Glosario de Ciencias Sociales
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Glosario de ciencias sociales, elaborado por equipo docente de FLACSO
A
Agente social:
La noción de agente social está estrechamente vinculada con la de “acción social”
(véase, estructura social), que en el origen de la sociología remitía a la pregunta sobre los
principios explicativos de la acción de los hombres y las mujeres en sociedad. Es
decir que la interrogación acerca de la naturaleza de la acción social y de la
capacidad de agencia de los individuos es tan antigua como la propia disciplina
social. Sin embargo, durante mucho tiempo primó la idea de la supremacía de la
estructura o el sistema social sobre la acción del individuo, el cual quedaba
reducido a un sujeto cultural o, incluso autómata, que interiorizaba las normas
sociales sin capacidad de influir sobre ellas o de generar cambios sociales (véase,
realidad social). Estas premisas caracterizaron a las corrientes predominantes en
la sociología hasta la década de los setenta, pero la pregunta en sí misma incluso
puede encontrarse en pensadores clásicos, anteriores a la emergencia de la
modernidad.
Individuo y modernidad: El proyecto social de la modernidad supone un cambio
en relación a las sociedades premodernas, que podría resumirse diciendo que el
hombre dejó de estar en la naturaleza, para reconocerse en ella (Touraine, 2000:
205). Como sostiene Alain Touraine, Max Weber [1864–1920], el padre de la
sociología alemana, fue uno de los primeros en analizar la lógica de la capacidad de
acción de los individuos, en su explicación del triunfo del capitalismo. Según su
análisis, la ética protestante suponía la creencia de que la acción –es decir, el
trabajo– acercaban a los hombres a Dios. Por ello, el enriquecimiento era concebido
una señal de elección, estima y salvación; de allí que fuese necesario el trabajo y,
con él, la modificación de la naturaleza.
La perspectiva del agente social en el centro de la escena: En la actualidad,
una de las características más importantes de las ciencias sociales es la
inexistencia de un único enfoque válido. Sin embargo, esta situación, que hoy
parece natural, fue diferente en el pasado. Con posterioridad a la II Guerra Mundial
se instaló un acuerdo fuerte (Giddens y Turner, 1995: 10), denominado consenso
ortodoxo, basado en las concepciones funcionalistas de la sociedad y en el análisis
sociológico, que pretendían equiparar el status de las ciencias sociales al de las
ciencias naturales. A partir de los años 60 este consenso fue puesto en cuestión,
criticándose, entre otros aspecto, su carácter objetivista, lo cual llevó a la
valoración del actor y a la acción. Las interpretaciones resultantes de esta crisis
buscarán, entonces, comprender qué piensan, creen y sienten los actores, ya sean
individuales o colectivos. Un enfoques conocido en los años sesenta, aunque había
surgido anteriormente, fue el de Garfinkel quien desarrolló la etnometodología,
corriente que se enfrentaría al funcionalismo de Talcott Parsons.
La etnometodología: esta corriente revalorizó el estudio del sentido común,
rechazando la hipótesis de Parsons, por la cual se afirmaba que el sistema social
estaba dominado por un sistema de normas y de significaciones compartidas. En
contraposición, con la etnometodología se sostiene que la realidad social está siendo
creada constantemente por los miembros de la sociedad que actualizan y crean las
reglas sociales, en vez de seguirlas. Es así que el interés fundamental de esta
corriente radica en las actividades prácticas y en el razonamiento práctico, ya sea
profesional o profano. Se busca dar cuenta de los métodos empleados por los
actores para actualizar las reglas –es decir para hacerlas observables y
descriptibles– lo que permitiría conocer los procedimientos que se utilizan para
interpretar constantemente la realidad social. Esta corriente es una de las primeras
en tener en cuenta la capacidad constructora del agente. Entre sus debilidades se
ha resaltado la escasa atención otorgada al estudio de las estructuras, tal vez como
resultado de su oposición a las teorías parsonianas. En este contexto, surge el
enfoque de Michel Foucault que tratará de dar cuenta de las habilitaciones y las
constricciones que los individuos sufren en su vida en sociedad, a través de su
desarrollo de las nociones de sujeto sujetado y sujeto agente.
La cuestión del sujeto: en las explicaciones sociológica en las que interviene la
noción de actor, resulta central la idea de sujeto porque éste es la unidad o el
núcleo explicativo en el que se asienta la soberanía de la acción. Como sostiene
Touraine, el sujeto es el deseo de un individuo de transformarse en actor o agente
social, marcado por la tensión entre el anhelo de libertad y de sujeción. Foucault
veía en la sujeción la subjetivación, es decir, la posibilidad de individuación. Desde
la perspectiva foucaultiana la subjetividad es una forma histórica, sujeta a los
discursos y las prácticas que posee cada sociedad. Su perspectiva toma en
consideración la complejidad de las relaciones entre poder, saber y sujeto. La
experiencia, afirma Foucault, desemboca en el sujeto y está vinculada a las
prácticas históricas (discursivas y no discursivas) que le dan inteligibilidad,
produciéndola y regulándola mediante el ejercicio del saber/poder. El sujeto puede
considerarse una forma histórica; como producto de una experiencia regulada por
la articulación entre formas discursivas, tecnologías de dominio y prácticas de sí.
(Amigot Leache, 2007: 21).
Foucault aclara que desde su perspectiva existen dos significados de la palabra
sujeto: sujeto a otro por control y dependencia y sujeto como constreñido a su
propia identidad y a su propio autoconocimiento. Es por eso que en sus escritos
aparece la tensión entre el sujeto sujetado, el sujeto agencia y los mecanismos de
sujeción, no pueden ser estudiados por fuera de su relación con los mecanismos de
dominación y de explotación.
Bourdieu y el intento de superar la dicotomía entre subjetividad y
objetividad: la perspectiva del sociólogo francés Pierre Bourdieu es un esfuerzo
contemporáneo por trascender las antinomias de las ciencias sociales, ya sea una
física objetivista de las estructuras materiales o bien una fenomenología
constructivista de las formas cognoscitivas. Bourdieu plantea que la tarea de la
sociología es revelar las estructuras ocultas de los diversos mundos sociales que
constituyen el mundo social y los mecanismos que tienden a asegurar su
reproducción y transformación (véase realidad social). Para esto, Bourdieu
identifica las estructuras objetivas (los espacios de posiciones) y luego reintroduce
la experiencia inmediata de los agentes con el fin de explicitar las categorías de
percepción y apreciación (las disposiciones) que estructuran las acciones de los
seres humanos desde adentro y la toma de posición frente a distintas situaciones.
Los puntos de vista: por medio de la noción de espacio social de Bourdieu
podemos entender los distintos puntos de vista que los agentes ponen en juego
según su posición en dicho espacio. Teniendo en cuenta estas nociones diremos
que los puntos de vista son, como la expresión misma lo indica, posturas tomadas
desde un punto, es decir, desde determinada posición en el espacio social. Los
agentes que ocupan posiciones cercanas en el espacio son colocados en
condiciones parecidas y están sujetos a factores condicionantes similares: así
tienen posibilidades de tener disposiciones e intereses semejantes y de producir
prácticas y representaciones análogas. Ocupar una posición en el espacio social es,
al mismo tiempo, tomar distancia de otras. La importancia de incorporar el análisis
de las perspectivas de los diversos puntos de vista radica, según Bourdieu, en que
permiten estudiar las visiones del mundo que contribuyen a su construcción. Pero,
además, en tanto los puntos de vista están condicionados por su lugar en el espacio
social (véase estructura social), se debe aceptar una pluralidad de perspectivas
en función de la pluralidad de posiciones (Bourdieu, 1987: 133).
El habitus y la historicidad de las prácticas: La historia juega un papel central
en la explicación de las prácticas sociales porque éstas sólo pueden ser explicadas –
y comprendidas– relacionando las condiciones sociales bajo las cuales se constituye
el habitus que las engendró con las condiciones sociales en las que se manifiestan
esas prácticas. En tanto estructura estructurante, que organiza las prácticas y la
percepción de las prácticas, el habitus es también estructura estructurada. Se trata
de un sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma
sistemática la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la
diferencia constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de
condición, que retiene bajo la forma de diferencias entre una prácticas enclasadas y
enclasantes(Bourdieu, 1980: 170–171). La idea de un habitus generador de
prácticas nos lleva a presuponer que existe en los agentes un sistema de
disposiciones adquiridas por la experiencia y que este varía según la situación, el
momento y el lugar. El habitus designa entonces, un “sentido del juego” que
permite engendrar una afinidad de golpes adaptados a una infinidad de situaciones
posibles (Bourdieu 1987: 22). El habitus se configura la práctica social y explica el
enclasamiento de los campos a partir de los cuales se componen las identidades de
los agentes participantes, su posición y su relación respecto a su capacidad de
influencia en la definición del espacio social (véase estructura social).
La acción como práctica: Según el sociólogo contemporáneo inglés Anthony
Giddens la acción es una práctica rutinaria extendida en el tiempo. Desde esta
perspectiva, la acción no es mecánica ni autómata, sino que al verse la acción como
un flujo continúo de las intervenciones de actores competentes y capaces de
explicar sus motivaciones de acción de manera reflexiva.
El registro reflexivo de la acción se refiere a la forma específicamente reflexiva del
entendimiento de los agentes humanos que interviene en el ordenamiento
recurrente de las prácticas. La reflexividad entonces, no se debe entender como
mera auto– conciencia sino como el carácter registrado del fluir corriente de una
vida social (Giddens, 1998: 40–41). Los actores no sólo registran sus actividades
sino esperan que los demás hagan lo propio y registran también, por rutina
aspectos sociales y físicos de los contextos sociales en los que se mueven. Si bien la
característica reflexiva de la acción es central, no menos importante es el hecho de
que la integración de la sociedad es producto de la destreza de los actores sociales
y que la clave en las formas de entendimiento está en las formas en que los actores
producen y reproducen la vida social. Las estructuras habilitan y constriñen la
acción al mismo tiempo. No hay estructura dada, así como tampoco acción
subjetiva, inteligible unilateralmente (véase realidad social y estructura social)
Bibliografía:
Amigot Leache, P. (2007). Una tensa oscuridad. Interrogando el abordaje psicosocial
de la subjetividad. En Revista Psicología & Sociedade (19) 20-25.
Bourdieu, P. (1987). Cosas Dichas. Gedisa: España.
Bourdieu, P. (1988). La Distinción. Taurus: España.
Foucault, M. (1996). El sujeto y el poder. En Revista de Ciencias Sociales, Facultad
de Ciencias Sociales / Fundación de Cultura Universitaria (2).
Giddens, A. (1998). La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la
estructuración. Buenos Aires: Amorrortu.
Giddens, A. y Turner, J. (1987). Introducción. En A. Giddens y J. Turner (ed.) La
teoría social hoy (pp. 9-21). Alianza. México: 1991.
Heritage, J. (1987). Etnometodología. En A. Giddens y J. Turner (ed.) La teoría social
hoy (pp. 290-342). Alianza. México: 1991.
Ortiz Palacios, L. A. (1999). Acción, significado y estructura en la teoría de A.
Giddens. En Convergencia (6) 20, 57-84.
Anomia:
Es un concepto central en la teoría del padre de la sociología francesa Emile
Durkheim [1858–1917] con el cual alude a la falta de regulación y control moral que
sufren distintos espacios de la sociedad en momentos de crisis y de transición,
producidos por cambios profundos y acelerados que, por su rapidez, no dieron lugar
a la institucionalización de las transformaciones y la reorganización de las
relaciones sociales. Desde la perspectiva de Durkheim, el estado de anomia sólo se
produce cuando los órganos sociales no están en suficiente contacto unos con
otros, durante un período relativamente prolongado. En este sentido, el rol del
trabajo y de la división social del trabajo es decisivo, ya que asegura la coordinación
de las diferentes partes de la sociedad (1993; 1893 1ª ed. francesa). La división
social del trabajo es fuente de solidaridad y asegura la repetición de las relaciones
sociales, impidiendo la escasez relacional y de lazos sociales. La densidad moral de
las sociedades refiere, entonces, a la división social del trabajo como base del orden
moral que integra a los individuos. (véase lazo social).
En su análisis de la obra durkheimiana, el sociólogo español contemporáneo Ramón
Ramos Torre explica cómo la anomia y el egoísmo designan la crisis de los dos
subsistemas que estructuran la solidaridad social: el de regulación y el de
integración social y moral. Por regulación, explica Torre, se entiende la propiedad
del sistema de solidaridad social por la cual se establecen códigos de reglas
externas y obligatorias que determinan, para cada acto social en su situación
particular, las metas y medios para su acción. En situaciones de anomia se produce
un vacío en el marco normativo de la acción, haciendo que el deber desaparezca y
se desarrolle la libertad como pasión y deseo ilimitado (Ramos Torre, 1999: 43 y
ss.). Por integración Durkheim se refiere a una propiedad del sistema de solidaridad
social pero que se diferencia del de regulación en tanto “que se circunscribe al
establecimiento de un sistema de ideas comunes al grupo que doten de sentido
homogéneo a los actores sociales, sistema que se genera y reproduce por la
inserción de estos últimos en el seno del grupo del que se saben y sienten parte en
tanto comulgan en sus ideales” (Ramos Torre, 1999: 45). La crisis en el sistema de
integración es desatada por el egoísmo, que genera la desintegración del grupo
debido a la incapacidad de éste para crear y mantener un universo de ideas
comunes que aseguren la identidad simbólica. Al carecer esta identidad, el
individuo se desocializa, lo que se vislumbra cuando sus ideas no están socialmente
sustentadas ni son compartidas. Es por eso que una sociedad anómica y egoísta
padece un vació moral que afecta a la práctica y a la construcción simbólica de los
actores. Al carecerse de definiciones normativas y de sentido no se producen las
regulaciones capaces de guiar las interacciones o que, a nivel simbólico, permitan
concebir el mundo de manera unitaria y consistente. Los actores quedan
desasistidos y la vida moral languidece en el caos de sus pasiones (Ramos Torre,
1999: 45).
La crisis moral no refiere solo al vacío normativo sino fundamentalmente al de la
integración social. Es por eso que la moral, el deber y las leyes no tienen sólo una
dimensión restrictiva en Durkheim, sino que también son constructoras de la
realidad social (véase realidad social).
Causas y origen de la anomia: Durkheim identifica las raíces de la anomia y del
egoísmo en el individualismo y el progreso. Cuando el autor analiza las causas del
suicidio, aclara que el individualismo no es necesariamente el egoísmo, pero se
aproxima a él. El egoísmo es la forma patológica del individualismo. Lo mismo
sucede con el progreso: no se lo debe identificar inequívocamente con la anomia.
Tanto el progreso como el individualismo son fenómenos normales y normativos
mientras que el egoísmo y la anomia son la expresión de su desviación que los
muestra de manera degradada. Pero además, sostiene Ramos Torre, que la forma
normal tiene implícita la forma degradada de estos fenómenos: se expresan como
las dos caras de la misma moneda, en tanto “implica siempre la aparición de lo
patológico (anomia y egoísmo), aunque dentro de determinados límites” (Ramos
Torre, 1999: 48).
El egoísmo y la anomia se convierten en patológicos cuando superan una
determinada “tasa”. En estas circunstancias lo desviado supera a lo normal y se
convierte en patológico: “en función de ello, la anomia y el egoísmo, que surgen
lógica e históricamente del progreso y del individualismo, se convierten en
fenómenos patológicos cuando, en circunstancias especiales, rebasan su tasa
marginal. Pero lo importante de la propuesta es que la causa de la patología se
encuentra en una combinación de circunstancias que son independientes y
externas al individualismo. Desde este punto de vista, si bien lo desviado se genera
en lo normal, lo patológico es producto de causas que le son extrañas” (Ramos
Torre, 1999: 49).
La anomia como estado societal: la anomia no refiere a un estado particular de
los individuos, sino a uno social. La anomia tiene un carácter de época y no remite a
una sensación circunstancial de los individuos; se trata de algo que los trasciende.
Orden y modernidad: una de las características del sistema económico moderno
es su constante transformación que elevaba al progreso su fin último, un rasgo que
perdura en la actualidad, pero con matices. Esto implica una imposibilidad
intrínseca de establecer un orden estable y duradero como marco de referencia de
la acción. Esta incapacidad de estabilizarse por largos periodos se profundiza en
determinadas épocas del desarrollo del capitalismo, elevando la tasa de anomia.
Desde una perspectiva subjetivista, el sociólogo alemán Max Weber [1864–1920]
define el orden como el resultado de la existencia continuada de un sistema de
expectativas recíprocas. Dicho sistema es expresión y consecuencia de que
determinados actores sociales, relacionados entre sí, puedan pautar con razonable
anticipación y previsibilidad sus acciones que están mutuamente referidas. El
desorden ocurre entonces, no por la inexistencia de regularidades en la interacción,
sino por la ausencia de inteligibilidad de esas regularidades por parte de sus
protagonistas (Noel, 2007). Es decir, el orden necesita de un sistema normativo
legítimo.
Orden y leyes: las leyes conforman el sistema que controla y organiza la sociedad.
Siguiendo la lectura durkheimniana, las leyes no son sólo importantes para la
regulación de la sociedad, sino también para su integración simbólica. Cuando ese
sistema normativo pierde legitimidad, disminuye la eficacia simbólica de las leyes,
lo que hace emerger no sólo el carácter restrictivo de las leyes, sino también su
capacidad constructora e integradora, marcando fronteras entre lo correcto e
incorrecto.
Según el sociólogo argentino Gabriel Kessler, varios factores contribuyen a la
eficacia que las leyes puedan tener o no. En su análisis sobre el delito amateur,
expone las razones por las cuales en Argentina el sistema normativo se encuentra
en crisis. En primer lugar sostiene que la historia nacional presenta diferentes
“actos” –muchos de ellos protagonizados por grupos importantes e influyentes– en
los cuales se violó la ley y no se castigó a los culpables. En segundo lugar señala el
efecto de los contextos de pauperización, en los cuales las experiencias familiares y
escolares impiden la internalización y naturalización de la existencia de la ley. A
esto se suma, en tercer lugar, el descrédito respecto de las instituciones públicas, dado
que ninguna de ellas podría representar la autoridad de la ley, en tanto ésta
detenta la capacidad de arbitrar neutralmente un conflicto. Por último, considera la
influencia de la precarización y la flexibilización laboral que, al generar mercados de
trabajo informales que se mantienen al margen de la legislación laboral, hacen que
la ley sea aún más imperceptible (Kessler, 2004).
Bibliografía
Durkheim, E. (1993; 1893 1ª ed. francesa). La división del trabajo social. Buenos
Aires: Planeta Agostini.
Kessler, Gabriel (2004). Sociología del delito amateur. Buenos Aires, Paidós.
Ramos Torre, R. (1999). La sociología de Emile Durkheim. Patología social, tiempo,
religión. Madrid: CIS.
C
Cambio cultural:
El cambio es una dimensión constante de la cultura que suele ir acompañada y
retroalimentada por el cambio en otras esferas, como la política, la social y la
económica, entre otras. La cultura, por su parte, es la forma que tiene el hombre de
relacionarse con el mundo a través de la producción simbólica (de sentido). El
cambio cultural, entonces, alude a todas las elaboraciones y las evoluciones que se
expresan en la sociedad a partir de los cambios dados en función al desarrollo
tecnológico, económico y social.
Uno de los pilares principales de la cultura es su transmisibilidad, es decir, la cultura
es acumulación de saberes que se pasan de una generación a otra. En este pasaje
intervienen las personas (que introducen los cambios) y las redefiniciones de la
propia época. Toda transmisión implica lectura y relectura de la cultura, es decir,
una mediatización que la formula y reformula constantemente. Según el sociólogo
William Ogburn, los cambios culturales no se sienten en todas las latitudes de igual
manera y con igual intensidad, ni se dan al mismo tiempo. Esto se debe al carácter
asimétrico del poder (véase poder) y a la existencia de diferentes ritmos en el
proceso de cambio por el cual mientras la tecnología cambia rápidamente, los
valores y las costumbres lo hacen más lentamente. Ogburn llamó a esta situación
desajuste cultural; un proceso sobre el cual operan también factores de carácter
generacional, económico, de género, etc. (Ogburn, 1964, citado en Macionis y
Plummer, 2001: 117).
Las causas del cambio cultural: Según los sociólogos ingleses John Macionis y
Ken Plummer, el cambio cultural puede producirse por tres causas: a) creación o
invención de nuevos elementos culturales (como los cambios en las
telecomunicaciones, en los medios de transporte y los avances tecnológicos como
el desarrollo de las computadoras); b) descubrimientos y nuevos conocimientos
sobre la naturaleza (como podría ser desde la aparición de un nuevo planeta en el
sistema solar hasta el descubrimiento de una vacuna contra el virus del Sida); c)
reformulación de las formas de transmisión cultural (como la imprenta y en la
actualidad, Internet) (Macionis y Plummer, 2001: 117). En relación con este último
tipo de cambios, el sociólogo contemporáneo Néstor García Canclini formuló la idea
de culturas híbridas para referirse al papel del entrecruzamiento de diferentes
tradiciones, provenientes de espacios y tiempos históricos distintos en las
sociedades contemporáneas, en especial, en las latinoamericanas. La hibridación se
genera por las nuevas tecnologías comunicacionales, el reordenamiento de lo
público y lo privado y la desterritorialización de los procesos simbólicos; estos
fenómenos redistribuyen masivamente los bienes culturales y producen relaciones
más fluidas entre lo culto y lo popular, lo tradicional y lo moderno. García Canclini
también se refiere a las industrias culturales para entender el carácter masivo de
los bienes culturales y su impacto en las relaciones laborales así como en otros
planos de la vida social (García Canclini, 2005).
Cambio cultural y nuevas capacidades: Según el filósofo italiano
contemporáneo Franco Berardi, a partir de los años `70 el cambio cultural asume
una dimensión generacional, con el surgimiento de lo que él denomina
generaciones post-alfa, es decir post-alfanuméricas, término con el cual se refiere a
que estos jóvenes aprenden más palabras de una máquina que del núcleo familiar o
de la escuela. Esto produce una crisis en las autoridades, debido a que la
producción de conocimiento dejó de ser monopolizada por los dispositivos primarios
y secundarios de socialización, que comenzaron a coexistir con otros dispositivos,
emanados del mercado y los medios de comunicación (véase socialización). Este
autor, en sintonía con el español Enrique Gil Calvo, sostiene que este cambio
produjo una distancia generacional de tal magnitud que los conflictos de la nueva
era se explican por la diferencia de cohorte y no por las diferencias de clase.
Cambio cultural y distancia generacional: Gil Calvo propone un modelo
explicativo de las transformaciones sociales que implica analizarlas en tanto
subproducto colectivo globalmacro, que se articulan en un espacio localde redes
de interacción micro de dos dimensiones: el metabolismo generacional y la
metamorfosis de las instituciones. El primero de los términos alude al proceso de
reproducción demográfica, por medio del cual cada nueva cohorte de
contemporáneos, va experimentado nuevas formas creativas de adaptarse a su
realidad. El término metamorfosis de las instituciones remite a la deriva evolutiva
que va transformando las estructuras sociales. La actualidad impone una
metamorfosis global del orden institucional que introduce gran incertidumbre
sistémica, generando una fuerte crisis de legitimidad. Esta crisis no atañe sólo a los
niveles estatales, sino también a las instituciones como la familia. De manera análoga
a la metamorfosis institucional, se están produciendo alteraciones drásticas en el
metabolismo demográfico por las cuales en cada sucesión generacional se observan
dos procesos: un creciente distanciamiento entre las sucesivas cohortes y una
fuerte reestructuración de la trayectoria generacional trazada por cada generación
a lo largo de su curso vital (2004: 18-21 y ss.).
Siguiendo el análisis de Gil Calvo, el creciente distanciamiento intergeneracional
puede concebirse en términos tanto morales como materiales. Este último aspecto
implica un aumento en la distancia temporal que separa el lapso intergeneracional,
por el progresivo aplazamiento de la edad de emancipación juvenil, que se da por
distintas causas. Pero no sólo aumenta la distancia temporal entre las
generaciones, sino que, además, cambia la proporción entre las generaciones que
se reducen en su composición en términos numéricos. El distanciamiento material
tiene su correlato en el distanciamiento socioeconómico, dado que el
empeoramiento de las oportunidades vitales ofrecidas a los jóvenes hace que las
posiciones relativas que finalmente ocupen los jóvenes, una vez emancipados de
sus hogares de origen, sean inferiores en términos comparativos a las alcanzadas
por la generación de sus padres (2004: 22). La permanencia prolongada en el hogar
de los padres conduce a un distanciamiento moral que es necesario para la
convivencia pacífica, regida por la tolerancia permisiva recíproca. La importancia de
este distanciamiento moral, a diferencia de las lecturas conservadoras, es
considerada como expresión de la posibilidad de coexistencia de dos formas de vida
distintas. Lejos de señalar este fenómeno como un vacío simbólico depositado en
los jóvenes, desde esta perspectiva se busca observar cómo surge un nuevo modus
vivendi en el que conviven, con desinterés, las prácticas de los progenitores con la
de sus hijos y las de jóvenes y los adultos (Maluf, 2002).
Los cambios demográficos y el cambio cultural: las innovaciones tecnológicas
repercuten en la composición demográfica de la sociedad. El impacto de las
transformaciones culturales se vislumbra en aspectos tan diferentes como el
decrecimiento de la tasa de natalidad, los métodos de fertilización asistida y la
incursión de las mujeres en el mercado laboral. Estos factores en los sectores
medios retrasaron el inicio de la maternidad y alteraron la composición familiar. En
todos los casos, estos fenómenos muestran cómo los cambios culturales y sociales
repercuten en la composición demográfica de las sociedades.
Bibliografía:
Bauman, Z. (1996). Modernidad y ambivalencia. En J. Beriain (comp.). Las
consecuencias perversas de la modernidad. Barcelona: Antrophos.
Berardi, F. (2007). Generación post alfa. Buenos Aires: Tinta Limón.
García Canclini, N. (2005). Culturas híbridas. Buenos Aires: Paidós.
Gil Calvo, E. (2004). La matriz del cambio: metabolismo generacional y
metamorfosis de las instituciones. En A. Canteras Murillo (comp.). Los jóvenes en un
mundo de transformación: nuevos horizontes en la sociabilidad humana (pp. 3-28).
España: ediciones Injuve.
Macionis, J. y Plummer, K. (2001). Sociología. Barcelona: Prentice Hall.
Maluf, A. (2002): Las subjetividades juveniles en sociedades en riesgo. Un análisis
en contextos de globalización y modernización. Ponencia presentada en el coloquio
La juventud en el próximo milenio. En Los jóvenes y la sociedad de la información.
Globalización y antiglobalización en Europa y América Latina. Lleida: Barcelona.
Sennett, R. (2006). La corrosión del carácter. Buenos Aires: Anagrama.
Cambio social:
El término refiere a una alteración, variación o diferencia producida en la sociedad.
La noción de cambio social se utiliza para referirse a procesos que transformaron la
vida social en forma sostenida, visible y decisiva. El impacto del cambio social
afecta las más diversas esferas de la sociedad: las instituciones, la cultura, la
economía, el sistema político y el Estado. Uno de los procesos de cambio social más
importante, y más discutido en las ciencias sociales, fue el que transformó a las
sociedades tradicionales en modernas; un proceso signado por el crecimiento de las
ciudades, el surgimiento del capitalismo, la consolidación de los Estados y el
retroceso de los señoríos feudales.
Sociedades y cambio social: las sociedades son por su propia naturaleza,
dinámicas. El cambio social es multicausal. Existen distintas teorías para entender
los procesos de cambio social.
Para la perspectiva de los contractualistas, más allá de los diversos matices, el
cambio social se da cuando los individuos deciden pasar del estado de naturaleza a
la sociedad política, delegando sus derechos para poder vivir en sociedad. En este
esquema, el contrato o el pacto social representan el nacimiento de las sociedades
civilizadas mediante el cual la pasión dejaba de imperar para dar paso a la razón.
Para el marxismo el cambio social es el resultado de la propia dinámica de la
historia por un lado y la acción de los hombres por el otro. Karl Marx [1818-1883],
analizando los cambios en Francia, sostuvo que los hombres hacen la historia a sus
espaldas, con lo cual daba cuenta de la existencia de ciertas leyes del desarrollo
propio de la historia (Marx, 2003). Estas leyes, según el marxismo, pueden
comprenderse mediante el método dialéctico que, a través de las ideas del
materialismo histórico, permitirían entender la lucha de clases, la cual en el sistema
capitalista supone que la explotación de la burguesía, terminaría con una revolución
proletaria (Marx, 1995). Es decir, el conflicto, intrínseco a toda sociedad, actúa
como motor del cambio social. La lucha de clases, expresada en el capitalismo
mediante la oposición del capital versus el trabajo genera un conflicto constante,
latente y manifiesto que desembocaría, después de la revolución proletaria, en el
socialismo (Macionis y Plumer, 2002: 640- 641).
El padre de la sociología Emile Durkheim [1858- 1917] analiza los cambios en la
sociedad a partir de la Revolución Francesa con intenciones de entender qué
sucede con el lazo social en sociedades que, como las modernas, perdieron los
elementos cohesionadores de las sociedades tradicionales (véase lazo social).
Desde su perspectiva el cambio social se da con el paso de la solidaridad mecánica
a la orgánica que implica transformaciones esenciales en la sociedad que cristalizan
en el derecho que rige en cada una de ellas (véase lazo social).
Max Weber [1864-1920], otro de los fundadores de la sociología, buscó las raíces
del cambio social en el mundo de las ideas, aunque esto no haya significado
desmerecer el papel del conflicto por la producción material. Esta perspectiva se
puso de manifiesto en su análisis sobre los orígenes del capitalismo en el que
muestra la importancia de la ética protestante para el desarrollo del espíritu
capitalista. Esta conexión está dada por el papel jugado por la racionalidad
disciplinada de los protestantes calvinistas para la producción del cambio. Además,
pensaba que las sociedades modernas estaban en un proceso de constante y
progresivo cambio, que se traducía en la burocratización creciente y la
secularizición de todas las esferas (Macionis y Plummer, 2001: 641).
Los cambios sociales en las sociedades actuales: En las ciencias sociales
existe cierto acuerdo en que unas de las transformaciones más importantes de las
últimas décadas fue el retiro del Estado de bienestar de su función reguladora de la
dinámica social y económica (Fitoussi y Rosanvallon, 2006; López, 2006: 13). La
función integradora y cohesionadora del Estado fue puesta en cuestión a partir de la
década de los setenta cuando la ideología neoliberal logra imponerse, haciendo que
el mercado comenzase a regular con renovada fuerza las relaciones sociales y
reduciendo las funciones del Estado (véase Estado, globalización y mercado).
El fin de la sociedad salarial: La noción de “sociedad salarial” es usada por
Robert Castel (1997) para referirse al período durante el cual predominaron las
políticas keynesianas mediante las cuales el salario funcionaba como un distribuidor
de la riqueza. Estas sociedades se articulaban en torno al trabajo y a las políticas de
los Estados nacionales que asumían el compromiso de implementar políticas
públicas destinadas a la generación del pleno empleo y la promoción del derecho
laboral (López, 2006: 13 y 14). El fin de la sociedad asalariada muestra no sólo el
agotamiento financiero y económico de un modelo de articulación del lazo social,
sino también una crisis ideológica y de solidaridad social. Esta última, como señalan
los sociólogos franceses Fracois Dubet y Danilo Martuccelli, es reemplazada por la
responsabilidad, que a diferencia de la solidaridad, es una acción individual (Dubet
y Martuccelli, 2000). El fin de la sociedad asalariada desemboca en grandes crisis
de cohesión social, en tanto el mercado no logra articular ni integrar a todos los
sectores sociales y, cuando lo hace, la integración suele ser precaria, flexible y
temporal. El crecimiento de los sectores informales da cuenta de estas
reorientaciones políticas y económicas.
Cambio social y el consenso de Washington: el avance del neoliberalismo
(véase liberalismo) implicó el paso de una sociedad dedicada al desarrollo motorizado
por el trabajo, a otra centrada en el crecimiento y la concentración de la riqueza.
Esto aumentó la pobreza, las desigualdades y la pauperización de importantes
sectores sociales (véase pobreza, desigualdades sociales y clases sociales). Si bien las
políticas de equilibrio fiscal se comenzaron a implementar mucho antes, la ideología
neoliberal alcanzó hegemonía en la década de los noventa, lo cual quedó visible en
lo que se llamó el consenso de Washington. Este documento, como sostiene el
sociólogo argentino Néstor López, expresó la preocupación de los acreedores de la
fuerte deuda acumulada por los países de la región latinoamericana durante las dos
décadas anteriores. El texto proponía fuertes políticas de ajuste con el objetivo de
recomponer el ritmo de crecimiento y la estabilidad de las economías locales.
Entonces se pasó de los mercados regulados por los Estados locales a los mercados
regidos por el libre funcionamiento de la oferta y la demanda. Esta mutación implicó
una fuerte desregulación de los mercados financieros y de bienes y servicios,
traducida en la apertura de fronteras al mercado internacional (López, 2006). La
desregulación también estuvo acompañada por impulsos privatizadores para
ampliar el mercado en sectores antes estatales, redefiniendo la noción de
ciudadanía y consumidor (véase ciudadanía).
Cambio social y focalización: la focalización surge del retiro del Estado de las
prestaciones universales y la pérdida de fuerza de la concepción de dirigir el gasto
público hacia los sectores más pobres. Según el sociólogo uruguayo Fernando
Filgueira, la focalización descansa en la idea de hacer más con menos y de
aumentar los aspectos progresistas del gasto social. En muchos casos lo ha hecho,
pero en otros ha sido incapaz de integrar a los realmente necesitados. La aplicación
de las nuevas modalidades de políticas sociales también se ha prestado a la
formación de clientelas porque, bajo la forma institucional que ha tomado en la
región, se ha constituido en instrumento altamente discrecional del poder ejecutivo
(Filgueira, 2002). Este sistema, lejos de crear nuevas formas de solidaridad y de
cohesión social, las erosiona aún más al generar rivalidades entre los pobres por la
obtención de las prestaciones (Bourdieu, 1999). Esto lleva a la quiebra de
solidaridades inter e intra clase y la estigmatización de los destinatarios.
Bibliografía:
Bourdieu, P. (1999). La miseria del mundo. Buenos Aires: FCE.
Castel, R. (1997). La metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires: Paidós.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Filgueira, F. (2002). Los bienes públicos y las políticas sociales. En Todavía (2).
Fitoussi, J. P. y Rosanvallon, P. (2006). La nueva era de las desigualdades. Buenos
Aires: Manantial.
Gallino, L. (2001). Diccionario de Sociología. Buenos Aires: Siglo XXI.
López, N. (2006): Educación y desigualdad social. Buenos Aires: Ministerio de
Educación/ OEA.
Macionis J. y Plummer, K. (2001). Sociología. Barcelona: Prentice Hall.
Marx, Karl (1995; primera edición 1848). El manifiesto comunista. Buenos Aires:
Panamericana.
Marx, Karl (2003; primera edición 1869): 18 de Brumario. Buenos Aires: Agebe.
Weber, M. (2004, primera edición 1905): La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. México: FCE.
Ciudadanía:
La ciudadanía es un estatus de plena pertenencia a una comunidad política por el cual
se poseen y ejercen derechos y deberes civiles, políticos y sociales. En el núcleo del
debate sobre ciudadanía se encuentra la cuestión de la libertad individual, de una
ciudadanía formal (que depende de la titularidad de los derechos, a la igualdad ante
la ley) y una ciudadanía sustantiva (asociada a la idea del bienestar mínimo y de la
calidad de vida). La ciudadanía está anclada en la definición legal de derechos y
obligaciones que la constituyen; pero esta definición supone un proceso en continuo
cambio. El concepto de ciudadanía da cuenta de las prácticas conflictivas
vinculadas al poder, en tanto exige definición acerca de quiénes podrán decir qué,
en el proceso de decidir cuáles son los problemas comunes, y cómo serán resueltos
(Jelin, 1996). Desde este punto de vista, el derecho básico es el derecho a tener
derechos. Es decir, la acción ciudadana es concebida en función de las posibilidades
de que se mantenga y se expanda.
Los debates en torno a la ciudadanía: El concepto de ciudadanía supone dos
ejes centrales de debate político, teórico e ideológico. El primer refiere a la
naturaleza de los sujetos (que implica revisar la relación entre individuos y derechos
colectivos y minorías étnicas) y el segundo remite a la existencia de los derechos
universales. Otra discusión, remite a la supuesta antinomia entre los derechos
individuales y la intervención del Estado. Al respecto, Jelin plantea que deben
replantearse estas viejas antinomias, considerando, por ejemplo, que el derecho
individual de expresión es también el derecho de la colectividad a escuchar
distintas posturas y opiniones. De modo tal que la oposición entre los derechos
negativos del liberalismo y la intervención positiva del Estado se diluye, dado que la
negatividad implica una acción estatal positiva que tiene consecuencias sociales
(Jelin, 1996: 115 y ss.). (véase Estado y clases sociales).
Los debates en torno a la ciudadanía en sus orígenes: La cuestión de los
derechos del hombre está en el corazón de las sociedades modernas, como
muestra que su primera formulación haya emergido de la revolución de
independencia norteamericana (1776) y de la revolución francesa (1789). Tantos los
textos de la Revolución francesa como los de la constitución estadounidense
reflejan concepciones ancladas en el derecho natural. En Estados Unidos primó la
idea de que el Estado y el gobierno debían garantizar la libertad de los ciudadanos
en calidad de propietarios, ya que la propiedad demostraba la capacidad de los
hombres y los hacía dignos de ser libres. Sobre estas bases, se reconocieron los
derechos naturales del hombre (véase liberalismo, democracia y Estado). En cambio,
en Francia la formulación de los derechos del hombre fue una reacción contra la
sociedad jerárquica y contra los privilegios hereditarios del antiguo régimen, por lo
cual puede ser considerada un manifiesto burgués universalizador, anclado en la
voluntad general del pueblo. En dicha declaración se distingue entre el hombre (en
tanto depositario de derechos naturales) y el ciudadano (como un miembro con
derechos en la comunidad política), siendo la ciudadanía la condición del
reconocimiento y la garantía de la libertad del hombre (Jelin, 1996: 115).
A partir de estas bases se han estructurado diversas posturas en torno a la
ciudadanía y a la obtención de derechos, las cuales inciden no sólo en el plano
teórico, sino también en la lucha política y social. Un autor clásico en lo que
respecta a la formulación teórica del concepto es Thomas Marshall [1893-1981],
quien muestra la interconexión entre el desarrollo del Estado-nación en Inglaterra y
la ampliación de los derechos de los individuos. Este autor plantea una progresión
histórica de ampliación de derechos, primero los civiles, luego los políticos y
finalmente los sociales. En esta visión, el desarrollo del “bienestarismo” es la cara
estatal del proceso de expansión de los derechos económicos y sociales de los
ciudadanos (Jelin, 1996). Esta periodización plantea varias dificultades: supone una
visión lineal que debe ser discutida en función de la experiencia histórica
latinoamericana. En primer lugar, porque, debido a la existencia de regímenes
autoritarios y populistas durante largos períodos, en América Latina ha existido una
débil conciencia sobre la importancia de los derechos. En segundo lugar, la
experiencia de los países latinoamericanos refleja que la expansión de los derechos
laborales y sociales no fue siempre posterior o simultánea a la existencia de
derechos civiles y políticos, como muestra que el hecho de que en diferentes países
se haya conquistado la ciudadanía social en el contexto de gobiernos no
democráticos. Por último, los críticos de Marshall argumentan que el carácter no
lineal de la ampliación de la ciudadanía resulta evidente al considerar que, en el
escenario contemporáneo, el retroceso de los derechos sociales (con las políticas
neoliberales) fue simultáneo con la generación de nuevos derechos, con las
nociones de ciudadanía sexual, ciudadanía global y otros aspectos de la vida social
(véase desigualdades y política).
Ciudadanía e igualdad ante la ley: por antiguo que parezca, el debate en torno
a la igualdad ante la ley y a los criterios que definen la condición de ciudadanía ha
tenido plena vigencia en el siglo XX. En Argentina recién en 1945 se concedió la
ciudadanía a las mujeres, lo que es un claro ejemplo de la historicidad de esta
noción; además aún hoy la concesión de derechos a las minorías étnicas continúa
siendo eje de debates y luchas sociales, como sucede con el apartheid en África.
Estas luchas se encuentran íntimamente ligadas con las reivindicaciones
antidiscriminatorias y no es casual el peso que éstas cobraron luego de la segunda
guerra mundial (1939- 1945), como reacción a la solución final, es decir, al
exterminio masivo de comunidades humanas por su condición racial.
Ciudadanía e integración social: además de expresarse en derechos, la
ciudadanía implica deberes y responsabilidades por parte de los ciudadanos. Como
sostiene Jelin (1996: 119), el deber y la obligación tienen un carácter coercitivo
mientras que las responsabilidades son más amplias. Estas incluyen el compromiso
cívico, centrado en la participación activa en el proceso público y los aspectos
simbólicos y éticos, anclados en inclinaciones subjetivas que confieren a los
individuos una identidad y de una colectividad de pertenencia, creando un
sentimiento de comunidad (véase identidad y comunidad).
Según el padre fundador de la sociología francesa, Emile Durkheim [1858- 1917], la
escuela era la principal institución capaz de educar a los futuros ciudadanos,
enseñándoles los valores necesarios para la reproducción del orden y de la
ciudadanía. Esta dimensión reproductora de la escuela también garantizaba la
integración social de los individuos (véase socialización)
Ciudadanía, identidad y alteridad: el proceso de individuación consiste en la
capacidad de diferenciarse del otro, al liberarse de la tutela materna e incorporarse
a las instituciones del entorno social. A lo largo de este proceso, se va construyendo
una identidad colectiva, un nosotros que genera vínculos de responsabilidad hacia
el otro que forma parte de ese colectivo mayor. Además de la referencia al
“nosotros” y al “otro”, la interpelación a la autoridad es fundamental para las
relaciones macrosociales y públicas (Jelin, 1996: 123). Al definirse quienes
conforman ese “nosotros”, quedan excluidos automáticamente los “otros”, a los
que se debe respetar en calidad de tales, reconociendo las similitudes y las
diferencias. En las sociedades de la primera modernidad (véase globalización), los
altos niveles de institucionalización hacían más fácil la delimitación entre el
“nosotros” y el “otro”. En la actualidad, las sociedades fragmentadas del
neoliberalismo (véase Estado y liberalismo) vuelven problemática esa definición,
a la par que las múltiples adscripciones en las que un individuo se puede reconocer.
Esta fragmentación de las sociedades modifica sin duda el ejercicio de la
ciudadanía.
Ciudadanía y consumo: el sociólogo contemporáneo Zygmunt Bauman sostiene
que en la actualidad las sociedades fragmentadas de la modernidad líquida (véase
globalización) generan condiciones que desestructuran a la ciudadanía, la cual,
por su misma definición, es una entidad colectiva. Este autor contrapone la noción
de ciudadanía con la de consumo, el cual implica actividades individuales y
atomizantes, que favorecen la creciente segmentación de la sociedad y debilitan la
capacidad de acción colectiva. La importancia de este fenómeno se podría observar
en el descenso, tanto en calidad como cualidad, de los movimientos sociales y en el
retroceso de derechos ganados históricamente (Bauman, 2002). En sus análisis
sobre las sociedades contemporáneas, el sociólogo Richard Sennett plantea que el
consumo posee un alto potencial político y supone una politización de las acciones
de los individuos. Por ejemplo, la forma de vestir o el uso de determinadas marcas
habilitan la entrada –o no- a determinados espacios sociales, con lo cual se pone de
relieve que el consumo constituye una de las dimensiones de la inclusión y
exclusión social. Pero, además, la marca se impone sobre el producto material,
haciendo que el consume en la actualidad esté definido por las etiquetas, es decir,
por el significado cultural y social atribuido a un producto mediante estrategias de
mercado y publicidad. El consumidor busca –sostiene Sennett- adquirir un bien que,
supuestamente, le confiere un carácter diferente y único en un mundo
homogeneizado, en el cual los turistas viajan de una ciudad a otra, visitando en
cada localidad las mismas tiendas y comprando los mismos productos (Sennett,
2003: 114 y ss.).
Bibliografía:
Bauman, Z. (2001). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Durkheim, E. (1997; 1ª edición 1902). La educación moral. Buenos Aires: Losada.
Jelin, E. (1996). Construir la democracia: derechos humanos, ciudadanía y sociedad
en América Latina. Buenos Aires: Nueva Sociedad. FALTA
Sennett, R. (2003). La cultura del nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama.
Clases sociales:
Desde sus comienzos, las disciplinas sociales tuvieron una preocupación central por
el análisis de las clases sociales. Más allá de las divergencias, en general existe un
consenso en afirmar que las clases sociales, como criterio de distinción dentro del
universo social, tiene una base económica en su clasificación, algo que lo
diferenciaría de otros conceptos clasificadores como las castas y los estamentos, en
los cuales la herencia y los códigos de familia definen la pertenencia a un
determinado colectivo social. Teniendo en cuenta esto, el fenómeno de las clases
sociales, en su acepción moderna, es contemporáneo con el capitalismo. Si podría
pensarse que en sus comienzos existía una identidad común objetiva, respaldada
por condiciones materiales (Minujin y Anguita, 2005: 21), esta idea resulta
inadecuada para la comprensión de la heterogeneidad de las sociedades actuales.
En la actualidad, la complejidad de las sociedades dificulta entender la
conformación de las identidades colectivas sólo en función de la posición social.
Esto se debe, por un lado, a la existencia de múltiples fenómenos que confluyen en
el moldeamiento de las identidades colectivas y, por otro, a la pérdida de
importancia del trabajo en la vida de los individuos, debido a la desestructuración
del mercado laboral, la desocupación y la exclusión social.
Génesis del concepto: El filósofo alemán Karl Marx [1818–1863] describió las
clases en función de la apropiación o no de los medios de producción, la cual
generaría una oposición que estructura los conflictos sociales, a la par que los
organiza. Esta dimensión, referente a la desigual distribución del capital en la
organización social, determinaría las posiciones objetivas de los actores y se
presentaría de manera trasversal a cualquier otro conflicto que surge. En el fondo,
los enfrentamientos resultaban reductibles a las posiciones clasistas. Es cierto que
Marx advertía diferentes grupos dentro de cada uno de estos colectivos, pero
también que pensaba que esas diferencias se superarían para darles cohesión en la
lucha por sus fines políticos. Creía que tal pretensión homogenizadora era llevada a
cabo de manera ejemplar por la burguesía que se postulaba como universal, al
dirimir en su interior las diferencias, permitiéndole reforzar su dominación.
Desde la perspectiva del sociólogo alemán y fundador de la sociología comprensiva
Max Weber [1864–1920], las sociedades se habían tornado demasiado complejas
como para simplificar la sociedad de manera bipolar. Además, este autor se opuso a
la lectura marxista objetivista de la sociedad en tanto argumentó que para la
sociología interpretativa, el individuo era la unidad de análisis en la que todo
sociólogo y estudio debía fundarse. Entonces, Weber realizó una distinción entre
clases sociales, grupos de status y partidos políticos. Las clases sociales referían a
formas de estratificación social y se relacionaban con las condiciones materiales de
vida, sin que esto las constituyese en colectivos conscientes de su unidad y su
estratificación. Los grupos de status remitían a las formas de consumo y a las
prácticas sociales diferenciadas que dependerían de elementos objetivos y
subjetivos. Por último, los partidos políticos serían la expresión institucional de
intereses económicos y estatus comunes.
Esta advertencia de la complejidad de las sociedades permitió a varios sociólogos
estudiar a las clases sociales en función de la existencia de múltiples criterios de
clasificación y visualizar segmentos sociales que no se ajustan a ninguno de los dos
grandes colectivos señalados por Marx, pese a las diferencias intra grupos antes
mencionadas.
Las clases sociales en las sociedades contemporáneas: los sociólogos
François Dubet y Danilo Martuccelli argumentan que en el pasado las clases
sociales funcionaban con un “ser social total”, en el cual se articulaban tres
dimensiones: el lugar ocupado en el proceso productivo (lo que hace del concepto
una noción de la modernidad); la designación de una comunidad social (ya que
formaban estilos de vida compartibles y comunes, más allá de su apertura y
movilidad) y, finalmente, el carácter de actor colectivo de la clase. La noción de
clase, como ser total, continúan en su análisis estos autores, alude a una dinámica
social y a un proyecto histórico: la clase social no es sólo una posición estructural,
sino también una relación dinámica. (Dubet y Martuccelli, 2000: 93 y ss.). En la
actualidad, el desdibujamiento de las clases sociales y de sus fronteras hace que las
posiciones sociales e identitarias no puedan ser explicadas únicamente en función
de las posiciones sociales ocupadas en la estructura productiva.
Clase media: según el sociólogo argentino contemporáneo Alberto Minujin, la
definición de las capas medias no refiere tanto a las posiciones en la estructura
productiva sino más bien a las habilidades en el área educativa, la formación y los
conocimientos así como a los patrones y estilos de vida. Pero, además, este autor
sostiene que la definición de estos sectores no pasa por una identidad común
objetiva sino más bien simbólica que comparte patrones laxos (Minujin y Anguita,
2005: 21). En los últimos treinta años, la clase media fue afectada por la crisis
económica y social que significó que algunos de sus integrantes se movieron hacia
arriba y otros hacia abajo, conformando parte de los nuevos pobres (véase
pobreza). Este proceso está íntimamente relacionado con el desmantelamiento
estatal, ya que las privatizaciones hicieron que las clases medias tuviesen que
asumir los costos de prestaciones y servicios que antes eran provistos de manera
gratuita por el Estado.
Sobre la existencia de las clases sociales: En la actualidad, la pluralidad de
oposiciones sociales se impone sobre la lucha de clases y se expresa en la aparición
de conflictos limitados, puntuales y entremezclados. Tal pluralidad es advertida por
Pierre Bourdieu mediante la identificación de distintos tipos de capitales; que
posibilitan pensar la existencia de diferentes posiciones en el espacio social, aunque
se reconozca la importancia del ancla económica (véase capitales y estructura
social). En función de esta pluralidad de oposiciones, este sociólogo se pregunta
hasta qué punto las clases existen en el espacio social o en las construcciones
académicas, argumentando que las clases existen sobre el papel o son teóricas.
Desde la perspectiva científica, según este autor, lo que existe no son clases
sociales en el sentido más realista del término, sino un espacio social; y, por tanto,
la tarea del científico social es reconstruir ese espacio de manera tal que le permita
explicar y predecir el mayor número de diferencias y similitudes entre los
individuos. Es decir, las clases construidas pueden ser caracterizadas en cierto
modo como conjuntos de agentes que, por el hecho de ocupar posiciones similares
en el espacio social, están dotados de disposiciones similares que las llevan a
practicar actividades semejantes (Bourdieu, 2000).
La ilusión teoricista, por la cual se otorga realidad a una abstracción, implica que
una clase teórica o sobre el papel puede ser considerada como una clase real
probable, cuyos componentes se pueden movilizar. Bourdieu remite a Marx al
admitir que la existencia de las clases sociales es una de las apuestas políticas más
fuertes de las sociedades capitalistas para la generación de un nosotros al que se
pueda movilizar y representar (véase política).
Clases sociales y capitales: Bourdieu elaboró esta teoría para descubrir las
formas de capital que intervienen en la lucha por la apropiación de bienes escasos
que produce una competencia que tiene lugar en el espacio social. Entonces, la
estructura del espacio social está dada por la distribución de las diversas formas de
capital o propiedades activas en el universo estudiado, propiedades que otorgan
fuerza, poder y en consecuencia, provecho a sus poseedores (Bourdieu, 2000: 105 y
ss.).
Bourdieu distingue varios tipos de capitales que, según él, están presentes en todas
las sociedades. En primer lugar, identifica el capital económico, luego el cultural o
informacional, seguido del capital social (que consiste en recursos provenientes de
relaciones, conexiones y pertenencias grupales) y, finalmente, el capital simbólico,
entendido como la forma que adoptan los diferentes tipos de capital una vez
percibidos y reconocidos como legítimos. De esta forma, los agentes están
distribuidos en el espacio social en primera instancia según el volumen de capital
que poseen y en segunda instancia en función de la composición de su capital, es
decir, según el peso relativo de los diversos tipos de capital en la totalidad,
especialmente el económico y el cultural. La tercera dimensión es la trayectoria en
el espacio social, esto es, la evolución del volumen y composición del capital.
Además, este autor enfatiza en la necesidad de incorporar la “temporalidad” al
análisis de la adquisición del capital, lo cual explica, por ejemplo, que la juventud, a
raíz de su propia condición etaria, carezca de recursos en comparación con el resto
de la población adulta y sufra manipulaciones y depreciaciones salariales (Bourdieu,
1990 y 2000).
Bibliografía
Bourdieu, P. (1990). Sociología y cultura. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Bourdieu, P. (1993). Esprits d`Etat. Actes de la Recherche en Sciences Sociales (96–
97) un mars, 49–62.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Minujin, A. y Anguita, E. (2005). La clase media. Seducida y abandonada. Buenos
Aires: Edhasa.
Weber, Max (1999; 1922 1ª edición alemana). Economía y sociedad. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
Comunidad:
Como sostiene el sociólogo argentino Emilio Tenti Fanfani, la sociología realiza una
diferencia clásica entre el concepto de comunidad y el de sociedad. Una comunidad
se diferencia de una sociedad en tanto que se inspira en un sentimiento subjetivo
afectivo o tradicional de los miembros para constituir un todo. Una sociedad, en
cambio, refiere a una relación social inspirada en una compensación de intereses
por motivos racionales. Atrás de la sociedad –que puede constituirse por un acuerdo
o pacto racional con declaración recíproca- se encuentra la socialización (véase
socialización), mientras que en la comunidad está la comunión. Esto refiere a una
segunda diferencia: mientras en las sociedades existe un acuerdo para pertenecer a
ellas, en las comunidades la membresía no es una cuestión de elección o de
deliberación, ya que una comunidad enfatiza en los aspectos en común entre sus
miembros. Por ello, las comunidades pueden no ser locales ni territoriales, aunque a
lo largo de la historia las mismas han coincidido (Tenti Fanfani, 2004: 3). En tanto
presentan una membresía por semejanza, las comunidades son más frecuentes en
sociedades tradicionales, donde el todo se impone al individuo. En cambio, las
sociedades, con su dinámica de individualización y de generación de derechos
individuales, invierten esa relación y el individuo prevalece sobre el colectivo,
haciéndolas características en las sociedades modernas.
Si bien el peso relativo de las comunidades fue mayor en el pasado tradicional,
mientras que en la era moderna lo fueron las sociedades; ambas formas de
organización social tienden a coexistir, sólo que una prevalece sobre la otra en cada
momento histórico y en cada configuración social (pueblo, ciudad, etc.). Así, la
comunidad y la sociedad serían dos polos ideales que delimitan un campo donde se
encuentran las unidades sociales existentes. Tenti aclara que esta postura analítica
permite observar que, incluso en las sociedades jurídicamente calificadas como
anónimas y creadas para un fin específico, se tienden a crear lazos de identificación
afectiva que trascienden la dimensión instrumental o el interés racional (Tenti
Fanfani, 2004: 2).
Comunidad y comunión: la comunidad desarrolla y reproduce lazos afectivos
anclados en una tradición. Además, enfatiza las características, cualidades y
capitales (véase capitales) comunes o compartidas de los elementos que la
constituyen. Es por eso que el todo existe antes que cada una de las partes, aunque
muchas veces se le asigna un valor o dignidad mayor (Tenti Fanfani, 2004: 2). Esto
le otorga una mayor grado de cohesión interna a las comunidades (véase lazo
social). La comunión en función de las cualidades comunes facilita la interacción,
identificación y representación (véase representación) del todo y produce y
reproduce el sentimiento afectivo que une a sus miembros. La existencia de la
comunidad, en tanto configuración social y unidad de pertenencia, provee una
identidad a las personas que la conforman (Tenti Fanfani, 2004: 6).
Comunidad y nación: la noción de comunidad de destino expuesta por el filósofo
francés Ernest Renan [1823-1892] contribuye a entender cómo el surgimiento del
Estado-nación implicó la conformación de una comunidad de pertenencia que
precede a los miembros pero cuya integración está fuera de su elección. Según
Renan, una nación es un alma y un principio espiritual. Dicha alma está moldeada
por el pasado y el presente. El pasado es una posesión rica en recuerdos y
herencias y el presente un acuerdo actual que expresa el deseo de la convivencia y
la decisión de estimar ese pasado en común (Ohlendorf, 1998).
Comunidad y territorialidad: históricamente e inclusive en la actualidad, el uso
más habitual del concepto refiere a relaciones territorialmente situadas y limitadas
espacialmente, que colocan a diversos agentes sociales en situaciones de
proximidad; esas bases objetivas generan sentimientos, afectos e identificaciones
que trascienden el interés, cálculo e intercambio racional (Tenti Fanfani, 2004: 3).
Sin embargo en la actualidad las nuevas tecnologías permiten que ciertos agentes
sociales puedan sentirse próximos con otros agentes situados en latitudes lejanas a
las propias, generando comunidades virtuales en función a una cualidad en común.
Comunidad, modernidad tardía y seguridad: Según el sociólogo polaco
contemporáneo Zygmunt Bauman, el auge de las comunidades en la actualidad y el
repliegue hacia los individuos más próximos y semejantes, se relaciona con la
necesidad de encontrar seguridad en un mundo desprovisto de certezas (véase
globalización). En palabras del autor, el comunitarismo es una reacción previsible
a la acelerada “licuefacción” de la vida moderna; una respuesta ante el
desequilibrio creciente entre libertad y seguridad; un resultado de la reducción de la
provisión de seguridad y de la generación de vínculos cada vez más provisorios y
transitorios, fenómenos propios de la modernidad tardía (Bauman, 2002: 181).
Entonces, en este contexto, el retorno a la comunidad se asocia a la búsqueda de
seguridades y certezas.
Comunidad educativa: este término hace referencia al conjunto de relaciones que
mantienen los docentes, las autoridades, los alumnos y las familias en cada
establecimiento escolar (Tenti Fanfani, 2004:2). Al mismo tiempo, la noción implica
que el conjunto de las escuelas está inserto en una comunidad mayor. Como
sostiene Tenti Fanfani, en la actualidad la “gasificación” de la pobreza y la creciente
escolarización definen un nuevo escenario fragmentado, con escuelas fuertes para
las elites y escuelas cada vez más multifuncionales y pobres para las masas. A su
vez, la pobreza y la precariedad de las condiciones materiales de los alumnos que
asisten a esas escuelas generan mayores dificultades para desarrollar
conocimientos. En este contexto, las comunidades educativas están obligadas a su
apertura, para garantizarse insumos que en principio no dependerían de ella, como
el mantenimiento del establecimiento. La escuela en la actualidad, además de
educar, realiza funciones que desdibujan los límites de sus objetivos que social,
cultural e históricamente tiene asignadas.
Bibliografía
Bauman, Z. (2002). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Ohlendorf E. (1998). European identity as a subject of teaching. Alemania: IWB
Radolfzell (Disponible en español http://www.eduvinet.de/eduvinet/es021.htm, disponible
18/03/2008).
Tenti Fanfani, E. (2001). Sociología de la educación. Quilmes: Universidad Nacional
de Quilmes.
Tenti Fanfani, E. (2004). Notas sobre Escuela y Comunidad. Documento presentado
en el Seminario Internacional Alianzas e Innovaciones en Proyectos Educativos de
Desarrollo Local. Reflexiones desde la Iniciativa Comunidad de Aprendizaje. Buenos
Aires: IIPE/UNESCO (http://www.iipe-buenosaires.org.ar/, disponible 18/03/2008).
D
Democracia:
Conocida en la actualidad como la forma más normal de gobierno, la democracia
responde a una forma de organización política que posee reglas y recursos propios.
Sin embargo, este concepto resulta ambiguo y laxo en la sociedad. Por ello es
pertinente la definición del politólogo italiano Norberto Bobbio que la define en
función de tres principios fundamentales. El primero establece que dicha
organización política supone un conjunto de reglas y procedimientos que
determinan quién está autorizado a tomar las decisiones y bajo qué
procedimientos. El segundo principio propone que un régimen es más democrático
cuanto mayor sea el número de personas que participa directa e indirectamente en
la toma de decisiones. El último criterio refiere a la posibilidad real de elección y de
alternancia en el poder que, más allá de no cumplirse, debe estar garantizada
(Bobbio, 1991: 24 y ss.).
Además, como veremos, para el desarrollo democrático es esencial el libre ejercicio
y respeto de todo tipo de libertades. Bobbio sostiene que es necesario que sean
garantizados a los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión y de
reunión, entre otros. La importancia de estos derechos se debe a que ellos son la
base del Estado liberal que lo constituyeron en Estado de derecho, en tanto éste no
sólo somete el poder a la ley sino que lo hace dentro de los límites derivados del
reconocimiento constitucional de los derechos inviolables del individuo. (Bobbio,
1991: 26).
La definición de democracia en términos procesales y formales, si bien la
desacraliza como fenómeno, puede ser considerada pobre desde la perspectiva de
los movimientos de izquierda. Bobbio defiende esta definición, planteando que la
misma permite trascender la constante transformación a la que está sujeta la
propia democracia y que ofrece un criterio infalible para distinguir entre dicha
forma de gobierno y la autoritaria (Bobbio, 1991: 18).
Esta definición de democracia sigue los lineamientos weberianos, al admitir que la
democracia es un sistema de dominación basado en las competencias técnicas y en
la elección de líderes según sus aptitudes y cualidades intelectuales. La aceptación
de que la democracia se erige sobre un sistema de dominación racional legal
(Weber, 1999;1922 1ª edición alemana) supone convenir que, como forma de
organización, no puede prescindir de las desigualdades ya que son constitutivas de
ella misma. Los hombres y mujeres no son todos iguales en el espacio público y la
primera diferenciación se da bajo el esquema representante–representado. Sin
embargo como veremos más adelante, tampoco pueden evitar las desigualdades
otros tipos de democracia.
Los orígenes de la democracia: el término “democracia” aparece por primera
vez en Atenas en el siglo V a.C. y puede traducirse como gobierno del pueblo. Suele
decirse que ésta fue la cuna de la democracia. Sin embargo, muchos autores, desde
Emile Durkheim a Max Weber e incluso varios contemporáneos, se oponen a esto,
sosteniendo que en la democracia ateniense los miembros de la sociedad
considerados iguales y con derecho a participar eran pocos y sólo varones. Pero,
además de la cuestión de la limitación de la participación, las sociedades sólo
pueden considerarse intrínsecamente democráticas si respetan los procedimientos,
las reglas y los recursos delimitados constitucionalmente para el ejercicio del poder.
Democracia, participación y libertades: en su análisis de la democracia, el
sociólogo francés Alain Touraine adhiere a la definición procesal de Bobbio,
aclarando que ese establecimiento de marcos debe dar sentido a las actividades
políticas, impidiendo la arbitrariedad y el secreto, respondiendo a las demandas de
la mayoría y garantizando la participación del mayor número de personas y
colectivos, al menos idealmente. La promoción y resguardo de todo tipo de
libertades hace que la existencia de una religión de Estado resulte incompatible con
la democracia porque supone una imposición por parte del Estado sobre las
elecciones del individuo. La libertad de opinión, organización y de reunión son
esenciales y constitutivas a la democracia al no permitir al Estado manifestarse
sobre las creencias morales o religiosas de los individuos.
Pero la democracia no se define sólo por libertades negativas: la negociación
colectiva, durante el Estado de bienestar fue una de las grandes conquistas de la
democracia en tanto permitió a los sindicatos negociar los salarios de la manera
menos desigual posible, iniciando un proceso de democratización y horizontalidad
de las relaciones sociales y laborales. La libertad de prensa no es, de manera
análoga, sólo la protección de una libertad individual sino que, al menos en
términos ideales, radica en la posibilidad de que los más débiles puedan ser
escuchados. Como continua Touraine en su análisis, la democracia sólo es vigorosa
en la medida en que promueve un deseo constante de nuevas libertades y
ampliación de nuevas fronteras al volverse contra las formas de represión
autoritaria que tocan la experiencia personal. Así, el espíritu democrático puede
responder a dos exigencias en principio contradictorias: la limitación del poder y la
aceptación de las demandas de la mayoría en vistas a otorga mayores libertades.
Es por eso que son estas libertades -y no la participación- las que definen la esencia
de la democracia (Touraine, 2000: 23 y ss.).
Como sostiene el sociólogo argentino José Nun, todo depende de quienes participan
y bajo qué condiciones. Es verdad que desde el siglo XIX en adelante la
participación política se fue ampliando en la mayoría de los países prósperos de
occidente. El poder –en tanto capacidad de acción y visibilización– en las sociedades
democráticas debe ser público. De lo contrario, las sociedades orientales en las
cuales se castigan fuertemente a las mujeres, pero se les concede la organización
de la unidad doméstica en términos sociales y monetarios, podrían ser consideradas
democráticas, cuando en realidad las relegan al ámbito privado (Nun, 2000)
Democracia y pluralismo: el sociólogo Robert Dahl sostiene que uno de los
rasgos que diferencian a la democracia de las dictaduras, además de las libertades
existentes en la primera, es que en las dictaduras gobierna una minoría, mientras
en las democracias lo hace una cantidad de minorías, denominadas por él como
“poliarquías” (Dahl, 2003). En su análisis resulta evidente la influencia weberiana en
la concepción de la política, en tanto Weber sostenía que no había una
predeterminación para que un grupo se erigiera en el poder. Además, la distinción
entre partidos políticos, estatus y clases le permite vislumbrar los distintos
intereses y sectores existentes en la sociedad. Pese a que muchas veces no se lo
reconoce, el propio Karl Marx no distaba mucho de este análisis, ya que como lo ve
en la Francia bonapartista, puede ser una fracción de la burguesía la que accede al
poder y toma la pretensión universal. Pero esta perspectiva sí se diferencia de los
enfoques weberianos y neoweberianos (que niegan el carácter inevitable al ascenso
de la burguesía al poder) al interpretar a las democracias como una dictadura de los
propietarios de los medios de producción sobre quienes carecen de ellos (véase
Estado y política).
Modernidad, democracia y capitalismo: a lo largo de la historia, mucho se ha
avanzado en la democratización de las sociedades, sin que eso haya significado la
eliminación de las desigualdades, persistentes y estructurales. Sin embargo, la
inclusión del sufragio no calificado y del voto femenino significaron grandes
avances porque implicaron el acceso a la ciudadanía a sectores antes excluidos de
la vida política. También la educación contribuyó sustantivamente a esta
democratización de las sociedades. De hecho, todas las sociedades que se sumaron
a los regimenes democráticos están a travesadas por el capitalismo, lo que hace
suponer que la democracia necesita de este modo de producción para su
realización. A la inversa, existen países capitalistas no democráticos. Esto no
significa que el capitalismo y la democracia sean complementarios necesariamente
ya que el primero se sostiene en base a la propiedad privada y prioriza su
ampliación y reproducción mientras que la democracia da prioridad a los derechos
de ciudadanía para todos y reconoce al menos formalmente, la igualdad y libertad
entre todos los individuos (véase desigualdad social y ciudadanía). Es por eso
que la “dominación capitalista afronta una tensión inevitable cuando debe
articularse con un régimen político democrático; y no ha logrado hacerlo si no se
establece un compromiso” (Nun, 2000: 49; énfasis del autor).
Democracia y liberalismo: José Nun advierte sobre la confusión que se produce al
proponer al economista inglés John Locke [1632–1704] como el primer demócrata.
Es cierto que Locke afirmaba que el hombre es libre por naturaleza y que por lo
tanto, los derechos preceden al Estado, pero también lo es que sólo consideraba
relevantes políticamente a los individuos que poseían un patrimonio sustancial
(Nun, 2000: 146). De hecho, el liberalismo se democratiza cuando se instala el
sufragio universal como único elemento democrático pero “manteniendo la mayor
parte de los marcos institucionales que le eran propios. O sea que cuando se habla
hoy de democracias liberales, se incurre deliberadamente en una exageración
retórica que convierte lo adjetivo en sustantivo. Nos hallamos, en verdad, ante
‘liberalismos democráticos, en los cuales son escasas las expresiones concretas de
la idea de una comunidad que se autogobierna pese a que ella funciona como su
mayor encanto ideológico’” (Nun, 2000: 147; énfasis del autor). El análisis de Nun
enfatiza la idea de la posibilidad de la existencia de liberalismos no democráticos
como los de América Latina en décadas anteriores. Sin embargo, aunque los
liberales clásicos argumentan que en realidad no existe un sistema político perfecto
y acorde a la economía de libre mercado y competencia perfecta, existe un
consenso en pensar que la democracia es la mejor forma de gobierno para su
desarrollo. Esto se debería al poder de revocatoria del pueblo y a la limitación al
poder absoluto, creada por las instancias formales y mediadoras, como los
parlamentos y los grupos de presión, que impiden el despotismo (Fitoussi, 2004);
argumentos que ya habían sido expuestos por el propio Locke. Como sostiene Dahl,
las teorías de la democracia tienen intrínsecamente instrumentos fundantes
relacionados con el control ciudadano sobre sus líderes, como las elecciones
periódicas y la competencia partidaria (Dahl, 2003).
Democracia, gobernabilidad y ciudadanía: la gobernabilidad puede definirse
como los recursos que tiene un sistema democrático para reproducirse y negociar
los conflictos existentes. Desde este ángulo, el término refiere a la problemática
relacionada con el fortalecimiento de la capacidad del gobierno de asegurar los
bienes públicos y fundamentales en la sociedad, como la existencia de normas y
valores compartidos (véase anomia). La gobernabilidad se relaciona, entonces, con la
previsibilidad de acciones y certidumbres, cristalizadas a través de instituciones.
Desde la perspectiva varios autores, como el politólogo argentino Guillermo
O’Donnell, la crisis institucional deviene en crisis de gobernabilidad, en tanto la
debilidad de las instancias políticas y del sistema político partidario generan déficit
democrático que se traducen en déficit de gobernabilidad.
O ‘Donnell para quien sostiene que la democracia implica el Estado de derecho,
aclara que esto no sólo se refiere a la dimensión institucional sino a las relaciones
que traban los ciudadanos con el Estado, siendo los derechos sociales y políticos
estándares del pluralismo. Esto supondría una constante ampliación de derechos
que estarían en el corazón de las democracias. Sin embargo, los derechos se
relacionan con la impersonalidad y universalidad de los lazos sociales, algo que
según este politólogo en América Latina no existe al menos en forma pura, ya que
factores como el clientelismo propagan el personalismo. Este tipo de situaciones
son llamadas, por O’Donnell, zonas marrones, no sólo en términos de territorios a
donde la legalidad no habría llegado, sino también en términos relacionales. Esta
evanescencia es traducida por el autor como democracias y ciudadanías de baja
intensidad, en la que prevalecen los derechos políticos sobre los civiles, a la inversa
de lo que sucede en los países centrales. El planteo de O’Donnell sobre las zonas
marrones, entendidas como estados de situación, ilumina sobre las desigualdades y
los problemas sociales que aquejan a las sociedades latinoamericanas no sólo
desde una perspectiva individual y social, sino también desde el ángulo de la
gobernabilidad de los regimenes democráticos que no pueden responder a los
problemas que se les presentan (O’ Donnell, 1998).
Democracia, crisis y desencanto: En los países de matriz y tradición política
occidental, las ideas acerca de la ciudadanía y el Estado de interés general
declinaron notablemente; un fenómeno que se expresó –entre otras muchas
formas– en los sondeos de opinión y las manifestaciones adversas a las distintas
medidas de las elites gubernamentales. La caída del bloque soviético aumentó las
consideraciones críticas y redujo el horizonte de posibilidades y destinos nacionales
que los diferentes Estados y partidos políticos podían elegir y debatir (Gauchet,
2004). Desde el lado de los ciudadanos, el desencanto con la democracia por sus
promesas incumplidas (Bobbio, 1991: 23–48) fue uno de los factores que, junto con
los procesos arriba mencionados, permitió el corrimiento del velo simbólico
subyacente al sistema democrático y la toma de conciencia sobre la dominación y
las desigualdades implícitas a este régimen.
La crítica a las democracias se volvió un lugar común en occidente, por lo que
debemos preguntarnos si este régimen corre peligro, en tanto forma de gobierno.
Más allá de las especulaciones, lo cierto es que todos los cuestionamientos hacia el
sistema democrático se dan en la actualidad, a diferencia de otras épocas, dentro
de sus reglas del juego y las presiones que se ejercen sobre las instituciones
públicas buscan favorecer la mayor democratización, en vez de una supresión de
libertades a favor de beneficios económicos. Las demandas que se hacen a la
democracia –salarios, seguridad, etc.– se producen siempre respetando esos
marcos y valores, lo que hablaría de un grado de consolidación muy alto de la
democracia. Aquí adherimos a las visiones de los sociólogos y politólogos
contemporáneos que afirman que no se puede separar la democracia política o
formal de la social, aludiendo a que no debemos aislar la vida política de la social.
La consolidación de la democracia se da, entonces, cuando los reclamos se realizan
bajo sus propias reglas de juego y cuando los valores democráticos se inscriben en
las rutinas diarias de los ciudadanos (Mayer, 2007).
Bibliografía
Bobbio, N. (1991). El futuro de la Democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Dahl, R. (2003). Entrevista sobre el pluralismo. Diálogo con Giancarlo Bosetti.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Gauchet, M. (2004). La democracia contra sí misma. Buenos Aires. Homosapiens.
Geneyro, J. C. (1991). La democracia inquieta: E. Durkheim y J. Dewey. Barcelona:
Anhropos.
Fitoussi, J. P. (2004). La democracia y el mercado. Buenos Aires: Paidós.
Mayer, L. (2007). Jóvenes y legitimidad política: consideraciones sociológicas de los
hijos de la democracia. Tesis de Maestría inédita, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires.
Nun, J. (2000). Democracia: ¿gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
O’ Donnell, G. (1998). Polyarchies and the (un)rule of Law in Latin America. Kellog
Institute: University of Notre Dame.
Touraine, A. (2000). ¿Qué es la democracia? Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Desigualdades sociales:
Este concepto refiere a las distancias entre los diversos sectores de la sociedad,
fruto de la desigual distribución de la propiedad en primera instancia; y de las
políticas públicas y del status del mercado de trabajo, en segunda instancia. Es
importante entender que la propiedad no es un derecho natural sino una fuente de
poder (véase poder) y que las desigualdades sociales no guardan relación con las
diferencias naturales. La desigualdad está vinculada a los mecanismos de
apropiación y competencia; mecanismos que el Estado no logra regular y que
incluso puede llegar a potenciar, salvo en el contexto de las políticas keynesianas
(véase Estado). En este sentido, las desigualdades sociales son siempre
construcciones políticas e históricas que reflejan los efectos de determinada
conformación económica y social pero, también, de las políticas estatales. La
desigualdad implica la inexistencia de un punto de partida en el cual no existe
igualdad de oportunidades.
Importancia y génesis del concepto: durante los años noventa del siglo XX, las
desigualdades sociales se vuelven objeto de estudio de gran importancia, al
advertirse las limitaciones de la teoría social disponible para dar cuenta de la
complejidad de este problema en las sociedades contemporáneas. En este
contexto, la noción de la desigualdad remite a la declinación de la sociedad salarial,
del Estado de bienestar y del consenso ideológico sobre la importancia de las
políticas universales para garantizar el acceso a los derechos al bienestar y la
formación de una clase media homogénea (véase Estado y mercado). El quiebre
de este consenso derivó en nuevas políticas estatales que manifiestan el retroceso
del Estado como procurador del bienestar social y la redefinición de las
responsabilidades entre comunidad, Estado y familia. Dentro de este nuevo
panorama, la familia cobra una gran importancia en su rol de proveedora de
bienestar y refuerza las desigualdades sociales, en tanto es concebida como el
único soporte relacional y económico capaz de proveer bienestar (López, 2005).
En el nuevo escenario contemporáneo, el estudio de las desigualdades sociales
cobra aún más importancia, dado que la recuperación económica no se expresa en
mejoras en la calidad de vida de los sectores más postergados. Esto se debe a que
la crisis ha quebrado la cadena de transmisión entre crecimiento económico y
desarrollo social a través del trabajo. De modo tal que la menor demanda de fuerza
de trabajo en el mercado se traduce en un espacio fragmentado que consolida las
desigualdades, además de fomentar la informalidad y la precarización de las
relaciones contractuales.
Las miradas teóricas en torno a las desigualdades sociales: desde la
perspectiva del sociólogo Charles Tilly, las desigualdades sociales responden a
categorías y relaciones sociales; y no dependen de las personas en sí mismas. Este
enfoque relacional permite reconocer los mecanismos que subyacen a todo el
universo, más allá de atributos individuales y e motivaciones racionales de las
personas. Tilly sostiene que las desigualdades persisten no porque persistan las
diferencias individuales, sino porque la realidad social se organiza en pares
categoriales que resuelven problemas organizacionales. La desigualdad no consiste
en atributos personales sino en la existencia de límites, construidos, histórica y
relacionalmente. De esta manera, los atributos personales son la forma en que las
desigualdades sociales se inscriben en –y por – los individuos en sus cuerpos y
mentes.
Desde la perspectiva de Jean– Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon, las desigualdades
sociales pueden reunirse en dos grandes grupos: las nuevas o dinámicas y las
estructurales. Mientras que las estructurales pueden denominarse como
tradicionales y macroeconómicas, las desigualdades dinámicas derivan de la
recalificación de diferencias dentro de las categorías que antes se juzgaban
homogéneas. Las desigualdades intracategoriales o microeconómicas son de
aceptación más difícil y se relacionan con los planos simbólicos e identitarios. Los
autores vinculan estas desigualdades con los espacios de pertenencia y la
distribución del ingreso. Las desigualdades dinámicas se deben al dinamismo propio
del sistema económico que, en su mutación y reestructuración, modifica el valor de
cada actividad y afecta el estatus social y los marcos de pertenencia. Como
ejemplifican estos autores, las diferencias en los ingresos entre un pequeño
ejecutivo en quiebra, un desocupado y un trabajador precarizado se difuman con el
tiempo, pero ello no significa que todos pasen a formar parte de una categoría
homogénea. Esos individuos siguen concibiéndose parte de la categoría a la que
pertenecían; situación que refleja el carácter específico de la exclusión y la pérdida
de inteligibilidad de las sociedades actuales, al poner de relieve que las
desigualdades estructurales son acompañadas por otras nuevas –las dinámicas– de
status indeterminado. A su vez, debe considerarse que las desigualdades
resultantes del dinamismo socioeconómico, pueden volverse estructurales pero, a
diferencia de éstas, nunca llegan a justificarse por ningún principio de igualdad,
sino que su crecimiento modifica la estructura del sistema y reduce su cohesión
social (Fitoussi y Rosanvallon, 2006: 76 y ss).
La percepción social de las desigualdades: según Fitoussi y Rosanvallon, las
desigualdades no sólo han aumentado en los últimos años sino también ha
cambiado su percepción. Esto se debe a tres factores interdependientes entre ellos:
1) un debilitamiento de los principios de igualdad que estructuran a la sociedad; 2)
un aumento en las desigualdades estructurales según las mediciones habituales
como variables de ingresos, transacciones patrimoniales, acceso a la educación,
entre otras; y 3) la emergencia de nuevas desigualdades derivadas de las
evoluciones técnicas, jurídicas o económicas. Si bien las tres dimensiones son
interdependientes, los autores señalan que la primera es determinante para estimar
la envergadura de las nuevas desigualdades. De esta forma, las desigualdades
estructurales y las dinámicas se incrementaron en el mismo momento en el cual se
debilitaron los principios que legitimaban la igualdad, como la idea de igualdad de
oportunidades y de movilidad social ascendente (Fitoussi y Roassanvallon, 2006: 83).
Desigualdades sociales y cambio social: al describir las desigualdades actuales, se
alude a los rasgos de la sociedad contemporánea y los cambios históricos de las
últimas décadas. Entre ellos, se encuentra el fin de la sociedad salarial, analizada
anteriormente, la incorporación del trabajo femenino, las desigualdades
generacionales, las mutaciones de las prestaciones sociales y del régimen
tributario. También es importante contemplar las desigualdades geográficas y
territoriales, no sólo a nivel mundial sino también dentro de las grandes ciudades,
debido al surgimiento de “islas”, o lo que el sociólogo contemporáneo Marcuse
denominó medio ambientes totales, es decir, de urbanizaciones cerradas que
permiten vivir sin salir de ellas. Esta noción también resulta aplicable a los casos de
los barrios en los que viven los sectores sociales excluidos, en tanto allí también
transcurre la totalidad de la vida de gran parte de sus habitantes (Marcuse, 1996,
en López, 2005).
Igualdad y equidad: Según el economista bengalí Amartya Sen, esta desigualdad
genera relaciones de competencia entre los diferentes espacios posibles de
igualdad. Sen argumenta que la idea de igualdad se enfrenta a dos tipos diferentes
de diversidad: la heterogeneidad de los seres humanos y la multiplicidad de
variables con base a la cual puede definirse la igualdad (Sen, 1992). Por ello, este
autor se pregunta: ¿igualdad de qué? Todas las teorías sociales han priorizado
alguna dimensión sobre otras para definir la igualdad, ya fuese la igualdad ante la
ley, ante el empleo, el género, etc. Esto indica que el concepto de desigualdad es
multidimensional y que la definición de la igualdad mediante una de sus
dimensiones, implica la aceptación de las desigualdades en las otras. Por esto,
Fitoussi y a Rosanvallon propusieron el concepto de equidad, definida como una
propiedad de los criterios de igualdad escogidos. La equidad conduce, de esta
manera, a buscar la dimensión más exigente de la igualdad. Sen considera, por
ejemplo, más equitativo definir la igualdad no en el espacio de los ingresos, sino en
el plano de la libertad de realización de los propios proyectos y de la capacidad para
llevarlos adelante. Para explicar su idea sobre la igualdad de capacidades, Sen
toma la situación de igualdad de los ingresos en dos personas, de las cuales una es
discapacitada. En este contexto, la igualdad de ingresos esconde una desigualdad
muy grande en términos de bienestar. Por eso, la equidad, sobre la base de un
criterio de igualdad superior, exigiría una desigualdad en la distribución de los
ingresos, en tanto dicha desigualdad es correctora. De esta manera, equidad e
igualdad no son contradictorias, sino complementarias ya que la primera supone
criterios más exigentes de la segunda. La igualdad de oportunidad, vista de esta
manera, no es un estado sino un proyecto, un punto de llegada (Fitoussi y
Rosanvallon, 2006: 104 y ss.).
Bibliografía:
López, N. (2005). Equidad educativa y desigualdad social. Desafíos de la educación
en el nuevo escenario latinoamericano. Buenos Aires: IIPE– UNESCO.
Fitoussi, J. y Rosanvallon, P. (2006). La nueva era de las desigualdades. Buenos
Aires: Manantial.
Sen, A. (1992). Inequality Reexamined. Oxford: Clarendon Press.
Tilly, C. (1997). La desigualdad persistente. Buenos Aires: Manantial.
E
Estado:
Para introducir este concepto recurrimos a la definición del padre de la sociología
alemana Max Weber [1864–1920] quien señala que el Estado es un “instituto
político de actividad continuada, cuando y en la medida que en su cuadro
administrativo mantenga con éxito la pretensión del monopolio legítimo de la
coacción física para el mantenimiento del orden vigente” (1999; 1922 1ª edición
alemana: 43–44). Luego el autor enuncia cuáles son las funciones básicas del
Estado: la legislativa (establecimiento del derecho), la protección de la seguridad
personal y el orden público, el cuidado de los intereses higiénicos, pedagógicos,
sociales, entre otros y la protección enérgica dirigida hacia fuera (lo que conforma
el ejército).
Esta definición es ampliada por el sociólogo francés Pierre Bourdieu quien sostiene
que el Estado es una entidad que, además de requerir el monopolio legítimo de la
fuerza física, reivindica el de la violencia simbólica (véase violencia). Bourdieu agrega
que si el Estado está capacitado para ejercer esta última, es porque se encarna
tanto en la objetividad (bajo la forma de estructuras y mecanismos específicos de
reproducción como son, por ejemplo, las escuelas) y en los habitus de las personas,
es decir que se incorpora en las estructuras mentales mediante las categorías de
percepción y de pensamiento (véase agente social) (Bourdieu, 1993: 4). Esta
institucionalización, en la que intervienen los propios agentes, se presenta como
natural, haciendo olvidar que la misma es la resultante de luchas políticas. Esta
capacidad de naturalizar la dominación es una de las principales atribuciones
estatales. Además, la lucha por la imposición da cuenta de un campo político y otro
burocrático que interactúan entre sí como también con el campo del poder (véase
estructura social).
La interacción de estos campos conduce a la emergencia de un capital específico
que es el estatal. Dos capitales contribuyen a su conformación: el simbólico y el
informacional (véase clases sociales). El informacional refiere a la concentración,
tratamiento, distribución y unificación de la información por el Estado mientras que
el simbólico refiere a cualquier capital que los agentes perciban, reconozcan y
valoren en una relación de conocimiento y desconocimiento (Bourdieu, 1993). En
tanto el Estado dispone de los medios de imposición de criterios durables de visión
y división del mundo, el poder del Estado es un poder simbólico por su capacidad de
producir y de imponer categorías de pensamiento (Bourdieu, 1993).
Estado y Marxismo: si bien en la actualidad encontramos diferentes corrientes
dentro del marxismo, e incluso podemos decir que Bourdieu sintetiza a los clásicos,
es interesante recordar la visión del filósofo alemán Karl Marx [1818–1883] respecto
del Estado. Según este autor, el Estado es parte de la sociedad de clases, con lo
cual es un mal –histórico y necesario– pero disoluble. Desde su perspectiva, el
Estado es el Estado de la clase dominante: la burguesía que, luego de hacerse
cargo de las relaciones de producción, expresa su poder en el Estado que concentra
la violencia. La función principal del Estado es la reproducción del orden –en este
caso capitalista– para lograr la subordinación de las clases dominadas. Es por eso
que cuando Marx aboga por la revolución, la dictadura y la sociedad sin clases;
aboga también por la destrucción del Estado, para poner fin a la dominación de un
grupo sobre otros. En el capitalismo, la burguesía es esa clase dominante que
accede al poder. Sin embargo, más allá de en El Capital, Marx conciba al Estado
como un todo homogéneo, en su libro el 18 Brumario muestra cómo se impone una
fracción del sector dominante sobre otra, logrando una pretensión de universalidad
fundamentalmente para el resto de la sociedad.
Génesis del Estado Moderno: cuando Weber realiza su definición del Estado y de
sus funciones, agrega que la centralización del poder diferencia al Estado moderno
de las formaciones anteriores. En sus orígenes en la Europa feudal, los Estados
debieron disputar con otros institutos el monopolio de la fuerza física. Como
sostiene el sociólogo Emilio Tenti Fanfani (2001: 18 y ss.), la victoria del Estado
moderno y secular frente a los nobles locales y a la Iglesia fue el resultado de
luchas que se extendieron entre el siglo XIII y concluyeron en el XIX con la
consolidación del sistema de Estados nacionales. Las formaciones resultantes se
distinguieron por los dos procesos que encontramos en la definición weberiana de
Estado: territorialización y concentración del poder político, que designan el triunfo
sobre los poderes locales. La urbanización, el desarrollo de una economía de
mercado (véase mercado) y la Reforma protestante favorecieron la
territorialización y concentración del poder.
La caída del monopolio espiritual y el ocaso del poder político eclesiástico –inducido
por la Reforma religiosa– dejaron dos grandes vacíos en Europa: la aparición de una
fe alternativa disolvió la imagen de la Iglesia como familia común a todos y,
además, el desafío reformista erosionó la legitimidad del poder Papal, dejando un
lugar vacante que sería ocupado por la nación.
Estado y nación:Hasta hace unas décadas se pensaba que las naciones habían
dado lugar a los Estados y que éstos habían surgido como el resultado de la
existencia de una comunión de tradiciones, lengua y costumbres, características de
un pueblo que habitaba un espacio geográfico natural. Sin embargo, esta idea ha
quedado atrás con investigaciones que, como las de Eric Hobsbawm, revelan que
esta idea unifica dos nociones que habían estado separadas hasta el siglo XIX: la
idea de Estado o cuerpo político y la idea de un territorio que comprende a sus
habitantes unidos por la etnicidad, lengua común, religión, territorio y recuerdos
comunes. Esta asociación fue el resultado de un proceso complejo en el que
confluyeron la aparición de una economía nacional en un contexto de una economía
internacional, la acción de movimientos nacionalistas (que utilizaron la idea de
nación para luchar por sus pretensiones políticas, legitimándolas en la asociación
histórica entre etnia, lengua y territorio) y las políticas de los propios Estado que
con la creación de los ejércitos, de los sistemas educativos nacionales, de
emblemas y símbolos, etc., contribuyeron a que las personas se vieran integradas a
un colectivo mayor al que pertenecían, de carácter abstracto y que lo unía a otras
personas en igualdad de condiciones. Desde este ángulo, el Estado para lograr la
integración de los ciudadanos fortaleció las identidades nacionales, es decir, los
sentimientos de pertenencia tras los cuales existe un deber político para con la
organización política de la nación que, en casos extremos, se impone sobre todas
las demás obligaciones públicas (Hobsbawm, 1991; Tenti Fanfani, 2001: 24 y ss.).
Estado y políticas públicas: la socióloga inglesa contemporánea Theda Skocpol
pone en relación las políticas públicas gubernamentales con las estructuras
institucionales estatales, concibiendo al Estado tanto como estructura y como
herencia política, en términos de políticas públicas implementadas por gobiernos
anteriores, que condicionarán las decisiones y posibilidades de los gobiernos
próximos. Esto permite una historización de las acciones estatales y una suerte de
gramática de la política en tanto toda acción de un gobierno X estará condicionada
por sus antecesores. Las políticas públicas a su vez se insertan en contextos
generales que demarcan también sus límites y premisas (véase globalización y
liberalismo). Además, el partido político en el poder también marca diferencias en
la resolución de políticas públicas, pero la herencia política siempre está presente
en la planificación e implementación de acciones de gobierno.
Estado de Bienestar y políticas públicas: la noción de Estado providencia,
traducción de Welfare State, surge en 1940 a la par que el keynesianismo, para
designar lo que para algunos es el Estado social, para otros el Estado social del
mercado o bien, como decía el sociólogo Thomas Marshall, una combinación
específica de capitalismo, democracia y bienestar social. Según Claus Offe (1990),
el Estado de bienestar fue el resultado de diversos factores: el reformismo
socialdemócrata, el socialismo cristiano, elites políticas y económicas
conservadoras ilustradas y sindicatos industriales que otorgaron esquemas de
seguro obligatorio, leyes de protección del trabajo, salario mínimo, expansión de
servicios sanitarios y educativos y alojamientos socialmente subvencionados, junto
con el reconocimiento de representantes laborales legítimos. Esta forma de
organización social, que implicaba un Estado como principal cohesionador social,
surge en la posguerra y se prolonga hasta mediados de la década de los 70, cuando
la crisis económica deriva en un fuerte cuestionamiento de este modelo.
Al entrar en crisis, el keynesianismo enfrentó impugnaciones y problemas no sólo
de índole financiera sino también al nivel de las ideas sobre la solidaridad social y
los fundamentos ideológicos de este Estado, dado que lo que declina es el consenso
político en torno a las políticas de bienestar y al rol del Estado en la sociedad.
Comenzó a considerarse que era el mercado –y no las instituciones estatales– el
que debía satisfacer las necesidades de los individuos (Dubet y Martuccelli, 2000).
El retroceso de las capacidades estatales no fue en todos los países de igual
manera, como así tampoco lo fueron sus orígenes, tal como lo sosteníamos
anteriormente al referirnos a la herencia política que se pone en juego al momento
de diseñar políticas públicas. Esto también da cuenta de los diferentes tipos de
Estado de bienestar que existieron.
Como lo aclara el sociólogo nórdico Gosta Esping Andersen, los Estados de
bienestar pueden diferenciarse según distintos criterios. Este autor, tomando como
factor explicativo el criterio de las coaliciones de la clase política, distingue tres
tipos de Estados de bienestar: el conservador, el liberal y el socialdemócrata. Para
estudiar estos tipos de Estados propone un modelo interactivo, por el cual es
necesario precisar un conjunto de criterios que definan su papel en la sociedad y
compararlos según los principios por los que voluntariamente se han unido y
esforzado los actores históricos. Así, en la construcción de su tipología toma como
dimensiones el nivel de institucionalización, entendido como la calidad de los
derechos sociales y el grado en que estos permiten que la vida de las personas o
familias no quede liberada a las fuerzas del mercado. Luego, incorpora el nivel de la
estratificación social, no sólo como mecanismo que interviene en la estructura de la
desigualdad sino también como una fuerza activa en el ordenamiento de las
relaciones sociales, a la que debe sumársele diferentes estructuras del mercado
laboral. Dentro de este esquema encuentra el Estado de bienestar conservador –
como Alemania Austria, Francia e Italia– en cuya estructura corporativa primó la
conservación de las diferencias de status y la vinculación de los derechos a las
clases y al status social. El Estado de bienestar liberal defiende el carácter mercantil
del trabajo asalariado, penándose a los usuarios de los servicios estatales: mientras
que cada miembro debe contratar sus prestaciones, los usuarios de las estatales
deben certificar su condición de carenciados y su inhabilitación para proveerse tales
servicios. Y por último, distingue el Estado de bienestar socialdemócrata que reúne
desde la perspectiva del autor a los países escandinavos y Gran Bretaña. Bajo esta
modalidad el acceso a los diferentes programas y prestaciones se deriva de la
condición de ciudadanía, partiendo de un derecho universal al acceso de las mismas
y fusionando, de manera sobresaliente, el trabajo y el bienestar social. Esta
modalidad debe garantizar el pleno empleo y su éxito depende de alcanzar esa
situación. Mientras que esta universalización puede desembocar en un sistema más
solidario, no por ello desmercantiliza a la sociedad, hecho que se vislumbra en la
desigualdad categorial entre un subsidio y la posesión de un trabajo.
Estado de bienestar argentino: algunos autores sostienen que el caso argentino,
considerado junto con Brasil y Chile uno de los Estados de bienestar más generosos
de la región latinoamericana, puede incluirse en la categoría conservadora
corporativa de Esping Andersen (Huber 1996). Al respecto, debe recordarse que en
el Estado de bienestar en la Argentina, las prestaciones (con excepción de la salud
y la educación) se organizaron en función de la inserción ocupacional, que la familia
siguió ocupándose en forma preferencial de los enfermos y los ancianos y que la
tasa de participación femenina en el mercado de trabajo continuó siendo baja. Este
panorama ha llevado a ciertos autores, como Rubén Lo Vuolo (1998), a cuestionar
la posibilidad de utilizar de manera pura la tipología de Esping Andersen para
América Latina y en especial para Argentina. Si bien reconocen las similitudes con
el modelo corporativo, aseguran que en nuestro país el Estado de bienestar
incorporó elementos de la socialdemocracia, mientras que el componente liberal
jugó un papel marginal. Se trataría entonces de un híbrido que, además de otorgar
prestaciones, no lo hizo siempre bajo un régimen democrático, en donde el pleno
empleo y la distribución del ingreso fueron el resultado más del contexto económico
internacional que de la adhesión a los principios de la socialdemocracia. En los
términos de Lo Vuolo, el caso argentino sería un híbrido institucional. Después de
una primera etapa, caracterizada por el temprano desarrollo de los servicios
sociales de educación y salud pública, se agregaría la cobertura del seguro social
vinculado estrechamente a la categoría ocupacional, fundamentalmente a partir de
la década del cuarenta. Ambas lógicas convivieron sin excluirse mutuamente, como
lo demuestra el desarrollo simultáneo de la estrategia universalista en el campo de
la salud pública y la fuerte expansión del sistema de las obras sociales, durante la
década peronista. Esta interpretación cobra importancia porque contribuye
entender la crisis del Estado de bienestar que se produce a partir de los años
setenta.
Reformas estatales y globalización: uno de los impactos más importantes de la
globalización en la realidad política argentina, y en especial en el sector público, se
produce en la dinámica institucional, manifestándose en la creciente importación de
medidas económicas y políticas, reformas y políticas públicas de otras latitudes,
producto de acuerdos multilaterales y regionales, que desconocen las
particularidades de cada caso nacional (véase globalización). A partir de la década
de los ochenta y en particular en la de los noventa se comenzaron a implementar
una serie de políticas de reforma estructural impulsadas para permitir el desarrollo
de una economía de mercado en nuestro país así como en América Latina, en tanto
desde los países centrales se pensaba que el atrasado de la región se debía a la
intensa intervención estatal. Así las reformas apuntaron a realizar privatizaciones
que redujeron la acción del Estado y lo dejaron como garante de la transparencia de
las mismas. Estas reformas obedecían a una “ley de achicamiento” estatal
estructural que, supuestamente, permitiría una mejor acción y organización de la
sociedad gracias al mercado, premisas acordadas por el llamado “consenso de
Washington” (véase liberalismo) (Espina, 2007).
Bibliografía
Bourdieu, P. (1993). Esprits d`Etat. Actes de la Recherche en Sciences Sociales (96–
97) un mars, 49–62.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Espina, M. (2007). Los estudios de la pobreza y el diseño de políticas sociales.
Límites y retos actuales. Ponencia presentada en la Segunda escuela de verano.
MOST–UNESCO: Salvador de Bahía.
Esping Andersen, G. (1993). Los tres mundos del Estado de Bienestar. Alfons el
Magnánim: Valencia.
Hobsbawm, E. Naciones y nacionalismos desde 1780. Crítica: Barcelona.
Huber, Evelyne. Options for Social Policy in Latin America: Neoliberal versus Social
Democratic Models. Ginebra: UNRISD, 1995.
Lo Vuolo, R. y Barbeito, A. (1998). La nueva oscuridad de la política social. Buenos
Aires: Miño y Dávila Editores.
Offe, Claus (1990). Contradicciones en el Estado de Bienestar. Madrid: Alianza.
Skocpol, Theda (1989, enero-mayo): El Estado regresa al primer plano: estrategias
de análisis en la investigación actual. En Zona Abierta (50) pp. 73-122.
Tenti Fanfani, E. (2001). Sociología de la educación. Buenos Aires: Universidad
Nacional de Quilmes.
Weber, Max (1999; 1922 1ª edición alemana). Economía y sociedad. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
Estructura social:
Este término alude a las globalidad de la relaciones sociales entre individuos en una
sociedad concreta, la cual está signada por el conflicto, los cambios sociales y
culturales, y la acción de los agentes sociales y las clases sociales (véase, cambios
social, cambio cultural y agente social). El concepto de estructura social, lejos de ser un
concepto estático, presupone que los individuos interactúan en la sociedad como
parte activa y estructurante de la misma.
Génesis del concepto: introducido por el filósofo alemán George Simmel y luego
retomado por Ferdinand Tönnies, el concepto de estructura social no deja de ser
conflictivo en la actualidad. Los funcionalistas, en especial el sociólogo americano
Talcott Parsons, durante las décadas de los sesenta y los setenta, usaban este
término para designar la supremacía y omnipresencia de la estructura por sobre los
individuos. Esta tradición se apoyaba en fundamentos del padre de la sociología
francesa, Emile Durkheim [1858–1917], quien siempre sostuvo la preeminencia y
preponderancia de lo colectivo sobre lo individual, argumentando la dimensión de
exterioridad de las situaciones en las que los hombres estaban insertos.
En la Argentina el término está asociado a la figura de Gino Germani, el fundador de
la sociología científica, quien tituló una de sus obras más importantes Estructura
Social de la Argentina. En su introducción, Germani sostenía que una investigación
sobre la estructura social implicaba estudiar “la formación, composición e
interdependencia de los grupos sociales” y que tal empresa presuponía un
conocimiento de la estructura cultural, dado que consideraba a un grupo social
como un conjunto de individuos, que se distinguen por ciertas formas propias de
obrar y de pensar (Germani, 1987; 1ª edición 1955).
A partir de los años setenta, y con la crisis del consenso ortodoxo (véase realidad social),
las ciencias sociales comienzan a rescatar el sentido de la acción y de las prácticas
humanas en la creación de las estructuras. Este reconocimiento del agente social
no eliminó las discusiones sobre esta categoría. Lejos de ello, la relación entre la
agencia y la estructura fue, y sigue siendo, fruto de debate en las ciencias sociales,
en función de la dinámica de retroalimentación y el problema de definir qué factor –
si la estructura o la acción– tiene mayor peso y cuál estructura más al otro y lo
precede. Más allá de estas divergencias, existe consenso en torno al dinamismo y a
los cambios sucesivos cambios de la estructura social, siempre considerando la
tradición sociológica en la que se inscribe.
Pierre Bourdieu y la superación de la antinomia agencia–estructura: la
sociología de Bourdieu –tratando de superar estas viejas antinomias– propone
identificar las estructuras objetivas (los espacios de posiciones) para luego
reintroducir la experiencia inmediata de los agentes, con el fin de explicitar las
categorías de percepción y de apreciación (las disposiciones) que estructuras las
acciones de los seres humanos desde adentro y sus tomas de posición. Por medio
de la noción de espacio social de Bourdieu se puede entender los distintos puntos
de vista que los agentes ponen en juego según su posición en dicho espacio. La
noción de espacio social alude a que lo social articula una doble existencia: se
manifiesta tanto en las estructuras objetivas como en las subjetivas.
El espacio social y puntos de vista: Bourdieu sostiene que el mundo social
puede representarse en forma de espacio (de varias dimensiones) construido sobre
la base de principios de diferenciación o distribución constituidos por el conjunto de
propiedades que actúan en el universo social. Los agentes y los grupos de agentes
se definen entonces por sus posiciones relativas en ese espacio. Cada uno de ellos
está acantonado en una posición o en una clase precisa de posiciones vecinas.
Teniendo en cuenta estas Bourdieu sostiene que los puntos de vistas son, como la
expresión misma lo indica, vistas tomadas desde un punto, es decir, desde
determinada posición en el espacio social. Los agentes que ocupan posiciones
cercanas en el espacio son colocados en condiciones parecidas y están sujetos a
factores condicionantes similares: así tienen posibilidades de tener disposiciones e
intereses semejantes y de producir prácticas y representaciones análogas. Ocupar
una posición en el espacio social es, al mismo tiempo, tomar distancia de otras.
Estas posiciones y prácticas sociales, dirá Bourdieu, no se dan en el vacío: para el
análisis sociológico es necesario reparar en la historicidad de las prácticas.
El habitus como estructura estructurante: Para explicar las prácticas de los
agentes sociales no basta con remitirlas a su situación presente: el habitus
reintroduce la dimensión histórica en el análisis de la acción de los agentes
mediante esta estructura generativa que asegura la actuación del pasado en el
presente. En este sentido, el concepto de habitus cobra utilidad, ya que nos permite
indagar en la historicidad de las prácticas, tradiciones y percepciones de los
actores, mediante una indagación exhaustiva de las condiciones objetivas actuales.
La historia juega un papel en la explicación de las prácticas sociales ya que sólo se
las puede explicar –y comprender– relacionando las condiciones sociales bajo las
cuales se constituye el habitus que las engendró con las condiciones sociales en las
que se manifiestan esas prácticas. Bourdieu argumenta que el habitus es una
estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las
prácticas; es también estructura estructurada, con lo cual quiere decir que el
principio de división en clases lógicas que organiza la percepción del mundo social
es, a su vez, producto de la división de clases sociales. Se trata de un sistema de
esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistemática la necesidad
y las libertades inherentes a la condición de clase y la diferencia constitutiva de la
posición, el habitus aprehende las diferencias de condición, que retiene bajo la
forma de diferencias entre una prácticas enclasadas y enclasantes (Bourdieu, 1980:
170–171).
La importancia de la experiencia social: La idea de un habitus generador de
prácticas implica la existencia en los agentes un sistema de disposiciones
adquiridas por la experiencia y que este varía según la situación, el momento y el
lugar. El habitus designa entonces, un “sentido del juego” que permite engendrar
una afinidad de golpes adaptados a una infinidad de situaciones posibles (Bourdieu
1987: 22). El habitus consiste en un principio generador y unificador que retraduce
las características intrínsecas y relacionales de una posición en un estilo de vida
unitario, es decir un conjunto unitario de elección de personas, de bienes y de
prácticas. (Bourdieu, 1987: 19).
La noción de campo social: Bourdieu argumenta que hablar de sociedad es
otorgar cierta idea de ausencia de dinamismo a la estructura social, por lo que
introduce su teoría de los campos. Los conceptos de habitus y campos son
relacionales y sólo funcionan en plenitud el uno con el otro. Un campo es un espacio
de juego que sólo existe en la medida en que existan jugadores que participen de
él, que crean en las recompensas que ofrece y que las persigan activamente. La
estructura de los agentes viene dada por la distribución de diversas formas de
capitales (véase clases sociales): su propiedad les confiere (o no) poder en cada
campo, les otorga fuerza y de esa manera provecho para sus poseedores (Bourdieu,
1988: 112). Si bien cada campo puede tener un capital específico –y operativo– que
indique la posesión de poder y la posibilidad de obtener ventajas en cada campo, a
su vez el capital es un producto de cada campo. Es decir, las distintas formas de
capital tienen efectos en campos distintos. A su vez, los campos están definidos por
las relaciones de fuerza que el capital imponen y por las acciones de los sujetos
para conservar y adquirir capital (véase clases sociales).
La obtención y concentración de capitales y el tiempo: como lo explica
Bourdieu la obtención de los distintos capitales requiere tiempo, con lo que nos
permite realizar comparaciones entre las inserciones de los jóvenes en cada campo
y la de los mayores o adultos. A su vez el capital puede ser heredado y eso otorgar
ventajas en los distintos campos en los que se mueven los agentes (véase agente
social). Un campo es un espacio de competición, donde sus participantes luchan
por establecer el monopolio legítimo del capital específico. A medida que progresan
esas luchas de poder, las formas y divisiones de cada campo se convierten en una
postura central en la medida en que modifican la distribución y el peso relativo de
cada forma de capital modificará la estructura de cada campo.
Bibliografía:
Bourdieu, P. (1987). Cosas Dichas. Gedisa: España.
Bourdieu, P. (1988). La Distinción. Taurus: España.
Bourdieu, P. (1990). Sociología y Cultura. México: Grijalbo.
Germani, G. (1987; 1ª edición 1955). Estructura social de la Argentina. Buenos
Aires: Ediciones Solar.
Giddens, A. (1976). Las Nuevas Reglas del Método Sociológico. Buenos Aires:
Amorrortu.
Exclusión:
El término exclusión no se refiere a un estado o situación, sino a un proceso que se
opone al de inclusión. El sociólogo francés contemporáneo Robert Castel propone
definir la exclusión a partir del eje de la integración, anclado en el trabajo con la
densidad de inscripciones relacionales implicadas en las redes familiares y de
sociabilidad. Este eje de la integración permite identificar analíticamente diferentes
zonas en las que se expresan diferentes grados de densidad relacional. Es así que
Castel distingue cuatro zonas: de integración, vulnerabilidad, asistencia y exclusión
o, como Castel prefiere llamarla, una zona de desafiliación. En este esquema, la
zona de vulnerabilidad adquiere un lugar estratégico dado que cuanto más grande
es esta zona, mayor es el riesgo de ruptura y de la consecuente exclusión. El
concepto “vulnerabilidad” alude precisamente a un enfriamiento del vínculo social
que precede a la ruptura del mismo. La zona de vulnerabilidad se caracteriza por la
precariedad laboral y por la fragilidad de los soportes relacionales, es decir,
aquellos proporcionados específicamente por la familia y la vecindad (Castel, 1997:
418 y ss.). La zona de exclusión refiere a las situaciones de marginalidad extrema,
de desafiliación intensa, zona en la que se mueven los más desfavorecidos y
desprovistos de recursos económicos, relacionales y de protección social. Al
referirse también a esta zona como de desafiliación, Castel también contempla la
falta de inscripción en estructuras dadoras de sentido, como el trabajo o la familia.
Es por eso que al autor le preocupa la vulnerabilizacion creciente de diversos
sectores sociales, ya que esa zona es propicia a caer en la de exclusión (véase
mercado, globalización y Estado).
La exclusión –y los excluidos– manifiestan una falla en el tejido social, por eso más
allá del problema de la precarización laboral, el centro del debate está en la
fragilización de los soportes relacionales, que en definitiva son los que aseguran la
integración social de los individuos.
Exclusión y solidaridad social: como sostiene el sociólogo contemporáneo
francés Pierre Rosanvallon, la exclusión no es un fenómeno monolítico. En tanto
concepto, representa una manera particular de reconocer los problemas de la
sociedad para asegurar los lazos y la cohesión social (véase lazo social). Hablar de
exclusión implica referirnos a la inserción, es decir, a las diferentes formas de
agregación de los individuos existentes en la sociedad y las que deberían ser
promovidas para garantizar la equidad (Rosanvallon, 1995: 195 y 196).
La ruptura de los mecanismos de integración social: como sostienen los
sociólogos contemporáneos François Dubet y Danilo Martuccelli, durante el Estado
de bienestar se propiciaba la integración de los sectores que el crecimiento
económico no había beneficiado con el fin de integrarlos mediante una política
social interesada en el establecimiento de solidaridades sistémicas con el fin de
integrar a todos los ciudadanos (véase ciudadanía, instituciones y globalización). El
quiebre del consenso en torno a estas premisas, condujo a revitalizar la idea de que
el mercado era el articulador “natural” de las relaciones sociales, lo cual implicó
una redefinición de los lazos entre comunidad, familia y Estado. (Véase Estado y
familia).
Génesis de los problemas de exclusión: en contraposición a la época del Estado
de bienestar, en la actualidad la exclusión ya no a los sectores que quedaron fuera
del crecimiento, sino a los segmentos sociales que pagan con su exclusión el precio
del progreso en sí mismo (Dubet y Martuccelli, 2001: 164– 165). En las sociedades
contemporáneas, los procesos de integración basados en el trabajo ya no funcionan
adecuadamente, debido a la precarización y a la flexibilización laboral. La condición
salarial se deterioró junto con el retroceso de los derechos laborales. Es por eso que
los problemas de exclusión deben ser interpretados como parte de los efectos de la
descomposición del Estado de bienestar (véase Estado). Retomando a Castel, la
descomposición de la sociedad salarial hace que la organización social actual no
pueda reacomodarse debido a los altos índices de desocupación. Por ello, la
exclusión es uno de los efectos de las mutaciones económicas de los últimos años
que repercute sobre los lazos sociales (véase lazo social).
Exclusión y pobreza: la idea de exclusión trasciende al concepto de pobreza, ya que
al referirla a los soportes relacionales, amplía la visualización de las carencias que
sufren las personas. De tal modo, más allá de la primacía económica en la que se
funda la exclusión, ésta adquiere dimensiones que trascienden lo material. Es por
eso que se puede operacionalizar el concepto en diferentes dimensiones: la
exclusión política, la exclusión cultural y la exclusión educativa, sin que pueda
desconocerse la interrelación entre las mismas, como muestra el hecho de que la
ausencia de recursos materiales suele llevar a la carencia de recursos políticos y
simbólicos. En este sentido, la exclusión se plantea como una acumulación de
desventajas y de frustraciones, que impide encontrar a cada individuo un lugar en
el mundo.
Integración, exclusión y conflicto: ni la integración social total (o casi total), ni
la exclusión completa, anulan el conflicto social. Por ello, no puede pensarse que la
integración signifique la uniformidad u homogeneidad de la sociedad. Sin embargo,
ya el padre de la sociología francesa, Emile Durkheim [1858–1917], advertía que en
las sociedades modernas –capitalistas– la integración social se daba a partir de la
diferencia, en función a lo que este autor denominó solidaridad orgánica; en
cambio, en las sociedades antiguas la integración significaba un proceso de
igualación y homogenización, producido por lo que llamó solidaridad mecánica.
Ambas formas de solidaridad, en su forma patológica, podían derivar en la anomia, es
decir, en la ausencia de cohesión social (véase anomia y lazo social).
La integración –así como la exclusión– de un colectivo requiere que exista un
tiempo y un espacio en común, que trascienda a la heterogeneidad social. Dichas
coordenadas espaciales y temporales compartidas deben ser propiciadas por el
espacio del desarrollo relacional y por la construcción social de sentido. Es por eso
que la exclusión remite a las dificultades para la conformación de esos sentidos
sociales. Ahora bien, retomando el título del apartado, debe advertirse que tanto la
integración como la exclusión suponen conflictos, en tanto esa construcción de
sentidos supone relaciones asimétricas de poder y luchas por las definiciones que
dan sentido a las relaciones sociales (véase política y democracia)
Escenarios de expulsión: Según la pedagoga Silvia Duschatzky, la idea de
expulsión remite a una manera de constitución de lo social. Desde su perspectiva,
el mundo necesita de integrados y expulsados, entendiendo que éstos últimos no
son el resultado de una disfunción de la globalización sino un modo constitutivo de
lo social. La expulsión social, continúa esta autora, produce un desaparecido de los
escenario públicos y de intercambios: el expulsado pierde visibilidad y se trasforma
en una “vida muda”, en tanto pierde protagonismo en la vida pública porque ha
entrado en el universo de la indiferencia al transitar una sociedad que nada espera
de ellos. (Duschatzky, 2006: 18).
Exclusión y escuela: Como sostienen los sociólogos franceses contemporáneos
François Dubet y Danilo Martuccelli, un conjunto de cambios –ligados a la
masificación de la escuela y a la devaluación de las credenciales educativas–
transformaron a la escuela republicana, entendida como una institución que
administraba públicos heterogéneos y mostraron que para lograr que los alumnos
participen de la institución no alcanza con asegurar el desempeño de roles y la
afirmación de los objetivos de la educación. El deslizamiento de los públicos
escolares hacia el nivel superior no solamente desestabilizó los modelos educativos
implícitos, sino también contribuyó al debilitamiento de la barrera tradicional entre
la escuela y la sociedad. En el nuevo contexto de crisis, los problemas sociales
surgen en el seno mismo del establecimiento y de la clase, mientras que el sistema
antiguo había encontrado la manera de preservarse de ellos (Dubet y Martuccelli,
2000: 209).
La paradoja es que la escuela contemporánea que debe administrar públicos
heterogéneos, genera una estandarización que socava la autonomía de los alumnos
y maestros, restringe la profesionalidad de los docentes y alimenta la exclusión
porque no todos los alumnos pueden alcanzar los estándares. La estandarización
significa uniformidad en el curriculum (centrado en contenidos que puedan ser
reproducidos) que en la práctica se concreta en la administración de muchas y
toscas pruebas de evaluación (Hargreaves, 2007: 66). En este sentido, puede
plantearse que la exclusión proviene de los mecanismos institucionales –como la
escuela– que al principio integra a todos los alumnos y luego expulsa a cierta
cantidad de ellos. (Dubet y Martuccelli, 2000: 189 y 190)
Bibliografía:
Castel, R. (1997). La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado.
Buenos Aires: Paidós.
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Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Duschatzky, S. (2006). Chicos en banda. Los caminos de la subjetividad en el
declive de las instituciones. Buenos Aires: Paidós.
Hargreaves, A. (2007). “El cambio educativo: entre la seguridad y la comunidad”,
entrevista de Claudia Romero. Propuesta Educativa (27) 63-79.
Rosanvallon, P. (1995). La nueva era de la cuestión social. Repensar el Estado
providencia. Buenos Aires: Manantial.
F
Familia:
En las ciencias sociales, la familia fue siempre pensada como una institución
fundamental que realiza funciones esenciales para la vida social: se encarga de la
reproducción doméstica y de la socialización primaria, organiza las relaciones de
alianza y de filiación, establece las formas de transmisión intergeneracional del
patrimonio, tiene un papel central en la economía, etc.
Situada en la interconexión entre lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo,
lo biológico y lo social, la familia es una institución compleja. Esta institución,
fundada sobre necesidades biológicas (como la procreación, la crianza de los niños
o la necesidad de protección), está sometida a condicionamientos de índole social y
participa de modo activo en el cambio social. Por ello, no debe ser pensada como una
entidad abstracta, a-histórica e inmóvil, sino como una institución social con
múltiples dimensiones: económicas, políticas, culturales, educativas. Tampoco
puede ser concebida como un todo armónico, dado que las relaciones familiares
están articuladas por asimetrías de poder en términos de las generaciones y el
género que definen los lugares asignados a sus miembros.
Familia y orden social: a lo largo de la historia la relación entre el orden social y
la familia ha generado visiones opuestas: fue concebida como bastión del orden
instituido pero, también, como motor de los cambios. Estas perspectivas opuestas
coincidían en establecer una relación directa entre la familia y la sociedad. Así, por
ejemplo, en la Francia de mediados del siglo XIX, Frederic Le Play [1806–1882], uno
de los primeros estudiosos en realizar encuestas a las familias, argumentó que la
sociedad industrial había roto los lazos familiares al reducirlos a la unión de dos
individuos independientes, generando una familia “inestable” que traería la ruina
de la nación. En forma diferente, las investigaciones actuales han revelado el
componente político de este tipo de diagnósticos y la complejidad de la relación
entre familia y orden social. En tal sentido, más que pensar en una conexión de tipo
causa y efecto, hoy se prefiere observar las formas concretas que asumen la mutua
interacción entre familia y sociedad. Desde este ángulo ha quedado atrás, por
ejemplo, la idea de que la industrialización debilitó las relaciones familiares al
considerar que las primeras industrias tuvieron carácter doméstico y que las redes
de parentesco fueron centrales para el reclutamiento de mano de obra en las
fábricas industriales. Del mismo modo, podría decirse que la familia ha tenido un rol
decisivo en la conformación del orden social y político, como refleja la importancia
de las redes sociales en la economía y la política en el pasado y presente de los
países latinoamericanos. Desde el ángulo inverso, también se ha subrayado el papel
de las transformaciones en las familias sobre la sociedad, como han mostrado los
demógrafos cuando analizan los múltiples efectos (sociales, económicos, culturales,
etc.) que ha tenido la decisión de las parejas de controlar su fecundidad. En
cualquier caso, los investigadores subrayan la importancia de la familia en los
procesos sociales, económicos, políticos y culturales (Kertzer y Barbagli, 2003: 10-
45).
La familia y los clásicos: La cuestión de cómo pensar el vínculo entre lo social y
la familia ha sido uno de los tópicos más problemáticos que enfrentó el
pensamiento social. Las ideas al respecto están unidas a las preocupaciones que las
motivaron. Así, preguntándose por la reproducción del orden social, Emile Durkheim
[1858–1917] analizó el papel de la familia en la socialización primaria de los
individuos. La socialización implica, según este autor, la transmisión de normas y
valores a las nuevas generaciones para que los individuos puedan desempeñarse
en contextos más amplios. Por eso, Durkheim planteaba que la familia colaboraba
de forma decisiva al orden social. En cambio, Karl Marx [1818- 1883] pensó la
institución en función de comprender los efectos del modo de producción capitalista
sobre la familia y las condiciones de vida de los trabajadores. Así, explicó que el
capitalismo afectó a la economía familiar, dado que la pérdida de competitividad
del trabajo manual obligó a los trabajadores de las industrias domésticas a
incorporarse a las fábricas, espacios que reconfiguraban su vida e inserción social.
Pero, dentro de los fundadores del marxismo, fue en la formulación de Federico
Engels [1820- 1895] donde se planteó más directamente la relación entre la familia
y el capitalismo con la idea de que la monogamia había surgido para garantizar la
transmisión de la propiedad mediante una filiación cierta. De allí, argumentaba, que
este tipo de familia representaba el triunfo de la propiedad individual sobre el
comunismo primitivo y estaba destinada a perecer con la sociedad capitalista.
(Cichelli-Pugeault y Cichelli, 1998).
Familia y escuela: Las relaciones entre familia y escuela pueden ser analizadas
desde diferentes perspectivas. Por un lado, la escuela y la familia han sido
observadas como dos instituciones centrales en la socialización de las nuevas
generaciones. Este fenómeno ha sido entendido como una transferencia de
potestades de la familia y la comunidad a la institución escolar que, como tal, fue
un proceso que caracterizó a la modernidad. Dicho proceso, con el surgimiento de
los sistemas educativos nacionales, implicó el recorte de la autoridad del pater por
parte del Estado que, por ejemplo, hizo obligatoria la enseñanza primaria. Desde
otro ángulo, la escuela ha sido analizada en función de su papel en el moldeamiento
de las conductas, los valores y las ideas de los niños, considerados como los futuros
trabajadores, ciudadanos y miembros de la sociedad, recalcándose la importancia
de los contenidos relacionados con el “deber ser” respecto a la familia, el orden
doméstico, las relaciones de género y la sexualidad. En ese sentido, la escuela ha
sido concebida como una mediación entre el Estado y la familia que tiene poder
sobre los niños pero, también, que ejerce su influencia sobre los padres mediante
medidas de control y de disciplinamiento de los hogares. Pero la relación entre
escuela y familia no es unilateral. También la escuela ha sido pensada como una
institución que colabora con la familia, como muestra, por ejemplo, el papel jugado
por la educación en el pasado en la movilidad social ascendente en países como la
Argentina. En cambio este tipo de interacciones, en el escenario de la crisis actual,
han dado lugar a que la escuela se convierte en un espacio de la asistencia social
hacia las familias; fenómeno que la desvía de sus objetivos pero que, en el contexto
de recesión estructural, no ha podido ser sustituido.
Organización familiar y organización social: como se ha planteado, ya los
autores clásicos del pensamiento social enfatizaban en que la familia está en
estrecha vinculación con el de la sociedad. Hoy es consensual pensar que la
comprensión de la familia resulta inseparable del medio social y que debe realizarse
en forma comparativa a lo largo de la historia, con el fin de captar su constante
dinamismo y variabilidad. Como sostiene la socióloga argentina Elizabeth Jelin, la
familia nunca es una institución aislada, sino que es parte orgánica de procesos
sociales más amplios, que incluyen las dimensiones productivas y reproductivas de
las sociedades, los patrones culturales y los sistemas políticos. Los hogares y las
organizaciones familiares están ligados al mercado de trabajo y a la organización de
redes sociales, por lo cual fenómenos como el descenso de las tasas de fecundidad
o los cambios en las formas de envejecimiento, son parte de procesos sociales y
culturales que afectan a la sociedad toda. Estas dinámicas están también sujetas a
políticas públicas. En suma, la familia no puede estar ajena a valores culturales y a
procesos políticos de cada momento o período histórico. (Jelin, 1998: 1)
Familia y desigualdades sociales: El retiro del Estado implicó una redefinición de las
responsabilidades de la comunidad y de la familia, haciendo que ésta sea
revalorizada en su rol de proveedora de protección a través de nuevas formas de
solidaridad. Esto refuerza las desigualdades sociales ya que los individuos
presentan distintos recursos según su procedencia familiar (véase desigualdades
sociales).
Familia y modernidad tardía: en la actualidad la familia se ve afecta por un
conjunto de importantes mutaciones, propias de las sociedades actuales. En esas
transformaciones la mayor autonomía de las mujeres ha tenido un papel central.
Ella fue producto del incremento de su participación en el mercado de trabajo
remunerado, de la expansión de sus derechos civiles y políticos y de la atenuación
de la autoridad patriarcal. En este sentido, ha resultado crucial tanto la
democratización de la legislación sobre familia, como el reconocimiento de niños y
adolescentes como sujetos de derechos.
El sociólogo alemán contemporáneo Ulrich Beck plantea que en el escenario actual
se ha producido una democratización interna de la estructura familiar, unida a
transformaciones en la constitución de las familias, como muestra el aumento de
las uniones de hecho, que ya no son sólo una fase pre-nupcial sino que han
suplantando al matrimonio. Esta mutaciones se deben a la dinámica misma de las
sociedades actuales, ya que al flexibilizar relaciones contractuales, económicas y
sociales, tiende a eliminar las jerarquías y propiciar una mayor igualdad en las
relaciones de género, algo que se ve en el avance –obligado o no- de las mujeres en
el mercado (Beck, 2003)
En lo que se refiere a la Argentina y la ciudad de Buenos Aires la propensión a vivir
en pareja no ha variado de intensidad en las generaciones sucesivas pero ha
cambiado la vía de entrada a unión. El matrimonio ha sido reemplazado por la
cohabitación; fenómeno explicado por múltiples causas, entre las cuales se
encuentra la democratización y la liberalización del rol de la mujer. Este hecho se
vislumbra en la generalización de la matrícula femenina, en la masiva incorporación
de la mujer al mercado de trabajo y en el acceso a métodos anticonceptivos. Esto
supone cambios en las representaciones simbólicas de los sujetos frente al
matrimonio y a la familia.
Bibliografía:
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consecuencias sociales y políticas. Buenos Aires: Paidós
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G
Globalización:
El término globalización remite a la pérdida perceptible de fronteras en las tareas
relacionadas con las rutinas cotidianas en sus distintas dimensiones: económicas,
sociales, culturales, informativas, ecológicas y técnicas; y a la mundialización de los
conflictos y de la sociedad civil (Beck, 1998). Desde este ángulo, la globalización excede
los planteos económicos –y economicistas– que la reducen a una reorganización de
las relaciones financieras para implicar un reordenamiento en las relaciones
sociales de todo tipo, aunque la dimensión económica adquiera supremacía. La
globalización también introduce cambios en las dinámicas de relación entre los
individuos que adquieren crecientemente un carácter reflexivo al tiempo que
decaen las identidades colectivas como las de clase, etnia y género.
La globalización ha sido posible gracias a los medios de comunicación y de
transporte modernos que permiten la translocalización de las relaciones sociales y
comerciales. Con estos medios se habría iniciado una nueva era, en la cual se
erosionarían las certidumbres, dando lugar a lo que se conoce como la sociedad del
riesgo mundial, término con el cual se subraya el hecho de que en las sociedades
contemporáneas los riesgos sociales, políticos, económicos e individuales escapan
de las instituciones de control y protección social.
Debates en torno a los orígenes y a los efectos de la globalización. El
comienzo de la globalización es objeto de disputa. Mientras varios autores sostienen
que la economía capitalista es intrínsecamente globalizante y que por lo tanto, la
globalización data del siglo XVI; otros autores la entienden como un fenómeno
multidimensional y datan su inicio treinta años atrás con el fin de la guerra fría, del
bloque soviético y del mundo bipolar por un lado, y con el fin de la sociedad salarial
(que dio lugar a la flexibilización laboral y a la desregulación de los mercados) por
otro. Dentro de esta línea, el sociólogo alemán Ulrich Beck (1998) realiza una
distinción ideal, que nos permite ubicar históricamente los comienzos de la
globalización, al realizar una diferenciación entre la primera y la segunda
modernidad, siendo la globalización uno de los dos fenómenos característicos de
segunda modernidad también llamada por otros autores, como Zygmunt Bauman,
modernidad líquida (2000).
La primera modernidad se define según este autor por la noción de una sociedad
constituida en el marco del Estado–nación, el pleno empleo y la política social –
propia del Estado de bienestar keynesiano–; rasgos que organizaron las biografías
individuales de sus ciudadanos. También se caracteriza por el auge de las
identidades colectivas y el mito del progreso, entendido como la confianza en que
los problemas sociales se resolverían con los avances industriales y técnicos. Hacia
mediados de la década de los setenta, este tipo de sociedad, propia de la primera
modernidad, se pone en cuestión por una serie de procesos que deben ser
entendidos como consecuencia de una radicalización de la modernidad, y no como
un movimiento en contra de ella. Así, la segunda modernidad, en la que se ubican
nuestras sociedades actuales, se caracteriza por la globalización (en tanto
reordenamiento global de las relaciones sociales) y por la individualización,
aludiendo al declive –pero no la desaparición– de las identidades colectivas arriba
mencionadas y al reforzamiento de la centralidad del individuo. Esta inflexión
significa, también, una nueva manera de integración y de interrelación basada en
particulares y no en grupos, tendencia que se traduce en los nuevos derechos
sociales y políticos que se orientan al individuo y no a colectivos preexistentes.
Las sociedades globalizadas actuales ya no pueden definirse en términos
espaciales: la concordancia Estado–nación, que como describíamos líneas arriba
caracterizó a las sociedades de la primera modernidad, queda diluida. Se quebró la
unidad territorial recíprocamente delimitada entre Estado y Sociedad,
estableciéndose nuevas formas de competitividad, de poder y nuevos conflictos
entre actores representantes de Estados nacionales versus actores, identidades,
capitales y procesos transnacionales. Esta ruptura de unidad y correspondencia
territorial implica la emergencia de un campo de poder trasnacional. Como sostiene
Saskia Sassen (2000), la nueva geografía del poder implica que tanto las decisiones,
como los centros de producción de significados y valores, son extraterritoriales y
necesitan una nueva normativa para concretarse. Es por eso que las últimas
décadas son testigo de una institucionalización de derechos para empresas no
nacionales, transacciones transfronterizas y organizaciones internacionales.
Uno de los efectos más importantes de la redefinición del rol de los Estados fue
pasar de prácticas reguladoras de los mercados nacionales orientadas a un
equilibrio macroeconómico interno con bajos niveles de desempleo y niveles
adecuados de consumo, hacia prácticas dirigidas a garantizar las condiciones para
la competitividad externa. Ante este cambio, múltiples herramientas de
intervención de los Estados sobre la economía comenzaron a convertirse en un
obstáculo y quedaron inutilizadas. Los instrumentos de control de mercados, las
empresas estatales, el empleo público, los sindicatos, corporaciones de productores
y demás instituciones que surgieron en el marco del Estado de bienestar quedaron
posicionadas en el lugar de lo obsoleto (López, 2005).
Otro quiebre con el keynesianismo está definido por la capacidad de los nuevos
Estados de privatizar lo que antes era público y desnacionalizar lo que era nacional.
En este marco, sostiene Sassen, todos los Estados –inclusive los centrales– pierden
su histórica primacía y capacidad de acción al tener que negociar con actores
estratégicos de esta nueva configuración del poder. No obstante, debe recordarse
que, si bien la retracción de capacidades estatales es general, en América Latina el
impacto de la globalización fue más severo, dado que los países de la región
tuvieron que ceder ante las presiones y capitales internacionales, de manera mucho
más contundente que los países centrales. Es innegable que en el nuevo escenario
latinoamericano la retirada del Estado, la mercantilización del mundo social, la
desregulación y la flexibilización de los mercados fueron mucho mayores que en
otros continentes, generando contextos de elevada pobreza y desigualdad social,
propios no de una crisis sino de un modelo de crecimiento. El paso de economías
cerradas a otras (totalmente) abiertas y el desplazamiento de los modelos de
industrialización por sustitución de importaciones a otros de integración económica
y regional se tradujeron en grandes cambios en los países de la región (López,
2005).
El declive del mercado de trabajo como instrumento de cohesión (véase lazo
social) y su consecuente fragmentación –debido a las medidas de desregulación
financiera y de la fuerza de trabajo– y el desmantelamiento de las instituciones
proveedoras de seguridad ha significado el corrimiento de los problemas de la
fábrica a la ciudad. La desregulación de la fuerza de trabajo trae aparejada el
crecimiento de la informalidad, la flexibilidad laboral y la fragmentación de los
espacios laborales que generan, como sostienen Francois Dubet y Danilo Martuccelli
(2000), un desplazamiento de los espacios de acción de la cuestión social a la
ciudad. Además, este declive del mercado de trabajo, unido a las privatizaciones,
lleva a la desaparición del espacio público como lugar de socialización heterogénea
generando prejuicios y actitudes estigmatizantes.
Debates en torno a las definiciones y los soportes relacionales de los
actores a la globalización: como ya lo adelantamos líneas arriba, existen
diferentes definiciones y corrientes de pensamiento en relación a este fenómeno.
Sin duda uno de los autores más polémicos en torno a la globalización y sus
implicancias es Francis Fukuyama quien anuncia con el advenimiento de esta nueva
era, el fin de la historia. Con esta noción afirma el triunfo del capitalismo sobre el
socialismo real, con la caída del bloque soviético, y proclama la universalización de
la democracia liberal como forma final de gobierno. Y, con ello, el fin de la historia
significa una renuncia a la pretensión de alcanzar diferentes y más altas formas de
sociedad.
Otros debates giran en torno a la significación de la globalización. Por un lado están
quienes afirman que la globalización es la continuación de épocas anteriores, y por
lo tanto se refieren a las sociedades actuales como posmodernas (Lyotard, 1989).
Por otro, se encuentran quienes hablan de una nueva lógica que maximiza los
procesos de disolución de las tradiciones y las certezas (Beck, 1998; Giddens,
1996). Estos últimos autores tratan de analizar el fenómeno en todas sus
dimensiones, pero otros enfatizan y privilegian un aspecto en sus análisis, al que
toman como esencial. Esto sucede con el planteo de Immanuel Wallerstein (1988),
quien se refiere al sistema capitalista mundial, tomando al capitalismo como motor
de la globalización. Este autor propone que existe una sola división del trabajo,
despreocupándose de las diferencias y las distancias dentro del capitalismo,
favoreciendo, de esta manera, un marco de referencia que elude el análisis de las
desigualdades sociales (Beck, 1998: 58).
Otros autores como Scott Lash y John Urry también focalizan una sola dimensión al
pensar a la globalización dentro de la teoría cultural, pero sostienen que este
fenómeno no homogeneiza a poblaciones de distintos países sino que, por el
contrario, refuerza sus contradicciones. De todos modos, desde su perspectiva, las
nuevas redes de información y comunicación transforman a las sociedades
actuales, enlazando centros y periferias mediante la circulación de bienes
simbólicos. Al igual que Beck y Bauman, estos autores afirman que las nuevas
relaciones económicas superan al capitalismo tradicional, dando lugar a un nuevo
tipo de capitalismo que denominan desorganizado. También se refieren a una
nueva organización de las relaciones espacio temporales, ya que las nuevas
tecnologías permiten interactuar simultáneamente en distintos usos horarios,
permitiendo reuniones asincrónicamente.
Desde este ángulo, Manuel Castells se refiere a la tecnificación y mundialización de
los recursos mediáticos; y Samuel Huntington concibe a la globalización como un
choque de civilizaciones, pronosticando que el conflicto de esta nueva sería de
índole cultura y opondría a Estados Unidos versus China. Por su parte, Bauman
(1998) identifica los problemas de esta era a partir de la existencia de un
capitalismo sin trabajo y de la producción de riqueza y pobrezas locales. El
sociólogo brasileño Renato Ortiz afirma que la globalización nace de un acuerdo
comercial y que su motor sigue siendo el comercio. Este autor retoma el término
gramsciano de hegemonía para advertir que si bien la globalización implica
jerarquía y desigualdad, no se debe capitular ante ella. Las alternativas son posibles
porque las asimetrías en las relaciones de fuerza producidas por la globalización no
constituyen un proceso colonizador. Para el desarrollo de dichas alternativas,
sostiene Ortiz, hace falta la imaginación aplicada a políticas públicas, sociales y
culturales basadas en la integración regional –el MERCOSUR en particular– para
hacer frente al mercado, ya que no cree que el Estado pueda confrontarse al
capitalismo global.
Otro debate está centrado en los soportes relacionales de los actores en las
sociedades contemporáneas. Aquí se confrontan opiniones como las de Beck, quien
“celebra” la emergencia de un individuo reflexivo y libre de las ataduras
institucionales típicas de la primera modernidad, en oposición a Robert Castel
(1997) quien, si bien no desconoce estos fenómenos, sostiene que en la actualidad
las posibilidades de disfrutar de esas libertades está supeditada a las condiciones
socioeconómicas de los actores y que en vez de autonomía de los soportes
colectivos, estamos ante la ausencia de los mismos. Se trata de una situación
agravada con la crisis de la condición salarial que ha deajdo una gran cantidad de
personas sin uno de sus principales –sino el fundamental– entramado social.
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Wallerstein, I. (1988). One World, Many World. Nueva York: Lynne Rienner.
H
Hegemonía:
El término hegemonía se refiere a la supremacía de un grupo sobre otro, ya sea
éste una nación, un bloque, un partido político, una comunidad, etc.
Etimológicamente la palabra, de origen griego, designa a la capacidad de conducir,
guiar y liderar a los demás, estando al frente de los otros. En términos políticos, la
hegemonía supone la capacidad de un grupo para lograr –mediante el consenso y la
coerción– que sus propuestas sean aceptadas entre los sectores dirigentes y los
subordinados, aun cuando éstos pudieran verse perjudicados por las mismas.
La génesis del término: El concepto de hegemonía ingresa en la teoría política
para designar la noción opuesta al equilibrio en las relaciones internacionales a
escala de la política militar. La hegemonía, entendida como la capacidad de un
grupo de liderar al resto, fue asumida por varios autores en la época del
Renacimiento, al emanciparlo de la dimensión militar. En ese sentido, el término fue
usado por Nicolás Maquiavelo [1649–1527] para referirse a la necesidad de
incorporar el consenso para garantizar la gobernabilidad. A partir de entonces,
como afirma Juan Carlos Portantiero, la noción pasa a referirse a las dimensiones
cívico–morales que generan consenso a través de la cultura y las costumbres. Esta
idea en la teoría política está asociada a la figura del filósofo italiano Antonio
Gramsci [1891–1937], aunque anteriormente la habían usado otros pensadores y
líderes marxistas, como Vladimir Ilich Lenin (Portantiero, 2008: 115).
La hegemonía según Lenin: En el marxismo el término hegemonía se introduce
cuando tanto la socialdemocracia rusa como el propio Lenin exploran las posibles
formas de alianza entre la clase obrera podría y otras clases, como el campesinado.
Esa alianza debía ser liderada por el proletariado debido a su supuesta función
histórica en el advenimiento de un nuevo orden económico y social. En este caso, la
hegemonía refiere a la constitución de un bloque particular y popular
revolucionario, liderado en lo ideológico y organizativo por el proletariado y los
partidos políticos que lo representan (Portantiero, 2008: 115 y 116).
La hegemonía según Gramsci: Gramsci modifica la conceptualización al usar la
idea de hegemonía no sólo para pensar la revolución proletaria, sino para analizar
la cultura, la ideología y los procesos de socialización (véase socialización e
ideología). La noción tiene un lugar clave en el pensamiento de este autor: define
no sólo un comportamiento adjudicado al proletariado, sino también la forma típica
ideal que adquiere la dominación política en el Estado moderno. Retomando las
ideas de Maquiavelo, Gramsci indicar que la supremacía de un grupo se expresa de
dos maneras: como dominio y como dirección moral e intelectual. De allí que el
filósofo italiano subraye el papel del consenso y de la cultura para la formación de
un bloque hegemónico. Esta idea genera una ruptura dentro del marxismo, ya que
le otorga a la superestructura (esto es, la ideología y la cultura) un carácter de igual
importancia al de la estructura (es decir, la base económica) en el cambio histórico.
De hecho, Gramsci sostiene que sólo puede usarse la distinción entre estructura y
superestructura en términos analíticos, ya que la relación entre la economía y las
otras esferas de la vida cotidiana no estaría mediada por una conexión del tipo
causa-efecto sino por una del tipo medio-fin. Esto significa que las superestructuras
serían el campo donde los hombres –y las clases sociales– toman conciencia de sus
objetivos (Portantiero, 2008: 117).
Hegemonía y contrahegemonía: Según Gramsci, el bloque histórico hegemónico
es variable y a él se le impondrá otro con pretensiones hegemónicas, denominado
contrahegemónico hasta el momento que logre imponer una nueva voluntad
colectiva–popular.
La hegemonía y el rol de los intelectuales: Gramsci sostiene que todo partido –
en tanto grupo social representado– tiene como objetivo último y principal la
conquista del Estado. Entonces, desde su concepción, un partido político es la
expresión de un grupo que aspira a imponerse a los sectores subordinados y una
entidad orgánica y fundamental por su capacidad de conformar la voluntad
colectiva, haciendo posible la modificación de la relación de fuerza existente en una
sociedad dada (Ivancich y Fontela, 1994: 15). Cada grupo social, al nacer en un
terreno específico, crea conjuntamente a los intelectuales, quienes le dan
uniformidad, homogeneidad y conciencia de la propia función en el plano
económico, social y político. Para ello, los intelectuales deben establecer una mejor
interpretación de lo orgánico, esto es, de la realidad. En el pensamiento de Gramsci,
los intelectuales gozan de cierta autonomía de la economía, como consecuencia de
su origen social. La destrucción de los partidos, según el filósofo italiano, es el
resultado de la desintegración de la organicidad de los mismos, con lo cual se
genera una crisis de hegemonía y se abre paso a un recambio de las fuerzas
hegemónicas por las contrahegemónicas, posibilitando el cambio social, político,
económico y cultural.
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Portantiero, J.C. (2008). Hegemonía. En Altamirano, C. (comp.). Términos críticos de
la sociología de la cultura. Buenos Aires: Paidós.
I
Identidad:
Se denomina identidad a lo que permite en un solo y mismo movimiento subrayar la
singularidad del individuo y a la vez colocarlo dentro de una sociedad y cultura
dadas. Como sostiene en su análisis Danilo Martuccelli, lo propio de la identidad
consiste en colocarse en la interfase entre una definición intimista y una definición
del status del individuo, lo que constituye la identidad para sí y para el otro.
(Martuccelli, 2007: 289). La identidad, entonces, no es una propiedad innata sino
una construcción social y relacional que supone la existencia de tres elementos: el
cultural (ya que toda definición se enclava en una formación social determinada); el
material (que refiere al papel de la experiencia y la vida cotidiana en la
conformación de tradiciones) y las costumbres (que permiten el ingreso al
colectivos y la existencia del otro de quien diferenciarse).
De hecho, la identidad remite a un conjunto de cualidades con las que una persona
o un colectivo se identifican y conectan, y a partir del cual se relaciona con el resto
de la sociedad. En tanto construcción, la identidad es un fenómeno relativo y
fluctuante, cuya misma definición revela el estado de la sociedad en la que está
inserta. Planteada en estos términos, la identidad es un proceso intersubjetivo de
reconocimiento mutuo no sólo moldeado por las instituciones modernas sino
también desarrollado reflexiva y recursivamente por los individuos en un proceso
en el cual los discursos de la identidad dan forma también a las instituciones
modernas (Giddens, 1996: 37). Es por eso que el sociólogo estadounidense Charles
Tilly plantea que una persona tiene tantas identidades como relaciones sociales
tenga pero que las mismas identidades están relacionadas con funcionamientos
fisiológicos que no deben naturalizarse, ya que muchas veces no están sólo
relacionados con los ciclos vitales, sino que dan cuenta de la posición social de las
personas, como sucede con el cansancio debido al exceso de trabajo en los sectores
pobres o con la excesiva delgadez u obesidad producida por las carencias
económicas y sociales.
Por otro lado, varios autores sostienen la importancia del trabajo en la definición de
las identidades, aunque su peso haya decaído desde la década de los noventa
debido a las medidas de flexibilización laboral (véase globalización y liberalismo),
considerándolo uno de los principales medios de integración social del individuo,
pero no el único (Dubet y Martuccelli, 2000). Esto se debe a un doble fenómeno de
declinación del rol hegemónico del trabajo por las medidas económicas de los
últimos treinta años y a una valorización reciente del trabajo por los altos índices de
desocupación. Pero además de estos procesos, esto se debe a una dinámica
intrínseca de la modernidad advertida por Max Weber [1864–1920], cuando en sus
estudios subrayaba que el sustento ético del trabajo humano decrecía
constantemente (Weber, 2004; 1905, 1ª edición alemana).
Historia y construcción del concepto: una primera definición de identidad se
encuentra en las tradiciones metafísicas escolásticas y aristotélicas que la
concebían como uno de los principios fundantes del ser humano y como una ley
lógica del pensamiento (Larraín, 2001). Desde estas perspectivas, al ser la
identidad una propiedad intrínseca de todos los hombres, no está ligada a la
capacidad de reflexión, algo que pasará a conformar parte del núcleo del concepto
a partir de autores como el filósofo clásico John Locke [1632–1704], el filósofo Karl
Marx [1818–1883] y entre los más contemporáneos, el sociólogo inglés Anthony
Giddens. Locke fue el primero en sostener la importancia de la memoria y la
capacidad de recordar para la constitución identitaria, en tanto desde su
perspectiva la identidad se relaciona con los recuerdos –y olvidos– de los seres
humanos. Luego fue Marx el primero en señalar la importancia de construcción
intersubjetiva de la identidad. Esta perspectiva fue retomada por otros autores,
como el sociólogo y psicólogo social estadounidense George Mead, quien señaló la
centralidad que las expectativas sociales de los otros juegan en la constitución de
uno mismo. (Larraín, 2001).
Identidad y autoreconocimiento: en tanto supone la existencia del grupo
humano, el individuo se juzga a su mismo a la luz de la visión que tienen los demás
de sí. En este sentido, como sostiene Giddens (1996) la identidad y el medio social –
Umwelt– se retroalimentan: el medio social no sólo rodea al individuo sino que
también está dentro de él y a su vez la identidad resultante modifica el medio
social.
Por otro lado, el sociólogo y filosofo alemán Axel Honneth sostiene que el
reconocimiento que hace posible la identidad toma tres formas: autoconfianza,
autorespeto y autoestima (citado en Larraín, 2001). Desde su perspectiva la
experiencia de falta de respeto sería la fuente de formas colectivas de lucha social
y resistencia, en búsqueda de reconocimiento y derechos particulares.
Identidades colectivas: Según la definición de Dubet y Martuccelli (2000), la
identidad colectiva tiene su base en una estrategia que le permite a un colectivo
determinado trasformarse en un recurso para la acción. Suele suceder que la
identidad personal encuentra una colectiva donde sentirse representada e
identificada. Es por eso que la lucha de una identidad personal –de etnia, género,
religión, etc.– puede tener satisfacción en un movimiento colectivo de lucha, pero
también puede pasar que la identidad se busque en torno al consumo, lo que es, al
decir del sociólogo polaco Zygmunt Bauman (2001), una actividad individual y
fragmentaria que atenta contra la conformación de colectivos. La lucha por medio
del consumo es, en contraste con la de los movimientos colectivos, atomizante y
desarticuladora de la lucha colectiva y de la reivindicación de derechos de los
movimientos sociales (Larraín, 2001). Dentro de las identidades colectivas, Tilly
distingue las arraigadas de las separadas. Las primeras rigen las relaciones sociales
y son transversales a las rutinas del individuo –como las sexuales, las de género y
etnia, etc.– mientras que las separadas rara vez rigen las relaciones cotidianas.
Ambas categorías son extremos de un continuum, dentro del cual la identidad
ciudadana se ubicaría en un punto medio. Dicha identidad estructura las relaciones
laborales y afecta la participación política, aunque no se manifiesta en otra serie de
rutinas (Tilly, 2000: 227 y ss.).
Una identidad colectiva que es necesario mencionar es la nacional. Benedict
Anderson ha planteado que las naciones se sustentan en la capacidad de los
miembros de un grupo humano de “imaginarse” integrantes de la comunidad en
condiciones de “profunda camaradería horizontal”, por encima de las desigualdades
internas, dentro de ciertos límites o fronteras finitas tras las cuales están las otras
naciones y dentro de las cuales se ejerce la soberanía nacional. Desde este ángulo,
la identidad nacional se constituye al establecer representaciones, sentimientos y
pautas sociales que la comunidad asume como propias y específicas dentro los
límites territoriales, haciendo suyo de esta forma el espacio definido por el Estado
nacional (Anderson; 1983: 15).
Identidad y globalización: Como ya fue explicado la globalización introduce
cambios en todas las esferas de la vida social que resultan claramente visibles en
las identidades colectivas. El decaimiento de los movimientos sociales señala
nuevas formas de integración centradas en el individuo y no tanto ya en los
colectivos. Esto es fruto de lo que el sociólogo alemán contemporáneo Ulrich Beck
denomina la individualización, fenómeno producido por la modernización pero se
potencia cuando las instituciones claves de la sociedad moderna quedan
programadas para obligar a los ciudadanos a desarrollar su propia biografía y su
vida individual, conformando el individualismo institucionalizado (Beck, 1999: 2).
Esto implica la pérdida de seguridades tradicionales y el surgimiento de un nuevo
tipo de cohesión social (véase lazo social). En la actualidad los hombres no “son
liberados” de las fuertes certezas religioso–trascendentales en el seno del mundo
de la sociedad industrial, sino fuera de él, en las turbulencias de la sociedad
mundial del riesgo (Beck, 205). Los hombres deben percibir su vida, de aquí en
más, como1996: 204 sometida a los más variados tipos de riesgos, los cuales
tienen un alcance personal y global.
Pero también esta liberación tiene su correlato en los procesos de
desinstitucionalización y destradicionalización, en tanto procesos que en la
percepción de la socializaciónsuponen un movimiento –sino un corrimiento (véase
socialización): las normas y valores ya no devienen de las instituciones sino de la
rutinización de las prácticas. Las instituciones dejan de percibirse como
trascendentes y predominantes por sobre las acciones de los individuos. Como
señala Martuccelli, la supuesta caída de la institución, lo que designa torpemente la
palabra desinstitucionalización, quiere decir, entonces, que lo que ayer era tomado
a cargo colectivamente por las instituciones es cada vez más trasmitido al individuo
mismo, quien desde entonces debe asumir, bajo forma de una trayectoria personal,
su propio destino (2007: 292).
En este sentido, la desinstitucionalización supone un movimiento –sino un
corrimiento– de la percepción de la socialización: las normas y valores ya no
devienen de las instituciones sino de la rutinización de las prácticas. Las
instituciones dejan de percibirse como trascendentes y por sobre las acciones de los
individuos. La creciente desinstitucionalización junto con los procesos de
individualización no son fenómenos uniformes y ciertamente repercuten de manera
desigual en los distintos sectores de la sociedad. La familia destradicionalizada y
desinstitucionalizada con el crecimiento de las uniones de hecho y el aumento de
las consensuadas, que refleja que las formas de organización propias de la sociedad
industrial se relativizan y aparecen cuestionadas en una sociedad donde “la crítica
se democratiza” (Dubet y Martuccelli, 2000: 201).
Identidad y estigmas: El sociólogo estadounidense Erving Goffman desarrolló una
teoría que relaciona los estigmas, con los prejuicios y las identidades sociales.
Goffman sostiene que al encontrarnos con un otro extraño, las primeras apariencias
nos permiten prever en qué categoría ubicarlo y cuáles son sus atributos, es decir
su identidad social. De este modo, las relaciones sociales están conformadas por
anticipaciones, a lo que Goffman llama caracterización en esencia o identidad social
virtual mientras que los atributos que le pertenecen efectivamente al individuo
constituyen la identidad social real. El estigma se produce cuando existe una
discrepancia entre la identidad social virtual y la real y produce la desacreditación
del individuo. De este modo, el estigma resulta de una relación entre el atributo
individual y el estereotipo social (2001: 12). En la actualidad los medios de
comunicación introducen modificaciones en este proceso, dado que ya no se
necesitaría la presencia cara a cara para organizar los estereotipos y prejuicios y
que la visibilización de un otro distinto puede derribar mitos, al tiempo que generar
otros nuevos o reforzar los existentes.
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Tilly, Ch. (2000). La desigualdad persistente. Buenos Aires: Manantial.
Martuccelli, D. (2007).Gramáticas del individuo. Buenos Aires: Losada.
Weber, Max (2004; 1905, 1ª edición alemana). La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Ideología:
La ideología refiere a un conjunto de valores, creencias, opiniones y actitudes
inherentes al hombre en sociedad. Hablar de ideología implica referirse al mapa
cognoscitivo que organiza las acciones de los individuos. Por tanto, la ideología es
inseparable de la experiencia y el lugar social desde el cual el agente enuncia y
piensa el mundo (véase agente y estructura social). Los juicios y orientaciones prácticas
de los agentes no necesitan ser verdaderos ni reales, pero sí deben ser coherentes
desde la perspectiva del propio agente para organizar su cosmovisión del mundo. A
su vez, este horizonte está conectado y subordinado al de la época. Las ideologías
se manifiestan en los partidos políticos, en las diversas instituciones públicas y
privadas y en las políticas públicas del Estado, entre otras posibilidades.
La génesis del concepto: el término ideología fue acuñado por el filósofo francés
Destutt de Tracy, quien remitiéndose a este vocablo de origen griego que significa
conocimiento de las ideas, lo puso en circulación (Gallino, 2001: 504). De ahí en
más el concepto fue entendido como la ciencia de las ideas hasta que, sobre
principios del siglo XX, pensadores como Emile Durkheim [1858-1917] y Max Weber
[1864-1920] propusieron distinguir entre la sociología, como la ciencia de los
hechos sociales; y la ideología, como ciencia de los hechos ideológicos. De hecho, a
pesar de las diferencias, ambos autores coincidían en que las ciencias sociales
debían despojarse de todas sus “prenociones” para poder avocarse al estudio de la
realidad social, el cual debía estar orientado por un racionalismo “puro”, vacío de
juicios de valor. De tal modo, los fundadores de la sociología suponían la posible
escisión de la esfera ideológica y la del conocimiento social. Una de las mayores
implicancias de esta separación es que la sociología de los sentimientos, pasiones y
afectos fue dejada de lado en la tradición de la investigación sociológica, para ser
retomada recién en los últimos años (véase miedo).
La ideología como falsa conciencia: el filósofo alemán Karl Marx [1818-1886]
fue uno de los primeros pensadores en analizar la producción de las ideas. En su
análisis, Marx se apoya en el filósofo alemán Ludwig Feuerbach [1804-1872], quien
sostenía que la ideología constituía un pensamiento distorsionado por los intereses
reales del sujeto. Basado en esta idea, Marx entiende la ideología como un sistema
de ilusiones y de ideas falsas y de representaciones mistificadoras de la realidad
social que conducen a la representación deformada de la realidad. De allí que los
sujetos confundan sus ideas con las de la clase dominante y, por ello, en vez de
bregar por su liberación, reproducen el sistema social, la dominación y la opresión.
Esto sucede porque, supuestamente, la ideología está permeada por los intereses
de la clase dominante pero existe una especie de velo que se sitúa sobre ella,
impidiendo separar las ideologías propias de las de los opresores. Esta situación
obstaculiza la lucha del proletariado y la consecuente conformación de la conciencia
de clase.
Posteriormente, a principios del siglo veinte, el intelectual marxista italiano Antonio
Gramsci retoma y reformula estas ideas al reparar en la función de orientación y
organización política que desarrolla una concepción orgánica del mundo (Gallino,
2001: 505-507) (véase hegemonía). Más adelante, Pierre Bourdieu, el sociólogo
francés, también vuelve a pensar sobre este problema. Este autor toma como eje el
concepto de habitus (véase agente social y estructura social) para reconstruir lo
que él denomina como dominación simbólica. El habitus –en tanto esquemas de
percepción y apreciación, históricamente construidos– permite dar cuenta, según
Bourdieu, del proceso a través del cual lo social se interioriza en los individuos a
través de un sistema de costumbres no conscientes, permitiendo estructurar un
ajuste entre las estructuras subjetivas y objetivas de la sociedad. En tanto
esquemas de apreciación y percepción socialmente adquiridos, el habitus ordena el
conjunto de las prácticas de las personas y los grupos garantizando de la
coherencia con los valores predominantes y la hegemonía en la vida cotidiana
(véase realidad social y hegemonía). Sin embargo, vale hacer una salvedad
respecto de la dominación simbólica respecto de la ideología como falsa conciencia
de Marx: Bourdieu otorga un carácter creador y recreador al habitus lo que implica
que si bien tiende a reproducir las condiciones históricas que las producen, también
existen espacios de acción transformadora (Portantiero, 2008: 118).
La ideología en las sociedades actuales: las constantes transformaciones que
atravesaron nuestras sociedades en los últimos años (véase cambio social,
cambio cultural y globalización) implicaron fuertes cambios en las ideologías
que modificaron el peso que éstas tenían en todos los niveles de la vida cotidiana.
En particular en lo que se refiere a la esfera política, la caída del bloque soviético y
el fin del mundo bipolar, llevaron a un punto final a la Guerra fría y al comunismo,
enemigo ideológico principal del capitalismo. Esta situación, abrió el paso a la
hegemonía neoliberal (véase, hegemonía) que supuso un giro ideológico que puso
fin a las contiendas que habían organizado el espectro político durante décadas.
El final de los grandes relatos: según el filósofo Jean Francois Lyotard, las
sociedades de la modernidad tardía se caracterizan por el fin de los grandes relatos
e ideologías que articulaban a las sociedades dándoles unidad y coherencia, a la par
que marcaban claros límites entre un cuerpo de ideas y otro. La propia dinámica del
capitalismo y el fin del a Guerra Fría, hace que los metarrelatos que marcaron a la
modernidad y tendían a legitimar instituciones, prácticas sociales y políticas entran
en crisis. Las ideas de emancipación, liberación del yo y de las cadenas que ataban
a los individuos (véase política e identidad), hacen difícil suponer la sujeción de
movimiento colectivos a cuerpos ideológicos que no encuentran un sustento
material. La izquierda, con el fin del socialismo real, debe reformularse y en tanto
proyecto político queda devaluado y deja al descubierto sus flancos más débiles.
Esto hace que la derecha también pierda potencia. En la actualidad, los actores
sociales eligen a qué parte adhieren de los proyectos políticos alternativos y a
cuáles no, generando adhesiones temporales.
Ideología y Unidad de juicio: En la sociedad actual, la unidad de juicio se
resquebrajó. El actor social debe actuar en un mundo social que se le presenta
como un puzzle, o sea como un entrecruzamiento de organizaciones, prácticas,
aspiraciones y modelos culturales, y conductas colectivas, a partir de los cuales
parecería azaroso extraer algunos principios de unidad y organización (Dubet y
Martuccelli, 2000: 69). El sociólogo inglés contemporáneo Anthony Giddens afirma
que en la actualidad, en sociedades en las que las creencias y los roles
preestablecidos se negocian constantemente y en las que se asiste a una
democratización de todas las relaciones sociales, los partidos políticos ya no
pueden tratar a sus seguidores como súbditos (1994: 16 y ss.).
Bibliografía:
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Gallino, L. (2001). Diccionario de Sociología. Buenos Aires: Siglo XXI.
Giddens, A. (1994). Más allá de la izquierda y derecha. El futuro de las políticas
radicales. Madrid: Cátedra.
Lyotard, J.F. (1979). La condición posmoderna. Barcelona: Planeta.
Portantiero, J.C. (2008). Hegemonía. En C. Altamirano (ed.). Términos Críticos de la
Sociología de la Cultura. Buenos Aires: Paidós.
Instituciones:
Se denomina así a los dispositivos reguladores del comportamiento colectivo y que,
por más variada que sea su naturaleza –económica, social, política, familiar, etc. –
siempre consisten en las reglas de juego: definiciones de la realidad, clasificaciones
compartidas, programas de interacción y acción colectivas y legitimaciones del
orden vigente. Como sostiene el sociólogo español contemporáneo Enrique Gil
Calvo, cuanto mayor sea el cumplimiento de tales reglas de juego, el orden social
tiende a ser más estable, legítimo y previsible. El orden social se desestabiliza
cuando las reglas cambian, se rompen o quedan en suspenso, se entra en crisis,
perdiendo legitimidad previsibilidad (Gil Calvo, 2004: 18 y ss) (véase anomia).
El sociólogo François Dubet sostiene que la noción de institución designa a la mayor
parte de los hechos sociales que están organizados, se trasmiten de una generación
a otra y se imponen a los individuos. Esto sucede, según este autor, aún en las
sociedades actuales en las cuales las instituciones han perdido su centralidad
histórica y su fuerza cohesionadora y coercitiva. Dubet sostiene que una institución
es aquella que hace previsible una actividad, en tanto ésta está regida por
anticipaciones estables y recíprocas. Así, se consideran instituciones a un vasto
conjunto de fenómenos como son las organizaciones, las costumbres y las
tradiciones, los hábitos, las reglas del mercado, etc. (Dubet, 2006: 29 y 30). Como
puede notarse, las instituciones pueden ser tanto fenómenos concretos como
formas de ser y pensar. Desde esta perspectiva, las instituciones están íntimamente
ligadas con la producción y reproducción del orden vigente, cualquiera sea éste.
Bajo este esquema, la escuela como socializadora (véase socialización y
ciudadanía) tiene un rol fundamental en su capacidad de producción, reproducción
y transformación.
Génesis y debate en torno al concepto: El sociólogo alemán Max Weber [1864-
1920] definía a las instituciones como una asociación y un agrupamiento
configurado por reglamentos establecidos racionalmente (Dubet, 2006: 31). En
forma diferente, las definió Emile Durkheim [1858-1917]. El padre de la sociología,
preocupado por el orden, fue uno de los primeros en pensar las instituciones en
tanto dispositivos reguladores. Desde este ángulo, propuso que las instituciones
eran toda creencia y todo modo de pensar instituido por la colectividad. Dubet
critica esta perspectiva, sosteniendo que con ese léxico, las instituciones se vuelven
un equivalente vago de la cultura y la vida social, pues designan todo lo que no es
natural, pero a condición de creer que la naturaleza existe objetivamente con
independencia de las categorías culturales. Es por eso que Dubet subraya que las
instituciones no sólo son hechos y prácticas subjetivas, sino también marcos
cognitivos y morales dentro de los que se desarrollan los pensamientos individuales
(Dubet, 2006: 30).
El sentido político de las instituciones: en un sentido político, las instituciones
son un conjunto de aparatos y procedimientos de negociación orientadas a la
producción de reglas y decisiones legítimas que aseguran relaciones sociales
mediante la producción de reglas y decisiones legítimas (Dubet, 2006: 31). Las
instituciones están íntimamente relacionadas con la producción del lazo social, la
regulación y la integración social (véase lazo social, mercado y exclusión). Las
sociedades se vuelven más compactas y homogéneas en organizaciones sociales
que les otorgan centralidad. En términos políticos, como sostiene el historiador
Ignacio Lewkowicz, las instituciones están aunadas por una institución madre o
fundante que es el Estado, que las organiza y regula al tiempo que dirige su función
(véase Estado). Cuando en las sociedades actuales esta unicidad se “licua”, es
decir, se disuelve, las instituciones pierden cohesión interna y se desmoronan
(Lewkowicz, 2004).
La fuerza coercitiva e integradora de las instituciones en las sociedades actuales no
es la misma que en otras épocas. En la actualidad las instituciones están
atravesando lo que el sociólogo Gil Calvo denomina como metamorfosis global del
orden institucional, término que utiliza para dar cuenta de la envergadura de los
cambios y de las nuevas dinámicas entre instituciones e individuos.
El déficit institucional y el agente institucional: Según Lewkowicz toda
institución se sostiene en supuestos básicos, que contienen marcos de referencia
sobre los cuales actuar. Esto genera que las instituciones se preparen para recibir a
un sujeto ideal que muchas veces dista del real. Esta distancia en algunos
momentos puede ser mayor que en otras, siendo en al actualidad, tal como lo
caracteriza este historiador, de carácter abismal. En estas condiciones, se vuelve
imperioso diferenciar entre las instituciones y sus agentes institucionales. Ante la
retirada del Estado y del marco institucional que orientaba a las instituciones, lo
que la institución no puede hacer, el agente institucional lo inventa. Esto implica
que ante el déficit institucional, el agente actúa según sus acervos culturales y de
conocimientos previos, sin poderse distanciar de su propia experiencia y
combinando su propia gramática con la institucional. Los agentes, afectados por la
retirada del marco institucional se ven obligados a inventar una serie de
operaciones para habitar las instituciones (Lewkowicz, 2004: 106)
Las instituciones en las sociedades actuales: Las crisis de las instituciones de
la posguerra se deben entre otros factores a un cambio de paradigma tanto social
como económico y político. Existe un amplio consenso en señalar dos grandes
factores que aceleraron los cambios institucionales: la crisis financiera y petrolera
de 1973 por un lado y por el otro, la caída del bloque soviético a partir de 1989
(véase globalización y Estado). El fin de la sociedad salarial abre una etapa de
gran incertidumbre y constantes y acelerados cambios en los modos de
organización de las sociedades que afectaron su dinámica institucional. En la
actualidad, el futuro colectivo se ve incierto ante la crisis y debilitamiento de los
Estados lo que debilita la legitimidad del sistema y a las instituciones que lo
sostenían. Esto es lo que se denomina como desinstitucionalización: como proponen
François Dubet y Danilo Martuccelli (2000) para referirse a la pérdida de capacidad
reguladora de las reglas del juego institucional (véase identidad). Si bien las
instituciones continúan existiendo, las acciones de los individuos y su socialización
no depende –al menos no enteramente– de un programa institucional: los valores
son vistos más bien como una consecuencia de la rutinización de las prácticas y
como consensos intersubjetivos, en vez de concebirse como mandatos externos.
La desestructuración laboral constituye un aspecto central de esta
desinstitucionalización. Por un lado, la fragmentación de las carreras y la
precarización de muchos contratos llevan a la quiebra biográfica de las identidades
y a la individualización, con la reducción extrema de los soportes relacionales. Por
otro lado, como sostiene Gil Calvo (2004), la pérdida de legitimidad y la erosión de
las instituciones se vieron acrecentadas por los escándalos de corrupción y los
fraudes políticos.
Instituciones y generaciones venideras: según Gil Calvo, este panorama
institucional tiene gran impacto sobre las generaciones jóvenes y futuras por dos
procesos: el distanciamiento entre las cohortes sucesivas y la reestructuración de
las trayectorias generacionales que cada cohorte traza a lo largo de su curso vital.
Desde su perspectiva, la flexibilización del mercado laboral y la exigencia de
formación continua hacen que las elecciones profesionales y amorosas de los más
jóvenes sean cada vez más efímeras, permitiéndoles confirmarlas o rectificarlas en
los distintos períodos de la vida. Esta reorganización de la trayectoria individual
influye sobre las dinámicas familiares (véase familia) y de la vida cotidiana,
multiplicando la importancia de la incertidumbre y la dificultades para obtener
logros. Esto indicaría que el destino personal ya no está completamente
dictaminado por las instituciones, de manera inequívoca y de una vez para siempre.
Bibliografía:
Dubet, F. (2006). El declive de la institución. Madrid: Gedisa.
Dubet, F y Martuccelli, D (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Gil Calvo, E. (2004). La matriz del cambio: metabolismo generacional y
metamorfosis de las instituciones. En A. Canteras Murillo (comp.). Los jóvenes en un
mundo de transformación: nuevos horizontes en la sociabilidad humana (pp. 3-28).
España: ediciones Injuve.
Lewkowicz, I. (2004). Entre la institución y la destitución: ¿qué es la infancia? En I.
Lewkowicz y C. Correa. Pedagogía del Aburrido. Buenos Aires: Paidós.
L
Lazo social:
Este concepto refiere a las interacciones, las relaciones y los vínculos que los
agentes sociales (véase agentes sociales) establecen entre ellos en una
estructura social dada (véase, estructura social). En tanto vínculo, el lazo social
es variable en su intensidad y en su forma, de acuerdo al contexto social en el que
está inserto. Cuanto más interacciones existen entre los agentes, mayor cohesión e
integración adquiere el grupo o la sociedad. Las comunidades (véase, comunidad)
tienden a ser los grupos con mayor cohesión y coherencia interna, mientras que en
las sociedades las relaciones entre sus miembros pueden volverse más laxas
debido a la dinámica misma de la modernidad y de la globalización (véase
globalización). El trabajo tiene un lugar central en la promoción de los lazos
sociales y la integración de la sociedad.
Génesis del concepto: La noción de lazo social fue propuesta por el sociólogo
francés Emile Durkheim [1858-1917], uno de los fundadores de la sociología.
Preocupado por el orden, un rasgo característico de su pensamiento, este autor se
dedicó a descifrar el tejido subyacente que impedía a la sociedad sucumbir en
momentos críticos. Según Dominique Schnapper, Durkheim al desarrollar el
concepto este pensador estaba preocupado por la cohesión social en las sociedades
modernas y por la forma de mantener o restaurar los lazos sociales en un contexto
en el cual la religión y las prácticas sociales habían dejado de unir a los hombres
(Schnapper, 2004: 195). Esta situación había sido producida por el avance del
racionalismo y la securalización que habían contribuido a abolir la fe en la
existencia de un ser trascendente y de jerarquías estamentales legitimadas en él.
Según este autor, sólo las desigualdades de mérito eran legítimas en la
modernidad. Desde su punto de vista, si bien esto podía tener dimensiones
liberadoras, también dejaba solos a los individuos ante las consecuencias de sus
acciones.
La fuente de procedencia del vínculo y sus debates: una de las preguntas que
guía la investigación de Durkheim, consiste en explicar cómo un individuo puede
volverse, simultáneamente, más autónomo y más dependiente de la sociedad. Este
autor sostenía que la sociedad no era la resultante de las acciones individuales, sino
algo superior y externo a ellas. Esta posición suponía una crítica al sociólogo inglés
Herbert Spencer, quien pensaba que en las sociedades modernas el vínculo social
era el contrato de intercambio elaborado por las partes interesadas (Steiner, 2003).
En contraposición, Durkheim pensaba que el lazo social es ante todo un lazo moral,
incluyendo a las reglas que presiden las relaciones entre los agentes que conforman
una sociedad. Entonces, las reglas morales enunciaban las condiciones de
solidaridad social (1993; 1893 1ª ed. francesa). Como sostiene Philippe Steiner, al
analizar el pensamiento durkheimiano, las reglas morales son las condiciones que
hacen que la sociedad sea un todo coherente, dentro del cual la ausencia de
demasiados enfrentamientos entre los individuos hace posible la cooperación
necesaria para la acción concertada. Dicho esto, debe recordarse que Durkheim
quería demostrar el carácter moral de la división del trabajo, en tanto éste
demandaba determinadas exigencias a los individuos para que pudieran integrarse
a la vida social moderna (Steiner, 2004: 24). El trabajo y su división social exceden,
desde este ángulo, el carácter económico para adquirir una dimensión moral, que
define las condiciones en las cuales los hombres participan de la sociedad, de la
construcción de sentido social y forjan su personalidad (véase exclusión)
(Durkheim, (1993; 1893 1ª ed. francesa: 138).
Las formas de organización social: Durkheim identifica dos tipos de
organización de los lazos entre individuos y sociedad. El primero es la solidaridad
mecánica que prescinde de cualquier especialización y, por lo tanto, carece de
efectos diferenciadores sobre los individuos; esta solidaridad es propia de las
sociedades primitivas. El segundo tipo es la solidaridad orgánica que caracteriza a
las sociedades modernas contemporáneas a Durkheim. En este tipo, la división del
trabajo implica la existencia de subgrupos especializados y, por consiguiente, la
partición de la sociedad en grupos, con lo cual se sientan las bases para la
individualización (véase globalización, identidad y agente social). Dado que la
especialización segmenta a la sociedad, las ideas comunes y la conciencia colectiva
declinan, y se potencian las variaciones en la distribución y la intensidad de las
creencias sociales.
Los tipos de solidaridad social y el derecho: Durkheim sostenía que la
solidaridad no era inteligible por sí misma; y que para descifrarla se debía buscar un
elemento que diera cuenta de ella y fuese capaz de mediatizarla. Propuso que un
indicador podía ser el derecho, considerándolo un mecanismo que pretendía
aprehender las formas de solidaridad social. Cuando la solidaridad es mecánica –por
la semejanza– el derecho es represivo, dado que concierne al conjunto de las
relaciones sociales de los grupos con creencias y prácticas comunes. Este derecho
es propio de los llamados estados fuertes de conciencia colectiva, es decir,
creencias caracterizadas por su permanencia y su precisión (Steiner, 2004: 25). El
derecho propio de las sociedades unidas por la solidaridad orgánica –de la
diferencia– es el restitutivo, en el cual las infracciones a la regla afectan sólo al
grupo implicado. Este derecho se caracteriza por ser una reacción racional (no
pasional) y por tener como objetivo el retorno al estado de funcionamiento anterior
a la alteración en un grupo social (Steiner, 2004: 26).
Lazo social, integración y cohesión social: Durkheim sostiene que en una
sociedad coherente existe un continuo intercambio de ideas y de sentimientos
entre los individuos que los hace partícipe de la energía colectiva y les otorga
fuerzas cuando su energía se agota (Durkheim, 1992; 1897 1ª edición). La
integración social es más fuerte cuanto mayor sea la vida social y colectiva del
grupo en cuestión. La integración refiere, entonces, al estado de cohesión de la
estructura social y de las relaciones entre ésta y sus individuos, que varía en
función del número de creencias y prácticas comunes y obligatorias; y de la
densidad comunicativa interior a un grupo. La integración puede manifestarse en
exceso, a lo que Durkheim denomina altruismo, y por su carencia, que remite al
egoísmo (Ramos Torre, 1999: 229). La división del trabajo, como se explicaba líneas
arriba, cumple un rol fundamental en otorgar cohesión al grupo. Es por eso que en
la actualidad, la fragmentación del mercado de trabajo y el corrimiento del Estado
como planificador de la sociedad en manos del mercado, genera sociedades
segmentadas (véase globalización y exclusión).
Lazo social, regulación social y anomia: Durkheim sostenía que la socialización
alberga la tensión entre dos polos: la integración y la regulación (véase
socialización). Propone que la regulación permite pasar del universo infinito de las
pasiones y deseos humanos, al mundo cerrado, ordenado y jerarquizado de las
pasiones sociales. Por ello, desde su enfoque, la regulación social es necesaria para
limitar los apetitos infinitos de los hombres (Steiner, 2004: 53). Esta noción,
entonces, remite a un estado de control de la estructura social sobre el individuo y
de las relaciones entre el individuo, sus pares y la sociedad en función de la
estabilidad y la legitimidad de los códigos y los criterios normativos y de su solidez
y confiabilidad (Ramos Torre, 1999: 229). La forma defectuosa de la regulación es la
anomia, en tanto que limita desmesuradamente el ámbito de la definición
normativa de fines y medios; o la estabilidad, legitimidad y confiabilidad de los
códigos normativos. Esto último sucede en épocas de fuertes cambios y
cataclismos, que convulsionan el estado societal y generan crisis de sentido (véase
anomia).
Lazo social y modernidad: en la actualidad las relaciones sociales sufren de
grandes cambios cotidianamente. Por un lado, el retroceso de derechos sociales,
económicos y políticos históricamente ganados y el declive del Estado de bienestar
han generado crisis de cohesión al dejar como articulador del lazo social al mercado
(véase globalización, Estado, mercado, identidad). Por su parte, las nuevas
tecnologías, como Internet, posibilitan nuevos tipos de lazos sociales virtuales, pero
laxos y superficiales. Según el sociólogo alemán Ulrich Beck (1999), la
individualización actual, fruto de la desinstitucionalización y la preponderancia del
individuo presenta, contiene varias aristas positivas, como la liberación del
individuo de cadenas que antes lo apresaban, algo que sostenía Durkheim desde los
inicios de su investigación. Beck, entonces, plantea que la integración no ha
concluido sino que ha cambiado de forma, centrándose en el individuo, en vez de
en los colectivos que lo precedían. Esto también dificulta la conformación de
identidades colectivas y de representación política (véase identidad y política).
El lazo social en el actualidad y los soportes relacionales: Con la noción de
proceso de individualización se refiere al proceso por el cual los hombres no “son
liberados” de las fuertes certezas religioso-trascendentales en el seno del mundo de
la sociedad industrial, sino fuera de él, en las turbulencias de 205). Los hombres
debenla sociedad mundial del riesgo (Beck, 1996: 204 percibir su vida, de aquí en
más, como sometida a los más variados tipos de riesgos, los cuales tienen un
alcance personal y global. Lo que Beck denomina como la liberación de los
individuos del enjaulamiento institucional, trae aparejado ambigüedad e
incertidumbre. Estas aristas negativas son desarrolladas por Castel (1997) que
repregunta por los soportes sociales de la individualidad en la sociedad de riesgo
actual. En los casos en que el individualismo se desarrolla negativamente, debido a
la carencia de soportes relacionales, el individuo sólo cuenta consigo mismo, lo que
atenta contra las posibilidades de construir su futuro y estrategias a seguir. La
individualización expone al agente social al riesgo o al vacío o a la destrucción de la
identidad o de la indiferenciación, a la imposibilidad de sobrevivir. Mientras que
otras épocas los riesgos podían ocultarse en instituciones como la familia, la
comunidad o los clubes deportivos, en la actualidad se perciben, interpretan y
elaboran por el individuo mismo. Esto lleva a un nuevo tipo de subjetividad y de
identidad de comunicación aislada y de nuevos espacios de pertenencia de menor
interacción cara a cara.
Bibliografía:
Beck, U. (1996). Teoría de la sociedad de riesgo. En J. M. Beriáin Razquin (ed.), Las
consecuencias perversas de la modernidad (pp. 32-72). Barcelona, Anthropos.
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Castel, R. (1997). La metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires, Paidós.
Durkheim, E. (1994; 1ª edición 1893): La división del trabajo social. Buenos Aires:
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Durkheim, E. (1992; 1ª edición 1897): El Suicidio. Madrid: Akal.
Ramos Torre, R. (1999). La sociología de Emile Durkheim. Patología social, tiempo,
religión. Madrid: CIS.
Steiner, P. (2004). La sociología de Durkheim. Buenos Aires: Claves Perfiles.
Liberalismo:
El liberalismo surgió en tiempos del renacimiento y de la ilustración cuando se
definieron las bases de las sociedades modernas, centradas en el individuo y la fe
en la razón en oposición a la sociedad corporativa del antiguo régimen y al
pensamiento religioso. En este marco, el liberalismo fue la doctrina que defendió la
propiedad privada y los derechos del hombre. Estas dos nociones, decisivas para el
nacimiento de la sociedad mercantil, estaban indisolublemente ligadas a partir de la
idea de que la persona misma poseía una esfera de libertad, entre las cuales se
contaba la libre disposición de los bienes y de los intercambios. Para los liberales,
incluso en la actualidad, estos derechos preceden al Estado, con lo cual la libertad
exige la limitación de los poderes públicos frente al individuo.
Liberalismo, mercado y Estado: Adam Smith [1723–1790] fue el primer
pensador que en su libro La riqueza de las naciones postuló las premisas principales
del liberalismo. El individuo se caracteriza por la búsqueda de la ganancia personal
que, a su vez, es considerada una fuente de progreso de la sociedad, aun cuando
este objetivo no sea deliberado. A esto se refiere Smith al plantear que el interés
por la ganancia es una “mano invisible” que actúa en beneficio de la sociedad, más
allá de los objetivos personales de los individuos. Para los liberales el progreso
social está de la mano del interés privado, lo cual exige asegurar el libre comercio
en contraposición con los obstáculos que ponían los señores feudales y la realeza
para impedir la circulación de mercancías y las operaciones económicas a través de
diversas regulaciones e impuestos. Desde este ángulo, los liberales consideraban
que estos sectores interferían con el progreso, lo cual significaba que las instancias
gubernamentales debían estar a manos de quienes garantizasen la propiedad
privada y los derechos de los hombres, lo cual no implicaba que se favoreciera la
intervención del Estado, dado que para el liberalismo éste debe interferir lo menos
posible en las actividades económicas de las naciones.
El presupuesto filosófico del Estado liberal es la doctrina del derecho natural por la
cual los hombres tienen por naturaleza algunos derechos fundamentales como la
vida, la libertad, la seguridad y la felicidad. De allí que el objetivo de toda
asociación política sea la conservación de esos derechos naturales de los hombres,
considerándose que el Estado surge de un acuerdo entre individuos libres que
convienen en establecer los vínculos estrictamente necesarios para garantizar
dichos derechos. Por ello, los Estados liberales teóricamente se limitan a tres
funciones: la defensa de las fronteras nacionales (para evitar posibles invasiones
extranjeras que perjudicarían las transacciones mercantiles), la protección de los
ciudadanos ante la violencia y la opresión a través de la administración judicial y, por
último, la realización de ciertas obras públicas que beneficiarían a la sociedad en su
conjunto y que no podrían ser emprendidas por ningún agente privados a raíz de su
costo. Desde este ángulo, una idea central del liberalismo es que el Estado debe
abstenerse de cualquier otra actividad y dejar que el mercado regule las relaciones
sociales y la forma bajo la cual los hombres consiguen su bienestar. En ese sentido,
el propio Smith ya argumentaba que la combinación del interés personal, la
propiedad y la competencia haría que los productores alcanzasen, sin buscarlo, el
bienestar social, empujados por la “mano invisible” antes referida.
Auge y caída del liberalismo: el auge del sistema liberal bajo diferentes
modalidades se extiende durante el siglo XIX y los primeros años del XX. En ese
período, el éxito del liberalismo fue acompañado por la convicción de que el
mercado y el progreso tecnológico proveerían a las sociedades todos los insumos
necesarios para su desarrollo. Estas premisas se fueron debilitando y finalmente se
cuestionaron fuertemente al término de la segunda guerra mundial, en 1945. En
términos económicos, previamente, la crisis económica 1929 (conocida como el
“crack” del `29) ya había mostrado que la autorregulación del mercado era incapaz
de garantizar por sí misma el progreso social, favoreciendo la asunción de medidas
proteccionistas por parte de los Estados capitalistas. En términos políticos, la
maquinaria nazi develó el horror al que podía conducir la fe en el progreso y la
razón, con la puesta en acción de las tecnologías exterminadoras, justificadas en la
idea de un ser superior. Sobre estas decepciones, la crisis del liberalismo se
completó cuando la recuperación de la Europa de la posguerra requirió de políticas
proteccionistas e intervencionistas, dando paso al Estado de bienestar (véase
Estado y mercado).
En este marco, a partir de la posguerra hasta mediados de la década de los años
setenta las ideas del economista John M. Keynes [1883–1946] cimentaron un
consenso sobre la forma de organizar la sociedad y la economía; y sobre el papel
que debía ejercer el Estado. Sin embargo, este acuerdo no fue ajeno a los disensos
tanto entre los intelectuales neoliberales –también conocidos como neoclásicos–
como en el campo socialista y comunista; de hecho, la izquierda fue dividida a raíz
de las evaluaciones acerca del keynesianismo y el neoliberalismo puede ser
pensado como una reacción crítica a dicho modelo. Ya en 1944, Friederich Hayek
había formulado una de las primeras críticas a las políticas intervencionistas en su
libro El Camino de la Servidumbre, en el cual se atacaba cualquier limitación del
mercado por parte del Estado bajo la defensa de las libertades de los ciudadanos y
de la vitalidad de la competencia, en una abierta discusión con el Partido Laborista
inglés.
A partir de 1973 se inicia el retroceso de las ideas proteccionistas y del Estado de
bienestar con la gran recesión económica producida por las bajas tasas de
crecimiento con la alta inflación en combinación con la crisis petrolera. Este
contexto recesivo favoreció las ideas de los intelectuales neoclásicos que sostenían
que los problemas se debían al poder de los sindicatos y del movimiento obrero y a
la mediación del Estado en la resolución de conflictos en favor de los sectores
trabajadores. Este argumento desconocía que la inclusión de las representaciones
obreras en las negociaciones salariales no sólo podía paralizar la economía
nacional, sino que también dinamizaba el consumo y la economía al integrar a los
trabajadores al sistema y otorgarles beneficios laborales.
Ante la crisis, los neoliberales sostuvieron que la única salida era conservar un
Estado fuerte en dirección opuesta a las políticas de bienestar, lo cual significaba el
desmantelamiento de los sindicatos y los movimientos de acción colectiva y la
reducción de los gastos sociales y de las inversiones económicas. Desde este
ángulo, la meta principal de las economías debía ser la estabilidad monetaria, lo
que hacía necesaria una disciplina fiscal y presupuestaria capaz de contener el
gasto social y restaurar una tasa natural de desempleo –o en términos marxistas un
“ejército de reserva”– para quebrar el poder de los sindicatos. Además sostenían
que era imprescindible realizar reformas fiscales que redujeran las cargas
impositivas a los sectores más altos y a la renta. Estas medidas, argumentaban,
contribuirían a forjar una desigualdad “saludable” que dinamizaría las economías
avanzadas, afectadas por la inflación, resultado directo de los legados de la
intervención anticíclica y la redistribución social, que había deformado el curso
normal de la acumulación y del libre mercado atentando contra la estabilidad
monetaria (Anderson, 2003: 25 y ss.). Estas ideas se materializaron
paradigmáticamente en las transformaciones sufridas por el Estado en Inglaterra y
Estados Unidos a través de las políticas neoliberales de los gobiernos de Margaret
Thatcher, a partir de 1979, y el de Ronald Reagan, un año más tarde.
Liberalismo y comunismo: la ideología neoliberal se oponía de manera central al
comunismo y a la socialización de los medios de producción y muy especialmente
rechazaba a la Unión Soviética, régimen que entra en crisis en la década de los
ochenta. Uno de los logros del neoliberalismo radica en que haber generado la
ilusión de que su curso era inevitable y haberse posicionado como una utopía
transformadora y liberadora de todos los males. Inclusive, las socialdemocracias
europeas toman en esos años medidas neoclásicas y giran su política hacia el
neoliberalismo. Esto se debió, en parte, a la difusión de los intelectuales liberales
que se referían a la utopía neoliberal como el fin del a historia y al derrumbe de la
utopía socialista, producida con la caída del bloque socialista. Varios pensadores
sostienen que dicha ilusión fue el único éxito del neoliberalismo. Perry Anderson,
por ejemplo, contrasta este logro con el fracaso de las transformaciones de los
Estados que supusieron erogaciones aún mayores a las del intervencionismo,
condujeron a un desmantelamiento del Estado benefactor más simbólico que real y
no pudieron abandonar las prestaciones sociales en el grado deseado (véase
Estado). En el plano económico, cuando la crisis de 1991 estalló en medio de un
contexto de altísima recesión y se descubrieron niveles alarmantes de la deuda
pública, el neoliberalismo tomó aliento una vez más ante la caída del bloque
comunista, acaecida dos años antes, en 1989. Es por eso que se sostiene que
fueron más los fracasos de modelos alternativos, que los propios éxitos del Estado
neoliberal los que lo fortalecieron. Como balance, puede decirse entonces que
mientras que económicamente el ideario neoliberal no cumplió con sus objetivos,
logró el éxito al imponerse ideológicamente, naturalizando la idea de que no
existían alternativas al liberalismo. En otras palabras, el neoliberalismo no consiguió
la revitalización de las economías ni superar los problemas sociales a través de la
regulación del mercado, pero se posicionó como único marco ideológico posible y
aumentó la desigualdad social, aún en los casos en los cuales la desestatización no
haya sido completa. (Anderson, 2003: 37).
Neoliberalismo y democracia: Hayek sostenía que la democracia no es esencial
para el neoliberalismo y para el desarrollo del mercado. Más aún, los intelectuales
neoliberales ortodoxos sostienen que ningún régimen de gobierno es compatible
con el de libre mercado. En un diálogo entre el sociólogo Jean Paul Fitoussi y el
economista ortodoxo Robert Barro, éste afirma: “El mercado es incompatible con
toda forma de gobierno. Pero como es imposible imaginar una sociedad humana sin
espacio público, la única solución de esta paradoja reside en subordinar la forma de
gobierno a las ‘exigencias’ del mercado” (Fitoussi, 2004: 29). En este sentido, para
los neoclásicos la mejor forma de gobierno es la que asegura un nivel de libertades
políticas suficiente para impedir que el gobierno se apropie del bien de los agentes
al reducir las libertades económicas, pero insuficiente para que se expresen las
demandas sociales. La posibilidad de prescindir de la democracia, si los fines
económicos lo requieren, ha sido patente en la realidad de ciertos países de
América Latina, Asia y África en los cuales el neoliberalismo estuvo en conjunción
con regimenes autoritarios y dictatoriales. (véase democracia).
Neoliberalismo en la Argentina: Nuestro país no fue ajeno a las políticas
neoliberales que afectaron profundamente a la estructura social. El proceso de
desestructuración socioeconómica comenzó con la última dictadura militar que, a la
par de practicar el terrorismo estatal, terminó con el perfil socioeconómico de un
país integrado socialmente y con extensos segmentos de ingresos medios, que
distinguía a la Argentina del resto del continente latinoamericano.
En el país, desde 1991 las políticas neoliberales fueron retomadas con fuerza
durante un prolongado período, bajo la dirección del ministro menemista de
economía, Domingo Cavallo. Estas políticas neoliberales afectaron tanto a la
economía como a las esferas culturales que se abrieron de manera absoluta al
poder económico extranjero y trasnacional. Si el retroceso de las capacidades de
intervención es un hecho característico de la globalización, dicha retracción es
mayor en el marco de las condiciones de subordinación impuestas por las políticas
neoliberales. De allí que la tendencia al incremento de la desocupación se vio
acrecentada por la privatización de empresas públicas, la supresión de empleos y la
flexibilización laboral, como resultado de subordinación de las decisiones públicas a
los intereses de los escenarios mundiales. Las políticas económicas y de apertura
pasiva al mercado libre global implicaron altas tasas de desocupación y situaciones
extremadamente difíciles para muchos, mientras que la flexibilización laboral
complicó las rutinas y seguridades de numerosos segmentos de la población.
Debe considerarse que en los países subdesarrollados, como la Argentina, las
consecuencias de las políticas neoliberales se hicieron notar de manera más cruda
que en los desarrollados. En especial, se agudizaron las asimetrías y desigualdades
dado que, a pesar de que hayan existido escasas variaciones en las formas de
ocupar las posiciones sociales, se modificaron los modos de articulación del
ejercicio de la dominación y de la desigualdad (Sidicaro, 2003).
Bibliografía:
Hayek, F. (1944). El Camino de la Servidumbre. (http://www.sigloxxi.org/Archivo/CAMINO.HTM,
disponible 18/03/2008)
Fitoussi, J.P. (2004). La democracia y el mercado. Buenos Aires: Paidós.
Sidicaro, R. (2003). Consideraciones sociológicas sobre la segunda modernidad. En
Estudios Sociales (24).
Anderson, P. (2003). Neoliberalismo. Un balance provisorio. En E. Sader y P. Gentili.
(comp.) La trama del neoliberalismo: mercados, crisis y exclusión social.
M
Mercado:
El término refiere a la esfera en la cual los oferentes y los demandantes de bienes y
servicios se relacionan para realizar transacciones, estableciendo un precio. De este
modo, el mercado remite a las actividades de consumo e intercambio pero para que
exista son necesarias instituciones sociales y políticas que regulen, estabilicen y
legitimen sus resultados, siendo imposible separar la dimensión económica de las
demás, en particular de la política.
En ese sentido, el economista austriaco Karl Polanyi formuló la hipótesis de que las
leyes del mercado no pueden funcionar fuera de una economía de mercado. A su
vez, esta última es entendida como un sistema institucional creado
deliberadamente y que se sostiene en forma autorregulada, cuyo funcionamiento
autónomo exige la reconversión de la sociedad y de la naturaleza en mercancías.
Con estas ideas este autor enfrenta a los intelectuales liberales clásicos (véase
liberalismo) ya que estos sostenían que el surgimiento del mercado se debe a causas
puramente económicas. En forma diferente, Polanyi (1994) afirma que no hay nada
natural en el advenimiento de la economía mercantil sino que se trata de un
sistema intencionalmente deliberado, relacionado con los nuevos derechos de la
propiedad y el surgimiento de las ciudades y el comercio.
Entre los siglos XVI y XVIII los mercados locales, propios de las sociedades de
antiguo régimen, fueron reemplazados por un nuevo tipo de mercado que tenía
escala nacional. Ese mercado nacional posibilitó el control y la integración de las
pequeñas poblaciones en un todo mayor como fue el Estado nación. El mercado
nacional –denominado, también, “interno” por Polanyi– exigía la centralización, el
establecimiento de un poder soberano (capaz de regular el comercio exterior) y la
unificación de regiones fragmentadas por el feudalismo. En ese proceso, el capital
(es decir, recursos privados disponibles en forma de acumulación de dinero) fue el
instrumento de unificación en términos económicos mientras que el área
administrativa proveyó la base para la integración de la economía nacional.
La gran transformación: el mecanismo de mercado adquirió supremacía gracias
a tres procesos que dieron lugar a las sociedades mercantiles y, luego, al
surgimiento del capitalismo. La primera transformación importante fue la expansión
del comercio que inicialmente estuvo restringida a las ciudades pero que
crecientemente involucró a la actividad rural. El segundo fenómeno fue la
dislocación social provocada por el cercado de las tierras comunales y la
consecuente emergencia de la mercancía humana, conocida como mano de obra; el
último factor fue la invención de la máquina industrial en el siglo XVIII, el cual tuvo
un impacto crucial en la economía de mercado, con la reformulación de la
producción y del papel del comerciante, capaz de materializar las compras y ventas
y de garantizar la estandarización de los precios y las medidas. Paralelamente, los
individuos comenzaron a acometer la búsqueda de la ganancia. Estos cambios
hicieron que el dinero fuese un elemento aglutinante y cohesionador en las
sociedades de mercado, como refleja el hecho de que los límites del Estado-nación
coincidan con el espacio en el cual rige una misma moneda. Al mismo tiempo, el
mercado nacional suponía un sistema internacional de mercados. El patrón oro se
creó para facilitar y permitir las transacciones entre diversos mercados y Estados. El
mercado se mantuvo controlado por factores no económicos durante gran parte del
siglo XIX, lo que refuerza la hipótesis de Polanyi. El sistema de libre mercado tuvo
auge desde las últimas décadas de ese siglo hasta la segunda guerra mundial del
siglo XX, cuando la necesidad de reconstruir el continente europeo exige políticas
proteccionistas, aglutinadas por el denominador común del keynesianismo.
La economía de la posguerra: luego de la segunda guerra mundial, el Estado
toma las riendas de la economía, permitiendo la expresión de contrapoderes y
buscando dominar las leyes del mercado y resistir al movimiento de separación de
la economía y los lazos sociales. Bajo esta modalidad, el Estado interviene en la
regulación de la economía a través de la política proteccionista y de la planificación
y la organización de las condiciones de intercambios nacionales e internacionales.
Estados de bienestar, mercados y trabajo: el período que se extiende desde la
posguerra hasta mediados de la década de los setenta es conocido como los
“treinta años gloriosos”, por haber sido una etapa de gran desarrollo industrial,
económico y social. En este período, el trabajo ocupa un lugar central en las
sociedades, haciendo que la ocupación y los movimientos de trabajadores
representen una experiencia y un espacio social decisivo en la conformación de las
identidades sociales (véase identidad). Este tipo de identidades adquiere tal
importancia que, como sucedió en la Argentina, estuvieron unidas a la ampliación
de la ciudadanía en el plano de los derechos políticos de las mujeres y de los
derechos sociales (véase ciudadanía). La oposición entre el capital y el trabajo,
entre empresarios y trabajadores, articularon las identidades en términos de las
clases sociales. La fuerza colectiva de los trabajadores, junto con la existencia de fuertes
representantes oficiales, les permitió negociar mejoras salariales y adquirir
derechos. Además, la sociedad salarial estructuró las instancias de la vida individual
y social, otorgando certezas y regularidades en la vida cotidiana a los individuos.
La emergencia de los mercados: El Estado de bienestar es puesto en tela de
juicio hacia mediados de la década de los setenta, con la crisis financiera y
petrolera y la ruptura del consenso respecto al intervencionismo estatal. A partir de
entonces, comenzaron a emerger fuertes críticas que impugnaban que el Estado
enlentecía la acción del mercado y trababa las relaciones entre el capital y el
trabajo. Estos diagnósticos derivaron en una serie de reformas estatales de
reducción institucional y estatal y aceptación de las exigencias de los grupos que
proponía flexibilizar las regulaciones del Estado respecto al mercado, con el
argumento de que esta medida facilitaría las transacciones y permitiría una mejor
circulación de los flujos, a la par que reactivaría a sectores postergados. En
definitiva, se promulgaba la supremacía del mercado y se proponía pasar de una
regulación estatal a otra a partir de la economía: sería ésta, desde una perspectiva
de competencia perfecta, la que regularía las relaciones sociales. Entre otros, las
consecuencias de estas medidas y de este nuevo consenso fueron el crecimiento de
la pobreza y de los asentamientos precarios de vivienda y la privatización de los
servicios públicos, que reemplazaron la condición de ciudadanía por la de
consumidor para el acceso a derechos sociales básicos (véase globalización y
ciudadanía). En suma, el Estado de las prestaciones básicas y dejar al mercado
como principal regulador se fragmentaron las sociedades y se incrementan las
desigualdades (véase desigualdad social). Estos problemas que afectan a las
sociedades en la actualidad adquieren tal envergadura que el sociólogo Zygmunt
Bauman (2001) ha propuesto que el mundo se divide crecientemente entre
integrados y excluidos: quienes están integrados, se integran cada vez más; y a la
inversa, quienes están excluidos, se excluyen cada vez más. Dentro del primer
grupo, la globalización e internalización de los mercados incrementa la
homogeneidad de los individuos, creando un mercado armonioso y mundial que
permite la organización de economías mundiales. En este nuevo mercado
internacional, el movimiento nómada de los capitales –o lo que Bauman denomina
capital absentista- rige las reglas del juego y amplía aún más las desigualdades
entre países ricos y pobres, y desarrollados y en desarrollo (Dubet y Martuccelli,
2000).
Mercado de trabajo y status social: en la actualidad los cambios socio-
económicos arriba mencionados han generado un mercado altamente segmentado
con contratos precarios y de duración y estabilidad incierta, que derrumba muchas
de las seguridades de la sociedad salarial. El trabajo ha perdido su cualidad
identitaria y la carrera laboral se presenta como un puzzle, en el que cada puesto
es una pieza en distintas empresas e inclusive países. El sociólogo inglés Richard
Sennett (2005) es uno de los autores que más analizó cómo la “liquidez” de la
modernidad se inserta en nuestras vidas a partir del trabajo como una sumatoria de
actividades, habiendo dejado de integrarse como una entidad en sí misma.
Mercado de trabajo, género y edades: La segmentación del mercado no es
neutra en términos de edad y género. Los salarios tienden a depreciarse cuando las
profesiones se feminizan o “juvenilizan”, engrosando las brechas de desigualdad.
Pero esto no significa que los jóvenes estén dentro del mercado de trabajo, dado
que, a pesar de que la escuela ha dejado de ser portadora de empleo, la
imposibilidad de terminar la secundaria aumenta los riesgos de caer en la exclusión
y pobreza.
Bibliografía:
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Polanyi, K. (1994). La Gran Transformación: Los orígenes políticos y económicos de
nuestro tiempo. Buenos Aires: FCE.
Sennett, R. (2005). La corrosión del carácter. Buenos Aires: Anagrama.
Miedo:
Como todo sentimiento, el miedo o temor es comparativo y variable en la historia y
es una construcción social. En el caso del miedo se requiere de la visibilización en la
agenda pública de la inseguridad social. Ahora bien, que un tema adquiera tal
luminosidad no quiere decir que necesariamente responda a un hecho social real.
La agenda política esconde luchas por la imposición de temas y conceptos que
muchas veces no tienen el sustento material que pretenden. En este sentido puede
hablarse del miedo por el aumento de la criminalidad y la delincuencia en los años
noventa. El sociólogo francés Robert Castel (2004) relaciona los sentimientos de
inseguridad intersubjetiva con la búsqueda misma de protección, en tanto estar
protegido es también estar amenazado, ya que todas las medidas que se puedan
tomar para mantenerse a salvo muestran todos los peligros latentes en la sociedad.
Además agrega Castel que estar protegido no es un estado natural: la sociedad de
seguridad es consecuencia de la necesidad de los individuos de estar protegidos. Se
trata de una situación construida porque la inseguridad no es un imponderable que
adviene de manera accidental, sino una dimensión consustancial a la coexistencia
de los individuos en una sociedad moderna (Castel, 2004: 21).
En el recorrido histórico que realiza Castel retoma al filósofo inglés Thomas Hobbes
para demostrar cómo el Estado es resultante del miedo al prójimo, en tanto los
individuos delegan al Estado absolutista sus facultades de ejercer castigos y justicia
para poder vivir en sociedad pacíficamente. “El poder, dice Hobbes, si es extremo,
es bueno porque es útil para la protección y es en la protección donde reside la
seguridad” (Castel, 2004: 20). Así, al movilizar todos los recursos para gobernar a
los hombres, el Estado absoluto libera a los individuos del miedo y les permite
existir libremente en la esfera privada. Luego, John Locke dirá que la propiedad es
la base de recursos a partir de la que un individuo puede existir por sí mismo y
garantiza la seguridad frente a las contingencias de la vida como enfermedades,
accidentes e imposibilidades de trabajo (Castel, 2004: 23).
Miedo y ciudadanía: como sostiene el sociólogo Gabriel Kessler en su análisis
sobre el contrato social en Hobbes, el miedo no es sólo atomizante y generador de
fuga y asilamiento, sino también es constructivo de la comunidad. Pero un atributo
central para aceptar la sujeción al Leviatán, es que el temor sea previsible, lo que lo
diferencia del temor imprevisible de las relaciones humanas (2007: 84).
En este sentido, cuando el sociólogo alemán Ulrich Beck define la sociedad actual
como la “sociedad del riesgo global” (véase globalización) argumenta que las
instituciones, al expulsar al individuo fuera de ella, individualizan los riesgos,
generando incertidumbre y la posibilidad de ver un peligro latente en las acciones
del otro (Beck, 2002). Esta visión está ligada a dos cuestiones. Por un lado, da
cuenta de la incertidumbre intrínseca a la sociedad democrática. En el caso
específico del miedo, como sostiene Kessler, “cabe indagar respecto de los
márgenes de soportabilidad de incertidumbre: la hipótesis a ahondar remite al a
relación entre una mayor preocupación por el delito y temor, y una menor
soportabilidad de la contingencia e incertidumbre propia de la vida democrática”
(Kessler, 2007: 84). Por otro lado, la teoría de la sociedad del riesgo remite a las
consecuencias del declive del Estado de Bienestar (véase Estado). En especial, se
refiere a la incapacidad del Estado de mantener el equilibro social ante la
fragmentación y la desigualdad, generadas por las nuevas políticas estatales, y las
influencias mundializadoras.
Esta imprevisibilidad e incertidumbre hacen que el miedo y el temor sea un
elemento que impide la solidaridad en la sociedad y cercene el espacio social. Un
ejemplo de este fenómeno son las áreas de acceso restringido –como los barrios
privados- que aumentan la desigualdad por las prestaciones privadas y que
suponen delimitaciones geográficas que segregan aún más a la sociedad. Pero
también las “villas” o asentamientos urbanos precarios pueden considerarse zonas
de acceso restringido que estigmatizan a sus miembros, generando una relación a
priori entre pobreza y delito, independiente de su correlato empírico. La generación
de estos estigmas también cruzan las acciones de la policía y otras agencias
públicas o privadas, aumentando la exclusión social de ciertos sectores, junto con
su estigmatización. Como sostiene Norbert Lechner, el miedo es obra de una
modernidad articulada a la racionalidad económica, a la eficiencia del mercado, al
individualismo y a una competitividad entre ganadores y perdedores. Individualismo
que restringe un desarrollo humano con miras a solidaridades, cooperaciones y
redes de confianza, como el capital social que son vitales para la acción colectiva y
la prevalencia del interés público (Mena, 2003: 1). En este sentido, el miedo a la
exclusión es el mismo que se traduce en la amenaza cotidiana por la supervivencia.
Culturas del miedo: la inseguridad o temor difiere a lo largo de la historia. La
historiadora Lila Caimari (2007) distingue dos momentos donde el miedo adquiere
significados precisos. El primer pico de ansiedad asociada al delito en Buenos Aires
fue un subproducto del gran sismo sociodemográfico a principios del siglo XX. Dice
esta autora: “Los temores del 900 remiten menos a la inseguridad física en sentido
estricto que a la ansiedad que destilaba la crisis de confianza en la inteligibilidad de
las interacciones demográficas” (Caimari, 2007: 10). En su periodización, Caimari
encuentra el segundo momento hacia 1930, con una creciente ola de pánico se
instala en la ciudad causada por los “nuevos delincuentes” que cometen “nuevos
crímenes”. La aparición pública de los autos tipo Ford T estandarizados permiten
nuevas modalidades de crímenes y delitos, que posibilitan la rápida huida y el
acceso a otras jurisdicciones policiales. Esto va acompañado de un clamor social por
el endurecimiento de las penas, planteándose, incluso, la restauración de la pena
de muerte. Como sostiene Kessler, el sentimiento de seguridad siempre es
retrospectivo: cada época tiene nostalgias de la situación anterior. En la actualidad
sostiene el sociólogo, la temporalidad del miedo es muy corta, dado que las
personas de distintas clases sociales y grupos perciben que la inseguridad empezó
a mediados de los noventa cuando estudios muestran que el miedo ya estaba
instalado –principalmente en las mujeres en la década de los ochenta–. Entonces
esto hace suponer que para que la inseguridad sea tema de agenda, debe
masculinizarse, como pasó en los noventa, según el análisis de Kessler. Esto
también marca diferencias entre socializaciones masculinas y femeninas, ya que en
las mujeres el miedo al crimen, delito y violaciones no es nuevo.
Narrativas del temor: como todo sentimiento, el miedo es variable y los estudios
cualitativos respecto del temor encuentran dificultades comparativas producidas,
en parte, por la escasa tradición de análisis de estos problemas en las ciencias
sociales, que durante largo tiempo menospreciaron el estudio de las emociones,
considerando que distorsionaban la neutralidad del saber científico. No obstante,
incluso en los clásicos encontramos reflexiones sobre los sentimientos. Emile
Durkheim los vinculaba a la religión y al derecho penal, enmarcado en la conciencia
colectiva. Max Weber, por su parte, los abordaba desde la acción afectiva, pero
reconociendo que ésta no era la más característica de las sociedades modernas
(Lorena Valcarce, 2007).
En la actualidad los estudios sobre el tópico se han comenzado a desarrollar. En
nuestro país, Kessler ha propuesto una tipología en los relatos del miedo. En primer
lugar, distingue un discurso autoritario, entre los cuales se manifiesta la memoria
respecto de la dictadura, bajo el paradigma de la lucha entre subversión y la
nación. En segundo lugar, identifica el discurso de la heterofobia, por el cual se
asocia lo peligroso a todo lo que sea distinto a la persona que lo enuncia. Esta
argumentación está presente en los extremos altos y bajos, marcado por la
separación territorial. Una tercera formulación está dada por la idea del contagio y
de la expansión de la inseguridad desde Buenos Aires hasta esa pequeña localidad.
Los lugares del miedo: Como sostiene Caimari, las figuras de la amenaza están
ligadas a una imaginación social del espacio: cada constelación de temas del delito
corresponde a una configuración particular del territorio que lo cobija y de su
contrapartida segura y luminosa, aunque en la actualidad inclusive esas fronteras
sean débiles. La imaginación espacial del delito nace a principios del siglo XX con la
contradicción ciudad-bajo fondo, tanto en Buenos Aires, como en toda ciudad sujeta
al crecimiento acelerado; contradicción que aún en la actualidad subsiste entre la
capital y el Gran Buenos Aires. Históricamente, la carencia de luz eléctrica y de
pavimento marcaba las separaciones entre la legalidad y la ilegalidad, entre la
ciudad y el resto; una creencia que matizada, continúa vigente (Caimari, 2007).
Bibliografía:
Beck, U. (2002). La sociedad del riesgo Global. España, Siglo XXI.
Caimari, L. (2007). “Suceso de cinematográficos aspectos”. Secuestro y espectáculo
en el Buenos Aires de los años treinta. En L. Caimari La ley de los profanos. Delito,
justicia y cultura en Buenos Aires (1870-1940), Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Castel, Robert. (2004). La inseguridad Social. ¿Qué es estar protegido? Buenos
Aires: Manantial.
Kessler, Gabriel (2007): Miedo al Crimen. En A. Isla (ed.) Inseguridad y Violencia en el
Cono Sur. Buenos Aires: Paidós.
Lorenc Valcarce. F. (2007). La mercantilisation de la sécurité. Rôles de l'Etat et de
l'initiative privée dans la constitution des marchés de la surveillance en Argentine.
Tesis de doctorado inédita. Université de Paris I (Pantheon-Sorbonne): Paris.
Mena, Carlos (1997). El miedo que nos habita: elementos para la interpretación de
una sociología de la seguridad. En Seguridad Sostenible. Gobernanza y seguridad
sostenible. Instituto Internacional de Gobernabilidad de Cataluña. Edición 13
(www.iigov.org, disponible 10/04/2008).
Movilidad social:
El término movilidad social se encuentra íntimamente relacionado con la existencia
de las clases sociales (véase clase social) y de la meritocracia, es decir una
sociedad que legitima desigualdades en torno al mérito de los individuos y no en
función de factores hereditarios o definidos por el nacimiento. La movilidad social
refiere a los movimientos –ascendentes, descendentes, horizontales, verticales y
generacionales, entre otros– que realizan los distintos sectores de la sociedad y que
generan cambios (algunos transitorios y otros de carácter persistente) en la estructura
social y el sistema de estratificación. En las sociedades modernas, sobre todo en la
época de los Estados de Bienestar, la educación jugó un papel central para la
movilidad social, dado que las credenciales educativas garantizaban el acceso a
mejores trabajos y a los beneficios de coberturas social, jubilación, prestaciones
médicas, etc. que simbolizaban –y simboliza– cierto ascenso social y conquistas
sociales. En términos económicos, la movilidad social se traduce en la adquisición
de bienes y propiedades cuando es ascendente y en su depreciación y su
consiguiente intercambio mercantil cuando es descendente.
Factores que influyen en la movilidad social: según el sociólogo italiano
contemporáneo Luciano Gallino, es preciso distinguir entre tres tipos de factores
que influyen en los diversos tipos de movilidad social. En primer lugar se
encuentran los factores normativos, que se identifican con las normas que hacen
ascender o descender socialmente a la población de manera intencional. Un
ejemplo `pueden ser las leyes que obligan a que se provea a los empleados
determinadas prestaciones sociales o, por el contrario, la escasa penalización del
trabajo informal (véase globalización, mercado y liberalismo). Otro grupo de
factores influyentes son los estructurales, en el sentido de la estructura de clases
sociales existente en una sociedad determinada puede ser más rígida o más
permeable a los cambios, en el sentido que los ingresos o egresos de una clase
social pueden ser obstaculizados o habilitados por las estructuras políticas,
jurídicas, religiosas, etc. o por otros factores como los costos del acceso a la
educación o el tipo de políticas publicas redistributivas del Estado, entre otras.
Finalmente, se encuentran los factores demográficos, es decir, el efecto de las tasas
de natalidad y mortalidad de cada estrato social. En particular la tasas de natalidad
de los sectores medios, medios altos y altos suele ser menor a la de los sectores
populares, lo que ante recursos escasos familiares, genera una desigual distribución
hacia adentro de los hogares (Gallino, 2001: 600 y ss).
Movilidad social y estratificación social: en tanto existen las clases sociales,
todas las sociedades tienen una cuota de movilidad social ya sea ascendente o
descendente, debido al dinamismo propio del sistema capitalista. La movilidad
social es un fenómeno colectivo y no individual, aunque repara en las trayectorias
económicas y sociales de los individuos. Es decir, la movilidad no se explica por las
acciones intencionales de las personas sino por las estructuras sociales,
económicas, culturales, políticas, etc. (véase política). Resulta de especial
importancia los rasgos de la sociedad, las políticas de redistribución del ingreso y
las prestaciones asistenciales de Estado porque son factores que definen mejores o
peores condiciones de vida para sus habitantes. Es ascendente cuando la masa de
la población accede a mejores condiciones de vida que se traducen en mayor
ingresos y descendente, cuando sucede a la inversa.
Movilidad social aparente: un tipo particular de movilidad social ascendente es
la aparente. Esta denominación no implica que dicha movilidad sea irreal sino que
no afecta la distancia entre los diferentes estratos. Es decir, se eleva la
productividad y producción de la sociedad, y por lo tanto mejora la posición de sus
miembros, pero las distancias relativas de los grupos o las clases sociales
permanecen invariables (Zorrilla, 1992: 450).
Movilidad vertical y horizontal: la movilidad social vertical refiere a los cambios
que se registran en cada una de las clases sociales que conforman la estructura
social (véase estructura social). Estos movimientos pueden ser ascendentes o
descendientes y tienen como indicador el trabajo y los incrementos salariales. La
movilidad horizontal refiere a los desplazamientos de los grupos sociales de un
sector ocupacional o industrial a otro, sin que esto implique alteraciones o
reconversiones socioeconómicas que se traduzcan en el status o la clase social.
Movilidad social intrageneracional e intergeneracional: como el estudio de la
movilidad social implica realizar el seguimiento de la evolución de las distribuciones
del ingreso en el tiempo, debe considerar a los individuos a lo largo de su vida, lo
que se denomina como intrageneracional. En cambio, la movilidad social
intergeneracional remite a los cambios que se produjeron en las familias de una
generación a otra, los cuales repercuten a escala social en las nuevas formas de
organización y estructuración social. El estudio de la movilidad social
intergeneracional indicaría la posibilidad de las generaciones siguientes de mejorar
la situación de sus familias de orígenes o reproducir el nivel socio-económico de sus
padres (véase cambio social y cultural).
Movilidad social y meritocracia: la educación y la ocupación son los dos
indicadores básicos de la movilidad social ascendente. Desde la modernidad, al
abolirse los privilegios estamentales, se consideró que las únicas desigualdades
justas eran las resultantes del mérito. Entonces, desde esta perspectiva –abonada
por ejemplo por el padre de la sociología francesa Emile Durkheim [1858–1917]– las
desigualdades sociales legítimas devienen del esfuerzo personal, suponiendo una igualdad
en el punto de partida de todos los individuos (véase desigualdad social). En la
actualidad, está idea es cuestionada desde las ciencias sociales, ya que supone
esencializar las condiciones sociales, desconociendo que existen condiciones
materiales, sociales, culturales y económicas diferentes que impiden o favorecen la
obtención de credenciales educativas y de posiciones laborales cotizadas (Dubet,
2005).
Movilidad social y educación: en las sociedades avanzadas y en las en
desarrollo, la educación se convirtió en el principal bastión de la movilidad social
ascendente. Más allá de los efectos reales del aumento de credenciales educativas
sobre la situación y ascenso social de un individuo, la educación constituyó el
principal engranaje de la movilidad social, no sólo en términos reales sino, sobre
todo, en el plano simbólico. En la actualidad, los cambios de las sociedades
contemporáneas pusieron en tela de juicio estas premisas, y las múltiples
expresiones de los jóvenes –deserción escolar, violencia escolar, etc.– dan cuenta
de la caída de los velos simbólicos que rodeaban la educación. La meritocracia y la
educación, suponían la realización de sacrificios en función de un futuro inmediato
mejor. Cuando ese horizonte de expectativas se quiebra o debilita, afecta la
creencia en la educación como vía de acceso a un futuro mejor.
Bibliografía:
Gallino, L. (1992). Diccionario de Sociología. Buenos Aires: Siglo XXI.
López, N. (2005). Equidad educativa y desigualdad social. Desafíos del a educación
en el nuevo escenario latinoamericano. Buenos Aires: Ediciones IIPE– UNESCO.
Macionis, J. y Plumier, K. (2001). Sociología. Madrid: Prentice Hall.
P
Pobreza:
En términos generales, la noción de pobreza alude a la situación de carencias
materiales, sociales y espirituales, y a las privaciones y desventajas económicas
que impiden la satisfacción adecuada de las necesidades básicas y el despliegue de
una vida social normal (Espina, 2007). Planteada de esta forma, la pobreza remite a
un fenómeno multidimensional y multicausal, dado que en la actualidad tiene una
heterogeneidad de causas, modos y manifestaciones, lo que nos lleva a referirnos al
término “pobrezas”, en plural (Murmis y Feldman, 1997: 45). A su vez, las
diferentes situaciones o estados de pobreza son el resultado de procesos
económicos, sociales, culturales, políticos, demográficos y ambientales, que los
conforman y los determinan. Vale decir que, como todo proceso, la pobreza es el
resultado de una construcción social y expresa un cúmulo de relaciones y políticas
que atraviesan a la sociedad en su conjunto.
La idea de la heterogeneidad de la pobreza, y sus disímiles manifestaciones, nos
permite evitar las concepciones duales de la sociedad en las que se oponen pobres
y no pobres. Pero, además, la diversidad de los tipos de pobreza está unida a los
cambios en la topografía social producidos en las tres últimas décadas, que
impactaron en las discusiones dentro de las ciencias sociales. Hasta ese entonces,
la pobreza remitía a poblaciones con rasgos notablemente visibles de necesidades
básicas insatisfechas, generalmente asociados a un espacio identificable, en lo que
refiere a la vivienda, la alimentación, la vestimenta, la educación, etc. En ese
sentido, la alta natalidad de las familias de los conglomerados sociales con pobreza
estructural es un factor que aumenta las dificultades para su reproducción social y
vital. En los últimos años estas características de la pobreza cambiaron porque la
misma dejó de estar asociada exclusivamente a indicadores de visibilidad y
localización geográfica clara (Graffigna, 2004). A los pobres “de siempre”, o
estructurales, se suma una cantidad importante de personas de clase media
empobrecida, denominados “nuevos pobres” (Minujin y Kessler, 1995).
Nueva pobreza: desde la perspectiva del sociólogo Gabriel Kessler (2001), los
nuevos pobres conforman un estrato híbrido: están próximos a los sectores medios
y medios altos en variables ligadas a aspectos económico–culturales, que actúan en
el largo plazo como el nivel educativo y la composición de la familia, pero se asemejan
a los pobres estructurales en los niveles de ingresos, el desempleo o subempleo y la
ausencia de cobertura social; variables que este autor identifica como de corto
plazo y que están ligadas a las crisis económicas de los últimos años. Sin duda, el
factor determinante que lleva a la aparición de los nuevos pobres es el trabajo,
precarizado y flexibilizado, a lo que se suma el alto porcentaje de desempleo (véase
globalización). En la actualidad, tener trabajo y ser pobre son dos situaciones
compatibles, debido a la depreciación salarial, producto de la ruptura de la sociedad
salarial y del pleno empleo (Kessler y Di Virgilio, 2003). Las sociedades actuales
escindieron el vínculo entre trabajo y crecimiento económico, lo que hizo
desaparecer uno de los sustentos principales del bienestarismo, por el cual se
pretendía distribuir la riqueza y se consideraba al trabajo como el principal sistema
de integración y cohesión social (véase lazo social). Cuando esté esquema entró en
crisis, estas nociones se quebraron con la imposición de las políticas neoliberales
(véase, globalización)
Pobreza e indigencia: los indigentes son un grupo de pobres sumamente
carenciados o los más pobres de los pobres en el plano de los ingresos. En términos
estadísticos, se establece una línea de pobreza. Consensuada políticamente, la línea
de pobreza instaura un ingreso mínimo que clasifica como pobre a todo aquel que
se encuentre por debajo de ella y como no pobre a quienes superen los ingresos
establecidos. A su vez, existe otra cifra de ingresos que establece la línea de la
indigencia. Pero la pobreza también puede medirse por indicadores, considerados
las necesidades básicas insatisfechas (NBI), que es el método más usado. Este
índice está compuesto por cinco indicadores relacionados a las condiciones de
vivienda, acceso al agua potable y servicios sanitarios y a las dificultades de
ingresos en la familia. Mientras que la medición de la pobreza por NBI identifica a
las situaciones de pobreza estructural, la realizada en función a la línea de pobreza,
al referirse a los niveles salariales, permite reconocer otros grupos sociales bajo la
pobreza.
Pobreza y vulnerabilidad social: mientras que en la época del Estado de
Bienestar (véase Estado), la pobreza podía pensarse como un estadio transitorio en
las trayectorias individuales, en la actualidad la posibilidad de salir de la pobreza
resulta poco probable. Hoy se admite que, mientras para los pobres estructurales
puede existir la posibilidad de subir algún escalón en la estructura social, para una
parte significativa de los sectores medios la escalera tiene una dirección
descendente (Graffigna, 2004). Es necesario considerar que la posibilidad de
ascenso no equivale a la salida de situaciones de pobreza ni coloca a los individuos
en zonas de relativa seguridad sino de alta vulnerabilidad. Esta zona de encuentro
entre nuevos pobres y pobres estructurales es insegura y poco integrada, siendo
denominada por Robert Castel como una zona de vulnerabilidad social, en la que se
ubica a grandes cantidades de familias en posiciones frágiles y con escasa
protección social (1997: 17). La zona de vulnerabilidad se caracteriza por la
precariedad laboral y por la fragilidad de los soportes relacionales, es decir,
aquellos proporcionados específicamente por la familia y la vecindad. Con Castel,
podemos correr el foco de la cuestión de la ausencia o no de recursos económicos y
atender a lo directamente relacionado con el vínculo social, con la cohesión social.
Los enfoques sobre la pobreza: Esta línea de crisis de los vínculos sociales es
retomada por varios autores como Pierre Rosanvallon (1997) que vincula la pobreza
con la nueva cuestión social en una sociedad que perdió su cohesión social debido a
la reorientación de la políticas estatales. Otros enfoques asocian la pobreza a la
reestructuración económica y al ajuste estructural. Como bien lo explican Carla
Grass y Ma. Ines Alafaro (1997), la diferencia entre estos dos enfoques es que
mientras el primero toma la nueva exclusión social, aludiendo a la exclusión de
ciudadanía y por lo tanto de derechos, el segundo toma a los individuos como
agentes económicos. Los organismos multilaterales que adhieren a la segunda
explicación del surgimiento de la pobreza, son partidarios de políticas focalizadas
que contengan y no aumenten la pobreza, sin enfatizar en su reducción.
Rosanvallon, y Robert Castel, entre otros sociólogos contemporáneos, piensan la
forma de generar políticas públicas que aseguren el desarrollo de derechos de
ciudadanía y, con ello, produzcan mayor cohesión social. Para ellos, el tema de la
pobreza remite a la cuestión del lazo social (véase lazo social), con lo cual toman
posición considerando que no es un asunto meramente económico, como sostienen
los organismos internacionales. Desde el marxismo, por su parte, se explica que la
pobreza es fruto del propio desarrollo del capitalismo, en tanto que su dinámica
engendra pobreza a través de una contradicción fundante que opone el capital al
trabajo. Otros enfoques (López, 2005) enclavan la pobreza dentro del problema de
las desigualdades sociales, explicando que la pobreza es un concepto más empírico
que de teórico, por lo cual el mismo carece de capacidad explicativa. Para esta
corriente la pobreza debe entenderse dentro de las reorientaciones de las
sociedades actuales en las que el crecimiento económico genera brechas cada vez
más grandes entre ricos y pobres. Desde este ángulo, le otorgan centralidad al
análisis del trabajo, considerando que éste ha dejado de ser el nexo entre desarrollo
social y personal aunque, como se advirtió, se puede tener trabajo pero subsistir
bajo la línea de pobreza.
Feminización y juvenilización de la pobreza: como todo fenómeno, la pobreza
no afecta de igual manera a toda la estructura social. Diversos estudios muestran
cómo los mayores, las mujeres y los jóvenes son los más perjudicados y propensos
a caer en la pobreza. En el caso de la tercera edad esto se debe a los bajos ingresos
recibidos a partir de jubilaciones y pensiones. En el caso de las mujeres las
desventajas obedecen, por un lado, a que las profesiones feminizadas tienen bajas
retribuciones; y, por otro lado, al impacto de las situaciones familiares en las
condiciones de vida, como sucede con el divorcio que puede ser fuente de
empobrecimiento, al impulsar al mercado de trabajo a mujeres que nunca antes
habían trabajado fuera del hogar, y con ello, favorecer que se inserten en forma
precaria y en condiciones desventajosas (Kessler y Di Virgilio, 2003). Por último, se
encuentra la situación de los jóvenes, que duplican la tasa de pobreza y de
desempleo respecto del resto de la población económicamente activa (OIJ-CEPAL,
2004, Mayer, 2007). En este caso las razones de esta situación remiten a la mayor
exposición a la precarización laboral y a la tendencia al descenso de los salarios
cuando aumenta el número de individuos capacitados para realizar diversas tareas.
El empobrecimiento relativo de los jóvenes es un fenómeno generacional, que
además marca la ruptura de los mecanismos de movilidad social ascendente (véase
movilidad social).
Debates y problemas en torno a la medición de la pobreza: En nuestro país,
en los años ochenta se produjo un debate en torno a las forma de medir la pobre
que, como se planteó, se realiza mediante las líneas de pobreza e indigencia
(definidas por un ingreso mínimo) y por las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI;
que está compuesto de indicadores). Diferentes estudios demostraron que las dos
formas de medición medían poblaciones diferentes. A cruzar ambos métodos
emergió –en términos estadísticos– el problema de la nueva pobreza (Minujin y
Anguita, 2004: 59 y ss.). A este debate se sumaron otras voces críticas que
impugnaban el cálculo estadístico, al resaltar la importancia de la perspectiva del
actor y la necesidad de escuchar las visiones de los propios sujetos pobres o
empobrecidos en la medición del impacto de este fenómeno en la vida social (Grass
y Alfaro, 1997).
Bibliografía:
Castel, R. (1997). La metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires: Paidós.
Espina, M. (2007). Los Estudios de pobreza y el diseño de políticas sociales. Límites
y retos actuales. Ponencia presentada en la II Escuela de Verano MOST–UNESCO,
Salvador Bahía, Brasil.
Graffigna, M.L. (2004). Pobreza: ¿Un viejo concepto para un nuevo contexto?
Ponencia presentada en las V Jornadas de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires.
Grass, C. y Alfaro, M.I. (1997). La heterogeneidad de la pobreza rural. Ponencia
presentada en el Primer Congreso Internacional “Pobres y pobreza en la sociedad
Argentina”, Universidad Nacional de Quilmes, Quilmes.
Kessler, G. y Di Virgilio, M. (2003). La nueva pobreza urbana en Argentina y América
Latina. Trabajo presentado en el Seminario “Perspectives on Urban Poverty in Latin
America”. Washington, Estados Unidos.
López, N. (2005). Equidad Educativa y Desigualdad Social. Desafíos de la educación
en el nuevo escenario latinoamericano. Buenos Aires: IIPE–UNESCO.
Mayer, L. (2007): Juventud y Legitimidad política. Consideraciones sociológicas de
los hijos de la democracia. Tesis de Maestría inédita, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Buenos Aires
Minujin, A. y Anguita, E. (2005). La clase media. Seducida y abandonada. Buenos
Aires: Edhasa.
OIJ–CEPAL (2004). La juventud en Iberoamérica. Tendencias y Urgencias. Madrid:
OIJ.
Rosanvallon, P. (1997). La nueva cuestión social. Buenos Aires: Manantial.
Poder:
En un sentido amplio, el poder se define como un recurso y un efecto de la
organización de un cuerpo social, ya sea una institución o una sociedad. El uso del
poder y su detentación encierran una asimetría en toda relación, que puede ser
consciente o no. De esta manera, el poder es constitutivo a todos los lazos sociales
y es el resultado objetivo del funcionamiento de una institución o relación social.
Planteado en estos términos, el poder trasciende un ser humano particular para
situarse en el plano relacional y, aunque el mismo éste cristalizado en una persona
en particular constituye una expresión de relaciones histórica, cultural, económica y
socialmente constitutivas que avalan esta asimetría de poder.
Poder y dominación. El debate en torno a las fuentes de poder: La pregunta
por el poder está relacionada, entonces, con la constitución de las sociedades y las
organizaciones complejas. Es por eso que este concepto está asociado al de control,
la gobernabilidad, la legitimidad y la dominación. Desde la perspectiva de Karl Marx
[1818-1883], el poder es una relación entre los hombres en la que la posición de
algunos de ellos supone una situación asimétrica respecto de la de otros, fundando
desigualdades estructurales (véase desigualdad). La detentación de poder por
parte de unos hombres implica que otros carezcan del mismo; por eso el poder está
asociado a la dominación y a la sujeción de un grupo sobre otros. Como se
explicaba líneas arriba, la posesión o la exclusión del poder remite a relaciones
materiales que anteceden a los individuos que lo ejercen o padecen. Marx sostenía
que la clase dominante detenta el poder y por lo tanto se hace cargo del Estado y
que eran cuestiones económicas y materiales las que permitían a ese grupo
acceder al poder (véase Estado)
Según el padre fundador de la sociología alemana, Max Weber [1864-1920], el
poder es un concepto amorfo, equiparado al de la fuerza física capaz de imponerse,
aun contra toda resistencia. Weber argumenta que todas las cualidades
imaginables de un hombre, y toda suerte de constelaciones posibles, pueden
colocar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación nada.
Desde este ángulo, la fuente de poder no debe ser necesariamente económica. La
dominación, sostiene, es un concepto superador del poder, en tanto implica la
probabilidad de que un mandato sea obedecido. La situación de dominación
requiere que alguien mande eficazmente sobre otro pero la existencia de la misma
no está unida incondicionalmente a determinado cuadro administrativo. En la
historia existieron diversos tipos de dominación social, como la carismática, basada
en líderes que gracias a atributos personales podían movilizar grandes grupos; la
tradicional, cuya legitimidad se fundaba en atributos sanguíneas, privilegios y
herencias en sociedades estamentales; y la racional legal, propia de las sociedades
modernas, en las que son los atributos profesionales y la eficiencia laboral los que
permiten ejercer la dominación y fundar la legitimidad del régimen. Dentro de este
último tipo se encuentra la democracia. Weber sostiene que en tanto la misma
implica dominación, siempre refiere a una desigualdad intrínseca que se vislumbra
en la conceptualización misma de los actores en cuestión: representantes y
representados; dominantes y dominados (Weber, 1999; 1922 1ª edición alemana:
738) (véase democracia).
Poder, dominación y democracia: Weber sostiene que en las sociedades de
masas, el demos –pueblo– no gobierna nunca por sí mismo, sino que es gobernado,
cambiando sólo la forma de la elección y la proporción en la cual puede influir. La
democratización, sostiene, no significa necesariamente el aumento de la
participación activa de los dominados sino la reducción al mínimo del ejercicio de
poder de los funcionarios, a favor del dominio posible del pueblo (Weber, 1999;
1922 1ª edición alemana: 738).
Poder y disciplina: Emilio Tenti Fanfani, al analizar las perspectivas del poder en
las ciencias sociales, explica que Weber focaliza el estudio del poder en torno a la
burocracia (que es el molde de las instituciones modernas). En cambio, filósofo
contemporáneo Michel Foucault analiza la lógica disciplinaria que modela la vida
institucional interna. Entonces, mientras Weber dirige su atención hacia las
características formales y estructurales de la dominación moderna, Foucault
desmenuza los mecanismos, procesos y tecnologías puestas en movimiento en las
organizaciones para asegurar la utilidad del sometimiento (Tenti Fanfani, 2001: 41).
Complementando el análisis weberiano, Foucault propone un sistema de categorías
que permite reconstruir la lógica de funcionamiento interno de las burocracias
modernas. Dentro de su esquema, el concepto básico es el de disciplina, que le
permite entender la forma mediante la cual durante los siglos XVII y XVIII se impuso
una forma específica de dominación. Esta dominación estaría sostenida en una
anatomía política que es una mecánica del poder: la disciplina fabrica individuos
sometidos y cuerpos dóciles; la disciplina actúa ante todo sobre la distribución de
los individuos en el espacio y para ello utiliza varias técnicas: clausura, rango,
reglas de emplazamientos funcionales, etc. Una de las premisas más importantes
de la disciplina es capitalizar el tiempo (Tenti Fanfani, 2001: 51-53).
Poder y construcción del mundo: la importancia de los mecanismos
disciplinadores que Foucault examina nos permite dar cuenta de la importancia que
tienen las estructuras de pensamiento construyen los objetos del mundo. La
generación de cuerpos dóciles implica la regulación de percepciones y experiencias
que determinan la acción individual. El poder está incorporado en la forma en que
los individuos construyen imágenes para sí mismos y definen categorías de los
buenos y los malos e imaginan posibilidades. Los efectos de poder pueden
encontrarse en la producción de deseos y expectativas y en las disposiciones y las
sensibilidades de los individuos. Así es que el poder está vinculado con la
producción de reglas, normas y estándares de razonamientos por los cuales los
individuos hablan, piensan y actúan (Popkewitz, 2007: 8).
El sociólogo francés Pierre Bourdieu también asocia el poder a la construcción social
del mundo y del sentido, por lo que se refiere al poder como poder simbólico (véase
política). Desde su perspectiva, quienes acceden al poder, acceden a la posibilidad
de conceptualizar y organizar el mundo. También en todo campo existe la disputa
por un capital específico y dentro de los competidores están quienes detentan
mayor volumen de ese capital, lo que les otorga más poder (véase estructura
social). Lo importante de la noción de campo, en relación al poder, radica en que
Bourdieu desencializa su detentación y admite que el mismo no está igualmente
repartido en todos los actores sociales dando cuenta de las asimetrías y
desigualdades existentes en toda relación social.
Poder, dominación y reproducción social: Bourdieu afirma que la dominación
legítima de una clase sobre otra se da a través del dominio económico pero que
esto no lo explica todo. Para que una clase se vuelva dominante se requiere –entre
otros factores– que posea mayor capital que las otras. Pero además hace falta,
según este autor, hacer natural el carácter arbitrario de la distribución del capital.
Es por eso que el dominio de un grupo sobre otro necesita tanto de la base material
(económica) como simbólica. Justamente, es la dimensión simbólica del orden social
la que permite la existencia y la reproducción de la injusticia. Esta dimensión
simbólica refiere al conjunto de relaciones de sentido que, junto con las relaciones
de fuerza, conforman la realidad social. En esa realidad social la dominación (y su
naturalización) es el resultado del acuerdo casi perfecto e inmediato entre las
estructuras sociales y las cognitivas, incorporadas en los cuerpos y las mentes de
los actores. La complicidad de los actores hace que –aun si están imbuidos en el
determinismo social– colaboren a producir la eficacia de aquello que los determina
al realizar una actividad estructurante (véase violencia) (Castorina y Kaplan 2006:
40 y ss.).
Bibliografía:
Bourdieu, P. (2000). Poder, derecho y clases sociales. Barcelona: Desclee.
Kaplan, C. (2006). Violencias en Plural. Sociología de las violencias en la escuela.
Buenos Aires: Miño y Dávila.
Marx K (2007; 1ª edición 1867): El Capital. Buenos Aires: Claridad.
Popkewitz, Thomas (2007). Discursos pedagógicos y poder: la producción de la
niñez normalizada. Diploma superior en curriculum y prácticas escolares en
contexto. Clase 10. FLACSO Virtual. Sede Argentina (http://www.flacso.org.ar/, disponible
10/04/2008).
Tenti Fanfani, E. (2001). Sociología de la Educación. Quilmes: Universidad Nacional
de Quilmes.
Weber, Max (1999; 1922 1ª edición alemana). Economía y sociedad. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
Política:
En el mundo moderno lo político debe asegurar de manera simultánea la cohesión
práctica y la unidad simbólica de la sociedad. Estas dos tareas están en el núcleo
mismo de la razón del Estado, el cual es la institución que realiza de modo más
eficiente la integración funcional de la sociedad en torno a los derechos formales y
a una administración racional, y la articula en forma simbólica alrededor de una
nación (Dubet y Martuccelli, 2000: 374 y ss.). En este sentido, cuando el sociólogo
Pierre Bourdieu argumenta que el Estado posee un poder simbólico en tanto
capacidad de clasificación del mundo, explica que la política es la lucha por la
imposición de ese ordenamiento (que como tal se naturaliza y se olvida), dado que,
al establecer los esquema de percepción, organiza a la sociedad (Bourdieu, 1993).
Es decir, en las batallas simbólicas lo que está en juego es la imposición de la visión
legítima del mundo social y de sus divisiones. Esta lucha involucra a partidos
políticos, sindicatos y otros grupos o instituciones, como la Iglesia, que se disputan
el poder.
Génesis del concepto: desde sus primeras apariciones el concepto de política
estuvo ligado a la palabra y en consecuencia, a la producción de sentido. Ya Platón
y luego Aristóteles argumentaban que el hombre era un animal político gracias a su
capacidad de hablar y construir comunidad en base a eso. Mientras que en el
pensamiento clásico el rol del político consistía en producir la integración social,
suplantando la trascendencia religiosa; en la modernidad el concepto asumió
nuevas definiciones, fruto del desencanto con lo político. Para Marx, Weber, e
incluso para Durkheim, “lo político está implícitamente concebido como un ‘residuo’
premoderno, una ilusión, una manera de producir la integración simbólica de la
sociedad a través de la imposición de una definición consensuada de la sociedad”
(Dubet y Martuccelli, 2000: 374).
Las ideologías son juzgados de manera muy diferente por los clásicos del
pensamiento social. Para Karl Marx [1818–1863] son fruto de posiciones de clase.
Para Emile Durkheim [1858–1917] son el síndrome de un malestar social –es este
autor quien hizo más hincapié sobre lo político como una nueva forma de
trascendencia que suplantaría a la religiosa bajo el efecto de la división del trabajo
social–. En cambio para Max Weber [1864–1920] lo político tiende a disolverse en la
racionalización del mundo y la burocratización de todas las esferas, rompiendo con
la unidad simbólica de la sociedad.
Estado y política: La labor política del Estado consiste en lograr la afirmación de
elementos de integración como las lógicas del mercado, los lazos sociales y
comunitarios y la afirmación moral del individuo. Como sostienen François Dubet y
Danilo Martuccelli, lo político es un espacio de representaciones de la división social
y de integración práctica y simbólica a través de diferentes políticas. La crisis de lo
político proviene del debilitamiento de estas dimensiones: el Estado es cuestionado
en su capacidad de asegurar la integración práctica de la sociedad –en la crítica a la
burocracia y a sus funciones– y también interpelado en función de su capacidad de
integración simbólica de la nación (2000: 376).
Cabe aclarar que la integración a la que aspira el Estado a través de la política no
refiere al bien común –o al menos no únicamente–, sino a la necesidad de
reproducir el orden naturalizado, para garantizar su propia continuidad. Esta es la
razón por la cual, como sostiene Bourdieu, los dominados aceptan la dominación.
Según este autor, esta situación supone la concentración de un capital simbólico de
autoridad reconocida socialmente que aparece como la condición a través de la
cual los agentes sociales son capaces de reconocer y de darle valor al Estado. En
palabras del propio Bourdieu, “el orden simbólico descansa en la imposición al
conjunto de los agentes de estructuras estructurantes que deben una parte de su
consistencia y de su resistencia al hecho que son, en apariencia por lo menos,
coherentes y sistemáticas y que están objetivamente acordadas con las estructuras
objetivas del mundo social” (1993: 25). Este acuerdo –tácito e inmediato– funda la
relación de subordinación que liga a todos los agentes de manera inconsciente y
otorga legitimidad al mandato.
Clientelismo: la emergencia del clientelismo, entendido como favores por dádivas,
refiere a los beneficios materiales –y simbólicos– que se le otorgan a un ciudadano
como contraprestación de un servicio otorgado.
Política y legitimidad: El sociólogo alemán Max Weber definía la legitimidad como
la creencia en el orden, volviéndolo legítimo y aceptando así el mandato. En el
Estado moderno, la legitimidad de la dominación es aceptada en función de la
creencia en la legalidad del orden estatuido y de los derechos al mando de la
autoridad. Este tipo de dominación, llamada racional legal. En otras épocas, la
legitimidad se desprendía de los atributos hereditarios, conformando la dominación
tradicional que descansaba en la creencia cotidiana de la santidad de las
tradiciones antiguas y en la legitimidad tradicional de la autoridad. Además, existe
una dominación carismática fundamentada en la creencia extra–cotidiana del
carácter ejemplar (heroico, revelado, etc.) del orden social y en una autoridad
basada en la confianza personal depositada en los atributos heroicos, ejemplares,
etc. de la figura del líder o caudillo. Según Weber la dominación consiste en la
probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado; dicha
probabilidad es el resultado de diferentes tipos de motivaciones pero en todos los
casos es necesario que exista la creencia en la legitimidad del poder (1999: 170–
173). Bourdieu reformula esta idea al incorporar la noción de inconsciente al
análisis weberiano. Desde este ángulo, el reconocimiento de la legitimidad no es un
acto libre y claro de la conciencia sino que tiene sus raíces en el acuerdo inmediato
entre las estructuras incorporadas (devenidas inconscientes) y las estructuras
objetivas (véase agente social). Este acuerdo prerreflexivo explica la facilidad
sorprendente con la que los grupos dominantes imponen su dominación. En la
medida que el Estado –mediante su acción política– produce estructuras objetivas,
asegura la creencia y la sumisión al orden establecido. La crisis de legitimidad sería,
entonces, producto de un desajuste entre las estructuras estructurantes (habitus) y
las estructuras objetivas, propias de nuestros tiempos en los que se desarticulan los
sistemas sociales (Bourdieu, 1993).
Representación política: Bourdieu sostiene que la forma del poder simbólico
radica por excelencia en la capacidad de crear e instituir grupos. Es decir, una
entidad que sólo existía en estado implícito, adquiere carácter objetivado, público y
formal. Cuando esta selección y designación es aplicada a colectivos, la capacidad
de clasificarlos está acompañada del poder de representarlos y, de ese modo,
instituirlos. En este sentido, es el representante al denominar y concebir
públicamente al colectivo social el que, a través de estas operaciones, le otorga
existencia. Así, los colectivos existen cuando hay agentes capaces de enunciarlos y
con la legitimidad de hablar en lugar de ellos (Bourdieu, 2000).
En la actualidad, la representación política no es ajena a los problemas derivados de
la globalización y el debilitamiento de las identidades y las acciones colectivas, así
como de la reflexividad creciente de los actores, que dificulta, como lo sostiene el
sociólogo inglés Anthony Giddens, que los Estados y partidos políticos traten a los
ciudadanos como “súbditos” (véase agente social). En este sentido, muchos
autores señalan que no fueron los sistemas políticos los que cambiaron sino que
fueron las sociedades y sus individuos los que vivieron profundas transformaciones.
Esta brecha explicaría la incapacidad de respuesta de la esfera política a los nuevos
requerimientos sociales. Desde este ángulo, Dubet y Martuccelli analizan los
cambios que erosionaron la legitimidad de la representación política. Por un lado,
estos autores plantean que dicha erosión significó la pérdida de correlación entre
las posiciones sociales y las orientaciones políticas de los electores, lo cual impide
explicar el sufragio en función de las clases sociales, la identidad de género, etc.
Esto ha hecho que el voto se vuelva “volátil”, errático o aleatorio y menos
institucionalizado. Este fenómeno estuvo influido por la declinación de algunos
colectivos como la clase obrera, las capas medias (véase estructura social) y de
las ideologías religiosas y del socialismo real. Por otro lado, con las reformas
neoliberales (véase Estado) se recrudeció el componente de control y regulación
social de la política frente a la imposibilidad de que ésta produzca lazos simbólicos
entre los individuos y las instituciones (véase instituciones; lazo social). Estos
movimientos pusieron de relieve que las sociedades no están atravesadas por una
única contradicción sino por varias oposiciones simultáneas.
El alejamiento de los individuos del sistema político, también, es explicado por el
lenguaje técnico y tecnificista que usan los actores políticos para legitimar
decisiones y acciones que, de ese modo, resultan lejanas a los integrantes de los
colectivos sociales. A la inversa, también puede decirse que una sociedad
fragmentada en términos sociales y culturales resulta difícil de aprehender para los
partidos, aumentando la distancia entre el representante y los ciudadanos
representados. Esta situación deviene en nuevas formas de liderazgos personalistas
en detrimento de las grandes estructuras partidarias, siendo estos líderes efímeros
y transitorios. Esto es lo que Dubet y Martuccelli llaman la “política de la
personalidad”, dentro de la cual la afinidad e identificación –de producirse– entre
representado y representante está asociada con la personalidad y majestuosidad
del rol de este último (2000: 386).
Por su parte, Giddens enfatiza que el alejamiento de los agentes sociales respecto
de las estructuras político partidarias tradicionales está conectado con la acción
destradicionalizada y desinstitucionalizada que dificulta que los Estados puedan
tratar a sus ciudadanos como “súbditos”. En cierta medida, las exigencias en torno
a la reconstrucción de la política o a la eliminación de la corrupción y el descontento
con los mecanismos políticos más convencionales son expresiones de una mayor
capacidad social de reflexión. Esta reflexividad emerge en una sociedad que elimina
las tradiciones forzando a los individuos a exigir creciente autonomía en sus vidas
(Giddens, 2001: 16 y ss.).
Participación, política y globalización: con el advenimiento de la modernidad
tardía, los cambios en la representación política conducen a una reformulación de la
participación.
En primer lugar, el recurso a la participación no está igualmente distribuido en la
sociedad, dadas las diferencias producidas por el género, la edad, las condiciones
de vida y la capacidad de agrupación. Al respecto debe considerarse que la política
puede hacerse desde la exclusión –un ejemplo pueden ser los piqueteros– con lo
cual debe relativizarse la importancia de los recursos en la propensión de la
participación política.
En segundo lugar, las sociedades fragmentadas de la actualidad tienden a disminuir
las posibilidades de luchas colectivas pero, al mismo tiempo, favorecen el
surgimiento de nuevos movimientos sociales, muchas veces relacionados con la
expansión de derechos, como los vinculados a la ecología, a la sexualidad, etc. Esto
se debe, según varios autores, a la flexibilización laboral producida por la
fragmentación del mercado laboral de las políticas neoliberales (Minujin y Kessler,
1993). Para otros autores este mismo fenómeno es considerado de manera más
optimista, argumentando que implicó el surgimiento de nuevas formas de
ciudadanía (Beck, 2001). Más allá de este punto de vista, lo cierto es que, a la par
de los cambios sociales y culturales han cambiado la participación y las formas en
las cuales ésta se produce. La heterogeneidad social y las nuevas tecnologías
contribuyen a esta situación, haciendo que puedan existir más coincidencias con
ciudadanos de otras latitudes que con los propios vecinos.
En tercer lugar, la participación tradicional se debilitó por la pérdida de eficacia
simbólica de los grandes relatos que dotaban de una dimensión trascendental a la
colectividad y que habían reemplazado el papel antes jugado por la religión. Una
vez que esta trascendencia colectiva declina, resulta difícil encontrar individuos
dispuestos a entregar su vida por una causa vinculada con ese colectivo. Sin
embargo, a la par de este debilitamiento, surgen nuevos relatos puntuales,
discretos y esporádicos que favorecen una participación postradicional, basada en
una mayor horizontalidad. En palabras del sociólogo estadounidense Charles Tilly
(1997) dichos relatos semejan campanas que se juntan y separan en función de
situaciones concretas y específicas. Este corrimiento de los agentes de estructuras
tradicionales hacia otras nuevas es conceptualizado por el sociólogo Ulrich Beck
como subpolítica. Con este término refiere a la posibilidad de que los individuos
como tales (y no ya como agentes sociales y colectivos) puedan competir por el
poder político y que actores externos al sistema tengan acceso al “escenario del
diseño social”. Esto supone formas de microparticipación que politizan todas las
esferas de la vida individual (Beck, 2001).
Política de vida: Giddens sostiene que la participación se opone a la opresión al
permitir a los individuos o a los grupos influir en la vida pública. Desde este ángulo,
la participación es una de las premisas de la emancipación propuesta por las
organizaciones modernas junto con la igualdad y la justicia. Este autor
conceptualiza como política de la vida (life politics) la connotación política que
adquiere la realización del yo en la modernidad, donde las influencias
universalizadoras se introducen profundamente en el proyecto del yo; y a su vez el
proceso de realización individual está marcado por estrategias globales. La política
de la vida no concierne a las condiciones que liberan a los hombres para realizar
opciones: es una política de opciones. Lo primero corresponde a las políticas
emancipatorias, surgidas en la modernidad para liberar, a través de las
instituciones, a los individuos de los imperativos dogmáticos de la tradición y la
religión.
Bibliografía:
-Beck, U. (2001). La individualización. Buenos Aires: FCE.
-Bourdieu, P. (2000). Poder, derecho y clases sociales. España: Desclee.
-Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
-Giddens, Anthony (2001). Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las
políticas radicales. Buenos Aires: Cátedra.
-Minujin, A. y Kessler, G. (1993). Del progreso al abandono: Demandas y carencias
de la nueva pobreza. Buenos Aires: UNICEF
-Tilly, Ch. (1997). La desigualdad Persistente. Buenos Aires: Manantial.
R
Realidad social:
Este concepto refiere a la suma de objetos y sucesos dentro del mundo social y
cultural, tal como son experimentados por el sentido común de los hombres, que
viven su existencia cotidiana entre semejantes y establecen múltiples relaciones de
interacción entre sí (Schutz, 1974: 74). Así entendida, la realidad social no surge
solamente de las condiciones objetivas sino también de las percepciones,
interpretaciones y reinterpretaciones de los agentes sociales. En suma, la realidad
social no está dada anticipadamente a los individuos, sino que es construida por
ellos; para ser luego reconstruida por el investigador que la analiza (Kaen, 2003).
Según el sociólogo americano Alfred Schutz, la categoría de experiencia social es
central para entender la realidad social en tanto implica la interpretación que el
individuo realiza del mundo intersubjetivo de la vida cotidiana. Tal interpretación,
sostiene el autor, no surge del vacío, sino que está basada en un acervo de
experiencias previas sobre el mundo que funcionan como esquema de referencia en
forma de conocimientos y que representan horizontes abiertos a experiencias
anticipadas (Schutz, 1974: 39).
Génesis del concepto: si bien hoy parece innecesario afirmar que los agentes
sociales tienen la capacidad de producir y reproducir la estructura social (véase
agente social y estructura social), esto no siempre fue así. Con posterioridad a
la segunda guerra mundial surgió el llamado “consenso ortodoxo” en el marco del
cual se desmereció la capacidad productora del hombre en la vida social. Esto
resultó de una perspectiva epistemológica marcada por el paradigma positivista (y
por las teorías funcionalistas), la certeza de que la historia tenía una dirección
progresiva, la equiparación del estatus de las ciencias sociales con las naturales se
pregonaban concepciones funcionalistas de la sociedad y del análisis sociológico
que pretendían elevar el status de las ciencias sociales al de las ciencias naturales
(Giddens y Turner, 1995: 10).
Durante la década de los setenta, los valores que conformaban el consenso
ortodoxo entraron en crisis, lo cual condujo revisar las certezas ofrecidas por el
paradigma positivista, revelar las bases ideológicas del funcionalismo y subrayar las
diferencias metodológicas entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. En
forma más específica, se rechazó la posibilidad de pensar que las interpretaciones
sociales pueden ser teóricamente neutrales, se abandonó la búsqueda de leyes
universales conectadas deductivamente y se remarca el componente subjetivo e
interpretativo de las disciplinas sociales.
Ante la caída del consenso reinante, emergieron una serie de esquemas de
interpretación diversos y heterogéneos, y proliferaron las denominadas “sociologías
alternativas” y nuevos enfoques que valorizan la importancia del análisis del
conflicto para el estudio del cambio social. La crisis expresó la pérdida de vigencia
de las grandes teorías en las cuales se había fundado durante décadas el quehacer
de las ciencias sociales; y que finalmente se demostraron incapaces de dar cuenta
de las transformaciones de la sociedad contemporánea (Zabludovsky, 1995: 128-
129).
La caída del consenso ortodoxo y sus consecuencias: Una de las
consecuencias de la caída del consenso ortodoxo es la crítica al paradigma
objetivista y, por consiguiente, el intento de colocar en primer plano al actor y a la
acción. Las interpretaciones resultantes de esta crisis buscarán, entonces,
comprender y recrear a los actores -individuales y/o colectivos- en función de lo que
ellos piensan, sienten y creen.
La realidad social y la capacidad de creación humana: colocar a los agentes
en el centro de la indagación sobre la realidad social implica otorgarles la capacidad
de actuar sobre la misma (véase agente social). Desde este ángulo, la vida social
es producto de la actividad humana: la realidad no se presenta como una cosa dada
o naturalizada, sino como una realidad construida por los agentes, y reconstruidas
por el investigador en el proceso de investigación. En términos de la construcción
de conocimiento, esto no sólo lleva a la articulación entre teoría y método, sino
también a u una postura epistemológica que problematiza la construcción y
reconstrucción de la vida social, poniendo de relieve la capacidad del agente social
de transformar el mundo. Esta inflexión cambió la forma de producir conocimiento y
de pensar la relación entre el sujeto que investiga y el objeto investigado. Quedó
atrás la pretensión de formular leyes generales y sustentadas en las nociones de
causa y efecto y de explicar los fenómenos sociales mediante esquemas de
naturaleza lógica coercitiva. Con este movimiento, se abrieron ricas discusiones
sobre el papel de la subjetividad no sólo en la realidad social sino, también, en el
proceso de comprenderla e interpretarla.
Sociedad y naturaleza: El sociólogo inglés contemporáneo Anthony Giddens,
explica que, la sociedad se diferencia de la naturaleza porque ésta no es un
producto humano. Sin embargo, aunque la sociedad no sea “producida” por una
persona determinada, es creada y recreada por los individuos en cada encuentro
social (véase agente social y estructura social). Esta “producción” de la realidad
social es posible porque cada miembro (competente) de la sociedad es un “teórico
social práctico”, recurre en cada encuentro a saberes y teorías sociales. Este uso,
que suele ser espontáneo y rutinario, constituye la condición misma para que ese
encuentro se produzca (Giddens, 2001: 32-33).
Bibliografía:
Giddens, A. (2001). Las nuevas reglas del método sociológico. Buenos Aires:
Amorrortu.
Giddens, A. (1998). La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la
estructuración. Buenos Aires: Amorrortu.
Giddens, A. y Turner J. (1985). La teoría social hoy. Buenos Aires: Alianza.
Kaen, C. (2003): La construcción de sentido acerca de la problemática del trabajo.
Puntos de vista de distintos agentes según sus posiciones en el espacio social. Tesis
de maestría inédita. Catamarca.
Schutz, A. (1974). El problema de la realidad social. Buenos Aires: Amorrortu.
Zabludovsky, G. (1995). Sociología y Política, el Debate Clásico y Contemporáneo.
México: UNAM y Porrúa editor.
Representaciones sociales:
Acuñado por el psicólogo social Serge Moscovici en 1961, este término refiere a las
construcciones simbólicas que se crean y recrean en el curso de las interacciones
sociales. Moscovici las define como un conjunto de conceptos, declaraciones y
explicaciones originadas en la vida cotidiana, en el curso de las comunicaciones
interindividuales. Equivalen, en las sociedades actuales, argumenta el autor, a los
mitos y sistemas de creencias de las sociedades tradicionales; puede, incluso,
afirmarse que son la versión contemporánea del sentido común (Alvaro, 2002).
Las representaciones sociales no tienen un carácter estático ni determinan
inexorablemente las representaciones individuales. Según Moscovici, las
representaciones sociales son maneras específicas de entender y comunicar la
realidad e influyen al mismo tiempo que son determinadas por los agentes sociales
a través de sus interacciones (véase agente social). (Alvaro, 2002). Este autor
argumenta que las representaciones sociales son fenómenos que necesitan ser
explicados y descriptos. La importancia de lo simbólico en las representaciones
sociales es fundamental, ya que éstas no son únicamente formas de adquirir y
reproducir conocimiento, sino que dotan de sentido a la realidad social, para
transformar lo desconocido en familiar (véase realidad social).
La generación de representaciones sociales: las representaciones sociales se
caracterizan por su carácter creador y productor de la realidad social (véase
realidad social). En tanto procesos sociales, sólo pueden aparecer y existir en la
medida en que sean públicas, es decir, que haya comunicación; e involucran lo
psicológico, lo social y lo cognitivo. Para su generación, las representaciones
sociales necesitan de dos procesos: anclaje y objetivación. El anclaje supone un
proceso de categorización a través del cual se clasifican y nombran las cosas y las
personas. La objetivación consiste en la transformación de entidades abstractas en
algo concreto y material, como imágenes y realidades físicas (Álvaro, 2002).
La génesis del concepto: Moscovici toma como punto de partida para el
desarrollo teórico de las representaciones sociales el concepto de representaciones
colectivas del padre de la sociología francesa Emile Durkheim [1858-1917].
Mediante este término, se refería a ellas como categorías abstractas producidas
colectivamente y que conforman el bagaje cultural de una sociedad, pero que al
mismo tiempo anteceden a los individuos (Durkheim, 1995). Las representaciones
colectivas son el marco de construcción de las individuales que son la forma
individualizada y adaptada de las colectivas. Moscovici critica esta definición de las
representaciones colectivas porque tiene un carácter estático y las entiende como
parte de la reproducción social, explicando que esto oculta su papel como
productoras de la realidad social. De todos modos, debe considerarse que Durkheim
elaboró este concepto en el contexto de sociedades con un alto nivel de integración
y cohesión social (véase lazo social), que resultaba de altos niveles de
institucionalización, y que facilitaba la construcción social de un sentido único. En
las sociedades actuales, el corrimiento del Estado y la pérdida de la centralidad de
las instituciones (véase instituciones) en la vida cotidiana hacen que las
creencias, valores e ideas surjan más de la regularidad y de la rutinización de
prácticas que de un programa institucional (Giddens, 1998).
Representaciones sociales y construcción social de sentido: uno de los
principales aportes a la teoría de las representaciones sociales propone concebirlas
como un modo de organizar la realidad social y el conocimiento de los agentes
sociales sobre ella (véase realidad social y agente social). Bajo esta teoría, el
agente toma un rol protagónico en la construcción y la creación de la realidad social
a la que interpreta y reformula constantemente. Pero no toda construcción es
uniforme. El sociólogo francés Pierre Bourdieu realiza una importante crítica a esta
teoría ya que sostiene que no repara en las estructuras que habilitan y constriñen
esta construcción de sentido. Bourdieu sostiene que la búsqueda de formas
invariables de percepción enmascara diferentes fenómenos, recalcando que tal
construcción no opera sobre el vacío social sino que está sometida a coacciones
estructurales. En suma, las representaciones son socialmente estructuradas, en
tanto tienen una génesis social. Además Bourdieu agrega que las representaciones
sociales de los agentes varían según su posición (y los intereses asociados) y según
su habitus, entendido como un esquema de percepción y de apreciación. En
definitiva, Bourdieu sostiene que los puntos de vista varían según el espacio social
desde donde emana esa representación (Bourdieu, 2000: 136) (véase agente
social y estructura social).
Bibliografía:
Álvaro, J.L. (2002). Representaciones sociales. En R. Reyes (ed.). Diccionario Crítico
de Ciencias Sociales. Madrid: Universidad Complutense.
(http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario, disponible 8/04/2008).
Bourdieu, P. (2000). Cosas dichas. Barcelona: Gedisa.
Durkheim, E. (1995; 1985, 1ª. edición francesa). Las reglas de método sociológico.
Buenos Aires: Alianza.
Giddens, A. (1998). La constitución de la sociedad. Buenos Aires: Amorrortu.
S
Socialización:
Por este término se entiende el proceso de inculcación de la cultura a los miembros
de la sociedad, proceso que no carece de conflictos, asimetrías y cambios a lo largo
de la historia de la sociedad. Como sostiene el sociólogo francés Marcel Gauchet, la
socialización designa el proceso por el cual un individuo aprende no sólo a coexistir,
sino a observarse como cualquiera desde el punto de vista de los otros. Este es un
aprendizaje cognitivo simbólico de sí mismo, de una distancia radical y excentración
que vuelve capaz al individuo de comprenderse a sí mismo, considerando que
podría tratarse de cualquier otro. Este es un aprendizaje de la abstracción /
anonimato que crea el sentido de lo público, de la universalidad y de la objetividad
y que permite al individuo colocarse en el punto de vista del colectivo (Gauchet,
2004: 193).
Según los sociólogos franceses contemporáneos Francois Dubet y Danilo
Martuccelli, la socialización es un proceso paradójico: por una parte es un proceso
de inculcación de la cultura y por otra parte exige que los agentes se constituyan
como sujetos capaces de manejarla. Esto significa que la socialización no puede
concebirse únicamente como un proyecto institucional o de una acción externa al
individuo, sino también de una práctica en la que éste interviene por sí mismo. De
modo semejante, los valores y las normas no pueden concebirse como entidades
trascendentales y exteriores a los individuos, sino que deben entenderse como
conjuntos de metas múltiples y a menudo contradictorias; coproducciones en las
cuales los hábitos, los intereses diversos, las políticas sociales y jurídicas
desembocan en equilibrios y formas más o menos estables en el seno de las cuales
los individuos construyen sus experiencias y se construyen ellos mismos como
actores (Dubet y Martuccelli, 2000: 201).
El debate en torno a la socialización primaria y secundaria: Desde la
perspectiva del padre de la sociología francesa Emile Durkheim [1858–1917], la
familia y la escuela tienen una función muy importante en la socialización de los
jóvenes (Durkheim, 1993; 1893 1ª ed. francesa y 1998; 1900-1916 1ª versiones).
Existe una socialización primaria a cargo de la familia y una secundaria que
acontece cuando el niño se abre del entorno familiar para participar de otras
experiencias formativas, como la escolar (Hollman, et. al: 2007: 10). Durkheim
define al proceso de socialización como aquel a partir del cual los miembros de una
colectividad aprenden los modelos culturales de su sociedad, los asimilan y los
convierten en reglas de sus rutinas diarias. Según este autor, los hechos sociales –
en tanto modos de ser– son exteriores al individuo y ejercen un poder de coerción
que habilita su imposición. Desde su perspectiva, el individuo es un producto social
y la educación integra a sus miembros a partir de un conjunto de pautas de
comportamiento, a las que no podría acceder de manera recursiva o rutinaria.
En cambio, el sociólogo clásico alemán Max Weber [1864–1920] postula que la
sociedad no puede existir sin los agentes, argumentando que éstos son el punto de
partida de las acciones sociales. Desde su perspectiva, una acción social tiene fines
específicos y está orientada a los otros. Las relaciones sociales serían entonces,
acciones sociales recíprocas y la sociedad, la resultante de los agentes en acción
(Weber 1999).
Los sociólogos estadounidenses contemporáneos Peter Berger y Thomas Luckman
intentan trazar un puente entre estructura y acción. Con Durkheim sostienen la
división de socialización primaria y secundaria pero se aproximan al análisis
weberiano al reconocer la importancia de la mediatización del “otro” en la
construcción de la realidad social y de la visión que el individuo, candidato a ser
miembro de la sociedad, tendrá. Estos autores destacan la importancia del diálogo
como productor social de sentido, en tanto consideran que las tipificaciones que
anteceden al individuo se construyen socialmente y pueden ser modificadas por las
nuevas generaciones. Es por eso que si bien la socialización –en especial la escolar,
como sostienen Dubet y Martuccelli– implica una asimetría de poder entre las
nuevas generaciones y las antecesoras, dicho desequilibrio de poder no significa
que los dominados o las generaciones venideras carezcan de capacidad de acción y
cambio (Berger y Luckman, 2005; Dubet y Martuccelli, 1998).
Génesis del concepto: Como lo explican Dubet y Martuccelli la noción de
socialización ocupa un lugar central en la sociología clásica, en tanto esta tradición
descansa en la afirmación de la identidad del actor con el sistema. Uno de los
primeros en analizar este tema fue Thomas Hobbes que afirma que el orden social
se produce por el ajuste de acciones individuales surgidas de la socialización común
de los actores. La socialización es pensada como causa y efecto, esto es, como un
objeto a explicar por lo social y que, a su vez, explicaría lo social (1998: 63 y ss.).
Una elaboración sofisticada y moderna de esta idea constituirá el núcleo explicativo
del concepto de habitus del sociólogo francés Pierre Bourdieu (véase agente social
y estructura social).
Desde la sociología de la educación y pedagogía, el pedagogo Jean Piaget prolongó
las afirmaciones de Durkheim. Según Piaget, a lo largo de los diversos estadios de
su vida, el individuo desarrolla dos procesos complementarios: el de la asimilación,
que consiste en la incorporación de modelos ya constituidos y el de adaptación, que
apunta a ajustar esos modelos según las situaciones y las personas. Desde el
psicoanálisis, Talcott Parsons propone una teoría de la socialización reductible a un
fenómeno de inculcación y de imitación, que deja una parte de autonomía al actor
pero siempre subrayando la homología formal del sistema social y de la
personalidad. El caso escolar ejemplifica esta situación cuando el alumno adquiere
una autonomía, pasando de la identificación con el maestro a la identificación con
los valores lo identifican. Estas teorías, que dan cuenta de una cierta programación
social del individuo, son refutadas por otros autores como George Mead, quien
sostiene que la socialización no es una simple programación de conductas y de
actitudes, dado que las sociedades complejas producen un “yo” íntimo y más
auténtico en cuanto es definido por las relaciones universales (Dubet y Martuccelli,
1998: 68 ss.) (véase identidad).
Socialización primaria y secundaria y modernidad: La diferencia en las
condiciones sociales de la sociedad analizada por Durkheim y la época actual obliga
a repensar la relación entre la educación y la familia. En los tiempos descriptos por
el sociólogo francés, los principales referentes de los niños y los jóvenes eran la
familia y la escuela y existía un acuerdo respecto de los valores que era preciso
trasmitir a las nuevas generaciones. Por ello, dichas instituciones eran fuentes de
autoridad legítima. En la actualidad, las reglas del juego han cambiado
considerablemente, al igual que la escuela y la familia. Los jóvenes están expuestos
a los medios de comunicación masiva que han logrado instalar nuevos valores,
prácticas y relaciones sociales (Hollman et. al, 2007: 10). Por ello Juan Carlos
Tedesco sostiene que en la actualidad el problema de toda socialización secundaria
reside en que actúa sobre un sujeto ya formado y que todo nuevo aprendizaje
requiere un cierto grado de coherencia con la estructura básica anterior. En este
sentido, este autor afirma que el proceso de socialización secundaria debe apelar
continuamente a reforzar dicha coherencia para garantizar mayor efectividad en el
aprendizaje (Tedesco, 1985, citado en Hollman, et. al 2007: 11).
Como sosteníamos líneas arriba, la socialización es un proceso cambiante y
multidireccional. Sin duda uno de los cambios más importantes en la socialización
en los últimos tiempos está relacionado con la crisis de legitimidad de los agentes
de socialización y de las instituciones públicas y con la desinstitucionalización de la
familia (ver identidad y familia). Como lo explica Gauchet, la familia continúa
siendo un agente importante de la socialización pero lo hace de un modo diferente,
dado que dicha institución, comprendida en la actualidad como refugio contra la
sociedad, no cumple la misma función que cuando tenía a cargo la formación de un
ser para la sociedad. Por ello, hoy la escuela –y la educación– debe asumir una
función que antes estaba asegurada por la familia: la de instruir y socializar. En
suma, las familias –como las escuelas– no quedaron al margen de las
transformaciones de los últimos años sino que fueron atravesadas por ellas (véase
globalización e identidad). En particular, la escuela participa de la socialización
no sólo en función de las amistades y las relaciones juveniles, sino también a partir
de los fracasos y éxitos y los entusiasmos y las heridas que constituyen parte de la
formación de los jóvenes como los aprendizajes escolares. Es decir, para
comprender lo que fabrica la escuela hay que entender que los alumnos son lo que
la escuela ha querido hacer de ellos pero, también, son el resultado de lo mucho
que se le escapa a su control. En la actualidad, esa parte incontrolada parece más
importante que la que surge dentro del clonage educativo, en tanto son tan
diversos los públicos asistentes y las situaciones escolares que muchas veces
parece que los alumnos se construyen al lado –sino en contra– de la escuela (Dubet
y Martuccelli, 1998: 14 y ss.).
Bibliografía
Berger, P. y Luckman, T. (2005). La construcción social de la realidad. Buenos Aires:
Amorrortu.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (1998). En la escuela. Sociología de la experiencia
escolar. Buenos Aires: Losada.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Durkheim, E. (1993; 1893 1ª ed. francesa). La división del trabajo social. Buenos
Aires: Planeta Agostini.
Durkheim, E. (1998; 1900-1916 1ª versiones). Educación y Pedagogía. Buenos Aires:
Losada.
Gauchet, M. (2004). La democracia contra sí misma. Buenos Aires. Homosapiens.
Hollman, J., García Costoya, M. y Lerner, M. (2007). El lugar de los adultos frente a
los niños y los jóvenes. Marco conceptual. Observatorio Argentino de Violencia en
las Escuelas. http://www.me.ar/observatorio (disponible el 22/05/2008).
Weber, Max (1999; 1922 1ª edición alemana). Economía y sociedad. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
Sociedad civil:
En la actualidad el término de sociedad civil se refiere al conjunto de entidades no
gubernamentales que tienen incidencia en la vida pública. Se trata de instituciones
que conforman una sociedad activa, diferenciándose del Estado y de las empresas,
por lo que suele llamarse “tercer sector”.
Las organizaciones que integran este tercer sector se diferencian de los otros dos
actores sociales mencionados por sus objetivos. Mientras el Estado debe tener una
pretensión de universalidad y debe organizar la vida pública a través de sus
políticas (véase Estado y Política), las organizaciones sociales tienen una misión y
objetivos particulares, que muchas veces puede beneficiar un solo sector de la
sociedad, basándose en su razón estatuida. Por ejemplo, están las organizaciones
de las comunidades étnicas, las organizaciones de vecinos, las asociaciones de
padres, etc.; entidades diferentes pero constituyen agrupamientos de individuos
que buscan promocionar y defender sus propios intereses. Estas organizaciones se
diferencian del sector empresario porque no buscan los beneficios económicos o
lucrativos.
La sociedad civil en la historia: inicialmente, en tiempos de la conformación de
la sociedad burguesa, el término sociedad civil tenía otro significado. En la literatura
sociológica aparece por primera vez usado por Adam Ferguson y luego por Augusto
Comte para designar la división del trabajo. La sociedad civil remitía a la sociedad
industrial, para designar el hecho de que todos los miembros de la misma eran
parte útil de la división del trabajo social. Luego, el padre de la sociología francesa,
Emile Durkheim [1858-1917], explicará la importancia de las asociaciones
intermedias entre el individuo y el Estado para evitar que el primero se aleje del
segundo.
La sociedad civil como organizaciones intermedias: Según Durkheim, un
Estado nación sólo puede mantenerse en pié con la existencia de grupos
secundarios o intermedios que al estar próximos a los individuos, los puede atraer
hacia su esfera de acción y arrastrarlos hacia el conjunto de la sociedad. Por ello,
las organizaciones intermedias no median sólo entre el individuo y el Estado sino
también entre Estado y sociedad. Durkheim sostiene que el organismo superior a
estas instituciones es el Estado que las abarca, en tanto órgano supremo y
soberano.
Sociedad civil, sociedad política, Estado y democracia: Alain Touraine realiza
un importante aporte para entender el papel de la sociedad civil en las sociedades
modernas. Para su análisis, parte de la idea de que la democracia se opone a la
revolución porque la ciudadanía le otorga al Estado el poder de transformar la
sociedad (véase Estado, poder y política). Además, para entender el
funcionamiento de la sociedad civil, este autor realiza una diferenciación analítica
entre Estado y sociedad política: el primero remite a los poderes que defienden y
dan lugar a la sociedad nacional y la segunda refiere a la unidad a partir de la
diversidad de dicha sociedad. La sociedad civil representa a los actores orientados
por valores sociales y culturales, que pueden ser conflictivos e incluso
contradictorios. La democracia, sostiene Touraine, afirma la independencia del
sistema político pero también su capacidad de establecer relaciones con los otros
niveles de la sociedad, entre ellos con la sociedad civil. Según su análisis, la
separación de la sociedad civil de la política y del Estado es un condición central
para la formación de la democracia, que requiere el reconocimiento de las lógicas
propias de la sociedad civil y el Estado, que pueden ser distintas y a menudo
contradictorias (Touraine, 2000: 67 y ss).
Sociedad civil y democracia: Según Touraine, la limitación al poder del Estado
necesita de dos condiciones. El reconocimiento de la sociedad política y su
autonomización por un lado; y el de la sociedad civil por el otro. Como sostiene el
autor, el Estado tiene funciones que no necesariamente exigen la existencia de un
sistema democrático como son el cuidado de las fronteras, la capacidad de hacer la
guerra y la organización de la vida pública y social. De manera análoga, los actores
y movimientos que componen a la sociedad civil no actúan naturalmente de
manera democrática. Es el sistema político el que posibilita la democracia
(Touraine, 2000: 70).
La sociedad civil en la actualidad: en la actualidad las organizaciones de la
sociedad civil están en auge. Muchos autores explican esta situación mediante la
idea de empoderamiento de los agentes sociales, es decir, de su capacidad de
reconocerse como sujetos de derecho capaces producir un cambio que las
favorezca. Esta lectura ilumina la capacidad de cambio social y cultural de los
ciudadanos, pero exige contemplar, también, que el auge de estas organizaciones
está asociado, también, con el retiro del Estado. El desmantelamiento del Estado de
Bienestar sentó las bases para que organismos internacionales y nacionales
ingresen en la arena pública reivindicando los derechos y las prestaciones perdidas
e, incluso, brindando algunas de las mismas. Esta situación genera ciertos
problemas porque las organizaciones de la sociedad civil tienen recursos escasos y
sólo pueden atender a poblaciones acotadas, lo produce competencia entre los
sectores más desprotegidos, vulnerables y cadenciados, en su lucha por acceder a
esos recursos limitados, favoreciendo la fragmentación social.
Bibliografía:
Durkheim, E. (1993; 1893 1ª ed. francesa). La división del trabajo social. Buenos
Aires: Planeta Agostini.
Gallino, L. (2001). Diccionario de Sociología. Buenos Aires: Siglo XXI.
Macionis, J. y Plumier, K. (2001). Sociología. Barcelona: Prentice Hall.
Touraine, A. (2000). ¿Qué es la Democracia? Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
V
Violencia:
Entendemos el concepto de violencia de manera ampliada, con lo cual la noción
abarca no sólo hechos delictivos que atentan contra la norma –robos, delincuencias
y agresiones físicas–, sino también aquellas situaciones que las víctimas perciben
como violentas. De esta manera la violencia es un modelo relacional que excluye
otras alternativas de interacción (Nebreda y Perales, 1998). Planteada en estos
términos, esta conceptualización permite no sólo identificar los actos violentos sino
analizar o medir la sensación de los actores sociales respecto a la violencia en la
vida cotidiana. Mientras que el conflicto puede ser definido de manera positiva
como una oportunidad de expresión para los actores, la violencia remite a la
opresión, destrucción y quiebre del desarrollo. La violencia es, como todos los
hechos sociales, un fenómeno multicausal que surge de una interacción
problemática entre el individuo y su entorno.
El debate en torno a la presencia de la violencia en la vida cotidiana. El
discurso del sentido común –cristalizado en los medios de comunicación masiva–
indica un aumento en la violencia social y cotidiana. Sin embargo, desde las
ciencias sociales esto se pone en cuestión. Por un lado, varios autores sostienen
que el aumento no refiere a la violencia en sí misma sino su dramatización
(Serrano, 1998). Además esta perspectiva, junto con nuestra definición de violencia
–al tomar la perspectiva del actor respecto a la sensación de violencia–, permiten
afirmar que el crecimiento de la reflexividad social (véase agente social e identidad),
posibilita una mayor percepción y reconocimiento de la violencia, debido a la
capacidad en aumento de los actores de reflexión y de autoconfrontación. Por otro
lado, algunos autores, como Dubet y Martuccelli (2000), afirman que desde la caída
del Estado de bienestar se efectuó un corrimiento de la violencia que antes sucedía en
las fábricas a la ciudad. Como sostienen estos autores, la crisis de cohesión social
(véase lazo social) surgida de la caída de la sociedad salarial (véase globalización)
generó fragmentación en las sociedades y un aumento de las desigualdades sociales a la
par que su mayor visibilización. Entonces, fenómenos que anteriormente eran
contenidos por las fábricas y las instituciones conectadas con ellas –como los
sindicatos–, se proyectan a otros espacios como la ciudad y la escuela.
El fenómeno de la violencia está ligado a la integración y la exclusión. La violencia
está relacionada con la desintegración social, ya que muchas veces los actos
violentos están vinculados con la discriminación y la segregación racial. Así
planteada, la violencia no es un problema de orden ni de disciplina sino una
respuesta a la reproducción de un modelo injusto de dominación y poder, muchas
veces oculto.
Reproducción social y violencia simbólica: Bourdieu reconoce –con el clásico
planteo del filósofo alemán Carl Marx [1818–1883]– que la sociedad se estructura
en luchas de clase pero plantea que lo objetivo y lo subjetivo son dimensiones
indisolubles: lo material y lo simbólico se alimentan mutuamente. Según esta idea,
la dominación legítima de una clase sobre otra se da a través del dominio
económico pero eso no basta. Dicho en los términos del autor, una clase se vuelve
dominante –entre otros factores– al poseer mayor capital que las otras; pero,
además, la dominación requiere hacer natural el carácter arbitrario de la
distribución del capital. Es por eso que el dominio de un grupo sobre otro necesita
tanto de la base material (económica) como de la simbólica. Por dimensión
simbólica se entiende el conjunto de relaciones de sentido que, junto con las
relaciones de fuerza, conforman la realidad social. Dicha dimensión simbólica del orden
social es lo que permite la existencia y reproducción de la injusticia.
La dominación legítima tiene el apoyo o la anuencia de los dominados, en tanto el
ajuste entre campo y habitus (véase agente social) perpetúa el orden social
(injusto) existente. Es por eso que la violencia simbólica es aquella que se ejerce
sobre el agente con su complicidad. La violencia simbólica constituye una forma
“suave” de violencia con la cual se ejerce una dominación a través del lenguaje en
la que ella se oculta. Se trata de una violencia que, al ser amable, es aceptada con
el reconocimiento y (des)conocimiento de los dominados, reproduciendo la
dominación. Este dominio se da por sentado debido al acuerdo casi perfecto e
inmediato entre las estructuras sociales y las cognitivas, incorporadas en los
cuerpos y mentes de los actores. La complicidad de los actores hace que –aun si
están imbuidos en el determinismo social– colaboren a producir la eficacia de
aquello que los determina al realizar una actividad estructurante (Kaplan 2006: 40 y
ss.).
Según Bourdieu, el ajuste entre la determinación y las categorías de percepción de
los agentes provoca el efecto de dominación. Es por eso que la violencia simbólica
se aplica con el desconocimiento y el reconocimiento del dominando. Este autor
llama desconocimiento al hecho de reconocer una violencia que se ejerce
precisamente en la medida que no se percibe como tal. Lo que designa con el
nombre de reconocimiento es el conjunto de presupuestos fundamentales,
prerreflexivos, con los que el agente se compromete en el simple hecho de dar el
mundo por sentado. Esto es, aceptar el mundo como es y encontrarlo natural
porque las mentes de los individuos están modeladas de acuerdo con estructuras
cognitivas que están vinculadas con las estructuras del mundo (Bourdieu, 2005, en
Kaplan, 2006: 41).
La violencia simbólica no refiere a una coacción física o material, sino al principal
mecanismo de reproducción social que la convierte en el principal medio de
mantenimiento del orden. En su núcleo se encuentra la doble naturalización, fruto
de la inscripción social del orden en las cosas y en los cuerpos (Flashland, 2003). Es
en el ámbito cultural donde mejor se puede vislumbrar los mecanismos de la
violencia simbólica, ya que como argumenta Bourdieu, el campo educativo trasmite
conocimientos y valores que no son neutros sino que representan una imposición
arbitraria de valores y saberes de una clase sobre otra (Bourdieu, 2000). Esta
imposición legítima es la que permite la conformación del Estado moderno, según la
clásica definición weberiana del Estado como monopolio legítimo de la coacción
física, a la que Bourdieu (1993) reformula diciendo que el Estado no es sólo el
monopolio legítimo de la violencia física, sino también de la simbólica (véase
Estado). El principal sustento de la violencia simbólica es la acción pedagógica, es
decir la educación, en las tres formas que identifica Bourdieu: 1) la educación
informal; 2) la educación familiar; y 3) la educación institucionalizada.
Tipos de Violencia: en la actualidad podemos encontrar varios tipos de violencia
en la sociedad. Un tipo es la violencia familiar o doméstica, ya sea verbal,
psicológica o física. Pero, también, existe la violencia en el ámbito educativo, es
decir, la violencia escolar hacia, desde y en la escuela, incluyéndose en este último
caso la violencia entre pares o bullying, como se la conoce en los medios, que
implica un constante hostigamiento entre iguales. También debe subrayarse la
violencia de los medios de comunicación con influencia relativa en los televidentes
(Nebreda y Perales, 1998).
Desde otro ángulo, los diferentes tipos de violencia pueden ser conectados con
determinados sectores, actores o situaciones sociales. Un actor social comúnmente
tildado de violento es la juventud, evidenciando cómo los grandes vacíos simbólicos
se proyectan sobre los jóvenes y favoreciendo una esencialización de la relación
entre éstos y violencia (Maluf, 1995). En modo similar, la pobreza al igual que la
delincuencia, en especial la juvenil, es muchas veces asociada a la violencia. En
este sentido, el planteo de Kessler (2004) muestra cómo las prácticas delictivas –y
violentas– son parte una rutina más amplia que involucra a la escolaridad, como
muestra el hecho de que los propios actores no consideran excluyentes ambas
actividades.
Bibliografía
Bourdieu, P. (1993). Espris d`Etat. Actes de la Recherche en Sciences Sociales (96–
97) un mars, 49–62.
Bourdieu, P. (2000). Poder, derecho y clases sociales. Barcelona: Desclee.
Dubet, F. y Martuccelli, D. (2000). ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada.
Flaschland, C. (2003). Pierre Bourdieu y el capital simbólico. España: Campo de
Ideas.
Kaplan, C. (2006). Violencias en plural. Sociología de las violencias en la escuela.
Buenos Aires: Miño y Dávila.
Kessler, Gabriel (2004). Sociología del delito amateur. Buenos Aires, Paidós.
Nebreda, B. y Perales, A. (1998). Jóvenes, violencia y televisión. En Revista de
estudios de juventud (42), 15-20.
Serrano, M. M. (1998). “Factores socioantropológicos. Significados que tiene la
vinculación que se ha establecido entre juventud y violencia”. En Revista de
estudios de juventud (42), 9-15.