PYMES EN ARGENTINA Paulo Retamales Habib González Carlos Henríquez.
HABIB, EL NIÑO-TAXI€¦ · Habib, el niño-taxi Habib no t ienen nada que le pert enezca; sólo...
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A M N I S T Í A I N T E R N A C I O N A L A M N I S T Í A I N T E R N A C I O N A L
Habib, el niño-taxi
Habib no tienen nada que le pertenezca; sólo la
edad. Tiene doce años y desde los cuatro,
trabaja. Incapaz de sacudirse la miseria de su
familia, comenzó desbastando barritas de tiza
blanca que más tarde acabarían en las escuelas
de medio mundo, para luego acabar agotando
parte de su infancia al aire libre, cuando al calor
del alquitrán, cuando estibando en las dársenas
quemadas por el salitre. En aquel tiempo ya
pesaba un veinte por ciento menos que los niños
de su edad; también cobraba un veinte por ciento
menos que el resto.
De aspecto, Habib sigue siendo un cascarón sin
apenas carne, un niño que ahora trabaja
amarrado a un rickshaw de pedales para traer y
llevar gente en la capital de Bangladesh. El
trabajo es extenuante y vejatorio. Aquí la
máquina la pone el muchacho con su dieta de
arroz diaria, o lo que es lo mismo, la fuerza
humana llevada a límites extremos.
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Las mataduras de la vida reclaman a Habib de
continuo. Se levanta a las cuatro de la mañana
con el cuerpo tullido del día anterior y nada
más enfundarse unos pantalones de hombre
cortados a la altura de las rodillas, el muchacho
comienza su jornada laboral sobre el sillín de
las condenas. Las manos atadas al manillar y
unos pies descalzos encadenados al pedal.
Por compañía, la tos. La de siempre. Una tos
mal curada que le acompaña allá por donde
pasa.
La profesión no esconde secretos. Tan sólo
fuerzas para traer y fuerzas para llevar. Todos
los días. Sin descansos. Decenas de kilómetros
diarios. De un lado para otro. Una pedalada
tras otra. A tirones con el cuerpo. De aquí para
allá. Entre la violencia de un tráfico asesino y el
abrazo pegajoso del sudor. Siempre trayendo y
siempre llevando. Hasta que las fuerzas le
aguanten.
Si durante la mañana el trabajo ya se vuelve
contra él, a medio día los movimientos de Habib
se desdibujan. Son torpes y desmañados. Los
jadeos se estorban unos a otros. Sus sienes
palpitan en busca de un espacio mayor. Hay
rastros de saliva apelmazada en sus labios,
mezclada con el color amarillo de la nicotina.
Lleva los talones doloridos e hinchados. Y la tos,
una tos que reclama nuevamente su
protagonismo.
Entre carrera y carrera aprovecha para hacer un
alto y repostar. Intenta poner orden en su
estómago. Habib se hace un hueco entre sus
camaradas a la vez que se repone de su último
esfuerzo. A pie de carretera y alrededor de una
olla grande de arroz blanco, el chaval come a dos
manos. En abundancia. Para esconder fuerzas.
Sin tiempo para las digestiones, la faena reclama
nuevamente. Envoltorios exagerados, fardos
enormes, , familias enteras que traer y llevar.
De nuevo el correctivo de todos los días. Con el
aire caliente envolviendo el asfalto y la
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humedad golpeando con saña. El sentido
común pierde entereza. Habib lleva quince
horas de trabajo extenuante. Están todas
tatuadas en su físico. Hasta que no hace
entrega del carromato el muchacho no cobra los
180 takas pactados, poco más de dos euros que
no alcanzan para socorrer a nadie.
Ya sin fuerzas, Habib enciende un cigarro y
regresa a la pensión que comparte con siete
personas más. Agotado y vencido por el sueño,
el niño-taxi, duerme. Y lo hace con el rostro
cogido por las manos. Y mientras duerme,
sueña. La mayoría de las veces entre vapores
de alquitrán, las esquirlas de tiza blanca y el
tráfico suicida de la capital. Éste último acaba
por levantarle a las cuatro. Siempre a las cuatro.