Gerard y Elena
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GERARD Y ELENA
Jesús Abellán
PRÓLOGO
Son dos las razones que me animan a escribir esta novela corta o cuento largo. Por una parte cumplir con los compromisos del curso.1 Por otra, aplicar los conocimientos adquiridos en la prác@ca. La idea de primar la praxis sobre la memoria me parece una idea excelente, pues no hay mejor forma de aprendizaje que hacer uso de éste conocimiento a través del proceso crea@vo, pues la capacidad mnemotécnica sólo es ú@l para jugar al Trivial.
Podría añadir una una tercera intención: ver qué pasa. Comencé con la novelita sin saber muy bien en donde me meNa, si bien, no hay nada que me guste más que meterme en líos, es decir: explorar. Llevo trabajando en ella prác@camente desde que empezó el curso y creo que voy a necesitar otro tanto para terminarla. No es que se me haya atragantado, todo lo contrario, se ha conver@do en una placentera obsesión.
Voy a tratar de explicar aquí el proceso de elaboración y dar algunas claves para una mejor comprensión del texto. Los obje@vos generales ya los he señalado, faltaría añadir los obje@vos par@culares: el fin úl@mo del contenido, el propio texto.
Como conviene a la prudencia, lo primero que había que saber es qué era la novela helenís@ca. Para tal cosa estaba el profesor San@ago Carbonell, que además de su ciencia, me proporcionó un excelente manual para no perderme demasiado, La novela griega, de Consuelo Ruiz Montero. Con este y otros textos y la lectura de algunas novelas (Caritón y Longo) me lancé a la aventura, tratando de ser original, sin perder de vista a los maestros. Pensé que situar la acción en el mismo periodo histórico en que habían escrito los novelistas griegos o remontarme a una época anterior como hicieron ellos, tenía un inconveniente, pues corría el riesgo de crear una caricatura. Así, con estas premisas he hecho alglo similar: la escritura de un ciudadano del siglo XXI que se inspira en el siglo XVIII. Evidentemente los obje@vos no son los mismos, no pretendo reivindicar una cultura ni tengo añoranza por una época que no he vivido. U@lizar la Revolución Francesa o la Revolución Hai@ana como contexto de mi novela @ene como obje@vo reivindicar otro @po de cosas.
La relación de mi novela con la novela griega no se hace evidente en un primer momento, faltan muchos elementos, por ejemplo la toponimia nos recuerda poco a lo griego, los nombres de los protagonistas o el propio léxico se refieren a realidades muy diferentes a las de los primeros siglos de nuestra era. El mundo mitológico griego ha sido subs@tuido por otros mitos, y el clima religioso es, más bien, an@rreligioso.
1 Cultura griega a través de los textos III. Especialidad de Humanidades, Univ. Alicante 2011.
Muchas más cosas faltan, pero otras sí están. Así el amor fiel e incondicional que ilumina al mundo es la razón por la que los héroes se ponen en movimiento. Mis héroes son también idealistas, si bien su idealismo lo ex@enden a todo lo que tocan ; no son excelentes porque son bellos, sino que son bellos porque son excelentes. Elena, como Calírroe, es la portadora sobresaliente de todo @po de virtudes, sólo que la francesa @ene mayor capacidad de actuación y goza de mayor independencia que la siracusana. Ambas se desenvuelven en un mundo patriarcal. Mis héroes con@enen las lágrimas, mas no los sen@mientos; son los sen@mientos los que les inducen a actuar tanto a él como a ella. Más a ella que a él, porque Gerard @ene menos posibilidades de hacer uso de la libertad por culpa de la mala fortuna que le acompaña. Elena es más libre, de hecho es ella la que primero mueve ficha; al contrario que Calírroe, Elena es rebelde y actúa (también son otros @empos).
La semejanza con la estructura de la novela griega se puede seguir más fácilmente: enamoramiento, separación, búsqueda y reencuentro. Aunque puede haber pequeñas variaciones, el ciclo casi siempre se repite. Hay aventuras con buenos buenísimos y malos malísimos, un mundo en blanco y negro: en el vér@ce de la pirámide la vida te hará caer hacia uno u otro lado. Los héroes lo son a la fuerza, obligados por las circunstancias. En mi novela no he prescindido de nada de esto, tampoco de los auxiliares de los héroes que ayudan a sus amigos en las desdichas. La amistad también sale reforzada en mi novela.
No he podido evitar que los enamorados se casaran, pues ya hubiese sido quitar demasiadas cosas. En otro orden de cosas, tampoco habría sido consecuente con las costumbres del siglo XVIII a este respecto. Había que incluir sueños, correspondencia, premoniciones, hechos asombrosos y lo he hecho, si bien con una fantasía más moderada que la de los novelistas román@cos griegos; tratando de alcanzar la verosimilitud a través de lo real. Los datos históricos son verídicos y son el resultado de una buena parte del esfuerzo realizado para construir una historia con los mismos argumentos que la novela griega.
Sobre las intenciones ya he dicho algo que ahora quiero ampliar. Cumplir con las exigencias para que un texto sea considerado novela griega eran premisas que no podía eludir. A través de ellas he intentado deslizar otras intenciones ajenas al espíritu de la novela amorosa tal como la concebían Caritón o Longo. Para tales fines me he servido de la ironía, materializada en la metáfora. Es por lo tanto un texto metafórico que esconde lo que no conviene que sea evidente y que se corresponde con mis construcciones mentales y forma de interpretar el mundo.
Los cuatro capítulos que presento ahora están concebidos como cuatro ejercicios independientes, a modo de “progymnasmata”. El primer capítulo es el más román@co, cuando los protagonistas empiezan a hablar de amor. El segundo es sobre todo dramá@co, cuando los enamorados empiezan a ser afectados nega@vamente por el mundo circundante. En el tercero hay un poco de todo, y en el siguiente doy rienda suelta a mis ins@ntos, es decir, es absolutamente irónico y jocoso.
CAPÍTULO PRIMERO
Recuerdo las noches de verano en casa de mi abuelo. Aquellas luces opacas y amarillas de las bombillas que apenas iluminaban nuestros rostros cansados. La @bia brisa del río invitaba a retrasar el sueño. Noches claras de luna encendida, el canto de las ranas y de los grillos enamorados, el torpe vuelo de las polillas, el orden de los astros y la voz entrañable de mis mayores contando historias. Siempre estas cosas pervivirán en mí.
Es una de estas historias la que me inspira ahora. Cada año, cada verano, mi madre la repeNa, como un rito que yo escuchaba con devoción y emoción; una historia siempre igual y siempre nueva. No sé si por descuido, por fantasía o por ambas cosas, pero siempre fresca y espontánea a mis oídos. Mientras mis ojos de niño fijaban la mirada en sus palabras y en el firmamento, a la espera del paso de una estrella fugaz.
El @empo que vivimos es en ocasiones turbulento, en otras la vida es fácil y amable. Tan pronto como la felicidad se instala en nuestros corazones, revolotea sobre nuestras cabezas, esperando su turno, la desazón y la desesperanza. Pero la vida no es otra cosa que un camino que hay que recorrer y salvar airosamente, si es posible. Elena Déschamps nació en la campiña francesa, en casa de su padre el Marqués de Longueville, cerca de Nancy, a orillas del río Meurthe . Gozó de las comodidades de una gran casa, del mimo y de la amistad que le regalaba una naturaleza próxima y pletórica. Su vida transcurría entre la biblioteca de su padre, establos y corrales de la finca; ocas y Virgilio; Racine y ovejas; Rousseau y caballos y los dos úl@mos años entre Rousseau, vacas y el recuerdo de Gerard. Rousseau, porque después de leer La Nueva Eloísa había descubierto unos sen@mientos nuevos e inesperados; vacas, porque era Marcelina quien las ordeñaba, una muchacha algo mayor que ella, hija del capataz, con la que comparNa sueños y paseos por el campo; y Gerard, el entrañable compañero de aventuras infan@les al que añoraba con todo su ser.
Gerard era el hijo mayor de Mauricio Clairmond, un rico comerciante de París lector infa@gable de Voltaire, que a finales de la primavera se
trasladaba con toda la familia a su propiedad de la Lorena para recuperarse de la vida mundana y convencional de la gran ciudad. Ya desde niños, más allá de la natural familiaridad de las relaciones infan@les, Elena y Gerard, mostraban el uno hacia otro un afecto especial y exclusivo, libre de egoísmo. Hacía dos veranos años que Gerard no acompañaba a la familia en su re@ro y durante este @empo Elena Había transformado lo que era amistad y juego en amor. Era el mes de marzo y Elena estaba expectante ante la llegada inminente de los Clairmond.
La familia Clairmond llegó puntual el 1 de abril, seguidos por sirvientes, empleados, caballerías, bultos y carruajes, al atardecer; pulverizando a su paso la línea zigzagueante del camino que Elena controlaba desde la lejanía hacía varias horas. Buscando sin encontrar, más con la imaginación que con la mirada, la figura querida de Gerard. Al llegar la noche la casa de los Clairmond, como cada primavera, recobró la vida: vocerío, ajetreo, gritos, ladridos…y luces. Muchas luces. Pero sólo una le interesaba a Elena, una luz anunciadora de la alegría. Fue un instante mágico cuando aquella ventana amada que tantas veces había observado desde su dormitorio, tanto @empo sombría, recobró de repente su alegría interior. Una intensa emoción colmó el corazón de Elena y el sueño, derrotado, desis@ó del intento de apaciguar las tormentas de los enamorados esa noche.
La familia Clairmond, como era costumbre, fue invitada a cenar dos días después de su llegada por el conde de Longueville. Mientras Elena encontraba consuelo en Marcelina, que sabía tanto de amores como de vacas.
_ Ya no se acordará de mí; estará comprome@do con alguna joven elegante de París…yo soy una pueblerina.
A Marcelina le costaba trabajo sacar una sonrisa a su amiga Elena.
-‐Dudo que en París haya alguna tan hermosa…ni en toda Francia, vamos. Ten confianza y ponte guapa. El ves@do, blanco, aquel que te sienta tan bien, póntelo… si sabré yo de los hombres…
-‐No exageres Marcelina.
-‐Ah y deja que sea él el que se acerque.
Este úl@mo consejo de Marcelina fue innecesario, porque los pusieron juntos a la mesa; como siempre.
Germán recordaba a Elena como a una niña, enredando siempre en las cocinas, persiguiendo gallinas por los corrales, preguntado por el nombre de las cosas. Conocía cada planta, animal o rincón del bosque. Recordó las expediciones en busca de duendes que se escondían en el bosque y su risa, cuando él, aterrorizado, le proponía una aventura menos arriesgada. Cuando le curaba la picadura de una abeja con saliva y @erra o la emoción con que se abrazaban en el reencuentro de cada primavera. Recordó la impaciencia de Elena cuando él enfermaba, lo cual ocurría cada año sin excepción, a la semana de su llegada .Se acordó entonces que los veranos sin Elena habían sido veranos sin Elena.
Elena ya no era una niña, esto en un primer momento le desconcertó, pero no le decepcionó. Se senNa incómodo, no sabía cómo dirigirse a ella. Se miraron muchas veces, pero ninguno dijo nada, sólo una sonrisa expectante, de complicidad. Fue ella quien habló primero, sin afección aparente pero inflamada por dentro.
-‐Ya no sé si te acuerdas de mí, pero éramos amigos.
-‐Espero que sigamos siéndolo; sin @ aquí estoy perdido. Contesto Gerard.
Aquellas palabras de Gerard incendiaron aún más el corazón de Elena; una sola frase disipaba todos sus fantasmas y traslucía, quizá, una promesa que ella, sin duda, le obligaría a cumplir, y un compromiso al que ella no renunciaría por nada en el mundo. Así, cuando dos amigos llevan @empo sin verse el pudor y los formalismos desaparecen y la familiaridad y la confianza surgen espontáneos como quienes han dejado de verse tan sólo unas horas. Así, los dos amigos descubrieron lo mucho que tenían que decirse porque “comunes son las cosas de los amigos”. Reconocieron sus gestos, su olor, el tacto, las voces, las miradas. El mundo circundante: los comensales, la música, las luces, se disiparon en un instante. Una vez más el espíritu del uno penetró en el del otro y dos años de ausencias fueron reducidos a un minúsculo rincón de la consciencia. Así, fue también como Germán al despedirse de Elena sin@ó el dolor de la separación.
Tampoco el sueño, preocupado por el descenso de clientela, osó molestar aquella noche a Gerard que desde su ventana no vio, tampoco, apagarse las luces del dormitorio de Elena.
-‐ Han pasado sólo dos años; el azul de sus pupilas es el mismo, sus rizos dorados, sus labios encendidos. Un poco más alta quizá; más rubia, más airosa; pero, siendo la misma… ya no es la misma. Ese misterio en su mirada, el embrujo de su cuerpo cuando lo mueve. “Me muero por conocer que esconde su ves@do, tocarla, abrazarla, desvelar el secreto de sus ojos… beber de su belleza”.
De esta manera, hablando con el amor, pasó la noche Gerard, a la espera y desesperado por el lento transitar de la luna que parecía hacerse la remolona en su relevo diario con el sol.
Las sirvientas, más atentas que los comensales a los detalles, vieron enseguida el fuego que la pareja estaba provocando. Estas cosas son captadas por los criados, que después son tema de análisis y de estudio concienzudo en las facultades de las cocinas y lavaderos.
-‐Si los hubieras visto, parecían dos tortolitos.
-‐No le quitaba la vista de encima. Se la comía con la mirada.
-‐pa mí que hay boda a la vista.
-‐Esto se veía venir…ya de niños. Decía la más veterana.
-‐la verdad es que la niña se lo merece, es tan buena ¡a guapa no le gana ninguna!
-‐No sé si el señor conde consen@rá.
-‐ Pues no va a consen@r mujer, el muchacho es un buen par@do ¡Ay, es tan guapo y dis@nguido! Ya me lo quedaba yo pa mí de buena gana. Y todas echaron a reír.
Y así, el pueblo que sueña más con los amoríos de sus señores que con los suyos propios, propagó la no@cia por todo el territorio. Todos se enteraron menos, por supuesto, las familias de los chicos. Gerard, ahora tenía obligaciones que atender, pero cuando podía visitaba a su amiga,
inventando cualquier pretexto. Los pretextos poco después ya no fueron necesarios. Leían y paseaban juntos por los jardines y alrededores. Se les veía feliz. En ocasiones, cogían a los más pequeños y se iban a merendar todos al río acompañados por Marcelina. Se deseaban buenas noches desde sus ventanas, cuando el campanero avisaba la media noche, con la luz de los candelabros, en un lenguaje inventado para ellos mismos, y con el que poco a poco aprendieron a decir “te quiero”.
Su si@o favorito era el manan@al de la Fonvera; parecía aquél un lugar como encantado, habitado por ninfas y duendes. La tradición popular aseguraba que sus aguas respondían a las preguntas de los enamorados sinceros. Una doncella se sumergió en sus aguas por culpa de un mal amor y su espíritu permanecía, desde entonces, retenido en el fondo para dar esperanzas a los enamorados desgraciados. Otros, dicen que los amantes que se bañan juntos en sus gélidas aguas, soportaran cualquier prueba de amor que les imponga el des@no. Y una noche sus cuerpos mojados pintados de plata, penetraron juntos en los secretos que la naturaleza tenía reservados para ellos. Dejando al amor saciado, en un banquete sin fin pero finito.
Los úl@mos @empos habían sido para Gerard de trabajo intenso. Después de años de preparación y estudio su padre lo había reclamado para par@cipar en los negocios familiares e iniciarse en el conocimiento de lo que, tarde o temprano, sería suyo. Mauricio Clairemond se había enriquecido con el comercio marí@mo, negocio que a su vez había heredado de su padre, y que él supo ampliar con extraordinario éxito. La familia poseía un importante patrimonio y una moderna flota mercante con base en Burdeos que dirigía desde la sede de París. A estas alturas de su vida Gerard Clairemond era ya un hombre culto y mundano, gracias a una excelente preparación y a los constates viajes que los negocios le exigía. A Gerard no le eran indiferentes las convulsiones sociales que estaba sufriendo el país desde julio del año pasado. Conocedor de las doctrinas enciclopedistas y dotado de un sen@do de jus@cia social, veía con esperanza e ilusión las transformaciones que se estaban produciendo, pero sabía que no serían fáciles ni tampoco gra@s. Esto, converNa a Gerard en un hombre de ideas firmes pero reves@das de un cierto candor que
caracteriza a los jóvenes espíritus. Su mejor virtud era la moderación, la que prac@can quienes prefieren escuchar antes de hablar, los que saben que la sabiduría no es ser sabio, sino, querer serlo. Imbuido en polí@cas y negocios había olvidado las estaciones del año, y ahora, de vuelta a Nancy, añadía a su equipaje un nuevo sen@miento que completaba a todos los demás: el amor a Elena. Gerard descubrió que su pasión por su amiga sobrepasaba toda medida, que todos sus filósofos quedaban eclipsados ante la insignificante figura de un rostro y de un corazón femenino enamorado y tan amado. Sería, tal vez, la fuerza del ser primigenio, del andrógino, que busca desesperadamente reconciliarse consigo mismo y que reduce todo su ser a un solo propósito: todo por el amor de Elena. Cuando alguien siente así, sabe que nada puede destruir las ligaduras, ni siquiera uno mismo, porque es un vínculo desde siempre, que se remonta al principio del principio, que actúa por leyes propias con independencia del mundo. Gerard preguntó a Elena si lo aceptaba como esposo.
Fue una tarde en el jardín de las estatuas. Allí fueron tes@gos de sus promesas Afrodita, con cierta mirada escép@ca, mientras daba un puntapié a Cupido que no dejaba de molestar; un sileno viejo y borracho que se lamentaba de su impotencia; Fortuna bostezaba y Hera se moría de envidia. Detrás de los setos, La Parca, sin hacer ruido, afilaba su guadaña. Elena dijo sí.
El marqués de Longueville, viudo desde hacía diez años, aprobó el matrimonio, no con mucho entusiasmo, por cierto. PresenNa que él y los de su clase eran una especie en ex@nción, sobre todo después de la abolición de la nobleza en junio de ese mismo año; la unión de las dos familias garan@zaría, al menos, cierta estabilidad económica y social en @empos tan inciertos. Por su parte, Mauricio Clairemond estaba encantado de que sus descendientes pertenecieran a la nobleza, y por esos misterios de la conciencia hacía compa@ble su rechazo a la aristocracia y su deseo de pertenecer a ella. Las relaciones entre el marqués y Mauricio siempre habían sido cordiales, se trata de ese @po de amistad ins@n@va que aúna a los individuos de una misma clase social, en este caso de la misma clase pres@giosa, donde cada uno reconocía los méritos del otro. Sus diferencias polí@cas se dirimían en forma de ligera
ironía, pero nunca habían sido tratadas en serio, lo que indicaba que las diferencias no eran notables; si bien en los úl@mos años el tono irónico había escalado algunos peldaños y se vigilaban mutuamente desde la distancia. Pero en el fondo se entendían perfectamente. Los dos creían que el cambio era necesario y los dos coincidían en que la forma en que se estaba produciendo no era la más apropiada. Aunque las razones eran dis@ntas.
Ajenos a las banalidades del mundo, la pareja decidió casarse en octubre, después de la vendimia.
CAPÍTULO SEGUNDO
La ciudad de Nancy se había sumado a la Revolución desde sus inicios en 1789, si bien, esto no había supuesto cambios importantes en la vida de la ciudad. Pero el 9 de agosto, después de las celebraciones del primer aniversario de la toma de la Bas@lla, la guarnición de Nancy exaltada por las consignas y arengas revolucionarias se sublevó contra sus mandos, se apoderó de la ciudad y encarceló a las autoridades y al gobernador. Una gran parte de la población civil se sumó a la revuelta y el caos ejerció su imperio en la ciudad y sus alrededores.
Elena, podía ver el humo negro que poco a poco iba ocultando el sol. Después estruendo de fusiles y cañones que hacían desviar y desbaratar las bandadas de pájaros. Elena buscó a Gerard. Le dijeron que se encontraba en la ciudad. Tuvo miedo, un miedo tan próximo, tan real que parecía tener forma y peso. Esperó durante mucho @empo, hasta que recordó las palabras de Gerard en aquella cena “… aquí sin @ estoy perdido”. Corrió en busca de Marcelina y ordenó a los cocheros par@r inmediatamente hacia Nancy. Marcelina, viendo la excitación de su señora y amiga no puso ningún reparo en un principio, pero después:
-‐Haces mal señorita, en ir a la ciudad sin el permiso del señor marqués.
-‐Mi único señor, Marcelina, es Gerard que es dueño de mi corazón y a este obedezco.
-‐Es muy peligroso…dos mujeres indefensas…
-‐Mira. Dijo Elena, mostrando un enorme cuchillo de cocina escondido debajo del ves@do.
-‐ ¡Dios santo!, que el cielo se apiade de nosotras. Exclamó la pobre Marcelina.
-‐ No temas, los cocheros van armados.
-‐ Correrás peligro, la gente estará muy exaltada.
-‐No más que yo. ¡Si @enes miedo puedes bajarte ahora…!no quiero obligarte…
-‐No tengo miedo por mí, en la ciudad todos saben quién soy. A @ no te perdonaran ser la hija de quien eres.
-‐Yo soy la hija de mi padre, sí. No tengo nada. Pero Gerard, ese sí que es mío. Nadie puede reprocharme…
-‐¡Ay! cuando el señor se entere seguro que me lo @ene en cuenta. Dijo Marcelina resignada, con la misma resignación del reo cuando se dirige al paNbulo.
-‐Mi padre agradecerá tu fidelidad y tu valenNa y yo me sen@ré orgullosa de tu amistad de por vida. Aunque conviene que mi padre no sepa nada de esto.
Marcelina no salía de su asombro. Esta nueva faceta de Elena la desconocía. Siempre había sido un poco tozuda, no paraba hasta salirse con la suya, pero nunca imaginó que pudiese llegar tan lejos. Quizá sea la falta de una madre. Cuando murió la marquesa su esposo se desentendió del mundo y Elena se educó un poco a su aire, libre de convenciones y ataduras. Conocía las diferencias sociales, pero en el trato personal no reconocía las distancias. A una virtud tan apreciada por los de su clase como el disimulo Elena le tenía poca afición y se mostraba ante los demás tal cual ella era, de hecho y de palabra. Su educación no había sido descuidada en absoluto, a su natural inclinación por conocer había sumado expediciones regulares a la biblioteca de su padre. Allí, en los buenos libros, invirNa parte de su juventud en las tardes de lluvia o cuando la naturaleza se aletarga bajo la nieve. Sus libros preferidos eran aquellos que hablaban de los seres humanos, de sus pasiones y conflictos. Le gustaban, también, los que hablaban de botánica y zoología (para Elena los libros eran en@dades parlantes; senNa un gran placer escuchando las letras que alguien había pronunciado en otro @empo y que consideraba dirigidas especialmente hacia ella). Cuando llegaron a la ciudad Elena mandó detener el coche.
-‐Con@nuaremos a pie, vosotros esperad aquí sin ser vistos hasta que regresemos.
Cruzaron el puente sobre el río Meurthe y tomaron la calle de Santa Catalina, que moría en la Plaza Real. La basílica del Sagrado Corazón y la iglesia de San Max eran consumidas por las llamas. Un torrente de gente espantada se dirigía a hacia las afueras . A contra corriente alcanzaron por fin la plaza. Parecía un día de fiesta. Banderas tricolor, bandas de música entonando himnos patrió@cos. Desde los balcones del ayuntamiento alguien daba un discurso que la gente interrumpía incesantemente. Gentes de uniforme, vendedoras de patatas calientes, campesinos junto con hombres ves@dos de franela y sombrero negro, formaban una masa fes@va y entusiasta. Unos se asomaban a los balcones, otros ocupaban el pedestal de la estatua de Luis XV, ahora vacía. Elena en un primer momento no entendió nada.
-‐¿Qué se celebra hoy, porqué huye la gente?, acerquémonos Marcelina
Entraron en la Plaza Real. Elena ocultaba su rostro con un pañuelo, simulando protegerse contra el humo; Marcelina la seguía detrás. El hombre del balcón hablaba de odio y amor al mismo @empo, de paz y guerra y muchas más cosa que Elena no entendía pero que los demás parecía ser que sí. Cuando terminó el orador su discurso todos volvieron la mirada hacia la bocacalle por donde hacía su entrada una comi@va. Los himnos volvieron a resonar y el genNo más enardecido que antes lanzaba sombreros y gritos al aire; ¡viva! y ¡muerte! se mezclaban fraternalmente en un torbellino de locura colec@va. Finalmente, al final del cortejo dos mulas @raban del carruaje donde cinco infelices eran conducidos al macabro escenario que hasta entonces Elena por culpa del humo no había podido ver. Siguió con la vista aquel séquito reves@do de solemnidad. Por un instante creyó haber visto cabezas humanas colgadas en los balcones; una mirada más atenta la sacó de dudas. Elena aterrorizada se dio la vuelta y cogiendo a Marcelina bruscamente por el brazo @ró de ella hasta la esquina más próxima.
Allí las encontró Gerard, abrazadas y empapadas en lágrimas.
-‐¿Pero qué hacéis vosotras aquí?
Al oír la voz familiar de Gerard las dos amigas se abalanzaron sobre él. Marcelina, porque las rodillas no soportaban ya su peso y Elena porque parecía no haberle pasado nada a su amigo. Durante un buen rato Germán trató de consolarlas, protegiéndolas con sus brazos contra el pecho.
-‐Vamos, aquí no estáis seguras.
Las llevó a una casa cercana donde estaba reunida mucha gente. DiscuNan, cuando entraron las dos jóvenes todos callaron.
-‐Caballeros, les presento a mi prome@da, Elena Deschamps y a nuestra amiga Marcelina.
Todos hicieron un gesto de aprobación. Después cogió a las muchachas por la cintura y las llevó a una habitación con@gua.
-‐¿Qué diablos haces aquí. Cómo se te ha ocurrido…?
-‐¿Van a matar a esas personas? Contestó Elena.
-‐¡ Maldita sea! Tenéis que volver inmediatamente.
-‐¿Tú vienes con nosotras?
-‐ Tu padre debe estar angus@ado y no conviene que él… ¿en qué estabas pensando?
-‐ En qué voy a pensar. Dijo Elena tratando de calmar a Gerard.
-‐ Debo permanecer aquí, esto hay que pararlo.
-‐¿Van a matar a los del carro? Insis@ó Elena.
-‐Sí, los van a matar…hay vein@uno más en los calabozos. Tenemos que hacer algo. Pero ahora tenéis que volver. Cuanto antes. ¿Cómo habéis venido? Yo estaré bien, no te preocupes.
La bondad de la empresa convenció a Elena y casi no le importó sacrificar un poco de su felicidad. Además, Gerard estaba tan seguro….Regresaron al atardecer. Al conde le pasó desapercibida la ausencia de Elena y las muchachas llamaron al sueño, que tardó en llegar porque andaba por otras @erras; buscando clientela en lugares más propicios.
Para una muchacha como Elena los sucesos que estaba viviendo le resultaban incomprensibles. En sus libros nada había al respecto. El odio en los semblantes, una masa deshumanizada celebrando la ejecución de seres humanos indefensos. ¿Qué terrible culpa podía pesar sobre alguien para que le sea arrebatada la vida?, ¿quién puede decidir sobre la vida o la muerte de nadie? La úl@ma vez que estuvo en la ciudad no vio ese odio ni ese miedo entre sus paisanos. Elena presenNa que no era un mal sueño, sino que, en realidad estaba despertando. El aullido las@mero de un perro la sacó del sueño, el sol aún no había salido. A estas horas el mundo se toma un descanso, sin presagiar, en absoluto, las tragedias diurnas. El sopor la envolvió de nuevo y despertó en ese submundo de realidades difusas. Se vio así misma con su ves@do blanco sobre el cadalso. Un hombrecillo pequeño y apá@co preparaba la soga. Quiso pedir amparo, pero no encontró aire para modular su voz, ¿quién hubiese podido oírla con tanto alboroto, con tanto abucheo, con tanta algazara? SenNa que moriría de desesperación, antes que la cuerda le estrangulara el aire. ¿Cómo hacer comprender a esas gentes que se trataba de su vida? no tenían derecho. Una cabeza humana ensangrentada, clavada sobre una pica, le giñaba el ojo mientras reía. Buscó a Germán entre la chusma, pero comprendió cuando vio los árboles desnudos, que la primavera aun no había llegado. Elena se despertó llorando, y con@núo llorando hasta que no le quedaron lágrimas. Se asomó a la ventana y vio una naturaleza que ya no le infundía tanta confianza. Los días de la inocencia quedaban atrás. Allí quedaba para siempre el seno materno, protector, de la @erra que le dio la vida. Ahora tocaba u@lizarla.
Gerard regresó de Nancy por la tarde, su rostro delataba las huellas del cansancio y de las preocupaciones. Su padre se sin@ó aliviado por el regreso de su hijo y fue de inmediato a hablar con él.
-‐ Hijo, estábamos muy preocupados. ¿Cómo están las cosas?
-‐ Los prisioneros están siendo ejecutados, todos, sin juicio. La ciudad se ha vuelto loca; los sen@mientos más nobles han desaparecido en hombres y mujeres. Unos saldan a sangre y fuego viejas deudas, otros, incluso, las de sus antepasados. Pero los más son arrastrados por las palabras de unos
pocos, víc@mas de sus adulaciones y promesas, infundiendo odio en sus corazones, convir@éndolos en alimañas.
-‐ No sabíamos nada de @, deberías de haber….Le reprochó Mauricio.
-‐ Estábamos reunidos en casa de Jean-‐Jacques ¿Ya sabes? para ver que se podía hacer. Pero hoy ya hemos tenido problemas. Esta mañana se ha presentado un grupo numeroso de hombres armados ¿Qué se está cocinando aquí?, nos ha preguntado uno de ellos. El momento ha sido muy tenso. Finalmente se han ido con la promesa de que nos tendrían vigilados. Se han quemado iglesias y en las mazmorras ya no cabe más gente.
Mauricio escuchaba a su hijo con atención. Él, hombre de negocios, creía en la conveniencia de los cambios que desde el año pasado se estaban produciendo en el país. La permanencia del orden feudal obstaculizaba el progreso, un orden que se asentaba sobre un poder Real asfixiante, instalado en la inmovilidad. La alta burguesía emprendedora fue la primera en reclamar sus derechos frente a los privilegios de la nobleza. Esto en un principio no supuso un enfrentamiento con la aristocracia, pues a ambos, a burgueses y nobles, les unía el mismo rechazo hacia el poder absoluto del rey. Además, muchos nobles, aunque no todos, habían subs@tuido las rentas feudales optando por el sistema capitalista de producción. Parte de la nobleza se habían aburguesado y hacía coro con la burguesía en sus reivindicaciones ante el rey. Una vez limitado el poder real, el punto delicado descansaba sobre los derechos, recién estrenados, de libertad e igualdad de todos los ciudadanos, que cada cual interpretaba según sus intereses y los aplicaba a su conveniencia .Cambios de esta naturaleza afectarían inevitablemente al orden. Más adelante las fisuras entre nobleza y burguesía se conver@rían en simas y el enfrentamiento será tal que exigirá la aniquilación de uno de los dos . A Mauricio, sucesos como los de Nancy le parecían inevitables; lo asumía, como una especie de purgación de la sociedad. En úl@mo término, ni la burguesía ennoblecida ni la nobleza aburguesada pensaba extender sus derechos al pueblo más @empo del que fuera necesario. Así, este @po de desordenes preocupaban poco a la burguesía, el problema sería como controlar el volcán, como apagarlo cuando ya no fuera
necesario. Sin embargo su hijo creía en la bondad y en el carácter filantrópico de la empresa. En París, Lafayeqe, ya estaba preparando la represión.
Gerard no visitó esa noche a Elena. Pero lo que no pudo hacer la voz lo hicieron los candiles y desde sus habitaciones mantuvieron uno de esos diálogos de enamorados que llevó la paz a sus corazones. Elena esa noche no tuvo pesadillas. Se levantó muy temprano, cuando la @erra respira y el sol apenas anuncia su inminente llegada; cuando los habitantes del bosque apuran los úl@mos instantes de su reinado, antes de compar@rlo con los humanos. La bruma apenas dejaba ver el camino que Elena conocía de memoria; caminaba deprisa, estaba impaciente por ver a Germán. A solas. Los mochuelos, impasibles, sorprendidos, la miraban al pasar con su cargamento de ilusiones. Después de cruzar el puente recogió las flores que siempre comparNa con su amigo cuando iba a verlo. Este año había muchas. De la neblina surgió entonces, a lo lejos, una figura cada vez más precisa que Elena reconoció en sus movimientos. Oyó su nombre y los duendes revoltosos lo propagaron por todo el bosque. Pasaron la mañana en la casita del lago, comiendo rojas frambuesas y bebiendo besos.
Elena hizo prometer a Gerard que no volvería a la ciudad. Los días siguientes fueron ofrecidos al Amor, que precisa del aire fresco y del ensimismamiento. Dos se hacen uno cuando comparten un mismo cuerpo y un mismo espíritu. Pero el mundo está ahí fuera, sin detenerse jamás. Implacable con sus asuntos. Las tropas reales, enviadas por Lafayeqe y la Asamblea Nacional, llegaron a las puertas de Nancy, al mando del Marquès de Bouillé , dispuestas a poner en su si@o lo que estaba descolocado. Durante tres días los combates fueron encarnizados y la sangre corrió libre por las calles y plazas. Cuando la ciudad fue some@da los culpables fueron ejecutados y las cárceles cambiaron de inquilinos. Los carceleros se convir@eron en presos y los presos en carceleros. Después vinieron las purgas y las autoridades decretaron que Germán Clairemond tenía responsabilidades sobre la revuelta. En esta @po de ambientes es fácil caer en desgracia, más si se está en medio. La ac@tud de Gerard resulta especialmente odiosa para quien ve enemigos por todas partes y las
posiciones intermedias amenazan más sus principios que los que se declaran abiertamente opositores. Gerard fue arrestado y enviado a París donde se decidiría sobre su responsabilidad en los sucesos y su futuro. Antes de par@r, dispuso de unos minutos para escribir una carta a Elena.
Para Elena
“Querida Elena, sé el dolor que te producirá esta carta, lo que incrementa aún más el mío. Me llevan preso a París por no sé qué culpa. Pero espero que todo se aclare pronto y sólo sea una confusión. Te promeI que nunca me separaría de J, tampoco lo hago ahora, pues tú me acompañas donde quiera que esté. Tu recuerdo me hace invulnerable. Debes de estar tranquila y confiar… y no hacer de las tuyas. No tengo mucho Jempo así que da un abrazo a tu padre y otro a Marcelina. No te preocupes tengo buenos amigos en París. Todo irá bien. Cuando…”.
Te quiero.
Gerard.
Elena permaneció inmóvil sobre la cama, descolgada del @empo y del espacio; notó como los objetos se desvanecían; trató de entender la nueva situación que tan de repente dislocaba su vida, después vino el miedo, el odio…la desesperación. Tantos y tantos sen@mientos a una haciéndose si@o por salir que no creyó poder resis@rlo. Tampoco pedía tanto. Salió de la casa buscando sin saber qué; una extraña sensación de vacío saturaba su espíritu. Sus pies le llevaron al manan@al de la Fonvera, donde se bañaron juntos aquella primera vez. Preguntó, pero nadie respondió; en las aguas sólo vio su propio rostro reflejado. Una lágrima rompió el espejo líquido y la imagen de Elena se disolvió en círculos concéntricos de agua helada. Abrió el libro que Germán leía para ella, pero su voz ya no estaba allí; puso un trébol donde sólo quedaban letras mudas y en el cielo un grajo se reía de ella.
En la capital francesa los ánimos de la población estaban sobresaltados. Los productos básicos escaseaban y el pan había alcanzado precios que el pueblo no podía pagar. Marat desde su periódico, El Amigo del Pueblo, lanzaba las más encendidas arengas contra los acaparadores y
conspiradores y contra el lujo sobrehumano de Versalles. Luis XVI, después del 14 de julio del año pasado se había visto obligado a aceptar limitaciones a su poder, firmando leyes que minaban su autoridad, no sin re@cencias por parte del monarca. El aire estaba cargado de no@cias de conspiraciones y el descontento de las masas aumentaba día a día. Era el ambiente perfecto para mostrar a los culpables. Los sucesos de Nancy venían al pelo en estas circunstancias y si bien muchos de los soldados sublevados fueron amnis@ados, se buscó culpables más visibles. Gerard era el candidato perfecto, por ser hijo de quien era y por las relaciones con el Marqués de Longueville. Así, las dos partes quedaban en tablas.
Mauricio se trasladó inmediatamente a París. PresenNa que las fuerzas que la Revolución estaba desatando se volverían ingobernables. Ahora el barro le salpicaba a él mismo. Era el momento de reclamar favores y ofrecer compromisos. De humillarse ante sus enemigos, de rogar a los amigos. Aunque lo más ú@l fueron sus relaciones con la francmasonería.
A principios de octubre, miles de mujeres de París se dirigieron a Versalles, entre ellas las temibles pescateras. El palacio fue asaltado y la familia real fue obligada a instalarse en París, para tenerlos más vigilados. Como acurre siempre en polí@ca unos acontecimientos eclipsan a otros y Gerard pudo eludir la pena de galeras, pero no la de exilio. Debería dejar el país por @empo ilimitado y permanecer ese @empo en alguna colonia francesa, bajo el control de la autoridad militar de la zona. Se acordó llevarlo a Santo Domingo, donde trabajaría en alguna de las numerosas plantaciones de caña de azúcar que había en la isla caribeña. Mauricio se comprome@ó a responder por su hijo con su patrimonio. Un patrimonio algo más mermado después de los numerosos gastos que ocasionaron los arreglos y sobornos per@nentes.
La solución no fue mala del todo. En la isla gozaría de cierta libertad, y con los @empos tan convulsos todo podía cambiar de la noche a la mañana. Por otra parte, el muchacho no quedaría absolutamente aislado de la familia, pues, precisamente en Santo Domingo, hacía escala uno de los barcos de la familia para cargar café, tabaco, y azúcar.
CAPÍTULO TERCERO
Gerard llegó a la Santo Domingo a principios de diciembre, a bordo de un navío militar. No le dejaron ver el mar durante la travesía, pues aunque no le pusieron grilletes como a muchos de los condenados, tampoco le permi@eron salir a cubierta. Llegaron de mañana a l´Hopital, que décadas después se llamará Puerto Principe. A Gerard le sorprendió la fuerza del sol a horas tan tempranas. Él, junto con los demás prisioneros fue llevado encadenado a las instalaciones militares situadas cerca del puerto. Cruzaron parte de la ciudad. Una ciudad bulliciosa y variopinta, que prestó poca atención a la fila de reos que torpemente arrastraban los pies después de semanas de inac@vidad. Un fuerte olor a café y pescado podrido impregnaba el aire. Lo peor eran las moscas, estaban en todas partes. Se pegaban a la piel sudorosa de los cuerpos semidesnudos. Dos manos no eran suficientes para espantarlas. Alguno hizo un comentario y alguien con experiencia le respondió: “espera que llegue la tarde, que aún faltan los mosquitos”.
Gerard, después de unos días, fue enviado a una plantación de caña de azúcar en Cabo Francia, al norte de la isla. El propietario Marcel de Dieu, hombre de un cierto humanitarismo y por su oficio buen conocedor de la condición humana, vio con buenos ojos la incorporación de un hombre blanco a la explotación. Pensó que le sería ú@l en algún puesto dresponsabilidad. El ritmo ver@ginoso de los acontecimientos había desorientado por completo a Gerard. Sin saber cómo, se encontraba a miles de kilómetros de su hogar; más, el recuerdo sagrado de Elena le daba las fuerzas necesarias para soportarlo. Necesitaba @empo y sosiego para poder pensar y la finca le ofrecía esas posibilidades. En la propiedad había pocos blancos, Marcel, su familia y Gerard; el resto de almas que la habitaban estaba compuesto de esclavos negros con sus descendientes y algunos mulatos.
Elena, en Nancy, se apagaba poco a poco. Su jovial naturaleza había desaparecido por completo, pero no su firmeza ni su convicción. Marcelina procuraba entretenerla con sus ocurrencias y soportaba las lágrimas de su amiga con sincera ternura y comprensión. Una vez más llegaba el otoño y
su amigo se ausentaba; volvían lo @empos de la tristeza; mas, Elena hacía planes.
El sol del Caribe es implacable con los hombres y mujeres que bajo su @ranía dejan su existencia en los campos de cul@vo. En estas @erras el rey de los astros @ene prisa por elevarse y la noche cae sin preámbulos ni bienvenidas. El mismo sol que madura las ganancias del hombre blanco aumenta las miserias del negro. Gerard, desencantado por el premio recibido en su patria, encontraba de nuevo una causa, una injus@cia incluso más real que la que dejaba detrás. Le sorprendía la naturalidad con que cada cual aceptaba su des@no, la resignación del esclavo y la convicción del dueño. Si en Europa las diferencias sociales se jus@ficaban por la sangre y ahora también por el mérito, en Santo Domingo, la desigualdad se explicaba a si misma por el color de la piel. La inmensa mayoría eran esclavos negros, algunos de ellos libertos. Un grupo reducido de hombres blancos eran los propietarios de las grandes @erras: nobles y grandes burgueses de origen francés acaparaban las mejores. Otro grupo, formado por mulatos y blancos de poca fortuna, eran poseedores de pequeñas explotaciones de escasa rentabilidad. Las novedades de igualdad y libertad que se estaban desarrollando en la metrópoli, aquí de momento, habían tenido poca repercusión. Gerard descubrió en Santo Domingo que la verdadera razón de la revolución no estaba en la implantación de un orden más justo, sino en ser más eficaz económicamente.
Un gran portón anunciaba la entrada de la finca. Un letrero en lo alto proclamaba “El trabajo nos hace libres”. Después de veinte minutos en coche aparecía la gran casa, protegida del sol por numerosos ficus de gran tamaño. Germán, en el camino, vio las plantaciones de caña de azúcar y los cuerpos de ébano semidesnudos brillando en la canícula. Fue recibido por un hombre mulato que le indicó el lugar de su residencia, un barracón que compar@ría con otros mulatos que prestaban diferentes servicios en la explotación. La situación de Gerard era de libertad controlada, debía permanecer en la finca y ser remunerado por su trabajo, si bien las condiciones las ponía el propietario. Una vez al mes debía personarse en Capitanía, en Cabo Francia, para ser reconocido por un
médico; recibir o mandar correspondencia controlada por un oficial y dar fe de su persona. Pasados unos años el control del estado se relajaba y los condenados eran liberados de estos formalismos. Muchos de los hombres blancos y mulatos tenían su origen en el envío masivo de condenados fuera del territorio francés que nunca más volvieron a la patria. Incluso dentro de este grupo había diferencias, pues no era lo mismo descender de un padre y una madre blancos que de un padre blanco y una madre negra; mas también los mulatos establecían sus jerarquías dependiendo del grado de negritud de su piel.
Después de la larga entrevista, al día siguiente, con su patrón Marcel de Dieu, este vio las extraordinarias virtudes del joven, incluso le pareció un golpe de buena suerte y lo nombró nuevo administrador de su propiedad al conocer su origen y cualidades. Incluso lo instaló en una modesta habitación con@gua a la mansión. Lo primero que hizo Gerard fue escribir a su madre y a Elena; cartas que llegaron a sus des@natarios dos meses después y que aliviaron las angus@as de las dos mujeres. Gerard no era un hombre de números, si bien tenía un conocimiento suficiente al respecto, gustaba más del contacto con las cosas que de la mul@plicación o la suma de estas. Se levantaba muy temprano, cuando aún había estrellas. Pasaba las mañanas en los cañaverales hablando con aquellos hombres y mujeres envejecidos, que poco a poco fueron cau@vados por la personalidad de Gerard. El capataz, de piel blanca pero mulato, se mostraba menos dispuesto y eludía el contacto personal. Las faenas empezaban muy temprano, cuando el sueño no estaba aún reparado, sin pausa hasta el anochecer; exhaustos y hambrientos aquellos despojos humanos, agotados vsica y psicológicamente, aún tenían fuerzas para entonar canciones tristes.
“Cul@vamos el trigo, Y ellos nos dan el maíz; Horneamos el pan, Y nos dan el mendrugo; Cribamos la harina, Y nos dan la cáscara; Pelamos la carne.
Y nos dan la piel; Y de esta forma, Nos van engañando.
No más migajas de maíz para mí, no más, no más,
No más la@gazos del amo para mí, no más, no más…
Marcel de Dieu se definía a sí mismo como hombre cris@ano y de buen corazón. En la plantación no faltaba una gran capilla para los grandes pecados de sus servidores y otra menor, en el interior de la casa, para redimir las pequeñas faltas de la familia. El día de su aniversario organizaba una gran merienda para sus esclavos, en los barracones, donde había pan, pollo y vino aguado para todos. Ese día muchos enfermaban. El cumpleaños de Marcel suponía para él un año menos de vida y cuatro para sus esclavos.
-‐Tenemos una escuela para los pequeños. Para que aprendan a leer y escribir. Dijo en cierta ocasión a Gerard mientras caminaban por la finca.
-‐¿Qué u@lidad puede tener eso? Respondió Gerard, con cierta ironía.
-‐La gente debe saber leer y escribir para que podamos entendernos. Esta gente no es como nosotros, @enen la sesera más dura, les cuesta mucho entender; hasta las cosas más simples…Entre ellos u@lizan un lenguaje incomprensible y malsonante, es como el francés pero a medias, fruto de la ignorancia. Don José, el maestro que es el sacerdote viene tres días a la semana para meter en la cabeza de esos zoquetes un poco de instrucción. Mira Gerard, sin ir más lejos, la semana pasada faltaron tres huevos en los gallineros. Pues bien, no hubo forma de hacerles entender que una cesta con doce huevos, otra con diez más dos con ocho, son un total de treinta y ocho huevos. A las cocinas sólo llegaron treinta y cinco. La gente debe saber por qué se les cas@ga,¿ no crees Gerard?
Gerard, con poca convicción, asin@ó con la cabeza. Marcel con@nuó.
-‐Si no fuera por nosotros serían salvajes. El pobre don José les enseña nuestra religión cris@ana. Deben entender que la vida es un calvario para todos, el propio Jesucristo fue ejemplo… “Bienaventurados los pobres porque ellos alcanzaran el reino de los cielos” Dios ha dado a cada uno un des@no que hay que asumir con humildad. Don José me contó que uno de los niños le preguntó si Dios era blanco o negro. Tiene gracia, no, Germán.
Germán tuvo la tentación de preguntar por el veredicto, pero volvió a asen@r con la cabeza.
-‐¡En fin! Con@nuó Marcel, no se les puede meter muchas cosas en la cabeza porque se hacen lio.
Después de un rato llegaron a la casa. Marcel estaba orgulloso de su hacienda y no perdía ocasión para dar explicaciones a todo el mundo de los grandes esfuerzos que le había supuesto levantar su pequeño reino.
-‐Mira Germán ¿ves esos ficus? pues no hay manera de eliminarlos. Hace cuarenta años los subs@tuí por unos sauces que traje de Francia. Ahora ya ves, ahí están otra vez. No se ven, pero sus raíces se ex@enden por toda la @erra y no hay manera de eliminarlos.
Marcel de Dieu vivía con su mujer, la madre de esta y sus tres hijas; rodeados de sirvientes, flores y perfumes. La mayor de las hijas, Lilí, de vein@dós años, una joven hermosa pero apá@ca, vivía su vida como la viven las ostras, con perla incluida. La llegada de Germán supuso para ella uno de los grandes acontecimientos de su existencia. Una existencia que a Lilí le parecía ya excesiva y que básicamente sostenía con una rigurosa dieta vegetariana. La simplicidad y grandeza de aquel joven la desconcertó, dejándola sumida en un estado de inquietud que la sacó de su letargo. Le invadía un sen@miento que ya experimentó en cierta ocasión, cuando con doce años se enamoró de un ves@do carísimo que su madre, finalmente, se negó encargar a la modista.
-‐Ese ves@do no es para @, no para una niña de tu edad.
Aquellas palabras de su madre resonaron durante años en la cabeza de Lilí. De hecho aún no las había olvidado ¿Qué podría haber en el mundo que no fuera para ella? Esta vez estaba dispuesta a conseguir algo que realmente quería y nadie se lo iba a impedir, pues intuía que alguna dificultad habría. Y las hubo. Como Gerard no se fijaba demasiado en ella, pensó que no era lo suficientemente hermosa y corrigió sus presuntos defectos faciales con pomadas, cremas , polvos, pinturas, y pelucas , causa de la preocupación de sus progenitores; que llamaron al médico para que la examinara. Como nada de esto hacia ningún efecto en el joven, la muchacha optó por pasearse a caballo por la hacienda, con su traje ceñido de amazona y cruzarse con Gerard muchas veces al día. La pobre muchacha llegaba agotada al final de su par@cular jornada y pedía permiso
para re@rarse antes que el sol se pusiera. Gerard seguía sin mostrar ningún interés y a Lilí se le estaba acabando lo que nunca había tenido, la paciencia; el recuerdo del episodio del ves@do volvía de nuevo a destrozar su vida, sólo que ahora con más virulencia.
Una mañana, Lilí decidió entrar en el dormitorio de Gerard, cuando éste no estaba. Buscó, sin saber qué exactamente, y encontró entre los papeles una carta de una mujer. No pudo resis@rse y la leyó.
Dulce amor mío que no te tengo;
te llevó el viento huracanado por esos mares,
dejándome a mí huérfana de mí misma.
¿Dónde estás que no te veo?
¿Dónde estás que aún te siento?
¿Por qué ya no sale la luna; por qué mi candil rebosante de aceite ya no se enciende?
Cada noche espero con insistencia la luz que acariciaba mi sueño,
mas la corJna parda lo impide.
¿Qué hago aquí en este desierto?
congelado y rotundo.
Aquí, ahora, las campanas de la torre retumban:
tan lejanas, tan frías, tan huecas.
(Traspasan mi almohada)
Dulce amor mío que no te tengo,
No estés triste que ya llego.
Tu Elena.
Lilí, poco acostumbrada a los reveses de la vida, tomó el camino fácil. Aquel que eligen los espíritus venga@vos y corruptos. De repente, en un instante, la adorada figura de Gerard se transformó en la odiosa imagen del diablo. Como se resquebraja el hielo próximo al fuego, como se pasa de la risa al llanto, Lilí, le dio la vuelta al mundo en tres segundos. Si la vida es lucha, y es en ese combate donde se significan los espíritus más nobles, a Lilí estas cosa le eran desconocidas y adaptaba sus ideas y sus deseos a lo que el mundo tuviese a bien disponer. La joven salió de la estancia, ni con lágrimas, ni con penas, sino con el peso insoportable del odio y la venganza.
Desde que Gerard salió de Nancy, Elena no dejó un sólo día de pensar en la manera de estar junto a su amado. Aunque sabía que sus cartas sufrirían mil dificultades antes de llegar a su des@no, le escribía regularmente. Esto la reconfortaba de alguna manera. Elena no le escribía a Gerard, le hablaba. Era para ella la forma de tenerlo cerca, y sus palabras se hacían intérpretes de un corazón rebosante de amor que tomaban la forma alada de la expresión de los poetas. Era marzo y con gran trabajo Elena, por fin, obtuvo el consen@miento de su padre, más convencido por el declive que observaba en su hija que por los argumentos de esta, para viajar a Santo Domingo y reunirse con Germán. Mauricio estaba de acuerdo, haría la travesía en uno de sus navíos, protegida y custodiada por el viejo capitán Hermes Bonheure, experto marinero y fiel amigo . Una vez en la isla los dos jóvenes pedirían permiso a las autoridades para casarse; después de mostrar las recomendaciones de obispos y letrados que tampoco habían salido gra@s a Mauricio. Elena permanecería alojada en casa de unos parientes del capitán Hermes, en L´Hopital, durante el @empo que fuese necesario. Si Lilí hubiese seguido husmeando habría descubierto la carta en donde Elena anunciaba su viaje.
Llegaba la primavera y Elena comenzó a florecer. La excitación no la dejaba dormir, casi ni vivía. Había que preparar baúles: no quería renunciar a lo que había conformado su existencia hasta ese momento. Si hubiese podido habría me@do a Marcelina en uno. Cuando iba por el noveno baúl se detuvo y cayó en la cuenta que no había baúles en el
mundo para tanta carga. Era conveniente andar libre de equipaje, pues mejor es ir por el mundo ligero de pies y con la mente despejada.
CAPÍTULO CUARTO
Elena, se encontraba cansada después de tres semanas de travesía, pero la promesa de reencontrase con Gerard le daba fuerzas. El viaje, hasta ese momento transcurría con rela@va calma, alguna pequeña tempestad, los inconvenientes del afinamiento, pero poco más. Pero una mañana la suerte cambio de opinión. Era muy temprano cuando una fuerte explosión despertó a Elena. Después hubo muchas más .Gritos en cubierta, movimientos de gente de un lugar a otro. La nave zozobraba. Subió al exterior para ver que ocurría. El humo lo envolvía todo. Un fuerte olor a lana quemada impregnaba el aire caliente, irrespirable. Aromas de maderas se mezclaban con el del aceite hirviendo. En cubierta, los más@les se desplomaban arrastrado consigo el velamen. Heridos y mu@lados, algunos se arrastraban por el suelo pidiendo auxilio. Desde el puente, el capitán desesperado daba órdenes que, ya, nadie obedecía. Bolas de hierro incandescente impactaban sobre el casco, derribando mercancías y hombres. Después el navío agresor se acercó más e impactó violentamente. ¡Al abordaje! y decenas de hombres, con la agilidad de un mono, volaron desde la embarcación, armados con grandes cuchillos y pistolas de pedernal, degollando a todo lo que respiraba y lanzando luego los cuerpos al mar. Todo sucedió en un instante, que es la manera en que la mala fortuna actúa, sin aviso y sin compasión.
Aquellos visitantes hicieron bien su trabajo. Después, cogieron todo lo que les era ú@l y el resto fue a parar al océano, incluyendo marineros y mujeres viejas, y dejaron que el navío fuera consumido por las llamas. Las mujeres jóvenes fueron llevadas a su galeote, entre ellas Elena. Fue entonces cuando apareció aquel hombre; más alto que el resto, arrogante y desafiante, lucía en su cintura no menos de siete pistolas, algunos cuchillos y una cruz bizan@na. Una gran barba descendía hasta la cintura, un tanto desparejada y chamuscada por la pólvora, que impedía confirmar si aquel personaje tenía boca o no, aunque algo debía de estar sujetando la pipa que estaba fumando. Una sola ceja negra y generosa dividía la cara en dos mitades desiguales. Conservaba los dos ojos pero a la nariz le faltaba un trozo. El cabello como la barba. Y para completar el espectáculo
llevaba por cresta uno de esos sombreros que usan los diputados pero enriquecido con perlas y algún diente de oro que alguien perdió en el mar. Se hacía llamar Monseñor y aseguraba que era descendiente del mismísimo Barbanegra. Su nombre verdadero era Domingo Lladró de Fortuny , natural de Ultramort, provincia de Gerona, España. Los hay que aseguran que tuvo un pasado eclesiás@co, por su afición a las cosas de la religión; pero sólo son habladurías. No se tenía por un hombre mediocre.
A Monseñor no le pasó desapercibida la presencia de Elena.
-‐ ¡Vaya, qué tenemos aquí!
-‐ Dijo el barbudo mientras intentaba tocarla con una mano de cinco dedos que ha poco se quedan en cuatro.
-‐ ¡por Dios! si muerde, espero que tus mordeduras no sean venenosas.
-‐ No te haría efecto ningún veneno. Replicó Elena.
A tan refinado caballero se le pusieron los dientes largos, pues no era hombre que gustase de empresas fáciles. Forzarla se le hacía demasiado sencillo. Así que le pareció más apropiado a su moral tomar esposa por lo divino y no por lo natural e incrementar el número de mujeres por lo legal que ya iba por la docena. Si Elena se hubiese mostrado asustadiza, Monseñor no habría podido reprimir sus ins@ntos. Pero al verla tan arisca, siendo él hombre de hazañas increíbles, no iba a dejar pasar la oportunidad de demostrarse a sí mismo y a los demás el alcance de su ingenio y las excelencias de su persona. Pues incluso al gato le gusta jugar con el ratón antes de comérselo. Así el goce es aún mayor, ante las expecta@vas del premio, sobre todo si éste es seguro. Monseñor coleccionaba doce esposas y las razones de su elección eran muy variadas y complejas, el caso es que a medida que él crecía en años decrecía la edad de sus compañeras.
Así fue como Elena llegó, después de varias jornadas, a la isla donde Monseñor tenía fijada su residencia. Este lugar había sido el hogar de bucaneros y filibusteros desde que Colón mostró a Europa un nuevo lugar para expoliar. Sus habitantes aseguraban que su isla fue la primera @erra firme que encontró Colón cuando llegó a América. Mientras unos
explotaban a los na@vos, otros decidieron que era más honesto robar a los ladrones y no andarse por las ramas. Esto a las potencias europeas no les vino nada bien e hicieron leyes para determinar qué clase de robos eran bien vistos por Dios y cuáles no. Este es el origen del porqué estas gentes, tan prác@cas, tenían que refugiarse en lugares apartados e inhóspitos como pequeñas islas sin interés y de divcil acceso. Españoles, ingleses y franceses, habían intentado controlar la situación desde siglos atrás, pero tampoco dudaban en u@lizar, para su provecho, los servicios de la piratería, permi@endo y alentado sus ac@vidades con la condición de no hos@gar a los navíos propios .Además los arrecifes y acan@lados que guardaban la mayoría de las islas habían hecho imposible el total control de la zona. Cuando la cosa se ponía fea, los piratas se hacían a la mar y buscaban otra isla donde establecerse temporalmente. No obstante su verdadero hogar era el mar. La isla presentaba una extraordinaria vegetación tropical que cubría por completo una geograva abrupta con numerosos lagos en el interior, rodeada por un mar de aguas cristalinas de color turquesa. Monseñor llamaba a su pequeña isla Nueva Arcadia y su hogar era una de las innumerables cuevas que el mar había ido horadando a través de milenios de ac@vidad. La entrada de la gruta estaba obstruida por un galeote varado, como corcho en garrafa, que nadie sabía explicar convincentemente como llegó allí. Una pequeña playa de arena blanquecina unía el mar con la tan singular vivienda.
No exisNa entre estas personas el matrimonio propiamente dicho, todos eran polígamos y cada cual mantenía el número de mujeres que su garbo y fortuna le permiNan. Así, los más galanes disponían de tantas mujeres como islas había en El Caribe.
. La población era una amalgama de hombres y mujeres de todos los colores y razas. Predominaban los mulatos pero incluso los había chinos y árabes, y el resultado de la mezcla de todos. Las mujeres, que eran mayoría, dedicaban el @empo al cul@vo y la cría de pequeños animales, mientras que los hombres lo pasaban entre juergas y resacas. Si bien, su principal pasa@empos era el fecundar hembras, suyas o ajenas. En la isla había muchos niños, que eran un poco todos de todos, y también muchas gallinas. No exisNa la propiedad privada: entre tanto ladrón hubiese sido
imposible que nadie fuese dueño de algo durante mucho @empo y esta sería posiblemente la razón por la que gastaban de inmediato las ganancias obtenidas en mar abierto. Prevalecía la libertad individual sobre la colec@va; no fue una decisión consensuada sino que nació espontánea: como nadie puede vivir sin amor, su naturaleza les impulsaba a quererse en exclusiva, cada cual a sí mismo, con una fidelidad exclusiva, casi enfermiza. Los problemas de convivencia los resolvían por este principio de libertad individual, y el resultado de los conflictos dependía de la dosis de amor que cada cual se regalaba. Cuando la can@dad de cariño que cada uno se tenía a sí mismo era pareja, decidía un consejo de ancianos, que no lo eran tanto, dada la alta mortandad que tenía el oficio. La pena de muerte sólo se aplicaba en el caso de que alguien matara a un compañero; en estos casos se ataba fuertemente el condenado a su víc@ma (¿era un acto de reconciliación?) junto con una piedra y se arrojaban los tres al fondo del mar. El modo de subsistencia, ya lo sospechábamos, eran los productos de la superficie de mar. Era una sociedad donde todo estaba dispuesto para sa@sfacer los ape@tos. Sus miembros solo senNan amor hacia ellos mismos y el respeto o la amistad se asentaba sobre los débiles lazos del provecho mutuo y de la conveniencia en momentos puntuales. Él boNn, las ganancias, eran asignados de antemano en relación inversa al esfuerzo: recibía más el capitán que era el que menos ponía en riesgo su vida y así en una escala descendiente hasta llegar a los marineros que eran los más esforzados y los que menos recibían. Tampoco creían estos desventurados estar haciendo algo dis@nto a lo que hacía el resto de la humanidad. La época dorada de la piratería ya había pasado. El mar estaba más controlado y el riego era mayor. Sólo medio siglo antes los bucaneros y filibusteros campaban por sus anchas por las aguas del Caribe; creando, incluso, hermandades y códigos de conducta. Ahora, sólo quedaba una pequeña llama de aquella hoguera que puso en aprietos a las potencias europeas, limitando su expansión y decidiendo, en buen medida, el futuro del reparto del Nuevo Mundo. En la actualidad el negocio era más arriesgado, pero también más lucra@vo.
Elena, al ver su nuevo hogar….al ver su nuevo hogar… bueno… digamos que lo vio (inefable asunto) sin@ó que estaba ante las puertas del infierno.
Monseñor cambió de ac@tud respecto a Elena, ahora se mostraba amable y gallardo. Mandó separar a Elena de los demás y ordenó que fuese instalada en… laaa… vivienda (en lo sucesivo la llamaré barcueva, para simplificar). Monseñor, en los festejos que se programaron tras el éxito de la empresa, cuando la lengua va más deprisa que el pensamiento, cuando el pensamiento se desen@ende de sus obligaciones, apostó todas sus ganancias a que se casaría con la joven por las buenas, con el asen@miento de esta. Obligado por estas circunstancias, puso enseguida manos al asunto. Alojó a Elena en la mejor habitación de la barcueva, que se limpió de arriba abajo. Fueron llevados dos baúles de ropa nueva y una vieja bañera que Monseñor des@naba para guardar medallas y condecoraciones, en la creencia de que los méritos de sus an@guos poseedores, pasarían al instante a formar parte de su individualidad.
También hizo reformas en su persona: le pareció que su aspecto infundía poco amor, se despojó del armamento y se colocó una faja de esas que usan los obispos de color rojo (la cruz bizan@na la conservó). Adornó sus manos con sor@jas. Con cera hizo una prótesis para completar la parte de la nariz que faltaba. Después de un largo baño de tres minutos en el mar (Monseñor se bañaba como se bañan las estatuas, es decir cuando llueve), puso trenzas a su barba y al cabello, y completó la metamorfosis con lazos de seda de colores distribuidos por los rizos. Así se presentó ante Elena a la hora de la cena, al día siguiente. Elena se asustó, se asustó mucho, tenía ante sí un individuo más peligroso de lo que había imaginado: un ser paté@co, totalmente deshumanizado, y lo peor, impredecible. La joven no se había repuesto de la tragedia del asalto, pero comprendió que debía hacer algo y pronto. Conocía las razones que impulsaban a su anfitrión a ser amable, ahí tenía algo de ventaja, pero también sabía que un hombre sin virtudes carecería, también, de la virtud de la perseverancia. Como Sherezade, tendría que entretenerle con algo; que el barbudo sin@era que estaba haciendo progresos. Pero el @empo tenía un @empo. Cenaron juntos, pero había más invitados, entre ellos un individuo de uniforme, rechoncho y bajito que hablaba con acento inglés y que no le quitó la vista de encima en toda la velada. Elena, no probó la comida, pero tampoco se mostró especialmente arisca. Soportó las bromas y las gracias sin gracia de los comensales, que no obstante, se
esforzaban en ser correctos en la mesa. Después, el vino hizo olvidar las premisas y cada cual se reconcilió consigo mismo. Monseñor era el más interesado en que la cena resultase elegante: grave y circunspecto, medía todos sus movimientos, lentamente, incluso cuando en un descuido se limpió los labios con la barba. Una hora después, Elena se re@ró, aludiendo que no le había sentado bien lo que no había comido. Monseñor no puso ningún obstáculo porque ya se le estaba derri@endo la cera de la nariz y a pena podía respirar y comer al mismo @empo.
Elena desde su habitación oyó como Monseñor y el hombre de uniforme discuNan, después reían y de nuevo volvían a discu@r. A la mañana, Elena desde la ventana pudo ver como aquel hombre de uniforme parNa hacía su embarcación acompañado de las tres jóvenes raptadas en el abordaje y algunos paquetes voluminosos. No parecía estar muy contento. El militar echó una úl@ma mirada antes de subir a la barcaza que le estaba esperando en la playa. Descubrió a Elena junto a la ventana y con un suspiro de resignación dio media vuelta y se despidió.
Elena se encontraba más animada. Decidió salir de la barcueva y echar una ojeada a los alrededores. Un hombretón con el labio descolgado se lo impidió. Lo volvió a intentar más tarde y nadie le puso ningún obstáculo. Después vio que el @po del labio la seguía a distancia, sin discreción alguna. El paisaje le resultaba extraño pero era hermoso. Reconoció algunas plantas que antes había visto en los libros, esto le proporcionó algo de emoción, su pensamiento voló de inmediato a su hogar paterno, donde todo le era tan familiar y próximo. Pero como esto le hacía sen@rse mal y la debilitaba, decidió sobreponerse y hacer frente a su situación. No eran @empos de felicidad ni de lamentos, sino de lucha. Las olas rompían con furia contra los acan@lados atestados de gaviotas. El viento cargado de sal la mareó; allí el calor era más llevadero y decidió detenerse. A lo lejos el océano celebraba nupcias con el cielo; allí, sobre la línea imperturbable, la vida se mostraba plácida y estable. A sus pies, esa misma vida, el mismo mar, ponía al descubierto el combate, la lucha de las criaturas por la supervivencia. La presencia de una iguana descarada la sobresaltó; decidió dejar el lugar y con@nuar el paseo. Nueva Arcadia es un islote que se recorre, en todo su perímetro, en menos de un par de
horas a pie. Descubrió, Elena, que no había más playas, sólo estaba la de la barcueva, el único lugar donde podía llegar una embarcación de cierto calado. Cuando regresó a la playa de la barcueva ésta estaba llena de niños desnudos jugando. Se sin@ó bien al comprobar que después de todo no todo era anormal en la isla. De buena gana se habría puesto a zascandilear con ellos. Pensó entonces en como esas criaturas rebosantes de vida podían ser moldeadas para negarla.
Estaba cansada y necesitaba un baño, pero al entrar se encontró con Monseñor que la estaba esperando. A estas horas de la tarde aún no estaba borracho. Le dijo que quería hablar con ella, le dijo que era una mujer, le explicó cual era su condición, sus obligaciones, sus limitaciones, sus opciones, por qué todavía estaba viva y qué debía hacer para seguir estándolo. Elena se limitó a escuchar. Cuando Monseñor terminó su discurso, Elena tomó aire y le dijo: bien, si no me caso con@go perderás la apuesta y yo, posiblemente la vida, así que podemos llegar a un acuerdo, si te parece. Yo hago como que todo va bien según tus intereses y así no pierdes. Pero como esta situación no puede durar eternamente, como sé que te gusta el juego, te propongo uno. Si ganas me casaré con@go.”Había una joven que tenía tres pretendientes. Estos se presentaron un día con un ramo de cinco rosas cada uno. La muchacha recibió amablemente los regalos, olió las flores y después @ro dos de ellas que estaban marchitas al suelo. Agradecida, devolvió una rosa a cada uno de los pretendientes y les dijo: como al final cada uno ha u@lizado cuatro rosas, cinco que traía menos una que se lleva, hace un total de doce rosas; si le sumamos las dos que deseché suman catorce. Me casaré con quien encuentre la rosa que falta”. Sí encuentras la rosa, le dijo Elena a Monseñor, accederé a casarme con@go. Monseñor le hizo repe@r la historia cinco veces y después se fue sumido en profundos pensamientos. Así se le vio durante las dos semanas siguientes antes de que zarpara de nuevo en busca de nuevas víc@mas.
Sin la presencia del filibustero, Elena se senNa más animada. Un día hizo una cometa con la que rompió la @midez de los niños para con ella. Hicieron cas@llos de arena, recogieron caracolas para oír el mar. Uno de los pequeños, Sebas@án, todo ojos y negro como el café, se hizo
inseparable de Elena. Juntos recorrieron el islote en todos sus rincones y misterios. Sebas@án le enseñó los rep@les, las serpientes peligrosas, los animales salvajes, las plantas, los arbustos venenosos y a su abuelo Yesterday, el único familiar que le quedaba. Yesterday era un hombre anciano, pero que aún conservaba algo de su an@guo vigor. La vida le había mostrado muchas cosas y de ninguna se había despistado. Acumulaba una sabiduría que no está en los libros, ni en las aulas; su maestro era la mismísima vida. Había aprendido lo que sólo los sabios saben: fiarse de todos y de ninguno; o lo que es lo mismo, sabía de quien fiarse. Elena le cayó bien desde el primer momento, sólo tuvo que mirarla a los ojos, unos ojos que además de hermosos transparentaban la nobleza que sus sen@mientos. Se veían a menudo. Una tarde el abuelo Yesterday contó la historia de María Lionza a su sobrino, y también a Elena que gozaba de la conversación con el anciano igual que con los libros de su biblioteca. Decía así :Hace @empo el chamán de la tribu de los araucanos, advir@ó del nacimiento de una niña con los ojos extraños, unos ojos claros, de un verde esmeralda, que sería necesario sacrificar a los dioses para no sufrir la ira de estos. Al poco, el jefe de la tribu tuvo una hija con estos rasgos, mas, despreciando las predicciones del chamán ocultó el nacimiento a la tribu. Llevó a la niña a una cueva, custodiada por cincuenta guerreros. La niña creció y se convir@ó en la más bella criatura de la selva. Su padre temeroso por las intenciones de los guardias obligó a estos a poner vendas en sus los ojos para evitar las tentaciónes. Poco después la muchacha, harta de su cau@verio, aprovechando la ceguera de los guardias decidió salir a la luz. Se maravilló de las cosas del mundo, de sus criaturas, de las nubes, de las montañas, también del lago que era como el cielo, pero que podía tocarlo. Mas, el Gran Anaconda que habita en sus profundidades, al verla, se enamoró de ella. Surgió de las aguas violentamente y se llevo a la joven a lo más profundo del lago. Allí permanecieron, en una unión mís@ca y espiritual hasta que el padre de María acompañado por los más valerosos de sus guerreros fue a rescatarla. Ante la amenaza, el Gran Anaconda surgió de nuevo furioso y desbordó sus aguas por toda la isla. Todos perecieron, desde los animales hasta los humanos. Muchos años después las alimañas y los hombres volvieron a la isla bajo la protección de una mujer hermosísima, con los
ojos claros, que de vez en cuando se deja ver a lomos de una onza y que cas@ga a los que hieren a la naturaleza”. Historias de este @po le eran reclamadas constantemente por los isleños.
Ahora con la barcueva vacía de gente, Elena, más tranquila y con mayor libertad, se decidió por inves@gar, en lo que era la parte de barco y lo que era de cueva. El galeón estaba inclinado a la derecha, así, los muebles de la casa estaban dispuestos según exigía esta circunstancia. Pero la nave era inestable, y de vez en cuando y sin aviso previo, se escoraba a la izquierda, por lo que se hacía necesario reordenar la disposición del mobiliario. Las posibles causas de estos movimientos estarían en los cambios climá@cos o en las sobrecargas o vaya usted a saber. Se intentó calzar el barco, pero fue inú@l. Las patas de las sillas, de las camas, de las mesas y de todo que tuviese patas, estaban desparejadas para corregir el desnivel y ganar horizontalidad. Las estancias estaban separadas por cor@nas, que no eran sino las banderas de los barcos que Monseñor había requisado a sus semejantes. Había cachivaches por todos los si@os que no tenían, aparentemente, u@lidad alguna. Un piano de cola (con las patas recortadas) presidia el salón, con el que Monseñor hacía versiones de canciones, inspirado más por Baco que por Euterpe. Todas las habitaciones gozaban de cinco o seis relojes, parados o sin manijas. También había muchos retratos de personajes que debían ser muy importantes, dada su ac@tud y elegancia. Uno de ellos mostraba a una señora de edad incierta que se escondía detrás de un ves@do de seda y de un ramo de rosas frescas y lozanas. En la entrada estaba Segismundo, un loro enjaulado que se sabía de carrerilla el Credo y la Marsellesa. Toda su existencia estuvo prisionero, no porque se pudiera escapar, pues no sabía volar, sino, porque no se lo comiera Lucifer, el gato de la casa.
Lo que más llamaba la atención era el gran número de libros que allí había dispersos. Un ejemplar de la Suma Teológica hacía las veces de pisapapeles en un escritorio Luis XIV. Un columna de Nuevos Testamentos, que según decían los lomos lo eran según san Mateo, según san Lucas, según san Pablo y según san Juan, que según parecía, servían para impedir que se abriera la puerta de acceso directo a la playa, y el personal tuviera que hacerlo por la única puerta de salida, controlada por Feliciano,
el hombre del labio descolgado. Una biblia sobre un Corán o viceversa servían para corregir la cojera de un escritorio de estudiante. En un rincón encontró un ataúd, estaba lleno de libros. Le llamó la atención la historia de Quéreas y Calírroe, de un tal Caritón que vivió en Grecia hace mucho @empo. Lo empezó a leer y pensó que era una buena lectura para compar@r. Y así lo hizo, y al público infan@l se le fueron sumando las mujeres de los poblamientos más próximos, algunos ancianos y el mismísimo Feliciano, que de vez en cuando dejaba escapar alguna lagrimita. Respecto a la cueva, esta era bastante profunda y en ella Monseñor guardaba la parte de sus pertenencias más delicadas. Al fondo, no menos de trescientos barriles de pólvora. Una bodega bien sur@da más al exterior y en medio su par@cular mazmorra, que por el momento estaba vacía.
Elena sabía que no estaba demasiado lejos de Santo Domingo. Antes de la tragedia oyó decir al capitán que faltaban dos días. Y la emoción que sin@ó entonces al verse cerca de Gerard no había desaparecido. Había pasado un mes desde entonces y no sabía realmente donde se encontraba. El hombre de la nariz, al que llamaban Feliciano, desde que se fue el barbudo, había relajado la vigilancia sobre Elena. Pasaba los días comiendo, bebiendo y en siestas interminables. Era el momento de hacer algo, quizá Sebas@án podría ayudarla. El muchacho le informó de los muchos bribones que estaría dispuesto a ayudarla por una can@dad significa@va de dinero, pero dudaba que alguno quisiera hacerlo por miedo a las represalias de Monseñor, que no reparaba en gastos cuando se atentaba contra su honor.
-‐ Mi abuelo es un hombre muy sabio, el podría…tal vez el …
-‐ Pues, ¿dónde está? vallamos a verlo. Replicó Elena esperanzada.
Lo encontraron preparando una especie de carne ahumada que después vendía a los marineros. Esta carne de cerdo o de jabalí así apañada, que llamaban bouca, era de un sabor y de un aroma deliciosos y tenía la propiedad de conservarse durante mucho @empo. El abuelo Yerterday recibió a los jóvenes con alegría en los ojos.
-‐Tú, sinvergüenza que no se te ve el pelo. Desde que te has echado por amiga a tan bella señorita te has olvidado que existo. Elena, es un placer volver a verla ¿Tenéis hambre?
Elena no pudo resis@rse a la fragancia que se desprendía de aquel plato y comieron los tres amistosamente. Mientras, trataron el asunto.
-‐ La cosa no resulta fácil, pero algo se tendrá que hacer. Dijo el anciano.
Durante un buen rato los tres permanecieron en silencio. Yesterday encendió una pipa y antes de que la hubiera acabado exclamó dirigiéndose a Elena
-‐¡Ya lo tengo¡ te vas a morir.
Elena casi se atraganta y a Sebas@án se le cayó de las manos el trozo de carne que estaba devorando.
-‐ Bueno, yo preferiría…. Balbuceó Elena sorprendida.
-‐ No te preocupes que ahora te lo explico. Hay que engañar al @po ese
Feliciano, que tampoco es muy listo que digamos. Debe creer que estas muerta. Nosotros nos haremos cargo de tu cuerpo hasta que al cabo de unas horas recuperes el conocimiento. Más tarde simularemos el en@erro y sepultaremos un bulto envuelto en sábanas con forma y proporciones que se ajusten a tu figura. Mientras tú permanecerás oculta en un lugar seguro que sólo yo conozco. Después, sé de un individuo que te sacar de la isla por dinero.
-‐ Pero tendrá miedo por las represalias de Monseñor. Pensó en voz alta
Sebas@án.
-‐ No, le replicó su abuelo, porque Elena estará muerta y enterrada
oficialmente y nadie sospechará. En cualquier caso, cuando Monseñor regrese sospechará del narigudo y cuando abra la tumba y descubra la farsa creerá que es éste quien le engaña. Pobre Feliciano que no sobrevivirá para vengarse de nosotros, si es que lo descubre. Para entonces Elena ya estará fuera de la isla
-‐ ¿Pero cómo, voy a recuperar el conocimiento, es que lo voy a perder? Respondió Elena un tanto confusa.
-‐ Deja que te explique. Conozco la manera para que un cuerpo deje de dar señales externas de vida. Permanecerás unas horas en ese estado, después te despertaras como si nada hubiese ocurrido. Tomarás las yerbas por la mañana antes de levantarte sin dejar rastro de ellas y colocaras otras que te daré para que crean que te has suicidado.
Elena empezó a comprender el plan; era arriesgado pero no tenía otra alterna@va. A su regreso, Monseñor, podía ya haber encontrado la rosa del acer@jo y entonces… En cualquier caso, la mosca ya estaba en la telaraña y cada día que pasara su vida estaría más en peligro.
-‐ ¿Por qué hace esto por mí, abuelo Yesterday?
-‐ Quiero que mi nieto parta con@go. Yo nací esclavo, también mis padres, pero mi abuelo fue libre antes que lo arrebataran de nuestra @erra africana. Debes cuidar de Sebas@án y devolverlo a la @erra donde debía haber nacido. Estas son mis condiciones, tú convas en mí y yo confió en @.
-‐ ¿Cuándo? es lo único que supo decir Elena.
Se acordó que sería al día siguiente, pues Domingo Lladró podía regresar en cualquier momento. Todo sucedió según lo hablado. A la hora pactada Sebas@án entró en el dormitorio de Elena, parecía estar muerta; se aseguró de que el veneno estuviese bien visible y colocó el brazo de la difunta colgando de la cama para dar más drama@smo a la escena. Acto seguido comenzó la función.
-‐¡Ay que han matado a la señorita… La han matado esta noche mientras dormía. Está muerta ¡ay,ay,ay…¡
Feliciano acudió de inmediato al cuarto. No podía creer lo que estaba viendo. Vio los helechos venenosos en el suelo. Se rascó el pelo.
-‐ Pero, ésta loca se ha envenenado ella misma. Ya se podía haber esperado un poco a que volviera Monseñor. Qué hago yo ahora. ¿ respira? Preguntó al muchacho.
-‐Los muertos no respiran desgraciado; tú la has matado. Asesino.
-‐ No… mira el veneno, ha sido ella misma… en el suelo.
Entró más gente, atraída por los gritos. También entró Yerterday que casualmente pasaba por allí. Todos cer@ficaron que se trataba de un cadáver, que el asesino había sido ella misma, el arma el veneno y el móvil la desesperación; aunque Feliciano, sumido en la más profunda tristeza, creía que lo había hecho para fas@diarle a él.
Yesterday gozaba de cierta reputación en la isla como hombre de conocimientos impenetrables. Curandero y santón, capaz de poner en contacto a los humanos con los espíritus y el que mejor bouca preparaba de todo el Caribe. Él se ofreció para hacerse cargo del cuerpo y prepararlo para el úl@mo viaje, pues no tenía por costumbre men@r cuando no era Necesario. El bulto recibió cris@ana sepultura, o algo similar, al atardecer, con presencia de los presentes. Para entonces el cuerpo de Elena, en algún lugar, ya había recuperado los atributos de la vida y comía un excelente plato de bouca para resarcirse del ayuno al que las extrañas circunstancias del día le habían obligado. Dos días después Elena parNa rumbo a Santo Domingo, acompañada por Sebas@án. Pagar a Caronte no fue ningún problema, bastó con meter la mano dos veces en el cofre que Monseñor guardaba debajo de la cama, una para el barquero y otra para espantar los futuros males.
Feliciano trataba de curar sus pesares descorchando botellas del ron almacenado en la cueva; pero no lograba reponerse. Monseñor era un ser impredecible, pero Feliciano veía con toda claridad su futuro, que más bien era la ausencia de este. Quiso salir de la cueva, mas, equivocó la dirección y llegó al polvorín, donde la pipa que estaba fumando y la pólvora almacenada hacían poca amistad. Retumbó la isla, se estremeció la @erra, la neblina que envuelve la isla a esas horas tempranas se abrió como los fuegos de ar@ficio en las noches de fiesta. El galeón que obturaba la boca de la cueva quiso volver al mar, no sin antes sumarse, por unos instantes, al trayecto de una banda de gaviotas que surcaba, apaciblemente, el cielo en esos momentos. También se vio un loro, algo chamuscado y desplumado, que dedicó el resto de su existencia a hacer
de loro. El impacto de la explosión le hizo olvidar, por completo, lo que le habían enseñado, y sólo ya supo decir rua, rua,rua….