I. LA DIPLOMACIA Y LA CULTURA...

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I. LA DIPLOMACIA Y LA CULTURA RENACENTISTA

RENACIMIENTO Y DIPLOMACIA

En una poesía en la que narra los destinos de su vida, Erasmo de Rot­terdam, el gran pensador del Renacimiento europeo, alega dolorido que ni Júpiter rutilante lo contempló nunca benévolo, ni Venus le sonrió próspe­ra; tan sólo el raudo Mercurio le concedió sus dones ' . Y ciertamente no es de extrañar que al viajero erudito, defensor de la paz, que fue Erasmo lo protegiese precisamente el dios al que se representa siempre de camino, con alas en los pies y llevando en su mano el mítico caduceo, es decir, la varita de oro en la que se enroscan sin atacarse las dos sierpes hostiles, co­ronadas por la pacífica paloma^. Por ese signo elocuente, reconciliador y apaciguante, el caduceo es tenido por símbolo de la diplomacia. Tanto, que durante siglos a los legados y nuncios se los llamó también «caduce-adores», porque esgrimían como única arma el caduceo de la paz. Y no es en vano que el propio Mercurio, en el Anfitrión de Plauto diga de sí mis­mo que los dioses le han otorgado el patrocinio de los embajadores ^

Sirva, pues, el auspicio de estas coincidencias expresivas con el signo del caduceo, tan propio a la iconografía renacentista, al son de los versos erasmianos y de la mano de Mercurio, el dios pacífico y mensajero, para exponer los elementos de la conjunción que vincula la cultura del Renaci­miento con la diplomacia de aquella época. Es una conjunción que halla sus propias bases en esta triple afirmación:

' «Ad Robertum Gaguinum de suis fads», Opera omnia, Leiden, tomo I, 1218. ^ «Aurea cui torto virga dracone nitet», como la llama Marcial. ' Plauto, Amphitryon, 11-12. O también Horacio, Odas, l, 10; Virgilio, En., IV, 237;

Eurípides, Ifig. en Aulide, 1302.

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30 M I G U E L - Á N G E L O C H O A B R U N

La diplomacia moderna nace en el Renacimiento. La diplomacia moderna es un producto del Renacimiento. La diplomacia moderna es un personaje del Renacimiento.

No hay quien ignore la verdad histórica del primer aserto. Bien es cierto que la diplomacia como tal es tan antigua como los Estados, «sus orígenes, se­gún Nicolson, yacen sepultados en la oscuridad que precede al alba de la His­toria», y ella misma es, según Maulde-la-Clavière, «tan vieja como el mundo y sólo desaparecerá con él». Pero es un hecho admitido que la diplomacia mo­derna no comienza hasta el Renacimiento, al amparo de la colosal mutación que implica su paso de nómada a sedentaria, es decir, el establecimiento de las embajadas residentes y permanentes con lo que se desecha y abandona el modo ocasional e itinerante que había sido su manera de ser en los siglos pre­cedentes. Esa mutación, ciertamente inesperada y contingente (aunque no casual), es la fe de bautismo de la diplomacia moderna.

Ahora bien, esa fe de bautismo ostenta un lugar y una fecha. El lugar es Italia, la fecha es el siglo XV. Salta a la vista la coincidencia. Otro neó­fito fue bautizado allí y entonces: ni más ni menos que el Renacimiento.

Asentemos, pues, el conocido hecho. A mediados del siglo XV apare­cen en Italia las primeras embajadas permanentes; hacia 1500 se han esta­blecido por doquier. Consiéntase un símil que parece pertinente: las em­bajadas anteriores a 1500 son los incunables de la diplomacia, nacidas cuando ésta se hallaba aún, como la imprenta, en mantillas, en la cuna de su existencia.

Pero puede irse más allá; la diplomacia moderna es un producto del Renacimiento. No es nuestra la idea. La formuló con nítida precisión un gran historiador de la diplomacia, Herbert Mattingly, para quien «la diplo­macia de estilo moderno fue una de las creaciones del Renacimiento italia­no»''. La formulación es afortunada y veraz. La diplomacia moderna no sólo nació en el seno de la Italia renacentista, sino también como conse­cuencia de las novedades que, en el campo de la política, de la sociedad y de la cultura, habían aparecido en su suelo.

Todavía más: la diplomacia es un personaje del Renacimiento, es decir, de un mundo en el que impera la magnificencia de las cortes (no en vano el Magnánimo y el Magnífico se muestran en su escena), pero también la compleja trama política, la riqueza de la expresión, el culto de la idea y

^ Herbert MATTINGLY, Renaissance Diplomacy, cap. V.

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de la palabra, la capacidad de relación humana, el gusto por el diálogo, el valor del gesto.

Allí y entonces se movió la diplomacia como un personaje más del es­cenario de la política y de la cultura, en la exquisitez de los ambientes cortesanos, en los recovecos de una política urdida de entresijos, en la agi­lidad de los viajes de un oficio apenas desprendido y no del todo de su trashumancia, en el coloquio de los espíritus, en la transmisión de las ideas. No fue sólo eficaz para tejer redes de política internacional, sino que además y por fortuna fue un exponente brillante de un mundo bri­llante también y cumplió la insólita tarea de transmitir, difundir, fomentar y aun personalizar la riquísima cultura de aquella época.

No es ésta la ocasión de analizar la importancia histótica de la diplo­macia renacentista y de los cambios que en ella se producen, de su eficacia en la labor de alianzas, paces y tratados, que constituyen el acceso político a la historia moderna de Europa. Nuestro tema es sólo reseñar este otro as­pecto de la protección, difusión y ejercicio de las letras y de las artes por parte del diplomático de aquel tiempo y ello de modo especial en su rela­ción con España.

La diplomacia, pues, personaje de la cultura del Renacimiento. Esta simbiosis diplomacia-cultura no se produce de modo casual, sino

que es perfectamente congruente con los rasgos de la diplomacia de aquella época, que de modo natural se hace portavoz de las necesidades de su tiempo y engarza sus actividades propias en el tejido artístico y cul­tural de entonces. Ello se manifiesta tan pronto se repasan someramente los caracteres peculiares de aquella diplomacia, tan imbuida del espíritu cultural.

APUNTES PARA UN DECÁLOGO

/. El fasto y la escena

Ya la misión propia de la diplomacia, la representación, adquiere en­tonces un alto grado de eficacia y ornato, de inteligencia y de fasto; la lle­gada de un Embajador a una Corte, es a veces como una «joyeuse entrée», y a su vez, los soberanos se esfuerzan en ofrecer a los representantes ex­tranjeros una recepción acorde con su peculiar prurito de ostentación \

' «Cum cornu et campana» eran recibidas en Italia las embajadas imperiales en el siglo XV (vid. MENZEI., Deutsches Gesandschaftswesen im Mittelalter, 1892, pág. 139).

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Las embajadas además son un personaje en el teatro renacentista de la corte. Pueden servir de ornato a un cortejo triunfal como en la Antigüe­dad, y como tal figurar en un contexto artístico. Una embajada tunecina figura nada menos que en el friso del arco de triunfo del Castelnuovo de Ñapóles para honra de Alfonso de Aragón.

2. El arte diplomática La propia función exterior, contagiada por el ambiente de la época, pa­

rece convertirse en arte. El gran estudioso del Renacimiento europeo, Jakob Burckhardt, acuñó la expresión «el Estado como obra de arte» («Der Staat ais Kunsrwerk») y al referirse a la negociación diplomática, la llamó «el arte de la persuasión política» («die Kunst der politischen Über-redung») ^.

3. IM^ humanidad Por otta parte, el relieve de la humanidad como característica esencial

del Renacimiento interfiere también en la actitud política, a la que confie­re cualidades que no son ciertamente filantrópicas, porque la política rena­centista es cruel —hasta la crueldad puede ser virtud, decía Maquiavelo— pero sí premian al valor personal, a la alteza de miras, a la generosidad, como cuando Alfonso V de Aragón se entrega a la merced de Filippo Ma­ria Visconti en 1434 o cuando Lorenzo el Magnífico se pone espontá­neamente en manos de Ferrante de Ñapóles en 1478. Gestos ambos que redundan en beneficio del perdedor porque acaba provocando la magnani­midad de su rival. El arte de la política humana.

4. La búsqueda de la cultura En tal atmósfera, la diplomacia se habitúa, por así decir, a ocuparse de

tareas de cultura. Por ejemplo, gestionar el envío de un artista: Alfonso V pidió al Dux de Venecia por conducto diplomático en 1452 que le enviase nada menos que a Donatello^. Los agentes del propio Alfonso en Flandes buscaban afanosamente y compraban para el rey cuadros de la espléndida pintura flamenca del momento, objetos valiosos, libros^. Otro tanto haría el embajador Fonseca para Fernando el Católico en los Países Bajos en los primeros años del siglo XVL

' Jakob BURCKHARDT, Die Kultur der Renaissance in Italien. ^ Vid. PANE, / / Rinascimento nell'Italia meridionale, I , págs. 1 4 - 1 5 . ' Vid. RYDER, The Kingdom of Naples under Alfonso the Magnanimous, págs. 75-6.

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' «Vor allem heissen die Gesandten von Staat an Staat nicht vergebens Oratoren» (BURCKHARDT, op. cit., cap. III, 7).

«Cum a principio statim orationis naso regis musca supersedisset non prius quam peroratum esset, rex illam abegisset» (Antonio BECCADEIXI, De dictis et gestis Alp honst Regis Aragonum, ed. Ba­

silea, 1538, pág. 15. " Vid. sobre tales discursos, Vespasiano da Bisticci (Vite di Uomini illustri del secolo XV); TATE,

Joan Margant i Pau, cardinal i bisbe de Girona, Barcelona, 1976); SORIA (LOS humanistas de la Corte de Alfonso el Magnànimo, Granada, 1966); OLMEDO («Humanismo y diplomacia bajo los Reyes Católi­

cos», en Conferencias de la Escuela Diplomática, 1949). Al retórico político se le requería tener experiencia diplomática: «πρεσβειών έμπειρίαν έχειν»

(vid. en Dieter KIENAST, «Prcsbeia, griechisches Gesandschaftswesen», separatum de la Pauly's Real­

en2yclopädie, 593­4).

3. La resurrección de la retórica

O también, la diplomacia fomenta la resurrección del mundo clásico, tan caro al Renacimiento, por medio del valor de la elocuencia. Si desde siglos atrás de llamaba a los embajadores «oratores» (porque por su boca habla el rey que los envía), en el Renacimiento la denominación gana en oportuni­

dad^. Los discursos latinos de los grandes humanistas empleados por los soberanos en funciones diplomáticas abren las puertas de la negociación po­

lítica ante oídos acostumbrados a resonancias clásicas. Alfonso el Magnánimo quedó absorto ante la oración latina de un embajador florentino según fa­

mosísima anécdota relatada por el Panormita'" y nos son conocidos los discursos humanísticos de diplomáticos como Valla, Margarit, el propio Bec­

cadelli o Antonio G e r a l d i n o C i e r t a m e n t e este engarce de diplomacia y oratoria muestra raíces mucho más lejanas de entronque clásico: la antigua Grecia conoció un tipo de retórica diplomática, el «πρεσβευτικός λόγος»

Paralelamente, otra esencial función de la diplomacia, el informe, ad­

quiere en la época especial relieve. Es un informe que se basa, por supues­

to, no sólo en el poder del Estado, en las actividades del gobierno, sino y sobre todo en el puntual estudio del hombre y en la descripción minuciosa de sus cualidades. Son bien conocidos los despachos de los embajadores ve­

necianos, o los de Maquiavelo o Guicciardini, pero son infinidad los diplo­

máticos humanistas que hacen de su deber de informar una tarea más del quehacer literario.

6. La cortesanía

Si hay un factor característico del comportamiento del hombre del Re­

nacimiento es la cortesanía. Y ello porque en las cortes se fragua la cultu­

ra y porque cortesano es en su comportamiento el caballero del Renaci­

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«The courtier's soldier's scholar's eye, tongue, sword» (Hamlet, 3, 1, 151). Vid. por ejemplo, VASOLI, «Il cortigiano, il diplomatico, il principe», ensayo contenido en su

libro La cultura delle corti, 1 9 8 0 . " El obispo Fonseca, embajador de los Reyes Católicos, decía anteponer los objetivos de su mo­

narca a su propia alma inmortal.

miento. Hasta entonces, la imagen del caballero tenía dos caras: el soldado y el cortesano. En el Renacimiento se añade otro elemento típico: el hombre de letras. Es ésta la triple faz del caballero renacentista que hermosamente expresa la dulce Ofelia al describir admirativamente a Hamlet: mirada de cortesano, espada de soldado, lengua de sabio Son muchísimos los casos representativos de este tipo humano, pero debe recordarse que son también muy numerosos los que se reclutaron precisamente para diplomáticos. Diego Hurtado de Mendoza, Sir Philipp Sidney, Alberto Pío de Carpi, el conde de Tendilla, Pedro Mártir de Anglería, Bernardino de Mendoza y tantos otros. Todos ellos diplomáticos y genuinos ejemplares de «cortesano»'"*. Pero ade­

más, hasta tal punto el epíteto y la condición interfieren en este tema, que el gran libro de urbanidad de la época es / / cortigiano del que es autor preci­

samente un diplomático, Baltasat de Castiglione.

7. La PolitolatTÍa

La función del diplomático de todas las épocas se enmarca en dos coordi­

nadas inflexibles; la primera es un deber de absoluta fidelidad al Estado; la segunda, el servicio a la paz. Una y otra exigencia encajan con precisión en el mundo intelectual de la cultura renacentista. «Pensar, decir, aconsejar y eje­

cutar lo que mejor sirva al engrandecimiento y conservación de su Estado», es la quintaesencia de la diplomacia para Ermolao Barbaro, el gran humanis­

ta y Embajador veneciano. Ese culto al Estado, que se traduce en obediencia a los mandatos del monarca y también en identificación con sus intereses, es comprensible que tenga notorio eco en la actividad diplomática, servicio ex­

terior de un Estado propio, al que se venera, con casi patéticos gestos de de­

voción' ' . Por otra parte, así como los monarcas del Renacimiento conceden su apoyo al impulso cultural de la época, no es de extrañar que la acción sea recíproca; así lo expresa el famoso lema que, en el frontispicio de la Univer­

sidad de Salamanca, bordea hermosamente las efigies de los Reyes Católicos: «Oí Βασιλείς τή Εγκυκλοπαίδεια, αυτή τοις Βασιλεϋσι».

Si muchos de los embajadores de la época contribuyeron a cimentar el poder del Estado moderno con su acción diplomática, también —en sim­

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Autores de sendas biografías de Fernando I, Juan II y Alfonso V de Aragón. Ya desde la famosa y patética llamada del Petrarca: «I'vo gridando pace, pace, pace». Canzone

ai Grandi d'Italia. «Non caeditur legatus nec violatur», recuerda Erasmo en sus Adagia {Opera, II, 1102 C), traído

de la litada, IV: Πρέσβυς ού τΟπτεται ουδέ υβρίζεται. " Como en la sentencia clásica: «non annuntias bellum», «ού πόλεμον άγγέλλενς» (O en Isaías,

52, 7: «cuan bellos, sobre los montes, los pasos del que anuncia la paz»). °̂ Vid. Scrittura, biblioteche e stampa a Roma nel Quattrocento. Aspetti e problemi. Atti del Se­

minario. Città del Vaticano, 1980. '̂ Vid. Concetta BIANCA. «La Biblioteca latina del Bessarione», ibidem, págs. 145 y 154.,

biosis con la cultura— muchos de sus hombres pueden aducirse como en­

comiastas intelectuales del monarca o de la monarquía. El fervoroso elogio de España y de sus Reyes formulado por Alonso de Cartagena, como em­

bajador castellano en el concilio de Basilea o el brillante Paralipomenon Hispaniae de Joan de Margarit pueden ilustrar esta acción literaria de dos eruditos que dedicaron la parte más activa de su vida al ejercicio de la di­

plomacia de Castilla y Aragón respectivamente; otros cifraron su obra lite­

raria de elogio a los monarcas en el género biográfico, como Lorenzo Valla, Gonzalo de Santa María o Antonio Beccade l l i .

8. El culto a la paz

No menos el amor a la paz es propio de la época. No porque no abun­

dase ésta en cruentos conflictos, sino porque en la ideología de aquel tiem­

po la paz cuenta como uno de los factores de la h u m a n i d a d Y es ahí donde el diplomático, inmune por naturaleza'^ y reacio a la violencia, de­

sempeña su papel con la obra, con la palabra y con la pluma en medio de un mundo de ansiedad y de polémica. El enviado es, ante todo un mensa­

jero que anuncia la p a z " .

9. La bibliofilia

Se mencionó más arriba a los buscadores de libros. Ciertamente los via­

jes fueron la semilla de las grandes bibliotecas de aquel tiempo. Porque entonces los libros se buscaban como rareza y surgían en valiosos hallazgos, en lugares diversos, frutos de la dispersión, de la casualidad o también de la ubicación de las primeras imprentas. Está apenas iniciado el estudio de la formación de grandes bibliotecas del siglo XV y de la sin duda decisiva aportación de los embajadores viajeros^". Las ricas bibliotecas de los car­

denales Carvajal y Bessarión por ejemplo debieron mucho a sus misiones diplomáticas en Europa^' y otro de los grandes cardenales de mediados

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II. LA DIPLOMACIA HUMANISTA

VIAJES Y LETRAS

Todos estos datos encuadran justamente a la diplomacia en el mundo renacentista y la sitúan como un verdadero componente de su ambiente.

Vid. Angela LANCONEIXI, «La Biblioteca di Jean Jouffroy», ibidem, págs. 275 ss. " Vid. TATE, op. cit., págs. 327 ss.

Vid. Madurell MARIMON, Mensajeros barceloneses en la Corte de Alfonso el Magnánimo, doc. 243.

^' También aderezadas de ornamentos literarios, quizá atribuibles a Micer Francisco Imperial en la embajada de Payo Gómez de Sotomayor y Sánchez de Palazuelos, y de rigor de crónica histórica en la de Clavijo.

del XV, Jean Jouffroy, también un notable personaje en el campo de las letras y las artes, al que Vespasiano de Bisticci reputó «uomo dottissimo in teologia e in tutte sette le arti liberali», cumplió misiones diplomáticas en España y Portugal, por encargo del duque de Borgoña, Felipe el Bueno Lo mismo puede decirse del cardenal Margarit^' y de don Diego Hurtado de Mendoza, cuya biblioteca, reunida en sus correrías diplomáticas por Europa, pasó con el tiempo a engrosar la del Monasterio del Escorial.

10. El descubrimiento de la Tierra

Y por último, en tal modo lo nuevo, lo ignoto, lo exótico se hace in­grediente de la diplomacia renacentista, que ésta se convierte también en portadora del afán de descubrimiento geográfico que anima a la época. Abrir relación con remotos confines, impregnados de aromas de lejanía y aun de leyenda, es un objetivo nuevo y cautivador. Los embajadores cata­lanes a Alfonso V en Ñapóles anotan asombrados la presencia de una em­bajada del «Preste Juan» de Abisinia^^. Alienta la ilusión de descubrir tie­rras desconocidas y llevar allá mensajes de su soberano. Tales fueron los móviles de las embajadas de Enrique III de Castilla al Oriente MongoP' . Pero acaso pueda aducirse un caso especialísimo. Cristóbal Colón, la más universal figura de aquella época, entre sus instrumentos de derrota para la más grande empresa ultramarina de la historia, llevaba —como cual­quier diplomático enviado a tierras lejanas— unas cartas credenciales fir­madas por Fernando e Isabel y dirigidas al Gran Khan del Oriente.

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«II cosmopolitismo che accompagna la brama di viaggi di tanti umanisti» (Eugenio GARIN, / / Rinascimento italiano, 2, 16).

27 Vid. el citado ensayo de Cesare VASOLI.

enraizada en sus orígenes y aun coautora de sus ideas y sus empresas. No hay ciertamente quien ignore que el Renacimiento se construyó en los ca­minos; no es un fenómeno estático, brotado como una flor inesperada, en algún lugar insólito. Es ante todo un fenómeno de interacción, de diálogo, surgido en un mundo que de pronto se pone en movimiento intelectual. No por ello es menos fascinante. Antes bien, la belleza del primer Renaci­miento tal vez venga dada por esa dinamicidad del conocimiento que se basa en la prisa por el saber, en la urgencia de encontrar vías nuevas hacia la fuente antigua de la sabiduría. Y no sólo vías en sentido figurado, sino en la más real de las acepciones. Los viajes a las tierras exóticas, la llamada de lo desconocido, es decir, los descubrimientos oceánicos, la fantasía al al­cance de la ciencia, las descripciones geográficas, los «theatra orbis», los itinerarios de escritores y artistas que se entrecruzan, se conocen y traen, como los insectos entre las flores, semillas de otros lugares en sus pasos de vagabundos de la cultura. Entre estos científicos viajeros, trashumantes de las letras y las artes, buhoneros de la poesía, es lógico encontrar al tipo clá­sico del diplomático, «lustrator orbis», peregrino constante y cosmopolita^'^.

He ahí pues un vínculo entre diplomacia y humanismo: el deseo del conocer, la necesidad de recorrer países, de entablar relaciones, de transmi­tir ideas. Añádase a ello el servicio a soberanos ansiosos de introducir a sus Cortes los nuevos conocimientos de la cultura humana y con ello tendre­mos el tipo ideal del diplomático de aquellos días, que tantas veces es un verdadero calco del humanista o su coincidencia personal. Por ello es extensísimo el posible catálogo de los humanistas del Renacimiento que hi­cieron diplomacia .

En ese campo de interrelación hubo de corresponder desde muy pronto un espacio notorio a la cultura española.

Y así fue ya en las mismas vías de acceso. «Ex Oriente lux». Es bien sa­bido que una vía principal vino de Bizancio, en la primera mitad del siglo XV, a través de los prelados y emditos que acuden al Concilio de Florencia, los hombres de letras que emigran a Occidente desde una Constantinopla amenazada y también los embajadores con los que los últimos Paleologos tratan de interesar a los príncipes cristianos en la defensa de la angustiada metrópoli de Constantino. Pues bien, es un hecho conocido y sin embar-

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go poco tenido en cuenta que uno de los sabios que introdujeron en Occi­dente las letras helénicas, Manuel Chrysoloras, visitó España en misión di­plomática como embajador de Manuel IP^.

Parece evidente que tal embajada había de ejercer un influjo en la in­cipiente pero ya rica cultura renacentista española. Precisamente por en­tonces el humanismo catalán o aragonés de las Cortes de Juan I (el Rey poeta, «amador de toda gentileza») y de su hermano Martín I es un bri­llante exponente del primer Renacimiento. En esa inicial floración huma­nística del Levante español, también llevaron la palma algunos nombres diplomáticos; citaré sólo dos: Andreu Febrer y sobre todo el gran Bernât Metge, el primer filósofo humanista de España^'.

LA CORTE DEL REY MAGNÁNIMO

Pero evidentemente, la vía más directa corresponde a Italia puesto que con ella mantuvo España por entonces una íntima relación diplomá­tica. No sólo con Italia, sino en Italia, ya que, sobre todo a partir de Al­fonso V el Magnánimo, el dominio español se consolida en suelo italiano. Y Alfonso V el rey humanista por excelencia no sólo recibe en su culta corte del Castelnuovo napolitano a brillantísimos embajadores como Eneas Silvio Piccolomini o el ya citado Manetti, sino que integra en su propio servicio diplomático a hombres ilustres del mundo de las letras, ya espa­ñoles como Mateo Malferit^° o Juan Fernando de Córdoba^', ya italianos como Antonio Beccadelli, Gioviano Pontano, Guiniforte Barzizza, Miche­le Riccio, y nada menos que Lorenzo Valla. Todos ellos desempeñaron importantes misiones diplomáticas por encargo y en nombre del Rey Magnánimo. El primero en antigüedad fue Barzizza, que acudió a Barce­lona precisamente en el séquito de un embajador aragonés que regresaba de I tal ia" .

Vid. John W. BARKER, Manuel II Palaeologus, 1969, y Sebastián CIRAC ESTOPAÑAN, La Unión; Manuel II y sus recuerdos en España, 1952.

•'̂ Ambos ejercieron misiones diplomáticas por encargo de Juan I y Martín I de Aragón. Sirvió durante veintidós años a Alfonso V y fue enviado muchas veces como embajador a Mi­

lán, Genova, Roma, Florencia y Venecia. Era, según Bisticci, «universale negli studi di umanità». Re­tornó luego a su Mallorca natal, algo amargado tal vez de las tareas políticas que eran —decía— como las jaulas de los pájaros, que los que están dentro quieren salir y los que fuera, entrar.

Teólogo, humanista y filósofo que llegó a Ñapóles como embajador de Juan II de Castilla a Alfonso V de Aragón, quien lo empleó luego en misiones al Papa Nicolás V.

Hugo de Villafranca, que había ido a Italia como embajador de Alfonso V ante el Emperador Segismundo durante la estancia de éste en Milán para ceñir la corona lombarda en 1431-

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" SORIA, op. cit., pág. 9 4 .

Como arcediano de Almazán figura en varias misiones de Enrique IV de Castilla en 1 4 6 5 . " Debió de fomar parte de la embajada de Alonso de Cartagena al Concilio de Basilea en 1 4 3 4 .

Varias veces embajador de Enrique IV en Ñapóles y en Roma. Embajador de Alfonso V y Juan II de Aragón y del Príncipe de Viana en varias ocasiones. Uno de los más expertos y avezados diplomáticos de Juan II de Aragón en Europa, varias veces

embajador en Francia, Inglaterra y Borgoña. " Ejemplar bien conocido de trotamundos, poeta, justador en torneos europeos, cronista, estu­

dioso y militar, pero también varias veces embajador de Juan II de Castilla (a Dinamarca, Inglaterra, Francia y Borgoña).

Miembro de la suntuosa embajada castellana a la coronación de Fernando I de Aragón y luego a las órdenes de éste.

Que, en la corte del Magnánimo, que con tanta destreza manejó los enredados hilos de la política italiana, desempeñase la diplomacia un pa­pel relevante es cosa sabida y comprensible; que en aquella corte florecie­ron las humanidades a la vera de la magnanimidad del monarca es un he­cho pregonado por los contemporáneos y corroborado por la posteridad. Así pues, la conjunción diplomacia-cultura tuvo allí campo en que prospe­rar. Los humanistas y hombres de letras ocuparon muchos puestos en la cancillería de Alfonso V.

De este modo, Alfonso V no sólo concedió cargos y tareas de relieve histórico a aquellos grandes hombres del Renacimiento literario, sino que confirió a su propia política a través de sus diplomáticos humanistas un empaque intelectual, causa indudable del prestigio del monarca aragonés. La cultura al servicio de la diplomacia y también la política subyugada por el intelecto. Fenómeno verdaderamente egregio y verdaderamente renacen­tista. Durante la misión de Antonio Beccadelli en nombre de Alfonso V al Norte de Italia, en un documento paduano se le menciona escuetamente así: «Antonio Panormita, poeta, embajador»^'.

DIPLOMACIA Y CANCIONEROS

Y ciertamente en aquellos días son sorprendentemente numerosos los diplomáticos poetas. El servicio exterior de los reyes españoles parece ha­berse trasladado al Parnaso. Considérese, por ejemplo, que de la serie de los nombres del famosísimo Cancionero de Estúñiga, ejercieron con mayor o menor constancia misiones diplomáticas Juan de Medina , Fernando de la Torre " , Diego de Saldaña , Pere Torroella , Hugo Urríes , Diego de Valera' ' y el almirante don Alonso Enriquez''°. Y el poeta que precisa­mente da nombre a otro gran cancionero, Juan Fernández de Híjar,

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'" Historiarum Ferdinandi Regis Aragomae libri III, en el lib. tercero. '̂ ^ Vid. Cancionero de Garci Sánchez de Badajoz, ed. de Julia Castillo, págs. 18 y 327 s.

Es sabido que Juan de Mena, por ejemplo, formó parte del séquito del cardenal Torquemada, embajador castellano en el concilio de Florencia.

Vid. FARINELLI, Viajes a España, I , págs. 109 ss.

corresponsal de Filelfo y del Panormita, y al que reputará Lorenzo Valla «litte-ris humanitatis ex omni Hispania nulli secundum»"*', fue varias veces embaja­dor de Fernando I y de Alfonso V de Aragón en diversas cortes. E incluso tal vez quepa incluir también en este capítulo al conde de Tendilla, embajador de los Reyes Católicos, de quien más adelante se volverá a hacer mención, y que quizá corresponda a uno de los poetas citados en el cancionero de Garci Sánchez de Badajoz, si la homonimia consiente la conjetura''^.

Ni puede dejar de citarse al famoso Jordi de Sant Jordi, que negoció con Juana II d'Anjou en nombre de Alfonso V, ni olvidar a otro notable poeta, el valenciano Juan Ram Escrivá, embajador de los Reyes Católicos en Ñapóles. Es seguro que no se agota ahí la lista. En el cortejo de las embaja­das renacentistas españolas se debieron de mover muchos de los literatos de la época, ansiosos de aprender y de c o n o c e r P o r cierto que, en el séquito probablemente de los embajadores que el Emperador Segismundo envió a España para las vistas de Perpignan y las negociaciones sobre el cisma entre 1409 y 1415 debió de figurar el tirolés Oswald von Wolkenstein, que dejó en sus poesías numerosas referencias a la Península Ibérica'*'*.

Los PRELADOS

Bien sabido es que la Iglesia Católica acaparó entonces una parte im­portantísima de la cultura y de su impulso renovador. Da fe de ello el me­cenazgo de la curia papal de Nicolás V, de Pío II o de León X, de cardena­les y dignatarios de la Iglesia en Italia y en los demás países europeos. En el campo de la diplomacia española han de citarse algunos casos verdadera­mente eminentes de prelados embajadores que a la vez tuvieron que ver, y muchísimo por cierto, con la cultuia.

Casi superfluo resulta exaltar el primer papel que corresponde en las letras hispanas del siglo XV a Alonso de Cartagena, el famoso y docto obispo de Burgos, «decus praelatorum» según Eneas Silvio, sabio teólogo e historiador, del que decía el Papa Eugenio IV esperando su visita en Roma: «si el obispo de Burgos a nuestra Corte viene, con vergüenza nos asentaremos en la silla de San Pedro». Uno de los más sugestivos capítulos de la biografía de este sapien-

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LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENfTO 41

te obispo lo constituyen las misiones diplomáticas que le tocó desempeñar co­mo embajador de Juan II de Castilla en el concilio de Basilea y luego en la corte de Alberto II en Alemania^'. En Basilea fue resuelto asertor de la precedencia internacional de Castilla contra los embajadores de Inglaterra, contienda en la que hasta parece salieron a relucir las espadas en plena aula conciliar. En Euro­pa Oriental fue fautor de paces entre Alberto II y Ladislao de Polonia.

Parece además que Alonso de Cartagena invitó a venir a España al hu­manista lombardo Pier Candido Decembrio, viaje que no llegó a realizar­se. Pero si, como es posible, se trajo de Basilea a España al escultor Gil de Siloé que estaba trabajando en Italia, este hecho colocaría al prelado húr­gales en el brillante inicio de la gran imaginería española, a la que habría dado el primer impulso.

Otra gran figura de las letras es Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Falencia, hombre de varios saberes, autor de una gran historia de España y también embajador castellano. En esta calidad casi monopolizó las relaciones diplomáticas de Enrique IV de Castilla con la Santa Sede e incluso acabó sien­do una figura importante dentro de la administración pontificia, en la que ocupó el puesto de gobernador del castillo de Sant'Angelo. Precisamente en esa calidad le correspondió protagonizar un sorprendente diálogo literario. Porque allí, en los recios muros del castillo, se hallaba preso por orden papal el eximio humanista Platina. Y carcelero y encarcelado intercambiaron impre­siones y opiniones eruditas en insólito comercio epistolar.

A todos éstos habría que añadir'"' el caso del cardenal Margarit, políti­co clave para las tramas bélicas y diplomáticas de Juan II de Aragón y que desempeñó embajadas relevantes bajo los tres últimos soberanos aragone­ses; fue, como es bien sabido, uno de los hombres más cultos de su tiem­po, infatigable buscador de libros y escritor de brillantísima pluma.

Luciano SERRANO, LOS conversos don Pablo de Santa María y don Alonso de Cartagena, diplo­máticos y escritores, Madrid, 1942.

Entre otros muchos, por supuesto. Podría citarse a Diego Ramírez de Villaescusa, prelado hu­manista del círculo de los grandes de la época, como Nebrija, Pedro Mártir o Marineo Siculo, Obispo de Astorga, de Málaga y de Cuenca, embajador de Fernando el Católico ante Felipe y Juana, poeta latino, autor de los cuatro diálogos sobre la muerte del Príncipe donjuán y que ejerció «cum pruden-tia et auctoritate», varias «ingentes legationes Catholicorum Regum» (vid. Félix OLMEDO, Diego Ramí­rez Villaescusa, Madrid, 1944). El también obispo Fonseca, embajador de los Reyes Católicos en Flan-des y en el Imperio, había sido discípulo de Nebrija, como éste recuerda en una de las dedicatorias que le hizo de sus obras:

«Hic est iUe tuus, tuus inquam Antonius olim qui tibi Grammatices prima elementa dedit».

(OLMEDO, Nebrija, pág. 22)

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''̂ Vid. supra, nota 39-Enviado a Aragón y a Italia, si son acertadas las usuales conjeturas. Enviado al Papa por Enrique IV y a Luis XI por los Reyes Católicos.

°̂ Embajador de Enrique III de Castilla en Aragón. " Embajador de los Reyes Católicos a Maximiliano I en 1502.

Como el ya mencionado Sánchez de Arévalo. O Felipe Malla, sacerdote, poeta, jurista e historia­dor, embajador de Fernando I y de Alfonso V de Aragón; tras años de servicio a la Corona, su final tuvo lugar en aras de la literatura y la crónica. Recitando públiclamente en 1431 una biografía que había compuesto de la reina Violante de Aragón, enfermó súbitamente para morir cuatro días después.

LA CRÓNICA

Los tres contribuyeron en modo ilustre a la historiografía de España con obras capitales para su tiempo. Pero además triunfa en aquella época el género histórico de la crónica, vivaz descripción de los hechos contemporá­neos, con más amenidad tal vez que rigor, pero sin duda con singular valor literario. Los cuatro más grandes cronistas castellanos ejercieron en al­gún momento de su vida y con mayor o menor fortuna cargos diplomá­ticos de los reinos españoles, hecho bien significativo que viene a añadir valor a nuestra tesis: en todos los órdenes de la cultura y del fomento de las letras o las artes en el Renjicimiento aparecen al nivel más alto imagina­ble personajes de la historia diplomática. Me limito a citar los cuatro nom­bres porque ello me parece suficientemente expresivo: Diego de Valera''^ Alonso de Palencia^^, Fernando del Pulgar'*' y Fernán Pérez de Guz-mán '° . Aún podría añadirse a la lista el nombre de Gonzalo de Ayora, embajador y cronista de los Reyes Católicos' ' . Y no pocos m á s " .

DIPLOMACIA MULTILATERAL HUMANÍSTICA

La representación diplomática tan frecuente en los concilios del siglo XV viene a corresponder a lo que hoy llamamos diplomacia multilateral, es decir, las misiones en las grandes asambleas de carácter internacional. Los reinos españoles estuvieron en tales asambleas representados con ex­cepcional dignidad, tanto en el ámbito puramente diplomático como en el cultural y humanístico. Alonso de Cartagena es una prueba.

Una famosa asamblea internacional fue convocada a mediados del siglo XV por el gran Papa humanista Pío II. La asamblea se reunió en Mantua. Se trataba de excitar a los Estados cristianos a una cruzada para contener la amenaza turca. Pero el acontecimiento, que se prometía de gran tras­cendencia en la política internacional, la tuvo tal vez mayor en el campo intelectual, sea por el prestigio humanista del pontífice, sea por esa ten-

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LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENTO 43

dencia de la época que precisamente aquí se trata de señalar, que asocia diplomacia y cultura. Una breve enumeración de los representantes que acudieron al congreso es reveladora. Por parte del Emperador negoció con el Papa Johann Hinderbach, que había sido discípulo de humanidades del propio Eneas Silvio y fautor en Alemania de las letras renacientes. Con el Papa estaba Flavio Biondo, autor de una famosa Historia de Roma. De la crónica del congreso se ocupó Crivelli, que representaba al duque de Mi­lán. Historiadores eran también el Embajador portugués Joáo Fernandes da Silveira, y el de Venecia, Ludovico Foscarini. Como embajador inglés fue nombrado el humanista y prelado John Tiptoft, alumno que fue de Guarino de Verona y al que sustituyó como representante británico en el congreso el deán de Lincoln y capellán del Rey, Robert Fleming, que era procura­dor de Enrique VI ante la Santa Sede, cargo para el que fue nombrado precisamente «por su especial experiencia y pericia en los estudios huma­nísticos»". Los grandes divos del congreso fueron dos eruditos insignes: el cardenal Bessarión y Francesco Filelfo.

Pues bien, a tal alta asamblea de diplomáticos escritores, España envió también una representación adecuada: presidía la embajada de Castilla don Iñigo López de Mendoza y le acompañaban Rodrigo Sánchez de Aré­valo, el famosísimo historiador ya citado, y Alonso de Falencia, luego archi-conocido cronista y que en Mantua establecería contactos con las letras y los hteratos de la Italia renacentista. La embajada de Juan II de Aragón y de Navarra, por su parte, iba encabezada por «un notable prelado y de muchas letras», como dice Z u r i t a e l obispo de Elna, Joan Margarit, in­signe personaje, como se ha dicho ya, de la historia de nuestro humanismo y que, tras otras numerosas misiones en Italia, habría de acabar sus días, cargado de honores y libros, en Roma como cardenal de la Santa Iglesia y embajador de los Reyes Católicos ante el Santo Padre.

Si la crónica de los sucesos de aquel acontecimiento que fue el congre­so de Mantua se debió nada menos que a la exquisita pluma del propio Pío II, que dejó en sus comentarios tantos ecos de la época en la que él fue verdadero protagonista —en la política, en la Iglesia, en las letras—, la visión figurativa, vivaz, coloristica, fresca y luminosa, se debió a las ma­nos del Pinturicchio, que la reprodujo en una de las diez escenas de la vida

" «... ob singularem in studiis humanitatis praestantiam atque excrcitationem» (Ludovico Carbo­ne, en su elogio fúnebre del poeta Guarino da Verona; vid. en Prosatori Latini del Quattrocento, Classici Ricciardi).

Anales, XVI, 58.

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III. DIPLOMACIA Y ARTES

DIPLOMACIA Y PINTURA

Retratos y retablos En el Museo del Prado hay un retablo del siglo XV en cuya tabla cen­

tral, a los pies de una efigie de la Virgen, están arrodillados un rey y un prelado. El rey es Fernando I de Antequera, Rey de Aragón. El prelado es don Sancho de Rojas, que dio nombre al retablo del que fue con toda probabilidad el donante. Importante mecenazgo, avalado nada menos que por un nombre en el catálogo del Prado. Este notable prelado castellano (obispo de Palencia, luego arzobispo de Toledo en 1415) fue por dos veces embajador en Aragón durante el interregno y las deliberaciones de Caspe en 1411 Don Sancho fue, además de diplomático y obispo, guerrero en Granada y personaje relevante en la compleja política castellana durante la minoridad de Juan II.

Otro retablo hay en España que recuerda a otro embajador: en la ca­tedral de Zamora, su obispo y luego cardenal Juan de Mella, embajador que fue ante la Santa Sede, encomendó el retablo a Fernando Gallego. Es una de las obras más logradas del gran pintor. También en el retablo figu­ra el retrato del ilustre donante. Son dos ejemplos llamativos de dos mece­nas embajadores, justo en el tránsito a una nueva pintura, que abandonó el Gótico para iniciar el primer paso del Renacimiento.

La presencia de embajadores mecenas no es extraña ni debe sorprender. En medio del mundo tardogótico de la España del primer tercio del XV comienzan a soplar vientos nuevos. Precisamente a causa de la intensifica­ción de la relación española con los demás países, en trance de descubri­mientos artísticos.

No debe ser confundido con un homónimo posterior, obispo de Astorga en 1423 y también, por cierto, embajador castellano.

de Pío II con que decoró la hermosísima librería Piccolomini en la catedral de Siena. No habrá otro congreso tan erudito ni tan bien pintado en la historia de las asambleas internacionales.

Pintura y diplomacia. ¿Será éste también un capítulo posible en nues­tro tema, como lo fue el dedicado a las letras? Lo es ciertamente.

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La relación entra por dos vías: la del Renacimiento italiano es una. Otra la que va a ser la pintura hispano-flamenca.

Las embajadas flamencas Por la vía flamenca, hay embajadas de notoria importancia que consti­

tuyen un insólito episodio de diplomacia artística. Si se exceptúa el caso de Rubens diplomático en el siglo XVIL segura­

mente no habrá otro caso de incidencia directa de la diplomacia en la pintura española. En 1426, el duque Felipe el Bueno de Borgoña envió una misión diplomática a Aragón para pedir a Alfonso V la mano de la infanta Isabel de Urgel; el representante burgoñón que fue recibido en Valencia por el Rey era nada menos que Jan Van Eyck, el grandísimo pintor flamenco. La elección no es extraña. Aparte del goce de viajar in­herente a un pintor, ávido de paisaje, había el deseo del soberano de re­cibir retratos del natural. Y muy especialmente en este caso en que la re­tratada podía ser nada menos que una novia desconocida. Dos años des­pués, vuelve Jan Van Eyck a la Península Ibérica acompañando a otra mi­sión diplomática. Esta vez a Portugal; se trataba de obtener el retrato de la infanta Isabel de la casa de Avís. Es obvio que la estancia en la Pe­nínsula de tan alto ingenio no pasaría sin eco o influencia en la pintura de aquellos días"^.

Años más tarde, Alfonso el Magnánimo encargó a sus agentes y repre­sentantes oficiales y oficiosos en Flandes la búsqueda y adquisición de obras de arte. Galcerán Gener se trajo de Flandes una expedición cargada de obras de arte, en la que figuraba una serie de tapices de Van der Wei-den sobre la Pasión de Cristo, por la que se pagaron cinco mil ducados" . En los últimos años del siglo y en los primeros del siguiente el obispo Ro­dríguez de Fonseca, embajador de los Reyes Católicos en Alemania y en los Países Bajos, cumpliría una misión similar. Lo atestigua la fastuosa co­lección de tapices flamencos en la catedral de Palencia.

Una legación cardenalicia Pero es otra gran embajada la que contribuye a introducir en España la

vía italiana, ruta la más importante para el Renacimiento español. Se trata de la solemne legación del cardenal Rodrigo de Borja a España, portador de la aprobación papal de Sixto IV al acontecimiento creador de la unidad

Vid. André CHATELET, Jan van Eyck, y A. DE BOSQUE, Artisti italiani in Spagna, pág. 1 6 1 . " RYDER, op. cit., pág. 7 6 .

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MECENAZGOS Y EMBAJADAS

Casi un antipapa El influjo del cardenal Borja es muy propio de su tiempo y de su dig­

nidad. Es sabido el papel de alto mecenazgo intelectual que incumbió en el siglo XV a los miembros del Sacro Colegio Cardenalicio, un honroso pa­pel culto y bienhechor que queda en el haber del senado de la Iglesia de aquel tiempo. Podrán citarse ejemplos que caen de lleno en el tema de la diplomacia, empezando por uno que casi fue antipapa. Desde 1488 fue

Parece más probable, sin embargo, que fuese un regalo de Juan de Borja. ^' A . DE BOSQUE, op. cit., págs. 161 ss.

española: la boda de Fernando e Isabel. La trascendencia de la legación para el tema que nos ocupa es clara, primero por proceder de Italia, segun­do por ser español su titular y poder así calar más hondo en la sociedad que lo recibía, y finalmente porque se adentró hasta Castilla, el corazón geográfico de españa, traspasando el límite de la región levantina, más fre­cuentemente receptora de las influencias italianas por las próximas ondas del Mediterráneo.

Y en efecto, la misión diplomática de Rodrigo de Borja (futuro Papa Alejandro VI) llevó a España una vanguardia artística italiana, una semilla féitil. El catdenal pasó en España el verano de 1472. Visitó Valencia, Bar­celona, Tarragona, Madrid, Toledo, Alcalá, Guadalajara. Se entrevistó con Juan II de Aragón, con Enrique IV de Castilla, con Fernando e Isabel. Su recorrido por España debió de ser triunfal por su carácter de legado ponti­ficio, por su personalidad exuberante, por el fasto desplegado por unos y otros para recibirlo. Rico y generoso, el cardenal dejó obsequios que atesti­guarían tanto su magnanimidad como su buen gusto. Se ha aventurado la hipótesis de que la seductora efigie de la Virgen María atribuida al Pintu-ficchio y que hoy se halla en el Museo Provincial de Valencia fuese precisa­mente un regalo de Rodrigo de B o r j a P e r o no es necesario recurrir a hi­pótesis más o menos plausibles. Sabemos de cierto que en el séquito del cardenal había pintóles italianos: el napolitano Francesco Pagano, el tal vez siciliano maestro Riccardo, el emiliano Paolo da San Leocadio. El últi­mo se avecindó y trabajó activamente en España donde probablemente murió después de dejar una copiosa producción muy visible en iglesias y

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*° Cardenales fueron ambos, tío y sobrino, y a cuál más importante. El tío no fue diplomático al servicio de España, pero sí de la Santa Sede que lo envió en misiones al imperio alemán. Vid. GOMEZ CAÑEDO, Lino, Don Juan de Carvajal, un español al servicio de la Santa Sede, Madrid, 1 9 4 7 .

Elias TORMO, Monumentos de españoles en Roma, I, págs. 104 ss. " Ibidem, II, pág. 227.

por unos años embajador de los Reyes Católicos ante la Santa Sede un prelado castellano que había de dar que hablar: don Bernardino de Carva­jal, obispo de Badajoz. Hombre de vena política, orgulloso y obstinado, negociador duro e inteligente, rigió bien la representación española ante Alejandro VI, quien lo hizo Cardenal en 1493. Con anterioridad había sido durante unos años nuncio en España, donde su mecenazgo arquitectónico se plasmó en la construcción del puente sobre el Tajo entre Trujillo y Pla-sencia, sede ésta de la que fue obispo su tío don Juan de Carvajal. El puente es conocido con el nombre del «puente del cardenal»''". La obra ha sido atribuida a Baccio Pontelli, que tantas cosas construyó en Roma, algunas tal vez por encargo de don Bernardino'^^ Al purpurado español tocó en todo caso vigilar la marcha de la construcción en Roma de dos mo­numentales empresas arquitectónicas por encargo de los Reyes Católicos: la iglesia española de San Pietro in Montorio y el anejo bellísimo templete del Bramante. Carvajal fue, como otros muchos cardenales españoles, titu­lar de Santa Croce in Gerusalemme y allí se debe a su mecenazgo el fresco de la invención de la cruz, en el ábside, donde está su efigie orante al pie de la cruz; el fresco que se atribuyó en tiempo a Pinturicchio parece ser buena obra de Antoniazzo Romano. El cardenal-embajador intervino también según parece en la construcción del hospital romano del Santo Spirito, obra también de Baccio Pontelli''^. Peot fama se ganó, muchos años después, promoviendo en el conciliábulo de Pisa una abierta rebelión contra Julio II, a quien quiso deponer buscando tal vez suplantarlo. Le cos­tó la aventura el capelo, aunque lo recuperó bajo León X y murió en 1523 siendo cardenal obispo de Ostia.

«Viventes ut morituri» Los grandes embajadores del siglo XV hispánico han dejado unas pos­

tumas huellas, testimonios palpables de su amor al arte. Son los sepulcros en que algunos reposan, muestras relevantes de la escultura de la época. Uno de ellos, el de Alonso de Cartagena en su catedral de Burgos, es to­davía gótico. Pero pronto es ya el Renacimiento el que adorna profusa­mente y edifica con puntualidad clásica las tumbas de los años siguientes.

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Cabe citar al menos algunos de los ejemplos más notables de esta forma de mecenazgo postumo de algunos embajadores españoles.

En las iglesias romanas, el arte sepulcral elegante y exquisito del Rena­cimiento ha dejado vestigios memorables. En la Iglesia Nacional Española de Santiago en Piazza Navona fiíe sepultado uno de los primeros embaja­dores permanentes de España: Gonzalo Beteta. Su bello sepulcro fue luego trasladado a la iglesia de Montserrat en Roma, en cuyo claustro todavía se encuentra. Allí también una lauda sepulcral recuerda al ya varias veces ci­tado Rodrigo Sánchez de Arévalo, Embajador, obispo de Palencia y escri­tor. Y allí también yace en un espléndido monumento sepulcral el carde­nal Juan de Mella, embajador que fiíe en Roma e ilustre jurista, ya citado aquí por su retablo zamorano*'.

Pero hay otro sepulcro, uno de los más notables ejemplares de este arte en el siglo XV romano y que precisamente acoge las cenizas mortales y la memoria inmortal de un embajador español. El sepulcro está en Santa Sabi­na: es el del cardenal valenciano Auxias Despuig. Viviendo en Santa Sabina, la fortuna le deparó el hallazgo fortuito de un tesoro oculto en monedas de oro y plata. El pío cardenal lo dedicó a obras de piedad y lo recuerda una lá­pida en el Laterano. Roma, agradecida a sus benefactores, cobija hoy el be­llísimo sepulcro de Auxias Despuig, obra de Andrea Bregno. Una parte de la obra ha sido atribuida nada menos que a Mino da Fiesole . En el sarcófa­go, bajo la estatua yacente del prelado campea la leyenda cristiana: «Ut mo-riens viveret, vixit ut mori tutus». Hoy muerto, vive efectivamente también su obra artística. La prolija inscripción del sepulcro recuerda su labor diplo­mática española: «variis Hispanorum regum legationibus fiínctus».

También el mencionado Cardenal Margarit, Embajador como dijimos de los Reyes Católicos en Roma, quiso hacerse un sepulcro en su catedral gerundense. Habitando años en Italia, decorado desde poco tiempo con la púrpura cardenalicia, pero nostálgico tal vez de su iglesia de Gerona, a la que llamaba tiernamente «su esposa», ordenó en un memorial escrito en 1484 no mucho antes de su m u e r t e e n t r e referencias a bienes espiritua­les y materiales, la erección de una tumba en aquella catedral, que fuese no inferior en magnificencia a la de su antecesor. La obra no llegó a reali­zarse, quizá para desgracia del arte renacentista español.

ìbidem, I, pág. 83. Ibidem, I, pág. 173. Vid. Enrique M i R A M B E i x , «Un memorial del Cardenal Margarit» en Andes del Instituto de Es­

tudios Gerundenses, 23 (1974-75), págs. 75 ss.

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Los Mendoza Será preciso ahora citar una familia. En la historia española de aquel si­

glo no habrá seguramente otra tan importante. Los contemporáneos así lo reconocieron y a uno de sus miembros lo llamaban «el tercer rey de Espa­ña», es decir, el primer personaje del reino después de Fernando e Isabel. Son los Mendoza. Su presencia fue constante en todos los órdenes, en el político, en el cultural, en el religioso. Y también, para que este tema pueda acogerlos con pleno derecho, en el diplomático.

Don Iñigo López de Mendoza, segundo hijo del gran poeta que fue el Marqués de Santillana, ostentó —ya se ha dicho— la representación de Cas­tilla en el congreso de Mantua en 1439. Pero más importante fiíe su hijo don Iñigo López de Mendoza, Conde de Tendilla, embajador de los Reyes Cató­licos para la obediencia al Papa Inocencio VIII en Roma y encargado tam­bién de mediar en el terrible drama bélico que fue la conjura de los nobles angevinos contra Ferrante de Ñapóles, primo de Fernando el Católico, que le ayudó en forma decisiva en aquella crisis. Nos refiere Pulgar —y éste es un nuevo elemento a corroborar la tesis que en estas páginas se sustenta— que el conde de Tendilla fue nombrado embajador porque «allende de caballero esforzado, era bien mostrado en letras latinas»^'''. He aquí la consciente vin­culación que los monarcas hacían entre diplomacia y cultura, sólo posible, claro está, en un mundo enamorado de las lettas y las artes. La embajada fue, además de eficaz en su cometido político, muy brillante en el campo cultural y contó con el indispensable discutso latino que fue a cargo de An­tonio Geraldino, humanista miembro de la Embajada. Se acuñaron meda­llas conmemorativas que son tal vez obras de Nicolo Fiorentino.

Dos regalos de Italia se llevó Tendilla: el uno fue una espada —el «es­toque bendito»— con que le obsequió el Papa en solemne ceremonia des­crita por el historiador y maestro de ceremonias Johann Burckard, con su puntualidad acostumbrada^^. Era una especial distinción que los pontífices ofrecían en casos infrecuentes y señalados; es una de las sólo veintidós es­padas regaladas por los papas a dignatarios españoles entre 1387 y 1618;

Vid. ampliamente sobre la embajada, OLMEDO, «Humanismo y Diplomacia bajo los Reyes Ca­tólicos», en Conferencias de la Escuela Diplomática, 1949. Ya había alabado Pío II años atrás en forma parecida el buen tino de los florentinos que, cuando nombraban a sus cancilleres, valoraban especial­mente los estudios humanísticos: «Commendanda est multis in rebus Florentinorum prudentia, tum maxime quod in legendis cancellariis non iuris scientiam, ut pleraeque civitates, sed oratoriam spec-tant, et quod vocant humanitatis studia» {Opera, ed. Basilica, cap. LIV, pág. 454).

Diario, 1, 231.

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pero precisamente —y por razones de la época— el pontificado de Inocen­cio VIII marcó en la orfebrería de tales piezas el paso a la nueva técnica re­nacentista, floreada, detallista, paganizante, a la romana. La pieza es de una gran belleza y fue a parar —artístico recuerdo de una embajada típica­mente renacentista— al Museo Lázaro Galdiano de Madrid

El otro regalo que Tendilla hizo a España por motivos de su embajada fue de carácter humanístico, es decir, humano y literario a la vez. Porque fue Tendilla quien invitó e hizo trasladar a España al docto Pedro Mártir de Anglería, que sirvió luego a los Reyes Católicos, fue su historiador leal, contribuyó decisivamente con Nebrija a convertir la cultura española a las letras renacidas y fiíe él mismo embajador de los Reyes Católicos ante el sultán de Egipto.

Y no es esto todo; Tendilla dutañte su estancia en Roma intervino en la obra de restauración de la basílica de la Santa Croce con su tío el carde­nal Pedro de Mendoza y titular de la iglesia.

Porque la experiencia italiana de don Iñigo contribuyó a la conversión al Renacimiento de su propia familia. Parece más que probable que el co­legio de la Santa Cruz de Valladolid —así llamado precisamente por el tí­tulo fomano del Cardenal Mendoza su fundador— se construyera bajo el influjo de las ideas italianizantes de Tendilla, vuelto ya a España de su embajada y que sugirió probablemente la idea de dotar a la obra con los nuevos elementos arquitectónicos y tal vez con un arquitecto llevado para ello de Italia. No olvidemos tampoco que el cardenal Mendoza, muerto en 1495, ha dejado a Toledo el más bello sepulcro mural del Renacimiento español, similar al del cardenal Girolamo Basso de la Rovere, del Sansovi-no, en Santa Maria del Popolo de Roma, y quién sabe si obra del mismo Sansovino, que parece haber trabajado en Portugal y en España'^9. Parece obvio advertir en ello las sugerencias del conde de Tendilla.

Pero lo que sí es sabido es que fue el propio conde quien encargó, en mármoles de Carrara, la tumba de su hermano don Diego Hurtado de Mendoza, arzobispo de Sevilla muerto en 1502, obra claramente vinculada al arte renacentista, inspirada en la tumba de Pablo II por Mino da Fieso­le, hoy en las grutas vaticanas, y por cierto semejante a la que antes se citó del cardenal Despuig en Santa Sabina.

Vid. A. DE BOSQUE, op. cit., págs. 360 y 362. ^' Con apoyo del Cardenal Mendoza, fundó Juan López de Medina, arcediano de Almazán, la

Universidad de Sigüenza (el arcediano había sido, por cierto, plenipotenciario de los Reyes Católi­cos en las negociaciones diplomáticas para la paz con Francia, en 1477-79 en Fuenterrabía).

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70

XIII, pág. 18. A . DE BOSQUE, op. cit., págs. 376-7; AZCÁRATE, J . M . , Escultura del siglo XVI, Ars Hispaniae,

áe. 18.

Si todo esto se llevó de Roma el Conde de Tendilla en ideas, en perso­nas y en obras, no creo que nadie dude de la eficacia renacentista de su embajada.

Pero no ha de abandonarse todavía a la familia de Mendoza. Otro miembro de ella fue Lorenzo Suárez de Figueroa, biznieto del marqués de Santillana. Figueroa fue uno de los más activos intérpretes de la política internacional de Fernando el Católico. Desempeñó varias misiones en Italia y fue embajador en Venecia en 1494 y 1502 y entre esas fechas ante Ale­jandro VI en Roma. Murió en 1506 siendo embajador en Venecia, donde había encargado su monumento funerario para trasladarlo a España, a su ciudad de Badajoz.

Allí se conserva, en el claustro de la catedral pacense de San Juan, una lápida sepulcral con la efigie del embajador. La obra es obviamente de fac­tura véneta y ha sido atribuida a Alessandro Leopardi, el artista que acabó en Venecia la estatua del Colleoni de Verrocchio ^°.

Y si es preciso poner un colofón a este capítulo familiar habrá que citar a aquél que fue con mucho el más famoso de todos: don Diego Hurtado de Mendoza, destacado humanista de la diplomacia de Carlos V, embaja­dor de España en Inglaterra, en Venecia, en la Santa Sede y ante el conci­lio de Trento, además de ser escritor brillantísimo del siglo XVI español, poeta, latinista, coleccionista de antigüedades griegas y árabes, figura egre­gia de la literatura española.

Un palacio en Valencia

Durante el borrascoso pontificado de Julio II, que corresponde a la también crítica época de las regencias en España, representó a Femando el Católico en Roma un caballero valenciano de familia oriunda de Cataluña: Jerónimo de Vich. Su embajada fiíe difícil, llena de cuestiones intrincadas: la investidura de Ñapóles, el conciliábulo de Pisa promovido por el antes citado cardenal Carvajal, la liga contra Venecia primero y contra Francia después, la batalla de Ravenna, la sucesión castellana. Tiempos difíciles para un gran soberano y para un embajador leal y activo, que cumplió bien. Durante su estancia romana, Vich establecería contacto con los gran­des artistas del momento. Bramante, Sangallo, y se contagiaría del am­biente febril de construcción que en Roma teinaba. No es solamente una

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conjetura aventurada, sino una realidad avalada por el hecho de que, a su regreso a España, Jerónimo de Vich tomó por su cuenta la casa que había heredado en Valencia de sus mayores y la reformó y agrandó hasta conver­tirla en un palacio renacentista. La casa llegó hasta el siglo pasado, en que por desgracia fue demolida; quedan sin embargo restos, inscripciones y di­bujos que nos permiten conocerla: las arquerías y columnas corintias, el patio señorial y el portal recuerdan el estilo bramantesco del palacio de la Cancillería Apostólica en Roma. La obra parece ser de mano de un ar­quitecto italiano Fue el trasplante al hogar de la nostalgia romana de un embajador.

Una escena de teatro

Han de mencionarse aquí, por obvias razones de concisión, sólo aquellos casos más representativos, más lucidos y vistosos para ilustrar el hecho notorio de la relación entre diplomacia y Renacimiento. Pues bien, hay un caso verdaderamente emblemático, que no puede omitirse. Se dijo al comienzo, con referencia a los caracteres generales, que la diplomacia es un personaje del teatro del Renacimiento. Así hay una embajada teatral como pocas que además se vincula a la historia del teatro español.

Por los años en que en Roma era embajador español el caballero valen­ciano que acaba de citarse, Jerónimo de Vich, acudió a la Corte de León X una curiosísima embajada que ciertamente encaja muy bien en el mundo colorista, fantástico, exótico, a la vez arcaizante y modernista de la época. Venía de Portugal y la enviaba su soberano —un monarca renacentista hasta en el sobrenombre— don Manuel el Afortunado, al Papa Medici León X. Se trataba de testimoniar a éste la importancia de los descubri­mientos geográficos portugueses y la grandeza de la monarquía lusitana. Los embajadores eran Tristán de Acunha, el famosísimo descubridor, y los juristas Juan de Faria y Diego Pacheco. Éste pronunció el consabido discur­so latino, de corte humanístico, ante el Papa y el Consistorio el 25 de ma­yo de 1514. En un lenguaje exquisitamente renacentista puso el orador a los pies del pontífice las Indias y los Océanos, el mundo todo sin excluir a la «Ultima Thule». Todo ello parecía un artificioso e increíble misterio para los atónitos romanos de la curia medicea. Pero para demostrarles práctica­mente la verdad de las palabras altisonantes, figuraban en el cortejo de la

" A. DE BOSQUE, op. cit., págs. 455-6; Barón de TERRATEIG, «Jerónimo de Vich, Embajador de Fernando el Católico en Roma», Madrid, Conferencias de la Escuela Diplomática, 1950.

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L A D I P L O M A C I A E S P A Ñ O L A Y EL R E N A C I M I E N T O 5 3

IV. EL RENACIMIENTO CESÁREO

LA DIPLOMACIA ITALIANA

Así pues, del influjo renacentista fue portadora y a veces activa gene­ratriz la diplomacia española en Italia. Incluso en ocasiones intervino en beneficio del propio patrimonio cultural italiano. No estará fuera de lugar mencionar la acción del conde de Cifuentes, don Fernando de Silva, em­bajador de Carlos V en la Santa Sede y que, siendo enviado especial de aquél en Florencia en 1537 contribuyó a la preservación, en medio de las turbulencias de la sucesión de los Medici, de las obras de arte de la riquísima colección que hoy se halla en la Galería de los Uffizi.

Pero además, no puede quedar fuera de tema ni silenciarse el gran pa­pel que en este fenómeno corresponde también a la propia diplomacia, ita­liana en su relación cultural con España. Hemos aludido ya a nombres capi­tales que lo demuestran: Barzizza, Beccadelli, Valla, italianos al servicio de Aragón por la unión de su corona con Ñapóles y Sicilia y también por la atracción de la corte de Alfonso V como rey mecenas. Alguno de ellos se proclamó expresamente español de educación: Antonio Geraldino' ' ' . Y del entusiasta españolismo de otro, Pedro Mártir de Anglería, no es lícito du­dar. Fue uno de los personajes más fieles de la cultura española.

Pero hay además otras grandes figuras de la diplomacia italiana que, sin depender de España, fueron sin embargo piezas importantes del Rena­cimiento español. No me refiero sólo a nombres como Maquiavelo, cuyos enjuiciamientos de España son clásicos comentarios históricos, o como Guicciardini que dejó de su estancia diplomática en España un valioso tes-

" Vid. MENÉNDEZ Y PELAYO, Obras, Crítica literaria, I I , págs. 281 ss. «Hispanus sum cducatione», decía.

embajada que recorrió Roma, dones preciosos traídos de la india , animales exóticos precedidos por el ignoto y desconcertante paso de un elefante. Parecería un cortejo sacado de las mismísimas xilografías de la Hypneroto-machia Poliphili.

Entre los asombrados espectadores se hallaba un autor teatral español bien famoso: Torres Naharro. Atraído por los caracteres verdaderamente escénicos del espectáculo, compuso sobre el mismo una obra que figura entre las piezas típicas del teatro renacentista españoF^.

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timonio literario. Me refiero a otros hombres que tuvieron que ver directa­mente con España por razón de su menester diplomático.

Se trata sobre todo ya de la época de Carlos V. Es evidente que la sú­bita expansión lograda por la monarquía española amplía horizontes al co­nocimiento, al intercambio, a la pretensión universal que el Renacimien­to cesáreo introdujo en nuestra historia. En este gran momento, varios diplomáticos ilustres de Italia contribuyeron en modo notable y decisivo. Un caso es el de Baltasar di Castiglione, al que ya se ha aludido. Su obra // Cortigiano tuvo en España, traducida por Juan Boscán, un éxito cla­moroso. Castiglione, que murió en Toledo siendo Nuncio del Papa, fiae un fervoroso amigo de España. Dejó testimonio de ello en los días amargos del «sacco di Roma». Los españoles bien podemos estar agradecidos a quien en aquellos momentos y pese a todo confesaba en memorable carta reputarse no menos español que italiano.

Otro caso es el de Andrea Navagiero, embajador veneciano ante Carlos V. Es conocido el episodio de la introducción de los metros de la poesía italiana del tiempo en la literatura castellana por sugerencia de Navagiero y por subsiguiente entusiasta iniciativa de Garcilaso y de Boscán. No hay historiador de la literatura española que no conceda al episodio un valor decisivo.

Algo podría decirse también del influjo literario y del apoyo político de otro diplomático italiano del XVI: el gran Pietro Bembo. Grande tam­bién sin duda el papel político del canciller de Carlos V, el piamontés Mercurino di Gattinara. O de un diplomático típico de la época, Alberto Pío di Carpi. No estará de más recordar, por menos conocida, la persona­lidad de Giangiorgio Trissino, diplomático pontificio muy pro-imperial, embajador ante Maximiliano I en 1515 y en Bolonia en 1530 ante Carlos V al que acompañó veinte años después a Alemania, del que fue devotísimo y al que dedicó su extenso poema L'Italia liberata dai Goti, en que vinculó poéticamente a Carlos V con Justiniano, en emotiva ad­miración al César que personificaba sus propias ideas sobre la grandeza del Imperio.

Porque los contemporáneos se dieron bien cuenta de que los ideales del Renacimiento alimentados en el siglo anterior se hacían súbita realidad en un reinado concreto que reunía universalidad, romanidad, cesarismo, religión, armas, artes y letras. No cabe referirse aquí a los ecos literarios del reinado, pero sí puede mencionarse el hecho de que la vocación cultu-tal de los diplomáticos continúa bajo el reinado del César. Ya se citó el

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LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENTO 5 5

Marcel BATAILLON, título del cap. VIH de su monumental obra Erasmo en España. Vid. p. ej. Miquel BATLLORI, «Der katalanisch-aragonische Humanismus vom 14. bis 16. Jahr­

hundert», Vorträge der Aeneas Süvius-Stiftung, Basilea, págs. 23-4.

caso egregio de don Diego Hurtado de Mendoza, que se consiguió un puesto igualmente ilustre en la historia literaria, erudita, militar y política de España.

DIPLOMACIA ERASMISTA

El más grande fenómeno del humanismo centroeuropeo es sin duda el erasmismo. ¿Tendrá también cabida en este tema como lo ha tenido el Re­nacimiento italiano? Sin duda sí. Que tal fenómeno cultural entró de lleno en la obra política de Carlos V es cosa sabida y evidente. El erasmismo es-mvo, como dice Bataillon, «al servicio de la política imperial»''^ y ello lo hi­zo precisamente presidiendo la política exterior de Carlos V, a través de los hombres que la encauzaron y la ejercieron. Aun más; curiosamente, Eras­mo, que no quiso viajar a España, que llegó a escribir al comienzo de su carrera «non placer Hispania» y a comentar que no le apetecía «hispanizar», acabó reconciliándose con los españoles y con su soberano precisamente a través de la cancillería de éste. Y el gran humanista, que había rechazado la invitación de Cisneros para un trabajo erudito bíblico en Alcalá, no rehusó los halagos y la protección de los políticos y los embajadores de Carlos V, como Jean Le Sauvage, Louis de Praet, Gattinara o Alfonso de Valdés. Ellos se lo apropiaron y él los inspiró.

En la gran corriente erasmista, ofrece España personajes muy notables; nadie lo ignora. Hay uno que afecta a este tema por su condición diplomá­tica: Miguel Mai, hombre principal en la corte de Carlos V, que llegó luego a ser su embajador en Roma. Mai intervino decisivamente en el permiso pa­ra la reimpresión de las obras de Nebrija y a él se dedicó expresamente la segunda edición catalana del diccionario de aquél en 1522" .

Pero muchos son, en el seno de la diplomacia de Carlos V , los hom­bres vinculados al humanismo erasmista. Uno de ellos fue Cornelis Schep-per, un inteligente personaje que sirvió en Copenhague a la corte de la Reina Isabel, hermana del Emperador, y que luego acudió a España y se adscribió a la corte de Carlos V en Granada en 1527. Bienquisto del Em­perador y de sus íntimos consejeros, protegido de Gattinara, amigo de Al­fonso de Valdés, Schepper fue embajador en Polonia y Dinamarca en 1528, en los cantones suizos en 1531, ante el sultán Solimán de Turquía

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en 1533, ante Fernando de Hungría en 1534, en Francia en 1536, 37 y 38 y se convirtió en uno de los más activos diplomáticos de la política exterior de Carlos V y —a juicio de Tyler— «one of the ablest men in his ser­vice* .

Pero además Schepper era un distinguido humanista, escritor elegante, fino historiador, propulsor de la ideología y la cultura de Erasmo de Rot­terdam, que lo elogió como prosista y como poeta y que lo llamó «in omni disciplinarum genere versatus»".

Hay además un brevísimo episodio nunca comentado, que entra de lle­no en este tema y que se conoce nada menos que por el testimonio del propio Erasmo. Según éste refirió en carta al cardenal Campeggio, el Em­perador lo llamó a Brabante para que formase parte de la embajada de obediencia que se proyectaba enviar a Roma para cumplimentar a Clemen­te YIV^. Si el proyecto se hubiera llevado a cabo, hubiérase podido incluir el nombre del gran humanista en la serie de los representantes diplomáti­cos carolinos.

Lo que sí es cosa sabida y evidente es que en aquel contorno áulico de Carlos V y precisamente fomentado y propagado por los diplomáticos a su servicio, tiene plena expresión el movimiento humanista. Me parece in­dudable que sin Carlos V y los personajes de su corte, el erasmismo no hubiera alcanzado el prestigio y la difusión que tuvo en Europa.

Resulta a la vez sugeridor y divertido pensar en aquellos viajeros cons­tantes que recorrían las cortes de Europa (o aun del Oriente, como Schep­per o como Augier de Busbecq, embajadores ante el Gran Turco), con ta­reas políticas verdaderamente graves, pero capaces siempre de ser también cultivadores de las lettas, dedicando —como Justo Lipsio escribe elogiosa­mente al embajador Baltasar de Zúñiga— su trabajo al servicio de los pueblos, su ocio al de las Musas. Y se comprende el cariñoso reproche de Erasmo a estos hombres —el ya citado Schepper entre otros— que en sus viajes y embajadas dilapidaban su caudal intelectual. A uno de ellos, que llevaba el gracioso nombre de Claude Chansonette (que aparece donosa­mente latinizado en Claudius Cantiuncula), reprocha Erasmo —y el reproche es verdaderamente emblemático— que en lugar de dedicarse a

'"' Royall TYLER, Tie Emperor Charles the Fifth, pág. 86; vid. también ibid., pág. 140; BAT-TAILLON, Op. cit., pág. 431.

Dialogus Ciceronianus, Opera, l, 1012 A-B. «Hombre docto», lo llama el cronista Pedro Girón.

Opera, III, 913 A.

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LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENTO 5 7

SUS tareas literarias, que requieren quietud y sosiego, se haya lanzado a «la historieta de las embajadas de los príncipes» que lo llevan de aquí para allá. Pero añade significativamente: «bien es verdad que sigue superándose a sí mismo, como si, volando por las tierras y los mares, llevase consigo la compañía de todas las musas» Ahí está precisamente una oportuna for­mulación perfecta y por medio de pluma tan ilustre, precisamente de la conjunción que aquí se viene trarando de exponer: las letras viajeras en los diplomáticos renacentistas.

Aquellos diplomáticos al setvicio del César eran castellanos o aragone­ses, napolitanos, sardos o catalanes, franceses o flamencos*", saboyanos o lombardos o alemanes. Sirvieron a los ideales universales de Carlos V que eran aún —según se ha dicho tantas veces— medievales, pero los sirvieron con un empaque internacional renacentista. Y por ello también con instru­mentos culturales. Es una casualidad, si así quiere verse, pero el primer embajador con el que Carlos —todavía sólo rey de España— trató de ase­gurarse su elección imperial por medios diplomáticos ante el rey de Hun­gría y Bohemia, elector del Imperio, es un humanista austríaco, poeta e historiador: Johannes Cuspinian. Se conserva su epitafio en la Catedral de San Esteban de Viena; en él se enumeran sus cargos y empresas; pero lo primero de que blasona es haber cultivado la poesía: «excolui primum Mu­sas et Apollinis artes»*'.

Sucede además que estos personajes, como son hombres de acción a la vez que de letras y como les toca vivir en una época inconmensurablemen­te rica en acontecimientos y en ideas, dan a sus palabras un peso descomu­nal. Basta pensar en uno de ellos: Pedro Mártir de Anglería. El resumen de sus hechos y de sus relatos da verdaderamente vértigo: humanista ita­liano al servicio de la corona española, militar en las guerras de Granada, consejero influyente de la corte de los Reyes Católicos, de Cisneros, de Carlos V, embajador ante el Sultán de Egipto. En sus obras, con la preci­sión de una pluma clásica, describe —ahí es nada—: la toma de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la aparición de la Reforma protes­tante; es decir, Boabdil y Moctezuma, el Papa Borja y Nebrija, Hernán Cortés y Lutero, Fernando e Isabel: el Renacimiento entero en la pluma de un humanista-embajador.

" Dialogus, loe. cit. Otro diplomático escritor fue el secretario de Carlos V, Nicolás Everaerts, brabantino, embaja­

dor en Venecia y poeta latino, padre del famoso poeta erótico Johannes Secundus. Vid. Hans ANKWICZ-KLEEHOVEN, Der Wiener HumanistJohannes Cuspinian, Granz-Koln, 1 9 5 9 -

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Los EXTRANJEROS

Sin duda, la corte de Carlos V, trashumante, vivaz, pletòrica de inge­nio y movimiento, universal en las ideas y en las gentes, políglota, siempre activa y siempre nueva, hoy en Granada o en Bolonia, mañana en Bruse­las, en Mantua, en Augsburgo o en Innsbruck, fue —entre otras tantas cosas— un vivero de cultura, una empresa brillante de alta promoción in­telectual. Allí hadan a la vez política internacional y cultura europea, diplomacia y humanidades, hombres como Alfonso de Valdés, Diego Hurtado de Mendoza, Maximiliano Transilvano, Alfonso Idiáquez y mu­chos nombres más. Y allí en una osmosis cultural, se incluyen también los diplomáticos extranjeros, en un fértilísimo mutuo contagio intelectual.

Ya se han anotado más arriba los casos famosos de diplomáticos proce­dentes de Italia. Pero tras Guicciardini, Castiglione y Navagiero, otros nombres se citarán sin desdoro; por mencionar algunos menos usuales, val­ga referirse al obispo-poeta Giovanni Guidiccione o al ferrares Girolamo Falletti*' o al poeta Luigi Alamanni, exiliado florentino al servicio de Francia*''. Porque ciertamente no podrán omitirse los franceses; la corte de Francisco I, brillante reducto de las artes y las letras del Renacimiento europeo, había de reflejarse en sus enviados diplomáticos al exterior, deli­beradamente escogidos con frecuencia entre hombres duchos en los saberes de la época. De entre ellos, el lugar más distinguido corresponde desde luego al presidente Jean de Selve, de cuyos despachos se ha dicho que son fmto de la osmosis entre hteratura y diplomacia

También de Inglaterra llegaron a la Corte de Carlos V embajadores ilustres por su culto a las musas; ya a la elección imperial acudió Sir Richard Paté, hombre muy conocido como humanista*^ y más tarde vendría a España como embajador de Enrique VIII un famoso lírico del Renacimiento inglés, sir Thomas Wyatt*^. Es curioso además recordar que en la expedición a Argel, peleó entre las tropas de Carlos V un caballero inglés, sir Thomas Chaloner, ilustre en armas y en letras, que habría de

obispo de Fossombrone, Nuncio Apostólico en España en 1533-37 (cf. M. A. BENINCASA,

Giovanni Guidiccione, scrittore e diplomatico italiano del secolo XVI, Roma, 1895. Poeta y Consejero de Alfonso II de Ferrara. El Aretino lo llamó «ambasciatore honorato e delle

Muse alme heroico agente» (vid. FARINEU.1, Viajes, I, 253). Enviado francés a España en 1529 y 1544. Vid. Pietro GERBORE, Formen und Stile der Diplomatie, 1964, pág. 16. «Vir in utraque literatura praecellens», lo llama Erasmo {Opera, III, 482 D). Embajador en España en 1537 y luego en Flandes en 1540.

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Murió en 1 5 6 5 a su regreso de la embajada en España. Vid. FERNÁNDEZ ÁÍVAREZ, Tres Embaja­das de Felipe II en Inglaterra, pág. 2 9 8 , nota 4 8 .

Vid. en Erasmo, Opera, I, 9 6 5 - 9 6 6 . 9° Epístola DCCLXXX, Lib. XXXVI. " Entre los años 1 5 2 4 a 1 5 3 2 ; de ellos, pasó en España los cinco primeros; engendró una hija ile­

gítima, Juanica, hija de una cuñada del famoso «Doctor Navarro», Martín de Azpilcueta (vid. Felipe RuiZ MARTÍN, «Carlos V y la confederación polaco-lituana», en Bol. de la Real Acad. de la Historia ( 1 9 5 3 ) , págs. 3 8 4 ss.; PAZ Y MELIA, «El Embajador polacojuan Dantisco en la Corte de Carlos V», Ibi­dem ( 1 9 2 4 y 1 9 2 5 ) , XI y XII.

ser en tiempos de Felipe 11, embajador inglés en España, donde precisa­mente escribió cinco libros de poesía «in pure and learned verse» No en España, pero sí en Flandes, en 1523, estuvo acreditado como embajador portugués un gran humanista europeo, Damiào de Goes, que como tantos otros prestó largos y relevantes servicios a la diplomacia de su reino.

No todos los embajadores que acudían a la corte del Emperador serían desde luego tan versados en humanidades. El culto al latín que por enton­ces florecía hacía descollar la brillantez de sus más eximios cultivadores cuando la lucían en las grandes ocasiones diplomáticas ante un auditorio áulico propenso a admirar y a celebrar. Pero también la ignorancia de otros resultaba más llamativa. Ya en tiempos de Maximiliano I había sido reída la escena de una recepción de dos embajadores, francés y danés, que, ha­blando latín cada uno a su manera y con su propio acento nacional no lo­graban hacerse entender, y otro tanto pasó al consejero imperial que les contestó pronunciando a su vez el latín a la alemana Parecida anécdota refiere Pedro Mártir de Anglería cuando en 1523 llegó a Valladolid un em­bajador ruso, que leyó una carta latina de su amo el duque de Moscovia. El humanista transcribe y comenta la carta con estas irónicas palabras: «si no es ciceroniana es porque Cicerón, contento en Roma, nunca se acercó a aquellas regiones boreales»

No de Rusia, pero sí de Polonia, vino a la corte de Carlos V un conoci­do embajador que, aparte de sus probadas dotes diplomáticas, dejó fama de responder a los caracteres cultos de la diplomacia renacentista: Juan Dantisco, embajador de Segismundo I, que siguió durante muchos años la corte imperial peregrina . Fue Dantisco un típico diplomático del Renaci­miento, poeta latino al modo humanístico que se movió en los círculos de los grandes talentos de su época y fue, como ellos, admirador y amigo de Erasmo.

La corte del Emperador, que rezumaba Renacimiento, no es extraño que atrajera a hombres universales, gustosos de cultura. Sólo que, si el im-

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60 M I G U E L ­ Á N G E L OCHOA B R U N

V. CONCLUSIÓN

Al llegar a este punto, en que el tema se escapa ya de las manos, se im­

ponen algunas consideraciones finales. Sería deseable que el panorama ex­

puesto hubiese sido capaz de explicar el contenido del título. Sin embar­

go, no se oculta que la exposición puede haber conducido a una de estas dos conclusiones antitéticas.

La primera sería proclamar el hecho de una simbiosis entre la función diplomática y el mundo humanístico y artístico del Renacimiento europeo. La segunda sería alegar simplemente una coincidencia entre algunos perso­

najes del ámbito de la cultura y algunas funciones que, en ciertos momen­

tos de sus vidas, el azar los llevó a desempeñar. «In medio tamen veritas». Ni un extremo ni otro parece cierto. El

juicio definitivo de este estudio no debiera cerrarse con una formulación categórica: será más certero entender que la diplomacia renacentista, llega­

da también ella a un momento de apogeo en su historia, supo hacerse in­

térprete de las ideas y de las formas de su tiempo y transmitirlas y difun­

dirlas en virtud de la movilidad internacional que constituye precisamente su medio natural. Y ello ya sea porque los soberanos quisieron escoger pa­

ra las tareas de la representación exterior a preclaros ingenios de su época,

'•̂ «Europa έαυτήν τιμωρουμένη, hoc est misere se discrucians, suamque calamitatem deplorans», discurso de Andrés Laguna publicado en Colonia en 1543 (cf. BATAILLON, op. cit., pág. 677, nota 23).

perio de Carlos V marca el auge y coincide con el esplendor máximo de la ideología humanística europea, también es cierto que en aquellos años se anuncia ya un dramático declive. Las disputas dogmáticas, los primeros brotes de guerra religiosa y social, la inseguridad de las conciencias intro­

ducen factores nuevos. La Europa de entonces, alarmada y atormentada, έαυτήν τιμωρουμένη en las palabras de Andrés Laguna, veía con zozobra aproximarse una época de gran turbación intelectual. Las mentes van a perder su serenidad objetiva y las artes su calma clásica. Eran días aciagos de rupturas y desengaños. La Oda al Tajo con que se despide de España el embajador­poeta Wyatt no iría ya acompañada de nostalgia sincera. Se avecinaba en Europa una gran desunión, y el Renacimiento, personaje principal de estas consideraciones, después de haber llegado a su apogeo, tocaba a su fin.

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LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENTO 61

" Por ejemplo, Alonso de Zamora y Alfonso García, embajadores de Juan II de Castilla en Portugal, se distrajeron durante su embajada en completar la traducción de Ayala del De casibus de Boccaccio, aprovechando «algún espacio para enxercitar nuestro espíritu», concluyendo la obra en 1422; uno dictaba y otro escribía. La traducción se conoce como Cayda de príncipes (hay cuatro ma­nuscritos en la Biblioteca Nacional de Madrid) (vid. GALLARDO, Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, Madrid, 1863-89, vol. II, pág. 16). Alfonso García, a la sazón deán de Compostela, fue luego más conocido como Alonso de Cartagena, uno de los más ilustres prelados, hombres de letras y embajadores de la España del Renacimiento (vid. supra). Otro ejemplo es el de Hugo de Urríes, embajador de Juan II de Aragón en Borgoña, Inglaterra y Francia (cit. en nota 38); en el curso de una de sus embajadas escribió en Brujas su traducción de Valerio Máximo (a partir de una francesa de Simon de Hesdin), según él dice «stando embaxador en Anglatierra e Borgoña de su Majestad».

No será necesario puntualizar que, cuando aquí se usa el termino «diplomático» referido a aquella época, se hace a sabiendas de las obvias diferencias con los rasgos del diplomático de nuestros días, en que una diplomacia profesionalizada ha sucedido a la de los albores de la Edad Moderna, cuando ni siquiera la palabra tenía aún el significado hodierno. Pero los diplomáticos de entonces y los de ahora ejercían y ejercen una misión que es en sustancia la misma. Lo que ciertamente no es lo mismo es la adscripción personal a una labor, entendida hoy como actividad permanente.

ya sea porque, a la inversa, fueron los funcionarios quienes se contagiaron de la atmósfera universal de cultura en sus recorridos viajeros por Europa.

En medio de esos recorridos en un mundo agitado por la curiosidad y enriquecido por el fermento de las ideas, los ocios del diplomático de en­tonces estuvieron muy a menudo consagrados a la cultura. Más de una obra se concibió o se realizó, tejida en el propio itinerario de la misión como si el andar y el conocer fructificasen en el inmediato crear.

Pero además, aún podría añadirse otra idea, la de que el tipo huma­no del diplomático puede muy fácilmente identificarse —y de hecho así fue— con el mundo renacentista, imbuido de libertad, de dinamismo, de universalidad y de exigencia intelectual. Colocado ante ese mundo, el diplomático de entonces se encontró, pues, con la estimulante realidad de que era posible hermanar el amor por las letras y el servicio del Esta­do porque casi eran la misma cosa, que se podía unir la profundidad de la ciencia con la versatilidad de la cortesanía, el cariño a la propia tierra y el entendimiento de las demás, la fidelidad a la política y el cultivo de la humanidad.

Tal vez cuando el diplomático de e n t o n c e s d i f u n d í a una cultura esta­ba difundiendo su propia ansia de suprimir fronteras y de crear lazos de convivencia espiritual. El deseo de todo diplomático es poder estar en el extranjero como si estuviera en su propia casa, y cuando a su casa regresa desearía llevarse consigo el extranjero. En el Renacimiento ése era precisa­mente el deseo común.

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62 MIGUEL­ÁNGEL OCHOA BRUN

Para ilustrar estos pensamientos el libro básico es El cortesano de Casti­

glione. Como toda obra, es apta a varia interpretación o —como ahora es moda decir— es susceptible de muchas claves de lectura. Pues bien, una es ésta: Baltasar de Castiglione, diplomático de profesión y de ejercicio, pre­

tende en su libro enseñar el modo por el cual el sabio sea también cortesa­

no, el hombre de letras sea también de acción, el erudito sedentario sea también el viajero universal. Ciertamente no hacía falta el libro, porque lo que Castiglione describe es lo que él vivió, lo que enseña es lo que él hi­

zo, lo que propugna es lo que él fue. Puede ser que se acepte la idea de que la diplomacia contribuyó al Re­

nacimiento. Pero al menos sí habrá de admitirse que el Renacimiento pro­

dujo un tipo de diplomático, viajero en las rutas internacionales, pero via­

jero también de las vías de la cultura y capaz de aunar el mundanal ruido con la escondida senda de los sabios

En el ocaso de su vida, un hombre que había sido uno de los más agresivos, dinámicos y fíeles embajadores de Felipe II, don Bernardino de Mendoza, recluido en la paz de un convento madrileño, pasó sus últimos meses traduciendo un libro de Justo Lipsio. Era el epílogo de una época y ese epílogo resulta congruente con este tema: el viejo diplomático, soldado en su juventud y hombre de letras hasta el fin, dedicándose en sus días postreros a la filosofía política de un estoico del Renacimiento.

Renacimiento, pues, y diplomacia. Dos siglos antes, en el también rico y refinado período del Renacimiento bizantino, otro ejemplo de la política y la cultura, cuya evocación servirá para concluir, ilustra también desde la lejanía del tiempo y del lugar esa feliz adecuación. Un gran personaje de aquella época de la Roma oriental fue el famoso Theódoros Metochitis, canciller del Emperador Andronico II. Descolló como hombre de Estado, como diplomático, pero también como filósofo, astrónomo, historiador, poeta y mecenas artístico. Una bellísima iglesia en Constantinopla, la Μονή της χώρας, custodia aún hoy su efigie, su sepulcro y —«non omnis moriar» decía Horacio— también las obras de arte que él impulsó. De este sabio estadista hizo un contemporáneo la siguiente descripción: «Desde la

" Sea permitido citar aquí el elocuente comentario de Cesare VASOLI, op. cit., págs. 6 5 ­ 6 6 que ilustra bien cuanto se viene diciendo en estas páginas: «Certamente sappiamo tutti che il Cortegiano era quasi sempre un uomo d'arme o un diplomatico, un consigliere o un segretario di chi governava gli stati principeschi italiani. Ma il fatto più importante è che si tratta di un tipo di uomo di cultura. (...) La sua origine è connessa ad una situazione... che fece della diplomazia lo strumento principale àé.Vequilibrio e impose ai governanti Fuso di una particolare abilità e sottigliezza intellettuale».

Page 37: I. LA DIPLOMACIA Y LA CULTURA RENACENTISTAinterclassica.um.es/var/plain/storage/original/application/570bcf... · y aun personalizar la riquísima cultura de aquella época. No es

LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA Y EL RENACIMIENTO 63

Nicéforo Grigoras, Historias Bizantinas, lib. VII, cap. XI.

mañana se aplicaba en palacio a las tareas de la administración pública con plena asiduidad, como si fuese un hombre ajeno al estudio. Pero cuando caía la tarde, se entregaba totalmente a las letras, como si fuese sólo un erudito al que no importase nada de los negocios del Estado»'^.

Es hermoso poder servir así a la realidad de una tarea y saber que, al tramontar el día, espera el ocio intelectual en el plácido refugio de la tarde.