García Baró-LA muerte, el amor y otros aprendizajes

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Lección Inaugural del Curso Académico 2011-2012 LA MUERTE, EL AMOR Y OTROS APRENDIZAJES Miguel García-Baró López

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Lección Inaugural del Curso Académico 2011-2012

LA MUERTE,EL AMOR Y OTROS

APRENDIZAJESMiguel García-Baró López

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Miguel García-Baró López

LA MUERTE, EL AMOR Y OTROS

APRENDIZAJES

Lección Inaugural del curso académico 2011-2012de la Universidad Pontificia Comillas

Pronunciada el 14 de septiembre de 2011

2011

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Con las debidas licencias

© Universidad Pontificia Comillas

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ÍNDICE

Págs.

1 LA VIDA Y LA ACCIÓN ....................................................... 7

2. LA EXPERIENCIA Y LOS ACONTECIMIENTOS .............................. 13

3. LA MUERTE ...................................................................... 17

4. LA REVELACIÓN O EL AMOR ............................................ 21

5. LA ETERNIDAD .................................................................. 24

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1. LA VIDA Y LA ACCIÓN

El mayor filósofo que ha existido sostenía que él no estaba en posesión de ninguna ciencia ni de ninguna técnica especial; que él era sólo uno de tantos, uno cualquiera, aunque, desde luego, alguien que sabía hablar, exactamente igual que el resto de los hombres corrientes, sólo que con el pequeño matiz de que él tenía plena conciencia de lo que realmente es hablar: él hablaba en serio.

Esta indicación sobre la naturaleza no sólo del filósofo sino también, lateralmente, de la filosofía no debería desoírse, aunque a primera vista amenace con ayudar a extinguir del todo el cultivo académico de esta disciplina —cosa que, aunque hoy se intente de muchos modos, nosotros supondremos indeseable—.

Lejos de querer decir Sócrates que la filosofía es tan sencilla como hablar, lo que pretendía era subrayar que hablar es realmente tan difícil como la sabiduría más preciosa, aunque los hablantes mediocres no lo creamos así ni por un momento.

Tomemos en la mano ahora un hilo que, en apariencia, está lejos de esta tesis tan curiosa del santo patrón de los filósofos. Será éste, sin em-bargo, un hilo que nos devolverá al lugar del que partimos.

Cuando un hombre intenta decir qué es lo más abarcante de cuanto concibe, la totalidad mayor que la cual no puede pensar ninguna otra, debe llegar a la conclusión que no Ortega, sino, con toda probabilidad,

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Protágoras de Abdera obtuvo por primera vez —y, como es natural, se abstuvo de proclamarla demasiado claramente—. Esta conclusión es que nada resulta tan total y abarcador como mi vida, la vida de quien se ha planteado esta cuestión que señala el punto de arranque de la metafísica. No la historia, no la naturaleza, sino mi vida, dentro de la cual se presen-tan, como ingredientes suyos, a cierta edad, la historia y la naturaleza, la sociedad, Dios y las ciencias.

Mi vida tiene inicialmente un problema radical que resolver, además de infinitos problemas cotidianos y no tan radicales: el de adquirir plenitud, bondad, excelencia. Lo que implica que no hay momento de mi vida en que su plena bondad esté ya lograda y pueda yo descansar. Pero también significa que me es preciso cuidarme de mi vida, porque el descuido de ella equivale a su decadencia.

En cualquier instante en que reflexione sobre mí, me encontraré a medias entre el desastre y el cielo y capaz, si llevo adelante cierto modo del cuidado de mí mismo, de mejorar esa situación, aun cuando no vaya, gracias a Dios, a suprimir jamás la inquietud del corazón, el hallarme nel mezzo del cammín.

Es tan imposible que un hombre desconozca la cuestión de la plenitud de su vida como que no haya hablado o pensado nunca y sea, sin em-bargo, nada menos que todo un hombre. Si la búsqueda de algo siempre más deseable no nos llevara en sus alas, el estupor completo caería sobre nosotros hasta arrebatarnos toda conciencia: sería entonces el resto ya silencio para toda la eternidad.

Pero, ¿de qué está hecha la vida, mi vida, esta totalidad cultivable, esta faena perpetua, origen de toda pasión, de toda ansia, de todo dolor y toda alegría? Se compone de momentos, de presentes, que son todos de alguna manera una acción.

Sócrates —entre líneas, naturalmente, y hasta entre líneas de los tex-tos que nunca escribió por sí mismo— propuso este análisis de la acción, o sea, de la sustancia y la médula de la vida: que hago lo que hago porque sé lo que sé. Y es que al hacer, actúo sobre el mundo, sobre la sociedad y

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el prójimo y sobre mí mismo, pero, desde luego, justamente en la medida en que doy por entendido que los conozco lo bastante.

Nadie hace algo con absoluto desconocimiento de lo que hace y de aquel o aquello a quien se lo hace. Me comporto con cada persona y cada cosa, e incluso conmigo, conforme a lo que estoy suficientemente convencido de saber sobre esa persona, esa cosa y yo.

Ahora bien, en lo que yo sé de mí va incluida primordialmente la idea de lo que más temo, de lo que no me deseo a mí mismo bajo ningún concepto, por nada; porque huir de eso es el más evidente motor de mis actos. Así, con cada uno de ellos digo de alguna manera a todos los vien-tos, elocuentísimamente, qué verdades acepto y, sobre todo, qué pienso que es lo peor en absoluto que podría pasarme.

Actuar es hablar, es decir; y parece que no hay modo de parar de hablar, de decir, de obrar. Nadie nos ha enseñado a actuar, pero saber hacerlo es el más esencial de nuestros conocimientos.

La segunda oleada del análisis socrático de la acción distingue en ella las verdades que decimos al actuar que sabemos, del hecho de que las hayamos convertido en nuestras (o sea, en nuestros actos, con los que tratamos de resolver el problema capital entre todos los problemas); y, sobre todo, distingue esas verdades de la razón por la que nos las hemos apropiado.

Las verdades vuelan por el aire: están en el espectáculo de la vida de los otros, pero también en su conversación, en los libros, en los medios. Llamémoslas, muy a la griega, discursos, más que verdades, porque es evidente que muchas de ellas, carentes de prestigio, de brillo, de gloria, de doxa, ante nuestros ojos, no nos las apropiamos, no nos las creemos y no las volvemos decisiva vida nuestra, sino que las tenemos por false-dades o sinsentidos, puros ruidos, viento.

Para llegar a la creencia, es necesario que el discurso que se nos ocurre o que recibimos del entorno nos afecte con alguna clase de poder, nos persuada.

El quid de la cuestión está, pues, en aclarar el valor de este poder, en jerarquizar tales fuerzas persuasivas; porque nadie, afortunadamente,

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está libre de la humillante experiencia de haber creído y vivido con en-tusiasmo, sin segundas, una verdad aparente que se reveló después una falsedad irremediable. Hay, pues, prestigios que traen los discursos que no valen lo mismo que otros prestigios, en el sentido de que no garanti-zan la verdad de eso que se dice; pero que, desde luego, son potentes, y hasta potentísimos, en persuadirnos.

El tercer nivel del análisis —nunca confesado del todo— de Sócrates es ya una conclusión fácil de sacar ahora: el más influyente de tales pres-tigios, de tales glorias formando halo alrededor de las posibles verdades, es en realidad nuestro miedo a que creer determinado discurso nos lleve antes o después a la meta que más tememos.

No podemos suspender por completo la acción, o sea, el hablar, o sea, el creer discursos; y sabemos en el fondo mismo de nuestro ser que cada acción lleva o en la dirección del desastre que nos horroriza o en la dirección de salvarlo y salvarnos; y conforme a este criterio tan arraigado en la carne de la vida, llamamos buenos y malos a los presentes, a los ahoras, a los actos por los que vamos pasando. Tendemos brutalmente a creer lo que nos conviene, o sea, lo que calculamos que nos aleja de aquello que consideramos el peligro supremo.

¿Qué peligro es éste? ¿Quién nos lo muestra?

Y aquí es donde se traza la línea divisoria entre filosofía y no-filosofía.

El orden en que las cosas suceden por lo común en la vida humana es que los demás, la gente, nos señala desde muy pronto qué debemos evitar a toda costa, y algo en nosotros responde convenciéndose. Todo en la vida se juega en que, aunque haya de ser en un segundo momento, siempre un poco tarde, reaccione cada cual hasta lograr la hazaña de poner en duda si el miedo que se le inculcó y al que él asintió con toda o casi toda su alma, hasta hacerse cómplice de la gente, merecía o no el puesto de honor que de hecho viene ocupando en su vida. Y no hay que suspender el miedo por miedo (por miedo a no temer lo bastante a lo que más deba temerse), sino porque vea cada uno que son bien distintos

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la evidencia y el miedo, y que la evidencia tiene el sabor de anticipar una plenitud a la que nunca sabe el miedo.

Protágoras, naturalmente que no de manera demasiado explícita, se atrevió a describir el objeto de este terror tan de la gente y tan nuestro como discípulos de la gente: nada hay peor que el absoluto no reconoci-miento por parte de nadie, que el hecho de caer fuera de los márgenes de la sociedad, que valer lo mismo que un cero a la izquierda. Esto es morir en vida, o sea, con la conciencia de la muerte que, al menos, decía Homero que les falta a los que sólo se mueren simplemente. No intere-sar a nadie, no influir en nada, no tener peso social ninguno, no gustar a nadie. ¡Cualquier cosa antes que este infierno! Y en palabras afirma-tivas: nada empieza importándonos más que seducir. Mucho antes que ser dignos de reconocimiento, lo que necesitamos es reconocimiento, o sea, parecer dignos de reconocimiento y, así, obtenerlo. Parecer es casi infinitamente más importante que ser, porque el parecer basta para ser aceptado, pero el ser, en cambio, no nos lo garantiza.

Si tuviéramos tiempo, daría yo ahora alas a la elocuencia para extenderme acerca del peso colosal de este miedo, es decir, a que es evidente que la muerte en vida es un tormento de los infiernos. Se lo parece a la gente y se lo parece al chico al que la gente educa, porque lo educa más con lo que hace que con lo que dice, ya que lo que se hace es un decir mucho más grave que el mero decir. Todos los espectáculos se dan en el mundo, menos —diríamos— el de uno al que no le importe nada parecer porque ha puesto toda su pasión, una infinita pasión, en ser.

Y sin embargo, habíamos quedado en que el fin de la vida es ser cierta plenitud siempre por alcanzar, no parecer esa plenitud.

Tenemos, pues, en las manos el primer fruto de la filosofía: que la pri-mera condición de la vida buena es la valentía, una especie de la valentía heroica; un remontar la corriente para el que se necesitan los brazos más fuertes.

Es verdad que duele ser rechazado por todos y que gusta seducir hasta ser aceptado; pero no es la verdad más clara de la vida. Y para

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que nadie se le enfade a Sócrates, éste dirá todavía menos, aunque ya sea ello, si decimos tal cosa en serio, o sea, si la hacemos al decir-la, un paso infinito. Sócrates, en efecto, se limitará, con maravilloso cuidado del otro hombre, tan sólo a pedir que se le deje tiempo para pensar si es verdad que el infierno son los demás. Su interlocutor, el que sabe ya todo lo más importante y no puede perder un rato pre-guntándose —que es la manera de hacer lo menos posible, puesto que directamente no es afirmar nada, no es creer nada—, el sofista, se im-pacientará terriblemente ante la falta de sentido de la realidad de este hombre que se toma su tiempo y su distancia para pensar justamente aquello de lo que nadie duda (aunque quizá no siempre lo confiese al hablar por hablar, porque es un poco duro esto de reconocer que uno ansía gustar —no es éste siempre un lenguaje decoroso...)—. Sólo los niños pequeñísimos ignoran que vivir es sentir poder, anhelar poder más; y este poder se refiere a los otros y a lo otro, pero, sobre todo, a los otros. O, mejor dicho, no sólo lo ignoran los niños pequeñísimos: también los débiles, los esclavos, los que, aunque viven, no saborean en plenitud la vida porque temen que el esfuerzo por hacerlo se con-vierta en un camino más rápido aún hacia la marginación y el sufri-miento. La voz de trueno de la vida dice al fuerte: «Amplía al máximo tu deseo y obtén todos los recursos necesarios para satisfacerlo; afron-tarás así los desgarros, las contradicciones trágicas de la vida, pero más vale esta lucha —de la que además siempre es muy fácil y poco doloroso salir voluntariamente— que desperdiciar en naderías la única vida que se te ofrece. No hay más posibilidades que tratar de poder y poder siempre más o, si no, dejarse disminuir por los que sí pueden y sí buscan poder más mañana que hoy».

Abstenerse de todo miedo: he aquí el principio de la vida buena. Mirar en conjunto todos los discursos y, sobre todo, los prestigios y las glorias con que vienen adornados, y sólo reconocer la gloria de la verdad, por-que se sabe, esto desde luego, que la falsedad maltrata y menoscaba. Renunciar a la perfecta injusticia de dejar pasar por verdades discursos cuyo peso de prestigio no es precisamente el peculiar brillo deslumbran-te, absolutamente deslumbrante, de la verdad.

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Y esta última frase, si se la considera un momento, incluye un fac-tor extraordinario, con el que hasta ahora no habíamos contado: al cuidarme de mi vida en este orden radical, no puedo dejar de cuidar-me de los demás y sus vidas, porque las falsedades son compartibles, están compartidas, y lo falso es el enemigo. No el miedo, ni siquiera el miedo a lo falso; el enemigo es lo falso mismo y como tal.

Pero entonces resulta que la valentía filosófica y antisofística empieza una vez que para el hombre existe seriamente el otro hombre y no sólo no le es indiferente porque lo tema sino porque reclama de él cuidado.

El otro hombre es ya el prójimo que exige mi responsabilidad y que me juzga, que me importa en sentido moral. ¿Y acaso nace el hombre con este don? ¿Nacemos ya sirviendo al prójimo? ¿No es más cierto que un hombre escucha antes y mejor el ruido de la gente que la voz de su conciencia?

Se aprende que el otro existe como digno de mi cuidado; y se apren-de más quizá sin quererlo que adrede o buscándolo. Pero al reconocer este hecho capital, pasamos de la escuela de Atenas a la escuela de Jerusalén.

2. LA EXPERIENCIA Y LOS ACONTECIMIENTOS

Los sistemas clásicos de filosofía, tanto los idealistas como los empi-ristas, han supuesto siempre que cabe prescindir de la historia de la vida personal a la hora de exponer el conjunto de la verdad.

Fichte, por ejemplo, comienza su libro capital del mismo modo, en el fondo, que habían comenzado los suyos Descartes y Espinosa: presentando directamente el primer principio absoluto y absolutamen-te cierto del saber; para pasar en seguida a ir deduciendo de él, al margen del tiempo de la vida, los teoremas que reconstruyen el orden del ser y la verdad. Los hombres, como explica Hegel, tenemos por contenido de nuestra conciencia lo absoluto, sólo que casi nunca en la forma adecuada a ello, o sea, en la forma absoluta de la lucidez completa, a la que él llama idea. Vamos dándonos apenas cuenta de

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algunos márgenes y adornos de la verdad; la sentimos un poco, la sos-pechamos otro poco, la deseamos parcialmente algunas veces; pero no la realizamos en su fuerza plena propia. Sí lo hace, en cambio, la filosofía, es decir, el filósofo cuando se olvida casi del todo de sí mis-mo y de su aventura existencial y tan sólo considera del mejor modo posible el contenido infinitamente lleno de la conciencia —de la suya y de la de cualquiera—.

Claro que es verdad que necesitamos hacernos cargo de alguna ver-dad absoluta incluso simplemente para poder seguir respirando, sobre todo si hemos antes vacilado y errado por los vacíos y los terrores de lo falso y lo que daña. Pero es fatal confundir la certeza original y radical con la posesión de un primer axioma desde el que, sin tener que vivir la vida, se pueda inferir toda la verdad de ésta. En otras palabras: aunque las verdades matemáticas sean certísimas y puedan servir de axiomas en su propio campo, sería un supuesto exagerado y, en el fondo, mor-tífero, convencerse, sólo por eso, de que únicamente la evidencia del tipo matemático es evidencia, y únicamente la inferencia deductiva es saber seguir como se debe el hilo del sentido creciente y que apunta a nuestra plenitud.

No sólo la existencia no es un sistema, sino que tampoco lo es la ver-dad plena. Ni siquiera la divina verdad es concebible como un sistema, aunque precisamente ésta fue la creencia fundamental del idealismo de Hegel; porque siempre parecerá que, si Dios existe, como ha de saberlo todo, ha de conocerlo todo unitaria y sistemáticamente.

La verdad primera, como ya he recordado, es la de mi vida misma en su acción presente y en su inquietud que requiere cuidado. No puedo fingir que no estoy vivo y preocupado; no puedo asumir que a lo mejor sea yo el sueño de una sombra más que por juego y a momentos, pero no de otra manera que como un actor se reviste por una hora de la piel de un personaje, siempre a sabiendas de que hay diferencia entre el per-sonaje y él mismo.

Este presente vivo y tan indudable y tan cargado de misterio y pasión, es, como lo ha descrito brillantemente Michel Henry en nuestros días, algo semejante a un foco de luz pero que, ante todo, se ilumina a sí mis-

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mo, se manifiesta y revela a sí mismo; y sólo gracias a esta operación, que coincide con su ser, ilumina también lo que todos tomamos por el mundo ancho y ajeno, por alguno de sus paisajes inacabables.

La vida, en este sentido filosófico especial y primero, es ser que se autorrevela y se siente a sí mismo; es pasión de sí; es gozo y dolor de sí, en una primera lucidez que luego entendemos que se traspasa más o menos intensamente a las cosas que sentimos, padecemos y gustamos y que no se sienten ellas a sí mismas como las siento yo.

La acepción principal y primordial de la palabra ser no es la que se toma de las cosas: la sustancia; ni la que se toma de los pensamientos: la idea o el concepto. No es ni el particular ni el universal. Es la pasión de sí, la revelación de sí: subjetividad como luz vuelta sobre ella misma y hecha de una materia que Henry se atrevía a llamar carne, porque es, como todos ahora mismo estamos experimentando, la intimidad misma de nuestro sentimiento de gusto o disgusto, de gozo o pena, de quietud o esfuerzo y movimiento. Vida de carne, verdad de verdades, ser de seres. Una palabra que no es ningún discurso todavía sino el lugar donde los discursos de palabras pueden arraigar en actos vivos y donde las ecuacio-nes pueden brillar como explicaciones verdaderas de muchos fenómenos que fueron primero, para cierta fase de la vida, experiencias enigmáticas o experiencias cotidianas.

La vida, sin embargo, no se alimenta de sí misma sino, sobre todo, de la otra materia fundamental que existe: el sentido, o sea, aquello que resulta al mismo tiempo comprensible, vivible, y que nos traslada hacia más sentido, hacia el futuro. El sentido es una señal hacia más y después, pero que ella misma se comprende y, al comprenderse, se goza siquiera un poco. Entender es ampliar el horizonte de la vida, o sea, dilatar la vida misma. Vida y sentido se exigen, se buscan, se diría que se aman mutuamente, porque sólo en y con la vida se da el crecimiento de sentido que hace a la vez crecer la plenitud de la propia vida.

El continuo de nuestra vida está hecho de lo que llama una parte muy importante de la filosofía actual (la fenomenología) la experien-cia: un constante aumento del sentido de las realidades cotidianas, que se vive como una corroboración, siempre un poco nueva, de lo que ya

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sabíamos, aunque también muchas veces como una decepción parcial de nuestras expectativas. No hay instante de la vida que no sepa a nuevo y, al mismo tiempo, a viejo. Todo es siempre la primera vez y se diría que nada es del todo nunca la primera vez.

Sobre la base de este continuar viviendo, de esta síntesis suave y cons-tante, como dice el ya antiguo término técnico de los filósofos, el resto de nuestro acto presente suele consistir o en la ensoñación imaginativa y rememorativa, o en la toma de una decisión (un salto de libertad), o en el diseño de un proyecto no sólo fantasioso para la vida del próximo futuro; hay ocasiones en que nuestra acción es también reflexión o científica o filosófica y brote artístico; y hay otras más en que es contemplación, ex-pansión amorosa, mística de a diario, profundización en el divino fondo de la vida y de todo sentido. Debajo de todos estos modos de la melodía de la vida, sigue la experiencia carnal del mundo básico del sentido tra-bajando en silencio. Por ejemplo, ahora, mientras me oís y quizá pensáis en lo que voy diciendo, o quizá dejáis volar la imaginación a un lugar maravilloso y lejano, o quizá programáis lo que haréis esta tarde, tenéis como por debajo de cualquiera de estas actividades continua experiencia del sillón, el suelo y la sala, y, sobre todo, de vuestro propio sentir y sentiros.

Pero hay también una forma excepcional de vivir la vida, que no desconoce ningún ser humano, y a la que llamamos en la filosofía de hoy, sobre todo en la escuela de Emmanuel Levinas, con el término clásico de acontecimiento. En los acontecimientos que marcan como hitos, paréntesis o épocas los períodos de nuestra vida, la historia de nuestra vida, sobre la calma de la experiencia de la carne sobreviene la catástrofe del sentido por el que suponíamos que íbamos ascendien-do lentamente hacia la plenitud. Algo que sucede nos asalta con tal falta de miramientos y tal violencia que lo mejor de nuestro mundo se tambalea y termina deshecho. Es el desastre, en la acepción lite-ral de la pérdida de las estrellas orientadoras. El cosmos es invadido por el caos; las expectativas, las esperanzas y las confianzas huyen de pronto. Todo empieza a ser nuevo. Pero como el asaltado por el acontecimiento no tiene armas para interpretarlo, asimilarlo y dome-

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ñarlo, apenas a base de tiempo y esfuerzos podrá hacerse cargo luego y poco a poco de la novedad que ha irrumpido, de lo inesperable que se ha presentado. Inesperable antes y, ahora, inolvidable.

El acontecimiento trae demasiado, y este exceso se vive de entrada como peligro, hundimiento, desorientación: la ruina del mundo acos-tumbrado y la entrada en un terreno que nada nos hacía prever que existiera.

Los estoicos han dado testimonio de la existencia de los acontecimien-tos con su casi desesperada ansia de protegerse de ellos en una seguridad invulnerable. Porque algunos hombres tenderán a objetar que describo un acontecimiento de tal forma que nadie ha vivido jamás una cosa así. El pensamiento bíblico, en cambio, está todo él puesto bajo la luz de ca-tástrofe de los acontecimientos: la creación, la revelación y la redención son los tres esenciales.

¿Qué puede hacer con ellos y decir de ellos la filosofía? No es un asunto de poca monta, porque en esta cuestión se dilucida una parte capital de lo que debamos hoy pensar acerca del problema clásico de las relaciones entre la fe y la razón.

3. LA MUERTE

Si la vida estuviera dominada por la mera experiencia y no ocurrie-ran en ella acontecimientos, tampoco podría haber saltos de libertad y, sobre todo, se volverían vacíos dos conceptos fundamentales del pensamiento religioso y la teología: los de trascendencia y eternidad.

Pero las consecuencias negativas de la expulsión de los aconte-cimientos de entre los datos primordiales de la vida real no pueden decidir sobre la verdad filosófica de ellos mismos, sobre sus rasgos esenciales, su jerarquización, su historia y, por encima de todo, su enseñanza, su violento enriquecer o empobrecer el sentido de nuestra vida.

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Lo que más importa en un principio es adquirir la certeza de que no sólo hay acontecimientos sino de que todos nosotros hemos vivido al menos ya uno que, en cierto modo, ha significado nuestro verdadero nacer a la vida, precisamente porque ha sido nuestro encuentro con la muerte.

En efecto, cuando describimos la realidad fundamental de nuestra vida, vemos que en ella es imprescindible su carácter breve e incluso su poder acabar en cualquier momento, su estar a la muerte, como decía Martin Heidegger. No ha habido una tontería mayor en la his-toria del pensamiento humano que la de aquel escritor británico que decía que aceptamos que nos moriremos por inducción y cálculo de probabilidades. Muy al contrario, la certeza de la muerte es tan básica y tan antigua como la certeza de la irreversibilidad y lo corto del tiem-po de que disponemos.

Las cosas que podemos hacer son posibilidades efímeras, que es preciso aprovechar, porque no vuelven, o sea, porque no tiene nadie por delante todo el tiempo del mundo, en el que sin duda reaparece-rían. Las nociones de posible e imposible, de contingente y necesario, van ligadas por esencia al carácter mortal de la vida, hasta el punto de que Heidegger se atrevió a extrapolar esta constatación y sostener que sólo hay verdad y sólo hay existencia para un ser que se muere, de modo que la palabra «dios», cuando el monoteísmo la usa, carece de sentido en última instancia.

Pero la antigüedad de nuestro conocimiento del tiempo no es tanta como la antigüedad de nuestra conciencia. Hemos vivido todos sin esta noticia, jugando, inocentes, sin cuidado de nosotros. De pronto —o aparentemente despacio, porque los acontecimientos no entregan su lección más que poco a poco, de excesivamente fuertes que son—, hemos sido lanzados a la corriente de la vida tal y como el hombre, y no el niño, sabe que es. Pero de no tener a tener tiempo hay una distancia inmensa, una grieta que sólo un trauma extraordinario nos ha obligado a saltar sin que nuestra libertad haya intervenido. Más bien se ha despertado la posibilidad de la libertad sólo una vez que el

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tiempo, o sea, la muerte, ha venido sobre nosotros y nos ha nacido, nos ha creado hombres.

No cabe señalar qué suceso particular empuja la vida humana has-ta el tiempo; y si creemos que la transición no fue repentina, sólo es porque necesitamos precisamente mucho tiempo antes de atrevernos a decirnos qué nos había ocurrido y de qué modo tremendo el mundo había cambiado.

El golpe es tal que la reacción nuestra tiene siempre parte de huida. Estamos ante la Esfinge y demoramos la respuesta —si fallamos, nos mata—, quizá con el sistema del que se burlaba Unamuno: en vez de sostenerle la mirada, como si jugáramos una partida con ella, nos de-dicamos a contarle las cerdas del rabo. En otras palabras, procuramos olvidar la lección tremenda que nos da la vida cuando menos recursos tenemos para aprenderla; pero ninguna estrategia es bastante para devolvernos a la región donde el tiempo irreversible, breve y tan serio todavía no existía porque no era concebible que empezara jamás a existir.

La situación juvenil de un hombre es, sin remedio posible, la pre-ocupación medio acallada, aparentemente olvidada, por la muerte propia. En crisis repentinas de angustia y sinsentido, la experiencia infantil de la muerte vuelve a la superficie con su mensaje: el mundo es inhabitable, insignificante; las distracciones infinitas que buscamos con tanto ahínco para no pensar en la muerte no son más que tedio-sas dispersiones que no nos hacen avanzar un milímetro en la solución del viejo problema tenebroso, asqueroso. Y el peor asunto es que si vivir tiene este poso de amargura, morir es definitivamente lo que que-rríamos posponer sine die. Antes porquerizo en la aldea más remota que rey del imperio de los muertos, como decía la sombra de Aquiles a Odiseo en las lindes de ese imperio.

Intentamos en la juventud disfrutar de la vida rechazando el pen-samiento de la muerte y rechazando el pensamiento, aún más angus-tioso, de que si la vida no fuera efímera la soportaríamos peor que la muerte. Y si la ciencia viene luego a hacerse un lugar entre nuestras posibilidades existenciales, nos distraerá casi definitivamente. El senti-

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do y la angustia, la experiencia y el acontecimiento no son —diremos entonces— más que aspectos de lo único realmente real: las descar-gas eléctricas en la materia nerviosa, las cuales, a su vez, sólo son refinamientos de los intercambios químicos esenciales, por los que la materia y la llamada vida se vinculan en la unidad de lo absoluto impersonal, del ser, de lo que hay.

El «más valdría no haber sido nacido» deja así en algunos paso a la preciosa ilusión de poder declarar a boca llena —y a corazón frío, que apostillaría Unamuno— que la cuestión del sentido y la plenitud de la existencia es un puro sinsentido.

Uno de los muchos personajes que habitaban a Søren Kierkegaard porque nos habitan a todos, usaba de la inteligencia no para la cien-cia sino para la seducción en su forma pletórica, y declaraba con el ejemplo que sólo Don Juan contesta cumplidamente al desafío de los muertos.

En todo caso, una vez que he recibido este reto y, sobre todo, cuando las crisis de la angustia me lo recuerdan, la gente y el mundo se apagan en su pobre significatividad, en su penosa importancia de juguetes, y quedo yo a solas, en la autenticidad de una existencia ya mía propia, de una soledad radical, de un yo efectivamente tal, para el que ninguna compañía, como no sea el recaer en la de los juguetes, tiene ya posibilidades.

Y cabe el donjuanismo de la cultura, incluida, claro está, la cultura filosófica y teológica. Gracias a él, el hombre curioso y superficial se pasea por todos los paisajes —así lo cree él— del espíritu, descono-cedor de que lo que más vale la pena interpretar es el blanco entre las letras y las líneas. Lee para decir que ha leído y, aún más, para experimentar el escalofrío de las ideas más audaces o más raras. Que ningún pensamiento se le escape, no vaya a ser que en alguno igno-rado se oculte una fuente de placer reservada a los muy pocos y, por ello mismo, infinitamente valiosa.

De aquí que esta actitud pueda encontrar un refuerzo poderoso en el hallazgo de las ciencias y de las capacidades casi infinitas de la

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técnica. Una persona decidida firmemente a no dejarse absorber en el duro pensamiento del acontecimiento inaugural de la muerte y sus secuelas, es proclive a sentir una apasionada vocación por la explica-ción científica de la realidad. Cierta oscura conciencia de que, de esta forma, justifica su abandono del terreno poco habitable del enigma, acompañará esta fiebre de saber: de saber otras cosas no muy conso-ladoras, precisamente, aunque, desde luego, no angustiantes ni llenas del misterio que exige valentísima paciencia.

Es evidente que la dedicación a la ciencia no supone en absoluto que se cierre los ojos a la atención metafísica y que, de hecho, cuanto más haya de esta última, más habrá también, seguramente, de autén-tico interés por los logros y los límites de los saberes empíricos. La pasión por lo misterioso no sólo compagina bien con la pasión por la lógica sino que, en realidad, la exige. Pero es también una verdad patente que el dolor de la angustia se calma, aunque sea sarcástica-mente, con el extraño consuelo de quien, en medio de él, se da a pensar que, sin embargo, todo no es, en el fondo, sino química. Los positivistas clásicos siempre han propuesto el eficaz remedio contra la metafísica y la religión que es la tesis de que ellas ni siquiera tienen sentido como preguntas y búsqueda, porque sólo posee de veras un significado aquello a lo que en principio podría alguna vez dar su res-puesta la ciencia de método empírico. Cierto que es terminar con la migraña por el procedimiento de hacerse guillotinar, pero es probable que pueda llegarse por este medio tan cortante a casi olvidar por mu-cho tiempo la preocupación existencial.

4. LA REVELACIÓN O EL AMOR

Un niño que no podía sospechar lo que es la seriedad irreversible de la vida —aunque ansiara oscuramente que le sucediera algo para poder entrar él también en el extraño mundo de los adultos, que procuraba imitar con sus juegos— ha sido trasladado a viva fuerza a existir en el tiempo breve, a esperar la muerte. Siente además, y quizá se representa con mucha claridad esta idea, que es insufrible que todo se muera para

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siempre, pero que es también insufrible que él quede en vida para siem-pre. Seguramente, no lo asaltará la angustia en peores formas ya nunca más. De aquí que hayamos probablemente todos huido de estas tenazas del corazón en cuanto las hemos barruntado, una y otra vez. En vano, pero una y otra vez.

Esta persona ha nacido ahora de veras y propiamente; pero se diría que está ya a punto de morir de congoja. Y sin embargo, prácticamente siempre los seres humanos soportamos con maravillosa paciencia este abrumador acontecimiento. Como ya una vez nos ha sucedido lo imposi-ble, aunque no tengamos idea alguna de qué podrá solucionar el enigma de enigmas, resolvemos calladamente esperar a ver: seguir viviendo, puesto que sólo tenemos la vida, y dejar que la acción, la experiencia y, ¿por qué no?, algún acontecimiento más, nos lleven a otra región. Conocimos la inocencia y ahora conocemos la soledad. ¿Qué más podrá reservarnos la fuente de las sorpresas y de los desastres de la vida? ¿Qué fuente es ésta?

Como nadie ignora que está viviendo una vida efímera que ha de llenar de acciones, de la que ha de cuidarse casi aunque no quiera, y nin-guno nacimos conociéndola, no podemos negar que por todos nosotros ha pasado el acontecimiento primordial de la muerte. Luego tampoco podemos negar que hemos respondido a él con una esperanzada pacien-cia que, vista a esta luz, revela que fue desde el principio una maravillosa sabiduría y una hazaña.

Pero hemos revisado brevemente en qué estrechas paredes se encie-rra la vida preocupada sólo con la muerte propia y quizá distraída con las posibilidades de la ciencia y de Don Juan. Claro que también cabe, al lado de éstas, otra actitud de fondo: la atención constante a lo que la experiencia pueda ir susurrándonos sobre el Enigma, en un estado de alerta y apertura. Para el cual nada ayuda tanto como la educación artística. La belleza de las cosas no puede no saber a una eternidad que se nos ha negado. Comprobar que muchos otros viven esta misma melancolía del paso del tiempo, la permanencia del espacio y el cielo, la desaparición de las personas, los cambios continuos en nuestro ca-rácter y nuestras relaciones, el misterio de la existencia y de la dicha, es

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un auxilio poderoso para que no se pierda la vida en las distracciones y no se decida a casi abandonar la preocupación metafísica. Pero no abandonarla es ir haciendo todo lo posible por mantener abierta la es-peranza de algún acontecimiento nuevo. Y para ello se necesita mucha fuerza de libertad.

Volvamos ahora a Sócrates. Si el temor de la muerte no nos ha esterilizado espiritualmente, bien puede ocurrirnos que un día descubra-mos la sorpresa infinita de que nos preocupa mucho más otra vida que la nuestra. La misma empresa de la sabiduría ha cambiado de rostro sin que quizá nos hayamos dado clara cuenta de ello en un principio: ahora ya no ansío saber qué significa mi existencia finita y cómo sea posible mi dicha, sino que deseo ser responsable de cada verdad que vuelvo acción mía, precisamente porque, si no lo soy, dañaré a otros; y ahora sé ya que el mal pésimo no es el que se me intente hacer con el desprestigio y el odio, sino el que surge de mi falta de responsabilidad por mi vida, o sea, brotando de mi propio corazón hacia fuera, hacia el prójimo. Es posible que no sepamos cómo, cuándo exactamente, ha empezado a sucedernos esto, pero hemos atravesado el umbral de un nuevo acontecimiento absoluto: el otro prójimo importa más que yo mismo. Hay de veras otros, otros como yo, pero no situados en el mismo nivel de la realidad que yo o, seguramente, un poco más abajo, sino justo por encima: yo les debo, les soy deudor, de alguna manera me tienen en rehenes. Antes de averiguar si a ellos les sucede lo mismo respecto de mí, hagan ellos lo que hagan, vengan contra mí con odio o con amor, yo no debo dañarlos. Es decir, no debo disminuir para ellos, en lo que de mí dependa, el sentido de la vida y las cosas. No debo contribuir en nada a que desesperen. Les debo un máximo de respon-sabilidad en la verdad que yo hago, en la seriedad con la que mi acción les habla y los toca.

En ocasiones, sabemos perfectamente qué nos hizo encontrarnos con la muerte y qué nos hizo encontrarnos con la santidad, con la inviolabi-lidad del prójimo; en otras ocasiones, el acontecimiento se nos disfraza detrás de una transición que apenas sucede en el escenario de la con-ciencia. Y si la muerte nos crea, el amor al prójimo significa la revelación

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del deber, la revelación del bien, la promesa de que la muerte quizá no tenga la última palabra. Porque aquel que sufre la revelación de la santa alteridad del otro sabe con la certeza más radical de todas las certezas que no hay que hacer ciertas cosas aunque nos cueste la vida no hacerlas, y que hay otras que sí debemos hacerlas aunque también en ello nos vaya la vida o nos vaya (cosa aún peor, según el sofista) el buen nombre y el reconocimiento de los demás.

Se es filósofo, o sea, un hombre de veras preocupado por la evidencia y la responsabilidad, un hombre libre que a la vez es rehén del prójimo, cuando se sabe absolutamente que el mal es el mal que podemos hacer y no el mal que nos pueden hacer. A Sócrates le preguntaron si, en su afán por ser bueno y su consiguiente despreocupación por parecerlo, no se daba cuenta de que iba derecho a consentir antes ser crucificado que ser un tirano. ¿Prefería el ridículo filósofo la cruz al poder? Ya sabéis lo que contestó, y sabéis que respondió hablando como se debe: perfecta-mente en serio.

5. LA ETERNIDAD

Este amor al prójimo que es ya desde el principio obras de amor por él, mandamientos que se cumplen respecto de él (no dañarlo con la violencia de la mentira en todas sus formas infinitas) y otros que, en cualquier caso, deberían cumplirse si llegara la oportunidad (dar la propia vida antes que permitir que se la arrebaten), nos descubre que no era cierto más que al principio, pero no definitivamente, que mi vida fuera el horizonte más abarcador de todos los horizontes. Ella es la totalidad sólo en cierto sentido, porque está ordenada a un bien que la trasciende, a un extraño infinito que no podemos meter dentro de la totalidad de nuestra propia vida ni siquiera matándolo.

En efecto, la auténtica violencia es sólo ahora cuando abre su posibi-lidad, precisamente porque hemos sido llevados a la región donde, más allá del problema del ser, reina el problema del bien, o sea, donde de veras está vigente la cuestión del mal. La voz santa del bien es una pode-

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rosa no violencia que nos ordena pero que no lleva nuestro brazo. Apela a la razón libre en nosotros, pero sólo mediante ella moverá nuestras piernas en socorro del hombre herido camino de Jericó. Y como ocurrió con el acontecimiento de la muerte, tampoco ahora podremos del todo olvidar la responsabilidad y retroceder a antes de haberla contraído. Del solipsismo, hemos pasado al egoísmo, o sea, a la alternativa entre el egoísmo y la bondad.

Hemos sido milagrosamente descargados del peso de nosotros mis-mos. Se nos ha dado la ley en la figura del otro próximo que nos manda, de los muchos otros entre los que el amor debe hacer justicia. El opresivo tiempo de la angustia salta sobre la presa y la derriba, y vuelve a correr el río heraclitano de nuestro tiempo caduco, ahora iluminado por la espe-ranza de que ni siquiera nuestra muerte puede dañarnos, porque el daño real es siempre el que podemos hacer, no tanto el que nos pueden hacer. Verdaderamente es así: del afecto profundo de la paciencia hemos pa-sado al dominio de la esperanza, y, desde luego, nuestras acciones libres se han multiplicado, nuestra imaginación del bien prolifera en proyectos. O, si hemos rechazado la Ley después de haberla tenido que recibir por la fuerza de los acontecimientos, nos sumimos en la desesperación del no poder mirar en el espejo nuestro rostro, avergonzados por nuestros actos.

En la esperanza práctica yace, sin embargo, un peligro que nos ame-naza con una clase de desesperación peor que esta que representa nues-tra indignidad a nuestros propios ojos. San Pablo la llamaba hinchazón y Lutero la confundió con todo el régimen de la vida bajo la Ley.

Me refiero al sueño o pesadilla de pasar a creer que con nuestra acción tras la bandera del bien y la justicia social podemos rehacer el mundo y su triste historia con las solas fuerzas nuestras y las de nuestros aliados. Por-que no sólo conoce el hombre bueno el arrepentimiento por sus prisas y sus omisiones, sino, sobre todo, la tentación de la autosuficiencia. Puede uno amar heroicamente sin dejarse amar, sin percibir ni, por tanto, aco-ger, el amor de nadie. Y en tal caso, las hazañas pasadas de la voluntad quedan inscritas en los anales del tiempo imborrablemente, junto a los desfallecimientos y los errores. Sólo la humildad puede ahora reconocer

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en el dolor por la violencia ya ejercida el movimiento que, en vez de llevar a la desesperación, lleva de hecho a pedir perdón.

Pedir perdón es algo que se hace sin idea de aquello que puede so-brevenir si el perdón se nos concede. Parece que pedir perdón es sólo dirigirse a nuestra víctima para lograr la seguridad de que olvide el daño recibido y, así, no nos amenace con su sola presencia. Como si la peti-ción de perdón pudiera ser la antesala del asesinato.

Pero si se recibe plenamente el perdón, es decir, si sobreviene el acontecimiento del amor real del otro por mí, entonces se manifiesta que en la petición de perdón había un germen secreto de eternidad. Como sólo pide perdón de verdad el que de verdad ha hecho alguna vez el bien hondamente, el que alguna vez ha sido de veras libre, valiente y sabio, aunque él no lo sepa todavía, lo que anhela es que con él se practique una libertad indeciblemente grande y poderosa, mucho mayor que la que él mismo conoce por propia experiencia.

Cuando el amor de perdón nos alcanza, nuestro pasado cambia, o sea, lo imposible se hace realidad. Hay una segunda oportunidad, hay una repetición, como gustaba de decir Kierkegaard. Y si el pasado no está escrito en letras imborrables, el futuro se abre en una perspectiva jamás sospechada, que desborda infinitamente hasta el más loco de nuestros deseos de bien. Pero no es que tal futuro sea seguro, puesto que precisamente es ahora cuando las formas más espantosas del mal y la desesperación pueden surgir.

El presente del perdonado, del amado, queda suspendido en una realidad tan densa que sólo puede llamarse eternidad. Sólo la eternidad domina sobre el tiempo caduco e irreversible, que ya empezó con la re-velación a transformarse, a bifurcarse, a aligerarse, y que ahora, con las primicias de la redención, salta en pedazos y descubre haber sido sólo la máscara triste de la realidad final.

De la misma manera que no podemos nacernos ni a la vida de la inocencia ni a la vida propiamente dicha, la del tiempo de la muerte, ni podemos sacar de nuestra propia chistera al otro que se nos revela y

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amamos, tampoco podemos perdonarnos a nosotros mismos, redimir-nos desde y por nosotros mismos.

La filosofía ha tomado para muchos, desde hace mucho tiempo, el rostro poco atractivo de un molino de conceptos con los que sacar del propio magín, al costado de la historia y la política, un saber de labora-torio, que apenas sirve para entender libros antiguos y para discutir en los ateneos. En otros momentos más próximos, se la ha acusado —se la sigue acusando— de haber sido la causa principal de las desgracias inhu-manas del siglo XX. Para mí tiene, ya se ve, una cara bien distinta, aun-que sigue siendo la sonrisa de Sócrates: en la filosofía no sólo caben sino que dominan los acontecimientos y la libertad con la que se los aprovecha o se los desecha. La filosofía es, más bien, el hilo de oro de la aventura del espíritu y un compromiso pendiente, universal, sin responder al cual la humanidad dejaría de ser humana.

Pensamos a la luz de los acontecimientos y pensamos para esperarlos. Cuando suceden, nos dan más y más que pensar. Y pensar es la entraña de la acción; y la acción, la escala de Jacob. La escala que no tiende Jacob, sino que nos la echan desde el cielo.

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