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Navajas Zubeldía, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds.): Novísima. Actas del II Congreso Internacional de Historia de 39 La dictadura de Primo de Rivera y el franquismo: ¿Un modelo a imitar de dictadura liquidacionista? Eduardo González Calleja Universidad Carlos III de Madrid La relación histórica entre las dos dictaduras de nuestro siglo XX ha estado repleta de ambigüedades. En los años treinta, la extrema derecha acusó al régimen primorriverista de haber sido un “ensayo” incompleto, que por no haberse encaminado hacia formas autoritarias más radicales en la mente de todos estaba el fascismo, había acelerado la crisis del sistema de dominación oligárquico y dejado la puerta abierta a la democracia republicana. Como señalaba el conde de Santibáñez del Río desde las páginas de Acción Española, “al general Primo de Rivera le faltó, es indiscutible, una doctrina política revolucionaria, y le sobró ese ambiente de liberalismo en que fue educado y que malograba sus más potentes y veloces instintos” (Santibáñez del Río, 1932, p. 426). Como recordó tras la guerra un estrecho colaborador, “para nadie es un secreto que el marqués de Estella era, fundamentalmente, un liberal. Pasó su vida entre principios, teorías y hechos de significación liberal” (Aunós, 1947, pp. 28-29). El franquismo escamoteó el debate sobre la naturaleza de la Dictadura de los años veinte, ya que rechazó la idea de que el Directorio hubiera sido un simple paréntesis en el devenir histórico del sistema constitucional español. Se asumió el criterio de las derechas antiliberales de los años treinta, que describió el primorriverismo como un ensayo regeneracionista frustrado por su excesiva medrosidad; un remedio autoritario que, a pesar de su timidez a la hora de romper puentes con el parlamentarismo liberal, fue el antecedente necesario de la “rehabilitación” nacional emprendida por el régimen del 18 de julio. De hecho, en su discurso de 18 de abril de 1938, Franco aseguró que el Movimiento arrancaba del gesto sedicioso de Primo de Rivera, “puente entre el pronunciamiento a lo siglo XIX y la concepción orgánica de esos movimientos que se han llamado fascistas o nacionalistas”, a través de los cuales José Antonio pudo continuar y culminar “el noble esfuerzo de su padre” (Franco, 1938, pp. 12-13). Como dijo uno de los arquitectos de la teoría política del Nuevo Estado, la vinculación con la Dictadura fue una constante del pensamiento y la acción de Franco, que siempre tuvo in mente los logros y los fracasos del régimen de Primo a la hora de articular su propio sistema de poder (Beneyto, 1979, p. 57). Instauró su primer gobierno regular en el aniversario de la caída de Primo, y tres figuras civiles (Guadalhorce, Aunós y Amado) dos militares (Martínez Anido y Gómez-Jordana) de la Dictadura llegaron a ser ministros con Franco, lo que supone un 7,5% del total de los titulares de cartera hasta 1962. 1. El debate sobre la naturaleza política del franquismo Considerada tanto como paréntesis o como movimiento precursor, la primera Dictadura se ha convertido en una útil piedra de toque para calibrar el alcance histórico-político de la segunda. El intento de comparación conduce inexorablemente a terciar en el arduo debate sobre la naturaleza del franquismo, cuyas interpretaciones canónicas parecen haber oscilado entre dos polos: por un lado está su tipificación como la variante específicamente española del fascismo europeo de entreguerras, por su carácter antirrevolucionario, antiliberal y fuertemente represivo, más allá de su formato político concreto, como pensaban los círculos marxistas de entreguerras (Casanova, 1992 y Preston, 1986). Autores como Sergio Vilar han señalado concomitancias fundamentales del franquismo con el fascismo en tanto que regímenes resultantes de de la falta de transformación Nuestro Tiempo. Logroño: Universidad de La Rioja, 2010, pp. 39-58.

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Navajas Zubeldía, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds.): Novísima. Actas del II Congreso Internacional de Historia de 39

La dictadura de Primo de Rivera y el franquismo:

¿Un modelo a imitar de dictadura liquidacionista?

Eduardo González Calleja Universidad Carlos III de Madrid

La relación histórica entre las dos dictaduras de nuestro siglo XX ha estado repleta de ambigüedades. En los años treinta, la extrema derecha acusó al régimen primorriverista de haber sido un “ensayo” incompleto, que por no haberse encaminado hacia formas autoritarias más radicales ―en la mente de todos estaba el fascismo―, había acelerado la crisis del sistema de dominación oligárquico y dejado la puerta abierta a la democracia republicana. Como señalaba el conde de Santibáñez del Río desde las páginas de Acción Española, “al general Primo de Rivera le faltó, es indiscutible, una doctrina política revolucionaria, y le sobró ese ambiente de liberalismo en que fue educado y que malograba sus más potentes y veloces instintos” (Santibáñez del Río, 1932, p. 426). Como recordó tras la guerra un estrecho colaborador, “para nadie es un secreto que el marqués de Estella era, fundamentalmente, un liberal. Pasó su vida entre principios, teorías y hechos de significación liberal” (Aunós, 1947, pp. 28-29).

El franquismo escamoteó el debate sobre la naturaleza de la Dictadura de los años veinte, ya que rechazó la idea de que el Directorio hubiera sido un simple paréntesis en el devenir histórico del sistema constitucional español. Se asumió el criterio de las derechas antiliberales de los años treinta, que describió el primorriverismo como un ensayo regeneracionista frustrado por su excesiva medrosidad; un remedio autoritario que, a pesar de su timidez a la hora de romper puentes con el parlamentarismo liberal, fue el antecedente necesario de la “rehabilitación” nacional emprendida por el régimen del 18 de julio. De hecho, en su discurso de 18 de abril de 1938, Franco aseguró que el Movimiento arrancaba del gesto sedicioso de Primo de Rivera, “puente entre el pronunciamiento a lo siglo XIX y la concepción orgánica de esos movimientos que se han llamado fascistas o nacionalistas”, a través de los cuales José Antonio pudo continuar y culminar “el noble esfuerzo de su padre” (Franco, 1938, pp. 12-13). Como dijo uno de los arquitectos de la teoría política del Nuevo Estado, la vinculación con la Dictadura fue una constante del pensamiento y la acción de Franco, que siempre tuvo in mente los logros y los fracasos del régimen de Primo a la hora de articular su propio sistema de poder (Beneyto, 1979, p. 57). Instauró su primer gobierno regular en el aniversario de la caída de Primo, y tres figuras civiles (Guadalhorce, Aunós y Amado) dos militares (Martínez Anido y Gómez-Jordana) de la Dictadura llegaron a ser ministros con Franco, lo que supone un 7,5% del total de los titulares de cartera hasta 1962.

1. El debate sobre la naturaleza política del franquismo

Considerada tanto como paréntesis o como movimiento precursor, la primera Dictadura se ha convertido en una útil piedra de toque para calibrar el alcance histórico-político de la segunda. El intento de comparación conduce inexorablemente a terciar en el arduo debate sobre la naturaleza del franquismo, cuyas interpretaciones canónicas parecen haber oscilado entre dos polos: por un lado está su tipificación como la variante específicamente española del fascismo europeo de entreguerras, por su carácter antirrevolucionario, antiliberal y fuertemente represivo, más allá de su formato político concreto, como pensaban los círculos marxistas de entreguerras (Casanova, 1992 y Preston, 1986). Autores como Sergio Vilar han señalado concomitancias fundamentales del franquismo con el fascismo en tanto que regímenes resultantes de de la falta de transformación

Nuestro Tiempo. Logroño: Universidad de La Rioja, 2010, pp. 39-58.

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revolucionaria del Estado feudal en Estado capitalista (Vilar, 1977). Según Malefakis, los rasgos de las dictaduras genéricamente fascistas serían: 1) La pretensión de crear una nueva clase de hombre y de sociedad, basados en la jerarquía, el nacionalismo y la guerra; 2) la presencia de un liderazgo de cualidades supuestamente sobrehumanas, sin restricciones de ningún tipo; 3) la identificación completa del líder con el partido; 4) el énfasis en la propaganda para glorificar al líder y al partido; 5) un nacionalismo extremo con una expansión ilimitada del poder nacional; 6) la fascinación por la modernidad y búsqueda de la prosperidad material; 7) la proliferación de instituciones de encuadramiento y disminución de la influencia de las instituciones religiosas, y 8) la alianza con las grandes empresas y otros grupos sociales y económicos (Malefakis, 2005, pp. 34-38). Existiría una diferencia fundamental entre el fascismo y el autoritarismo conservador, ya que mientras que el primero busca la regeneración radical de la nación a través de la movilización nacional-revolucionaria de las masas en pos de un Estado totalitario de nuevo cuño, el segundo tiende a defender el orden sociopolítico existente.

Por otro lado, la historiografía genéricamente conservadora (De Miguel, 1975, pp. 19-21, Hermet, 1985, pp. 365-392; Payne, 1987, pp. 651-672 y Tusell, 1988, pp. 86-110) ha considerado el franquismo como un caso extremo de dictadura militar de corte tradicional, que, como analizó en su momento Juan Linz, mantendría los rasgos característicos del autoritarismo como régimen definido por situarse en un teórico término medio entre democracia y totalitarismo: 1) El pluralismo sociopolítico se vería coartado por las normas jurídicas, aunque las autoridades pueden verse obligadas a tolerar una muy limitada movilización de los ciudadanos y la autonomía de determinadas entidades civiles, como algunas de carácter religioso o educativo; 2) Carecería de una ideología elaborada, pero habría forjado una cierta mentalidad prevalente, entendida como modo de pensamiento y sentimiento más emocional que racional; 3) Descartaría la necesidad de una movilización política intensa, y favorecería la apatía, la desmovilización y el conformismo pasivo de la población; 4) El partido único no sería una organización ideológica bien estructurada que monopoliza todo el acceso al poder, sino que vería frenado su predominio en el Estado por otras instituciones como la Iglesia o el Ejército, y 5) El dictador gozaría de extensas facultades decisorias, que ejerce sin rendir cuentas ante ninguna instancia fiscalizadora, pero no sería absoluto o arbitrario, sino que “ejerce su poder dentro de límites formalmente mal definidos, pero en realidad bastante predecibles” (Linz, 1974, p. 1474). Según esta caracterización, los autoritarismos serían sistemas políticos con un pluralismo político limitado, no responsable, que no contarían con la guía de una ideología elaborada (pero sí con una mentalidad distintiva), ni propiciarían una movilización política intensiva o extensiva (excepto en algunos momentos de su desarrollo), en los cuales un jefe, u ocasionalmente un pequeño grupo dirigente, ejerce el poder político dentro de límites no precisa ni formalmente definidos, pero bastante fáciles de predecir (Linz, 1964 y 1975 y Morlini, 1990). Desde estas premisas cercanas al funcionalismo sistémico se habla del franquismo como un régimen autoritario de pluralismo limitado, con un cierto nivel de arbitraje entre instituciones (Iglesia, Falange, etc.), que cobra autonomía respecto de la sociedad y cambia para adaptarse con eficacia a las circunstancias modernizadoras del país.

Tratando de superar esta dicotomía, que en ocasiones ha derivado en una estéril polémica nominalista, la historiografía más reciente matiza el carácter fascista del franquismo sin descuidar su significado social y clasista. Los que defienden la realidad de la confrontación dialéctica entre fascismo y democracia durante el período de entreguerras han abordado sin duda la interpretación más rica del fenómeno (Sánchez Recio, 1999), empleando y reactualizando el concepto de fascismo y sus anejos: bonapartismo, régimen movilizador de masas, etc. La distinción entre fascismo y autoritarismo resulta muchas veces artificiosa por los estrechos lazos que unieron a ambas tendencias políticas. Los regímenes autoritarios de entreguerras desplegaron tendencias fascistas en diverso grado, hasta poderse hablar de un continuum en el que la posición fascista o autoritaria de los mismos varió según el momento histórico (Balfour, 2008: 40). En España, aunque el componente fascista de la coalición contrarrevolucionaria no fue mayoritario ni decisorio, ésta aprovechó del fascismo sus rasgos más novedosos: su funcionalidad civil violentamente represiva, su retórica organicista antidemocrática y corporativa y su ilusorio remedo de participación integradora de las masas en la política de la nación regenerada (Moradiellos, 2000, p. 221). Las definiciones canónicas han tratado de ser superadas a través del concepto dinámico de fascistización: por presiones internas y externas, el franquismo operó su propia transformación desde una dictadura militar

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reaccionaria a un régimen semitotalitario en imitación consciente de los modelos italiano y alemán. Un proceso frustrado a partir de 1942, y que determinó un retroceso del nivel de fascistización y un retorno consciente a los parámetros de una dictadura conservadora en un régimen político autoritario (Molinero e Ysàs, 1992 y Saz, 1993, p. 198).

La dicotomía totalitarismo/autoritarismo también ha tratado de soslayarse con la acuñación de conceptos alternativos, como el de “despotismo moderno”, entendido como un modo específico de dominación de clase (una de las escasas diferencias con la caracterización de Linz) que se manifestó en la periferia de los países económica y técnicamente más avanzados, donde el poder era ejercido por la clase dominante, y en su nombre por un déspota o una reducida élite, con un pluralismo restringido de clase dentro de las colectividades de servicio y una fórmula política de gobierno que incluía una fachada ideológica sincrética y la tolerancia de cierto grado de pluralismo ideológico entre las facciones que componían la coalición de fuerzas dominantes, mientras que la mayoría popular obedecía y era explotada económicamente (Sevilla Guzmán y Giner, 1975; Sevilla Guzmán, Pérez Yruela y Giner, 1978; Giner, 1985; 141 y Sevilla Guzmán y González de Molina, 1979). Otros autores han destacado su componente bonapartista instrumental, ocasional y miméticamente fascista (Oltrà y De Miguel, 1978). Como Bonaparte, Franco empleó la fórmula referendaria y erigió instituciones como el Consejo del Reino para garantizar la legitimidad, la continuidad y la debida autoridad. Este régimen dictatorial bonapartista o dictadura caudillista basada en el liderazgo carismático se situaría a mitad de camino entre el autoritarismo conservador o contrarrevolucionario y el fascismo como estado de excepción fruto de una crisis social global o una sangrienta guerra civil (Aróstegui, 1986, p. 102; Elorza, 1996, p. 49; Ferrando Badía, 1984 y Juliá, 1993, pp. 123-125). De modo que el franquismo fue, antes que nada, una dictadura militar pragmática, un cesarismo de base militar con una orientación contrarrevolucionaria y arcaizante, pero con una simbología y unos métodos de movilización y represión de carácter fascista, cuyo designio real era “preservar las estructuras sociales de la España de la Restauración, con un nuevo sistema de encuadramiento de masas” (Aróstegui, 1986, p. 97). Aróstegui o Pérez Ledesma destacan el carácter básicamente conservador esta dictadura militar y eclesiástica de tipo tradicional (Pérez Ledesma, 1994), y se abonan al concepto genérico de dictadura como estado de excepción antijurídico (según la teoría acuñada por Carl Schmitt en 1921) y como realidad social. La antijuridicidad aparece como el nuevo término dinámico para abordar la interpretación del desarrollo institucional del franquismo y plantear la cuestión de su legitimidad (Aróstegui, 1996).

No cabe duda de que, como régimen inequívocamente autoritario, aunque sujeto a las inevitables matizaciones que iremos desgranando en estas páginas, la Dictadura primorriverista reunió la mayor parte de las características que enumeraba Linz, pero también anticipó algunos de los ingredientes ideológicos y políticos básicos de la dictadura franquista cuando ésta alcanzó su pleno desarrollo institucional. En esta tarea de clarificación, quizás no fuera ociosa la tarea de confrontar, a la luz del canon del autoritarismo, los rasgos políticos principales del régimen primorriverista, y desde ese punto de partida, determinar sus semejanzas y diferencias con el franquismo. Explicar la auténtica naturaleza de ambos regímenes implica analizar los componentes que han sido la base de su definición (militarismo, dictadura personal, partido único, corporativismo, nacional-catolicismo, etc.), sin olvidar el carácter dinámico y procesual que debe presidir el estudio de los fenómenos políticos en perspectiva histórica comparada.

2. En el origen: las formas de intervención militar en la política

La caracterización básica e indiscutible de ambas dictaduras es que fueron, ante todo y sobre todo, regímenes militares donde culminó la tradición pretoriana, activa en España desde la disolución del Antiguo Régimen. Bien es cierto que la aversión de amplios sectores de las Fuerzas Armadas al parlamentarismo y al sistema oligárquico no derivó en una alternativa específicamente castrense al régimen liberal hasta épocas muy tardías, cuando el sistema de la Restauración había entrado en su crisis final tolerando, entre otras cosas, un cada vez más acusado intervencionismo de los uniformados en los asuntos gubernativos. El Directorio de Primo de Rivera fue la primera dictadura militar directa de nuestra historia, y ello fue un importante antecedente para futuras irrupciones pretorianas. Su imposición violenta a través de los mecanismos tradicionales del insurreccionalismo castrense tampoco ofrece dudas, si bien los rebeldes de 1936 hubieron de

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gestionar el fracaso parcial de su movimiento sedicioso adaptando su estructura militar y política a los requerimientos de una larga guerra civil que, a la postre, fue decisiva para la ulterior caracterización militarista del régimen de Franco, el único que surge de un conflicto fratricida de entre los regímenes autocráticos de la Europa de entreguerras.

El tipo de acción sediciosa emprendida por Primo de Rivera sigue siendo motivo de controversia. Algunos autores (Tusell, 1987) lo incluyen sin vacilar en la tipología del golpe de Estado, pero otros (González Calbet, 1987, pp. 87-88 y Busquets, 1971, p. 69) ya destacaron que el movimiento del 12 al 14 de septiembre de 1923 presentaba los rasgos típicos de un pronunciamiento. La intentona no se planteó como una acción violenta dirigida contra unas instancias de poder consideradas hostiles (aunque el general barajó esta posibilidad en el telegrama enviado al capitán general de Madrid el 14 de septiembre, donde amenazaba con dar “carácter sangriento” a su rebelión si el gobierno oponía algún tipo de resistencia), sino como un llamamiento a las diferentes facciones del Ejército (generales palatinos, africanistas, junteros, etc.) para acabar con un gobierno parlamentario que no gozaba de su apoyo ni de la aquiescencia del rey, con el fin último de “sanear el país” sin provocar una convulsión institucional. Como en la mayor parte de las crisis pretorianas del siglo XIX, el “pronunciamiento negativo” de la parte del Ejército que no estaba implicada directamente en el movimiento y la actitud benévola del Jefe del Estado, verdadero poder arbitral en este tipo de situaciones (que se limitó a aceptar el hecho consumado y a legitimar a posteriori el movimiento sedicioso), fueron elementos decisivos. Con todo, no cabe negar que en el pronunciamiento del 13 de septiembre se dieron también en forma variable otros modos de conflictividad militar como la conjura palaciega (la del “Cuadrilátero” en Madrid), y atisbos de golpe de Estado, como las amenazas proferidas por Sanjurjo desde Zaragoza y Primo desde Barcelona si la rebelión no triunfaba de forma inmediata. Como en tantas otras cosas, desde el mismo momento de la toma del poder, Primo se quedó a mitad de camino entre el pronunciamiento decimonónico y el golpe de fuerza militar de nuevo cuño, que buscaba la instauración de sistemas corporativos modernos al margen de las instituciones liberales.

El otro momento estelar del intervencionismo militar del siglo XX tuvo, por el contrario, características propias de golpe de Estado como asalto directo e irrevocable al poder político. Tras el fracaso de la insurrección híbrida de agosto de 1932 (con un ensayo de golpe de Estado en Madrid y un pronunciamiento de Sanjurjo en Sevilla), la conspiración que desembocó en el levantamiento del 17-18 de julio de 1936 fue la expresión última de una serie de conatos de golpe de Estado de tipo corporativo que fueron sucediéndose en noviembre 1934, diciembre de 1935 y febrero de 1936, y que fueron urdidos en el entorno de la cúpula militar y de la sociedad secreta Unión Militar Española (UME). A la altura de la primavera del 36, la Junta de Generales primero y el “Director” después no aspiraban a impulsar un “grito” al estilo del de Primo de Rivera porque no contaban con las tres premisas básicas para el éxito de un pronunciamiento al viejo estilo: un gobierno desasistido por la opinión pública contra el que no fuera necesario aplicar un grado apreciable de violencia (el apoyo de las organizaciones del Frente Popular indujo a Mola a prescribir el empleo de una “extremada violencia” en sus instrucciones para el golpe), unas Fuerzas Armadas que actuasen de convidado de piedra de la sedición (el avance del militarismo, ejemplificado en los enfrentamientos entre la UME y la Unión Militar Republicana Antifascista —UMRA— acabaron por politizar a los oficiales en uno u otro sentido) y un Jefe de Estado que pudiese arbitrar en la crisis planteada (Alcalá Zamora fue destituido el 7 de abril, y la postrer baza negociadora de Martínez Barrio el 19 de julio de saldó con un fracaso). El 18 de julio se planteó como un golpe donde, al estilo del pronunciamiento de 1923, convergieron tres procesos conspirativos militares: el de la UME, el de la Junta de Generales que operaba en Madrid y la conspiración organizada por Mola en Navarra. Después de conciliar todos los planes subversivos elaborados en su seno, las Fuerzas Armadas impulsaron no sólo su propio proyecto insurreccional, sino toda una alternativa contrarrevolucionaria independiente de los partidos políticos, basada en un confuso pero largamente madurado plan de ordenación autoritaria de la sociedad. Pero al transformarse en un actor más del juego político, el Ejército exigió que todos los demás proyectos contrarrevolucionarios de la derecha se subordinaran a su estrategia y futuro diseño de Estado que, en principio, no iban mucho más allá de la proclamación de una dictadura militar en un régimen temporal de excepción.

Cuando en 1930 el duque de Maura subrayaba la hipertrofia de los institutos armados y sus consecuencias políticas con la metáfora de la conversión del Ejército en Partido (Maura Gamazo,

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1930, vol. I, pp. 10-15), podía haberlo aplicado igualmente a las Fuerzas Armadas de la posguerra civil. En ambos regímenes destacaba la posición privilegiada del Ejército como instrumento esencial de poder, ya que en las dictaduras militares la debilidad o la ausencia de un partido de masas conduce a menudo a la utilización de la oficialidad en puestos políticos, en posiciones de patronazgo y en los puesto de la Administración civil, donde las armas más técnicas proveen de expertos para cargos públicos e industrias nacionalizadas. Así sucedió durante la primera Dictadura con los gobernadores civiles (entre el 14-15 de septiembre de 1923 y el 2-4 de abril de 1924, todos los Gobiernos Civiles quedaron en manos de los gobernadores militares) y con los delegados gubernativos nombrados en cada partido judicial en octubre-noviembre de 1923, o con los primeros gobernadores civiles y los responsables de las empresas públicas del INI durante el franquismo. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre un régimen militar-corporativo incorporante, donde la élite del poder trata de forjar un nuevo equilibrio entre Estado y sociedad incorporando a sectores de la clase obrera al nuevo modelo económico y político (como fue el caso del primorriverismo), y un régimen corporativo excluyente (como fue en esencia el franquismo), donde ese nuevo equilibrio Estado-sociedad descansaba en políticas represivas para desactivar y reestructurar a amplios sectores de la clase obrera organizada (Stepan, 1978, p. 74). En ambos tipos de régimen las oligarquías políticas liberales fueron sustituidas por nuevas élites políticas procedentes del Ejército, la burocracia administrativa los técnicos desarrollistas y los sectores cercanos a la iglesia (Gómez-Navarro, 1991, p. 81). Sin embargo, a diferencia del régimen de Primo, donde la generación de militares gestores acabó por formar los cuadros de las futuras rebeliones contra el poder establecido, en el franquismo ese componente militar fundamental no acabó derivando en un persistente pretorianismo, ya que el veto castrense quedó institucionalizado en la posición de privilegio de que disfrutaron las Fuerzas Armadas a lo largo de la dictadura.

En su origen, ambos gobiernos se constituyeron de forma improvisada en base a las jerarquías militares. El Directorio Militar primorriverista, cuyos vocales (no ministros) coadyuvaban a la gobernación sin adjudicación de carteras, según el R.D. de 15 de septiembre de 1923, recuerda a la Junta de Defensa Nacional constituida en zona rebelde el 24 de julio de 1936 en su función de organismo colegiado estrictamente militar que asumió todos los poderes del Estado. Cierto que durante la misma guerra civil se pasó del modelo de junta militar colegiada a una plena dictadura militar de poder personal individualizado, cosa que nunca fue el régimen de Primo, ni siquiera cuando el 21 de diciembre de 1923 abordó su primera reorganización político-administrativa: se mantuvo la responsabilidad personal del presidente, pero se regularon las formas de convocatoria y de votación del Directorio, las delegaciones de funciones de sus vocales y la capacidad inspectora del presidente por enfermedad o ausencia. En ambas circunstancias (la provisionalidad del régimen primorriverista hasta inicios de 1924 o el “Estado campamental” rebelde de julio de 1936 a enero de 1938), la cúpula militar actuó como entidad de asesoramiento antes que como órgano de gobierno. Incluso en la reforma de diciembre de 1925, los miembros del Directorio Civil sólo eran funcionarios administrativos que actuaban a título personal en funciones asesoras, no ejecutivas, que quedaban a cargo del dictador. Una función similar tuvieron los vocales de la Junta Técnica del Estado entre octubre de 1936 y enero de 1938.

De acuerdo con la mentalidad militar, en ambos regímenes el orden público se convirtió en un valor supremo e innegociable, lo que implicaba anteponer prioridades de carácter represivo. La Dictadura y el primer franquismo pusieron en las manos exclusivas de las Fuerzas Armadas la defensa interna y externa del país. Un poder omnímodo, no controlado por ninguna Asamblea, libre de la responsabilidad política exigible a un gobierno parlamentario, y potenciado hasta la arbitrariedad por la suspensión de la Constitución y la virtual desaparición de las normativas inherentes a las libertades públicas. La imposición del estado de guerra entre el 15 de septiembre de 1923 y el 15 de mayo de 1925, o entre el 17-18 de julio de 1936 y el 7 de abril de 1948 es un buen indicio de la naturaleza coactiva de estos regímenes cimentados en un estado de excepción casi permanente. Un personaje tan notorio como el general Martínez Anido, nombrado subsecretario de Gobernación en septiembre de 1923, y vicepresidente del gobierno y ministro de la Gobernación hasta enero de 1930, actuó como el necesario hombre-puente entre una y otra experiencia de gestión autoritaria del orden público: en octubre de 1937 fue nombrado jefe de los servicios de Seguridad Interior, Orden Público y Fronteras, dependiente directamente de la Jefatura de Estado, y al constituirse el primer gobierno de Franco pasó a la cartera de Orden Público (separada de la de administración interior), cargo que desempeñó hasta su

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fallecimiento en 1938. Sin embargo, bien poco tiene que ver la represión selectiva y raramente cruenta que practico la primera Dictadura con el desarrollo de la represión franquista como instrumento de guerra, pero también como baza de control político y social a través de la difusión indiscriminada del miedo en un régimen militar que erigió un sistema duradero de control social y político sobre la base del monopolio absoluto de la violencia oficial

A pesar de esas diferencias cualitativas y cuantitativas, existieron algunos elementos comunes. Entre las obsesiones represivas que migraron de un régimen a otro merece destacarse la lucha anticomunista. El régimen de Primo de Rivera no sólo creó un juzgado especial para tal fin, sino que apoyó formalmente las actividades de entidades como el Secretariado español de la Entente Internationale contre la IIIe Internationale, cuyos boletines leía con avidez Franco en esta época (González Calleja y Rey Reguillo, 1995, pp. 221-234). Pero a diferencia de la segunda dictadura, el primorriverismo no extendió la persecución contra el comunismo al parlamentarismo o al pensamiento liberal-conservador. Aunque la Dictadura de los años veinte nunca tuvo intención de establecer un sistema de represión tan generalizado e intenso como el que se impuso durante el primer franquismo, sí que trató de implicar de forma activa a los sectores conservadores en la preservación del orden social, identificado con el orden público. El impulso al Somatén como milicia armada que identificó su actuación y valores con los del sistema político que le dio vida, fue un precedente directo de su recuperación por el régimen franquista, que patrocinó movimientos “vigilantes” y de autodefensa más ideologizados, como la Guardia de Franco o las delegaciones nacionales de Milicias y de Información e Investigación de FET. Incluso podría hablarse de una radicalización de esta colaboración “cívica”, cuando un Decreto Ley de 3 de febrero de 1929 facultó a la Unión Patriótica (UP) y al Somatén Nacional a “crear centros de investigación e información ciudadana, colaboradores de las autoridades en cuanto pueda afectar el mantenimiento del orden público” (art. 3). Esta implicación de las organizaciones de apoyo cívico de la Dictadura en funciones de información y represión parapolicial esbozaban un tardío pero importante giro en la política de orden público, que podía haber apuntado hacia una posible deriva “totalitarista” del régimen caso de haber tenido éxito en su proceso de institucionalización. Pero a pesar de la voluntad declarada de consolidar un amplio entramado represivo, el Directorio no llegó nunca a cumplir este requisito de “modernidad”, o al menos trató de abordarlo demasiado tarde, cuando la supervivencia de la Dictadura estaba más que comprometida. En general, el régimen de Primo de Rivera se diferenció claramente de los fascismos en la exaltación como bien supremo de la paz social en un régimen patriarcal frente a la exaltación juvenil de la violencia.

En su papel de administrador decisorio, el Ejército fue presentado en el primorriverismo y el franquismo como esencialmente apolítico, una institución nacional por encima de partidos y de clases. La voluntad de apoliticismo (una auténtica aversión a la “política” que fue la seña de identidad de ambos regímenes) alimentó la aparición de la tecnocracia como sistema de decisiones tomadas de acuerdo con criterios técnicos, de administración, antes que políticos. De ahí que, en este aspecto concreto, la fase del franquismo más cercana a la de Primo fuera la de los años sesenta, la de menor movilización política y mayor presencia de grupos tecnocráticos en un modelo más abierto de desarrollo económico. La herencia de la forma de gobierno tecnocrática (con el rechazo de la política como factor de desunión nacional, la importancia del alto funcionariado civil, y sobre todo militar, y la prioridad que debía concederse a las cuestiones y los logros económico-sociales sobre los político-ideológicos y los derechos cívicos) no ofrece lugar a dudas. Como reconoce Ricardo de la Cierva, “cualquier persona con capacidad técnica y que hubiera colaborado con don Miguel tenían automáticamente un cargo de ministro o inmediato en la España de Franco”, lo que interpreta como un elemento de continuidad (Cierva, 1974, p. 176). Sin embargo, mientras que algunos colabores de Primo como Aunós, Calvo Sotelo o Yanguas habían participado de la “vieja política” parlamentaria en las filas de la Lliga o el maurismo, los “tecnócratas” franquistas exhibían un más rotundo currículum antiliberal. En todo caso, tanto el primorriverismo como el franquismo aparecen como regímenes de fuerza y excepción constituidos y dominados por el Ejército (Moradiellos, 2000, p. 12), que se erigió en espina dorsal del Estado, mantuvo su manejo exclusivo de los asuntos castrenses e impregnó con sus principios y valores a buena parte de la sociedad. No hay que olvidar que de los 114 ministros de Franco, 32 fueron militares (28%), y hasta 1969 un tercio de los ministros fueron jefes militares.

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3. El equilibrio de poderes, la naturaleza del partido único y la legitimación del liderazgo

La relación entre poderes y el tipo de apoyo político que un régimen recibe de la población ilustra también sobre su carácter y evolución. En ambas dictaduras se percibe un sobredimensionamiento de las funciones de gobierno y una primacía del Ejecutivo sobre los demás poderes del Estado. El Proyecto de Texto Fundamental hecho público en julio de 1929 mantuvo el esquema doctrinario de las constituciones moderadas del siglo XIX, es decir, la cosoberanía de las Cortes con el rey (artículo 34) y la negativa de la soberanía popular, que fue cedida al Estado como “órgano permanente representativo de la Nación” (artículo 4). Como en un sistema presidencialista, el rey no era el “poder moderador”, sino el jefe del Poder Ejecutivo, y podía nombrar y separar libremente a los ministros, e incluso interferir en el Poder Judicial. Se otorgó un papel preponderante a la prerrogativa regia, pero para evitar su desgaste en la acción política, el Consejo del Reino (que Primo comparó en alguna ocasión con el Gran Consejo Fascista), ampliado en sus funciones consultiva, jurisdiccional-constitucional y legislativa, se erigió en garante de las relaciones entre un Ejecutivo completamente dependiente del rey y un Parlamento disminuido respecto del papel histórico que ejerció en épocas anteriores, ya que perdió casi por completo su capacidad fiscalizadora de las tareas de gobierno (García Canales, 1980, p. 279). Intervenía en la designación de presidente del Gobierno o del regente, y podía proponer la disolución anticipada de las Cortes y vetar las decisiones del Parlamento. Franco se inspiró claramente en este precedente para la constitución del Consejo del Reino como alto consejo asesor que, según la Ley de Sucesión de 26 de julio de 1947, debía ratificar la decisión del Jefe del Estado de disolver o prorrogar las legislaturas de las Cortes, y proporcionar una terna de tres nombres para el nombramiento de un presidente del Gobierno. El franquismo mantuvo una voluntad de permanencia y de ruptura con el pasado, pero se resistió a la institucionalización en formas jurídicas o constitucionales. Sin embargo, no cabe duda de que el proyecto de Constitución de 1929, de carácter antiliberal, monárquico y corporativo, fue un precedente de las Leyes Fundamentales del Reino, especialmente de la Ley Orgánica del Estado de 1967.

Se supone que los sistemas totalitarios articulan la relación entre el Estado y la sociedad a través de un modelo de partido único intensamente ideologizado, jerarquizado, movilizado en todas las esferas de la sociedad e identificado completamente con el líder. Justo es decir que el primorriverismo recorrió en este aspecto un menor trecho que el franquismo hacia ese tipo ideal. Como en el caso de otros regímenes autoritarios establecidos en el período de entreguerras, como los de Portugal y Austria, la UP no actuó como un partido para la conquista del poder, sino como un partido de y para el poder. Superado su efímero deslumbramiento fascista de fines de 1923, pero necesitado de un organismo de elaboración ideológica, movilización y organización que brindara apoyo institucional a una Administración “evacuada” por los políticos de los viejos partidos, Primo rechazó las propuestas parafascistas minoritarias de grupúsculos como “La Traza” y se decidió por el auxilio más fiable que le podían ofrecer las organizaciones católicas adictas. Aunque la UP fue presentada al dictador como un antipartido nacional en el sentido mussoliniano del término, su naturaleza respondió más bien a los designios del conservadurismo radical. El poeta gaditano José María Pemán situaba a la UP como un hecho típico de la posguerra: una liga patriótica nacional (o “liga ciudadana”, concepto de honda raigambre maurista) que reaccionaba contra la razón y los principios liberales con su exaltación del caudillaje carismático teñido de paternalismo, elitismo y desprecio de las “masas plebeyas”; con su defensa de un corporativismo basado en la armonía jerárquica y orgánica de las instituciones básicas de la Patria (individuo, familia, municipio, provincia y Estado); con su inquina a la democracia y el liberalismo que acarreaban como secuela indefectible el comunismo, y con su defensa a ultranza de la unidad nacional contra las tentaciones separatistas y de la religión como aglutinadora de las ideas tradicionales de Patria y Monarquía (Pemán, 1929, pp. 97ss). En agosto de 1927, Primo definió a la UP como una “conducta organizada”, no como un partido doctrinario o personalista, sino como una organización de ciudadanos de buena voluntad, apolítica y puramente patriótica.

Este “partido monárquico central, templado y serenamente democrático” nunca elaboró una formulación doctrinal clara, aunque en su seno primó un básico conservadurismo con tintes corporativos, antiparlamentarios y autoritarios. Aunque a fines de 1929 Ramiro de Maeztu escribió que los primorriveristas debían prepararse para “establecer alguna forma de fascismo”, en el que la

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UP y el Somatén nutrirían las filas del partido único, la entidad política primorriverista no fue mucho más allá de la simpatía retórica por el fascismo y de la ratificación de las ideas antiliberales, antiparlamentarias y autoritarias exhibidas por la derecha española en su sinuoso camino de radicalización desde inicios de siglo. Ben-Ami opina que el catolicismo de derecha y la UP ya contenían las ideas típicas del “fascismo español” (negación del capitalismo y el liberalismo, miedo al socialismo, apuesta por un estado corporativo) que sería representado en los años treinta por Renovación Española, Falange Española, la CEDA y el grupo intelectual de Acción Española (Ben-Ami, 1979, pp. 49-52). Ello puede ser cierto, pero no lo es menos que estas ideas ya pertenecían al acervo doctrinal de los grupos reaccionarios de derecha desde tiempo atrás, y que como movimiento creado desde el poder, el upetismo nunca cuestionó el sistema socioeconómico imperante, a pesar de que postulase la realización de unas reformas en sentido corporativo y estatalizador. Además, a diferencia de otros partidos fascistas o populistas, como el peronismo, la UP no emprendió estas reformas ni movilizó a la sociedad para su consecución, sino que actuó como el oportuno comparsa sin iniciativa de un régimen dictatorial de derecha que apenas esbozó un proyecto de desmantelamiento del sistema liberal. Sólo en este sentido de alternativa antidemocrática se puede reconocer a la UP como “precursora” del fascismo español. Con todo, la concepción de partido único como “movimiento nacional”, ideada por Pemán para la UP (Pemán, 1929, p. 71), fue transplantada al régimen franquista, que estableció la FET (que nació de la amalgama de partidos preexistentes, no como la UP) como “instrumento totalitario al servicio de la integridad de la Patria” (punto 6 del programa de FET). La Falange unificada contaba con jerarquías antes que con directivos, y se parecía más al Partito Nazionale Fascista (a cuyo Gran Consejo recuerda las fórmulas de alguno de sus textos estatutarios) en su estructura de Delegaciones Nacionales que recreaba la propia organización administrativa del Estado

El origen y legitimación del poder supremo es otra piedra de toque para la tipificación de un régimen político. En ese aspecto, los tipos de investidura y liderazgo de uno y otro dictador fueron muy diferentes. Por lo general, los regímenes militares tienen dificultad para consolidar un liderazgo carismático, por definición inestable y transitorio, ya que las Fuerzas Armadas, por su carácter burocrático, no resultan un terreno propicio para la aparición de este tipo de líderes, salvo si ganan una guerra. Sin una ideología política clara y definida y con una discreta capacidad de movilización social, suelen ser regímenes de transición, con problemas par legitimarse e institucionalizarse.

Ya hemos visto algunas de las dificultades con que tropezó la primera Dictadura para su consolidación institucional. Su búsqueda de legitimidad fue también bastante problemática. Primo de Rivera recibió la investidura directamente del rey, según los principios de la Constitución de 1876. El R.D. de 15 de septiembre de 1923 concedió a Primo “poderes para proponer [al monarca] cuantos decretos convengan a la salud pública, los que tendrán fuerza de Ley, ínterin en su día no sean modificadas por leyes aprobadas por las Cortes del Reino y sometidas a mi Real Sanción” (art. 1). En calidad de ministro universal hasta la constitución del Directorio Civil, Primo asumía la función colegisladora con el rey, despreciando la tradicional división liberal de poderes. Pero no era un poder omnímodo, ya que el poder último, como en la Italia de Mussolini o en la Grecia de Metaxas, dependía de la continuada aquiescencia del monarca, a quien el dictador proponía los decretos (Gómez-Navarro, 1991, p. 142). Pero la capacidad de maniobra del Jefe del Estado también se redujo, ya que toda crisis de gobierno se transformaba automáticamente en crisis del régimen por falta de recambio político de esta situación excepcional.

Como contraste, Franco nunca fue el típico “general-político” español como Primo (Payne, 2005, p. 301). No había intervenido previamente en la política parlamentaria y llegó al poder por medios no pautados constitucionalmente, sino cooptado por sus pares en medio de una aguda crisis política y militar. Conviene destacar esta circunstancia: “El régimen franquista no sólo surge de una ruptura sino de una guerra; ésta ataca al Estado precedente y a la legalidad en vigor. Se distingue por tanto de manera esencial […] tanto del fascismo italiano como del Salazarismo portugués que se insertaron en sus propias legalidades” (Gambra, 1976, pp. 67-68).

A diferencia de Primo, cuyo papel y atribuciones como ministro de Su Majestad quedaron establecidos de inmediato, el ascenso al poder de Franco se realizó a través de una asunción progresiva de funciones: jefe del Gobierno del Estado el 29 de septiembre de 1936, general en jefe de los Ejércitos en operaciones, asunción tácita de la Jefatura del Estado el 1 de octubre de 1936 y

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jefe del Movimiento el 19 de abril de 1937. Como jefe de gobierno y del Estado dispuso, según la Ley de 8 de agosto de 1939 que confirmaba las disposiciones de enero de 1938, “de la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general”, sin necesidad de refrendo posterior. Primo siempre fue llamado presidente del Directorio o jefe del Gobierno, mientras que Franco gustó de denominarse Caudillo como confirmación del carácter extraordinario su investidura.

La aplicación de los Idealtypus weberianos de legitimación resaltan aún más este contraste: Primo no gozó en sentido estricto de una legitimación tradicional, legal-racional o carismática. En el ejercicio de su liderazgo se comportó hasta el final (la famosa y decisiva consulta a los capitanes generales de 26 de enero de 1930) como primus inter pares, aunque su carisma de situación se fue secularizando una vez pasó el período inicial de conquista del poder. Más adelante, como en la mayor parte de los regímenes dictatoriales lastrados por una ilegalidad de origen, fundamentó su legitimidad en el rendimiento, esto es, en el resultado de sus propias actuaciones. Los gobiernos militares tradicionales del tipo del liderado por Primo de Rivera tienen gran dificultad para institucionalizarse y legitimarse como tales. Disfrutan de un crédito de legitimidad inicial por rechazo de la situación política anterior, pero luego se consolidan de cara a la población si son capaces de resolver los problemas que dieron origen al golpe de Estado. Si ese balance es positivo, la legitimidad queda reforzada. Por el contrario, el bajo rendimiento hace perder credibilidad a ojos de la población. Esta es una legitimación por los hechos, ni racional, ni carismática ni tradicional (Gómez-Navarro, 1991, p. 88).

Franco fue creando ex nihilo una legitimidad propia basada en el derecho de conquista. Un modelo de legitimación cesarista ya que, como decía un lema de la época, “los Césares no eran otra cosa que generales invictos”. Además, Franco y su entorno trataron de cultivar de forma simultánea o sucesiva las otras fuentes weberianas de legitimidad: el integrismo católico le proporcionó las claves retóricas de una legitimación tradicional fundamentada en principios teocráticos (la “responsabilidad ante Dios y ante la historia”) de corte providencialista (caudillo “por la gracia de Dios”; “Gesta Dei per Franco”). Pero su liderazgo se fundamentó sobre todo en una legitimidad carismática (esto es, la devoción a una ejemplaridad o al temple heroico de una persona y de los órdenes establecidos por ella) fundamentada en la teoría del caudillaje, ya que, como sentenciaba su principal ideólogo, Francisco Javier Conde, “acaudillar es mandar carismáticamente” (Conde, 1942, p. 23). Como jefe de un partido-iglesia, el Caudillo no sólo se hallaba investido de las facultades que le otorgaban los estatutos de FET, sino que tenía “el poder carismático de crear dogma inapelablemente” (Legaz Lacambra, 1940, p. 178). Pero, además, la teoría del caudillaje también trató de articular una legitimidad racional (esto es, aquélla que se ampara en normas estables y señalizadas de tipo legal-constitucional) cuando aseguraba que Franco había logrado sistematizar la arbitrariedad jurídica poniendo en práctica la idea cristiana de Justicia superpuesta a un programa de postulados históricamente singulares (Conde, 1945). De este modo, la tradición, la ejemplaridad y la razón concurrieron teóricamente en el caudillaje de Franco, otorgándole elementos de legitimidad racional, tradicional y carismática: “La legitimidad que otorga la razón a quien ha instaurado un nuevo orden constitucional y nuevas instituciones políticas. La legitimidad que otorga la propia ejemplaridad y al especial asistencia con que Dios favorece a quien, en combate victorioso por la Verdad y por la Salvación de su pueblo, le son desvelados los arcanos del futuro histórico y asume el deber indeclinable de forjarlo por su mano” (Conde, 1942, pp. 28-29). Pero, además, en la última etapa del régimen buscó las bases de legitimación por la eficacia del llamado “Estado de obras”, teorizado por Gonzalo Fernández de la Mora, quien lo calificó del Estado más eficaz de toda la Historia contemporánea española porque había permitido el orden, la paz y el desarrollo.

En realidad, el caudillaje franquista no fundamentó su legitimación de forma persistente en argumentos racionales o tradicionales, sino en el supuesto carisma de un gobernante con dotes excepcionales como militar y político, identificado con el destino de su pueblo, con plenitud de poderes y ausencia de control institucional en el ejercicio del mando. Hay una gran diferencia entre la dictadura comisoria de Primo y la dictadura soberana, no sujeta a plazos, de Franco, legitimada de forma inmanente por el carisma, no por el apoyo popular (Conde, 1942, p. 24). Franco actuó como un monarca con poderes absolutos, fuente suprema del Derecho, mientras que Primo nunca ejerció las funciones de un caudillo limitado sólo por su propia voluntad, como se pudo percibir durante su gobierno y sobre todo en los pormenores de su caída. Franco fue la clave de su régimen, máximo poder personal, árbitro inapelable y hacedor de reyes, lo que nunca fue su antecesor en la dictadura.

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4. La representación corporativa

Tras la Gran Guerra se produjo en Europa lo que algunos autores denominan “revolución organizativa”: el liberalismo cayó en descrédito, y la representación plural de intereses, altamente individualizada, dejó paso a un importante grado de corporativización. Resurgieron entonces una serie de teorías, desarrolladas a fines de siglo, que ponían en cuestión el liberalismo político clásico. Fue, antes que nada, un movimiento de recuperación de las tesis “organicistas” que entendían la sociedad como un ente vivo formado por la articulación de las llamadas agrupaciones naturales (familia, municipio, corporaciones sindicales, económicas o intelectuales), y que tras surgir en Alemania en la época del Romanticismo se extendieron a todo el continente a través de la Escuela del Derecho Histórico y la Filosofía del Derecho. En el caso español, este organicismo procedía también del gremialismo preconizado por la doctrina social de la Iglesia desde León XIII a Pío XI, del tradicionalismo católico autóctono (Balmes, Donoso, Aparisi, Vázquez de Mella, Enrique Gil y Robles) y francés (Lamennais, Bonald, de Maistre, Chateaubriand, La Tour du Pin), del regeneracionismo (Costa, Mallada, Picavea, Ganivet) e incluso del krausismo (Giner, Azcárate, Pérez Pujol o Posada) que había sido el impulsor en 1903 del Instituto de Reformas Sociales. La derecha conservadora aceptó el principio de un Estado fuerte, que armonizase los intereses sociales creando mecanismos de conciliación y arbitraje y organizaciones representativas de dichos intereses económicos y sociales.

La primera Dictadura siguió la senda trazada por estos antecedentes teóricos y prácticos, pero el régimen de Primo no pretendió realizar todas las funciones políticas a través de un sistema de representación corporativa. Bien es cierto que incorporó elementos corporativos tempranos en el sistema de representación política del Estatuto Municipal de 8 de abril de 1924 (un tercio de los concejales elegido entre corporaciones o asociaciones reconocidas en el municipio) y Provincial de 21 de marzo de 1925, donde la mitad de los diputados provinciales sería elegido por representación corporativa entre los concejales de los Ayuntamientos.

La representación corporativa también era clave en la reforma del Consejo de Estado (1925), la Asamblea Nacional Consultiva (1927) y el anteproyecto de Constitución de 1929. El sistema de representación política “orgánica” incidía en tres áreas: la administración, el partido y la sociedad. Teóricamente, la Cámara quedaría formada por 325-375 diputados divididos en tres grupos: los representantes del Estado, de las provincias y de los municipios. En el primitivo proyecto de la ponencia constitucional, la Asamblea se distribuía en 300 diputados elegidos por sufragio universal a razón de uno por cada 100.000 habitantes, 150 diputados elegidos por los “grupos sociales” y el resto designados por la Corona. Cada provincia enviaría a tres representantes: uno de los municipios elegido entre los alcaldes y concejales de la provincia a razón de un voto por cada Ayuntamiento; otro de la Diputación Provincial elegido entre y por los diputados provinciales y que solía ser el presidente de la Diputación, controlada por la UP, y un representante de cada organización provincial de la UP, normalmente los cincuenta jefes provinciales. Los representantes de las “actividades, clases y valores” de la vida nacional (corporaciones económicas, agrícolas e industriales, junto a asociaciones culturales, reales academias, prensa y diversos niveles de la estructura educativa) eran designados libremente por el gobierno. Las corporaciones económicas estaban representadas en esta proporción: 14 a la agricultura y la ganadería, 21 a la industria, nueve a la banca y los seguros, cuatro al comercio, cinco a las organizaciones patronales y nueve a los gremios. La tercera gran categoría de asambleístas eran los representantes del Estado, bien designados por el gobierno (directores generales y representantes de consejos, patronatos u otros organismos que tuvieran categoría similar), bien incorporados a la Cámara por derecho propio en su calidad de altos cargos de la Administración Civil, del Ejército (veinte militares de alta graduación, entre ellos cuatro capitanes generales), la Iglesia (diez cardenales, arzobispos y obispos) o la Justicia (el fiscal del Reino y el presidente del Tribunal Supremo). Este complejo proceso de designación hacía que, a la altura de febrero de 1928, 259 de los 383 miembros de la Asamblea, junto con los dirigentes la UP, representasen los tres niveles de la Administración (municipal, provincial y estatal), mientras que sólo 124 asambleístas representaban teóricamente los “intereses sociales”, aunque en la práctica también eran designados directamente por el gobierno.

El anteproyecto constitucional del verano de 1929 modificó la composición de la Asamblea: la mitad de los diputados (206 de un máximo de 412) sería elegida por sufragio universal directo: un

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mínimo de seis y un máximo de 12 representantes lo serían en colegio nacional único entre las personas que reunieran los requisitos establecidos en el artículo 29 de la Ley Orgánica de las Cortes de Reino (ex-ministros, ex-presidentes de las Cortes, grandes de España, obispos, tenientes generales, etc.), y el resto lo sería en colegios provinciales, a razón de un representante por cada 100.000 habitantes, con un mínimo de dos por provincia. La otra mitad de la Asamblea sería de elección corporativa: treinta diputados de nombramiento real y cargo vitalicio, y 126 elegidos en colegios especiales en representación de “profesiones o clases” según el artículo 58 de la Ley de Cortes: 18 de la agricultura y la ganadería, 18 del comercio y la navegación, 18 de la industria, 18 de las cámaras de la propiedad, 18 de los colegios profesionales, 18 de las asociaciones obreras y 18 procedentes del mundo de la cultura. Eran grupos numéricamente iguales, y no existía ningún criterio de selección o ponderación de la fuerza económica y profesional del sector a representar. La Ley Orgánica de las Cortes del Reino introdujo cincuenta diputados en representación institucional-territorial de Ayuntamientos y Diputaciones (Gómez-Navarro, González Calbet y Portuondo, 1980, pp. 167-168). Con todo ello se buscaba la representación de intereses (especialmente de los sectores dominantes) y se restringía el campo de actuación de los partidos políticos.

La Asamblea Nacional era más un órgano consultivo que una verdadera cámara corporativa, ya que no cambiaba la representación prevista en la Constitución de 1876. Tampoco legislaría ni compartiría la soberanía con el rey. Era una Cámara puramente transitoria de la que no nacería una nueva legitimidad, pero fue un claro antecedente de buena parte de las estructuras representativas del régimen franquista, que avanzó de forma más decidida hacia la idea del “corporativismo integral”. Ley Constitutiva de las Cortes Españolas de 17 de julio de 1942 dejó intactas las facultades legislativas de Franco y confirmó la limitada autonomía legislativa del nuevo entramado parlamentario. La representatividad era muy similar a la de Primo, con una más limitada presencia popular y mayor prioridad a los órganos de la Administración y del Partido: los consejeros nacionales del Movimiento eran procuradores natos y la Organización Sindical (el jefe de los Sindicatos Nacionales y tres representantes por cada sindicato, elegidos por sus respectivas juntas nacionales y el resto por designación del secretario general del Movimiento) proporcionaba no más de un tercio de los miembros de la Cámara. El resto de los procuradores procedía las corporaciones locales (alcaldes de capitales de provincia, que eran nombrados por el ministro de la Gobernación y los representantes de los municipios de cada provincia, designados por las Diputaciones) y de otros organismos del Estado (eran procuradores natos los ministros, rectores de las Universidades y presidente del Tribunal Supremo, del Consejo de Estado, del Instituto de España y otros seis representantes asignados a cinco clases de colegios profesionales elegidos por los decanos o presidentes de las diversas corporaciones territoriales existentes). Finalmente, el Jefe del Estado nombraba libremente un máximo de cincuenta procuradores entre personalidades distinguidas, especialmente del Episcopado y el Ejército. La discrecionalidad del gobierno y la restricción de la representación corporativa fueron mayores que en la Dictadura de Primo de Rivera, circunstancias agravadas por el hecho de que los procuradores electivos sólo disfrutaban de su cargo por tres años. La Ley Orgánica del Estado de 1 de enero de 1967 trató de mitigar este déficit de representatividad social creando un grupo de un centenar de procuradores (dos por provincia) en representación de las familias, elegidos directamente por los cabezas de familia y mujeres casadas, cuyas candidaturas debían ser debidamente controladas por el Gobierno. En definitiva, el asambleísmo primorriverista se adaptó mejor a la representación de las “agrupaciones naturales” que el franquismo, donde los procuradores veían interferida su función representativa por su calidad de miembros de la administración del Estado

El mundo del trabajo fue el ámbito donde mejor se puede constatar el alcance de esta “revolución organizativa” de carácter corporativo. El establecimiento durante la primera Dictadura de una organización corporativa encargada de regular los conflictos laborales y poner en práctica la legislación social por medio de comités paritarios de obreros y patronos fue una iniciativa puramente autóctona, ya que el proyecto corporativista del fascismo italiano estaba casi en mantillas. Eduardo Aunós, más cercano a la tradición socialcatólica de integración de clases, no mostraba voluntad alguna de convertir el sindicato en una fórmula de encuadramiento y movilización popular de una sociedad orgánicamente constituida bajo la tutela de un Estado omnipresente, sino que la función del mismo debía limitarse a intervenir en las condiciones de trabajo y evitar las huelgas. El modelo español no fue, como el transalpino, un ensayo global de carácter obligatorio: mientras

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que en Italia se impulsó la sindicación forzosa y la integración de las organizaciones laborales en el seno de un Estado totalitario (lo que implicaba la liquidación de los sindicatos de clase y su sustitución por la burocracia fascista), en España las uniones obreras mantuvieron su esfera de acción natural y su carácter voluntario. Todo el sistema estaba integrado por agrupaciones mixtas de patronos y obreros que funcionaban jerárquicamente con poderes delegados por el Estado. Según el R.D.-Ley de 26 de noviembre que creó la Organización Corporativa Nacional, la Organización Corporativa del Trabajo española tenía dos diferencias básicas con Italia: el reconocimiento de la libertad sindical (bajo la expresión “sindicato libre en la corporación obligatoria”, propia del catolicismo social) y su carácter de organización jerarquizada en cuatro niveles: comités paritarios locales para la resolución de conflictos en cada sector laboral o de oficio, formados por cinco vocales elegidos por las asociaciones obreras legales; comisión mixta local como agrupación de comités paritarios locales; consejos de corporación (órganos superiores de cada oficio a escala nacional, formados por ocho vocales obreros y ocho patronales elegidos por los Comités Paritarios del oficio en cuestión) y la Comisión Delegada de Consejos, que actuaba como vínculo entre los distintos Consejos de Corporación y el Consejo Superior de Trabajo. Un R.D.-Ley de 26 de noviembre de 1926 dividió la economía española en 27 corporaciones reguladoras, de las cuales diez eran del sector servicios, quince del sector secundario (industria y comercio) y dos del sector primario (minería y pesca), al que se unió el agrícola por R.D.-Ley de 12 de mayo de 1928. Primo de Rivera se esforzó en suprimir la misión más genuina del sindicato de clase: el establecimiento de condiciones de trabajo mediante la negociación colectiva, y en su caso, mediante el recurso a los medios de presión y singularmente a la huelga. En su lugar, el sindicato pervivió como estructura formal, pero convertido en una organización de apoyo al sistema corporativo, con funciones meramente asistenciales, de educación y de disciplina de sus propios asociados (Montoya Melgar, 1992, pp. 156-157). La Organización Corporativa de la Dictadura optó por tomar un camino intermedio entre el sindicalismo de libre asociación y el sindicalismo único y obligatorio de los totalitarismos. Sin embargo, el sueño de Aunós de un Estado corporativo pleno, donde las corporaciones del trabajo acabasen por transformarse en el máximo órgano legislativo del país, no fue asumido plenamente por el régimen, y cuando éste cayó, los Comités Paritarios continuaron su actividad, hasta convertirse con la República en Jurados Mixtos, que eliminaron la anterior jerarquización, pasando a ser autónomos, sin contraste ni coordinación con ninguna agrupación superior. De modo que la herencia del corporativismo primorriverista fue dual: inspiró parcialmente la política de los gobiernos republicanos en materia de conciliación sociolaboral, pero también influyó en la formación de la alternativa autoritaria de la derecha durante la República, y en cierto modo se consagró e institucionalizó durante el régimen de Franco (Perfecto, 1984, p. 143). El Fuero del Trabajo de 10 de marzo de 1938 tenía una clara influencia de la Carta del Lavoro italiana de 1927: definía la nación como unidad moral y política y económica íntegramente realizada dentro del Estado fascista, y establecía unos sindicatos verticales organizados por ramas de producción bajo la dirección del Estado, que se encargaría de la armonización y la cooperación entre las clases bajo el signo del interés general de la Patria. Era un sistema incluso más jerarquizado que el fascista, que dejaba margen a organizaciones independientes de trabajadores y empresarios unidas de forma obligatoria en las corporaciones. La Ley de Unidad Sindical de 26 de enero de 1940 y la Ley de Bases de la Organización Sindical de 6 de diciembre de 1940 fueron creando la Organización Sindical Española, mientras que la sindicación se convirtió en obligatoria desde 1942 como medida de control, vigilancia y encuadramiento. Se crearon 28 sindicatos nacionales de rama productiva en cuyo interior existían organismos específicos empresariales (sección económica) y obreros (sección social), en una estructura dual sometida a la línea de mando falangista con un delegado nacional de Sindicatos nombrado por la Secretaría General de FET, pero se mantuvo la autonomía de las Cámaras de Comercio e Industria. Al igual que la organización sindical, la fiscalización gubernamental de las relaciones laborales fue mucho más intensa que en la época de Primo de Rivera. La Ley de Reglamentación de Trabajo de 16 de octubre de 1942 dejó al arbitrio del Ministerio del ramo la fijación de las condiciones laborales en todas las ramas de la producción nacional, incluyendo los salarios, jornada de trabajo, horas extraordinarias, descansos, permisos, vacaciones, sanciones, etc. Ante la ausencia de sindicatos autónomos profesionales o de clase, la indefensión de los trabajadores fue casi absoluta: la única vía potencial de reclamación obrera era el recurso a la Magistratura de Trabajo, creada en 1938 con jurisdicción exclusiva en caso de demandas, siempre individuales, sobre condiciones laborales. Esta anulación de toda posibilidad de

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negociación fue ratificada en la Ley de Contratos de Trabajo de 26 de enero de 1944, que refrendaba el principio de obediencia del trabajador al patrono.

Primo de Rivera fundamentó su política social en la atracción a la UGT, con el objeto de “nacionalizarla” y transformarla en órgano de gestión y colaboración de clases. La reforma de las condiciones laborales se basó en el apoyo sobre algunos de los sindicatos ya existentes (la propia UGT y, en menor medida, los sindicatos católico-libres), no en la represión de los mismos y en la imposición de un sindicato oficialista de nueva planta como fue la CONS. A diferencia del fascismo, los regímenes orgánico-estatistas de carácter autoritario, como fue el de Primo de Rivera, no conciben el Estado como un absoluto, sino que las partes componentes del mismo (individuo, familia, asociaciones, corporaciones…) mantienen su esfera de acción natural que no debe ser eliminada, con lo cual se tolera un cierto pluralismo asociativo. Por el contrario, el franquismo, al menos en su etapa de más intensa fascistización, impuso una visión más totalizante de las relaciones entre Estado y sociedad en ámbitos como el parlamentario o el sociolaboral, a través de la imposición de la estructura gestora del Partido único. Pero el primer ensayo de representación estatal sistemática de los intereses corporativos de la segunda mitad de los años veinte, aunque con grandes divergencias respecto del fascismo, fue un antecedente válido de la “democracia orgánica” del franquismo.

5. Mentalidad o ideología: catolicismo y nacionalismo

La afirmación de que los regímenes corporativos de corte militar despliegan una mentalidad antes que una ideología bien trabada resulta cuestionable, a tenor de los estudios disponibles sobre la doctrina del primorriverismo. Es cierto que cuando llegó la Dictadura no existían en España una ideología antiliberal modernizadora, una escuela de pensamiento reaccionario actualizado ni una doctrina nacionalista bien estructurada. Hasta 1926 actuó como una dictadura de corte clásico, respetuosa de la ideología y del régimen liberal-parlamentario, pero de la mentalidad conservadora se fue pasando desde 1927 a la elaboración consciente de una ideología de corte antiliberal, basada en el corporativismo y el intervencionismo estatal, donde se aglutinaron las diversas orientaciones ideológicas de las clases dominantes.

El catolicismo y el nacionalismo fueron las principales señas de identidad de esa ideología, y dos de los rasgos que, intrínsecamente vinculados, heredó el régimen del 18 de julio. Al igual que el nacionalismo integral francés, los primorriveristas instrumentalizaron política e ideológicamente la religión católica presentándola como una “estructura de orden”, un dogma que justificaba la construcción de una sociedad jerarquizada dirigida por minorías selectas y la erección de un Estado de corte autoritario que pudiera hacer frente a las “ideas disolventes” de la izquierda (Quiroga y Alonso, 2004, p. 8). No cabe duda de que el clero católico recibió con general agrado al dictador, que se dispuso a apoyar a la Iglesia en todos los planos. A la altura de 1925, los católicos sociales constituían la mayor base social del régimen (Gómez-Navarro, 1985, pp. 99-101). Los párrocos participaron activamente en la labor pedagógica religiosa y patriótica impulsada por los delegados gubernativos, en las operaciones proselitistas de la UP y el Somatén y en las campañas contra la difamación antidictatorial presuntamente orquestada desde el extranjero. En el despliegue simbólico del poder primorriverista, la religión jugó un papel muy destacado. La Iglesia tuvo una presencia destacada en los rituales cívico-nacionalistas, que al igual que en la Italia fascista, incorporaron elementos católicos con el fin de gestar una “religión patriótica” (Quiroga y Alonso, 2004).

La Dictadura desplegó un talante movilizador, populista y dinámico que no se conocía en la derecha española desde los tiempos del maurismo. Movilización que se tradujo en el fomento de campañas pedagógicas de propaganda patriótica, educación ciudadana o formación premilitar de la juventud (Quiroga, 2004), en actos masivos de propaganda callejera y en manifestaciones multitudinarias de adhesión ante Primo, donde la exaltación pueril de los aspectos más folklóricos de la idiosincrasia local y provincial trataba de elaborar un abigarrado compendio del nacionalismo español por encima de las “peligrosas” identidades regionales (González Calleja, 2005, pp. 200-211). Todo ello, unido a la presencia de ingredientes tradicionalistas como la Iglesia o el Ejército, hace que estemos muy lejos de la religión laica presente en los rituales de masas mussolinianos, pero muy cerca de los rituales desplegados por el franquismo, en los que no hubo una excesiva predisposición

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a la movilización de masas a través de un partido, concentraciones con aspectos románticos y místicos, ni una exaltación de la juventud sobre otras fases de la vida.

Lo que nadie previó en el movimiento católico fue que este proyecto de nacionalización de masas pasaba necesariamente por el reforzamiento del poder del Estado, lo cual no podía sino ir en contra de los intereses eclesiásticos. Primo se asemeja a Salazar en su modelo de relaciones con la Iglesia: la convirtió en uno de sus mayores apoyos, pero nunca le concedió muchos privilegios ni se asoció con ella como lo hizo Franco (Malefakis, 2005, p. 58). Por el contrario, tuvo importantes desencuentros con la Iglesia en materias de educación, política sociolaboral y en su relación en los nacionalismos periféricos, que fueron otros tantos elementos de fricción durante el franquismo, donde, a pesar de todo, el catolicismo actuó como eficaz limitativo de la tensión totalitaria del régimen en sus primeros años de andadura.

Primo de Rivera hizo uso de un discurso esencialmente nacionalista, en el que se recogían elementos del tradicional nacionalismo militar, el maurismo, el regeneracionismo y el movimiento católico. Tanto el dictador como los intelectuales orgánicos del régimen asociaron a la nación española una serie de mitos seculares (el cirujano de hierro, la ciudadanía patriótica, la masa neutra, el antipoliticismo, la España “real” frente la España “oficial”, el anticaciquismo...) y los presentaron a la opinión pública envueltos en un vocabulario pseudocientífico. Junto con este discurso secularizador, los primorriveristas defendieron un concepto sacro de la Patria en el que las naciones se presentaban como el producto de la intervención divina en la historia y el catolicismo como el elemento consustancial a la nación española (Pemán, 1929, pp. 289-291 y Pemartín, 1929, pp. 43-44). José Permartín fue, sin duda, el gran sistematizador del discurso canónico de la ideología subyacente al régimen, que fundamentó en grandes principios orientadores: en primer lugar, el ataque frontal a la democracia parlamentaria y la defensa de una representación corporativa de la sociedad. En segundo término, la movilización de las masas por parte de las élites directoras del país como sustento del régimen dictatorial. Y, por último, la construcción de un nuevo Estado en el que, siguiendo los principios de orden, autoridad y jerarquía, se reforzase el Poder Ejecutivo dejándolo libre de cualquier tipo de control por parte del Legislativo. Se trataba de propiciar la idea de una dictadura regeneracionista transitoria, que no debía retornar al parlamentarismo liberal, sino evolucionar hacia una Monarquía religioso-militar como la que postularía en los años treinta, junto con otros prohombres de la Dictadura como Pemán, Maeztu o Calvo Sotelo, desde las páginas de Acción Española. Como señala Quiroga, su discurso era el de un extremista de derechas que sin abandonar en ningún momento el catolicismo como factor esencial de su análisis, se fue dotando de elementos ideológicos tomados del pensamiento europeo antiliberal, y terminó por articular un mensaje más amplio y actualizado, que trataba de encontrar una fusión entre el tradicionalismo español y el fascismo, a través de la movilización y el adoctrinamiento de masas impulsado por la UP y la implantación de un mensaje nacionalista totalitario que posteriormente engarzaría con el nacionalcatolicismo franquista (Quiroga, 2000, p. 199). El discurso elaborado por Pemartín en la década de los veinte intentó una fusión doctrinal entre el tradicionalismo español y el naciente fascismo europeo que daría lugar a una formulación ideológica nacionalista híbrida, pero de indudables tintes totalitarios, entre los que destacan la idea de la necesidad de la eliminación del “enemigo interno” como paso previo para la regeneración nacional; una visión maniquea del mundo, incluyendo el recurso al mito de la conjura judeo-masónica-bolchevique como amenaza constante para la Patria; todo ello mitigado por un españolismo de base arcaica que incorporaba en su mensaje elementos proactivos de reconstrucción material de la nación en forma de pantanos, escuelas y carreteras. En su perspectiva, el tradicionalismo cultural de raíz menendezpelayista debía prevalecer sobre el nacionalismo como voluntad de empresa totalitaria del falangismo. Ese era el límite de su proclividad fascista y el fundamento de su caracterización intelectual como uno de los teóricos pioneros del pensamiento nacional-católico de posguerra. Sin embargo, la ambigüedad en torno al alcance de la fascistización se mantuvo en todo momento. El régimen franquista de primera hora acabó combinando elementos del fascismo con el corporativismo católico y el nacionalismo tradicional. El propio Pemartín habló durante la guerra civil del movimiento nacionalista español como “una especie de este género” (fascista), hispanizado en su carácter a la vez militar y religioso (Pemartín, 1937, p. 9).

El nacionalismo también se manifestó en la política económica primorriverista, que mantuvo y amplió la vía nacionalista emprendida por el capitalismo español desde fines del siglo XIX,

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acentuó la proclividad hacia el proteccionismo, la autarquía y la supresión de principios liberales mediante el incremento del corporativismo, el intervencionismo estatal y las prácticas monopolistas, y ensayó nuevas fórmulas de fomento de la producción y de distribución de la renta a través de la organización corporativa, las nuevas entidades crediticias, los retoques en el sistema tributario, etc. (García Delgado, 1975, pp. 142-143). El franquismo fue más lejos que el primorriverismo en su pretensión de instaurar un capitalismo de Estado con una participación total en la gestión de las relaciones entre capital y trabajo. La década 1939-1950, la de la autarquía y las tensiones inflacionistas agravadas por el aislamiento de la guerra y la posguerra, fue una década perdida, al contrario que el septenato de Primo. Pero la nueva fase de internacionalización de las relaciones económicas a partir de la década de los cincuenta forzó al régimen a realizar un notable viraje hacia la estabilización y la liberalización, orientando toda la política económica estatal y la economía privada hacia el desarrollismo.

6. Conclusión: el alumbramiento de una “nueva derecha” de carácter antidemocrático como vínculo entre las dos dictaduras

La Dictadura de Primo de Rivera marcó un antes y un después en el devenir histórico de las derechas españolas: aceleró la decadencia política de las élites tradicionales del sistema canovista, y abrió la vía para el ascenso de nuevas élites políticas nacidas al socaire de la crisis del régimen liberal. La práctica política dictatorial no sólo precipitó la desaparición del modelo político liberal-oligárquico de la Restauración, sino que también destruyó a los partidos dinásticos con voluntad renovadora, desde el Partido Social Popular (PSP) al ala izquierda del Partido Liberal, la Lliga o el Partido Reformista, que en 1930-1931 no lograron articular una alternativa creíble a la crisis terminal del régimen restaurado a través del constitucionalismo de los “monárquicos sin rey”. La Dictadura precipitó la escisión ideológica entre una derecha fiel a los procedimientos liberal-parlamentarios y otra de corte autoritario (Gómez-Navarro, 1991, p. 529). La primera desapareció virtualmente de la escena política hasta la muerte de Franco, y la autoritaria, que fue la tendencia dominante desde los años treinta hasta la Transición de los setenta, alumbró grandes movimientos políticos sincréticos, como la CEDA y el Movimiento Nacional.

La única alternativa política con que contó la derecha en los años veinte fue la UP, muy influyente en las zonas políticamente más atrasadas, pero que no logró canalizar con eficacia ningún movimiento de adhesión de masas. El fracaso del partido tutelado por la Dictadura arrastró a los grupos conservadores hacia la marginalidad en la coyuntura clave de 1930-1931. Con todo, el upetismo tuvo la virtualidad de aglutinar por primera vez en una opción de gobierno a sectores muy importantes de la derecha sociológica con inclinaciones autoritarias (sobre todo el catolicismo social y político, cuya crítica de la democracia comenzó a ponerse a tono con la corriente principal del pensamiento contrarrevolucionario europeo), y se proyectó al futuro con la Unión Monárquica Nacional y luego con Acción Española, Acción Nacional, Renovación Española, la CEDA o el propio Movimiento.

Durante la Dictadura de Primo de Rivera también se forjaron algunos de los argumentos doctrinales que apuntalaron la reacción autoritaria de las derechas contra la democracia republicana: el culto al jefe, la exaltación de la jerarquía, la negación del liberalismo y el parlamentarismo, el anticomunismo, la defensa de los valores católicos tradicionales, la estructuración vertical de la política que implicaba el rechazo de la partitocracia tradicional, la reorganización corporativa de las relaciones de trabajo, el concepto del Estado como organizador y armonizador de los intereses sociales, el nacionalismo patriótico unitarista y excluyente, el populismo social, la economía dirigida y la democracia orgánica opuesta al sufragio universal con un Ejecutivo fuerte y un partido oficial único para ejercer el monopolio de los cargos administrativos. Todos ellos fueron elementos que sirvieron de apoyatura doctrinal y técnica al fascismo español (Falange fue liderada significativamente por el hijo del dictador) y luego al franquismo. No tiene nada de extraño que los primeros colaboradores del caudillo fueran en buena medida prohombres de la Dictadura primorriverista: miembros de la UP, asambleístas e incluso miembros del gobierno como Gómez-Jordana, Martínez Anido o Aunós. La de Primo de Rivera fue la primera dictadura nacionalista de derechas de nuestra historia, que esbozó la creación de un Estado orgánico autoritario, estructurado en sentido

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corporativo e identificado con el catolicismo derechista, lo que proporcionó algunos conceptos y principios fundamentales al régimen de Franco (Ben-Ami 1977 y Payne, 1987, p. 41). Sin embargo, la segunda dictadura de nuestro siglo XX no parece entrar fácilmente en los moldes convencionales del fascismo o del autoritarismo, ya que ni fue enteramente conservador, neotradicionalista o fascista, si bien se puede decir que a lo largo de su dilatada trayectoria tuvo que afrontar todas las “tentaciones” políticas (fascista, clerical, tecnocrática) que ya había tenido que soportar el primorriverismo.

Aunque haya podido resultar dificultoso establecer comparaciones entre dos regímenes que evolucionaron en contextos históricos muy diferentes y tuvieron una duración tan desigual, hemos tratado de señalar algunos puntos en común con base a los requisitos canónicos que la ciencia política ha establecido para la identificación de los regímenes autoritarios y fascistas, pero teniendo siempre en cuenta que el carácter evolutivo de los sistemas políticos impide una caracterización unívoca. El régimen de Franco, como otras dictaduras de la Europa de entreguerras, no se deja reducir a la simple y empobrecedora dicotomía fascismo-conservadurismo (Saz, 2004, p. 90). Algunos autores han reconocido las concomitancias entre ambas experiencias dictatoriales, y concluido que “el elemento más novedoso del franquismo, comparado con el primorriverismo, fue la dosis de fascismo absorbida por la creación de FET” (Malekafis, 2005, p. 336). Pero esta fascistización, que resultó evidente entre 1937 y 1942, siempre quedó mitigada por la naturaleza militarista y confesional del régimen. El franquismo inició un proceso de fascistización que nunca quiso abordar el primorriverismo, aunque ya lo había intuido la nueva derecha de los años veinte y lo trató de poner en práctica la derecha radical de los treinta a través del proyecto de un Estado totalitario vertebrado por un partido único que uniera a las diversas tendencias antidemocráticas que anidaban en su seno. El Nuevo Estado tuvo que cambiar su inicial configuración política totalitaria por mor de interferencias de orden exterior, mientras que el primorriverismo, a pesar de su deriva antiliberal a partir de 1926, no se vio forzado nunca a abordar una transformación tan dramática de su estructura institucional hasta la caída del dictador. Sin embargo, el proyecto de Asamblea Nacional destruyó la imagen de la Dictadura como régimen provisional, y abrió el camino a la constitución de un régimen autoritario que pasaba de ser un estado de excepción coyuntural a convertirse en una empresa consciente, aunque frustrada, de superación del régimen liberal-parlamentario. Ese carácter liquidacionista, antes que regeneracionista, de la Dictadura de Primo de Rivera proporcionó un modelo referencial de régimen autoritario que fue debidamente valorado por las derechas autoritarias de los años treinta y por los vencedores de la guerra civil.

Sin embargo, Franco siempre pensó que don Miguel había fracasado por el carácter provisional de su régimen. Su punto flaco fue haber considerado que tarde o temprano se produciría el retorno del régimen liberal. Por el contrario, Franco nunca contempló otra alternativa que una toma definitiva e inapelable del poder político. Como exclamó airado a uno de sus generales en el momento más comprometido de la posguerra mundial: “Yo no haré la tontería que hizo Primo de Rivera. Yo no dimito; de aquí al cementerio” (Kindelán, 1981, p. 287).

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