Fragmentos del libro 'Caminos invisibles'

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EL VIAJE, YO Y MI OTRO YO —Dilemas de una chica que quería dar la vuelta al mundo— “En mí hay dos bestias salvajes que se disputan mi destino”. La frase me había atravesado como un rayo. A bordo de un colectivo incierto, ausente en mis propios pensamientos, me dejaba hamacar por el zumbido del motor. Afuera, la lluvia se agolpaba en la ciudad. La voz interna me estaba sentenciando con un dictamen literario, sí, pero poco novedoso. A esas dos bestias yo las conocía muy bien. Las sentía desgarrar mi espíritu cada mañana, ni bien abandonaba mi departamento en dirección al trabajo. Si me concentraba en alguna tarea parecían calmarse, pero volvían a arremeter una contra la otra al menor descuido. A veces, tenía la sensación de que todos se daban cuenta de la cruzada interminable que acontecía en mis entrañas. Bastaba con que ciertos temas se pusieran en tela de juicio para que esas dos potencias se destriparan entre sí, en su intento por querer dominarme. Lo del destripe lo digo de manera literal. En esa batalla eterna por ganar el dominio de Laura, la única que tenía las riendas del asunto era yo, y mientras las dos fieras alternaban sus zarpazos con argumentos convincentes susurrados en mi oído, yo desmenuzaba esos silogismos sin poder declarar ningún vencedor. Las dudas eternas y las contiendas feroces estaban arrastrándome a un punto insoportable de inestabilidad demencial. Había una Laura que todas las mañanas se levantaba religiosamente a las 8:20. Se despertaba a los tropezones porque siempre había tiempo para “un ratito más”, se vestía con ropa que le gustaba sin convencerla, simulaba que se maquillaba, se calzaba zapatos sin taco y se iba a trabajar. Tenía empleo en una agencia de viajes y un puesto que le gustaba. Era buena en lo que hacía y ganaba lo suficiente para ser independiente, aunque eso significara vivir en un mono ambiente símil caja de fósforos. Es el precio de mi libertad”, se decía. No dejaba de repetirse que, si a los veintidós años había podido hacerle frente a Buenos Aires y salir ilesa, entonces un futuro prometedor debía estar esperándola en alguna parte. Quizá con mucho sacrificio y algo de suerte, en poco tiempo podría convertirse en propietaria de su hogar, aunque eso implicase hipotecar los próximos treinta o cuarenta años de su vida. Después de todo, el pago del alquiler bien podría estar yendo a pagar la cuota de un crédito. Laura se había acostumbrado bien a la rutina porteña. No había hecho grandes amigos, pero hacía casi tres años que tenía un novio de country que pegaba bien con su vida. Los fines de semana salían a comer, a veces iban al cine. Laura hacía grandes esfuerzos por encajar porque era hora de madurar y de tomarse las cosas más en

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El libro narra la aventura de Laura Lazzarino y Juan Pablo Villarino en un viaje de 18 meses por América Latina.

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EL VIAJE, YO Y MI OTRO YO—Dilemas de una chica que quería dar la vuelta al

mundo—

“En mí hay dos bestias salvajes que se disputan mi destino”. La frase me había atravesado como un

rayo. A bordo de un colectivo incierto, ausente en mis propios pensamientos, me dejaba hamacar por el

zumbido del motor. Afuera, la lluvia se agolpaba en la ciudad. La voz interna me estaba sentenciando con un

dictamen literario, sí, pero poco novedoso. A esas dos bestias yo las conocía muy bien. Las sentía desgarrar

mi espíritu cada mañana, ni bien abandonaba mi departamento en dirección al trabajo. Si me concentraba en

alguna tarea parecían calmarse, pero volvían a arremeter una contra la otra al menor descuido. A veces, tenía

la sensación de que todos se daban cuenta de la cruzada interminable que acontecía en mis entrañas.

Bastaba con que ciertos temas se pusieran en tela de juicio para que esas dos potencias se destriparan entre

sí, en su intento por querer dominarme. Lo del destripe lo digo de manera literal. En esa batalla eterna por

ganar el dominio de Laura, la única que tenía las riendas del asunto era yo, y mientras las dos fieras

alternaban sus zarpazos con argumentos convincentes susurrados en mi oído, yo desmenuzaba esos

silogismos sin poder declarar ningún vencedor. Las dudas eternas y las contiendas feroces estaban

arrastrándome a un punto insoportable de inestabilidad demencial.

Había una Laura que todas las mañanas se levantaba religiosamente a las 8:20. Se despertaba a los

tropezones porque siempre había tiempo para “un ratito más”, se vestía con ropa que le gustaba sin

convencerla, simulaba que se maquillaba, se calzaba zapatos sin taco y se iba a trabajar. Tenía empleo en

una agencia de viajes y un puesto que le gustaba. Era buena en lo que hacía y ganaba lo suficiente para ser

independiente, aunque eso significara vivir en un mono ambiente símil caja de fósforos. “Es el precio de mi

libertad”, se decía. No dejaba de repetirse que, si a los veintidós años había podido hacerle frente a Buenos

Aires y salir ilesa, entonces un futuro prometedor debía estar esperándola en alguna parte. Quizá con mucho

sacrificio y algo de suerte, en poco tiempo podría convertirse en propietaria de su hogar, aunque eso

implicase hipotecar los próximos treinta o cuarenta años de su vida. Después de todo, el pago del alquiler bien

podría estar yendo a pagar la cuota de un crédito. Laura se había acostumbrado bien a la rutina porteña. No

había hecho grandes amigos, pero hacía casi tres años que tenía un novio de country que pegaba bien con su

vida. Los fines de semana salían a comer, a veces iban al cine. Laura hacía grandes esfuerzos por encajar

porque era hora de madurar y de tomarse las cosas más en serio. Había veces en que, finalmente, lograba

conciliar la imagen de futuro que el presente le anunciaba, pero la mayoría de las noches se iba a dormir con

esa sensación que uno tiene cuando hay algo fuera de lugar.

La otra Laura era, como es de esperarse, la antítesis de su rival. Se despertaba todas las mañanas

hostigándose, preguntándose si acaso no había caído en una de esas maldiciones que condenan a la víctima

a vivir el mismo día una y otra y otra vez. Le gustaba su trabajo, sí, pero no le veía mucho sentido ahora que

ya se había probado a sí misma que podía ser independiente. La idea de ver pasar los años detrás del mismo

escritorio la deprimía de manera fatal, y desconfiaba de las tentaciones de un futuro que jamás llegaba. Si lo

que decían era cierto y la vida era una sola, ¿qué hacía ella ofrendando sumisamente los mejores años de su

juventud a una empresa que apenas sabía su fecha de cumpleaños? ¿Qué era lo que le impedía tomar el

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control y largarse a recorrer el mundo por diestra y siniestra, como siempre había soñado? ¿Dónde estaba el

placer de atarse una tarjeta de crédito al cuello? ¿Cuántos kilómetros valían esas carteras que se rehusaba a

comprar? Esta Laura era la manzana podrida de todo el cajón, “el lado inmaduro que se rehusaba a superar”,

“las pavadas que le impedían sentar cabeza”.

Entre medio de esas dos estaba yo, balanceándome por la vida. Mi lado viajero había estado en mí

desde adolescente. Perdí ya la cuenta de la cantidad de hojas que rellené con mapas de viajes inventados,

con promesas a mí misma de vivir en Italia, comprar una combi o cruzar la Gran Muralla china en bicicleta. Mi

mejor amiga una vez me había dicho: “Nuestros padres nos dan alas para que la sociedad nos las queme”, y

casi sin darme cuenta yo me iba pareciendo cada vez más a esos maniquíes de centro comercial que se

amalgaman con el entorno hasta perder cualquier dejo de individualidad. Todo que lo tenía no lograba

hacerme feliz. Aunque la primera versión de mí estaba bien establecida, de sus debilidades se alimentaba mi

otro yo, la más antigua, la que sabía a ciencia cierta que lo que me quitaba el sueño, lo que no encajaba, lo

que estaba fuera de lugar, era ni más ni menos que yo misma. (…)

MONTAÑITA—La vida sin jefe—

De la selva amazónica pasamos a los Andes y de las cimas heladas bajamos hacia el mar. Hacía meses que venía soñando con llegar a la playa. El mito de Montañita nos atrapó con su canto de sirenas.

Pusimos un pie en el pueblo después de recorrer unos cuantos kilómetros, buscando el punto exacto entre Manglaralto y Olón. La camioneta frenó junto a unos restaurantes y de un salto estuvimos en la calle central. En el primer pantallazo comprendí eso del “punto de encuentro de mochileros”. Hacia ambos lados se desplegaba un mercado a cielo abierto en el que reinaban artesanos con su infaltable macramé. Aquí y allá gringos de todas las razas lucían su existencia con total jactancia. Un mate amargo saltaba de mano en mano, chicas nacaradas caminaban en bikini y una maraña de rastas rubias se escondía detrás de una tabla de surf. Disculpen, ¿esto es Ecuador? Había algo irreal en toda la escena. El paisaje no tenía nada que ver con la costa ecuatoriana que veníamos recorriendo. Más bien, se parecía a Plaza Serrano, en el corazón manipulado de Palermo. Pero se sentía bien comulgar con la comunidad de vez en cuando.

Nos acomodamos en un hostal cualquiera y nos fuimos a la playa. La primera vez que nos metimos al mar durante el viaje había sido en Antártida. De allí a las heladas patagónicas, al sofocante calor

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paraguayo, al frío altiplánico de Bolivia y a las indecisiones del termómetro de Perú. Montañita era, con su diminutivo querendón, una gloria que se disfrutaba en ojotas. “Te va a encantar”, “No vas a querer irte nunca”. Las predicciones habían sido unidireccionales y acertadas. Acabábamos de llegar y yo ya quería instalarme. No obstante, nuestra ruta estaba marcada por el regreso. Habíamos transitado Perú a los saltos, apurados por las fechas del encuentro en Cuenca. Quedaban muchos Andes por ver todavía.

—¿Y si nos quedamos y seguimos desde acá?Juan me miró adivinando el soborno. Yo sabía que me iba a

responder que no, que no era funcional al libro, que sería como amputar el viaje. Pero él también sabía que yo no tenía ganas de volver a Perú. Pensaba en todos los kilómetros marcha atrás, en el frío despiadado de Cusco y en mi casa. Sentir que estábamos retrocediendo hacia el punto de partida me quitaba el entusiasmo.

—Y…la verdad es que con el agua al cuello no dan ganas de volver, pero no podemos saltearnos Perú.

—Yo no te digo que lo salteemos, pero lo podemos dejar para la vuelta... Hacemos las Guayanas y de ahí nos tomamos un barco hasta Iquitos, por el Amazonas. Y nos cierra perfecto el círculo, o mejor dicho la P.

—¿La P?—Sí, sería un viaje con forma de letra P. Me dijo que lo iba a pensar, pero yo presentía que tenía la batalla

ganada. Como viajeros independientes que éramos, habíamos tenido que aprender a consensuar los intereses. Esta vez, sin embargo, teníamos algo en común: ninguno de los dos conocía Colombia, y eso nos tentaba.

Al segundo día de vacaciones del viaje, descubrimos que Montañita tenía una vida local. A unas cuadras de la fachada mochilera se extendía un pueblo de gente que también andaba descalza y convivía con el mar: pescadores y cocineras que habían aprendido a sobrellevar el turismo sin mezclarse. Cambiamos los menús de brownies y pizza parties por comedores familiares donde la vajilla jamás combinaba y la comida de todos nacía de la misma olla. Por U$D 1,5 almorzábamos sopas de camarón, pescado frito con arroz y menestra —ese infaltable acompañamiento a base de porotos—, bebida incluida. Del hostal

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pasamos al camping y de comprar, a vender. En una semana habíamos mutado tanto que los vendedores nos saludaban por la calle y ya nadie se acercaba a ofrecernos sus artesanías. Desde nuestro búnker con estacas viajábamos hasta Libertad, el pueblo costeño con universidad más cercano. Allí sacábamos fotocopias, revelábamos fotos e imprimíamos las tapas de los libros artesanales que más tarde se convertían en nuestro pan. De día engrampábamos, pegábamos y prensábamos los Vagabundeando…. De noche nos íbamos de gira por los bares y restaurantes. Con apenas vender dos libros lográbamos cubrir los gastos diarios y darnos un gusto extra. Nunca vendíamos menos de cinco. Una noche, sentados en la vereda mientras la rumba rebotaba en los cristales, aquella duda que había tenido cuatro años antes en La Paz se volvió una certeza:

—A este ritmo voy a terminar ganando lo mismo que cuando trabajaba en la agencia.

—¿Para tanto?—Sí. Y trabajando solamente un par de horas… Y no tengo alquiler.—Y estás en la playa.—Y me visto como quiero.—Y no tenés ningún jefe por detrás.—¿Y si nos venimos a vivir a Montañita?La idea era tan tentadora que histeriqueamos con ella unos

cuantos días, hasta llegar a pensar en escribir el libro allí. Hacía mucho tiempo que mi idea de éxito había dejado de tener cara de Buenos Aires, y me parecía extravagante pensar que ahí, en ese rincón fabricado del planeta, pudiéramos ser felices a nuestras anchas, vivir de nuestras letras y comer sopa de camarón hasta el empacho.

Abandonamos el plan de residencia cuando los talones comenzaron a picarnos. Había hambre de caminos y teníamos que seguir. Mientras que para muchos otros viajeros Montañita es —y seguirá siendo— sinónimo de descontrol y noches de locura, para nosotros dos sus calles gringas y su aire a flower power marcaron un antes y un después. Desde nuestra primera visita hasta que abandonamos Ecuador, fuimos y volvimos tres veces a llenar el chanchito y el alma. Nunca dejará de ser el lugar en que descubrimos que vivir viajando es más barato que quedarse en casa. Y semejante hallazgo no es poca cosa.