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HISPANIA COMO TEMA POLÍTICO EN LA OBRA DE JULIO CÉSAR Sebastián Mariner

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HISPANIA COMO TEMA POLÍTICO EN LA OBRA DE JULIO CÉSAR

Sebastián Mariner

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H ACE escasamente media docena de años me ocupé ante un auditorio general ' de lo que había efecti­

vamente representado Hispania en la actuación política de César. Traté de aprovechar para ello el cúmulo de impresiones y noticias frescas todavía de mi entonces reciente edición de la Guerra civil ^ para mostrar qué había supuesto realmente Hispania dentro de los pla­nes ambiciosos, de cara a Roma, del antiguo cuestor y propretor de la Ulterior.

Quien hizo entonces osados pinitos de historiador se atreve ahora, no menos osadamente, a hacerlos de filólogo ante lectores especialistas para exponer algo muy distinto, no madurado sino mucho después, ya con una más panorámica visión de aquellos hechos y noticias que permite intentar el paso de las impre­siones a la reflexión. Sólo así creo que cabe abordar el tema de hoy, tan diferente, en realidad, del de aquella osadía anterior: aparte de lo que objetivamen­te significaron en la verdad histórica —de Roma en general, de Hispania y de César en particular— sus

1 Hispania en la •politica de Julio César, conferencia pronuncia­da el 22-1-1963 en el Colegio Mayor "José Miguel Quitarte".

2 Colección Hispánica de autores griegos y latinos, vol. I (li­bro I), Barcelona, 1959; vol. II (libros II y III), 1961.

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3 Aunque éste no es lugar para desarrollarlo, no estará de más recalcar, pues a veces parece olvidada de puro consabida, la im­portancia de esta denominación. Justamente en una lengua como la latina, donde la toponimia presenta abundantes casos de lo que para la retórica logicista sería un auténtico tropo: ciudad o país designado por el nombre de sus habitantes (Gabii, Veii; Marsi, Osci, Paelignt, etc.), es decir, donde no ocurre como habitual lo que lo es en las nuestras, que el gentilicio derive del topónimo. Induda­blemente, en una lengua asi los Hispani no pueden haber sido, sin más, los habitantes de una entidad geográfica llamada Hispania. En primer lugar, por lo mal conocida como tal unidad; en segundo, por­que la morfología de uno y otro nombre no presenta ninguna carac­terística clara que haga del de los habitantes un derivado seguro del del país. Ks grandemente probable, por tanto, que Hispani represente una afinidad —por encima de la mera coincidencia de habitar en lo llamado Hispania— al menos de índole seme­jante a como la representa Galli (y aquí sí que es claro que el nombre del país deriva del de los habitantes y no viceversa). Ahora bien, el vínculo que entre los galos suponía una lengua común, se sabe hoy bien que no se daba entre los Hispani, según

acciones en estas tierras —en conjunto, llenas de for­tuna para él— y sus actividades diplomáticas de cap­tación de los hombres que las poblaban y regían, no menos afortunadas también, ¿qué papel asignó él a la actuación suya propia, a la de sus adversarios, a la de sus aliados, a la de los comparsas de unos y otros en el relato de sus gestas? Su talento de plani-ficador y organizador, ¿qué lugar y qué función en sus Commentarti, piezas maestras de una táctica de captación y de conquista digna pareja de su categoría de estratego excepcional, destinó —razonada y calcu-ladísimamente como a todo lo demás— a los acon­tecimientos ocurridos en este suelo, a la conducta de los hombres en él nacidos o avecindados, al conjunto de colectividades en que se agrupaban, a lo que de común tenía el espíritu de todos los que, no mera­mente por habitar lo llamado Hispania, cabía englo­bar bajo un denominador común y llamar Hispani^?

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II

De antemano he de anticipar que en el nuevo en­foque o, mejor dicho, en la nueva etapa, no puedo pretender ninguna originalidad, como no sea en cuan­to a circunscribirme a un terreno concreto y no tra­tado que yo sepa. Pero, en realidad, la nueva consi­deración no puede presentarse más que como un pe­queño apartado de un gran desplazamiento en el cen­tro de interés de los estudios cesarianos a lo largo del presente siglo.

He de precisar, por otra parte, que, cuando digo esto, no trato de realizar una captatio benevolenttae so color de novedad. Sencillamente, reconozco una verdad que he de intentar presentar y razonar para que automáticamente quede justificada la pequeña parte que de ella alcanza al presente propósito.

Recordemos, ante todo, que el siglo xix fue glo­rioso para los estudios cesarianos: la novedad no se presenta, pues, en tono de superación, sino de sensata y honrada continuación, y bien puede sentir la emu-

constaba ya por el célebre pasaje de Kstrabón, III, 1, 6, sobre la gran variedad de sus lenguas y civilización. Forzosamente, pues, debía de tratarse de una comunidad de otro tipo, más "espiri­tual", por decirlo así, que somática, más social que étnica: actitud ante las cosas y ante la vida, relaciones mutuas entre ellos dis­tintas de las habidas ante quienes no eran Hispani, etc.

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¿Cómo racionó, tamizó y matizó para el lector romano la materia hispánica en la estructura del relato? En menos palabras todavía: ¿qué es Hispania como tema político en la obra de César?

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4 Para los detalles de la bibliografía aludida, remito, en gene­ral, a lo dicho en mi edición citada y a la importante puesta al día por E. Oppermann en las respectivas reimpresiones de las ediciones comentadas (Berlín, Weidmann) de Meusel (G. civil, 1959; G. de las Galias, 1960); y ello en el sentido de que, en prin­cipio, sólo explicitaré aquí las obras que no se hallen recogidas en ellas o en las en ellas aludidas.

5 La cantidad coincide también con la calidad; basta repasar cualquiera de las bibliografías citadas para comprobar que los trabajos referentes a César como escritor y político constituyen, en nuestro tiempo, la mayoría.

lación de los grandes trabajos críticos'' de Nipperdey y Paul —los cuales sí superaban efectivamente a los de siglos anteriores, culminados en la ya magistral edición de Oudendorp—; de los nada menos que tres vocabularios especializados, debidos a filólogos de la talla de Merguet, Meusel y Menge-Preuss; de los co­mentarios de los Napoleones I y III y, sobre todo, del coronel Stoffel, jefe de Estado Mayor de este últi­mo, investigador minucioso, a caballo y sobre el te­rreno, por encargo de su emperador, de los escenarios de las campañas civiles de César, calculador científico de la mayoría de las cuestiones tácticas y técnicas en general que presentan.

Que los estudios cesarianos del siglo xx hayan mu­dado de signo no cabe afirmarlo a la ligera: ni fue desatendida en el pasado la personalidad literaria ni la política de César, ni lo ha sido la guerrera en el presente. Pero sí puede reconocerse que la primacía que entre aquéllos ocupan, por ejemplo, los del citado Stoffel o de Rice Holmes, referentes a César guerrero y conquistador, la ostentan entre la bibliografía del xx los de Klotz, Barwick, Alcock, Oppermann, Gelzer y Rambaud, referentes más bien al escritor y al polí­tico l

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Sería simplista en extremo atribuir este que he llamado desplazamiento del centro de interés a una mera moda científica, ese vaivén que, tal vez por pru­rito de originalidad, desvía a una generación de inves­tigadores del sentido que llevó la anterior. Algo puede haber de ello en nuestro caso; pero la indicada razón no parece suficiente, y menos cuando de este cambio han participado ya filólogos, historiadores y literatos pertenecientes a tres o cuatro generaciones consecuti­vas sin que se haya dado ningún notorio retroceso, ni siquiera freno.

Tampoco parece suficiente para explicarlo todo, aunque también pueda, de hecho, explicar algo —y probablemente más que el anterior— el motivo que cabría sacar del alto nivel alcanzado por obras como las de Stoffel o los comentarios de Meusel, indudable­mente sólo superables a costa de aportaciones real­mente difíciles, geniales casi. Por una especie de ten­dencia al menor esfuerzo, la investigación se habría deslizado por la pendiente que lleva a los terrenos menos explotados, rentables con menos trabajo y a más corto plazo. Sin negar que esto pueda darse, y aún efectivamente haberse dado, cabe oponer que la aparición o no aparición del genio no es previsible', y que, sin duda, todo lo que puede presentarse como

à y , por cierto, en uno de los aspectos en que se refleja la acti­vidad conquistadora de César, el genio ha aparecido justamente en nuestro siglo: la obra de C. Jullian representó para el cono­cimiento del adversario con que se enfrentó César una cumbre tan alta como puedan serlo las encomiadas antes acerca de su propia actividad guerrera. Sin embargo, lo evidente es que Jullian historió la Galia, y a César sólo en cuanto conquistador de la misma, lo cual tiene innegable relación con el cambio de afinidad espiritual de que se hablará luego en el texto y, justamente en cuanto se relaciona, lo corrobora.

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¿Cuál ha sido, pues, la causa predominante? A mi modo de ver, la distinta afinidad espiritual del hombre de un siglo y otro con las diferentes facetas del genio de César.

Como ya todo el mundo estará sospechando, tam­poco aquí puedo pretender descubrir nada nuevo; no hago sino aplicarlo a esta cuestión, a la que no sé que lo haya sido. Consiste ni más ni menos que en el socorrido argumento del «mensaje» de los clásicos: distinto el que transmiten a edades y a culturas dis­tintas. Es decir, en este caso, que el espíritu con que se siente entrañable a César en el siglo xx difiere de aquel con que se le sintió en el anterior.

Para demostrarlo creo que me basta evocar un solo hecho histórico: Napoleón III todavía estudiaba a César como militar; quienes iban a vengar su de­rrota ante Prusia, los Joffre y Pétain que en el Marne

7 También en este aspecto, y aun reconociendo lo mucho que deben precisamente a los trabajos del siglo anterior, obras como las de Kromayer-Veith suponen una profundización en el conoci­miento del arte de la guerra antigua que efectivamente supera a sus predecesoras.

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insuperable lo es de acuerdo con las unidades de me­dida de un sistema vigente; las más de las veces, la obra genial se presenta como superadora de las pre­cedentes en cuanto que sólo su carácter colosal ofrece a la mente contemporánea la posibilidad de descubrir que las dimensiones a que estaba acostumbrada eran superables y franqueables sus aparentes límites'.

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y en Verdun detuvieron al Kronprinz y neutralizaron la eficacia de los Berthas, al conseguir la superación de la guerra campal por la de trincheras, estaban con­virtiendo cada vez más a César en un historiador. Lue­go, la aviación y tantas otras cosas hicieron lo demás. Para los Bonaparte y su Stoffel, guerreros y conquis­tadores, César todavía era el clásico de la guerra y de la táctica; para cualquier estudioso actual de César, incluso militar, éste ha pasado, y se ha pasado, defi­nitivamente a la historia.

Y como historiador de guerra, y precisamente de sus propias guerras, lo ha ido sintiendo cada vez más entrañablemente afín el hombre del siglo xx, el que por primera vez ha tenido conciencia de que, cuando la información propia puede penetrar en el campo del adversario, ofrece la enorme posibilidad de conver­tirse en arma poderosísima: la propaganda. Y, efec­tivamente, después ya de unas guerras donde la radio ha podido ganar batallas, hemos estado hoy del todo convencidos de que, por primera vez en la Historia, probablemente, el éxito y resultado de una guerra con cierta sordina podía depender más de la ruidosa alga­rabía de los «slogans» que del estallido ensordecedor de las bombas y proyectiles. Es natural que este hom-ble del siglo xx, tentado, seducido a veces, anestesiado unas, irritado otras, por la propaganda, haya sido el que, percatado de su enorme poder y conocedor de su portentosa influencia, se haya planteado crudamente el papel que la intención propagandística haya podido tener en la actividad de César como escritor y los procedimientos con que haya logrado hacerla eficaz a lo largo de sus memorias; aceptada o no, pero dis-

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Ahora bien, es fácil advertir que no se reducen las diferencias y afinidades a sólo las dos fundamentales señaladas. Por muy anticuada que hayan dejado los adelantos bélicos de los últimos cincuenta años la táctica que llevaba practicándose más de cinco mil; por mucho que en los presupuestos de los Estados y de los particulares los eufemisticamente llamados medios de comunicación social consuman de lo que antes se dedicaba a contingentes de caballería y en el ínterin a líneas defensivas, ha debido de haber algo más que explique que el cambio haya sido tan evidente e importante en los estudios cesarianos.

Algo más; en realidad, varias cosas más. Ante todo, y por paradójico que se antoje, el radical parecido, si profundizamos, entre el campo de acción de la posi­ble propaganda cesariana y de la efectiva contempo­ránea, a saber, la unidad, la enorme compenetración de los elementos que, en un momento dado, por estar o no persuadidos de una idea, pueden torcer el rumbo de la historia. Unos cientos de miles de personas cons­tituían la Roma de César; entre ellas, unos cuantos miles nada más tenían en sus manos el llamar o no al procónsul de las Galias, prorrogarle el mando o

cutida acaloradamente, la obra de M. Rambaud sobre estos «procedimientos» constituye, entre la bibliogra­fía cesariana posterior a la segunda guerra mundial, un hito señero, comparable a lo que fueron las citadas al comienzo dentro de la centuria anterior.

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hacérselo resignar, reclutarle más legiones o hacerle desmilitarizar las que tenía, llevarse la legalidad repu­blicana con Pompeyo al exilio o considerarla devuelta otra vez a Roma con el reconfortante abrigo de las legiones cesarianas victoriosas. Unos cuantos miles, que se relacionaban íntima y cotidianamente, que cons­tituían el «todo Roma», que se pasaban como reguero de pólvora las informaciones de unos a otros. Pocas veces en la historia del mundo un centro neurálgico de los acontecimientos de una gran parte de la tierra habrá estado tan al alcance de la influencia de un solo hombre. Para que la Historia vuelva aquí a repetirse no diré que haya que llegar a nuestros días, pero sí que pocas veces también la hallará mejor repetida un observador atento. Los miles convertidos en mi­llones, no importa: tan relacionados entre sí, tan pro­pensos a la mutua influencia o repulsión, tan pendien­tes de las noticias de unas mismas agencias como los pocos miles de romanos de la época cesariana, cuando, de todo lo que ocurría en el mundo, prácticamente sólo importaba la repercusión que tuviera en Roma.

En segundo lugar, para el mundo actual no sólo ha terminado el interés de César como doctrinario de la táctica guerrera, sino que se presume de haber aca­bado con la admiración por los conquistadores en cuanto tales. Todavía en el xix se conquistaba abier­tamente, y el conquistador, Uamárase o no Napoleón, se ufanaba de tal título. Hoy éste parece vitando: quienes conquistan, lo disimulan; quienes conquista­ron, se avergüenzan o fingen avergonzarse. Ante estas actitudes, ¿cómo evitar no ya la chispa, sino la co­rriente de alto voltaje de simpatía con aquel escritor

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que se refería a una de las más deslumbrantes con­quistas de la historia del mundo en los términos de Galliam quam ipse pacauerat *, y cuya dementia, ob­jeto modernamente de una bibliografía especializada ha sido destacada incluso por sus adversarios humi­llados, una vez hecha tema de propaganda por él mis­mo, hasta el punto de escribir en uno de los pasajes más directamente espontáneos de su obra beneficium Caesaris mutauerat consuetudo qua ofjerretur No en balde ha podido presentar a César como «Wegbe­reiter Europas» precisamente el investigador que se había distinguido, treinta años antes, justamente con una obra capital sobre César, el autor y su obra ¿Se le podría presentar como un precursor auténtico de la Europa de hoy, por otro lado, si le hubiese fal­tado la faceta de luchador de ideas, si hubiese sido solamente un genio de la guerra, benemérito de su pa­tria, un Máximo más, parachoques de Roma ante Aní­bal, llamado a la cumbre del poder porque, cuando los peligros fueron reales, el instinto de conservación aconsejaba fiarse más bien de un militar nato y ejer­citado que del mejor orador de masas del momento?

Un luchador ideológico, cuyo instrumento de lucha 8 Bell, ciu., I, 39 , 2 ; cf. también l, 7, 7 (arenga a sus soldados,

que, bajo su mando, omnem Galliam Germaniamque pacauerint). 9 Dos títulos con este solo enunciado en la bibliografía critica

de la obra de Rambaud, aludida arriba; un largo apartado en ella (págs. 2 8 3 - 2 9 3 ) para su rofutación dentro de su postura anti-cesariana en general.

10 Bell, ciu., II, 29 , 3 . Sobre la falta de última mano en todo este capítulo, que ofrece el aspecto de apenas haberse variado unas noticias y las notas con que César las habría apostillado en una primera lectura, cf. Klotz ad loc. en la reedición de Trillitzsch, 1957, en la Bibl. Teubneriana.

n OPPERMANN: Caesar, Wegbereiter Europas. Berlín, 19632; Caesar, der Schriftsteller und sein Werk. Berlin, 1933.

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constituye una tercera faceta que le acerca todavía más a un mundo que aún vive de la palabra escrita más que de la directamente oída. No es cuestión de dirimir aquí, ni de discutir siquiera, a base de previ­siones infundadas como tendrían forzosamente que ser las mías, si el libro y la prensa acabarán por ceder su trono de «cuarto poder» a los medios audiovisuales. Lo cierto es que, por lo menos en lo que llevamos vivido del siglo xx, no hemos asistido todavía a este destronamiento por muy intensa que haya sido y sea la competencia: la penetración de las ideas a través de las páginas devoradas ávidamente o pausadamente rumiadas ha sido la habitual y corriente, lo mismo entre los selectos que entre la masa. César fue orador, pero de sus discursos nada queda publicado directa­mente; las mismas arengas que figuran en sus obras pueden haber sido reelaboradas según fue común en la historiografía antigua en general. En cambio, que­dan sus memorias. Para un moderno, la manera ac­tualmente habitual de llevar a cabo las campañas ideológicas. No es de extrañar que la idea que de César nos vayamos haciendo sus lectores sea la de aquel «se non è vero è ben trovato» que se le atribuye: «si quieres dominar, escribe».

Escribir para dominar. Aquí, en este escribir pre­cisamente para dominar estriba una cuarta justifica­ción de afinidad, la última probablemente válida o, por lo menos, que yo me atreva a presentar como tal dentro de las que podrían sugerirse. El texto en que muchos de nosotros hemos empezado a estudiar a César, la, si no ya vieja, sí al menos veterana traduc-

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12 GUDESIAN: Historia de la Literatura latina. Barcelona, 19423, 94 . Me interesa señalar, de paso, cómo estas palabras represen­tan exactamente la continuidad de la concepción del centro de interés cesariano propia del siglo XIX. Pero no conviene en este caso exagerar la nota del consabido "retraso de los manuales res­pecto a la investigación contemporánea"; en realidad, la obra, de la segunda década del siglo, ejemplifica más bien el balanceo producido a resultas del desplazamiento del centro de interés como efecto del empujón que derribaba a César de su gran cate­goría de clásico militar de primera fila. En efecto, a renglón se­guido del párrafo citado se lee una aceradamente límpida cons­tatación del descubrimiento del nuevo valor cesariano: "No era escritor de profesión, y sus obras históricas sirviéronle puramente de medios para la consecución de sus fines políticos."

13 Clásica ya también, y apenas preterida en comentario o edición anotada alguna, la explicación del fracaso del cerco cesa­riano de Durazzo por Napoleón I.

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ción de Gudeman, empieza'^ con este juicio de valor: «El más grande de los romanos y una de las figuras más conspicuas de la historia universal, C. Julio Cé­sar..., ocupa en la historia de la literatura un lugar más discreto». Incuestionable, si se refiere precisa­mente a su valor como historiógrafo. Hay que reco­nocer que, en este sentido, César no sería mirado por sus imitadores o sucesores con la mirada vertical con que lo era el César guerrero y conquistador por sus émulos en la guerra y en la conquista: mirada de águilas napoleónicas para las que el genio cesariano es o la cumbre cimera a la que hay procurar remon­tarse como modélica o, en ocasiones, el picacho con­templado desde la altura del escarmiento en el bajo de sus también ocasionales yerros Incluso cabe pre­guntarse honradamente si César, como historiador sin más, ha tenido realmente imitadores. Al menos hay que reconocer que, en todo caso, a gran distancia de los clásicos de primera categoría: Salustio, Livio, Tácito.

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Pero César recupera inmediatamente su «conspi­cuo» lugar entre los classici desde que se le contem­pla no como clásico de la historia, sino como clásico de la propaganda. Desde aquí, sí. Primerísima figura, creador genial", descubridor de una de las fórmulas de captación de pensamientos y voluntad más efica­ces a lo largo de toda la historia de este arte, y espe­cialmente del desplegado por personas inteligentes para captarse a quienes son o tienen por inteligentes también. La afirmación de Rambaud («modelo clásico de propaganda, en el que se demuestra que la mentira más eficaz es aquella que contiene mayores dosis de verdad») podrá y deberá ser aceptada por todo el mundo con sólo la previa substitución de «mentira» por «tendenciosidad» si no se quiere entrar en la dis­cusión de si César fue o no veraz, o si, aun llevando esta discusión hasta el final, se llega a la conclusión de que efectivamente lo fue. En cualquier caso —y lo propio llegando al resultado contrario, es decir, repo­niendo, al final de la discusión, el término «mentira»— se hace admisible para todos que la obra cesariana resulta propagandística, que de entre las propagan-

!• Permítaseme insistir. Justamente a continuación de haberle presentado como historiador al servicio de su política, el indicado comienzo de Gudeman prosigue: "Mas todo lo que este hombre emprendió lleva el sello del genio." Una sencilla reducción per­mite situar el locus sigìlH de esta genialidad en la obra cesaria­na: si es historia de intención política y su valor no se calibra por su peso en la historiografía, deberá encontrarse en lo que pese dentro del arte de persuadir y hacer aceptar esa intenciona­lidad política. Indudablemente, veinte siglos y medio desde que Cicerón había ingenuamente aceptado que César hubiese podido dedicar un tiempo de su vida de acción a consignar sus memorias para que a sus futuros historiadores no les faltara el cúmulo de donde extraer los materiales para sus narraciones (Cíe: Brut., 2 6 1 ) no habían pasado en balde.

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is DE WITT: The Non-political Nature of Caesar's Commentaries, en Trans. Proc. Am. Philol. Ass., L X X I I I , 1942, 3 4 1 - 3 5 2 .

dísticas es el primer modelo, el clásico por excelencia, de la propaganda hecha con la máxima, no ya vero­similitud, sino veracidad. Tipo de propaganda verda­deramente práctico y usual en nuestro tiempo, cuando la gran comunicabilidad y penetración de las noticias hace peligrosísimo recurrir a la mentira, porque el desenmascaramiento e incluso la retractación resultan de lo más contraproducente con que puede verse obli­gado a pechar un propagandista «poco escrupuloso». No es ninguna exageración afirmar que, de grado o por fuerza, tanto unos como otros de cualesquiera bandos hoy enfrentados en el mundo, verídicos o fala­ces, están siendo grandes émulos, secuaces, imitado­res del tipo cesariano de propaganda. Tipo, por otra parte, que se puede aceptar como producto de su genio lo mismo si se cree que fue buscado afanosa­mente por el conquistador político como si se da como sencillamente aprovechado al advertirlo él entre sus cualidades innatas de orden y claridad puestas de ma­nifiesto en tantos otros aspectos de su vida, o incluso si se le considera involuntario y hasta inconsciente, aceptando con de Witt el carácter apolítico de los CommentariiFormulándolo con la máxima precau­ción para mí asequible osaré afirmar que, aparte las propagandas sin adversarios (comerciales, de espec­táculos, etc.), en que pocas veces se llega al descrédito del desenmascaramiento o de la retractación, pero que, precisamente por ello, producen menos impacto en sus destinatarios —en quienes han de influir recurrien­do a otros procedimientos, como repeticiones o captá­

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La obra del clásico por excelencia de la propa­ganda actual resulta propagandística de manera des­igual; no, tal vez, por lo que hace a la intención ni a la intensidad; sí, en cuanto a la inmediatez. Mientras las memorias de la guerra civil difícilmente podían dejar de serlo, dado que a la contienda armada stib-yacía una lucha ideológica '^ en las de la guerra de

'* Ello no significa plegarse a la consideración simplista, dema­siadas veces formulada, de un César demócrata frente a una aris­tocracia que habla hallado en Pompeyo su hombre fuerte, consi­deración que cabría sentirse tentado a atribuir a la presentación de los hechos por parte de César, quien ha gustado de ofrecerlos así —quizá con sólo la sustitución de "aristocracia" por "oligar­quía" en su formulado— en pugna con la de sus adversarios, que se consideraban abanderados de la legalidad republicana y cam­peones de la libertad. La historia ha demostrado que la visión de éstos disimulaba menos la realidad: César, caudillo de las

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tiones benevolentiae de varia índole—, todos los de­más que hoy practican la propaganda (polémica, para entendernos con una sola palabra), emplean en mayor o menor abundancia todas o alguna de las tácticas que se desprenden del relato cesariano: conspiración del silencio, imbricaciones de hechos de modo que parezcan en conexión de causa a efecto suprimidos los intermedios que lo impedirían, presentación en bruto de cifras y datos que, desglosados de su contexto, ad­quieren un relieve y producen un impacto que no ten­drían ni producirían dentro de él, insistencias indi­rectas de modo que el convecimiento se logre sin dar la impresión de que se ha pretendido lograrlo... En propaganda somos «neoclásicos».

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fuerzas "revolucionarias", acabaría por montar sobre su ímpetu el impulso de su escalada hacia el poder personal, anticipándose al imperio de su gran admirador Bonaparte, imperio producto también de una revolución antiaristocrática en un principio, pero que acabó por crear su propia aristocracia. Al hablar en el texto de lucha ideológica me refiero más bien justamente a estas ma­neras de presentarse como el que tiene razón en la lucha, a los intentos de demostración, por unos y otros, de que precisamente ellos, y no los enemigos, no sólo representaban la más impoluta legalidad, sino que también en la práctica eran lo que necesitaba la república para su buen funcionamiento.

17 Como ejemplo, valga la postura apuntada en n. 15.

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las Galias no parecía en principio que haya de estar envuelta una segunda intención por debajo de la na­rración de unas hazañas bélicas. Exigir a César que su relato de la guerra civil, uno de cuyos bandos acau­dillaba, no resultara un relato procesariano, sería una exigencia sobrehumana. En cambio, toda la posible intención propagandística de la guerra de las Galias puede quedar oculta no sólo a un lector superficial, sino al filólogo especializado; es más, puede incluso encontrar, y de hecho ha encontrado contradictores, entre los filólogos, aun después de que alguno de ellos ha suscitado la idea de su ex i s t enc i a susc i t ac ión y contradicciones que constituyen una de las glorias más legítimas de la Filología clásica del siglo xx en lo que a estudios cesarianos se refiere y en compara­ción con los grandes logros de la del siglo anterior.

Esta diferencia determina, a su vez, otra distin­ción fácil: los temas que han polarizado la atención de los detectores de motivos propagandísticos son, por un lado, la campaña civil misma, en lo que tiene de exposición de los hechos según la visión de uno de los bandos; por el otro, en cambio, es no la guerra de ocupación en sí, sino el aprovechamiento que de

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18 Me parece posible una demostración fácil de esta distinción con sólo hacer notar la coincidencia en ella de dos obras signifi­cativas. El índice de materias de la obra de Rambaud empieza (pág. 397) con una advertencia acerca de lo que habrá que en­tender por Gaule, que se repetirá a lo largo de muchos artículos; y el dedicado expresamente a dicho lema (pág. 401), empezado con una referencia larga al concepto general, continúa con otros sobre su geografía, clima, costumbres, religión, contacto con los germanos, inconstancia nacional, que preceden a los propiamente referidos a los acontecimientos. En cambio, el lema Espagne (pá­gina 400) debuta ya con un España y Pompeyo, epígrafe al que siguen los de Comienzos de César, Guerra civil. Efectos de los acontecimientos , [£.] y Marsella, lE.I y demostración lcesar^ana^, Campañas de César, Informes y relatos. Para que no pueda pen-

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las posibilidades de tal ocupación hacía el general en jefe para mantenerse al frente de unos potentes cuer­pos de ejército, cuya adhesión a su persona había de ser un día la clave del coronamiento de su ambición política. La Galia es, a la vez, escenario y cebo de esta propaganda; si el Senado sigue prorrogando los poderes proconsulares de César es gracias a su con­vencimiento de que los dispendios en hombres y di­nero son bien administrados; la pieza a cobrar, im­portante; la mayor tranquilidad «exterior» que se se­guirá de su conquista, segura.

Hispania, en cambio, ha podido parecer mero esce­nario, y aún parcial, de las campañas civiles. En esta situación de trasfondo es natural que el papel que le haya podido corresponder en la propaganda cesariana quede oscurecido por los mucho más brillantes y conspicuos de los hechos mismos en ella ocurridos o, a lo sumo, destaquen en la penumbra unas cuantas de las características propias de su papel en la mente del historiador-protagonista, atomizadas, sin embargo, de acuerdo con la relación que cada una ofrezca con los hechos que se revelan en primer plano

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VI

Y, sin embargo, o yo me equivoco mucho o His­pania se presenta como un tema de perfiles netamente definidos, al lado de otros —muchos y mucho más importantes, desde luego— a quien considere en con­junto una recapitulación exhaustiva de los pasajes en que, como unidad geográfica, administrativa o espi­ritual, ha suscitado el interés del escritor*'.

VII

Aun siendo tan escasas, entre las tampoco nume­rosas referencias ocasionales a Hispania, las signifi­cativas a nuestro respecto en la Guerra de las Galias, permiten ya prefigurar varios de los matices de su aprovechamiento.

sarse que esta diferencia es debida a influjo de la patria del autor, el segundo botón de muestra lo aduzco de la obra citada (oí. n. 1 1 ) : en su Caesar, Wegbereiter Europas, Oppermann pasa en el capí­tulo de Adquisición del poder directamente de la Galia (pág. 4 7 ) a Roma (pág. 6 6 ) .

19 Huelga asegurar que toda patriotería está ausente de mi Intento, después que he reconocido que Hispania se mantiene efectivamente en un trasfondo y que su importancia como tema político es efectivamente secundaria. Me cumple añadir. Incluso, que, precisamente por este carácter de motivo de segunda o ter­cera fila, que la ha podido hacer poco interesante para los in­vestigadores hasta el presente, mi intento entra bien modestamen­te en la categoría aludida arriba en II: indudablemente, roturar lo cercano, pero no hollado por oscuro o más insignificante se ofrece como esfuerzo menor que el de proseguir los trabajos ya hechos superándolos cuesta arriba. Con toda sinceridad, pues, re­conozco que el cargo de tendencia a este esfuerzo menor, de que allí he intentado absolver a la filología actual, es, en cambio, completamente aplicable a este trabajo mío.

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Por encima de las características de país conocido y de recursos naturales bien explotados ya por los romanos (equipaje de la flota, cantera de tropas auxi­liares, surtido de buenos caballos de guerra^), des­tacan dos pasajes^' que configuran ya el papel que a Hispania será asignado en la temática de la Guerra civil: la alianza de los Aquitanos y la gestión de Quinto Junio ante Ambiorige, rey de los Eburones. Ambas ac­ciones, llevadas a cabo en ausencia de César; ambas, por tanto, redactadas por él sobre testimonio ajeno, con lo que es fácil distinguir en su narración lo que es precisamente comentario de su propia cosecha:

Mittuntur etiam ad eas ciuitates legati, quae sunt citerioris Hispaniae finitimae Aquitaniae: inde auxilia ducesque arcessuntur. Quorum aduentu magna cum auctoritate et magna [cum] hominum multitudine bellum gerere conantur. Duces uero ti deliguntur, qui una cum Q. Sertorio omnes annos fuerant summamque scientiam rei militaris habere existimabantur. Hi con­suetudine populi Romani loca capere, castra munire, commeatibus nostros intercludere instituunt.

En éstos, no ya sólo auxiliares, sino jefes conoce­dores de la táctica romana, cuya veterana experiencia con Sertorio permite a los aquitanos emprender una campaña con auctoritas, se prefigura ya el rasgo dife­rencial caracterizador de Hispania frente a todos los demás teatros de la guerra civiP^: su màxima analo-

20 Respectivamente, Bell, gali., V, 1, 4; H, 7, 1 (honderos ba­leáricos), y V, 26, 3 (caballería); y VII, 55, 3.

21 Respectivamente, Beli, gali.. I l i , 23-28, y V, 27. 22 Sin excluir ni siquiera las provincias orientales, tan rápida-

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mente penetradas por los romanos, pero donde también fácilmente se desromanizaban, por decirlo así. El propio César ha trazado un cuadro animado de esta desequiparación oriental, nada menos que de tropas romanas en un país que él llegó a conocer excepcio-nalmente bien: los soldados de Gabinio, dejados en Alejandría al servicio de los Ptolomeos (.Bell, eiu., III, 110, 2).

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gía con Roma. No, todavía, su igualdad: a pesar de la inferioridad numérica en que Craso, legado de Cé­sar, se encuentra frente a ellos, los derrota.

Por su parte, la intervención de Quinto Junio pro­duce una impresión parecida:

Mittitur ad eos conloquendi causa C. Arpineius, eques Romanus, familiaris Q. Titurii, et Q. lunius ex Hispania quidam, qui iam ante missu Caesaris ad Am-biorigem uentitare consuerat...

A pesar de ser un quidam de Hispania, Quinto Junio, con nombre y prenombre romanos y olvidado, por descuido del escritor o por voluntad suya o del personaje o de ambos a la vez, el cognombre segura­mente no latino que debió de llevar por su origen, es equiparado a un eques Romanus, no cualquiera, sino emparentado con el legado de César, Titurio Sa­bino, y aún se hace constar que varias veces había sido encargado ya de misiones de confianza por aquél. Ciertamente estamos todavía a distancia de un Deci-dio Saxa, y no digamos de un Cornelio Balbo; pero la relación, presentada como la cosa más natural del mundo, es de la misma índole; y, salvadas las distan­cias de una mayor compenetración de César con His­pania y, muy probablemente, de unas dotes personales mucho más relevantes, sobre todo en el caso de Balbo,

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VIII

En las memorias de la guerra civil el tema de His-pania reviste una mayor variedad de facetas y, natu­ralmente, una mucho mayor amplitud.

De creer a Suetonio^^ Hispania habría entrado en la guerra civil como un puro teatro de guerra y, por añadidura, solamente por la sencilla razón de que, fugado Pompeyo de Brindis sin que César pudiera impedírselo, habría éste resuelto ir contra las tropas de los legados pompeyanos Afranio y Petreyo en His­pania antes de que Pompeyo pudiera ponerse a su cabeza o mandarlas llamar a Oriente. La frase con que César habría expresado esta resolución entre los suyos, aunque en estilo indirecto en la biografía de Suetonio, parece acomodación literal: ire se ad exer-citum sine duce, et inde reuersurum ad ducem sine exercitu.

La veracidad de la noticia suetoniana es manteni­da por uno de los últimos títulos de la bibliografía de César, a saber, la traducción inglesa ^\ revisada y adicionada por su autor, gran figura de los estudios cesarianos, del Cäsar, der Politiker und Staatsmann, de Matthias Geizer. Pero, después de esta admisión de que César pudo decir esto a sus allegados, Gelzer no deja de poner en duda que ésta fuese la verdadera

23 Diu. lui, XXXIV, 2. 24 GELZER: Caesar, Politician and Statesman, trad. P. NEED-

HAM. Oxford, 1968, 204, n. 2.

la persona aparece tan vinculada a César como aqué­llos, sólo que en un cometido de menor importancia.

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25 Ad iam., VIII, 16, 3. La carta es del 3 de abril; la huida de Pompeyo desde Brindis había ocurrido el 17 de marzo.

26 Bell, ciu., I, 29-30, 1.

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razón de una tal media vuelta completa en la direc­ción del empuje cesariano. Y cita, muy oportunamente, unas líneas de Marco Celio, conservadas en la corres­pondencia de Cicerón^, que indican cuál era el am­biente de los cesarianos optimistas:

Hispanias tihi nuntio aduentu Caesaris fore nos-tras. Quam isti (a saber, los pompeyanos) spem ha-beant amissis Hispaniis nescio.

La verdad es que el propio César, en el relato de su decisión, no dice que albergara por aquellas fechas unas impresiones tan optimistas^:

Caesar, etsi ad spem conficiendi negotii maxime prohabat coactis nauibus mare transiré et Pompeium sequi prius quam Ule sese transmarinis auxiliis con-firmaret, tamen eius rei moram temporisque longin-quitatem timebat, quod omnibus coactis nauibus Pom-peius praesentem facultatem insequendi sui ademerat. Relinquebatur ut ex longinquioribus regionibus Galliae Picenique et a freto ñaues essent exspectandae. Id propter anni tempus longum atque impeditum uide-batur. Interea ueterem exercitum, duas Hispanias con­firmari, quarum erat altera maximis beneficiis Pompei deuincta, auxilia, equitatum parari, Galliam Italiam-que temptari se absenté nolebat. Itaque in praesentia Pompei sequendi rationem omittit, in Hispaniam pro-ficisci constituit...

La declaración por escrito cambia radicalmente el

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27 Sin ánimo de renovar en este lugar una discusión sobre la credibilidad de los motivos aducidos por César, cabe insistir en la de algunos que permitirán destacar con mayor nitidez el papel de Hispania en su exposición. Por descontado que la falta de naves, o el tiempo que se habría tardado en prepararlas, es mo­tivo inadmisible, pues la distancia a que, por tierra, se hallaba Hispania era mucho mayor que la que, a través del golfo de Ve-necia y del Ilírico, separaba Brindis del lugar de llegada de Pom­peyo. Que una guerra no termina sino con la destrucción o ren­dición del ejército enemigo debe de ser indiscutible en la teoría; y que, en la realidad del momento, los ejércitos enemigos estaban en la Península ibérica y no en la helénica, lo es igualmente; pero lo que ya no se podrá demostrar, porque la historia ha ido por otro camino, es si habría sido más fácil lograr la rendición de tales fuerzas enemigas yendo contra su jefe que yendo contra ellas. Aparte de que este ir contra ellas podría determinar —y de­terminó— que el tal Jefe tuviera tiempo de hacerse con otras, contra las que luego hubo que ir también. Es decir, que lo de "jefe sin ejército" valía sólo por el momento. En cambio, está claro, como diré luego en el texto, que César ha vuelto a destacar

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papel que a Hispania cabía asignar a partir de la ex­presión oral recogida por Suetonio. Hispania ya no es sólo escenario, sino, por lo menos, comparsa: una de las dos provincias, especialmente, suponía un peli­gro excepcional, porque estaba muy ligada a Pompeyo por los favores que éste le había otorgado. No se trata, pues, de un mero segundo frente, ni, mejor dicho, de una cobertura de espaldas (la Galia e Italia podían ser atacadas por las tropas pompeyanas de Hispania). El ataque igual podía surgir de Sicilia, de Cerdeña, del Africa. Pero a estos meros escenarios, César destinó a legados suyos; a Hispania vino él en persona, pese a que se hallaba mucho más lejos de Italia, pese a que tenía justamente a las puertas de Hispania las tres legiones de Fabio en Narbona, que podían obstruir el paso, si los pompeyanos de His­pania quisieran inquietar la Provenza o pasar a Italia

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Este carácter especial de Hispania en la temática de la justificación cesariana es acusado por uno de los rasgos distintivos de su estructuración narrativa: la insistencia variada y a distancia. A cinco capítulos del anterior notifica ya un primer contacto del fugi­tivo Pompeyo con los suyos de Hispania mediante el envío de Vibulio Rufo; otros cuatro después, acoge la misma narración prolongándola un tanto. Y, al si­guiente, en un inciso justificador de sus propios pre­parativos^*, insinúa magistralmente la posibilidad de un contacto personal entre Pompeyo y sus efectivos en suelo hispánico {audierat Pompeium per Mauretaniam cum legionibus iter in Hispaniam faceré confestim-que esse uenturum) casi «duplicado» en la refutación del capítulo LX, 5, optimista ya todo él: exstinctis rumoribus de auxiliis legionum quae cum Pompeio per Mauretaniam uenire dicebantur^.

Pareja insistencia puede notarse en la repetición —también dentro de esta línea de «hacer frente a un segundo frente»— con que se afirma el carácter espe­cial de Hispania por su vinculación a Pompeyo ^:

Itaque constituunt ipsi (esto es, Afranio y Petreyo) locis excederé et in Celtiberiam bellum transferre. como grave peligro para él, y determinante de su decisión de llevar la lucha a España y mantenerla, el de que Pompeyo acu­diera a ponerse al frente precisamente de estas tropas y en este país. Más grave, incluso, que el que pudiera fraguarse en Sicilia y Africa, con serlo éste tanto, como bien se recoge en la arenga de Curión: sin ella no es posible defender ni a Roma ni a Italia (Bell, ciu., n, 32, 3).

28 Lamentablemente, en un lugar corrupto (I, 39, 3) en la tra­dición manuscrita.

29 Obsérvese cómo tampoco en este pasaje César ha cargado con la responsabilidad de la noticia, y la ha dejado en rumor.

30 Respectivamente, Bell, ciu., I, 61, 2-4, y II, 18, 7.

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IX

Esta Citerior, primera invadida y que iba a ser la última dominada, florón de gloria, en cambió, de Pom-

31 Sobre este vocablo, maravillosamente brotado aquí de la pluma de César, véase luego, X.

32 César no llega a informar en detalle de cuáles eran los be­neficios concedidos por Pompeyo, que, por cierto, tampoco son conocidos por ninguna otra fuente; cf. SUTHERLAND: The Romans in Spain. Londres, 1939, 233, n. 23.

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Huic Consilio suffragahatur etiam illa res, quod ex duobus contrariis generibus quae superiore bello cum Q. Sertorio steterant ciuitates, uictae nomen atque im-perium absentis <Pompei> timebant, quae in amicitia manserant, [Pompei] magnis adfectae beneficiis eum diligebant, Caesaris autem erat in barbaris nomen obscurius.

Menos palabras, pero no menos expresivas, en:

Caesar, etsi multis necessariisque rebus in Italiam reuocabatur, tamen constituerat nullam partem belli in Hispaniis relinquere, quod magna esse Pompei be­neficia et magnas clientelas in citeriore prouincia sciebat.

Tal vez más expresivas todavía. O, mejor, más ex­presivo lo silenciado en este pasaje capital. Cuando de su permanencia en España César da una razón sola, ya no es la deficiencia de naves, la cobertura de Italia, el peligro de una irrupción en la Galia, sino el foco pompeyano que representaba Hispania y, muy concretamente, la Citerior

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peyó. He aquí un segundo aspecto de la temática his­pana más complejo que el anterior, pero seguramente no menos cierto. Demostrarlo requerirá desentrañar un poco su complejidad.

En Roma, hacía años —ya muchos antes de esa primera experiencia efectiva y legal constituida por el consulado sine collega de Pompeyo el 52— que la si­tuación política había parecido a más de uno madura para la aventura de erección de un poder personal. Pero que éste no podría lograrse sino a costa de un enorme prestigio estaba claro también, por lo menos para los que lo intentaron, y parece muy claro tam­bién para los modernos historiadores de la Antigüe­dad, que han hablado, como Carcopino, de «Sila o la monarquía frustrada» o de «la monarquía de César y el principado de Pompeyo», como Eduardo Meyer. El siguiente pasaje, en que se dan cita tres de nuestros más conspicuos conocedores de la España romana, es no menos elocuente a este respecto. Sus treinta y tres años no le han quitado vigencia y nos va a ser de utilidad en este punto

li BOSCH GIMPERA - AGUADO BLEYE: Historia de España, dirigi­da por MENÉNDEZ PIDAL, vol. II, España romana. Madrid, 1935, 221. Conste, desde luego, que la comparación del poder de Sertorio con el de los usurpadores del siglo ni, que hacen dichos autores, no puede establecerse sin ponderar que entre una época y otra ha habido un cambio radical en el posible procedimiento de acceso al poder a base de un prestigio militar. Mientras Mario, Sila, Sertorio, Pompeyo y César se sirven de sus legiones para encum­brarse, a partir de Galba serán más bien éstas las que encumbren a sus jefes: habrán pasado de respaldo de los pretendientes a impulsoras de los que creen que les pueden gobernar a su gusto (en medio se halla el caso de Augusto, en quien se dan las dos variantes, en cuanto que se vale de las legiones para imponerse, pero de unas legiones que no designarían a nadie más que a él, en quien ven al heredero legal de César, según él mismo se pre­senta). Son, pues, los Galba, Vespasiano, etc., los que, paradóji-

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camente, han preparado el escenario para los usurpadores del siglo III, quienes ya no tienen que convencer a un Senado para que les asigne y mantenga legiones, como debieron hacerlo César y Pompeyo; acostumbrado ya el Imperio a ver emperadores pro­clamados por éstas, ellos no hacen sino explotar la fórmula y hacerse proclamar. De paso, y a propósito de la alusión que ha cabido hacerle aquí, y por ser altamente significativo a propósito de lo que se dirá en el epílogo de este trabajo, obsérvese que justamente el primer emperador por pronunciamiento, Galba, pro­clamado por las legiones de guarnición en Hispania, resulta an­terior, no sólo a los Vindex, Vitello, Vespasiano, etc., encumbra­dos o cuya encumbración se intentó por legiones sublevadas en Germania o Judea, sino al propio Otón, exaltado por los preto-rianos.

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El pensamiento, las intenciones de Ser torio se ha­cen patentes en sus tratos con el rey Mitrídates. Le garantiza', en efecto, la posesión de tierras asiáticas situadas dentro del circulo de intereses de Roma; pero eñ el tratado se incluye una cláusula: Asia, la provin­cia romana, ha de seguir siendo del pueblo romano. Se atribuye, pues, Sertorio poderes que sólo podía tener el Senado romano. Se ve claramente —dice Schulten— que el proscrito estaba a punto de crear en España una anti-Roma para arrancar a la oligarquía desde aqui, poco a poco, todo el mundo romano y anexionarlo a su Imperio hispano. Y no es que Ser-torio pensara hacer de España para siempre el centro de ese Imperio. Su corazón seguía siendo italiano, y Roma era para él la dueña del mundo.

El Imperio hispano de Sertorio es, en cierto modo, un precedente de los Imperios provinciales del si­glo III, creados por Postumo y Carausio, que tuvieron también su Senado. España, tan rica en minas y en hombres de guerra, era la tierra adecuada para crearse un dominio: los partidarios de Catilina pensaron tam-

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34 Bell, ciu., I, 84-86.

bien en esta tierra, y Pompeyo hizo de ella el punto de apoyo de su poder.

César lo sabía. Hispania, como el agua del Medi­terráneo liberada de los piratas, como los reinos de Oriente ganados para Roma, era punto de apoyo para su rival: éste la había liberado de Sertorio, liberación tanto más importante a ojos de los romanos cuanto que significaba que la había devuelto a su obediencia y hegemonía. César podía tratar de contrapesar con su conquista de la Galia; pero, evidentemente, des­poseer a Pompeyo de Hispania era apuntarse un punto más positivo, era, sencillamente, ganarle en campo propio.

El ganador, esta vez, ha cedido incluso algo de su generalmente bien mantenida postura de cronista im­parcial y se lo ha permitido en uno de los pasajes esti­lísticamente más famosos y gustados de toda su obra, los tres capítulos^ que cierran solemnemente el pri­mer libro con el epílogo de su victoria después de la batalla de Les Garrigues, seguramente el más célebre de sus triunfos tácticos y una de las acciones más notables de la historia militar universal. Hasta el mo­mento, el recuerdo feliz de la victoria no ha alterado su pulso de escritor, que llega serenamente al final de la batalla con la aparente frialdad del técnico puro. Es justamente ahora, y pese a la impersonalización del estilo indirecto en que ha elaborado ambos discur­sos, el de Afranio derrotado y el suyo victorioso, cuan-

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do asoma por más de un resquicio la pasión contenida. A través de la ironía llega casi al sarcasmo

... eos exercitus quos contra se multos iam annos aluerint, uelle dimitti. Ñeque enim sex legiones alia de causa missas in Hispaniam septimamque ibi con-scriptam, ñeque tot tantasque classis paratas ñeque submissos duces rei militaris peritos. Nihil horum ad pacandas Híspanlas, nihil ad usum prouinciae proui-sum quae propter diuturnitatem pads nullum auxi-lium desiderarit. Omnia haec iam pridem contra se parari; in se noui generis imperta constituí, ut idem ad portas urbanis praesideat rebus et duas bellicosis-simas prouincias absens tot annos obtineat...

No, no hay malentendido, ni hay en el discurso contradicción ninguna. Es la ironía la que permite pasar inmediatamente de pacandas Hispanias a diutur­nitatem pacis y volver en seguida a duas bellicosissi-mas prouincias; es el sarcasmo que opone la realidad de la ya duradera paz en Hispania contra el pretexto de su belicosidad y necesidad de «pacificación» que Pompeyo había alegado para tener aquí aquella gran reserva de fuerza efectiva unida a su prestigio moral de vencedor, que hace un momento a nuestros histo­riadores hemos oído llamar «punto de apoyo» de su poder.

X

La presa ganada era importante. Hispania, en ma­nos de César, unida a la Galia, contrapesaba ya en la

35 Md., I, 85, 5-8.

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pugna por el prestigio personal a todo un Oriente fiel a Pompeyo. Pero, en la pluma de César, le ha servido todavía para mucho más.

Porque no se trataba, como en la Galia, de un suelo lleno de nombres todavía desconocidos para el ciudadano romano, dominado por reyes no más co­nocidos tampoco, hollado por primera vez por las le­giones. Al contrario, la célebre «más antigua de las provincias en el continente» y, a pesar de ello, no sometida todavía, cabalmente por este mismo hecho de su resistencia, llevaba ya siglo y medio de tradición heroica y doméstica en la memoria del romano. Ciu­dades suyas, como Sagunto y Numancia, se estaban ganando un lugar hasta en el latín proverbial. En más de las tres cuartas partes del país se hablaba ya esta lengua, y pululaba la toponimia no sólo inteligible, sino incluso evocadora para el itálico; y algunos de aquellos hombres llevaban nombres completamente familiares para sus oídos.

La mirada de lince de César ha descubierto aquí una espléndida posibilidad a su favor, y su victoria en Hispania ha derivado inmediatamente hacia una equiparación con su victoria en Italia. En este sen­tido, nada tan aleccionador como el contraste entre una palabra ya mencionada antes y el vocabulario empleado en torno a sus victorias en el Sur. Allí eran barbari aquellos a quienes el nombre de César sonaba más bien desconocido; aquí es la prouincia la que se le va revelando firmemente adicta.

36 Cf. vni, n. 31.

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37 Bell, ciu., II, 20, 1. 38 Cap, XLVIII, 5 (las que, aun queriendo, no podían suminls-

101

Tanta ac tam secunda in Caesarem uoluntas prouin­ciae reperiehatur^''.

Es cierto que la distinción debió de estar fundada en la real diferencia entre la mayor romanización de la Bética que de Celtiberia, pero justamente el proce­dimiento cesariano está en saber descubrirla, aplicarla en el momento oportuno y plasmarla lingüísticamente con la más nítida y penetrante claridad, hincándola así en la mente del lector suavemente, sin dejarle sen­sación alguna del proceso de simplificación por él efectuado. Es decir, ¿acaso no había romanizados en una Celtiberia manejada por los romanos desde hacía más de un siglo? ¿Y no quedaban sin romanizar en la Ulterior tan grandes cantidades que Lusitania, con­quistada tan pronto, ha resultado arrojar tanta teoni-mia y antroponimia indígenas como pueden haberse hallado en las tierras de astures y cántabros, a la sazón no conquistadas todavía? Bien, pero es indu­dable que la Ulterior, y especialmente lo que luego será la Bética, los tenía en menor número y, en cam­bio, estaba más adelantada su romanización. Pues bien, César ha hablado entonces de barbari nada más para los probables fautores de Afranio y Petreyo; ahora, en cambio, de prouincia.

Por si se dudara todavía, repásense los capítulos del libro I donde da cuenta de las colectividades his­panas que, como consecuencia de sus victorias, se pasaban a su bando: pese a la variedad de circuns­tancias y de motivos por los que ello ocurre '^ siem-

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pre se las califica de ciuitates y nunca se les aplica ningún término que pueda determinar minusvaloriza-ción alguna, pese a que, por definición, todas ellas eran también de la Citerior.

Pero la más convincente demostración puede sin duda proporcionarla el relato de las convenciones en Córdoba y en Tarragona después de la rendición, prác­ticamente sin resistencia, del último «resistente» en Hispania, Terencio Varrón' ' :

Caesar contione habita Cordubae omnibus genera-tim gratias agit: ciuibus Romanis, quod oppidum in sua potestate studuissent habere, Hispanis, quod praesidia expulissent, Gaditanis, quod conatus aduer-sariorum infregissent seseque in libertatem uindica-uissent, tribunis militum centurionibusque qui eo praesidii causa uenerant, quod eorum Consilia sua uirtute confirmauissent. Pecunias quas erant in pu­blicum Varroni dues Romani polliciti remittit; bona restituii its quos liberius lóculos hanc poenam tulisse cognouerat. Tributis quibusdam publicis priuatisque praemiis reliquos in posterum bona spe compiei biduumque Cordubae commoratus Gadis proficiscitur; pecunias monimentaque quae ex fano Herculis conlata erant in priuatam domum rejerri in templum iubet. Prouinciae Q. Cassium praeficit; huic IIII legiones adtribuit. Ipse iis nauibus quas M. Varrò quasque Gaditani iussu Varronis fecerant Tarraconem paucis trarle trigo); LII, 4 (las que le pagaban tributo, en ganados), LX, 5 (las "cinco grandes", Huesca, Tarragona, quizá Jaca, Vie y Tortosa, que se ponen de su parte y, por fin, le abastecen de grano; pero también otras "muchas, más lejanas", cuyos nom­bres no da, que se pasan también de Afranio hacia él).

39 Bell, ciu., II, 21.

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díebus peruenit. Ibi totius fere citerioris prouinciae legationes Caesaris aduentum exspectabant. Eadem ratione priuatim ac publice quibusdam- ciuitatibus habitis honoribus Tarracone discedit...

¿Qué hay en todo este capítulo que no hubiera podido escribirse igual de convenciones habidas en cualquier lugar de Italia sin más que cambiar los correspondientes topónimos?

Y aún, el prestigio de haberse hecho con todo ello, presentado como tan romanizado, se veía aumentado por la fulmínea rapidez con que se había conseguido. Bien se encargará su protagonista de hacérselo decir a Curión en el discurso que —esta vez en estilo di­recto— pone en su boca a propósito del amago de sublevación de sus tropas*, donde, aprovechando tal vez este hallarse en labios ajenos, el procesarismo aparece más parcial que de costumbre:

An uero in Hispania res gestas Caesaris non au-distis? dúos pulsos exercitus, dúos superatos duces, duas receptas prouincias? haec acta diebus XL quibus in conspectum aduersariorum uenerit Caesar?

Un «Blitzkrieg», pues, como fue en la realidad, pero que al lector se le hará todavía más impresio­nante gracias, otra vez, al elocuente silencio de César, que ni aquí ni al aladear de la adhesión de la provin­cia*' permite que asome ni siquiera la sospecha de que pudieran tener parte en ello las afinidades dejadas

10 Bell, ciu., II, 32. El parágrafo que luego se citará en el texto es el 5.

11 Cf. pasaje citado en n. 37.

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tí Bell, ciu., II. 19-20.

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en ella con motivo de los cargos aquí desempeñados: había sido su cuestor el 68 a. J. C; la había gobernado en calidad de propretor del 61 al 60, y desde ella había emprendido las campañas que le llevaron hasta Ga­licia. Una memoria distinta de la que había demos­trado para las «numerosísimas clientelas» que Pom­peyo conservaba de sus campañas en la Citerior.

El mismo silencio, por último, con respecto a toda resistencia encontrada por César no sólo en las comu­nidades romanas, sino incluso en las ciudades hispá­nicas: éstas se van poniendo de su lado como si fuesen de una sola pieza con Italia. La actitud con que cor­dubenses, hispalenses y gaditanos se sacuden a Varrón y a su enviado Galonio, lo mismo que los carmonenses a las cohortes de aquél constituye un relato todavía más deslumbrante que el de las adhesiones de la Ci­terior: "

Quo edicto tota prouincia peruulgato (a saber, de orden de César en la Ulterior) nulla fuit ciuitas quin ad id tempus partem senatus Cordubam mitteret, non ciuis Romanus paulo notior quin ad diem conueniret. Simul ipse Cordubae conuentus per se portas Varroni clausit, custodias uigiliasque in turribus muroque disposuit, cohortis duas, quas coloniacae appellaban-tur, cum eo casu uenissent, tuendi oppidi causa apud se retinuit. Isdem diebus Carmonenses, quae est longe firmissima totius prouinciae ciuitas, deductis tribus in arcem oppidi cohortibus a Varrone praesidio, per se cohortes eiecit portasque praeclusit.

Esta actitud hispánica contrasta con la de Mar­

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No hace mucho, un historiador de la Antigüedad, romana e hispánica, que no necesita calificativo algu­no, sir Ronald Syme, habló, en la tribuna de la Fun­dación Pastor, de la conquista de Roma por Hispania. El título pudo obedecer a cortesía exquisita; la ma­teria es historia pura. Ciertamente, el primer empe­rador no italiano fue hispánico, como lo había sido el primer rétor oficial en el imperio. Aquí se había encumbrado al primer emperador no creado en Roma, Galba, con una sorpresa que no se había borrado to­davía en tiempo de Tácito:

« Bell, ciu., I, 34-36, comien2!o del cerco antes de su venida para acá, es el único encuadre que viene dado por el natural fluir del orden cronológico; los demás siguen todos a alguna vic­toria cesariana en Hispania, cortando la narración: I, 56-58, des­pués de un golpe de mano afortunado en Lérida; II, 1-16, después de la capitulación de Afranio y Petreyo; ibid., 22, después de la de Varrón.

sella, y César en su relato lo ha destacado todavía más. Sin escribir ni una sola palabra que lo pondere, pero hablando de Marsella siempre en conjunción há­bilmente contrapuesta con las noticias de Hispania como si ésta, en contraste con la rebeldía de aquélla, representara el auténtico espejo de la más estricta legalidad romana.

He aquí, en esta sensación bien provocada en su lector, un último y máximo aprovechamiento del tema de Hispania por parte de- César: a la vez que exaltaba la romanidad de la provincia, ésta servía de módulo para saber de qué parte, entre las dos contendientes, se hallaba la legalidad.

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« Hist., I, 4, 2. 45 El 4 0 a. J. C. 46 Ya Rambaud (pág. 281) lo había reconocido ("c'est ainsi

que la uoluntas des Espagnols s'ajoute à celle des Italiens") dentro del párrafo donde, de entre los temas de propaganda, trataba el de la "popularité". Sin embargo, lo que a su constatación —a la que no hace falta decir cuánto debe todo lo aquí dicho, si bien sea sin tomar partido por lo que a su papel de abogado del diablo atañe— pretende añadir lo intentado por mí es el carácter de exclusividad de esta perceptible equiparación: en Hispania, según he indicado, no hay excepción ni de parte de la población autóc-

...euolgato imperii arcano, posse principem alibi quam Romae fieri**.

Aquí, más de un siglo antes, había nacido el primer no itálico llegado a cónsul. Pero ha habido un mo­mento anterior, y antes que él no ha habido otro, en que Hispania ha sido equiparada a Roma: la guerra civil. Puede que esta equiparación, sin embargo, no sea historia pura. Tal vez propaganda. Pero tampoco propaganda pura, puesto que pertenece al clásico de la propaganda con la máxima base posible de verdad histórica.

Como todos los genios de la propaganda, zahori de la penetración psicológica colectiva, César había visto, con mirada de coloso que ahora algunos gustarían de llamar profética, que en Hispania crecía Roma misma, y que Roma creía en Hispania. Era la época en que todavía Cicerón se burlaba de los poetas cordobeses y del cesariano Decidió Saxa; y Catulo, de su detes­table enemigo Egnacio. Pero el consulado de Balbo estaba ya al caer"". César no llegaría a verlo. Sin aguardarlo, anticipándolo sin palabras, en la obra del clásico de la propaganda la hispanización de Roma acababa ya de empezar'^.

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tona ni de los romanos avecindados. Esto no ocurre, en cambio, con ningún otro teatro de guerra de los que hubieron de ser objeto de la narración cesariana. No, desde luego, con África. La población de Utica se presenta discorde: los naturales le eran muy adictos por "determinados favores de él recibidos", en lo cual no debe dejar de ponderarse que este caso sería más bien comparable a la inclinación hacia Pompeyo (quae íciuitates'i... eum [a saber, Fompeium'i diligebant, en Bell, ciu., I , 6 1 , 3 ) su­puesta para los barbari de la Celtiberia, con lo que resulta exacta­mente lo contrario de lo ocurrido para Hispania, donde ya vimos que sus posibles vinculaciones especiales y particulares anteriores las pasaba en silencio; pero Justamente el conuentus de ciudada­nos romanos constaba de elementos heterogéneos, y sus vacila-clones parece que van a resolverse en una rendición, lo que supone una primera actitud de enfrentamiento (Bell, ciu., I I , 36 , 1 ) . Ni tampoco en el frente oriental. Señalemos, por no hablar de Egipto, cómo relata César dolidamente la traición de los gonfenses, que le cierran las puertas de su ciudad no bien puesto su pie en Tesalia. Poca fuerza paorece tener, a favor de la "popularité", el hecho mismo de que antes se hubiesen sentido tentados por la buena estrella cesariana (RAMBATJD, últ. 1. c ) ; al contrario, esto no sirvió a ojos de César más que para aumentar su encono contra ellos, como parece demostrarlo el rigor del castigo que dice haberles infligido (entregarlos al pillaje de la tropa: es el único pasaje —Bell, ciu., XII, 80 , 7 — en que reconoce haberlo hecho en todo su relato). También queda bien clara la intención adversa de los metropolitas, quienes no le abren su ciudad sino escarmentados por lo ocurrido en Gtonfos precisamente; escar­miento y actitud recompensada que son aducidos como únicos motivos determinantes de la sumisión de las demás ciudades (ibid., I I I , 8 1 , 2 ) . Limpiamente reconoce Rambaud que los ejem­plos de este capítulo "servent plutôt à illustrer le succès de César que la spontanéité des Thessaliens". Ni, sobre todo, en el ya citado caso de Marsella, del que no haría falta decir nada más aquí si no fuera porque creo recalcable la oposición que en la mente del autor debía de representar como prototipo frente a la también prototípica adhesión hispánica, visto que Rambaud, que se ocupa bien de la intercalación de los episodios de su asedio entre sucesos de la campaña hispánica (pág. 109, "disjonction des faits"; 192, "l'appel"; 3 3 3 ss., "Marseille"), no parece haber des­tacado que, exceptuado el primero de los cortes del relato —na­tural en el orden cronológico, según quedó indicado en n. 4 3 — , todos los demás se producen a renglón seguido de alguno de los éxitos cesarianos aquí, según detallé en la indicada nota. ¿Qué pueden representar, frente a la resistencia de esta ciudad, presen­tada por César como contumaz y traicionera, las tropas de in­fantería ligera lusitana y rodeleros de la Citerior que aparecen

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en el frente de Lérida del lado de Afranio, en papel casi de tropas auxiliares y, desde luego, reclutadas mucho antes del en-frentamiento con César y casi únicos hispanos mencionados como realmente actuantes entre las tropas adversarias (Bell, ciu,, 1, 48, 7), puesto que se me permitirá descontar, supongo, el grupo de hispanos —mercenarios, seguramente— que dice figurar con otros, galos, en la escolta personal del rey Juba (Bell, ciu., II, 40, D? La misma unanimidad hispana a través de la mente de César, si se atiende al otro lado de la cuestión: no sólo ninguna resistencia organizada de parte de ciudades hispánicas, sino —y pese a las suposiciones de lo contrario repetidamente admitidas por él mismo— ninguna ayuda especial a los pompeyanos, no ya guerrera, sino aun de otra clase, destaca en el relato. Incluso la presentada como importantísima concentración de trigo, que per­mite al ejército afraniano nadar en la abundancia, es descrita en un pasaje (Bell, ciu., I, 49) donde el cúmulo de pasivas e in­transitivos es parejo, hasta el punto de quedar en la imprecisión qué hacían de grado y qué a la fuerza las poblaciones simiinis-tradoras y almacenistas: At exercitus Afrani omnium rerum abun-dabat copia. Multum erat frumentum prouisum et conuectum su-perioribus temporibus, multum ex omni prouincia comportabatur; magna copia pabuli suppetebat. Diríase que el único reproche de desapego que hace César a los hispanos, y aún precisamente a los que reconoce todavía índole de barbari según ya he indicado —re­cuérdese nota 31 y X—, es el de conocerle poco: Caesaris... nomen obscurius; reproche que bien se me reconocerá que es de muy poca monta. Sobre todo si se compara con lo bien que les hace quedar a todos al relatar (.Bell, ciu., I, 38, 3) la recluta a que me refiero en esta misma nota: equites auxiliaque toti Lusitaniae a Petreio, Celtiberiae, Cantabris barbarisque omnibus qui ad Oceanum perti-nent ab Afranio imperantur. Pocas veces una pasiva habrá mar­cado tan intencionadamente una pasividad: no sólo los hispanos nada emprenden contra César, sino que incluso lo que se les movili­za, "exigido" por los legados pompeyanos, es reducido en el capi­tulo siguiente a una pura enumeración: scutatae citerioris prouin­ciae et caetratae ulterioris Hispaniae cohortes circiter V milia. Ni una sola de las ciudades afectadas es nombrada; ni uno solo de los movilizados, a pesar de que luego estas tropas se rindieron a César con lo que pudo conocerlas y mencionarlas exactamente si hubiese querido. Nada: meros comparsas, y aun forzados, de la derrota.

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