ICI Fraser_Andrea_De La Critica de Instituciones a Una Institucion de La Critica_2005
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De la crítica de las instituciones a la institución de la crítica
Andrea Fraser. Artforum. Nueva York: septiembre de 2005. Vol. 44, número 1; pp. 278-
285.
Abstract (Resumen)
Fraser discute el modo en que la crítica institucional abandonó el desmantelamiento de la
institución del arte, procurando en vez de ello la institucionalización de la autocrítica de
vanguardia, responsable en potencia de la aparición de la institución de la crítica. El pasaje de
una comprensión sustantiva de la institución como un conjunto de lugares, organizaciones e
individuos específicos a una concepción de la misma como un campo social, la pregunta
acerca de qué comprende y qué queda afuera de ella resulta mucho más compleja.
Texto total
(4720 palabras)
Copyright Artforum Inc., septiembre de 2005
A casi cuarenta años de su aparición, las prácticas hoy asociadas a la “crítica institucional” han
llegado a parecerle a muchos, en fin, institucionalizadas. Por mencionar unos pocos casos, la
última primavera, Daniel Buren, de la mano de una gran instalación, regresó al Guggenheim
Museum (que sonadamente censurara su obra y la de Hans Haacke en 1971). Buren y Olafur
Eliasson discutieron el problema de “la institución” en estas páginas. Y el LA County Museum
of Art [Museo de Arte del Condado de Los Angeles] celebró una conferencia bajo el nombre
“Crítica institucional y después”. Otros congresos planeados en el Getty y la conferencia anual
de la College Art Association, además de un número especial de Texte zur Kunst, permitieron
ver incluso la reducción de la crítica institucional a sus acrónimos: IC. Ick.
En el contexto de este tipo de exhibiciones museísticas y congresos de historia del arte, resulta
cada vez más claro que se otorga a la crítica institucional el incuestionable respeto que a
menudo se garantiza a los fenómenos artísticos que supieron alcanzar un determinado estatus
histórico. No obstante, este reconocimiento rápidamente se convierte en la oportunidad de
desestimar los planteos críticos que ella trae aparejados, dejando salir a la superficie cierto
resentimiento contra un supuesto carácter elitista y arrogante. ¿Cómo artistas que han llegado
a convertirse ellos mismos en instituciones de la historia del arte podrían pretender criticar la
institución del arte? Michael Kimmelman ofrece un claro ejemplo de este tipo de escepticismo
en su reseña crítica de la exposición de Buren en el Guggenheim, publicada en el New York
Times. Kimmelman sostiene que si bien “la crítica de la institución museo” y del “estatus del
arte como mercancía” eran “ideas contra el establishment cuando, como el señor Buren,
hicieron su aparición hace cuarenta años o más”, Buren es ahora un “artista oficial de Francia,
papel que no parece problematizar a muchos de sus seguidores, alguna vez tan radicalizados.
Como tampoco parece preocuparles, al parecer, el hecho de que el sostenimiento de su marca
de análisis institucional… dependa invariablemente de la generosidad de instituciones como el
Guggenheim”. A continuación, Kimmelman compara de manera desfavorable a Buren con
Christo y Jeanne-Claude, quienes “trabajan, mayormente, fuera de las instituciones
tradicionales, con independencia fiscal, en una esfera pública fuera del control legislativo de los
expertos del arte”. 1
A continuación se plantean dudas mayores acerca de la eficacia histórica y actual de la crítica
institucional, acompañadas de lamentos acerca de lo mal que están las cosas en un mundo del
arte en el que el MoMA abre sus nuevas galerías dedicadas a exhibiciones temporarias con la
presentación de una colección corporativa, y los fondos para el sostenimiento del arte sacan a
la venta múltiples acciones de una misma pintura.
En estas discusiones, se advierte cierta nostalgia por la crítica institucional como si se tratara
de un artefacto hoy anacrónico, propio de una era anterior a los megamuseos corporativos y el
mercado de arte global que opera las 24 horas del día, los siete días de la semana; una época
en la que todavía era concebible que los artistas adoptaran una posición crítica contra o fuera
de la institución.
En la actualidad, según este argumento, ya no existe un afuera. Entonces, ¿de qué manera
podríamos imaginar, mucho menos construir, una crítica de las instituciones de arte, en un
momento en que el museo y el mercado han crecido hasta convertirse en un aparato de
reificación cultural que lo abarca todo? Hoy, cuando más la necesitamos, la crítica institucional
ha muerto, víctima de su éxito o fracaso, engullida por la institución a la que supo enfrentarse.
Pero estas evaluaciones acerca de la institucionalización de la crítica institucional, como así
también las acusaciones de su obsolescencia en una era de megamuseos y mercados globales
zozobra en una concepción errónea acerca de la naturaleza de la crítica institucional, al menos
a la luz de las prácticas que han llegado a definirla. Esto vuelve necesaria una reevaluación de
su historia y propósitos, como así también un nuevo análisis de los apremiantes desafíos que
enfrenta en la actualidad.
Poco tiempo atrás, descubrí que ninguna de las personas a las que a menudo se considera
“fundadoras” de la “crítica institucional” utilizaron jamás el término. Yo lo empleé por primera
vez, en un impreso, en un ensayo publicado en 1985 acerca de Louise Lawler, “In and Out of
Place” [En y fuera de lugar], al repasar la lista −ya familiar− que incluye a Michael Asher,
Marcel Broodthaers, Daniel Buren y Hans Haacke, para añadir que “si bien de manera muy
distinta, todos estos artistas [abordaron] la crítica institucional”.2
Probablemente haya encontrado esa lista de nombres asociada por primera vez al término
“institución” en el ensayo de Benjamin H. D. Bluchloh “Alegorical Procedures” [Procedimientos
alegóricos ], de 1982, donde se describe “el análisis que realizan Buren y Asher del lugar y la
función histórica de los constructos estéticos dentro de las instituciones, o las operaciones de
Haacke y Broodthaers que revelan el carácter ideológico de las condiciones materiales de
dichas instituciones”.3 El ensayo prosigue haciendo referencias a “el lenguaje
institucionalizado”, los “marcos institucionales”, “los tópicos institucionales de exposición” y
describe como uno de los “rasgos esenciales del modernismo” el “impulso a criticarse a sí
mismo desde el interior, a cuestionar su propia institucionalización”. Pero el término “crítica
institucional” nunca aparece. Hacia 1985, también había leído Theory of the Avant-Garde
[Teoría de la vanguardia], de Peter Bürger, publicado originalmente en Alemania en 1974 y
traducido al inglés en 1984. Una de las tesis centrales de Bürger es que “de la mano de los
movimientos históricos de vanguardia, el susbistema social del arte entra en una etapa de
autocrítica. El dadaísmo… ya no critica a las escuelas que lo precedieron, sino al arte como
institución y el curso que ha tomado su desarrollo en la sociedad burguesa”.4
Dado que estudié con Buchloh y también con Craig Owens, quien editó mi ensayo sobre
Lawler, creo bastante posible que alguno de ellos haya deslizado la expresión “crítica
institucional”. También es posible que a mediados de los ochenta sus estudiantes de la School
of Visual Arts [Escuela de Artes Visuales] y el Whitney Independent Study Program [Programa
de Estudios Independientes del Whitney] (donde también enseñaban Haacke y Martha Rosier),
entre los que nos contábamos Gregg Bordowitz, Joshua Decter, Mark Dion y yo, hayamos
comenzado a utilizar el término como una forma breve de “la crítica de las instituciones” en
nuestras discusiones después de clase. No habiendo encontrado una aparición anterior del
término en material impreso, resulta curioso considerar que el canon establecido que
pensamos estar recibiendo tal vez se hallara sencillamente en formación en ese mismo
momento. Es posible incluso que nuestra propia recepción de obras, textos reimpresos y
traducciones tardías que sólo tenían diez o quince años de antigüedad (como las de Douglas
Crimp, Asher, Buren, Haacke, Rosier, Buchloh y Bürger), junto a nuestra percepción de
aquellas obras y textos como materiales canónicos, constituyera un momento central en el
supuesto proceso de institucionalización de la crítica institucional. Me encuentro así enredada
en las contradicciones y complicidades, ambiciones y ambivalencias de las que habitualmente
se acusa a la crítica institucional, atrapada entre la halagadora posibilidad de haber sido la
primera persona que llevó el término a imprenta y la perspectiva, bochornosa para cualquier
crítico, de haber desempeñado un importante papel en la reducción de ciertas prácticas
radicales a una penosa forma de catarsis, empaquetada para su consiguiente cooptación por
parte del mercado.
Si fuera cierto que la denominación “crítica institucional” apareció como abreviatura de “la
crítica de las instituciones”, esa frase pegadiza resulta hoy aún más limitada por
interpretaciones restrictivas de las nociones que la conforman: “institución” y “crítica”. Por lo
general, la práctica de la crítica institucional se define a partir de su supuesto objeto, “la
institución”, considerado a su vez un término que hace referencia ante todo a sitios
establecidos y organizados dedicados a la exhibición de arte. Según la formulación del folleto
para el congreso del LACMA, la crítica institucional es arte que expone “las estructuras y la
lógica de los museos y las galerías de arte”. En cuanto a la noción de “crítica”, parece aún
menos clara que la de “institución”, oscilando drásticamente entre una actitud bastante tímida
de “exponer”, “reflejar” o “revelar”, por un lado, y por otro un derrocamiento revolucionario del
orden museológico existente, convirtiéndose la crítica institucional en un combatiente guerrillero
que participa de actos de subversión y sabotaje, derribando paredes, suelos y puertas,
provocando a la censura, abatiendo a los poderes establecidos. En uno y otro caso, por lo
general el “arte” y el “artista” figuran como algo antagónicamente opuesto a una “institución”
que incorpora, coopta, convierte en mercancía y se apropia de distintas maneras indebidas de
prácticas que otrora fueran radicales y no institucionalizadas. Estas representaciones pueden
encontrarse, lo admito, en textos de críticos asociados a la propia crítica institucional. No
obstante, la idea de que la crítica institucional opone el arte a la institución, o supone que las
prácticas artísticas radicales sólo puedan existir fuera de la institución del arte, antes de ser
“institucionalizadas” por los museos, es refutada en todo momento por los escritos y la obra de
Asher, Broodthaers, Buren y Haacke. Ya en el anuncio de Broodthaers de su primera
exhibición en galería en 1964 –que comienza confesando que “la idea de inventar algo
insincero finalmente me vino a la cabeza”, para luego informarnos de que su marchante “se
quedará con el treinta por ciento”–5, la crítica del dispositivo que distribuye, exhibe y colecciona
arte es inseparable de una crítica de la propia práctica artística. Según Buren en “The Function
of the Museum” [“La función del museo”], de 1970, si “el museo deja su ‘huella, impone su
‘marco’… sobre todo lo que se exhibe en él, de un modo profundo e indeleble”, puede hacerlo
con tanta facilidad porque “todo lo que el museo muestra sólo ha sido considerado y producido
con vistas a ser emplazado en él”.6 En “The Function of the Studio” [“La función del taller”], del
año siguiente, no pudo ser más claro al sostener que “el análisis del sistema del arte debe
realizarse inevitablemente” investigando tanto el taller como el museo “como si se tratara de
aduanas, las anquilosantes aduanas del arte”.7
De hecho, la crítica más consistente (en cuanto a la evidencia documental que presenta) de las
que formula la obra post-taller de Buren y Asher está dirigida contra la práctica artística misma
(cuestión que tal vez no haya pasado inadvertida para los demás artistas de la Sixth
Guggenheim Internacional Exhibition [Sexta Exhibición Internacional Guggenheim], dado que
fueron ellos, y no los funcionarios ni los administradores del museo, quienes exigieron la
remoción de la obra de Buren en 1971). Como dejan en claro en sus escritos, la
institucionalización del arte en museos o su transformación en mercancías en el circuito de
galerías no puede concebirse como la cooptación o apropiación indebida del arte de taller, cuya
forma portable lo predestina a una vida de circulación e intercambio, mercado e incorporación
museológica. Sus intervenciones rigurosamente diseñadas para sitio específico se convirtieron
en un medio que les permitió no sólo reflejar estas y otras condiciones institucionales sino
también resistir las formas mismas de apropiación sobre las que reflexionaban. En su carácter
transitorio, estas obras reconocían la especificidad histórica de toda intervención crítica, cuya
efectividad se ve siempre limitada a un momento y lugar particular. Broodthaers, sin embargo,
fue el maestro supremo a la hora de poner en acto la obsolescencia crítica en sus gestos de
complicidad melancólica. Tan sólo tres años después de fundar el Musée d’Art Moderne,
Départament des Aigles en su taller de Bruselas en 1968, puso su “ficción de museo” a la venta
“por razones de quiebra”, en un folleto que sirvió de sobrecubierta al catálogo de la Cologne Art
Fair [Feria de Arte de Colonia], en una edición limitada que se vendió a través de la Galerie
Michael Werner. Por último, tal vez pueda adjudicarse a Haacke el planteo más explícito acerca
del papel fundamental de los artistas en la institución del arte. “Los artistas”, escribió en 1974,
“en igual medida que sus partidarios y sus detractores, sin importar su coloración ideológica,
son socios involuntarios… Participan del mantenimiento y/o desarrollo de la construcción
ideológica de su sociedad. Trabajan dentro de ese marco, establecen el marco y éste los
marca”.8
De 1969 en adelante, comienza a surgir una concepción de la “institución del arte” que incluye
no sólo al museo, tampoco se limita a los espacios de producción, distribución y recepción del
arte, sino que comprende a la totalidad del campo del arte como universo social. En la obra de
los artistas asociados a la crítica institucional, llega a abarcar todos aquellos lugares en los que
se muestra arte: desde los museos y las galerías hasta las oficinas de las empresas y el hogar
de los coleccionistas, e incluso todo aquel espacio público donde haya arte instalado. También
incluye los lugares de producción del arte, el taller y la oficina, y los sitios de producción del
discurso del arte: las revistas de arte, los catálogos, las columnas sobre arte en los medios
masivos, los congresos y las conferencias. Asimismo, los lugares de producción de los
productores de arte y de discurso sobre arte: los programas sobre el arte de taller, la historia
del arte y, en nuestros días, también la curaduría. Por último, como señala Rosier en el título de
su seminal ensayo de 1979, abarca, además, a todos los “buscadores, compradores,
marchantes y hacedores”.
Esta concepción de “institución” puede verse con mayor claridad en la obra de Haacke, quien
llega a la crítica institucional merced a un cambio de interés, en los años sesenta, de los
sistemas físicos y ambientales a los sistemas sociales, y que se inicia con las encuestas que
realizara a visitantes de galerías entre 1969 y 1973. Más allá del inventario total de espacios,
lugares, personas y cosas concretas, la “institución” que le interesa a Haacke se define mejor
como la red de relaciones sociales y económicas existente entre ellos. Tal como ocurre en su
Condensation Cube [Cubo de condensación], de 1963-65, y en su encuesta en el MoMA de
1970, la galería y el museo figuran allí menos como objeto de crítica que como contenedores
donde es posible visibilizar fuerzas y relaciones en gran medida abstractas e invisibles que
atraviesan los espacios sociales particulares.9
Al pasar de una comprensión sustantiva de “la institución” como una serie de lugares,
organizaciones e individuos específicos a una concepción de la misma como un campo social,
la cuestión de qué queda dentro y fuera de ella resulta mucho más compleja. La exploración de
esos límites ha sido una preocupación constante por parte de los artistas ligados a la crítica
institucional. Ya en 1969, por medio de un travail in situ en el Wide White Space de Antwerp,
Buren advirtió que muchas obras ponían en relación lugares interiores y exteriores, artísticos y
no-artísticos, revelando de qué manera la percepción del mismo material, el mismo signo,
podía cambiar radicalmente según cómo se lo mirara.
No obstante, tal vez haya sido Asher quien advirtiera con mayor precisión las implicancias de la
temprana intuición de Buren según la cual incluso un concepto, en el momento mismo en que
“se anuncia, y sobre todo cuando se lo ‘exhibe como arte’… se convierte en un objeto ideal, lo
que nos lleva de nuevo al problema del arte”.10 Con su Installation Munster (Caravan)
[Instalación Munster (Caravana)], Asher demostró que la institucionalización del arte como arte
depende no de su ubicación en el marco físico de una institución, sino de marcos conceptuales
o perceptuales. Presentada por primera vez en la edición 1977 del Skulptur Projekte de
Munster, la obra consistía en un remolque alquilado, o casa rodante, que se estacionaba en
distintas partes de la ciudad durante la exposición. En el museo, que oficiaba como punto de
referencia de la exposición, los visitantes podían encontrar información acerca del lugar donde
podía verse esa semana el remolque in situ. En el propio lugar, sin embargo, nada indicaba
que el remolque fuera arte o tuviera algún tipo de vinculación con la muestra. Para el
transeúnte casual, no era más que un remolque.
Asher llevó a Duchamp un paso más allá. El arte no es arte porque un artista lo firme y se
exhiba en un museo o en algún otro tipo de espacio “institucional”. El arte es arte cuando existe
para distintas prácticas y discursos que lo reconocen como arte, lo valoran y evalúan como arte
y lo consumen como arte, ya sea que se trate de un objeto, un gesto, una representación o tan
sólo una idea. La institución del arte no es algo externo a toda obra de arte sino la condición
irreductible de su propia existencia como arte. Sin importar lo pública que sea su ubicación, su
inmaterialidad, su transitoriedad, su carácter relacional, cotidiano o incluso invisible, todo
aquello que se anuncia y percibe como arte está siempre ya institucionalizado, por el sencillo
motivo de que existe dentro de la percepción de los participantes del campo de arte como arte,
una percepción no necesariamente desprovista de carácter estético pero fundamentalmente
social en su determinación.
Lo que demuestra Asher de esta forma es que la institución del arte no sólo se “institucionaliza”
en organizaciones como los museos, objetivándose en objetos de arte. También es
internalizada y encarnada por las personas. Es internalizada por medio de las competencias,
los modelos conceptuales y los modos de percepción que nos permiten producir, analizar y
entender el arte, o simplemente reconocer al arte como tal, ya sea como artistas, críticos,
curadores, historiadores del arte, marchantes, coleccionistas o visitantes de museo. Y por
sobre todo, existe en los intereses, aspiraciones y criterios valorativos que orientan nuestras
acciones y definen nuestro sentido de valor. Estas competencias y disposiciones determinan
nuestra propia institucionalización como miembros del campo del arte. Constituyen aquello que
Pierre Bourdieu denomina el habitus: lo “social hecho cuerpo”, la institución hecha mente.
Existe, por supuesto, un “afuera” de la institución, pero no posee características fijas o
sustantivas. Es tan sólo aquello que, en un momento dado, no existe como objeto de los
discursos y prácticas artísticas. Pero del mismo modo que el arte no puede existir fuera del
campo del arte, tampoco nosotros podemos existir fuera del campo del arte, al menos no como
artistas, críticos, curadores, etcétera. Y lo que hacemos fuera del campo, en la medida en que
permanezca afuera, carece de efectos en su interior. Por tanto, si para nosotros no existe un
afuera, ello no se debe a que la institución sea perfectamente cerrada, que exista como
dispositivo de una “sociedad totalmente administrada” o que haya crecido en dimensión y
alcance hasta abarcarlo todo. La inexistencia de un afuera se debe a que la institución está
dentro nuestro, y no podemos escapar de nosotros mismos. ¿La crítica institucional ha sido
institucionalizada? La crítica institucional siempre fue institucionalizada. Sólo podría haber
aparecido dentro de la institución, y sólo dentro de ella puede funcionar, al igual que ocurre con
la totalidad del arte. El énfasis de la crítica institucional en el carácter inevitable de la
determinación institucional puede, de hecho, ser aquello que la distinga con mayor precisión de
otras tradiciones dentro de las vanguardias históricas. Tal vez sea la única entre ellas dispuesta
a reconocer el fracaso de los movimientos de vanguardia y las consecuencias de ese fracaso;
es decir, no la destrucción de la institución del arte, sino su explosión más allá de los límites
tradicionales o de los objetos y criterios estéticos específicamente artísticos. La
institucionalización de la negación de la competencia artística planteada por Duchamp con el
ready made convirtió esa negación en una afirmación suprema de la omnipotencia de la mirada
artística y su ilimitado poder de incorporación. Abrió el camino a la conceptualización y
mercantilización artística de todo. Como bien escribía Bürger ya en 1974, “cuando un artista
hoy firma una tubería de cocina y la exhibe, ese artista ciertamente ya no denuncia el mercado
del arte sino que se adapta a él. Esta adaptación no erradica la idea de la creatividad individual,
la afirma, y el motivo de ello es el fracaso de la vanguardia”.11
Son los artistas –en igual medida que los museos o el mercado– quienes, en su esfuerzo por
escapar de la institución del arte, propiciaron su expansión. Con cada intento por evadir los
límites de la determinación institucional, abandonarse a un afuera, redefinir el arte o
reintegrarlo a la vida cotidiana, alcanzar a la gente “común y corriente” y trabajar en el mundo
“real”, expandimos nuestro marco e introducimos en él más del mundo exterior. Pero nunca
escapamos de él.
Desde luego, el proceso también transformó ese marco. La pregunta es cómo. Los debates
acerca de dicha transformación tienden a resolverse a partir de oposiciones tales como dentro
y fuera, público y privado, elitismo y populismo. Pero cuando estos argumentos se utilizan para
atribuir valor político a condiciones sustantivas, a menudo no logran dar cuenta de las
desigualdades de poder subyacentes que se reproducen aun cuando esas mismas condiciones
cambian, con lo que terminan contribuyendo a legitimar su reproducción. Por plantear el
ejemplo más obvio, el enorme crecimiento del público de los museos, celebrado bajo el
estandarte del populismo, avanzó de la mano de un continuo aumento del precio de las
entradas, excluyendo cada vez más a los visitantes de escasos ingresos, y la creación de
nuevas formas de participación elitista por medio de jerarquías diferenciadas de membresías,
exposiciones y galas, una exclusión ampliamente publicitada por medio de las revistas de
modas y las páginas de sociales. Lejos de volverse menos elitistas, los museos, hoy más
populares que nunca, se han convertido en vehículos privilegiados para el marketing masivo de
los gustos y las prácticas de una elite que, aunque quizá menos escasos en términos de las
competencias artísticas que demandan, resultan cada vez más escasos en términos
crasamente económicos, en la medida en que aumentan los precios. Todo lo cual incrementa
también la demanda de los productos y servicios ofrecidos por los profesionales del arte.
De todos modos, el hecho de que estemos atrapados dentro del campo no significa que no
tengamos ningún efecto sobre todo aquello que sucede más allá de sus límites, como así
tampoco que nos veamos afectados por ello. Una vez más, tal vez haya sido Haacke el primero
en entender y representar los alcances de la interrelación entre aquello que está dentro y fuera
del campo del arte. Mientras que Asher y Buren analizaron el modo en que un objeto o signo se
transforma al atravesar límites físicos y conceptuales, Haacke abordó la “institución” como una
red de relaciones sociales y económicas, visibilizando las complicidades existentes entre las
esferas aparentemente opuestas del arte, el estado y las corporaciones. Quizá sea Haacke,
más que ningún otro, el que suscita aquellas caracterizaciones del crítico institucional como un
contendiente heroico que sin miedo alguno le escupe la verdad al poder (y esto es en cierta
medida justificable, en tanto su obra ha sido objeto de vandalismo, censura y enfrentamientos
parlamentarios). Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado con su obra podrá reconocer
que, lejos de intentar derribar el museo, el proyecto de Haacke siempre ha sido un intento por
defender la institución del arte de su instrumentalización por parte de intereses políticos y
económicos.
La idea de que el mundo del arte, convertido hoy en una industria global multimillonaria, no es
parte del “mundo real” es una de las ficciones más disparatadas del discurso del arte. El actual
boom del mercado, por mencionar sólo el ejemplo más obvio, es producto directo de las
políticas económicas neoliberales. Pertenece, en principio, al boom del consumo de bienes de
lujo consecuencia del crecimiento de la desigualdad en los ingresos y una mayor concentración
de la riqueza (quienes se beneficiaron de los recortes impositivos de Bush son nuestros
mecenas) y, en segundo lugar, a las mismas fuerzas económicas responsables de crear la
burbuja inmobiliaria global: falta de confianza en el mercado de valores debido a la baja de los
precios de las acciones y a los escándalos contables de las grandes corporaciones, falta de
confianza en el mercado de bonos debido al aumento de la deuda nacional, bajas tasas de
interés y recortes impositivos regresivos. Y no sólo en su mercado se reproducen dentro del
mundo del arte las crecientes desigualdades económicas de nuestra sociedad. También se
dejan ver en las que han pasado a ser organizaciones que sólo nominalmente pueden
considerarse “sin fines de lucro”, tales como las universidades –donde los programas de las
maestrías en arte se sostienen en función de la mano de obra barata de los adjuntos– y los
museos, donde la aplicación de políticas contra la sindicalización han conllevado a una
alteración en la relación de los ingresos entre los mejor y peor pagos de sus empleados que
hoy sobrepasa una relación de cuarenta a uno.
Las representaciones del “mundo del arte” como algo totalmente distinto del “mundo real”, al
igual que las representaciones de la “institución” como algo discernible y separado de cierto
“nosotros”, cumplen funciones específicas dentro del discurso del arte. Mantienen una distancia
imaginaria entre los intereses económicos y sociales de los que participan nuestras actividades
y los “intereses” eufemísticamente artísticos, intelectuales e incluso políticos (o bien la falta de
los mismos) que dan contexto a esas actividades y justifican su misma existencia. Y por medio
de estas representaciones también reproducimos la mitología de una libertad voluntarista y una
omnipotencia creativa que ha convertido al arte y a los artistas en emblemas tan seductores del
optimismo empresarial propio del neoliberalismo. Que ese optimismo haya tenido una
expresión perfectamente artística en las prácticas neo-Fluxus como la estética relacional, hoy
perpetuamente de moda, demuestra hasta qué grado aquello que Bürger llamó el intento de las
vanguardias de integrar “el arte a la praxis vital” ha evolucionado hacia una forma altamente
ideológica de escapismo. Pero no se trata sólo de ideología. No somos únicamente símbolos
de las recompensas que ofrece el régimen actual: en el presente mercado del arte, somos sus
beneficiarios materiales directos.
Cada vez que hablamos de la “institución” como otro distinto de “nosotros”, negamos nuestro
papel en la creación y perpetuación de sus propias condiciones. Evadimos la responsabilidad,
o la necesidad de actuar contra las complicidades, los compromisos y la censura (sobre todo,
la autocensura) del día a día, impulsados por nuestros propios intereses en el campo y los
beneficios que obtenemos de ellos. No se trata entonces de un adentro y un afuera, como así
tampoco del número y el tamaño de los distintos lugares dispuestos para la producción,
exhibición y distribución de arte. No se trata de ponerse en contra de la institución: somos la
institución. Se trata de preguntarnos qué tipo de institución somos, qué tipo de valores
institucionalizamos, qué clase de prácticas premiamos y a qué tipo de recompensas aspiramos.
En tanto la institución del arte es algo internalizado, encarnado y puesto en acto por los
individuos, se trata de cuestiones que la crítica institucional nos obliga a plantearnos, sobre
todo, a nosotros mismos. Por último, es esta actitud de autocuestionamiento, más que una
temática como “la institución”, sin importar con cuánta amplitud se la conciba, lo que define a la
crítica institucional como práctica. Si tal como sostiene Bürger la autocrítica de las vanguardias
históricas procuró “la abolición del arte autónomo” y su integración “a la praxis de la vida”, erró
tanto en sus metas como en sus estrategias.17 Sin embargo, la misma institucionalización que
signó su fracaso se convirtió en la condición de posibilidad de la crítica institucional. A partir del
reconocimiento de ese fracaso y sus consecuencias, la crítica institucional se alejó de los
esfuerzos de las neovanguardias por desmantelar o escapar de la institución del arte,
esfuerzos signados cada vez más por la mala fe, y procuró en cambio defender la propia
institución para la cual la “autocrítica” de las vanguardias había allanado el camino: una
institución de la crítica. Y quizá sea esta misma institucionalización la que permita que la crítica
institucional juzgue a la institución del arte a la luz de los argumentos supuestamente críticos
de sus discursos legitimantes, de su autorrepresentación como un lugar de resistencia y
protesta, de su mitología de radicalidad y revolución simbólica.
[Barra lateral]
En esta página: Marcel Broodthaers, Musée d'Art Moderne à vendre-pour cause de faillite
[Museo de Arte Moderno en venta por quiebra]
(Museum of Modern of the Cologne Art Fair, recto y verso, impression offset en papel, 12 9/16 x
17 3/4).
Página opuesta: Nans display [Exhibidor de Nans], 11 13/16 x 11 13/16 x 11 13/16.
Foto: Hans Haacke, © Artists Rights Society (ARS)
Al abandonar una comprensión sustantiva de “la institución” como una serie de lugares,
organizaciones e individuos específicos, la cuestión acerca de qué está fuera de ella resulta
mucho más compleja.
[Barra lateral]
No se trata de ponerse en contra de la institución: somos la institución. Se trata de
preguntarnos qué clase de prácticas premiamos y a qué tipo de recompensas aspiramos.
[Notas al pie]
NOTAS
1. Michael Kimmelman, "Tall French Visitor Takes up Residence in the Guggenheim”, New York
Times.
2. Andrea Fraser, “In and Out of Place”, Art in America, junio de 1985, 124.
3. Benjamin Buchloh, "Allegorical Procedures: Appropriation and Montage in
Contemporary Art", Artforum.
4. Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, trad. de Michael Shaw (Mineápolis: University of
Minnesota). [Existe traducción al español: Teoría de la vanguardia]
5. Broodthaers citado en Benjamin Buchloh, "Open Letters, Industrial Poems", October 42
(otoño 1987).
6. Daniel Buren, "The Function of the Museum" en Museums by Artists, ed. A, A.
Bronson y Peggy
7. Daniel Buren, "The Function of the Studio" en Museums by Artists, p. 61.
8. Hans Haacke, "All the Art That's Fit to Show" in Museums by Artists, p. 152.
9. En este punto, la obra de Haacke entra en paralelo con la teoría del arte como campo social
desarrollada por Pierre Bourdieu.
10. Daniel Buren, "Beware!", Studio International, marzo de 1970, p. 101.
11. Burger, Theory of the Avant-Garde, pp. 52-53.
12. Ibídem, p. 54.
[Pertenencia institucional del autor]
Andrea Fraser es artista y reside en Nueva York.
[Pertenencia institucional del autor]
La artista neoyorquina ANDREA FRASER produjo videos, instalaciones, performances para
sitio específico y V-Girls desde 1986 a 1996. Tuvo oportunidad de realizar la performance de
obras solistas en el New Museum of Contemporary Art, y el Kunstverein Hamburg hizo una
muestra retrospectiva de su obra. Es colaboradora de Artforum, October, Press) una colección
de sus ensayos sobre arte, el mes pasado. Para este número, reflexiona sobre la historia de la
crítica institucional.
Referencias
. Citada por (3)
Indexación (detalles del documento)
Temas: Crítica de arte, críticos
Autor(es): Andrea Fraser
Pertenencia institucional del autor: Andrea Fraser es artista y reside en Nueva York.
La artista neoyorquina ANDREA FRASER produjo videos, instalaciones, performances para
sitio específico y V-Girls desde 1986 a 1996. Tuvo oportunidad de realizar la performance de
obras solistas en el New Museum of Contemporary Art, y el Kunstverein Hamburg hizo una
muestra retrospectiva de su obra. Es colaboradora de Artforum, October, Press) una colección
de sus ensayos sobre arte, el mes pasado. Para este número, reflexiona sobre la historia de la
crítica institucional.
Tipo de documento: Comentario
Rasgos del documento: Fotografías
Título de publicación: Artforum. Nueva York: septiembre de 2005. Vol. 44, número 1, pp. 278-
285.
Tipo de publicación: periódica.
ISSN: 10867058
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899612221
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