Ilustraciones de Oriol Malet - Editorial laGalera · una caseta de perro. En un armarito de madera...

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Primera edición: octubre de 2010

Diseño de cubierta e interior: MBCMaquetación: Marquès, S.L.

Edición: Marcelo E. MazzantiCoordinación editorial: Anna Pérez i MirDirección editorial: Iolanda Batallé Prats

© Isabel del Rio Sanz, 2010, por el texto© Oriol Malet, 2010, por las ilustraciones© La Galera, SAU Editorial, 2010,por la edición en lengua castellana

Narrativa Singular es un sello de la editorial La Galera

La Galera, SAU EditorialJosep Pla, 95 - 08019 Barcelonawww.editorial-lagalera.com - [email protected]

Impreso en S.A. de Litografía

Depósito legal: B-30740-2010Impreso en la UEISBN: 978-84-246-3381-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.

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La ciudad parecía temblar como un espejismo bajo los rayos del Sol. Yo estaba sentada en la azotea y leía el pe-riódico mientras esperaba que las sábanas y las camisas se secaran mecidas por la brisa salada. Las únicas noticias que para mí tenían relevancia hacían referencia a trágicos sucesos: guerras, hambrunas, epidemias, desastres natu-rales…Me quité el sombrero y recogí mi media melena castaña en una coleta con una goma negra que siempre lleva-ba en la muñeca izquierda. Volví a cubrirme la cabeza y observé la polución que atrapaba la ciudad. Parecía una pesada bóveda que asfixiaba mis sueños. Aquel año no podría ir a veranear al pueblo. Tras un fin de curso decepcionante, tenía que estudiar para los exá-menes de septiembre. La idea de pasar tres meses ence-

La Ca da

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rrada en un primer piso, aunque mis padres no estuvie-ran, me asqueaba. En la fachada de la casa, unas obras interminables atronaban de ocho a ocho con un ensor-decedor concierto de máquinas y martillos. Miré el dorso de mi mano. Inspeccioné las uñas mordi-das y los dedos enrojecidos de pasar tanto tiempo dentro de mi boca. No me gustaba nada esa manía, pero cuando estaba nerviosa eran mis uñas y mi estómago los que lo pagaban.Dejé el periódico bajo la pata de la silla para que no salie-ra volando. Inspiré profundamente y reposé mis manos sobre las rodillas. Con los ojos cerrados, traté de alejar todos los pensamientos que me exasperaban: el primer año de universidad, el ruido de las obras, la pestilencia del aire, el agua clorada que me estropeaba el pelo, el bochorno que no me dejaba descansar una sola noche… Tal como me habían enseñado en las sesiones de hatha yoga, inspiraba luz solar por la nariz y exhalaba mis pro-blemas por la boca. El sonido de un latigazo hizo que abriera los ojos de golpe. Quedé deslumbrada por la luz. En un principio sólo al-cancé a ver chiribitas blancas y rojas. Un viento violento se había levantado y amenazaba con llevarse toda la co-lada.

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El cielo se nublaba por momentos. Miré inquieta las gruesas nubes negras que se cernían sobre los primeros edificios costeros. Al ponerme en pie, el aire golpeó mi rostro. El sombrero de paja de mi padre salió entonces volando. Se iba a po-ner furioso. No me dejaba llevarlo, y ahora me lo había arrebatado caprichosamente el viento. Tomé la palangana y empecé a recoger la ropa a toda prisa, empezando por las camisas. El viento fustigaba las sábanas con furiosas embestidas. Mientras trataba de domar la blanca tela con perfume a suavizante, per-dí el equilibrio. Busque a tientas la barandilla que debía quedar a mi espalda separándome de una caída de siete pisos. Pero una nueva ráfaga de aire me derribó, y mi cuerpo se precipitó hacia atrás. Sentí que ya nada me sujetaba. Sólo el vacío. Todo se ale-jaba de mi alcance. La azotea. Las sábanas. El sombrero de paja revoloteaba en lo alto riéndose de mí. De repente, todo se volvió negro.

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Cuando abrí los ojos, un cielo azul me saludó radiante. Mis oídos silbaban ensordeciendo cualquier otro sonido. Las sienes me palpitaban y sentía la cabeza embotada. Un agudo dolor recorría mi nuca, se introducía en mis sesos y llegaba hasta mi entrecejo. Cuando me incorporé sobre mi brazo derecho, éste cru-jió bajo mi peso. Mi piel estaba arañada por las espinas de los tupidos arbustos que habían detenido mi caída... ¿Detenido? Sonaba absurdo. Al caer desde tanta altura estaba segura de matarme, pero no había sido así. Debe-ría haberme roto todos los huesos, pero, extrañamente, sólo me había hecho algunos rasguños. Desorientada, estudié lo que me rodeaba: un jardín mul-ticolor donde baldosas de tonos rojos y marrones dibuja-ban un caminillo hacia un limpio cobertizo. Allí descan-

Una ciudad de cuento de hadas

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saban tres bicicletas, un cortacésped y varios utensilios de jardinería. Las baldosas llevaban hasta una puerta de madera de cerezo con vidrieras que representaban aves tropicales de largas y coloridas colas. Entonces me di cuenta de que me hallaba en la casa que tantas veces había deseado encontrar, aquella en la que había fantaseado vivir cuando pudiera comprársela a sus inquilinos actuales. El torreón de tejas granas y verde oli-va se perfilaba en el azul del cielo.Confundida y maravillada, llegué hasta la puerta. Giré el pomo y un fresco ambiente perfumado de romero y manzana me recibió con amabilidad. Me encontré en un gran salón exquisitamente decorado. El molesto pitido de mis oídos no cesaba. Al encontrar la salida de la casa me sentí aliviada, pero al abrir la puerta descubrí que aquél no era mi barrio. Miré al cielo, buscando el edificio donde vivía con mis padres, pero ningún bloque se dibujaba en el horizonte. Sólo pe-queñas casas unifamiliares perfectamente pintadas.Mi corazón se aceleró. Volví corriendo al interior de la casa y, desde el patio, alcé la vista. No había azotea al-guna desde la que hubiera podido caer. Un sudor frío empezó a recorrer mi espalda. Me derrumbé sobre el cui-dado césped. Mis manos temblaban. —Estoy soñando —pensé.

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Me pellizqué con fuerza el brazo y el dolor eliminó toda duda. Aquello era real. Tenía que serenarme y pensar con calma. Tal vez buscar a alguien o, al menos, una pista que me condujera a casa. Al internarme en el vecindario desconocido, me di cuen-ta de que las aceras, los portales, los buzones… incluso las papeleras estaban relucientes. Las ventanas impolutas dejaban ver estancias sumamente ordenadas. No había nada fuera de lugar. Desde una habitación que debía pertenecer a una niña pequeña, se asomaban peluches de felpa —osos y ovejas— que parecían seguirme con la mirada. Llamé al timbre. Una cancioncilla regaló a mis oídos algo distinto a aquel molesto y constante pitido. Al no ob-tener respuesta, golpeé con mis nudillos la madera con flores talladas.Nadie salió a recibirme. Finalmente empujé la puerta, que cedió sin esfuerzo. No percibí ningún sonido en el interior.—¿Hola? —pregunté insegura. Mi saludo sólo fue devuelto por un frío eco.Caminando sobre las puntas de mis zapatillas, pasé al recibidor. Había una mesita de mármol con unas llaves encima. Varias máscaras de carnaval decoraban aquel lar-go pasillo.

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—Esto es allanamiento —me dije. Necesitaba con urgencia un vaso de agua y, con algo de suerte, un calmante para la cabeza. Bajo unas escaleras, una puerta blanca daba a un pequeño cuarto de baño. En el armario con espejos encontré varias cajas de pastillas, tiritas y alcohol. Cogí un comprimido y busqué la cocina con sigilo. Era amplia y reluciente. Una ventana enmar-cada por cortinas a cuadros daba a un jardín trasero con una caseta de perro. En un armarito de madera azul celeste encontré un vaso con fresas dibujadas. Pensé que debía de pertenecer a la misma niña de la habitación de los peluches. Abrí el grifo. Un ruido ronco trepó por la garganta de acero inoxidable. Al cabo de unos segundos, el agua bro-tó cristalina y fresca. Llené el vaso y olí el líquido. Me mojé los labios y, segura de que era potable, tragué la pastilla apurando el agua. Luego enjuagué el vaso y lo dejé secándose en la encimera. Miré al jardín. El plato de la comida y el agua del pe-rro estaban vacíos. No había ningún animal vigilando la casa. Me invadió un extraño sentimiento. Abrí la nevera de par en par: no había nada en ella, estaba vacía. No encontré ningún tipo de alimento en la despensa. Indagué por un par de habitaciones. Había algunas pren-das colgadas en los armarios.

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Desconcertada, salí a la calle. Supuse que los que vivían allí se habían ido de vacaciones. Lo extraño era que hu-bieran dejado la puerta abierta.

Caminé durante horas buscando mi hogar. Tampoco vi ningún coche ni encontré a nadie con quien hablar. Esta-ba sola en aquella ciudad fantasma. A mí alrededor sólo había calles desiertas. Nadie respondía al llamar a las puertas de las casas apa-readas. Cansada, me senté en un banco de madera y metal ne-gro. Cerré los ojos para recuperar fuerzas y caí en la cuen-ta de algo que era tan simple que me había pasado por alto. De nuevo mis oídos escuchaban lo que me rodeaba. El pitido no se había extinguido del todo, pero al menos ahora podía oír la ciudad; mejor dicho, escuchar el silen-cio. Ni una voz ni un pájaro, sólo el viento que movía las hojas de los árboles rompía la absoluta quietud.Me levanté asustada y eché a andar de nuevo. Diez minutos después vi una alta torre gris surgiendo entre las casas, ajena al colorido entorno. No parecía for-mar parte de aquel mágico lugar. En la cúspide brillaba una cruz. La reconocí: era el campanario de la iglesia que había en la plaza situada frente a la casa de mis abuelos. Entré en el esqueleto del campanario, que carecía de pa-

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redes, y subí hasta lo más alto. Un mar de nubes blan-cas se materializó ante mí. Desde la ciudad silenciosa, el cielo era limpio y azul, pero a medida que ascendía éste se oscurecía. Cuando atravesé el manto nuboso, para mi sorpresa pude contemplar de nuevo mi ciudad. Los altos y feos bloques y la familiar pestilencia de la contamina-ción me revelaron que estaba en casa. Abajo, sentado en un banco, vi a mi mejor amigo. Grité su nombre con todas mis fuerzas. Pareció oírme y miró hacia arriba, luego a su alrededor, pero no me vio. Bajé de la torre a toda prisa. Me moría de ganas de con-tarle la historia de aquella extraña ciudad. Al llegar abajo me di cuenta, horrorizada, de lo que ocurría: volvía a encontrarme en aquella misteriosa ciudad que parecía un plató de cine abandonado.Sólo desde lo alto del campanario podía ver mi hogar, al igual que únicamente desde la azotea había podido contemplar la casa del torreón.

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La noche llegó tras un hermoso atardecer. Azorada, me acurruqué en un banco cercano a la casa donde había caí-do. Estaba cansada y hambrienta. Las luces de las farolas resplandecían como luciérnagas, colgadas de las paredes con graciosos sombrerillos de metal. Un crujido y un rechinar de dientes hicieron que me es-tremeciera. Detrás de mí, donde la sombra era más os-cura, algo comenzó a surgir. Era una forma vagamente humana, pero larga y desgarbada. Me quedé muda, para-lizada. Para mi horror, aquel ser deforme y opaco parecía haberme detectado. Olfateó el aire con sus oscuras fosas nasales. En un rápido y roto movimiento, me alcanzó con sus afi-lados dedos. Rasgó mi camiseta al arañar mi brazo. Lue-go su cabeza se abalanzó sobre mí y unos dientes negros

La capitalfantasma

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como el carbón aparecieron en sus terribles fauces. No sé cómo logré zafarme de él. Aterrorizada, eché a correr a la deriva.Los latidos de mi corazón me golpeaban el pecho. Mi mente trataba de comprender qué había sucedido. Todo había sido muy extraño desde mi caída, pero aquel ser pavoroso ponía en jaque mi cordura.En mi huida sin rumbo a través de la oscuridad, me as-fixiaba de puro miedo y dolor. No sabía adónde me di-rigía, pero a pesar de eso mis piernas parecían conocer bien el camino.Sin aliento, con una punzada fuerte y profunda en el cos-tado, me detuve ante la alta torre que daba a mi mundo. Fue allí donde me di cuenta de algo espeluznante y per-turbador: ya no me encontraba en la hermosa y enigmá-tica ciudad, sino donde había vivido hasta mi extraño accidente. Y sin embargo, todo había cambiado. Las lu-ces, ahora retorcidas farolas de metal fundido, ilumina-ban calles en ruinas. Toda la manzana parecía haber sido cortada por un cuchillo gigantesco. Contemplé el alto edificio donde vivían mis abuelos en el mundo real. Podía ver la puerta que daba al pasillo. El balcón, el comedor y la habitación principal habían sido segados. Sólo ruinas y escombros me rodeaban. Cruji-dos y gemidos agónicos surgían de los coches aplastados,

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así como del interior tenebroso de las tiendas saqueadas. Vi horrorizada cómo se dirigían hacia mí extraños se-res. Algunos eran achatados y lentos, otros alargados casi hasta los tres metros. Parecían hambrientos de vida, de sangre. Me llamaban con voces obscenas. Con una nana entonada desde el estómago, me cantaban: «Ven con nosotros, zorra, déjanos saborear tu dulce car-ne. Una vez sin hueso ni tendón, serás sombra a nuestra semejanza.» A pesar del punzante dolor, eché a correr desesperada hasta llegar a la maltrecha escalera del edificio de mis abuelos. Cuando alcancé el tercer piso, no me costó tirar la puerta abajo. La madera estaba podrida y rota. Pero aquellos seres, flotando como espectros, ya habían llegado a la en-trada del pasillo. Tiritando de miedo, me atrincheré en el despacho de mi abuelo. Cerré la puerta y le di al interruptor. No había luz. Por el claro de luna que se filtraba por la ventana, supe que, de algún modo incomprensible, aquellos seres ávi-dos de mí habían logrado entrar. Presa del pánico, recordé que en un cajón del escritorio había una potente linterna de mi abuelo que tomábamos cuando íbamos de acampada. Sorteé una de las sombras y me precipité hacia el cajón.

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Al abrirlo, una mano de hielo agarró mi brazo y, atra-yéndolo hacia sus fauces, clavó sus dientes en mi mu-ñeca. Lancé un alarido de dolor al tiempo que agarraba la linterna, que se encendió al contacto. Un intenso res-plandor inundó la habitación y todas aquellas sombras gritaron afligidas. Luego se desvanecieron. Como si las pilas flaquearan, la luz menguó dejando un círculo protector a mí alrededor. Sentada en un rincón recé para que la linterna no se apagara.

Pasé la noche despierta, intuyendo que aquellos seres me acechaban, ansiosos de que regresara la oscuridad. Cuando el aire empezó a oler a alba, las heridas en la ca-beza y los brazos me recordaron que debía volver a casa. Pero mi cuerpo agotado se rindió junto con mi mente. El sueño me cubrió como una losa al despuntar los pri-meros rayos de luz.

Cuando abrí los ojos, el Sol ya se elevaba en el mediodía. Tenía la cabeza apoyada sobre las manos entrelazadas, ovillada junto a la linterna que ya parpadeaba. Había ol-vidado apagarla antes de dormir. Necesitaba encontrar pilas si quería sobrevivir una noche más.

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Al levantarme, me golpeé la cabeza. Lentamente me daba cuenta de lo ocurrido. A la luz del día, percibí que ya no me hallaba en el piso en ruinas de mis abuelos, sino en una de aquellas hermosas casas asépticas. Había dormido en un pasillo, bajo una escalera con la que acababa de golpearme la sesera. Llegué a la cocina. La ventana daba a un bonito paseo con sauces y bancos de madera clara. Giré el grifo de agua caliente. Después revisé los armarios de la cocina y la nevera. Me alegró encontrar una caja de cereales empezada y una naranja olvidada en un cajón del refrigerador. Dejé mi desayuno en la mesa de la coci-na, antes de subir por las escaleras a investigar. Abrí las puertas de todas las habitaciones. Viendo los pósteres en las paredes, deduje que era de una chica ado-lescente. En su armario y en su cómoda encontré unos tejanos gastados, una camiseta y algo de ropa interior. Parecían de mi talla. También encontré una mochila y la tomé prestada junto con el resto de ropa. Una vez en la ducha, sentí que el agua casi hirviendo enrojecía mi piel. Los rasguños y la herida de la muñeca ardían en contacto con aquel fuego líquido. Mis múscu-los tensos empezaron a desanudarse bajo la presión del chorro. Deduje que los inquilinos habían huido, dejando atrás

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jabones y útiles de los que yo ahora sacaba provecho. Me cambié con la ropa limpia y volví a la cocina. Cuando fui a tomar asiento a la mesa, detecté un diario cuidadosamente doblado que reposaba sobre la silla. Me senté a leer los extraños titulares de la portada. El pri-mero y más llamativo decía: «Los portavoces de las dos casas anuncian la llegada de las festividades de la Luna Cambiante». Junto a él había una pequeña fotografía de un hombre conducido a empujones entre una muche-dumbre furiosa, con la cabeza oculta por una especie de saco con el titular: «Líder rebelde capturado». Traté de comprobar la fecha de aquel diario, pero no llegué a en-tender qué clase de calendario seguían allí. En la cabecera se podía leer: «102 Lunas C. desde que se hizo la luz». Devoré el frugal desayuno pensando en aquellas extrañas noticias. Luego tomé un cuchillo y lo guardé en la mo-chila por si llegaba a necesitarlo.

Salí al paseo de altos sauces, con sus ramas llorando hojas hasta las baldosas amarillas del suelo. Una fuente escu-pía agua cristalina y fresca desde una concha de piedra abierta. Las algas habían invadido el fondo de la fuente, mezclándose con monedas de bronce que los antiguos habitantes de la ciudad debían de haber lanzado para pe-dir deseos.

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La calle peatonal se extendía ante mi vista. Un largo sen-dero de baldosas conducía hacia un horizonte más ape-tecible para mí que las perfectas y armoniosas casitas de ladrillo rojo y teja clara. Emprendí el paso haciendo una lista mental. Necesitaba aprovisionarme de pilas, y también de comida y agua. No sabía si el suministro sería indefinido, como tampoco podía estar segura de que en todas las casas encontrara algo que llevarme a la boca. Mi prioridad era encontrar comercios que saquear antes del ocaso y, si era posible, reencontrar la torre de la cruz para guarecerme en ella durante la noche. Esperaba tener razón y que, al igual que durante el día podía contemplar mi ciudad desde su campanario, mi verdadero hogar me aguardara prote-giéndome de su horrible y deformada gemela nocturna.Unos gorriones pasaron rápidos sobre mi cabeza forman-do un pequeño escuadrón. Sorprendida, observé su vue-lo. No había visto ningún ser vivo hasta aquel momento en la ciudad. Debían de dirigirse a alguna zona verde, un parque o un pequeño bosque donde pudieran encontrar alimento. Aquellas calles podían ser hermosas, pero esta-ban tan cuidadas que no había restos de pan en el suelo, ni una sola flor que surgiera entre las baldosas amarillas. Tras cumplir mi objetivo, tal vez investigaría el lugar ha-cia donde se dirigían las aves.

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Mis pasos resonaban en el áureo camino. Sólo mi res-piración rompía ahora la quietud de aquellas calles. Los árboles de verdes hojas, colocados en estudiadas hileras, flanqueaban el paseo. Y de repente algo cambió. Me detuve ante una gran arcada de piedra. Las casas ce-rraban el paso, dejando una única vía. Con el Sol en la más alto, no había sombra que se atreviera a grabarse en el suelo. Excitada, corrí hasta el portal y, bajo su fresca estructura, pude contemplar una bella plaza enmarcada por dos arcos más. En un círculo perfecto se sucedían pe-queñas tiendas: verdulería, colmados, zapaterías, incluso un pequeño supermercado. En medio de la gran plaza había una graciosa fuente con un fauno soplando un arco iris líquido desde su flauta. Me senté en la fría y húmeda roca y miré hacia arriba. Una bóveda formada por vidrieras cubría la plaza, librán-dola de la chicharrina que caía en el exterior. En sus cris-tales de colores había un brillante Sol, con una negra y pequeña Luna tras él. Tras descansar unos minutos, me dirigí hacia una de las tiendas. Tiré con fuerza de la puerta creyendo que estaría cerrada con llave. Para mi sorpresa, cedió fácilmente y caí de espaldas al suelo. Regañándome por mi tonto golpe, me levanté y entré

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en la verdulería. Los estantes brillaban por la ausencia de mercancías. Era como si todo fuera nuevo y no les hu-biera dado tiempo a colocar nada. Inspeccioné el lugar. Junto a la caja registradora había un montón de panfle-tos informativos de color amarillo chillón con un árbol que bien podría haber sido dibujado por la mano de un niño pequeño. Leí la cabecera: «Las bondades del cam-po en estos tiempos oscuros». Empecé a hojearlo, pero, aburrida, me salté algunas líneas que realzaban la belleza de la naturaleza y la tranquilidad del bosque en general. En resumen, el panfleto alertaba, tratando de ocultarlo como una campaña publicitaria, de ciertos conflictos ci-viles que, según quien había escrito y distribuido aquella octavilla, estaban por ocurrir. Según esa o esas personas, «el campo» era el único lugar seguro.Dejé el panfleto donde lo había encontrado y continué buscando algo más útil para llenar la tripa que una hoja de papel. En una esquina del estante más bajo, escondi-das de las miradas, descubrí dos manzanas rojas y jugo-sas. Las cogí y salí de nuevo al exterior.Lavé las piezas bajo el chorro de agua de la fuente. Si la verdulería había sufrido un saqueo tan exhaustivo, podía imaginarme qué habría ocurrido con los otros pequeños locales; el supermercado sería una mejor opción. Cuando se abrieron las puertas del supermercado, un pe-

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netrante olor a lejía hizo que me tapara la nariz con las manos. Tomé una cesta junto a una de las cajas y alcé la vista para ver qué me aguardaba. Miré cada pasillo, cada estante, y me sorprendí al com-probar que era exactamente igual al supermercado que había a dos manzanas de mi casa. Sin meditarlo dema-siado, me dirigí automáticamente hacia donde sabía que encontraría latas de conserva. Pasé junto a las neveras vacías, junto a champús y suavizantes olvidados. Cargué con un par de paquetes de cereales y de galletas, que res-cataba siempre del estante más alto o del fondo de una caja. Al girar hacia la zona de refrescos me quedé petrificada. Ante mí pude contemplar el rostro sonriente de mi ma-dre. Leía la parte de atrás de un vino de oferta. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Dejé caer la cesta al suelo y corrí hacia ella mientras gritaba:—¡Mamá!Ella giró la cabeza hacia mí con una mezcla de asombro y angustia. Miró desconcertada a su alrededor, como si no hubiera nadie. Luego se pasó la mano temblorosa por la frente y, dejando la botella de vino, echó a andar hacia el siguiente pasillo.—¡Mamá! —grité desesperada—¡Espérame, por favor!Volvió a girarse, pero sus ojos permanecieron inmóviles

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en el pasillo por el que yo corría llorando. Sacó un pa-ñuelo del bolso y se sonó la nariz. Luego se enjugó las lágrimas. Me detuve al llegar a ella y le dije:—¿Por qué lloras? Estamos juntas. ¿Tú también te has perdido? Alargué la mano y traté de acariciar sus cabellos teñidos de caoba. Su amada imagen se evaporó con mi caricia como si fuera humo.Pasmada, miré el corredor vacío. Estudié mi mano y la olí. No encontré rastro de que mi madre hubiera estado allí. Al borde de la histeria, corrí hacia donde la había visto dejar la botella de vino. Pero sólo encontré algunos re-frescos de cola y limón. Mi pulso descontrolado hacía hervir la sangre, que corría la maratón por mis venas.—¡¡No!! —chillé.Mis brazos golpearon las latas. Algunas reventaron al caer al suelo, disparando su contenido en todas direcciones. Me pareció ver algo por el rabillo del ojo. Una figura menuda. Instintivamente, me giré hacia ella blandiendo una lata en alto como arma. Una figura de baja estatura echó a correr.

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