba —afirma la muchacha.
El detective con su sabiduría lograda a través de los años y como zorro viejo,
observa a cada uno de los allí presentes mientras formula las preguntas, buscando
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gestos o titubeos que le puedan dar una pista. Mientras su ayudante toma nota, con-
tinúa con el interrogatorio:
—Muy bien, su turno señor Lorenzo ¿Qué hizo usted durante la tarde?
—Estuve atendiendo un potrillo que hace poco nació, curando una lastimadura
producto de un alambrado y observando su crecimiento para volcar en una planilla
que tenemos para control de los animales. Luego limpiamos el lugar.
—Dice limpiamos, es decir estaba acompañado ¿Es eso cierto? —pregunta
Miguel.
—Así es —afirma el encargado—. Estuve con mi hijo que colaboró en las ta-
reas, pero después se fue al pueblo para hacer unos trámites y cuando volvió como el
señor Adrián, ya lo habían asesinado.
— ¿Es de esa manera como lo cuenta su padre, señor Leandro? —interroga el
policía.
— ¡Exacto! Así ocurrió —replica el muchacho.
—Por lo que puedo deducir, en algún momento usted Lorenzo se quedó solo
¿Qué hizo entonces? —interpeló Lisboa.
—Cuando terminamos con el potrillo mi hijo se marchó y yo acicalé a la ye-
gua para que pudiera amamantar a su cría, me quedé acá observando que todo estu-
viese en orden —declara el interrogado.
El oficial camina por la sala dando vueltas, mira a los presentes e inmerso en
la tesis que va armando, piensa todo lo dicho. De esta manera interroga también a
los peones que habían estado juntos haciendo tareas de mantenimiento, por lo que
era difícil que fuese uno de ellos ya que nunca se separaron. Salvo que hubiesen
participado todos y repartido el botín, cosa poco probable pues sería muy evidente.
Debía haber otro móvil, otra causa, otro asesino. Llegó el turno del jockey para
declarar. Era el último testimonio.
—Cuénteme por favor que hacía usted durante la tarde —consulta el agente.
—Mi tarea consiste en hacer caminar y correr a las yeguas y potrillos, eso es-
tuve haciendo. Pero en un momento como hacía mucho frío decidí venir a la casa a
tomar algo caliente, como la señora María no estaba me serví café, me senté un
momento frente al ventanal que da al parque y ahí es cuando vi todo —dice Reinal-
do.
—Cuente qué observó, por favor.
—Con gran estupor vi a Lorenzo cuando apuñaló por la espalda a Máximo, lo
arrastró dentro del establo y se quedó con el dinero. ¡Él es el asesino!
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Se hizo un gran silencio, todas las miradas apuntaban hacia el acusado quién
irrumpió con voz alta y enérgica diciendo:
— ¡Mentira! ¡Yo sería incapaz! Siempre he sido humilde pero un buen hom-
bre y de principios. Tú me inculpas porque yo no quiero que te acerques a mi hija,
porque nunca me caíste bien. Es una venganza seguramente.
Miguel Lisboa pide calma, se hace a un lado con su ayudante, hablan por unos
minutos, observan lo anotado por éste. Con la mano derecha frota su barbilla, cami-
na hacia donde estaba el jockey y le pregunta:
—Por favor, dígame ¿A qué hora entró usted a la sala? ¿Estaba el hogar pren-
dido cuándo entró en busca de algo caliente? ¿No había nadie aquí?
—Estaba cayendo la tarde, no sé exactamente la hora pues no tengo reloj; sí
estaba solo en la sala y el hogar efectivamente estaba prendido. A decir verdad acá
el ambiente era cálido y afuera mucho frío, así que tomando mi café vi todo lo suce-
dido.
El inspector camina hacia el ventanal, pasa su dedo índice por el vidrio qué de-
ja una marca, ya que al frío de afuera contrarrestaba el calor de adentro por lo tanto
el cristal esta empañado. Se dirige al jinete y mirándolo fijo le dice:
—Explíqueme señor Reinaldo, a través de su declaración ¿Cómo hizo para ver
lo sucedido con los vidrios totalmente empañados? —y con vos firme continuó: Si
yo, al lado del ventanal, no puedo ver ¿Cómo hizo usted sentado en el sillón para
distinguir lo que pasaba afuera?
Un fuego recorre su cuerpo, su cara enrojece de repente, su respiración se hace
agitada. Calla por unos segundos y comienza a tartamudear sin saber qué decir.
— ¡Usted es el asesino! —sentencia Lisboa y continúa diciendo:
—Enterado estoy por conversaciones con su patrón del interés que tiene por
Paula, de la negativa del padre a esta relación y de su pedido con Adrián de ser
algún día el capataz del lugar. Visto y considerando los hechos deduzco que en un
descuido apuñaló al pobre difunto, no con el fin de robo sino de culpar a Lorenzo
quedando a su disposición el cargo vacante y con ello conquistar el corazón de la
adolescente, es decir matar dos pájaros de un tiro.
Llevando sus manos a la cara Reinaldo suelta un profundo llanto. Lo han des-
cubierto en su macabro plan, pero por ser un inexperto y debido a su ambición co-
metió un pequeño error que el detective inspector no pasó por alto y pudo desen-
mascarar. Lo había dicho al comenzar su alocución “Lo importante son los detalles”.
El ayudante le coloca las esposas, dan aviso al comisario y al juez interviniente.
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Retiran el cuerpo, llevan preso al asesino y devuelven el maletín con el dinero que
estaba escondido entre el forraje de la caballeriza.
De a poco todo vuelve a la normalidad, Adrián ayuda a Lorenzo con sus de-
udas reafirmando su confianza en lo personal y laboral. Contratan otro jinete reco-
mendado por un conocido y el joven empresario se encarga de ahí en más de sus
negocios.
Es llamativo como la ambición por el dinero vuelve malvada a ciertas perso-
nas. Los celos por ver en otros lo que ellos no tienen y la envidia de desear el gozo
ajeno, son las penas que en algún momento deberán pagar. Pero la balanza de la justicia tiene dos platos, para el bien de nosotros en uno
está el amor.
GONZALO RODRÍGUEZ
Gonzalo Rodríguez nació en Mo
tevideo el 4 de octubre de 1955,
escritor por reciente afición (una de
tantas), ganando mención especial
en concurso de cuento breve en
ANCAP, 2005 (Uruguay), mención
especial en concurso Paco Espínola
2008 (Uruguay), 1er. y 3er. premio
en concurso de microcuentos L
brería Mediática 2010 (Venezuela),
2º premio en concurso Ciudad
Galdós 2011 (España), mención
especial en concurso de minicue
tos por sms del programa “La Máquina de Pensar” 2012 (Uruguay)
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GONZALO RODRÍGUEZ
Gonzalo Rodríguez nació en Mon-
tevideo el 4 de octubre de 1955,
escritor por reciente afición (una de
tantas), ganando mención especial
en concurso de cuento breve en
ANCAP, 2005 (Uruguay), mención
especial en concurso Paco Espínola
2008 (Uruguay), 1er. y 3er. premio
en concurso de microcuentos Li-
brería Mediática 2010 (Venezuela),
2º premio en concurso Ciudad
Galdós 2011 (España), mención
especial en concurso de minicuen-
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SIN RETORNO
Yo no había querido partir así, por lo menos esa era mi sensación. Me di cuen-
ta, sin entender, que ni siquiera había preparado equipaje para ir tan lejos…
Fue en una mañana espléndida. Se levantaba la bruma del amanecer, el aliento
que la tierra exhala y que desaparece con las primeras luces y la brisa. En un arreba-
to de lucidez, recordé en ese instante a Vasconcellos, “... un viento friíto, friíto...” Y
era así el viento que penetraba por la ventanilla del auto, rodando por la carretera, a
muchos, muchos kilómetros de cualquier poblado. El barullo de la ciudad era solo
una quimera, un recuerdo de algo que viví horas antes, horas trocadas en años. Ca-
lles, casas, gente, ¿dónde estaban? No las veía; antes bien, miraba devorando con
placer el verde y morado, el oro que el Sol desparramaba a mi alrededor. La carrete-
ra cortaba el paisaje en dos. Era una serpiente interminable que se retorcía, subía, se
hundía, desaparecía y reaparecía entre sierras. Los cerros, como olas quietas a dis-
tancia nostálgica, confundían su gris verde en el horizonte, opacos tonos que quise
tocar, en una carrera absurda, deseando llegar allí. Y cuando estuve, más se alejaron.
Estaba solo. ¿Y dónde, entonces, las ciudades, la gente? ¿Y mis hijos? ¿Y mis
amores? Miré mecánicamente al interior del auto, atrás, a mi costado, buscándolos,
aun a sabiendas de lo inútil de ello. Eran parte de mi vida, la mejor parte. Pero ahora
no había más que eso, únicamente kilómetros de prados y cerros, hasta el límite
visible. ¿Y más allá? No había más allá, no existía. Y si la gente que amaba no
estaba allí, ¿en realidad tampoco existía? En mi mente sí, en mi recuerdo, sí. Re-
cordé sus rostros, sus voces, sus abrazos... Pero no estaban.
No sé cómo fue. En mis meditaciones y mi comunión con la mañana y el cam-
po, me sorprendió aquello. El sonido me sobresaltó. No comprendí el suceder de
tantas cosas comprimidas en un solo segundo. ¡Tantas cosas!, ruidos, golpes, mie-
dos, culpas, dolor…
En un instante demente, estuve en el gris verde, en la pradera, entre las nubes;
los vi. Vi a mis hijos, la vi a ella; vi a mis padres, mis amigos, mi piano, mi mar, mi
niñez; escuché la música, escuché a Beethoven, amé a mis amores, acaricié, besé,
lloré. Me hablaron, me gozaron. Me amaron, me odiaron. Odié, mentí, hice mal, hice
bien, fui torpe, viajé, recordé, olvidé. Todo en un segundo, un agujero negro que me
tragó en frenético viaje.
Ya no estaba en el auto. Volaba, miraba desde algún lugar; me observé a mí
mismo, y no me importó.
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LA PUERTA
Era de buena madera, de rica artesanía en las molduras y los robustos bastido-
res. El color amarillento y desparejo fue alguna vez blanco satinado. Así lo revela-
ban las aristas menos expuestas. Un ostentoso marco rodeaba el vano con estrías a
diferentes niveles, sobresaliendo del muro varios centímetros. La abertura, desde su
umbral hasta el dintel, alcanzaba los tres metros El picaporte, al lado izquierdo,
había sido segado y, en su lugar, un amasijo de pasta cubría el agujero donde antes
giraba un bronce. Hasta el ojo de la llave fue cegado. Las paredes, decrépitas como
la puerta, mostraban irregulares tonalidades entre gris claro, blanco y amarillo, que
se mimetizaban con manchas de humedad provenientes del alto techo de bovedilla.
Las manchas se confundían con sombras, mutando al efecto de la escasa luz que
penetraba por un ventanuco en lo alto. Más abajo de este, el nicho de un interruptor
eléctrico estaba toscamente relleno con papel. En las noches se repetía la metamor-
fosis entre manchas y sombras, cuando la lámpara estaba encendida. Ella colgaba de
un precario cable, que nacía de un hueco lejano en el centro del techo. A veces
bailaba, merced a una corriente de aire que penetraba por una oculta hendija.
La danza de sombras y manchas mantuvo la atención de Pedro desde que la
lámpara se encendió, como todos los días, a la misma hora. Algunos pegotes en la
superficie de la bombilla se agigantaban y cobraban vida en las paredes. Iban y
venían cuando algo soplaba desde afuera. Formas imprecisas que estimulaban su
imaginación. Una de ellas se movía sobre la puerta. Saltaba sobre las molduras del
bastidor. Los ojos de Pedro, como dos péndulos de opaco azul, seguían el vaivén.
Continuó moviendo los péndulos, hipnotizado, hasta que los posó repentinamente a
un lado de la puerta, y los dejó allí, quietos. Quedó tenso. Parpadeó varias veces y
miró fijo para asegurarse de lo que veía: un negro y fino espacio vertical entre el
borde de la hoja y el marco. La línea recta de éste, se unía perpendicular a un ángulo
de escasos grados, también negro, en el dintel.
La puerta, no tenía dudas, estaba abierta.
Pedro quedó mirando la puerta unos instantes. Había olvidado las sombras y
las manchas. Se hacía preguntas: “¿Habrá sido una corriente de aire? ¿Cuándo
sucedió, cómo…?” No recordaba haberla visto así antes. Se levantó de su cama, dio
unos pasos sobre el frío piso de monolítico, con cautela, acercándose hasta quedar a
dos metros de la puerta. Se detuvo. La oscuridad a través de la hendidura era absolu-
ta. Allí, parado y mirando hacia la negrura, pensó que nunca había visto salir a na-
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die. Ni entrar. “¿Siempre estará oscuro detrás de la puerta, allí dentro? ¿Qué tan
profundo será ese pozo de silencio?...” De improviso, una sombra se movió sobre la
madera, y los goznes crujieron. Su sobresalto fue tal, que casi cae al retroceder, sin
dejar de mirar la puerta. Quiso tranquilizarse: “Fue una leve ráfaga”. Se quedó muy
quieto y estiró el cuello, adelantando la cabeza, al acecho. Aguzaba sus oídos tratan-
do de captar algún sonido, cuando el latido del reloj en su mesita de noche llamó su
atención. Le taladraba la cabeza aquella monótona monserga de las horas. Fue hacia
la mesita, tomó con decisión el reloj y lo escondió bajo la almohada, convencido de
que entre lienzos y plumas ahogaría su mecánica palabrería. Se volvió y se paró un
poco más cerca de la puerta; en un principio, el silencio era total, pero segundos
luego le pareció oír pasos muy lejanos, que cesaron de repente. Escudriñó con ansie-
dad el estrecho abismo. Silencio otra vez... Seguía inmóvil, hasta que se estremeció
tal como si despertase de un sueño, y sintió el frío en la desnudez de sus pies. Los
miró: había salido de su cama sin calzarse. Cuando era niño, alguien lo había asusta-
do:-El Diablo te va a llevar de los pies, si no te portas bien...-Desde entonces, no
pudo dormir nunca con los pies destapados. “¿Estará el Diablo detrás de esa negra
hendija?” Súbitamente, se sacudió, volteó su cabeza hacia atrás y recordó que deba-
jo de la almohada estaba el reloj, que seguía martillando sus tímpanos y su cerebro.
Corrió hacia su cama y tomó con ira aquella máquina. Luego de arrojarla fuertemen-
te contra el piso, vio su corazón saltar y rodar enredado en una espiral de fino metal.
Otras vísceras se desparramaron mientras sonaba por última vez una de las campa-
nas, golpeando contra un badajo de monolítico. -¡Ahora me dejarás en paz!-, gritó
Pedro, y giró otra vez hacia la puerta. La fina abertura permanecía oscura y él pensó
que, sin picaporte ni llave, nadie hubiera podido abrirla del lado opuesto. Solo él
podría haberlo hecho, empujando hacia allá. ¿Lo hizo y no lo recordaba? -¡No, no
fue así!- Estaba seguro. -¡Sé muy bien lo que hago!- Algo cortó en seco su monólo-
go: escuchó el golpe de algún cacharro y un breve carraspear, más allá de la puerta,
lejos...
Calzó sus pies, vulnerables y fríos. Vencería al miedo con el miedo: acercó su
desgreñada cabeza a la negra abertura; sus oídos no recibieron sonido alguno, y una
discreta brisa pasó breve por su rostro, el aliento que salía de aquella boca apenas
abierta. Entrecerró sus ojos mientras los forzaba a ver en el vacío. Nada. Podría
empujar la puerta, tan sólo un poco, un poco... Su mano izquierda se levantó lenta-
mente hasta casi tocarla, pero no se atrevió. No sabía qué encontraría detrás ¡Oyó
pasos en una escalera! Eran distantes pero nítidos. Se apartó de la puerta como si
hubiese tocado una brasa. “¿Vendrá alguien?” Su mano derecha temblaba en forma
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compulsiva. No quitaba su mirada del espacio estrecho entre el marco y la hoja.
Nada. Retrocediendo lento, terminó sentado en la cama. Así quedó unos minutos, sin
ver ni escuchar algo distinto a las sombras y el silencio. -¡Claro! ¿Por qué no lo
pensé antes? ¿Por qué no se me ocurrió?- Sus ojos estaban habituados a la luz del
ambiente. No vería nada al otro lado de la puerta, con esa luz. Esperaría a que se
apagara, a una hora determinada, antes de dormirse. “¿A qué hora?” No tenía ya el
reloj. “¿Faltará mucho aún?” Vaciló unos instantes. Decidió no pasarse así toda la
noche: quitaría la bombilla eléctrica. Llevó la mesita de luz hacia el centro de la
habitación; se subió y se dispuso a ello. Aún estirándose no llegaba a asirla. Dio dos
o tres pequeños saltos, hasta que su temblorosa mano derecha sintió el calor cercano.
Logró golpear la lámpara una vez, y cayó al suelo. El movimiento de la bombilla
infundió frenética vida a las sombras y las manchas. Sombras que se agrandaban, se
movían, se estiraban, mutaban. -¡No, atrás!-, gritó Pedro. Tuvo fuerza suficiente para
incorporarse y arrojar con ira una de sus zapatillas hacia la luz. Una sorda explosión
desparramó añicos de vidrio y penumbra por todo el cuarto. Corrió hacia la puerta
pero, sin atreverse a tocarla, gritó por la abertura: -¿Quién es? ¿Quién está allí?
¡Miren... no hay luz, veo mejor!- Podía ver un tenue resplandor más allá de la puer-
ta. Tímidos, llegaron breves sonidos, se insinuaron lejanas voces, algo se fue avi-
vando. Algo se movía, alguien corría, alguna luz se encendía. -¿Quién es? ¿Quién
está?-Daba gritos. Estaba paralizado ante la puerta. Algo crecía allá dentro.-¿Ya
vienen, ya vienen?-Por el estrecho espacio llegaban, más y más cerca, ruidos, luces,
pasos y golpes. Pedro reía ahora, tocaba su cabeza con la mano izquierda, levantaba
sin control la derecha, señalando la puerta: -¡Que vengan, que vengan... no hay luz y
los puedo ver, vengan!-Los pasos eran nítidos. Algo corría allí atrás, algo daba
voces, algo iluminaba... Algo rozó la puerta, se escucharon cerrojos, sonaron voces.
La puerta se abrió, no fue Pedro...
……………….
Un pobre rayo solar atravesaba el cristal sucio del ventanuco, incrustado en lo
alto del muro. En la pared contraria, un haz de luz acariciaba las manchas de hume-
dad. Las lamía de arriba abajo, pero sin embargo no se movían. Por un instante, la
bombilla eléctrica pareció encendida con una luz prestada. El haz siguió su camino
sobre la pared, hasta dar con la cama de Pedro. Él observaba el entorno con su rostro
distendido y una sonrisa perenne. No tenía miedo, ni ansiedad, ni preocupación.
Todo estaba en orden: las manchas, las sombras, la lámpara, la puerta. Mirando
hacia la puerta cerrada, se preguntó cuándo vendrían ellos otra vez.
MARÍA SOLEDAD RICO
María Soledad Rico
Buenos Aires en 1979. Publicó
cuento "La caída", en antología
"Murmullos en el papel", Dunken.
Actualmente, trabajando en pr
yecto de publicación de cuentos.
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MARÍA SOLEDAD RICO
Rico, nacida en
Buenos Aires en 1979. Publicó el
cuento "La caída", en antología
"Murmullos en el papel", Dunken.
Actualmente, trabajando en pro-
yecto de publicación de cuentos.
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BOOKS
“Te dije que guardaras guita para comer algo decente… Además hay cuentas
que pagar Carlos. ¿Vos sos o te hacés? Me tenés harta.” Dijo Marina, retorciendo los
labios para detener el mentiroso llanto.
Me ponía furioso cada vez que la veía llorar, era, sin dudas, un acto manipula-
dor. Hubo veces en que hasta llegué a golpearla al ver asomar sus putas lágrimas.
A diario discutíamos por lo mismo, era insoportable. Ella me decía que yo co-
braba y el dinero iba desapareciendo sin dejar otra cosa más que libros en el camino.
Yo era el único que trabajaba, tenía derecho a gastar mi dinero en lo que se me diera
la gana.
Conseguir este trabajo en la librería fue lo mejor que me pasó en la vida. Soy
un gran lector y esto… Esto era el paraíso.
En un principio la convencí de hacer las compras con la excusa de que me hac-
ían importantes descuentos por ser empleado de la librería. Pero con el tiempo las
cosas empezaron a cambiar de color, se volvió muy pesada.
Mordiéndose la falsa angustia, Marina se fue a su cuarto y me dejó al fin solo.
Pasé la noche primero entre lecturas y luego sumiéndome en la oscuridad de la
cocina, con la única preocupación que me absorbe realmente: pensar en cuál es el
libro que voy a comprar al día siguiente. Eso me llena de satisfacción más allá de
quitarme el sueño. Afortunadamente, aún cuento con lugar disponible en mi biblio-
teca.
A las paredes del departamento atornillé un mueble con estantes que construí
con mis propias manos. Ocupa, prácticamente, desde el techo hasta el piso. Todas
las paredes del living, pasillos y el cuarto están tapizadas de hermosos libros. Los
hay de todos los tamaños, colores y gustos. Si hay algo en lo que no me puedo man-
tener es en una línea de lectura. Leo todo.
Por suerte no cuento con mucha ropa, lo que me permitió quitar los roperos y
guardar todo bajo la cama. Marina no estuvo de acuerdo, pero no me importó porque
lo primordial era hacer más lugar para los libros.
Al día siguiente, Marina me sorprendió todavía en la cocina. Tenía una valija
en su mano. Me estaba dejando por otro más joven y con más dinero. Me dijo que
estaba cansada de mí, que nunca hablábamos de nada, que vivíamos en la miseria
por mi culpa, que nunca cogíamos y no se qué paparruchadas más.
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Infeliz, no entendés nada… Ojalá te mueras antes que yo así voy a tu entierro
y bailo sobre tu tumba. Mejor si te vas, para lo único que servís es para gastar mi
plata.
En cuanto pegó el portazo volví automáticamente a mi rutina.
Todos los días caliento agua en el calentador eléctrico y uso el mismo saquito
de té durante una semana. Después de tomarlo me preparo la vianda para el trabajo,
que consta de algunos fideos sin aceite ni nada. A diario el mismo plato para no
perder el tiempo pensando en frivolidades.
Por las noches a veces, si se me antoja algo exótico y sin que los vecinos me
vean, revuelvo la basura ajena a la pesca de algo no mohoso para cenar. Por suerte, a
algunos parece que les sobra el dinero y tiran cosas en perfecto estado.
Las duchas con agua fría vienen bien para reactivar las funciones cardíacas, lo
leí en uno de mis libros de medicina. Así es que me hicieron un favor cuando me
cortaron el gas. Mientras tenga el calentador eléctrico voy a poder seguir tomando
mi té y cocinando mis fideos, que es lo único que necesito para subsistir, además de
mis preciosos libros, así que se pueden meter el agua caliente en el culo. Y nada de
jaboncitos ni champucitos, esas cosas son de puto.
Antes de partir hacia el trabajo, me pongo mi uniforme, al cual trato de lavar
pocas veces para que no se destiña. Tuve que ajustar otra vez un poco más el cin-
turón. Me preocupa, ya casi no me quedan agujeros para retroceder y no quisiera
tener que agujerearlo, fue un regalo de mi padre para mi cumpleaños número cator-
ce. Debe ser por culpa de la hija de puta esta, me estresó tanto que me hizo adelgazar
hasta quedar piel y huesos.
Rumbo al trabajo, suelo pasar por un frondoso parque y siempre que miro sus
bancos, sueño sentarme en alguno de ellos a leer al sol. Inmediatamente caigo en la
realidad, es una total estupidez sacar a los libros de la seguridad de mi casa. Podría
pasar cualquier cosa, que me sorprenda la lluvia o que algún pájaro los cague… Se
arruinarían. No, inmediatamente la idea es abortada, aunque la imagen mental de la
lectura al sol siempre se hace presente al día siguiente.
Los días laborales transcurren generalmente en tranquilidad, salvo por algún
que otro imbécil que me interrumpe al momento de estar eligiendo el libro que me
voy a llevar ese día. Metódicamente, uno por día como mínimo, bien envuelto en
papel y luego en una bolsa. A veces son dos o tres, depende de mi bolsillo. Puedo
ahorrar bastante más ahora que no pago por la electricidad. En uno de mis libros
explicaba paso a paso cómo hacer para colgarse de los cables maestros que abundan
en lo alto de las calles.
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Al llegar a casa, ceno rápidamente para poder empezar a leer lo antes posible
ya que un libro debe ser terminado en no más de cuatro noches.
Y así todos los días de mi vida pasan en la más absoluta felicidad. No necesito
ninguno de los lujos de pequeño burgués que se da la mayoría de la gente. No nece-
sito esposa, ni televisión, ni teléfono, ni nada, solo mis libros y siempre estarán
esperándome al volver a casa.
JULIAN PISCHETZ
Julian Pischetz: Nacido en
1977. Lector, escritor y d
cente. Reside por estos
en la ciudad de Mendoza. En
el momento de ed
antología Fisuras de lo real
trabaja en una serie de micro
relatos que giran en torno a la
violencia explícita.
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Pischetz: Nacido en
1977. Lector, escritor y do-
cente. Reside por estos días
en la ciudad de Mendoza. En
el momento de editarse la
antología Fisuras de lo real
trabaja en una serie de micro
relatos que giran en torno a la
violencia explícita.
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TUMBA SIN NOMBRE
El viaje eterno
El viento acaba de acariciar el frío metal como si fuera una navaja rasurando
un lánguido rostro. Las vías del ferrocarril que parecían muertas han empezado a
retumbar. José es el mótorman del convoy, su mirada muestra cierto interés por el
futuro cercano. Ninguna estación lo espera, tampoco existen ya pasos a nivel que
modifiquen su destino. Nadie cambiará de trocha, ni siquiera el chancho imprecará a
un polizón dentro de la formación para alterar el devenir.
José se desliza, como sus sueños, desde la máquina hacia el último eslabón de
la formación. Sin darse cuenta da vuelta la copa del gobernador, pero este ni siquiera
parece haberse dado cuenta, es más, José acaba de percibir que la rechoncha figura
del temible político ya no se encuentra en el lugar, ¡nada se encuentra en su lugar!
Los ejes de la máquina deambulan por el corredor, el vapor de la caldera forma
figuras confusas en el cielo, el silbato de la locomotora pita penal y el foguista, tan
entrañable amigo, deja su uniforme y se alista en el 101 de paracaidistas.
Sólo queda él, dudando de su existencia pretérita y futura. ¿Será un fantasma?
¿Tal vez el resabio de algún hechizo egipcio? ¡No mi amigo! si fuera así el final
estaría mucho más cerca de lo aparente.
Acaba de empezar el viaje. Todos saben que él no lo sabe. ¿Pero lo presiente?
Sacude su cabeza, trata de despejar las nubes que embotan su mente, apura
otro trago y da un paso hacia atrás, aunque, tal vez no lo sepa, o a lo mejor no quiere
darse por aludido, acaba de emprender el último salto hacia el abismo, ya no hay
vuelta atrás; pero siempre está el pasado, diferente en cada caso. José, el mótorman,
tal eternauta bizarro, acaba de penetrar en el mundo de lo inimaginable.
Vuelta a casa
Retorna al hogar, confundido tal vez, siempre decidido. Su mujer lo espera con
los quejidos de su inseparable desazón y el eco del hambre en cada rincón. José
entorna la puerta, pero ya su mujer no está, ella murió plácidamente en un pasado
que es imposible rememorar. La puerta apunta hacia el sol, la luz cada vez se hace
más insoportable, el ruido metálico estremece los huesos del mótorman, la desespe-
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ración de lo inagotable se vuelve cada vez más omnipresente. José solo atina a afe-
rrarse del freno y jalar violentamente de él. Sólo ha logrado abrir la puerta, y con el
mínimo resplandor que se proyecta desde la cocina, observa la silueta de su mujer,
ella está a punto de estamparle un golpe por haber llegado borracho tras horas de
ausencia, supone que gastó los pocos dineros con los que contaban.
Infancia
El tren acaba de reabastecerse con agua, extraña figura para una maquinaria
diesel. José trata de despertar al foguista, pero algo que parece ser un resplandor de
un pasado inexistente le hace caer en cuentas de que la máquina hace cincuenta años
que no se mueve a vapor. Despabila sus pensamientos y entra en razón; nunca ha
llevado un tren a vapor. El silbido de la máquina cada vez se hace más presente, el
crepitar de los maderos anuncia la potencia máxima. El mótorman piensa... se acaba
el carbón, ya no hay estaciones de agua para recargar los depósitos. Confundido se
da vuelta y se encuentra en la penumbra de la habitación de su pequeño hijo, desnu-
trido, a punto de desvanecerse, ¡pobre niño!, si hubiese sido alimentado mínimamen-
te podría llorar o gritar de hambre. El guarda aparece y reclama más velocidad,
desde la capital le han informado que están atrasados. José, con toda la calma de un
buen desesperado, observa las chispas que surgen al contactar la maquinaria con los
rieles, ¿rieles? ¡Esta ruta jamás fue concluida! El puente sólo es un abismo que
divide la nada. El niño intenta tomar aire para sollozar, pero nadie le enseñó... El
gobernador quiere entrar en pánico, golpea la tapa de madera de un cajón sordo
enterrado en un cementerio desconocido. El chancho abre sus ojos con terror; ¡el
foguista! El foguista es solo una ilusión de máquinas pasadas que se movían con
vapor. El llanto inexistente de su hijo atormenta a Juan. Su mujer levanta el brazo
sosteniendo violentamente el palo de amasar.
La máquina en sus últimos estertores ha llegado a la estación. Pero José se
apeó en el medio de la nada, todavía lo acompañan el silbido incesante y el llanto
ahogado de su infancia. La puerta continúa abierta, Juan intenta abrirla con empeño,
su madre cada vez que la cierra ríe macabramente. El tren vuelve a partir de la esta-
ción, no existe final.
MARIANO CONTRERA
Mariano Contre
nació en Lobos,
Buenos Aires,
Argentina, en
donde vive hasta la
fecha. Luego de
finalizado el col
gio secundario,
estudió profesorado
en inglés, trabaja
do de
sión en varias
escuelas de la zona.
En 2010 l
primer libro “La idea fija”, con más de 400 ejemplares vendidos.
2013 publicó su segundo libro, “Media hora de felicidad” que ya cuenta con 300
ejemplares vendidos. Recientemente Mariano ha sido premiado en concursos inte
nacionales desarrollados en Uruguay y dos en España.
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MARIANO CONTRERA
Mariano Contrera
nació en Lobos,
Buenos Aires,
Argentina, en
donde vive hasta la
fecha. Luego de
inalizado el cole-
gio secundario,
estudió profesorado
en inglés, trabajan-
do de esta profe-
sión en varias
escuelas de la zona.
En 2010 lanzó su
A principios de
2013 publicó su segundo libro, “Media hora de felicidad” que ya cuenta con 300
a sido premiado en concursos inter-
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IVAIR SNOCKSOVICH
Hacía un tiempo ya que mi padre había fallecido, no tanto como para olvidar
el asunto, pero lo suficiente como para poder volver a entrar en su casa sin angustia
o tristeza. Había llegado el momento de clasificar sus pertenencias, y ver cuáles eran
para limpiar, ordenar o tirar. Vivía solo el viejo Héctor, mi madre había muerto
hacía cerca de diez años, y él nunca quiso moverse de su morada, a pesar de ser
demasiado grande para una sola persona. Mi hermano Patricio, mayor que yo y un
tanto más sensible, no estaba en condiciones de hurgar las pertenencias de nuestro
padre sin echarse en lágrimas, por lo cual la tarea recayó sobre mí. Fue simple, no
había demasiada suciedad, ni demasiadas posesiones innecesarias, no acostumbraba
el viejo Héctor acumular porquerías, todo lo inservible lo tiraba, y lo que estaba en
desuso lo donaba a Cáritas, según él allá por el año no sé cuánto debieron recurrir
irremediablemente a la caridad por mucho tiempo, mi abuela los crió sola a él y a
mis cinco tíos con el sueldo de una empleada doméstica. La mayoría de su ropa
(salvo por una camisa que tomé para mí, y el sweater que le regalamos para el últi-
mo cumpleaños que permanecía aún sin estrenar) fue regalada a una familia necesi-
tada que conocíamos, y los muebles fueron llevados a un remate (excepto por un
roperito que me llevé, y una cómoda que fue a parar para mi hermano), sólo quedaba
revisar el altillo.
Me adentré sigilosamente, procurando no golpear mi cabeza con el bajo nivel
del techo, y a la vez mirando los escalones para no tropezar con nada. Lo primero
con lo que me topé fue una enorme caja con juguetes maltratados y destruidos de
nuestra infancia, la cual llevé a casa para una clasificación más intensiva. Cuadernos
viejos de nuestros colegios primarios, carpetas y demás, dudé entre sacarlas afuera
para el cartonero o llevármelas, opté por lo segundo, quizás Patricio me lo reprocha-
ra después. Un televisor blanco y negro, una vieja antena de parrilla toda doblada,
algunos libros y enciclopedias antiguas, algunos discos de tango, y un Winco que
atesoré para mí. Luego más bolsas de apolillada ropa vieja, alguna incluso de cuando
nosotros éramos chicos, amarillentos diarios antiguos, revistas “Gente” de los años
setenta y ochenta, “TV Guías”, y “Para Ti” (seguramente éstas últimas pertenecien-
tes a mi madre). Fue en una caja más pequeña, como del tamaño de una caja de
pizza, que encontré un álbum de figuritas, cuidadosamente envuelto en una bolsa de
celofán, era del mundial del ’62, y mientras lo estudiaba detenidamente con la lin-
terna comprobé que estaba casi lleno, y digo casi porque luego mirándolo en mi casa
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comprobé que sólo una figurita faltaba, la del número cuatro de Checoslovaquia, un
tal Ivair Snocksovich. Los demás diez rostros duros y ataviados con gruesos bigotes
eran testigos de la falta de uno de sus compañeros de equipo.
El tiempo pasó, rematamos los muebles, vendimos la casa (afortunadamente
apareció un comprador al poco tiempo), fuimos cerrando la herida y haciendo el
duelo, pasó el bastante tiempo como para que revisara todos los juguetes que había
en aquella caja encontrada, sin necesidad de llorar frente a mi hijo. Cada autito traía
a la memoria una navidad en familia, el muñeco de He-Man mi cumpleaños número
doce, el auto de los Cazafantasmas mis catorce, ése fue el año en que el tío Rubén se
puso en pedo, después encontré un muñeco de Mr. T, me lo dieron en la navidad del
ochenta y cuatro. Había una réplica del “Auto fantástico” pegada con cinta aisladora,
que mi hermano deliberadamente había pisoteado luego de una discusión de fútbol
(él de Boca, yo de River, en esa época fanáticos los dos, hoy en día ya dejó de im-
portarnos en lo absoluto). Limpié el tocadiscos que había encontrado, y escuché
nuevamente luego de muchísimos años uno de los pocos discos de vinilo que poseo,
Led Zeppelin II. Usé la camisa a rayas del viejo, y su sweater a rombos, ya había
pasado el lapso suficiente como para recordarlo sin necesidad de que la memoria me
jugara una mala pasada emotiva y me hiciera llegar a los sollozos, podíamos recor-
dar ya los momentos divertidos, las locuras de papá, las maldades que les hacía a los
vecinos, y cosas así. Fue en ese entonces, a cerca de un año de su muerte, que volví
a encontrar el álbum de figuritas, lo saqué de la bolsita de celofán y lo estudié en
detenimiento. Los colores psicodélicos de su portada hacía fácil notar que databa de
mediados de los sesenta, estaba en perfectas condiciones de conservación, y las
figuras en su interior estaban prolijamente adheridas, ni torcidas, ni chorreadas de
pegamento. Sólo faltaba algo en esa fatídica página, en la cual la figurita número
setenta y nueve no estaba, Ivair Snocksovich. Por cómo estaba conservado, en con-
diciones impecables, y envuelto en nylon, supe que era algo importante en la vida de
mi viejo, algo que desde su temprana adolescencia estaba pendiente, durante años no
había dejado de buscar la figurita que le faltaba, ésa, la difícil, porque todo álbum
tiene una que es la difícil, no sé si es un mito o si verdaderamente la cínica fabrica
deliberadamente imprime menos cantidad de una figurita en particular con la inten-
ción de que sea virtualmente imposible de conseguir. Busqué en internet, y descubrí
que hay miles coleccionistas, que compran éstas cosas, álbumes tanto inconclusos
como llenos, pagando muchísimo más dinero por los que estén completos, entré en
foros especializados y pregunté por la que necesitaba, si alguien sabía dónde podría
encontrarla, -No existe, es un fantasma- me dijeron directamente, según éstos fanáti-
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cos y conocedores del tema, la fábrica no había impreso ningún ejemplar de Ivair
Snocksovich. Ante mi descreimiento me explicaron la historia que todos los colec-
cionistas especializados conocen. Aparentemente la imprenta Gandulfo Hermanos
S.A. se estaba fundiendo, estaba en convocatoria de acreedores, debía mucha guita y
los cheques rebotaban, se la jugaron, decidieron sacar el dichoso álbum mundialista
(el primero en el mundo con motivo de una copa de fútbol) a nivel nacional, con una
tirada de impresión enorme. Todo iba viento en popa, hicieron tantos ejemplares
como pudieron, fueron progresivamente imprimiendo todos los equipos participantes
y uno por uno los jugadores del mundial, todos los protagonistas, pero faltándoles
muy poco, y con muchos productos ya rondando la calle, llegó la liquidación antes
de tiempo. Apareció la orden del juzgado de desalojar las instalaciones de la fábrica
adquirida por una imprenta de libros de cocina, quedándoles pendiente para impri-
mir exactamente una figurita, Ivair Snocksovich. Busque lugares específicos de
coleccionistas en Capital y, aunque no lo pudiera creer, había cientos de especialis-
tas en éste “arte de completar y coleccionar álbumes”, cómo citaba la página del
club argentino de figuritas. En varios locales me ofrecieron comprármelo, pero
ninguno sabía nada del paradero del aguerrido defensor Checoslovaco. Era recono-
cido por tener en su mano izquierda un dedo supernumerario, jugó cincuenta y tres
partidos en su selección, anotando doce goles (según Wikipedia). Jugó solamente en
el fútbol local de Checoslovaquia, en una época en que las transferencias al exterior
no eran tan comunes como hoy en día.
En una obscura galería comercial casi abandonada del barrio de Colegiales,
húmeda y fresca a pesar del calor reinante en el exterior, local dieciocho, se encon-
traba una de esas tiendas especializadas, “Juntar y pegar”. Un muchacho alto, gran-
dote, detrás de un pequeño y frágil mostrador de vidrio con pequeñas figuras envuel-
tas en bolsitas de celofán, no había nada en el diminuto local, nada en las paredes, ni
afiches, ni plantas, ni decoración de ningún tipo, solo el hombre, el mostrador, y una
repisa detrás con un par de carpetas. Le mostré el álbum, y le expliqué la historia de
mi viejo.
-¡Ah, Héctor! ¿Vos sos el hijo? Mira vos…qué grande que estás. Siempre me
hablaba de vos y de tu hermano. ¿Cómo anda el viejo?- Tenía una voz ronca y pro-
funda que combinaba perfectamente con su gran tamaño.
-Muerto.- Respondí. Demasiado seco tal vez, pero no había mucho más que
decir.
-Uh, lo siento mucho. Mirá, él siempre venía, una vez al mes más o menos,
siempre buscando eso mismo que buscás vos. Esa figurita en particular, pero yo le
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expliqué que era imposible de conseguir, busqué por todos lados, a cada viaje que
voy a comprar pregunto, me fijo en convenciones… todos me dicen que es imposi-
ble, que la fábrica se fundió antes de imprimirla. Es un fantasma, nunca nadie la vio,
no existe.-
Averigüé al tiempo, mediante un amigo que trabaja en el Registro Nacional de
Sociedades y Empresas, que la imprenta había estado radicada en la ciudad de San
Carlos, provincia de Santa Fe, por lo que mis siguientes vacaciones emprendieron el
rumbo de la mencionada ciudad, muy bella por cierto, con un río y algunas playas.
Me costó convencer a mi esposa de ir a descansar allí, pero con la excusa de que es
muy seguro para nuestros hijos y tranquilo para relajarnos nosotros, finalmente
aceptó. No quise revelar mis verdaderas intenciones respecto a la ciudad, porque
hubieran sido tratadas con desmedro, calificando toda la campaña de búsqueda cómo
una reverenda boludez.
Desde que descubrí el álbum, y sobre todo a partir del momento en que com-
probé que hasta sus últimos días mi padre no había dejado de buscar la dichosa
figura del balompié, no pude dejar de pensar en el pobre viejo, mi viejo. Soñaba con
él, vagando en éste mundo sin poder partir al cielo hasta no dejar sus cuentas salda-
das aquí en la tierra, y su cuenta pendiente era precisamente ésa. La noche antes de
partir a Santa Fe, con las valijas ya listas, sin poder dormir divagaba y alucinaba,
Héctor aparecía en la obscuridad de mi habitación, rogándome la concreción de su
único proyecto inconcluso. Todo lo que supo proponerse en vida mi viejo logró
conseguirlo, comenzando con superar una infancia difícil. Creció con lo justo y sin
caprichos, en una familia pobre de las afueras de Lobos, trabajó desde chiquito en la
pequeña granja de su familia, plantaciones a pequeña escala de tomates lechugas,
acelgas, etc. Punteaba y araba, cargaba baldes y baldes de agua para regar los almá-
cigos, cosechaba y volvía a plantar. Su historial de esfuerzo desmedido no aminoró
cuando se enamoró de mi madre, alta y hermosa, rubia, de familia con buen pasar, le
costó muchísimos, demasiados rechazos, pero ganó por cansancio luego de tres años
de perseguirla con flores, bombones y poemas. Se casaron, y a fuerza de romperse el
culo trabajando logró levantar la casa en la cual vivimos todos hasta hace pocos
años. Nació mi hermano mayor, y a fuerza de más sacrificio pudo conseguir un
ascenso en su trabajo que bastara para darle de comer, al nacer yo la exigencia no
bajó, busco un segundo trabajo. Nunca se quejó, nada se interpuso entre él y sus
sueños, no hubo un día de mi infancia en el que recuerde haberlo visto quejándose, o
de ml humor, o sin ganas de jugar con nosotros. Por eso mismo no podía dejar de
pensar en él, y sabía que la muerte no sería obstáculo suficiente como para detenerlo
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en la búsqueda de su única cuenta pendiente, ésa figurita de mierda, ése fantasma de
su niñez.
Tanta suerte tengo que al llegar a San Carlos llovía como perro, llegamos al
hotel, nos instalamos, almorzamos allí mismo y nos volcamos a la siesta. Habré
dormido media hora, a pesar del cansancio de haber manejado toda la mañana, un
sueño incómodo (no alcanzaba a calificarse como pesadilla) me despertó, otra vez
imágenes de mi viejo. Tomé un café en el barcito del hotel, e intenté averiguar todo
lo posible sobre la imprenta. Afortunadamente San Carlos es una ciudad pequeña, de
unos cuarenta mil habitantes, por lo que no me fue difícil obtener información. En el
edificio que pertenecía a la fábrica actualmente hay un pequeño centro comercial,
me dio la dirección acompañada de las correspondientes instrucciones sobre cómo
llegar, pero no sin antes advertirme que los tres hermanos que formaban la sociedad
habían fallecido, quedando en la ciudad sólo un nieto, otro de los hermanos Gandul-
fo murió sin descendencia, y el tercero tuvo un solo hijo que vive actualmente en
Méjico. Mi única opción era encontrarme con este tipo, y averiguar si existían ejem-
plares de lo que yo buscaba. Visité el lugar, compré un mate de recuerdo en un local
de la galería comercial, en las antiguas instalaciones fabriles. Haciéndome el boludo
obtuve diversas informaciones con los lugareños, hasta que obtuve el paradero del
heredero de Gandulfo Hermanos S.A., vivía aún al lado de la que supo ser la fábrica,
en la casa que una vez perteneció a sus padres. Ya que estaba allí me la jugué y le
toqué timbre. Había hecho cuatrocientos kilómetros y estaba a diez metros de la casa
del tipo, no iba a irme sin intentarlo. Me atendió una nena, supuse que sería la hija,
inmediatamente la madre tomó su lugar, preguntando con la desconfianza común de
los días que corren cuál era mi propósito allí. Le expliqué que buscaba a alguien que
tuviera algo que ver con la imprenta, que tal vez su marido podría ayudarme. No
estaba, o eso dijo al menos, le aseguré que volvería a pasar antes de irme.
El segundo día en la provincia fue soleado, por lo que disfrutamos de un día de
playa y diversión en familia, aunque no podía sacarme de la cabeza el verdadero
motivo del viaje. Cenamos afuera, en uno de los pocos restaurantes de la ciudad. El
tercer y último día en San Carlos fue caluroso en extremo, cerca de treinta y siete
grados, por lo que escasamente salimos del río, fuimos a media mañana y solo deja-
mos el agua para un frugal almuerzo bajo las plantas. Contemplando el paisaje,
extremadamente relajado y semi adormecido por la pesadez del día, comencé una
especie de introspección express. Al sol, sentado sobre una gran piedra y con los
pies en la fresca agua, y con un ridículo sombrero de paja, lo vi a mi viejo, como a
diez metros, en el medio del curso del río, caminando sobre el agua al estilo de
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Jesús. Le grité, pero no me oyó, le hice señas con ambos brazos en alto pero no me
vio, me miró, y siguió caminando, alejándose. Quería contarle que estaba siguiendo
la pista de la figurita que le faltaba, que estaba cerca de averiguar algo, que había
hecho cuatrocientos kilómetros por él, que era el último regalo que podía darle, que
era parte de todo lo que no pude decirle en vida, de todo lo que no alcancé a agrade-
cerle cuando estaba.
Con la excusa de ir a comprar cigarrillos, dejé a mi familia allí y partí al pue-
blo, volví a la morada junto a la ex imprenta, toque timbre y esperé, en la ventana
cerrada junto a la puerta se corrió una cortina, y unos ojos me estudiaron, volvió a
cerrarse y al cabo de unos largos segundos apareció un tipo. Saludos de cortesía pero
a la vez con extrema desconfianza, le transmití la necesidad de hablar con alguien
cercano a la cerrada compañía, era el indicado, Gabriel era su nombre, como el
ángel. Estaba en bermudas y ojotas, mojado, evidentemente recién salido de la pile-
ta. La historia de mi viejo fue resumida, le mostré el álbum que llevaba oculto en la
guantera del auto, le rogué ayuda, le dije lo ingrato que había sido con mi viejo, le
confesé la cantidad de veces que no quise atenderlo en el teléfono, las oportunidades
que no aproveché para agradecerle la educación que me pagó, los domingos en los
que evitaba visitarlo, que despreciaba sus asaditos familiares.
-No puedo ayudarle, perdóneme, no existe esa figurita, no se fabricó, es una
sombra, es un fantasma. Disculpe.- Le di la mano, le pedí perdón por los problemas
y me fui. Subí al auto y en el asiento del conductor lloré. Lloré como cuando mi
padre me cagaba a pedos de niño y me mandaba a la habitación, o como cuando me
pegaba un buen bife correctivo. Con la frente apoyada en el volante, haciendo be-
rrinches como un pendejo, aprendí la última lección que mi viejo pudo darme, supe
que era inútil seguir sombras o fantasmas, era inútil vivir tras los sueños. Por varios
minutos putié a todos, a Dios por ser tan irónico, a los hermanos Gandulfo por ser
tan crueles, toqué bocina y golpeé el tablero del auto hasta que la mano me dolió,
maldije a viva voz a mi familia por romperme las bolas, a mi esposa, al auto, a Ivair
Snocksovich, a Checoslovaquia, país de mierda, hijos de mil putas todos, manga de
forros.
Unos golpecitos en el vidrio me sobresaltaron y me forzaron a calmarme, se-
qué las lágrimas con la manga de la camisa y bajé el vidrio. Era Gabriel, como el
ángel.
-Tome, es la figurita que le falta, hicimos una de prueba, una muestra de im-
presión antes de lanzar la colección, es la única. A veces está bien perseguir fantas-
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mas, a veces existen. Ahora váyase, deje de hacer escándalo en el barrio o llamo a la
policía, y no se le ocurra volver jamás.-
FELIPE DÍAZ GALARCE
Felipe Díaz
Creció en la zona de Tal
gante, Chile. Ha desarroll
do su experiencia en torno
al teatro y realización a
diovisual. Actor, dramatu
go, director y diseñador
teatral. Publicó
Valparaíso 2012, Corazón
de Hueso. En proceso de
edición se encue
tran“Papá Noel, Mamá
Tampoco” y la co
junto a Lizardo Catalán
“Maniquíes: Profilácticos & Caramelos”. Todos los textos han sido llevados a
escena por la compañía de Teatro Turba, residente en Valparaíso, Chile.
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FELIPE DÍAZ GALARCE
Galarce, 1985.
Creció en la zona de Tala-
gante, Chile. Ha desarrolla-
do su experiencia en torno
al teatro y realización au-
Actor, dramatur-
go, director y diseñador
teatral. Publicó “Rodeo’s”,
Valparaíso 2012, Corazón
de Hueso. En proceso de
edición se encuen-
“Papá Noel, Mamá
y la co-escritura
junto a Lizardo Catalán
Todos los textos han sido llevados a
residente en Valparaíso, Chile.
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LA FRONTERA BLANCA
El viaje no estuvo exento de cambios bruscos antes de llegar a nuestro destino.
Cuando nos proponíamos cruzar el paso de los Libertadores una tormenta nunca
antes vista en el mes de febrero había cubierto los caminos con una densa nieve,
provocando aluviones que hicieron crecer el río arrastrando animales, vehículos y
casas. Tras almorzar en el último restaurant antes de la cordillera fui a la botillería a
comprar una cerveza y le conté nuestra situación a la señora que atendía. Ella se
preocupó porque habían anunciado lluvia para esa noche y nosotros nos habíamos
dado cuenta que nuestra carpa no tenía forro que nos cubriera. Salí a fumar, mi
amiga se lavaba los dientes, las nubes estaban encima cuando llegó un joven de
rostro familiar. Tras conversar con su madre el joven sale y nos cuenta que vive en
Valparaíso al igual que nosotros, que hablará con su padre que es director del único
colegio del caserío para ver donde podemos pasar la noche y continuar con nuestro
viaje al día siguiente. Antes que termináramos de hablar llega una camioneta con un
señor de semblante picaresco, al bajarse me dio la impresión de saber la situación
de antemano. Dice que podrá alojarnos en su casa, aunque que será incomo-
do porque viene toda su familia a celebrar el cumpleaños de una de sus hijas con una
fiesta de disfraces.. Tras matear durante casi una hora, nos entregaron antifaces para
no desentonar. Recuerdo nítidamente que el joven porteño entró vestido de guerrero
romano a la botillería familiar, desatando carcajadas en el recinto por la manera de
sacar una decena de botellas de diversos licores, su padre tuvo que hacerle un juego
de luces del vehículo para que se detuviera de una vez, apenas podía traerlas. Todo
el pequeño pueblito estaba en la fiesta, mal que mal el padre de la festejada era toda
una celebridad: un músico director de la escuela y dueño de la botillería. El hecho de
que estuvieran todos disfrazados hizo que nuestra presencia pasara desapercibida.
Mientras yo bailaba con una monja desenfrenada, mi amiga bailaba con un viejo
zorro pequeño, el zorro de las espadas y el antifaz. El resto de la noche fue una
ridiculez muy agradable. La monja siguió siendo casta y el zorro terminó siendo el
héroe de mi amiga. Al otro día no abrieron el paso, nos despedimos de la familia
muy agradecidos prometiendo volver, tuvimos que pasar por el paso que está más al
sur, cerca de Talca interrumpiendo la llegada a nuestro primer destino: Mendoza, al
que solo llegaríamos después de tres días.
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MENDOZA SE LLEVÓ A MI AMIGA
El extremo calor nos hizo decidirnos por un hostal con piscina. Nos bañamos
con alevosía. El viaje había sido largo. Cuando nos disponíamos a salir llegaron a
compartir la pieza dos franceses. Mi amiga de pronto comenzó a buscar algo que
nunca encontró. Comenzamos a dialogar ya que ellos hablaban en español bastante
bien. Venían haciendo dedo desde Uruguay, justo por la ruta que después seguiría-
mos. Les conté que somos de Valparaíso; asombrados, nos dicen que se dirigen a ese
puerto. Algo nos estaba soñando. Se trataba de un músico y un productor de la banda
“Las Malas” de la cual mi amiga era seguidora. Acordamos esperar abajo junto la
piscina. Hablamos inglés y español a duras penas con unos holandeses que venían de
Bolivia, contaban que no lo habían pasado muy bien, así es que le recomendé Valpa-
raíso y Chiloé, aunque nunca había estado en la famosa isla. Al rato llegaron los
franchutes. Decidimos salir a caminar y tomar unas cervezas, nos habían dado un
dato de una zona donde se tocaba música en vivo. En el trayecto nos topamos con
una murguita de cinco músicos, como si Cupido juntara grupos también. Flechamos
de inmediato. “Che, ¿dónde van?” Preguntó un pibe. “Pa’ allá a escuchar a los músi-
cos” dijo mi amiga.”Nosotros pal otro lado, ¿vamos?” dijo una voz picante. Miré a
los franceses y dije “ya po”. Fumamos unos cigarritos de la risa hasta atontarnos y
nos fuimos con un par de cervezas a una plaza. Eran tres argentinos, un mexicano y
un italiano que estaba aprendiendo a tocar el charango. Una muestra de música
increíble. Una recitación musicalizada se mandó un pibe moreno de voz profunda
que hablaba de una tragedia de amor protagonizada por chorros del bajo mundo. El
otro pibe de origen mapuche según recuerdo, interpretó una canción altiplánica muy
sentida. Y por último, el mexicano moreno se lanzó un cover de “19 días y 500
noches” de Sabina, enamorando perdidamente a mi compañera de viaje. Fue la
última noche que vi a mi amiga antes de partir a la provincia de Córdoba.
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LA PRIMERA DE LAS ÚLTIMAS COPAS.
El joven al fin logró cruzar la Cordillera de los Andes para ver a su madre en
las sierras de Calamuchita, Argentina. De su equipaje sacó una botella de vino
obsequiado por una pintora que había retratado sus ojos mirando el océano pacifico.
La madre le dijo que nunca bebió vino por miedo al pecado de embriagarse. Él
apuntó con su dedo un espejo que reflejaba la “Última Cena” de Velásquez. Ella
respondió de igual manera indicando una réplica del “Beso de Judas” de Caravaggio
que estaba justo detrás del joven, como si quisiera decir que la célebre traición tenía
su origen en el exceso de la bebida. Él descorchó la botella sonriendo, sirvió dos
copas y la besó en la frente. Tras unos segundos, ella llevó instintivamente las ma-
nos a su boca, dejando salir un vapor de entre sus dedos, luego levantó la copa con
parsimonia y dijo “a tu salud”. Los ojos del joven no pudieron abrirse más. Mientras
se escuchaba la tormenta, una luz del cielo entró por la ventana para fotografiar el
“Triunfo de Baco”, una tercera pintura que estaba en la cocina donde se encontraba
la pequeña familia. Ella cerró los ojos, murmuró algo indescriptible como si hablara
con su espíritu, bebió su copa de un solo trago y asimismo la de su hijo. Éste con los
ojos acuosos dijo “mamita…tengo que contarte algo…”. Ella interrumpió la confe-
sión y volvió a llenar las copas, le acercó una, cogió la suya y dijo “quédate conmigo
hasta el final, acá también hay vino delicioso que nos puede acompañar”.
MARTÍN CARBONETTO
Martín Carbonetto nació en Qui
mes en 1979, provincia de Buenos
Aires. Lanzó el libro “Fricciones”
con el escritor Alberto R. Suárez,
con quién más tarde publicó una
selección de relatos fantásticos
denominada “Dos plumas, un tint
ro”. Actualmente se encuentra
concluyendo un nuevo libro de
cuentos y corrigiendo su primera
novela, “Thertaris y la herejía de un
dios”.
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CARBONETTO
Martín Carbonetto nació en Quil-
mes en 1979, provincia de Buenos
Lanzó el libro “Fricciones”
con el escritor Alberto R. Suárez,
con quién más tarde publicó una
selección de relatos fantásticos
os plumas, un tinte-
Actualmente se encuentra
concluyendo un nuevo libro de
cuentos y corrigiendo su primera
novela, “Thertaris y la herejía de un
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OSCURIDAD
Si usted transita mi casa, la que fue de mis padres y antes de mis abuelos, no-
tará el estilo Luis XV que se mantiene en todos los ambientes. Advertirá además,
que algunos muebles son originales y valiosísimos, pero que la mayoría son repro-
ducciones. También, estoy seguro, verá que poseo en las salas como el living varios
cuadros que despertarían la codicia de un coleccionista. Por otro lado apreciará,
dispersos en los amplios salones, adornos de buen gusto, cortinados pesados, acoge-
doras alfombras, candelabros de bronce, fuentes de plata y alguna que otra escultura,
sobre todo en las antecámaras o en los vestíbulos que dan hacia las escaleras. Conti-
nuando con la recorrida, al detenerse frente a mi orgullosa biblioteca, verá cuán
buenos son los volúmenes que atesoro, cuán antiguas son algunas de aquellas obras
y sus encuadernaciones y, si observa con sumo detalle, podrá deleitarse no sólo con
el meticuloso orden en que están colocados (géneros, autores y años en que fueron
escritos) sino también, aunque requerirá para ello algo más de conocimientos por su
parte, que de cuanto autor se ve no falta obra alguna.
Todo eso lo notará con mayor o menor interés, pero hay otra cosa que no es-
capará a sus sentidos, por ser justamente susceptible de observación y extrañeza,
algo que hasta hace muy poco no formaba parte del decorado general y que es de mi
absoluta responsabilidad. En todos los ambientes, en cada rincón, he instalado cen-
tenares de lámparas eléctricas y de aceite, veladores, algunos reflectores, velas, e
incluso, aunque suene disparatado, antorchas. En mi residencia, desde hace un tiem-
po, no existe la oscuridad, no hay un mínimo de oscuridad sobre ningún sector. ¿Que
si he tenido un sueño, una pesadilla? No lo llamaría así. Pero le decía. He estudiado
cada haz de luz que se desprende desde el exterior con cada momento del día, en
cada estación del año, para cada circunstancia climática posible y, sobre todo, estu-
dié cada fotón que es arrojado por las luces artificiales al llegar la noche, realicé al
menos un millar de cuentas y ecuaciones con el único fin de mantener las luces en el
mayor equilibrio posible, sin que nada pueda proyectar una sombra demasiado pro-
funda.
Usted se ríe, claro. Permítame terminar de contarle y sacará sus propias con-
clusiones. Si bien esta obsesión parece ser propia de un loco, no corresponde a una
enfermedad; esa esperanza no existe. Es un medio de supervivencia, una necesidad
imperiosa para evitar revivir el horror que he sufrido. Veo que lo escandalizo, pero
créame que después de lo que le contaré, usted podría comenzar a tomar en mayor
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consideración los llantos de los niños por las noches cuando se los deja en sus cuar-
tos a oscuras. Dicen que cuando somos pequeños poseemos un nivel de percepción
que vamos perdiendo a medida que maduramos o comenzamos a ser más lógicos.
Sin embargo ahora creo que en realidad lo único que nos salva de la locura es el
olvido, olvido de cosas que no queremos volver a ver.
Escúcheme, preste atención. Fue una noche de invierno, no recuerdo la fecha.
Había cenado luego de un largo día de trabajo en mi escritorio, y pronto me fui a la
cama. Me recosté y apagué la luz luego de intentar leer unos párrafos vaya uno a
saber de qué libro inútil. Instantáneo fue el momento en que me rodearon las tinie-
blas de mi habitación.
Estaba alcanzando el estado de duermevela cuando comencé a sentir un leve
cosquilleo en el rostro, común, muy similar al que podría causar el roce de un pelo
de la barba contra las mantas. Me moví de lado, pasé mi mano por la mejilla para
quitarme la residual sensación de picazón y continué en lo mío. Sin embargo, instan-
tes siguientes, ya con los ojos pesados, percibí un sutil movimiento de las sábanas
contra mis piernas, como efectuado por otra fuerza que no provenía de la inmovili-
dad de mi cansado cuerpo. Fue casi imperceptible, un roce demasiado suave como
para que me molestara. Por ello volví a darme vuelta y continué con el sueño, y esa
vez de manera exitosa. Pero, ¡ay!, cuántas de esas sensaciones nos albergan mientras
entablamos batalla con el dios de la inconciencia y les restamos lógica importancia.
A la noche siguiente, por supuesto, volví a la impostergable rutina de conciliar
el sueño. En esa oportunidad, desvelado, permanecí durante algunas horas leyendo
en la cama, y cuando el cansancio llegó, apagué en acto maquinal la luz, quité el
almohadón del respaldo y me relajé para pasar la noche. Fue allí cuando una corrien-
te extraña de aire besó mis labios, demasiado fría. Noté entonces que tenía la venta-
na entreabierta (por suerte pienso ahora) y se lo adjudiqué a ello. Me incorporé para
cerrarla y evitar un posible resfriado. Regresé veloz a las mantas en completa oscu-
ridad y silencio. Me dormí, no recuerdo más. ¿Cómo? ¿El viento? No esté tan segu-
ro, espere, aún no termino.
Todo aquello, ahora lo sé, sólo fueron advertencias, mensajes o certidumbres
que yo no había tomado en cuenta, que nadie lo hace jamás. ¿Acaso me dirá que
nunca sintió ese tipo de molestias, casi imperceptibles?
A la noche siguiente el frío me empujó más temprano de lo normal al amparo
de las cobijas. Terminé el libro, pero no tuve ganas de levantarme por otro, por lo
tanto busqué de manera forzada un sueño que no tenía. Apagué la luz y permanecí
con los ojos abiertos, pensando en cualquier cosa, e instantes seguidos comencé a
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notarlo. Vi cómo aquella oscuridad, la que nos envuelve a todos por igual en cual-
quier punto, que es la misma que compartimos sin quererlo, no está conformada sólo
por insuficiencia de luz. No. En esa negrura hay otras luces, variaciones internas que
si uno logra hacerlo con atención, notará que las sombras varían, moviéndose de un
lado hacia otro. Pero lo que realmente me alarmó fue ver cómo, de pronto, el haz de
claridad que ingresaba por la puerta desde el vestíbulo fue eclipsada de golpe, anu-
lada, despojada de mi vista sin que nada ni nadie generase una sombra, como si algo
(debo llamarlo así pues no podría definirlo) se interpusiese en mi campo de visión.
No dudé, y me lancé sobre el interruptor del velador, pero para cuando la bombilla
se encendió, no puede notar nada fuera de lo normal, no hasta el momento de volver
a apagarla. En ese instante comprobé que la claridad volvía a ingresar débil desde el
pasillo. Qué fue aquello, se pregunta usted. Créame que yo me pregunté lo mismo.
Es cierto que no buscaba respuesta, y tampoco hubiese sabido qué hacer con ella,
pero esos instantes de duda no son evitables. Sin embargo, y luego de aquellos inter-
rogantes y con algo de temor por lo extraño del caso, pude dormirme.
Lo realmente terrible, y por lo cual hoy mi casa está amparada por la gracia de
la luz, es lo que sucedió a la noche siguiente.
Me encontraba recostado, sin siquiera recordar lo vivido la pasada jornada,
cuando a los minutos de estar a oscuras y acomodándome en mi lecho, volví a notar
que la constante claridad que ingresaba a mi habitación era velada, como si alguna
clase de silueta hecha de silencio y negrura se hubiese parado al pie de mi cama.
Presentí, debo admitirlo, que algo me observaba desde las tinieblas, algo que no
podemos ver o no se deja ver. Me paralicé por segundos, los latidos en mi pecho
aumentaron, mi respiración se entrecortaba. Alcancé el interruptor, pero al accionar-
lo la bombilla no encendió. ¿Un corte de luz? Tal vez, aunque poco afortunado.
Luego de algunos segundos observé cómo la tenue claridad volvía a ingresar. Sin
embargo, algo había visto, estaba seguro de aquella presencia, pude distinguir la
fantasmagoría materializada en la sombra. Nervioso tomé un cigarrillo, pero cuando
lo encendí, cuando la cerilla arrojó un súbito fulgor en toda la estancia enceguecien-
do mis dilatadas pupilas por segundos, al cabo de ello, vi a escasos centímetros de
mi cara algo parecido a un rostro, algo a lo que siempre temí, algo innombrable e
indescriptible que se agazapó y huyó profiriendo un doloroso aullido que hirió mis
oídos y mi alma, que perturbó para siempre mi existencia.
Ahora sé que algo nos acecha en la noche, siempre, en cualquier lugar, desde
tiempos inmemoriales, desde su perverso mundo de tinieblas y sombras.
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Sí, así como lo escucha. ¿No me cree?, le sugiero que haga la prueba entonces.
Esta noche, antes de dormir, apague la luz y espere, observe a su alrededor y verá, lo
verá usted mismo.
JUAN CARLOS VECCHI
Juan Carlos Vecchi
nació el 16 de n
viembre del año
1957 en la ciudad de
Olavarría, Provincia
de Buenos Aires,
Argentina, donde
aún reside. Publicó
“LATIDOS” (po
mas y aforismos;
edición independie
te de 1.000 ejempl
res, 1982); “DIARIO
DE A BORDO”
(realismo mágico,
relatos y cuentos, editorial Argenta, 3.000 ejemplares). Además, participó en inn
merables antologías cooperativas nacionales e internacionales. Recibió la distinción
“El escritor del año” durante la “Muestra de libros en Olavarría” (2011). Actualme
te, tiene varios libros inéditos y coordina talleres literarios desde el año 1995 (nivel
inicial y avanzado). Es corrector de estilos literarios y asesor técnico literario.
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JUAN CARLOS VECCHI
Juan Carlos Vecchi
nació el 16 de no-
viembre del año
1957 en la ciudad de
Olavarría, Provincia
de Buenos Aires,
Argentina, donde
aún reside. Publicó
“LATIDOS” (poe-
mas y aforismos;
edición independien-
te de 1.000 ejempla-
res, 1982); “DIARIO
DE A BORDO”
(realismo mágico,
relatos y cuentos, editorial Argenta, 3.000 ejemplares). Además, participó en innu-
as cooperativas nacionales e internacionales. Recibió la distinción
“El escritor del año” durante la “Muestra de libros en Olavarría” (2011). Actualmen-
te, tiene varios libros inéditos y coordina talleres literarios desde el año 1995 (nivel
do). Es corrector de estilos literarios y asesor técnico literario.
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LA FRAZADA O LA MUERTE
La mirada podría ser una de esas miradas que se pierden en cualquier historia,
pero es Gabriela Flores la mujer sentada en uno de los bordes de la cama mirando la
fotografía de su bisabuela materna.
El genealógico hábito nocturno de los treinta centímetros hacia la derecha mo-
vió su mirada hasta la blanca cabellera de su abuela. Movió la cabeza un poco más,
siempre hacia la derecha; en la dulce sonrisa de su madre solía encontrar ese método
para mitigar su incondicional melancolía.
La suya no colgaba en la pared del débito familiar; no se estremeció al pensar
que no faltaba mucho para ser un cuadro más.
Después recostó la tristeza de su cuerpo sobre la amorosa textura de una de las
frazadas, la frazada tejida por su abuela; estiró un brazo hacia el costado y se tapó
con la otra frazada, la frazada que había tejido su madre..
Acuartelada en aquel tejemaneje congénito de ausencia, se preguntó por qué
nunca había tejido una frazada ella misma.
Fue entonces cuando soltó la risa hasta el cielorraso al darse cuenta que siem-
pre le había quedado más cómodo dejarse morir que aprender a tejer una frazada.
JUAN RUY PACHACÚTEC
Rodrigo Spinozzi nació
en Córdoba en 1994,
comenzó a escribir a los
14 años, siendo sus det
nantes las historias fab
losas y las leyendas
aborígenes. Actualmente
estudia en la UBA y vive
en el partido de La M
tanza, Bs As.
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JUAN RUY PACHACÚTEC
Rodrigo Spinozzi nació
Córdoba en 1994,
comenzó a escribir a los
14 años, siendo sus deto-
nantes las historias fabu-
losas y las leyendas
aborígenes. Actualmente
estudia en la UBA y vive
en el partido de La Ma-
tanza, Bs As.
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ESO NO ES UN RUIDO
El frío en la nuca se inyecta en las vértebras y corre cuesta abajo. La oscuridad
total en los alrededores y las voces enmudecidas por completo. Nulos pasos, nulos
vagabundos, nulos ruidos. El viento esboza una sonrisa siniestra y arranca el quejido
de una puerta. La copia descolorida de mi cuerpo sobre la calle se estira, como si
algún demonio quisiera llevársela.
El desierto se ha insertado en las casas, dueño del tiempo y del calor, y el color
del mundo se escapa con el vaho como un alma estrujada entre ramas.
“… no pasa nada… los ruidos, son inventos. Para explicarse fenómenos… es
cosa de palurdos”.
Las casas forman un pasillo por el cual solo corre el viento, como queriendo
huir de aquél lugar porque está seguro de que es mala idea encontrarse allí. “Los
espíritus llegan al mundo a las tres de la mañana”.
Los ojos corren desesperados al reloj.
Tres y cinco. Tres. Tres. Y cinco.
El cerebro se encoge.
El oído se achica esperando recibir sonidos a leguas de distancia, totalmente
comprimido y los sentidos se reconcentran. Sobreviene el deseo de ser como el
Timbó, alto y lleno de oídos, ni los pasos del zorro se le pierden.
“Es mentira. Los espíritus se quedan en el hanan pacha”.
A lo lejos un aullido suave, casi como una respuesta, hace que todo el esquele-
to se descalabre. El paso aumenta su ritmo. La mirada apunta en derredor ansiosa de
reencontrar el automóvil.
Pero las luces parecen engañar.
“Dicen que arrastra cadenas y escupe fuego. Dicen que sus ojos son los ojos de
Satanás. Dicen que las desgracias que te trae su aliento son eternas. Dicen que no le
gustan los extraños…”
Electricidad en la espalda. Pispiar una sombra entre las maderas, pasar atolon-
drado. El corazón da un repentino vuelco. Pierde la consciencia, no puede reaccio-
nar. Convertido en piedra. La piel vuelta hielo, el corazón desbocado, los músculos
inmóviles… y el sonido del viento y el crujir del árbol y la plaza desolada y las luces
apagadas y…
El gato que emerge de entre las chapas, maullando agitado. Entre siseos echa a
correr hacia la dirección contraria.
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Nuevo intento de moverse. Los brazos rodean el torso una vez másy las pier-
nas vuelven a andar. Los cabellos se agitan y el corazón parece no poder calmarse.
Los vistazos son cientos y buscan cualquier cacharro. La boca tiembla.
“Eso no es un ruido”, intentando convencer al cerebro de que lo que acaba de
escuchar no es maligno. Pero ya intenta correr.
Otro ruido casi golpea su cuerpo. Es el ladrido del perro como quién responde
a la tortura. Un latigazo de adrenalina. El perro ladra sin parar.
Luego oscuridad. El farol se rinde y no arroja más destellos. Algo le aprieta el
pecho hasta más no poder. Ya no sabe si seguir andando pero ahora los ladridos
parecen aumentar, quiere dejarlos atrás.
Repentinamente mira el reloj. ¡Son las tres y diez!
Ya sus pasos aumentan de velocidad cuando todos los otros faroles se extin-
guen y las luces mueren; las pocas restantes, mueren. Ahora un nuevo aullido esta
vez frente a él. Se frena en seco.
Los perros ladran detrás. Delante también. Mira en derredor. Algo le azota la
columna. Los ojos en todas las direcciones desesperados, y la respiración sin tregua.
La primera ráfaga de viento. Vuelve la parálisis. Y el efecto asmático, y todos
los monstruos en su cabeza. No quiere ver. No quiere ver nada.
El viento viene detrás como una avalancha, atrapa las hojas y unos papeles, y
se los arroja en la cara; siente el frío horrible y sabe que el monstruo le romperá el
cuello con sus fauces. Sabe su desgracia porque el viento lo envuelve.
No ve nada al final del callejón. Mugre. Negro. Viento.
Gira sobre sus pies, porque ahora quiere correr, quiere buscar el auto, meterse
en él, y huir… y es allí cuando deja de moverse. Porque ahora sí que se estremece
por completo. Le duelen las vértebras. Ahora sí que siente el mutismo doloroso.
Porque ve los ojos llenos de rabia y de sudor volcánico, y ve las fauces de una mula
endemoniada de la desgracia pintada.
Siente un profundo dolor y ve su alma escapársele de la boca. Vomita su pena
y reconoce a las personas maltratadas y a los hombres torturados por su rebenque.
Recuerda algún peón diciéndole que tendrá su merecido…
Tendrá su merecido. Su merecido. Lo tendrá. Los ojos de fuego. Se los mere-
ce.
ANSELMO MIGUEL MOLINAS
Molinas Anselmo Miguel. Nacido y res
dente desde 1945 en Argentin
Santa Fe, la del litoral paisaje isleñ
los puentes transgresores.
docencia y la investigación en los niveles
medio y superior. Todavía anda por la
vida y en familia, suele enojarse con sus
escritos pero ama la literatura. Cue
algunos antecedentes literarios:
inéditas, poesías y relatos.
premios, menciones y participación en
publicaciones colectivas nacionales e
internacionales.
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ANSELMO MIGUEL MOLINAS
Anselmo Miguel. Nacido y resi-
dente desde 1945 en Argentina, ciudad de
del litoral paisaje isleño y
los puentes transgresores. Ejerció la
cia y la investigación en los niveles
Todavía anda por la
vida y en familia, suele enojarse con sus
escritos pero ama la literatura. Cuenta con
antecedentes literarios: novelas
inéditas, poesías y relatos. Ha obtenido
premios, menciones y participación en
publicaciones colectivas nacionales e
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EL EFECTO CARICIA
No se creía inmortal. Solo lo tomó por sorpresa el momento.
Entendió que era demasiado pronto para presentarse así, sin aviso previo. En
ese segundo supo que todos los cuidados por perdurar se diluyeron y no encontró
razones.
De un día a otro su lugar cambió. Ahora era él. Quiso mostrar lo que antes pa-
reció no importarle. Nos amaba. Nosotros lo sabíamos.
Aún así, le faltó tiempo.
BENITO BOLIVAR
Benito Bolívar es un escritor
Venezolano, nacido en 1987,
quién desde el 2011 vive en
la Argentina. Hasta ahora
tenido diversos blogs dónde
da a conocer sus escritos, y
el cuento acá presentado es
su primera publicación
formal, con lo cual da inicio
a su carrera como joven
escritor. Actualmente está
preparando una recopilación
de cuentos.
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Benito Bolívar es un escritor
Venezolano, nacido en 1987,
quién desde el 2011 vive en
la Argentina. Hasta ahora ha
tenido diversos blogs dónde
da a conocer sus escritos, y
el cuento acá presentado es
su primera publicación
formal, con lo cual da inicio
a su carrera como joven
escritor. Actualmente está
preparando una recopilación
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EL MIMO
Él es un Mimo, siempre calza zapatos de charol, tan desgastados que dan
cuenta de lo mucho que ha andado. Viste un pantalón negro, siempre el mismo, muy
ajustado desde el tobillo hasta la cadera para darle el sostén necesario en cada paso.
Usa una remera manga larga que alterna rayas horizontales negras y blancas, real-
mente ya son amarillas y grises, que buscan representar un horizonte más atractivo
que el que lo rodea a diario; remata el atuendo con un sombrero redondeado en la
parte superior y de ala corta que ata en su base con una cinta de seda negra y lo
decora con una flor color carmesí, falsa evidentemente, ¿Pero qué sería de él sin un
poco de esperanza representada en ese único color? Por último, se le ve la cara
siempre tan blanca como la niebla, una lágrima de color ébano un poco por debajo
del ojo izquierdo, y en los labios, con la misma tétrica tintura, una sonrisa exagera-
da, porque como buen Mimo nunca está ni triste ni feliz, sino que es un poco de
ambas emociones, realmente es un poco de todo y de nada al mismo tiempo. Con
este maquillaje muestra y oculta su identidad, esconde sus emociones y se prepara
para imitar lo que sea que suceda en su entorno, a fin de cuentas, su cara es como un
lienzo blanco y se puede moldear al gusto del que transita a su lado.
Desde pequeño aprendió de sus mayores que no hay mejor elección en la vida
que la de ser un Mimo, tratando de imitar, agradar y de encontrar un lugar, uno que
nunca es suyo; todo el tiempo intentando suplantar un lugar que ya fue ocupado.
¡Pero no importa! el imitar es una de las formas de vivir la vida y el único manda-
miento que puede tener un Mimo, al menos así lo escuchó siempre y lo convirtió en
su única verdad.
Este Mimo todos los días se vestía, maquillaba, suspiraba y salía a la vida a
buscar ese lugar concurrido y de moda, iba imitando personas, cosas, animales,
situaciones, verdades, mentiras, pensamientos, sentimientos, todo y nada, siempre
cosas ficticias, ¡Sí, ficticias!, porque cuando todos ven un mimo actúan, con la in-
tención de divertirse con la imitación que les ofrece ese sujeto tan común y extraño.
Así fue transcurriendo su vida, pasando de la niñez a la adultez, y convirtién-
dose en todo un maestro de la imitación, perfeccionando su técnica con cada nueva
imitación, tomando retos mayores cada día, cumpliendo hazañas asombrosas, siendo
reconocido por eso, en fin, cosechando éxitos. Hasta que un día al despertar, enten-
dió que había sufrido una metamorfosis, ya no existía ropa, sombrero, flor, maquilla-
je color negro, blanco o carmesí, sino que ahora, todo esto, era su piel. Al fin era un
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Mimo de carne y hueso, uno de verdad, un Mimo por excelencia, podemos decir que
finalmente era ¡El Mimo!, así que embargado de una felicidad irrisoria salió a la
misma vida de siempre, esperando que notaran que ahora ya no fingía, que de ver-
dad era un Mimo, uno que, a fin de cuentas, no podía hacer nada más que imitar una
y otra vez lo que veía, sin detenerse nunca, sin pensar en nada más que imitar una y
otra vez, una y otra vez, y otra, y otra más, ¡y sí!, ¡otra más!; ya nada lo podía sacar
del estado de imitador perfecto y gracioso que constituía su vida...
Así transcurrió otro tanto de su existencia, hasta que un día cualquiera e igual
a los demás al tratar de verse en un espejo no vio nada, su reflejo no existía, pero no
le extrañó el cambio fue tan gradual y en tanto tiempo que no le sorprendió en lo
más mínimo; ahora el mimo no es blanco y negro, de carne y hueso, ahora es platea-
do y de vidrio, más grande de lo que se recuerda y totalmente plano, sin dimensio-
nes, aunque es capaz de reflejarlas todas.
Después de su segunda metamorfosis, sólo siente resignación. Sale de vuelta a
esa vida de tantos años que en nada cambió aunque todo es diferente, salió una vez
más reflejar, como el perfecto espejo que es, la vida que ve y percibe.
Ahora el Mimo puede reproducir emociones auténticas, un sueño logrado des-
pués de tantos años, reproduce perfectamente la felicidad de la sonrisa que antaño
tenía, el amor de los ojos iluminados, la tristeza de la lágrima color ébano, la sorpre-
sa de la boca abierta, la desconfianza de los ojos entornados, el miedo de los ojos
desorbitados, la pasión de un corazón que palpita sin cesar, la lujuria de un cuerpo
que transpira, los nervios del tartamudeo y el desprecio de una nariz respingada,
pero es capaz de sólo eso, reproducir, nunca sentir de verdad y casi nunca algo
sincero o loable, el mundo dónde está no lo es, nunca lo fue, pero ahora es cuando
puede comprenderlo.
El Mimo ya no piensa, sólo existe en la rutina de levantarse y recordarse sien-
do un niño feliz, luego recuerda sus años de Mimo no consumado, su aprendizaje
constante y su ropa desgastada, después cuando se convirtió en El Mimo! El perfec-
to Mimo de carne y hueso, y ya no puede recordar desde cuando es un espejo. Sale
de nuevo a la vida y ve tantos Mimos en el mismo camino que él transitó y transita,
siguiendo sus pasos, y sólo pocos, muy pocos de hecho, quitándose la ropa, el ma-
quillaje, los miedos y decidiendo ser diferentes, aunque nota que cada vez son me-
nos los que lo hacen. Viendo esto el Mimo observa otra cosa, un detalle que nunca
vio, existen diferentes tipos de Mimos, no todos son iguales, sino que vienen en
series, y sólo un ojo tan afinado como el de él es capaz de ver los diferentes tipos de
Mimos.
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Con esta nueva revelación camina de arriba abajo, entendiendo que los Mimos
siempre se han imitado entre ellos, que la originalidad no existió nunca, ni nada que
imitar ya todo existía y era imitado, de hecho son millones de Mimos imitándose
unos a otros, buscando un lugar dónde encajar, un lugar ya ocupado por otro, un
lugar que no le pertenece a nadie, porque nadie quiere el que tiene sino el que imita,
el que intenta en vano, y sin éxito, reproducir.
Hay tantos detalles que ahora están claros para él, que por primera vez en su
vida se sorprende de verdad, porque mas allá de entender la realidad de la vida de
los Mimos se da cuenta de que no sabe ser otra cosa, que no puede ser otra cosa, y
ahora tiene que vivir sabiendo que pudo haber sido cualquier otra cosa, pero eligió
ser Mimo y se convirtió en el mejor de todos y ya no puede retroceder, sino seguir
siendo el ejemplo de todos los demás Mimos, seguir siendo el punto a alcanzar y a
superar, seguir siendo el vivo ejemplo de que el esfuerzo puede valer la pena y que
se puede llegar a ser perfecto. Ante esto grita, llora, ríe e intenta decir que este cami-
no a lo mejor está mal y que sin duda lleva a la infelicidad y la soledad, así lo fue y
es para él, pero los Mimos no gritan, lloran, ríen y mucho menos hablan, sólo imitan.
Ahora ya por terminar su vida, el Mimo lo hace imitando, buscando un lugar
que ya está ocupado y que no le pertenece, buscando un lugar que nunca ocupará,
como siempre lo hizo, aunque esta vez con la tranquilidad que da la resignación de
saberse el mejor de su tipo, y este absurdo detalle lo hace, al menos así lo cree él,
diferente del resto y con esto deja de ser un Mimo/Espejo y se consagra como El
Gran Mimo, el único en su estilo, el único con sus logros, el único que es diferente
entre un mundo lleno de muchos como él. Se consagra como tantos otros millones
antes, durante y después de él.
ELVER HERRERA
Elver Renferi Herrera nació
en Guatemala en 1960.
Publicó: “La búsqueda”
escrito en 1976 en el Barrio
Santa Teresa de Nueva
Concepción. “Trágica
noche” se escribió en Pos
ville, Iowa, 2004. Refugi
do político en Canadá
1992-1994.
derno (ilegal) durante 13
años, 2 meses y 11 días en
los Estados Unidos.
tualmente, trabaja como organizador internacional del sindicato de trab
United Food and Commercial Workers. Tiene un libro inédito sobre la redada de la
planta de Agriprocessors en Postville y otro de cuentos en preparación.
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Renferi Herrera nació
en Guatemala en 1960.
Publicó: “La búsqueda”
escrito en 1976 en el Barrio
Santa Teresa de Nueva
ción. “Trágica
noche” se escribió en Post-
ville, Iowa, 2004. Refugia-
do político en Canadá
1994. Esclavo mo-
derno (ilegal) durante 13
años, 2 meses y 11 días en
los Estados Unidos. Ac-
tualmente, trabaja como organizador internacional del sindicato de trabajadores:
Commercial Workers. Tiene un libro inédito sobre la redada de la
planta de Agriprocessors en Postville y otro de cuentos en preparación.
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LA BÚSQUEDA
¿Era o no era?
La vio entrar entre rechiflas y gritos, ya casi desnuda. Ella agarra el tubo cro-
mado de metal y se impulsa hacia arriba abriendo las piernas. Él ve cómo aplauden
aquellos estúpidos desde las mesas y otros le tiran billetes.
¿Era o no era Araceli?
Se mordió los nudillos sin dejar de mirar a esa mujer, sin dejar de preguntarse.
Tambaleándose en un vértigo de tequila, se acercó al escenario. Las miradas se
tantearon en la distancia y recordó el idilio en Nueva Concepción.
Nunca fue del agrado de doña Joaquina, quien le estudiaba de pies a cabeza al
igual que a un insecto.
Cristian y Araceli se conocieron en la iglesia, y se volvieron inseparables. El
inocente y tembloroso beso no tardó en llegar.
La escuela cerró, a través de escritos dejados en lugares secretos y ayuda de
amigos se comunicaron en las vacaciones. En la secundaria, soñaron: él quería ser
ingeniero, y ella bailarina.
Doña Joaquina falleció. Araceli no tenía más parientes, así que la posibilidad
de quedarse era improbable; la familia residía en la ciudad y allá tendría que ir ella a
vivir. Después del funeral, se quedó un tiempo. Esa mañana salieron a estudiar… y
el atardecer los sorprendió en una covacha con rumores del campo, desnudos en la
hamaca.
Un nuevo día despuntó. Las promesas se unieron a la triste despedida: el bus
arrancó y él guardó el rostro de ella como si fuese una fotografía.
Cristian emigró para empezar la universidad y se reencontró con Araceli. En
los moteles se refugiaron y se juraron amor eterno.
Una tarde de abril fue a proponerle que vivieran juntos.
La actitud misteriosa de Araceli antes de su desaparición le cuentan los afligi-
dos parientes. Uno de la familia piensa que se debió al trato que le dio la bruja de
doña Joaquina. Entre argumentos a favor y en contra, alguien le pregunta si han
reñido.
—Hacíamos planes para casarnos cuando me graduara.
Otro familiar agregó:
—Pues ya preguntamos con sus amistades, y no saben nada. Por un momento
pensamos que se había ido a vivir con vos.
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— ¡Conmigo no está! La última vez que conversamos, me despedí de ella en
esta misma puerta.
Apesadumbrado, Cristian visitó hospitales y departamentos de Policía. Nunca
se rindió.
Y ahora, pasados cincuenta meses y una noche, allí está ella frente a él.
Cristian se encamina a la salida. La luz de la calle lo recibe llorando. Enciende
un cigarrillo bajo el rótulo Club de Bailarinas del Barón Azul.
La infatigable búsqueda ha concluido.
TRÁGICA NOCHE
Gregorio recordó cuando la vio por primera vez en el pasillo, el júbilo al saber
que compartían la misma aula. Y esa emoción a la salida, poder acompañarla a la
casa.
Una tarde de junio, a sus dieciséis cumplidos, tomó valor, olvidó el cosquilleo
que le alborotaba el estómago y le propuso que fuera su novia. La crisis de nervios
que debió enfrentar cuando la presentó ante sus parientes y el alivio al ver con satis-
facción que sus padres la aceptaban como parte de la familia. Escuchar decir a Flo-
rencio, su padre:
—Estoy contento por tu decisión, m’hijo: ella te hará muy feliz.
Y pensar que ahora, pasados cinco años de esa declaración de amor, ella de-
seaba ser su mujer y así formar la familia soñada.
La abraza, la estrecha en un beso que ella corresponde amorosamente.
Los alarma el repique de campanas, y a lo lejos alguien que grita:
— ¡Están robando en la iglesia!
También los vecinos del parque oyen los gritos. Las campanas siguen sonan-
do. La noticia no tarda en esparcirse por el pueblo y las luces de las viviendas se
encienden una a una. Empuñando linternas, candiles y quinqués, la gente se precipita
a las calles y se reúne en el graderío del santuario.
— ¡Los maleantes están ocultos en la parte de arriba! —dice una voz histérica.
— ¡Capturémosles y los linchamos para que aprendan esos infelices ladrones!
— ¡De aquí no salen con vida esos desgraciados! ¿Escucharon? ¡No salen vi-
vos!
El viejo campanario queda en silencio.
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La pareja de enamorados corre hacia la multitud, que se ha armado con mache-
tes, palos, azadones y hachas.
Entre la oscuridad y la densa niebla es difícil divisar a los saqueadores.
— ¡De este lado hay un ratero!
Todos ven de dónde provino el bramido y una mano sobresale en medio de la
turba señalando el techado.
Sin pensarlo, Gregorio suelta a Gloria, brinca y se encarama en la barandilla
sobre el ventanal, encima de la parte baja del alféizar. Ayudado por amigos y cono-
cidos trepa al techo. Con dificultad llega a la azotea para alcanzar la zona del frente
donde supuestamente el ladrón se encuentra oculto.
Un fogonazo desgarra la noche y silencia el griterío.
La sombra entre las tinieblas siente un dolor agudo, acaso en una de las vérte-
bras. Es una bala rabiosa que a su paso ha perforado carne y hueso. La sangre le
empapa la camisa. Tambaleándose, logra agarrarse a una de las cruces en reparación.
Las fuerzas le abandonan. Los ojos se abren, y de un solo golpe se tragan el cielo y
sus estrellas sin luna. El cuerpo cae a un costado del portón de la iglesia. Entre
murmullos y vivas, los curiosos rodean el bulto humano que yace en la tierra. La
penumbra le cede el paso a la claridad con los candiles y quinqués y las linternas le
iluminan la cara al muerto. A grandes zancadas un vecino se aproxima, lleva una
escopeta. Sofocado por el esfuerzo, se va abriendo camino a empujones.
— ¡Le di! —grita—. ¡Lo tenemos al muy maldito!
Hincado en el suelo alguien del grupo examina el cadáver y reconoce la voz.
Se levanta. En él hay confusión y angustia. Suspira hondo y con tono lastimero le
dice al recién llegado:
— ¡Mataste a tu propio hijo, Florencio!
CLAUDIO PAGGI
Claudio Pagginació en Junín
(Bs.As.) en agosto de 1962. Es
Ingeniero por la UNLP. Desde
pequeño ha sido un incansable
lector. A punto de cumplir los
cincuenta se animó a volcar en
papel las historias, ya desespera
zadas, que habitaban su mente. Sus
relatos están hechos de un barro
que, por momentos, logra parece
se a la carne.
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nació en Junín
(Bs.As.) en agosto de 1962. Es
ro por la UNLP. Desde
pequeño ha sido un incansable
lector. A punto de cumplir los
cincuenta se animó a volcar en
papel las historias, ya desesperan-
zadas, que habitaban su mente. Sus
están hechos de un barro
por momentos, logra parecer-
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EL SECRETO
La noche es muy fría, a las nueve Diego bajó del tren en Del Viso y hace una
hora que camina por las calles de un barrio apartado, un barrio de obreros y emplea-
dos municipales, de casas bajas y modestas. Es viernes y tiene pensado encontrarse
luego con sus amigos para salir por allí a tomar algo y ver si tiene la suerte de cru-
zarse con la Colorada.
Todos los negocios han cerrado y las calles, salvo por un grupo de chicos que
pasan hablando fuerte, están vacías. Los perros han buscado refugio y no molestan
y sólo un gato, de color indefinido, lo mira sin interés desde lo alto de un pilar.
Este quehacer de Diego viene de muy atrás, desde que tenía diez años. Ahora,
que tiene veintidós, ya es un oficio y él, un experto.
Sin verlos ha aprendido a intuir los fondos de las casas. Si lo contara, si conta-
ra a sus amigos lo que hace las noches de los fines de semana antes de encontrarlos,
ellos primero se sorprenderían pero luego, cuando Diego les relatara los detalles, lo
mirarían creyendo que les miente, que nada de lo dicho por él es cierto.
Sin embargo nadie supo nunca de su debilidad, o su vicio. Nunca, con nadie,
se confesó de sus actividades prohibidas.
Ahora Diego se detiene, su experiencia, o un sexto sentido, le indica que esa
casa tiene lo que él busca. Es una típica casa de barrio que tiene a la derecha el
portón de un garage que, posiblemente, nunca albergó un auto. La línea del frente,
hasta el vecino, se completa con un tapial bajo del que emerge una reja sin preten-
siones. Dos metros hacia dentro y luego de un breve jardín, la puerta de ingreso y
dos ventanas, una a cada lado. En el extremo de la izquierda un pilar alto. El frente
está pintado de un color rosa desvaído y desde un nicho, pequeño e iluminado, si-
tuado al costado de la entrada, una Virgen de Luján custodia al hogar y a sus mora-
dores.
Diego puede ver a través del cortinado, de lo que supone es el comedor, la luz
inconstante y de colores variables de un televisor y se imagina a la familia entera
sentada frente a él. Esa visión siempre lo tranquiliza, ya que puede suponer que no lo
molestarán mientras haga lo suyo.
De día, cuando el sol brilla en lo alto y todas las cosas se muestran tal cual
son, Diego reflexiona sobre su pasión, y toma conciencia del riesgo que asume cada
vez que se entrega a ella. Se plantea seriamente abandonar, vencer el deseo que lo
domina, dejar definitivamente en el pasado este hábito tenaz. Se dice a sí mismo que
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debe buscar algo nuevo que lo ayude a renunciar o, si fuera necesario, que lo obligue
a no hacerlo más.
En otras ocasiones ya lo había intentado, como cuando había logrado que Ma-
rio, un amigo de su padre, que tenía la concesión de la cantina del club, lo aceptara
como su ayudante en esas horas entre pasada la tardecita y la medianoche en la que
se encontraba para salir con sus amigos. Aquella vez pasaron dos semanas en la que
su actividad prohibida no pudo tentarlo, pero el sábado de la tercer semana, cuando
Mario le pidió que fuese a los fondos del club a buscar, entre un montón de trastos,
unos caballetes para armar unas mesas, ya allí, en medio de ese desorden de cosas en
desuso volvió a sentir el deseo que creía vencido.
Una hora después, cuando regresó con los caballetes y comenzó a armarlos en
el salón, Mario, desde atrás del mostrador, le hizo un gesto con su mano, como
preguntándole dónde había estado. Diego le respondió ambiguamente y allí quedó
todo. Pero ni el viernes siguiente ni ningún día más Diego volvió a aparecer por el
club.
Esta noche en Del Viso Diego palpa en su bolsillo y se asegura que ella esté
allí, plateada y poderosa; luego, de un salto elástico y sordo trepa al pilar, camina
rápidamente por el tapial medianero que lo lleva hasta el frente de la casa y de un
nuevo salto gana el techo. Esta parte es siempre la de mayor riesgo, es el momento
en el que se siente más vulnerable. Un auto doblando por la esquina, un vecino que
sale a sacar la basura y ¡zás! Diego quedaría al descubierto y no restaría otra acción
que la huída. Correr, correr cuadra tras cuadra, doblando aquí y allá con total aleato-
riedad, deseando que nadie lo siguiese y sintiendo cómo el aire va inflamando sus
pulmones y secando su boca.
Había pasado ya varias veces por esa situación y precisamente por ello disfru-
taba tanto cuando llegaba al techo sin sobresaltos.
Todo había comenzado cuando tenía unos diez años y al igual que ahora vivía
con sus padres en su casa de Carapachay. Diego, que era hijo único, pasaba las
siestas del verano solo, en el fondo del patio, donde su padre cultivaba una pequeña
huerta. Una de aquellas tardes, sentado a la sombra, con la espalda apoyada contra la
medianera del terreno vecino, en el que vivía un matrimonio de ancianos pequeñitos
a los que él conocía de verlos sentados en el frente de su casa, se le ocurrió trepar al
tapial para descubrir cómo era la casa de ellos, sin saber que lo que vería del otro
lado lo marcaría para siempre y lo llevaría luego a buscar lo mismo en otros lugares.
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Lo que vio aquella tarde Diego fue sólo un galpón, algo que en su casa no hab-
ía. Era un galponcito modesto, apoyado en la medianera, con los costados cerrados
con ladrillos colocados de canto y el frente abierto. Desde donde Diego estaba no
podía ver lo que en él se guardaba y entonces el veneno de la curiosidad se le in-
yectó en la sangre. Ese día ya eran casi las cuatro y media, hora en que la siesta
terminaba en el barrio y llegaba la hora del riego y la merienda. Diego decidió espe-
rar un día más. Aquella noche soñó con el galpón de los Otero.
Al otro día, a la hora de la siesta, cuando supuso que sus padres ya estaban
dormidos, presuponiendo vagamente una simetría de conductas al otro lado del
tapial, lo cruzó y se metió en el galponcito. Fue para Diego una experiencia maravi-
llosa. En un caos de frascos y cajas pudo ver toda una colección de clavos, rollos de
alambre de distintos diámetros, una guadaña algo oxidada, sin el mango, pero, aún
así, amenazante; martillos, pinzas, dentro de una caja de cartón una agujereadora
manual para madera con ocho mechas distintas y bellas, una trampa para ratas y
muchas cosas más que provocaron el nacimiento de ese obsesivo interés que el
tiempo sólo acentuaría.
Una y otra siesta Diego cruzaba el tapial y visitaba el galpón de los Otero,
nunca se llevó ni siquiera un clavo, él no buscaba la posesión de una u otra cosa,
admiraba el sitio tal como estaba. Si hubiese podido llevarse a su casa el galponcito
íntegro lo hubiese hecho, pero no entraba en sus planes saquearlo.
Una tarde encontró a don Otero conversando con su padre y a la noche lo en-
viaron a la cama sin cenar, no sin antes escuchar de sus padres que se sentían de-
fraudados y que deseaban que el hambre lo hiciera recapacitar de sus malas accio-
nes.
Sin embargo Diego no comprendió. Sabía que robar no estaba bien, pero él no
se había llevado nada en aquellas visitas.
Respetuoso del mandato paterno no volvió a cruzar el tapial de los Otero, y así
fue cómo Diego inició su profesión de voyeur de galpones. Hasta los quince años
despuntó su vicio visitando, con excusas, corralones, carpinterías y talleres; pero
pasada esa edad, cuando tuvo el permiso de sus padres para empezar a salir de noche
con sus amigos, sintió que la oportunidad de volver a visitar un galponcito suburba-
no retornaba.
Ahora está sobre un techo de una casa obrera en Del Viso, donde nadie sabe
quién es él. Diego camina suave sobre el techo y vuelve a bajar al tapial medianero
del otro lado de la casa. Al fondo, como intuía, ve, bajo la luz fría de la luna, el
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brillo de las chapas del galponcito, siente su corazón acelerarse, tiene la ilusión de
que hoy va a sorprenderse.
Sin embargo algo no está bien, encuentra que la puerta de alambre está cerrada
con un candado y entonces recorre su perímetro buscando un lugar alternativo por
donde ingresar. Unas gallinas despiertan ruidosamente y antes que Diego pueda
tomar la decisión de huir alcanza a ver la silueta de un hombre recortada bajo el
marco de la puerta, allá en la casa, rodeada al instante por el resto de su familia.
Diego los oye murmurar y ve al hombre avanzar hacia el fondo con cautela. Ha
perdido la oportunidad de escapar y opta por ocultarse pero cuando la cercanía le
muestra que el dueño de casa empuña un arma el miedo lo altera y corre tratando de
llegar al tapial. En su mano brilla, metálica, la linterna. El hombre, muerto de miedo
y pensando en su familia que lo aguarda dentro de la casa, levanta el arma y dispara.
Diego siente un puño que golpea su espalda, sus manos y sus piernas se le
hacen ajenas y llega a su boca el sabor tibio de la sangre.
Un mes después, cuando su familia no tenía ya donde buscarlo y se comenza-
ba a ilusionar con un Diego de viaje por allí, identificaron su cadáver en la morgue.
Primero sus padres y luego sus amigos, al enterarse de lo sucedido, no pudie-
ron comprenderlo. La policía allanó su cuarto y luego toda su casa sin hallar nada
que pudiese suponerse robado.
JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS
JAIRO MANUEL SÁNCHEZ
HOYOS, nacido el 27 de febr
ro de 1951 en morrocoy, C
lombia. Enamorado de la lect
ra y aficionado a la escritura.
Ha publicado d
cuento. Para este diciembre
2013, publica la novela el
Grito largo de los Senderos.
Finalista en varios concursos
de poesía y cuentos, en Méx
co, España y Argentina. En
Chimbarongo, Perú
mención especial en el concu
so de cuento realizado por la biblioteca de ese municipio. Aparece en varias antolo
ías de América y España.
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JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS
JAIRO MANUEL SÁNCHEZ
nacido el 27 de febre-
ro de 1951 en morrocoy, Co-
lombia. Enamorado de la lectu-
ra y aficionado a la escritura.
Ha publicado dos novelas y un
cuento. Para este diciembre
2013, publica la novela el
Grito largo de los Senderos.
Finalista en varios concursos
de poesía y cuentos, en Méxi-
co, España y Argentina. En
Chimbarongo, Perú recibió
mención especial en el concur-
ealizado por la biblioteca de ese municipio. Aparece en varias antolog-
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EL CASO DE FLIRTICIA.
El pueblo se acostó entusiasmado, serían dos tardes de carreras y una noche
de verbena, en honor a San José. Todo estaba listo para escuchar las alegres y me-
lodiosas notas de la prestigiosa Banda 6 de Enero de Momil, la de la fama en el
momento. Dicha agrupación partió muy de madrugada a tocar el alba. Era una ma-
drugada fría y oscura, constantes lampos sobresalían por los lados de los montes de
María, la Alta, en donde había llovido toda la noche, básicamente en Ovejas, donde
nace el arroyo de Pichilín que pasa por Toluviejo, la meta donde se llevaría a cabo
este compromiso patronal.
Viajan entretenidos, tomándose del pelo y riendo hasta más no poder, cuan-
do… ¡Plan!, se partió el cardán. El viejo camión había “sacado la mano”. Tocó
andar a pie el resto del camino. Encabezaba la marcha Flirticia, quien era la del
bombo, lo hacía sobre el lomo de “Sonsa”, una vieja mula cedida por uno de los
feligreses. Ya casi para llegar les surgió otro inconveniente, Pichilín estaba de “bote
en bote”, ni siquiera se veía el puente. Pero esto no amilanó la marcha del grupo, es
más, fue en este preciso momento cuando a ella se le ocurre la súbita idea de anun-
ciar la banda, pues, con esto elevaría los corazones y pondría los ánimos en vilo,
deseosos del regocijo. Así que en medio del puente, se acomoda bien, bien, el
bombo y con la mano zurda, porque era zurda, dejó caer el mazazo. Queriendo ella
atraer la alegría, ¿por qué tenía que sobrevenir la desgracia? La Sonsa, que además
de sonsa, venía legañosa, soñolienta y pasmosa, pegó un brinco de a cinco, lanzán-
dola a la del bombo al vacío.
Sin tiempo que perder los hombres se lanzaron a las gélidas y revoltosas
aguas. Pero por más que buscaron, jamás dieron con el cuerpo de la infortunada
mujer. Desde entonces, cada vez que crece el arroyo, se escucha, corriente abajo, el
triste sonar de un bombo.
LUIS FELIPE VALENCIA TAMAYO
Luis Felipe Vale
(Manizales, Colombia) Escritor
y profesor de Literatura y
Humanidades en la Universidad
de Manizales.
diversos reconocimientos tanto
en Colombia como en España y
México por su producción
literaria, destacándose en los
géneros de ens
Además de la Literatura, lo
apasionan el periodismo, el cine
y la música, actividades que
gusta mezclar en su quehacer
personal y profesional.
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LUIS FELIPE VALENCIA TAMAYO
Luis Felipe Valencia Tamayo
(Manizales, Colombia) Escritor
y profesor de Literatura y
Humanidades en la Universidad
. Ha obtenido
diversos reconocimientos tanto
en Colombia como en España y
México por su producción
literaria, destacándose en los
géneros de ensayo y cuento.
Además de la Literatura, lo
apasionan el periodismo, el cine
y la música, actividades que
gusta mezclar en su quehacer
personal y profesional.
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UN PUEBLO SIN CONSUELO
Ocurre siempre, pero aquella vez causó más tristeza de la que uno puede tener
por normal. Las veces anteriores fueron las reinas, la selección de fútbol, el equipo
de ciclistas, los tríos y cantantes del pueblo. El camino fue el mismo. A todos los
despedimos y les deseamos buena suerte en el mismo lugar en el que se ve gigante la
valla que dice por un lado “Vaya con Dios, esperamos que vuelva pronto”. Lleva-
mos los músicos, los grupos de danzas de las escuelas, los niños con pequeñas ban-
deritas que ellos mismos elaboran. Cada adiós es el mismo: las madres dejan atrave-
sar sus rostros por las lágrimas y novios y novias se estrechan en abrazos que ya
desean interminables. Así nos reconocemos en el pueblo y festejamos las oportuni-
dades que tenemos de llevar la bandera a otros lugares.
Cuando viajó Alina, todos creímos que traería la corona. Cuándo va a pensar
uno que hubiera mujer más bella que Alina, la reina desde chiquita. Lastimosamente,
regresó sin nada de lo que todos le presentimos. No lo pudimos creer. Hasta la bruja,
vecina nuestra, mantuvo su presagio sobre nuestra reina negando cualquier posibili-
dad de equívoco suyo. “Le robaron la corona, mijita; una cosa dicen las cartas y otra
dicen los hombres... ¡desgraciados!”, dijo, bravucona, Elvira. Todos sobrellevamos
la triste derrota de Alina, la reina del pueblo, la reina que todos quisimos, la que los
jóvenes desean, aunque intimidados; la que los viejos queremos a nuestro lado pero
no podemos complacer. Ah, si el viejo pudiera y el viejo quisiera... Lo cierto es que
reina sí teníamos, la más bella; pero qué le íbamos a hacer si para el resto del mundo
no fue la mejor.
Luego vino lo de los muchachos de la selección. Tantos años de trabajo y es-
fuerzo. Yo mismo pasé muchas noches viéndolos entrenar como guerreros. En el día
practicaban con la bola, examinaban estrategias y ensayaban cobros para el sagaz
portero; en la noche entrenaban como reclutas, haciendo sentadillas, lagartijas,
abdominales. Como la cancha no tiene luz, sólo los resplandores de las casas veci-
nas, los muchachos de la selección de fútbol entrenaban en medio de los niños que
se atravesaban jugando sus llevas y escondrijos. Vistos todos los esfuerzos de los
jugadores, el pueblo entero se animó a apoyarlos. Doña Clelia se comprometió a
elaborar los uniformes; don Paco el de la abundancia quiso patrocinar el equipo con
una buena renta. El padre, a fuerza de algunas súplicas de sus grupos catequéticos,
donó parte de la recaudación de la misa de un domingo sólo para que ellos pudieran
viajar. Y todos nos hicimos a la idea de que nadie jugaría mejor que nuestros mu-
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chachos, que en el campeonato ellos arrasarían y se llevarían no sólo los aplausos
sino todos los títulos. Los veíamos jugar y para nosotros eran magos con la pelota.
Despedimos a nuestra selección con bombos y platillos, seguros de que traerían la
copa. No fue así. Una vez más, nos robaron; los muchachos dijeron que un árbitro
les había cogido ojeriza desde el principio del torneo y los perjudicó en la primera
fase con decisiones infames. El pueblo quedó triste, descompuesto... La única conso-
lada fue Alina, que sintió que alguien más vivía en carne propia lo que ella ya había
sentido.
Nos empeñamos en sacar adelante una nueva gesta. Los muchachos del fútbol
quisieron dedicarse a otra cosa, olvidaron sus talentos con la bola y optaron por
dedicarse a los pedales. Se unieron a un incipiente grupo de ciclistas que tenían los
vecinos de nuestras tiendas. Esforzados y valientes, día a día mostraban con qué
facilidad ascendían esas cumbres que nos rodean. Los veíamos enrutarse como en
una montaña rusa y llegar a casa a desafiar las penalidades de nuestra dieta con una
alimentación realmente escasa. El pueblo tuvo una vez más una esperanza. Así las
cosas, todos colaboramos para que ellos se alimentaran mejor y tuvieran la oportuni-
dad de llevar su pedaleo a las altas competencias del mundo. El equipo se ensambló,
y para nosotros cada ascenso a la cumbre que hacían nuestros escaladores excitaba
los pensamientos y las imágenes de los triunfos y reconocimientos venideros. Los
despedimos allí mismo donde también se recibe a los que llegan. Los abrazamos, les
empacamos parte de nuestras comidas y les echamos todas las bendiciones que
teníamos guardadas en el alma para ocasiones especiales. Denodados atletas regresa-
ron con la mirada caída. Los habían saboteado, dijeron. Tras dos pruebas iniciales
maravillosas, una mañana de competencia los jueces descubrieron sustancias prohi-
bidas en la habitación de nuestros ciclistas. Los perjudicaron. Pura envidia. En el
pueblo todos sabíamos quiénes eran los mejores; pero nadie quería saber lo que
nosotros pensábamos. La desolación se notó en todas nuestras miradas; una rabia
interna parecía hacerse común denominador de nuestros empeños.
Pero no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. Había aún cosas
qué mirar en todos aquellos que viven en nuestro pueblo. ¿Y nuestras voces? ¡Por
Dios! ¿Podrán en el mundo igualarse nuestras voces? Ángeles, voces de ángeles. El
pueblo se unió para apoyar al trío. Los escuchamos embelesados en la plaza y tam-
bién momentos antes de la despedida que le dimos. Viajaron a representarnos, a traer
las alabanzas que suscitarían después de escuchados, a traer las noticias de aquellos
que, sorprendidos, quisieran saber dónde habían dado su primera nota. Pero no fue
así. Regresaron con sus instrumentos y sus voces tristes. Dijeron que todo se lo
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habían robado, que melodías como las que ellos expresaron no pudieron ser mejora-
das, que todo el mundo lo supo. Sin embargo, perdieron. Los jueces los habían
damnificado, no porque sus voces no fueran hermosas sino porque tenían en mente
mejores rostros. Sí, de acuerdo con el trío, perdieron por feos. Hubiera ido Alina,
que también canta muy lindo. Pero nadie en el pueblo lo tuvo presente. Ahí sí como
dicen, después de miado para qué bacinilla.
A pesar de la tristeza, el pueblo se repuso. Nos levantamos a los pocos días
con los deseos de continuar nuestras vidas como si nada de esto hubiera pasado.
Pero vino un hecho que alteró nuestras vidas y aún nos hace sonrojar, más que en-
tristecer.
Al pueblo había llegado un bello curita; bello en todos los sentidos: amable,
cordial, de rostro angelical. Mejor dicho, a los pocos días de estar entre nosotros nos
demostró su santidad en pequeños actos cotidianos de pura nobleza. Confieso que
yo, que hacía mucho no me confesaba, tuve por fin un hombre al que quise tener
como administrador de mi perdón. Nos hicimos amigos de él y él se hizo amigo de
todos. A quien conocíamos le hablábamos de las bondades de nuestro cura párroco,
joven, entusiasta y con aroma de santidad. La fe en nuestro padre se propagó y, por
primera vez en mucho tiempo, hombres y mujeres distintos de los vecinos del pue-
blo leyeron la valla en la que se da la bienvenida a los foráneos. Bautizos, primeras
comuniones, matrimonios, extremaunción, todos quisimos que fuera otorgado por él.
Incluso hubo quienes dejaron a un lado la Confirmación sólo por el hecho de que
venía el obispo o su vicario para concederla. No, así no quisieron las cosas. Fue la fe
las que nos colocó en un lugar del mundo, y el padre como lugar de peregrinación.
Organizó un bello santuario y un lindísimo oratorio en los que propios y extraños
por fin nos conocíamos.
Hasta que llegaron las gratas noticias. En la misa del domingo, el padre anun-
ció que había sido llamado a Roma y que debía ausentarse por unos días. Lo aplau-
dimos, claro, pero también lloramos al perderlo, así fuera por poco tiempo. En pere-
grinación, lo acompañamos hasta el lugar en el que siempre nos hemos despedido
los vecinos. Lo abrazamos, lo besamos, le obsequiamos nuestras lágrimas. Cuando
lo vimos lejos, fue que se escuchó la voz de Leticia: “Ese hombre va a ser nuestro
Papa”. La miramos sorprendidos. No lo pensamos dos veces, inmediatamente cap-
tamos que el padre no había querido decirnos nada, de puro modesto, pero él debía
saber que viajaba a Roma para que allá hicieran todo el proceso para acercarlo al
papado. Nuestra esperanza creció: un santo como él no se encuentra a la vuelta de la
esquina, menos en un mundo tan infiel. Los peregrinos que llegaban supieron de
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nuestra historia; el lugar del que había salido el próximo Papa creció en visitantes y
todos nos alegramos de ocupar un sitio en el corazón de los demás. Periodistas,
escritores, hombres de fe y curiosos pasaron por esta tierrita.
Pasó el tiempo y no recibimos las noticias que esperábamos. Llamamos al
obispo y no nos quiso contestar. El misterio nos alentaba pero también nos confund-
ía. Teníamos todos los preparativos para recibir a nuestro triunfador padrecito hecho
Papa. Y regresó, triste, cabizbajo, con el rostro ensombrecido sin la sonrisa habitual
que le conocimos. Apareció en la iglesia cuando caía la tarde y nos estábamos
haciendo a la idea de que se trataba de un día más sin verlo. “¡Padre!”, gritó el joven
sacristán, que lo vio primero que todos. Venía sin sus hábitos, venía sin su cuello
blanco, venía como un joven citadino que quiere impresionar a las jovencitas de una
fiesta. No era el mismo que conocimos.
No llegó a ser Papa, ni siquiera alcanzó a continuar su vocación sacerdotal.
Regresó a disculparse, a implorar nuestro perdón y a llevarse a Alina. No había
viajado a Roma, se fue a encontrar con el obispo para asumir con entereza su peca-
do. Entre lágrimas, dijo que no revelaría ninguna de nuestras culpas, que lamentaba
el embarazo de Alina y que algún día regresaría para reír un rato con nuestras gra-
cias. No es necesario que regrese para que lo recordemos. Por él vienen a vernos,
por él los periodistas nos preguntan la historia del hombre que salió de aquí conver-
tido en Papa y regresó a responder por un niño. Por él nuestro pueblo se ha quedado
triste, orando día y noche, sin risa, sin reinas, sin equipo de fútbol, sin ciclistas, sin
voces y sin canciones. Es lo peor que nos ha podido pasar. No le endilgo culpas a
nadie, en el fondo hemos sido nosotros mismos los que todo lo hemos hecho.
ELIZABETH CORTEZ
Elizabeth María Cortéz
nace en Guaymallén,
provincia de
los cuatros
da con sus padres a Bu
nos Aires donde reside en
la actualidad. Es profes
ra de inglés y desde hace
varios años se dedica a la
escritura. Ha publicado
artículos sobre la Guerra
civil española en la revi
ta Carta de España. Tiene
un libro de cuentos inéd
to, Tiempos peregrinos.
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Elizabeth María Cortéz
nace en Guaymallén,
provincia de Mendoza. A
los cuatros años se trasla-
da con sus padres a Bue-
nos Aires donde reside en
la actualidad. Es profeso-
ra de inglés y desde hace
años se dedica a la
escritura. Ha publicado
artículos sobre la Guerra
civil española en la revis-
ta Carta de España. Tiene
un libro de cuentos inédi-
to, Tiempos peregrinos.
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ESTELA Y LOS CERROS
A mis padres
Después de almorzar, casi nunca dormía la siesta. Ese mediodía preparó un té
con limón que bebió de un sorbo porque se le hacía tarde. Tomó el guardapolvo que
colgaba del perchero, subió a la moto y bajó por la calle Pueyrredón hasta la Esquina
de la Virgen. Le extrañó no encontrar a Martita en la puerta. Hacía tanto calor que
probablemente había cerrado el almacén más temprano. Dobló por Drummond para
acortar el camino y así llegar antes del atardecer a visitar a los pacientes que vivían
en los cerros. Manejaba lentamente por temor a perder el equilibrio como le había
sucedido al esquivar al perro de los Artero que parecía saber sus horarios y estaba al
acecho cada vez que oía el ruido de la moto. Viró a la izquierda y pensó que era
inútil pasar por la carpintería de Luis porque rara vez lo veía. El portón abierto,
desvencijado, le permitía sin embargo percibir de lejos su figura cortando madera
con la sierra. Al pasar por la iglesia, no se persignó pero se tocó la cadenita con la cruz que
llevaba debajo de la remera. Se acordó de la medalla con la imagen de la virgen que
le habían regalado al tomar la primera comunión y que besaba antes de irse a dormir
o cuando tenía prueba en la escuela. A Estela siempre le había llamado la atención el
aro blanco incandescente que usaban los curas alrededor del cuello de la camisa que
contrastaba con la sotana oscura. Más tarde supo que a los sacerdotes había que
decirles “padre”. Entonces tenía dos padres: Manuel y ese otro padre espiritual al
que le debía respeto y obediencia como le había inculcado su madre. Sintió un tirón
en la rodilla derecha como cuando se arrodillaba para confesar sus pecados a través
de las celosías de madera del confesonario que sólo le dejaban ver las pupilas bri-
llantes del cura. ¿Qué cosas tan graves hacían los niños ante los ojos de Dios para
tener que arrodillarse? Hasta le parecía gracioso y un poco absurdo repetir siempre
lo mismo: los enojos con Martita por alguna tontería o cuando le contestaba mal a su
abuela. De todos modos se esforzaba por darle seriedad a lo que estaba contando. Se
mostraba arrepentida para merecer el perdón y sentirse aliviada de haber cumplido
una vez más con el rito dominical. Dejó atrás la plaza del pueblo y entró en el camino de las fincas. De a poco el
aire iba impregnándose del aroma de los duraznos. Las copas de los álamos se abra-
zaban de vereda a vereda dejando apenas reflejar los rayos del sol en el asfalto. Al
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cruzar el río, detenía la moto. Se bajaba y lo primero que hacía era tocar el agua. Se
descalzaba, se arremangaba los pantalones y contemplaba sus pies sumergidos mien-
tras que el agua corría lentamente entre las piedras. Chapoteaba despacito para no
salpicarse la ropa. El sol ardiente le daba en la cara y la invitaba a meterse en el
agua. No corría ni una brisa como el día que se escapó de su casa en bicicleta. El sol
derretía la brea del asfalto pegándose en las ruedas de la bici. Pedaleaba haciendo un
gran esfuerzo con todo el cuerpo sobre todo con las pantorrillas que se le hinchaban
y a veces se le acalambraban. De pronto una bajada y a gran velocidad se lanzaba
cuesta abajo soltando las manos del manubrio. Se ponía de pie y sus brazos eran
alas. Gritaba de felicidad en medio de la soledad de la montaña que le devolvía el
eco de su voz. Un cielo despejado y un vientito cálido le anunciaban la proximidad
del río. Dejó la bici debajo de un arbusto y caminando entró en la zona de los ripios.
Se acercó al río con paso lento. Se agachó a recoger agua con las manos. Bebió un
poco y se lavó la cara. De a poco iba abandonándose al placer del agua. Ni siquiera
se había dado cuenta de que no había llevado malla. Se sumergía lentamente. Una
extraña sensación se apoderó de Estela al sentir que se adentraba en el río cada vez
más. De golpe se le salió una alpargata y dejó que se la llevara la corriente. No podía
parar de reír mientras los shorts de jeans iban adhiriéndosele al cuerpo al igual que la
remera. El pelo mojado se le pegaba a los hombros y a la espalda. Después se tiraba
sobre la arena y dormitaba un poco dejando que se le secara la ropa. Un silencio
profundo se quebraba con el rumor del agua y el piar de algún pájaro. ¡Cuánto tiempo había pasado! Sin embargo ese recuerdo volvía con fuerza.
De algún modo, Estela buscó preservar esos momentos felices a lo largo de su vida.
Volviendo a los cerros, permitiéndose ese pequeño paréntesis de éxtasis que le daba
la suficiente energía para seguir a pie por la cuesta empinada que bordeaba al río
hasta llegar a la casa de adobe de Rosa en la inmensidad andina. No tuvo necesidad
de golpear las manos porque uno de los hijos de Rosa estaba jugando con el perro
que apenas la vio, la recibió con un ladrido amistoso. Entró en la casa y Rosa estaba
acomodando unas vasijas en unas cajas que llevaría a la feria del barrio Namuncurá
el fin de semana. Allí había conocido a la doctora Estela Valiente, médica de familia
y jefa del hospital San José. Rosa había enviudado hacía cuatro años y vivía con los tres hijos menores .El
hijo mayor se había ido a Buenos Aires a probar suerte. Estela se sentó a la mesa. Contemplaba silenciosamente a esa mujer joven, ca-
llada, con la espalda un poco encorvada y un gesto de dolor en el rostro que apenas
esbozó una sonrisa al verla. El encuentro con Rosa le hacía dudar de sus certezas. La
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realidad con la que se enfrentaba desmoronaba su mundo de verdades absolutas, su
vida resuelta, el sentido práctico que aplicaba para resolver situaciones. Entonces
comprendió que no debía demorarse más. Puso el maletín sobre la mesa, sacó el
recetario y una caja de medicamentos. -¿Cómo te encontrás, Rosa? -Aquí me ve doctora, con este pie que parece una empanada. -Sí, se ve hinchado. Ha sido una quemadura profunda. Vamos a ver cómo está.
Estela se acercó a ella, se agachó y después le pidió a Juan que le acercara el ban-
quito que había usado días pasados. Juan fue rápidamente a la pieza y se lo trajo.
Con sumo cuidado, Estela apoyó el pie lastimado de Rosa y fue lentamente sacándo-
le la venda. -Está un poco mejor, pero la piel muy enrojecida todavía. ¿Te duele? Apenas
entré vi que estabas parada acomodando cajas. Te había dicho que no abusaras.
Necesitás reposo, Rosa. Al menos por una semana más. Estela sacó una crema del maletín y suavemente fue pasándola alrededor de la
quemadura hasta llegar a la llaga más profunda. Rosa apretaba fuertemente la boca y
cerraba los ojos. -Ahora te dejo otra caja de antibióticos que vas a tomar cada seis horas. Son
fuertes así que los tenés que tomar con un vaso de leche tibia. La semana que viene
vengo, pero si te sentís mal, ya sabés, le decís a Juancito que me vaya a buscar a
casa o se acerque al hospital. Estoy todas las mañanas hasta la una. -Entonces, este fin de semana tampoco puedo ir a la feria. -Si apenas podés apoyar el pie. Quedate tranquila. Vengo a mitad de semana
para hacerte las curaciones. -Gracias, doctora, Si no fuera por usted, nadie viene por aquí. Estela miró a Juan y a Elenita, la hija menor de Rosa, y apoyando la mano en
el hombro de Elenita, dijo: Ustedes me la cuidan a la mami. En poquitos días nomás
va andar de aquí para allá como antes. Estela acomodó el maletín. Juan la acompañó a la puerta y se despidieron. De
ahí, se fue rápidamente al rancho que estaba un poco más debajo del de Rosa. Allí
vivían dos viejitos, doña Blanca y don Emilio, un viejo cascarrabias que no se resig-
naba a dejar de cosechar tomates y duraznos cuando lo llamaban de alguna finca en
Chacras de Coria. En época de vendimia se iba a cosechar uvas para hacer el vino él
mismo. Doña Blanca preparaba mermeladas de duraznos y siempre le regalaba a
Estela unos cuantos frascos para que repartiera en el hospital. Don Emilio padecía de
hidropesía coronaria. Sin embargo parecía desentenderse de la enfermedad. En vano
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eran los cuidados de su mujer que apenas podía con él. Rara vez hacía el régimen de
comida que la doctora le mandaba porque decía que él no tenía nada. -Me quieren enfermar, nomás, decía siempre enojado. -Anda flojito de la memoria. Lo sacamos de un infarto, le recordaba Estela. -Pasaba a mejor vida, doctorcita. -Déjese de bromas, hombre. Un infarto no es cualquier cosa. Usted puede
hacer vida normal, comer y beber, pero con medida. Doña Blanca era una mujer de edad avanzada pero sana y muy activa. El ma-
trimonio tenía dos hijas pero ninguna de ellas los visitaba. Estela nunca quiso pre-
guntar nada sobre ese tema. Esperaba que quizás algún día fuera Doña Blanca la que
le contara. En una de las visitas de Estela, Doña Blanca estaba muy angustiada y se
sinceró con la doctora. Las dos hijas se habían peleado por una herencia que un
hermano de la mujer le había dejado al morir. Era una casa chica en Guaymallén.
Cuando una de las hermanas se enteró de esa herencia, hizo firmar un documento a
la madre donde la casa heredada aparecía como una donación que ésta le hacía a su
hija menor, por consiguiente desheredaba a la otra. Así fue que la se quedó con la
casa se separó para siempre de la familia. Doña Blanca había sido estafada por su
propia hija. Golpe duro que la tuvo en cama con una depresión aguda cerca de un
año. Estela la visitaba a diario para reconfortarla y ayudarla a pasar ese mal trance. Así transcurría la vida de Estela. El contacto con los pacientes de los cerros
había dado un giro a su vida. Sentía una especial debilidad por ellos que se hallaban
marginados de todo. ¿Qué era todo? El progreso del que ella gozaba. Tener un buen
auto, una casa confortable, dinero para irse de vacaciones en verano y en invierno
todos los años. Una profesión respetable y la seguridad que le daba saberse impres-
cindible o con autoridad para decidir lo que nadie pondría en duda. “Ahí viene la
doctora”. Esa frase bastaba para sentirse omnipotente, para que un pasillo de hospi-
tal se convirtiera en la esperanza o la tristeza de muchos que esperaban en silencio.
El peso de su palabra, de un diagnóstico. Todo recaía sobre sus espaldas. Los pa-
cientes de los cerros eran almas solitarias que le habían revelado un mundo más allá
de la ciencia. Un mundo más humano.
CLAUX
Claudia Beatriz Schuardt
nació en Lomas de Zamora,
provincia de Buenos Aires el
5 de marzo de 1968. Su
pasión fue siempre la liter
tura y pese a
tualmente, es su primera
publicación.
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Claudia Beatriz Schuardt
nació en Lomas de Zamora,
provincia de Buenos Aires el
5 de marzo de 1968. Su
iempre la litera-
tura y pese a escribir habi-
tualmente, es su primera
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PESADILLA
Un trueno despertó a Pablo Obregón. Estaba transpirado y agitado como si
hubiera corrido y con un terrible dolor de cabeza. La luz de un relámpago lo ubicó
en la habitación de la casona que había alquilado junto al lago para tratar de empezar
su nueva novela. Era un escritor joven y talentoso que estaba en ascenso, pero desde
que su novia Leonela lo había dejado no había podido escribir ni una sola línea más,
y la editorial lo presionaba para publicar algo suyo.
Un nuevo trueno, esta vez más violento que el anterior, lo hizo saltar de la ca-
ma. Desde que había llegado a esa casa, llovía; y aunque ese clima hubiera sido ideal
para escribir algo, el total aislamiento había llegado a inquietarlo. A algunos escrito-
res la soledad les parecía buena compañera; él prefería escribir en un bar rodeado del
bullicio de la gente. La tormenta afuera era inquietante, pero el cielo (casi permanen-
temente iluminado por los relámpagos) le permitió caminar hacia el ventanal sin
intentar prender la luz. Las cortinas se agitaban vivamente llenando la habitación de
un aire refrescante. Pablo se sentó en el piso con su cuaderno y la lapicera en la
mano: “La inusitada fuerza de un trueno me despertó de la pesadilla. Todavía podía
sentir en mi cabeza los gritos de Leonora, mientras veía cómo el criminal la arras-
traba tomándola de su largo pelo negro por toda la habitación”, escribió Pablo casi
automáticamente a la luz de un nuevo relámpago. Sintiéndose inspirado caminó
hacia la cama e intentó sin éxito prender el velador para poder seguir. No sabía
cuándo volvería de nuevo la luz, y malhumorado, se volvió a acomodar en la cama
para volver a dormirse. Sin embargo, la Musa proféticamente siguió susurrándole al
oído:
“Leonora caminaba descalza por la casa oscura. A cada paso se podía escu-
char el crujir de las maderas del piso hueco. La casa definitivamente la inquietaba.
Afuera, un viento de tormenta comenzaba a agitar las ramas de los pinos de la
entrada, provocando un ulular casi fantasmal. El cielo se tornaba gris oscuro a
medida que empezaba a gotear sobre el techo de chapas. Leonora creyó escuchar
un ruido seco en la planta alta, y se sobresaltó. Lenta, muy lentamente, comenzó a
subir las escaleras. Miró por la ventana. El lago apenas se distinguía entre la llu-
via, que ahora era intensa. Cuando Leonora volvió los ojos hacia arriba vio una
sombra que se arrojaba sobre ella y sintió los escalones que se clavaban en su
cuerpo…”
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Pablo volvió a despertarse sobresaltado. Afuera la lluvia seguía cayendo con
tenacidad, pero ya era de día. El velador estaba prendido. Suspiró aliviado. Sobre la
mesa de luz el anotador contenía un párrafo que Pablo no recordaba haber escrito,
pero indudablemente era su letra. Seguramente con los vasos de whisky de la noche
anterior lo había olvidado. Se metió al baño para tomar una ducha que lo despejara y
recordó los gritos de Leonela en su pesadilla. Moría por llamar a su novia, pero
pensó que en realidad ella merecía llevarse un buen susto, como en la historia que
estaba escribiendo. Quizá sus palabras, plasmadas en aquellas hojas, traspasaran la
frontera de la ficción y pudieran volverse realidad.
Pablo salió de la ducha y bajó las escaleras con cuidado. Abrió la puerta y el
aire lo envolvió, refrescándolo todo. Ahora parecía que la lluvia iba a dejar de caer
de una vez y permitiría a Pablo ver de nuevo el sol. Subió nuevamente para buscar el
anotador y su lapicera, volvió a bajar y se acomodó en el sofá para seguir escribien-
do:
“Leonora sintió el cuerpo de su agresor desnudo y mojado moviéndose sobre
ella y percibió su excitación. Aunque tenía el cuerpo dolorido y estaba un poco
atontada, consiguió estirar el brazo para alcanzar una estatuilla que había sobre la
mesa y golpeó violentamente la cabeza del hombre. Afuera seguía lloviendo insufri-
blemente, como desde que había llegado a la casa del lago.
Leonora, venciendo su miedo al agua, había tomado un bote en el muelle y le
había pedido al dueño que la llevara muy lejos. Nunca pensó que Paulo se trans-
formaría de esa manera. Cuando lo conoció le pareció un hombre encantador y
gentil, pero a medida que pasaban los días, y especialmente desde que habían deci-
dido vivir juntos, el príncipe fue dejando paso a la bestia. Aunque Leonora buscaba
justificar su comportamiento cada vez más violento, pronto comprendió que debía
continuar su camino lejos de él. El problema fue que cuando le planteó la separa-
ción, Paulo enloqueció, dándole a Leonora una paliza descomunal, que la envió por
unos días al hospital. Y aunque Paulo todos los días la visitaba, mostrándose arre-
pentido y pidiéndole mil veces perdón, mientras juraba que no volvería a hacerlo,
Leonora, en cuanto se sintió en condiciones, se fue del hospital y sin pasar por su
casa, se dirigió al puerto y tomó el primer bote que encontró para que la llevara
lejos de la ciudad, a alguno de los pequeños poblados escondidos a orillas del lago.
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Allí buscaría empezar una nueva vida, lejos de Paulo, de su violencia, de su locu-
ra…”
Pablo se sintió repentinamente cansado. No sabía ni siquiera por qué había
elegido a Leonela como la heroína de este esbozo de novela, quizá porque la extra-
ñaba demasiado, porque el amor suele ser cruel, no permitiéndonos olvidar a quien
amamos, quizá porque en el fondo se sentía un poco culpable del fracaso de la pare-
ja, pero en su novela el villano era él. Tal vez, poniéndose en el lugar de Leonela,
lograría comprenderla un poco y acercarse nuevamente a ella. Pablo se vistió y,
aprovechando la pausa en la lluvia, fue a pasear por la orilla del lago, que ahora
parecía cubierto de una neblina fantasmal. Disfrutando del terror que hubiera sentido
Leonela al cruzar el lago, sabiendo que ella no sabía nadar, decidió continuar con el
proyecto de su novela:
“Temblando por el miedo que le provocaba el agua desde que salió del muelle
hasta que llegó a la casa del lago, pero decidida a cambiar de vida, Leonora alquiló
por unos meses una casa en la orilla, un lugar de aspecto tenebroso, con falta de
mantenimiento y arreglo, pero donde seguramente Paulo no la encontraría. Una vez
por semana, el dueño del bote le traería las provisiones necesarias para su supervi-
vencia, hasta que Leonora consiguiera trabajo en el pueblo cercano. Pero ahora el
destino volvía a meterse violentamente en su vida, y ella se sentía nuevamente ate-
rrada: un desconocido se había metido en la casa, la había atacado y ella lo había
golpeado. Parecía estar muerto. Leonora salió corriendo hacia fuera bajo la lluvia.
Todo estaba lleno de barro, de modo que a cada paso Leonora se hundía o se resba-
laba. Estaba empapada y tenía frío, además de sentirse dolorida por la caída de la
escalera. No sabía a dónde escapar. La lluvia era intensa y la tarde iba apagando,
sumando oscuridad a la tormenta. De pronto, alguien la tomó de su pelo largo y
frenó su carrera. No podía verlo, pero sabía que era el hombre que la había ataca-
do. Se tiró violentamente sobre ella, hundiendo la cara de Leonora en el barro,
mientras ella intentaba contener el aire. Se sentía asfixiada; si él no la soltaba,
moriría. De pronto el atacante le levantó la cabeza del barro y, pasándole el brazo
por el cuello, la arrastró hacia el lago. Leonora gritaba aterrada. Le tenía fobia al
agua y su agresor parecía saberlo. Leonora pateaba y gritaba. El hombre la sosten-
ía firmemente mientras se metía con ella en el lago, hasta que el agua helada le
llegó a la cintura. Allí la volvió a tomar del cabello y le hundió la cabeza en el
agua, una y otra vez, mientras Leonora gritaba inútilmente cada vez que su cabeza
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salía del agua, hasta que casi no tuvo más aire. El agua helada le cortaba el rostro,
se metía por su nariz y su garganta, quemándola; Leonora intentó respirar, pero
una gran bocanada de agua entró en sus pulmones y mientras se ahogaba sentía
todavía a su agresor empujándola más y más hacia el fondo. ¿Por qué?, pensó por
última vez, mientras su cuerpo se hundía lentamente y el rostro del desconocido iba
transformándose en el de Paulo, que la miraba y sonreía tras una cortina de agua.”
Pablo miró hacia el horizonte. Mañana sería un gran día. Había dejado de llo-
ver y empezaría a escribir su novela. Se frotó la cabeza. Aunque todavía le dolía, el
golpe pareció despertarle de nuevo la inspiración. A lo lejos, un cuerpo de mujer en
las aguas del lago se hundía definitivamente, abrazada a la muerte.
CLAUDIA COSTANZI
Claudia Costanzi, nació
en Córdoba Capital. Se
publicaron
cuentos "El miedo" y
"La Rata Blanca" en la
antología "Café de
Letras Memorias de un
Taller"
además, en la Revista
Rumbos. Ganadora del
segundo premio
relato "Las flores son
para los muertos" en el Concurso Literario de Poesía y Narrativa “
Palabra”, a publicarse en la antología "La Fuerza de la Palabra 2013".
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Claudia Costanzi, nació
en Córdoba Capital. Se
publicaron dos de sus
cuentos "El miedo" y
"La Rata Blanca" en la
antología "Café de
Letras Memorias de un
y el último,
además, en la Revista
Rumbos. Ganadora del
segundo premio con el
relato "Las flores son
“La Fuerza de la
a publicarse en la antología "La Fuerza de la Palabra 2013".
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TERAPIA
- Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de pareja – me dijo
Sergio con absoluto convencimiento aquella tarde de otoño, mientras se balanceaba
sobre su silla.
Reaccioné incómoda ante la iniciativa – No me parece, hace poco que estamos
saliendo. ¿Qué pasaría entonces si tuviéramos una convivencia de cinco años?
Efectivamente, había conocido a ese hombre unos nueve meses atrás y, pronto,
comenzamos una relación amorosa. Él era un cuarentón atractivo, empleado jerár-
quico, viudo, con hijos adolescentes, que decía amarme y ansiaba pasar por segunda
vez por el registro civil. Mis amigas, al observarlo, no dejaron de advertir excitadas
que el sujeto parecía un “buen partido”. Sin embargo, Sergio estaba intranquilo,
inseguro, incómodo, es como que se diluía sin consideración la magia de los prime-
ros tiempos, esa magia gracias a la cual, con el afán de seducir, sólo mostrás y en-
sanchás lo bueno que tenés para ofrecer.
Con el discurrir de los días el tono de Sergio se volvió imperativo – Quiero
que hagamos terapia, pero terapia de pareja.
- ¿Por qué? En verdad tenemos problemas pero creo que son cuestiones indi-
viduales que, obviamente, llevamos luego a la relación. Se trata, en todo caso, de
hacer terapia pero cada uno por su lado y así lo nuestro va a mejorar – propuse.
Es cierto que atravesábamos por algunas dificultades las que, según mi modes-
to entender, tenían su epicentro en los celos, la desconfianza y ciertas rarezas de
Sergio. Por razones que desconozco él dudaba de todo y de todos; así fue como
comenzó a cuestionarme la manera de vestir, la forma de caminar, el tono de mi voz,
el matiz de mis palabras, la longitud de los tacones de mis zapatos, la consistencia de
mi maquillaje, el volumen de mi peinado...
- Es que sos una histérica en el sentido científico del término – me apuntó una no-
che, un tanto compasivo y otro tanto acusador, mientras compartíamos un café.
Seguramente lo indagué con el gesto de mi rostro porque siguió:
– Estuve leyendo mucho sobre psicología y encajás justo en esa dolencia mental,
sino fijate – agregó a la par que me extendía unas hojas de papel en las que había
fotocopiado un artículo, en apariencia médico:
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– En esta nota se develan las características de una personalidad histérica y vos
reunís a varias y eso nos ocasiona complicaciones en la pareja.
Tomé los apuntes y leí la larga lista de particularidades, al parecer propias
de esa “patología” – Dejate de embromar – le espeté molesta, –nada que ver, yo no
soy así.
- ¡Eureka! – gritó – esa es una de las señales inconfundibles, todo histérico
niega que lo es.
Lo miré atónita – Entonces no puedo defenderme, o me come el tigre o me
come el león – aseveré y me fui enojada, previo tirarle por la cabeza los dos libros
de autoayuda que, según él, me iba a prestar a fin que los leyera para comprender
acabadamente “mi problema”, pero sólo en los párrafos que se había tomado el
trabajo de subrayar a efectos que no me distraiga.
Desde ahí en adelante, Sergio comenzó a manifestar síntomas que me alerta-
ron. Por ejemplo, repetía hasta el cansancio sus palabras como si su interlocutor
fuera idiota; se lavaba las manos con inusitada frecuencia, incluso antes y después
de tocarme, y los dientes y la lengua antes y después de darme un beso; verificaba si
había cerrado la puerta de su casa al salir exactamente cinco veces cada vez; le
propinaba diez estiraditas a su prepucio y diez palmadas a sus testículos como ritual
previo a hacer el amor y retrocedía veinte kilómetros o más para volver a su vivien-
da sólo a fin de cerciorarse que estaba cerrado el paso del gas. Por si todo eso fuera
poco, se le dio por revisar mi cartera y mi celular en busca del “cuerpo del delito”,
quizá, y por comer las empanadas con cuchillo y tenedor separando la carne de la
masa con obsesiva prolijidad.
Fastidiada y con preocupación, casi le rogué que pensara en abordar una con-
sulta con un psicólogo a la mayor brevedad; al negarse terminantemente, cual si
fuera una mácula en su currículo, accedí a su solicitud de hacer terapia de a dos
pero ocultando mi soslayada y real intención: que algún profesional del rubro le
revisara el cerebro.
Aquella tarde de otoño Sergio me miró tras pestañear quince veces, ni una
más, ni una menos. Sentado sobre la cama y mientras balanceaba exageradamente su
delgado torso me dijo - Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de
pareja. Su voz trémula retumbó en las paredes de su dormitorio blanco del hospital
psiquiátrico y yo asentí, pues daba igual.
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Y QUIÉN DIJO QUE ESTO NO ES AMOR
Tomé el pequeño sobre púrpura perfumado, seguramente con su agua de colo-
nia favorita, que me extendían las manitos temblorosas de mi tía Matilde, y sonreí.
- Es muy importante que lo entregues esta misma tarde. El Sr. Rodríguez vive
en la casita de las tejas de la calle arbolada, justo al lado de la despensa – me dijo la
anciana con esa voz que parecía desgranarse a la caída de cada palabra. Luego,
entornó los parpados al susurrar - Y quien dijo que esto no es amor…
La miré; quizá mis ojos lanzaron una pregunta porque, sin permitirme esbozar
alguna cosa agregó, desde su lecho de enferma – Él debe estar confundido ya que
hace varios días no me ve, exactamente cinco, los que llevo postrada en esta cama, y
no quiero que piense que lo he abandonado.
En efecto, desde el lunes pasado mi tía vieja se encontraba sumergida en su
camita de una plaza, rodeada de píldoras y ungüentos, de vapores y palanganas, de
rosarios y estampitas. Desde el lunes, su frágil salud había empeorado y nosotras,
sus tres sobrinas, turnándonos la acompañábamos por aquellas horas que dolían a
encierro y a pena.
Matilde supo ser una mujer bonita y simpática en sus años mozos que, por
esos vericuetos de la vida, se quedó soltera. Nos contaba historias porque, al parecer,
las historias le sobraban. Nos hizo saber que de joven los pretendientes no le eran
escasos y que uno de ellos fue el hombre que repartía la leche en un carro, casa por
casa, allá lejos en el tiempo; sólo a ella le envolvía los botellones con papel celofán
en su ambición de resultarle agradable. El hijo del farmacéutico no se quedó atrás
por eso, cuando le vendía la diadermina, haciéndose el despistado y a escondidas de
su padre le llenaba el envase con esa crema hasta el tope, cosa que la cliente se
beneficiara con la yapa. Y ni que hablar de las rondas domingueras del brazo de sus
amigas por la plaza del barrio; los muchachos se deshacían en miradas mientras que
los más osados le lanzaban algún piropo moderado, pues transcurrían otras épocas y
ella era una chica de buena familia.
También nos comentaba que su madre, a la sazón nuestra abuela, fue una da-
ma jodida que, por codiciar el mejor partido para su hija, le corrió literalmente a
todos los festejantes en razón de no cubrir sus elevadas expectativas, uno por uno,
sin piedad y sin siquiera avizorar que quedaría para “vestir santos” por culpa de
tanta exigencia.
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Matilde era muy sumisa, así que se limitó a obedecer los mandatos de su pro-
genitora, sin cuestionarlos, bajando la cabeza ante todo varón que se le arrimaba a
dos metros de distancia, más o menos.
Y así, sin escrúpulos, a la tía la atropellaron los años pero, según alardeaba
permanentemente, no por eso se esfumó su encanto para con el “sexo opuesto”.
- ¡Y quien dijo que esto no es amor!- exclamó ilusionada la vez que su médico
de cabecera le palmeó un hombro para finalmente chantarle un fraternal besito en la
mejilla y aconsejarla – Cuídese de la gripe que este invierno viene con todo para los
mayorcitos. Lo mismo vitoreó la octogenaria en aquella oportunidad en que el joven
taxista, que siempre la trasladaba, le tomó la mano para recalcarle que era la pasajera
más amable de todas a la par que la alertaba sobre los peligros de un posible tropiezo
con el cordón de la vereda al descender del vehículo.
A sus sobrinas, sus relatos se nos aparecían como las fantasías de una anciana
que se lamentaba por no haberse casado y parido unos cuantos hijos y el doble de
nietos. Es que el gesto cordial de cualquier hombre solía ser interpretado por la tía
como un acto de enamoramiento categórico.
Aquel sábado soleado concurrí, en varias oportunidades, a la casita de las tejas
del Sr. Rodríguez para cumplir con el recado de Matilde, pero nadie me atendió.
Pensé y pensé que hacer con el sobre púrpura que bailoteaba entre mis dedos.
Este hombre se había instalado en el barrio unos seis años atrás. Era un señor
mayor y jubilado que salía a caminar a diario, religiosamente. En su recorrida, pasa-
ba por el frente del domicilio de Matilde. Ella le tenía calculado los horarios así que,
a las seis de la tarde en punto, después de tomar el té y acicalarse, se apostaba en la
verja de su jardín de geranios a esperar la aparición del caballero con su paso lento y
ceremonioso. Y todos los días igual, él la saludaba y ella le devolvía el saludo, inter-
cambiaban unas seis palabras cada uno sobre el estado del tiempo para seguir el Sr.
Rodríguez su camino y para meterse la tía en el silencio de su casa, a soñar, induda-
blemente.
En el anverso del sobrecito púrpura sólo se leía el apellido del destinatario.
Les conté a mis hermanas el extraño pedido de la tía y mi fracasada misión de entre-
gar la misiva; ambas rieron abiertamente.
- Vaya a saber quién es ese sujeto y qué disparate escribió la viejita en su car-
ta. Sabemos que fantasea. Dejá las cosas como están en honor a su dignidad – me
aconsejó una.
- Ese hombre es un vecino más que la trata amigablemente, eso es todo. La tía
no está en su sano juicio, así que olvidate del tema – repitió la otra.
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Y me olvidé del asunto, pero sólo a medias.
Al poquísimo tiempo Matilde murió. Sus sobrinas nos encargamos de la cere-
monia de rigor a la que asistieron algunos pocos parientes y, para mi sorpresa, el
misterioso Sr. Rodríguez.
Antes de que sus restos fueran trasladados al cementerio el hombre se me
acercó, se encontraba ataviado como quien asiste a una boda, impecable traje negro,
camisa blanca almidonada, moñito y jazmín en el ojal. Con un solemne ademán sacó
de uno de sus bolsillos un sobrecito azul dirigido a la tía y me lo extendió; yo busqué
presurosa en mi cartera hasta dar con el sobre púrpura, se lo entregué. Ninguno de
los dos articuló palabra. Sentí una rara mezcla de remordimiento y profundo alivio.
Sucedidas las horas y ya relajada del trajín, desplegué la misiva que me arri-
maron las manos temblorosas del Sr. Rodríguez para leer con fascinación lo que él
supo escribir: “Querida Matilde: y quien dijo que esto no es amor…”. Guardé con
cuidado la sucinta esquela de aquel caballero, perfumada seguramente con su agua
de colonia favorita, y sonreí.
WALTER TOSCANO
Artista plástico, caricaturista, ilustr
dor, performer, realizador de muñecos
de trapo, cuentista breve y poeta p
ruano. Codirige la marca de diseños
alternativos Trapos & Cartones; ha
publicado las revistas Piel de Kam
león (literatura) y PerroKalato (arte
gráfico internacional).
Poemas y cuentos breves suyos han
sido publicados en revistas y libros de
antología del Perú y México. Tiene
distinciones o premios nacionales e
internacionales en pintura, poesía, mini
ficción, humor gráfico y caricatura.
www.waltertoscano.blogspot.com,
www.facebook.com/WalterToscanoArt
ista?fref=ts
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Artista plástico, caricaturista, ilustra-
, realizador de muñecos
de trapo, cuentista breve y poeta pe-
ruano. Codirige la marca de diseños
alternativos Trapos & Cartones; ha
publicado las revistas Piel de Kama-
eratura) y PerroKalato (arte
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KAFKA
A los nueve meses tuvo contracciones y, luego de desvanecerse, fue hospitali-
zada de emergencia. Después de dos horas, el llanto de un recién nacido la despertó.
Entre sus patas ásperas, Franz Kafka imaginaría su epitafio: Conoció el crujido
antes de echarse a volar.
HORMIGAS II
¿Por qué con tanto apuro las hormigas tocan entre sí sus bocas? ¿Algún trozo
de alimento comparten con sutiles besos? Yo las observo, desde mi cama, transitar
apresuradas y sin pausa. Una gran línea zigzagueante atraviesa el cielo raso de mi
habitación de puerta a ventana externa. ¿Qué deliciosa comida alberga mi cuarto sin
que yo lo sepa? Intentaré descubrir el origen de sus movimientos. Sin embargo, ya
es hora de la cena y mi estómago hormiguea de hambre.
Hoy contaré menos hormigas antes de dormir.
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ÍNDICE Prólogo…………………………………………………………….... 7
Michael Benitez Ortiz……………………………………………….. 10
Ricardo Felipe Nieto Pavía………………………………………….. 13
Denise Elizabeth Griffith……………………………………………. 20
Miguel Oviedo Risueño……………………………………………... 23
Ricardo Guidi……………………………………………………….. 25
Tata Evangelista……………………………………………………... 29
Santiago Quelal Pasquel…………………………………………….. 34
Mariano Tangari………………………...…………………………... 39
Gerhardo Van Junker……………………………………………….. 43
Elena Nilda Pahl…………………………………………………….. 46
Xoana Fernández Bordón / Sebastián Serdán……………………….. 48
Jorge Duran………………………………………………………….. 56
Iván Alberto Pittaluga……………………………………………….. 61
Luciana Pechacek…………………………………………………… 66
Andrés Norberto Baodoino…………………………………………. 69
Gonzalo Rodríguez………………………………………………….. 77
María Soledad Rico…………………………………………………. 82
Julian Pischetz………………………………………………………. 86
Mariano Contrera…………………………………………………… 89
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Felipe Díaz Galarce…………………………………………………. 97
Martín Carbonetto…………………………………………………… 101
Juan Carlos Vecchi………………………………………………….. 106
Juan Ruy Pachacútec………………………………………………... 108
Anselmo Miguel Molinas…………………………………………… 111
Benito Bolívar……………………………………………………….. 113
Elver Herrera………………………………………………………… 117
Claudio Paggi………………………………………………………... 121
Jairo Manuel Sánchez Hoyos………………………………………... 126
Luis Felipe Valencia Tamayo………………………………………... 128
Elizabeth María Cortéz……………………………………………..... 133
Claux…………………………………………………………………. 138
Claudia Costanzi……………………………………………………... 143
Walter Toscano………………………………………………………. 149
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www.brumaediciones76.wix.com/brumaediciones www.bruma-ediciones.blogspot.com.ar www.brumaediciones.wordpress.com
A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura en el más absoluto silencio del mundo. La buena lite- ratura es silencio. Es la fisura de la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real. Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la literatura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispana de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura. Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile, otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México y otro tanto de Uruguay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas de Estados Unidos. (Fragmento del prólogo) Jorge Córdoba.