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ÍndiceCubiertaPrólogoCronologíaNovela en nueve cartasEl señor ProjarchinPolzunkovEl corazón débilLa mujer ajena y el marido debajo de la

camaEl ladrón honradoEl Árbol de Navidad y una bodaLas noches blancasEl pequeño héroeUn episodio vergonzosoEl cocodriloBobokEl niño con la manitaEl campesino MaréiLa sumisa

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Dos suicidiosEl sueño de un hombre ridículoVlasNotasCréditos

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Prólogo

Si bien es en la faceta novelística dondemás ha destacado Dostoievski, no es menoscierto que el género del cuento, elperiodismo, el relato, así como el ensayo,merecen una referencia aparte. Ello se debe ala exquisitez y la temática que abarcan. Poreso, la presente edición lleva por títuloCuentos, que se reúnen aquí en su variedadde contenido, y que ponen de manifiesto lafuerte personalidad artística de Dostoievski alo largo de su dilatada vida literaria. Por estarazón, en este libro hemos optado por elorden cronológico, teniendo en cuenta que lapátina del tiempo ofrece a cambio laobjetividad, la evolución o la persistencia de

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una determinada idea que sobrevive diversasetapas en la vida y obra de un autor.

Aquí están presentes aspectosprácticamente desconocidos del autor rusocomo es el humor, su fina ironía, el sarcasmofrente a la tragedia que tanto caracterizó susnovelas y que hasta hoy día sigue siendo lapiedra angular del contenido artístico yfilosófico de su narrativa.

Unas líneas aparte merece su obraensayística, que se cruza entreveradamente enel resto de su obra, bien sea ésta cuento,relato o novela, para finalmente poner derelieve las ideas más profundas que salpicansu pensamiento.

Algunas veces antagónico, el autor ruso noes por ello menos fuerte y sólido, pues así lodemuestran los cuentos de más ternura, comoson El sueño de un hombre ridículo, Elladrón honrado, El pequeño héroe o Lasnoches blancas. Llama la atención la curiosahistoria del robo de unos pantalones en El

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ladrón honrado, donde se ponen de relievelas profundidades más inmarcesibles del almade un borrachín, hombre bueno que sepierde por el alcohol y paga caro el errorcometido por robar al narrador de la historia,que lo acoge en su casa. El peso de la culpa sedescarga sobre él con inusitada fuerza, lo queprovoca que la historia desemboque en unatragedia. Pero no todas las historias deDostoievski tienen tristes desenlaces, tal es elcaso de El pequeño héroe: una historiacontada en primera persona por unadolescente que vive una experiencia muyparticular en una finca de las afueras de laciudad. Rodeado de bellas damas, elegantescaballeros, excursiones a caballo y todo tipode divertidas distracciones, el joven descubresus primeras sensaciones de adolescenteinmerso en un mar de confusos sentimientos.

A los cuentos más largos se contraponenpequeñas historias, condensadas endiminutos pasajes, experiencias o vivencias

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del autor. A veces una fugaz idea o unasimple noticia motiva al autor para escribirun cuento que enlaza el suceso con el ensayoy la reflexión.

Éste es el caso de Los dos suicidios, quearranca de la noticia de un periódico en laque se contrapone otra historia que obliga allector a detenerse en el contenido que tan amenudo traen los diarios sin que apenas se lesdé importancia. Estas pequeñas historiasrompen esquemas de lo que comúnmente seconoce con el nombre de cuento, dado quesu comienzo en Dostoievski suele ser atípico,pues a veces se atiene a algún acontecimientoo viene al hilo de un recuerdo que suscita unaimpresión, una sensación o una vivencia.

Tal es el caso de El Árbol de Navidad yuna boda y el de El niño con la manita.Estremecedores y bellos ambos, por susencillez y plasticidad, los pocos pero firmestrazos que dibujan los pasajes de la vida de

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los protagonistas de esas dos historiassobrecogen por el desenlace.

Los niños, presa fácil de las injusticias másgrandes, son dibujados por Dostoievskicomo los seres más vulnerables de la vida. Aellos dedicó innumerables páginas de susobras. Por ellos y por las injusticias quesufren los más pequeños, Iván Karamázov seapresura a devolverle su billete a Diosalegando que no quiere la armonía universalsi a cambio se han de quedar sin vengar lossufrimientos de los más indefensos. En estesentido, El niño con la manita pretendesintetizar el destino de los seres másvulnerables, como son los niños vagabundos,huérfanos o ladronzuelos que vanadquiriendo la práctica de pedir limosna en lacalle y que, si sobreviven, en el mejor de loscasos, no terminan sus vidas congelados enalgún rincón de la ciudad.

Al hilo de estos cuentos hay que decir queel peso y la importancia que el cristianismo

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tuvo en la vida y obra de Dostoievski se hacemás visible que nunca en estos pequeñoscuentos inseparables del ensayo, en los quesiempre está presente el eterno retorno a laraíz eslava, a su origen, a su pueblo y a laortodoxia. A ésta estuvo fuertemente ligadasu vida.

Una mención especial al respecto merece elestigma del miedo, el pavor a lo desconocidoy a la muerte, que ya en El campesino Maréirecae sobre el lobo que el campesino es capazde mitigar tranquilizando al pequeño con elsimbólico gesto de su dedo manchado detierra, alegoría de los telúricos lazos de lanaturaleza rusa.

De igual modo merece la pena detenerse enla historia de Vlas, un cuento que culmina enel ensayo psicológico y filosófico másdestacado del autor. En él se plasman losperfiles de los dos muchachos deseosos porllegar al límite y asomarse al abismo.Apostando a ver quién cometía la mayor de

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las fechorías posibles, la historia esinquietante por el contenido de su mensaje,que se contrapone al enredo y al sarcasmo deNovela en nueve cartas y Polzunkov,impresionantes ambos por los retruécanosliterarios que utiliza el autor. Sin embargo, eldesenfado y el humor plasmado en La mujerajena y el marido debajo de la camamantiene, a pesar del tiempo transcurridorespecto a los anteriores cuentos, la ironíaque más tarde se mostrará en Un episodiovergonzoso, El cocodrilo y Bobok.

De este modo, a los años que transcurrendesde la primera etapa humorística del autora la segunda (1845-1862), se han añadidoduras experiencias ligadas a su enfermedad,su condena y los trabajos forzados, así comoel juego y la posterior calma literaria a la queha contribuido no poco su segundomatrimonio, que le proporcionó paz ysosiego para una producción literaria maduray prolífica.

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Es obvio, y casi huelga decir que en estoscuentos, en lugar de encontrarse el lector conel príncipe Myshkin, se topará con elnarrador de El sueño de un hombre ridículo.En lugar de Raskólnikov, Svidrigáilov,Stavroguin o Iván Karamázov, se encontrarácon Polzunkov, Iván Matvéievich,Projarchin, Vasia Shumkov o Nástenka. Sinembargo, es de vital importancia insistir enque precisamente es en el relato breve y en elcuento donde Dostoievski concentra conmás intensidad el contenido filosófico de suobra. Por ello, bien por una idea bien poruna concepción estética, los héroes de suscuentos están íntimamente ligados alconjunto de los grandes protagonistas de susnovelas, como si se les legara el don deproseguir por su cuenta la narrativacambiando únicamente el nombre o el lugarde residencia. Por eso, la novela o el cuentoen Dostoievski tienen una cierta circularidadque no permite desasirse de la continuidad de

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una idea, como si en el fondo no quisieraenterrar definitivamente a sus protagonistas,portadores de sus ideas.

Este pequeño detalle literario lo reflejaclaramente el autor al final de sus Memoriasdel subsuelo, donde la obra es sólo unpretexto para seguir escribiendo y proseguircon otro héroe, en otro lugar y con otrahistoria. Así es como lo confiesa el autor alfinal, cuando dice que «no obstante, noterminan aquí las anotaciones de este ser tanparadójico», y que, sin poder contenerse,continuó escribiendo...

De este modo, no resulta extraño que logrande y lo pequeño tengan una dimensióndiferente en la obra de Dostoievski. Pues, sibien el delirio llevó a Iván Karamázov adialogar con un diablo canijo y resfriadosentado en una silla frente a su cama, nosucederá lo mismo en los cuentos de Elcorazón débil o El señor Projarchin, cuyosdelirios tienen otros matices. Nos vemos

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obligados a obviar aquí sus semejanzas por laextensión que conllevaría comentarlos. Sinembargo, para resumir, se podría decir agrandes rasgos que el origen del mal de IvánKaramázov, así como el del pobre VasiaShumkov, desbordado por el amor y por sucansina labor de copista, y también el delusurero señor Projarchin, conservan uncordón umbilical que los une a la concepciónfilosófica e histórica de Dostoievski.

Se trata del mal que asedia Europa y que seencarna y sintetiza en la historia y el devenirde ese San Petersburgo de Projarchin, dondelas oficinas aparecen y desaparecen como porarte de magia y donde los librepensadoresdesempeñan un papel que se escapa a lacomprensión. Todo ello, aún pareciendoconjugarse en un cosmos distinto al de lasgrandes novelas del autor, no lo es; pues en éltodo tiene una ligazón, una unión y un hiloconductor.

Aquella época de la gris influencia

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burocrática sobre el ser humano, anulado einsignificante como un mosquito, sólo tienecabida en un Dostoievski eternamentepreocupado por el hombre, al que quierealertar del peligro burocrático. Su comienzoliterario fue con Pobres gentes, donde elfuncionario Dévushkin, escribiente deprofesión, lucha para no escindirse en sulabor de copista, por lo que escribe cartas acual más bella, puliendo el arte epistolar contal de no quebrarse en vida, como le ocurrió aVasia en El corazón débil.

Por todo ello, también el miedo adesaparecer de Projarchin, a esfumarse, endefinitiva, entre la niebla y los fuegospetersburgueses, no dista de la extraña yfantasmal situación del esperpento en que seve sumergido el individuo que habita laciudad más burocrática del planeta, en la queresulta imposible sobrevivir sin desasirse delas catorce categorías que marcó la Tabla derangos instituida por Pedro I el Grande.

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Importando los modelos prusiano y danés,el monarca ruso clasificó gloriosamente a supueblo en una larga escalera de ascensosadministrativos de la que ningún ciudadanopodía librarse. De ahí la tragedia queDostoievski lega a la historia de su pueblo.

El afán, la lucha y el fin de la existencia deun petersburgués se limitabanfundamentalmente a llegar a la cúspide de laescalera que pocos alcanzaban, pues lamayoría terminaba cayendo en el abismo desus negros y rotos escalones, como es el casode todos esos pequeños funcionarios que seencarnan en Projarchin, Vasia Shumkov, elseñor Goliadkin, etcétera.

La metáfora de la escalera es bastantefrecuente en la obra de Dostoievski. Comoera de esperar, tampoco podía faltar aquí unareferencia a ella, concretamente al final de Elcocodrilo, obra clave y sumamenteimportante por la alegoría que encierra enrelación con el mal burocrático encarnado en

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la figura del pobre Iván Matvéievich, tragadopor el cocodrilo y que mora en las entrañasde la burocracia, mientras se devana los sesosen escribir algún nuevo tratado sobre elprincipio económico para convertirse en unnuevo Fourier.

La polémica que suscitó la publicación deEl cocodrilo no fue pequeña, pues llovieronataques y críticas virulentas a Dostoievskidesde todos los flancos, al considerarse que elcuento encerraba la parodia del mismísimoChernyshevski mientras se encontrabaencarcelado en el Fuerte de Petropavlovsk yescribiendo su obra ¿Qué hacer? antes departir a Siberia.

Por eso, cuando se propuso escribir esecuento fantástico, creyó que no debíanfaltarle algunas menciones a los periódicos,que parodió con el nombre de El pelo (Volos)en lugar de La voz (Golos) y El tizón(Goloveshka) en lugar de Chispa (Iskra).Éstas y otras simpáticas parodias

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periodísticas muestran el interés que siempretuvo Dostoievski por el periodismo, al queestuvo especialmente ligado en su primeraetapa creativa, por lo que llegó incluso a crearjunto a su hermano Mijaíl el periódicoVremia (1861) y Epoja (1863).

Por todos estos datos, quizás cuanto másvariada sea la obra de un autor, más difícilresulte de encasillar, por lo que es preferibleseguir el consejo juanramoniano cuandoacerca de la poesía dijo aquello de «no latoques ya más, que así es la rosa». Un belloepitafio que debemos tener en cuenta paratoda la obra del autor de la leyenda de ElGran Inquisidor, y también de Bobok,porque en él lo grande y lo pequeño no sonconceptos que se puedan equiparar a los delmundo en que vivimos. Posee otras medidasy otras dimensiones. Otras galaxias, otrasintaxis y otro todo. No vivía en unaburbuja como la mayoría de los mortales,sino sumergido en una especie de catarsis de

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lucidez y clarividencia que le prodigaban losavisos anteriores a sus ataques epilépticos. Yaa través del príncipe Myshkin confesó el pesoque suponía su enfermedad, que tildó desanta y maldita a la vez. Algo demoníacocapaz de rozar la santidad más nívea leelevaba en medio de espasmos y oscuridadpor encima de lo terrenal, transportándoleentre tinieblas y a través del tiempo, igualque el Principito de Saint-Exupéry, viajandode asteroide en asteroide y desengañándosede la naturaleza humana, aislada, egoísta yperdida en el ensimismamiento. En su cuentomás bello, El sueño de un hombre ridículo,Dostoievski traslada con magistralplasticidad y estética a su protagonista através del túnel del tiempo, que lo trasciendetodo, deteniéndose lo justo en los detallesmás vitales e importantes que la literaturapuede ofrecer.

El bien y el mal se tocan aquí con unamaestría sin igual. El aspecto moral se aborda

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con inusitada delicadeza para que finalmentetriunfen la bondad y la belleza. Un bellofinal, pues, para un cuento inigualable queestéticamente se eleva a la condición de obramaestra.

Gracias a ese casi mágico don de laubicuidad, de estar aquí y allí a la vez, en logrande y en lo pequeño, nuestro autormuestra su capacidad de situarse en laposmodernidad, con la intención dedescribirla y analizarla. ¿Acaso laposmodernidad no se ha anticipado a símisma gracias a Dostoievski y a través de él?¿Hay algo más posmoderno que Bobok, Elseñor Projarchin o El corazón débil? ¿Oincluso que El doble? El espanto, elmonstruo burocrático de ese SanPetersburgo que lo engulle todo en las faucesde la oscura máquina burocrática, lo plasmaDostoievski en esa ciudad, burocrática porexcelencia.

Kafka debió de captar el secreto

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petersburgués y lo reflejó en sus obras, perolo cierto es que de no existir Projarchin,Dévushkin y Goliadkin, probablementetampoco existirían ni George, ni Joseph K. niGregorio Samsa. Aquéllos se anticiparongeográfica y temporalmente a la obra deKafka, a El proceso, a La condena y a Lametamorfosis.

Así pues, a lo largo de su obra Dostoievskiparece mostrarnos de algún modo su arte, susaber vivir por encima del tiempo,trascendiéndolo, pero sin ignorar el presente;sumergiéndose y ahondando en él. Él noesquivaba la crítica, sino que se enfrentaba aella; vivía enseñándole los dientes. Loaprendió en Siberia. Semipalatinsk lo curtióy le enseñó a no desdeñar lo másinsignificante por pequeño que pareciera.Sublimó el sufrimiento, sin que por elloperdiera el hábito de blandir el sable con unamaestría sin igual que sólo su pluma eracapaz de superar, pues se sabía grande, y tras

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el destierro dedicó el resto de su vida adefender aquellas ideas que un día desprecióy contra las que se rebeló y enfurecióenredándose en el círculo de Petrashevski,que más tarde lo llevó a reconocer habercaído en manos del mismísimo Mefistófeles.O mejor dicho, su doble, o aquel Speshnev,al que, tras pedirle un préstamo que no podíadevolver, le vendió fatalmente su alma.

Sabía y era consciente de que aquel dinerolo convertiría en presa fácil entre las hábilesmanos del diablo. Más tarde lo plasmaría enLos demonios en la figura de Stavroguin, paradespués asumir su culpa con toda la carne desu ser y con todo su sentimiento. Reconociósu culpa por el solo intento de querer atentarcontra su pueblo. Aquella idea que un día lefascinó, le hizo caer subyugado de espanto, eincluso llegó a reconocer que el castigo habíasido justo. Con el peso de la culpa sobre sushombros, consagró el resto de su vida aescribir y defender lo más puro del telúrico

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sentimiento ruso: su milenario sufrimiento ysu eterna humillación. Su historia redentora,plagada de pecados que sintetizan los erroresy horrores de esa Europa tan admirada porél, le hizo aceptar el castigo sin titubear. Juróque la condena lo convertiría en otrohombre, que lo redimiría, y así dedicó elresto de su vida a escribir para curarse de susheridas y alentar a la humanidad a no caer enel error de burocratizar la vida, de disecarlaconvirtiéndola en mera fórmula científica.

Convencido de que sólo la belleza salvaríael mundo, hasta el final de sus días luchóutilizando la vía literaria, imitandoinconscientemente a su admirado Quijote,prendado de la belleza del ideal que lanobleza obliga defender. Blandía su plumacontra todo lo estereotipado por la moda,bien fueran los enciclopedistas al estilo deKráievski, bien los nihilistas que tantoabundaban en su época. Llegó incluso areprocharle a su amigo Strajov que era

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demasiado «blando» con ellos, pues paradirigirse a los nihilistas le recomendaba«escribir con el látigo en la mano».

Consideraba la pluma el más eficaz de losmedios para defender a su Rusia amenazadapor el monstruo burocrático. En la sátiraliteraria de El cocodrilo, la burla y el humorse llevan la palma al poner de relieve unanueva faceta en el uso de la metáfora. Él sabíaque no era fácil plasmar el espíritu de unfuncionario, por ello utilizó una alegoríapara burlarse del malévolo diablillo que seescondía en las entrañas del cocodrilo.Tampoco ignoraba que había cosas que no sepodían decir, aunque sí podían insinuarse.Igual que le sucediera al pobre señorProjarchin, descendiente directo deGoliadkin, que, al ver la espantosa faz de laburocracia, le cambió la personalidad. A unosu tiránica figura le desarticuló el habla, y alotro le espantó de tal modo que confesó que,en lo sucesivo, «ya no diría nada más, y que a

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partir de aquel momento sólo apuntaría ensilencio». Igual que sucediera en Bartleby deMelville, que se quedó encallado en sudiscurso incapaz de proferir cualquier cosaque no fuera «preferiría no hacerlo». Cuandose veía presionado a romper el silencio en quese sumergía, no cesaba de repetir las mismaspalabras. Ésa fue su experiencia tras habertrabajado en la oficina de las Cartas Muertas.

Así pues, aunque el tema de losfuncionarios tenga su raíz trágica, tal y comohabía plasmado Chéjov en La muerte de unfuncionario, o Gógol en La nariz, El capoteo Las almas muertas, sin embargo, no le faltasu pincelada de humor a todo cuanto serelacione con la vida de sus personajes, cuyosnombres propios, la mayoría de las veces,tienen un significado cómico.

De este modo, el héroe suele enredarse ensu apellido, en el que unas veces se confundesu identidad, y otras refuerza la carga quepesa sobre él. Una larga y dilatada trayectoria

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naturalista lega a Dostoievski la herencia deGógol y Saltykov-Shedrín, que insistieronmucho en esa particularidad literaria rusa.

En este contexto ocurre que los apellidos aveces dan vida a nombres, verbos y adjetivosque cobran vida en los personajes de loscuentos y obligan a enfocar la lectura desdeángulos trágicocómicos. A veces elesperpento es de tal calibre que no se sabebien si es el apellido el que protagoniza lahistoria o si es el personaje al que aún lequeda algo de personalidad para proseguirpor su cuenta.

Esto ocurre con Polzunkov, que procededel verbo polzat’ esto es, «arrastrarse».También con Pseldonímov, que procede de«pseudónimo», Korotkoujov, que porta unnombre compuesto que significa «el de lasorejas cortas», así como Puzyriov, queprocede de «pompa».

Otro tanto le ocurre a Vasia Shumkov,cuyo apellido desciende de «ruido», y por

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esa deducción se trataría de alguien ruidosoque alborota el ambiente. Al final del cuento,la experiencia de amor que desbarata toda suvida lo desborda y lo reduce curiosamente aun ser aturdido y apocado por lascircunstancias. Un ser incapaz de afrontar ysobrellevar el compromiso de terminar eltrabajo de copista que se le encomendó. Lesobra corazón, compasión y amor.

También tiene un apellido cosificado el jefede Shumkov, el señor Mastákovich, queprocede de «experto» o «maestro», que, tal ycomo le corresponde por su categoríalaboral, obra en consecuencia para ponerorden en las cosas.

Algo similar sucede en Bobok, donde losnombres propios de los muertos que hablany juegan a las cartas tienen siempre presentelos grados y las categorías que en su díaocuparon en vida, porque ésta sigue vigentey predomina en la ultratumba, dondeprosiguen imponiéndose los grados y las

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escalas. También en las sepulturas están todosclasificados, lo mismo que en la vida real.

Así, el general Pervoiédov tendrá elprivilegio de tener un apellido con doblesignificado: por un lado, «comer primero» y,por otro, «ir en primer lugar». Con ello hacehonor a su título de general. Lo mismosucede con Lebeziátnikov, otro muertoviviente, que procede de «adulador» o «elque hace la pelota», características muycoherentes con su papel en el cuento.

En El señor Projarchin tampoco faltanpinceladas humorísticas sobre los queconviven en la pensión de Projarchin. Así, elseñor Okeánov tiene una clara procedenciade «océano». Remnióv correspondería a«cinturón» y Zimovéikin al que «desciendedel invernadero».

También en La sumisa hay una referencianaturalista con un leve toque de humor en elapellido del oficial Bezúmtsev, esto es, el«insensato» capitán del regimiento a causa de

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cuyo enredo el protagonista del cuento salemalparado y humillado, mancillando suhonor caballeresco para el resto de sus días.Su venganza en defensa del más débil pareceun estudio de psiquiatría, pues laprofundidad psicológica en la que penetraDostoievski se asemeja a una exploraciónradiográfica del alma humana. Consumidopor la autocompasión y la deshonra, ladesdicha de una conciencia que se maltrata así misma conduce al protagonista a inducir almás débil a un trágico final.

Una mención aparte merecen lospatronímicos empleados en este libro, cuyasvariantes no pasarán desapercibidas al lector amedida que se vaya adentrando en loscuentos de Dostoievski. Tal es el caso deNicoláich y Nicoláievich, Semiónych ySemiónovich o Iványch e Ivánovich,alternativa que se emplea indistintamente enla lengua rusa.

Otra particularidad del idioma ruso son

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los diminutivos de los nombres propios, queno dejan de sorprender por su enormevariedad. Tal es el caso del cuento El corazóndébil, en el que el lector tan pronto se toparácon Vasia Shumkov como con Vasenka,Vasiutka, Vaska, Vasiuk o Vasinka, así comotambién con Arcadi o Arcasha. Lo mismoocurre en El ladrón honrado con elborrachín al que mata su buen corazón ycuya moral no le permite morir sin confesarel robo. A este personaje el narrador de lahistoria se refiere de muchas formas: Iemeliá,Iemeléi, Iemelián, Iemeliúshka oIemeliánushka. En El señor Projarchinsucede otro tanto, donde el avaro SemiónIvánovich Projarchin algunas veces aparececon el nombre completo y otras con algunade las variantes de su diminutivo, comoSenka o Senia. Toda esta variedad en la formade nombrar a sus personajes obedece a undeseo de plasmar la complejidad del alma

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rusa, que el autor siempre consideró quesintetizaba el alma humana.

Bela Martinova

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Cronología

1821 Nace Fiódor Mijáilovich Dostoievskiel 30 de octubre en Moscú, hijo de unmédico militar. La familia vive en el hospitalpara pobres donde trabaja su padre, pasandoestrecheces económicas.

1833 Pushkin comienza a escribir«Eugenio Onéguin».

1831 Pushkin escribe «Borís Godunov».1834 Dostoievski y su hermano Mijaíl

ingresan en el pensionado de Chermak, unode los mejores de Moscú, para cursar estudiosmedios.

Herzen es detenido y encarcelado porpropagar ideas contrarias al gobierno deRusia y posteriormente desterrado a Viatka ya Vladímir.

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1835 Gógol publica «La nariz».1836 Gógol publica «El inspector».1837 En la primavera muere la madre de

Dostoievski de tuberculosis. Su padre,deshecho por la pérdida, se da a la bebida.Poco después ingresa a los dos hermanosmayores en la Escuela Militar de Ingenierosde San Petersburgo, donde el escritor sededicará, debido a su escaso interés por lasmatemáticas, a la lectura de los grandes poetasy escritores rusos como Pushkin, Lérmontovo Gógol.

Lérmontov publica «La muerte del poeta»donde plasma su sentir ante la muerte dePushkin condenando el ambiente cortesano.La crítica le cuesta ser exiliado al Cáucaso.

1839 Muere el padre de Dostoievski,presuntamente a manos de sus propiossiervos. La noticia de la muerte del padredesencadena un ataque nervioso, presagio delos futuros ataques epilépticos del escritor.

1840 Lérmontov publica los cinco relatos

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que componen «Un héroe de nuestrotiempo».

1842 Gógol escribe «El capote» y laprimera parte de «Las almas muertas».

1843-1844 Asciende a oficial, aunque mástarde renuncia a la carrera militar paradedicarse a la literatura. Traduce a Balzac y aGeorge Sand.

1845 Conoce a Nekrásov, Turguénev yBelinski.

Herzen publica «¿Quién es culpable?».1846 Publica Pobres Gentes. Sorprende a

Dostoievski la crítica positiva con queBelinski recibe su primera novela. El mismoaño publica El doble y El señor Projarchin.

1847 Publica La patrona.1848-1849 Publica Noches blancas y

Memorias de una huérfana. Escribe Elcorazón débil, Polzunkov, El Árbol deNavidad y una boda. Comienza a escribirNetochka Nezvanova.

Es arrestado por pertenecer a un

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movimiento subversivo de ideas socialistas,promovido por M. V. Butashévich-Petrashevski, del que se aparta para unirse aotro círculo más radical de Dúrov ySpéshnev. La influencia de este último y sufuerte personalidad aparecerá en Losdemonios en el personaje de Stavroguin. Elproceso culmina con la condena a muerte devarios acusados, entre ellos Dostoievski.

1849-1853 Se le conmuta la pena capital porla de cuatro años de trabajos forzados y otraspenas menores.

1851 Herzen publica «El Pueblo ruso y elsocialismo».

1852 Turguénev escribe una carta a lamuerte de Gógol considerada subversiva, y elgobierno zarista le impone arrestodomiciliario.

1853-1859 Es desterrado a Omsk (Siberia)con grilletes en pies y manos. Allí vivirá laetapa más dura de su vida. Empeora su estadode salud y aumentan los ataques epilépticos.

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Por esta razón ingresa frecuentemente en laenfermería de la cárcel, donde el médico ledeja escribir notas sobre su vida en Omsk, yle guarda los apuntes en su despacho. Lasiguiente etapa de la condena vive el destierroen Semipalatinsk, donde conoce y se casa conMaría Dmítrievna, viuda del maestro Isáiev,con la que pasa una temporada difícil a causade sus frecuentes enfermedades y de lasestrecheces económicas. Vuelve a escribir. Laaldea de Stepánchikovo y El sueño del tíoserán sus primeras obras tras el destierro.Regresa a San Petersburgo en 1959 ycomienza a escribir La casa de los muertos,que publicará más tarde.

En 1859 Tolstói publica «Tres muertes» yGoncharov escribe «Oblómov».

1861 Funda con su hermano MijaílMijáilovich y N. N. Strájov la revista Vremia[Tiempo], en la que comienza a publicarHumillados y ofendidos.

1862-1863 Se vuelca en la literatura de

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introspección psicológica y escribe Unepisodio vergonzoso. En el verano de 1862decide emprender un viaje por Europa. Viajapor Francia, Alemania, Inglaterra, Suiza,Italia y Austria. Conoce a Paulina Súslova,una joven estudiante de ideas nihilistas, conquien mantendrá una tortuosa relación.Plasma sus reflexiones sobre Europa enNotas de invierno sobre impresiones deverano. En esta época comienza sudesmedida afición por el juego.

Turguénev publica «Padres e hijos».1863 Tras la supresión de la revista Vremia,

los dos hermanos fundaron otra revistaÉpoja [Época], pero tampoco tuvo éxito.

1864 Su vida se complica aún más a causade los desdenes de Paulina Súslova (que mástarde sería la futura esposa del filósofoRozánov, y a quien Dostoievski calificaría,tras su ruptura, de «mujer infernal») y lamuerte de su mujer, María Dmítrievna, y desu hermano Mijaíl, que deja mujer, cuatro

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hijos y muchas deudas. Esta difícil situaciónse refleja en su desgarradora obra Memoriasdel subsuelo.

1864-1865 Publica Memorias del subsuelo yEl cocodrilo, y escribe Crimen y castigo, unade sus novelas capitales.

Tolstói comienza a escribir «Guerra ypaz».

1867 Comienza a dictar El jugador a sujoven secretaria Anna Grigórievna Snítkina,con la que acabará casándose. A causa de laspersecuciones de los acreedores huyen alextranjero.

Turguénev escribe «Tierras vírgenes» y«Humo».

1868 A los pocos meses de su nacimiento,muere en Ginebra Sonia, la hija deDostoievski, dejando al matrimonio sumidoen el dolor.

1869-1871 Durante los cuatro años quereside en el extranjero, escribe El eterno

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marido, Los demonios y El idiota, obra quelo consagrará como escritor.

1873-1876 Por razones económicasreemprende su actividad periodística con laredacción de una revista semanalGrazhdanín [El ciudadano], que despierta enél la idea de crear la revista Dnevnik pisatel’a[Diario de un escritor], y que recupera mástarde como publicación autónoma.

1875 Escribe El adolescente.1876-1880 Publica El diario de un escritor,

El sueño de un hombre ridículo y La sumisa.1877 Tolstói publica «Ana Karenina».1879-1880 Escribe Los hermanos

Karamázov.1880 Dostoievski se desplaza a Moscú para

pronunciar un emocionado y bello discursosobre el destino histórico de Rusia, conmotivo de la inauguración del monumento aPushkin. Será la última aparición pública deDostoievski.

1881 Muere en San Petersburgo el 28 de

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enero.

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CUENTOS

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Novela en nueve cartas(Roman v deviati pismaj, 1845)

I

(De Piotr Ivánovich a Iván Petróvich)

Respetabilísimo señor y querido amigo,Iván Petróvich:

Llevo ya tres días detrás de usted, queridoamigo, para hablarle de un asunto muyimportante, y no le encuentro. Ayer, cuandofuimos a visitar a Semión Alekséich, mi mujergastó una broma refiriéndose a usted,diciendo que usted y Tatiana Petrovna eranuna pareja un tanto inquieta. Llevan tresmeses casados y ya resulta difícil cogerlos en

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casa. Todos nos echamos unas buenasrisotadas, teniendo en cuenta nuestra sinceray completa disposición hacia usted, claroestá; pero, bromas aparte, mi apreciadoamigo, me está dando usted quebraderos decabeza. Semión Alekséich me dijo que podríausted encontrarse en la Sociedad Unida delBaile. Dejé a mi mujer con la de SemiónAlekséich y me dirigí veloz a la Sociedad.¡Risa y lástima! Fui solo al baile, sin mimujer. Iván Andréich, con quien me tropecéen el vestíbulo, al verme solo, sacóinmediatamente la conclusión (¡el muytunante!) de mi irrefrenable pasión por losbailes y, agarrándome del brazo, quisoarrastrarme a la fuerza a las clases de baile,diciendo que en la Sociedad Unida a su jovenespíritu le faltaba espacio para dar vueltas, yque del pachulí y la reseda se le había puestodolor de cabeza. No le encontré a usted, ni aTatiana Petrovna. Iván Andréich me juró yperjuró que indudablemente se encontraba

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usted en el Teatro Alexander, en larepresentación de El mal de la razón.

Salí corriendo al Teatro Alexander ytampoco lo encontré allí. Pensé que estamañana le encontraría en casa deChistogánov, pero no fue así. Chistogánovme envió a casa de los Perepalkin, y lomismo. En una palabra, me quedécompletamente agotado. ¡Imagínese la devueltas que pude dar! Ahora me dirijo austed por carta (no queda otro remedio). Lacuestión que me ocupa no es en absolutoliteraria (ya me entiende). Es mejor vernoscara a cara, me es imprescindible hablarle yaclarar algo, y cuanto antes sea, mejor. Poreso le invito hoy a mi casa, junto a TatianaPetrovna, a tomar el té y charlar un rato porla tarde. Mi Anna Mijáilovna se alegraráenormemente de la visita. Verdaderamente,nos darán una gran satisfacción.

A propósito, apreciado amigo mío –ya quela cosa ha llegado hasta el punto de tener que

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coger yo la pluma para escribirle–: en estosmomentos me veo obligado a presentarle unaqueja, e incluso a reprocharle, mi distinguidoamigo, por una cuestión al parecercompletamente ingenua, por la que usted seha burlado de mí malvadamente... Es ustedun tunante y un sinvergüenza. A mediadosdel mes pasado envió usted a mi casa a unconocido suyo, concretamente a EvguéniNicoláich, acompañándole de una amistosa,y se entiende que sagrada para mí,recomendación suya; yo me alegré delacontecimiento, recibí al joven con losbrazos abiertos, y con ello puse mi cabeza enuna cuerda anudada. Sea como fuere, lo quees la cosa salió bien. Ahora no hay tiempopara las explicaciones, aparte de loembarazoso que resulta exponerlas sobrepapel; únicamente he de suplicarle que mire,mi malvado amigo y colega, si no habríaalgún modo... lo más cortés posible...indirectamente o a media voz... de susurrarle

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al oído a su joven amigo que en la capital hayotras muchas casas aparte de la mía. ¡Se meagotan las fuerzas, señor mío! ¡No puedomás!, como dice nuestro común amigoSimónevich. Cuando nos veamos, le pondréal corriente de todo. Y ya no me refiero a queel joven no me cayera bien por su forma devestir, sus cualidades espirituales, o quemetiera la pata en algo. Antes al contrario,incluso resultó ser un joven amable yenternecedor. Pero espere a que nos veamos;y, hasta entonces, si se encuentra usted con él,por el amor de Dios, mi respetabilísimoamigo, hágaselo saber. Que fue usted quien lerecomendó. Además, en cualquier caso, estatarde lo aclararemos todo con más detalle. Y,por el momento, hasta la vista. Le quedomuy agradecido, etc. etc.

P. S.: Mi hijo pequeño lleva ya una semanaenfermo, y empeora a medida que pasan losdías. Le están saliendo los dientes. Mi mujer

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no se aparta de él y está triste, la pobre.Venga a vernos. Nos alegrará sinceramente,mi querido amigo.

II

(De Iván Petróvich a Piotr Iványch)

Estimado señor, Piotr Iványch:

Ayer recibí su carta y no salgo de miasombro mientras la leo. Me está buscandousted en Dios sabe qué lugares, y, mientrastanto, yo tranquilamente en casa. Hasta lasdiez de la noche estuve esperando a IvánIványch Tolokónov. Nada más recibir lacarta recogí a mi mujer, alquilé un coche, sinreparar en gastos, y me presenté en su casacerca de las seis y media. Usted no seencontraba en casa y nos recibió su mujer. Le

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estuve esperando hasta las diez y media; mefue imposible esperarle más. Recogí de nuevoa mi mujer, gasté dinero en alquilar un coche,y al llegar a casa la dejé allí y me dirigí a casade Perepalkin, pensando en si le encontraríaallí, pero otra vez más me equivoqué en missuposiciones. Regresé a casa, no pegué ojo entoda la noche, estuve intranquilo, y por lamañana pasé tres veces por su casa: a lasnueve, a las diez y a las once, perdiendo treshoras; de nuevo alquilé un cochero y otravez me dio usted plantón.

Me asombra leer su carta. Me escribe acercade Evguéni Nicoláich y me ruega que condiscreción le indique algo, pero no me diceexactamente por qué. Alabo suescrupulosidad pero, en última instancia, mipapel es igual al suyo, aunque yo al menossoy consciente de no darle documentosimportantes a mi mujer para que haga conellos papillotes. A decir verdad, nocomprendo por qué me escribe usted todo

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eso. Además, puestos a decirlo todo, ¿porqué razón me inmiscuye en este asunto? Yono me entrometo en problemas ajenos. Ustedmismo podía cantarle las cuarenta, pero veoque debo aclarar con usted el asunto lo antesposible; además, el tiempo apremia. Mesiento incómodo, e ignoro el modo desolucionarlo si usted no cumple lascondiciones. Tengo un viaje a la vuelta de laesquina; cuesta lo suyo, y mi mujer dándomela lata para que le deje hacerse un capote deterciopelo de los modernos. Y en cuanto aEvguéni Nicoláich me apresuro en señalarle:que ayer, sin perder tiempo, pedí losinformes, mientras le esperaba en casa dePavel Semiónych Perepalkin. Tienetrescientas almas en propiedad en laprovincia de Iaroslav, y aún le aguarda laesperanza de recibir otras trescientas mil desu abuela, de los alrededores de Moscú. Nosé cuánto dinero tiene, y creo que esto losabrá usted mejor que yo. Decididamente le

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ruego que fije el día de nuestra cita. Ayer setopó usted con Iván Andréich, que le dijoque mi mujer y yo estábamos en el TeatroAlexander. Lo que le estoy diciendo es que élmiente, y que, en asuntos de este tipo, nopuede uno creer en sus palabras; que hace tresdías engañó a su abuela por unosochocientos rublos. Por todo ello, tengo elhonor de quedar a su disposición.

P. S.: Mi mujer se quedó embarazada;además es muy asustadiza y enseguida leentra melancolía. En las representacionesteatrales a veces disparan y simulan truenoscon máquinas artificiales. Por ello, temo quese asuste y no la llevo al teatro. Tampoco yotengo muchas ganas de ver representacionesteatrales.

III

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(De Piotr Iványch a Iván Petróvich)

¡Mi apreciado amigo, Iván Petróvich!:

Yo, y sólo yo, tengo la culpa, y meapresuro a presentarle disculpas. Ayer, a lasseis de la tarde, y justamente en el momentoen que nos estábamos acordando de usted,llegó un correo del tío Stepán Alekséichinformándonos de que la salud de la tía habíaempeorado. Temiendo asustar a mi mujer, ysin mencionar palabra, le puse como pretextoque me había surgido un asunto urgente yme dirigí a casa de la tía. Me la encontrémoribunda. A las cinco en punto tuvo unataque, que es el tercero en dos años. KarlFedorych, médico de la casa, anunció queposiblemente no pasaría de esa noche.Imagínese mi situación, mi querido amigo.Me pasé la noche en pie, corriendo de unlado para otro; al margen del disgusto. Y sóloal amanecer, agotado física y psíquicamente,

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me eché en el sofá de su casa, olvidándosemedecirles que me despertaran a la hora, y abrílos ojos a las once y media. La tía estabamejor. Fui a casa a ver a mi mujer; la pobreestaba deshecha esperándome. Tomé unbocado, achuché al pequeño, despuéstranquilicé a mi mujer y me dirigí a su casa.Usted no estaba. Pero me encontré con queEvguéni Nicoláich estaba en su casa. Denuevo me dirigí a casa, cogí la pluma y mepuse a escribirle. No se enoje ni se enfadeconmigo, mi sincero amigo. ¡Pégueme usted,córteme la cabeza, si quiere; pero no me privede la buena disposición que tiene hacia mí!Su mujer me comentó que esta tarde estaríausted en casa de los Slaviánov. Sin falta estaréallí. Le espero con enorme inquietud.

Mientras tanto, quedo a su disposición,etc. etc.

P. S.: Nuestro pequeño nos tiene

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sinceramente hundido el ánimo. KarlFedorych le recetó un ruibarbo comopurgante. Está sollozando y ayer noreconocía a nadie. Sin embargo, hoy nosreconoce y no cesa de repetir: «papá, mamá»y de hacer pucheros. Mi mujer está hecha unmar de lágrimas.

IV

(De Iván Petróvich a Piotr Iványch)

¡Mi muy estimado señor Piotr Iványch!:

Le escribo desde su casa, desde suhabitación y su escritorio; pero antes decoger la pluma he estado esperando más dedos horas y media. Permítame ahora que lediga abiertamente, Piotr Iványch, mi sinceraopinión sobre esta situación tan cicatera. Por

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su última carta deduzco que le estánesperando en casa de los Slaviánov; usted medijo que fuera allí, y yo fui y estuve horassentado sin que usted apareciera. ¿Acaso creeque debo hacer el ridículo delante de lagente? Permítame decirle, muy señor mío...que me presenté en su domicilio por lamañana, con la esperanza de encontrármelo,y sin imitar a ciertas personas que pasan porlo que no son, y que buscan a gente ¡Diossabe en qué lugares!, cuando se les puedeencontrar en su casa a una hora prudente. Nirastro suyo había. Ignoro lo que ahora mecontiene para expresarle toda la verdad. Sólodiré que lo veo, a mi parecer, retractándose, sise tienen en cuenta nuestras sobradamenteconocidas condiciones. Y ahora, sólo despuésde reflexionar sobre este asunto, no puedopor menos de reconocer que realmente estoyasombrado de la orientación tan pícara de suintelecto. Ahora veo claramente que haestado usted gestando durante mucho tiempo

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unas intenciones poco nobles. Y misuposición la confirma el hecho de que lasemana pasada, y de forma casi ilícita, sehiciera usted con aquella carta suya dirigida amí, en la que usted mismo exponía, aunquede un modo un tanto confuso y enrevesado,nuestras condiciones sobre la situación que lees sobradamente conocida. Teme usted losdocumentos, y los destruye, dejándome a míen ridículo. Pero no consentiré que se burlende mí, pues hasta ahora nadie me ha tratadoasí, y todos me han tenido en consideración.Se me ha caído la venda de los ojos. Pretendeusted confundirme, ofuscarme con EvguéniNicoláich, y cuando yo, con su carta del sietedel presente mes, aún sin descifrar, voy ypretendo encontrarle para aclarar el asunto,va y me cita en falso, ocultándose de mí.¿Acaso no creerá, muy señor mío, que no soycapaz de percatarme de ello? Prometerecompensarme por los favores de sobraconocidos recomendándome a distintas

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personalidades, y mientras tanto, me cogeprestada –¡y ya se sabe de qué modo!– unaconsiderable cantidad de dinero, sin ningúnrecibo a cambio, cosa que sucedió, sin ir máslejos, la semana pasada. Y ahora, con eldinero en la mano, se oculta y reniega delfavor que le ofrecí presentándole a EvguéniNicoláich. Probablemente tenga en cuenta mipróximo viaje a Simbirsk y crea que nopodemos ajustar las cuentas antes. Pero ledoy solemnemente mi palabra de honor deque, llegado el caso, estaría dispuesto apermanecer dos meses más en SanPetersburgo para conseguir lo que me hepropuesto; conseguiré mi fin y le encontraré.También sé actuar con despecho. Paraconcluir, le informo de que si hoy mismo nome aclara usted la situación satisfactoriamente–primero por carta, y después en persona,uno frente a otro–, si no me expone de nuevoen su carta las condiciones convenidas entrenosotros, y no me explica finalmente sus

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ideas respecto a Evguéni Nicoláich, me veréobligado a recurrir a medidas bastantedesagradables para usted, que incluso a mí merepugnan.

Se despide de usted, etc. etc.

V

(De Piotr Iványch a Iván Petróvich)

11 de noviembre

Mi muy querido y respetado amigo IvánPetróvich:

Su carta me disgustó llegándome hasta elfondo del corazón. ¿Y no le abochorna, miquerido, aunque injusto, amigo, comportarsede ese modo con una de las personas más

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benévolas con usted? Adelantarse, sin haberaclarado el asunto, para ofenderme con taninjuriosas sospechas. Pero a pesar de ello meapresuro a responder a sus acusaciones. Nome encontró ayer en casa, Iván Petróvich,porque inesperadamente fui llamado paraacudir al lecho de una moribunda. Mi tíaEvfimia Nicoláievna falleció ayer, a las oncede la noche. Todos los familiares me eligieronpor unanimidad para encargarme de la tristey lamentable ceremonia de la defunción. Hetenido tantas cuestiones que resolver que nohe podido verlo y ni siquiera dirigirle unaslíneas. Lamento de todo corazón elmalentendido surgido entre nosotros. Laspalabras que proferí sobre EvguéniNicoláievich, de forma bromista y sinimportancia, las interpretó ustedincorrectamente, dándole a todo este asuntoun sentido que me ofende profundamente.Me habla del dinero manifestándome supreocupación. Sin verme obligado estoy

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dispuesto a satisfacerle en sus deseos yexigencias, aunque sin poder pasar por alto elrecordarle que la suma, que ascendía atrescientos cincuenta rublos en plata, la toméyo de usted la semana pasada en unascondiciones de sobra conocidas, y no comopréstamo. De haber sido lo último, habríarecibido usted inmediatamente un acuse derecibo de mi parte. No quiero rebajarme adiscutir sobre los demás puntos expuestos ensu carta. Veo que se trata de un malentendidoy observo en ello su carácter habitualmenteapresurado, vehemente y franco. Sé que subenevolencia y carácter abierto no permitiránque su corazón albergue sospechas y quefinalmente será usted el primero en tendermela mano. Se ha equivocado usted, IvánPetróvich, hasta más no poder.

Sin reparar en que su carta me hirióprofundamente, soy el primero que estaríadispuesto a presentarme hoy en su casa paraofrecerle excusas, pero ando sumamente

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atareado desde ayer por la tarde y ahoramismo me encuentro tan cansado que apenasme sostengo en pie. Para colmo de todos misinfortunios, mi mujer está enfermaguardando cama; temo que sea algo serio. Encuanto al pequeño, gracias a Dios, seencuentra algo mejor. Pongo aquí puntofinal... me reclaman mis asuntos, y son unamontaña.

Permita, mi apreciado amigo, que medespida de usted, etc.

VI

(De Iván Petróvich a Piotr Iványch)

14 de noviembre

Mi muy estimado señor, Piotr Iványch:

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He esperado tres días; procuré emplearlosútilmente; mientras tanto, viendo que laamabilidad y la formalidad son en esencia eldecoro de cualquier hombre, desde mi últimacarta, del diez de este mes, no quiseapremiarle ni con palabras ni con hechos, enparte para que pudiera usted cumplirtranquilamente con su deber cristiano en lorelativo a su tía, y en parte también para loscálculos y pesquisas del famoso asunto, quehan precisado su tiempo. Me apresuro ahoraa aclarar con usted el asunto definitiva yfirmemente.

Confieso sinceramente que la lectura de susdos primeras cartas me hizo pensar que ustedno comprendía lo que yo quería; por elloinsistí tanto en dar con usted para citarnos yaclarar el asunto personalmente; me dabareparo utilizar la vía epistolar y me culpabapor la poca claridad de mis ideas cuando lasexpongo sobre papel. De sobra le esconocido que carezco de una esmerada

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educación y de maneras, y que eludo la huecavanagloria, pues por mi triste experienciapude finalmente comprobar cuán engañosoresulta a veces lo externo y de qué modo seoculta en ocasiones la serpiente debajo de lasflores. Pero usted me ha comprendido; sóloque no me ha contestado debidamente,porque con su alma desleal ha preferido faltara su palabra de honor y a la amistad existenteentre nosotros. Esto me lo ha confirmadousted plenamente con su proceder tan ruinhacia mí durante este último tiempo; unproceder pernicioso para mis intereses, cosaque no me esperaba, y que hasta estosmomentos ni siquiera se me había pasado porla cabeza; pues, abrumado, desde el momentoen que nos conocimos, por sus buenasmaneras, la delicadeza de su trato, laexperiencia y el beneficio que me reportabarelacionarme con usted, imaginé que habíaencontrado a un verdadero amigo ycompañero que deseaba lo mejor para mí. Sin

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embargo, ahora comprendo perfectamenteque hay mucha gente que, bajo la lisonjera ybrillante apariencia, esconde veneno en sucorazón, y utiliza su inteligencia en urdirembrollos e imperdonables engaños para susprójimos, razón que le hace temer el papel yla pluma; que emplea su estilo no para elbeneficio del prójimo y el amor a la patria,sino para hipnotizar y fascinar la razón delos que, por diferentes motivos ycondiciones, han tratado con ellos. Sudeslealtad hacia mí, mi muy estimado señor,puede verse claramente con lo que acontinuación expongo.

En primer lugar, cuando, en mis claras ytransparentes expresiones epistolares, lecomunicaba mi situación, a la vez que lepreguntaba en mi primera carta qué era loque quería decirme con alguna de susexpresiones e indirectas, a propósito deEvguéni Nicoláich, usted optó la mayoría delas veces por contestarme muy por encima y,

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tras indignarme con dudas y sospechas, sedesentendió tranquilamente del asunto. Acontinuación, y tras hacerme desprecios talesque no hay palabras para decirlos, me escribíadiciéndome que estaba ofendido. ¿Cómo lodenominaría usted, mi muy estimado señor?Después, cuando cada minuto era tanpreciado para mí, me obligaba a recorrer laciudad entera en su busca; me escribía cartasenmascarándose como amigo, en las que,evitando a propósito mencionar el asunto,me contaba cosas que no venían a cuento:concretamente, de las enfermedades de suesposa, a la que respeto, y de su pequeño, alque recetaron un purgante porque le estabansaliendo los dientes. Acerca de todo ello meinformaba usted en cada una de sus cartascon una regularidad que me resultabarepugnante y ofensiva. Naturalmente quecomprendo que los sufrimientos de un hijole destrozan el corazón al padre, pero ¿paraqué había de mencionarlo en aquellos

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momentos, cuando lo que se trataba era otracuestión, completamente diferente, másnecesaria e importante? Yo callaba y meaguantaba; pero ahora, cuando ya ha pasadotiempo, me veo obligado a expresarme.Finalmente, traicionándome con falsas citas,me obligó a jugar su juego, representando elpapel de un bufón del que podía burlarse,cosa que jamás pienso ser. Después, y trasinvitarme a su casa, y engañándomepreviamente lo suyo, me dice que le llamanpara ir a casa de su tía, que había sufrido unataque, a las cinco en punto de la tarde,disculpándose por lo sucedido conbochornosos detalles. Pero por suerte,durante esos tres días, señor mío, me diotiempo a recoger informes por los que meenteré de que el ataque lo tuvo su tía la tardedel día siete, poco antes de medianoche. Deello deduzco que utiliza la santidad delparentesco para engañar a los prójimos.Finalmente, en su última carta menciona

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también la muerte de su familiar, como si éstahubiera ocurrido justo en el momento en queyo iba a ir a su casa para reunirnos y abordarel asunto en cuestión. Pero aquí la bajeza desus cálculos e invenciones supera loverosímil, ya que para mi fortuna,constatando la información a la que pudeacceder, de lo más a tiempo, me enteré de quesu tía había fallecido exactamenteveinticuatro horas más tarde de lo que ustedtan deshonestamente me había comunicado.Y no acabaría nunca si siguiera enumerandolos detalles que confirman su traicioneraconducta respecto a mí. A un observadorimparcial le bastaría con ver que en todas suscartas se dirige usted a mí llamándome «susincero amigo», utilizando para ello palabrasamables, lo que, en mi opinión, hace no conotra intención que la de amansar miconciencia.

Llego finalmente a los puntos másimportantes de su engaño y traición respecto

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a mí, que consisten concretamente en: elsilencio ininterrumpido que ha mantenidoúltimamente sobre aquello que se refiere anuestro mutuo interés en el deshonestohurto de la carta, en la que aun de maneraoscura, y no del todo comprensible para mí,explicaba usted nuestras mutuas condicionesy cláusulas; del bárbaro y forzado préstamode trescientos cincuenta rublos, sin recibo,que le concedía en calidad de amigo conquien iba a medias; y, finalmente, en laignominiosa difamación de nuestro comúnconocido Evguéni Nicoláich. Ahora veoclaramente que quiso usted demostrarme quea él, y permítaseme la expresión, no se lepodía sacar absolutamente nada, ni leche nilana, lo mismo que a un macho cabrío, y queél no era ni carne ni pescado, cosa quesubrayó como un defecto en su carta del seisde este mes. Pero yo conozco a EvguéniNicoláich como joven discreto y honesto,virtudes con que precisamente puede seducir,

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atraer y ganarse el respeto en esta sociedad.También he sabido que durante dos semanasenteras ha estado usted metiendo todas lastardes en su bolsillo unos cuantos billetes dediez rublos, y en algunas ocasiones, hastacientos, desplumando de ese modo a EvguéniNicoláich en el juego. Sin embargo, ahoraquiere desentenderse de todo esto, y no sólono se conforma con agradecerme el interésque me he tomado, sino que se ha quedadocon un dinero mío que no piensa devolver,seduciéndome anticipadamente con todotipo de ventajas que reportarían en mibeneficio si fuera a medias con usted.Adueñándose ahora ilegalmente de mi dineroy el de Evguéni Nicoláich, evitaagradecérmelo, levantando falsos testimoniosy denigrando imprudentemente ante mis ojosa aquel que yo presenté en su casa. Sinembargo, a usted le falta poco, tal y comocuentan los compañeros, para darle besos ypresentarle a todo el mundo como su mejor

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amigo, sin reparar en que no hay nadie másestúpido que el que no se percata al instantede adónde van dirigidas sus pretensiones y loque significan exactamente para ustedes lasrelaciones en asuntos de amistad ycompañerismo. Le diré que ello es el engaño,la traición, la ausencia de todo decoro yderecho del hombre, una ofensa a Dios y unadepravación. Yo mismo soy el ejemplo y laprueba de lo que ha sucedido. ¿Cuándo leofendí? ¿Y por qué se ha portado usted tandespiadadamente conmigo?

Doy por terminada mi carta. He dichocuanto tenía que decir. Y ahora concluyo: siusted, mi muy apreciado señor, en un breveperiodo de tiempo, a contar desde el recibode la presente, no me devuelve, en primerlugar, todo el dinero que le presté, es decir,los trescientos cincuenta rublos y, ensegundo lugar, el resto que me correspondesegún lo prometido, me veré obligado arecurrir a otras medidas para que proceda a la

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devolución, empleando, si fuera menester, losmedios que fueran necesarios para obligarle adevolverlo amparándome en la ley, poniendofinalmente en su conocimiento que dispongode determinadas pruebas que, quedándose enpoder de su humilde servidor y admirador,podrían destruirle mancillando su nombre aojos del mundo entero.

Suyo afectísimo, etc.

VII

(De Piotr Iványch a Iván Petróvich)

15 de noviembre

Iván Petróvich:

Tras recibir su extraño y poco pulido

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escrito, en el primer instante me sentí tentadoa romperlo en pedazos; sin embargo, preferíconservarlo como algo que se recibe enescasas ocasiones. Por lo demás, lamento detodo corazón los malentendidos y lasdesavenencias surgidos entre nosotros. Porun momento decliné responderle. Pero lanecesidad obliga. Concretamente, con estaslíneas he de explicarle que verlo en algunaocasión en mi casa me resultaríaexcesivamente desagradable, igual que a miesposa: está delicada de salud y el olor a breale resulta dañino. Mi mujer envíaagradecidamente a la suya Don Quijote de laMancha, un libro suyo que quedó en nuestracasa. En cuanto a sus chanclos, olvidados, alparecer, en nuestra casa durante su últimavisita, lamento comunicarle que no se hanencontrado por ninguna parte. De momentolos siguen buscando; pero, de no dar conellos, le compraría otros nuevos.

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Por lo demás, tengo el honor, etc. etc.

VIII

[El 16 de noviembre, Piotr Iványch recibepor correo postal dos cartas dirigidas a él. Alabrir la primera, saca una nota de color rosapálido, ingeniosamente doblada. La letra erade su mujer. Iba dirigida a Evguéni Nicoláichel día 2 de noviembre. En el sobre no habíanada más. Piotr Ivanóvich procedió a lalectura:]

Querido Eugéne:

Ayer me resultó imposible. Mi maridoestuvo en casa toda la tarde. Ven sin faltamañana a las once en punto. A las diez ymedia mi marido se marcha a Tsárskoie pararegresar a medianoche. Estuve toda la noche

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furiosa. Te agradezco las noticias que meenvías. ¡Qué cantidad de papeles! ¿Es posibleque todo eso lo haya escrito ella? Apropósito, tiene estilo; te lo agradezco, veoque me quieres. ¡No te enfades por lo deayer, y ven mañana, por el amor de Dios!

A.

[Piotr Iványch abre otra carta:]

Piotr Iványch:

No tenía necesidad de recurrir a esto, puesno pensaba poner un pie en su casa; es unalástima que haya desperdiciado papel envano.

La próxima semana me marcho a Simbirsk;como apreciable y querido amigo le queda a

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usted Evguéni Nicoláich; le deseo suerte yno se preocupe por los chanclos.

IX

[El 17 de noviembre, Iván Petróvich recibepor correo postal dos cartas dirigidas a sunombre. Abriendo la primera de ellas, sacauna notita escrita descuidadamente, deprisa ycorriendo. Era letra de su mujer; iba dirigidaa Evguéni Nicoláich el día 4 de agosto. En elsobre no había nada más. Iván Petróvichprocedió a la lectura:]

¡Adiós, adiós, Evguéni Nicoláich! ¡QueDios también se lo pague! ¡Sea feliz! ¡Midestino es cruel y terrible! Fue su voluntad.Si no fuera por la tía, no hubiera confiadotanto en usted. Pero no se burle, ni de mí, nide la tía. Mañana nos casamos. La tía está

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contenta porque encontré una buena personaque se case conmigo sin dote. Hoy porprimera vez lo miré fijamente. ¡Me parece tanbuena persona! Me están metiendo prisa.¡Adiós, adiós... querido mío! Acuérdese demí de vez en cuando, porque yo jamás leolvidaré. ¡Adiós! Firmo esta última cartacomo la primera vez... ¿se acuerda?

Tatiana

[El otro sobre contenía lo siguiente:]

Iván Petróvich:

Mañana recibirá usted unos chanclosnuevos; no estoy acostumbrado a sacar cosasajenas de otros bolsillos; así como tampocoes de mi gusto recoger de la calle harapos ycosas inservibles.

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Evguéni Nicoláich partirá estos días aSimbirsk, para solucionar asuntos de suabuelo, y me rogó que le buscara uncompañero de viaje. ¿No desearía serlousted?

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El señor Projarchin(Gospodin Projarchin, 1846)

En el rinconcito más oscuro y modesto delpiso de Ustinia Fiódorovna se alojabaSemión Ivánovich Projarchin, un hombre yaentrado en años, formal y que no bebía.Teniendo en cuenta que el señor Projarchin,conforme a su bajo rango y los servicios queprestaba, tenía un sueldo muy modesto,Ustinia Fiódorovna no tenía fuerza moralpara cobrarle más de cinco rublos mensualesde alquiler. Había quien comentaba quellevaba sus propias cuentas respecto a él;pero, como quiera que fuese, y en respuesta alos chismorreos, el señor Projarchin inclusoera tratado como un favorito, en el sentidohonesto y magnánimo de la distinción.

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Habría que señalar que Ustinia Fiódorovna,mujer respetabilísima y corpulenta, teníadebilidad por tomar carne y café, y, aunquepasaba enormes sacrificios en Cuaresma, teníaen su casa a unos cuantos inquilinos fijos,que pagaban incluso el doble que SemiónIvánovich, pero que, en caso de que fueranpoco pacíficos y «se guasearan» de susquehaceres femeninos y su condición dehuérfana, perderían bastante en cuanto a labuena disposición de la patrona y, si nopagaran la mensualidad, ella no sólo no lesdejaría vivir allí sino que no los querría niver. Semión Ivánovich pasó a categoría defavorito de la patrona desde el momento enque murió un funcionario retirado, al queenterraron en el cementerio de Vólkovo, queen vida se había aficionado mucho a fuerteslicores. Retirado del servicio, y aunqueanduviera con un ojo amoratado y una solapierna, a causa de su bravura (como decía élmismo), sabía al menos granjearse la buena

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disposición de Ustinia Fiódorovna, de la quesólo ella era capaz; y probablemente habríavivido aún mucho más tiempo como sugorrón y fiel cómplice, de no haberse muertofinalmente a causa de las borracheras máslamentables. Todo esto ocurrió en Peski,cuando Ustinia Fiódorovna tenía sólo tresinquilinos, de los cuales, al trasladarse alnuevo piso de establecimiento más ampliopara alojar a una decena de inquilinos, sólo lequedó el señor Projarchin.

¿Tendrían la culpa de ello los inalienablesdefectos del propio señor Projarchin o suscompañeros de piso? El caso es que porambas partes las cosas parecieron empezar deforma poco halagüeña. Habría que señalarque los inquilinos de Ustinia Fiódorovna,desde el primero hasta el último, convivíancomo hermanos de sangre; incluso algunostrabajaban en el mismo lugar. En general,todos, uno tras otro, se gastaban entre ellossu paga en el juego el primer día del mes.

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Gustaban todos juntos de disfrutar y pasarbien, como decían ellos, los buenosmomentos de la vida. También les gustaba aveces hablar de temas existenciales y, aunqueen escasas ocasiones la cosa acababa sindiscusión y todos los prejuicios estabanexcluidos del grupo, la buena relación entreellos jamás se alteraba en tales casos. De losinquilinos más notables hay que señalar aMark Ivánovich, hombre inteligente quehabía leído mucho. También a Oplevániev1;otro que se llamaba Prepolovenko, tambiénhombre discreto y buena persona. Después,otro más, que se llamaba ZinoviProkófievich, que tenía como metaimprescindible ingresar en la alta sociedad.Finalmente el escribiente Okeánov, queestuvo en su momento a punto de llevarse elrango de favorito de Semión Ivánovich.Había otro escribiente más, Sudbín;Kantarióv, que pertenecía a losraznochinets2, y otros inquilinos más. Pero

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ninguno de ellos consideraba a SemiónIvánovich un compañero. Nadie, claro está,le deseaba nada malo, máxime cuando desdeel principio supieron tratarle con justicia ydecidieron, según palabras de MarkIvánovich, que él, el señor Projarchin, erauna persona buena y pacífica; y aunque pocosociable, en cambio era leal, y no mentía; quetenía sus defectos, y si en algún momentosufría por algo, ello no sería más que a causade su falta de imaginación. Por si fuera poco,el señor Projarchin jamás pudo impresionar anadie positivamente (cosa de la que a losdemás les gustaba burlarse). Sin embargo,tampoco le perjudicaba su mal aspecto físico.En efecto, Mark Ivánovich, siendo personainteligente, se declaró formalmente defensorde Semión Ivánovich, alegando con soltura ycon estilo maravillosamente florido queProjarchin era un hombre maduro y serio,que hacía tiempo había dejado atrás su épocade elegías. Y, de ese modo, si Semión

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Ivánovich era incapaz de convivir con lagente, de ello sólo él tenía la culpa.

Lo primero que saltaba a la vista eraindudablemente la avaricia y la cicatería deSemión Ivánovich. De ello se percatarontodos al instante, tomándolo en cuenta, yaque Semión Ivánovich por nada del mundoprestaba jamás su tetera a nadie ni por unmomento, cosa muy excusable, puesto queapenas tomaba té, y si lo hacía era en escasasocasiones, tomándose alguna agradableinfusión de plantas y hierbas medicinales, delas que siempre guardaba un buen acopio.Además, sus hábitos alimenticios tampoco separecían en nada a los de los demásinquilinos. Jamás se permitía tomarse unaración entera de la comida que UstiniaFiódorovna ofrecía diariamente a suscompañeros. Su precio era cincuenta cópecs.Semión Ivánovich se gastaba únicamenteveinticinco cópecs sin excederse jamás enello, y, por eso, bien cogía porciones sueltas

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o sólo un plato de shi3 con empanada oternera asada. Pero lo más habitual en él erano comer shi ni ternera, sino llenarse de pancon cebolla, requesón, pepinillos y otrasguarniciones que le salían más económicas.Cuando ya veía que no podía más, recurríanuevamente a su media porción...

En este punto, el biógrafo reconoce que nose habría atrevido a hablar de estos detallesreales, ruines, delicados, y diríase que hastaofensivos para los lectores, amantes del estilonoble, de no ser porque en todas estasparticularidades se ocultara una singularidad,un rasgo dominante en el carácter del héroede esta historia. Projarchin estaba lejos detener tan pocos recursos (como afirmaba él aveces) como para no tener siquiera unbocado con que llenarse el estómago, y por elcontrario hacía cosas incomprensibles sinmiramiento alguno a los prejuiciosmundanos, únicamente para satisfacer susextraños caprichos, a causa de su avaricia y

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exceso de celo, que más adelante se verán conclaridad. Pero tendremos cuidado para noaburrir al lector con la descripción de todoslos detalles de Semión Ivánovich, y no sólopasaremos por alto la curiosa descripción desu vestimenta, sino que, de no haber sido porindicación de la misma Ustinia Fiódorovna,probablemente no habríamos mencionadoque Semión Ivánovich jamás entregó su ropaa la lavandería, y que, de haberlo hecho enalguna escasa ocasión, uno no se percataría deese detalle. En la declaración de la patronafiguraba que «el pobre Semión Ivánovich,que Dios lo tenga en su gloria, estuvodurante veinte años guardando sin el menorrecato todo tipo de basuras en su rincón, yque, durante su vida terrenal, evitó continuay empecinadamente el uso de los calcetines,pañuelos y otros objetos similares; y quehasta la propia Ustinia Fiódorovna habíavisto, por la rendija del viejo biombo, que elpobre no tenía a veces con qué taparse su

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cuerpo blanquecino». Esos rumorescorrieron tras el fallecimiento de SemiónIvánovich. Pero mientras vivió (y en elloreside uno de los puntos más importantes dela discordia) no soportaba de ninguna de lasmaneras, y sin reparar en las relaciones másllevaderas de la camaradería, que alguien, sinsu permiso, metiera sin querer, y gracias aldesvencijado biombo, las narices en surincón. Era un hombre poco comunicativo,callado, y nada dado a conversaciones vanas.No gustaba de los que venían a darleconsejos, ni tampoco de los que se hacíannotar, y siempre (a veces en el mismoinstante) reprendía al que se burlaba de él ovenía a darle algún consejo. Lo ridiculizaba ysanseacabó. «¡Eres un mocoso que sólo sabesilbar, y no tienes nada de consejero; eso es!¡Más te vale mirar lo que hay en tu propiobolsillo y contarlo mejor! ¡Eres un crío!¡Sabrás tú darme lecciones! ¡Más vale que terepases a ti mismo!» Semión Ivánovich era

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un hombre sencillo y tuteaba a todo elmundo. Tampoco soportó jamás que alguien,sabiendo de su petate, empezase a veces, porla sencilla razón de meterse con él, a burlarsey a preguntarle qué era lo que guardaba él ensu baulillo... Semión Ivánovich tenía unbaulillo. Ese baúl lo tenía él debajo de sucama guardándolo como oro en paño; ytodos sabían que en su interior no había nadaaparte de trapos viejos, dos o tres pares debotas en mal estado y, en general, todo tipode trastos antiguos e inservibles; pero elseñor Projarchin apreciaba mucho esepatrimonio suyo, e incluso en una ocasión,disgustado por su vieja pero fuerte cerradura,expresó su intención de hacerse con otra:especial, de modelo alemán, con todo tipo defantasías y un muelle secreto. Pero cuando undía Zinovi Prokófievich, a causa de sunecedad, expresó la idea, indecorosa y tosca,de que probablemente Semión Ivánovichescondiera y acumulara en su baúl, para sus

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herederos, todo cuanto encontraba a sualrededor, los que estaban presentes sequedaron de una pieza por lasextraordinarias consecuencias que tuvieronlas palabras de Zinovi Prokófievich. Enprimer lugar, el señor Projarchin noencontró al momento una respuesta adecuadaque dar a una idea tan tosca y absurda.Durante un buen rato estuvieron saliendo desu boca palabras sin sentido, y sólofinalmente se pudo entender que SemiónIvánovich en primer lugar le reprochaba aZinovi Prokófievich un asunto sórdido dehacía tiempo. Después descifraron que, alparecer, Semión Ivánovich predecía queZinovi Prokófievich por nada del mundoentraría en la alta sociedad, y que el sastre, alque le debía dinero, le correríairremediablemente a palos, porque ese «crío»llevaba mucho tiempo sin pagarle. «Eres unmocoso», añadió Semión Ivánovich.«Quieres pertenecer a los abanderados de los

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húsares, pero no vas a entrar, ya lo verás, y encuanto los jefes se enteren de todo, mocoso,te cogerán y te meterán a escribiente. ¡Comolo oyes, mequetrefe!» A continuaciónSemión Ivánovich se tranquilizó, pero, traspermanecer cinco horas echado, primeroempezó a hablar solo, y después,dirigiéndose ya a Zinovi Prokófich, denuevo le reprendió y avergonzó. Pero la cosano quedó ahí, y al atardecer, cuando MarkIvánovich y el inquilino Prepolovenkodecidieron tomar el té, invitando con ellos asu compañero, el escribiente Okeánov,entonces Semión Ivánovich se levantó de lacama, se sentó junto a ellos, dándoles susquince o veinte cópecs, y, haciendo ver quetambién quería tomar té, se puso con bastantenaturalidad a entrar en materia para expresarque un hombre pobre, no siendo más que unpobre, no tenía posibilidades de ahorrardinero. Llegado a este punto, el señorProjarchin incluso confesó, porque venía al

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caso, que él era pobre, y que llevaba ya tresdías pensando en pedirle un rublo a unimpresentable, y que ahora ya no se lopediría para que no fuera por ahí diciendoque tenía un sueldo que no le llegaba ni paracomer; y finalmente que, el pobre de él, tal ycomo lo veían, enviaba cinco rublos cada mesa su cuñada de Tver, y que de no enviárselosésta se moriría de hambre, y, si esto sucediera,él podría ya comprarse ropa nueva... Y asíestuvo hablando largo y tendido SemiónIvánovich sobre el hombre pobre, sobre losrublos, sobre la cuñada, repitiendo lo mismopara impresionar a los que le escuchaban,pero finalmente se trastabilló del todo, sequedó callado, y, pasados tres días, cuandoya nadie pensaba meterse con él y se habíanolvidado de todo, el señor Projarchin soltócomo coletilla algo parecido a que, cuandoZinovi Prokófich entrara en los húsares, algrosero de él le cortarían una pierna en laguerra, y se la sustituirían por una de madera,

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y vendría entonces Zinovi Prokófich y lepediría un pedazo de pan, y que él no se lodaría y ni siquiera lo miraría al muypresuntuoso, y que allá él con su suerte.

Todo esto, como era de esperar, resultóextraordinariamente gracioso a la vez quedivertido. Sin pensarlo mucho, todos losinquilinos de la patrona se unieron paraposteriores pesquisas y, simplemente porcuriosidad, decidieron acorralardefinitivamente a Semión Ivánovich. Ypuesto que al señor Projarchin últimamente,o, mejor dicho, desde el momento en queempezó a vivir en compañía, le dio porsacarle gusto a enterarse de todo y curiosear,lo que hacía por alguna causa desconocida,las hostilidades empezaron a aumentar porambas partes sin dificultades ni preámbulos,como si surgieran espontáneamente y por sísolas. Para sobrellevar aquella situacióndiplomáticamente, Semión Ivánovich sereservaba una forma suya de proceder

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especial, bastante pícara, y, además,demasiado alambicada, que en parte yaconoce el lector. A la hora de tomar el té, selevantaba de la cama y, si veía que algunos sedisponían a tomarlo en grupo, se les acercabacomo una persona discreta, inteligente ycariñosa, y les daba sus veinte cópecs,haciéndoles saber que quería participar ytomar té. Llegados a este punto, los jóvenesempezaban a hacerse señas entre sí conguiños y, tras dar su conformidad a laparticipación de Semión Ivánovich, sacabanalguna conversación seria y formal. Acontinuación, alguno de ellos se ponía acontar, como si tal cosa, diferentes tipos denovedades, la mayoría de las veces inciertas yabsolutamente falsas. Como, por ejemplo,que uno de ellos había oído hoy cómo SuExcelencia le había dicho al mismísimoDemid Vasílievich que opinaba que losfuncionarios casados «valían» más que lossolteros y que ascendían antes de rango, ya

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que hasta los más pacíficos adquirían con lavida conyugal bastantes cualidades; y quepor ello el narrador, para destacar y alcanzarel rango, tenía prisa por contraer matrimoniolo antes posible con una tal FevroniaProkófievna. Otras veces, uno, por ejemplo,decía haber observado en alguno de suscompañeros la ausencia de todo tipo dedecoro y buenas maneras, razón por la queno podía gustar a las damas de la sociedad, yque, para subsanar tal estado de cosas, se iba aproceder inmediatamente a descontarlesdinero de su sueldo, y con la suma recaudadase montaría un salón donde se aprendiera abailar, adquirir buenas maneras y saber estar,amabilidad, respeto a los mayores, fortalezade carácter, bondad de corazón y otrascualidades positivas. De pronto se ponían adecir que algunos funcionarios, comenzandopor los más antiguos, para hacerseinmediatamente más cultos debíanexaminarse de todas las asignaturas, y que de

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este modo (añadía el narrador) saldrían arelucir bastantes cosas y que a muchos de loscaballeros no les quedaría más remedio queponer sus cartas boca arriba; en resumidascuentas, se contaban allí miles de disparatesde ese tipo. Todos aparentaban creérselos y,tomando parte activa, se preguntaban losunos a los otros, fingían ser ellos y, poniendocaras de apesadumbrados, movían suscabezas como si buscaran una solución en elcaso de que les tocara a ellos semejante trance.Claro que incluso alguien que fuera menossimple y pacífico que el señor Projarchinpodía perder la cabeza confundiéndose contanto disparate seguido. Al margen de ello, sepodría concluir irrefutablemente por todoslos detalles que Semión Ivánovich eraextraordinariamente torpe y corto de miraspara captar alguna idea nueva, y que, despuésde oír alguna novedad, al principio siemprese veía obligado a digerirla y rumiarla,buscándole sentido, confundiéndose y

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perdiéndose para, finalmente, aceptarla; perotambién esto lo hacía de un modo especial,que sólo él conocía... Así salieron de pronto arelucir en Semión Ivánovich unas facultadesdiferentes, curiosas y desconocidas hastaentonces... Empezaron a correr rumores ycomentarios, y todo ello, aumentado, llegófinalmente por su propio camino hasta suoficina. Especialmente notable fue que sinton ni son el señor Projarchin, teniendodesde tiempos inmemoriales la mismaexpresión, cambió de pronto de fisionomía.Empezó a tener un rostro intranquilo, lamirada asustadiza y recelosa. Andaba deprisa,se estremecía y prestaba oído a cuanto sehablaba; y como colofón de todas sus nuevascualidades empezó a amar apasionadamentela búsqueda de la verdad. Su amor a la verdadlo condujo finalmente a que en un par deocasiones se arriesgara, de entre una decenade noticias recibidas durante el día, a buscarla verdadera, dirigiéndose a Demid

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Vasílievich; y, si aquí no mencionamos lasconsecuencias de la reacción de SemiónIvánovich, no es más que por la sinceracompasión hacia su reputación. De estemodo, llegaron a la conclusión de que era unmisántropo que desdeñaba los miramientosmundanos. Después se dijo de él que teníamuchas cualidades fantásticas, y no seequivocaron en absoluto, ya que en más deuna ocasión quedó patente que SemiónIvánovich se quedaba a veces totalmenteensimismado, sentando boquiabierto ante elescritorio con la pluma en el aire, comoalelado, pareciéndose más a una sombra delser racional que al ser racional mismo. Enocasiones, algún compañero despistado secruzaba de pronto con su mirada escurridiza,opaca, como si buscara algo; entonces seestremecía, se avergonzaba y a renglónseguido ponía sobre su papel de trabajo lapalabra «judío», o alguna otracompletamente inadecuada. La indecorosa

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conducta de Semión Ivánovich intimidaba yofendía a personas verdaderamente nobles...Finalmente, ya nadie puso en duda lainclinación fantástica de la cabeza de SemiónIvánovich cuando, un buen día, corrió por laoficina el rumor de que éste había asustadoincluso al propio Demid Vasílievich, quien,al encontrárselo en el pasillo, lo vio tan raroy extraño que tuvo que retroceder ante él...Esta metedura de pata llegó a oídos delmismo Semión Ivánovich. Tras enterarse, selevantó inmediatamente, pasó con cuidadopor entre las mesas y sillas, y llegó hasta elvestíbulo. Él mismo descolgó su capote, se lopuso, salió y desapareció por un periodo detiempo indefinido. No sabemos si suproceder había sido a causa del susto o poralguna otra razón, pero no se le pudolocalizar durante un tiempo ni en casa ni enla oficina.

Pero no vamos a explayarnos sobre eldestino de Semión Ivánovich por su

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orientación fantástica; sin embargo, nopodemos dejar de señalar al lector quenuestro héroe era un hombre insociable,completamente pacífico, que vivía, antes detener compañía, en una completa eimpenetrable soledad, distinguiéndoseúnicamente por su silencio y hasta podríadecirse que por algo de misterio, ya que,durante todo el tiempo que vivió en Peski,permaneció tumbado detrás del biombo,callado y sin tratar con nadie. Sus dos viejoscompañeros de habitáculo habían vividoexactamente igual que él. También fueron losdos misteriosos y también permanecieronquince años tumbados detrás del biombo. Enun silencio patriarcal pasaron, uno tras otro,los felices y adormecidos días y horas, y,puesto que todo alrededor también seguía suorden, ni Semión Ivánovich ni UstiniaFiódorovna se acordaban ya de cuándo leshabía unido el destino. «Hará diez, quince o,tal vez, veinticinco años que el pobre se

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instaló en mi casa. ¡Que Dios le ampare!»,dijo en una ocasión la patrona a sus nuevosinquilinos. Por eso resulta tan comprensibleque nuestro héroe, tan formal y discreto, sesintiera a disgusto aquel último año, encompañía de aquel ruidoso grupo de unadecena de jóvenes y nuevos compañerossuyos de pensión.

La desaparición de Semión Ivánovichprodujo bastante alboroto en la pensión. Enprimer lugar, se trataba del favorito de lapatrona. En segundo, el pasaporte, que lotenía ella bajo su custodia, no se encontróaquellos días por ninguna parte. UstiniaFiódorovna empezó a sollozar, cosa que lesucedía en momentos críticos. Llevaba justodos días sin dejar en paz a los demásinquilinos diciéndoles que lo habíanacorralado como a un polluelo, y que«aquellos malvados que le gastaban bromas yse burlaban de él» le habían arruinado lavida. Al tercer día, los echó a todos a buscar

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al fugitivo hasta encontrarlo, vivo o muerto.Por la tarde vino el primer escribienteSudbín, diciendo que había seguido suspasos, y que vio al fugitivo en el mercado deTolkuchi y en otros lugares, por los quetambién le siguió; que estuvo cerca de él,pero que no se atrevió a hablarle; que habíaestado junto a él durante un incendio cuandoardía una casa en la callejuela de Krivói. Alcabo de media hora llegaron Okeánov yKantarióv (el raznochinets) confirmando,palabra por palabra, lo dicho por Sudbín.Que también habían estado muy cerca de él, asólo diez pasos, y que tampoco se atrevierona hablarle, pero se percataron de que SemiónIvánovich iba acompañado de un mendigoborrachuzo. Finalmente llegaron los demásinquilinos, y, tras escuchar atentamente todo,decidieron que el señor Projarchin debíaahora rondar por allí, y que no tardaría enregresar. Pero lo que ya no era novedad eraque el señor Projarchin frecuentaba la

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compañía de un mendigo borrachín. Era ésteun hombre poco recomendable, bullicioso yadulador, y era evidente que había seducido aSemión Ivánovich con alguna trampa. Aquelhombre había hecho su primera apariciónjusto una semana antes de desaparecerSemión Ivánovich. Vino junto al compañeroRemnióv, y pasó algunos días en la casa dehuéspedes. Afirmaba sufrir por la verdad.Dijo que había prestado servicios enprovincias, y que, cuando se presentó elRevisor, éste les destituyó a él y a suscompañeros por amor a la verdad; que vino aSan Petersburgo y cayó a los pies de PorfiriGrigórievich, a quien pidió que le colocaraen una oficina, pero que, por la cruelpersecución del destino, le despidieron de eselugar tras desaparecer la propia oficina, quese transformó en otra, sin admitirle en elnuevo rango de funcionarios por sus clarasineptitudes en cuestiones administrativas y lainadaptación a otras labores completamente

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diferentes... Todo ello también por amor a laverdad y, finalmente, por los enredos de losenemigos. Al terminar de contar la historia, elseñor Zimovéikin abrazó varias veces a susevero, y sin afeitar, amigo Remnióv, seinclinó para saludar a todos cuantos estabanpresentes, sin olvidar a Avdotia, la sirvienta,los llamó a todos bienhechores y explicó queél era un hombre indigno, latoso, ruin,bullicioso y estúpido, rogando a aquellabuena gente que no le juzgara por su infelizy mísero estado. Después de granjearse laprotección de aquellas personas, el señorZimovéikin resultó ser un juerguista, diomuestras de alegría y besó las manos aUstinia Fiódorovna, sin reparar en susdiscretas alegaciones de que su mano no eradigna. Por la tarde ofreció mostrar a todoslos presentes su talento en un maravilloso ycaracterístico baile. Pero, al día siguiente, elasunto se resolvió de un modo lamentable.Bien porque su baile resultara demasiado

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característico, bien porque afrentara a UstiniaFiódorovna, pues, según sus palabras, lahabía ofendido y humillado, que ella«conocía a Iaroslav Ilich, y que, de haberquerido, podía desde hacía tiempo haber sidola mujer de un oficial», el caso es queZimovéikin tuvo que largarse de allí. Se fue,regresó, de nuevo fue expulsadoignominiosamente, se granjeó la amistad ysimpatía de Semión Ivánovich, al que en unsantiamén le robó sus pantalones nuevos, yjusto después reapareció de nuevo en calidadde seductor del señor Projarchin.

En cuanto la patrona se enteró de queSemión Ivánovich estaba sano y salvo, y deque ya no tenía que seguir buscando elpasaporte, al momento dejó de estar triste yse tranquilizó. En aquel momento, a uno delos inquilinos se le ocurrió hacerle unrecibimiento triunfal al fugitivo. Estropearonla falleba del biombo, lo apartaron de la camadel desaparecido, la aplastaron ligeramente,

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cogieron el célebre baúl, lo colocaron a lospies de la cama y pusieron encima a lacuñada, es decir, una muñeca, hecha con unviejo pañuelo de la patrona, con su cofia, demodo que realmente parecía la cuñada. Alfinalizar su trabajo, se sentaron a esperar lallegada de Semión Ivánovich para decirle quesu cuñada había venido de provincias y quela pobre se había hospedado en su sitio,detrás del biombo. Pero estuvieronesperando un buen rato... Mientras tanto, aMark Ivánovich le dio tiempo a apostar yganarles la mitad del sueldo a los inquilinosPrepolovenko y Kantarióv. A Okeánov se leenrojeció y se le abultó la nariz jugando a lascartas. A Avdotia, la criada, le dio tiempo adormir lo suyo, y levantarse dos veces a porleña para la estufa, y Zinovi Prokófievich secaló hasta los huesos saliendo a cada minutoal patio a esperar la llegada de SemiónIvánovich. Pero no llegaba nadie, ni el señorProjarchin ni el mendigo borrachín.

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Finalmente, todos se fueron a la cama,dejando detrás del biombo la muñeca enforma de cuñada. Serían las cuatro de lamadrugada cuando oyeron el ruido de losportones. Era tan fuerte que podría decirseque los recompensaba a todos por el trabajorealizado. Era el mismo Semión Ivánovich, elseñor Projarchin, sólo que venía en tal estadoque todos se quedaron estupefactos, y anadie se le ocurrió pensar en el simulacro decuñada. El desaparecido regresó sinconocimiento. Lo llevaron a la habitación, o,mejor dicho, lo llevó a hombros el cocheronocturno. Estaba calado hasta los huesos,tiritando y harapiento. Al preguntarle lapatrona al cochero dónde se habíaemborrachado, éste le respondió «que noestaba borracho y que no había tomado nigota, sino que verdaderamente le debió dedar un síncope o un pasmo». Se pusieron aobservarlo y, para que entrara en calor,sentaron al sospechoso junto a la chimenea

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comprobando que realmente no estababebido, y que tampoco se trataba de unataque de apoplejía, sino de algún otro tipode desgracia por la que Semión Ivánovich noera capaz ni de mover la lengua, pareciendoque le había entrado una especie de temblor,y no hacía más que pestañear mirandoestupefacto tan pronto a unos como a otroscomo un búho en un baile de máscaras.Después se pusieron a preguntarle al cocherodónde se lo había encontrado en aquelestado. «Pues me lo entregaron unos señoresde Kolomna», respondió éste. «¡Quién sabe!¡Parecían estar de juerga y alegres! Así queme lo entregaron en ese estado. No sé sihubo pelea o qué es lo que sucedió, si le dioun pasmo o ¡Dios sabe qué!, pero los señoresparecían buena gente y estaban alegres.»Cogieron a hombros a Semión Ivánovich ylo llevaron a la cama. Pero cuando éste,acomodándose en su cama, palpó elsimulacro de su cuñada y rozó con los pies

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su baúl secreto, lanzó un terrible grito, sepuso a gatas y temblando empezó a hacergestos a lo largo y ancho de su cama como siescarbara para enterrar el baúl. Con ojosenfurecidos y fieros miraba a todos, cual siquisiera decirles que antes prefería morir queceder una centésima parte de su pobretesoro...

Semión Ivánovich se pasó dos o tres díasechado en la cama, rodeado de su biombo yalejado de la vida diaria y el mundanal ruido.Como era de esperar, al día siguiente todos seolvidaron de él, y mientras tanto el tiempollevaba su curso y las horas y los días pasabanvolando. Una especie de duermevela o deliriose asentó en la embotada y febril cabeza delenfermo, que estaba tumbado pacíficamente,sin gemir ni quejarse; antes al contrario,permanecía silencioso y callado, con elcuerpo aplastado contra la cama cual conejoasustado que se pega a la tierra al oír a loscazadores. A veces, un largo y melancólico

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silencio se adueñaba del piso, señal de que loshuéspedes se habían ido a trabajar, y el reciéndespierto Semión Ivánovich podía estardistrayendo su abatimiento a gusto,escuchando el cercano ruido de la cocina,donde trasteaba la patrona, así como elrítmico golpeteo de las desgastadas zapatillasde Avdotia, la criada, que andaba gimiendo yquejándose mientras recogía, poniendoorden en los rincones de la casa. Asítranscurrían horas enteras: pesadas,soporíferas, perezosas, adormecidas yaburridas, como el agua de la cocina quegotea sonora y regularmente desde el grifo ala tina. Finalmente venían los inquilinos, unotras otro o en grupo, y Semión Ivánovich oíaperfectamente cómo se quejaban del tiempo,las ganas que tenían de comer, cómo hacíanruido, fumaban, regañaban entre ellos, seamigaban, jugaban a las cartas y trasteabancon las tazas al disponerse a tomar el té.Maquinalmente, Semión Ivánovich hacía el

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esfuerzo para levantarse, unirse a ellos ypagar legalmente su parte para tomar el té,pero al instante caía presa del letargo,soñando que ya llevaba un rato sentado a lamesa del té participando y conversando, yque a Zinovi Prokófievich ya le había dadotiempo, aprovechando la ocasión, de meter eltema de no se sabía qué proyecto sobre lascuñadas y las relaciones morales que tienediversa gente de bien respecto a ellas.Llegado a este punto, Semión Ivánovich seapresuraba a presentar disculpas y responder,pero la poderosa frase que reinaba en boca detodos de «se ha observado reiteradamente» ledejaba finalmente sin posible réplica, y aSemión Ivánovich no le quedaba másremedio que ponerse nuevamente a soñar conque era el primero de mes y le tocaba cobraren la oficina. Desenvolviendo el sobrecillo enla escalera, echaba una rápida miradaalrededor, se apresuraba a apartar la mitad delbien merecido sueldo en la bota, y después,

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en la misma escalera, y sin reparar lo másmínimo en lo que sucedía en su cama, decidíaentre sueños que al llegar a casa le entregaríainmediatamente a la patrona lo quecorrespondiera por la comida y elalojamiento. Después se apartaba algo dedinero para comprar lo imprescindible y acontinuación dejaba constancia,disimuladamente y sin intención alguna, antequien debía, de lo que se le descontaba y deque ya no disponía de dinero, ni para él nipara enviárselo a su cuñada. Más tarde seafligía por ella, hablando dos o tres díasseguidos de ella, y, transcurridos diez, volvíauna vez más a mencionar de pasada su estadode indigencia, para que los compañeros no loolvidaran. Una vez tomadas esas decisiones,se percataba de que también AndréiEfímovich (hombre diminuto y calvo,siempre callado, que trabajaba en su oficinaseparado de él por tres despachos, y al que nohabía dirigido la palabra en veinte años)

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también estaba en la escalera contando susrublos, y moviendo la cabeza le decía: «¡Estoes el dinerito! Si no lo tienes, no comerás»,esgrimía en tono severo bajando la escalera, yya en el soportal concluía: «y yo, señor mío,tengo siete bocas que alimentar». Aquí, elhombrecito calvo, probablemente sinsospechar lo más mínimo que actuaba comoun fantasma, y que en absoluto era real, sealzaba exactamente una arshina y unvershok4, indicando con la mano hacia elsuelo en línea descendente, y sacudiendo losdedos murmuraba que el mayor iba al liceo; acontinuación miraba indignado a SemiónIvánovich, como si el señor Projarchin fueraculpable de que él tuviera siete hijos. Despuésse encasquetaba el gorro, sacudía el capote,giraba a la izquierda y desaparecía. SemiónIvánovich se asustó sobremanera y, aunqueestuviera completamente convencido de suinocencia en cuanto a los siete hijos de aquelhogar, a la hora de la verdad parecía que en

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realidad el culpable no era nadie más que él.Amedrentado, quería salir corriendo, pues seimaginaba que el señor calvo se daba lavuelta, le alcanzaba, forcejeaba con élqueriendo quitarle todo el sueldo, basándoseen los siete hijos que tenía y negandodecididamente toda posible relación deSemión Ivánovich con cualquier cuñadasuya. El señor Projarchin corría y corríahasta perder el aliento... Junto a él tambiéncorría un incontable número de personas,haciendo sonar todos su sueldo en losbolsillos traseros de sus raquíticoschalequitos. Finalmente, todo el mundo seechaba a correr y, al sonar las sirenas de losbomberos, oleadas enteras de gente losacaban prácticamente a hombros al mismolugar del incendio donde estuvo la últimavez junto al mendigo borrachín. Éste, esdecir, el señor Zimovéikin, que ya estaba allí,encontraba a Semión Ivánovich, se agitabaextremadamente, lo cogía de la mano y lo

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introducía en la más espesa muchedumbre. Aligual que ocurriera la otra vez, alrededor deellos bramaba y sonaba la enorme masa degente, inundando el malecón de la calleFontanka entre ambos puentes, las callesadyacentes y sus callejuelas. Igual quesucediera en otra ocasión, el gentío arrastrabaa Semión Ivánovich junto con el borrachínhasta llevarlos detrás de una valla, donde losapretujaban, cual garrapatas en el enormepatio lleno de leña, curiosos venidos detodos los lados, del mercado de Tolkuchi, delas casas de los alrededores, de los bares y delas tabernas. Semión Ivánovich lo veía todoigual que cuando sucedió, sintiéndolotambién del mismo modo; en aqueltorbellino de delirio y fiebre empezaron arefulgir diferentes rostros extraños.Recordaba alguno de ellos. Uno era aquelmismo caballero extraordinariamente grande,que medía una sázhena5 de estatura y unosbigotes inmensos, que durante el fuego se

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encontraba detrás de Semión Ivánovich, yque le animaba desde atrás cuando nuestrohéroe entusiasmado daba patadas al sueloqueriendo aplaudir el trabajo de losbomberos, pues lo veía perfectamente desdeel lugar en que se situaba. Otro era aquelmismo joven vigoroso del que nuestro héroerecibió un puñetazo que le lanzó a la otravalla, cuando ya se disponía a pasar porencima de él, probablemente para salvar aalguien. También refulgió ante sus ojos lafigura del anciano con cara de padecerhemorroides y que llevaba una vieja bata, conalgún cordón que hacía de cinturón, que sehabía ausentado antes de estallar el fuegopara ir a la tienda a comprar pan tostado ytabaco para su inquilino, y que ahora, conuna frasca de leche y una botella de trescuartos de vodka en la mano, se abría pasopara llegar a su casa, donde ardían su mujer,su hija y treinta rublos escondidos en unrincón debajo de un colchón de plumas. Pero

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la que se le presentaba con más claridad alseñor Projarchin era aquella pobre e infelizmujer con la que ya había soñado en más deuna ocasión durante su enfermedad. Se lepresentaba tal y como la había visto entonces,con unas viejas alpargatas, una muleta, unhatillo a la espalda y vestida de harapos.Gritaba más alto que los bomberos y lagente, agitaba la muleta y las manos diciendoque sus propios hijos la habían echado dealgún sitio y que además había perdidotambién dos monedas de cinco cópecs. Loshijos y las monedas, las monedas y los hijos,estaban presentes en su discurso en unprofundo sinsentido que todos dejaron porimposible de descifrar después de muchosesfuerzos por entenderla. Pero la mujer no seaplacaba y continuaba gritando, gimiendo,moviendo las manos, haciendo caso omisodel fuego, hacia el que la condujo el gentío,así como a la muchedumbre humana que seencontraba alrededor. Tampoco prestaba

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atención a las desgracias ajenas ni a lostizones y las chispas que pululaban en tornoa la gente que permanecía allí de pie.Finalmente, el señor Projarchin sintió que elpánico se apoderaba de él. Veía con claridadque todo aquello no surgía del azar, y que nopasaría sin dejar rastro. Y realmente, en aquelmismo lugar, cerca de él, se encontraba uncampesino de cabello y barba rubios con unapelliza harapienta y sin abrochar que seencaramaba sobre la leña, y empezaba aazuzar a la gente contra Semión Ivánovich.La muchedumbre se hacía cada vez másnumerosa, y el muzhik6 era un cochero alque hacía cinco años lo había engañado élbochornosamente para no pagarle,escabulléndose por entre los portones de unpasaje y corriendo a todo correr levantandotanto los talones como si pisara descalzo unaplancha incandescente. El desesperado señorProjarchin quería hablar y gritar pero no lesalía la voz. Sentía que la enfurecida multitud

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lo rodeaba como una serpiente, apretándole yasfixiándole. Hizo un esfuerzo sobrehumanoy se despertó. Pero al abrir los ojos vio quetodo estaba en llamas, que su rincón y subiombo ardían, así como todo el piso,incluida Ustinia Fiódorovna y todos susinquilinos. Veía arder su cama, su almohada,su manta, su baúl y finalmente su valiosísimocolchón. Semión Ivánovich se levantó, seagarró al colchón y salió corriendollevándoselo consigo. Pero, al entrar nuestrohéroe en la habitación de la patrona sin pedirpermiso y descalzo y en paños menores, tal ycomo estaba, lo agarraron, lo redujeron y selo llevaron nuevamente detrás del biombo(que en absoluto estaba en llamas, más bienlo estaba la propia cabeza de SemiónIvánovich) para meterlo en la cama, dondedepositaron al señor Projarchin del mismomodo que un organillero harapiento, severoy sin afeitar, coloca en el fondo de la caja a supolichinela, después de armar bastante

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alboroto repartiendo golpes a diestro ysiniestro y de haber vendido su alma aldiablo y que termina por fin su existenciahasta una nueva actuación, metido en el baúljunto al diablo, los moros, el payaso,Katalina y su feliz amante, el ispravnik 7.

Inmediatamente, todos los inquilinos, delmás joven al mayor, rodearon en un corrillola cama de Semión Ivánovich, observando alenfermo con rostros expectantes. Enseguidavolvió en sí, pero, por pudor o algún otromotivo, empezó de pronto a tirar con todassus fuerzas de la manta para cubrirse con ella,o probablemente para esconderse de todas lasmiradas que lo contemplaban. Finalmente,Mark Ivánovich fue el primero en romper elsilencio, y, como hombre inteligente que era,en tono sosegado y cariñoso empezó a decirque a Semión Ivánovich le vendría bientranquilizarse del todo, que resultabadesagradable y vergonzoso ponerse enfermo,que eso sólo lo hacían los niños pequeños, y

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que era menester restablecerse para despuésincorporarse al servicio. Mark Ivánovichterminó su discurso gastando una broma,diciendo que a los enfermos no lescorrespondía cobrar el sueldo íntegro, y que,según estaba informado, tratándose de unnivel o grado modesto, una situación similara la suya no podía realmente resultarlebeneficiosa. En una palabra, todos seinteresaban por el destino de SemiónIvánovich sintiéndolo verdaderamente. Peroél, con incomprensible grosería, seguía encama, callado, tirando cada vez másobstinadamente de la manta para taparse. Sinembargo, Mark Ivánovich no se dio porvencido y se dirigió a Semión Ivánovichhaciéndose nuevamente el duro, en tonocariñoso, a sabiendas de que así es comohabía de comportarse uno con un enfermo.Pero Semión Ivánovich se hizo eldesentendido, bien al contrario, rugió muydesconfiado algo entre dientes, lanzando

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miradas hostiles y moviendo los ojos dederecha a izquierda, como si desearapulverizarlos a todos hasta convertirlos enceniza. Llegados a este punto, MarkIvánovich ya no pudo más y, viendo queSemión Ivánovich sencillamente se habíaempecinado en ponerse terco, ofendido ycompletamente enfadado, le dijo claramente,y ya sin dulzuras ni circunloquios, que ya erahora de levantarse, que ya estaba bien de estartumbado dando vueltas de un lado a otro;que era absurdo, indecoroso y ofensivo queun hombre se pasara día y noche gritandosobre fuegos, cuñadas, borrachillos,candados, baúles y no se sabe qué más cosas,y que si Semión Ivánovich no quería dormir,al menos no molestara a los demás, y que,finalmente, hiciera el favor de tener todoaquello en cuenta. El discurso tuvo su efecto,ya que Semión Ivánovich se dioinmediatamente la vuelta hacia el orador, y leespetó con firmeza, aunque todavía con voz

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débil y ronca: «¡Tú, mocoso, cállate! ¡Eres uncharlatán, un blasfemo! ¿Lo oyes? ¡Retaco!¿Acaso te crees un príncipe? ¿Entiendes?». Aloír aquellas palabras, Mark Ivánovich seencendió, pero, al reparar en que trataba conun enfermo, generosamente dejó deofenderse, procurando en cambioreprenderlo por su conducta; pero falló en suintención, ya que Semión Ivánovichenseguida manifestó que no consentíabromas y que Mark Ivánovich había gastadoel tiempo en vano componiendo estrofas. Sehizo un silencio que duró un par de minutos.Finalmente, repuesto de su asombro, MarkIvánovich señaló rotunda y claramente, enun bello pero firme discurso, que SemiónIvánovich debía ser consciente de que sehallaba entre personas nobles; y que él, queera «todo un caballero», tenía que sabercomportarse con personas magnánimas.Mark Ivánovich sabía, en debidascircunstancias, hablar con un tono

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grandilocuente, gustándole impresionar a losoyentes. Por su parte, Semión Ivánovich,probablemente a causa de su largo silencio,hablaba y se comportaba entrecortadamentey cuando tenía que decir una frase larga, amedida que se adentraba en ella, parecía quecada palabra daba lugar a otra nueva, estaúltima a otra, y así sucesivamente, de modoque la boca se le llenaba de palabras que novenían al caso, sucediéndose finalmente en elmás pintoresco desorden. He aquí por quéSemión Ivánovich, siendo inteligente, de vezen cuando decía cosas terriblementeabsurdas, como éstas: «¡Mientes! ¡Fortachón!¡Mocoso juerguista! ¡En cuanto te hagas conun poco de dinero, irás a pedir limosna! ¡Sieres un librepensador, un depravado! ¡Allí vaeso, bardo!».

–¿Todavía está usted delirando, SemiónIvánovich?

–¿Qué dices? –respondió SemiónIvánovich–. Delira un necio, un borrachín,

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un perro, mientras que un sabio se debe acausas nobles. ¿Lo oyes? ¡No tienes ni idea!¡Eres un depravado! ¡Sabihondo! ¡Pareces unlibro escrito! Y el día que menos te loesperes, empezarás a arder sin percatarte deque te arde la cabeza. Eso es; ¿has oído lo quequiero decirte?

–Sí... pero ¿cómo es que...? ¿Cómo diceSemión Ivánovich que empezará a arderme lacabeza...?

Sin que Mark Ivánovich terminara dehablar, todos se habían dado cuenta de queSemión Ivánovich aún no estaba cuerdo yseguía delirando. Pero la patrona no pudopor menos que señalar que la casa de lacallejuela de Krivói se prendió fuego porculpa de una chica calva. Que allí vivía unachica pelona que encendió una vela yprendió toda la despensa. Pero que esto no leocurriría a ella y que todos sus rinconesestarían a salvo.

–¡Pero Semión Ivánovich! –exclamó fuera

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de sí Zinovi Prokófievich, interrumpiendo ala patrona–. ¡Semión Ivánovich! ¡Hay quever cómo es usted! ¿Acaso se cree que le estángastando bromas? ¿Que le hablan de sucuñada o de los exámenes de baile? ¿Es eso loque usted cree?

–¡Pues ahora escúchame tú! –respondiónuestro héroe, incorporándose en la cama,sacando fuerzas de flaqueza y enojándosecon los que se compadecían de él–. ¿Quién esel payaso? ¡Tú eres un payaso, el perro lo es,hombre bufón! ¡Pero yo no haré payasadasporque tú me lo ordenes! ¿Lo oyes, mocoso?¡No soy tu criado!

Llegado a este punto, Semión Ivánovichquiso decir algo más, pero cayó desfallecidoen la cama. Todos cuantos lo rodeaban sequedaron perplejos y boquiabiertos como sise dieran cuenta de lo que le sucedía a SemiónIvánovich, sin saber qué hacer. De repente seoyó chirriar la puerta de la cocina y elcompañero del señor Projarchin, el borrachín

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señor Zimovéikin, introdujo tímidamente sucabeza dentro, olfateando cuidadosamente ellugar, tal y como acostumbraba. Parecíanestarle esperando. Todos a una le hicieronseñas para que entrara deprisa, y Zimovéikin,todo ufano y sin quitarse el capote, entrórápidamente, decidido a abrirse paso parallegar a la cama de Semión Ivánovich.

Era visible que Zimovéikin había pasado lanoche en vela y con grandes dificultades. Enla parte derecha de la cara llevaba unesparadrapo. Tenía los ojos hinchados yllorosos por una infección. La chaqueta y elabrigo estaban totalmente rotos, y ademástodo el lado izquierdo de su ropa parecíaabsurdamente salpicado del barro de algúncharco. Bajo el brazo llevaba el violín dealguien para venderlo en alguna parte. Alparecer no se equivocaron haciéndole entrarpara prestar ayuda, pues, en cuanto supo delo que se trataba, se dirigió al pícaro deSemión Ivánovich y, con el aire de

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superioridad de alguien que sabe de lo que seestá tratando, le dijo:

–¿Qué ocurre, Senka? ¡Vamos, levántate!¿Qué haces, Senka? ¡Vamos, Projarchin, conlo sabio que eres, entra en razón! ¡Si siguesfingiendo, te sacaré de la cama a rastras! ¡Nofinjas!

Aquel breve pero convincente discursoasombró a los presentes, máxime cuando sedieron cuenta de que Semión Ivánovich, aloír aquello y ver delante de él aquel rostro, seazoró hasta tal punto, quedándose tanturbado y avergonzado, que entre dientes y amedia voz apenas pudo susurrar unaexpresión precisa:

–¡Tú, desgraciado, lárgate de aquí! –dijo–.¡Eres un infeliz, un ladrón! ¿Lo oyes? ¿Loentiendes? ¡Eres un rufián, señorito, ungandul!

–¡No, hermano! –respondió extendiendolas sílabas Zimovéikin, conservando el ánimotemplado–. ¡No estás obrando bien,

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hermano! ¡Si eres un sabio, Projarchin, comote corresponde! –continuó Zimovéikin,parodiando ligeramente a Semión Ivánovichy mirando satisfecho alrededor–. ¡No tehagas el pícaro! ¡Resígnate, Senia! ¡Pues, delo contrario, lo desvelaré todo, queridohermano! ¡Lo contaré todo! ¿Comprendes?

Pareció que Semión Ivánovich lo habíacomprendido totalmente, pues se estremecióal concluir el discurso, y empezórápidamente y con aspecto completamenteperdido a mirar alrededor. Satisfecho por elefecto producido, el señor Zimovéikin quisocontinuar, pero Mark Ivánovich se adelantó aél y, tras esperar a que Semión Ivánovich seapaciguara y se quedara absolutamentetranquilo, estuvo un buen rato sugeriéndoleal inquieto señor Projarchin que alimentarideas semejantes, como las que tenía ahora enla cabeza, en primer lugar, no daba resultado,y, en segundo lugar, incluso podía serperjuidicial. Finalmente, concluyó que no

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sólo resultaba contraproducente, sinocompletamente inmoral; y la razón de elloresidía en que Semión Ivánovich loscautivaba a todos dando con ello un malejemplo. De semejante discurso todosesperaban unas consecuencias más juiciosas.Además, Semión Ivánovich estaba ahoraapaciguado del todo y respondía con mesura.Comenzó una discreta discusión. Todos sedirigían a él en tono fraternal, informándosede la razón que le había asustado tanto.Semión Ivánovich respondía, pero lo hacíaalegóricamente. Le replicaban, pero SemiónIvánovich contestaba. Unos y otrosvolvieron a tomar la palabra, y despuéstodos, desde el más joven al mayor, semetieron en la conversación, ya que ladiscusión comenzó a girar de pronto entorno a un asunto tan divertido y extrañoque decididamente no sabían cómoexpresarlo. Finalmente, la discusión llegóhasta lo insospechado, y ello los condujo a

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los gritos, los gritos a las lágrimas, y MarkIvánovich, con espumarajos en la boca, seapartó hacia un lado diciendo que hasta aquelmomento no había conocido semejantepersona. Oplevániev escupió, Okeánov seagitó, a Zinovi Prokófievich se lehumedecieron los ojos, mientras que UstiniaFiódorovna se puso a sollozardesesperadamente diciendo que se le iba uninquilino que había perdido el juicio; que semoría joven y sin pasaporte, y que a ella, queera huérfana, la marearían. Resumiendo,finalmente todos vieron que la siembra habíasido productiva, que cuanto se habíasembrado agarró con creces, que el terrenoabonado era bueno y que Semión Ivánovichhabía perdido el juicio en su compañía,gloriosa e irreversiblemente. Todos quedaronen silencio al ver a Semión Ivánovichcompletamente apocado, quedándosetambién en esta ocasión azorados los allípresentes...

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–¡Cómo! –exclamó Mark Ivánovich–. Pero¿de qué tiene miedo usted? ¿Por qué haperdido la cabeza? ¿Quién piensa en usted,señor mío? ¿Acaso tiene derecho a tenermiedo? ¿Quién es? ¿Qué es? ¡Un cero, señor!¡Un aplastante cero! ¡Eso es! ¿Porque a unamujer la haya atropellado en la calle uncoche, también a usted le va a atropellar?¿Que si un borrachín cualquiera no supoguardarse bien su bolsillo, también a usted levan a cortar el faldón de la levita? ¿Que si seha quemado una casa, también a usted se lequemará la cabeza? ¿Eh? ¿Es eso, señor mío?¿Es así?

–¡Eres un estúpido! –murmuró SemiónIvánovich–. Te cortarán las narices y te lascomerás con pan sin enterarte.

–¡Un retaco! ¡Pues que sea un retaco! –exclamó Mark Ivánovich, sin prestaratención–. Bueno, pues supongamos que seaun retaco. Si no tengo que pasar un examen,ni voy a casarme, ni a aprender a bailar; no se

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va a hacer un agujero bajo mis pies. ¿Qué,señor mío? ¿No hay un lugar losuficientemente ancho para usted? ¿Acaso seva a abrir el suelo bajo sus pies?

–¿Y qué? ¿Acaso te lo van a preguntar? Locerrarán y se acabó.

–¡No! ¿Qué es lo que van a cerrar? ¿Dequé habla? ¿Eh?

–Pues ahí está el borrachín, al que hanechado...

–Lo han echado porque era un borrachín,mientras que usted y yo somos personasdecentes.

–Bueno, decentes. Mientras que ella estáallí sin estar...

–¡No! Pero ¿quién es ella?–Pues ella, la oficina... ¡¡¡O-fi-ci-na!!!–¡Pero hombre de Dios! Pero si ella hace

falta, la oficina, digo...–Ella hace falta, ¿lo oyes? Hace falta hoy y

mañana. Pero pasado mañana, de algún mododejará de ser necesaria. Yo he oído...

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–¡Pero entonces le pagarán a usted elsueldo de todo el año! ¡Hay que ver loincrédulo que es! Por antigüedad locolocarían en otra oficina...

–¿El sueldo? Si me comí todo el sueldo, yvendrán los ladrones y me quitarán el dinero.Y yo que tengo una cuñada... ¿lo oyes? ¡Unacuñada! ¡Cabeza hueca...!

–¡Una cuñada! Vamos: ¿es usted unhombre...?

–Sí, soy un hombre, mientras que tú, taninstruido que pareces, eres un estúpido. ¿Looyes, cabeza hueca? ¡Eres un hombre con lacabeza hueca! ¡Eso es! Yo no sigo tusbromas. Pero existen oficinas así, que un díaestán allí y al día siguiente desaparecen. YDemid, ¿lo oyes?, Demid Vasílievich diceque la oficina desaparece...

–¡Ah! ¡Demid, Demid! Un pecador, pero...–Sí, zas, y basta, te has quedado sin puesto.

¡A ver qué me dices a esto...!–Pero si usted simplemente miente o ha

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perdido completamente la cabeza. ¿De qué setrata? ¡Reconózcalo, pues existe laposibilidad! ¡No tiene por qué avergonzarse!¿Se le ha ido la chaveta, padrecito? ¿Eh?

–¡Ha perdido la cabeza! ¡Se ha vuelto loco!–gritaron todos alrededor retorciéndose lasmanos de desesperación mientras la patronaretenía a Mark Ivánovich para impedirlelanzarse sobre Semión Ivánovich.

–¡Pareces un pagano! ¡Sabihondo! –porfiaba Zimovéikin–. ¡Senia, si tú no teenfadas, eres agradable y amable! Eressencillo y virtuoso... ¿Lo oyes? Lo que tepasa es por exceso de virtud. Mientras que yosoy un liante y un imbécil, soy un mendigo,pero aquí tienes a estos caballeros que no medesprecian. ¿Lo ves? Hasta me tratan condignidad. Pues a ellos les estoy agradecido.¿Lo ves? Me inclino ante ellos hasta bienabajo, ¿lo ves? ¡Y no hago más que cumplircon mi deber, patroncita! –y en esemomento, Zimovéikin, realmente con

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pedante dignidad, hizo un giro inclinándosehasta la tierra. Después de aquello, SemiónIvánovich se dispuso a hablar de nuevo, peroen esta ocasión ya no le dejaron. Todosparticipaban, rogaban, aseveraban ytranquilizaban, consiguiendo incluso queSemión Ivánovich se avergonzara yfinalmente con voz debilitada les pidierapermiso para dar una explicación.

–Pues bien. Está bien –dijo él–. Soyagradable y pacífico, ¿lo oyes?, y tambiénvirtuoso, leal y fiel. Hasta la última gota demi sangre daría yo, ¿lo oyes, mocoso...?, paraque eso continuara en su sitio, la oficina,digo. Si yo soy pobre, pero en cuanto lacojan y... ¿entiendes, imbécil?, y ahora calla yatiende; cogerán también la otra... y ella,hermano, estará, y luego dejará de estar...¿comprendes? Mientras que yo, hermano,tendría que largarme con la faltriquera a laespalda a otra parte, ¿lo oyes?

–¡Senka! –aulló fuera de sí Zimovéikin,

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apagando en esta ocasión con su voz elalboroto que se había armado–. ¡Eres unlibrepensador! ¡Ahora te denunciaré! ¿Quéeres? ¿Quién eres? ¿Acaso eres un camorrista,alma de cántaro? Al camorrista, al estúpido,lo echan a la calle sin darle el despido, ¿looyes? ¿Y tú qué eres?

–Pues eso mismo...–¿Cómo eso mismo? ¡Pues puedes ir a

hablar con él...!–¿Por qué tengo que ir a hablar con él?–Porque si uno es libre, libre es; mientras

que, si se queda en la cama...–¿Qué?–Como un librepensador. ¡Un

librepensador! ¡¡Senka, eres unlibrepensador!!

–¡Espera...! –exclamó el señor Projarchin,moviendo la mano e interrumpiendo elgriterío que había estallado–. No estoydiciendo eso... ¡Compréndelo! ¡Tú sólocompréndelo, cabeza de chorlito! Yo soy un

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hombre pacífico. Lo soy hoy, lo seré mañana,y después dejo de serlo, y puedo soltar unagrosería. ¡Se rompe la hebilla y ya tienes aquíal librepensador...!

–Pero ¿qué es lo que tiene? –rugiónuevamente Mark Ivánovich, saltando de lasilla en la que se había sentado paradescansar, y todo excitado y fuera de sí seacercó a la cama, tembloroso de furia yenloquecido, para decirle–: pero ¿qué es loque tiene? ¡Es usted un borrego! ¡Ni chichani limonada! ¿Acaso está solo en estemundo? ¿Acaso el mundo fue creado parausted? ¿O se cree que es Napoleón? ¿Qué es?¿Quién es? ¿Es usted Napoleón? ¿Eh? ¿EsNapoleón o no? ¡Respóndame, señor! ¿EsNapoleón o no...?

Pero el señor Projarchin ya no respondió aesa pregunta. Y no es que le avergonzara laidea de ser Napoleón, o que le intimidarasemejante responsabilidad. Ya no podíadiscutir ni decir nada coherente... Le

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sobrevino una crisis de la enfermedad. Unraudal de lágrimas brotó de sus ojos pardos,que centelleaban febriles. Con sus manoshuesudas y enflaquecidas por la afección, seagarró su cabeza loca, se incorporó en lacama y sollozando empezó a decir que él eraun hombre completamente pobre, que eradesgraciado, una persona sencilla, que eraestúpido y poco claro, que las buenas gentesle perdonaran, le protegieran, le defendieran,le dieran de comer y de beber, y no le dejarana su merced en la desgracia, y ¡Dios sabe quémás cosas pudo decir Semión Ivánovich!Diciendo esto con salvaje temor mirabaalrededor, como si esperara que de unmomento a otro se le derrumbara el techoencima o que el suelo se le abriera bajo lospies. Todos sintieron lástima del pobrecillo yse les enterneció el corazón. La patrona,llorando desesperadamente y mencionandosu orfandad, acostó ella misma al enfermo enla cama. Mark Ivánovich, al ver lo inútil que

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resultaba remover el recuerdo de Napoleón,también cayó inmediatamente en labenevolencia y se dispuso igualmente aprestar ayuda. Los demás, para a su vez haceralgo, ofrecieron una infusión de frutos delbosque, alegando que ésta arreglabainmediatamente todos los males y que lesentaría bien al enfermo. Pero Zimovéikin seopuso alegando que en tales casos no habíanada mejor que una buena taza de manzanillaamarga. En cuanto a Zinovi Prokófievich,dado que era una persona de buen corazón,derramaba lágrimas, arrepentido de haberasustado con diferentes fábulas a SemiónIvánovich, y, reparando en las últimaspalabras del enfermo, cuando dijo que era unhombre completamente pobre y que lealimentaran, se puso a hacer una lista desuscripciones, que en principio se limitaba alos huéspedes de la pensión. Todossuspiraban y se lamentaban, sentían lástima yangustia. Al margen de esto, estaban

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sorprendidos de cómo era posible que unhombre se acobardara tanto. ¿Y por qué sehabía acobardado? Otra cosa sería si hubieraocupado un puesto importante y tuvieramujer e hijos, o si tuviera que someterse aalgún juicio; mientras que, en este caso, setrataba de un hombre de lo másinsignificante, con sólo un baúl de cerraduraalemana, que se pasó más de veinte añosdetrás del biombo, sin hablar, ni haber vistoel mundo, ni haber catado pena ni gloria,racaneando, y al que de pronto, por unapalabra trivial y ociosa, se le ocurrió darlecompletamente la vuelta a su cabezaacobardándose porque en el mundo la vida sehabía puesto muy difícil... ¿Y no se diocuenta de que también lo era para los demás?«Con sólo haber tenido en cuenta que la vidaera muy difícil para todos», dijo más tardeOkeánov, «habría podido salvar su cabeza,habría dejado de parrandear y habría tiradopara delante como debía ser». Durante todo

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el día no se hizo otra cosa que hablar deSemión Ivánovich. Lo venían a ver, lepreguntaban cómo se encontraba, localmaban. Pero al anochecer ya no habíaquién lo tranquilizara. Al pobre lesobrevinieron el delirio y la fiebre. Se quedóinconsciente y ya querían ir en busca delmédico. Todos los inquilinos secomprometieron a cuidar y tranquilizar aSemión Ivánovich por turnos durante toda lanoche, y en caso de que pasara cualquiercosa, acordaron levantarse todos. Con esafinalidad, y para no quedarse dormidos, sepusieron a jugar a las cartas, dejando a cargodel enfermo al borrachillo, que se quedó alpie de la cama, y que llevaba todo el díadeambulando por los rincones y pidió pasarla noche allí. Como no jugaban a dinero,enseguida se aburrieron, dejaron el juego y sepusieron a discutir, a hacer ruido y dargolpes, para irse finalmente cada uno a surincón. Pasaron todavía mucho rato

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replicándose los unos a los otros, y, comoterminaron por enfadarse, abandonaron laguardia y se quedaron dormidos. Pronto unsilencio sepulcral invadió la casa. Además,hacía muchísimo frío. El último en dormirsefue Okeánov, y, como dijo más tarde, «no sesabe si en el sueño o en la realidad», pero lepareció que al amanecer dos personashablaban cerca de él. Okeánov contó quereconoció a Zimovéikin y que éste se pusojunto a él a despertar a su viejo amigoRemnióv, que estuvieron hablando en vozbaja durante un buen rato. Después,Zimovéikin salió y se oyó cómo intentabaabrir con una llave la puerta de la cocina. Y lallave, según aseguró después la patrona, laguardaba ella debajo de la almohada y habíadesaparecido aquella noche. FinalmenteOkeánov indicó que había oído cómo losdos se dirigían donde el enfermo, detrás delbiombo, y encendían una vela. Dijo que norecordaba nada más, y que después se quedó

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dormido. Se despertó después, cuando todoslos inquilinos se hubieron levantado degolpe de sus camas, porque detrás delbiombo se oyó un grito tan estridente comopara resucitar a un muerto, y en ese momentoa muchos les dio la impresión de que depronto se había apagado la vela. Se armó elalboroto y se quedaron todosdesconcertados. Se pusieron a gritar a cuálmás, pero en aquel momento detrás delbiombo se armó mucha bulla: griterío ypelea. Cuando encendieron la luz vieron queZimovéikin y Remnióv estaban peleando,que se hacían reproches y regañaban.Cuando orientaron la luz hacia ellos, unogritó: «¡No he sido yo, sino el bandido ése!».Y el otro, concretamente Zimovéikin,replicó: «¡No me toques, no tengo la culpa!¡Estoy dispuesto a jurarlo!». Ninguno de losdos tenía aspecto humano, pero en un primermomento la situación no era como parareparar en ellos: el enfermo no estaba en su

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cama detrás del biombo. Al instantesepararon a los que se peleaban, los apartarony vieron que el señor Projarchin estabatumbado debajo de la cama, al parecercompletamente inconsciente. Habíaarrastrado consigo la manta y la almohada,quedándose sobre la cama únicamente sucolchón desnudo, viejo y completamentesucio (jamás se le habían puesto las sábanas).Sacaron a rastras a Semión Ivánovich dedebajo de la cama, lo colocaron sobre elcolchón, pero enseguida se dieron cuenta deque no podían hacer gran cosa por él, y deque había llegado su hora; sus manos seestaban quedando rígidas y apenas se tenía enpie. Todos lo rodearon: su cuerpo entero seestremecía y agitaba, intentaba hacer algúngesto con las manos, pero su lengua no semovía, sus ojos parpadeaban igual que suelenhacer las cabezas cercenadas por el hacha delverdugo que acaban de separarse del cuerpoy por las que aún sigue circulando sangre.

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Finalmente, reinó el silencio. Elestremecimiento y la agitación cesaron antesde que muriera. El señor Projarchin falleció yse dirigió al otro mundo a responder por susbuenas y malas acciones. ¿Se había asustadoSemión Ivánovich por algo?; ¿había tenidoalguna pesadilla (como más tarde aseguróRemnióv)?; ¿o quizás por algún pecado?: esalgo que desconocemos. Lo cierto es que siahora apareciera en la casa el mismísimo juez,para presentarle a Semión Ivánovich eldespido por librepensador, alborotador oborrachín, o entrara alguna mendigahaciéndose pasar por la cuñada de SemiónIvánovich, o éste recibiera al instante unpremio de doscientos rublos o, finalmente,ardiese la casa y se le prendiera fuego a lacabeza de Semión Ivánovich, probablementeya no habría movido él un dedo antesemejantes acontecimientos. Pero mientras seiba el primer momento del estupor, mientraslos presentes pudieron hacerse con las

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palabras, y se entregaron al alboroto, a lassuposiciones, dudas y exclamaciones,mientras Ustinia Fiódorovna arrastraba dedebajo de la cama el baúl, y revolvía a todaprisa debajo de la almohada, debajo delcolchón e incluso en las botas de SemiónIvánovich, mientras declaraban Remnióv yZimovéikin, el inquilino Okeánov, que hastaentonces era el que menos luces tenía, el máspacífico y tranquilo de los inquilinos,recobró de pronto toda la fortaleza de suespíritu y tuvo un golpe de talento: cogió susombrero y, aprovechando el alboroto, seescabulló del piso. Y cuando, por falta dedirección, todos los horrores llegaron a supunto culminante en los ajetreados, y hastaahora tranquilos, rincones, se abrió la puerta,y de golpe como un jarro de agua que cae enla cabeza, entró primero un señor de aspectonoble pero semblante serio y malhumorado;detrás de él caminaba Iaroslav Ilich y, acontinuación, su cabildo y la tropa

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correspondiente; después, algo confuso, ibael señor Okeánov. El caballero de semblanteserio y aspecto noble se acercó directamente aSemión Ivánovich, lo palpó, torció la cara, seencogió de hombros y declaró lo que ya eraevidente, concretamente que el cadáver estabamuerto, añadiendo por su parte que uno deesos días le había sucedido lo mismo a uncaballero bastante distinguido que tambiénmurió instantáneamente a causa de unapesadilla. En aquel momento, el señor deaspecto honorable pero malhumorado seapartó de la cama, dijo que lo habíanmolestado en vano y se marchó. Al instantelo sustituyó Iaroslav Ilich (al mismo tiempoque Remnióv y Zimovéikin se encontraronen poder de quien correspondía), que hizopreguntas a algún que otro inquilino, se hizohábilmente con el baúl que la patrona yaestaba intentando abrir, puso las botas en ellugar de antes, señalando que estaban rotas yeran absolutamente inservibles, exigió que se

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le diera la almohada, llamó a Okeánov, lepidió la llave del baúl, que estaba en elbolsillo del amigo borrachín del señorProjarchin, y con aire triunfal, como merecíael momento, procedió a abrir los bienes deSemión Ivánovich. Nada faltaba allí: dostrapos, un par de calcetines, medio pañuelo,un sombrero viejo, algunos botones, viejassuelas de zapatos, y las cañas de unas botas.En una palabra, toda clase de harapos, esdecir, cosas inservibles y viejas, basura,morralla que desprendía olor a viejo. Loúnico valioso del baúl era su cerraduraalemana. Llamaron a Okeánov, y en tonoserio intercambiaron palabras con él, aunqueestaba dispuesto a prestar juramento.Pidieron la almohada y la examinaron:únicamente estaba sucia, pero en lo demásrealmente parecía una almohada. Se pusieronmanos a la obra con el colchón, sedispusieron a levantarlo, se quedaron un ratopensativos, pero de pronto, de manera

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completamente inesperada, algo pesado ysonoro cayó y golpeó el suelo. Se agacharon,lo examinaron y vieron un envoltorio depapel, y dentro de él una decena de rublos.«¡Ajajá!», exclamó Iaroslav Ilich, indicandohacia un punto del colchón del que se salía elrelleno de guata. Examinaron el hueco ycomprobaron que lo habían abiertorecientemente con un cuchillo, pero que teníamedia arshina de largo; metieron la manodentro y se encontraron con el cuchillo decocina de la patrona, que se había quedadoallí y con el que fue abierto el colchón. Sinque a Iaroslav Ilich le diera tiempo a sacar elcuchillo del lugar indicado, de nuevo dijo«¡Ajajá!» cuando otro envoltorio cayó alsuelo, y, detrás de él y en solitario, cayerondos monedas de cincuenta cópecs, una deveinticinco, después alguna calderilla y unavieja y enorme moneda de cinco cópecs.Todo ello lo recogieron al momento. Enaquel instante consideraron oportuno abrir

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con unas tijeras todo el colchón. Pidieronque las trajeran...

Mientras tanto, un trozo de velaalumbraba una escena extraordinariamenteinteresante para un observador. Cerca de unadecena de inquilinos se agrupaban en torno ala cama con unas ropas de lo más pintoresco,todos arrugados, sin afeitar ni lavar y mediodormidos, tal y como se encontraban antesde irse a la cama. Algunos estabanabsolutamente pálidos, otros tenían gotas desudor en la frente. A unos les entraba latiritera y a otros les daban golpes de calor. Lapatrona, completamente embobada,permanecía de pie en silencio, con las manoscruzadas y esperando algún milagro porparte de Iaroslav Ilich. Desde encima de laestufa, con miradas curiosas y asustadas, seasomaban Avdotia, la criada, y las gatasfavoritas de la patrona. Alrededor yacían lospedazos del biombo roto. El baúl abiertomostraba su poco noble interior. En el suelo

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estaban tiradas la manta y la almohada, controzos de guata sacada del colchón, y,finalmente, sobre la mesa de madera de trespatas, fue creciendo paulatinamente elbrillante montón de plata y todo tipo demonedas. El único que conservabacompletamente su indiferencia era SemiónIvánovich, que estaba tumbadotranquilamente sobre la cama y en absolutoparecía presentir su ruina. Pero, cuandotrajeron las tijeras y el ayudante de IaroslavIlich, deseando ser útil en su servicio, sacudióalgo inquieto el colchón para liberarlo de laespalda de su dueño, entonces SemiónIvánovich, de acuerdo con las normas de laurbanidad, dejó al principio un poco deespacio, resbalando hacia un lado y dando laespalda al que estaba rebuscando. Acontinuación, ante la segunda sacudida, sevolvió boca abajo, finalmente dejó libre otropoco de espacio, y, dado que faltaba unalámina de madera en el lateral de la cama, se

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hundió inesperadamente con la cabeza haciaabajo, dejando al descubierto sólo sus doshuesudas y delgadas piernas azules, que sequedaron hacia arriba, como dos ramas de unárbol quemado. Puesto que el señorProjarchin, ya por segunda vez en la mañana,se asomó debajo de la cama, enseguidasuscitó la sospecha, y algunos de losinquilinos, encabezados por ZinoviProkófievich, se metieron debajo conintención de comprobar si allí no habría algosecreto. Pero los curiosos chocaron susfrentes inútilmente y, puesto que IaroslavIlich les dio al instante una voz ordenándolessacar a Semión Ivánovich de aquelladesagradable situación, dos dispuestoscolaboradores cogieron al inesperadocapitalista, cada uno por una pierna, y losacaron a la luz del día, colocándoloatravesado en la cama. Mientras tanto, elrelleno del colchón revoloteaba alrededor, yel montón de plata crecía y ¡Dios mío! ¡Nada

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faltaba allí...! Los nobles rublos, las fuertes ymacizas monedas de rublo y medio, unabuena moneda de cincuenta cópecs, lasmonedas plebeyas de veinticinco, algunas deveinte, e incluso la poco deseable y viejamorralla de diez cópecs y de cinco en plata...Todo ello estaba envuelto en sus papeles, conel orden más metódico y presentable.También había cosas inusuales: un par defichas no se sabe de qué tipo, una moneda deNapoléon, otra desconocida y muy pocovista, algunos rublos también muy antiguos,monedas desgastadas y picadas de lostiempos de Elizavieta, monedas alemanas dela época de Pedro I el Grande y de Catalina,también monedas poco corrientes, unosantiguos quince cópecs perforados para serusados como pendientes, completamenteborrados, pero con el número legal en suscontrastes; incluso había cobre, pero todomohoso y oxidado... Encontraron unpapelito de color rojo, y nada más.

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Finalmente, al terminar la búsqueda y trassacudir varias veces la funda del colchón yver que ya nada hacía ruido, colocaron todoel dinero sobre la mesa y se pusieron acontar. A primera vista uno podíaconfundirse y calcular directamente unmillón de rublos. ¡Tan grande era el montón!Pero allí no había un millón, aunque salióuna considerable cantidad de dinero:exactamente dos mil cuatrocientos noventa ysiete rublos con cincuenta cópecs, de modoque si se hubiera llevado a cabo lasuscripción que el día anterior habíapropuesto Zinovi Prokófievich,posiblemente habría ascendido justo a dosmil quinientos rublos. Recogieron el dineroy sellaron el baúl del fallecido, escucharonlos lamentos de la patrona y le indicaroncuándo y dónde debía presentar ella elcertificado de lo que le debía el fallecidohuésped. Tomaron firmas a quiencorrespondiera; se trastabillaron en lo tocante

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a la cuñada; pero convencidos de que lacuñada en cierto modo era un mito, es decir,producto de la falta de imaginación deSemión Ivánovich, lo cual reiteradamentereprochaban al difunto, abandonaron estaidea, inservible y dañina, que podíaperjudicar el buen nombre del señorProjarchin. Y en esto terminó la cosa.Cuando se pasó el primer susto, y una vezque todos se habían tranquilizado y enteradode quién era el fallecido, se quedaroncallados, se apaciguaron y empezaron amirarse los unos a los otros de un modo untanto desconfiado. Algunos se tomaron a malla actitud de Semión Ivánovich y hasta seenfadaron un poco... ¡Qué capital! ¿Cómopudo hacerlo? Mark Ivánovich, sin perder lamoral, se puso a dar explicaciones de por quése había asustado tanto; pero ya no leescuchaban. Zinovi Prokófievich estabaexcesivamente pensativo. Okeánov se tomóun trago, los demás se apretujaron unos

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contra otros, y el hombre menudo,Kantarióv, que se distinguía por su narizaquilina, se marchó de casa por la tardeatando y sellando concienzudamente todossus baulillos y hatillos, y explicando confrialdad a los curiosos que los tiempos quecorrían eran muy duros, y que le resultabamuy caro vivir allí. La patrona sollozaba sincesar, lamentándose y maldiciendo a SemiónIvánovich por ofender su orfandad. Lepreguntó a Mark Ivánovich por qué eldifunto no había ingresado su dinero en elbanco, y éste le respondió: «Era simple,madrecita; no tuvo imaginación para eso».

–Pero si en simple le iguala usted,madrecita –dijo Okeánov–. Veinte añosviviendo en su casa, de un capirotazo se lefue la cabeza y usted sin enterarse, guisandoshí en la cocina como estaba... ¡Ay,madrecita...!

–¡Oh! ¡Eres muy joven! –respondió lapatrona–. ¿Qué falta hacía el banco? De

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haberme traído él un puñadito y habermedicho: «¡Toma, Ustiniushka, aquí tienes parati, y dame de comer mientras viva!», juro anteel icono que le habría dado de comer, debeber y le habría cuidado. ¡Pero quéimpertinente y embustero! ¡Mira queengañar a una huérfana...!

De nuevo se acercaron a la cama de SemiónIvánovich. Ahora estaba tumbado comocorrespondía, con mejor aspecto, aunque elmismo y único atuendo, escondiendo surígida barbilla debajo de la corbata, atadatorpemente. Yacía limpio, con la ropaplanchada, pero afeitado a medias, pues no seencontraron navajas de afeitar entre losinquilinos. La única que había en la casa erauna del año pasado que pertenecía a ZinoviProkófievich, pero que se había vendido porbuen precio en el mercado de Tolkuchi. Losdemás iban al barbero. Todavía no les habíadado tiempo de poner en orden las cosas. Elbiombo roto estaba tirado como antes y,

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desnudando la soledad de Semión Ivánovich,parecía un emblema de aquello que la muertearranca como un telón, desvelando todosnuestros secretos, intrigas y dilaciones. Elrelleno del colchón no se había recogido y seagolpaba en espesos montones esparcidospor todos lados. Ese rincón, convertidoinesperadamente en mortecino, lo podríacomparar fácilmente un poeta con eldestruido nido de una «laboriosa»golondrina: todo estaba destrozado y rotopor la tormenta, los pajarillos y la madre,muertos, y su cálida cuna de plumón, plumasy algodón, esparcida en derredor... Por otraparte, Semión Ivánovich parecía ahora unviejo egoísta y un ladrón de gorriones.Ahora estaba en silencio, como si estuvieraagazapado, sin ser el culpable; como si nohubiera sido él quien había engañado yburlado a toda la buena gente, de la formamás innoble y sin ápice de conciencia yvergüenza. Ahora ya no escuchaba los

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sollozos y llantos de su ofendida y huérfanapatrona. Antes al contrario, asemejándose aun capitalista experimentado, que ni en latumba quiere perder un minuto de suactividad, parecía estar ahora completamenteentregado a algunos cálculos especulativos.Su semblante reflejaba algún pensamientoprofundo, y los labios estaban apretados conun aire tan significativo como jamás se habríapodido sospechar de él estando en vida.Parecía más inteligente. Su ojo derecho estabapícaramente cerrado. Parecía que SemiónIvánovich quería decir algo, comunicar algoextraordinariamente importante, explicarse loantes posible sin perder el tiempo, antes deque surgiera algo y ya no se pudiera... Yrealmente parecía estar diciendo: «¿Qué?¿Dejas ya de llorar, estúpida? ¡No lloriquées!¿Lo oyes, madrecita? ¡Ve a dormir! Es decir,que ya he muerto. ¡Ahora ya no hace falta!¡Ah, qué bien se está tumbado...! Pero si yo(¿oyes?) no te estoy hablando de eso. Tú,

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madrecita, eres una estúpida, ¿lo entiendes?Ahora estoy muerto. Parece mentira quehaya sucedido, y, sin embargo, pasó, pero¿qué ocurriría si no me hubiera muerto y melevantara?; ¿me oyes?; ¿qué harías entonces?,¿eh?».

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Polzunkov(Polzunkov, 1847)

Me quedé mirando atentamente a aquelhombre. Hasta en su aspecto externo habíaalgo tan peculiar que, por muy distraído queestuviera uno, involuntariamente obligaba amirarlo fijamente para estallar al instante enuna incontenible risa. Exactamente eso fue loque me sucedió a mí. Es preciso señalar quelos ojillos de aquel caballero eran tan vivos o,mejor dicho, que todo él era tan receptivo almagnetismo de cualquier mirada que se lepusiera encima, que se percataba casiinstintivamente de que lo observaban; almomento se daba la vuelta hacia el que loestuviera observando, e, impaciente, se poníaa analizar su mirada. Por su continua

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movilidad e inquietud, se asemejabaenteramente a una veleta. ¡Cosa curiosa!Parecía temer la burla, cuando su forma deganarse el pan era ser un eterno payaso queponía sumisamente su cabeza para recibircapirotazos; ello, tanto en el sentido moralcomo en el físico, dependiendo de lacompañía en que se encontrara. Los payasosque lo son por voluntad propia ni siquierainspiran lástima. Pero yo enseguida mepercaté de que se trataba de un ser extraño, deque ese hombre ridículo no era en absolutoun payaso de profesión. Aún conservabaalgo de nobleza. Su nerviosismo y el eterno yenfermizo temor por su persona hablaban asu favor. Daba la impresión de que todo sudeseo de agradar se debía más a su buencorazón que a las ventajas materiales.Consentía complacido que del modo másindecoroso se burlaran abiertamente de supersona; pero al mismo tiempo –y estopodría jurarlo– su corazón gemía y sangraba

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ante la sola idea de que sus oyentes fueran taninnobles y crueles como para reírse no ya desus gracias, sino de él, de toda su persona, desu corazón, su cabeza, su apariencia y su serde carne y hueso. Estoy convencido de queen aquellos momentos sentía plenamente laridiculez de su situación; pero al instante larebeldía se sofocaba en su pecho, aunque denuevo volviera a encenderse noblemente.Estoy seguro de que todo ello era a causa desu generoso corazón y no de la desventajamaterial de que se le echara a empujones sinrecibir el préstamo: aquel caballero pedíadinero prestado eternamente, es decir, que ésaera su forma de pedir limosna, pues, trashacer bastantes payasadas y divertir lo suyoal público, sentía que de alguna manera teníaderecho a pedir un préstamo. ¡Pero Diosmío! ¡Qué aspecto tenía al pedirlo! No podíani imaginarme que en una superficie tanpequeña como era el rostro arrugado yanguloso de aquel hombre pudieran caber a

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la vez tantas muecas de diferente tipo, tantasextrañas y características sensaciones comoinsufribles impresiones. ¡Nada faltaba allí!Había vergüenza, falso descaro y despechocon repentino sonrojo de cara; cólera ytimidez por el fracaso; súplica del perdón porel atrevimiento de importunar; conciencia dela propia dignidad y completa consciencia desu propia insignificancia: todo ello recorríasu cara como un relámpago. Llevaba seis añosabriéndose paso así en este mundo de Dios,sin conseguir hasta entonces mostrar unaspecto concreto en el momento crucial delpréstamo. Claro está que jamás podíaportarse enteramente de un modo duro y vil.¡Su corazón era demasiado inquieto yardiente! Diré algo más: en mi opinión, setrataba de un hombre de lo más honesto ynoble que había sobre la faz de la tierra, perocon un pequeño defecto: podía cometer unabajeza, bondadosa y desinteresadamente, a laprimera orden, con tal de agradar al prójimo.

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En una palabra, era una personacompletamente blandengue. Lo que resultabamás gracioso era que se vestía casi igual quetodos, ni mejor ni peor; iba aseado e inclusocon cierto refinamiento y cierta pretensión deseriedad y dignidad personal. Aquellaigualdad externa y aquella desigualdadinterna, la inquietud por su persona a la vezque la continua humillación, producían unfuerte contraste, y el tipo era digno de risa ylástima. Si estuviera completamenteconvencido (cosa que siempre le sucedía apesar de su experiencia) de que todos susespectadores eran las personas másbondadosas del mundo, de que se reían sólode sus gracias y no de su condenado ser, sequitaría con agrado el frac, se lo pondríacomo pudiera del revés e iría por las callescon ese atuendo para agradarautocomplacido a los demás, con tal de hacerreír a sus protectores y darles gusto a todos.Pero jamás lograba sentirse en pie de

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igualdad en nada. Tenía otro rasgo más: elmuy estrafalario tenía amor propio, y enocasiones, sólo en caso de no correr peligro,incluso era magnánimo. Había que ver y oírcómo sabía responder a veces, sin apiadarsede sí mismo y, por tanto, arriesgándoseincluso heroicamente, a alguno de susprotectores que le hubiera sacado de quicio.Pero esto sucedía en contadas ocasiones... Enuna palabra, era un mártir en el pleno sentidode la palabra, pero, al mismo tiempo, el másenfermizo y, por lo tanto, el más cómico.

Entre los huéspedes estalló una discusión.De pronto vi cómo mi hombre estrafalariosaltó sobre una silla y se puso a gritar contodas sus fuerzas intentando acaparar lapalabra.

–Escuche –me susurró el dueño de la casa–:a veces cuenta cosas de lo más interesante...¿No le interesa?

Asentí con la cabeza y me introduje en lamuchedumbre. Y, realmente, el aspecto de un

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caballero bien vestido que se había subido auna silla, y que gritaba con todas sus ganas,acaparó la atención de todos. Muchos de losque no conocían al hombre estrafalario semiraban perplejos entre sí; otros se reían envoz alta.

–¡Yo conozco a Fedoséi Nicoláich!¡Conozco mejor que nadie a FedoséiNicoláich! –gritaba el hombre ridículo desdesu altillo–. Caballeros, permítanme contarles.¡Les contaré cosas interesantes acerca deFedoséi Nicoláich! ¡Conozco una historiaque es una maravilla...!

–¡Cuéntela, Osip Mijáilych! ¡Cuéntela!–¡Cuéntela!–Escuchen, pues...–¡¡¡Escuchen, escuchen!!!–Allá voy; pero, caballeros, esta historia es

muy particular...–¡Está bien, está bien!–Es una historia cómica.–¡Muy bien, estupendo, maravilloso!

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¡Manos a la obra!–Se trata de un episodio de la vida de

vuestro humilde servidor...–Pero ¿para qué se esfuerza usted en

anunciar que se trata de una historia cómica?–¡Es incluso algo trágica!–¡¿Ah?!–En una palabra, se trata de aquella historia

que les ofrece a ustedes el placer deescucharme ahora, caballeros; la historia araíz de la cual me vi rodeado de unacompañía tan interesante.

–¡Sin calambures!–Aquella historia...–En una palabra, aquella historia. Pues

termine ya la introducción; aquella historia,que vale algo –añadió con voz queda unjoven caballero rubio con bigote, metiendo lamano en su levita y haciendo que sacaba deella sin darse cuenta un monedero en lugardel pañuelo.

–Se trata de aquella historia, señores míos,

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después de la cual me hubiera gustado ver amuchos de ustedes en mi lugar. Y, porúltimo, ¡aquella historia por la cual no mecasé!

–¡Casarse...! ¡Una mujer...! ¡Polzunkovquería casarse!

–¡Confieso que me habría encantadoconocer ahora a madame Polzunkova!

–Permita la curiosidad de saber: ¿cómo sellamaba la tal madame Polzunkova? –gritócon voz estridente un joven, abriéndose pasohacia el orador.

–Y bien; capítulo primero, caballeros: estosucedió hace ahora justo seis años, enprimavera, el treinta y uno de marzo (anotenla fecha, caballeros), en vísperas de...

–¡El primero de abril!8 –exclamó el jovende pelo rizado.

–Es usted extraordinariamente perspicaz.Ocurrió una tarde. Sobre el distrito N* de laciudad se condensaba el crepúsculo y la lunaestaba a punto de salir... bueno, y lo que

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siga... Bien, a última hora del crepúsculo, ensilencio, emergí yo de mi pisucho, trasdespedirme de mi poco comunicativa y yadifunta abuela. Disculpen, caballeros, porutilizar una expresión tan moderna, que oípor última vez estando en casa de NicoláiNicoláich. Pero lo cierto es que mi abuelavivía completamente aislada: era ciega, muda,sorda y algo mentecata, ¡no le faltaba denada...! Confieso que yo estaba amedrentado,dispuesto para una gran hazaña. Mi corazónlatía igual que el de un gatito cuando unamano huesuda lo agarra por el cogote.

–¡Disculpe, monsieur Polzunkov!–¿Qué quiere?–¡Cuente usted de un modo más sencillo!

¡Por favor, no se esfuerce demasiado!–A sus órdenes –dijo algo turbado Osip

Mijáilych–. Entré en la (bienadquirida) casade Fedoséi Nicoláich. Como es bien sabido,Fedoséi Nicoláich no era precisamente uncompañero, sino todo un jefe. Anunciaron

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mi presencia y enseguida me hicieron pasar.Parece que lo estoy viendo: la habitaciónestaba casi a oscuras y no habían llevado lasvelas. Veo que entra Fedoséi Nicoláich. Y asínos quedamos los dos solos y a oscuras...

–¿Qué ocurrió entonces entre ustedes? –preguntó un oficial.

–¿Y usted qué cree? –preguntóPolzunkov, volviéndose inmediatamente conla cara estremecida hacia el joven de cabellorizado–. Así pues, caballeros, aquí se dio unasituación un tanto extraña. Mejor dicho, allíno había nada raro, sino que se trataba de unacuestión cotidiana: sencillamente, yo saquéde mi bolsillo un fajo de papeles, y él a su vezotro del suyo, sólo que del de los oficiales...

–¿Papel moneda?–Sí; y nos los intercambiamos.–Apuesto a que aquí la cosa huele a

soborno –dijo un caballero joven, bienvestido y de cabello corto.

–¡Soborno! –replicó Polzunkov–. ¡Ah!

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¡Pueden considerarme un liberal, de losmuchos que he visto!

–Y si alguna vez le tocara a usted prestarservicio en una provincia y no pudieracalentarse las manos en el fogón de la patria...Como dijo un poeta: «¡Hasta el humo de lapatria nos resulta dulce y agradable!».¡Nuestra querida patria, caballeros, es nuestramadre, nuestra madre, señores! ¡Y nosotros,sus crías que nos amamantamos de ella...!

Estalló una carcajada general.–Sólo créanme, caballeros: yo jamás me

dejé sobornar –dijo Polzunkov mirando condesconfianza a todos los presentes.

Pero una risa homérica, incapaz desofocarse, apagó de golpe las palabras dePolzunkov.

–Es cierto, caballeros...Pero en ese momento se quedó callado

mirando a todos los asistentes con unaextraña expresión en la cara. Puede que(¿quién sabe?) en aquel momento se le pasara

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por la cabeza que era más honrado quemuchas de las personas de aquella honorablecompañía... Sólo que la expresión seria de sucara no se le fue del semblante hasta finalizarla algarabía general.

–Y bien –dijo Polzunkov cuando todos sehubieron callado–, aunque jamás me habíaprestado yo a un soborno, en aquella ocasiónme reconozco culpable; me guardé en elbolsillo el dinero del sobornador... Lacuestión es que me había encontrado conunos cuantos documentos que, de haberquerido enviárselos a alguien, podían hacerque Fedoséi Nicoláich lo pasara mal.

–¿De modo que él se los compró a usted?–Así es.–¿Y pagó mucho?–Pagó por aquello la cantidad por la que

hoy día uno hubiera vendido su alma entodas sus variaciones... si quisierancomprársela. Sólo que yo me puse hecho unagrana cuando me metí el dinero en el bolsillo.

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A decir verdad, no sé por qué siempre mesucede esto, caballeros... El caso es que yoestaba petrificado, moviendo los labios ytemblándome las piernas; bueno, pues tengola culpa, soy culpable, me sentía avergonzadoy dispuesto a pedirle perdón a FedoséiNicoláich...

–Y bien, ¿le perdonó?–No lo hice... únicamente estoy contando

lo que sucedió en aquel momento; yo,bueno, tengo un corazón apasionado. Veoque me mira fijamente a los ojos:

»–No teme usted a Dios, Osip Mijáilych.»Pero ¿qué iba a hacer? Yo, por cumplir,

me quedé parado con la cabeza inclinadahacia un lado:

»–¿Por qué no había de temer a Dios,Fedoséi Nicoláich? –pero lo decía por decir,por decoro... cuando lo cierto era que queríaque me tragara la tierra.

»–¡Siendo durante tanto tiempo amigo dela familia, podría decirse que como un hijo...

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y quién sabe lo que aún nos puede deparar lasuerte, Osip Mijáilych! ¡Y de pronto, unadenuncia! ¡Está dispuesto a denunciarme!¡Vaya cosa!... Después de esto, ¿qué puedeuno pensar de la gente, Osip Mijálych?

»¡Pues sí, señores, fue como unaexhortación!

»–No –me dijo–. Dígame, ¿qué es lo quepuede pensar uno después de esto, OsipMijáilych?

»¡Y qué había de pensar! ¿Saben? Mecarraspeaba la garganta, me temblaba lavocecilla, y, ya sintiendo mi vergonzosaactitud, eché mano al sombrero...

»–¿Adónde va usted, Osip Mijáilych? ¿Esposible que en vísperas de un día así...?¿Acaso también ahora me va usted a guardarrencor? ¿Qué es lo que le he hecho?

»–¡Fedoséi Nicoláich! –le dije yo–.¡Fedoséi Nicoláich!

»Bueno, es decir, me ablandé, caballeros,me derretí como un azucarillo. ¿Qué iba a

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hacer? Incluso el fajo de billetes que tenía enel bolsillo parecía gritarme: «¡eres undesagradecido, un bandido, ladróncondenado»... como si pesara cinco pudes9...(¡Y, si fuéramos sinceros, eso era lo quepesaba...!)

»–Estoy viendo... –dijo FedoséiNicoláich–, estoy viendo suarrepentimiento...; sabe usted que mañana...

»–Es el día de santa María de Egipto.»–Bueno, no llore –dijo Fedoséi

Nicoláich–, está bien: pecó y se arrepintió.¡Vamos! ¡Quizá todavía consiga conducirlede nuevo por el buen camino!... Tal vez mismodestos penates –recuerdo que dijoexactamente, eso, penates, el muy bandido–le hagan otra vez entrar en calor a su endu... –no dijo endurecido, sino «extraviadocorazón»...

»Me cogió del brazo, caballeros, y mecondujo donde sus familiares. Yo sentíaescalofríos en la espalda. ¡Temblaba! Y pensé:

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«¿con qué cara voy a mirarlos...?». Pero hande saber, caballeros... ¿cómo decirlo?... quehabía aquí, en el fondo, una cuestióndelicada.

–¿No sería, tal vez, la señora Polzunkova?–le preguntaron.

–María Fedoséievna. Sólo que, por lo quese ve, no le estaba destinado ser la tal señora,como usted la llama. ¡No tuvo el honor!Pero Fedoséi Nicoláich tenía razón al decirque en su casa me trataban como si fuera unhijo. Esto sucedía hace medio año, cuandoaún estaba en vida el llamado MijaílMaksímych Dvigáilov, un cadete retirado.Sólo que la voluntad de Dios dispuso quefalleciera habiendo dejado siempre sutestamento para otro momento; y así fuecomo sucedió que después no encontraron eltestamento por ningún sitio...

–¡Ah!–Bueno, ¡qué se le va a hacer! ¡Disculpen,

caballeros! Me fui de la lengua. Es malillo el

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calambur; pero no pasa nada porque seamalillo; ya que la cosa se puso aún peorcuando me hube de quedar, por así decirlo,con cero perspectivas; porque el cadeteretirado, aunque no me dejaban poner lospies en su casa (vivió como un marqués,porque tenía la mano larga), puede que no seequivocara considerándome como un hijonatural.

–¡Ah!–¡Sí, así fue! Bueno, y empezaron a

ponerme malas caras en casa de FedoséiNicoláich. Yo me daba cuenta de ello, mehacía el fuerte, pero de pronto, para midesgracia (y puede que también para misuerte), como un aluvión de nieve que caesobre la cabeza de uno, llegó a nuestra ciudadun remontista. Su trabajo, a decir verdad, erade mucha movilidad, nada duro, de caballeríaligera; sólo que se estableció en casa deFedoséi Nicoláich como una bala que seincrusta en la pared. Yo, que era amigo de la

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casa, me sentí relegado y le dije suavemente aFedoséi Nicoláich:

»–Entre otras cosas... ¿por qué me ofende?»En cierto modo a mí ya se me consideraba

como un hijo... ¿cuánto tiempo más había deesperar... lo paternal... lo paternal? Y él,señor, me contestó. Bueno; se puso a hablarrecitándome todo un poema en doce cantos;no me quedó más remedio que escuchar,relamerme y hacer dulces gestos con lasmanos, sin que tuviera sentido alguno, esdecir, ¿qué sentido tenía? No se entendía nicomprendía nada. Me sentía como unestúpido, y él venga a nublarme la vistadando vueltas como una peonza yvolviéndose del revés; con talento, converdadero talento, es un don que da miedo.Me puse a dar vueltas de un lado para otro.Me dejé llevar por sus romanceros, escuchésus frases acarameladas, sus calambures; entreayes y suspiros le dije:

»–¡Ah! Me duele el corazón –le dije–; de

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amor me duele –y solté las lágrimas para lasconfidencias. ¡Qué ingenuas somos laspersonas! ¡Él no había comprobado con elsacristán los libros de la parroquia e ignorabaque yo ya pasaba de los treinta! ¡Vaya!¡Venirme a mí con astucias! ¡Hasta allípodíamos llegar! Las cosas no me salían bien,mientras que en torno a mí se oían risas yburlas. ¡Y bueno! ¡Me entró una rabia comosi me cogieran por el pescuezo! ¡Y meescabullí pensando no poner más el pie en esacasa! Estuve dándole vueltas y tramandoponer la denuncia. Reconozco que actuévilmente, quise denunciar a un amigo,confieso que había suficiente material paraello, y un material glorioso, un asuntocapital. ¡Me dieron mil quinientos rublos enplata cuando fui a cambiarlos junto a ladenuncia!

–¡Ah! ¡Y ya está aquí el soborno!–Sí señor, eso habría sido un soborno; y el

sobornador me habría dado el dinero. (Y no

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sería pecado, en verdad que no.) Bueno yahora vuelvo a mi historia: ni vivo ni muertome condujo, si me permiten ustedesrecordarlo, al cuarto del té; me recibierontodos como si estuvieran ofendidos, es decir,no exactamente eso, sino sencillamenteafligidos... Bueno, destrozados,completamente destrozados, y, al mismotiempo, refulgiéndoles los rostros deimportancia, y con la mirada seria, es decir,algo paternal, familiar... el hijo pródigo haregresado a casa. ¡Eso es! Me invitaron atomar el té, cuando yo, con los pies helados,sentía hervir el samovar en mi pecho. Estabarezando, asustado. María Fominishna, suesposa, la consejera del juzgado de provincias(y actualmente consejera colegiada) desde elprincipio se dirigió a mí:

»–¿Cómo es que has adelgazado tanto,padrecito? –me dijo.

»–Pues nada, que estoy indispuesto, MaríaFominishna... –le dije. Me temblaba la

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vocecilla. Y ella, la muy hipócrita, va depronto y, sin ton ni son, me suelta:

»–¡Parece que la conciencia te viene grandeal alma, padrecito mío, Osip Mijáilych! ¡Hasquerido traicionar nuestra sal y nuestro panfamiliar! ¡Las lágrimas de sangre que habrévertido yo por ti!

»Lo juro por Dios, que eso fue lo que dijo,yendo contra su propia conciencia. ¡Qué tipamás astuta! Y así permaneció, sentada ysirviendo el té. Y yo pensando para misadentros: «si te vieras en el mercado, querida,gritarías más que todas esas mujeres juntas».¡Así es como era nuestra consejera! Y he aquíque, para mi desgracia, entró la hija, MaríaFedoséievna, con toda su inocencia, un pocopálida, los ojillos enrojecidos de haberllorado, y yo, como un estúpido, me quedépetrificado en el sitio. Después resultó quehabía estado llorando por el remontista,mientras que éste se largó, sencillamentedesapareció, porque han de saber ustedes

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(viene ahora al caso mencionarlo) que le llegóel momento de partir, se le pasaba el plazo,pero no precisamente el oficial, sino... Yadespués fue cuando se enteraron losdisgustados padres. Pero ¿qué iban a hacerle?Guardaron a cal y canto la pena en casa. ¡Vique yo no tenía salida! ¡La miré y me sentíperdido, sencillamente perdido! Miré dereojo mi sombrero, me entraban ganas deagarrarlo y salir corriendo; pero no: mecambiaron el sombrero de sitio... He deconfesar que estaba dispuesto a salircorriendo incluso sin él; pero vi que nopodía ser, pues habían cerrado la puerta conel pestillo. Y empezaron las risitas amigables,los guiños de ojos y el embaucamiento; yoestaba confuso, solté una mentira, me puse ahablar sobre el amor; y ella, mi palomita, sesentó a tocar el clavicordio y, en tonomelancólico, se puso a cantar la romanza deun húsar apoyado en su sable. ¡Santo Dios!

»–Y bien –dijo Fedoséi Nicoláich–, ¡todo

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está olvidado! ¡Ven, ven a mis brazos!»Y yo, tal y como estaba, apreté mi cara

contra su chaleco.»–¡Mi bienhechor, mi padre natural! –le

dije, y me eché a llorar a lágrima viva. ¡Diosmío, la que se montó! Lloraba él, su mujer,Máshenka... también una pequeña rubia quehabía por allí... y empezaron a salir de todoslos rincones niños (¡Dios había bendecido suhogar!) que también lloraban... ¡cuántaslágrimas, es decir, cuántos perdones, quéalegría, el encuentro con el hijo pródigo,como si fuera un soldado que regresa a lapatria! Se pusieron a servir dulces, a jugar alas prendas: «¡Oh, cómo duele!»; «¿Qué teduele?»; «El corazón»; «Y ¿por qué?». Lapalomita se puso toda colorada. El viejo y yonos tomamos un ponche, y después nosseparamos; me sentía completamentealmibarado...

»Regresé a casa con la abuela. Estabamareado; durante todo el camino me iba

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riendo y al llegar estuve un par de horasdando vueltas por el desván; desperté a lavieja y la hice partícipe de la felicidad.

»–Pero ¿te dio el dinero, el muy tunante? –me preguntó.

»–¡Me lo dio, abuela, me lo dio, querida; ladicha ha llegado a nuestra casa, abre lapuertas!

»–¡Bueno, y ahora cásate, que ya va siendohora! –me dijo la vieja–; ¡se ve que misplegarias han sido escuchadas!

»Desperté a Sofrón.»–¡Sofrón –le dije–, quítame las botas! –

Sofrón se puso a quitarme las botas–.¡Bueno, Sofrosha! ¡Felicítame, dame un beso!¡Me caso, hermano, sencillamente me caso!¡Emborráchate mañana y pásatelo bien –ledije–, que se casa tu señorito!

»Tenía el corazón juguetón y alegre... Yame estaba quedando dormido cuando depronto me desperté; me quedé sentado ypensando. Entonces se me pasó por la cabeza

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que el día siguiente iba a ser el primero deabril, un día tan claro y bullicioso. ¿Y quésucedería si...? ¡Y se me ocurrió la idea,señores! Me levanté de la cama, encendí lavela y, tal como estaba, me senté al escritorio;quiero decir, que estaba totalmente despiertoy fuera de mí: ¿saben, caballeros, cuando unoestá completamente fuera de sí? Me di contoda la cara en el lodo, señores. Vamos, quees una cuestión de carácter: ellos te cogen unpoco, y tú les entregas mucho. En efecto,tomen ustedes también esto. Ellos te dan unabofetada y tú, encantado, vas y les ofreces laespalda entera. Después, te seducen con unpedazo de pan, mientras tú, con toda el alma,les pones las patitas encima y les daslametones. ¡Si al menos ahora, señores...!¡Están ustedes riendo y hablando en vozbaja, si lo estoy viendo! Después, cuando yales cuente todo el intríngulis, se reirán de míy se burlarán de mí, pero tengo que contarlestodo. Pero ¿quién me habrá mandado?

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¿Quién me apresura? Pues uno que estádetrás de mí susurrándome: ¡vamos, dilo,cuéntalo! Y yo cuento y penetro en sus almascual si fueran todos ustedes para míhermanos, amigos íntimos... ¡Eh!...

La risa que poco a poco empezaba a subirde tono por todos los rincones sofocófinalmente la voz del narrador, que realmentehabía llegado a una especie de éxtasis; sequedó callado recorriendo con la mirada alpúblico durante unos minutos, y después,cual si se dejara de pronto llevar por unvendaval, hizo un ademán con la mano, soltóuna carcajada, como si realmente le parecieraridícula su situación, y de nuevo se puso anarrar:

–Apenas pegué ojo aquella noche,caballeros; estuve toda la noche dejandocorrer la pluma. ¿Han visto lo que meinventé? ¡Ah, señores! ¡Con sólo recordarlome remuerde la conciencia! ¡Y además por lanoche! ¡Con la vista nublada, me sentía

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ahogado, me enredé con las sandeces, y,cómo no, mentí! Por la mañana, cuando medesperté, vi que sólo había dormido un parde horas. Me vestí, me lavé, me ricé el pelo,me di pomada, me puse el frac nuevo y me fuidirectamente a la fiesta de Fedoséi Nicoláichcon el papel metido en el sombrero. Merecibió él mismo con los brazos abiertos y denuevo me invitó a que me apoyara en suchaleco paternal. Yo me mantuve firme, pueslo ocurrido el día anterior me daba vueltas enla cabeza. Retrocedí un paso.

»–¡No! –le dije–; Fedoséi Nicoláich, si estan amable, ¡haga el favor de leer estepapelito! –y le tendí la nota. ¿Y saben lo quedecía el papel? Que Osip Mijáilovich, poresto y por lo otro, se despedía de él y firmabala solicitud. ¡Eso fue lo que se me ocurrió,señores! ¡No se me había ocurrido nadamejor! Es decir, como era el uno de abril,para bromear, adopté la postura de que no seme había pasado la ofensa; de que durante la

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noche cambié de opinión, lo pensé mejor, mepuse echo un basilisco y me enfurecí aúnmás; en definitiva: «aquí tienen, mis queridosbienhechores, que no quiero saber nada ni deustedes ni de su hija; el dinerito me lo metíayer en el bolsillo, estoy bien servido, demanera que le entrego mi renuncia. ¡Nodeseo prestar servicios bajo una direccióncomo la de Fedoséi Nicoláich! Buscaré otrotrabajo, y después pondré la denuncia».¡Representé ese papel tan vil! ¡Se me ocurriódarles el susto! ¡Y encontré con qué dárselo!¿A que está bien, señores? O sea, como semostraron tan cariñosos el día anterior, mepermití gastarles una bromita familiar,burlarme del corazoncito de FedoséiNicoláich...

»En cuanto él cogió el papel y lo abrió, vique le cambió la expresión de la cara.

»–¿Y bien, Osip Mijáilych?»–¡Es el uno de abril! –le dije como un

estúpido–. ¡Le felicito la festividad, Fedoséi

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Nicoláich! –como un niño pequeño que seesconde a hurtadillas detrás del sillón de laabuela y después le da un susto gritándole aloído. ¡Se me ocurrió darle un susto! Sí... sí,sencillamente me da vergüenza inclusocontarlo, caballeros. ¡Que no! ¡No voy acontarlo, señores!

–¿Y qué sucedió después?–¡Que no, que no, cuéntelo! ¡No!

¡Cuéntelo! –se empezó a oír de todos loslados de la sala.

–Pues comenzaron los comentarios,chismorreos y exclamaciones. Yo era unpilluelo y un chistoso que les había dado unbuen susto, pero, a pesar de ello, oía tantaspalabras dulces, que de lo avergonzado queme sentí me quedé pensativo y asustado:¿cómo un pecador así puede estar en un lugartan sagrado?

»–¡Ay, querido! –gritó la consejera–, ¡vayasusto que me has dado, que hasta ahora mesiguen temblando las piernas, apenas me

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tengo en pie! Enloquecida, salí corriendodonde Masha: «¡Máshenka!», le dije, «¿quéva a ser de nosotros? ¡Mira lo que haresultado ser tu novio!». ¡Como he pecado,perdona querido a esta vieja, que no da piecon bola! ¡Se me ocurrió pensar que ayercuando se fue a su casa se puso a darle vueltasy posiblemente creyera que le habíamoshecho demasiado la corte; que pretendíamosengatusarle; y me quedé helada! ¡Bueno,Máshenka, está bien, Osip Mijáilych no esningún extraño para nosotros! ¡Soy tumadre, no diré nada de más! ¡Gracias a Diosno tengo veinte años, sino cuarenta ycinco...!

»¿Y qué creen, caballeros? ¡Me faltó pocopara ponerme a sus pies! ¡Y de nuevo sepusieron a llorar! ¡Y otra vez a darse besos!Empezaron a bromear. A Fedoséi Nicoláichtambién se le ocurrió gastar una broma por elprimero de abril. Dijo que vino volando elAve Fénix con su pico de diamantes y le traía

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una carta. ¡También quería engañar! ¡Y quérisa les entró! ¡Qué conmovedor! ¡Uf! ¡Hastada vergüenza contarlo!

»¡Y bien, señores míos! ¡Eso es todo! Pasóun día, otro, y otro más, y una semana. A míya se me consideraba formalmente como sunovio. Se habían encargado las alianzas, sefijó el día de la boda, únicamente queríanguardar el secreto hasta que llegara elmomento; se aguardaba al inspector. Laespera se me hizo eterna y mi suerte parecíadetenerse en ella. «Cuanto antes me lo quitede encima, tanto mejor», pensé. Mientras,Fedoséi Nicoláich, entre broma y broma, fuedescargando sobre mí todo su trabajo: yollevaba las cuentas, hacía informes, llevabalibros de contabilidad, balances, etc. Habíaun terrible desorden, todo estaba manga porhombro, el enredo era grande. «¡Bueno, meesforzaré por mi suegro!», pensaba yo.Siempre estaba pachucho, se puso enfermo ya medida que pasaban los días se iba

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encontrando cada vez peor, mientras que yome iba quedando más delgado que un alfiler,no dormía por las noches y temía caerenfermo. ¡Sin embargo, terminé felizmente eltrabajo! ¡Lo acabé a tiempo! De pronto, meenvían un recado. «¡Date prisa!», me dicen,«¡Fedoséi Nicoláich se encuentra mal!».Salgo corriendo a toda velocidad. «¿Quéhabrá pasado?», pensé. Veo que mi FedoséiNicoláich está sentado con la cabeza envueltaen compresas de vinagre, frunciendo el ceñoy quejándose:

»–¡Ay, ay! ¡Alma mía, querido! –me dijo–.Me estoy muriendo. ¿Quién se encargará demis polluelos? –vino su mujer con los niñosy también Máshenka llorando. Bueno, y yomismo también me eché a llorar–. ¡Pues no! –dice–, ¡Dios será justo! ¡No os hará pagar atodos vosotros por mis pecados!

»Y, llegado ese momento, les hizo salir atodos, y les ordenó cerrar la puerta tras ellospara quedarnos él y yo a solas:

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»–¡Tengo que pedirte algo!»–¿De qué se trata?»–Entre otras cosas, hermano mío, ni en el

lecho de muerte tendré paz: necesito dinero.»–¿Cómo es eso? –en aquel momento me

delató el sonrojo y se me paralizó la lengua.»–Pues así, hermano, tengo que pagar al

fisco. ¡No he reparado en gastos para el biencomún, sacrificando incluso mi propia vida!¡No vayas a pensar mal de mí! Me sientotriste porque me han calumniado ante ti... Teequivocaste y desde entonces la pena me hizoencanecer. El inspector está a punto de llegar,a Matvéiev le faltan siete mil rublos y yo soyel responsable. ¡Imagínate! ¡Me los pedirán amí, hermano! ¡No se los van a pedir aMatvéiev! ¡Para qué ponerle el hacha encimaal pobre!

»«¡Qué santo!», pensé. «¡Esto es unhombre pío! ¡Esto es un alma!» Y él va y medice:

»–No quiero coger el dinero de la dote de

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mi hija; es dinero sagrado. Es verdad quetengo dinero, sólo que se lo he prestado aotros, ¿cómo podría reunirlo todo ahora?

»Y yo, según estaba, caí de rodillas ante él.»–¡Eres mi bienhechor! –exclamé–. ¡Te he

ofendido y faltado, los difamadores hanlevantado calumnias contra ti; no lo rechacesy coge nuevamente tu dinero!

»Me miró y de sus ojos brotaron laslágrimas.

»–¡Esperaba esto de ti, hijo mío!¡Levántate! En su día te perdoné por laslágrimas de mi hija; y ahora también teperdona mi corazón. Has curado mis úlceras–me dijo–. ¡Te bendigo por los siglos de lossiglos!

»Y en cuanto me hubo bendecido,caballeros, me eché a correr a toda prisa a casapara traerle el dinero que le había prometido:

»–¡Aquí tiene todo, padrecito; sólo gastécincuenta rublos! –le dije.

»–No pasa nada –dijo–, no hay que poner

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peros a todo; hay prisa, de modo que escribeuna nota con fecha atrasada, diciendo que acuenta del sueldo solicitas un adelanto decincuenta rublos. Y yo enseñaré a los jefesque se te dio el anticipo...

¡Y bien, caballeros! ¿Qué creen ustedes?¡Escribí la nota!

–Bueno; bien. Pero ¿en qué quedó todoeso?

–Después de escribir la nota, señores míos,así terminó la cosa:

Al día siguiente, por la mañana temprano,me trajeron un sobre certificado y sellado. Lomiré, ¿y qué creen que vi? ¡El despido! Esdecir, que entregara los asuntos, queterminara las cuentas y a mí que me partieraun rayo.

–¿Cómo era posible?–¡Cómo era posible, señores!, exclamé yo

lanzando blasfemias. ¿Por qué me pitaríanlos oídos?, pensé. Creí que no era nada, quequizás el inspector iba a llegar a la ciudad. ¡El

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corazón se me estremeció! «Está bien», medije. Y, según estaba, salí corriendo a casa deFedoséi Nicoláich.

»–¿Qué? –le dije.»–¿Qué qué? –me respondió.»–¡Pues el despido!»–¿Qué despido?»–¿Y esto qué es?»–¡Pues eso, el despido!»–¿Acaso lo he solicitado?»– Pero ¡cómo!, ¿acaso no lo solicitó el

uno de abril? –(¡yo no me había quedadocon la nota!).

»–¡Fedoséi Nicoláich! ¿Son mis ojos losque le ven y mis oídos los que le escuchan?

»–¡Es una lástima, señor mío, me da muchapena que haya decidido usted retirarse tanpronto del servicio! Un hombre joven tieneque estar en activo, y a usted, señor, le hadado una ventolera. Y en cuanto alcertificado, estése tranquilo, yo me encargaréde él. ¡Tiene usted unos informes excelentes!

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»–¡Pero si fue una broma, FedoséiNicoláich! ¡Yo no tenía intención, yentregué el papel como una broma familiar...eso es!

»–¿Cómo? ¿Qué broma?... señor. ¿Acasose puede bromear con cosas de este tipo?Cualquier día, por una cosa así, le deportan aSiberia. Y ahora, adiós. Tengo prisa, estamosesperando al inspector y el servicio está antesque nada. Usted puede quedarse de brazoscruzados, mientras que a nosotros el debernos espera. Ya le redactaré un certificadocomo Dios manda. Por cierto, compré la casade Matvéiev; nos mudaremos uno de estosdías; y espero tener el placer de no verle enmi nuevo domicilio. ¡Suerte!

»Eché a correr a toda prisa a casa:»–¡Estamos perdidos, abuela! –exclamé.

Ella sollozaba. Y en aquel momento vimosque venía corriendo un mensajero de parte deFedoséi Nicoláich, y que traía una nota y unajaula con un estornino dentro; el estornino se

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lo había regalado yo un día que me sentíageneroso. La nota sólo decía: «Primero deabril», y nada más. ¡Esto es, caballeros! ¿Quéopinan?

–Y bien, ¿qué más?–¿Que qué más? Un día me crucé con

Fedoséi Nicoláich, y me dieron ganas dedecirle que era un sinvergüenza...

–Y ¿qué?–¡Pues nada, señores! ¡Que no pude

articular palabra!

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El corazón débil(Slaboie serdtse, 1848)

Bajo el mismo techo, en la misma casa, enun cuarto piso, vivían dos jóvenesfuncionarios, Arcadi Ivánovich Nefédevich yVasia Shumkov... El autor, lógicamente, se veen la obligación de explicar al lector por quéun héroe tiene el nombre completo y el otrono, aunque sólo sea porque esto se puedaconsiderar incorrecto, si bien es normal. Perocomo para ello sería necesario describir antesel grado, la edad, el tratamiento, el cargo y,finalmente, incluso los caracteres de lospersonajes de que se trata, y dado que haymuchos escritores que tienen esa forma deempezar, el autor del presente relato decidecomenzar directamente desde la acción, para

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no parecerse a ellos (pues, como dicenalgunos, lo hacen por su ilimitado amorpropio). Y, dando por finalizada la presenteintroducción, comienza así el relato:

Al atardecer, en la víspera de Año Nuevo,hacia las seis de la tarde, Shumkov regresó acasa. Arcadi Ivánovich, que estaba en la cama,se despertó, entreabrió los ojos y miró a sucompañero. Observó que llevaba puesto sumagnífico traje y una impecable pechera. Alparecer, aquello le impactó. «¿Adónde habráido Vasia con este aspecto? ¡Y encima, sinhaber almorzado en casa!» Mientras tanto,Shumkov encendió una vela, y ArcadiIvánovich enseguida se dio cuenta de que sucompañero se disponía a despertarle comopor accidente. Y así ocurrió. Vasia tosió unpar de veces, se dio unas vueltas por lahabitación, y finalmente, de una maneracasual, dejó caer al suelo su pipa, que

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rellenaba en un rincón, cerca de la estufa. AArcadi Ivánovich le entró la risa.

–¡Ya está bien de picardías, Vasia! –le dijo.–¿No estás durmiendo, Arcasha?–Pues la verdad es que no sabría decírtelo;

pero creo que no duermo.–¡Ah, Arcasha! ¡Buenas tardes, amigo!

¡Vaya, vaya, hermano! ¡No sabes lo quetengo que contarte!

–¡Claro que no lo sé! Pues venga, acércate.Vasia, que realmente parecía estar

aguardando el momento, se acercóinmediatamente sin esperarse ni remotamentela astucia de Arcadi Ivánovich. Éste le agarrósutilmente, le dio la vuelta, se colocó encimay se puso a «estrangular» a su víctima, lo queal parecer le divertía enormemente a ArcadiIvánovich, siempre de tan buen humor.

–¡Ya te tengo! –exclamó–. ¡Ya te tengo!–¿Arcasha, Arcasha, qué haces? ¡Suéltame,

por el amor a Dios, suéltame, que se me va amanchar el frac...!

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–No hace falta. ¿Para qué quieres un frac?¿Por qué eres tan ingenuo dejándote coger?Dime: ¿dónde has estado y dónde hasalmorzado?

–¡Arcasha, por el amor de Dios, suéltame!–¿Dónde almorzaste?–Pues eso es lo que quiero contarte.–¡Pues venga, vamos!–¡Pero antes suéltame!–¡Pues no! ¡No te soltaré hasta que me lo

cuentes!–¡Arcasha, Arcasha! Pero ¿acaso no

comprendes que no puedo, que me esimposible? –gritaba ya sin fuerzas Vasia,intentando liberarse de las fuertes garras desu enemigo–. ¡Pues hay asuntos que...!

–¿Qué asuntos...?–Pues aquellos que, cuando empiezas a

abordarlos en una situación como ésta, hastapuedes perder la dignidad. Es imposible detodo punto; quedaría ridículo, y en este caso

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no se trata de algo gracioso, sino muyimportante.

–¡Bueno! ¡Encima se trata de algoimportante! ¡Ya ves lo que se ha inventado!Tú cuéntamelo de tal modo que me entrenganas de reír; así es como me lo tienes quecontar; pero no quiero escuchar nadaimportante; porque, si no, ¿qué tipo decompañero de piso serías? Vamos, dime: ¿quétipo de compañero serías? ¿Eh?

–¡Arcasha, por Dios, que no puedo!–¡No quiero ni oírlo...!–¡Vamos, Arcasha! –dijo Vasia, tumbado

de través en la cama e intentando con todassus fuerzas poner el máximo énfasis en suspalabras–. ¡Arcasha! Puede que te lo cuente;sólo que...

–¿Qué...?–¡Pues que me he comprometido para

casarme!Arcadi Ivánovich, sin decir palabra, cogió a

Vasia en brazos, como si fuera un bebé (sin

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reparar en que éste no era del todo bajitosino, más bien al contrario, bastante alto,pero delgado), y con soltura se puso a pasearcon él por la habitación, haciendo que lomecía.

–¡Pues yo, novio, mira tú por dónde, voy acambiarte los pañales!

Pero, al ver que Vasia permanecía inmóvilen sus brazos y sin decir nada, al instanterectificó, como si comprendiera que susbromas habían llegado lejos. Lo soltó enmedio de la habitación y con gesto amistosoy sincero le besó en la mejilla.

–Vasia, ¿no te habrás enfadado?–Arcasha, escúchame...–¡Por el Año Nuevo!–Pero si estoy bien. ¿Por qué te comportas

tan alocadamente? Cuántas veces te habrédicho: «¡Arcasha, por Dios, que no tienegracia!». ¡No la tiene, en absoluto!

–Bueno, pero ¿no estarás enfadado?–No, estoy bien. Además, ¿cuándo me he

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enfadado yo con alguien? Sólo que me hasdisgustado, ¿lo entiendes?

–¿Cómo que te he disgustado? ¿Por qué?–He venido a ti como amigo, con el

corazón rebosante, deseando abrirte el alma ycontarte la felicidad que me invade...

–Pero ¿de qué felicidad se trata? ¿Por quéno me lo cuentas...?

–¡Bueno, pues que me caso! –respondióenojado Vasia, ya que realmente estaba algodolido.

–¿Tú? ¿Que te casas? ¿Es eso cierto? –exclamó blasfemando suavemente Arcasha–.¡No, no...! Pero ¿esto qué es? ¡Y me lo dicesasí! ¿Sin derramar una lágrima...? –y ArcadiIvánovich se lanzó nuevamente a abrazarle.

–Bueno, ¿ahora comprenderás mireacción? –dijo Vasia–. Sé que eres una buenapersona y un amigo; lo sé. Vine a ti lleno dealegría y entusiasmo, y, de pronto, toda esaalegría y ese entusiasmo te los he tenido quedescubrir dando vueltas y atravesado sobre la

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cama, sin dignidad alguna... Comprendes,Arcasha –continuó Vasia riéndose–, lasituación era muy cómica: y además, yo, encierto modo, no era dueño de mi persona.No podía restarle importancia a un asuntoasí... ¡Sólo faltaba que me preguntaras cómose llama! ¡Te juro que conseguirías matarmeantes de que te dijera cómo se llama!

–Bueno, Vasia, pero ¿por qué has estadocallado? Podías habérmelo dicho antes, y note habría gastado la broma –exclamó ArcadiIvánovich verdaderamente arrepentido.

–¡Bueno, bueno, ya está bien! Si yo erasólo... Sabes a qué se debe todo esto: pues aque tengo buen corazón. Por eso me ofendí,porque no pude hacerlo como quería,dándote una buena nueva con alegría. Queríacontártelo bien, comunicándote la noticiacorrectamente... ¡Es verdad, Arcasha! ¡Pues tequiero tanto que, de no existir tú, creo que nime casaría ni tampoco viviría!

Arcadi Ivánovich, que era

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extraordinariamente sensible, tan pronto reíacomo lloraba al escuchar a Vasia. A éste leocurría lo mismo. Los dos se abrazaronnuevamente, olvidándose de lo ocurrido.

–Bueno, ¿cómo ha sucedido? ¡Cuéntamelotodo, Vasia! Yo, hermano, discúlpame peroestoy sorprendido, ¡completamentesorprendido! ¡Como si me hubiera derribadoun trueno! ¡Te lo juro por Dios! Pero ¡no,hermano! ¡No puede ser, te lo estásinventando, de verdad que me engañas! –exclamó Arcadi Ivánovich, echándole inclusouna mirada de sospecha a Vasia; pero al veren su semblante la resplandecienteconfirmación de la inamovible decisión decasarse cuanto antes, se lanzó sobre la cama yempezó entusiasmado a darse talesrevolcones que hasta las paredes temblaban.

–¡Vasia, ven aquí a contármelo! –gritó,sentándose por fin en la cama.

–Pero, hermano, ¡la verdad es que nosabría por dónde empezar!

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Los dos se miraron, felices e inquietos.–¿Quién es ella, Vasia?–¡Es de la familia de los Artémiev...! –dijo

Vasia con una voz débil de la felicidad.–¿De veras?–Bueno, pero si yo ya me cansé de hablarte

de ellos, y por eso me callé, mientras que túno te estabas enterando de nada. ¡Ay,Arcasha! ¡Cuánto me ha costado ocultártelo!Pero ¡tenía miedo, miedo de hablar! ¡Pensabaque la cosa podía estropearse, y yo que estabatan enamorado, Arcasha! ¡Dios mío! ¡Hasvisto qué historia! –se puso nuevamente ahablar interrumpiéndose a sí mismo por loexcitado que estaba–; ella tenía un noviodesde hacía ya un año, pero de pronto lodestinaron fuera; yo lo conocía, y, a decirverdad, era muy... ¡que Dios le ampare! Y, depronto, deja de escribirle, como si se lohubiera tragado la tierra. Y ella venga esperar.¿Qué significaba aquello...? De pronto, hacecuatro meses, regresa casado y sin dejarse ver

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por allá. ¡Es algo tosco! ¡Vulgar! Y encimano había nadie que pudiera salir en defensade ella. Ella, la pobre, no cesaba de llorar, y,mientras tanto, yo me enamoré de ella...aunque ya antes estaba enamorado de ella ysiempre lo estuve. Entonces, comencé atranquilizarla y a hacerle visitas... y bueno, laverdad, es que no sé cómo sucedió todo esto,sólo que también ella se enamoró de mí. Haceuna semana ya no me pude contener y meeché a llorar, a sollozar, y le confesé todo.Bueno, pues eso, le dije que la quería. ¡Enuna palabra, todo...! «Si yo también lequiero, Vasíli Petróvich», me dijo, «pero soyuna muchacha pobre, no se burle usted demí. Yo ya no me atrevo a amar a nadie».Bueno, hermano, ya lo entiendes, ¿verdad...?Y con esas palabras nos comprometimos. Yono paraba de darle vueltas y más vueltas, y lepregunté cómo podíamos decírselo a lamadrecita. Ella me respondió que era algocomplicado, que esperara un poco, pues la

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madre tenía miedo; que probablemente fuerapronto para pedir la mano de su hija y queaún lloraba. Y yo, sin avisarla previamente, selo solté hoy de sopetón a la vieja. Lizanka searrodilló ante ella, igual que yo... y bueno,nos dio su bendición. ¡Arcasha, Arcasha!¡Querido mío! ¡Viviremos juntos! ¡Yo ya nome separaré de ti jamás!

–¡Vasia, te miro y no me lo creo, por Diosque se me hace difícil creerlo, te lo prometo!La verdad es que me parece... Escúchame,¿cómo es que te casas...? ¿Cómo pude nohaberme enterado? ¿Eh? ¡Pues la verdad,Vasia, yo también te confieso ahora quepensaba casarme! ¡Pero como ahora eres túquien se casa, pues da igual! ¡Que seas feliz...!

–¡Ahora, hermano, mi corazón está tanfeliz, y me siento tan bien...! –dijo Vasialevantándose y poniéndose a dar vueltas porla habitación–. ¿No es verdad que tú tambiénlo sientes así? ¡Viviremos humildemente,claro, pero seremos felices! ¡Además, esto no

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es una quimera, y nuestra felicidad no es delibro! ¡Seremos felices de verdad...!

–¡Vasia, Vasia, escucha!–¿Qué? –respondió Vasia, deteniéndose

frente a Arcadi Ivánovich.–Se me ha ocurrido una idea. Pero la

verdad es que me da hasta miedo decírtelo...Discúlpame, pero sácame de dudas. ¿Con quédinero piensas vivir? Yo, ¿sabes?, no salgo demi asombro porque te casas, y no consigodominarme, pero dime, ¿cómo piensas vivir?¿Eh?

–¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Cómo eres,Arcasha! –respondió Vasia profundamenteasombrado, mirando a Nefédevich–. Pero¿qué es lo que te ocurre? Ni siquiera la viejareparó dos minutos en ello cuando yo leexpuse todo con claridad. ¡Pregúntales dequé han vivido todo este tiempo! ¡Pues conquinientos rublos al año para los tres! ¡Ésa esla pensión que les quedó tras fallecer elmarido! Y viven ella, la anciana y también un

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hermanito pequeño por el que tienen quepagar el colegio. Así es como viven. ¡Si aquílos únicos capitalistas que hay somos tú yyo! ¡Y yo, mira tú por dónde, he salido algúnaño, cuando se me han dado bien las cosas,por mis buenos setecientos rublos!

–Escucha, Vasia, y discúlpame. Yo... ¡porDios!, no tiene importancia, sólo que noparo de darle vueltas, para que no sedesbaraten los planes; pero ¿qué dices desetecientos rublos? Querrás decirtrescientos...

–¡Trescientos...! ¿Y Iulián Mastákovich?¿Te has olvidado de él?

–¡Iulián Mastákovich! Sí, hermano, perono es seguro. Ese dinero no son lostrescientos rublos de sueldo fijo, donde cadarublo es tuyo. Claro que Iulián Mastákoviches una gran persona, y yo lo respeto, locomprendo, y me alegro de que esté dondeestá, y te juro por Dios que le aprecio porqueél a su vez te aprecia a ti y te da trabajo

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cuando podía no hacerlo y en su lugar cogera un funcionario en comisión de servicio.Dime que tengo razón, Vasia... Atiende unacosa más: no estoy hablando por hablar.Estoy de acuerdo en que en todo SanPetersburgo no hay letra como la tuya, loreconozco –continuó, no sin asombro,Nefédevich–. Pero puede que de pronto, ¡yDios no lo quiera!, dejes de gustarle, o noaciertes en lo que él desea, que de repentedeje de recibir trabajo, o que coja a otroescribiente. Pues sí, puede ocurrir cualquiercosa. Porque Iulián Mastákovich hoy estáaquí, pero mañana puede no estar, Vasia...

–Escucha Arcasha, si nos ponemos así,también podía caernos ahora el techoencima...

–Bueno, claro, claro... sólo era por hablar...–No, escucha, atiende y verás: ¿cómo

puede deshacerse de mí...? Tú sólo escucha,nada más. Yo cumplo con todoconcienzudamente. Además, él es una buena

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persona y hoy, Arcasha, me dio cincuentarublos.

–¿De veras, Vasia? ¿Una gratificación?–¡Qué gratificación! De su propio bolsillo.

Fue y me dijo: «Mira, hermano, llevas cincomeses sin cobrar. Si necesitas algo, cógelo;estoy contento contigo. De veras que estoysatisfecho de tu trabajo. ¿No vas a trabajargratis para mí, verdad?»; así fue como me lodijo. Y a mí, Archasha, me brotaron laslágrimas. ¡Por Dios bendito!

–Escucha, Vasia, ¿y terminaste aquellospapeles...?

–No... todavía no los acabé.–¡Va... sinka! ¡Ángel mío! ¿Qué has

hecho?–Escucha, Arcadi, no pasa nada, aún

dispongo de dos días más, me da tiempo.–¿Cómo es que no los empezaste...?–¡Bueno, bueno! Me miras con una cara

tan compungida que se me revuelven lasentrañas y me duele el corazón. Bueno, ¿y

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qué? Siempre me dejas con la moral por elsuelo. Y me gritas: «¡Ah-ah-ah!». Entra enrazón, pero ¿qué es esto? ¡Los acabaré, porDios que los acabaré...!

–¿Y qué ocurrirá si no los terminas? –exclamó Arcadi incorporándose–. Si te diohoy una gratificación. ¡Y además piensascasarte! ¡Ay, ay, ay!

–Nada, nada –gritó Shumkov–, me voy aponer con ello ahora mismo, ahora mismo.¡No pasa nada!

–Pero ¿cómo te has podido olvidar de ello,Vasiutka?

–¡Ay, Arcasha! ¿Acaso podía yo estarmequieto? Si no era ni yo mismo. Si apenasparaba en la oficina; no podía con micorazón... ¡Ay, ay! ¡Ahora, me pasaré lanoche trabajando, y la de mañana también, yla de pasado mañana, y lo acabaré...!

–¿Te queda mucho?–¡No me molestes, por el amor de Dios, y

calla...!

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Arcadi Ivánovich se acercó de puntillas a lacama y se sentó. De repente pareció quererlevantarse para después cambiar de opinión ycontinuar sentado para no molestar, aunquetampoco podía estarse quieto por lopreocupado que estaba: era evidente que lanoticia le había revuelto completamente yque aún no se le había pasado la primeraimpresión. Miró a Shumkov y éste también lemiró a él. Le sonrió, le amenazó con el dedoy después, frunciendo terriblemente elentrecejo (como si en ello residiera toda sufuerza y el éxito de su trabajo), clavó sumirada en los papeles. Parecía que tampocohabía superado la preocupación. Cambió depluma, se revolvió en la silla, se concentró, sepuso a escribir de nuevo, pero la mano letemblaba y se negaba a continuar.

–¡Arcasha! Yo les hablé de ti –exclamó depronto, como si acabara de recordarlo.

–¿Sí? –exclamó Arcadi–; pues queríapreguntártelo; pero bueno...

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–¡Bueno! ¡Ay! ¡Te lo contaré tododespués! ¡Por Dios, que yo mismo tengo laculpa, y se me olvidó que no quería hablarhasta haber escrito cuatro páginas! Pero meacordé de ti y de ellos. Hermano, parece queno puedo ni escribir: no hago más que pensaren vosotros... –Vasia sonrió.

Se quedaron en silencio.–¡Uf! ¡Qué pluma más mala! –exclamó

Shumkov, golpeándola de rabia contra lamesa. Cogió otra pluma.

–¡Vasia, escucha! Sólo una palabra...–¡Bueno! Pues dilo deprisa y que sea la

última vez.–¿Te queda mucho?–¡Ay, hermano...! –Vasia arrugó tanto la

cara como si no hubiera nada más horribleque una pregunta como ésa–. ¡Mucho,demasiado!

–Sabes, se me ha pasado una idea por lacabeza...

–¿Cuál?

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–No. Ninguna, nada, escribe.–¿Pero qué? ¿Qué?–¡Van a ser las siete, Vasiuk!En aquel momento, Nefédevich sonrió

guiñándole pícaramente el ojo a Vasia,aunque sólo ligeramente, como si temiera dequé manera se lo podía tomar éste.

–Bueno, ¿y de qué se trata? –dijo Vasia,dejando de escribir, mirándole directamente alos ojos y pálido por la espera.

–¿Sabes una cosa?–¡Por Dios! Dime de qué se trata.–¿Sabes? Estás alterado y así no puedes

trabajar mucho... Espera, espera, ya lo veo,¡escucha! –dijo Nefédevich, saltando deentusiasmo de la cama e interrumpiendo aVasia, que ya había empezado a hablar, yalejando a su vez, con todas sus fuerzas, laréplica–. Antes que nada, es preciso que tetranquilices y vuelvas a tu ser, ¿no te parece?

–¡Arcasha, Arcasha! –exclamó Vasiasaltando del asiento–. ¡Me estaré toda la

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noche trabajando, te juro por Dios que loharé!

–¡Bueno, pues sí! Te dormirás alamanecer...

–No me dormiré, no me dormiré por nadadel mundo...

–No, no puede ser; claro que te dormirás.Acuéstate a las cinco y a las ocho tedespertaré. Mañana es fiesta; te pones atrabajar y te pasarás el día escribiendo...Después viene la noche y... ¿te quedamucho...?

–¡Pues esto, esto...!Vasia, tembloroso de entusiasmo y

expectación, le mostró el cuaderno.–¡Aquí lo tienes...!–Escucha, hermano, si no es tanto...–Aún tengo más allí –dijo tímidamente

Vasia, mirando a Nefédevich, como siesperara el permiso para levantarse.

–¿Cuánto?–Dos... hojitas...

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–¿Y bien? ¡Escucha! ¡Si nos dará tiempo aterminarlo! ¡Por Dios que sí!

–¡Arcasha!–¡Vasia! ¡Escucha! ¡Ahora es Año Nuevo

y todo el mundo se reúne en familia, sólo túy yo no tenemos hogar, y somos como unoshuérfanos...! ¡Vasenka!

Nefédevich cogió a Vasia entre sus garras ylo estrujó en un abrazo de oso...

–¡Arcadi, ya está decidido!–Vasiuk, sólo quería decirte esto. ¡Ves,

Vasiuk, patizambo mío! ¡Escucha! ¡Escucha!Porque...

Arcadi se quedó boquiabierto, sin poderhablar de asombro. Vasia lo sujetaba por loshombros, mirándole fijamente a los ojos ymoviendo tanto los labios que parecíadispuesto a terminar de hablar por él.

–Y bien... –dijo finalmente.–¡Preséntamelas hoy!–¡Arcadi! ¡Vamos allí a tomar el té! ¿Sabes

una cosa? ¿Sabes? No vamos a esperar a que

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llegue el día de Año Nuevo, iremos antes –exclamó Vasia, sintiéndose verdaderamenteinspirado.

–¡Pero estaremos un par de horas! ¡Ni másni menos...!

–¡Y después nos despediremos hasta queyo termine el trabajo...!

–¡Vasiuk...!–¡Arcadi!En tres minutos Arcadi ya se había vestido

de fiesta. Vasia sólo se lavó, porque nisiquiera se había quitado el traje: ¡tanto era elímpetu con que se puso a trabajar! Salieronapresuradamente a la calle, a cual más feliz.

Se encaminaron hacia la parte de Kolomnade San Petersburgo. Arcadi Ivánovich dabaunas zancadas firmes y enérgicas, y ya sólopor su paso se atisbaba la alegría, por la cadavez más creciente felicidad de Vasia. Vasiadaba unos pasitos más menudos, pero sinperder la dignidad. Al contrario, hastaentonces, Arcadi Ivánovich no le había visto

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nunca con tan buen aspecto. En aquellosmomentos incluso parecía respetarle más, y elconocido defecto físico de Vasia, del quehasta ahora nada sabe el lector (pues Vasiaestaba un poco contrahecho), que siempresuscitaba un profundo sentimiento de amory compasión en el bondadoso corazón deArcadi Ivánovich, contribuía a que fuese aúnmayor la honda ternura que en aquellosmomentos le inspiraba especialmente suamigo, y de la que Vasia, lógicamente, era detodos modos merecedor. A Arcadi Ivánovichincluso le entraron ganas de llorar defelicidad, pero se contuvo.

–¿Hacia dónde vamos, Vasia? ¡Por aquíllegaremos antes! –exclamó él, viendo queVasia quería torcer por la calleVoznesénskaia.

–¡Calla, Arcasha, calla...!–De verdad que se llega antes, Vasia.–¡Arcasha! ¿Sabes una cosa? –dijo Vasia en

tono misterioso y con voz queda de

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felicidad–. ¿Sabes una cosa? Me apetecellevarle un regalito a Lizanka...

–¿Y eso?–Aquí, hermano, en la esquina, hay una

tienda de madame Leroux. ¡Es una tiendaexcelente!

–¡Bueno!–¡Un sombrerito, amigo, un sombrerito!

¡Hoy vi un sombrero muy bonito! Preguntépor el modelo y me dijeron que al parecer erade Manon Lescaut. ¡Una maravilla! Tieneunas cintas de color cereza, y si no fueracaro... ¡Y aunque fuera caro, Archasha...!

–¡En mi opinión, Vasia, tú estás porencima de todos los poetas! ¡Vamos allá!

Salieron corriendo, y al cabo de dosminutos ya estaban entrando en la tienda. Lesrecibió una francesa de ojos negros ytirabuzones, que al primer vistazo a loscompradores se mostró tan contenta y felizcomo ellos, e incluso, posiblemente, más que

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ellos. Vasia, todo entusiasmado, estabadispuesto a darle besos a madame Leroux.

–¡Arcasha! –dijo a media voz, echando unamirada a todas las maravillosas yespectaculares cosas colocadas sobre lasestanterías de madera y la enorme mesa de latienda–. ¡Qué maravillas! ¿Qué es esto? ¿Quées? ¡Esto, por ejemplo, es un bombón! ¿Loves? –susurró Vasia señalando hacia unbonito sombrero que había en una esquinapero que, sin embargo, distaba del queverdaderamente quería comprar, porque yadesde lejos había echado el ojo a otro, elfamoso, el auténtico, que estaba en otroextremo de la tienda; Vasia lo miraba de talmodo que hasta podría pensarse que en aquelinstante alguien iba a cogerlo y robarlo o queel propio sombrero, con tal de no serdestinado a Vasia, podría salir volando por elaire desde donde estaba.

–¡Mira! –dijo Arcadi Ivánovich, indicandoun sombrero–. Me parece que éste es mejor.

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–¡Pero Arcasha! Esto incluso redunda entu honor. De veras que te tendré másconsiderado por tu gusto –le dijo Vasia, congesto pícaro y verdaderamente enternecido–.Tu sombrero es una maravilla, pero ¡ven,acércate aquí!

–¿Cuál te parece mejor?–¡Mira aquí!–¿Éste? –dijo Arcadi dudoso.Pero cuando Vasia, sin poder contenerse

más, cogió el sombrero de la estantería, desdedonde éste pareció volar solo, como si sealegrara de un buen comprador tras tan largaespera, y cuando crujieron todas sus cintitas,tules en pliegue y encajes, un inesperadogrito de asombro salió del fuerte pecho deArcadi Ivánovich. Incluso madame Leroux,que mantenía la compostura de susindudables dignidad y aire de superioridaden cuestiones de gusto, durante el tiempo queduró la elección, y que permanecía ensilencio sólo por indulgencia, felicitó a Vasia

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por el acierto con una gran sonrisa, de modoque en su mirada, en su gesto y en su mismasonrisa se pudiera a su vez entrever cómopronunciaba un «¡Sí!: ha acertado usted, y esdigno de la felicidad que le aguarda».

–¡Si estaba coqueteando allí en solitario! –exclamó Vasia, trasladando toda su ternurahacia el maravilloso sombrero–. ¡Se escondíaa propósito, el muy tunante mío! –y besó elsombrero, o mejor dicho, lanzó un beso alaire temiendo rozar su joya.

–Así es como se esconden el verdaderomérito y la virtud –añadió Arcadientusiasmado, escogiendo con humor unaexpresión aguda que había leído en unperiódico matutino–. Bueno, Vasia, ¿y ahoraqué dices?

–¡Viva Arcasha! ¡Te advierto que hoy estásde lo más ocurrente, como para hacer furor,como dicen las señoras! ¡Madame Leroux,madame Leroux!

–¿Qué desea?

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–¡Querida madame Leroux!Madame Leroux miró a Arcadi Ivánovich

y sonrió indulgente.–¡No se puede usted imaginar cuánto la

adoro en estos momentos...! ¡Permítame quele dé un beso...! –y Vasia le dio un beso a ladependienta.

Y, realmente, aquél era un momento paraque ella pusiera de relieve toda su dignidad alno acusar semejante osadía. Pero les aseguroque, al margen de ello, era imprescindibledisponer también de la amabilidad y la graciainnatas con que madame Leroux aceptó elentusiasmo de Vasia. Lo disculpó, sabiendoguardar la compostura de forma inteligente ygraciosa. ¿Acaso era posible enfadarse conVasia?

–¿Madame Leroux, y qué precio tiene?–Éste cuesta cinco rublos –respondió ella,

recomponiéndose y sonriendo nuevamente.–¿Y éste otro, madame Leroux? –dijo

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Arcadi Ivánovich, señalando hacia el quehabía escogido.

–Ése cuesta ocho rublos de plata.–¡Pero permítame! Dígame sinceramente,

madame Leroux, ¿cuál de ellos es el queresulta mejor, más gracioso y bonito, y el quemás le gusta?

–Aquél es más lujoso, pero el que haelegido usted... c’est plus coquet.

–¡Pues nos quedamos con ése!Madame Leroux cogió una hoja de

finísimo papel de seda, la prendió con unosimperdibles alrededor del sombrero, y elpapel con el sombrero dentro pareció aúnmás ligero que antes de envolverlo. Vasia locogió con sumo cuidado, sin apenas respirar,y, haciendo reverencias a madame Leroux, ledijo algo muy amable y salió de la tienda.

–¡Soy un pillín, Arcasha, un pillo denacimiento! –gritaba Vasia, riéndose sinparar, con una risa entrecortada, silenciosa ynerviosa, sorteando a los transeúntes que se

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le antojaban sospechosos, sin excluir aninguno, de la tentativa de arrugar suapreciadísimo sombrero.

–¡Escucha, Arcadi! ¡Escucha! –volvió adecir pasados unos minutos, y algomajestuoso y amoroso hasta más no poderresonó en su voz–. ¡Arcadi, soy tan feliz!¡Tan feliz...!

–¡Vasenka! ¡Yo también, amigo mío!–¡No, Arcasha, no, tu amor hacia mí no

tiene límites; lo sé! Pero tú no puedesexperimentar ni la centésima parte de aquelloque estoy sintiendo yo ahora. ¡Mi corazónestá rebosante! ¡Arcasha! ¡No merezco unafelicidad así! Lo sé, lo presiento. ¿Por qué seme concede tanta felicidad? –decía con unavoz ahogada en sollozos–, ¿qué es lo que hehecho para merecérmela? ¡Dime! ¡Miracuánta gente hay en el mundo, cuántaslágrimas, cuánto dolor y cuánta vidamonótona, sin alegría alguna! ¡Mientras quea mí... me quiere la muchacha más

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maravillosa... a mí...! Bueno, tú mismo laverás ahora, y tú mismo valorarás la grandezade su corazón. Yo procedo de gente humilde;ahora poseo un grado de funcionario, tengounos ingresos seguros, un sueldo. Nací conun defecto físico, soy algo contrahecho. ¡Ymira tú por dónde que ella se enamoró de mí,aceptándome como soy! Hoy, IuliánMastákovich estuvo tan delicado, tan atentoy amable. En escasas ocasiones hablaconmigo. Pues se me acercó y me dijo:«Bueno, ¿y qué, Vasia?» (¡te juro por Diosque me llamó Vasia!), «¿te irás ahora deparranda en las fiestas?, ¿verdad?» (y élsonriendo).

»«Entre otras cosas», le respondí yo,«tengo que hacer, Su Excelencia», pero en esemomento me envalentoné y le dije: «puedeque me vaya de juerga»; ¡te juro por Diosque se lo dije así! Y en aquel momento medio el dinero y después siguió hablándomeun rato. Yo, hermano, me eché a llorar. Te

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juro por Dios que las lágrimas me brotaronsolas, y creo que él también se habíaemocionado. Me sacudió el hombro y medijo: «¡Que siempre tengas tanta sensibilidad,Vasia...!».

Por un instante Vasia se quedó callado.Arcadi Ivánovich giró la cabeza y también selimpió una lagrimilla.

–¡Y aún hay más! ¡Hay más...! –continuóVasia–. ¡Yo jamás te había dicho esto hastaahora, Arcadi...! ¡Me haces tan feliz con tuamistad que, de no ser por ti, yo ya no estaríaen este mundo! ¡No, no! ¡No me respondasnada, Arcasha! ¡Deja que te estreche la mano,deja que te lo agra...dez... ca...! –y Vasia nopudo acabar la frase.

A Arcadi Ivánovich le entraron ganas deecharse al cuello de su amigo, pero, comojusto en aquel momento estaban cruzando lacalle, oyeron el estridente grito de uncochero que exclamaba «¡Cuidado!», y losdos, asustados y nerviosos, cruzaron

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corriendo para llegar a la otra acera. ArcadiIvánovich se sintió incluso feliz de aquelincidente. Aquel gesto de gratitud de Vasia seexplicaba como un desahogo del momento.Pero estaba triste. Sentía que hasta entonceshabía hecho muy poco por Vasia. Incluso sesintió avergonzado cuando Vasia le daba lasgracias por una cosa tan insignificante. Perola vida entera estaba aún por delante, yArcadi Ivánovich respiró con más libertad...

¡Decididamente, ya no les esperaban! Perola prueba de que habían llegado está en queya se encontraban tomando el té. Y enverdad, a veces, los mayores suelen ser másperspicaces que los jóvenes, ¡y qué jóvenes!Pues Lizanka, muy seria, trataba de persuadira su madre de que él no iría. «¡No vendrá,madrecita; mi corazón presiente que novendrá!», mientras que la madrecita no cesabade repetirle que su corazón, por el contrario,le decía que iría sin falta, que no podría estartranquilamente sentado en su casa, que

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vendría corriendo, que no tenía trabajo deoficina que hacer, y que era víspera de AñoNuevo. Lizanka, que no se lo esperaba ni alabrir la puerta, no dio crédito a sus ojos, ylos recibió sofocada, con el corazónsobresaltado como un pajarillo atrapado,toda ruborizada, con las mejillas del color deuna cerecita, a la que se parecíaextraordinariamente. ¡Dios mío, quésorpresa! ¡Qué alegría!

–¡Oh! –salió de su pequeña boca–. ¡Quémentiroso! ¡Amor mío! –exclamó ellarodeando el cuello de Vasia... Peroimagínense su asombro y su repentinavergüenza: justo detrás de Vasia, como siestuviera escondiéndose detrás de él, seencontraba Arcadi Ivánovich. Hay quereconocer que era un hombre poco ducho enel trato con las mujeres, incluso podríadecirse que era bastante torpe. Es más, unavez sucedió... Pero dejémoslo para más tarde.Sin embargo, pónganse en su situación: allí

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no había nada gracioso; se encontraba en elvestíbulo, con las calzas y el capote, un gorrode orejeras que se dio prisa en quitarse, todoél completa y desastrosamente envuelto enuna horrenda bufanda de color amarilloanudada atrás, cosa que causaba aún másefecto. Todo aquello había que desatarlo yquitárselo cuanto antes, para dar otraimpresión, ya que nadie hay que desdeñepresentarse a otro con un aspecto másfavorecedor. Y he aquí que Vasia, aquel Vasiadigno de lástima, aquel insoportable, aunque,por lo demás, tierno y bondandoso Vasia,resultó ser de lo más insufrible y cruel, aldecir:

–¡Aquí tienes a mi Arcadi! ¿Que quién es?Es mi mejor amigo, abrázale, dale un beso,Lizanka, no tardes en hacerlo, pues, cuandolo conozcas mejor, tú misma lo llenarás debesos...

Y me pregunto yo: ¿qué es lo que podíahacer Arcadi Ivánovich? Cuando sólo le

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había dado tiempo a quitarse la mitad de subufanda. La verdad es que a veces incluso mesiento mal por el excesivo entusiasmo deVasia. Ciertamente, eso indica que tiene buencorazón, pero a pesar de todo... ¡fue tanincómodo y embarazoso!

Finalmente entraron en la sala. La ancianaestaba feliz de conocer a Arcadi Ivánovich.

–¡Había oído hablar tanto de...! –dijo, perono pudo terminar la frase. El alegre «¡Oh!»que resonó fuertemente por la habitación ladetuvo a media frase. ¡Dios mío! Lizankaestaba de pie, frente al inesperadamenteabierto sombrero, con las manosingenuamente cruzadas y riendo de talmodo–... ¡Dios mío! ¡Pero si madame Lerouxno podía tener un sombrero mejor!

¡Oh, Dios mío! Pero ¿dónde puedeencontrarse un sombrero más bonito? ¡Si sele vuela a uno de las manos! ¿Dónde podíaencontrarse uno mejor? ¡Lo digo en serio! Amí, incluso me desconcierta y disgusta

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ligeramente ese tipo de desconsideracionespor parte de los enamorados. Pero júzguenloustedes mismos, señores: ¿qué mejor cosa hayque un sombrero tan maravilloso?¡Mírenlo...! Pero no. Mi desesperación eravana; ya están todos nuevamente de acuerdoconmigo; fue un despiste momentáneo, unaniebla, un delirio del sentimiento; estoydispuesto a disculparles... Pero por ellomismo observen... y dispensen caballeros quesiga dando la lata con el sombrero de tul,etéreo, con su ancha cinta de color cerezacubierta de encaje que caía entre el tul y elpliegue, y por detrás, dos cintas largas yanchas que debían caer hasta un poco másabajo de la nuca, deslizándose por el cuello...Sólo faltaba colocar el sombrero un pococaído hacia la nuca. ¡Obsérvenlo! Y despuésde todo, véanlo ustedes mismos, ¡se lo ruego!¡Pero veo que no están mirando ustedes...!¡Parece que les da igual! Están mirando aotro lado... y ven cómo dos enormes

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lágrimas, cual perlas, se empañan por uninstante en unos ojos negros como el carbón,tiemblan un momento sobre las largaspestañas para caer después en el aire, del queparecía hecho el tul del que estabaconfeccionada aquella obra de arte demadame Leroux... Y de nuevo me enojo:¡pues esas dos lágrimas no debían derramarsepor el sombrero...! ¡No! En mi opinión, unacosa así había que regalarla con indiferencia.Sólo entonces se la valoraría realmente.¡Reconozco, señores, que todo esto fue acausa del sombrero!

Tomaron asiento: Vasia junto a Lizanka, yla ancianita junto a Arcadi Ivánovich.Empezaron a hablar y Arcadi Ivánovichguardó la compostura perfectamente. Loreconozco y me alegro. Incluso parece difícilesperar eso de él. Después de un par depalabras sobre Vasia, en buen tono se puso ahablar sobre Iulián Mastákovich, el protectorde su amigo. Y habló de un modo tan, tan

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inteligente, que su discurso duró más de unahora. Había que ver con cuánta habilidad ycuánto tacto se refería Arcadi Ivánovich aciertas particularidades relacionadas conIulián Mastákovich, que unas veces serelacionaban directamente con Vasia y otrasno. Por todo ello, la ancianita estabarealmente entusiasmada y ella misma loreconoció. Se apartó a propósito con Vasiahacia un lado para expresarle que su amigoera una persona extraordinaria, amabilísima,y lo más importante, que era un joven muyserio y respetable. Vasia casi suelta unacarcajada de la felicidad. Recordó cómo elrespetable Arcasha le estuvo revolcandodurante un cuarto de hora en la cama.Después, la ancianita le guiñó un ojo a Vasiay le dijo que la siguiera despacio y concuidado a otra habitación. Hay quereconocer que se portó absurdamenterespecto a Lizanka. Claro que, a causa de nopoder contenerse la emoción, traicionó a su

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hija al ocurrírsele mostrar a escondidas elregalo que Lizanka había preparado a Vasiapara la fiesta de Año Nuevo. Era un billeterocosido con cuentas, oro y una maravillosaestampa: en un lado estaba representado unreno corriendo veloz y tan real que parecíaauténtico. En el otro, el retrato de un famosogeneral, también espléndido y muy bienrepresentado. ¡Y no digo nada delentusiasmo de Vasia! Mientras tanto,tampoco en el salón transcurrió el tiempo envano. Lizanka se acercó directamente aArcadi Ivánovich. Le tendió las manos enseñal de agradecimiento y Arcadi Ivánovichpor fin se dio cuenta de que la cuestióngiraba en torno a su queridísimo Vasia.Lizanka incluso estaba profundamenteconmovida. Había oído que ArcadiIvánovich era tan buen amigo de su novio,que le quería tanto, que le cuidaba tanto, yque constantemente le daba tan buenosconsejos, que ciertamente ella, Lizanka, no

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podía por menos de agradecerle, ni reprimirsus agradecimientos, porque finalmenteesperaba que también Arcadi Ivánovich laquisiera, aunque sólo fuera con la mitad delafecto que le profesaba a Vasia. Acontinuación, se puso a preguntarle si Vasiacuidaba su salud. Le expresó algunasprecauciones respecto a la vehemencia de sucarácter, a su escaso conocimiento de la gentey la vida práctica. Le dijo también que con eltiempo velaría religiosamente por él, que lecuidaría y le mimaría toda la vida; y quefinalmente esperaba que Arcadi Ivánovich nosólo no los dejara, sino que incluso vivierajunto a ellos.

–¡Viviremos los tres como si fuéramosuno! –exclamó ella con ingenuo entusiasmo.

Pero había llegado el momento demarcharse. Y como era de esperar, les estabanreteniendo, pero Vasia respondió confirmeza que ya no podían quedarse mástiempo. Arcadi Ivánovich confirmó lo dicho

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por su amigo. Claro está que les preguntaronel motivo, e inmediatamente salió a relucirque Iulián Mastákovich le habíaencomendado un trabajo a Vasia, que setrataba de algo urgente e importante quehabía que presentar pasado mañana por lamañana, y que el trabajo no sólo no estabaterminado, sino que andaba bastanteretrasado. La madrecita suspiró al oírlo,mientras que Lizanka simplemente se asustó,se puso nerviosa e incluso le metió prisa aVasia. El beso de despedida no fue menorpor ese motivo; fue más corto y rápido, peromás ardiente y apasionado. Finalmente sedespidieron, y los dos amigos se fueroncamino de casa.

Inmediatamente, y en cuanto pisaron lacalle, se pusieron a intercambiar susimpresiones. Y sucedió lo que tenía queocurrir: Arcadi Ivánovich se habíaenamorado locamente de Lizanka. ¿Y a quiénpodía confiárselo sino al dichoso de Vasia? Y

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así hizo: no se avergonzó, y al instante se loconfesó todo a Vasia. Vasia se moría de risa,estaba encantado, e incluso señaló queaquello en absoluto constituía unimpedimento y que de ahora en adelanteserían aún más amigos.

–¡Me has comprendido, Vasia! –le dijoArcadi Ivánovich–. ¡Sí! Yo la quiero como ati. Ella será un ángel para mí, igual que parati, de modo que vuestra felicidad también sederramará sobre mí y me dará calor. Tambiénserá la dueña de mi casa, Vasia. Mi felicidadestará en sus manos; que disponga de lascosas de casa tanto tuyas como mías. ¡Sí! ¡Miamistad será tanto para ti como para ella! Apartir de este momento seréis inseparablespara mí; sólo que ahora tendré dos sujetoscomo tú, en lugar de uno... –Arcadi se quedócallado por el exceso de sus sentimientos;mientras que Vasia estaba emocionado hastael fondo de su alma por las palabraspronunciadas por su amigo. Lo que sucedía

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es que jamás se habría esperado que Arcadi leexpresara aquello. Arcadi Ivánovich apenassabía hablar, y no le gustaba soñar enabsoluto; y, sin embargo, ahora se habíaentregado a los sueños más felices, frescos yde lo más jubilosos.

–¡Cómo voy a cuidaros y a mimaros a losdos! –empezó él de nuevo–. En primer lugar,yo, Vasia, seré padrino de todos tus hijos,desde el primero hasta el último, y, ensegundo lugar, también hay que pensar en elfuturo. Hay que comprar muebles y alquilarun piso, de manera que, tanto tú como ella yyo, podamos disponer de diferenteshabitaciones. ¿Sabes, Vasia? Mañana mismoiré a mirar anuncios en los portales. Treshabitaciones... no, dos es lo quenecesitaremos, no más. Incluso pienso, Vasia,que hoy dije una cosa absurda, de si nosllegaría el dinero. ¿Qué por qué? Puesporque, en cuanto la miré a sus ojitos,enseguida comprendí que nos llegaría. ¡Todo

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será para ella! ¡Cómo vamos a trabajar!¡Ahora, Vasia, podemos arriesgarnos y pagarhasta veinticinco rublos por un piso! ¡El pisolo es todo, hermano! ¡Unas buenashabitaciones... donde la persona se sienta agusto y que le inspiren ideas felices! Y,además, Lizanka será nuestra cajera común.¡No gastaremos un cópec en cosas vanas!¿Que vaya yo ahora a una taberna? Pero ¿porquién me has tomado? ¡Por nada del mundo!¡Y a todo eso se sumarán las subidas desueldo, las gratificaciones, porquetrabajaremos aplicadamente! ¡Oh!¡Trabajaremos como si fuéramos bueyesarando tierra...! ¡Imagínate! –y la voz deArcadi Ivánovich flojeó de satisfacción–.¡Que de pronto e inesperadamente metamoscada uno en casa unos veinticinco o treintarublos...! ¡Y, por cada gratificación, lecompraríamos bien un sombrerito, unabufandita o algunos bollitos! Tiene quetejerme una bufanda. ¡Mira lo mal que tengo

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ésta! Toda amarillenta y asquerosa, que hoyme ha hecho pasar verdaderos estragos. ¡Y tútambién, Vasia, tienes unas ocurrencias! Vas yme la presentas cuando estoy tratando dedesembarazarme de este harapo... ¡Pero no setrata de eso! Fíjate: yo me encargaría deldinero, también tengo que haceros unregalo... ¡Es una cuestión de honor, de amorpropio...! Además, no dejaré de percibir misgratificaciones. ¿O acaso se las van a dar aSkorojódov? Seguro que a ese tipo se leecharían a perder en su bolsillo. Yo,hermano, os compraré cucharas de plata,unos buenos cuchillos, que, aunque no seande plata, serán unos cuchillos excelentes, y unchaleco; quiero decir, para mí. ¡Quiero ser elpadrino de vuestra boda! ¡Pero espérateahora, hermano! ¡Espérate, porque estaréencima de ti, hoy, mañana, pasado mañana, ydurante toda la noche con un palo en lamano, y te machacaré hasta que termines eltrabajo! «¡Acábalo lo antes posible,

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hermano!», te diré, y después de nuevo, alatardecer, estaremos tan contentos.¡Jugaremos a la lotería...! ¡Y por las tardesestaremos tranquilos sin hacer nada! ¡Peroqué bien! ¡Uf! ¡Demonios! ¡Qué lástima meda no poder ayudarte! Porque, si no, cogeríatodo tu trabajo y lo haría por ti... ¿Por quéserá que no tenemos la misma letra?

–Sí –respondió Vasia–. ¡Sí! Hay que darseprisa. Creo que ya serán las once. Hay quedarse prisa... ¡A trabajar! –y al decir esto,Vasia, que se pasó todo el tiempo biensonriendo, bien intentando intercalar algunaentusiasmada observación suya en la efusióndel sentimiento amistoso, en una palabra, quedemostraba estar de lo más animado, depronto se calmó, se quedó callado y aceleró almáximo el paso. Parecía como si algunatremenda idea de pronto le helara la ardientecabeza. Diríase que todo su corazón se habíaencogido.

Arcadi Ivánovich incluso se inquietó. A

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sus aceleradas preguntas apenas recibíarespuestas de Vasia, que le contestabacualquier cosa, y, a veces, hasta con algunaexclamación que ni siquiera venía al caso.

–Pero ¿qué te ocurre, Vasia? –gritófinalmente Arcadi Ivánovich, que apenaspodía seguirle–. ¿Acaso estás tanpreocupado?

–¡Oh, hermano, ya está bien de hablar! –respondió Vasia incluso enojado.

–No te pongas triste, Vasia. Está bien –leinterrumpió Arcadi–; si yo te he vistoescribir cosas más largas en un plazo bastantemás corto de tiempo... ¡No te pongas así!¡Pero si lo que tú tienes es talento! En uncaso extremo, hasta podrías escribir másdeprisa: si no van a hacer litografías de laescritura. ¡Te dará tiempo...! Sólo que ahora,al estar más preocupado y alterado, te costarámás trabajo escribir...

Vasia no le respondió y murmuró algo a

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media voz, y los dos llegaron a casarealmente alarmados.

Al instante, Vasia se puso manos a la obracon los papeles. Arcadi Ivánovich setranquilizó y se quedó callado. Se quitó laropa en silencio y se metió en la cama sinquitarle ojo a Vasia... De pronto le entró unaespecie de miedo... «¿Qué le ocurre?», sepreguntó, mirando la pálida faz de Vasia, susojos encendidos y la inquietud que semanifestaba en cada uno de sus gestos. ¡Perosi le temblaban las manos...! «¡Uf! ¡Vayaproblema! Si le aconsejé que se acostara unpar de horas, y así se le pasaría la excitación.»Vasia, en cuanto hubo terminado una página,levantó la vista y sin querer miró a Arcadi,pero al instante bajó los ojos, y de nuevoagarró la pluma.

–Escucha, Vasia –dijo de pronto ArcadiIvánovich–, ¿no sería mejor que te acostaras adormir un poco? Mírate, si parece que tienesfiebre...

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Vasia, enojado, e incluso con rabia, miró aArcadi y no le respondió.

–Atiende, Vasia, ¿por qué te torturas...?Al instante, Vasia se quedó pensativo.–¿No sería bueno que me tomara una taza

de té, Arcasha? –dijo.–¿Cómo? ¿Para qué?–Me daría más fuerzas. ¡No quiero dormir

y no dormiré! No pararé de escribir.Mientras que ahora con la taza de té metomaría un descanso y se me iría el mal ratoque estoy pasando.

–¡Qué gallardía, hermano Vasia!¡Estupendo! ¡Así me gusta! Si yo mismoquise habértelo ofrecido. Y me choca que nome haya venido esa idea a la cabeza. Sóloque... ¿sabes una cosa? Mavra no se va alevantar, no se despertará por nada delmundo...

–Sí...–¡Pero qué absurdo! ¡No pasa nada! –

exclamó Arcadi Ivánovich, saltando descalzo

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de la cama–. Yo mismo pondré el samovar.¿Acaso es la primera vez que lo hago...?

Arcadi Ivánovich salió corriendo a lacocina y se puso manos a la obra con elsamovar. Vasia, mientras tanto, siguióescribiendo. Arcadi Ivánovich se vistió ysalió corriendo a la panadería, para que asíVasia pudiera reponerse y aguantar toda lanoche. Al cabo de una hora el samovar estabapuesto sobre la mesa. Se pusieron a tomar elté, pero la conversación no fluía entre ellos.Vasia continuó distraído.

–Bueno –dijo finalmente, como si leestuviera dando vueltas a algo–, mañanahabrá que ir a felicitarle...

–Pero tú no puedes hacerlo.–No hermano, no puede ser –respondió

Vasia.–Yo te reemplazaré en todo y firmaré por

ti... ¡Qué más quieres! Mañana has detrabajar. Hoy, podrías estarte hasta las cinco,como te sugerí, y después te echas a dormir.

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Pues, de lo contrario, ¿cómo estarás mañana?Yo te despertaré a las ocho en punto...

–Pero ¿estará bien que me reemplaces yfirmes por mí? –dijo Vasia, ya casiconvencido.

–¿Y qué otra cosa mejor podría hacerse?¡Eso lo hacen todos...!

–Para serte sincero, tengo miedo...–Pero ¿miedo de qué? ¿De qué?–Pues porque con otra gente, no pasa nada,

pero con Iulián Mastákovich... él es miprotector; y si se da cuenta de que es obra deotra mano...

–¿Cómo se va a dar cuenta? ¡Hay que vercómo eres, Vasiuk! Pero ¿cómo puede darsecuenta...? ¡Si yo, y tú lo sabes, firmo como túy hasta el bucle me sale igual, te lo juro porDios! ¡Anda! ¡Qué dices! ¿Quién había dedarse cuenta...?

Vasia no le respondió y se tomó el téapresuradamente... Después, dudoso, movióla cabeza.

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–¡Vasia, querido! ¡Oh, si loconsiguiéramos! Vasia, pero ¿qué te ocurre?¡Me estás asustando! ¿Sabes? Yo ahora no mevoy a acostar, porque no me dormiría, Vasia.A ver, enséñame, ¿te queda mucho?

Vasia le echó tal mirada, que a ArcadiIvánovich pareció dársele la vuelta el corazóny paralizársele la lengua.

–¡Vasia! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué memiras de ese modo?

–Arcadi, yo, de verdad, iré mañana afelicitar a Iulián Mastákovich.

–¡Bueno, pues ve! –le respondió Arcadi,mirándole abiertamente a los ojos conangustiosa expectación–. Escucha, Vasia,aligera la pluma. No te aconsejo mal, ¡porDios sabes que es así! ¡Cuántas veces habrádicho el propio Iulián Mastákovich que loque le gustaba de tu pluma era la claridad! Sisólo a Skoroplíjin le gusta que la letra seacomo si fuera de molde, para despuésguardarse de algún modo el documento y

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llevárselo a su casa, para enseñarles a copiar alos niños. ¡No puede, el muy torpe,comprarles un modelo de letra! ¡Mientrasque Iulián Mastákovich no cesa de repetir yexigir que la letra debe ser lo más claraposible...! ¡De verdad, qué más quieres!Vasia, si yo ya no sé cómo hablarte... Inclusotengo miedo... Me estás matando con tutristeza.

–¡No pasa nada! ¡Nada! –dijo Vasia, y delcansancio se desplomó sobre la silla. Arcadise asustó.

–¿No quieres un poco de agua? ¡Vasia!¡Vasia!

–No te preocupes –respondió Vasiaestrechándole la mano–. Estoy bien, sólo queme siento un poco triste, Arcadi. Ni yomismo sabría decirte la razón. Atiende, mejorserá que me hables de otra cosa. No merecuerdes eso...

–¡Tranquilízate, Vasia, por el amor deDios! ¡Acabarás el trabajo, por Dios que lo

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terminarás! ¿Y si no lo acabas...? ¿Quépasaría? ¡Tampoco habrías cometido uncrimen!

–Arcadi –dijo Vasia, mirando de un modotan significativo a su amigo que aquél seasustó bastante, pues jamás había visto aVasia tan nervioso–. Si estuviera solo, comoantes... Pero ¡no! No es eso lo que quierodecir. No hago más que querer hablarte yconfesarte como amigo... Pero, además, ¿paraqué voy a preocuparte...? Ves, Arcadi, unoshacen grandes cosas, y otros, como yo, cosasinsignificantes. Bueno, y si te exigieran unagradecimiento y un reconocimiento al quetú no pudieras corresponder... ¿qué sucederíaen tal caso?

–¡Vasia! ¡Definitivamente, no te entiendo!–Jamás fui desagradecido –continuó a

media voz Vasia, como si reflexionaraconsigo mismo–. Pero si yo no estuviera encondiciones de expresarte todo lo que siento,parecería como si... Resultaría que yo

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realmente soy un desagradecido y eso memata.

–Bueno, ¡y qué! ¿Acaso todo elagradecimiento consiste en que entregues eltrabajo a tiempo? ¡Piensa lo que dices, Vasia!¿Acaso el agradecimiento consiste en eso?

De pronto Vasia se quedó callado mirandocon los ojos abiertos a Arcadi, como si suinesperado argumento disipara todas lasdudas. Incluso sonrió, pero al instanteadquirió nuevamente la expresión pensativade antes. Arcadi, al interpretar aquella sonrisacomo el fin de todos sus temores y lapreocupación que volvía a apoderarse de suamigo como una decisión de mejorar lasituación, se alegró sobremanera.

–Bueno, hermano Arcasha, te despertarás –le dijo Vasia–. Mírame. Si me duermo seráuna desgracia para mí, y ahora me pongo atrabajar... ¿Arcasha?

–¿Qué?–No. Nada, sólo era por decir algo...

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quería...Vasia se sentó y se quedó callado, mientras

que Arcadi se acostó. Ni el uno ni el otro secruzaron dos palabras sobre la visita aKolomna. Probablemente ambos se sintieranalgo culpables yéndose en vano aquella tardede juerga. Arcadi Ivánovich se durmióenseguida, todo entristecido por Vasia. Parasu propio asombro se despertó justo a lasocho de la mañana. Vasia estaba dormido,sentado en la silla, con la pluma en la mano, ycon el semblante pálido y cansado. La vela sehabía apagado. En la cocina estaba Mavrahaciendo cosas y poniendo el samovar.

–¡Vasia, Vasia! –exclamó Arcadi,asustado–... ¿Cuándo te quedaste dormido?

Vasia abrió los ojos y saltó de la silla.–¡Oh! –dijo–. ¡De modo que me dormí...!Al instante se lanzó sobre los documentos.

Bien: todo estaba en orden. Ninguna gota detinta ni de cera había caído sobre los papeles.

–Creo que me habré dormido hacia las seis

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–respondió Vasia–. ¡Qué frío ha hecho estanoche! Vamos a tomar un poco de té y denuevo...

–¿Has recobrado fuerzas?–¡Sí! ¡sí! Nada; ¡ahora estoy bien...!–¡Feliz Año Nuevo, hermano Vasia!–Igualmente, hermano. ¡Buenos días! Yo

también te deseo lo mismo, amigo.Los dos se abrazaron. A Vasia le temblaba

la barbilla y los ojos se le habíanhumedecido. Arcadi Ivánovich permanecíaen silencio. Se sentía afligido; ambos tomaronel té deprisa...

–¡Arcadi! He decidido que iré yo mismodonde Iulián Mastákovich...

–Pero si no se dará cuenta...–Pero a mí, hermano, me remuerde la

conciencia.–Pero si estás sentado aquí por él, y te

sacrificas por él... ¡Ya está bien! Yo, ¿sabesuna cosa?, me pasaré por allí...

–¿Por dónde? –preguntó Vasia.

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–Por casa de las Artémiev, y las felicitaré entu nombre y en el mío.

–¡Mi querido amigo! ¡Bueno! Yo mequedo aquí. Reconozco que se te ha ocurridouna buena idea, pues me quedaré aquítrabajando y no malgastando el tiempo enfiestas. Pero espera un minuto, que voy aescribir una carta ahora mismo.

–Escribe, hermano, escribe, que te datiempo. Y yo, mientras tanto, voy a lavarme,a afeitarme y a limpiar el frac. Bueno, ¡Vasia,hermanito! ¡Qué bien vamos a vivir y quéfelices seremos! ¡Abrázame, Vasia!

–¡Oh! ¿De veras lo crees, hermano...?–¿Vive aquí el señor funcionario

Shumkov? –se oyó una voz infantil desde laescalera...

–¡Aquí es! ¡Aquí es! –dijo Mavra dejandopasar a la visita.

–¿Quién es? ¿Qué pasa? ¿Qué? –exclamóVasia, saltando de la silla y lanzándose haciael vestíbulo–. ¿Eres tú, Petenka...?

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–¡Buenos días! Tengo el honor defelicitarle el Año Nuevo, Vasíli Petróvich –dijo un muchacho muy agradable, de unosdiez años de edad y con el cabello rizado–.Mi hermana le envía recuerdos y también lamadrecita. Y mi hermana me rogó que lediera un beso de su parte...

Vasia cogió en volandas al muchacho y leplantó un dulce, largo y entusiasmado besoen sus labios, que se parecían mucho a los deLizanka.

–¡Arcadi, dale un beso! –dijo Vasia,pasándole a Petia, y éste, sin tocar el suelo,pasó al instante al vigoroso y hambriento (enel pleno sentido de la palabra) abrazo deArcadi Ivánovich.

–¡Querido mío! ¿Quieres tomar un pocode té?

–Se lo agradezco de veras. Pero ya lotomamos en casa. Hoy nos hemos levantadopronto. Mi madre y mi hermana se fueron ala misa de primera hora. Mi hermana se ha

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pasado dos horas conmigo peinándome,lavándome, untándome de pomadas ycosiendo mis pantalones, porque ayer,jugando con Sashka en la calle, me los rompí.Nos pusimos a jugar con las bolas de nievey...

–¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!–Bueno, se ha pasado todo ese tiempo

arreglándome para la visita. Después me untóde pomadas, me llenó de besos y me dijo:«Ve a casa de Vasia y pregúntale si está bien,si ha pasado bien la noche»; y también que lepreguntara... alguna cosa más. ¡Sí! Me dijo, sihabía terminado el trabajo del que le hablóusted ayer... no sé cómo... bueno, aquí lotengo apuntado –dijo el muchacho leyendoun papelito que sacó del bolsillo–. ¡Sí!: «eltrabajo que le preocupaba».

–¡Lo terminaré! ¡Lo acabaré! Díselo asímismo, que estará hecho sin falta. ¡Palabra dehonor!

–¡Sí! Y también... ¡oh!, ya se me olvidaba.

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Mi hermanita me entregó esta nota y unregalo ¡que casi se me pasa...!

–¡Dios mío...! Y ¿dónde está...?, ¿dónde?¡Mira, hermanito, lo que me escribe! ¡Quécriatura más deliciosa! ¿Sabes una cosa? Ayervi en su casa una cartera que está haciendopara mí pero que aún no está terminada, ypor eso dice que me envía un mechón de sucabello, pues de lo contrario no dejaría depensar en ella. ¡Míralo, hermano, míralo!

Y, emocionado de asombro, Vasia mostró aArcadi Ivánovich el mechón del cabello deLizanka, rizado, espeso y negro bajo la luzdel sol. Después lo besó apasionadamente ylo guardó en un bolsillo lateral junto alcorazón.

–¡Vasia! ¡Te encargaré un medallón paraque guardes ese mechón de cabello! –dijofinalmente con firmeza Arcadi Ivánovich.

–Pues hoy vamos a comer ternera asada, ymañana sesos. La madrecita quiere hacer unosbizcochos... y no comeremos sopa de avena –

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dijo el muchacho, después de quedarse unrato en silencio como si pensara cómo ponerpunto final a su conversación.

–¡Oh! ¡Qué niño más rico! –exclamóArcadi Ivánovich–. ¡Vasia, eres un mortal delo más feliz!

El niño terminó el té, recogió la nota quehabía escrito Vasia, recibió miles de besos ysalió de la casa tan feliz y lozano como habíaentrado.

–¡Bueno, bueno, hermano! –se puso adecir todo encantado Arcadi Ivánovich–.¡Ves qué bien! ¿Lo ves? Todo va saliendomejor imposible, no te aflijas y no te pongastriste. ¡Adelante con ello! ¡Termínalo, Vasia!En dos horas estaré de vuelta en casa. Mepasaré por casa de ellas y después por dondeIulián Mastákovich...

–Entonces ¡adiós, hermano! ¡Adiós...! ¡Ah,si pudiera...! Pues bien, ¡vamos, ve! –dijoVasia–. Mientras que yo, hermano, ya hedecidido no ir donde Iulián Mastákovich.

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–¡Adiós!–¡Espera, hermano! Diles... bueno, lo que

se te ocurra; y dale un beso a ella... y despuésme lo cuentas todo, hermano... todo...

–¡Bien, bien, si ya sabemos lo que dirá!¡Esta felicidad te ha revuelto completamente!Es algo inesperado. Desde ayer no eres lamisma persona. Todavía no te has repuestode las impresiones de ayer. ¡Pues claro!¡Reponte, querido Vasia! ¡Adiós, adiós!

Finalmente los amigos se despidieron.Durante toda la mañana Arcadi Ivánovichestuvo disperso sin parar de pensar en Vasia.Conocía su carácter débil e irritable. «No meequivocaba: ¡la felicidad le ha revueltocompletamente!», se decía él para susadentros. «¡Dios mío! Si también mecontagió la tristeza. ¡De qué no hará tragediaeste hombre! ¡Vaya fiebre! ¡Oh! ¡Es precisosalvarle!», murmuró Arcadi, sin percatarse deque él mismo, al parecer, estaba convirtiendoen desgracia pequeños e insignificantes

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detalles cotidianos. Ya eran las once de lamañana cuando llegó a la conserjería deIulián Mastákovich para añadir su humildenombre a la larga lista de las respetuosaspersonalidades que habían firmado allí en unpapel manchado con gotas de tinta y todoemborronado. Y cuál no sería su asombrocuando vio refulgir ante sus ojos la firma delpropio Vasia Shumkov. Aquello le dejóestupefacto. «Pero ¿qué le ocurre?», pensó.Arcadi Ivánovich, que unos momentos antesalbergaba tantas esperanzas, salió disgustado.Realmente, se avecinaba una desgracia. Pero¿dónde?, ¿qué tipo de desgracia?

Llegó a Kolomna con el ánimo bajo. Alprincipio estuvo cortado, pero tras hablarcon Lizanka salió de la casa con lágrimas enlos ojos, porque estaba realmentepreocupado por Vasia. Salió corriendocamino de casa y junto al río Nevá se chocóde frente con Shumkov, que también ibacorriendo.

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–¿Adónde vas? –exclamó ArcadiIvánovich.

Vasia se detuvo, como si le pillarancometiendo un crimen.

–A ninguna parte, sólo quería darme unavuelta.

–¿No has podido resistirte y te dirigías aKolomna? ¡Oh, Vasia! Pero ¿para qué hasido donde Iulián Mastákovich?

Vasia no respondió, pero después hizo unademán con la mano y dijo:

–¡Arcadi, no sé lo que me está sucediendo!Yo...

–¡Tranquilo, Vasia! ¡Sé lo que te pasa!¡Cálmate! Desde ayer estás nervioso yemocionado. Date cuenta de que es difícil deencajar. Pero todos te quieren, todos sepreocupan por ti, tu trabajo va avanzando ylo acabarás, indudablemente que lo acabarás;pero sé que se te ha pasado algo por la cabezaque te tiene atemorizado...

–No. No es nada. No es nada...

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–¿Te acuerdas, Vasia, de cuando teascendieron de grado? Que de la felicidad yel agradecimiento duplicaste tu recelo y tepasaste toda una semana emborronandopapeles y estropeando el trabajo. Lo mismote sucede ahora...

–¡Sí! ¡Sí, Arcadi! Pero ahora me ocurrealgo diferente, algo completamente diferente.

–Pero ¡cómo que no, por Dios! Puede quela cosa no sea tan urgente, y tú,martirizándote...

–¡Nada, nada! ¡Sólo hablaba por hablar!¡Vamos!

–¿Entonces te vienes a casa, y no vas dondeellas?

–¡No, hermano! ¿Con qué cara podíapresentarme yo allí...? He cambiado deopinión. Lo que ocurrió es que al quedarmesolo en casa no aguanté más, pero ahora queestás junto a mí, me sentaré a escribir.¡Vamos!

Caminaron en silencio durante un rato.

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Vasia tenía prisa.–¿Cómo es que no me preguntas nada de

ellas? –dijo Arcadi Ivánovich.–¡Oh! ¡Es verdad! ¡Bueno, Arcashenka,

habla!–¡Vasia, no pareces el mismo!–Bueno, ¡no pasa nada! ¡Cuéntamelo todo,

Arcasha! –dijo Vasia con voz suplicante,como si quisiera evitar posterioresexplicaciones. Arcadi Ivánovich suspiró.Estaba realmente confundido viendo a Vasia.

Pero las noticias sobre la familia de la noviaparecieron animarle. Incluso se pusodicharachero. Almorzaron. La anciana habíallenado el bolsillo de Arcadi Ivánovich debizcochos, y los amigos, según ibancomiéndolos, se alegraban cada vez más.Después de comer, Vasia dijo que iba aacostarse un rato, para pasar después toda lanoche trabajando. Y realmente se echó. Por lamañana, alguien de quien Arcadi Ivánovichno podía declinar la invitación le invitó a

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tomar té. Los dos amigos se separaron.Arcadi prometió regresar a casa lo antesposible; procuraría incluso estar a las ocho.Tres horas de separación se le hicieron aArcadi más largas que tres años. Finalmentepudo liberarse y salir corriendo para estarjunto a Vasia. Al entrar en casa vio que lahabitación estaba completamente oscura.Vasia no estaba en casa. Arcadi preguntó aMavra, quien le dijo que Vasia no habíaparado de escribir y que no durmió nada,después se puso a dar vueltas por lahabitación, y que más tarde, hacía una hora,salió corriendo diciendo que regresaríaenseguida; «y que cuando volviera ArcadiIvánovich, le dijera, yo, la vieja», concluyóMavra, «que se había ido a dar una vuelta,repitiendo esto unas tres o cuatro veces».

«¡Está en casa de las Artémiev!», pensóArcadi Ivánovich moviendo la cabeza.

Al cabo de un minuto dio un salto como sila esperanza reviviera en él. «¡Simplemente,

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lo habrá terminado!», pensó. «¡Eso es todo!No pudo aguantar más y salió corriendo averlas. ¡Pero no puede ser! Me habríaesperado... Voy a echar un vistazo a ver cómova su trabajo.» Encendió una vela y se dirigióa toda prisa hacia el escritorio de Vasia: eltrabajo había avanzado considerablemente, yparecía que no faltaba mucho paraterminarlo. A Arcadi Ivánovich le dieronganas de seguir investigando, pero de prontoentró Vasia...

–¡Ah! ¿Estás aquí? –exclamó éste,estremecido por el susto. Arcadi Ivánovichpermaneció en silencio. Temía preguntarle aVasia. Éste agachó la mirada y en silencio sepuso a ordenar papeles. Finalmente susmiradas se encontraron. La de Vasia era tansuplicante y abatida que Arcadi se estremecióal mirarle. Su corazón tembló pareciendosalírsele...

–Vasia, hermano mío ¿qué te sucede?, ¿quéte pasa? –exclamó lanzándose hacia su amigo

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y estrechándole entre sus brazos–. Dime,¿qué te pasa y por qué estás triste? ¡Pobremártir! ¿Qué es? Cuéntame todo sinocultarme nada. No puede ser que sólo eso...

Vasia se fundió con él en un fuerte abrazo,sin poder pronunciar palabra y quedándosesin aliento.

–¡Está bien, Vasia! ¡Está bien! ¿Acaso nolo vas a acabar? ¿Qué sucede? No tecomprendo. Confiésame lo que te martiriza.¿Es que no ves que soy todo oídos...? ¡Oh!¡Dios mío! –repetía Arcadi, dando zancadaspor la habitación y agarrándose a todos losobjetos que se le ponían a mano como sibuscara urgentemente una medicina paraVasia–. Yo mismo iré en tu lugar mañana aIulián Mastákoich, y le rogaré, le suplicaré,para que te conceda un día más. Le explicarétodo, absolutamente todo, si es eso lo que temartiriza tanto...

–¡Que Dios te ampare! –exclamó Vasia y se

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puso más pálido que una pared. Apenas setenía en pie.

–¡Vasia, Vasia!Vasia volvió en sí. Sus labios temblaban.

Intentaba pronunciar algo, pero noconseguía hacer otra cosa que estrecharconvulsivamente la mano de Arcadi... Sumano estaba fría. Arcadi permanecíaexpectante frente a él, abatido por la tristezay la angustia. Vasia de nuevo dirigió sumirada hacia él.

–¡Vasia! ¡Que Dios te ampare! ¡Queridoamigo, me estás destrozando el corazón!

De los ojos de Vasia corrieron lágrimas araudales y se lanzó a los brazos de su amigo.

–¡Te he engañado, Arcadi! –dijo él–. ¡Teengañé! ¡Perdóname! ¡Discúlpame! Hetraicionado nuestra amistad...

–¿Qué? ¿Qué dices, Vasia? ¿De qué setrata? –le preguntó Arcadi, completamentehorrorizado.

–¡Pues de esto!

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Y Vasia con gesto desesperado sacó delcajón seis gruesos cuadernos, similares al queestaba copiando, y los arrojó sobre elescritorio.

–¿Qué es esto?–Aquí tienes lo que tiene que estar hecho

pasado mañana. ¡No hice ni la cuarta parte delo que tenía que hacer! ¡Pero no mepreguntes, ni me interrogues sobre... cómopudo suceder! –dijo Vasia, comenzando élmismo la conversación de lo que tanto lemartirizaba–. ¡Arcadi, amigo mío, ni yomismo sé lo que me ha ocurrido! Parece queestoy despertando de un sueño. He perdidoen vano tres semanas enteras. Yo... no hehecho más que ir a visitarla. No podía con micorazón, y una sensación desconocida... mehacía sufrir... sin que pudiera concentrarmepara escribir. No pensaba en ello. Sólo ahora,cuando la felicidad se me viene encima,recobro la conciencia.

–¡Vasia! –dijo Arcadi Ivánovich con tono

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decidido–. ¡Vasia! Yo te sacaré del apuro. Loentiendo todo. Esta cuestión no es unabroma. ¡Escúchame! Mañana mismo iré a vera Iulián Mastákovich... No muevas la cabeza.¡No! ¡Atiende! Le contaré todo, tal y comoha sucedido. Déjame hacerlo de ese modo...¡Se lo explicaré... soy capaz de todo! Le dirélo mal que te encuentras y lo que sufres.

–¿Sabes que ahora me estás haciendosentirme muy mal? –dijo Vasia, quedándosecompletamente helado de frío.

Arcadi Ivánovich se quedó pálido, peroreaccionó al instante y se echó a reír.

–¿Qué importancia tiene? –dijo él–.¡Hombre, Vasia! ¿No te da vergüenza?¡Atiende! Veo que te estoy dando undisgusto. ¿Lo ves? Te entiendo: sé lo que tepasa. Si ya llevamos cinco años viviendojuntos, ¡gracias a Dios! Eres bondadoso,dulce, pero débil, imperdonablemente débil.Si de ello se percató hasta LizavetaMijáilovna. Al margen de esto, eres un

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soñador, y eso tampoco te beneficia: ¡porquepuedes perder el juicio, hermano! ¡Espera,porque sé lo que deseas! Te habría gustado,por ejemplo, que Iulián Mastákovichestuviera rebosante de alegría y que en honora tu boda organizara incluso un baile... Pero¡espera, espera! Estás arrugando la frente.¿Lo ves?: por una palabra que dije; te hasofendido por lo de Iulián Mastákovich. Perodejémoslo a un lado. ¡Si yo también le tengotanto respeto como tú! Pero no me discutascontradiciéndome que te gustaría que todo elmundo fuera feliz el día en que tú te casaras...Sí, hermano, tendrás que reconocer que tegustaría que, por ejemplo, yo, tu mejoramigo, tuviera de repente unos cien milrublos de capital; que todos cuantosenemigos hubiera sobre la faz de la tierra, depronto, sin ton ni son, se amigaran y seabrazaran de felicidad en medio de la calle yque después vinieran a visitarte aquí, a tucasa. ¡Amigo mío! ¡Mi querido amigo! No

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me estoy burlando, sino que es así. Y tú,desde hace tiempo, me has estadorepresentando todo esto en diferentes facetas.Puesto que, como te sientes feliz, deseas quetodos, decididamente todos, se vuelvan derepente felices. ¡Te duele y te cuesta aceptarque sólo tú eres feliz! ¡Y por eso deseas ahoracon todas tus fuerzas ser digno de esafelicidad y hacer alguna heroicidad paratranquilizar tu conciencia! ¡Comprendocómo te debe de atormentar que en algunascosas, en las que podrías demostrar tu celo yhabilidad... y tal vez agradecimiento, como túdices, de pronto fueras y metieras la pata!Sientes un gran pesar ante la idea de queIulián Mastákovich frunza el ceño y seenfade contigo cuando vea que hasdecepcionado la esperanza que él habíapuesto en ti. Te duele pensar que puedas oírreproches del que es tu protector. ¡Y en quémomento! ¡Cuando tienes el corazónrebosante de felicidad y no sabes a quién

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expresarle tu gratitud...! Porque es así, ¿no escierto? ¿Verdad?

Arcadi Ivánovich, al que le tembló la vozal terminar la frase, se quedó callado y tomóaliento.

Vasia miraba a su amigo con ternura. Y unasonrisa se deslizó por sus labios. Inclusopareció que una esperanza revivía en surostro.

–Bien, entonces, escúchame –dijonuevamente Arcadi, aún más alentado por esaesperanza–: ni falta que hace que IuliánMastákovich cambie respecto a subenevolencia contigo. ¿No se trata de eso,querido amigo? ¿Acaso no es eso? Y si es así–dijo Arcadi pegando un salto de la silla–,entonces yo me sacrificaré por ti. Mañana iréa ver a Iulián Mastákovich... ¡Y no mecontradigas! Tú, Vasia, estás considerando tudescuido como si fuera un crimen. Y, además,Iulián Mastákovich es muy magnánimo ymisericordioso, y es muy diferente a ti. Él,

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hermano Vasia, nos escuchará a ti y a mí, ynos sacará de la desgracia. ¡Bueno! ¿Ya estásmás tranquilo?

Vasia, con los ojos empapados en lágrimas,estrechó la mano de Arcadi.

–¡Bien, Arcadi! ¡Está bien! –le dijo–.Decidido. Bueno... pues no he terminado eltrabajo, ¿y qué? Si no lo terminé, pues no lohe terminado. Y no tienes por qué ir tú. Yomismo le explicaré todo e iré yo. Ahora yame he tranquilizado, estoy completamentetranquilo. Sólo que no vayas tú... Peroatiende...

–¡Vasia, querido amigo! –exclamó dealegría Arcadi Ivánovich–. He hablado paraque me entiendas. Soy feliz de que ya hayasrecapacitado y estés dispuesto a rectificar.Pero pase lo que pase, y te ocurra lo que teocurra, recuerda que estoy a tu lado. Veo quete martiriza la idea de que yo le diga algo aIulián Mastákovich; y no se lo diré, no le dirénada, sino que se lo dirás tú mismo. Verás:

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vas a ir mañana... o mejor será que no vayassino que te quedes aquí escribiendo, ¿locomprendes? Y yo ya me enteraré allí de siese asunto es tan urgente o no, si esimprescindible tenerlo acabo para la fechafijada o no, y qué pasaría si te excedieras delplazo. Después vendré aquí corriendo acontártelo... ¡Lo ves! ¡Si hay esperanza!Figúrate que el asunto no sea urgente ysalgamos bien parados. Tal vez IuliánMastákovich no se acuerde y, en tal caso,estaremos a salvo.

Vasia movió pensativo la cabeza. Pero sumirada de agradecimiento no se apartaba delrostro de su amigo.

–¡Está bien! Estoy cansado y me sientomuy débil –dijo, ahogándose en laspalabras–; ni yo mismo tengo ganas depensar en ello. ¡Pues hablemos de otra cosa!Yo, ya ves, probablemente no me pongaahora a escribir, sino que terminaré comopueda un par de páginas hasta llegar a un

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punto. ¡Atiende...! Llevo ya tiempoqueriéndote preguntar: ¿cómo es que meconoces tan bien?

Las lágrimas de Vasia resbalaban sobre lasmanos de Arcadi.

–¡Si supieras cuánto te quiero, Vasia, nome habrías preguntado esto!

–¡Sí! ¡Yo no sé, Arcadi, por qué... por quéme quieres tanto! ¿Sabes, Arcadi, que hastame agobiaba tu afecto? ¿Sabes cuántas veces,al irme a dormir pensando en ti (porquesiempre pienso en ti antes de dormir), meempapaba en lágrimas, y mi corazón seestremecía por, por... ¡Porque me quierestanto, mientras que yo no puedo aliviar micorazón y demostrarte mi gratitud...!

–¡Ves, Vasia, cómo eres...! Mira quédisgustado estás –dijo Arcadi, quien enaquellos momentos tenía estremecida el alma,y que se acordó de la escena de la calle del díaanterior.

–¡Está bien! Quieres que me tranquilice,

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cuando yo jamás había estado tan tranquilo yfeliz como ahora. ¿Sabes una cosa...?Escucha, me habría gustado haberte contadotodo, pero siempre he temido disgustarte...Tú siempre te disgustas y me gritas; y yo measusto... Mira cómo estoy temblando ahoramismo y no sé por qué. Verás, hay algo quequiero decirte. Creo que hasta ahora no meconocía a mí mismo. ¡Sí! Igual que a otros,que sólo los conocí ayer. Yo, hermano, nosentía ni apreciaba las cosas en su plenitud.Mi corazón... era un callo... Escucha: ¡cómoes que jamás hice yo nada bueno en estemundo a nadie, porque no podía hacérselo, eincluso resulto desagradable físicamente...!¡En cambio, a mí todos me han hecho bien!Y el primero de todos eres tú, ¿acaso no loveo? Y mientras eso sucedía, yo me limitaba acallar.

–¡Basta, Vasia!–¿Por qué, Arcasha! ¿Por qué...? Si estoy

bien –le interrumpió Vasia, sin poder apenas

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pronunciar palabra por las lágrimas que loahogaban–. Ayer te hablé de IuliánMastákovich. Y tú sabes que es un hombrerecto, y tan severo que hasta te ha llamado laatención un par de veces, y, sin embargo,ayer se le ocurrió gastarme unas bromasabriéndome su bondadoso corazón, que porprudencia no se lo abre a todo el mundo...

–¿Y qué, Vasia? Eso te demuestra que eresmerecedor de tu felicidad.

–¡Oh, Arcasha! ¡Si supieras qué ganastengo de acabar todo este trabajo...! ¡Pero no,echaré a perder toda mi felicidad! ¡Lopresiento! Pero no por eso –le interrumpióVasia, al ver que Arcadi miraba de reojo elmontón de papeles que había sobre elescritorio–. Eso no es nada, es sólo papelescrito... ¡Vaya absurdo! Ésta es una cuestiónresuelta... yo... Arcasha, estuve hoy allí, encasa de ellas... pero no entré. ¡Me sentía mal,con ganas de llorar! Sólo permanecí junto a lapuerta. Ella tocaba el piano y yo la

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escuchaba. Lo ves, Arcadi –dijo, bajando lavoz–: no me atreví a entrar...

–Escucha, Vasia, ¿qué te pasa? Me miras deun modo tan raro...

–¿Qué? ¡Nada! No me encuentro bien. Metiemblan las piernas, porque me pasé la nochesentado. ¡Sí! Y parece que se me nubla lavista. Y aquí, aquí...

Se señaló el corazón y perdió el sentido.Cuando Vasia volvió en sí, Arcadi quiso

adoptar serias medidas. Intentó llevarle a lacama a la fuerza. Pero Vasia se resistía contodas sus fuerzas. Lloraba, chasqueaba losdedos, quería escribir, deseando terminarinmediatamente sus dos páginas. Para noponerle más nervioso, Arcadi le dejó que seacercara a los papeles.

–¡Lo ves! –dijo Vasia, sentándose alescritorio–, ¡también a mí se me ha ocurridouna idea, porque cabe una esperanza! –sonrióa Arcadi, y su pálida faz realmente pareciórevivir con el haz de la esperanza–. Mira:

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pasado mañana le llevaré una parte deltrabajo. Y mentiré sobre el resto, diciéndoleque se ha quemado, o que se ha empapado deagua, o que lo he extraviado... que,finalmente, no pude acabarlo, porque yo nosé mentir. Se lo explicaré yo mismo. ¿Sabesuna cosa? Se lo explicaré todo. Le diré esto ylo otro, y que no pude acabarlo... le contarélo de mi amor. Si él mismo se casó no hacemucho, ¡me comprenderá! Y haré todo estocon educación y buen tono. Él verá mislágrimas y eso le conmoverá...

–¡Pues sí! ¡Ve, ve a verle y explícale todo...!¡Pero no es necesario derramar lágrimas.¡Para qué! De veras, Vasia, que me has dadoun buen susto.

–Sí. Iré, iré. Y ahora deja que me ponga aescribir; déjame escribir, Arcasha. ¡Nomolestaré a nadie, pero déjame hacerlo!

Arcadi se tumbó en la cama. Vasia no leinspiraba ninguna confianza. Era capaz detodo. Pero ¿qué sentido tenía pedir perdón y

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presentar excusas? Se trataba de otra cosa y esque Vasia no había terminado el trabajo quese le había encargado. Se sentía culpable ydesagradecido con su destino. Estabadeprimido y conmocionado de felicidad,considerándose a sí mismo indigno de ella;únicamente había buscado un pretexto parairse por esos derroteros, y desde el día deayer aún no había vuelto en sí, por loinesperado de los acontecimientos. «¡Eso eslo que ha pasado!», pensó Arcadi Ivánovich.«Hay que salvarle. Es necesario reconciliarleconsigo mismo. Porque él mismo sehumilla.» Estuvo un buen rato pensando ydecidió irremediablemente ir al día siguientea ver a Iulián Mastákovich para contarletodo.

Vasia estaba sentado y escribiendo.Completamente agotado, Arcadi Ivánovichse echó en la cama para pensar nuevamente enel asunto, y se despertó cuando ya estabaamaneciendo.

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–¡Demonios! ¡Otra vez! –exclamó,mirando a Vasia; éste seguía sentando yescribiendo.

Arcadi se dirigió rápidamente hacia él, loagarró, y a la fuerza se lo llevó a la cama.Vasia sonreía: los ojos se le cerraban de ladebilidad. Apenas podía pronunciar palabra.

–Si yo mismo quería acostarme –dijo él–.¿Sabes, Arcadi? Tengo una idea ¡Heagilizado la pluma! No tenía fuerzas paraseguir sentado más tiempo en el escritorio;despiértame a las ocho.

No acabó la frase y se quedóprofundamente dormido.

–¡Mavra! –dijo Arcadi Ivánovich en vozbaja a la mujer que traía el té–; Vasia pidióque se le despertara dentro de una hora.¡Pero bajo ningún concepto! Que duermadiez horas si es necesario. ¿Lo entiendes?

–Lo entiendo, padrecito, lo entiendo.–No es necesario que hagas la comida, y no

andes revolviendo la leña y haciendo ruido.

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¡Pobre de ti si lo haces! Y, si preguntara pormí, dile que me fui a la oficina, ¿lo entiendes?

–Lo entiendo, padrecito, lo entiendo. Quedescanse a gusto, ¡a mí qué más me da! Mealegro de que los señores duerman bien, y yovelo por sus cosas. Hace unos días, cuando serompió una taza y usted me reprendió,quiero que sepa que no fui yo, sino la gataMashka. No me dio tiempo de verla cuandosaltaba y ¡zas! Tiró la taza al suelo, la muydesgraciada.

–¡Chis! ¡Calla, calla!Arcadi Ivánovich acompañó a Mavra a la

cocina, le pidió la llave y la dejó allíencerrada. A continuación se fue a la oficina.Por el camino iba dándole vueltas a cómodebía abordar a Iulián Mastákovich, y siaquello le saldría con soltura o si, por elcontrario, pudiera parecer impertinente.Tímidamente entró en la oficina y preguntóturbado si estaba Su Excelencia. Le dijeronque no, y que no estaría en todo el día. Por

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un instante, Arcadi Ivánovich pensó endirigirse a su casa, pero reflexionó y decidióque, si Iulián Mastákovich no había acudidoa la oficina, sería porque tenía asuntos queresolver en casa. Se quedó a esperar. Lashoras se le hicieron eternas. Sin que se lenotara, y con mucha mano izquierda, fuepreguntando acerca del trabajo que se lehabía encomendado a Shumkov. Pero nadiesabía nada. Lo único que sabían es que IuliánMastákovich le hacía encargos especiales, delos que nadie tenía información. Finalmentedieron las tres, y Arcadi Ivánovich se fuecorriendo a casa. En el vestíbulo le detuvo unescribiente y le dijo que Vasíli PetróvichShumkov había estado allí a la unaaproximadamente «preguntando si usted seencontraba aquí y si Iulián Mastákovichhabía venido». Al oír aquello, ArcadiIvánovich salió corriendo, alquiló un coche yllegó a casa asustado hasta más no poder.

Shumkov se encontraba en casa. Daba

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vueltas por la habitación, demasiadoexcitado. Al ver a Arcadi Ivánovich, almomento pareció recobrar la compostura yrecapacitó, apresurándose en ocultar supreocupación. En silencio, se puso manos a laobra con sus papeles. Parecía esquivar laspreguntas de su amigo que pudieranresultarle molestas; tramaba algo para susadentros y había decidido no desvelar sudecisión, como si no debiera depositarseconfianza en una amistad. Aquellosorprendió a Arcadi, punzándole fuerte ypenetrantemente el corazón. Se sentó en lacama y abrió un librito, el único que tenía,sin quitarle ojo de encima al pobre Vasia.Pero éste permanecía tenazmente callado yescribiendo sin levantar cabeza. Asítranscurrieron varias horas y el sufrimientode Arcadi crecía cada vez más. Finalmente,hacia las once, Vasia levantó la cabeza y ledirigió a Arcadi una mirada torpe y fija. Éste

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permanecía a la espera. Pasaron unos dos otres minutos y Vasia seguía callado.

–¡Vasia! –exclamó Arcadi. Vasia norespondió–. ¡Vasia! –repitió de nuevoArcadi, levantándose de la cama–. Vasia: ¿quéte sucede?, ¿qué te pasa? –exclamó,acercándose a él. Vasia levantó la cabeza yotra vez le dirigió una mirada torpe y fija.«¡Le ha dado un pasmo!», pensó Arcadi,asustado e invadido de miedo.

Cogió una jarra de agua, levantó a Vasia, leechó agua en la cabeza, le refrescó las sienes,le frotó las manos y Vasia recobró el sentido.

–¡Vasia! ¡Vasia! –exclamó Arcadi,derramando lágrimas sin poderse contener–.¡Vasia, no te mates de ese modo, recobra elsentido! ¡Vamos...! –sin terminar la frase, loestrechó ardientemene entre sus brazos. Unaextraña expresión recorrió la faz de Vasia. Sefrotó la frente y se agarró la cabeza cual sitemiera que ésta le fuera a estallar.

–¡No sé lo que me sucede! –dijo

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finalmente–; creo que me he esforzadodemasiado. ¡Bueno, está bien! ¡Está bien,Arcadi! ¡No te preocupes! –repetía,mirandole con ojos tristes y agotados–. ¿Porqué habíamos de preocuparnos? ¿No teparece?

–Pero si tú me tranquilizas –exclamóArcadi, al que el corazón parecía estallarle–.Vasia: acuéstate y duerme un poco. ¡Vamos!–dijo finalmente–. ¡No te martirices en vano!¡Será mejor que después te pongas de nuevoa trabajar!

–¡Sí, sí! –repitió Vasia–. ¡Permíteme! ¡Voya echarme! ¡Está bien! ¡Lo ves, teníaintención de acabarlo, pero ahora hecambiado de opinión...! ¡Sí...!

Y Arcadi lo metió en la cama.–¡Escucha, Vasia! –le dijo con firmeza–,

¡hay que solucionar inmediatamente estacuestión! Dime, ¿qué es lo que te haspropuesto?

–¡Ah! –dijo Vasia, haciendo un gesto con

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su debilitada mano y girando la cabeza haciaotro lado.

–¡Bueno, Vasia, bueno! ¡Decídete! Yo noquiero ser tu asesino. No quiero callar pormás tiempo. No te dormirás hasta que te lopropongas. Lo sé.

–¡Como quieras, como quieras! –repitióVasia en tono enigmático.

«¡Parece que ya se deja convencer!», pensóArcadi Ivánovich.

–Hazme caso, Vasia –le dijo–, recuerda loque te dije. Mañana te salvaré; mañanaresolveré tu destino. Pero ¿qué digo yo deldestino? Me has dado tal susto, Vasia, queincluso yo mismo utilizo tus términos. ¡Quédestino! ¡Si es absurdo! ¡Tonterías! ¡Tú loque no quieres es perder la buena disposicióny hasta el afecto que te tiene IuliánMastákovich! ¡Claro! ¡Y no los vas a perder!,ya lo verás... Yo...

Arcadi Ivánovich podía estar hablándoletodavía durante un largo rato, pero Vasia le

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interrumpió. Se incorporó en la cama, seabrazó en silencio al cuello de ArcadiIvánovich y le dio un beso.

–¡Bueno! –dijo con voz débil–. ¡Está bien!¡Ya hemos hablado suficiente del asunto!

Y de nuevo se volvió de cara a la pared.«¡Dios mío!», pensó Arcadi, «¡Dios mío!

¿Qué le ocurre? Ha perdido el juicio porcompleto. ¿Qué decisión habrá tomado? ¡Sematará a sí mismo!»

Arcadi le miraba perplejo.«Si se hubiera puesto enfermo», pensó

Arcadi, «puede que hasta fuera mejor. Con laenfermedad pasaría la preocupación por alto,y después podría arreglarse todo el asuntoestupendamente. Pero ¿por qué miento? ¡Ay,Dios mío...!».

Mientras tanto, pareció que Vasia se habíaquedado dormido. Arcadi Ivánovich sealegró. «¡Es una buena señal!», pensó. Habíatomado la decisión de permanecer junto a éldurante toda la noche. Pero Vasia estaba

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inquieto. Se estremecía a cada minuto, dabavueltas en la cama y en algunos momentosabría los ojos. Finalmente el cansancio levenció. Parecía que se había quedadoprofundamente dormido. Eran casi las dos dela madrugada. Arcadi Ivánovich se quedótraspuesto sentado en la silla, con el codoapoyado en la mesa.

Tenía un sueño alterado y extraño. Nohacía más que parecerle que él no estabadormido y que Vasia estaba tumbado en lacama como antes. Pero ¡cosa rara! Tenía laimpresión de que Vasia se hacía el dormido,de que incluso le engañaba y de que encualquier momento se iba a levantardespacito y, observándole de reojo, seacercaría a hurtadillas al escritorio. Unardiente dolor oprimía el corazón de Arcadi.Estaba triste y angustiado y le costabaaceptar que Vasia desconfiaba de él, seescondía y le ocultaba cosas. Quería cogerle,gritar y llevárselo a la cama... Entonces Vasia,

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en los brazos de Arcadi, daba un grito, y éstese veía llevando a la cama un cuerpo sin vida.Un sudor frío corría por la frente de Arcadi ysu corazón latía con increíble fuerza. Abriólos ojos y se despertó. Vasia estaba sentadodelante de él en el escritorio y escribiendo.

Desconfiando de sus sentidos, Arcadi miróa la cama: Vasia no estaba allí. Arcadi pegó unsalto, presa todavía de sus visiones. Vasia nose inmutó. No paraba de escribir. ¡Depronto, Arcadi observó horrorizado queVasia pasaba por el papel la pluma con lapunta seca y sin tinta; que pasaba una trasotra las páginas en blanco y que tenía prisa,mucha prisa por rellenar la hoja, como siestuviera realizando un trabajo conextraordinaria eficacia! «¡No, esto no es unpasmo!», pensó Arcadi Ivánovich temblandotodo.

–¡Vasia, Vasia! ¡Respóndeme, por favor! –exclamó, agarrándole del hombro. Pero Vasiacontinuó callado, y, como antes, seguía

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pasando a toda prisa la pluma seca sobre elpapel.

–Finalmente he podido hacer que la plumaescriba más deprisa –dijo, sin levantar lacabeza para mirar a Arcadi.

Arcadi le cogió de la mano y le arrancó lapluma.

Se oyó salir un gemido del pecho de Vasia.Dejó caer los brazos, levantó los ojos paramirar a Arcadi, y después con gesto triste yagotado se pasó la mano por la frente, comosi quisiera quitarse de encima algúninsoportable peso depositado sobre supersona, y en silencio, como si se quedarapensativo, bajó la cabeza.

–¡Vasia, Vasia! –exclamó Arcadi Ivánovichdesesperadamente–. ¡Vasia!

Al cabo de un minuto, Vasia le miró. Teníalágrimas en sus grandes ojos azules, y surostro pálido y sumiso expresaba un terriblesufrimiento... Estaba susurrando algo.

–¿Qué? ¿Qué? –exclamó Arcadi,

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inclinándose hacia él.–¿Por qué? ¿Por qué yo? –murmuró

Vasia–. ¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho?–¡Vasia! ¿Qué dices? ¿De qué tienes

miedo? ¿De qué? –exclamó Arcadi,retorciéndose desesperadamente las manos.

–¿Por qué habían de enviarme a filas? –dijoVasia, mirando directamente a los ojos de suamigo–. ¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho?

A Arcadi se le pusieron los pelos de punta.No quería creer lo que veía. Permanecíacomo una estaca frente a él.

Transcurrido un minuto se repuso. «¡Noes nada, fue una cuestión momentánea!», sedijo para sus adentros, completamentepálido, con los labios temblorosos yazulados, y salió corriendo a ponerse la ropa.Quería ir deprisa a por el médico. De prontoVasia le llamó. Arcadi se lanzó hacia él y loabrazó como una madre a la que le arrebatana su criatura....

–¡Arcadi, Arcadi, no se lo digas a nadie!

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¿Lo oyes? Éste es mi problema. He desufrirlo yo solo...

–¿Qué dices? ¿Qué dices? ¡Recobra elsentido! ¡Vamos!

Vasia lanzó un suspiro y unas silenciosaslágrimas corrieron por sus mejillas.

–¿Por qué había de matarla a ella? ¿Quéculpa tiene...? –murmuró él con una vozdesgarradora–. ¡Es mi pecado...!

Se quedó callado un instante.–¡Adiós, querida mía! ¡Adiós! –susurró,

moviendo su pobre cabeza. Arcadi seestremeció, recobró el sentido y quiso ir enbusca del médico–. ¡Vamos! ¡Ha llegado elmomento! –exclamó Vasia, reparando en losmovimientos de Arcadi–. ¡Vamos, hermano,vamos! ¡Yo estoy preparado! ¡Y tú,acompáñame! –se quedó callado, mirando aArcadi con gesto agotado y de desconfianza.

–¡Vasia, por el amor de Dios, no me sigas!Espérame aquí. Enseguida regreso junto a ti–dijo Arcadi Ivánovich, sin saber lo que

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hacía y cogiendo la visera para salir corriendoen busca del médico. Vasia se sentó almomento. Estaba tranquilo y obediente,únicamente en sus ojos se percibía el brillo dealguna desesperada decisión. Arcadi se dio lavuelta, cogió el cortaplumas de la mesa, mirópor última vez a su pobre amigo y saliócorriendo del piso.

Eran las ocho de la mañana. Hacía tiempoque la luz había dispersado la oscura nochede la habitación.

Arcadi no encontró a nadie. Llevaba unahora corriendo. Todos los médicos, cuyasdirecciones preguntaba a los porteros, con laesperanza de que pudiera vivir alguno en lacasa, se habían marchado. Unos a hacer lascorrespondentes visitas y otros a hacer susgestiones. Dio con uno que pasaba consulta.Se pasó un largo rato haciendo meticulosaspreguntas a su criado, quien le habíainformado de la visita de Nefédevich. Lepreguntó de parte de quién venía, quién era,

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qué era lo que quería, y de qué condiciónsocial era un paciente tan madrugador.Concluyó diciendo que no podía atenderle,que tenía muchos asuntos que resolver, queno podía desplazarse, y que a enfermos de esetipo había que llevarlos directamente alhospital.

Hundido y desmoralizado, Arcadi, que deninguna de las maneras esperaba semejantedesenlace, lo dejó todo, incluidos todos losmédicos del mundo, y a toda prisa se dirigióa casa, alarmado sobremanera por Vasia.Entró corriendo en casa. Mavra, como sinada sucediera, barría el suelo y rompía lasastillas para encender la estufa. Arcadi fuedirectamente a la habitación, donde noquedaba ni rastro de Vasia. Se habíamarchado...

«¿Adónde se habrá ido? ¿Dónde estará?¿Dónde podría encontrarse el infeliz?»,pensó Arcadi, lívido de horror. Comenzó ahacerle preguntas a Mavra. Ella no sabía ni

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había visto nada y tampoco se había enteradode cuándo se había marchado.

–¡Que Dios le ampare! –dijo. Nefédevichse fue corriendo a Kolomna, a casa de lanovia.

¡Dios sabe por qué pensó que podría estarallí!

Eran ya casi las diez cuando llego aKolomna. Allí no esperaban su visita, nadasabían y nada habían visto. Arcadipermaneció delante de ellos asustado ydisgustado, mientras les preguntaba dóndeestaba Vasia. La anciana no se podía sostenerde pie y se dejó caer en el sofá. Lizanka,amedrentada por el susto, comenzó apreguntar sobre lo sucedido. Pero ¿qué iba éla decirles? Arcadi Ivánovich se deshizo deellos como pudo, inventándose no se sabequé historia que, lógicamente, no secreyeron, y salió corriendo, dejando a toda lafamilia comocionada y preocupada. A todaprisa se dirigió a su departamento, al menos

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para no llegar tarde y comunicar lo sucedidocon el fin de tomar las medidas oportunas.Por el camino, se le pasó por la cabeza la ideade que Vasia pudiera estar en casa de IuliánMastákovich. Era lo más probable. Arcadi yalo había pensado; incluso antes de dirigirise aKolomna. Al pasar junto a la casa de SuExcelencia, tuvo intención de detenerse, peroal instante ordenó continuar al cochero.Decidió ir primero a la oficina para enterarsede si Vasia estaba allí y, de no encontrarlo enla oficina, personarse ante Su Excelencia para,al menos, informarle sobre Vasia. ¡Alguientenía que hacerlo!

Ya en el vestíbulo le rodearon loscompañeros más jóvenes, la mayoría iguales aél en rango, y al unísono comenzaron apreguntarle qué era lo que le había ocurrido aVasia. Todos decían que Vasia había perdidola cabeza y se había vuelto loco porque lequerían alistar como soldado por elincumplimiento del deber. Arcadi Ivánovich

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respondía a unos y a otros, o, mejor dicho,no respondía debidamente a nadie, sino quehacía lo posible por llegar hasta lashabitaciones del fondo. Por el camino seenteró de que Vasia se encontraba en eldespacho de Iulián Mastákovich, dondeestaban todos, y de que Esper Ivánovichtambién se encontraba allí. Se detuvo por uninstante. Un funcionario de mayor rango lepreguntó adónde se dirigía y qué deseaba.Sin reparar en su cara, murmuró algo sobreVasia y entró directamente en el despacho.Desde allí ya se podía oír la voz de IuliánMastákovich. «¿Adónde va?», le preguntóalguien que estaba junto a la mismísimapuerta. Arcadi Ivánovich se quedó muyconfuso. Ya se disponía a darse la vuelta,cuando por la puerta entreabierta vio a supobre Vasia. Abrió la puerta y como pudo seintrodujo en el despacho. Allí todo eraalboroto y perplejidad porque al parecerIulián Mastákovich estaba terriblemente

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disgustado. Estaba rodeado de jefes, a cuálmás importante; hablaban, pero nosolucionaban nada. Un poco más apartadoestaba Vasia. Al verle, a Arcadi le dio unvuelco el corazón. Vasia estaba de pie, pálido,con la cabeza erguida cual si se hubieratragado un paraguas y las manos rígidaspegadas a la costura del pantalón. Mirabadirectamente a los ojos de IuliánMastákovich. Al instante se dieron cuenta dela presencia de Nefédevich, y alguien queestaba al corriente de que eran compañerosde piso se lo comunicó a Su Excelencia. Leacercaron a Arcadi. Quiso responder a algoque le habían preguntado, pero al mirar aIulián Mastákovich y ver que su caraexpresaba verdadera lástima, se puso atemblar y a sollozar como un niño. Es más,incluso se lanzó hacia Su Excelencia, le cogióla mano para enjugarse las lágrimas, viéndoseel propio Iulián Mastákovich obligado a

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retirar su mano lo antes posible. La sacudióen el aire y dijo:

–¡Está bien, hermano! Veo que tienes ungran corazón.

Arcadi sollozaba y miraba a todos con ojossuplicantes. Le parecía que todos eran comohermanos para Vasia, y que todos ellostambién sufrían y lloraban por él.

–¿Cómo es que le ha sucedido esto? –dijoIulián Mastákovich–. ¿Por qué ha perdido lacabeza?

–¡Por gratitud! –apenas pudo pronunciarArcadi Ivánovich.

Todos escucharon perplejos su respuesta,dándoles la impresión de que era extraño eirreal que uno perdiera la cabeza porgratitud. Arcadi se explicó como pudo.

–¡Dios, qué lástima! –dijo finalmenteIulián Mastákovich–. Además, el trabajo quese le encargó no era nada importante niurgente. ¡De modo que arruinó su vida pornada! Bueno, pues ¡habrá que llevárselo al

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hospital...! –en ese momento IuliánMastákovich se dirigió nuevamente a ArcadiIvánovich y se puso a hacerle preguntas–. Hapedido –dijo Iulián Mastákovich, indicandoa Vasia– que no dijéramos nada de losucedido a una señorita. ¿Quién es? ¿Tal vezsu novia?

Arcadi se lo explicó todo. Mientras tanto,Vasia parecía estar pensando algo, como sicon gran esfuerzo recordara algo importantey necesario que debía decir en aquelmomento. A veces movía los ojoslastimosamente, como si albergara esperanzasde que alguien le recordara lo que olvidó.Fijó su mirada en Arcadi. De pronto, como sien sus ojos refulgiera una esperanza, semovió del sitio avanzando el pie izquierdo,dio tres pasos lo más hábilmente que pudo yse golpeó la bota izquierda con la derecha,como hacen los soldados cuando les llama eloficial. Todos estaban a la expectativa de loque podía suceder.

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–Tengo un defecto físico, Su Excelencia,soy débil y bajito, no valgo para el servicio –dijo él entrecortadamente.

En aquel momento, todos cuantos seencontraban en la habitación sintieronestrujarse su corazón, e incluso a IuliánMastákovich, con todo lo fuerte que parecía,le resbaló una lágrima de los ojos.

–Llévenselo –dijo, agitando la mano.–¡Mi cabeza! –dijo Vasia a media voz, se

dio la vuelta girando a la izquierda y salió dela habitación. Todos los que se interesabanpor él le siguieron. Arcadi se apretujaba trasellos. A Vasia lo hicieron pasar y sentarse enla salita a la espera de prescripción y lallegada del coche que se lo llevaría al hospital.Estaba sentado y no hablaba; parecíaterriblemente preocupado. Al que reconocía,le hacía una señal con la cabeza como si sedespidiera de él. A cada minuto miraba lapuerta preparado para que le dijeran que yahabía llegado el momento. A su alrededor se

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ciñó un estrecho círculo; todos movían lacabeza lamentándolo. A muchos les habíaimpresionado su historia que, de repente, sehizo famosa. Unos reflexionaban, otros seapiadaban y animaban a Vasia, diciendo de élque era un joven muy discreto y pacífico yque prometía mucho. Decían de él cómo seaplicaba en aprender, que era amable, y quequería transmitírselo a los demás. «Por suspropios esfuerzos había salido de un nivelsocial muy humilde», señaló alguien.Conmovidos, hablaban del apego que letenía Su Excelencia. Algunos se pusieron adepartir sobre por qué le habría dado a Vasiapor pensar que le mandarían a filas por nofinalizar el trabajo y perder por ello el juicio.Decían que, procediendo el pobre de lossiervos, y sólo gracias a las gestiones deIulián Mastákovich, quien supo valorar sutalento, sumisión y obediencia, habíarecibido su primer cargo. En una palabra,había gente de diversa opinión. De entre los

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más conmocionados destacaba especialmenteun hombre bajito, compañero de VasiaShumkov. Y no parecía excesivamente joven,sino de unos treinta años, aproximadamente.Estaba más pálido que una sábana, temblabay sonreía de un modo extraño,probablemente porque le asustara cualquierasunto escandaloso o una terrible escena, yen cierto modo porque también se alegrabacomo espectador que sigue una escena desdefuera. A cada minuto daba la vuelta a todo elcírculo que se había formado en torno aShumkov, y como era bajito se ponía depuntillas, agarraba de los botones al primeroque se le presentaba, es decir, a aquellos aquienes podía agarrar de los botones, y noparaba de decir que sabía por qué se habíaproducido aquello, que no era una cuestiónbaldía sino muy importante, y que la cosa nose podía dejar así. Después, de nuevo seponía de puntillas, le decía algo al oído a suinterlocutor, movía de nuevo un par de veces

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la cabeza y salía corriendo para cambiarse delugar. Finalmente todo terminó. Llegó elmédico acompañado de un guardia dehospital, se acercaron a Vasia y le dijeron queya era hora de partir. Vasia pegó un salto, seremovió inquieto y fue tras ellos, mirandoalrededor. Buscaba a alguien con la mirada.

–¡Vasia, Vasia! –exclamó, sollozando,Arcadi Ivánovich. Vasia se detuvo y, a pesarde las dificultades, Arcadi pudo llegar hastaél. Se lanzaron el uno a los brazos del otro ypor última vez se fundieron en un fuerteabrazo... La escena fue conmovedora. ¿Quéquimérica desgracia arrancaba las lágrimas desus ojos? ¿Por qué lloraban? ¿Cuál era ladesgracia? ¿Por qué ya no se entendían eluno al otro...?

–¡Toma, coge esto! ¡Y guárdalo! –dijoShumkov poniendo un papelito en la manode Arcadi–. Si no, me lo quitarán. Perotráemelo después. Consérvalo... –Vasia nohabía terminado la frase cuando le llamaron.

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Salió corriendo a toda prisa escalera abajo,despidiéndose de todos y moviendo lacabeza. La perplejidad se reflejaba en surostro. Finalmente, lo sentaron en el coche decaballos y empezaron el camino. Arcadi abrióapresuradamente el papelito y se encontrócon el negro mechón del cabello de Liza, delque Shumkov jamás se había separado. Delos ojos de Arcadi brotaron ardienteslágrimas. «¡Pobre Liza!», pensó.

Al terminar su jornada de trabajo, Arcadise dirigió a casa de los de Kolomna. Sobradecir la escena que allí hubo. Incluso Petia, elpequeño Petia, que no acababa de entenderlo que le sucedió a Vasia, se metió en unrincón y, tapándose la cara con las manos,empezó a sollozar con todas las fuerzas quedaba de sí su corazoncito. Ya era bien entradala noche, cuando Arcadi regresaba a casa. Alacercarse al Nevá, se detuvo un rato y mirópenetrantemente a lo lejos, a lo largo delhumeante río, helador y turbio, que, cubierto

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con la última púrpura de la encarnada alba,ardía en el horizonte de la neblina. Se hacíade noche en la ciudad, y la inabarcable,encendida y helada pradera del río Nevá secubría de miríadas de estrellas de punzanteescarcha bajo el último brillo de la luz delsol. Hacía mucho frío, veinte grados bajocero. El humeante vaho se desprendía de lagente al pasar y al correr a toda prisa loscoches de caballos. El denso aire temblabaante el menor ruido, y de las techumbres, aambos lados de las orillas, cual gigantes porel cielo helado, se alzaban hacia arribacolumnas de niebla, trenzándose ydestrenzándose, dando la impresión de quelos edificios más nuevos se alzaban sobre losviejos y una nueva ciudad se componía en elaire... Todo aquel mundo, con sus habitantes,los fuertes y los débiles, todas sus viviendas,tanto los cobijos de los mendigos como losdorados palacetes... a esa hora crepuscular,con la fuerza que da la vida, parecían una

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fantástica y mágica visión; un sueño, quedesaparecería al instante esfumándose comovapor por el cielo azul oscuro. Una ideaextraña se le pasó por la cabeza a Arcadi,quien se sentía huérfano por la ausencia de supobre compañero, Vasia. Se estremeció y enese instante su corazón pareció bañarse enuna ardiente fuente de sangre que de prontoprende por el flujo de una poderosa a la vezque desconocida sensación. Parecía que sóloahora había comprendido aquella alarma y elmotivo por el que se había vuelto loco supobre Vasia, incapaz de sobrellevar sufelicidad. Los labios de Arcadi temblaron, susojos se encendieron, se quedó pálido, y enaquel instante pareció ver algo nuevo conclaridad...

Arcadi se convirtió en una persona triste ytaciturna, perdió toda su alegría. El pisodonde hasta entonces había vivido seconvirtió en insoportable para él y alquilóotro. No le apetecía hacerles visitas a los de

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Kolomna; y tampoco podía. Transcurridosdos años, se encontró con Lizanka en unaiglesia. Ya estaba casada. Detrás de ellacaminaba su madre con un bebé en brazos. Sesaludaron y durante un largo rato rehuyeronla conversación sobre el pasado. Liza le dijoque ella, gracias a Dios, era feliz, que no erapobre, que su marido era un buen hombre, alque quería... Pero de pronto, en medio de laconversación, sus ojos se empañaron delágrimas y su voz se apagó. Se dio la vuelta yse inclinó ante el altar para ocultar a la gentesu dolor...

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La mujer ajena y el maridodebajo de la cama

(Chuzhaia zhena i muzh pod krovat’u,1848)

Un acontecimiento extraordinario

I

–¡Permítame hacerle una pregunta,caballero...!

El transeúnte se estremeció y ligeramenteamedrentado miró al caballero del abrigo decastor que a las ocho de la noche se leacercaba en mitad de la calle. Es de sobraconocido que el caballero petersburgués seasusta cuando un desconocido de pronto leaborda en la calle para hablar con él.

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Y así sucedió. El transeúnte se estremeció,ligeramente asustado.

–Disculpe que le haya importunado –dijoel caballero de la piel de castor–. Pero, a decirverdad, yo... no sé... estoy seguro de que medispensará. Como verá estoy algodisgustado...

En aquel instante el joven de la pelliza sedio cuenta de que el caballero de la piel decastor estaba realmente disgustado. Su rostroarrugado estaba verdaderamente pálido, letemblaba la voz, se le confundían las ideas,las palabras no acertaban a salir de su boca, yera evidente que le costaba un gran esfuerzodirigirse con un ruego a una persona que, ajuzgar por el aspecto del que se encontrabafrente a él, era de inferior nivel social.Además, en cualquier caso, la petición en síresultaba poco decorosa, informal y extrañaconsiderando a la persona que porta unabrigo de piel tan espléndido, un frac decolor verde botella tan distinguido y que

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luce innumerables condecoraciones. Eraevidente que todo ello intimidaba al propiocaballero del abrigo de castor, de manera que,disgustado y sin poder ya más, decidiódominar su turbación y suavizar la incómodaescena que él mismo había suscitado.

–Disculpe. Estoy algo confuso.Lógicamente, usted no me conoce... Dispenseque le haya importunado. He cambiado deopinión.

En aquel momento alzó cortesmente susombrero y salió corriendo.

–Pero ¡espere, tenga la amabilidad!A pesar de todo, el hombre bajito

desapareció en la penumbra, dejandoestupefacto al caballero de la pelliza.

«¡Qué tipo tan extraño!», pensó éste. Trasla sorprendente situación, recobró el sentidovolviendo a centrarse en sus asuntos yempezó a dar vueltas, calle arriba y calleabajo, sin perder de vista la puerta de unacasa de innumerables plantas. Empezó a caer

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la niebla, lo que alegró al joven porque supaseo sería menos visible, aunque algúncochero desesperanzado que estuviera todoel día de pie pudiera advertir su presencia.

–¡Disculpe!El transeúnte se estremeció de nuevo: el

caballero del abrigo de castor otra vez estabadelante de él.

–Perdone que yo de nuevo... –dijo–. Perousted seguramente será un hombre honesto.No me juzgue externamente en función demi pertenencia social. Por lo demás, no eraeso lo que quería decirle; repare en lohumano... pues frente a usted, caballero, tienea un hombre que necesita humildemente unfavor...

–Si puedo ayudarle en algo... ¿Qué es loque necesita...?

–Quizás crea que vaya a pedirle dinero –dijo el caballero misterioso, haciendo unamueca con la boca y soltando una carcajadahistérica mientras palidecía.

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–Por favor...–¡No! ¡Veo que le estoy molestando!

Disculpe, ni yo mismo me soporto, perotenga en cuenta que me está viendo usted enun estado de ánimo muy alterado que raya enla locura, pero no crea que...

–¡Pero vayamos al grano! –respondió elhombre joven, moviendo la cabeza enérgica eimpacientemente.

–¡Ah! ¡Conque ésas tenemos! Usted, unhombre tan joven, me está llamando laatención como si tratara con un muchachoaturdido. ¡Realmente he debido de perder eljuicio...! ¿Cómo le parezco ahorahumillándome? Dígamelo sinceramente.

El joven caballero se quedó confuso sindecir nada.

–Permítame preguntarle si no habrá vistousted a una dama. En eso consiste toda mipetición –dijo por fin decididamente elcaballero del abrigo de castor.

–¿A una dama?

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–Sí, a una dama.–He visto... pero debo reconocer que han

pasado tantas de ellas por aquí...–Muy bien –le respondió el hombre

misterioso con una amarga sonrisa–. No eraeso lo que quería preguntarle, disculpe.Quería preguntarle si no habrá visto usted auna señora con una piel de zorro, capuchónde terciopelo oscuro y un velo negro.

–No. No he visto a una señora de esascaracterísticas... o puede que no me hayafijado.

–¡Ah! En tal caso, disculpe.El hombre joven quería preguntar algo,

pero el caballero de abrigo lujoso desaparecióotra vez, dejando estupefacto a su inquietointelocutor. «¡Que se vaya al diablo!», pensóel joven caballero, visiblemente disgustado.

Enojado, subió el cuello de su abrigo y sepuso nuevamente a dar vueltas alrededor dela casa de innumerables plantas, sin descuidarla precaución. Estaba enfadado.

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«¿Por qué no saldrá?», pensó. «¡Prontoserán las ocho!» Las campanas de una torredieron las ocho de la tarde.

–¡Qué demonios! ¡Por fin!–¡Dispense...!–Perdone que yo le... Pero se me ha

presentado usted tan de repente que me di unbuen susto –dijo el transeúnte, arrugando lacara y disculpándose.

–Aquí me tiene otra vez. Claro que deboparecerle intranquilo y extraño.

–Haga el favor de explicarse lo antesposible y sin rodeos; todavía no sé en quéconsiste su deseo...

–¿Tiene usted prisa? Verá. Se lo contarésinceramente, sin palabras vanas. ¡Qué voy ahacer! Las circunstancias a veces unen apersonas de caracteres totalmente diferentes...Pero veo, joven, que está usted impaciente...Pues allá va... por lo demás, yo no sé ni cómodecírselo: estoy buscando a una dama (ya mehe decidido a contarlo todo). Debo saber con

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precisión adónde se dirigió esa dama. Creoque no es necesario, caballero, mencionar sunombre.

–¡Bueno, bueno, continúe!–¡Que continúe! ¡Emplea usted un tono!

Disculpe, puede que le haya ofendidollamándole joven, pero le aseguro que no...en una palabra, si pudiera usted hacerme ungran favor. Verá, se trata de una dama, quierodecir, una mujer formal, de buena familia, degente con la que trato... que me pidieron...Yo, sabe usted, no tengo familia...

–¡Bueno!–Póngase en mi situación, joven (¡ay, otra

vez le he llamado joven! ¡Disculpe!). Cadaminuto ahora es oro... Imagínese que esadama... ¿no podría usted decirme quién viveen esta casa?

–Sí... aquí vive mucha gente.–Sí, quiero decir que tiene razón –

respondió el caballero del abrigo de castor,sonriendo ligeramente para guardar las

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apariencias–. Veo que estoy algoconfundido... pero ¿por qué utiliza usted esetono? Está viendo que reconozcosinceramente mi confusión, y, si es usted unhombre altivo, se habrá percatado de mihumillación... Le estoy hablando de unadama de buena conducta, es decir, de buenaposición; disculpe, me confundo tanto comosi hablara de literatura. ¡Mire que llegar a laconclusión de que Paul de Kock es pocoprofundo, cuando es su literatura la que esmala...! ¡Eso es!

El joven miró con compasión al caballerodel abrigo de castor, que pareció embrollarsedefinitivamente, se quedó callado, mirando,sonriendo absurdamente y agarrando conmano temblorosa la solapa del abrigo de suinterlocutor.

–¿Dice usted que quién vive aquí? –preguntó el joven retrocediendo ligeramente.

–Sí, pero usted dijo que mucha gente.–Aquí... sé que también vive Sofia

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Ostáfievna –dijo el joven a media voz y concierta condolencia.

–¡Bueno, pues lo ve, lo ve! ¿Y sabe si vivealguien más?

–Le aseguro que no; no sé nada... Lo hedicho al verle tan excitado.

–Acabo de enterarme por la cocinera deque ella visita esta casa; pero usted no hareparado en ello, es decir, en lo referente aSofia Ostáfievna... pues no la conoce...

–¿No?; entonces disculpe...–Ya sé, joven, que nada de esto le interesa –

dijo el extraño caballero con amarga ironía.–Escuche –dijo el joven, titubeando–. En

esencia, ignoro el motivo de su estado, perodígame sinceramente: ¿acaso le engaña sumujer?

El joven sonrió amablemente.–Al menos así nos entenderíamos el uno al

otro –añadió, expresando con todo sucuerpo el generoso deseo de hacer una ligerainclinación.

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–¡Me deja usted estupefacto!, se lo digosinceramente. Exactamente de eso es de loque se trata... ¡A quién no le ocurre...! Suinterés me ha llegado profundamente.Reconozca que entre gente joven... Aunqueyo no lo sea, pero ya sabe, la costumbre, lavida de soltero; la soltería, ya se sabe...

–¡Está claro, está claro! Pero ¿en quépuedo ayudarle?

–Pues verá. Reconozca que visitar a SofiaOstáfievna... Por lo demás ni siquiera séadónde se dirigió esa dama. Sólo sé que seencuentra en esta casa. Y al verle pasear por laotra acera yo, que también hacía lo mismo,pensé... ya ve: estoy esperando a esa dama... séque se encuentra aquí y me gustaríaencontrármela para decirle cuán indecoroso eindecente resulta... es decir, ya me entiendeusted...

–¡Hum! ¡Bueno!–No lo estoy haciendo por mí. No se vaya

usted a pensar, es la mujer de otro. Su marido

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está allí, en el puente de Voznesenski. Quierepillarla, pero aún no ha tomado ladeterminación; todavía no se lo puede creer,como cualquier marido... –en ese momento elcaballero del abrigo de castor hizo un gestopara sonreír–. Soy su amigo. Y, claro,reconocerá usted que siendo como soy, unapersona de cierta respetabilidad, no se mepodría tomar por otra cosa.

–¡Claro! ¡Y bien, y bien!–Y bien, tengo que pillarla. Me lo han

encargado (¡pobre marido!). Pero sé que setrata de una joven y pícara dama (siempretiene a Paul de Kock bajo la almohada).Estoy convencido de que se escabulle de sucasa sin que nadie se percate... Confieso quefue la cocinera quien me dijo que venía aquí.Y yo, enloquecido, salí corriendo hacia estelugar en cuanto tuve la noticia. Quieropillarla. Llevo tiempo sospechando y por esoquería pedirle... como usted estaba paseandopor aquí... usted (usted), yo no sé...

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–Bueno, pero, finalmente, ¿qué es lo quedesea?

–Sí... No he tenido el honor de conocerle...ni siquiera me he permitido la curiosidad desaber quién es y a qué se dedica... Encualquier caso, permítame presentarme:¡mucho gusto...!

El caballero trémulo sacudióardientemente la mano del joven.

–Esto tenía que haberlo hecho yo alprincipio –añadió–, pero se me pasó por altola cortesía.

Mientras hablaba, el caballero del abrigo decastor no podía estarse quieto, mirabaintranquilo a ambos lados, movía los piesagarrando continuamente del abrigo al jovencomo si se ahogara.

–¿Lo ve? –dijo–. Pretendía dirigirme austed amistosamente... disculpe elatrevimiento... Quería preguntarle si nopodría usted dar sus paseos por allí, poraquella calle, junto a la callejuela, donde hay

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una puerta de salida, en forma de «L»; eso es.Yo, a mi vez, también pasearé cerca del portalprincipal, de modo que no se nos pasará poralto. Lo que no quiero es que se me escabullaestando yo solo; no quiero que se me escape.Usted, en cuanto la vea, deténgala y avíseme...Pero ¡he perdido el juicio! ¡Ahora me doycuenta de lo informal y estúpida que resultami propuesta!

–Pero ¿por qué? ¡Se lo ruego...!–¡No me disculpe! ¡Estoy tan alterado y

confuso como jamás había estado! Como sirealmente hubiera cometido un delito. Paraserle franco y honesto, he de reconocer que alprincipio hasta le tomé por el amante.

–Bueno, hablando claramente, ¿quieresaber lo que estoy haciendo aquí?

–Pero, honorable caballero, ni por lo másremoto he pensado que usted fuera él; no levoy a deshonrar con esa idea, pero... ¿podríadarme usted su palabra de honor de que noes un amante...?

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–Bueno, está bien, permítame darle mipalabra de honor de que lo soy, pero no desu mujer; de lo contrario, no estaría ahora enla calle, sino con ella.

–¡De la mujer! ¿Quién le ha dicho, joven,que se trate de mi mujer? Soy soltero, esdecir, yo también soy un amante...

–Dijo usted que su marido estaba... en elpuente de Voznesenski...

–Claro, por supuesto, me estoytrastabillando. Pero la cosa tiene aún másenredo. Pues ha de reconocer, joven, queexiste una cierta ligereza de caracteres, o sea...

–¡Bien, bien! ¡Está bien, está bien!–Es decir, yo no soy el marido...–Le creo de veras. Pero le digo

sinceramente que, después de hacerle cambiarde opinión, lo que deseo es tranquilizarmeyo mismo y por eso soy absolutamentefranco con usted. Me ha dado usted undisgusto y me está molestando. Prometo quele llamaré. Pero ahora le ruego que haga el

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favor de retirarse. También yo estoyesperando.

–¡Oh, disculpe, disculpe! Me alejaré, puesrespeto la apasionada espera de su corazón.Lo comprendo, tratándose de un joven. ¡Oh,qué bien le comprendo ahora!

–Está bien, está bien...–¡Hasta la vista...! Por cierto, disculpe

joven, otra vez me tiene usted aquí... No sécómo decirlo... Por última vez, deme supalabra de honor de que no es el amante.

–¡Por el amor de Dios!–Una última pregunta: ¿sabe cómo se

apellida el marido de su... es decir, de aquellamujer, que viene a ser objeto de su...?

–Claro que sí; pero no es su apellido yasunto acabado.

–¿Y cómo sabe mi apellido?–Escuche, váyase. Está usted perdiendo el

tiempo y, mientras tanto, ella podríaescabullirse unas cuantas veces... ¿Qué másquiere? La mujer que usted espera lleva una

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piel de zorro y la mía una gabardina decuadros y un sombrero de terciopelo azul...Pero ¿qué más quiere? ¿Qué más?

–¡Un sombrerito de terciopelo azul! Ellatiene una gabardina de cuadros y unsombrero azul –exclamó el importunocaballero, regresando al instante.

–¡Ay, al demonio! Pero si eso puedeocurrir... Pero además ¡qué digo! ¡Si la míano va allí!

–¿Y dónde está la suya?–¡Quiere saberlo! ¿Y qué más le dará?–Confieso que sigo con lo de...–¡Uf, Dios mío! ¡Pero si no tiene usted ni

pizca de vergüenza! La mujer que yo esperotiene unos amigos que viven aquí en el tercerpiso que da a la calle. Pero ¿acaso debodecirle de qué personas se trata con nombresy apellidos?

–¡Dios mío! Yo también tengo conocidosque viven en el tercer piso y con las ventanasque dan a la calle. Un general...

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–¡¿Un general?!–Un general. Y le voy a hacer el favor de

decir de qué general se trata; bueno pues delgeneral Polovitsin.

–¡Toma ya! ¡No, no son ésos! (¡Ay, quédiantre!, ¡qué demonios!)

–¿No se trata de ellos?–No son ellos.Ambos callaban y se miraban estupefactos

el uno al otro.–Pero ¿por qué me mira usted de ese

modo? –exclamó el joven, sacudiéndose conpesar el pasmo y el ensimismamiento.

El caballero dio muestras de inquietud.–Yo, yo reconozco...–No, permítame, permita que hablemos

seriamente. Es un asunto que atañe a los dos.Dígame... ¿A quién tiene usted allí...?

–Quiere decir ¿mis amigos?–Sí, sus amigos...–¡Lo ve, lo ve! ¡Por su mirada he

adivinado que acerté!

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–¡Qué demonios! ¡Pues no! ¡Quédemonios! ¿Acaso está ciego? Pero si al estardelante de usted no puedo estar con ella. ¡Ybien, y bien! Sí, por lo demás, todo me daigual; tanto si habla como si no.

El joven, furioso, dio un par de vueltas enel sitio, gesticulando con la mano.

–¡Pero si yo no digo nada! Como personahonesta se lo contaré todo: al principio lamujer venía aquí sola; es su familia. Yo nosospechaba nada. Y ayer me encontré con SuExcelencia, quien me dijo que hacía tressemanas que se había mudado de este piso aotro, luego la mujer, es decir, no mi mujer,sino la mujer del otro (del que está en elpuente de Voznesenski), esa dama, decía quehacía un par de días que había estado en casade ellos, o sea, en este piso... Y la cocinera medijo que el piso de Su Excelencia lo alquilóun hombre joven apellidado Boby´nitsyn...

–¡Ay, qué demonios, qué demonios...!–¡Señor mío! ¡Estoy asustado, aterrado!

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–¡Ay, qué diantre! ¡Y qué me importa quetenga usted miedo y esté horrorizado! ¡Ay!Allí se ha visto algo...

–¿Dónde? ¿Dónde? No tiene usted másque exclamar: ¡Iván Andréich! y yo saldrécorriendo.

–Está bien, está bien. ¡Ay, qué demonio,qué demonio! ¡Iván Andréich!

–¡Aquí estoy! –exclamó Iván Andréichdándose la vuelta completamente sofocado–.¿Y bien, qué?, ¿dónde?

–No, yo sólo era por... quería saber cómose llamaba la dama.

–Glaf...–¿Glafira?–No, no es exactamente Glafira... disculpe,

pero no puedo decirle cómo se llama –y, aldecir eso, el honorable caballero se pusocompletamente pálido.

–Pues claro que no es Glafira, yo mismo séque no es Glafira, y la otra tampoco;entonces ¿con quién está?

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–¿Dónde?–¡Allí! ¡Ay, qué demonios! –de lo furioso

que estaba, el joven apenas se sostenía en pie.–¡Ah, lo ve! ¿Cómo sabía usted que se

llama Glafira?–¡Al diablo! Encima que estoy

entreteniéndome aquí con usted. ¡Pero si hadicho que la suya no se llamaba Glafira...!

–¡Señor mío, pero qué tono!–¡Al demonio el tono! ¿Acaso ella es su

mujer?–No, o sea... soy soltero... Pero yo no

estaría a cada paso exclamando «¡quédemonio!» a una persona honorable sumidaen la desgracia, que, si no pudiera decirse quees digna de todo respeto, al menos eseducada. Usted no para de repetir: «¡Quédemonio! ¡Qué demonio!».

–¡Pues sí, al diablo! Ya estamos iguales, ¿loentiende?

–A usted le ciega la ira, y yo me callo.¡Dios mío! ¿Quién es?

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–¿Dónde?Se oyeron ruidos y risas. Dos señoritas

muy monas bajaron las escalerillas. Los doscaballeros salieron corriendo a su encuentro.

–¡Cómo son! Pero ¿qué hace?–¿Dónde va?–¡No es ella!–¡Nos hemos confundido! ¡Cochero!–¿Dónde va, señorita?–A Pokrov. Siéntate Annushka, te llevaré

conmigo.–Me sentaré aquí. ¡Vamos! ¡Vamos,

cochero! ¡Sé más veloz...!El cochero arrancó.–¿Y de dónde habrán salido?–¡Dios mío, Dios mío! ¿No deberíamos

seguirlas?–¿Dónde?–Pues a casa de Boby´nitsyn.–No. No estaría bien...–¿Por qué?–Claro que yo, por mí, iría, pero ella diría

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otra cosa. Se saldrá por peteneras, la conozco.Diría que vino a propósito para pillarme amí, y me echaría la culpa.

–¡Y saber que realmente está allí! Perousted, no sé... no entiendo por qué no subeusted a casa del general...

–Pero si se ha mudado de casa.–Da lo mismo, ¿lo entiende? Ella ha estado

en su casa, bueno pues usted también va averlo, ¿comprende? Hágalo como si nosupiera que el general se ha mudado de casa,vaya como si fuera a buscar a su mujer...

–Y ¿después?–Bueno, y después disimule como pueda

donde Boby´nitsyn. ¡Uf, demonio, qué tor...!–Bueno, ¿y qué le importa a usted que yo

disimule? ¡Lo ve, lo ve...!–¿Qué? ¿Qué dice, señor mío? ¿Qué?

¿Otra vez me sale con lo de antes? ¡Ay, Diosmío! ¡Debería avergonzarse de ser tanridículo y torpe!

–Bueno, ¿y por qué razón se toma usted

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tanto interés? Usted quiere enterarse...–¿Enterarme de qué?, ¿de qué? ¡Qué

demonios, ahora no tengo tiempo paraentretenerme con usted! Puedo ir yo solo.¡Váyase, márchese! ¡Vigile allí! ¡Vamos!

–¡Señor mío, casi pierde usted los estribos!–exclamó desesperado el caballero del abrigode castor.

–¿Y qué? ¿Y qué más da que pierda losestribos? –dijo el joven apretando los dientesy acercándose enfurecido al caballero delabrigo de castor–. ¿Y qué pasa? ¿Delante dequién estoy perdiendo los estribos? –rugióapretando los puños.

–Pero señor mío, permítame...–Pero ¿quién es usted? ¿Ante quién pierdo

los estribos? ¿Cómo se apellida?–No sé por qué... joven. ¿Para qué quiere

saber el apellido...? No puedo decírselo...Mejor será que vaya con usted. Vamos, nome voy a quedar atrás, estoy preparado paratodo... Pero, créame, merezco que se me trate

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con más amabilidad. No es necesario perderlas formas, y si está disgustado por algo(aunque me imagino el motivo), mayor razónpara que no lo haga... ¡Es usted todavía unhombre muy, muy joven...!

–¿Y a mí qué me importa que sea ustedviejo? ¡Vaya cosa! ¡Márchese! ¿Qué hacedando vueltas por aquí...?

–¿Qué es eso de que yo sea viejo? No soytan viejo. Claro que por mi título, pero yono estoy dando vueltas por aquí...

–Eso está claro. Pero vamos, ¡márcheseya...!

–Pues no, iré con usted. No puede negarsea ello. También estoy metido en el ajo; voycon usted...

–¡En tal caso, silencio! ¡Silencio!¡Cállese...!

Los dos subieron al rellano y ascendieronpor la escalera hasta el tercer piso. Estababastante oscuro.

–¡Espere! ¿Tiene cerillas?

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–¿Cerillas? ¿Qué cerillas?–¿Fuma usted?–¡Ah, sí! ¡Aquí las tengo! Ahora... espere –

el señor de la piel de castor se inquietó.–¡Uf qué tor...! ¡Al diablo! Parece que esto

es una puerta...–Ésta, ésta, ésta, ésta...–«Ésta, ésta, ésta»... ¿por qué grita? ¡Hable

más bajo...!–¡Señor mío, con todo el dolor de mi

corazón... le digo que es usted un insolente!¡Eso es...!

Prendió la cerilla.–Esto es, aquí está la placa metálica. Ahí

está Boby´nitsyn. ¿Lo ve?: Boby´nitsyn.–¡Lo veo, lo veo!–¡Más ba...jito! ¿Se ha apagado?–Se apagó.–¿Llamamos?–No, ¿para qué? Usted empezó, llame

usted...–¡Cobarde!

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–¡Usted sí que es cobarde!–¡Már-che-se!–¡Estoy arrepentido de haberle confiado

mi secreto! Usted...–¿Yo? ¿Yo qué?–Se ha aprovechado de mi disgusto. Vio

que estaba contrariado...–¡Al diantre! Me da risa, eso es todo y

punto.–¿Y por qué está usted aquí?–¿Y usted...?–¡Vaya una moral! –señaló indignado el

caballero del abrigo de castor.–¿Qué dice de la moral? Y usted ¿qué?–¡Pues que es inmoral!–¿Qué?–¡Pues sí! ¡Que, en su opinión, cualquier

marido ofendido es un pazguato!–¿Acaso es usted un marido? Si el marido

está en el puente de Voznesenski. ¿Y, si es así,por qué se pone de ese modo?

–¿Por qué se pone tan pesado? ¡Y a mí que

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me parece que es usted el amante...!–¡Escuche, si continúa de ese modo, me

veré obligado a reconocer que es unpazguato! ¿O, mejor dicho, sabe qué...?

–¡O sea, que quiere decirme que soy elmarido! –dijo retrocediendo el caballero delabrigo de castor como si le echaran un jarrode agua hirviendo.

–¡Chis! ¡A callar! ¿Lo oye...?–Es ella.–¡No!–¡Uf! ¡Qué oscuro está!Todo quedó en silencio. En el piso de

Boby´nitsyn se oyó ruido.–Pero ¿por qué tenemos que enfadarnos,

señor mío? –murmuró el caballero del abrigode castor.

–Pero ¡qué diantre, si fue usted mismoquien se enfadó!

–Usted me sacó de mis casillas.–¡Cállese!–Reconozca que todavía es muy joven...

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–Pero ¡cállese!–Claro que estoy de acuerdo en que un

marido que se encuentra en semejantesituación es un pazguato.

–Pero ¿puede callarse? ¡Oh!–¿Por qué se tiene que perseguir con tanta

saña al infeliz marido...?–¡Es ella!Pero en aquel momento cesó el ruido.–¡Es ella! ¡Ella! ¡Ella! Pero ¿por qué está

usted tan preocupado, si este asunto no leatañe?

–¡Muy señor mío! ¡Muy señor mío! –murmuraba el caballero del abrigo de castor,pálido y a punto de echarse a llorar–. Claroque estoy disgustado... ha presenciado yabastante de mi humillación; y aunque ahorasea de noche, mañana... la verdad es quemañana no nos volveremos a ver, aunque notemo encontrármelo (y además no seré yo,sino mi compañero, el que está en el puentede Voznesenski. ¡De veras! Se trata de su

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mujer, no de la mía. ¡Pobre hombre!), se loaseguro. Lo conozco bien. Permita que se locuente todo. Somos amigos, como se podráusted imaginar, pues de lo contrario noestaría yo tan desconsolado comoevidentemente lo estoy. Si ya se lo decía youna y otra vez: «¿Para qué te casas, queridoamigo? Estás bien situado socialmente, vivesholgadamente, eres un hombre respetable,¿por qué quieres cambiar todo esto porencapricharte de una coqueta?¡Reconócelo!». «¡No!», me dijo. «Me casoporque deseo disfrutar de la felicidadfamiliar...» ¡Y aquí tiene la felicidad familiar!Antes era él quien engañaba a los maridos, yahora le ha tocado a él... disculpe, pero erapreciso recurrir a estos términos... Es uninfeliz, y ahora lo está pagando... ¡Eso es...! –en ese momento el caballero del abrigo decastor soltó un gemido como si se echara allorar, pues la cosa no estaba para bromas.

–¡Bah, que el demonio se los lleve a todos!

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¡Como si en el mundo hubiera pocos idiotas!Pero ¿quiere decirme quién es usted? –eljoven apretó enfurecido los dientes.

–Después de esto, ha de reconocer... que hesido amable y sincero respecto a usted... pero¡hay que ver qué tono!

–No. Disculpe. Dispense... ¿Cómo seapellida usted?

–No. ¿Para qué quiere saber el apellido?–¡Ah!–No puedo decirle el apellido...–¿Conoce usted a Zhabrin? –dijo

rápidamente el joven.–¡¡¡Zhabrin!!!–¡Sí, Zhabrin! ¡Ah! –en ese momento el

joven se permitió burlarse ligeramente delcaballero del abrigo de castor–. ¿Comprendede lo que se trata?

–¡No! ¡No sé de qué Zhabrin se trata! –respondió estupefacto el caballero del abrigode castor–. No conozco en absoluto aningún Zhabrin. La persona de la que le

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hablo es un caballero respetable. Sólo loscelos que le martirizan disculpan sudescortesía.

–¡Es un ladrón, un vendido, unsobornador y un tunante, que ha robado delTesoro Público! Pronto se verá ante lostribunales.

–Disculpe –le dijo el caballero del abrigode castor, que se estaba poniendo pálido–,usted no lo conoce. Y, por lo que veo, lodesconoce por completo.

–No lo conozco personalmente, pero sí deotras fuentes cercanas a mí.

–¡Señor mío! ¿Qué fuentes? Como ve,estoy disgustado...

–¡Es un estúpido! ¡Un celoso! ¡Un tipoque no ha sabido controlar a su mujer! ¡Esoes lo que es él, si quiere usted saberlo!

–Perdone, joven, está usted ofuscado yconfundido...

–¡Ah!–¡Ah!

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En el piso de Boby´nitsyn se oyó ruido.Estaban abriendo la puerta. Se oyeron unasvoces.

–¡Oh! ¡No es ella, no es ella! Reconoceríasu voz. ¡Ahora ya lo sé todo! Pero ¡no! ¡Éstano es ella! –dijo el caballero del abrigo decastor, poniéndose completamente pálido.

–¡A callar!El joven se pegó a la pared.–Muy señor mío, yo me voy corriendo.

No es ella, y estoy muy contento.–¡Vamos, vamos! ¡Váyase!–¿Y por qué no se va usted?–Y usted ¿por qué se queda?Se abrió la puerta y el caballero del abrigo

de castor bajó corriendo las escaleras.Un caballero y una dama pasaron rozando

al joven, que sintió saltársele el corazón... Seoyó una conocida voz femenina y acontinuación una recia voz masculina, que leresultó desconocida.

–Está bien, pediré un trineo –dijo la voz

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recia.–¡Ay! Sí, perfecto. Está bien...–Ahora nos esperará en la puerta.La dama se quedó sola.–¡Glafira! ¿Y tus promesas? –exclamó el

joven, agarrando de la mano a la dama.–¡Ay! ¿Quién es? ¿Es usted, Tvorogov?

¡Dios mío! ¿Qué hace?–¿Con quién estaba aquí?–¡Pero si es mi marido! ¡Váyase! ¡Váyase,

que saldrá ahora de allí... de casa dePolovitsin! ¡Por el amor de Dios, váyase!

–Los Polovitsin hace tres semanas que sehan mudado. ¡Lo sé todo!

–¡Ay! –la dama salió aprisa hacia elsoportal. El joven la detuvo.

–¿Quién se lo ha dicho? –preguntó ladama.

–Su marido, señora, Iván Andréich. Estápor aquí, cerca de usted...

Y realmente Iván Andréich se encontrabaen el porche.

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–¡Ah! ¿Es usted? –exclamó el caballero delabrigo de castor.

–Ah! c’est vous? –exclamó GlafiraPetrovna abalanzándose sobre él con sinceraalegría–. ¡Oh, Dios! ¡Las cosas que me pasan!Estuve en casa de los Polovitsin. Ya te lopuedes imaginar... sabes que ahora viven en elpuente de Izmáilovski. ¿Te acuerdas de quete lo dije? Allí tomé el trineo. Los caballosenloquecieron, echaron a correr y rompieronel trineo, yo me caí a unos cien pasos de aquí.Al cochero se lo llevaron a la comisaría. Yoestaba fuera de mí. Por suerte para mí, llegómonsieur Tvorogov...

–¿Cómo?Monsieur Tvorogov se asemejaba más a un

fósil que al propio señor Tvorogov.–Monsieur Tvorogov me reconoció

enseguida y se ofreció a acompañarme. Pero,como ahora estás aquí, no me queda más queexpresarle mi calurosa gratitud, Iván Ilich...

La dama extendió la mano al estupefacto

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Iván Ilich, pero, más que estrechársela,pareció pellizcársela.

–¡Monsieur Tvorogov! Es un conocidomío. Tuvimos el placer de conocerlo en elbaile de los Skorlúpov. Creo que te hablé deél. ¿Acaso no te acuerdas, Coco?

–¡Oh! ¡Claro, claro! ¡Oh, me acuerdo! –dijo el caballero del abrigo de castor al quellamaban Coco–. Mucho gusto, muchogusto.

Y estrechó calurosamente la mano delseñor Tvorogov.

–¿Con quién está hablando? ¿Quésignifica esto? Estoy esperando... –resonó lavoz recia.

Frente al grupo apareció un caballeroaltísimo. Sacó los impertinentes y miróatentamente al caballero del abrigo de castor.

–¡Ah, monsieur Boby´nitsyn! –dijogorjeando la dama–. ¿De dónde viene usted?Esto es lo que se dice un encuentro.¡Imagínese! ¡Me caí del trineo hace un rato...!

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¡Pero mi marido está aquí! ¡Jean! Te voy apresentar al señor Boby´nitsyn, que estuvoen el baile de los Karpov...

–¡Oh!¡Mucho, mucho gusto...! Pero ahora,amiga mía, voy a buscar un coche.

–¡Búscalo Jean, búscalo! Estoy muyasustada y temblando; no me encuentrobien... Esta noche en el baile de máscaras... –lesusurró ella a Tvorogov–. ¡Adiós, adiós,señor Boby´nitsyn! Probablemente nosveamos mañana en el baile de los Karpov...

–No. Disculpe, mañana no asistiré... iré a....ya que las cosas salieron así... –el señor Boby´nitsyn murmuró algo más entre dientes,arrastró sus enormes botas, se sentó en sutrineo y se marchó.

En aquel momento llegó un coche y ladama se montó en él. El caballero del abrigode castor se detuvo. Parecía que no teníafuerzas para moverse y se quedó mirandoinexpresivamente al joven de la pelliza. Éstesonreía con muy poca gracia.

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–Yo no sé...–Disculpe, es un placer haberle conocido –

respondió el joven haciendo una reverencia yligeramente intimidado.

–Es un placer...–Creo que ha perdido usted un chanclo...–¿Yo? ¡Ah, sí! Se lo agradezco, de veras.

Me empeño en usarlos de goma...–Y al parecer con ellos el pie suda más –

dijo el joven, participando con entusiasmo enla conversación.

–¡Jean! Pero ¿cuánto vas a tardar?–Eso es lo que hace exactamente el pie,

sudar. Ahora, ahora, corazoncito mío; heaquí una conversación interesante.Exactamente eso, como muy acertadamenteha señalado usted, que suda el pie... Pero, porlo demás, disculpe, yo...

–Pero ¡hombre!–Estoy muy, muy satisfecho de haberle

conocido...El caballero de la piel de castor subió al

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coche. Éste arrancó a andar. El joven,estupefacto, se quedó clavado en el sitio,acompañando el coche con la mirada.

II

Al día siguiente por la tarde había unarepresentación en la Ópera italiana. IvánAndréievich penetró en la sala como unaexhalación. Hasta entonces nunca habíaexpresado tanto furor y tanta pasión por lamúsica. Al menos era sobradamenteconocido que a Iván Andréievich le gustabasobremanera quedarse durante alguna horitatraspuesto en la Ópera italiana, llegandoincluso a reconocer que aquello le resultabamuy agradable y dulce. «Hasta la primadonna», decía a los amigos, «te susurra comoun gatito una canción de cuna». Pero esto lodecía hace ya algún tiempo, durante la pasadatemporada; mientras que ahora... ¡Ah! Iván

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Andréievich no dormía ni en su casa por lasnoches. Aunque en esta ocasión irrumpió enla sala como una flecha. Incluso elacomodador se quedó sorprendido, y miróinstintivamente de reojo su bolsillo lateralcual si temiera que de él se asomara el mangode algún cuchillo. Es preciso señalar que, enaquellos momentos, el público estabadividido en dos grupos que se inclinabancada uno por su prima donna. Unos sellamaban ...zistas, y los otros ...nistas. Ambosgrupos amaban hasta tal punto la música quelos acomodadores finalmente temieron quepudiera surgir alguna expresión real de eseamor hacia lo bello y lo sublime encarnadosen las dos primas donnas. He aquí por qué,viendo una irrupción tan infantil en la sala deun anciano canoso –aunque verdaderamenteno lo fuera tanto, pues debía rondar loscincuenta–, algo calvo y, en general, deaspecto formal, el acomodador recordó

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involuntariamente las palabras de Hamlet,príncipe de Dinamarca:

Cuando la vejez te cae tan de golpe,¿qué viene a ser la juventud?...

mirando de reojo el bolsillo lateral del frac, yesperando ver un cuchillo asomando. Peroallí sólo había una cartera, nada más.

Al irrumpir en el teatro, Iván Andréievichrecorrió de un vistazo todos los palcos de lasegunda fila, y ¡oh! ¡Qué horror! Su corazónse estremeció. ¡Ella estaba allí! ¡Sentada en unpalco! Lo ocupaba junto al generalPolovitsin, su mujer y su suegra; también seencontraba allí el ayudante del general –unjoven extraordinariamente hábil–; y, además,un caballero de civil... Iván Andréievich seconcentró, afinando al máximo su agudezavisual, y ¡qué horror! El civil se escondiótraicioneramente detrás de la espalda del

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ayudante, haciéndose completamenteirreconocible su figura.

Ella estaba allí, cuando por el contrariohabía dicho que en absoluto pensaba ir alteatro. Precisamente esa duplicidad, que deun tiempo a esta parte afloraba a cada paso enGlafira Petrovna, era lo que mortificaba aIván Andréievich. Y aquel joven civilterminó por sumirle finalmente en unacompleta desesperación. Se sentó en subutaca completamente abatido. ¿Que porqué? Es muy sencillo...

Es preciso señalar que la butaca de IvánAndréievich se situaba precisamente junto alpalco de platea, y, para colmo, el palcotraidor del segundo piso se hallaba justoencima de su asiento, de modo que, para sudisgusto, él no podía ver absolutamente nadade cuanto ocurría por encima de su cabeza.Pero estaba tan furioso y sofocado queparecía un samovar. El primer actotranscurrió para él sin enterarse de nada, es

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decir, sin oír una sola nota. Dicen que lomejor de la música es que uno puede adaptarsus impresiones musicales a cualquiersensación. Un hombre alegre encontrará enlas notas alegría; uno triste, tristeza. Mientrasque en los oídos de Iván Andréievichcomenzaba a aullar la tormenta. Para colmode desdichas, detrás, delante y a su lado, seoían unas voces tan horribles que el corazóniba a estallarle. Finalmente, el acto terminó.Pero, en el preciso instante en que caía eltelón, a nuestro héroe le sucedió algo queninguna pluma es capaz de describir. A vecesocurre que de los palcos de las galerías dearriba cae algún programa. Cuando la piezaresulta aburrida y los espectadores bostezan,eso se convierte para ellos en todo unacontecimiento.

Con especial expectación observan todosdesde el palco de arriba el vuelo de ese papelextraordinariamente suave, encontrandoplacer en ver su recorrido en zigzag hasta los

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mismos asientos, donde caeirremediablemente sobre alguna cabeza queen absoluto está preparada para elacontecimiento. Y realmente resulta curiosoobservar lo incómodo que se siente elcaballero sobre cuya cabeza se posa el papel(porque se queda irremediablementeconfuso). Temo también los gemelosfemeninos, que a menudo reposan en losantepechos del palco. Siempre me losimagino salir volando hacia alguna cabeza nopreparada para el suceso. Sin embargo, soyconsciente de no hacer en vano estaadvertencia, motivo que me hace enviar estaobservación en forma de artículo a aquellosperiódicos que salvaguardan de los engaños,la falta de conciencia, las cucarachas, sialguien las tuviera en su casa, y recomendar alfamoso señor Princhipe, un terrible enemigoy adversario de todas las cucarachas delmundo, no sólo de las rusas, sino también de

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las extranjeras, tanto las prusianas como lasdemás.

Pero a Iván Andréievich le sucedió enaquel momento algo indescriptible. Sobre sucabeza –como ya se ha mencionado, bastantedesprovista de cabello– no cayó el programa.Confieso que hasta me resulta bochornosodecir que sobre la honorable y calva cabezade Iván Andréievich, sí, sobre la cabeza delceloso y excitado Iván Andréievich, cayó unobjeto tan inmoral como una nota amorosa.El pobre Iván Andréievich, que en absolutoestaba preparado para este inesperado ybochornoso acontecimiento, se estremeciódel mismo modo que si hubiera cazado unratón o algún otro animal salvaje que corrierapor su cabeza.

Indudablemente se trataba de una nota decalado amoroso. Estaba escrita en un papelperfumado, como sucede en las novelas, ydoblada de un modo tan evidentementeconfidencial que cabría en el interior del

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guante de una señora. Probablemente cayeraen el momento de querer entregarla, cuandose hablaba sobre el contenido del programa,estando cuidadosamente doblada en suinterior y a punto de pasar a manos de sudestinatario, pero, instantáneamente, o porun descuidado empujón del ayudante –quese disculparía cortésmente por su torpeza–, sehabría escurrido de la pequeña y temblorosamano, mientras que el joven, al extender yaansioso la suya, en lugar de la nota cogía elprograma, con el que decididamente nosabría qué hacer. ¡Un suceso desagradable yextraño! Verdaderamente cierto, pero han dereconocer que aún más embarazosa fue lasituación en que se encontró IvánAndréievich.

–Prédestiné –murmuró él, mientras unsudor frío le corría por el cuerpo y élestrujaba la notita en la mano–. Prédestiné!¡La bala encontrará al culpable! –se le pasópor la cabeza–. ¡No, no es eso! ¿Qué culpa

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tengo yo? Y además hay más dichos quevendrían al caso.

¡Cualquier cosa puede pasársele por lacabeza a un hombre aturdido por unacontecimiento tan repentino! IvánAndréievich se quedó inmóvil en su butaca;no estaba, como se suele decir, ni vivo nimuerto. Sabía que todo el mundo habíapresenciado lo que le había sucedido, sinpercatarse de que en aquel momento un granalboroto comenzaba en la sala, que aclamabaa la cantante. Continuó sentado, tan confusoy colorado que no se atrevió a levantar losojos, como si algo desagradable le ocurrierainesperadamente, alguna disonancia en mediode una maravillosa y tumultuosa sociedad.Finalmente, decidió levantar la vista.

–¡Qué bien han cantado! –le señaló a unpetimetre que estaba sentado a su izquierda.

El petimetre, que era un entusiasta engrado sumo que aplaudía con ambas manos yarmaba un gran alboroto con los pies, le echó

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una rápida y fugaz mirada a IvánAndréievich y, llevándose las manos a la bocapara amplificar su voz, gritó el nombre de lacantante. Iván Andréievich, que hastaentonces no había oído semejante potenciade voz, estaba entusiasmado. «¡No ha vistonada!», pensó, y miró hacia atrás. A su vez,un caballero grueso que estaba sentado detrásde él, y que ya se disponía a salir, le dio laespalda para mirar el palco con impertinentes.«¡También está bien!», pensó IvánAndréievich. Lógicamente, los de delante nohan visto nada. Tímida y felizmenteesperanzado miró de reojo los palcos junto alos que se encontraba su asiento, y seestremeció por una sensación de lo másdesagradable. Allí había una dama que sellevaba el pañuelo a la boca y, reclinada en elrespaldo del asiento, reía frenéticamente.

–¡Oh, estas mujeres, estas mujeres! –murmuró Iván Andréievich y se lanzó haciala salida pisando los pies de los espectadores.

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Ahora bien: propongo a los lectores quededuzcan conmigo lo sucedido con IvánAndréievich. ¿Acaso tenía razón en aquelmomento? Como es de sobra conocido, unteatro grande se compone de cuatro pisos depalcos y un quinto, que hace la galería. ¿Porqué habría de suponerse que la nota cayeraprecisamente de ese palco, y no de cualquierotro como, por ejemplo, un quinto pisodonde también podía haber damas? Pero lapasión es algo excepcional, y los celos aúnmás.

Iván Andréievich se lanzó hacia la luz,abrió la nota y leyó:

Hoy. Ahora, después del espectáculo, en la calleG***, junto a la esquina de la callejuela, en la casade K***, en la tercera planta, escalera derechaentrando desde el portal. Estate allí, sans faute, porel amor de Dios.

Iván Andréievich no reconoció la letra,

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pero no había duda: era una cita. «Cazar,atrapar y evitar el mal desde el mismoprincipio» fue la primera idea que se leocurrió a Iván Andréievich. Por su cabezapasó la idea de descubrir a la persona enaquel mismo instante y en el mismo lugar.Pero ¿cómo había de hacerlo? IvánAndréievich salió corriendo hasta el segundopiso, pero regresó tras recapacitar un rato.Decididamente, no sabía hacia dónde salircorriendo. Como no se le ocurría nada, sedirigió hacia otro lado y miró a través de lapuerta abierta de un palco que se encontrabaen el lado opuesto. «¡Está bien, está bien!»,pensó. En los cinco palcos en direcciónvertical había jóvenes damas y caballeros. Lanota podía haber caído de cualquiera de loscinco palcos, porque Iván Andréievichsospechaba que los ocupantes de todos lospalcos se habían conjurado contra él. Peronada le hizo cambiar de opinión, ni esaevidencia. Durante el segundo acto se

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recorrió los pasillos, sin que ninguno de ellosle proporcionara paz interior. Se le ocurrióintroducirse en la taquilla del teatro, a laespera de que el taquillero le diera losnombres de las personas que compraron lasentradas de los cuatro palcos, pero seencontró con que la taquilla ya estabacerrada. Finalmente, se oyeron exclamacionesy aplausos. La función había terminado.Comenzaron las ovaciones y desde arriba deltodo se oyeron dos voces especialmentepotentes: eran los cabecillas de ambos gruposde admiradores. Pero éstos le eranindiferentes a Iván Andréievich. Ya tenía enla cabeza la idea de lo que debía hacer enadelante. Se puso el abrigo y salió corriendohacia la calle G*** para pillar, sorprender, y,en general, actuar allí, más enérgicamente queel día anterior. Enseguida encontró la casa yya estaba entrando en el portal cuando, depronto, se deslizó ante él como una sombrala figura del petimetre con el abrigo puesto.

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Lo adelantó y se precipitó escaleras arriba altercer piso. A Iván Andréievich le parecióque se trataba del mismo petimetre, aunquetampoco antes pudo fijarse bien en la cara deaquel hombre. Se le paralizó el corazón. Elpetimetre le sacaba ya dos tramos de escalera.Finalmente pudo oír cómo en el tercero seabría la puerta y se le esperaba sin llamar altimbre. El joven caballero entró en elapartamento. Por fin, Iván Andréievich llegóal tercer piso cuando aún no habían cerradola puerta. Quiso permanecer frente a lapuerta, analizar debidamente el paso que ibaa dar, recapacitar un poco, para proceder confirmeza posteriormente; pero en aquelmomento se oyó el ruido de un coche juntoal portal, que se abrió ruidosamente, yalguien de fuertes pisadas acompañadas decarraspeos y toses empezó a subir lasescaleras. Iván Andréievich no aguantó más,abrió la puerta e irrumpió en el piso con lasolemnidad de un marido ofendido. A su

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encuentro salió corriendo una doncellacompletamente agitada, seguida de unhombre; pero no había forma de detener aIván Andréievich. Como una flecha irrumpióen un cuarto y, tras atravesar a oscuras otrasdos habitaciones, se encontró en eldormitorio frente a una joven y maravillosadama, que temblaba de miedo y mirabahorrorizada, sin acabar de entender, lo queestaba sucediendo. En aquel momento seoyeron en la habitación de al lado fuertespisadas que se dirigían directamente aldormitorio: eran los mismos pasos queascendían por la escalera.

–¡Dios mío! ¡Es mi marido! –exclamó lamujer, agitando las manos y palideciendohasta más no poder.

Iván Andréievich se dio cuenta de que sehabía equivocado actuando de un modo taninfantil y absurdo, sin haber reflexionadocomo es debido en la escalera el paso que ibaa dar. Pero ya no había vuelta atrás. La puerta

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ya se había abierto y el corpulento marido, ajuzgar por sus pesados pasos, entraba en lahabitación... No sé quién creyó ser IvánAndréievich en aquel momento. Tampoco larazón que le impedía ponerse frente almarido para decirle que se encontraba enaquel lugar por haber metido la pata,reconocer que inconscientemente habíaactuado torpemente, disculparse y marcharse;claro que no con grandes honores y tampocogloriosamente, pero al menos de la maneramás noble y sincera posible. Pero, otra vez,Iván Andréievich actuó como un jovenzuelo,cual si se tuviera por un don Juan. Alprincipio se escondió detrás de unas cortinasque había junto a la cama, y después,completamente desmoralizado, se deslizóhasta el suelo metiéndose absurdamentedebajo de la cama. El miedo paralizó suraciocinio, e Iván Andréievich, al ser tambiénun marido engañado, o por lo menos alconsiderarse como tal, no soportaba el

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encuentro con otro marido, probablementepor temor a ofenderle con su presencia. Seacomo fuere, se encontró debajo de la cama,sin comprender exactamente cómo podíahaber sucedido aquello. Pero lo mássorprendente era que la dama no mostraraextrañeza. No gritó al ver cómo un extrañocaballero ya entrado en años buscaba unescondite en su dormitorio. Decididamente,se llevó tal susto que se había quedado muda.

Entre gemidos y bostezos el marido entróen el dormitorio y con voz cantarina, propiade un anciano, saludó a su mujer dejándosecaer en el asiento como si acabara de liberarsede una carga de leña. Se oyó una tos sorda yprolongada. Iván Andréievich, que defurioso tigre había pasado a ser un corderillotan asustado y apocado como un ratón frenteal gato, apenas se atrevía a respirar, aunsabiendo por experiencia propia que notodos los maridos engañados mordían. Sinembargo, no se le ocurrió esta idea, tal vez

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por falta de imaginación o exceso de nervios.Cuidadosamente, despacio y palpando,empezó a acomodarse debajo de la cama, paraadoptar una postura más cómoda. Pero cualno sería su sorpresa cuando, para suasombro, palpó con su mano un objeto quese movía y le agarraba de la mano. Debajo dela cama había otra persona...

–¿Quién es? –murmuró Iván Andréievich.–¡Ahora voy a decirle quién soy! –susurró

el extraño desconocido–. Estese quieto ycállese, ya que se encuentra en semejantesituación.

–Y a pesar de todo...–¡A callar!Y el caballero que sobraba (pues debajo de

la cama con uno era suficiente) apretó en sumano la de Iván Andréievich con tanta fuerzaque a éste le faltó poco para lanzar un gritode dolor.

–Muy señor mío...–¡Chis!

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–Entonces no me estruje la mano o, de locontrario, gritaré.

–¡Ande, grite, atrévase!Iván Andréievich se sonrojó avergonzado.

El desconocido parecía severo y estabaenfadado. Tal vez se trataba de un hombreque ya había experimentado la persecucióndel destino, habiéndose visto en otrasocasiones en situaciones embarazosas. PeroIván Andréievich era novato y se ahogabapor la falta de espacio. La sangre se le subía ala cabeza. Y, sin embargo, no había salida:tenía que permanecer tumbado y boca abajo.Iván Andréievich lo asumió con humildad yse quedó callado.

–Yo, querida –empezó a hablar el marido–,estuve en casa de Pavel Iványch. Nospusimos a jugar a la préférence, y bueno, ¡cof,cof, cof! –le entró un golpe de tos–, y bueno,¡cof! Y mi espalda... ¡cof!, ¡allá ella...!, ¡cof,cof, cof!

Y el anciano siguió tosiendo.

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–La espalda... –dijo por fin, con los ojosempañados de lágrimas–, me ha dado dolorde espalda... ¡dichosas hemorroides! ¡Nopuedes levantarte, ni estarte quieto... nisentado! ¡cof, cof, cof!

De nuevo pareció que la tos estabapredestinada a sobrevivir con mucho alpobre anciano, que era su dueño. A ratosrefunfuñaba algo, sin que se le entendieranada.

–¡Muy señor mío, por el amor de Dios,échese un poco hacia allá! –murmuró elinfeliz de Iván Andréievich.

–¿Dónde dice? Si aquí no hay sitio.–Sin embargo, reconozca que no puedo

estar así. Es la primera vez que me encuentroen semejante situación.

–Y con una vecindad tan desagradable.–En cualquier caso, joven...–¡A callar!–¿A callar? Joven, se está comportando

usted de una manera tan descortés... y, si no

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me equivoco, es usted todavía muy joven. Yosoy mayor que usted.

–¡A callar!–¡Muy señor mío! Pierde usted los

estribos. ¡No sabe con quién está hablando!–Con un caballero que está tumbado

debajo de la cama...–A mí me trajo aquí una sorpresa... un

equívoco, y a usted, la inmoralidad, si no meequivoco.

–Pues en esto se equivoca usted.–¡Muy señor mío!, soy mayor que usted, y

le digo...–¡Muy señor mío!, sepa usted que aquí

estamos a la misma altura. Le ruego que nome ponga la mano en la cara.

–¡Muy señor mío!, yo no veo aquí nada.Discúlpeme pero no hay sitio.

–¿Por qué tendrá que ser usted tan gordo?–¡Dios mío! ¡Jamás me he visto en una

situación tan humillante!–Sí, no podía caer más bajo.

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–¡Muy señor mío, muy señor mío! No séquién es usted y no comprendo cómo hasucedido esto; pero estoy aquí por unaequivocación. No soy lo que usted seimagina...

–Decididamente no opinaría nada acerca deusted si no me empujara. Pero ¡cállese!

–¡Muy señor mío! Si no se echa un pocohacia un lado, me dará un ataque. Y ustedserá el responsable de mi muerte. Se loaseguro... soy un hombre honrado, un padrede familia. ¡No puedo encontrarme ensemejante situación...!

–Usted mismo se ha metido en estasituación. ¡Vamos, muévase! Aquí tiene unhueco. ¡Y no hay más!

–¡Qué joven más bondadoso! ¡Muy señormío! Veo que estaba equivocado respecto austed –dijo Iván Andréievich, entusiasmadode agradecimiento por el hueco cedido ycolocando sus entumecidas extremidades–.Comprendo el poco espacio que tiene, pero

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¿qué le vamos a hacer? Veo que tiene unamala opinión de mí. Concédame defender mireputación ante sus ojos, decirle quién soy,porque le aseguro que estoy aquí en contrade mi voluntad. No me encuentro aquí porlo que usted cree... Estoy terriblementeasustado.

–Pero ¿puede callarse? ¿No comprende loque sucedería si nos oyeran? ¡Chis! Estáhablando él –y realmente parecía que la tosdel anciano empezaba a remitir.

–Pues eso, corazoncito –carraspeó éstetristemente–. Pues eso, corazoncito mío, ¡cof,cof! ¡Oh, qué desgracia! Fedoséi Ivánovichme dijo que podría probar una infusión demilhojas. ¿Me oyes, corazoncito?

–¡Te oigo!–Pues eso, me dijo: pruebe usted a tomar

una infusión de milhojas. Y yo le respondíque me había aplicado sanguijuelas. Y medijo: «Pues no, Aleksander Demiánovich, lamilhojas es más efectiva y es un buen

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purgante»... ¡cof, cof! ¡Oh, Dios mío! ¿Y túqué crees, corazoncito...? ¡Cof, cof! ¡Ay!,¡cof!

–Yo creo que probarlo no estaría de más –respondió la esposa.

–¡Sí! ¡No estaría de más! «Puede que tengausted la tisis», dijo. ¡Cof, cof! Y yo lerespondí que tenía gota y gastritis. ¡Cof, cof!Y él me dijo que probablemente tambiéntuviera la tisis. ¿Y tú...?, ¡cof, cof! ¿Quépiensas de la tisis, corazoncito?

–¡Oh, Dios mío! Pero ¿cómo puedes decireso?

–¡Sí, la tisis! Y tú, cariño ya podías irdesnudándote para meterte en la cama. ¡Cof,cof! ¡Y yo! ¡Cof! Estoy acatarrado.

–¡Uf! –dijo Iván Andréievich–, por elamor de Dios, apártese un poco para allá.

–Decididamente, me sorprende usted, ¿quéle ocurre? Pero ¿acaso no puede estarsequieto...?

–Usted, joven, se está ensañando conmigo

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y pretende ofenderme. Lo estoy viendo.¡Seguro que es el amante de esta dama!

–¡Cállese!–¡No quiero callarme! ¡No permitiré que

me den órdenes! ¡Seguro que usted es elamante! Si nos descubren, no tengo culpaalguna y no sé nada.

–Si no se calla –dijo el joven apretando ladentadura–, diré que usted me ha engañado yque es un tío mío que está arruinado.Entonces, al menos no se pensará que soy elamante de esa dama.

–¡Muy señor mío! Está usted tomándomeel pelo. Está agotando mi paciencia.

–¡Chis! ¡O le obligaré a callar! ¡Es usted midesdicha! A ver, dígame, ¿por qué está aquí?Si no estuviera usted, yo pasaría la nocheaquí y después me marcharía.

–Pero yo no puedo estarme aquí hasta lamañana. Soy un hombre cuerdo y tengorelaciones, como es lógico... ¿Cree usted quede veras pasará aquí la noche?

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–¿Quién?–Pues el anciano ese...–Está claro que sí. No todos los maridos

son como usted. Pasan la noche en casa.–¡Muy señor mío, muy señor mío! –

exclamó Iván Andréievich, quedándose fríodel susto–. Tenga en cuenta que también yoestoy en casa, y que esto es la primera vezque me ocurre; pero ¡Dios mío, estoy viendoque me conoce! ¿Quién es usted, joven?Dígamelo ahora mismo, se lo suplico; en arasde una amistad desinteresada, le ruego queme diga quién es usted.

–¡Escuche! Puedo usar la violencia...–Pero permita, caballero, que le diga y

explique que se trata de un asuntovergonzoso...

–No quiero que me dé ningunaexplicación, y no deseo saber nada. Cállese,o...

–Pero yo no puedo...Debajo de la cama hubo un leve forcejeo e

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Iván Andréievich se quedó callado.–¡Corazoncito! ¿No te da la impresión de

que hay gatos haciendo ruido debajo de lacama?

–¿Qué gatos? ¡Qué cosas se te ocurren!Era evidente que la esposa no sabía de qué

hablar con su marido. Estaba tan afectada queno acababa de espabilarse. En aquelmomento se estremeció y aguzó los oídos.

–¿Qué gatos?–Los gatos, corazoncito. Hace unos días,

entré y vi a nuestro Vaska en mi despacho,ronroneando. Y yo le dije: «¿Qué te pasa,Vasenka?», y él venga a ronronear. Parecíaque susurraba algo. Y se me pasó por lacabeza: «¡Oh! ¡Santo cielo! ¡No me estaráprofetizando la muerte!».

–¡Pero qué tonterías me estás diciendohoy! No sé cómo no te da vergüenza.

–Bueno, nada. No te enfades, corazoncito.Veo que te disgusta que me muera, pero no teenfades. Hablaba por hablar. Y tú,

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corazoncito, ya podías ir quitándote la ropapara meterte en la cama, y mientras tanto yoaguardaré aquí sentado hasta que te acuestes.

–Por el amor de Dios; después...–¡Bueno, no te enfades, no te enfades! Sólo

que realmente parece que aquí hay ratones.–¡Vaya! ¡Tan pronto son gatos como

ratones! A decir verdad, no sé lo que teocurre.

–A mí no me pasa nada, yo no... ¡cof, cof!Nada, ¡cof, cof, cof! ¡Ay, Dios mío!, ¡cof!

–¿Lo ha oído? Hace usted tanto ruido quehasta él lo ha percibido –susurró el joven.

–Y si supiera usted lo que me estáocurriendo... Me está saliendo sangre de lanariz.

–Pues que le salga; ¡cállese! Espere a que semarche.

–Pero joven, póngase en mi situación. ¡Sini siquiera sé junto a quién me encuentrodebajo de la cama!

–¿Acaso se sentiría más aliviado si lo

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supiera? Si no me interesa saber ni cómo seapellida. Pero, a propósito, ¿ cuál es suapellido?

–No. ¿Y qué falta hace saber el apellido...?A mí sólo me interesa explicar de qué maneratan absurda...

–¡Chis...! Está hablando otra vez.–¡De veras corazoncito que cuchichean

algo!–¡Que no! Será el algodón, que se te estará

saliendo de los oídos.–¡Ay, a propósito del algodón! ¿Sabes? Si

en el piso de arriba... ¡cof, cof! Arriba, ¡cof,cof!...

–¡Arriba! –susurró el joven–. ¡Aldemonio! Y yo que creía que era el últimopiso. ¿Acaso éste es el penúltimo?

–Joven –susurró agitándose IvánAndréievich–. ¿Qué dice usted? Por el amorde Dios, ¿por qué le interesa eso? Yo tambiénpensaba que era el tercer piso. ¡Por Dios!¿Acaso aquí hay otro piso más...?

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–Es verdad que algo se está moviendo –dijo el anciano, que por fin había dejado detoser...

–¡Chis! ¿Lo oye? –murmuró el joven,estrujando las manos de Iván Andréievich.

–Muy señor mío, me tiene agarradas lasmanos. ¡Suélteme!

–¡Chis...!Se produjo otro leve forcejeo y después de

nuevo el silencio.–Me crucé con una chica muy mona... –

retomó nuevamente la conversación elanciano.

–¿Cómo que una chica mona? –leinterrumpió su mujer.

–Pero si ya antes... te dije que me crucé conuna dama muy mona en la escalera, ¿o acasose me ha pasado? Es que estoy mal de lamemoria. Es el hipérico... ¡cof!

–¿Qué?–Tengo que tomar el hipérico, que me

sentará bien..., ¡cof, cof, cof! Me sentará bien.

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–¡Le ha interrumpido usted! –dijo eljoven, apretando los dientes.

–¿Decías que te cruzaste con una señoritamuy mona? –le preguntó la mujer.

–¿Qué? ¿Que se encontró con una señoritamuy mona? ¿Quién?

–¡Pues tú!–¿Quién, yo? ¡Ah, sí...!–Por fin, ¡vaya momia! Bueno –murmuró

el joven, fustigando mentalmente alolvidadizo anciano.

–¡Muy señor mío! Estoy temblando demiedo. ¡Dios mío! ¿Qué estoy oyendo?¡Ocurre lo mismo que anoche! ¡Exactamenteigual...!

–¡Chis!–¡Sí, sí, sí! ¡Lo recuerdo, vaya bribona!

Con esos ojitos... y un sombrerito azul... –siguió el anciano.

–¡Con un sombrerito azul! ¡Ay, ay!–¡Es ella! Tiene un sombrerito azul. ¡Dios

mío! –exclamó Iván Andréich...

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–¿Ella? ¿Quién es ella? –susurró el joven,apretando las manos de Iván Andréievich.

–¡Chis! –respondió éste–. Que estáhablando él.

–¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!–Bueno, pero, después de todo, ¿quién no

tiene un sombrerito azul... eh?–¡Y qué bribona! –continuó el anciano–.

Viene aquí a visitar a unos amigos, y no hacemás que poner ojitos. Y a casa de esos amigosa su vez vienen otros amigos...

–¡Uf! Qué aburrido es esto –leinterrumpió la dama–; disculpa, ¿cómo tepueden interesar esas cosas?

–¡Bueno, está bien! ¡Bueno, bueno! ¡No teenfades! –le respondió el vejete con vozcantarina–. No hablaré si no te apetece. Hoyno pareces estar de humor...

–¿Y usted cómo se ha encontrado en unasituación así? –preguntó el joven.

–¡Pues ya lo ve! Ahora se interesa y antesno quería ni oírlo.

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–¡Pues sí! ¡Porque me da igual! ¡No lodiga, por favor! ¡Al demonio! ¡Vaya historia!

–Joven, no se enoje usted. No sé lo queestoy diciendo. Hablaba por hablar; sóloquería decirle que lo más probable es que nohaya caído usted aquí por casualidad... Pero¿quién es usted, joven? Veo que no loconozco. Pero ¿quién es usted? ¡Oh, Diosmío, no sé lo que me digo!

–¡Eh! ¡Espere, haga el favor! –interrumpióel joven, como si mascullara algo.

–Se lo contaré todo. Puede que piense queno se lo quiero contar, y que estoy furiosocon usted; pues sepa que no es así. ¡Aquítiene mi mano! Es sólo que estoy bajo deánimo, nada más. Pero, por el amor de Dios,cuéntemelo todo desde el principio. ¿Cómoha llegado aquí? ¿Qué circunstancias lellevaron a ello? En cuanto a mí, le diré queno estoy enfadado, juro por Dios que no loestoy, aquí tiene mi mano. Sólo que aquí haymucho polvo y la mano está algo manchada.

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Pero no tiene importancia, habiendo noblessentimientos.

–¡Váyase al demonio con su mano! ¡Aquíno hay sitio ni para darnos la vuelta y meviene con la mano!

–Pero ¡muy señor mío! Me trata usted, ypermítame la expresión, como la suela de unzapato –dijo Iván Andréievich en unarrebato de desesperación, con un tono en elque se percibía incluso algo de súplica–.¡Tráteme con algo más de cortesía, aunquesea un poco, y se lo contaré todo! Podíamossimpatizar mutuamente. Incluso estaríadispuesto a invitarle a almorzar a mi casa.Pero le confieso sinceramente que nopodemos permanecer con esa actitud pormucho tiempo. ¡Usted, joven, estáequivocado! Usted no sabe...

–Pero ¿cuándo se la ha encontrado? –murmuró el joven, visiblemente inquieto–.Es posible que ella ahora esté esperándome...¡Decididamente he de salir de aquí!

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–¿Ella? ¿Quién es ella? ¡Dios mío! ¿Dequién está hablando, joven? ¿Cree que allíarriba...? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué mehabrá caído este castigo?

Desesperado, Iván Andréievich intentódarse la vuelta para ponerse boca arriba.

–¿Y para qué quiere saber quién es ella? ¡Aldemonio! ¡Pase lo que pase me marcho deaquí...!

–¡Muy señor mío! ¿Qué dice? ¿Y qué seráde mí? –susurró Iván Andréievich, en unataque de exasperación y agarrándose a losbajos del frac de su vecino.

–¿Y a mí qué me importa? Pues quédeseaquí solo. Y, si no, diré que es usted un tíomío que está completamente arruinado, paraque el anciano no se crea que soy el amantede su mujer.

–Pero, joven, eso es imposible. No seríanatural pensar que sea su tío. Nadie le creería.Eso no lo creería ni un niño –susurró entono desesperado Iván Andréievich.

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–En tal caso, no hable y estese quieto.Puede pasar aquí la noche y mañana ya saldráde algún modo. Nadie se dará cuenta. Puestoque, si ha salido uno, a nadie se le ocurrirápensar que haya otro debajo de la cama.¡Aquí cabría tranquilamente una docena dehombres! Por lo demás, usted solito vale poruna docena. ¡Dese la vuelta o me marcho!

–Me está usted lanzando pullas, joven... ¿Yqué ocurriría si me entrara tos? ¡Hay quepreverlo todo!

–¡Chis...!–¿Qué es eso? Parece que de nuevo estoy

oyendo ajetreo arriba –dijo el anciano, quienen aquel momento parecía ya habersequedado dormido.

–¿En el piso de arriba?–¿Lo ha oído, joven?: arriba.–Bueno, pues sí, lo oigo.–¡Dios mío! Joven, voy a salir de aquí.–¡Pues yo no! ¡Me da igual! ¡Y me da igual

si todo se va al traste! ¿Sabe lo que sospecho?

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¡Me da la impresión de que precisamenteusted es uno de esos maridos engañados...!

–¡Dios mío, qué cinismo...! ¿De veras quesospecha eso? ¿Y por qué había de serprecisamente un marido...? Yo no estoycasado.

–¿Cómo que no está casado? ¡Vaya!–¡Puede que yo mismo sea un amante!–¡Sí, vaya un amante!–¡Caballero! Bueno, está bien, se lo contaré

todo. Escuche mi confesión desesperada. Yono soy ése, no estoy casado. Soy soltero igualque usted. Se trata de un amigo de la infancia,y yo... soy un amante... Bueno, pues él fue yme dijo un día: «Soy un infeliz, estoyapurando el cáliz y sospecho de mi mujer».Pero yo le dije con prudencia: «¿Y por quésospechas de ella...?». Pero si no me estáescuchando. ¡Escúcheme, escúcheme! «Loscelos son absurdos, son un defecto...» «No»,me responde, «soy un hombre desgraciado.Estoy apurando el cáliz... quiero decir que

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tengo sospechas». «Tú», le dije, «eres miamigo desde la más tierna infancia. Juntosíbamos a recoger flores y gozábamos de lasmieles de la vida». ¡Dios mío, no sé lo que medigo! No para de reír usted, joven. Me va avolver loco.

–¡Pero si ya lo está...!–Ya me figuraba yo que iba a decirlo...;

¡Ríase, ríase, joven! También yo en mistiempos estaba en la flor de la vida, y tambiénera un seductor. ¡Ay! ¡Se me va a prenderfuego la sesera!

–¿Qué es eso, corazoncito, parece quealguien está estornudando aquí? –entonó elvejete–. ¿Fuiste tú, corazón, quien haestornunado?

–¡Oh, Dios mío!– respondió la mujer.–¡Chis! –se oyó debajo de la cama.–Los ruidos seguramente proceden de

arriba –señaló la mujer, asustada, porquedebajo de la cama la cosa estaba realmentealborotada.

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–¡Sí, es arriba! –respondió el marido–.¡Arriba! ¿Te había comentado que me crucéahora con un petimetre, ¡cof, cof!, conbigotillo?, ¡cof, cof! ¡Oh, Dios mío, miespalda...! ¡Sí, me crucé con un petimetre conbigotillo!

–¡Con bigotes! ¡Dios mío, ése seguramenteserá usted! –susurró Iván Andréievich.

–¡Santo Dios! ¡Qué hombre! ¡Pero si estoyaquí junto a usted metido debajo de la cama!¿Cómo podía cruzarse conmigo? Pero ¡dejeusted de tocarme la cara!

–¡Dios mío, ahora me voy a desmayar!En ese instante, arriba realmente se oyó

ruido.–¿Qué estará pasando allí? –susurró el

joven caballero.–¡Muy señor mío! Estoy asustado,

horrorizado. Ayúdeme.–¡Chis!–Realmente, corazoncito, hay ruido. Se

está organizando un vocerío. Y justo sobre el

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dormitorio. ¿No deberíamos enviar a alguiena preguntar lo que ocurre?

–¡Bueno! ¡Qué cosas se te ocurren!–Bueno, lo dejaré. ¡Ciertamente, hoy estás

de tan mal humor...!–¡Oh, Dios mío! Mejor sería que te

acostaras.–¡Liza! Tú no me amas.–¡Oh! ¡Claro que te quiero! Por amor de

Dios, hoy estoy cansada.–¡Bueno, bueno! Ya me voy.–¡Ay, no, no! No te vayas –exclamó la

esposa–. ¡O mejor, sí, vete... vete!–Pero ¿qué es lo que te ocurre realmente?

Tan pronto me dices que me vaya como queno. ¡Cof, cof! Y la verdad es que me apetecedormir. En casa de los Panafídin a la niña...¡cof, cof! A la niña... ¡cof! Le trajeron unamuñeca de Núremberg, ¡cof, cof!

–Pues vaya, ¡ahora sale con lo de lasmuñecas!

–Se está despidiendo –dijo el joven–.

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¡Ahora se irá y nosotros saldremos alinstante! ¿Lo oye? ¡Alégrese!

–¡Oh, que Dios lo quiera! ¡Que Dios loquiera!

–Es una lección para usted...–¡Joven! ¿Por qué una lección? Estoy

creyendo que... Pero es usted todavía joven.No puede darme lecciones.

–Y, a pesar de todo, le daré una. Escuche.–¡Dios mío! ¡Tengo ganas de estornudar...!–¡Chis! Que no se le ocurra.–Pero ¿qué puedo hacer? Aquí huele

mucho a ratones. No lo aguanto. ¡Por elamor de Dios, haga el favor de sacarme elpañuelo del bolsillo, que no puedomoverme...! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué estecastigo?

–¡Aquí tiene el pañuelo! Pero, respecto a lodel castigo, ahora se lo voy a decir. Usted esceloso. Basándose en Dios sabe qué cosas,corre como un loco, irrumpiendo en undomicilio ajeno y alborotando la situación...

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–¡Joven! Yo no he alborotado nada.–¡Cállese!–Joven, no puede usted hablarme de la

moral; tengo más moral que usted.–¡Cállese!–¡Oh, Dios mío, Dios mío!–¡Está usted armando alboroto, asustando

a una joven dama, una mujer tímida que nosabe dónde meterse del susto y hastaprobablemente enferme; está inquietando aun honorable anciano, abatido por lashemorroides, que por encima de todo precisatranquilidad! ¿Y todo ello por qué? Porquese ha imaginado algo absurdo que le hacerecorrer todas las callejuelas. ¿Comprende,comprende en qué situación tan desagradablese encuentra usted ahora? ¿Lo entiende?

–Muy señor mío, ¡está bien! Yo lo siento,pero usted no tiene derecho...

–¡Cállese! ¿De qué derecho habla?¿Comprende acaso que esto puede terminartrágicamente? ¿Entiende que el anciano, que

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ama a su mujer, puede volverse loco cuandole vea salir de debajo de la cama? Pero no,usted es incapaz de provocar una tragedia.Creo que, cuando saliera usted de aquí, elque le viera se echaría a reír. Me gustaría verlecon la luz encendida. Estaría muy gracioso.

–¿Y usted, qué? ¡También usted estaríagracioso en una situación así! A mí tambiénme gustaría verle.

–Sí.–Parece, joven, que tiene usted el sello de la

inmoralidad.–¡Y habla usted de inmoralidad! Pero ¿qué

sabrá de por qué me encuentro aquí? Estoyaquí por un error. Me confundí de piso. ¡Ysabrá el demonio por qué me habrán dejadoentrar! Claro que ella realmente debía estaresperando a alguien (no a usted, como eslógico). Yo me escondí debajo de la cama encuanto oí sus ridículos pasos y vi que la damase había asustado. Además, estaba oscuro. ¿Yqué justifica para usted mi presencia? Usted,

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señor mío, es un viejo ridículo y celoso.¿Que por qué no salgo? Es posible quepiense que tengo miedo de salir. No, señor,por mí ya habría salido hace tiempo, perocontinúo aquí sólo por compasión haciausted. ¿En qué situación se quedaría aquí sinmí? Se quedaría como un zopenco frente aellos, sin saber qué hacer...

–No, ¿por qué me iba a quedar como unzopenco? ¿Por qué me compara con unzopenco? ¿Acaso no podría ustedcompararme con alguna otra cosa, joven?¿Por qué no habría yo de reaccionar bien?No. Sabría cómo hacerlo.

–¡Oh, Dios mío, cómo ladra esa perrita!–¡Chis! ¡Ay, es cierto...! Porque usted no

para de hablar. Lo ve, ha despertado a laperrita. Ahora estamos perdidos.

Y, realmente, la perrita de la señora, quedurante todo ese tiempo había permanecidoen un rincón dormitando sobre un cojín, depronto se despertó, olisqueó a los intrusos y,

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ladrando, se lanzó debajo de la cama, dondese encontraban ellos.

–¡Oh, Dios mío! ¡Qué perrita tan tonta! –susurró Iván Andréievich–. Nos delatará alos dos. Ahora se sabrá todo. ¡Vaya castigo!

–Pues sí. Tiene usted tanto miedo que esopuede pasar realmente.

–¡Ami, Ami, ven aquí! –exclamó la dueña–,ici, ici.

Pero la perrita no le hacía caso y se metíajusto donde estaba Iván Andréievich.

–¿Qué sucede, corazoncito, que Amishkano para de ladrar? –dijo el anciano–.Seguramente ahí habrá ratones, o será el gatoVaska. Por eso no hago más que oírleestornudar... Y además hoy Vaska estabaacatarrado.

–¡Estese quieto! –susurró el joven–. No semueva. Puede que así la perra nos deje enpaz.

–¡Caballero! ¡Suélteme las manos! ¿Porqué me las aprieta?

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–¡Chis! ¡Cállese!–Disculpe, joven. Me está mordiendo la

nariz. ¿Quiere usted que me quede sin nariz?Hubo un forcejeo e Iván Andréievich

pudo liberar sus manos. La perrita no parabade ladrar, pero de pronto dejó de hacerlo ysoltó un aullido.

–¡Ay! –exclamó la dama.–¡Monstruo! ¿Qué hace? –murmuró el

joven–. Va a hacer que nos echemos a perderlos dos. ¿Por qué la ha cogido? ¡Santo Cielo,la está ahogando! ¡No la ahogue, suéltela!¡Monstruo! ¡Si hace eso es porque desconoceel corazón femenino! Si usted la ahoga, nosdelatará a los dos.

Pero Iván Andréievich ya no oía nada.Había logrado agarrar a la perrita y en unataque de autodefensa le estrujó el cuello. Laperrita lanzó un aullido y expiró.

–¡Estamos perdidos! –susurró el joven.–¡Amishka, Amishka! –exclamó la dama–.

Dios mío, ¿qué le están haciendo a mi

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Amishka? ¡Amishka! ¡Amishka! ¡Oh,monstruos! ¡Bárbaros! ¡Dios mío, me sientomal!

–¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? –exclamó elanciano, incorporándose del sillón–. ¿Qué tepasa, corazoncito? ¡Amishka, aquí!¡Amishka, Amishka, Amishka! –exclamó elanciano, chasqueando los dedos y la lenguamientras llamaba a Amishka–. ¡Amishka!, ici,ici! No puede ser que Vaska se la hayacomido. Amiga mía, hay que darle una palizaa Vaska. El muy bribón lleva ya un mes sinque le peguemos. ¿Tú qué crees? Mañana selo consultaré a Praskovia Zajárievna. Pero¡Dios mío, corazoncito! ¿Qué te sucede?Estás pálida, ¡oh!, ¡oh! ¡Socorro, socorro!

Y el ancianito se puso a dar vueltas por lahabitación.

–¡Malvados! ¡Monstruos! –gritó la dama,dejándose caer sobre el sofá.

–¡Quién! ¿Quiénes? ¿Quiénes son? –gritóel anciano.

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–¡Ahí hay unos hombres...! ¡Unosdesconocidos! ¡Ahí, debajo de la cama! ¡Oh,Dios mío! ¡Amishka! ¡Amishka! ¿Qué te hanhecho?

–¡Ay, Dios mío! ¿Qué hombres?¡Amishka!... ¡No! ¡Socorro, socorro!¡Vengan aquí! ¿Quién anda ahí? –exclamó elanciano, cogiendo una vela y agachándosehacia debajo de la cama–. ¿Quién es?¡Socorro, socorro...!

Iván Andréievich, más muerto que vivo,estaba tumbado junto al cuerpo inerte deAmishka. Pero el joven seguía cadamovimiento del anciano. De pronto el viejose dio la vuelta para agacharse por el otrolado de la cama. En aquel instante, el jovensalió de debajo de la cama y echó a correr,mientras el marido buscaba a sus huéspedes alotro lado del lecho conyugal.

–¡Dios mío! –exclamó la dama al ver salir aljoven–. Pero ¿quién es usted? Y yo quepensaba...

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–Aquel monstruo se ha quedado debajo dela cama –dijo el joven en voz baja–. ¡Él es elculpable de la muerte de Amishka!

–¡Ay! –exclamó la dama.Pero el joven ya había desaparecido.–¡Ay! Aquí hay alguien. ¡Aquí hay una

bota de alguien! –exclamó el marido,agarrando por la pierna a Iván Andréievich.

–¡Asesino, asesino! –gritó la dama–. ¡Oh,Ami, Ami!

–¡Salga de ahí! –exclamó el anciano, dandopatadas en la alfombra–. ¡Salga de ahí!¿Quién es usted? Vamos, diga, ¿quién es?¡Dios mío! ¡Qué hombre más raro!

–Pero ¡si son unos bandoleros...!–¡Por el amor de Dios, por el amor de

Dios! –gritó Iván Andréievich, saliendo agatas de debajo de la cama–. ¡Por el amor deDios! ¡Su Excelencia, no llame a nadie! ¡Nollame a nadie! Eso está de más. Usted no mepuede echar... ¡No soy lo que piensa! Sinootra cosa... Su Excelencia –continuó Iván

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Andréievich gimiendo–. De todo eso tiene laculpa la mujer, quiero decir, no la mía, sino ladel otro; yo soy soltero... Se trata de uncompañero mío y amigo de la infancia...

–¡Qué amigo de la infancia! –gritaba elanciano, dando patadas al suelo–. Usted es unladrón, que ha venido a robar... y nada de unamigo de la infancia...

–No; no soy un ladrón, Su Excelencia.Realmente soy un amigo de la infancia... sóloque me he... sólo que me he equivocado ypor error entré en otra puerta.

–Sí, ya lo veo señor, veo de qué puerta hasalido usted.

–¡Su Excelencia! No soy ese tipo depersonas. Se está usted equivocando. Leaseguro que está terriblemente equivocado,Su Excelencia. Écheme un vistazo, míreme, yse dará cuenta por mi persona de que nopuedo ser un ladrón. ¡Su Excelencia! –gritabaIván Andréievich, cruzándose de brazos ydirigiéndose a la joven dama–. Usted, señora,

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compréndame... He sido yo quien ha matadoa Amishka... Pero no tengo la culpa, yo, ¡porel amor de Dios, no tengo la culpa...! De todoeso tiene la culpa la mujer. ¡Yo soy un infelizal que le ha tocado apurar el cáliz!

–Pero disculpe, a mí qué me importa queusted haya apurado el cáliz. Hasta es posibleque haya apurado más de uno, y ello es algoque resulta evidente, a juzgar por susituación. Pero ¿cómo ha entrado usted aquí,muy señor mío? –gritó el anciano temblandode ira, a la vez que se persuadía de que, ajuzgar por algunos detalles, IvánAndréievich realmente no podía ser unladrón–. Le estoy preguntando que cómo haentrado usted aquí. Ha hecho lo propio deun bandolero...

–No soy un bandolero, Su Excelencia. Meequivoqué de portal, pero de veras que nosoy un bandolero. Y todo esto es a causa demis celos. Se lo contaré todo, Su Excelencia,se lo contaré con tanta franqueza como si

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fuera mi padre, porque tiene usted una edadque me permite tratarle como tal.

–¿Cómo? ¿Qué edad?–¡Su Excelencia! ¿Le he ofendido? Y,

realmente, una dama tan joven... y su edad...es muy agradable de ver, Su Excelencia, deveras que resulta muy agradable ver unmatrimonio así... en la flor de la vida... Perono llame a nadie... ¡por Dios! No llame a loscriados... porque ellos sólo se reirían... losconozco... Es decir, con eso no quiero decirque conozca exactamente a los criados, puesyo también tengo criados, Su Excelencia, ytodos se ríen... ¡Son unos burros! ¡SuExcelencia...! Según puedo observar, tengo elhonor de hablar con un príncipe...

–Pues no, no soy un príncipe, sino que soylo que soy, un caballero... A mí, haga el favorde no adularme con sus zalamerías. ¿Cómoha podido entrar usted aquí, caballero?¿Cómo lo ha hecho?

–Disculpe Su Excelencia... Perdone, pero

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creí que era usted un príncipe. Lo examinécon atención y creí... a veces pasa... Se pareceusted tanto al príncipe Korotkoújov, al quetuve el honor de conocer en casa de mi amigoel señor Puzyriov... ¿Lo ve? Yo tambiénconozco a algunos príncipes, y también tratécon uno de ellos en casa de un amigo. Nopuede tomarme por alguien que no soy. Nosoy un ladrón. Su Excelencia, no llame a loscriados. ¿Sabe la que se armaría si los llamara?

–Pero ¿cómo ha podido entrar aquí? –exclamó la dama–. ¿Quién es usted?

–Eso es, ¿quién es usted? –añadió elmarido–. Y que yo, corazoncito mío, estabatan seguro de que era Vaska quienestornudaba debajo de la cama. Y era usted.¡Ay, qué depravado...! ¿Quién es usted?¡Dígalo!

Y el vejete una vez más pataleó en laalfombra.

–¡No puedo, Su Excelencia! Deboaguardar a que se calme... Confíe en su buen

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sentido del humor. En lo que a mí respecta,se trata de una historia ridícula, SuExcelencia. Se lo contaré todo. Y todo puedeexplicarse sin necesidad de recurrir a eso, esdecir, lo que quiero decir es que no llameusted a los criados, Su Excelencia. Le suplicoque me trate con honestidad... El hecho deque haya estado debajo de la cama nosignifica nada... no por eso he perdido midignidad. ¡Se trata de una historia de lo máscómico, Su Excelencia! –exclamó IvánAndréievich dirigiendo una miradasuplicante a la señora–. ¡Y especialmenteusted, Su Excelencia, se reirá mucho! Tienefrente a usted a un marido celoso. ¿Lo ve?Me estoy humillando y rebajando por propiavoluntad. Debo confesar que soy culpable dela muerte de Amishka, pero... ¡Dios mío, nosé lo que me digo!

–Pero ¿cómo, de qué modo ha entradousted aquí?

–Pues gracias a que estaba a oscuras y era

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de noche, Su Excelencia, aprovechando laoscuridad... ¡Soy culpable! ¡Discúlpeme, SuExcelencia! ¡Le pido humildemente perdón!Yo sólo soy un marido engañado, nada más.No piense, Su Excelencia, que yo soy elamante. No soy el amante. Su esposa es muyvirtuosa, si me permite decirlo. ¡Es pura einocente!

–¿Qué? ¿Qué? ¿Cómo se atreve a decirlo?–exclamó el anciano, pataleando nuevamenteel suelo–. ¿Se ha vuelto loco o qué? ¿Cómose atreve a hablar de mi mujer?

–¡Ese malvado, ese asesino que ha ahogadoa Amishka! –exclamó la mujer sollozando–.¡Y todavía se atreve a hablar!

–¡Su Excelencia, Su Excelencia! Sólo me heembrollado un poco –gritó atolondrado IvánAndréievich–. ¡Me he embrollado y nadamás! Considere que he perdido el juicio...Por el amor de Dios, piense que me he vueltoloco... Le juro por mi honor que meconcedería un gran favor. De buena gana le

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tendería la mano, pero no me atrevo... Yo noestaba solo, soy el tío... quiero decir que nopiense que soy un amante... ¡Dios! De nuevoestoy mintiendo... No se enoje, Su Excelencia–gritó Iván Andréievich, dirigiéndose a lamujer–. Usted es una señora y sabe que elamor es un sentimiento muy delicado... Pero¿qué digo? ¡De nuevo vuelvo a embrollarme!Es decir, que lo que quiero decir es que yosoy un anciano, o mejor dicho, un hombreentrado en años, no un anciano; que yo nopodría ser su amante, que un amante puedeser un Richardson o un don Juan... me estoyenredando. Pero ¿lo ve, Su Excelencia, cómosoy un hombre instruido que conoce laliteratura? ¡Se ríe usted, Su Excelencia! Estoyfeliz de haber provocado su risa. ¡Oh, quéfeliz soy de haberle hecho reír!

–¡Dios mío! ¡Qué hombre tan gracioso! –gritó la mujer sin poder aguantar la risa.

–Sí, tan gracioso y con tanto polvo en laropa –dijo el anciano, alegrándose de ver reír

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a su mujer–. Corazoncito, él no puede ser unladrón. Pero ¿cómo ha entrado aquí?

–¡Es realmente extraño! Realmenteextraño, Su Excelencia, ¡se parece a unanovela! ¿Cómo? ¿Cómo es posible que enplena noche, en una capital, se encuentre unhombre debajo de la cama? ¡Es gracioso yextraño! De alguna manera se parece a lo deRinaldo Rinaldini. Pero eso no es nada, SuExcelencia. Eso no tiene importancia, SuExcelencia. Se lo contaré todo... Y a usted,señora, Su Excelencia, le compraré otrocaniche... De pelo largo y patitas cortas, queno sepa dar dos pasos seguidos; un perrillode los que salen corriendo y se caenenredándose en sus propias lanas. De los quesólo comen terrones de azúcar. Le conseguiréuno, Su Excelencia, se lo proporcionaré sinfalta.

–¡Ja, ja, ja! –la dama se retorcía de risasobre el sofá–. ¡Dios mío, me va a dar un

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ataque de histeria! ¡Oh! Pero ¡qué graciosoes!

–¡Sí, sí!, ¡ja, ja, ja!, ¡ji, ji, ji! Tan gracioso ytan lleno de polvo, ¡ji, ji, ji!

–¡Ahora me siento feliz, Su Excelencia! Debuena gana le tendería mi mano, pero no meatrevo, Su Excelencia, pues soy consciente deque me atolondré, aunque ya me estoyserenando. Veo que mi mujer es inocente ypura y que en vano sospechaba de ella.

–¡Su esposa! –exclamó la mujer conlágrimas en los ojos estallando en unacarcajada.

–¡Está casado! ¿De veras? ¡Eso sí que nome lo figuraba yo por nada del mundo! –añadió el anciano.

–Su Excelencia, mi mujer tiene la culpa detodo, quiero decir, que yo soy culpable porhaber sospechado de ella. Sabía que aquíhabía una cita; sí, aquí, en el piso de arriba; lanota cayó en mis manos, yo me equivoqué yme metí debajo de la cama...

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–¡Je, je, je!–¡Ja, ja, ja!–¡Ja, ja, ja! –rió finalmente Iván

Andréievich–. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Quéagradable resulta ver que ahora todosestamos de acuerdo y somos felices! ¡Y mimujer no tiene culpa alguna! De ello estoyabsolutamente seguro. Porquenecesariamente ha de ser así, ¿verdad, SuExcelencia?

–¡Ja, ja, ja! ¡Ji, ji, ji! ¿Corazoncito, sabesquién es ella? –dijo finalmente el anciano aldejar de reír.

–¿Quién? ¡Ja, ja, ja! ¿Quién?–Pues esa señora tan mona que pone ojitos

de coqueta y que iba con el petimetre. ¡Esella! ¡Apostaría lo que fuera a que es sumujer!

–No, Su Excelencia, estoy convencido deque no es ella; estoy completamente seguro.

–Pero ¡Dios mío! Está usted perdiendo eltiempo –exclamó la mujer, dejando de reír.

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–Vamos, vaya corriendo arriba. Puede quelos pille...

–¡Tiene usted razón, Su Excelencia, voycorriendo! Pero no encontraré a nadie, SuExcelencia. Porque no es ella, estoy segurode antemano. ¡Ya estará en casa! ¡Aquí elúnico celoso que hay soy yo y nadie más...!¿Usted qué piensa? ¿Que de veras lossorprenderé allí, Su Excelencia?

–¡Ja, ja, ja!–¡Ji, ji, ji!–¡Vaya, vaya! Y, cuando regrese, venga a

contárnoslo –exclamó la dama–. ¡No! Mejorserá que lo haga mañana por la mañana y quela traiga también a ella: me gustaría conocerla.

–¡Adiós, Su Excelencia, adiós! La traeré sinfalta. Ha sido un honor conocerles. Estoyfeliz y contento de que todo se haya resueltode una forma tan favorable e inesperada.

–¡Y el caniche! No se olvide: ¡tráigame sinfalta el caniche!

–Se lo traeré, Su Excelencia, sin falta alguna

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–señaló Iván Andréievich, entrandonuevamente a toda prisa en la habitación,cuando ya se hubo despedido y estabasaliendo–. Se lo traeré sin falta. ¡Será muymono! Como si un pastelero lo esculpiera enazucarillos. Y será tan gracioso que andará yse enredará en sus propias lanas hasta caer.¡De veras! Y yo le diré a mi mujer, «Cariño,¿por qué esta perrilla no hace más quecaerse?». «¡Pero es tan mona!», meresponderá. ¡Por Dios, Su Excelencia, seráigual que si estuviera hecha de azúcar!¡Adiós, Su Excelencia, me satisfaceenormemente haberle conocido! ¡Sí!

Iván Andréievich hizo una reverencia ysalió.

–¡Eh, señor! ¡Espere! ¡Vuelva de nuevo! –exclamó el vejete siguiendo con la mirada aIván Andréievich, que ya estaba saliendo.

Iván Andréievich regresó por tercera vez.–No encuentro por ninguna parte a Vaska,

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el gato. ¿No lo habrá visto usted cuandoestuvo debajo de la cama?

–No, no lo vi, Su Excelencia. Pero le repitoque ha sido un placer conocerle. Ha sido unhonor...

–Ahora el pobre estaba acatarrado y noparaba de estornudar y estornudar. ¡Habráque azotarle!

–Sí, Su Excelencia, claro que sí. Con losanimales domésticos, los castigos educativosson necesarios.

–¿Qué?–Digo que los castigos educativos, Su

Excelencia, son necesarios a la hora de educara los animales y hacerlos obedientes.

–¡Ah...! Bien, vaya usted con Dios, sóloquería saber eso.

–¿Dónde has estado todo este tiempo?¡Mira qué aspecto tienes! ¡Si tienes la caradescompuesta! ¿Dónde te has perdido? ¡Hayque ver, Señor, tu mujer puede estar

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muriéndose, y a ti no se te encuentra en todala ciudad! ¿Dónde te has metido? ¿No habrásestado otra vez queriéndome pillar yestropear alguna cita que Dios sabe conquién pude concertar? ¡Señor, debería dartevergüenza ser esa clase de marido! ¡Prontonos señalarán con el dedo!

–¡Corazoncito! –respondió IvánAndréievich.

–¿Qué es eso? –exclamó la mujer–. ¡Unaperrita muerta! ¡Dios! ¿De dónde hasalido...? ¿Qué has hecho...? ¿Dónde hasestado? Dímelo ahora mismo, ¿dónde hasestado...?

–¡Corazoncito! –respondió IvánAndréievich, más muerto aún que Amishka–.¡Corazoncito...!

Pero por esta vez vamos a dejar a nuestrohéroe hasta otra oportunidad, ya que aquícomienza otra nueva y particular historia.Algún día, caballeros, les terminaremos decontar todos estos infortunios y

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persecuciones del destino. Pero ¡han dereconocer que los celos son una pasiónimperdonable y, por si fuera poco, tambiénuna desgracia...!

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El ladrón honrado(Chestny vor, 1848)

De las anotaciones de un desconocido

Una mañana, cuando ya me disponía adirigirme a mis tareas, entró en mi habitaciónAgrafena, mi cocinera, lavandera y ama dellaves, y, para mi sorpresa, se dirigió a mí.

Hasta aquel momento era una mujer tancallada y sencilla que, al margen de dospalabras que dijera al día sobre lo que iba apreparar para comer, no había dicho másdurante seis años. O, al menos, yo no habíaoído nada.

–He venido a decirle, señor –empezó depronto–, que podría usted alquilar el desván.

–¿Qué desván?

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–Pues el que está junto a la cocina. Ya sabeal que me refiero.

–¿Para qué?–¡Para qué! Pues porque la gente los

alquila. Está claro para qué.–Pero ¿a quién se lo alquilaría?–¡A quién! A un inquilino. ¿A quién si no?–Pero si allí, madrecita mía, no cabe ni una

cama; es muy estrecho. ¿Quién podría vivirallí?

–¿Qué falta hace que viva allí? Sólo hacefalta un hueco para dormir; y para vivir estáel alféizar de la ventana.

–¿Qué alféizar?–Está claro cuál, como si no lo supiera. El

que está en el vestíbulo. Allí podría sentarse,coser o hacer alguna cosa. También puedesentarse en una silla. Él tiene una silla; ytambién una mesa; lo necesario.

–Pero ¿de quién se trata?–Pues de una buena persona, de confianza.

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Yo le haría la comida. Por la habitación y lacomida, le cobraría, al mes, tres rublos...

Finalmente, y después de un buen rato,supe que un hombre entrado en años le pidióa Agrafena que le dejara vivir en la cocina, encalidad de inquilino con derecho a comida.Lo que a Agrafena se le metiera en la cabezanecesariamente había de llevarse a cabo, yaque, de otro modo, sabía que no me dejaríaen paz. Cuando algo no salía como ellaquería, se quedaba apesadumbrada y presa deuna profunda melancolía que podía durarledos o tres semanas. Durante ese tiempo, solíaestropeársele la comida, no me lavaba la ropa,ni el suelo; en un palabra, sucedían cosasdesagradables. Hace tiempo que me habíadado cuenta de que aquella mujer silenciosano sabía tomar decisiones ni defenderninguna idea propiamente suya. Pero cuandoen su floja inteligencia pudiera componersede alguna manera algo parecido a una idea odeterminación, negárselo significaba

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aniquilarla moralmente durante algúntiempo. Y por ello, como yo por encima detodo quería mi propia tranquilidad, alinstante me conformé con su propuesta.

–Pero ¿tendrá al menos un documento,pasaporte o algo por el estilo?

–¡Cómo! Claro que sí. Es una buenapersona y con experiencia; me ofreciópagarme tres rublos.

Al día siguiente, en mi humilde vivienda desoltero apareció un nuevo habitante; pero nome sentí enojado e incluso me alegré en miinterior. En general, vivo muy solitario,como un ermitaño. Apenas tengo conocidos;y salgo en escasas ocasiones. Después dehaber vivido durante diez años como unsordo, lógicamente me acostumbré a lasoledad. Pero vivir otros diez, quince, opuede que más años, en soledad, con aquellamisma Agrafena, y en aquel cuartito desoltero, era una perspectiva de lo más insulsa.Por ello, teniendo en cuenta la situación, una

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persona tranquila que viene de fuera es unabendición caída del cielo.

Agrafena no había mentido: mi inquilinoera una persona decente. Por el pasaporte meenteré de que era un soldado retirado, cosaque había percibido al primer golpe de vista,sin necesidad de mirar el pasaporte. Era fácilde reconocer. Astáfi Ivánovich, mi inquilino,era un buen hombre, entre los de su clase.Comenzamos a tener una buena convivencia.Pero lo más divertido de Astáfi Ivánovich erala facilidad que tenía para relatar historias ysus vivencias. Para el transcurrir diario de mihabitual aburrimiento, alguien que relataracomo él era un tesoro. En una ocasión mecontó una de sus historias. Ésta meimpresionó. Pero he aquí el motivo por elque surgió esa historia:

Un día me quedé solo en casa: Astáfi yAgrafena habían salido a hacer recados. Depronto me pareció que un desconocidoentraba en otra habitación. Salí, y vi que en el

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vestíbulo realmente había un desconocido.Era joven, bajito y, a pesar del frío otoñal,sólo se cubría con una levita.

–¿Qué deseas?–Quiero ver al funcionario Alexándrov.

¿Vive aquí, verdad?–Esa persona no vive aquí. ¡Adiós!–¡Cómo es posible! ¡Si el barrendero me

dijo que vivía aquí! –dijo el visitante,retrocediendo cuidadosamente hacia lapuerta.

–¡Vamos, vamos! ¡Márchate, hermano!¡Fuera!

Al día siguiente, después del almuerzo,cuando Astáfi Ivánovich me estaba tomandomedidas para una levita, que tenía quearreglar, de nuevo alguien volvió a entrar enel vestíbulo. Entreabrí la puerta.

El caballero del día anterior, ante mispropios ojos, descolgó tranquilamente de lapercha mi abrigo de piel, lo cogió debajo delbrazo y salió corriendo. Agrafena se quedó

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mirándole boquiabierta, sin hacer nada pararecuperar mi abrigo. Astáfi Ivánovich saliócorriendo tras el ladrón y al cabo de diezminutos volvió sofocado y con las manosvacías. ¡El hombre se había esfumado!

–¡Qué mala suerte, Astáfi Ivánovich!¡Menos mal que aún me queda el capote! ¡Deno ser así, el muy ladrón me habría dejadocompletamente desnudo!

Pero a Astáfi Ivánovich todo aquello lehabía dejado tan perplejo que, decontemplarle, hasta me olvidé del robo. Nopodía recomponerse. No hacía más que soltarla labor que tenía entre las manos, paraponerse al instante a contar nuevamente loque había sucedido, y la forma en queaquello había pasado. Cómo, estando él allí,ante sus ojos y a dos pasos de él, un hombrecogía el abrigo de la percha y salía corriendosin que se le pudiera alcanzar. Después, otravez se puso a su labor, para dejarla de nuevoy bajar donde estaba el barrendero a ponerle

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al corriente y reprenderle para que tomara lasmedidas oportunas para que en su patio nosucedieran este tipo de cosas. Después,regresó y se puso a regañar a Agrafena. Acontinuación, de nuevo se puso con su labor,refunfuñando mucho rato para sus adentrossobre cómo había sucedido, cómo, estando élallí y yo aquí, delante de nosotros y a dospasos, descolgaron el abrigo y etcétera,etcétera. En una palabra, Astáfi Ivánovich, apesar de hacer bien su labor, era también muycharlatán.

–¡Nos han engañado, Astáfi Iványch! –ledije yo por la tarde, ofreciéndole una taza deté, con tal de salir del aburrimiento, yvolviendo a sacar el tema del abrigo, que, detanto repetirse, y al ver la sinceridad del quelo relataba, hacía que la situación se mepresentara cada vez más cómica.

–¡Nos han timado, señor! Me da pena ylástima. Me puede la rabia aunque el abrigono fuera mío. En mi opinión, no hay peor

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cosa en esta vida que un ladrón. ¡Otras veceste pueden quitar algo, pero en este caso setrata de tu trabajo, de tu sudor, y el tiemporobado...! ¡Uf! ¡Qué asco! No le apetece auno ni hablar de ello, me da mucha rabia. ¿Ya usted, señor mío, no le da pena de una cosasuya?

–Sí, es cierto, Astáfi Iványch. ¡Es preferibleque se queme una cosa que ceder ante unladrón! ¡Es algo que da rabia y no se puedeconsentir!

–¡Hay que ver cómo son las cosas! Claroque hay ladrones diferentes. Pues yo, señormío, me topé una vez con un ladrónhonrado.

–¿Cómo que con un ladrón honrado?¿Acaso existen ladrones honrados, AstáfiIványch?

–¡Es verdad, señor! ¿Cómo puede unladrón ser honrado? No puede ser. Yo sóloquería decir que aquel hombre parecía

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honrado, pero robó. Sin embargo, me diolástima de él.

–Y ¿cómo sucedió, Astáfi Iványch?–Pues así, señor: de eso hace ya dos años.

Por aquel entonces llevaba yo un año sintrabajar, y en esa situación hice buenas migascon un hombre completamente fracasado.Nos conocimos en un figón. Era unborrachín perdido y un gandul, que anteshabía prestado servicios en algún lugar, peroa causa de sus borracheras hacía tiempo quele habían echado del trabajo. ¡Era unimpresentable! ¡Iba vestido Dios sabe cómo!¡Alguna vez incluso se me pasó por la cabezasi debajo del capote llevaría camisa o no!Todo cuanto tenía se lo gastaba en la bebida.Pero no era escandaloso. Tenía un caráctertranquilo y era muy cariñoso, bondadoso, nopedía nada, y todo le intimidaba; cuando túmismo veías que el pobre tenía ganas debeber, se lo alcanzabas. Bueno, pues no sé dequé manera nos hemos hecho el uno al otro,

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o, mejor dicho, no había forma dedesprenderme de él... y a mí me daba lomismo. ¡Y qué hombre más curioso! Se tepegaba como un perrillo; si ibas a un lugar, éldetrás de ti. Sólo nos habíamos visto una vez.¡Era más enclenque! Al principio dejé quepasara una noche en casa. Vi que tenía elpasaporte en regla y que parecía decente. Aldía siguiente me volvió a pedir lo mismo, y altercero vino él solo y se pasó el día enterosentado en el alféizar de la ventana; tambiénese día se quedó a pasar la noche. «¿No se mehabrá pegado demasiado?», pensé yo. Le dasde beber, de comer y encima le dejas que pasela noche en tu casa. ¡A un pobre como yo, vay se le sube uno a la cabeza para que le des decomer! Antes de pegárseme a mí, también lohizo con un funcionario. Se emborrachabanlos dos hasta más no poder; pero elfuncionario se alcoholizó completamente ymurió de alguna desgracia. El de mi historiase llamaba Iemeléi. Iemeléi Ilich. Yo no hacía

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más que darle vueltas a qué hacer con él. Medaba apuro y lástima echarle a la calle. ¡Dabatanta pena verle! ¡Estaba tan perdido! ¡Diosmío! Y encima tan callado, no pedía nada,sólo se estaba sentado y mirándote como unperrillo a los ojos. Quiero decir, ¡que hayque ver cómo deteriora al hombre la bebida!Y no hago más que pensar cómo le voy adecir: «¡Márchate de aquí, Iemeliánushka!¡No tienes nada que hacer aquí! ¡Te hasequivocado de persona! ¡Pronto ni yomismo podré llevarme un pedazo de pan a laboca! ¿Cómo podré mantenerte?». Estoysentando y pensando: «¿Qué va a hacercuando le diga eso?». Y me lo imaginomirándome largo rato después de decirleaquello. Me lo imagino sentado sin entenderpalabra, y cómo después, tras recobrar elsentido, se levanta del alféizar, coge suhatillo, que parece que lo estoy viendo (acuadros, de color rojo y todo agujereado), yen el que sólo Dios sabe lo que guardaba

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llevándolo a todas partes; cómo se cubría consu pobre capote para parecer lo máspresentable posible, y que le diera calor sinque se le vieran los agujeros. ¡Era unapersona delicada! Me lo imaginaba abrir lapuerta y salir hacia la escalera con los ojosempañados de lágrimas. ¡Me daba lástima,pues no quería que el hombre se extraviaradel todo! Y al instante pensaba: «¿Y en quésituación estoy yo mismo? EsperaIemeliúshka», pensaba yo. «¡No te estarásmucho tiempo dándote banquetes en mi casa!¡Pronto me marcharé y no me encontrarás!»¡Y me marché! Por aquel entonces, mi señor,Alexander Filimónovich (que en pazdescanse y que Dios lo tenga en su gloria),me dijo: «Estoy muy satisfecho de ti, Astáfi,y cuando regresemos a la aldea no nosolvidaremos de ti y te daremos trabajo». Yovivía en su casa y trabajaba de mayordomo.Era un señor muy bondadoso, pero fallecióese mismo año. Bueno, pues, en cuanto nos

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despedimos, cogí mis bártulos y algún queotro ahorrillo, pensé que era hora de vivirtranquilo y me fui donde una viejecilla a laque alquilé el rincón de una habitación. Sólodisponía de un rincón libre. También habíatrabajado de criada en una casa, pero poraquel entonces vivía sola y recibía unapensión. Y yo que pensé: «¡Pues ahora,Iemeliánushka, querido amigo, ya no meencontrarás!». ¿Y qué cree usted, señor? Porla tarde, de regreso a casa (después de hacerleuna visita a un conocido), lo primero que vial entrar fue a Iemeliá sentado sobre mi baúly el hatillo a cuadritos junto a él, sin quitarsesu viejo capote y esperándome... De loaburrido que estaba le cogió a la vieja unlibro de la iglesia que lo tenía cogido delrevés. ¡A pesar de todo, me encontró! Medesanimé del todo. «No tengo nada quehacer», pensé. «¿Por qué no le habré echadoal principio?» Y le pregunto directamente:«¿Has traído el pasaporte, Iemeliá?».

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»Entonces, señor, me senté y me puse apensar: «Bueno, puesto que es unvagabundo, ¿qué daño me puede hacer?». Yllegué a la conclusión de que no podríaocasionarme grandes trastornos. «Tendrá quecomer», pensé yo. «Bueno, un trozo de panpor la mañana, y para que el bocado esté mássabroso tendré que comprarle cebolla. Almediodía, también tendría que darle pan concebolla; y, al anochecer, también cebolla conkvas10 y un mendrugo de pan, si es quequiere más pan. Y si surgiera el caso de quehubiera shi, nos llenaríamos las barrigas hastamás no poder.» Si yo, lo que es comer, nocomo mucho, y todos saben que la personaque bebe apenas come: le bastaría sólo con unlicorcito o un vino verde. «Me puedearruinar con la bebida», pensé, y al momento,señor mío, se me pasó una idea por la cabeza,y ¡cómo me impresionó! Que si Iemeliá semarchara, ya no sería yo feliz en la vida... Yen aquel momento decidí ser para él como un

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padre bienhechor. «Lo apartaré del vicio»,pensé, «y haré que aprenda a perder la aficióna la bebida. Pero ¡espera un poco!», pensé.«¡Bueno, está bien, Iemeliá, quédate, sólo queprepárate para vivir conmigo! ¡Tendrás queobedecer!»

»Y, mientras tanto, yo le daba vueltas en lacabeza a cómo enseñarle algún oficio, perosin prisas. Ahora, al principio, que dierapequeños paseos, y, por el momento, yo iríamirando y buscando algún trabajo queIemeliá pudiera hacer. Porque para todo,señor mío, es imprescindible tener un don. Yme puse a observarle de soslayo. Veo que esIemeliánushka un hombre desesperado. Ycomencé, señor mío, por hablarle conpalabras amables: «Entre otras cosas», ledigo, «Iemelián Ilich, podrías mirarte en elespejo y arreglarte un poco. ¡Ya está bien depasear! ¡Mira cómo vas vestido! ¡Todo llenode harapos, y tu viejo capote, con perdón,parece un colador! ¡No está bien! Creo que

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va siendo hora de pensar en la dignidad.Estás sentado, y me escuchas con la cabezagacha, Iemeliánushka mío.

»Pero ¡Dios mío! ¡De tanto beber se ledesarticulan las palabras y es incapaz depronunciar algo con sentido! Si le hablas depepinos, va él y te responde refiriéndose a lashabas. Se pasa largo rato escuchándome ydespués lanza un suspiro.

»–¿Y por qué suspiras, Iemelián Ilich? –lepregunto.

»–Por nada, Astáfi Ivánovich, no sepreocupe. Pues hoy, dos mujeres, AstáfiIványch, se pelearon en la calle, y una lelanzó una cesta de bayas rojas a la otra.

»–Bueno, y ¿qué tiene eso de especial?»–Y por hacerle eso, fue la otra y le tiró su

cesta de bayas, y se puso a pisotearlas.»–Bueno, y ¿qué más sucedió, Iemelián

Ilich?»–Pues nada, Astáfi Iványch, sólo era un

comentario.

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»«Nada, sólo un comentario. ¡Vaya, conIemeliá, Iemeliúshka!», pensé yo. «¡Le hadejado descerebrado la bebida...!»

»–En la calle Gorójovaia, o mejor dicho,en la Sadóvaia, a un señor se le cayeron alsuelo unos billetes. Y un muzhik que lo viodijo: «¡Qué felicidad la mía!». Pero en esemomento también lo vio otro, que dijo:«¡No! ¡La felicidad es mía! ¡Yo los viprimero...!».

»–¡Vaya, Iemelián Ilich!»–Y se pelearon los muzhiks, Astáfi

Iványch. Y en ese momento llegó el guardia,recogió los billetes y se los devolvió alcaballero amenazando a los dos muzhiks conencerrarles en un calabozo.

»–Bueno, y ¿qué es lo que hay de ejemplaren ello, Iemeliánushka?

»–Pues... yo... nada... La gente se reía,Astáfi Iványch.

»–¡Ay, Iemeliánushka! ¡Y qué importa lagente! Has vendido el alma por una moneda

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de cobre. Pero ¿sabes, Iemelián Ilich, lo quete voy a decir?

»–¿Qué, Astáfi Iványch?»–Búscate algún trabajo; de verdad,

búscatelo. Te lo he dicho ya cien veces,apiádate de ti.

»–Pero ¿qué tipo de trabajo podríabuscarme, Astáfi Iványch? Si ni yo mismo séqué trabajo podría hacer y además nadie mecogería, Astáfi Iványch.

»–Y ¿por qué te echaron del trabajo,Iemeliá? ¡Ay, borrachín!

»–Pues a Vlas, el camarero, le llamaron hoypara que se presentara en la oficina, AstáfiIványch.

»–¿Y por qué le llamaron, Iemeliánushka?–le dije.

»–Pues a decir verdad, no lo sé, AstáfiIványch. Será que tenían que hacerlo y poreso lo llamaron...

»«¡Vaya, vaya!», pensé. «¡Estamosperdidos los dos, Iemeliánushka! ¡Dios nos

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castigará por nuestros pecados! Pero ¡Señormío! ¿Qué es lo que puedo hacer con unhombre así?»

»¡Sin embargo, era listo a más no poder!Prestaba oído y te escuchaba, pero, en cuantoveía que se aburría y que yo me ponía serio,agarraba su pobre capote, se escabullía y selargaba como si no te conociera. Se podíapasar todo el día deambulando por ahí y alllegar la tarde venía todo ebrio. ¡Sólo Diossabe quién le daba de beber, y dóndeconseguía el dinero! ¡Yo no tengo la culpa deello y mi conciencia está tranquila!

»–¡No! –le decía yo–. ¡Vas a perder lacabeza, Iemelián Ilich! ¡Ya has bebidomucho! ¿Lo has oído? ¡Ya es suficiente! Siotra vez vuelves borracho a casa, pasarás lanoche en la escalera. ¡No te dejaré entrar!

»Después de escuchar la reprimenda,estuvo Iemeliá en casa dos días, y al tercerodesapareció de nuevo. Yo esperándole, y élsin aparecer. Y si le soy sincero, incluso

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estaba preocupado, y sentía lástima. «¿Qué eslo que he hecho?», pensaba. «Le he metidomiedo en el cuerpo. Pero ¿adónde habrá idoahora, el muy desdichado? ¡Dios mío, si sepuede perder!» Pasó la noche y él sinregresar. Y al amanecer, cuando salí alzaguán, vi que había pasado la noche allí.Estaba tumbado con la cabeza apoyada en unescalón; debía de estar completamentehelado.

»–Pero ¿qué haces, Iemeliá? ¡Dios teampare! ¿Dónde te has metido?

»–Usted se enfadó conmigo diciéndomeque me mandaría a dormir al zaguán, por esono me atreví a entrar en casa, Astáfi Iványch,y me quedé a dormir aquí.

»¡Sentí a la vez rabia y pena!»–Pero si tú, Iemelián, podías buscarte

otro trabajo –le dije yo–. ¿Por qué escoges elde guarda de la escalera?

»–¿Y qué otro trabajo podría buscarme,Astáfi Iványch?

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»–Al menos podrías aprender el oficio dela costura, ¡alma de cántaro! –le dije yo (de larabia que me dio)–. ¡Mira qué capote llevas!No te conformas con que esté lleno deagujeros y hasta quieres barrer las escalerascon él. Podías coger una aguja y remendartelos agujeros, aunque sólo fuera por dignidad.¡Ay, borrachín!

»–¡Bueno, señor! –y cogió la aguja. Yo selo dije en broma, pero él se avergonzó y sepuso manos a la obra. Se quitó el viejo capotey se puso a enhebrar la aguja. Le miro, y loque esperaba: tenía los ojos irritados yenrojecidos; las manos temblorosas a más nopoder. Intentaba enhebrar la aguja y no loconseguía. ¡Y hay que ver cómo fruncía elceño, humedecía el hilo, lo retorcía, pero noconseguía enhebrarlo! No había forma. Lotiró y se me quedó mirando...

»–¡Bueno, bueno, Iemeliá! ¡Me dan ganasde cortarte la cabeza! Si te lo dije en broma,te reproché para hacerte reaccionar... Pero

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¡que Dios te ampare! Puedes entrar, pero nome abochornes, ¡no pases la noche en laescalera avergonzándome...!

»–Pero ¿qué puedo hacer, Astáfi Iványch?Si yo mismo sé que siempre estoy bebido yque no sirvo para nada... Es sólo que usted,mi... bienhechor, se interesa en vano por mí...

»Y de pronto empezaron a temblarle suslabios azules y una lágrima resbaló por sumejilla blanca. ¡Y cómo temblaba la lagrimillasobre su barba sin afeitar, y cómo sollozaba,mi Iemelián! ¡Dios mío! ¡Aquello me doliócomo si me pasaran un cuchillo por elcorazón!

»«¡Vaya, qué sensible eres, y yo sin darmecuenta! ¿Quién podía saberlo y adivinarlo?¡No!», pensé. «No voy a preocuparme por ti,Iemeliá. ¡Puedes convertirte en unguiñapo...!»

»Bueno, señor, de todo aquello podríacontarle yo mucho. Pero esa historia esinsignificante, mísera y no merece la pena; es

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decir, que usted, señor, no daría ni doscópecs por una historia así, y, sin embargo,yo, de haberlos tenido, habría dado más, contal de que no hubiera sucedido. Yo estabacosiendo unos pantalones buenos (¡al diablolos pantalones!); eran fantásticos, de cuadrosazules. Me los había encargado unterrateniente que venía por aquí, y que semarchó después diciéndome que le estabanestrechos, de modo que se quedaron en casa.Pensé que eran buenos y que en el mercadillopodían darme hasta cinco rublos, y que, deno ser así, podría sacar de ellos dospantalones de caballero, y me sobraríaademás un trozo para una levita. Eso, a unhombre humilde, a uno de los nuestros,¿sabe?, siempre le viene bien. YIemeliánushka, por aquel entonces, estabapasando una mala temporada, estaba serio ytriste. Veo que pasa un día sin beber nada:pasa otro y tampoco, el tercero y no pruebagota. Estaba completamente amodorrado, me

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daba verdaderamente lástima verle sentado yafligido. Y pensé: «Una de dos, o te hasquedado sin dinero para beber, o tú mismoescogiste el camino adecuado de decir basta yvivir de forma racional». Pues así estaban lascosas, señor, cuando llegaron las fiestas. Yome fui a la consueta. Cuando regreso a casaveo que mi Iemeliá está sentadito sobre elalféizar, completamente borracho ymeciéndose de un lado a otro. «¡Hum!»,pensé. «¡Conque éstas tenemos!» Y me fuiderecho al baúl. ¡Miro, y no están lospantalones...! Registré toda la casa: «Me loshan robado», pensé. Cuando hube revueltotodo y comprobado que no estaban, parecióque algo me arañaba el corazón. Me dirigíenfurecido a la anciana, y pequé acusándola,descartando las dudas sobre Iemeliá, aunquetuviera mis sospechas, por lo borracho queestaba.

»–No –me dijo la ancianita–; que Dios leampare, señorito, pero ¿qué falta me harían

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los pantalones? ¿Para ponérmelos? Tambiéna mí me desapareció hace unos días una falda,igual que a usted con este buen hombre...Bueno, no puedo decir lo que no he visto –me dijo.

»–¿Quién estuvo aquí? –le pregunté–. Y¿quién ha pasado por aquí?

»–Pues nadie, señor –me respondió ella–;yo no me he movido de aquí. Iemelián Ilichsalió de casa y regresó después. ¡Allí lo veusted sentado! Pregúnteselo a él.

»–¿No habrás cogido los pantalonesnuevos porque te surgiera alguna necesidad,Iemeliá? ¿Te acuerdas de cómo los cosía paraaquel terrateniente?

»–No –responde–, Astáfi Iványch, yo nohe cogido eso.

»¡Qué desdicha! De nuevo me puse abuscarlos, lo revolví todo y no encontrénada. Mientras tanto, Iemeliá seguíabamboleándose sobre el alféizar. Me senté,señor, sobre el baúl, frente a él, y de pronto le

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miré de reojo... «¡Vaya!», se me pasó por lacabeza: y en ese momento pareció que se meprendía el corazón; incluso enrojecí de rabia.De repente, también me miró Iemeliá.

»–No –me dijo–, Astáfi Iványch, yo suspantalones, quiero decir... eso... que puedeusted pensar... yo no he sido.

»–¿Pues cómo han podido desaparecer,Iemelián Ilich?

»–No sé –me respondió–, Astáfi Iványch;no los he visto en absoluto.

»–¿Entonces, Iemelián Ilich, debe ser queellos solitos, como quiera que se mire,desaparecieron por sí mismos?

»–Puede que hayan desaparecido solos,Astáfi Iványch.

»En cuanto le oí decir eso, me levantébruscamente, me acerqué a la ventana,encendí la lámpara y me puse a coser. Arehacerle una levita a un funcionario quevivía debajo de nosotros. No paraba dearderme el pecho, como si algo me aullara

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dentro. Es decir, habría tenido menos calor sihubiera metido toda la ropa del armario en laestufa. Y, por lo que se ve, sintió Iemeliá quela rabia me había punzado el corazón. Yparece, señor, que cuando un hombre estáabocado al mal, ya desde lejos presiente ladesgracia, igual que un pájaro que vuela porel cielo presintiendo la tormenta.

»–Astáfi Ivánovich –empezó Iemeliúshka(y la vocecilla le temblaba)–. Hoy AntipProjórich, el practicante, se casó con la mujerdel cochero, que falleció hace unos días...

»Entonces le eché tal mirada de furia...»Y Iemeliá lo comprendió. Veo que se

levanta, se acerca a la cama y empieza a darvueltas alrededor de ella. Yo estoy a lo mío yveo que lleva mucho tiempo trasteando yrefunfuñando: «¡No aparecen! ¿Dónde sehabrán metido, los muy granujas?». Yoseguía en la misma actitud expectantemientras que Iemeliá se puso de rodillas y se

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metió debajo de la cama. No pude aguantarmás.

»–¿Qué hace usted, Iemelián Ilich, derodillas?

»–Por si encuentro los pantalones, AstáfiIványch. Registrando, por si se hubierancolado en algún sitio.

»–Pero ¡qué está haciendo, señor! –le dije(y de lo furioso que estaba lo traté deusted)–. ¿Qué necesidad tiene, señor, dehacer semejantes cosas por un pobre hombrecomo yo, destrozándose inútilmente lasrodillas?

»–Pero si no estoy haciendo nada, AstáfiIványch, nada... Puede que se encuentren sise buscan bien.

»–¡Hum!... –le dije yo–. ¡Escúchame,Iemelián Ilich!

»–¿Qué, Astáfi Iványch? –me dijo.»–¿Y no habrás sido tú quien los ha

cogido, como un simple ladronzuelo, enagradecimiento del pan y la sal que comparto

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contigo? –le dije yo. Es decir, que a mí,señor, me irritó de tal modo que estuviera derodillas delante de mí arrastrándose por elsuelo...

»–Pues no... Astáfi Ivánovich....»Pero se quedó en la misma posición, tal y

como estaba, debajo de la cama. Estuvo unlargo rato allí tumbado; después salió arastras. Le miro y veo que estácompletamente pálido. Al levantarse, se sentócerca de mí en el alféizar de la ventana, ypermaneció así sentado unos diez minutos.

»–No, Astáfi Iványch –me dijo. Y depronto se levanta y se me acerca con unaspecto que daba miedo–. No, AstafiYványch –me vuelve a decir–. Yo no cogí lospantalones.

»Estaba temblando, golpeándose con eldedo tembloroso en el pecho; la voz levibraba, lo que me hacía sentir tanavergonzado que parecía enteramentehaberme quedado pegado a la ventana.

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»–Bueno, Iemelián Ilich –le dije–. Estábien, le pido disculpas porque le reproché envano. ¡Allá los pantalones! ¡Quedesaparezcan! No nos va a pasar nada porquehayan desaparecido. Gracias a Dios tenemosmanos, no vamos a robar a nadie... y tampocovamos a pedirles limosna a otros pobres; nosganaremos el pan...

»Me escuchó Iemeliá, se quedó un ratofrente a mí, y después se sentó. Permanecióasí toda la tarde, sin moverse lo más mínimo;a mí ya me había entrado sueño y Iemeliáseguía sentado en el mismo lugar. Sólo alamanecer me di cuenta de que estabatumbado en el suelo y tapado con su pobrecapote. Se había sentido tan humillado queno se atrevió a tumbarse en la cama. Puesdesde aquel momento, señor, le cogí manía,es decir, los primeros días incluso llegué aodiarle. Para ser más exactos, y por poner unejemplo, era como si mi propio hijo meocasionara un dolor horrible. «¡Vaya!»,

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pensé. «¡Iemeliá, Iemeliá!» Mientras tanto élno paró de beber en dos semanas. Seemborrachaba hasta hartarse. Se marchabapor la mañana y no regresaba hasta bienentrada la noche, sin pronunciar palabra endos semanas. Es decir, o que la pena le habíacarcomido, o que quisiera castigarse élmismo. Finalmente, dijo basta y dejó debeber. Al parecer se había gastado todo eldinero y otra vez se sentó sobre el alféizar dela ventana. Recuerdo que se estuvo así,sentado y callado, tres días enteros; depronto, le miro, y lo veo llorando. Quierodecir, señor, que está sentado y llorando. ¡Sí,así, llorando! Como si fuera un río, sin sentirlas lágrimas. Y es duro, señor, ver cuando unhombre maduro, y concretamente unanciano, como Iemeliá, llora de la pena y latristeza que tiene dentro.

»–¿Qué, Iemeliá? –le dije.»Y se puso a temblar. Se estremeció

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completamente. Desde lo sucedido, era laprimera vez que me dirigía a él.

»–Nada... Astáfi Iványch.»–¡Que Dios te ampare, Iemeliá, que se

vaya todo al demonio! ¿Por qué estás ahísentado como un búho? –me dio lástima deél.

»–Es que... Astáfi Iványch... bueno.Quisiera encontrar algún trabajo, AstáfiIványch.

»–Pero ¿qué tipo de trabajo, IemeliánIlich?

»–Pues así, uno cualquiera. Puede queencuentre algo útil que hacer como antes; yafui a solicitarle trabajo a Fedoséi Iványch...No me siento bien cuando le ofendo, AstáfiIványch. Yo, Astáfi Iványch, con un poco desuerte, encontraré algún trabajo, y entoncesle devolveré todo, y le daré su compensaciónpor lo que se ha gastado en alimentarme.

»–Bueno, Iemelián, ya está bien; lo que

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pasó, pasado está. ¡Allá los pantalones! ¿Porqué no volvemos a vivir como antes?

»–No, Astáfi Iványch, usted posiblementesiga pensando lo mismo... pero yo no le robélos pantalones...

»–Bueno, pues como quieras. ¡Que Dios teampare, Iemeliánushka!

»–No, Astáfi Iványch. Veo que ya nopuedo continuar viviendo aquí. Ydiscúlpeme usted, Astáfi Iványch.

»–¡Pues que sea lo que Dios quiera! –ledije–. ¿Quién te está ofendiendo y te echa alpatio? ¿Acaso lo estoy haciendo yo?

»–No, pero me es incómodo vivir conusted de ese modo, Astáfi Iványch... Serámejor que me vaya...

»El hombre estaba ofendido y habíatomado una determinación. Le miro y veoque ya se levanta y se echa al hombro supobre capote.

»–Pero ¿adónde vas a ir, Iemelián Ilich? Sé

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racional y escucha: ¿qué piensas hacer?,¿adónde vas a ir?

»–No, perdone usted, Astáfi Iványch, nome retenga –y de nuevo se puso a gemir–. Mevoy, Astáfi Iványch. Usted ya no es el mismode antes.

»–¿Cómo que no soy el mismo? ¡Soy elmismo! Si eres como un niño pequeño,irracional; te puedes perder solo, IemeliánIlich.

»–No, Astáfi Iványch, usted ahora cuandose marcha cierra el baúl, y yo, Astáfi Iványch,que lo veo, me pongo a llorar... No, mejorserá que me deje marchar, Astáfi Iványch, yperdone las ofensas que pude haberleinfligido en nuestra convivencia.

»Y ¿qué piensa, señor? Se fue el hombre.Le esperé un día, pensando que regresaría alatardecer, pero no volvió. Al siguiente,tampoco, y al otro, igual. Estaba asustado yla tristeza no me dejaba vivir en paz. Nibebía, ni comía, ni dormía. ¡El hombre me

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había dejado completamente desarmado! Alcuarto día salí a buscarle por todas las tascas,y nada. ¡No lo encontré! ¡Iemeliánushkahabía desaparecido!

»«¿No habrá perdido el hombre lacabeza?», pensé. «Puede que esté ahoratirado como un penco podrido junto aalguna valla, el muy borrachín.» Regresé acasa ni vivo ni muerto. Al día siguientetambién salí a buscarlo. Me maldecía a mímismo por haber permitido que un hombresin cabeza se fuera de mi lado por su propiavoluntad. El quinto día al amanecer (erafiesta) oigo que cruje la puerta. Miro, y veoque entra Iemeliá. ¡Todo amoratado y con elpelo completamente sucio de haber dormidoen la calle! Había adelgazado hasta quedarsecomo una astilla. Se quitó su pobre capote, sesentó junto a mí en el baúl y se me quedómirando. ¡Qué alegría me dio verle, pero mesentí aún más triste que antes! Mire usted loque pasa, señor: que caiga sobre mí el pecado,

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pero habría preferido verle muerto en unarroyo como un perro a que volviera en eseestado. ¡Pero Iemeliá volvió! Bueno,lógicamente, resulta duro ver a un hombre enese estado. Empecé a animarle, a acariciarle ya tranquilizarle.

»–Bueno –le dije–, Iemeliánushka, estoycontento de que hayas vuelto. Si hubierastardado un poco más, habría ido a buscartepor las tabernas. ¿Has comido algo?

»–Sí, Astáfi Iványch.»–Y ¿lo suficiente? Aquí tienes, hermano,

un poco de shi que quedó de ayer; es decarne; y aquí tienes un poco de pan y cebolla.Come –le digo–, no está de más para la salud.

»Le serví la sopa y vi que probablementellevaba tres días sin probar bocado, ¡tal era suapetito! Lo que significa que el hambre fue loque le hizo retornar de nuevo a mí. ¡Cómome alegré de verle! «Espera», pensé, «en unacarrera voy a por algo de beber. Le traeréalgo para que se sienta feliz, y nos olvidemos

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de todo. ¡No te guardo ningún rencor,Iemeliánushka!». Le traje una botella devino.

»–Aquí tienes –le digo–, Iemelián Ilich,bebamos un poco, hoy es fiesta. ¿Quieresbeber? ¡Salud!

»Extendió ansioso la mano, y ya casi teníacogido el vaso, cuando veo que se detiene;espera un rato; yo le miro: va y lo coge, se lolleva a la boca, salpicándose la manga con elvino. Y no lo bebe. Se lo vuelve a llevar a laboca, pero al instante lo deja sobre la mesa.

»–¿Qué sucede, Iemeliánushka?»–Pues nada; es que yo... Astáfi Iványch...»–¿Acaso no te lo vas a beber?»–Pues yo, Astáfi Iványch, eso... ya no voy

a beber más, Astáfi Iványch.»–¿Acaso has decidido dejarlo del todo,

Iemeliúshka? ¿O sólo se trata de hoy?»Se quedó callado. Cuando le miro, veo

que tiene apoyada la cabeza sobre la mano.»–¿No te habrás puesto malo, Iemeliá?

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»–No lo sé, no me encuentro muy bien,Astáfi Iványch.

»Lo conduje hasta la cama. Veo querealmente está mal: le ardía la cabeza y lafiebre le agitaba el cuerpo. Estuve junto a éltodo el día; al llegar la noche se puso peor. Ledi kvas con mantequilla y cebolla y añadímigas de pan. Le dije:

»–¡Vamos, tómate esta turia11, que tesentará bien!

»Él movió la cabeza.»–No –dijo–, no voy a comer hoy, Astáfi

Iványch.»Le preparé un té y mareé del todo a la

ancianita; y nada, que no mejoraba. «¡Vaya!¡Mal asunto!», pensé. Al tercer día fui enbusca del médico. Conocía un médico que seapellidaba Kostoprávov, que me tratócuando yo vivía en casa de los señoresBosomiágin. Vino el médico, lo vio y dijo:«Pues no. La cosa está mal. No tenía quehaberse molestado en buscarme. Pero puede

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darle estos polvos». Pero yo no se los di;pensé que el médico me lo decía por decir: ymientras tanto ya llegó el quinto día.

»Se estaba muriendo ante mis ojos, señor.Yo estaba sentado junto al alféizar de laventana con la labor entre las manos. Laviejecilla estaba echando leña en la estufa paracaldear la habitación. Nadie hablaba. Tenía elcorazón partido como si se me muriera mipropio hijo. Sabía que Iemeliá me mirabaahora a mí, me había dado cuenta de ellodesde la mañana. Veía que el hombre queríasacar fuerzas, deseando decir algo, sinatreverse; y, en cuanto veía que yo le miraba,al instante desviaba la mirada hacia otro lado.

»–¡Astáfi Ivánovich!»–¿Qué, Iemeliúshka?»–Y si yo, por ejemplo, llevara mi capote a

vender al mercadillo, ¿me darían mucho,Astáfi Iványch?

»–Bueno –le dije yo–, no creo que dieran

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mucho. Con un poco de suerte hasta unostres rublos, Iemelián.

»«Pero, en realidad», pensaba yo para misadentros, «si lo llevaras, no te darían nadasalvo burlarse de ti en tu cara por ir a venderuna cosa en tan mal estado». Sólo que a él,hombre de Dios, conociéndole como leconocía, le dije lo contrario para consolarle.

»–Pues yo, Astáfi Iványch, creo que sí medarían tres rublos por la capa; si es de paño.¿Cómo no iban a darme tres rublos por unacosa de paño?

»–No lo sé, Iemelián Ilich –le dije–. Sideseas llevarla, entonces desde el primermomento habría que pedir por ella tresrublos.

»Iemeliá se quedó un rato callado; ydespués de nuevo se puso a hablar:

»–¡Astáfi Iványch!»–¿Qué quieres, Iemeliánushka? –le

pregunté.»–Venda usted el capote cuando me muera,

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no me entierre con él. No lo necesito;mientras que el capote es algo valioso, le haráfalta.

»En ese momento, señor, se me encogió elcorazón de tal modo que no supe qué decir.Veo que le rondaba la tristeza que uno sienteantes de morir. De nuevo nos quedamos ensilencio. Así transcurrió una hora. Otra vezle eché un vistazo: no retiraba la vista de mí,y, en cuanto se cruzaba con mi mirada, denuevo la desviaba para otro lado.

»–¿No quieres beber un poco de agua,Iemelián Ilich? –le dije.

»–Si es tan amable, que Dios le bendiga,Astáfi Iványch.

»Le di de beber. Bebió con ansia.»–Se lo agradezco, Astáfi Iványch –me

dijo.»–¿No quieres algo más, Iemeliánushka?»–No, Astáfi Iványch; no me hace falta

nada; sólo que...»–¿Qué?

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»–Pues eso...»–¿Qué quieres decirme, Iemeliúshka?»–Pues eso... los pantalones... fui yo el que

se los cogí entonces... Astáfi Iványch...»«¡Bueno, pues que Dios te perdone,

Iemeliánushka!», me dije. «¡Eres un pobrediablo! Vete en paz...» Se me detuvo larespiración y las lágrimas corrieron por mismejillas. Me di la vuelta un instante.

»–Astáfi Iványch...»Lo miro y veo que Iemeliá quiere decirme

algo. Se irguió haciendo fuerzas y moviendolos labios... De pronto, se puso todoencarnado y con los ojos clavados en mí...Después, fue palideciendo cada vez más hastaquedarse un instante sin consciencia; echó lacabeza hacia atrás, respiró profundamente yen aquel instante entregó su alma a Dios.

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El Árbol de Navidad y unaboda

(Iolka i svad’ba, 1848)

De los apuntes de un desconocido

Hace unos días vi una boda... Pero ¡no!Será mejor que les hable sobre la fiesta delÁrbol de Navidad. La boda estuvo bien; megustó mucho, pero aún mejor fue otroacontecimiento. Ignoro de qué modo, alobservar la boda me acordé de esa fiesta delÁrbol de Navidad. Ocurrió del siguientemodo. Hace exactamente cinco años, envísperas de Año Nuevo, me invitaron a unbaile infantil. La persona que me invitaba eramuy célebre e importante, con contactos,influencias e intrigas, de modo que uno

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podía pensar con facilidad que el baileinfantil no era más que una excusa parareunirse los padres y charlar sobre ciertosasuntos de la forma más casual e inocente. Yoera ajeno a aquellas cuestiones, no teníaningún asunto que tratar, y por ello pasé latarde de un modo bastante independiente.Había allí también otro señor, que a miparecer no se distinguía ni por su posiciónsocial ni por parentesco alguno, pero que, aligual que me ocurriera a mí, se encontró en lafeliz fiesta del mismo modo que yo... Fue laprimera persona en quien me fijé. Era unhombre alto, enjuto, bastante serio y bienvestido. Pero resultaba evidente que enabsoluto le divertía aquella alegre fiestafamiliar. Cuando se apartaba hacia algúnrincón, al instante dejaba de sonreír y fruncíasus espesas y negruzcas cejas. Exceptuando aldueño, no conocía a nadie de aquella fiesta debaile infantil. Era visible que se aburría a másno poder, pero que soportaba heroicamente,

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hasta el final, el papel de hombreabsolutamente feliz y divertido. Después meenteré de que se trataba de un señor deprovincias, que vino a la capital a solucionaralguna cuestión importante, y que le traíauna carta de recomendación al dueño,nuestro anfitrión, que le mostró su tonoprotector, no precisamente con amore, y quele invitaba por pura cortesía a su fiesta debaile infantil. Como no jugaba a las cartas ynadie le había ofrecido un cigarro, ni entrabaen conversación con él –probablemente alreconocer ya a distancia al pájaro por supluma–, y por no saber qué hacer con lasmanos, se vio el caballero obligado a atusarselas patillas durante toda la tarde. Éstas eranverdaderamente hermosas. Pero se las atusabacon tanta insistencia que, al mirarle, resultabadifícil no pensar que en el mundo fueronprimeramente creadas las patillas, y que sólodespués se les añadió el hombre para que selas atusara.

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Al margen de ese caballero, que participabade ese modo de la felicidad familiar del dueñode la casa, y que tenía cinco hijos regordetes,también llamó mi atención otro caballero.Pero este otro ya era de otra naturaleza. ¡Setrataba de todo un personaje! Se llamabaIulián Mastákovich. Desde el primer golpe devista se percataba uno de que se trataba de uninvitado de honor y de que tenía la mismarelación con el anfitrión que este último conel caballero que se atusaba las patillas. Losdueños le prodigaban infinidad deamabilidades, tenían muchas atenciones conél, le ofrecían bebidas, lo jaleaban, leacercaban a sus invitados para recomendarle,pero en lo que a él se refiere no lopresentaban a nadie. Observé que al dueño lebrilló una lágrima en el ojo cuando IuliánMastákovich, refiriéndose a la velada, dijoque en escasas ocasiones había pasado un ratotan agradable. De pronto me estremecí ante lapresencia de aquel personaje, y, por ello, tras

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deleitarme mirando a los niños, me marché aun pequeño saloncito, que estabacompletamente vacío, y me senté en elcenador de la dueña, que tenía muchasplantas y ocupaba casi la mitad de lahabitación.

Todos los niños eran increíblementeenternecedores, y decididamente se negaban acomportarse como mayores a pesar de todaslas observaciones de las institutrices y lasmadres. En un abrir y cerrar de ojos habíandejado el árbol prácticamente vacío, hasta elúltimo bombón, y ya les había dado tiempo aromper la mitad de los juguetes, sin saberpreviamente a quién correspondía cada uno.Especialmente agradable me pareció un niñode ojos negros y pelo rizado, que no hacíamás que querer dispararme con su rifle demadera. Pero, de todos los niños, la que másllamó mi atención fue su hermana, una niñade aproximadamente once años, maravillosa,tierna, silenciosa, pensativa y pálida, con ojos

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grandes, penetrantes y algo saltones. Losniños la habían ofendido por algo, por esodecidió marcharse al salón donde estaba yo, yponerse a jugar con su muñeca en unrinconcito. Los invitados indicaban conrespeto a un rico comerciante, su padre, yalguno que otro señalaba, en voz baja, que yase había asignado a la niña una dote detrescientos mil rublos. Me di la vuelta paraechar un vistazo a los que curioseaban sobreel acontecimiento, y mi mirada cayó en IuliánMastákovich, quien, con las manos a laespalda y la cabeza algo ladeada, poníaespecial atención para escuchar lavanilocuencia de aquellos caballeros. Acontinuación no pude por menos desorprenderme por la sabiduría de los dueñosante la entrega de los regalos de los niños. Laniña que ya tenía trescientos mil rublos dedote recibió una impresionante muñeca.Después se fueron entregando los regalos enlínea descendente, conforme al nivel y rango

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de los padres de todas aquellas felicescriaturas. Finalmente, el último niño, de unosdiez años, delgadito, pequeño, pecosillo ypelirrojo, recibió sólo un libro de cuentossobre la grandeza de la naturaleza, laslágrimas de la emoción y otras cosas, sin unasola estampa ni viñeta.

Era el hijo de la institutriz de los niños deldueño: una pobre viuda que tenía un niñoextremadamente introvertido y asustadizo.Llevaba puesta una chaquetita de nanquínbarato. Tras recibir su librito, estuvo unlargo rato dando vueltas alrededor de otrosjuguetes; tenía muchas ganas de jugar conotros niños, pero no se atrevía; era evidenteque ya tenía conciencia de su situación y lacomprendía. Me gusta observar a los niños.Lo extraordinariamente curioso en ellosviene a ser la primera revelación deindependencia en la vida. Observé que alniño pelirrojo le atrajeron sobremanera losjuguetes de más categoría de otros niños,

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especialmente las marionetas de teatro, conlas que le habría encantado jugarrepresentando algún papel, hasta el extremode hacer alguna gamberrada. Se reía y jugabacon otros niños, y le dio su manzana a unniño regordete que tenía anudado unpañuelo lleno de golosinas; incluso accedió allevar sobre su espalda a otro niño, con tal deque no le apartaran del teatro de lasmarionetas. Pero, al cabo de un minuto, unchaval travieso le dio una considerable paliza.El niño no se atrevió a llorar. En esemomento llegó la institutriz, su madre, y leordenó que no molestara a los otros niños. Élentró en la habitación donde estaba la niña.Ella dejó que se le acercara y los dos, bastanteentretenidos, se pusieron a vestir a la preciosamuñeca.

Ya llevaba yo una media hora sentado en elsaloncito del cenador y casi me adormecíescuchando el silencioso susurro entre elniño pelirrojo y la preciosa niña de

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trescientos mil rublos de dote, que departíansobre la muñeca. De pronto entró en lahabitación Iulián Mastákovich. Aprovechó elmomento de una ruidosa pelea entre losniños para escabullirse despacio del salón.Me percaté de que sólo un minuto anteshabía estado hablando bastante acaloradocon el padre de la futura y rica novia, al queacababa de conocer, ensalzando las ventajasde un empleo respecto a otro. Ahora estabapensativo y parecía estar echando cuentascon los dedos.

–Trescientos... trescientos –susurraba–.Once... doce... trece... ¡Dieciséis; cinco años!Supongamos que cuatro por ciento; doce porcinco, igual a sesenta; si sobre estos sesenta...supongamos que dentro de cinco años,entonces serán cuatrocientos. ¡Sí! Pero no seconformará con el cuatro por ciento, el muyestafador. Puede que quiera el ocho o el diezpor ciento. Bueno, supongamos que quiera

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quinientos, quinientos mil, que será lo másprobable; y el resto será para la renta, ¡hum...!

Había dejado de darle vueltas, se sonó lanariz y ya se disponía a salir de la habitacióncuando de pronto miró a la niña y se quedóparado. Como yo estaba detrás de las macetasy las plantas, no me veía. Pero me pareció queestaba muy excitado. Tal vez le afectaron lascuentas que echó, o alguna otra cosa, pero sefrotaba las manos sin poder quedarse quieto.Aquella preocupación aumentó hasta necplus ultra, cuando de pronto se detuvo, yechó otro vistazo a la futura novia. Quisoavanzar un paso, pero, antes de hacerlo, miróalrededor. Después, y de puntillas, como si sesintiera culpable, se fue aproximando a lacriatura. Se le acercó sonriendo, se agachó yle dio un beso en la cabeza. La niña, queestaba abstraída jugando, lanzó un gritoasustada.

–¿Y qué hace usted aquí, preciosa niña? –le

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preguntó él, a media voz, mirando alrededory dándole una palmadita en la mejilla.

–Estamos jugando...–¿Cómo? ¿Con este niño? –Iulián

Mastákovich miró de reojo al niño–. ¿Y nosería mejor que tú, cielito, fueras al salón? –ledijo al niño.

El niño le miró abiertamente a los ojos.Iulián Mastákovich echó nuevamente unvistazo alrededor y se inclinó otra vez sobrela niña.

–¿Qué es esto, una muñequita, queridaniña? –preguntó él.

–Sí –respondió la pequeña, frunciendo elentrecejo y ligeramente apocada.

–Una muñequita... ¿sabes, querida niña, dequé está hecha tu muñeca?

–No lo sé... –respondió ella a media voz ycon la cabeza completamente gacha.

–De guata, querida. Pero sería mejor que elniño se fuera al salón con los demás niños –dijo Iulián Mastákovich, mirando

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severamente al niño. La niña y el niñofruncieron el ceño y se apretujaron el unocontra el otro. Al parecer, no queríansepararse.

–¿Y sabes por qué te han regalado estamuñequita? –le preguntó IuliánMastákovich, bajando cada vez más el tonode voz.

–No lo sé.–Pues para que te portes durante toda la

semana como una niña buena y cariñosa.En aquel momento Iulián Mastákovich,

excitado hasta más no poder, miró alrededory, bajando cada vez más la voz, le preguntófinalmente con un tono apenas perceptiblepor el nerviosismo y la inquietud:

–¿Vas a ser cariñosa conmigo, queridaniña, cuando yo venga a visitar a tus padres?

Al decir esto, Iulián Mastákovich quisodarle de nuevo un beso a la preciosa niña,pero el niño, al ver que ésta se encontraba apunto de romper a llorar, la cogió de las

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manos y se puso a gemir compadeciéndose deella. En esta ocasión, Iulián Mastákovich seenfureció.

–¡Largo, largo de aquí, vamos! –le dijo alniño–. ¡Márchate al salón! ¡Vete allí, con losdemás niños!

–¡No! ¡Que no se vaya! ¡Márchese usted!¡Déjelo en paz! ¡Déjelo! –le dijo la niña, apunto de romper a llorar.

Se oyeron voces en la puerta y IuliánMastákovich se estremeció, irguiendo alinstante su majestuoso cuerpo. Pero el niño,aún más asustado, dejó a la niña y,apoyándose despacito en la pared, pasó delsalón al comedor. Para no levantar sospechas,Iulián Mastákovich también se dirigió alcomedor. Estaba más colorado que uncangrejo, y al verse en un espejo parecióturbarse por su aspecto. Probablemente sedisgustara por su acaloramiento y falta depaciencia. Posiblemente, sus cálculos leimpresionaran sobremanera, seduciéndole y

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entusiasmándole de tal modo que, sin repararen la formalidad y la importancia de supersona, decidiera comportarse como unchiquillo y abordar su objetivo directamente,sin percatarse de que éste podría haber sidoverdaderamente factible pasados, al menos,cinco años. Salí al comedor, siguiendo aldistinguido caballero, y presencié unespectáculo bochornoso. Iulián Mastákovich,completamente enrojecido de rabia y enojo,iba tras el niño pelirrojo, asustándole; éste,preso del miedo, retrocedía cada vez más sinsaber dónde meterse.

–¡Largo de aquí! ¿Qué estás haciendo?¡Vamos, granuja, fuera! Has venido aquí pararobar la fruta, ¿verdad? ¿Estás robandofruta? ¡Vete, granuja! ¡Márchate, mocoso!¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ve con los demás niños!

El niño, completamente asustado, decidiófinalmente intentar colarse debajo de la mesa.En aquel momento, su instigador, acaloradoa más no poder, sacó su largo pañuelo de

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batista y comenzó a agitarlo debajo de lamesa para sacar al niño, que estabatremendamente asustado. Hay que señalarque Iulián Mastákovich era un hombre algocorpulento. Se trataba de un individuo bienalimentado, de mejillas sonrosadas, carnesprietas, barriguita y muslos rellenos; en unapalabra, lo que se dice un fortachón, redondocomo una nuez. Sudaba, jadeaba y estabatodo congestionado. Finalmente, seenfureció completamente, tal era laindignación que sentía o (¿quién sabe?)puede que también los celos. Yo solté unaincontenible carcajada. Iulián Mastákovich sedio la vuelta y, sin reparar en su posiciónsocial, se quedó completamente confuso. Enaquel momento, por la puerta de enfrente,entró el dueño de la casa. El niño salió dedebajo de la mesa limpiándose los codos y lasrodillas. Iulián Mastákovich se apresuró aacercarse a la nariz el pañuelo que sosteníaentre los dedos, cogido por la punta.

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El dueño de la casa nos miró a los tres algoturbado, pero, como hombre que sabía decosas de la vida y que la miraba desde unángulo serio, aprovechó al instante la ocasiónpara hablar en privado con su invitado.

–Aquí está el niño –le dijo, indicando alcrío pelirrojo– de quien tuve el honor desolicitarle...

–¿Cómo? –respondió Iulián Mastákovichsin que aún le diera tiempo a reponerse.

–Es el hijo de la institutriz de mis hijos –continuó el dueño con tono suplicante–; unapobre mujer, viuda de un honestofuncionario; y por ello... Iulián Mastákovich,si fuera posible...

–¡Oh, no, no! –exclamó apresuradamenteIulián Mastákovich–. No; discúlpeme, FilippAlekséievich, pero es de todo puntoimposible. Ya me informé debidamente; nohay vacantes, y, de haberlas, habría diezcandidatos aspirando a ellas con bastantes

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más derechos adquiridos que él... Es unalástima, una lástima...

–Es una pena –repitió el dueño–; el niño esmuy discreto y modesto...

–Bastante travieso, por lo que he podidoobservar –respondió Iulián Mastákovich,torciendo histéricamente la boca–. ¡Vamos,niño! ¿Qué haces aquí parado? ¡Ve con losotros muchachos! –dijo, dirigiéndose al niño.

En aquel instante, no pudo resistir más yme miró de reojo. Tampoco yo pude resistiry me eché a reír directamente en su cara.Iulián Mastákovich se dio la vuelta al instantey, con voz bastante perceptible para mí, lepreguntó al dueño quién era aquel joven tanraro. Salieron susurrando entre ellos de lahabitación. Después pude observar cómoIulián Mastákovich, escuchando al dueño,movía la cabeza con cierta desconfianza.

Tras reírme lo mío regresé al salón. Allí, elaspirante a marido, rodeado de padres ymadres de familia y los dueños de la casa, le

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decía algo acaloradamente a una señora a laque le acababan de presentar. La señorasujetaba la mano de la niña con quien IuliánMastákovich había tenido aquella escena enel salón hacía diez minutos. Ahora se estabadeshaciendo en halagos y asombros de labelleza, el talento, la gracia y la buenaeducación de aquella tierna criatura. Le hacíavisiblemente la pelota a la madre. Ésta leescuchaba emocionada, casi con lágrimas enlos ojos. Los labios del padre sonreían. Eldueño de la casa participaba de la felicidadgeneral. Incluso los invitados seemocionaron y los juegos de los niños seinterrumpieron para no molestar laconversación. El aire que se respiraba erapletórico. Más tarde pude oír cómo la madrede la niña, profundamente emocionada, lerogaba con exquisitas expresiones a IuliánMastákovich que les otorgara el honor devisitarles; también oí después con qué sinceroentusiasmo acogía Iulián Mastákovich la

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invitación, y cómo los invitados, al dirigirsecada uno a su casa, tal y como mandan loscánones de las buenas costumbres, sedespedían los unos de los otros, repletos dehalagos hacia el comerciante, su mujer y laniña, y, muy especialmente, hacia IuliánMastákovich.

–¿Está casado este caballero? –pregunté yo,casi en voz alta, a uno de mis conocidos, quese encontraba al lado de Iulián Mastákovich.

Éste me echó una mirada escudriñadora ymalévola.

–¡No! –respondió mi conocido,disgustado hasta el fondo de su corazón pormi torpeza, cometida intencionadamente...

Hace poco pasaba yo cerca de la iglesia***. Me impresionó la muchedumbre que allíse agolpaba. Alrededor se hablaba de unaboda. El día estaba nublado y empezaba acaer escarcha; entré en la iglesiaintroduciéndome en la muchedumbre y vi alnovio. Era un hombre regordete, con

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barriguita y luciendo todas suscondecoraciones. Corría de un lado paraotro, gestionando algo y dando órdenes.Finalmente, se oyó que la novia habíallegado. Me abrí paso entre la gente y vi a labella novia para la que apenas despuntaba laprimera primavera. La joven estaba pálida ytriste. Miraba tímidamente; incluso mepareció que tenía los ojos enrojecidos por lasrecientes lágrimas. La severa hermosura decada uno de los rasgos de su rostro leotorgaba cierta importancia triunfal a subelleza. Pero a través de esa pureza ysolemnidad, a través de aquella tristeza,todavía se traslucía un semblante infantil eingenuo; se veía algo indescriptiblementeinocente, inmaduro, joven, que sin hacerloparecía estar rogando piedad.

Se comentaba que la novia apenas tendríadieciséis años. Miré atentamente al novio yde pronto reconocí a Iulián Mastákovich, alque no veía desde hacía cinco años. También

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miré a la novia... ¡Dios mío! Me puse a todaprisa a abrirme paso entre la gente para salirde la iglesia. Entre la muchedumbre sehablaba de que la novia era rica, de que teníaquinientos mil rublos de dote... y no se sabíacuánto más en renta...

«Pues, pese a todo, ¡le salió bien lacuenta!», pensé yo saliendo a la calle...

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Las noches blancas(Belye Nochi, 1848)

Un relato sentimental(de los recuerdos de un soñador)

... ¿Acaso fue creado paraexistir sólo un instanteen compañía de tu corazón...?

I. Turguénev

Noche primera

Hacía una noche extraordinaria, como sólopuede hacer, querido lector, cuando somosjóvenes. El cielo estaba tan estrellado y claroque, mirándolo, sin querer te preguntabas:

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¿acaso bajo un cielo así puede vivir gentemalhumorada y caprichosa? ¡También ésta,querido lector, es una pregunta que se haceuno cuando es muy, muy joven, pero quieraDios que te la hagas más veces...! Hablandode personas caprichosas y de todo tipo decaballeros malhumorados, no he podidodejar de recordar mi propio proceder con tanbuena conducta durante todo ese día. Desdepor la mañana me estuvo martirizando unaextraña melancolía. De pronto me dio laimpresión de que al solitario que era yotodos le habían abandonado y le daban laespalda. Claro que cualquiera estaría en suderecho de preguntar: ¿y quiénes son esostodos? Porque llevo ya ocho años viviendoen San Petersburgo, sin poder fraguar unasola amistad. Pero ¿para qué sirven lasamistades? Pues, sin necesidad de ellas,conozco toda la ciudad. Y ésta es la razónpor la que me dio la impresión de que todosme abandonaban cuando los habitantes de

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San Petersburgo se levantaban paramarcharse a sus casas de campo. Me entró unterrible miedo de quedarme solo y me pasétres días deambulando por la ciudad sumidoen una profunda melancolía, sin comprenderqué era lo que me sucedía exactamente. Biencaminando por la avenida Nevski o por eljardín, bien paseando por el muelle, nohallaba ni a una sola de las personas con lasque solía encontrarme en esos lugares a lamisma hora durante todo el año. Ellos, claroestá, no me conocen, pero yo a ellos sí. Losconozco bien. Casi tengo estudiadas susfisonomías y me alegra verlos cuando estáncontentos y me entristezco cuando sussemblantes se nublan. Prácticamente me hehecho amigo de un ancianito al que veía en laFontanka todos los días a la misma hora.¡Qué rostro tan interesante y pensativo! Nocesa de murmurar y mover la manoizquierda, mientras que en la derecha lleva unlargo bastón de pomo dorado. Incluso se da

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cuenta de mi presencia y se alegra de verme.Si algo sucediera y yo no pudiera estar en ellugar conocido de la Fontanka, estoyconvencido de que se pondría melancólico.He aquí por qué a veces casi nos inclinamosel uno ante el otro, especialmente cuandoestamos de buen humor. Hace poco, cuandoestuvimos dos días enteros sin vernos, y nosencontramos al tercero, estábamos a punto dequitarnos el sombrero, pero afortunadamentenos dimos cuenta a tiempo, y bajamos lasmanos, cruzándonos los dos con manifiestointerés. También conozco las casas. Cuandovoy andando, parece que cada una de ellassale corriendo delante de mí por la calle, memira con todas sus ventanas faltándole pocopara decirme: «¡Hola! ¿Cómo está? ¡Yotambién, gracias a Dios estoy bien de salud, yen el mes de mayo me van a añadir una plantamás!». O bien: «¿Cómo está? ¡A mí mañaname empiezan a hacer obras!». O incluso:«¡Casi me quemo! ¡Qué susto!», etc. De

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todas ellas, hay algunas casas por las quetengo predilección y con las que tambiéntengo algo de amistad. Una de ellas estádispuesta a curarse este verano bajo ladirección de un arquitecto. ¡Pasaré por allí apropósito todos los días para ver si le hacenalguna chapuza! ¡Que Dios la ampare...! Perojamás olvidaré la historia de una maravillosacasita de color rosa claro. Era una preciosacasita de piedra que a mí me miraba de unmodo tan hospitalario, y a sus torpes vecinascon tanto orgullo, que mi corazón sealegraba cuando tenía ocasión de pasar juntoa ella. De pronto, la semana pasada, cuandoiba por la calle y miré a mi amiga, en tonolastimoso le oí exclamar: «¡Me van a pintar deamarillo!». ¡Malvados! ¡Bárbaros! No seapiadan de nada, ni de las columnas ni de lascornisas, y mi amiga lució un color amarillocanario. Por este motivo casi me da un ataquede bilis y aún no he recobrado fuerzas paraencontrarme con esa pobre y desfigurada

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casa, que pintaron del color que mejor lefuera al cielo del imperio.

De modo que comprenderá usted, lector,de qué manera conozco todo SanPetersburgo.

Como ya dije antes, llevaba tres díasmartirizándome el desasosiego, hasta que medi cuenta de lo que se trataba. También meencontraba mal en la calle (no está éste,tampoco aquél, ¿dónde se habrá metido eseotro?). Y ni siquiera en casa me encontraba agusto. Dos tardes enteras me he estadopreguntando: ¿qué es lo que echaba yo demenos en mi rincón? ¿Por qué meencontraba tan a disgusto en él? Y, sincomprenderlo, observaba sus paredesverdosas, llenas de hollín, el techo cubiertode telas de araña que, con grandes esfuerzos,quitaba Matriona. Miraba los muebles,observaba cada silla pensando si la tristezapudiera deberse a eso (pues con que hubierasólo una silla mal colocada, como lo estuvo

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ayer, yo ya no era el mismo), me asomaba a laventana, y todo era en vano... ¡Nada mealiviaba! Incluso se me ocurrió llamar aMatriona y al instante la reprendípaternalmente por las telas de araña y eldesorden general; pero ella sólo me miró conasombro y se dio la vuelta, sin responderpalabra, de manera que las telas de arañasiguen hasta ahora colgando felizmente en susitio. Por fin, sólo esta mañana me he dadocuenta de lo que se trataba. ¡Eh! ¡Pero si semarchan a sus casas de campo huyendo demí! Pido disculpas por la trivialidad de lafrase, pero hoy no estaba yo para expresarmecon estilo pulido... ya que todos cuantoshabía en San Petersburgo, bien se habíantrasladado ya a sus casas de campo, bien loestaban haciendo ahora; porque cadacaballero de buena presencia y buen aspectoque alquilaba un coche se convertía ante misojos en el respetabilísimo padre de familiaque, después de sus quehaceres y

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obligaciones rutinarios, se dirigía ligero deequipaje al seno de su familia, a la casa decampo; porque cada uno de los transeúntestenía ahora un aspecto especialmenteparticular, al que sólo faltaba decirle a quiense cruzara: «Nosotros, caballeros, estamosaquí sólo de paso, porque dentro de doshoras nos marchamos a la casa de campo». Sise abría una ventana en la que repiqueteabanunos dedos tan finos y blancos como elazúcar, y se asomaba la cabeza de alguna bellamuchacha que llamaba al vendedorambulante de flores, al instante me daba laimpresión de que aquellas flores secompraban sólo por comprar, es decir, queello en absoluto se hacía para disfrutar delplacer primaveral en el corazón de un piso dela capital, y que muy pronto todos setrasladarían a sus casas de campo llevándoseconsigo las flores. Por si fuera poco, ya habíalogrado yo tales éxitos en este nuevo tipo dedescubrimientos que ya podía, sin temor a

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equivocarme, y a juzgar simplemente por elaspecto, adivinar en qué casa de campo vivíacada cual. Los habitantes de las islasKámenny y Aptékarski, o los del camino dePetergof, se distinguían por la delicadeza desus maneras, por la elegancia de sus trajes ylos maravillosos coches con que venían a laciudad. Los habitantes de Pargólovo y susafueras, al primer golpe de vista,«impresionaban» por su nobleza y buenporte. El que vivía en la isla de Krestovski sedistinguía por su imperturbable y alegreaspecto. Si se me presentaba la ocasión decruzarme con una larga hilera detransportistas que caminaban perezosamentecon las riendas en la mano junto a suscarretas, llenas hasta arriba, con montañasenteras de todo tipo de muebles, mesas, sillas,sofás turcos y de otras procedencias, y todotipo de bártulos domésticos, encima de loscuales, en lo más alto de la carreta, a menudoiba sentada una cocinera canija, protegiendo

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los bienes de sus señores como oro en paño;y si se me ocurría mirar a las pesadas barcasllenas de carga doméstica que se deslizabanpor el río Nevá, o por la Fontanka, hasta elrío Chiorny o hasta las islas, tanto las cargascomo las barcas se multiplicaban ante misojos, por diez y por cien. Parecía que todo sehabía levantado y había emprendido elcamino, que se trasladaba en caravanasenteras a las casas de campo; parecía que todoSan Petersburgo amenazaba con convertirseen un desierto, de modo que al final mesentía avergonzado, incómodo y triste.Verdaderamente, no tenía nada que hacer yninguna dacha a la que dirigirme. Estabadispuesto a marcharme con cada carga, irmecon cualquier caballero de aspecto honorableque alquilaba un coche. Pero decididamenteninguno me invitaba. Era como si sehubieran olvidado de mí, como si realmenteles fuera ajeno.

Estuve andando mucho rato, de modo que

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ya me había dado tiempo, como me ocurre amenudo, a olvidarme de dónde meencontraba. Cuando quise darme cuentaestaba a las puertas de la ciudad. De prontosentí alegría, rebasé la barrera del paso a nivelpara cruzarla y caminé por entre los camposy praderas sembrados, sin reparar en elcansancio, más bien sintiendo con todo micuerpo que me quitaba un peso del alma.Todos los transeúntes me miraban de unmodo tan cordial que sólo les faltabasaludarme; absolutamente todos estaban poralguna razón tan contentos que todos ellos,sin excluir a ninguno, fumaban puros.También yo estaba tan alegre como no lohabía estado hasta entonces. Es como si depronto me encontrara en Italia... tanta fue laimpresión que causó la naturaleza a uncaballero enclenque como yo, que estaba apunto de ahogarse entre las paredes de laciudad.

Hay algo inexplicablemente conmovedor

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en nuestra naturaleza petersburguesa cuando,al comenzar la primavera, de pronto muestratoda su potencia, todas las fuerzas que ledeparó el cielo; se reviste toda, se engalana, sellena de abigarradas flores...Involuntariamente, me evoca a una muchachaenfermiza y marchita, a la que unas veces semira con lástima, otras, con cariño ycompadecimiento, otras simplemente uno nose percata de ella; y que de pronto,inesperadamente, se convierte enextraordinariamente bella, y usted,impresionado y extasiado, se pregunta sinquerer: ¿qué fuerza ha hecho brillar confuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué hahecho sonrosarse esas pálidas y flacasmejillas?, ¿qué cubrió de pasión esosdelicados rasgos de la cara?, ¿qué hace que sucorazón palpite así?, ¿qué ha suscitado esafuerza, vida y belleza en el rostro de la pobrejoven, obligándolo a iluminarse con esasonrisa, a revivir con esa resplandeciente y

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chispeante risa? Uno mira alrededor y buscaalgo, se da cuenta de algo... Pero pasado uninstante, e incluso probablemente al díasiguiente, vuelve usted a ver de nuevo lamirada pensativa y despistada de antes, elmismo semblante pálido, la misma humildady timidez en sus movimientos, e inclusoremordimiento y huellas de alguna tristezamortecina y enojo por un momento depasión... Y uno siente lástima de que tanpronto, y sin retorno, se haya marchitadoaquella instantánea belleza que tanengañosamente y en vano brilló ante usted;se siente triste por no haber tenido tiempo aenamorarse de ella...

Pero ¡a pesar de todo mi noche fue aúnmejor que el día! He aquí lo que sucedió.

Regresé a la ciudad muy tarde, y ya habíandado las diez de la noche cuando me propusevolver a mi piso. Mi camino me llevaba a lolargo del muelle del canal, en el que a esashoras no encuentras un alma. A decir verdad,

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vivo en una zona alejada de la ciudad. Ibacaminando y cantando, porque cuando mesiento feliz irremediablemente maúllo algunamelodía dentro de mí, como cualquierhombre feliz que no tiene amigos, ni buenosconocidos, y quien en momentos felices de lavida no tiene con quién compartir su alegría.De pronto me sucedió una aventura de lomás inesperada.

Cerca de mí, con los codos en la barandilladel muelle, había una mujer apoyada en larejilla mirando atentamente las turbias aguasdel canal. Llevaba un bonito sombrero decolor amarillo y una mantilla muy coqueta decolor negro. «Es una joven, y seguramentemorena», pensé yo. Al parecer, no se habíapercatado de mis pasos, y ni siquiera seinmutó cuando pasé junto a ella, con larespiración entrecortada y el corazónpalpitando. «¡Qué raro!», pensé,«seguramente estará sumida en algúnpensamiento»; y de pronto me detuve como

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si me hubiera quedado petrificado. Mepareció oír un sordo sollozo. ¡Sí! No mehabía equivocado: la muchacha estaballorando, y a cada minuto le sobreveníansollozos. ¡Dios mío! Se me encogió elcorazón. Y por muy vergonzoso que fuerayo con las mujeres, al tratarse de una cuestiónasí... me di la vuelta, retrocedí un paso haciaella y al instante habría querido decirle:«¡Señorita!», de no ser porque esaexclamación había sido miles de vecesempleada en todas las novelas rusas de altasociedad. Eso fue lo único que me detuvo.Pero, mientras rebuscaba la palabra, lamuchacha se repuso, se dio la vuelta, sepercató de mi presencia, bajó la mirada y meesquivó por el muelle. Yo la seguí al instante,pero ella se dio cuenta, abandonó el muelle,cruzó la calle y siguió caminando por la otraacera. Yo no me atreví a cruzar la calle. Micorazón se estremecía como el de un pajarillo

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recién capturado. De pronto un suceso salióen mi ayuda.

Al otro lado de la acera, cerca de midesconocida, de repente apareció uncaballero vestido de frac, entrado en años,aunque con unos andares poco nobles. Ibatambaleándose y apoyándosecuidadosamente sobre la pared. La muchacha,por el contrario, caminaba como una flecha,deprisa y tímidamente, tal y como andantodas las jóvenes que no desean que alguienles ofrezca acompañarlas de noche a su casa, yclaro está que el caballero que se tambaleabano la habría alcanzado por nada del mundo,si en mi destino no se hubiera interpuestouna artificiosa estratagema. De pronto, sindecir palabra, el caballero arrancó a corrertras la joven para alcanzar a mi desconocida.Ella caminaba tan rauda como el viento, peroel tambaleante caballero que iba en pos deella la alcanzó, la muchacha lanzó un grito...y ¡yo bendigo el destino por llevar en aquella

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ocasión un bastón de nudos en mi manoderecha! Al instante me encontré en la otraacera y el inesperado caballero enseguidacomprendió de qué se trataba, y se percató demi irrebatible motivo. No dijo palabra, sequedó rezagado, y sólo cuando ya estábamosmuy lejos comenzó a protestar,insultándome en unos términos muyenérgicos. Pero sus palabras apenas llegabanhasta nosotros.

–Deme la mano –dije yo a midesconocida–, y él ya no se atreverá amolestarla.

Ella en silencio me dio su mano todavíatemblorosa por el miedo y el sobresalto. ¡Oh,inesperado caballero, cuánto te agradecíaquel momento! La miré de soslayo: era muybella y morena: había acertado; en sus negraspestañas todavía brillaban lágrimas de unreciente disgusto o alguna desgracia acaecida.No lo sé. Pero en sus labios ya resplandecíauna sonrisa. También ella me miró a

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hurtadillas. Se sonrojó ligeramente y bajó lamirada.

–Lo ve. ¿Por qué me rehuyó usted antes?Si yo hubiera estado aquí, nada habríaocurrido...

–Pero si yo no le conocía: pensaba queusted también...

–Pero ¿acaso me conoce ahora?–Un poco. Por ejemplo, ¿por qué está

usted temblando?–¡Oh! ¡Ha acertado al primer golpe de

vista! –respondí yo, completamenteentusiasmado de que mi muchacha fuerainteligente: eso nunca estorba a la belleza–.Pero si desde el primer momento se diocuenta usted de con quién trataba. Es cierto,soy tímido con las mujeres. No estoy menosturbado que usted hace un momento, cuandoese caballero le dio el susto... Ahora estoyalgo avergonzado. Parece un sueño, y nisiquiera en un sueño podría presentárseme laidea de hablar con una mujer.

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–¿Cómo es eso? ¿Es cierto...?–Y si mi mano está temblorosa es porque

nunca había cogido una mano tan agradabley pequeñita como la suya. He perdido lacostumbre de tratar con las mujeres; quierodecir que nunca he tratado con ellas, soy unsolitario... Si ni siquiera sé cómo hablarles.He aquí que no sé cómo dirigirme a ellas.Tampoco sé ahora mismo si le habré dichoalguna tontería. Dígamelo directamente; se loaseguro, no soy de los que se ofenden...

–No, nada, nada, al contrario. Y si ustedexige que yo sea sincera, entonces le diré quea las mujeres les gusta este tipo de timidez; ysi desea saber algo más, le diré que también amí me gusta, y no le echaré de mi lado hastallegar a casa.

–Va a conseguir usted que deje de sentirmeintimidado –empecé a decirle entusiasmado–y de tener vergüenza al momento, y entonces¡adiós a todos mis procedimientos...!

–¿Procedimientos? ¿Qué procedimentos?

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Y ¿para qué? Esto ya sí es una tontería.–Yo tengo la culpa, se me ha escapado.

Pero ¿cómo quiere que en un momento asíno tenga yo algún deseo...?

–¿De agradar, acaso?–Pues sí; pero, por favor, tenga usted la

bondad. ¡Júzgueme tal y como soy! Porqueyo ya tengo veintiséis años, y jamás hetratado con nadie. ¿Cómo puedo hablar bien,con habilidad y oportunamente? A usted leresultará más cómodo cuando todo quedeexplicado con claridad... No sé callar cuandome habla el corazón. Bueno, si da lo mismo.¡Créame que no he conocido jamás a ningunamujer! ¡Jamás! ¡No he conocido a ninguna!Y no hago más que soñar que finalmentealgún día me encontraré con alguien. ¡Oh!¡Si supiera cuántas veces he estadoenamorado de ese modo...!

–Pero ¿cómo? ¿De quién?–Pues de nadie, de un ideal, de la que se me

aparece en sueños. Creo en mi imaginación

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novelas enteras. ¡Oh, usted no me conoce! Adecir verdad, sí he conocido a dos o tresmujeres, pero ¡qué mujeres! Son una especiede patronas que... Le voy a hacer reír si lecuento que en unas cuantas ocasiones estuvetentado de entablar una conversación (así,por las buenas) con alguna aristócrata en lacalle, cuando estaba ella sola, claro está;entablar una conversación tímida, respetuosay apasionadamente; decirle que me muero desoledad, que no me eche de su lado, que notengo posibilidad de conocer a mujer alguna;infundirle, incluso, que está obligada comomujer a no despreciar una petición tan tímidaque procede de alguien tan infeliz como yo.Que, finalmente, cuanto estoy pidiendo selimita únicamente a dirigirme un par depalabras amistosas, participando, sin echarmedesde el primer momento de su lado; a creeren lo que digo, escucharme, reírse de mí, siviniera al caso, a que me diera esperanzas, queme dijera un par de palabras, sólo un par,

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¡aunque después ya no nos volviéramos a vermás...! Pero se ríe usted... Por lo demás, hablosólo para hacerla reír...

–No se enoje; me río porque es usted supropio enemigo, y si lo intentara loconseguiría, aunque la ocasión surgiera en lacalle: cuanto más sencillo, mejor... Ningunamujer buena, a menos que fuera una estúpida,o estuviera especialmente enfadada por algoen aquel momento, se decidiría a echarle desu lado sin haberle dejado pronunciar esasdos palabras que usted suplica tantímidamente... ¡Además, quién soy yo parahablar! Lo más probable es que lo tomarapor un loco. Pero juzgo por mí misma.¡Como si yo supiera mucho de cómo vive lagente en este mundo!

–¡Oh, se lo agradezco! –exclamé yo–, ¡nosabe cuánto ha hecho ahora por mí!

–¡Está bien! ¡Está bien! Pero, dígame, ¿porqué ha sabido que yo era una de esas mujerescon las que... bueno, bueno, a las que

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considera dignas... de atención y amistad... enuna palabra, que no era una patrona, comousted las llama? ¿Por qué ha decididoacercarse a mí?

–¿Que por qué? ¿Por qué? Pues porqueestaba usted sola y aquel señor eraexcesivamente atrevido, y ahora es de noche:reconózcalo, tenía que hacerlo...

–No, no, antes de eso, estando allí, en laotra acera. Porque usted quería acercarse amí, ¿no es cierto?

–¿Allí, en aquella acera? A decir verdad, nosé qué decir; temo... ¿Sabe una cosa? Hoy mehe sentido feliz; iba caminando y cantando.Estuve en las afueras de la ciudad; hasta ahorano había sentido momentos tan felices.Usted... a mí, puede que me haya parecido...Bueno, disculpe si se lo recuerdo: me parecióque estaba usted llorando, y no podía oírlo...el corazón se me estremeció... ¡Oh, Dios mío!Bueno, pues sí, ¿acaso no podía sentir lástimahacia usted? ¿Acaso sería un pecado sentir

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hacia usted una compasión fraternal...?Perdone, he dicho compasión... Bueno, puessí, en una palabra, ¿acaso podía ofenderlaporque involuntariamente se me ocurrieraacercarme a usted...?

–Déjelo, ya es suficiente, no hable más... –dijo la muchacha, bajando la mirada yapretando mi mano–. La culpa es mía porhaber empezado a hablar de eso; pero estoycontenta de no haberme confundido respectoa usted... Bueno, pues ya he llegado a casa.Tengo que ir por aquí, por esta callejuela.Estoy a dos pasos... Adiós, le agradezco...

–Pero ¿acaso es posible que no nosvolvamos a ver más...? ¿Es que esto se va aquedar así?

–Lo ve –dijo la muchacha sonriendo–,usted deseaba primero intercambiar sólo unpar de palabras, y ahora... Por lo demás, no leprometo nada... Puede que nosencontremos...

–Vendré aquí mañana –dije yo–. ¡Oh,

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disculpe, ya estoy exigiendo...!–Sí, es usted muy impaciente... casi está

exigiendo...–¡Escuche, escuche! –la interrumpí–.

Discúlpeme si de nuevo le digo algo por elestilo... Pero atienda una cosa: no podré dejarde venir aquí mañana. Soy un soñador; tengotan poca vida privada, y unos minutos comoéstos, como los de ahora, se me presentan entan escasas ocasiones que no puedo dejar derepetirlos en mis pensamientos. Estarésoñando con usted toda la noche, toda lasemana y el año entero. Irremediablementevendré aquí mañana, exactamente aquí, a estemismo lugar, a la misma hora, y seré felizrecordando lo de ayer. Este lugar ya me esquerido. Tengo dos o tres lugares de éstos enSan Petersburgo. En una ocasión hasta llorérecordando algo, igual que usted... ¿Quiénsabe? Puede que usted, hace diez minutos,también llorara recordando algo... Perodiscúlpeme, de nuevo se me ha pasado; puede

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que usted en alguna ocasión haya sidoespecialmente feliz aquí...

–Está bien –dijo la joven–, a lo mejor yotambién vendré aquí mañana, a las diez. Veoque ya no se lo puedo prohibir... La cuestiónestá en que tengo que estar aquí; no pienseque le estoy citando. Le aseguro que yotengo que estar aquí. Bueno... se lo dirédirectamente: no estaría mal que tambiénviniera usted. Por un lado, de nuevopodríamos tener algún disgusto como el dehoy, y por otro... en una palabra,simplemente me gustaría verle... paraintercambiar con usted un par de palabras.Pero, lo ve, ¿no me estará juzgando ustedahora? ¿No se pensará que estoy dándole unacita con mucha ligereza...? Yo se la daría, a noser... Pero ¡que eso sea un secreto mío! Antesde todo una condición...

–¡Una condición!... Dígala, cuénteme,cuéntemelo todo. Estoy dispuesto a todo, atodo –exclamé yo entusiasmado–. Yo

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respondo por mí: seré obediente,respetuoso... Usted me conoce...

–Porque le conozco, le estoy invitandomañana –dijo la muchacha sonriendo–. Leconozco perfectamente. Pero tenga en cuentauna cosa, venga con una condición. Sobretodo (sea amable y cumpla lo que le pida: estáviendo que le hablo con franqueza): no seenamore de mí... Eso está prohibido, se loaseguro. Estoy dispuesta a una amistad, yaquí tiene mi mano... Pero ¡no se enamore, selo ruego!

–¡Se lo juro! –exclamé yo cogiéndole lamano...

–Es suficiente. No jure, porque sé que esusted capaz de estallar como la pólvora. Nome juzgue por hablar así. Si usted supiera...Tampoco yo tengo a nadie con quienintercambiar palabra, y a quien pedirle unconsejo. Claro está que no iba a buscar unconsejero en la calle, pero usted es unaexcepción. Le conozco como si fuéramos

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amigos desde hace veinte años... ¿Verdad queno va usted a cambiar?

–Ya lo verá... sólo que no sé cómosobreviviré estas veinticuatro horas.

–¡Que tenga un feliz sueño! Buenasnoches; y recuerde que ya he confiado enusted. Pero hace un rato lanzó usted unaexclamación tan hermosa que ¡acaso hay quedar explicaciones de cada sentimiento,incluso en el sentido fraternal! ¿Sabe unacosa? Lo expresó usted de una forma tanbella que al instante se me pasó por la cabezala idea de confiar en usted...

–¡Por el amor de Dios! Pero ¿de qué setrata? ¿Qué es?

–Hasta mañana. Que de momento sea unsecreto. Será mejor para usted; aunquelejanamente se parezca a una novela. Puedeque se lo diga mañana y puede que no...Todavía tengo que hablar más con usted,conocernos mejor...

–¡Oh, sí! Mañana le contaré todo sobre mi

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persona. Pero ¿qué es esto? ¡Parece que meestá sucediendo un milagro...! ¿Dónde estoy?¡Dios mío! Pero, dígame, ¿acaso no estásatisfecha de sí misma por no haberseenfadado conmigo como lo hubiera hechootra mujer? ¿Por no haberme rechazadodesde el primer momento? Dos minutos, yme ha convertido usted para siempre en unapersona feliz. ¡Sí! ¡Feliz! ¿Quién sabe? Puedeque me haya reconciliado conmigo mismo yhaya resuelto mis dudas... Es posible que mesobrevengan minutos de esa naturaleza...Pero bueno, ya mañana le contaré todo, yusted lo sabrá todo, todo...

–Está bien, estoy de acuerdo. Empezaráusted.

–Estoy conforme.–¡Adiós!Y nos despedimos. Estuve deambulando

toda la noche. No me decidía regresar a casa.¡Estaba tan feliz...! ¡Hasta mañana!

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Noche segunda

–¡Bueno, ya veo que ha sobrevivido! –medijo ella sonriendo y estrechándome lasmanos.

–Llevo aquí ya dos horas. ¡No sabe cómolo he pasado durante el día!

–Lo sé, lo sé... pero vayamos al asunto.¿Sabe por qué he venido? Pues no para decircosas absurdas como ayer. Mire una cosa:debemos actuar con más inteligencia. Estuvedando muchas vueltas a todo esto ayer por lanoche.

–¿En qué aspecto he de actuar con másinteligencia? Por mi parte, estoy dispuesto.Pero, a decir verdad, nunca en la vida me hanocurrido cosas tan sensatas como las deahora.

–¿De veras? En primer lugar, se lo suplico,no me apriete tanto las manos; y en segundo

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lugar, le confieso que hoy he estadopensando durante mucho rato en usted.

–Y bien, ¿qué ha concluido?–¿Qué he concluido? He concluido que es

preciso comenzar por el principio, porquehoy he decidido que usted es completamentedesconocido para mí, y que ayer mecomporté como una cría, una jovencita; claroestá, mi buen corazón tiene la culpa de todo.Es decir, yo me alabé, como siempre sucedecuando uno empieza a examinar su vida. Ypor ello, para enmendar el error, he decididoenterarme ahora acerca de su vida de lamanera más detallada posible. Y como notengo a nadie que me la cuente, deberáhacerlo usted mismo, para que se conozcatodo el intríngulis. Por ejemplo, ¿qué tipo depersona es usted? ¡Vamos! ¡Cuente suhistoria!

–¡Historia! –exclamé yo asustado–.¡Historia! Pero ¿quién le ha dicho que yotengo una historia? No tengo historia...

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–Entonces, ¿cómo ha vivido usted sin unahistoria? –interrumpió ella, sonriendo.

–Pues ¡sin historia alguna! Como dicenaquí, simplemente viviendo, es decir,completamente solo; solo del todo.¿Comprende lo que quiere decir solo?

–Pero ¿cómo que solo? ¿Quiere decir quejamás ha visto a nadie?

–¡Oh, no! Veía a gente, pero a pesar detodo estaba solo.

–Pero ¿acaso no habla usted con nadie?–En sentido estricto, con nadie.–Entonces, explíquese: ¿quién es usted?

Espere, yo misma lo adivinaré: usted, al igualque yo, tiene una abuela. La mía es ciega ylleva toda la vida sin dejarme ir a ningunaparte, de modo que hasta casi se me olvidahablar. Y cuando hace dos años hice unatrastada, al darse ella cuenta de que no habíaforma de sujetarme, cosió mi vestido al suyocon un imperdible y así nos pasamossentadas días enteros; ella tejiendo calcetines

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aunque esté ciega, y yo junto a ella, cosiendoo leyendo un libro en voz alta. De esta formatan rara, llevo ya dos años prendida con unimperdible a su vestido...

–¡Oh, Dios mío, qué desgracia! Pues no,yo no tengo una abuela como la suya.

–Y si no es así, ¿cómo puede quedarsesentado en casa...?

–Espere, ¿quiere saber quién soy?–¡Pues sí!, ¡sí!–¿En el estricto sentido de la palabra?–¡En el más estricto!–Disculpe, soy... un tipo.–¡Un tipo, un tipo! ¿Qué tipo? –exclamó

la muchacha riéndose como si no tuvieraoportunidad de reírse así durante todo elaño–. Pero ¡si es muy divertido estar conusted! Mire: aquí hay un banco.¡Sentémonos! ¡Por aquí no pasa nadie ynadie nos oirá! ¡Comience ya a contar suhistoria! Porque usted no me convencerá,

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tiene una historia, sólo que la está ocultando.En primer lugar, ¿qué es un... tipo?

–¿Un tipo? Un tipo es algo original, unhombre muy gracioso –respondí yo,soltando una carcajada a continuación de surisa infantil–. Es un tipo de carácter. Escuche:¿sabe usted lo que es un soñador?

–¿Un soñador? Disculpe, ¿cómo no iba asaberlo? ¡Yo misma soy una soñadora!Algunas veces que estoy sentada junto a laabuela, hay que ver la de ideas que me vienena la cabeza. Te pones a soñar y te quedas tanensimismada en los pensamientos que vas yte casas con un príncipe chino... ¡O quizásno, sabe Dios! Especialmente cuando tienesen qué pensar sin necesidad de recurrir a eso–añadió la joven esta vez con un tonobastante serio.

–¡Excelente! Puesto que si en una ocasiónse casó con un emperador chino, en tal caso,me entenderá a la perfección. Escuche... Pero

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permítame: si todavía no sé cómo se llamausted.

–¡Por fin! ¡A buenas horas!–¡Ay, Dios mío!; es que no me dio por

pensar en ello, me encontraba muy a gustosin necesidad de saberlo...

–Me llamo Nástenka.–¡Nástenka! Y ¿nada más?–Nada más. ¿Acaso es poco? ¡Qué

insaciable es usted!–¿Que si es poco? Mucho, mucho, al

contrario, es muchísimo, Nástenka. Es usteduna muchacha muy bondadosa, ya que desdeel principio ha sido Nástenka para mí.

–¡Eso es! ¡Bueno!–Pues bien, escuche, Nástenka, qué

historia más ridícula me va a salir.Me senté junto a ella, adopté una pose

entre pedante y seria y comencé a hablarcomo si estuviera leyendo un libro:

–Hay en San Petersburgo, Nástenka, si nolo sabe usted, unos rincones bastante

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curiosos. En esos lugares parece que noasoma el mismo sol que para el resto de lospetersburgueses, sino otro, nuevo, como si seencargara a propósito para esos rincones,luciendo con una luz diferente, muyparticular. En esos rincones, queridaNástenka, se vive de una formacompletamente diferente que en nada separece a la que bulle en torno a nosotros,sino que por el contrario se vive una vida quebien pudiera transcurrir en otro reinodesconocido, y no aquí en este tiempo tantremendamente serio. Pues precisamente esavida viene a ser una mezcla de algopuramente fantástico, ardiente e ideal, con(¡oh, Nástenka!) algo terriblemente prosaicoy corriente, por no decir trivial hasta más nopoder.

–¡Uf! ¡Oh, Dios mío! ¡Vaya introducción!¿Qué es lo que oigo?

–Lo que oye usted, Nástenka (creo quejamás me cansaría de llamarla Nástenka). Sí,

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lo que oye usted es que en esos rincones vivegente rara, soñadora. El soñador, si esnecesario definirlo con más precisión, no esun hombre, sino, si quiere saberlo, un ser degénero neutro. Se ubica generalmente enalgún rincón inaccesible, como si seescondiera del mundo, y se introduce en élapegándose a su rincón como un caracol, o almenos pareciéndose mucho a ese curiosoanimal que es casa y animal a la vez, como latortuga. ¿Por qué cree usted que ama tantosus cuatro paredes, pintadas precisamente deverde, cubiertas de hollín, tristes einadmisiblemente impregnadas de tabaco?¿Por qué ese ridículo caballero, cuando levisita alguno de sus pocos conocidos (y loque sucede es que se queda sin amigos), lorecibe de un modo tan tímido,demudándosele la cara y quedándose tanazorado como si acabara de cometer uncrimen entre esas cuatro paredes, o de hacerunos billetes falsos o algunos versos para

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enviar a una revista con carta anónima,dejando constancia en ella de que elverdadero poeta ha muerto y de que suamigo considera un deber sagrado publicarsus versos? ¿Por qué, dígame, Nástenka, nofluye la conversación entre esos dosinterlocutores? ¿Por qué ni la risa ni unapalabra alegre salen de la boca deldesconcertado compañero que acababa deirrumpir en su casa, y al que en otrasocasiones le gusta tanto la risa como laspalabras alegres, así como las conversacionessobre el bello sexo, y otros temas amenos?¿Por qué, finalmente, ese compañero, al queprobablemente conociera no hace mucho, yaen su primera visita (dado que no habrá otra,pues el compañero ya no volverá más), sequeda tan confuso, petrificado, con loocurrente que es (¡eso sólo si lo es!), al mirarla cara de zozobra del dueño, a quien a suvez ya le dio tiempo a quedarsecompletamente confuso, embrollarse tras los

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gigantescos y vanos esfuerzos de allanar yadornar la conversación, mostrándole a suvez desde su perspectiva los conocimientosque tiene de la sociedad, y hablarle de labelleza del sexo opuesto, aunque sólo fuerapor agradar con este humilde gesto al pobrehombre que cayó en un lugar inapropiadovisitándole por error? ¿Por qué razón elhuésped de pronto coge su sombrero y saleapresuradamente acordándose de un asuntomuy importante, que jamás existió, y liberacomo puede su mano de los calurososapretones del dueño, que por todos losmedios intenta demostrar su arrepentimientoy enderezar el asunto? ¿Por qué elcompañero que sale de su casa suelta unacarcajada al cerrar la puerta, y se da palabra deno volver a entrar en casa de ese ser tanestrafalario, aunque éste, en esencia, sea unjoven maravilloso que a su vez no puededejar de imaginar algo caprichoso: decomparar, aunque sea muy lejanamente, la

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fisonomía de su compañero de conversacióndurante el tiempo que duró la visita con elaspecto de aquel gatito infeliz al queestrujaron los niños, espachurrándolo yofendiéndolo de todas las maneras posibles,tomándolo a la fuerza como presa,confundiéndole hasta más no poder, parameterse finalmente debajo de una silla, en laoscuridad, donde se vio obligado a pasar unahora entera, con el pelo erizado, bufando ylavando con sus dos patitas su ofendidohociquito; y que, transcurrido un buen rato,mira hostil el mundo y la vida, e incluso losrestos de la comida de los señores que le llevala compasiva ama de llaves?

–Escuche –interrumpió Nástenka, quedurante todo ese tiempo estuvoescuchándome asombrada y boquiabierta–.Escuche: ignoro por completo por qué hasucedido todo esto y por qué me hace ustedpreguntas tan ridículas. Pero de lo que estoysegura es de que todas esas aventuras de cabo

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a rabo le ocurrieron irremediablemente austed.

–Sin duda alguna –respondí yo con caramuy seria.

–Pues, si no cabe duda, entonces continúe–respondió Nástenka–, porque tengomuchas ganas de saber cómo termina eso.

–¿Desea saber, Nástenka, lo que hacíanuestro héroe en su rincón, o mejor dicho,yo, porque el héroe de todo esto soy yo, conla particular timidez que me caracteriza?¿Quiere saber por qué me había alarmado yturbado tanto durante el resto del día lainesperada visita del compañero? ¿Deseasaber por qué me estremecí y me sonrojétanto al abrir la puerta de mi casa? ¿Por quéno supe recibir la visita y me sentí morir,avergonzado bajo el peso de mi propiahospitalidad?

–Pues ¡sí! ¡Sí! –respondió Nástenka–, enello está la cuestión. Escuche: usted lo narramaravillosamente, pero ¿no se podría contar

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de un modo más sencillo? Porque hablausted como si leyera un libro.

–¡Nástenka! –le respondí con voz grave ysevera, sin poder apenas aguantar la risa–.¡Querida Nástenka, sé que lo cuento muybien, pero siento no poder contarlo de otromodo! Ahora, querida Nástenka, me parezcoal espíritu del rey Salomón, que permaneciódurante mil años encerrado en una urna bajosiete sellos, y al que finalmente liberaron. Yahora, cuando nos hemos encontrado denuevo tras una larga separación... porque yoya la conozco desde hace mucho, y porquedesde hace tiempo estuve buscando a alguien,lo que significa que la estuve buscandoprecisamente a usted y que nos estabadestinado encontrarnos; ahora en mi cabezase han abierto miles de válvulas y tengo quederramar un río de palabras, pues de locontrario me ahogaría. De manera que lesuplico que no me interrumpa, Nástenka,

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sino que me escuche paciente y atentamente.De lo contrario, me callaré.

–¡De ninguna manera! ¡Hable! Ahora nodiré ni una palabra.

–Continúo: hay en el día, mi querida amigaNástenka, una hora que yo adoroextraordinariamente. Viene a ser la hora enque la gente termina casi todos susquehaceres, obligaciones y deberes, y todoscorren deprisa hacia sus casas para comer,descansar, y, mientras tanto, él camina y seinventa otros temas divertidos relacionadoscon la tarde, la noche y el tiempo restante. Aesa hora, también nuestro héroe, ypermítame, Nástenka, hablar en tercerapersona, porque en primera me resultaríatremendamente bochornoso contarle todoesto, de modo que a esa hora, nuestro héroe,que también tiene cosas que hacer, vacaminando con los demás. Pero un extrañosentimiento de satisfacción juguetea en susemblante pálido y ligeramente arrugado.

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Mira con indiferencia el crepúsculovespertino que se apaga lentamente en el fríocielo petersburgués. Miento cuando digo quemira. Porque no mira, sino que contemplainconscientemente como si a la vez estuvieracansado o ensimismado en alguna otracuestión más interesante, de modo que sólode pasada, y casi involuntariamente, repara enlo que le rodea. Se siente satisfecho porqueha finalizado hasta mañana los asuntos que leresultan tediosos, y está tan contento comoun colegial al que liberan del pupitre paraque se distraiga con travesuras y juegosdivertidos. Mírele de reojo, Nástenka: alinstante verá que la alegría ya afectófelizmente a sus débiles nervios y su fantasía,enfermizamente irritada. Y he aquí lo quepiensa... ¿Cree usted que en la comida? ¿En latarde de hoy? ¿Qué es lo que mira de esemodo? ¿A ese caballero de tan buen aspectocual si estuviera plasmado en un cuadro,inclinándose ante la dama que acaba de pasar

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junto a él en un espléndido coche de velocescaballos? No, Nástenka, ¡qué le importantodas esas pequeñeces! Ahora ya es rico consu particular vida. De repente parececonvertirse en un hombre rico, y el rayo dedespedida del sol que se apaga no brilló envano alegremente delante de él, sino quesuscitó en su cálido corazón todo unenjambre de recuerdos. Ahora apenas se fijaen aquel camino en el que antes le podíasorprender la cosa más nimia. Ahora la diosaFantasía (si ha leído usted a Zhukovski,querida Nástenka) ya bordó con caprichosamano su pátina de oro, desplegando ante élbordados de una vida desconocida,extravagante; y ¿quién sabe?, puede que lotransporte con su mágica mano hasta elséptimo cielo de cristal, arrancándole delespléndido suelo de granito por el que estácaminando. Intente detenerle ahora ypregúntele: ¿dónde se encuentra ahora y porqué calles caminó? Probablemente no

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recuerde nada, ni por dónde anduvo, nidónde se encuentra ahora, y, sonrojándose deangustia, mentiría ligeramente para salvar lasapariencias. Ésa es la respuesta a por qué seestremeció casi hasta gritar al mirar temerosoalrededor cuando una distinguida ancianaque se había equivocado de camino le detuvocortésmente en la acera para preguntarle poruna calle. Sigue adelante con el entrecejoarrugado sin percatarse apenas de que más deun transeúnte sonrió al verle, volviéndosepara mirarle, y de que alguna pequeña, que lecedió tímida el paso, soltó una carcajada almirar con ojos como platos su amplia sonrisacontemplativa y sus gestos de manos. Y, sinembargo, esa misma Fantasía arrancó tambiénen su vuelo juguetón a la anciana, a loscuriosos transeúntes, a la niña que se rió, y alos muzhiks que se pasan la tarde en susbarcas que invaden la Fontanka(supongamos que en ese momento nuestrohéroe está pasando por ella), prendiendo

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traviesamente todo y a todos en su cañamazocomo moscas en una tela de araña. Con sunueva adquisición, el estrafalario entra en suacogedora madriguera, se sienta a cenar,termina, y sólo regresa a la realidad cuando lapensativa y siempre triste Matriona, que lesirve, haya recogido la mesa y entregado lapipa. Es cuando se despabila y con sorpresarecuerda que ya cenó, completamenteabstraído de cómo había transcurridoaquello. La habitación se queda a oscuras.Siente vacío y tristeza en su alma. Todo unreino de sueños se acaba de derrumbaralrededor de él, destruyéndose sin dejarhuella, sin ruido ni estrépito, pasando junto aél como una visión, sin que él mismo puedarecordar lo que ha visto. Pero una sensaciónoscura hace gemir y atormentar su pecho.Una sensación nueva que tienta e irrita sufantasía suscita imperceptiblemente todo unenjambre de nuevos espectros. El silencioreina en la pequeña habitación. La soledad y

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la pereza acarician la fantasía. Ésta seenciende con suavidad, y se pone ligeramenteen ebullición como el agua en la tetera de lavieja Matriona, que prosigue tranquilamentecon sus quehaceres en la cocina, preparandoel café. He aquí que ya se empieza a abrircamino entrecortadamente, y el libro cogidosin finalidad alguna y al azar le resbala entrelas manos a mi soñador, que no ha llegado nia la tercera página. Su imaginación de nuevoestá lista para despertar, suscitarse, y depronto otra vez un nuevo mundo, una nuevay maravillosa vida brilla junto a él en sucentelleante perspectiva. ¡Un nuevo sueño,una nueva vida! ¡Una nueva dosis de unveneno refinado y voluptuoso! ¡Oh! ¡Qué leimporta nuestra vida real! Para su miradacautiva, usted y yo, Nástenka, llevamos unavida perezosa, lenta y desvaída. ¡Para sumirada, todos nosotros estamos tandescontentos de nuestro destino y tanfatigados de nuestra vida! Y, verdaderamente,

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fíjese y verá cómo en realidad, al primergolpe de vista, todo entre nosotros parecefrío, lúgubre, como si estuviéramosenfadados... «¡Pobres!», piensa mi soñador.Y no es de extrañar que piense así. ¡Fíjese enesas visiones mágicas! ¡De qué modo tanencantador, con qué filigranas, y de quémanera tan caprichosa e ilimitada se componeante él un cuadro mágico y animado, dondeen primer plano y en primera persona,evidentemente, aparece él, nuestro soñador,con su especial particularidad! ¡Fíjese en quédiferentes acontecimientos, y qué infinitoenjambre de sueños ardientes! Tal vez sepregunte usted qué está soñando. ¿Para quépreguntarlo? Pues sueña con todo, con eldestino del poeta, desconocido al principio ycoronado después; con la amistad deHoffmann; con la noche de san Bartolomé,con la Diana de Vernon, con el papel heroicoante la toma de Kazán por Iván Vasílievich;Clara Mowbray, Effie Deans, el concilio de

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los prelados y Huss ante ellos, con larebelión de los muertos en la obertura (¿seacuerda de la música?: ¡huele a cementerio!)con Minna y Brenda, la batalla de Berezina,la lectura del poema en casa de la condesa V.D., con Danton, con Cleopatra, e i suoiamanti, La casita en Kolomna, de Pushkin,con su rinconcito junto a un ser querido, quele escucha en una tarde de invierno con losojos y la boca abiertos, tal y como meescucha usted ahora, mi pequeño ángel...¡No, Nástenka, qué más le da, qué le importaal voluptuoso holgazán esta vida, a la quetanto nos aferramos! Él piensa que esta vidaes pobre y triste, sin adivinar que también lellegará el día en que suene la hora fatal, enque por un día de esta triste vida entregaría éltodos sus años fantásticos, y no ya a cambiode la alegría o la felicidad, pues no tendríapreferencias en esa hora de tristeza,arrepentimientos y dolor sin obstáculos.Pero, hasta que llegue ese momento

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amenazador, no desea nada, pues está porencima de los deseos porque lo tiene todo,está saciado, él mismo es el artífice de su vida,que va creando a su antojo a cada momento.¡Y es que ese mundo de cuento y fantasía seva creando de un modo tan fácil y natural!Como si realmente todo ello no fueranvisiones. Pero a decir verdad está dispuesto aaceptar, en ese momento, que toda esa vidano es efecto de la excitación de los sentidos,sino que todo ello es verdaderamente real,auténtico y tangible. Y ¿por qué, dígame,Nástenka, por qué durante esos minutos se leestremece el alma? ¿Por qué tipo de magia ovoluntad invisible se le acelera el pulso, laslágrimas brotan de los ojos del soñador,arden sus pálidas y humedecidas mejillas ytoda su existencia se llena de ese irresistibledeleite? ¿Por qué noches enteras de insomnioduran un instante, lleno de inagotable alegríay felicidad, y cuando en su ventana brilla elalba con su rayo de color rosa iluminando al

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amanecer la sombría habitación con una luzincierta y fantástica, como ocurre en nuestrascasas de San Petersburgo, nuestro soñador,fatigado y agotado, se deja caer sobre la camapara quedarse dormido con el alma presa deéxtasis por la enfermiza exaltación de suespíritu y el dulce y agotador dolor de sucorazón? Sí, Nástenka, nuestro héroe le haceinvoluntariamente creer a uno que unapasión verdadera y genuina le atormenta elalma, cree que hay algo vivo, tangible, en sussueños incorpóreos. ¡Y, sin embargo, quéengaño! El amor ha penetrado en su pechocon toda su inagotable alegría y susagotadores sufrimientos... Basta mirarle paraconvencerse. ¿Podrá creer al mirarle, queridaNástenka, que realmente jamás conoció a laque tanto amó en sus frenéticos sueños?¿Acaso sólo la vio en sus seductoras visionesy sólo ha soñado esa pasión? ¿Es posible quede veras no hayan caminado cogidos de lamano en todos los años de su vida, solos los

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dos, dejando el mundo a un lado y uniendocada uno su mundo y su vida con los delcompañero? ¿Acaso no era ella quien, aúltima hora de la separación, estaba apoyadaen su pecho sollozando y triste, sin oír latormenta que se preparaba bajo el cieloamenazador, ni el viento que le arrancaba laslágrimas de sus negras pestañas? ¿Acaso todoello había sido un sueño? ¡Y ese jardín,melancólico, abandonado y salvaje, con suscaminitos cubiertos de musgo, solitario ysombrío, donde tanto pasearon los dos,presos de esperanza y melancolía y amándosetan intensamente el uno al otro, «tantotiempo y con tanta ternura»! ¿Y aquellaextraña y vieja casa, en la que durante tantotiempo vivió ella en soledad y tristeza junto asu viejo y lúgubre marido, eternamentecallado y bilioso, que los asustaba como aniños tímidos que ocultaban el amor que setenían? ¡Cómo sufrían! ¡Cómo temían y quépuro e inocente era su amor! ¡Y, por

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supuesto, Nástenka, qué malvada era lagente! ¡Dios mío! ¿Acaso él no la encontró aella después lejos de su tierra, bajo un cieloextraño, meridional y cálido, en una ciudadmaravillosa y eterna, en el esplendor de unbaile, bajo el estruendo de la música, en unpalazzo, «precisamente un palazzo»,ahogado en el mar de luces, sobre un balcóncubierto de mirto y rosas, en el que ella,reconociéndole, se quitó apresuradamente lamáscara y susurrando: «¡Soy libre!» se lanzótemblorosa a sus brazos? Y exclamando deentusiasmo, abrazándose los dos, seolvidaron por un instante de la pena, laseparación, los sufrimientos, la casa lúgubre,el anciano y el jardín sombrío en la lejanatierra, y del banco en que, tras el último besoapasionado, ella se arrancó de sus brazospetrificados por la tristeza y ladesesperación... ¡Oh!, reconocerá, Nástenka,que uno se agitará, se turbará y se ruborizarácomo un colegial que acaba de meter en su

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bolsillo la manzana robada del jardín vecinocuando un muchacho alto y fuerte, juguetóny bromista, su amigo anónimo, abre la puertay grita como si nada pasara: «¡Hermano,acabo de llegar de Pavlovsk!». ¡Dios mío!¡Ha muerto el viejo conde, comienza unafelicidad inenarrable...! ¡Y en ese momentollega gente de Pavlovsk!

Me callé patéticamente, finalizando misconmovedoras exclamaciones. Recuerdo quetenía enormes ganas de echarme a reír acarcajadas, porque sentía un malévolodiablillo agitarse en mi interior; se me poníaun nudo en la garganta, me temblaba labarbilla y los ojos se me humedecían cada vezmás... Yo esperaba que Nástenka, que meestaba escuchando con sus inteligentes yabiertos ojos, se echara a reír con su risainfantil e irresistiblemente alegre. Mearrepentía de haber llegado tan lejos y dehaber contado en vano aquello que bullía enmi corazón desde hacía tiempo y acerca de lo

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cual podía hablar como si leyera un libro;porque desde hacía mucho había preparadola sentencia en contra de mí mismo, y no meresistía ahora a leerla, sin esperar que se mecomprendiera. Pero para mi sorpresa ella sequedó callada, y después de un rato meestrechó la mano y me dijo tímidamente:

–¿De veras que ha vivido usted así durantetoda su vida?

–¡Toda la vida, Nástenka! –respondí–.¡Toda la vida, y me parece que también laacabaré del mismo modo!

–¡No, eso no puede ser! –dijo ella,inquieta–. Eso no sucederá; del mismo modotampoco yo puedo pasarme la vida enterajunto a mi abuela. ¡Escuche! ¿Sabe usted queno está bien vivir de ese modo?

–¡Lo sé, Nástenka! ¡Lo sé! –exclamé sinpoder contener mi emoción–. ¡Ahora másque nunca sé que he malgastado los mejoresaños de mi vida! ¡Ahora lo sé, y eso me causamás dolor, porque Dios mismo me ha

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enviado a usted, a mi bondadoso ángel, paradecirme esto y demostrármelo! Ahora queestoy sentado junto a usted y le hablo, hastame da miedo pensar en el futuro, porque enel futuro... de nuevo me espera la soledad, denuevo esa vida rancia e inútil. Y ¿con quépodría soñar cuando ya he sido tan feliz en lavida real junto a usted? ¡Que Dios labendiga, querida muchacha, porque no merechazó desde el primer momento, y porqueya puedo decir que he vivido dos noches enmi vida!

–¡Oh, no, no! –exclamó Nástenka, y unaslagrimillas brillaron en sus ojos–. ¡Eso ya nosucederá! ¡No nos separaremos de ese modo!¿Qué es eso de dos noches?

–¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¿Sabe paracuánto tiempo me ha reconciliado conmigomismo? ¿Sabe que ahora ya no pensaré tanmal de mí mismo como lo he hecho otrasveces? ¿Sabe que posiblemente ya no meentristeceré por haber cometido un crimen o

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un pecado en mi vida, porque esta vida es undelito y un pecado? ¡Y no piense que le estoyexagerando, por el amor de Dios, no lopiense, Nástenka, porque a veces mesobrevienen momentos de tanta, tantamelancolía...! Porque entonces me parece queya no seré capaz de empezar a vivir de otromodo; porque me parece que he perdidotodo el tacto y la intuición en lo real, en lotangible; porque finalmente lancémaldiciones contra mí mismo; porque a misnoches de fantasía les sobrevienen momentosde desembriagamiento, que son horribles. Ymientras tanto oyes cómo a tu alrededor, enun torbellino vital, la muchedumbre humanada vueltas estruendosamente; oyes y vescómo vive la gente (que vive de verdad), yves que la vida para ellos no está hecha porencargo, que su vida no se esfumará como unsueño o una visión; que su vida, siemprejoven, se renueva continuamente, y ni unasola de sus horas se parece a otra, que lo que

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resulta aburrido y monótono hasta elextremo es la asustadiza fantasía, sierva de lasombra, de la idea; sierva de la primera nubeque repentinamente ha tapado el sol y estrujaen la melancolía el verdadero corazónpetersburgués, que tanto aprecia su sol. Y¿qué fantasía puede haber en la tristeza?Sientes que ella finalmente se cansa, se agotaen su continua tensión, porque unofinalmente madura dejando atrás sus idealesde antes, que se esfuman como el polvo y serompen en pedazos; y si no hay otra vida, espreciso construirla con esos mismos pedazos.¡Mientras tanto el alma ansía y te pide algodiferente! ¡Y en vano escarba el soñadorentre sus viejas fantasías, como si fueranceniza en la que busca algún rescoldo parareavivar el fuego y calentar su frío corazón,haciendo resurgir de nuevo en él todo cuantoha sido tan querido, cuanto arrebataba elalma, cuanto le hacía hervir la sangre,arrancando lágrimas y cautivando

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sutilmente! ¿Sabe a lo que he llegado,Nástenka? ¿Sabe que hasta me sientoobligado a celebrar el aniversario de missensaciones, el aniversario de aquello queantes me resultaba tan querido?; algo que enrealidad nunca existió (porque eseaniversario se celebra conforme a aquellossueños absurdos e incorpóreos), y esossueños absurdos ni siquiera existen y no haypor qué sobrevivirlos: porque también lossueños se sobreviven. ¿Sabe que ahora, enuna fecha determinada, me gusta recordar yvisitar aquellos lugares donde algún día fuifeliz a mi manera? ¿Sabe que me gustaconstruir lo presente conforme a lo que sefue sin retorno, y a menudo deambulo porlas callejuelas y avenidas petersburguesascomo una sombra triste y afligida, sinfinalidad ni necesidad alguna? Y ¡quérecuerdos! Me viene a la memoria, porejemplo, que justo en ese lugar, hace un año,a la misma hora, caminé por esa acera igual de

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solitario que ahora. Recuerdo que tambiénentonces las ideas eran tristes y, aunque noestuviera mejor, parece que de alguna maneraresultaba más fácil vivir, y que no teatormentaba esa idea oscura que ahora no teabandona; que no tenías esosremordimientos de conciencia;remordimientos oscuros, lúgubres, que ahorano te dejan en paz ni de día ni de noche. Y tepreguntas: ¿dónde están tus sueños? Ysacudes la cabeza diciendo: ¡cómo pasan losaños! Y de nuevo te preguntas: ¿qué hashecho con tus años?, ¿dónde has enterradotus mejores años? ¿Has vivido o no? ¡Mira!,te dices a ti mismo. ¡Qué frío se llega a sentiren esta vida! Pasarán los años y vendrá lalúgubre soledad, y después, junto al bastón,la trémula vejez y, detrás de ella, la tristeza yla melancolía. Palidecerá tu mundofantástico, se petrificarán y ahogarán tussueños, y caerán cual hojas amarillentas delos árboles... ¡Oh, Nástenka, será triste

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quedarse solo, completamente solo sin tenernada que lamentar! Nada, absolutamentenada... ¡porque todo cuanto has perdido,todo eso no ha sido nada, porque el absurdoy aberrante cero no ha sido más que unsueño!

–¡Bueno, no me haga ponerme más triste! –dijo Nástenka, secándose una lagrimilla quesalía de sus ojos–. ¡Ahora ya ha terminado!Ahora estaremos los dos juntos; me pase loque me pase, no nos separaremos jamás.Escuche. Soy una muchacha sencilla, heestudiado poco, aunque la abuela pagaba aun profesor para darme clases. Pero, a decirverdad, yo le entiendo, porque todo cuantousted me acaba de contar también lo hevivido yo cuando la abuela me cosió conimperdibles a su vestido. Yo no lo habríapodido contar tan bien como usted, porqueno he estudiado –repitió tímidamente,expresando todavía admiración y respeto pormi discurso patético y mi elevado estilo–;

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pero estoy muy contenta de que hayaconfiado en mí. Ahora yo le conozco bien, leconozco a fondo. Y ¿sabe una cosa? Megustaría contarle también mi historia, todaíntegra, sin ocultar nada, y después de ellome dará usted un consejo. Es usted unapersona muy inteligente, ¿me da su palabrade que me dará ese consejo?

–¡Oh, Nástenka! –respondí–. Aunqueantes jamás había sido consejero, y menosaún consejero inteligente, me parece sensatolo que usted me propone. Bueno, mi queridaNástenka, ¿de qué consejo se trata? Dígameloabiertamente. Ahora me siento tan contentoy feliz, tan valiente y ocurrente, que no seránecesario recurrir a trucos para respondercon palabras precisas.

–¡No, no! –interrumpió Nástenkaechándose a reír–, no me hace falta unconsejo inteligente, sino uno que salga delcorazón, fraternal, como si me quisiera ustedhace ya un siglo.

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–¡De acuerdo, Nástenka! ¡De acuerdo! –exclamé entusiasmado–. ¡Si yo la quisieraveinte años, a pesar de ello no la querría másde lo que la quiero ahora!

–¡Deme su mano! –dijo Nástenka.–¡Aquí está! –le respondí yo, dándole la

mano.–Comencemos mi historia, pues.

La historia de Nástenka

–Ya conoce usted la mitad de la historia, esdecir, ya sabe usted que tengo una abuelaanciana...

–Y si la segunda mitad es tan corta comoésta... –la interrumpí yo sonriendo.

–Calle y escuche. Antes que nada vamos aponer la condición de no interrumpir,porque de lo contrario me equivocaré.Bueno, pues escuche atentamente:

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»Yo tengo una abuela anciana. Vivo conella desde que era muy pequeña, porque mispadres murieron. Hay que tener en cuentaque antes la abuela vivía mejor, pues hastahoy recuerda días mejores. Ella fue quien meenseñó francés y después me buscó unprofesor particular. Cuando yo tenía quinceaños, pues ahora tengo diecisiete, terminaronmis estudios. Y en ese tiempo fue cuandohice algunas travesuras; lo que hice no se lovoy a contar, pero es suficiente con que lediga que no fue nada grave. Entonces unamañana me llamó la abuela y me dijo que,como estaba ciega, no podía vigilarme. Cogióentonces un imperdible y prendió su vestidoal mío, diciendo que así es como viviríamossiempre, si yo, claro está, no sentaba lacabeza. En una palabra, al principio no podíaapartarme de ella de ninguna de las maneras:tenía que hacerlo todo junto a la abuela:trabajar, leer, estudiar. Una vez se me ocurrióhacer un truco y convencí a Fiokla para que

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se sentara en mi lugar. Fiokla es nuestracriada y está sorda. Se sentó en mi lugar.Durante ese rato la abuela se quedó dormidaen su sillón, y yo me fui a casa de una amigaque no vive lejos. Pero la cosa terminó mal.La abuela se despertó cuando yo no habíaregresado aún y preguntó algo pensando queyo estaba quieta sentada en mi sitio. Fiokla,al ver que la abuela la preguntaba, y ella queno oía lo que le decía, sin saber qué hacer,desabrochó el imperdible y salió corriendo...

Llegado este punto Nástenka se calló y seechó a reír. Yo me reí con ella. Pero ella alinstante se detuvo.

–Escuche: usted no se ría de la abuela. Yome río, porque me hace gracia... Pero ¿qué sepuede hacer cuando la abuela es así? Pero yo,a pesar de todo, la quiero un poco. Y bien,entonces recibí mi merecido: al instante mesentó nuevamente a su lado sin que yapudiera moverme ni hacer nada.

»Bueno, se me había olvidado decirle que

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tenemos, más bien que la abuela tiene, supropia casa, es decir, una casita pequeña, consólo tres ventanas, de madera y tan viejacomo la abuela. Arriba hay un desván; y undía un inquilino nuevo se instaló en nuestrodesván...

–¿Se entiende que era un inquilino mayor?–puntualicé yo de pasada.

–Pues claro –respondió Nástenka–, y sabíaestar callado mejor que usted. Aunque a decirverdad apenas hablaba. Era un anciano seco,mudo, ciego y cojo, de manera quefinalmente se le hizo imposible vivir en estemundo y murió. Después de aquello tuvimosque instalar a otro inquilino, pues nopodíamos vivir sin alquilar. Nuestros únicosingresos eran la pensión de la abuela y lo quecobrábamos por el alquiler. Y, como si fueraa propósito, el nuevo inquilino era unhombre joven que no era de aquí sino queestaba de paso. Como no regateó, la abuela loaceptó. Después me preguntó: «¿Qué,

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Nástenka, es joven nuestro inquilino?». Noquise mentirle y dije: «Bueno, abuela, no esdel todo joven, pero tampoco parece viejo».«Bueno ¿y tiene buen aspecto?», preguntó laabuela.

»Tampoco quise mentirle. «Sí, tiene buenaspecto, abuela.» Y la abuela me dijo: «¡Ay,qué castigo! Te lo digo, nieta, para que no lemires a la cara. ¡Vaya tiempos que corren!¡Hay que ver, un inquilino tan insignificante,y tiene que tener buen aspecto! ¡Eso nopasaba en mis tiempos!».

»La abuela lo relacionaba todo con sustiempos. En sus tiempos ella era más joven, elsol calentaba más, las ciruelas no se poníantan pronto ácidas... y todo lo relacionaba consus tiempos mozos. Y he aquí que estoy yosentada y pensando: «¿Por qué la abuela mehace esas preguntas: que si el inquilino tienebuen aspecto, que si es joven?». Pero eso sólolo pensé un momento y continué sentada

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contando los puntos y haciendo calceta,olvidándome después de ello por completo.

»Un día por la mañana vino a vernos elnuevo inquilino para recordarnos quehabíamos prometido empapelarle lahabitación. Una palabra siguió a la otra, ycomo la abuela es charlatana me dice: «Ve,Nástenka, a mi dormitorio y tráeme lascuentas». Yo me levanté deprisa y sin saberpor qué me sonrojé toda, olvidándosemeademás que estaba sentada y prendida con unimperdible. En lugar de desabrochardespacito el imperdible para que el inquilinono se percatara, di un tirón tan fuerte quearrastré el sillón de la abuela. Al darme cuentade que ahora el inquilino lo sabía todo sobremí, me sonrojé, me quedé clavada en el sitio yde pronto rompí a llorar. ¡Sentí en aquellosmomentos tanta vergüenza y amargura quequería morirme! Y la abuela gritó: «¿Quéhaces quedándote ahí parada?», y yo llorabaaún más... Al ver el inquilino que estaba

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abochornada delante de él, hizo unareverencia y se marchó.

»Desde entonces, cuando oía un ruido enel zaguán, me quedaba paralizada. «Ya está»,pensaba yo, «ya viene el inquilino», y por siacaso desabrochaba despacito el imperdible.Pero no era él. No venía. Pasaron dossemanas: el inquilino nos envió un recado através de Fiokla en que decía que teníamuchos libros en francés que eran muybuenos, y que podíamos leerlos. Que si no legustaría a la abuela que yo se los leyera parano aburrirse. La abuela aceptó agradecida,pero no paró de preguntar si eran librosmorales, «en caso de que no lo sean, tú,Nástenka, no debes leerlos pues aprenderíascosas malas».

»–¿Y qué puedo aprender, abuela? ¿Qué eslo que dicen?

»–¡Ah! –me dijo–. Escriben cómo losjóvenes seducen a las muchachas, y bajo elpretexto de casarse con ellas se las llevan de la

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casa paterna para después abandonar a laspobres muchachas a la voluntad de Dios, quese pierden de la manera más lamentable. Yo –dijo la abuela– he leído muchos de esoslibros, y todo está tan maravillosamenteexpresado que te pasas la noche leyéndolosen silencio. Así que tú –dijo–, Nástenka, tencuidado, no los leas. ¿Y qué libros ha traído?–preguntó la abuela.

»–Todos son novelas de Walter Scott,abuela.

»–¡Las novelas de Walter Scott! Bueno, ¿yno habrá en ellas algún truco? Mira a ver sino habrá introducido él dentro alguna notitade amor.

»–No, abuela –le dije–, no hay ningunanota.

»–Mira debajo de la encuadernación. ¡Aveces, ellos las introducen allí, entremedias,los muy tunantes...!

»–No abuela. Tampoco hay nada debajode la encuadernación.

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»–Bueno, está bien.»De modo que nos pusimos a leer a Walter

Scott y en cosa de un mes nos leímos casi lamitad de los libros. Después él continuóenviándonos más. Nos mandó la obra dePushkin, de modo que yo ya no podía vivirsin libros y dejé de pensar en casarme con unpríncipe chino.

»Así transcurrían las cosas cuando un díame crucé en la escalera con nuestro inquilino.La abuela me había mandado a hacer unrecado. Él se detuvo, yo me sonrojé toda, y éltambién, pero se echó a reír, me saludó ypreguntó por la salud de la abuela, y me dijo:«Y bien, ¿ha leído usted los libros?». Y yo lerespondí: «Los he leído». «¿Y cuál le hagustado más?» Y yo le dije: «Ivanhoe yPushkin son los que más me han gustado».Con esto concluyó aquella vez laconversación.

»Al cabo de una semana de nuevo me topécon él en la escalera. En aquella ocasión no

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iba a hacer ningún recado de la abuela sinoque era yo quien necesitaba algo. Eran cercade las tres y el inquilino volvía a esa hora acasa. «¡Hola!», me dijo. Y yo le respondí:«¡Hola!».

»–¿Y qué? –me dijo–, ¿no se aburre ustedde estar todo el día sentada junto a la abuela?

»Cuando me preguntó aquello, no sé porqué me ruboricé toda, me avergoncé y mesentí ofendida, seguramente al pensar que yaera un tema que estaba en boca de todos.Estuve a punto de no responderle ymarcharme, pero no tuve fuerzas.

»–¡Escuche! –me dijo–, ¡si usted es unabuena muchacha! Disculpe que le hable eneste tono, pero le aseguro que deseo su bienmás que su abuela. ¿No tiene usted ningunaamiga a la que pudiera visitar?

»Le respondí que no tenía ninguna, quetuve una, Máshenka, pero que se habíamarchado a vivir a Pskov.

»–Escuche –me dijo él–. ¿Quiere venir

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conmigo al teatro?»–¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?»–Pues márchese usted despacito de su

lado...»–No –le dije–. No quiero engañar a la

abuela. ¡Adiós!»–Bueno, pues adiós –respondió él, y no

dijo más.»Pero después de la comida vino a vernos.

Se sentó y estuvo largo rato hablando con laabuela, preguntando si salía a alguna parte, sitenía conocidos. Y de pronto dijo:

–Pues hoy he sacado un palco para laópera. Representan El barbero de Sevilla.Unos conocidos querían ir a verlo, perodespués desistieron y me he quedado conuna entrada en la mano.

»–¡El barbero de Sevilla! –exclamó laabuela–. ¿Y es el mismo Barbero querepresentaban en mis tiempos?

»–Sí, el mismo –dijo él mirándome-; ¿loconoce? –yo ya lo había comprendido todo,

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me sonrojé, y el corazón me saltaba por laespera.

»–¡Cómo no iba a conocerlo! –respondióla abuela–. En mis tiempos yo mismarepresenté el papel de Rosina en un teatrocasero.

»–¿Y no querría ir hoy? –dijo elinquilino–. La entrada que tengo se perderíaen vano.

»–¡Pues sí, vayamos! –dijo la abuela–. ¿Porqué no habíamos de ir? Pero resulta que miNástenka nunca ha estado en el teatro.

»¡Dios mío, qué alegría! Al momento nospusimos en marcha, nos arreglamos ypartimos al teatro. La abuela aunqueestuviera ciega deseaba oír música, peroaparte de eso es buena, pues lo que másquería era agradarme a mí, porque pornuestra cuenta nosotras nunca nos habríamosdecidido a ir. No le voy a contar la impresiónque me causó El barbero de Sevilla, sólo quedurante toda la tarde nuestro inquilino me

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miraba de un modo tan agradable, se dirigía amí en un tono tan cortés, que enseguidacomprendí que por la mañana me pondría aprueba proponiéndome que me fuera solacon él al teatro. ¡Bueno, qué alegría! Me fui adormir tan orgullosa, tan alegre, y el corazónme latía con tanta fuerza que hasta tuve unpoco de fiebre y me pasé la noche delirandocon El barbero de Sevilla.

»Yo creí que después de aquello elinquilino vendría a vernos más a menudo,pero no lo hizo. Casi dejó de visitarnos.Como máximo un par de veces al mes y sólopara invitarnos al teatro. Fuimos al teatro dosveces más. Sólo que yo no estaba contenta.Me percaté de que a él simplemente le dabalástima que yo viviera en esas condicionescon la abuela; nada más. Según pasaba eltiempo me di cuenta de que no podía estarmequieta sentada: no leía, tampoco hacía mislabores, a veces me echaba a reír y le hacíaalguna travesura a la abuela para hacerla

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rabiar, y otras, simplemente me echaba allorar. Finalmente adelgacé y casi caigoenferma. Pasó la temporada de ópera y elinquilino dejó de visitarnos por completo.Cuando nos encontrábamos (siempre en lamisma escalera, se entiende), él se inclinabasin decir nada, todo serio, como si noquisiera hablar, y bajaba después al porchemientras yo seguía aún en mitad de laescalera, colorada como una cereza, porque alcruzarme con él empezaba a subírseme todala sangre a la cabeza.

»Y ahora ya viene el final. Hace ahorajusto un año, en el mes de mayo, vino elinquilino a casa diciendo a la abuela que yahabía concluido todas sus gestiones aquí yque debía partir de nuevo a Moscú por unaño. En cuanto lo oí, me quedé pálida ycomo muerta me dejé caer en la silla. Laabuela no se percató de nada. Y él, trasdecirnos que nos dejaba, se despidió y semarchó.

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»¿Qué iba yo a hacer? Le di muchasvueltas, estaba muy triste, hasta que por fintomé una decisión. Él se marchaba al díasiguiente y decidí resolverlo todo por lanoche, cuando la abuela se fuera a dormir. Yasí pasó. Hice un hatillo y metí todo dentro;todo cuanto tenía de vestidos y ropa, y con élen la mano, ni viva ni muerta, me dirigí aldesván donde vivía nuestro inquilino. Creoque tardé una hora en subir la escalera. Encuanto abrí la puerta para entrar en suhabitación, él me vio y dio un grito. Debióde pensar que era un fantasma y fuecorriendo a ofrecerme agua, porque apenasme tenía en pie. El corazón me latía confuerza, me dolía la cabeza y estaba mareada.Cuando me recompuse, puse mi hatillo en sucama, me senté junto a él, me tapé la cara conlas manos y rompí a llorardesconsoladamente. Él pareció comprenderlotodo al instante, y permanecía delante de mípálido y mirándome de un modo tan triste

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que faltaba poco para que me estallara elcorazón.

»–Escúcheme –dijo él–. Escúcheme,Nástenka, no puedo hacer nada. Soy pobre yde momento no puedo ofrecer nada, nisiquiera un puesto de trabajo decente.¿Cómo íbamos a vivir si yo me casara conusted?

»Estuvimos hablando largo rato, perofinalmente yo estallé y le dije que no podíavivir con la abuela, que me escaparía de sulado, que no quería que me cosiera con unimperdible, y que si él quería me iría con él aMoscú, porque no podía vivir sin él. Lavergüenza, el amor y el orgullo... todo ellohablaba al mismo tiempo en mi interior, y mefaltó poco para caer en la cama y delirar.¡Temía tanto el rechazo!

»Estuvo un rato sentado en silencio,después se levantó, se acercó a mí y me cogióde la mano.

»–¡Escuche, mi buena y querida Nástenka!

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–dijo con lágrimas en la voz–. Escuche. Lejuro que si en algún momento tengoposibilidades de casarme, inmediatamenteformaría usted parte de mi felicidad. Leaseguro que ahora sólo usted puede hacermefeliz. Escuche, yo me voy a Moscú ypermaneceré allí justo un año. Esperoarreglar mis asuntos. Cuando regrese y siusted sigue queriéndome, le juro que seremosfelices. Pero ahora es imposible, no puedo,no tengo derecho a ofrecerle nada. Le juroque, si no es al cabo de un año, algún día sehará realidad; se entiende que en caso de queno prefiera usted a otro, porque no puedo nime atrevo a pedirle que me dé su palabra.

»Eso fue lo que me dijo, y al día siguientese marchó. Lógicamente acordamos no decirni palabra de aquello a la abuela. Así lo quisoél. Y, bueno, ahora ya casi termina mihistoria. Pasó justo un año. Él regresó, y yalleva aquí tres días y...

–Y ¿qué? –exclamé yo impaciente por oír

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el final.–¡Hasta ahora no se ha presentado! –

respondió Nástenka como si quisierarecobrar fuerzas–. No se sabe nada de él...

Llegado este punto se detuvo, se quedócallada, bajó la cabeza y de pronto, tapándosela cara con las manos, empezó a sollozar detal modo que mi corazón al oír su llanto dioun vuelco.

No podía imaginarme un desenlace así.–¡Nástenka! –dije con voz tímida e

insinuante–. ¡Nástenka, no llore, por el amorde Dios! ¿Cómo lo sabe usted? Puede queaún no haya venido...

–¡Está aquí! ¡Está aquí! –respondiórápidamente Nástenka–. Yo sé que seencuentra aquí. Habíamos acordado unacosa. Aquella noche, antes de su marcha,cuando nos dijimos todo lo que yo le conté,acordamos salir a dar un paseo por aquí,justamente en este muelle. Eran las diez de lanoche. Estuvimos sentados en este banco. Yo

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ya no lloraba, me deleitaba escuchándole...Me dijo que en cuanto regresara vendría anuestra casa y, si yo no lo rechazaba, lecontaríamos todo a la abuela. ¡Ahora haregresado, lo sé, pero no viene!

Y de nuevo se echó a llorar.–¡Dios mío! ¿Acaso no hay forma de

ayudarla? –exclamé yo, saltando del bancoverdaderamente desesperado–. Dígame,Nástenka, ¿y no podría yo ir a verle...?

–¿Acaso es posible? –dijo ella, levantandode pronto la cabeza.

–¡No! ¡Claro que no! –señalé yo,ocurriéndoseme de repente–. Pero mire,escríbale una carta.

–¡No, de ninguna de las maneras! ¡No lopuedo hacer! –respondió ella decididamente,pero ya con la cabeza gacha y sin mirarme.

–¿Cómo que no puede? ¿Por qué esimposible? –continué yo, aferrándome a miidea–. Sepa una cosa, Nástenka: que no setrata de una carta cualquiera. Porque hay

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cartas y cartas y... ¡Oh, Nástenka, es así!¡Créame! No le voy a dar un consejoabsurdo. Todo eso se puede preparar. Siusted ha dado el primer paso, y ahora ya...

–¡No puede ser! ¡No puede ser! Podríaparecer que quiero comprometerle...

–¡Oh, mi querida Nástenka! –interrumpíyo, sin ocultar la sonrisa–. ¡Le digo a ustedque no! Usted, a decir verdad, está en suderecho porque él le hizo una promesa. Ypor lo que veo se trata de una personadelicada, que ha actuado correctamente –continué yo, entusiasmándome cada vez máspor la lógica de mis propias conclusiones ymis convencimientos–. ¿Cómo ha actuado él?Dio su palabra de compromiso. Le dijo queen caso de casarse, no lo haría con nadie queno fuera usted y le dio plena libertad pararechazarle en cualquier momento... En uncaso así, usted puede dar el primer paso, tienederecho a hacerlo, lleva ventaja, aunque sólo

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fuera, por ejemplo, para liberarle delcompromiso dado...

–¡Escuche! ¿Cómo la escribiría?–¿Qué?–Pues esa carta.–Yo por ejemplo la escribiría del siguiente

modo: «Muy señor mío...»–¿Y necesariamente ha de ser así? ¿«Muy

señor mío»?–¡Necesariamente! Además, qué más da.

Yo creo...–¡Bueno, bueno, continúe!–«¡Muy señor mío! Disculpe que yo...»

¡Por lo demás, no, no hace falta dar ningúntipo de excusas! El propio hecho lo justificatodo. Diga simplemente:

Me dirijo a usted. Perdone mi impaciencia.Durante todo el año fui feliz esperándole. ¿Acasoahora soy culpable por no soportar un solo día deduda? Ahora que ha regresado usted, puede quehaya cambiado de intención. En tal caso esta cartale demostrará que ni me quejo ni le recrimino. No

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le culpo porque no soy dueña de su corazón. ¡Midestino es así!

Es usted una persona honesta. No se burle ni seenfade al leer estas impacientes líneas mías.Recuerde que las escribe una pobre joven, que estásola, sin nadie que la pueda orientar ni aconsejar, yque nunca supo dominar su corazón. Pero disculpeque por un instante la duda haya penetrado en micorazón. No sería usted capaz de ofender nisiquiera mentalmente a la persona que tanto leamó y le ama.

–¡Sí, sí! Así es exactamente como yo lo hepensado –exclamó Nástenka, y la alegríabrilló en sus ojos–. ¡Oh! Ha disipado ustedmis dudas, Dios mismo le ha enviado a mí.¡Se lo agradezco! ¡Se lo agradezco!

–¿El qué? ¿Haber sido enviado por Dios?–respondí yo, mirando entusiasmado surostro lleno de felicidad.

–Sí, aunque sea eso.–¡Ay, Nástenka! ¡Debemos agradecer a

algunas personas el simple hecho de vivirjunto a nosotros! ¡Yo le agradezco que nos

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hayamos encontrado, y que la recordaré todoun siglo!

–Bueno, basta. Y ahora escuche: entoncesacordamos que en cuanto él llegara haríasaber de su presencia dejándome una carta encasa de unos conocidos míos, gente buena ysencilla, que no saben nada de esto; y en casode no poder escribirme la carta, porque nosiempre se puede contar todo en una carta,entonces el día de su llegada vendría aquí,donde nos citamos, a las diez en punto de lanoche. Sé que ya ha llegado; pero ya llevaaquí tres días y no tengo carta suya ni havenido. Escaparme de la abuela por lamañana me resulta imposible. Entreguemañana usted mismo mi carta a esa buenagente de la que le hablo: ellos se la haránllegar; y en caso de haber respuesta, usted mela traerá a las diez de la noche.

–¡Pero la carta, la carta! Si lo primero quetengo que hacer es escribir la carta. De este

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modo, quizás todo podría solucionarsepasado mañana.

–¡La carta...! –respondió Nástenka,ligeramente confusa–, ¡la carta...!; pero...

No finalizó la frase. Al principio volvió lacara, se sonrojó como una rosa, y de prontosentí la carta en mi mano, escrita al parecer yahacía tiempo, completamente preparada ycon el sobre cerrado. ¡Un recuerdo conocido,tierno y simpático, pasó por mi cabeza!

–¡Ro-ro-si-si-na-na! –dije yo.–¡Rosina! –entonamos los dos, yo casi

abrazándola de entusiasmo, y ellasonrojándose hasta más no poder, y riendoentre lágrimas, que como perlas temblabansobre sus negras pestañas.

–¡Bueno, basta! Ahora, adiós –dijo elladeprisa–. Aquí tiene usted la carta y ladirección donde debe llevarla. ¡Adiós! ¡Hastala vista! ¡Hasta mañana!

Me apretó con fuerza las dos manos, hizoun ademán con la cabeza y como una flecha

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desapareció en su callejuela. Permanecí unlargo rato en el sitio, acompañándola con lavista.

«¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana!», se mepasó por la cabeza cuando hubodesaparecido.

Noche tercera

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin unrayo de luz, igual que lo será mi vejez.Pensamientos extraños, sensaciones oscuras einterrogaciones poco claras se agolpan en micabeza, sin que me encuentre con fuerzas niganas para resolverlos. ¡No seré yo quienresuelva todo esto!

Hoy no nos veremos. Ayer, cuando nosestábamos despidiendo, las nubescomenzaron a cubrir el cielo y empezó alevantarse la niebla. Le dije que al día

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siguiente haría mal tiempo. No merespondió, no quería contrariarse; para ellaese día era claro y luminoso y ninguna nubecubriría su felicidad.

–¡Si llueve no nos veremos! –dijo ella–. Novendré.

Pensé que no se daría cuenta de la lluvia dehoy, pero a pesar de ello no apareció.

Ayer fue nuestro tercer encuentro, nuestratercera noche blanca...

¡Y hay que ver cómo la alegría y lafelicidad hacen que el hombre sea algomaravilloso! ¡Cómo bulle de amor elcorazón! Parece que quieres fundir tucorazón con el otro, deseando que todotranscurra de la forma más alegre y que todosonría. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! Ayeren sus palabras había tanta complacencia,tanta bondad suya hacia mi corazón... ¡Cómome cortejaba, qué tierna se mostraba y cómoalentaba y mimaba mi corazón! ¡Oh, cuántacoquetería encierra la felicidad! Y yo... Yo me

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lo tomaba todo como un juego limpio;pensaba que ella...

Pero Dios mío, ¿cómo podía pensar yoeso? ¿Cómo podía estar tan ciego cuandotodo estaba ya en manos de otro, y nada mepertenecía; cuando, finalmente, incluso lamisma ternura, su solicitud, su amor, sí, amorhacia mí, no eran más que la felicidad por lapróxima cita con el otro, el deseo detrasladarme también a su felicidad...? Cuandoél no apareció y esperábamos en vano, ellafrunció el entrecejo y se quedó cohibida yacobardada. Todos sus gestos y palabras yano eran tan suaves, juguetones y alegres. Y,cosa extraña, se mostró más atenta conmigo,como si instintivamente quisiera verter sobremí aquello que deseaba y lo que temía si lacosa no se cumpliera. Mi Nástenka se quedótan apocada y asustada que finalmenteparecía creer que yo la amaba y se apiadó demi pobre amor. Ello sucede cuando somosinfelices y sentimos con más fuerza la

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desgracia de los demás; el sentimiento no serompe, sino que se concentra...

Acudí al encuentro con el corazónrebosante, haciéndoseme interminable laespera. No presentía lo que iba aexperimentar; ni que todo aquello tuviera eldesenlace que tuvo. Estaba radiante defelicidad, esperaba una respuesta. Y larespuesta fue ella misma. Él debía venir,llegar corriendo a su llamamiento. Ella llegóuna hora antes que yo. Al principio se reía detodo, y sonreía a cada palabra mía. Yoempecé a hablar y me quedé callado.

–¿Sabe por qué estoy tan contenta? –dijoella–. ¿Por qué estoy tan contenta de verle?¿Y por qué le quiero tanto hoy?

–¿Y bien? –dije yo con el corazónencogido.

–Le quiero porque no se ha enamoradousted de mí. Porque cualquier otro en sulugar estaría molestándome, dándome la lata,

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quejándose, haciéndose el enfermo, ¡mientrasque usted es tan adorable!

En ese momento apretó tanto mi mano queme faltó poco para lanzar un grito. Se echó areír.

–¡Dios mío, qué buen amigo es usted! –dijo pasado un minuto, en tono serio–. ¡Si elmismo Dios le ha enviado a mí! Pero ¿quésería de mí si no estuviera usted ahoraconmigo? ¡Qué desinteresado! ¡Cuánto mequiere! Cuando me case mantendremos unagran amistad, más que si fuéramos hermanos.Yo le querré casi tanto como a él...

En aquel instante sentí mucha tristeza y,sin embargo, algo similar a la risa se removióen mi alma.

–Usted tiene un ataque de nervios –dijeyo–. Cree que él no vendrá.

–¡Vaya por Dios! –respondió ella–. Si nofuera tan feliz creo que me echaría a llorarpor su desconfianza y sus reproches. Por lodemás, usted me dio la idea y me hizo pensar

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mucho; pero lo pensaré más tarde, y ahora leconfieso que tiene usted razón. ¡Sí! Noparezco la misma. Estoy completamente a laexpectativa y todo me llega con demasiadasusceptibilidad. Pero ¡ya es suficiente,dejemos a un lado los sentimientos...!

En ese momento se oyeron unos pasos yen la oscuridad apareció un transeúnte que sedirigía justo hacia nosotros. Los dos nosechamos a temblar, a ella le faltó poco paralanzar un grito. Yo bajé su mano e hice ungesto como si fuera a apartarme. Peroestábamos equivocados: no era él.

–¿De qué tiene miedo? ¿Por qué haretirado mi mano? –dijo ella, dándomela denuevo–. ¿Y bien? Lo encontraremos juntos.Yo quiero que vea cuánto nos queremos eluno al otro.

–¡Cómo nos queremos el uno al otro! –exclamé.

«¡Oh, Nástenka, Nástenka!», pensé yo,«¡cuánto has dicho con esas palabras! ¡Un

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amor como éste, Nástenka, en determinadosmomentos enfría el corazón y vuelvepesarosa el alma! Tu mano está fría y la míaarde como el fuego. ¡Qué ciega estás,Nástenka...! ¡Oh! ¡Qué insufrible resulta unapersona feliz en momentos como éste! Perono puedo enfadarme contigo...».

Finalmente sentí que mi corazón estallaba.–¡Escuche, Nástenka! –exclamé–. ¿Sabe

cómo me he sentido durante todo el día?–¿Qué? ¿Qué es lo que le ha sucedido?

¡Cuéntemelo deprisa! ¿Por qué ha estadotodo este rato callado?

–En primer lugar, Nástenka, hice todos susrecados, entregué la carta, estuve en casa desus conocidos; después... me fui a casa y meeché a dormir.

–¿Sólo eso? –interrumpió ella echándose areír.

–Sí, casi nada más –respondí con esfuerzo,porque unas absurdas lagrimillas empezarona aflorar en mis ojos–. Me desperté una hora

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antes de la cita, con la impresión de no haberdormido. No sé qué me sucedió. Venía paracontarle todo esto, como si el tiempo sehubiera detenido para mí, como si sólo unasensación, un sentimiento, desde estemomento debiera quedarse para siempredentro de mí, como si un minuto debieracontinuar toda la eternidad y toda mi vida sehubiera detenido... Cuando desperté, creí queuna dulce melodía que había oído en algúnlugar volvía a aflorar en mi memoria. Tenía laimpresión de que durante toda la vida habíaestado queriendo salir de mi alma y sóloahora...

–¡Ay, Dios mío, Dios mío! –interrumpióNástenka–. ¿Cómo es que ha sucedido esto?No entiendo nada.

–¡Ay, Nástenka! Me gustaría, de algúnmodo, transmitirle esa extraña sensación... –dije yo con voz lastimera, en la que aúnremotamente latía la esperanza.

–¡Basta, basta, no siga! –dijo ella. ¡Y al

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instante se dio cuenta, la muy tunanta!De pronto se puso muy habladora, alegre y

traviesa.Me cogía del brazo, sonreía, invitándome

también a reír, y cada tímida palabra mía sereflejaba en ella en forma de una sonora yprolongada risa... Empecé a enojarme y ellade pronto se puso a coquetear.

–Escuche –dijo ella–, me sienta mal que nose haya enamorado usted de mí. Después deesto, ¿quién entiende a los hombres? Pero apesar de todo, caballero inflexible, no podráusted dejar de alabarme por lo sencilla quesoy. Yo le cuento absolutamente todo, hastalas tonterías que se me pasan por la cabeza.

–¡Escuche! ¡Parece que han dado las once!–dije yo, cuando se oyeron las campanadasde una lejana torre de la ciudad. De prontoNástenka se detuvo, dejó de sonreír y sepuso a contar.

–Sí, son las once –dijo finalmente con voztímida e indecisa.

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Al instante me quedé compungido porhaberla asustado haciéndole contar las horasy me maldije por mi ataque de rabia. Meproducía lástima y no sabía cómo redimir mipecado. Me puse a tranquilizarla y a buscarrazones que justificaran su ausencia, aesgrimir argumentos y pruebas. Nadie eramás fácil de engañar entonces que ella, yademás en momentos así todos escuchamoscon alegría una palabra de consuelo, y nossentimos felices con sólo una sombra dejustificación.

–Pero ¡si esto es ridículo! –dije yo,acalorándome cada vez más y satisfecho porla claridad de mis pruebas–. Si no podíavenir. También a mí me ha engañado yengatusado usted, Nástenka, haciéndomeincluso perder la noción del tiempo... Desecuenta de que apenas le dio tiempo a recibirla carta; supongamos que no pudiera venir,supongamos que piensa contestar, en cuyocaso la carta no llegaría hasta mañana.

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Mañana en cuanto amanezca iré a recogerla yle haré saber lo que sea. Suponga, finalmente,miles de posibilidades: como, por ejemplo,que no estuviera en casa cuando llegara lacarta, y puede que no la haya leído hastaahora. Todo es posible.

–¡Sí, sí! –respondió Nástenka–, ni siquieralo pensé: claro que todo es posible –dijo convoz complaciente en la que en forma dedisonancia dolorosa se percibía otra idealejana–. Ya sé lo que tiene que hacer ustedmañana –dijo–. Vaya lo más tempranoposible y si hay algo me lo dice enseguida.Porque usted sabe dónde vivo –y de nuevoempezó a repetirme la dirección de su casa.

Después, de pronto se puso muy tierna ytímida conmigo... Parecía escucharatentamente lo que le decía; pero cuando medirigí a ella con una pregunta, se quedóconfusa y en silencio giró la cabeza. La miré alos ojos, y efectivamente: estaba llorando.

–Pero ¿es posible?! Pero ¡qué niña es!

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¡Qué infantil...! ¡Vamos, basta!Intentó sonreír y tranquilizarse, pero le

temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.–Estoy pensando en usted –dijo tras un

minuto de silencio–. Es usted tanbondadoso, que tendría que ser de piedrapara no sentirlo. ¿Sabe lo que me ha venidoahora a la cabeza? Los he comparado a losdos. ¿Por qué él, y no usted? ¿Por qué él noes como usted? Él no es tan bueno comousted, aunque yo le quiera más.

No respondí nada. Parecía que Nástenkaestaba esperando que yo dijera algo.

–Claro que puede que no lo comprendabien todavía, no lo conozco bien. ¿Sabe unacosa? Siempre he tenido la sensación detenerle respeto. Siempre se ha mostrado tanserio, tan orgulloso. Cierto que ésa es laimpresión que da, y que su corazón es mástierno que el mío... Recuerdo cómo memiraba cuando me dirigí a él con mi hatillo;

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pero a pesar de todo le respeto demasiado,como si no estuviéramos en pie de igualdad.

–¡No, Nástenka! ¡No! –respondí yo–, ¡esoquiere decir que le ama usted más que a nadaen el mundo, incluso más que a sí misma!

–Sí, supongamos que así sea –respondióingenuamente ella–, pero ¿sabe lo que se meha pasado ahora por la cabeza? Sólo que novoy a hablar de él, sino en general. Ya lopensé hace tiempo. Escuche, ¿por qué no nostratamos fraternalmente los unos a los otros?¿Por qué hasta el hombre más bondadosoparece siempre disimular y callar en presenciade otro? ¿Por qué no se puede expresar en elmomento lo que tienes en el corazón,sabiendo que tus palabras no se las llevará elviento? Porque todo el mundo se cree mássevero de lo que realmente es, como sitemiera ofender con sus sentimientos si losmuestra demasiado deprisa...

–¡Ay, Nástenka!, es cierto lo que dice.Pero sucede a menudo –interrumpí yo,

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conteniendo en aquellos momentos missentimientos más que nunca.

–¡No, no! –respondió ella con gran pesar–.Usted, por ejemplo, no es como los demás.Yo, a decir verdad, no sabría expresar lo quesiento. Me parece que, por ejemplo, usted...aunque sólo fuera ahora... creo que sesacrifica por mí –añadió ella tímidamente ymirándome de soslayo–. Usted... y disculpe sile hablo de este modo: soy una muchachasencilla. He visto poco en esta vida y laverdad es que a veces no sé ni hablar –dijocon una voz temblorosa que parecía ocultaralgún sentimiento y procuraba a su vezsonreír–, pero me gustaría expresarle que leestoy agradecida y que también siento todoesto... ¡Oh! ¡Que Dios se lo paguehaciéndole feliz! Porque lo que usted medescribió con su soñador no es en absolutocierto, o sea, quiero decir, que en absoluto lecorresponde a usted. Usted se estáreponiendo, realmente no es la misma

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persona que describió. Si algún día seenamora, ¡que Dios le haga feliz junto a ella!A ella no le deseo nada, porque ya será felizcon usted. Lo sé, yo soy una mujer, y debecreer lo que digo...

Se quedó callada y me apretó fuertementela mano. De la agitación que tenía no podíahablar. Pasaron varios minutos.

–Sí, por lo que se ve, hoy no vendrá –dijofinalmente levantando la cabeza–. ¡Es muytarde...!

–Vendrá mañana –dije yo en un tonoconvincente y severo.

–Sí –añadió ella, alegrándose–. Yo mismaveo ahora que vendrá mañana. ¡Entonceshasta mañana, pues! ¡Hasta mañana! Sillueve, posiblemente no vendré. Pero pasadomañana vendré, lo haré sin falta, ocurra loque ocurra. Esté aquí, pase lo que pase.Deseo verle y contarle todo.

Y después, cuando nos estábamos

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despidiendo, me dio su mano y me dijo entono claro y mirándome a los ojos:

–Porque desde ahora siempre estaremosjuntos, ¿no es así?

¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¡Si supieras quésolo me siento ahora!

Cuando dieron las nueve de la noche, nopude permanecer más tiempo en lahabitación, me vestí y salí sin reparar en eldesapacible tiempo que hacía. Estuve sentadoallí, en nuestro banco. Ya me había dirigido asu callejuela, pero me sentí incómodo y me dila vuelta sin mirar sus ventanas y a dos pasosde su casa. Regresé a casa tan triste como nolo estaba desde hacía tiempo. ¡Qué tiempomás malo, húmedo y aburrido! Si hicierabueno, me estaría paseando toda la noche...

Pero ¡hasta mañana! Mañana ella me locontará todo.

Sin embargo, hoy no ha habido carta. Porlo demás, así es como debía ser. Ya estaránjuntos...

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Noche cuarta

¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto!¡Qué fin ha tenido!

Llegué a las nueve de la noche. Ella yaestaba allí. La vi desde lejos. Estaba de piecomo la primera vez, apoyada en labarandilla del muelle y sin darse cuenta deque me acercaba.

–¡Nástenka! –le dije, sobreponiéndome ysuperando la agitación.

Ella se dio rápidamente la vuelta.–¡Venga! –dijo ella–. ¡Venga, más rápido!Yo la miraba asombrado.–Pero ¿dónde está la carta? ¿Trajo usted la

carta? –repitió ella, agarrándose con la manoa la barandilla.

–No, yo no tengo la carta –dijefinalmente–. Pero ¿es que él no ha venido?

Ella palideció terriblemente, y permaneció

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un largo rato mirándome inmóvil. Yo habíadestruido su última esperanza.

–¡Allá él! –dijo finalmente con vozentrecortada–. ¡Allá él si ha decidido dejarmeasí!

Bajó los ojos; después hizo un gesto paramirarme, pero no pudo. Todavía duranteunos minutos estuvo haciendo el esfuerzo desobreponerse a su agitación, pero de prontose dio la vuelta, se apoyó en la balaustrada delmuelle y se echó a llorar.

–¡Basta, basta! –empecé a decirle yo, sinque me quedaran fuerzas para continuar;además ¿qué podía decirle?

–No me tranquilice –me decía ellallorando–. No me hable de él, ni me diga queva a venir, ni que no me ha abandonado deun modo tan cruel e inhumano. ¿Por qué,por qué? ¿Acaso había algo en mi carta, en miinfeliz carta?

En ese momento sus sollozos

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interrumpieron su voz. Me dolía el corazónde verla.

–¡Oh, qué inhumano y cruel es esto! –dijode nuevo–. ¡Y ni una sola línea! ¡Ni unalínea! Podía haber respondido que no lehacía falta alguna, que me rechaza, pero noescribir ni una sola línea a lo largo de tresdías enteros... ¡Qué fácil le resulta insultar yofender a una pobre e indefensa muchachaculpable únicamente de amarle! ¡Oh, cuántohe llegado a soportar durante estos tres días!¡Dios mío! Cuando recuerdo que fui yoquien acudió a verle la primera vez, que mehumillé ante él, lloré y supliqué una gota deamor... ¡Y después de eso...! Escuche –dijodirigiéndose a mí, y sus negros ojosbrillaron–. ¡Si no es así! ¡No puede ser así!¡No es natural! O usted o yo estamosequivocados. ¿Es posible que no hayarecibido la carta? ¿Puede que hasta hoy nosepa nada? ¿Cómo es posible? Júzguelousted mismo, dígame, por el amor de Dios,

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explíqueme, porque no consigo entenderlo,¿cómo es posible actuar de un modo tanbárbaro como ha hecho él conmigo? ¡Ni unasola palabra! ¡Si hasta con las peores personasse porta la gente con más compasión! ¿Esposible que él haya oído algo? ¿Que alguienle haya dicho algo sobre mí? –exclamó elladirigiéndose a mí–. ¿Qué piensa usted?

–Escuche, Nástenka, mañana iré a verle desu parte.

–¿Y bien?–Le preguntaré todo, y le contaré todo.–¿Y qué más?, ¿qué más?–Usted escriba una carta. ¡No diga que no,

Nástenka! ¡No diga que no! Yo haré que veadigno su proceder, él lo sabrá todo, y si...

–¡No, amigo mío! ¡No! –interrumpióella–. ¡Ya está bien! ¡No recibirá de mí ni unapalabra, ni una línea! ¡Es suficiente! ¡No leconozco, ya no le quiero y le ol-vi-da-ré...!

No terminó la frase.–¡Tranquilícese, tranquilícese! Siéntese

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aquí, Nástenka –dije yo indicándole elbanco.

–Estoy tranquila. ¡Está bien! ¡No es nada!¡Sólo son unas lágrimas! ¡Ya se me secarán!¿Cree usted que me voy a suicidar? ¿Que mevoy a tirar al agua...?

Mi corazón estallaba de emoción. Quiseempezar a hablar, pero no pude.

–¡Escuche! –continuó ella, cogiéndome lamano–. Dígame: usted no actuaría así,¿verdad? ¿Abandonaría a una muchacha quevino donde usted por su propio pie? No seburlaría cruelmente de ella por tener uncorazón tan débil y absurdo. ¿Usted laprotegería? ¡Usted sabría que estaba sola, queno podía mirar por sí misma, que no supoactuar de otro modo respecto al amor quesentía por usted! ¡Sabría que no era culpable,que finalmente no tenía la culpa... que nohabía hecho nada...! ¡Oh, Dios mío, Diosmío...!

–¡Nástenka! –exclamé yo finalmente, sin

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poder sobreponerme a la agitación–. ¡Me estáusted martirizando! ¡Me está destrozando elcorazón, me está matando! ¡No puedo callar!¡Tengo que hablar y expresar lo que bulleaquí, en mi corazón...!

Al decirlo, me levanté del banco. Ella mecogió de la mano y me miró asombrada.

–¿Qué le ocurre? –dijo finalmente.–¡Escuche! –dije yo en tono decidido–.

Escúcheme, Nástenka. ¡Lo que voy a decirleahora es absurdo, son ilusiones vanas y unaestupidez! Sé que eso nunca se podrárealizar, pero no puedo callar más. ¡Le pidoanticipadamente disculpas por lo que estásufriendo ahora...!

–¿De qué se trata?, ¿qué es? –dijo elladejando de llorar y mirándome fijamente conuna extraña curiosidad brillando en sussorprendidos ojos–. ¿Qué le ocurre?

–Es una quimera, pero yo la amo,Nástenka. ¡Eso es! Bueno, ya lo sabe ustedtodo –dije gesticulando con la mano–. Ahora

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usted misma juzgará si puede hablar conmigocomo hasta este momento, y si finalmenteescuchará lo que le vaya a decir...

–Bueno, ¿y qué? –interrumpió Nástenka–.¿Qué hay de nuevo en eso? Ya sabía desdehacía tiempo que usted me amaba, sólo quecreía que me quería así, sencillamente... ¡Ay,Dios mío! ¡Dios mío!

–Al principio todo era muy sencillo,Nástenka, mientras que ahora, ahora... mesiento igual que usted cuando se dirigiódonde él con su hatillo de ropa. Peor de loque se sentía usted, porque entonces él noquería a nadie, mientras que ahora ustedquiere a otro...

–Pero ¿qué me está diciendo? Ahora no lecomprendo en absoluto. Pero escuche, ¿porqué todo esto?; o mejor dicho, ¿por qué medice esto, y así de repente...? ¡Dios mío!¡Estoy diciendo tonterías! Pero usted...

Y Nástenka se quedó completamente

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turbada. Sus mejillas se encendieron y bajó lamirada.

–¿Qué puedo hacer, Nástenka? ¿Quépuedo hacer? Soy culpable, y he abusado...Pero no, yo no tengo la culpa, Nástenka, soyconsciente de esto y lo siento, pues micorazón me dice que tengo razón, y que enabsoluto puedo ofenderla ni agraviarla. Fuisu amigo; bueno, y también lo soy ahora, nohe cambiado en nada. Mire cómo me correnlas lágrimas, Nástenka. Allá ellas, quecorran... no molestan a nadie. Ya se secarán...

–Pero ¡siéntese, siéntese! –dijo ella,haciéndome sentar en el banco–. ¡Ay, Diosmío!

–¡No, Nástenka! No me voy a sentar. Yano puedo estar aquí más tiempo, usted no meverá ya más. Lo diré todo y me marcharé.Sólo quiero decirle que usted jamás se habríaenterado de que yo la amaba. Yo habríaguardado mi secreto. Y no la estaríamartirizando en estos momentos con mi

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egoísmo. ¡No! Pero no he podido soportarloya. Usted misma empezó a hablar de ello,usted tiene la culpa... tiene toda la culpa, y noyo. No puede alejarme de su lado...

–Pero ¡no! ¡Yo no le echo de mi lado! –dijo Nástenka, ocultando la pobre comopodía su turbación.

–¿No me aleja de su lado? ¿No? Yo mismoquería irme. Y me marcharé, sólo que antes lecontaré todo, porque cuando me hablaba yono podía permanecer indiferente al verlallorar y martirizarse porque, bueno, porque...(lo diré, Nástenka), porque la rechazaban,rechazaban su amor, y yo sentía que en micorazón ¡hay tanto amor para usted,Nástenka! ¡Tanto...! Y he estado tan tristepor no poderla ayudar en ese amor... que elcorazón se me rompía, y no podía callarporque tenía que hablar, Nástenka. ¡Hetenido que hablar...!

–¡Sí, sí, dígamelo!... hábleme así –dijoNástenka con un gesto delicado–. A lo mejor

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le extraña que le hable así, pero... hable. ¡Ya lediré más tarde! ¡Le contaré todo!

–Usted siente lástima de mí, Nástenka.Sencillamente siente lástima de mí, amiga mía.Lo que se ha perdido, perdido está, y lo quese ha dicho ya no vuelve atrás. ¿No es así?Bueno, ahora ya lo sabe usted todo. Esto esun punto de apoyo. ¡Todo está bien ahora!Pero escuche. Cuando usted estaba ahísentada y llorando, yo pensaba para misadentros (¡oh, déjeme decir lo que pensaba!),pensaba que usted... bueno, que de algunamanera absolutamente indirecta ya no lequería. Entonces, yo ya pensaba esto,Nástenka, ayer y anteayer... entonces yoharía todo lo posible para que usted mequisiera: si usted misma dijo que ya casi mequería. Y ahora ¿qué más? Bueno, esto es casitodo lo que quería decir; sólo quedapreguntar: ¿qué es lo que ocurriría si seenamorara usted de mí? Sólo quería decir eso,nada más. Escúcheme, amiga mía, porque a

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pesar de todo sigue siendo mi amiga, y yo,claro está, soy un hombre sencillo, pobre einsignificante, sólo que no se trata de eso(parece que no estoy hablando de lo quedebo, pero es por lo confuso que estoy,Nástenka)... Yo la amaría tanto, que si ustedle siguiera queriendo a él y continuaraamando al que yo no conozco, a pesar detodo no se percataría del peso de mi amor.Usted únicamente oiría y sentiría que junto austed late un corazón noble y apasionado,que para usted... ¡Oh, Nástenka! ¿Qué hahecho usted conmigo?

–¡No llore! ¡No quiero que llore usted! –dijo Nástenka, levantándose rápidamente delbanco–. ¡Vamos, levántese, levántese! ¡Vengaconmigo, no llore, no llore! –dijo,limpiándome las lágrimas con su pañuelo–.Bueno, ahora vámonos. Puede que le digaalgo... Si él ahora me ha abandonado porqueya me olvidó, y aunque todavía le ame (puesno quiero engañarle...), pero escúcheme y

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responda. Por ejemplo, en el caso de que yole tomara cariño a usted, es decir, sólo si...¡Oh, amigo mío! ¡Ahora me doy cuenta decómo le ofendí entonces, cuando me reí de suamor! ¡Cuando le elogiaba por no haberseenamorado de mí...! ¡Oh, Dios mío! Pero¡cómo pude yo no darme cuenta! ¿Cómopudo pasárseme? ¡Qué estúpida fui! Pero...bueno, he tomado la decisión de decirlotodo...

–Escúcheme, Nástenka, ¿sabe una cosa? Yome alejaré de usted. ¡Eso es! Porque de estemodo sólo la estoy martirizando. Porqueahora le remuerde la conciencia por habersereído de mí, pero yo no quiero, no quiero,que junto a la pena que siente... ¡Claro queyo tengo la culpa, Nástenka! Pero ¡adiós!

–Espere, escúcheme: ¿puede esperar?–¿Esperar qué? ¿Cómo?–Yo le quiero a él, pero eso pasará, debe

pasar, no puede no pasar. Ya se está pasando,lo siento... Tal vez termine hoy mismo,

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porque le odio, porque se rió de mí, cuandousted lloraba a mi lado, porque usted no mehabría rechazado como él, porque me quiere,mientras que él no, y porque en suma yomisma le quiero a usted. ¡Sí, le quiero! Lequiero como usted me quiere a mí. Si yomisma le dije eso antes, usted mismo loescuchó... le quiero porque es usted mejorque él, porque es más noble que él, porque,porque, él...

La emoción de la pobre era tal, que nopudo terminar la frase; apoyó su cabeza enmi hombro, después en mi pecho, y rompió allorar amargamente. Yo la tranquilizaba, lacalmaba, pero ella no cesaba de llorar. Nohacía más que apretarme la mano y decirentre sollozos: «¡Espere, espere! ¡Ya se mepasa! ¡Quiero hablarle... no piense que estaslágrimas... son debilidad, espere a que se mepase...!». Por fin cesó de llorar, se secó losojos y de nuevo nos pusimos a andar. Yoquería hablar, pero ella estuvo un largo rato

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rogándome que me esperara. Nos quedamosen silencio... Finalmente se recompuso y sepuso a hablar...

–Mire –dijo Nástenka con voz débil ytemblorosa, en la que de pronto sonó unanota que me llegó directamente al corazóngimiendo dulcemente–: no piense que soytan inestable y voluble. No crea que puedoolvidarme y cambiar tan rápidamente y tan ala ligera... Le he amado a él durante todo elaño, y por Dios juro que jamás, jamás, le fuiinfiel siquiera en el pensamiento. Él hadespreciado esto. Se ha reído de mí... allá él.Pero me ha herido y ha ofendido mi corazón.Yo, yo no le quiero, porque sólo puedo amaral que es generoso, al que me entiende y esnoble, pues yo misma soy así y él no semerece a alguien como yo. Bueno, ¡allá él! Esmejor que haya actuado así, que yo medesengañara de él esperanzada, y que meenterara después de cómo es realmente...¡Bueno, ya se acabó! Pero ¿quién sabe, amigo

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mío? –continuó ella, apretándome la mano–,¿quién sabe? Es posible que todo mi amorfuera un engaño de los sentimientos, unaimaginación. Es posible que haya comenzadocomo una travesura, absurdamente, porencontrarme bajo la vigilancia de la abuela.Quizás debiera amar a otro y no a él, a otrapersona que se apiadara de mí, y, y... Perodejemos, dejemos eso –se interrumpióNástenka ahogándose de agitación–. Yo sóloquería decirle... quería decirle que si a pesarde que le quiero a él (no, mejor dicho, de quele quería), si a pesar de ello, dice ustedtodavía... si siente que su amor es tan grandeque puede reemplazar finalmente en micorazón al otro... si desea apiadarse de mí, sino quiere dejarme a solas con mi destino,desconsolada y desesperanzada, si quiereamarme siempre, tal y como lo está haciendoahora, entonces le juro que elagradecimiento... que mi amor será

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finalmente digno del suyo. ¿Me cogerá ustedahora de la mano?

–¡Nástenka! –exclamé yo, ahogándome ensollozos–. ¡Nástenka...! ¡Oh, Nástenka!

–Bueno, ¡basta, basta! ¡De veras! –dijo sinpoder apenas sobreponerse–. Ahora ya estádicho todo. ¿No es verdad? ¿No es así?Usted es feliz y yo también. Ni una palabramás de ello. ¡Espere, compadézcase de mí...!¡Hable de otra cosa, por el amor de Dios...!

–¡Sí, Nástenka, sí! Bueno, dejémoslo,ahora soy feliz; yo... Hablemos de otra cosa.Cambiemos de tema, vamos. ¡Sí! Estoydispuesto...

Y, sin saber de qué hablar, nos pusimos areír, a llorar, a decir mil palabras sin sentido yque no venían a cuento. Tan prontocaminábamos por la acera comoretrocedíamos y cruzábamos la calle. Despuésnos parábamos y de nuevo cruzábamos elmuelle. Parecíamos unos críos...

–Ahora, Nástenka, estoy viviendo solo –

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dije yo–. Y mañana... Nástenka, usted sabráque soy pobre, y que todo mi capitalasciende a mil doscientos rublos, pero noimporta...

–Por supuesto que no; pero la abuela tieneuna pensión y no será una carga. Tendríamosque llevarnos a la abuela.

–Claro que nos llevaremos a la abuela...sólo que también está Matriona... ¡Ay, siusted también tiene a Fiokla! Matriona esbondadosa, sólo que tiene un defecto: careceabsolutamente de imaginación, Nástenka.Pero ¡eso no importa...!

–Da lo mismo. Ellas pueden estar juntas.Entonces, múdese a nuestra casa.

–¿Cómo es eso? ¿Donde usted? Está bien,estoy dispuesto...

–Sí, como inquilino. Arriba tenemos unabuhardilla; está vacía. Teníamos unainquilina, una anciana de familia noble, perose mudó, y sé que la abuela quierealquilárselo a algún joven. Y yo le pregunto:

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«¿Y por qué a un joven?». Y ella meresponde: «Pues porque yo ya estoy vieja;pero no te pienses, Nástenka, que quierocasarte con él». Y me percaté de queprecisamente de eso se trataba...

–¡Ay, Nástenka...!Y los dos nos echamos a reír.–¡Ya basta! ¿Y dónde vive usted? Se me ha

olvidado.–Allí, cerca del puente, en la casa de

Barannikov.–¿Esa casa que es tan grande?–Sí, esa casa tan grande.–¡Ay, la conozco, es una buena casa! Es

sólo que... ¿sabe una cosa? Déjela y múdese avivir con nosotras cuanto antes...

–Mañana mismo, Nástenka, mañanamismo. Debo algo por el alquiler, pero noimporta... Pronto cobraré...

–¿Sabe? A lo mejor me pongo a dar clases.Me prepararé y me pondré a dar clases...

–¡Estupendo...! Y a mí me ascenderán

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pronto, Nástenka...–De modo que mañana será usted mi

inquilino...–Sí, e iremos a ver El barbero de Sevilla,

porque pronto lo volverán a representar otravez.

–Sí, iremos –dijo sonriendo Nástenka–.No, mejor sería que fuéramos a oír otra cosay no El barbero...

–Bueno, está bien, otra cosa. Claro, mejorserá, no me había dado cuenta...

Mientras hablábamos, los doscaminábamos como si estuviéramosembriagados, como si no supiéramos lo quenos sucedía. Tan pronto nos deteníamos ynos quedábamos un largo rato hablando enel mismo lugar, como de pronto nuevamentearrancábamos a andar para llegar Dios sabedónde, para otra vez más echarnos a reír y allorar... De repente, Nástenka expresaba sudeseo de regresar a casa sin que yo meatreviera a retenerla. Arrancábamos a andar y

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al cabo de un cuarto de hora de nuevo nosencontrábamos en nuestro banco en elmuelle. Allí Nástenka suspiró, y le brotaronnuevamente lágrimas en los ojos. Me quedéacobardado y sobrecogido de frío... Pero alinstante ella me apretó la mano, tirandonuevamente de mí para volver a andar,charlar y conversar...

–¡Ya es hora, debo regresar a casa! Creoque ya es muy tarde –dijo finalmenteNástenka–, ¡dejémonos de tantaschiquilladas!

–Sí, Nástenka, sólo que ahora ya no podréconciliar el sueño. No voy a ir a casa.

–Creo que yo tampoco podré dormirme.Pero acompáñeme usted...

–Por supuesto.–Ahora es preciso que lleguemos hasta mi

casa.–Por supuesto, por supuesto...–¿Palabra de honor?... ¡Porque alguna vez

habrá que volver a casa!

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–Palabra de honor –respondí yosonriendo.

–¡Vamos pues!–Vamos. ¡Mire el cielo, Nástenka, mírelo!

Mañana hará una mañana estupenda. ¡Quécielo tan azul y qué luna! Mire cómo esanube amarilla va a cubrirla ahora. ¡Mire,mire...! No. Ha pasado de largo. ¡Mírelo,mírelo...!

Pero Nástenka no miraba la nube ypermanecía callada como si se hubieraquedado petrificada. Al cabo de un minutoempezó a apretarse contra mí con ciertatimidez. Su mano temblaba en la mía. Lamiré... Ella se apretó contra mí con másfuerza todavía.

En ese instante junto a nosotros pasó uncaballero joven. De pronto se detuvo, sequedó mirándonos fijamente y despuésavanzó unos pasos hacia nosotros. Micorazón se estremeció...

–Nástenka –dije yo a media voz–. ¿Quién

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es, Nástenka?–¡Es él! –respondió ella susurrando,

apretándose contra mí, aún más estremecida...Yo apenas podía sostenerme en pie.

–¡Nástenka! ¡Nástenka! ¡Eres tú! –se oyóuna voz detrás de nosotros, y en aquelinstante el joven caballero avanzó unos pasosmás hacia nosotros.

¡Dios mío, qué grito dio ella, cómo seestremeció! ¡Cómo se arrancó de mis brazosy se lanzó a su encuentro...! Me quedémirándoles con el corazón hecho pedazos.Pero, apenas le hubo extendido tímidamentela mano y se hubo echado en sus brazos, depronto se dio la vuelta y como una ráfaga deaire o un relámpago se lanzó hacia mí, y sinque me diera tiempo de reponerme me rodeóel cuello con los brazos y me dio un fuerte yardiente beso. Después, sin decir palabra, denuevo se lanzó hacia él, le cogió de las manosy le arrastró tras ella.

Permanecí un largo rato mirándoles...

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Finalmente los dos desaparecieron de mivista.

La mañana

Mis noches terminaron por la mañana.Hacía un día desapacible. Llovía, y la lluviagolpeaba tristemente en mis cristales. Lahabitación estaba oscura y el patio sombrío.Me dolía la cabeza y estaba mareado. Lafiebre recorría todos los miembros de micuerpo.

–Señor, el cartero le ha traído una carta –dijo Matriona inclinándose sobre mí.

–¡Una carta! ¿De quién? –exclamé yo,saltando de la silla.

–No veo, señor, mírelo, puede que aquíponga quién lo envía.

Rompí el sello. ¡Era de Nástenka!

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¡Oh, perdone, disculpe! De rodillas le ruego queme perdone... Le he engañado a usted y a mímisma. Ha sido un sueño, una ilusión... Hoy estoysufriendo por usted hasta más no poder.¡Perdóneme, perdóneme...!

No me culpe, porque en absoluto he cambiadorespecto a usted. Dije que le iba a querer, y lequiero ahora, y aún más que eso. ¡Oh, Dios mío!¡Si pudiera amarles a los dos a la vez! ¡Oh, si ustedfuera él!

«¡Oh, si él fuera usted!», se me pasó por lacabeza. ¡Recordé tus propias palabras,Nástenka!

¡Dios sería testigo de lo que sería capaz de hacerahora por usted! Yo sé que se siente mal y estátriste. Yo le ofendí, pero ya sabe que, cuando seama, la ofensa no puede sostenerse mucho tiempo.¡Y usted me ama!

¡Se lo agradezco! ¡Sí, le agradezco ese amor!Porque ha impregnado mi memoria como un dulcesueño que al despertar se recuerda largo tiempo.Porque recordaré eternamente aquel momento enque me abrió usted su corazón tan fraternalmente

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acogiendo generosamente el mío, que estabadestrozado, para protegerlo, cuidarlo con ternuray curarlo... Si usted me perdona, su recuerdo seenaltecerá en mí con un eterno sentimiento degratitud que jamás se borrará de mi alma...Guardaré ese recuerdo y le seré fiel, no locambiaré ni traicionaré mi corazón: es demasiadoconstante. Ayer mismo se volvió rápidamentehacia aquel a quien ha pertenecido siempre.

Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, nonos dejará, y será eternamente un amigo mío, unhermano... Y cuando me vea, ¿me tenderá usted sumano? ¿Verdad que sí? Usted me la tenderá, meperdonará, ¿no es cierto? ¿Me ama como antes?

¡Oh, quiérame, no me abandone, porque lequiero tanto en estos momentos!, porque soy dignade su amor... porque lo mereceré... mi queridoamigo. La semana que viene me caso con él.Regresó enamorado y jamás se olvidó de mí... Nose moleste porque le escriba sobre él. Pero megustaría ir con él a su casa. Le cogerá simpatía,¿verdad?

¡Perdóneme y recuerde y quiera a su Nástenka!

Estuve un largo rato releyendo la carta.Los ojos se me llenaron de lágrimas.

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Finalmente la carta resbaló de mis manos yme cubrí la cara.

–¡Caramba! ¡Caramba! –dijo Matriona.–¿Qué sucede, mujer?–Pues que he quitado todas las telarañas

del techo. Ahora incluso puede casarse einvitar a la gente, antes de que se ensucie denuevo...

Miré a Matriona... Todavía era una mujervital y joven, y no sé por qué se me presentóde pronto con la mirada apagada, arrugas enla cara, encorvada y senil... No sé la razónpor la que me figuré mi habitación tanenvejecida como ella. Las paredes y los suelosparecían descoloridos y todo estabaensombrecido. No sé por qué al mirar por laventana me dio la impresión de que la casa deenfrente también se tornaba decrépita ysombría, a la vez que la pintura de suscolumnas se ahuecaba y caía; que las cornisasse habían ennegrecido y agrietado y en las

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paredes de color ocre chillón aparecíanmanchas...

Tal vez un rayo de sol que asomaba detrásde una nube se ocultara detrás de otra,preñada de lluvia, oscureciendo nuevamentetodo ante mis ojos. Probablemente mefiguraría pasar fugaz y tristemente toda laperspectiva de mi futuro, viéndome en aquelmomento quince años después, como unhombre envejecido en aquella mismahabitación, igual de solitario y junto a lamisma Matriona que no había ganado enluces durante esos años.

Pero ¡recordar yo mi ofensa, Nástenka!¿Ensombrecer con una oscura nube tufelicidad clara y serena? ¿Envenenar tucorazón con secretos remordimientos,obligándolo a latir con tristeza en losmomentos de tu felicidad? ¿Ajar un solopétalo de esas delicadas flores que entrelacesen tus negros rizos cuando junto a él tedirijas al altar...? ¡Eso jamás, jamás! ¡Que

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resplandezca tu cielo, que tu tierna sonrisasea clara y serena, que Dios te bendiga por unminuto de felicidad que des a otro corazónsolitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Un minuto entero defelicidad! ¿Acaso es poco para toda una vidahumana...?

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El pequeño héroe(Malen’ki gueroi, 1849)

De unas memorias desconocidas

Por aquel entonces no tendría yo más deonce años. En julio me enviaron a pasar unatemporada a un pueblo de los alrededores deMoscú, donde un pariente llamado T...ov, encuya casa se habían reunido unas cincuentapersonas o más... no recuerdo bien, pues nolos conté. Había mucho alboroto y muchaalegría. Todo parecía indicar que se trataba deuna fiesta que había comenzado para nofinalizar jamás. Daba la impresión de que eldueño se había propuesto derrochar lo antesposible toda su fortuna y estaba a punto de

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conseguir su fin gastando hasta el últimocópec de su patrimonio.

A cada instante llegaban nuevos invitados.Moscú estaba muy cerca, de modo que losque se marchaban dejaban su lugar a los quellegaban mientras la fiesta proseguía su curso.Las diversiones cambiaban unas por otras,sin que se previera el final de los pasatiempos.Tan pronto se organizaban excursiones engrandes grupos a caballo por los alrededores,como paseos por el bosque o el río. Se hacíanmeriendas, almuerzos en el campo y cenas enel hermoso porche de la casa, rodeado de tresfilas de exóticas flores que impregnaban defresco aroma el aire de la noche bajo laradiante iluminación de la mesa, que hacíaque nuestras bellas damas lo parecieran aúnmás, animadas a causa de las impresiones deldía, con sus brillantes miradas, sus vivasconversaciones cruzadas y sus vibrantes ysonoras risas semejantes a campanillas. Habíabailes, música y canciones. Cuando el tiempo

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empeoraba se hacían cuadros vivos, charadasy otros juegos. Se montaba un teatro casero.Venían prosadores, cuentistas y gente quecontaba anécdotas.

Algunos semblantes resaltaban claramente,sobreponiéndose en un primer plano. Comoera lógico, los chismes y cotilleos seguían supropio curso, pues no es posible vivir sinellos y muchos se morirían de aburrimientocomo moscas. Pero yo, como por aquelentonces sólo tenía once años, no mepercataba de esos seres, abstraído comoestaba en otros detalles, y, de haberme dadocuenta, no habría sido plenamente. Una veztranscurrido aquello, pude recordar algo.Sólo una brillante parte del cuadro penetróen mis infantiles ojos y toda esa animacióngeneral, el brillo, el bullicio y lo que jamáshabía visto ni oído hasta entonces, me causótanta impresión que estuve completamenteaturdido durante los primeros días y mipequeña cabeza me daba vueltas.

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Repito que en aquellos momentos yo sólotenía once años y lógicamente no era más queun crío. Muchas de esas maravillosas mujeresque me acariciaban no se percataban de micorta edad. Pero ¡cosa extraña! Una sensaciónque no entendía se apoderó de mí. Algo queme rozaba el corazón y que éste desconocía eignoraba le hacía encenderse y latir a su vezcomo si estuviera asustado, lo que provocabaque mi rostro se sonrojara inesperadamente.A veces sentía vergüenza e incluso meofendía por ciertos privilegios infantilesmíos. Otras veces parecía que el asombro seapoderaba de mí, obligándome a escondermedonde nadie me viera como si necesitaratomar aliento para recordar lo que en aquelmomento quería recordar pero que depronto se me olvidara; algo que, sin embargo,no me dejaba ni vivir ni estar en paz.

Finalmente, me daba la impresión de queles ocultaba a todos cosas que no lesdesvelaría por nada del mundo, pues, como

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crío que era, sentía una terrible vergüenza.De pronto, en medio del torbellino que merodeaba, sentía soledad. Allí había otrosniños, pero todos eran bastante máspequeños o mayores que yo. Además, meresultaban indiferentes. Claro está que nadahubiera sucedido de no haberme encontradoyo en una situación extraordinaria. A ojos deaquellas maravillosas damas yo aún era un serpequeño y sin formar, al que les gustabaacariciar de vez en cuando y con quien lesdivertía jugar como si fuera un muñeco.Especialmente a una encantadora rubia, decabellos tan hermosos y espesos como jamáshabía visto y que parecía haberse propuestono dejarme en paz. A mí me intimidaba y aella le divertían las risas que estallabanalrededor de nosotros, y que ella provocabaconstantemente con bruscos y extravagantesgestos dirigidos a mí y que al parecer lesatisfacían enormemente. Se comportabacomo una colegiala entre amigas del

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pensionado. Era extraordinariamenteatractiva, y había algo en su belleza quesaltaba a primera vista. Claro está que no separecía a aquellas pequeñas y tímidas rubitastan blancas como la pelusilla y tan tiernascomo los ratoncillos, o a las hijas de unpastor. Era bajita y rellenita, con unas finas ysuaves facciones de cara. Había en su rostroalgo que se asemejaba a un relámpago, siendocomo era toda ella tan viva como el fuego,enérgica y vehemente. Sus grandes y abiertosojos parecían lanzar destellos. Brillabancomo diamantes, y jamás cambiaría yo esosazules y chispeantes ojos por otros negros,aunque fueran los más oscuros de los ojosandaluces; además, mi rubia se parecía aaquella morena a la que canta unextraordinario y famoso poeta que en susmás excelentes poesías juró ante toda Castillaestar dispuesto a romperle los huesos al quese atreviera a rozar con la punta de sus dedosla mantilla de su beldad. A ello habría de

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añadirse que mi bella dama era la más alegrede todas las bellezas del mundo, la másalborotada charlatana, tan vivaracha como unniño, sin reparar en que ya llevaba cinco añoscasada. La risa no se iba de sus labios, frescoscomo una rosa mañanera que con el primerrayo de sol abre su aromático brote de colorescarlata y sobre la que aún reposan lasfrescas y grandes gotas del rocío.

Recuerdo que al segundo día tras millegada se estaba preparando un teatro casero.La sala estaba abarrotada de gente. No habíani un hueco, y como por algún motivo queignoro llegué tarde, me vi obligado adisfrutar del espectáculo de pie. Pero laanimada representación me llevaba adesplazarme cada vez más hacia delante, y sindarme cuenta me fui abriendo paso hasta lasprimeras filas, donde finalmente me quedéapoyado en el respaldo de un asiento en elque estaba sentada una dama. Se trataba de mirubia; pero todavía no nos conocíamos. Y he

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aquí que sin darme cuenta me fijé en susmaravillosos y seductores hombrostorneados, esculpidos y blancos como laespuma, aunque, a decir verdad, me habríadado igual fijarme en unos maravillososhombros femeninos que en un sombrero concintas encarnadas que cubrían las canas deuna respetable dama de la primera fila. Juntoa la rubia estaba sentada una solterona, unade las que, tal y como comprobé después,están eternamente revoloteando alrededor delas damas jóvenes y bellas, escogiendo a lasque no gustan de espantar de su lado a lajuventud. Pero eso no tiene importancia, sinoque aquella solterona se fijó en micontemplativa mirada y acercó la cabeza a lade su vecina de asiento mientras le susurrabaentre risas algo al oído. De pronto la rubia sedio la vuelta y recuerdo que sus ojos defuego brillaron de tal modo en la penumbraque me estremecí como si me quemaran, pues

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no estaba preparado para el encuentro. Labella dama sonrió.

–¿Te gusta lo que están representando? –me preguntó, mirándome a los ojos burlonay maliciosamente.

–Sí –respondí yo, sin quitarle ojo deencima y asombrado, cosa que a ella alparecer le gustó.

–Y ¿por qué estás de pie? Te vas a cansar.¿No tienes sitio para sentarte?

–Así es, no hay sitio –respondí, másocupado en esta ocasión en encontrar unasiento que en los ojos chispeantes de labeldad y alegrándome muy seriamente porhaber encontrado finalmente un corazónbondadoso en quien poder confiar–. Ya hebuscado, pero todas las sillas están ocupadas–añadí, quejándome de no encontrar sitio.

–Ven aquí –dijo ella vivamente, resuelta atomar cualquier decisión, de igual modo quelo haría para tomar cualquier extravaganteidea que pudiera pasársele por su alborotada

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cabeza–. Ven aquí, conmigo, y siéntate sobremis rodillas.

–¿En las rodillas?... –pregunté yodesconcertado.

Como ya comenté antes, mis privilegios deniño empezaban a ofenderme yavergonzarme seriamente. Y además yo, quesiempre había sido un muchacho tímido yvergonzoso, me sentía ahora especialmenteintimidado frente a las señoras, lo que mehacía quedar terriblemente confuso.

–Pues sí, ¡en mis rodillas! ¿Por qué noquieres sentarte en mis rodillas? –insistió ella,riéndose cada vez más, hasta que finalmenteestalló en Dios sabe qué risas, puede que acausa de su propia ocurrencia o divirtiéndosepor mi confusión.

Sonrojado y turbado miré alrededor, comosi buscara un hueco donde esconderme. Peroa ella ya le había dado tiempo a agarrarme dela mano para impedirme marchar, y depronto, para mi gran asombro, estrujó mi

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mano con tanta fuerza entre sus traviesos ycálidos dedos, que me hizo retorcer de dolorpara no gritar, obligándome a poner carasraras. Al margen de lo que me sucedía, estabaasombrado, desorientado e inclusohorrorizado al ver que existían damas tansimpáticas y malvadas, capaces de hablar conchiquillos de semejantes bobadas, a la vezque los pellizcaban dolorosamente, Dios sabepor qué motivo, en presencia de todos.Probablemente mi infeliz rostro reflejaba midesconcierto, porque la traviesa señora reíacomo una insensata mirándome a los ojos y,mientras tanto, estrujaba cada vez más mispobres dedos. Estaba fuera de sí por elasombro de lograr finalmente hacer unatravesura y poner en trance de confusión aun pobre muchacho hasta hacerle polvo. Misituación era desesperante. En primer lugar,estaba rojo de vergüenza porque casi todoscuantos estaban alrededor de nosotros sedieron la vuelta para mirarnos, algunos

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asombrados y otros riéndose, captando alinstante la travesura de la bella dama.Además, yo tenía ganas de gritar, porque ellame destrozaba con saña los dedos,precisamente porque no gritaba; y yo, comoun espartano, había decidido aguantar eldolor, temiendo armar escándalo con misgritos, después de los cuales no sé lo quehubiera podido suceder. En un ataque decompleta desesperación, comencé a lucharcon todas mis fuerzas: hice lo posible paraliberar mi mano, pero mi tirana era más fuerteque yo. Por fin no soporté más y lancé ungrito, cosa que ella esperaba. Al momento mesoltó la mano y se dio la vuelta, como si nadasucediera y no fuera ella quien hiciera latravesura sino cualquier otro,comportándose como una colegiala a la queal primer despiste del profesor ya le habíadado tiempo a hacer la trastada, comopellizcar a algún compañero más pequeño ydébil, darle un capirotazo, un puntapié o

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codazo. Una vez cometida la fechoría, lacolegiala se daba la vuelta disimulando comosi nada sucediera, enfrascándose en el libropara proseguir con la lección y dejando deese modo con un par de narices al enfurecidoprofesor que se lanza como un gavilán al oírel alboroto.

Pero, para mi suerte, en aquel momentotoda la atención se centró en la actuaciónmagistral de nuestro anfitrión, querepresentaba el papel principal en la comedia.Todos empezaron a aplaudir y yo,aprovechando el ruido, me escabullí entre lasfilas y salí corriendo hasta el fondo de la sala,hacia el rincón opuesto, desde donde,ocultándome tras una columna, miréhorrorizado a donde estaba sentada la bella yastuta dama. Ella seguía riéndose con elpañuelo a la boca. Durante un buen ratoestuvo dándose la vuelta para buscarme portodos los rincones; probablemente sintieraque nuestra estrafalaria lucha hubiera

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terminado tan pronto mientras seguíatramando otra fechoría.

Así fue como nos conocimos, y desdeaquella tarde ya no me dejó en paz unmomento. Me perseguía sin miramiento niconciencia, y se convirtió en mi perseguidoray tirana. Lo cómico de su artificio consistíaen que parecía haberse enamorado locamentede mí, dejándome en una situación de lo másembarazoso frente a todos. Claro que a mí,un muchacho salvaje, todo eso me resultabamuy duro de sobrellevar, conduciéndome envarias ocasiones a una situación tan críticaque estaba dispuesto a enzarzarme en unapelea con mi astuta admiradora. Mi ingenuaturbación y mi desesperada tristeza parecíananimarle a perseguirme hasta el final.Desconocía la compasión, y yo ignorabacómo podía esconderme de ella. La risa, queresonaba alrededor y que ella suscitaba demaravilla, la invitaba a hacer nuevastravesuras. Pero sus bromas ya empezaban a

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convertirse en pesadas. Y además, segúnrecuerdo, se permitía demasiadas libertadescon un niño como yo.

Pero su carácter era así: todo sutemperamento era travieso. Después meenteré de que quien más la mimaba era supropio marido, hombre regordete, bajito yde piel encarnada; persona de mucho dineroy muy ocupado, al menos a primera vista:nunca estaba quieto y, puesto que siempreestaba haciendo gestiones, no sabíapermanecer en el mismo sitio un par dehoras. Todos los días salía de la finca en quenos encontrábamos para viajar a Moscú, enocasiones hasta un par de veces; y confesabaque hacía todo por asuntos de negocios. Eradifícil encontrar algo más alegre ybondadoso que su cómica y además honestafisonomía. Por si fuera poco, amaba a sumujer hasta más no poder, hasta provocarlástima: sencillamente, la adoraba como a unadiosa.

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No le negaba nada. Ella tenía multitud deamigas y amigos. En primer lugar, había pocagente que no la quisiera y, en segundo,tampoco era muy exigente en la elección desus amigos, aunque en el fondo de su carácterhabía aspectos bastante más serios de lo quese podría suponer si se juzga por lo queacabo de contar. Pero, de todas sus amigas, laque más quería y a la que más atenciónprestaba era una joven dama, una lejanapariente suya, que también ahora seencontraba invitada en la finca. Había entreellas una especie de tierna y delicada unión,una de esas relaciones que a veces seproducen al encontrarse dos caracteres amenudo completamente contrarios, de loscuales uno es más severo, profundo ytransparente, mientras que el otro, por sermuy resignado y de nobles sentimientos, sesomete humildemente a él, reconociendo susuperioridad y guardando en su corazón suamistad como una verdadera dicha. Es

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cuando surge esa tierna y noble sutileza en larelación de tales caracteres: por una parte, elamor y toda la condescendencia del mundoy, por otra, el afecto y el respeto; un respetorayano en temor de uno mismo ante los ojosde aquel que tienes en tan alta estima y quellega hasta el ansioso deseo de acercarse en lavida paso a paso cada vez más a su corazón.Las dos amigas eran de la misma edad, peroentre ellas había una inconmensurablediferencia en todo, comenzando por labelleza. Madame M* también era muyagraciada, pero su belleza tenía un haloespecial que la distinguía drásticamente delresto de otras bellas mujeres. En su rostrohabía algo que atraía irresistiblemente toda susimpatía o, mejor aún, que suscitaba la nobley elevada simpatía del que se cruzara con ella.Hay caras así. Junto a ella todos se sentíanmejor, más libres y afables; y, sin embargo,sus grandes y tristes ojos, llenos de pasión yfuerza, miraban tímida e inquietamente,

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como si estuvieran constantementeatemorizados por algo hostil, y esa extrañatimidez melancólica cubría al instante sustranquilos y dulces rasgos, que evocaba elrostro iluminado de las madonnas italianas,de modo que al mirarla uno se sentía tantriste como si tuviera su propio pesar. Esacara pálida y delgada en la que, a través de lairreprochable belleza de unos rasgoscorrectos y limpios y la triste y severamelancolía oculta, a menudo se traslucía eloriginal semblante infantil, el semblante delos años mozos, probablemente de unaingenua felicidad; y esa sonrisa silenciosa,tímida y vacilante a la vez, lo predisponíaninconscientemente a uno a la simpatía haciaesa mujer, que hacía nacer en su corazón unadulce y ardiente inquietud que se percibía adistancia, y que le hacía sentirse aún máscercano a ella. Pero la bella dama parecíacallada, misteriosa, aunque nada había másatento y amable que ella cuando alguien

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necesitaba compasión. Hay mujeres queparecen auténticas hermanas de la caridad.Ante ellas uno puede sentirse libre para noocultar nada, al menos nada que no sea doloro herida para el alma. El que sufre puededirigirse a ellas sin temor, porque pocossabemos hasta qué punto pueden serinterminables y pacientes el amor, lacompasión y el perdón que alberga elcorazón de una mujer. Esos corazones purosalbergan auténticos tesoros de simpatía,consuelo y esperanzas; corazones quetambién a su vez fueron ofendidos, pues elcorazón que ama sufre, pero su herida secierra parcamente frente a una mirada curiosa,ya que los pesares profundos suelen ocultarsey llevarse en silencio. No les arredra ni laprofundidad de la herida, ni la purulencia nila pestilencia de ésta: el que se acerca a ellas esya digno de ellas; además, parecen habernacido para ayudar... Madame M* era alta,airosa y esbelta, pero algo delgada. Todos sus

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movimientos eran algo desproporcionados, aveces resultaban lentos, suaves e inclusoimpetuosos; otras, parecían infantiles yrápidos, trasluciéndose a su vez en sus gestosuna apocada resignación, algo trémula eindefensa que jamás imploraba ayuda.

Como ya dije, me intimidaban lascensurables pretensiones de la astuta rubia,que provocaban en mí dolor y rabiaextremos. Pero había además una cuestiónoculta, extraña y absurda, que yo manteníaen secreto y ante la que temblaba como unavaro ante su tesoro con sólo reparar en ella;cabizbajo y a solas con mi pensamiento meocultaba en algún rincón secreto y oscuro, asalvo de la burlona e inquisidora mirada azulde alguna curiosa; me ahogaba de pudor,vergüenza y temor ante la sola idea delobjeto en cuestión; en una palabra, estabaenamorado, aunque supongamos que esabsurdo lo que acabo de decir: pues no podíaser. Pero ¿por qué de entre todos los rostros

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que me rodeaban sólo había uno que atraíami atención? ¿Por qué sólo me gustabaseguirla con la mirada a ella, aunque yo notuviera la edad apropiada para fijarme en lasdamas y presentarme a ellas? Esto sucedíacon más frecuencia por las tardes, cuando elmal tiempo nos obligaba a todos a entrar encasa; cuando me ocultaba solitario en algúnrincón del salón y miraba alrededor sinfinalidad ni distracción alguna, pues enescasas ocasiones hablaba alguien conmigo, aexcepción de mis perseguidoras. Comoaquellas tardes yo estaba terriblementeaburrido, me fijaba en los rostros que merodeaban, ponía atención en susconversaciones, de las que a menudo noentendía una palabra; y he aquí que en unode esos momentos la mirada silenciosa, ladulce sonrisa y el bello rostro de madame M*(porque así era ella), ¡Dios sabe por qué!,fueron presa de mi fascinada atención sin quepudiera abandonarme aquella extraña,

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indefinida pero incomprensiblemente dulceimpresión mía. A menudo creía no poderapartar de ella mi mirada durante horas;conocía todos sus gestos, sus movimientos,aguzaba el oído a cada vibración de su vozprofunda, plateada y algo apagada; pero(¡cosa rara!) de todas aquellas observacionesmías, de aquellas tímidas y dulcesimpresiones, nació en mí una increíblecuriosidad. Parecía que no me quedaba otraopción que la de descubrir algún secreto...

Lo que más me atormentaba eran las burlasen presencia de madame M*. Esas burlas ypersecuciones cómicas, tal y como yo lasinterpretaba, me hacían sentirme humillado.Y cuando alguna risa generalizada estallaba ami costa y en cuya chanza participaba a vecesinvoluntariamente madame M*, entonces,desesperado, ofendido y fuera de mí, salíacorriendo de mis tiranos y subía arriba paradedicarme a hacer el salvaje durante el restodel día y sin atreverme a asomar al salón.

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Además, ni yo mismo entendía entonces nimi vergüenza ni mi inquietud; todo elproceso lo vivía yo de un modo inconsciente.A madame M* apenas le había dirigido unpar de palabras, y tampoco me hubieraatravido a hacerlo. Pero he aquí que unatarde, tras un día abundante encontrariedades para mí, me quedé rezagadodel resto de la gente durante el paseo. Estabamuy cansado y regresaba a casa atravesandoel jardín. Sobre un banco, en una solitariaalameda, divisé a madame M*. Estabacompletamente sola, como si hubiera elegidoaquel solitario lugar a propósito. Tenía lacabeza inclinada y daba vueltas al pañueloentre las manos. Estaba tan sumida en suspensamientos que no se dio cuenta cuandome aproximé a ella.

Al verme, se levantó rápidamente delbanco, se dio la vuelta y yo me percaté de quese enjugaba las lágrimas. Estaba llorando. Acontinuación me sonrió y juntos nos

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dirigimos a casa. No recuerdo de quéhablamos ella y yo, pero no hacía más queapartarme de su lado poniendo todo tipo depretextos: tan pronto pedía que le arrancarauna flor como que mirara quién era el que ibaa caballo por la alameda contigua. Cuandome apartaba de ella, al instante se llevaba elpañuelo a los ojos y se enjugaba las rebeldeslágrimas, que no cesaban de fluir, y que se leacumulaban en el corazón sin parar de aflorara sus pobres ojos. Comprendí que mipresencia le molestaba (pues no hacía másque apartarme de su lado), que se había dadocuenta de que yo me percaté de todo y queno conseguía dominarse, y eso hacía que meentristeciera aún más. Me enfadabadesesperadamente conmigo mismo, memaldecía por mi torpeza y, sin encontrar lamanera más sutil de apartarme de ella y sinexpresarle que me había percatado de supena, seguía caminando junto a ella sumidoen la tristeza e incluso el temor,

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completamente confuso y sin encontrar lapalabra adecuada para mantener nuestraabsurda conversación.

Aquel encuentro me causó tanta impresiónque me pasé la tarde entera mirando ahurtadillas a madame M*, sin poder apartarmis ojos de ella. Pero en un par de ocasionesme sorprendió observándola, y la segundavez, al darse cuenta, sonrió. Aquélla fue laúnica sonrisa que me dirigió en toda la tarde.La tristeza no se iba de su semblante, que enaquel momento estaba muy pálido. Durantetodo el tiempo estuvo hablando en voz bajacon una dama entrada en años, una viejamalhumorada que respondía a regañadientesy con quien nadie simpatizaba por suscontinuos chismorreos, pero a la que a su veztodos temían, y por ello se veían obligados aagradarla, aun en contra de su voluntad...

Aproximadamente a las diez de la nochellegó el marido de madame M*. Hasta aquelmomento yo la seguía observando sin apartar

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los ojos de su entristecida cara. Peroentonces, ante la inesperada llegada de sumarido, vi cómo se estremecía toda y susemblante se ponía aún más pálido. Fue tannotorio que también otros se percataron deello: capté una conversación entrecortada dela que, como pude, deduje que la pobremadame M* no era muy feliz. Decían que sumarido era más celoso que un árabe, pero nopor amor a ella, sino por amor propio. Porencima de todo se trataba de un hombreeuropeo, actual, con las ideas modeladas a lomoderno y muy orgulloso de ellas. Por loque a su físico se refiere, era moreno, alto ybastante robusto, con unas patillas a laeuropea, con la cara sonrosada y satisfecho desí mismo; tenía unos dientes tan blancoscomo el azúcar y el porte de un caballeroimpecable. Se le consideraba un hombreinteligente. Así es como en algunos círculosllaman a un tipo concreto de hombrescebados a costa de otros, que no hacen ni

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quieren hacer absolutamente nada y que, dela continua pereza y del no tener nada quehacer, en el lugar del corazón tienen un trozode tocino. A cada instante se les oyelamentarse alegando que si no hacen nada es acausa de algunas circunstancias enrevesadas yhostiles que terminan por «agotar su genio»,y ésta es la razón que hace que «resulte tantriste verles de ese modo». Esta expresión seconvierte para ellos en una frase habitual ypomposa, su mot d’ordre, su consigna ylema, la expresión que mis satisfechosgordinflones sueltan constantemente adiestro y siniestro y que, al tratarse depalabras rematadamente huecas, resultacansina. Por lo demás, algunos de esoschistosos que no acaban de encontrar elquehacer (algo que por otra parte jamás hanbuscado) pretenden que todos piensen queen el lugar del corazón no tienen un trozo detocino, sino, contrariamente a ello yhablando en términos generales, algo muy

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profundo, pero sobre lo cual ni el mejorcirujano, lógicamente por cortesía, seatrevería a decir palabra. Estos caballeros seabren paso en la vida agudizando todos susinstintos hacia la burda broma, la crítica mássimplona y el desmedido orgullo. Como notienen otra cosa que hacer que advertir yaprenderse de memoria los errores ydebilidades ajenos, y dado que sus buenossentimientos son comparables a los de unaostra, no les resulta difícil en talescircunstancias convivir con las personascautelosamente. De ello se jactansobremanera. Por ejemplo, están casiconvencidos de que el mundo entero deberendirles pleitesía; de que éste para ellos escomo una ostra que cogen por si acaso; deque todos son idiotas, excepto ellos; de quecualquier persona se asemeja a una mandarinao una esponja, que ellos pueden exprimirmientras haya jugo; de que son dueños detodo y de que todo ese digno orden de

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elogios se debe a que son muy inteligentes yposeen una gran personalidad. Su desmedidoorgullo no les permite adscribirse defectoalguno. Se parecen a aquella raza de bribonescotidianos, antecesores de Tartufo y Falstaff,que llegaron a tal grado de bribonería quefinalmente se convencieron de que las cosashabían de ser así: es decir, que vivir para ellosera sinónimo de ser bribón. Hasta tal puntose empeñan en persuadir a todo el mundo deque son gente honesta, que finalmente seconvencen de ello como si realmente lofueran y de que las bribonadas son unacuestión honorable. Jamás anhelan laautocrítica y la justa valoración de sí mismos.Son demasiado torpes para eso. Siempre, y entodas las cosas, sobresale su particularidad, suMoloch y Baal, su magnífico ego. Lanaturaleza y el mundo entero no son paraellos más que un precioso espejo creado paraque ese diosecillo pueda admirarse en élcontinuamente, sin ver detrás de sí nada ni a

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nadie. Después de ello, nada de extraño hayen que todo en esta vida lo vean ellos de unmodo tan deforme. Para cada circunstanciatienen la frase apropiada y, sin embargo, elsúmmum de su habilidad se circunscribe a lafrase más moderna. Incluso contribuyen a lamoda difundiendo gratuitamente por todoslos rincones aquella idea que intuyen quetendrá éxito. Para ser más precisos, poseen elolfato para hacer suya la frase más modernaantes de que otros se la apropien, de modoque parezca propia. Especialmente seproveen de frases que expresan la profundasimpatía que sienten hacia la humanidad ydefinen del modo más correcto posible lafilantropía justificada racionalmente, parafinalmente arremeter sin piedad contra elromanticismo, es decir, contra lo que amenudo es todo lo bello y elevado, y dondeun simple átomo es más valioso que toda lanaturaleza de molusco que ellos poseen. Sustoscos espíritus no reconocen la verdad que

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se presenta en una forma todavía inmadura ytransitoria, y rechazan todo aquello que aúnno ha robustecido o cristalizadocompletamente. Un hombre cebado hallevado una vida alegre, acostumbrado acosas que él mismo no sabe hacer y de las queignora la dificultad que implica conseguirlas,y por ello es una desgracia rozar sus cebadossentimientos con alguna rudeza: eso es algoque jamás perdonarán esos hombres, que lorecordarán y se vengarán gustosos.Resumiendo, este héroe mío no es ni más nimenos que un gran saco inflado desentencias, frases modernas y etiquetas detoda naturaleza y todo género.

Pero, por lo demás, monsieur M* poseíauna particularidad: era un hombre curioso,ocurrente, buen conversador y narrador; enlos salones, alrededor de él siempre se reuníaun grupo de gente. Aquella noche estuvoespecialmente ocurrente. Se hizo dueño de laconversación. Estaba ingenioso, alegre,

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satisfecho de sí mismo, consiguiendoacaparar la atención por encima de todo. Sinembargo, madame M* tuvo durante toda lavelada aspecto de indispuesta. Tenía unaexpresión tan triste que parecía que de unmomento a otro las lágrimas aflorarían denuevo a sus largas pestañas. Todo ello, comoya comenté antes, me había impresionado ysorprendido sobremanera. Me marché con elsentimiento de una extraña curiosidad, ydurante toda la noche estuve soñando conmonsieur M*, a pesar de que hasta entonceshabía tenido pesadillas en escasas ocasiones.

Al día siguiente, por la mañana temprano,me llamaron para ensayar los cuadros vivosen los que también yo tenía asignado unpapel. Los cuadros vivos, el teatro y despuésel baile, que se representarían en la mismanoche, estaban programados para tener lugardentro de cinco días, con motivo de unafiesta familiar: el nacimiento de la hijapequeña de nuestro anfitrión. A aquella casi

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improvisada fiesta se había invitado a unascien personas, gente de Moscú y de las casasde campo de los alrededores, de manera quehabía mucho alboroto, quehaceresdomésticos y barullo. El ensayo, o mejordicho el examen de los trajes, se hizo adestiempo, por la mañana, porque nuestrodirector de escena, el prestigioso pintor R*(compañero y huésped del dueño de lahacienda, que por amistad con el anfitrión seencargó de la composición y la puesta enescena, así como de nuestros papeles), teníaprisa por ir a la ciudad para comprar cosaspara la fiesta, de modo que disponíamos depoco tiempo para el ensayo. Yo participabaen uno de los cuadros junto a madame M*.El cuadro representaba la vida medieval y setitulaba La señora del castillo y su paje.

Me sentí terriblemente turbado al vermejunto a madame M* durante los ensayos. Medio la impresión de que, con sólo mirarme alos ojos, podía adivinar al instante mis

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pensamientos, las dudas y sospechasengendradas en mi cabeza desde el díaanterior. A ello se unía que me sentíaculpable por haberla sorprendido llorandoese día por la tarde, de manera que sin quererme miraría de reojo como si yo fuera undesagradable testigo y partícipe no invitadode su secreto. Pero, gracias a Dios, la cosapasó sin grandes alborotos: sencillamente, nose había fijado en mí. Parecía que su ánimono estaba para reparar en mí y tampoco paraensayar: estaba ausente, triste y sumida enpensamientos que le preocupaban. Eranotable que tenía un problema considerableque la hacía sufrir. Al finalizar mi papel salícorriendo para cambiarme de ropa y pasadosdiez minutos me presenté en la terraza deljardín. Casi a la vez que yo, por la otrapuerta, salió madame M*, y justo enfrente denosotros hizo aparición su autosatisfechomarido, que regresaba del jardín trasacompañar a todo un grupo de damas para

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dejarlas en compañía de un ocioso cavalierservant. Al parecer, el encuentro entre elmarido y la mujer fue inesperado. MadameM*, sin saber por qué, se ruborizó y unligero disgusto se traslució en uninvoluntario gesto suyo. Su señor marido,que venía silbando relajadamente un aria yatusándose concienzudamente las patillas,frunció el entrecejo al cruzarse con su mujer,escudriñándola de arriba abajo (según lorecuerdo ahora) con una mirada inquisidora.

–¿Vas al jardín? –preguntó él, fijándose enel libro que su mujer llevaba en las manos.

–No, al bosque –respondió ella,sonrojándose ligeramente.

–¿Sola?–Con él... –dijo madame M* señalándome

a mí–. Por la mañana paseo sola –señaló conun tono de voz irregular e indefinido, igualque cuando se miente por primera vez en lavida.

–Hum... Y yo acabo de acompañar allí a

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toda una pandilla. Se van a reunir en elcenador para despedir a N*. Se marcha;supongo que sabrás... que al parecer le haocurrido una desgracia en Odesa... Su prima–se refería a la rubia– tan pronto ríe comollora, cuando no hace las dos cosas a la vez,sin que nadie pueda sacarle nada en claro. Medijo que por alguna razón estabas enfadadacon N* y por eso no fuiste a su despedida.Me imagino que es algo absurdo.

–Es su forma de burlarse –respondiómadame M* mientras bajaba las escalerillas dela terraza.

–¿De modo que éste es tu cavalier servantde todos los días? –añadió monsieur M*haciendo una mueca con la boca y apuntandohacia mí con su monóculo.

–¡Un paje! –exclamé yo, enojándome porel monóculo y la burla, y riéndomedirectamente en su cara salté de golpe tresescalones de la terraza...

–¡Que lo pasen bien! –murmuró monsieur

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M*, y continuó su camino.Enseguida me acerqué a madame M*, en

cuanto señaló hacia mí su marido; la mirabacomo si me hubiera invitado hacía una hora ycomo si la acompañara en sus paseosmatutinos desde hacía un mes. Pero noconseguía entender: ¿por qué se habíaazorado y turbado tanto y qué fue lo que sele pasó por la cabeza cuando decidió recurrira su pequeña mentira? ¿Por qué no habíadicho sencillamente que iba sola? Ahora yano sabía cómo mirarla. Sorprendido por suactitud, le miraba ingenuamente la cara ahurtadillas; pero igual que sucedió durante elensayo, una hora atrás, ella no se daba cuentani de mis miradas ni de mis mudas preguntas.Seguía igual de inquieta y preocupada, lo quese reflejaba con más evidencia que antes tantoen su rostro como en su forma de andar.Tenía prisa por llegar a alguna parte,aceleraba cada vez más el paso y mirabanerviosa en dirección a los paseos de la

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alameda, y en cada claro del bosque volvía elcuerpo hacia un lado del jardín. También yoestaba a la expectativa de algo. De repentedetrás de nosotros se oyeron pisadas decaballo. Era toda una cabalgata de jinetes yamazonas que estaban despidiendo a aquelN* que de un modo tan inesperadoabandonaba nuestra compañía.

Entre las damas también se encontraba mirubia, a la que se había referido monsieurM*, cuando habló de sus lágrimas. Pero,como era habitual en ella, se reía igual que unniño y cabalgaba velozmente sobre uncaballo bayo. Al alcanzarnos, N* se quitó elsombrero, pero no se detuvo y no dijopalabra a madame M*. Pronto todo el tropeldesapareció de nuestra vista. Miré a madameM* y me faltó poco para lanzar un grito deasombro: estaba completamente pálida y unasenormes lágrimas empañaban sus ojos.Nuestras miradas se cruzaron sin querer.Madame M* se sonrojó de pronto, se dio la

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vuelta por un instante, y la inquietud y elpesar refulgieron claramente en su rostro. Yoestorbaba aún más que ayer, y ello eraevidente, pero ¿dónde podía meterme?

De pronto madame M* abrió el libro quetenía en las manos, y sonrojándose,probablemente evitando mirarme, dijo comosi cayera en la cuenta:

–¡Ah! ¡Pero si es el segundo tomo! ¡Me heequivocado! Haz el favor de traerme elprimero.

¿Cómo no había de entenderla? Mi papelhabía finalizado y no se me podía echar deuna manera más clara.

Salí corriendo con su libro y no regresé. Elprimer tomo reposó tranquilamente sobre lamesa hasta el amanecer...

Pero yo no era el mismo. El corazón mepalpitaba deprisa, como si estuvieracontinuamente asustado. Hacía todo loposible por no encontrarme con madameM*. En cambio, observaba de un modo casi

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salvaje la personalidad autosatisfecha demonsieur M*, como si su persona albergaraahora algo especial. Decididamente nocomprendo en qué consistía aquella cómicacuriosidad mía. Sólo recuerdo que meencontraba curiosamente sorprendido por loque había visto aquella mañana. Y, sinembargo, era sólo el principio de un nuevodía repleto de sucesos.

Aquel día almorzamos muy temprano. Porla tarde se había programado una excursión ala aldea vecina donde se celebraba una fiestarústica, y se necesitaba tiempo paraprepararse. Yo llevaba un par de díassoñando con aquella excursión, que era unmotivo de gran alegría para mí. Nosreunimos casi todos a tomar café en laterraza. Los seguí prudentemente y me ocultédetrás de la tercera fila de asientos. Lacuriosidad me devoraba, pero no quería quemadame M* me viera por nada del mundo.Sin embargo, el destino quiso situarme cerca

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de mi rubia perseguidora. En aquella ocasiónle había sucedido algo maravilloso y casiinverosímil: estaba más hermosa que nunca.No sé la razón, pero las mujeres suelen sufrira menudo ese tipo de transformaciones. Enaquel instante se encontraba entre nosotrosun nuevo huésped. Era un hombre joven,alto, de semblante pálido y apasionadoseguidor de nuestra rubia, que, como si fueraa propósito, acababa de llegar de Moscú parasustituir a monsieur N*, que se marchaba, ysobre el que corrían rumores de que estabalocamente enamorado de nuestra beldad. Enlo que se refiere al recién llegado, éste teníadesde hacía tiempo con ella la misma relaciónque Benedicto con Beatriz en la obra deShakespeare Mucho ruido y pocas nueces.Resumiendo, nuestra beldad gozó duranteese día de un gran éxito. Sus bromas ycomentarios resultaron tan simpáticos y taningenuamente inocentes comoperdonablemente indiscretos. Estaba

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convencida con tan graciosa presunción delentusiasmo general que suscitaba querealmente acaparó admiración. En torno aella se había ceñido un estrecho círculo deadmiradores y oyentes sorprendidos, y jamásestuvo tan seductora como en aquelmomento. Cualquier palabra suya se tomabacomo un prodigio y una originalidad; secaptaba rápidamente y pasaba de unos aotros, sin que ninguna broma ni ningúngesto suyo pasaran desapercibidos. Alparecer, nadie esperaba de ella tanto derrochede buen gusto, brillo e ingenio. Sus mejorescualidades cotidianas eran sepultadas en lamás voluntariosa extravagancia, en laterquedad más colegial, que rayaba casi en labufonada. Pocos se percataban de ello; y si lohacían no lo tenían en cuenta, de manera queahora su extraordinario éxito era acogido porun generalizado susurro de apasionadoasombro.

Por lo demás, una situación especial y

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bastante delicada contribuía a ese éxito; almenos a juzgar por el papel que a su vezdesempeñaba el marido de madame M*. Latraviesa había decidido (y debería añadirseque con el beneplácito de la mayoría, o almenos de toda la juventud) atacarleencarnizadamente por diversos motivos, quedesde su punto de vista probablementefueran de considerable importancia. Lelanzaba una descarga de ocurrencias, burlas,irrebatibles y atrevidos sarcasmos queresultaban de lo más astuto, compactos yrotundos; aquellos que dan directamente enla diana, pero a los que resulta imposibleengancharse para responder y que sóloconsiguen agotar a la víctima en infructuososesfuerzos, para llevarla hasta la locura y ladesesperación más cómica.

A decir verdad, no lo sé con exactitud,pero parecía que todo su comportamiento noera casual ni improvisado. Ese desesperadoduelo comenzó ya durante el almuerzo. Y

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digo «desesperado» porque monsieur M*tardó en bajar la guardia. Necesitaba,apelando a su presencia de ánimo, toda suagudeza y su escaso ingenio para no resultarcompletamente derrotado y cubrirsedefinitivamente de deshonor. La cosatranscurría en medio de una incontrolablerisa de testigos y participantes del duelo.Verdaderamente el hoy no tenía para élcomparación con el ayer. Resultó notorioque en varias ocasiones madame M* estuvo apunto de cortarle la palabra a su imprudenteamiga, que a su vez deseaba disfrazarinfaliblemente a su celoso marido con el trajemás bufón y ridículo posible, y es desuponer que con el de Barba Azul, a juzgarpor las evidencias y cuanto quedó grabadoen mi memoria, así como el papel quefinalmente me tocó representar en aquellafarsa.

Ocurrió de pronto, de la forma másinesperada y graciosa que se pueda imaginar.

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Como si fuera a propósito, en aquelmomento yo me encontraba a la vista detodos, sin sospechar malicias y olvidándomeincluso de mis recientes cautelas. De repentefui sacado a primer plano como si fuera unenemigo mortal y realmente un adversario demonsieur M*; alguien desesperadamenteenamorado de su mujer, cosa que juró mitirana, dando su palabra de honor y alegandotener pruebas, poniendo para más exactitudel ejemplo de haber visto hoy mismo en elbosque...

No le había dado tiempo a terminar la frasecuando la interrumpí, en el momento másdecisivo para mí. Ese minuto estaba tandeshonestamente calculado, tan deslealmentepreparado para un desenlace cómico, ydispuesto de un modo tan ridículo que unincontrolable estallido de risa generalizadarespondió a esa última extravagancia. Yaunque ya entonces me había percatado deque no era a mí a quien correspondía

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representar el papel más grotesco, a pesar deello estaba tan avergonzado, irritado yasustado que, con lágrimas en los ojos, triste,desesperado y ahogándome de vergüenza, memetí entre dos filas de asientos hasta situarmedelante y, dirigiéndome a mi tirana, exclamécon voz entrecortada por las lágrimas y laindignación:

–Y ¿no le da vergüenza... decir en vozalta... y en presencia de todas las damas... unamentira de ese calibre?... Se comporta comouna chiquilla... delante de todos loscaballeros... ¿Qué dirán ellos?... ¡Usted es unapersona adulta... y está casada!...

No había acabado la frase cuando se oyóun ensordecedor aplauso. Mi postura suscitóun verdadero furore. Mi gesto inocente, mislágrimas y, lo que es aún más importante, laimpresión de haber salido yo en defensa demonsieur M*, todo ello provocó unacarcajada tan infernal que inclusorecordándolo hoy me entra una

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incontrolable risa. Me quedé estupefacto,petrificado, y, al estallar de sonrojo como lapólvora, me cubrí la cara con las manos. Melancé hacia fuera, en la puerta tiré la bandejaque llevaba un criado y subí corriendo a mihabitación. Arranqué la llave que asomaba dela cerradura y me encerré por dentro. Habíaactuado correctamente, porque me perseguíatoda una procesión. No había transcurridoun minuto cuando mi puerta fue rodeada portoda una cuadrilla de nuestras más bellasdamas. Oía sus sonoras risas, cómo charlabanen tono alto y también sus penetrantes voces.Gorjeaban como golondrinas, todas alunísono. Todas, desde la primera hasta laúltima, me rogaban y suplicaban que lesabriera la puerta aunque sólo fuera por unminuto, que no me harían daño, sino quetodas me llenarían de besos. Pero... ¿quépodía resultarme más horrible que aquellanueva amenaza? Me consumía de sonrojo yvergüenza escondiéndome tras la puerta y

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ocultando el rostro en la almohada. No abríy ni siquiera respondí. Estuvieron un largorato dando golpes en la puerta ysuplicándome, pero yo estaba insensible ysordo como corresponde a un muchacho deonce años.

¿Qué iba a hacer? Todo cuanto habíaocultado con celo se había descubierto ysacado a la luz... ¡Me veía cubierto de eternavergüenza y deshonra!... Aunque, a decirverdad, ni yo mismo habría sabido decir loque tanto me asustaba y lo que deseabaocultar. Y, sin embargo, temía algo, y eldescubrimiento de ese algo me hacía temblarcomo si fuera una hojita de árbol. Lo quehasta entonces no sabía es de qué se trataba: side algo bueno o vergonzoso, digno dealabanza o no. Entonces, sumido en elsufrimiento y la tristeza, supe que aquelloresultaba ridículo y bochornoso.Instintivamente sentí en aquel momento queaquel veredicto era falso, inhumano y tosco;

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pero estaba derrotado, y aniquilado. Elproceso de razonar pareció detenerse yenredarse dentro de mí. Ni siquiera me sentíacon fuerzas para oponerme a ello ni juzgarlodebidamente: estaba aturdido. Sólo percibíaque mi corazón estaba inhumana yvergonzosamente ofendido, y que no cesabade llorar. Estaba irritado. Dentro de míhervían la impotencia y el odio, que hastaentonces no había conocido jamás, porquepor primera vez en la vida habíaexperimentado una seria desgracia, ofensa ydolor. Y realmente, sin exagerar, todo elloresultaba así. En el niño que había en mí,había sido toscamente ofendido ese primersentimiento todavía desconocido e inexperto.El primer y fragante pudor virginal habíasido tan tempranamente descubierto yprofanado que se había puesto en ridículo asu vez la primera, y puede que muy seria,sensación estética. Claro está que los que seburlaban de mí ignoraban muchas cosas y no

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se imaginaban mi sufrimiento. Una parte laformaba una situación recóndita que hastaentonces ni yo mismo había tenido el valorde analizar y que me daba miedo. Sumido enla tristeza y la desesperación, continuétumbado en la cama, con la cara hundida enla almohada; el calor y los escalofríos corríanpor mi cuerpo alternativamente. Doscuestiones me atormentaban: ¿qué eraexactamente lo que había visto aquella rubiaentrometida de lo que había sucedido ese díaen el bosque entre madame M* y yo? Y ¿conqué ojos y cómo podía yo mirarle ahora a lacara a madame M* sin perecer en el instantede vergüenza y desesperación?

Un extraordinario ruido que provenía delpatio me sacó finalmente de misemiinconsciencia. Me levanté y me acerqué ala ventana. El patio estaba lleno de carruajes,carros de caballos y sirvientes que iban yvenían. Parecía que todos se marchaban.Varios jinetes ya estaban sentados sobre los

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caballos. Otros invitados se acomodaban enlos coches... En aquel momento me acordé dela excursión proyectada, y empecé ainquietarme poco a poco. Me puse a buscarcon la vista a mi corcel. Pero no estaba; sehabían olvidado de mí. No pude soportarloy bajé volando las escaleras, sin pensar ni enlos encuentros desagradables ni en lavergüenza que acababa de pasar...

Me esperaba una terrible noticia. En estaocasión no disponía ni de caballo, ni de unasiento en un coche: todo estaba cogido yocupado, y yo me vi obligado a ceder mipuesto a otros.

Abatido por el nuevo pesar, me detuve enel porche y miré con tristeza la larga hilera delos coches, los cabriolés y carretelas entre losque no había ni un hueco para mí. Mirabatambién a las elegantes amazonas cuyoscaballos estaban ya impacientes.

Uno de los jinetes se retrasó por algunarazón. Sólo faltaba él para partir. Su corcel

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estaba junto a la entrada, mordiendo subocado, dando coces en la tierra,estremeciéndose constantemente, erizándosey asustado. Dos mozos de escuadra lesujetaban cuidadosamente las riendas y todosse mantenían alejados de él, a una distanciaprudente.

En realidad, razones de contratiempoimpedían que yo fuera de excursión. Apartede que hubieran llegado nuevos invitados yse hubieran distribuido todas las plazas y loscaballos, dos de ellos se pusieron enfermos,por lo que uno de ellos era el mío. Pero nosólo a mí me estaba predestinado sufrir poresa circunstancia. Nuestro nuevo invitado,aquel joven de tez pálida que ya mencioné,tampoco disponía de caballo. Para suavizar eldesagradable incidente, nuestro anfitrión sevio en la obligación de recurrir al extremo deofrecerle su potro salvaje, aún sin domar,alegando, para librarse así de responsabilidad,que no había forma humana de montarlo y

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que, dado su carácter indómito, llevabatiempo queriéndolo vender si le saliera uncomprador. El joven, que fue advertido,declaró que sabía montar perfectamente, yque con tal de ir de excursión estabadispuesto a montar cualquier corcel.Entonces el anfitrión se quedó callado, peroen ese momento me pareció que una sonrisaambigua afloraba en sus labios. A la esperadel jinete que había hecho alarde de su arte,estaba aguardando para subir a su caballofrotándose inquieto las manos y mirando acada minuto hacia la puerta. Pensamientossimilares debieron pasar por la cabeza de losdos mozos de cuadra que sujetaban al potroy que se mostraban muy orgullosos antetodo el público frente a un caballo que encualquier momento podría soltarle una cozmortal a uno. Una sonrisa similar a la de sudueño se percibía también en los ojos de losmozos, que apuntaban expectantes hacia lapuerta por la que debía aparecer el atrevido

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caballero. Hasta el propio caballo se portabacomo si hubiera llegado a un acuerdo con eldueño y los mozos de cuadra. Se manteníasoberbio y arrogante como si supiera que leobservaban varias decenas de curiosos ojos, yse mostraba orgulloso de su mala reputaciónigual que unos incorregibles juerguistas sejactan de sus fechorías. Parecía provocar alatrevido jinete que pretendía privarle de sulibertad.

Finalmente apareció el temerario jinete. Sedisculpó por haber hecho esperar a laconcurrencia mientras se poníaapresuradamente los guantes y se dirigíahacia delante sin mirar, descendió lasescalerillas del porche y levantó la miradasólo cuando hubo extendido la mano paracoger la crin del caballo. De pronto sedesconcertó por un inesperado brinco quedio el potro, seguido de los gritos delalarmado público. El joven retrocedió unpaso y miró asombrado al indómito potro,

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que temblaba como una hoja y resoplabarabioso moviendo salvajemente sus ojosinyectados en sangre, a la vez que se alzaba acada minuto sobre sus patas traseras decididoa lanzarse contra viento y marea hastallevarse por delante a los dos mozos decuadra. Durante un minuto el caballeropermaneció completamente desorientado.Después, ligeramente sonrojado por elpequeño incidente, elevó los ojos, miróalrededor y observó a las asustadas damas.

–¡Un buen caballo! –dijo como si hablarasolo–; y, si se tiene en cuenta todo, debe serun placer cabalgar sobre él, pero ¿saben? Noiré –concluyó, dirigiéndose a nuestroanfitrión con una amplia y sencilla sonrisaque le iba tan bien a su bondadoso einteligente rostro.

–A pesar de todo, le considero unextraordinario jinete, se lo prometo –respondió satisfecho el dueño del indomablepotro, apretando con fuerza y

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probablemente agradecido la mano de suinvitado–, pues desde el primer momento sepercató usted del tipo de animal con que selas veía –añadió con dignidad–. ¿Querrácreerme que, después de veintitrés años deservicio en los húsares, he tenido el gusto decaer rodando a tierra hasta tres veces, lasmismas que he subido a este... parásito?Tankred, amigo mío, somos poca cosa para ti.Debe de ser que tu jinete es algún IliaMuromets que por ahora está quietecito en laaldea de Karacharovo esperando a que se tecaigan los dientes. ¡Vamos, muchachos,lleváoslo de aquí! ¡Ya está bien de espantar ala gente! Lo han sacado en vano –concluyó,frotándose satisfecho las manos.

Hay que señalar que Tankred no leaportaba el más mínimo beneficio, y selimitaba a comer pienso de balde. Al margende eso, el viejo húsar echó a perder su famade remontista al pagar un fabuloso preciopor un inservible parásito que sólo lucía por

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su belleza... Pero a pesar de todo el dueñoestaba asombrado de que su Tankred nodescuidara su dignidad, obligando a apearse asu jinete y ganándose con ello nuevos einútiles laureles.

–¿Cómo? ¿No viene usted? –exclamó larubia, que al parecer necesitabairremediablemente que su cavalier servantestuviera junto a ella en aquella ocasión–.¿Acaso no se atreve?

–¡Como lo está viendo! –le respondió eljoven caballero.

–¿Y lo dice usted en serio?–Escuche: ¿acaso desea que me rompa el

cuello?–Bueno. Pues monte usted mi caballo. No

tema, es pacífico. No nos entretendremos.Enseguida les cambiarán las sillas. Yointentaré montar el suyo. Es imposible queTankred sea siempre tan descortés.

¡Dicho y hecho! La traviesa dama saltó de

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la silla y se plantó ante nosotros al terminar lafrase.

–Conoce usted poco a Tankred si piensaque consentirá dejarse montar con suinservible silla. Y además no permitiré que serompa usted el cuello. Porque ciertamentesería una lástima –dijo nuestro anfitrión consu afectada galantería, que ya no precisaba deaquella brusca y artificial forma de hablarque, según él pensaba, distinguía a unbonachón y viejo soldado, y que imaginabaque gustaba sobremanera a las damas. Ésa erauna de sus fantasías, su manía máscaracterística.

–¡Vamos! Y tú, llorica, ¿no queríasprobarlo? Tenías tantas ganas de hacer laexcursión –dijo la audaz amazona al darsecuenta de mi presencia mientras me hacíaburla e indicaba hacia Tankred con la únicafinalidad de no marcharse sin obtener nada,tras bajarse en vano del caballo, y sin habersoltado una pulla contra mí, ya que yo

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mismo había metido la pata por estar cerca deella.

–Seguramente ¿no serás como...? Bueno,no vamos a mentar nombres de famososhéroes para que te avergüences deacobardarte; especialmente cuando te estánobservando todos, ¡maravilloso paje! –añadió ella a la vez que echaba una fugazmirada a madame M*, cuyo coche estaba máscerca del porche que otros.

El odio y el sentimiento de venganzainvadieron mi corazón cuando la maravillosaamazona se acercó a nosotros con intenciónde montar a Tankred... Pero no sería capaz deexplicar lo que sentí ante aquella inesperadainvitación de colegiala. De repente una ideapasó por mi cabeza... Fue en un instante oincluso menos, como si explotara la pólvorao rebasara una medida; de pronto me sentítan indignado como si en aquel momentoquisiera apabullar a todos mis enemigos paravengarme de ellos por todo y demostrar por

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fin qué clase de hombre era yo. O quizásfuera también que alguien me había enseñadoentonces algo de la historia medieval, de laque yo hasta aquel momento nada sabía, y enmi cabeza, que daba vueltas, centellearontorneos, paladines, héroes, maravillosasdamas, el honor y los ganadores; se oyeronlas trompetas de los pregoneros, el sonido delas espadas, los gritos y aplausos de lamuchedumbre, y entre todos esos gritos seoía uno, tímido, el de un corazón asustadoque acariciaba el alma orgullosa y que era másdulce que la victoria y la gloria... Ignoro sitoda aquella situación absurda se me pasó enaquel momento por la cabeza, o si como creoera el presentimiento de lo que se meavecinaba a causa del inevitable absurdo; yosólo pensaba que había llegado mi hora. Micorazón se exaltó, se estremeció, y ni yomismo recuerdo cómo salté del porche y meplanté junto a Tankred.

–Y ¿piensa usted que me da miedo? –

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exclamé yo de un modo descarado yorgulloso, inconsciente de lo que hacía y tansofocado de excitación y sonrojo que laslágrimas me quemaban las mejillas–. Pues¡ahora verá! –y, mientras me agarraba a lascrines de Tankred, coloqué mi pie en elestribo antes de que a nadie le diera tiempo ahacer el más mínimo movimiento parasujetarme; en ese momento Tankred dio unrespingo, elevó la cabeza y de un brusco saltose liberó de las manos de los mozos de cuadraque lo sujetaban; raudo como el viento echóa correr ante las exclamaciones y ayes de lospresentes.

Sólo Dios sabe cómo pude levantar la otrapierna en plena carrera; tampoco logroentender cómo conseguí no perder lasriendas. Tankred salió corriendo conmigo,atravesó los portones de rejas, giróbruscamente a la derecha y se dirigió sindetenerse a lo largo del enrejado sin saberadónde iba. Sólo en aquel momento pude oír

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detrás de mí las voces de unas cincuentapersonas gritando, y esas exclamacionesresonaron en mi estremecido corazón con unsentimiento de satisfacción y orgullo quejamás olvidaré de aquel loco instante de miinfancia. Toda la sangre se me subió a lacabeza, me ensordeció y se esparcióahogando mi temor. No me reconocía ni yomismo. Y realmente, según lo recuerdoahora, había en todo ello algo decaballeresco.

Por otra parte, todas mis andanzascaballerescas comenzaron y finalizaron enmenos de un instante, pues de lo contrarioeste caballero lo habría pasado mal. Ignorocómo pude salir sano y salvo de aquel trance.Sabía montar a caballo: me lo habíanenseñado. Pero mi caballo se parecía más auna oveja que a un caballo propiamentedicho. Claro que podía haber salidodisparado y caerme de Tankred, aunque sólosi le hubiera dado tiempo; al dar unos

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cincuenta pasos, de pronto se asustó de unapiedra de considerable tamaño que había enmedio del camino y dio un respingo,echándose atrás. Giró según galopaba,aunque lo hizo tan bruscamente que hasta eldía de hoy me sigo preguntando cómo esposible que no saliera despedido de la sillacomo una pelota lanzada a tres sázhenas dedistancia, que no me matara y que Tankredno se partiera las patas al girar tanbruscamente. Se volvió atrás, hacia losportones, y mientras movía bruscamente lacabeza se puso, enloquecido, a dar brincos deun lado a otro, poniéndose de manos eintentando con cada salto desprenderme desu lomo, como si un tigre se hubiera lanzadosobre él clavándole sus uñas y dientes en lacarne. Un momento más... y me caería; ya meestaba cayendo; pero unos jinetes venían atoda prisa a socorrerme. Dos de ellos lecerraron el paso al caballo y otros dos seacercaron tanto que les faltó poco para

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aplastarme las piernas. Rodearon a Tankredpor ambos lados con sus caballos, y los dossujetaron sus riendas. Al cabo de unossegundos ya estábamos cerca del porche.

Me bajaron del caballo, pálido y sin queapenas pudiera respirar. Temblaba como untallo de hierba azotado por el viento, igualque Tankred, que empujaba hacia atrás contodo su cuerpo, inmóvil con los cascosclavados en tierra y echando el sofocadoaliento de sus humeantes ijares; temblabanervioso, verdaderamente petrificado dehumillación y rabia por la insolencia de uncrío sin castigar. Alrededor se oíanexclamaciones de turbación, asombro ymiedo.

En aquel momento mi mirada perdida secruzó con la de madame M*, que estabaalarmada y pálida; no puedo olvidar aquelinstante. En un momento todo mi rostro secubrió de rubor y se prendió como el fuego.No sé lo que me sucedió, pero, turbado y

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asustado de mi propia sensación, bajétímidamente la mirada. Pero ésta fueadvertida, captada y arrebatada. Todos sefijaron en madame M*, quien, presa de laatención general, se sonrojó como una niñapor algún sentimiento involuntario einocente y, aunque torpe en su esfuerzo,intentó sofocar su sonrojo con una sonrisa...

Todo ello, lógicamente, resulta muygracioso si se observa desde fuera; aunque enaquel momento una inesperada e ingenuasituación me salvó de la risa generalizada y ledio un colorido especial a lo sucedido. Laculpable de todo aquel alboroto, la que hastaaquel momento era mi irreconciliableenemiga, mi maravillosa tirana, se lanzó depronto a abrazarme y a darme besos. Mirabasin dar crédito a sus ojos cuando me atreví adesafiarla y levantar el guante que ella mehabía arrojado mirando a madame M*. Casise muere de susto y remordimiento cuandome vio volando a lomos de Tankred. Y en

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aquel momento, cuando todo habíaterminado y ella había captado, igual queotros, mi mirada a madame M* así como miturbación y mi inesperado sonrojo; cuandofinalmente se le ocurrió otorgar a aquelinstante, gracias a la predisposición de suromántica y superficial cabecita, una ideanueva, secreta e inexpresada... en aquelmomento, después de lo sucedido, seentusiasmó tanto con mi «caballerosidad»que se lanzó hacia mí y, toda conmovida,feliz y orgullosa de mí, me apretó contra supecho. Al instante, con semblantecompletamente ingenuo y serio, sobre el quebrillaban dos cristalinas lágrimas, se volvióhacia los que nos rodeaban y en un tonograve que jamás había oído en ella, dijo,señalándome:

–Mais c’est très sérieux, messieurs, ne riezpas!12 –sin percatarse de que cuantos estabanfrente a ella parecían hechizadoscontemplando su claro entusiasmo. Todos

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aquellos movimientos suyos rápidos einesperados, su seria expresión de cara, sucándida ingenuidad, aquellas hasta entoncesinsospechadas lágrimas que se concentrabanen sus eternamente sonrientes ojillos,resultaban tan milagrosamente inesperadosen ella que todos se quedaron clavados frentea ella electrizados por su fugaz mirada, supalabra ardiente y su gesto. Parecía que nadiepodía desviar de ella la mirada por miedo aperderse aquel espontáneo minuto queexpresaba su inspirado rostro. Incluso elanfitrión se puso más colorado que untulipán, y, según afirman, más tarde se le oyóconfesar que «para su sonrojo» había estadodurante casi un minuto enamorado de suarrebatadora invitada. Pero, después decuanto había sucedido, el caballero, el héroe,lógicamente, era yo.

Alrededor se oyeron exclamaciones yaplausos.

–¡Viva la nueva generación! –añadió el

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anfitrión.–¡Tiene que hacer la excursión con

nosotros! ¡Tiene que hacerla sin falta! –exclamó la beldad–. Tenemos que hacerle unhueco para que venga con nosotros. Puede irconmigo sentado en mis rodillas... ¡o no, no!¡Me he confundido...! –corrigió ella, paradespués echarse a reír sin poder aguantar larisa al recordar el día en que nos conocimos.Pero mientras se reía me acariciabasuavemente la mano, intentando con todassus fuerzas mimarme para que yo no meofendiera.

–¡Por supuesto, por supuesto! –exclamaron varias voces–. Tiene que hacer laexcursión, se merece un hueco –y, en uninstante, todo quedó resuelto. Aquellasolterona que me presentó a la rubia fueasediada al instante con ruegos de todos losjóvenes para que me cediera su lugar y sequedara ella en casa, solicitud que muy a supesar se vio en la obligación de aceptar,

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sonriendo por fuera pero contrariada ygruñona por dentro. Su protectora, que anteshabía sido enemiga mía y ahora era amiga, legritó al galope, desde su veloz caballo yriendo como una cría, que la envidiaba y quele hubiera encantado quedarse con ella, yaque de un momento a otro iba a ponerse allover y todos nos mojaríamos.

Su profecía pareció cumplirse realmente.Al cabo de una hora nos sorprendió unafuerte lluvia y nuestro paseo tuvo queinterrumpirse. Tuvimos que aguardar variashoras en casas de gente labriega para regresarhacia las diez, con el ambiente húmedo tras lalluvia. Yo empecé a tiritar. En aquel instante,cuando ya nos disponíamos a montarnuestros caballos y partir, se me acercómadame M* y, sorprendida, me preguntópor qué iba tan desabrigado. Le respondí queno me había dado tiempo de coger lagabardina. Ella sacó un imperdible y meprendió los cuellos hacia arriba; se quitó de

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su cuello un pañuelo de seda y lo ató al míopara que no cogiera frío en la garganta. Lohizo tan deprisa que no me dio tiempo ni dedarle las gracias.

Cuando regresamos a casa la busqué en elpequeño salón, junto a la rubia y el joven decara pálida que aquel día dejó en mal lugar sufama de buen jinete, por no atreverse amontar a Tankred. Yo me acerqué para darlelas gracias y devolverle el pañuelo. Pero enese momento, después de todas misperipecias, y sin saber el motivo, me sentíaincómodo. Tenía ganas de subir lo antesposible a mi habitación y, una vez allí, pensary reflexionar un rato. Tenía multitud denuevas impresiones. Al devolverle elpañuelo, como era de esperar, me sonrojéhasta las orejas.

–Apuesto a que le gustaría quedarse elpañuelo –comentó el joven sonriendo–; susojos dicen que le da lástima desprenderse deél.

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–¡Eso, eso es! –añadió la rubia–. ¡Hay quever cómo es! ¡Ay!... –dijo, al parecer enojaday moviendo la cabeza; se detuvo al instantefrente a la seria mirada de madame M*, queno tenía ganas de bromear.

Me aparté lo más deprisa que pude.–¡Hay que ver cómo eres! –dijo la

colegiala, alcanzándome en la habitacióncontigua y cogiéndome de las manos–. Sitenías tantas ganas podías haberte quedadocon el pañuelo. Podías haber dicho que lodejaste en algún lugar que no recuerdas y yaestá. ¡Hay que ver cómo eres! ¡No te hasatrevido a hacerlo! ¡Qué gracioso!

Y en ese momento me dio suavemente consu dedo en la barbilla y se echó a reír porqueme había sonrojado como una amapola:

–Pero ahora yo soy tu amiga, ¿no es así?¿Verdad que ha terminado nuestrahostilidad? ¿Sí o no?

Me eché a reír y sin decirle nada estrechésus dedos.

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–¡Pero bueno...! ¿Por qué estás tan pálidoy temblando? ¿Tienes escalofríos?

–Sí. No me encuentro bien.–¡Ay, pobrecillo! ¡Eso te pasa por las

impresiones tan fuertes que has tenido!¿Sabes una cosa? Será mejor que te vayas adormir, sin esperar la cena; se te pasarádurante la noche. Vamos.

Me acompañó arriba y me pareció que seexcedía en atenciones conmigo. Tras esperar aque me desvistiera, se fue abajo para subirmedespués personalmente una taza de té cuandoya me había metido en la cama. También metrajo una manta caliente. Las atenciones y loscuidados que me prodigaba mesorprendieron hasta conmoverme, o tal vezyo estuviera predispuesto a ello por laexcursión y la fiebre. Al despedirme de ella ledi un fuerte y caluroso abrazo, como si yofuera un amigo querido y cercano, y en esemomento todas las impresiones afluyeron degolpe a mi enternecido corazón. Me faltó

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poco para echarme a llorar al apretarmecontra su pecho. Ella se dio cuenta de miimpresión, y creo que mi revoltosa amigatambién estaba algo emocionada...

–Eres un chico excepcionalmente bueno –dijo, mirándome con sus suaves ojillos–; porfavor, no te enfades conmigo, ¿de acuerdo?,¿lo harás?

En una palabra, nos hicimos buenos yfieles amigos.

Cuando me desperté era muy temprano,pero el sol ya inundaba toda la habitacióncon su clara luz. Me incorporé de la camacompletamente sano y alegre, como si nohubiera tenido fiebre la noche anterior o si enese momento se hubiera desplazado por unainexplicable alegría que sentía en mi interior.Recordé lo sucedido el día anterior, y sentíque habría podido entregar toda mi felicidadpor haber podido en aquel momento abrazar,igual que el día anterior, a mi nueva amiga,nuestra beldad de manos blancas. Pero era

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muy temprano y todos estaban durmiendo.Tras vestirme a toda prisa salí al jardín ydesde allí al bosque. Intentaba llegar al lugardonde había más vegetación, donde la resinade los árboles olía más intensamente y el rayode sol se introducía más radiante y feliz depenetrar por los recovecos del tupido follaje.Hacía una mañana espléndida.

Sin darme cuenta y adentrándome cada vezmás, salí finalmente al otro lado del bosque,donde se encontraba el río Moskova. Fluía aunos doscientos pasos de mí y estaba al piede la colina. En la otra orilla estaban segandoel heno. Me quedé contemplando cómo unahilera de afiladas guadañas, a cada golpe delos segadores, relucía amigablemente paranuevamente desaparecer escondiéndose comoculebrillas de fuego. Miraba cómo la hierba,cortada de raíz, caía en espesos y gruesosmontones, y se colocaba en rectos y largossurcos. Ya no recuerdo cuánto tiempo estuvecontemplándolo, cuando de pronto, en el

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bosque, a unos veinte pasos de mí, en elcortafuego que se extendía desde el caminoancho que llevaba hasta la casa del dueño, oíel resoplido y los impacientes pasos de uncaballo que piafaba. Ignoro si oí al caballo enel momento en que se acercaba y se detenía eljinete o si, por el contrario, el ruido llevabaya largo rato acariciándome inútilmente eloído, incapaz de arrancarme de micontemplación. Con curiosidad me adentréen el bosque y, tras dar unos pasos, escuchéunas voces que hablaban deprisa pero bajito.Me acerqué un poco más, apartandocuidadosamente las últimas ramas de losarbustos que orlaban el cortafuego, y alinstante retrocedí asombrado: ante mis ojosrelució un vestido blanco que me resultófamiliar y una voz femenina suave como unamelodía resonó en mi corazón. Era madameM*. Estaba de pie junto a un jinete que lehablaba deprisa desde su caballo. Para miasombro pude reconocer a monsieur N*, el

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joven que el día anterior por la mañana sehabía marchado de la hacienda y que habíaocasionado tantos desvelos a monsieur M*.Habían dicho que se marchaba muy lejos, alsur de Rusia, y me extrañó sobremaneravolverle a ver de nuevo en nuestro bosque,tan temprano y junto a madame M*.

Ella parecía tan animada y alterada comojamás la había visto. Unas lágrimas brillabanen sus mejillas. El joven sostenía su mano,que besaba inclinado desde su montura. Lossorprendí en el momento de la despedida.Parecían tener prisa. Finalmente él sacó de subolsillo un sobre cerrado, se lo entregó amadame M*, la abrazó igual que antes sinbajarse de su caballo y le dio un fuerte yprolongado beso. Un instante después,golpeó con la fusta a su caballo y como unrelámpago pasó cerca de mí. Madame M* lesiguió con la mirada durante unos segundos;después, pensativa y triste, se dirigió caminode casa. Pero, tras dar un par de pasos por el

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cortafuego, de pronto pareció despabilarse,apartó enérgicamente las ramas de losarbustos y se puso a andar atravesando elbosque.

Yo la seguía, asombrado y perturbado delo que había visto. Mi corazón latíafuertemente, como cuando uno se da un gransusto. Estaba aturdido y ofuscado. Mispensamientos se esparcían y desparramaban;aunque recuerdo que por alguna causa mesentía terriblemente triste. De cuando encuando veía refulgir su vestido blanco porentre el follaje del bosque. Yo la seguíamecánicamente, sin perderla de vista, perotembloroso de miedo por si se percataba demi presencia. Finalmente salió al camino queconducía al jardín. Dejé pasar medio minuto,y salí también yo al camino. Pero cuál nosería mi sorpresa cuando de pronto me dicuenta de que sobre la gravilla rojiza delsendero había un sobre cerrado que reconocínada más verlo: el mismo que hacía diez

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minutos le había entregado el jinete amadame M*.

Lo recogí del suelo. Era blanco y nollevaba firma alguna. Al primer golpe de vistano era grande pero parecía grueso y pesado,como si en su interior llevara unos trespliegos de carta o más.

¿Qué llevaría dentro? ¡Indudablementedesvelaría todo el secreto! Probablemente ensu interior se hallara aquello que el señor N*habría querido terminar de decir y que nopudo por la precipitación y la brevedad delencuentro. Ni siquiera bajó del caballo... Talvez tuviera prisa o quizás temieracontradecirse en el momento de la despedida,¡sabe Dios...!

Me detuve sin salir al sendero, tiré el sobreen el lugar más visible del camino sin apartarlos ojos de él, suponiendo que madame M*se daría cuenta de que lo había perdido y queregresaría y se pondría a buscarlo. Pero trasesperar unos minutos no aguanté más, recogí

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nuevamente el sobre del suelo, lo metí en unbolsillo y eché a correr tras madame M*. Laalcancé ya en el jardín, en la gran alameda. Sedirigía a la casa con pasos rápidos yapresurados, aunque pensativa y con los ojosclavados en tierra. No sabía qué hacer, siacercarme y entregárselo. Hacerlo sería comodecir que lo sabía todo y lo había visto todo.Al empezar a hablar me pondría nervioso.¿Cómo podría mirarla? Y ¿cómo me miraríaella...? Yo esperaba que se diera cuenta de quelo había perdido y se volviera atrás, en cuyocaso yo podría dejar disimuladamente elsobre en el suelo para que ella lo viese. ¡Perono fue así! Ya nos estábamos acercando a lacasa; y los que estaban allí ya la podían ver...

Aquella mañana casi todo el mundo sehabía levantado muy temprano porque yadesde el día anterior, y a consecuencia de lamalograda excursión, habían planeado hacerotra, cosa que yo ignoraba. Todos se estabanpreparando para partir y desayunaban en la

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terraza. Esperé unos diez minutos para queno me vieran junto a madame M*, y,bordeando el jardín, me acerqué por otrolado a la casa, bastante más tarde que ella. Ellaiba y venía por la terraza, estaba pálida yexcitada, con las manos cruzadas sobre elpecho, y por todo su comportamiento eravisible que quería mantenerse firme,intentando sofocar en su interior la dolorosay desesperada tristeza que no hacía más queasomar a sus ojos, en su forma de andar y entodos y cada uno de sus movimientos. Enalgunos momentos descendió la escalinata ydio unos pasos alrededor de los parterres endirección al jardín. Sus ojos inquietos,ansiosos e incluso indiscretos, buscaban algosobre la arena de los senderos y el suelo de laterraza. No cabía duda: se había dado cuentade la pérdida y debía estar pensando en algúnlugar cerca de casa en que perdió el sobre. ¡Sí,eso era! Y estaba convencida de ello.

Alguien se percató de su palidez y

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excitación, detalle que después confirmaronotros invitados. Empezó el aluvión depreguntas sobre su estado de salud y lasenojosas lamentaciones. Ella se veía en lanecesidad de bromear, sonreír y aparentarestar contenta. De vez en cuando miraba a sumarido, que estaba de pie al fondo de laterraza hablando con dos damas, e igual quesucediera la tarde en que éste llegó, el temblory la confusión se apoderaron de ella. Con lamano metida en el bolsillo y agarrandofuertemente el sobre, yo me mantenía alejadode todos, rogando para que madame M* sepercatara de mi presencia. Deseabatranquilizarla y animarla aunque sólo fueracon la mirada, decirle algo furtivamente y aescondidas. Pero, cuando casualmente memiró, me estremecí y bajé los ojos.

Yo veía cómo sufría y no me equivocaba.Hasta el día de hoy ignoro el secreto, y no sénada, excepto lo que vi y que ahora estoycontando. Pero aquella relación podría no ser

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lo que me pareció al primer golpe de vista.Puede que aquel beso fuera el de despedida, ola última y débil recompensa por el sacrificioen aras de su tranquilidad y honor. El señorN* se marchaba; probablemente, la dejabapara siempre. Finalmente, incluso esta cartaque yo apretaba entre mis manos; ¿quién sabelo que contendría? ¿Cómo habría dejuzgarse, y quién debía hacerlo? Mientrastanto, es indudable que una repentinarevelación del secreto se convertiría en unhorror y en un fuerte golpe para su vida.Todavía recuerdo su rostro durante aquelminuto: sufría lo indecible. Sentir, saber yestar segura y a la espera de la sentencia que alcabo de un cuarto de hora o un minuto losacaría todo a la luz. Alguien podía encontrarel sobre y recogerlo del suelo. Como nollevaba destinatario podían abrirlo y... ¿quésucedería en tal caso? ¿Qué otra sentenciapeor que ésta la esperaba? Iba y venía por laterraza rodeada de sus futuros jueces.

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Pasados unos minutos sus sonrientes yaduladores semblantes se tornarían severos eimplacables. Ella vería la burla, la maldad y elfrío desprecio en aquellos rostros y despuésuna noche interminable y oscura cubriría suvida... Sí, por aquel entonces yo no entendíalo que sucedía como ahora. Únicamentepodía sospechar, presentir y compadecermede todo corazón del peligro que la acechaba,del cual no era completamente consciente.Fuera cual fuere su secreto... el caso es quecon aquellos dolorosos instantes de los quefui testigo, y que jamás olvidaré, ya habíaexpiado ella mucho, si es que tenía algo queexpiar.

De repente sonó la alegre llamada parapartir de excursión; todos se mostraronajetreados y alegres; por todas partes se oíanvivas conversaciones y risas. Pasados un parde minutos la terraza quedó desierta.Madame M* no quiso hacer la excursión,alegando finalmente estar indispuesta. Pero,

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gracias a Dios, todos partieronapresuradamente y no había tiempo paraimportunarla con lamentaciones, preguntas yconsejos. Unos pocos se quedaron en casa. Elmarido de madame M* intercambió con ellaun par de palabras; ella le respondió que hoymismo se repondría, que no se preocupara,que no necesitaba retirarse a su habitaciónpara descansar y que prefería dar conmigo asolas una vuelta por el jardín... En aquelmomento me miró. ¡Yo no podía sentirmemás feliz! Me sonrojé de alegría. Al cabo deun minuto emprendimos el paseo.

Seguía los mismos senderos, paseos ycaminitos por los que hacía poco regresó delbosque, recordando instintivamente elitinerario que había seguido y mirandoinmóvil delante de ella, sin apartar los ojos dela tierra y buscando algo sin hablar conmigo,olvidándose probablemente de que caminabajunto a ella.

Pero, cuando casi habíamos llegado al

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lugar donde yo recogí el sobre y dondefinalizaba el sendero, madame M* de prontose detuvo y con voz débil y angustiada medijo que se encontraba peor y que pensabaregresar a casa. Al llegar a la reja del jardín, separó otra vez, y se quedó pensativa un rato;la sonrisa de desesperación afloró a sus labiosy completamente vencida, agotada, decididay resignada a todo, se dirigió en silencio alprimer camino, olvidándose, en esta ocasión,incluso de avisarme...

Yo estaba triste a más no poder y sin saberqué hacer.

Nos dirigimos, o mejor dicho, la condujehasta el lugar en que hacía una hora habíaoído yo el ruido de los pasos de un caballo yla conversación entre ellos. Allí, junto alespesor del olmo, había un banco esculpidoen una enorme piedra y sobre el que seenredaba la hiedra y crecía jazmín salvaje yescaramujo. (Todo ese bosque estaba repletode puentecillos, cenadores, grutas y sorpresas

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por el estilo.) Madame M* se sentó en elbanco, mirando inconscientemente elencantador paisaje que se extendía frente aella. Al cabo de un minuto abrió un libro einmóvil se quedó mirándolo sin pasar páginani leer; apenas sabía lo que hacía. Ya eran lasnueve y media de la mañana. El sol estabamuy alto, y se desplazaba esponjosamentesobre nuestras cabezas por el azul yprofundo cielo, consumiéndose en su propiofuego. Los segadores ya estaban lejos: apenasse les veía desde nuestra orilla. Tras ellos,seguían uno tras otro infinitos surcos dehierba segada y de cuando en cuando elapenas perceptible aire nos traía su frescafragancia. Alrededor de nosotros se oía elininterrumpido concierto de gorjeos de losque «ni siembran ni siegan», sino que sonlibres como el aire que surcan con sus ágilesalas. Parecía que en aquel momento cada flory el insignificante tallo de hierba, con elhumeante aroma de la abnegación, le

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susurraban a su creador: «¡Dios mío, quéfeliz soy!».

Miré a la pobre mujer, que sólo ella parecíaun ser inanimado en medio de aquella vidaalegre: sobre sus pestañas había dos grandes yfijas lágrimas, que con gran dolor afloraronde su corazón. En mi mano tenía laposibilidad de hacer revivir y sentirse feliz aaquel pobre y entristecido corazón, sólo queignoraba cómo abordar la situación y dar elprimer paso. Estaba sufriendo. Varias vecesestuve tentado de tomar la decisión deacercarme a ella y cada vez algún sentimientonuevo me dejaba clavado en el sitiohaciéndome sonrojar como si me prendieranfuego.

De pronto una idea me aclaró la situación.Había encontrado el medio; y yo estabasalvado.

–¿Quiere que vaya a recoger flores y lehaga un ramo? –dije, con una voz tan alegre

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que madame M* alzó de pronto la cabeza yse quedó mirándome fijamente.

–¡Ve! –dijo por fin ella con voz débil ysonriendo suavemente, a la vez que bajabainstantáneamente la cabeza para clavar susojos en el libro.

–¡Porque también aquí pueden segar lahierba y hacer desaparecer las flores! –exclamé yo, mientras me disponía alegre parala tarea.

Rápidamente recogí un ramo de flores; unramo sencillo y modesto. A uno le daríabochorno ponerlo en un jarrón. Pero concuanta alegría latía mi corazón mientras lorecogía y ataba. El escaramujo y el jazmíncampestre los recogí en el mismo sitio. Sabíaque cerca había un campo con los trigales enflor. Corrí hacia allí para recoger los acianos.Los mezclé con las largas espigas de trigo, delas que había escogido las más doradas ycolmadas. En el mismo lugar, muy cerca deallí, encontré toda una familia de

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nomeolvides y mi ramo ya empezó arellenarse. Más lejos, en el campo, encontrécampanillas azules y claveles salvajes, y bajéhasta la misma orilla del río para recoger losnenúfares amarillos. Finalmente, ya deregreso, me introduje por un instante en elbosque para cortar unas hojas de arce de vivocolor verde con que rodear el ramillete, ycasualmente me topé con toda una familia depensamientos silvestres junto a los cuales,para mi felicidad, el aromático olor a violetasque provenía de la jugosa y espesa hierbaocultaba una flor, todavía cubierta debrillantes gotas de rocío. El ramo ya estabalisto. Lo até con una larga y fina hierba, quetrencé como una sirga, introdujecuidadosamente el sobre en su interior, y looculté entre las flores. Lo había hecho de talmodo que podía verse con sólo mirar elramo.

Se lo llevé a madame M*.Por el camino me pareció que el sobre

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asomaba demasiado y lo cubrí un poco más.Cuando me estaba acercando, lo empujé másadentro entre las flores, y finalmente, ya casien el lugar donde se encontraba ella, depronto lo introduje tan dentro del ramo quedesde fuera apenas se veía. Mis mejillas ardíancomo el fuego. Quería taparme la cara con lasmanos y echarme a correr al instante, peroella miró mi ramo como si hubiera olvidadocompletamente que había ido a recogerlo.Mecánicamente, y sin apenas mirarme,extendió la mano y cogió mi regalo, paradepositarlo al instante sobre el banco como siésa fuera la finalidad, y de nuevo,completamente ensimismada, bajó la miradaal libro. Me entraron ganas de llorar por mifracaso. «¡Lo único que quiero es que noaparte el ramo de su lado!», pensé, «¡que nose olvide de él!». Me tumbé sobre la hierba,no lejos del banco, coloqué la mano debajode la cabeza y cerré los ojos, como si tuviera

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sueño. Pero no apartaba los ojos de ella ypermanecía a la espera...

Pasaron unos diez minutos; me daba laimpresión de que ella estaba cada vez máspálida... De pronto, una casualidad salió enmi ayuda.

Se trataba de una grande y dorada abejaque para mi suerte había traído el aireconsigo. Al principio revoloteó zumbandosobre mi cabeza y después se acercó amadame M*. Un par de veces ella la apartócon la mano, pero la abeja, como si fuera apropósito, se ponía cada vez más pesada. Porfin, madame M*, cogió mi ramo y lo sacudiódelante de ella. En ese instante, el sobre salióde entre las flores y cayó justo en el libro,que estaba abierto. Me estremecí. Durante unrato madame M*, estupefacta de asombro,miraba tan pronto el sobre como el ramo quesostenía entre sus manos y parecía no darcrédito a sus ojos... De repente se sonrojó y,sofocada, me miró. Pero a mí ya me había

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dado tiempo a captar su mirada y cerrarfuertemente los ojos haciéndome el dormido.En aquel momento, por nada del mundo lahabría mirado directamente a la cara. Elcorazón me palpitaba ansioso como unpajarillo que ha caído preso en las manos deun chaval travieso de cabellos alborotados.No recuerdo cuánto tiempo estuve echado deese modo, con los ojos cerrados. Unos dos otres minutos. Por fin me atreví a abrirlos.Madame M* leía ansiosa la carta y, por lasmejillas encendidas, por la mirada iluminaday humedecida, así como por la claridad de surostro, en el que cada rasgo palpitaba dealegre sensación, me percaté de que aquellacarta era portadora de la felicidad y de quetoda su tristeza se había desvanecido comohumo. Un sentimiento dulce y doloroso seadhirió a mi corazón, y me costaba trabajofingir...

¡Jamás olvidaré aquel momento!De improviso, todavía lejos de nosotros, se

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oyeron unas voces:–¡Madame M*! ¡Natalie! ¡Natalie!Madame M* no respondió, se levantó

rápidamente del banco, se acercó a mí y seagachó. Sentí cómo me miraba directamente ala cara. Mis pestañas temblaron, pero mecontuve y no abrí los ojos. Procurabarespirar uniforme y tranquilamente, pero elcorazón me ahogaba con sus bruscaspalpitaciones. Su cálido aliento me abrasabalas mejillas; ella se agachó muy cerca de micara como si me estuviera poniendo a prueba.Finalmente, un beso y unas lágrimas cayeronsobre mi mano, la que tenía puesta sobre mipecho. Me besó dos veces.

–¡Natalie! ¡Natalie! ¿Dónde estás? –se oyóde nuevo, esta vez ya muy cerca de nosotros.

–¡Ya voy! –dijo madame M* con su vozplateada y suave, pero tan apagada ytemblorosa por las lágrimas que sólo yo pudeoírla–. ¡Ya voy!

En ese instante fue cuando mi corazón me

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traicionó, y me dio la impresión de que todala sangre afluía a mis mejillas. En aquelmomento, un rápido y ardiente beso abrasómis labios. Lancé un suave grito, abrí losojos, pero al instante un pañuelo de seda mecayó sobre ellos, como si con él quisiera ellaresguardarme del sol. Al cabo de un ratohabía desaparecido. Sólo pude oír el rumorapresurado de sus pasos que se alejaban.Estaba solo.

Me quité el pañuelo de la cara y me puse abesarlo entusiasmado; permanecí variosminutos como si estuviera trastornado. Sinapenas coger aliento y con los codosapoyados en la hierba, inmóvil einconscientemente contemplé el paisaje quedibujaban las colinas abigarradas de trigales,el río que se deslizaba serpenteándolas, y a lolejos, tan lejos hasta donde alcanzaba la vista,ondulándose entre nuevas colinas y aldeas,centelleando como puntos sobre lalontananza iluminada, los azules y apenas

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perceptibles bosques, que parecíanhumeantes al borde del incandescente cielo; yun dulce silencio, que parecía emanar de unsolemne cuadro, poco a poco fue sosegandomi corazón. Me encontré aliviado y respirécon libertad... Pero toda mi alma empezó asentir una dulce y apagada nostalgia, como sientreviera algo similar a un presentimiento.Mi corazón, asustado y tembloroso por laespera, parecía adivinar algo tímida yalegremente... De pronto mi pecho se agitó ysentí en él un dolor como si algo lo penetraray unas dulces lágrimas brotaron de mis ojos.Me cubrí la cara con las manos y, temblandocomo un tallo de hierba, sin ningúnobstáculo me entregué al primerconocimiento y la primera revelación de micorazón, a la primera sensación de mi aúnconfusa naturaleza de hombre... En aquelinstante finalizaba mi primera infancia.

Cuando, al cabo de dos horas, regresé a

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casa, ya no encontré a madame M*; se habíamarchado con su marido a Moscú, por algoque les había surgido repentinamente. Nuncamás volví a verla.

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Un episodio vergonzoso(Skverni anekdot, 1862)

Este episodio vergonzoso sucedióexactamente en el momento en que, conincontenible ímpetu y conmovedor eingenuo arrebato, comenzaba elresurgimiento de nuestra querida patria y latendencia de todos nuestros heroicos hijoshacia nuevos destinos y esperanzas. Estosucedió durante el invierno, en una clara ygélida noche, cerca de las doce, cuando tresdistinguidos caballeros estaban sentados enuna confortable, e incluso lujosa, habitaciónde una espléndida casa de dos plantas en lazona de San Petersburgo, entregados a unaseria y excelente conversación sobre un temaun tanto curioso. Esos tres hombres vestían

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uniforme de general. Estaban sentadosalrededor de una pequeña mesita, cada unode ellos en su correspondiente y mullidosillón, y, mientras duraba la conversación,bebían champán silenciosa yconfortablemente. La botella estaba allímismo, sobre la mesa, en una cubitera deplata con hielo. La cuestión estriba en que eldueño, un consejero privado, StepánNikíforovich Nikíforov, un viejo solterónde unos sesenta y cinco años, estabacelebrando su mudanza a una casa reciéncomprada, que por cierto también coincidíacon el día de su cumpleaños, que él hastaentonces nunca había celebrado. Además, lacelebración no era cualquier cosa; y, tal ycomo ya hemos mencionado, había sólo dosinvitados, ambos antiguos compañeros ysubordinados del señor Nikíforov, y paramás exactitud: el consejero estatal en activo,Semión Ivánovich Shipulenko, y el tambiénconsejero estatal en activo, Iván Ilich

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Pralinski. Habían llegado hacia las nueve dela noche, tomaron el té y después se pusierona beber vino, sabiendo que justo a las once ymedia debían marcharse a su casa. El dueñode la casa había amado durante toda su vidala regularidad. Es preciso decir dos palabrasacerca de él: había comenzado su carreracomo funcionario de bajo rango, aguantandotranquilamente durante cuarenta y cincoaños seguidos y sabiendo perfectamentehasta dónde podía llegar; no soportaba laidea de alcanzar las estrellas del cielo, aunqueya luciera dos de ellas en su uniforme; no leagradaba en absoluto, por el motivo quefuese, dar su propia opinión. Era honesto, loque vale a decir que no se le había presentadola ocasión de hacer algo deshonesto; estabasoltero, porque era un egoísta; no era nadatonto, pero en el momento actual no podíademostrar su inteligencia; lo que más ledisgustaba era el desorden y el entusiasmo,que los consideraba como una alteración

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moral, y en los últimos años de su vida sehabía sumergido en una especie de vagoconfort y soledad sistemática. Y aunque aveces iba como invitado a casas de personasde mejor posición, ya desde su juventud nosoportaba tener invitados en su casa yúltimamente, si no hacía solitarios, secongratulaba con la compañía de su reloj demesa, en el que escuchabaimperturbablemente, durante las tardes quepasaba dormitando en su sillón, su tictacdebajo de la campana de cristal que estabasobre la chimenea. Gozaba de un excelenteaspecto y un rostro bien afeitado, lo que lehacía parecer que incluso tenía menos edad:estaba bien conservado, prometía vivirmuchos años, y se comportaba como unverdadero caballero. Ocupaba un puestobastante cómodo: mantenía algunasreuniones y firmaba algunos papeles.Resumiendo, se le consideraba una excelentepersona. Únicamente poseía una pasión o,

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mejor dicho, un ferviente deseo: tener unacasa propia, y exactamente eso, una casa,construida al estilo señorial y nosimplemente por invertir el capital.Finalmente su deseo se hizo realidad: estuvobuscando y compró una casa en la zona deSan Petersburgo; a decir verdad, algo lejos,pero era una residencia con jardín y, además,una casa distinguida. El nuevo propietarioconsideraba que resultaba mejor que seencontrara lejos: no le gustaba recibir a genteen su casa y para desplazarse a algún lugar, oincluso para ir a trabajar, disponía de uncoche de dos plazas de color chocolate, delcochero Mijei y de dos pequeñas pero fuertesyeguas. Todo ello había sido adquiridogracias a una cuidadosa economía durantecuarenta años, de modo que su corazónestaba resplandeciente de felicidad. He aquíla razón por la cual al comprar la casa, y almudarse a ella, Stepán Nikíforovich sintió ensu tranquilo corazón tanta satisfacción que

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hasta invitó a gente el día de su cumpleaños,que antes ocultaba celosamente hasta a susconocidos más cercanos. Para uno de losinvitados guardaba incluso una especialpropuesta. Dentro de la casa, él mismo habíaocupado el piso de arriba, y para el de abajo,igualmente construido y distribuido,necesitaba un inquilino. Stepán Nikíforovichpensaba en Semión Ivánovich Shipulenko, ydurante aquella tarde sacó en un par deocasiones la conversación sobre este tema.Pero Semión Ivánovich se quedaba callado alrespecto. También era un hombre al que lehabía costado trabajo abrirse camino en lavida durante mucho tiempo y con dificultad;tenía el cabello negro, patillas, y unapermanente sombra de enojo en sufisonomía. Estaba casado y era un lúgubreamante de su hogar, donde mandaba contemor de todos; en su trabajo se sentía muyseguro de sí mismo, y también sabíaperfectamente hasta dónde podía llegar y,

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mejor aún, hasta dónde no llegaría nunca,ocupaba un puesto cómodo y estaba bienagarrado a él. Observaba el nuevo orden decosas aunque con cierta rabia, pero sinexcesiva preocupación: estaba muy seguro desí mismo y no sin maliciosa ironía escuchabala verborrea de Iván Ilich Pralinski sobrenuevos temas. A decir verdad, todos elloshabían bebido un poco más de la cuenta, demanera que el propio Stepán Nikíforovich semostró condescendiente con el señorPralinski y se puso a discutir ligeramente conél sobre las nuevas costumbres. Pero espreciso decir unas palabras sobre el señorPralinski, pues es el protagonista principaldel presente relato.

En realidad, al consejero de estado, IvánIlich Pralinski, sólo hacía cuatro meses que sele había otorgado el tratamiento deexcelencia; en una palabra, era un general decorta edad. Por la edad que tenía, parecía unhombre joven, de no más de unos cuarenta y

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tres años, pero por su aspecto parecía aúnmás joven y eso le gustaba. Era un hombreatractivo y alto, presumía de su forma devestir y de su refinada sobriedad en losatuendos; con gran habilidad llevaba unacondecoración que le colgaba del cuello; yadesde la infancia había adquirido ciertoshábitos y maneras de la alta sociedad, y desdesoltero soñaba con casarse con una novia ricay de clase alta. Todavía soñaba mucho,aunque no era nada tonto. Además, era ungran conversador y hasta le gustaba adoptarposes de parlamentario. Procedía de unabuena familia, y era un holgazán e hijo de ungeneral; en su más tierna infancia vestía deterciopelo y batista; se educó en unainstitución aristocrática y, aunque no salierade allí con muchos conocimientos, pudoentrar en la Administración y llegar hasta elgeneralato. Los jefes le consideraban unapersona con dotes, e incluso depositaban suconfianza en él. Stepán Nikíforovich, bajo

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cuyo mandato había comenzado ycontinuado su carrera, casi hasta el mismogeneralato, jamás lo había consideradopersona especialmente eficiente, y nuncahabía esperado mucho de él. Pero le gustabaque procediera de una buena familia, quegozara de una buena posición, es decir, deuna casa grande que tenía un administrador;que estuviera bien emparentado y que,además, tuviera buena presencia. StepánNikíforovich, en su interior, blasfemabacontra él por considerar que poseía un excesode imaginación y superficialidad. El propioIván Ilich sentía a veces que él mismo teníaexcesivo amor propio y que era muyquisquilloso. Pero, cosa rara: alguna que otravez, le entraban ataques de enfermizaescrupulosidad, e incluso de ligeroarrepentimiento. Con amargura y ocultodolor en su alma, a veces reconocía que enabsoluto había llegado tan alto como a él leparecía. Durante esos momentos, incluso se

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sentía abatido, especialmente cuando se lerecrudecía la dolencia de las hemorroides;decía que su vida había sido une existencemanquée, dejaba, claro está que para susadentros, de tener confianza en sí mismo y ensus dotes parlamentarias, diciendo de supropia persona que era un charlatán yfraseólogo, y aunque todo ello redundabaclaramente en gran honor suyo, no impedía,ni mucho menos, que pasada la media horade nuevo levantara cabeza y, con másterquedad y arrogancia, se envalentonara y seconvenciera a sí mismo de que todavía teníatiempo para demostrar que llegaría no sólo aser un alto funcionario, sino un hombre deEstado, al que todavía durante muchotiempo recordaría Rusia. A veces, incluso seimaginaba que le erigían monumentos. Detodo ello se deduce que Iván Ilich aspiraba allegar muy alto, aunque ocultaraprofundamente, pero no sin cierto temor, susindefinidos sueños y esperanzas. En una

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palabra, era una buena persona que inclusollevaba un poeta en su alma. Durante losúltimos años esas enfermizas ráfagas dedecepción comenzaron a presentársele conmás frecuencia. Se hizo especialmenteirritable, aprensivo y dispuesto a tomar comouna ofensa cualquier contrariedad. Pero larenovada Rusia llegó a aportarle de prontograndes esperanzas. El generalato terminó decoronarlas. Recobró el ánimo, e irguió lacabeza. De pronto comenzó a hablar muchoy con elocuencia, abarcando temas másnovedosos, con los que se identificaba hastarabiar con excesiva rapidez einesperadamente. Buscaba la ocasión paraintervenir, viajaba por la ciudad, y enmuchos lugares llegó a cobrar fama deextremado liberal, cosa que le agradabamucho. A lo largo de esa tarde, y tras habertomado unas cuatro copas, estabaespecialmente animado. Le entraron ganas dehacer cambiar completamente de opinión a

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Stepán Nikíforovich, al que hacía tiempo queno veía, y al que hasta aquel momentosiempre había respetado e incluso obedecido.Por algún motivo lo consideró un retrógradoy le atacó con inusitado fervor. StepánNikíforovich apenas le contradecía, y selimitaba a escuchar maliciosamente, aunque eltema en sí le interesaba. Iván Ilich se fueenardeciendo y, en el calor de la disputaimaginaria, fue dando algún que otro sorbo asu copa, con más frecuencia de la que debiera.Entonces, Stepán Nikíforovich cogía labotella y al momento le añadía más en sucopa, cosa que inexplicablemente de prontocomenzó a ofender a Iván Ilich, tanto máscuanto que Semión Ivánovich Shipulenko, alque despreciaba especialmente y al que sobretodo temía por su cinismo y malicia, estaba asu lado callado pusilánimemente y sonriendomás de lo acostumbrado. «Al parecer meestán tomando por un mozalbete», se le pasópor la cabeza a Iván Ilich.

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–No, señor, ya era hora, y desde hacetiempo –continuó diciendo, acalorado–. Hanllegado demasiado tarde, y, en mi opinión, elhumanitarismo es una cuestión primordial, elhumanitarismo con los subordinados,teniendo en cuenta que también ellos sonseres humanos. El humanitarismo lo salvarátodo, y todo lo pondrá de relieve...

–¡Ja, ja, ja! –se oyó desde donde seencontraba Semión Ivánovich.

–Y ¿por qué, no obstante, nos está ustedriñendo de este modo? –respondió por finStepán Nikíforovich, sonriendoamablemente–. Reconozco, Iván Ilich, quehasta ahora no consigo comprender lo quepretende explicar. Usted ensalza elhumanitarismo. Y ello significa el amor alprójimo, ¿verdad?

–Sí, quizás sea el amor al prójimo. Yo...–Permítame. Por lo que puedo juzgar, la

cosa no estriba sólo en eso. El amor alprójimo siempre ha sido necesario. Pero la

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reforma no se limita a eso. Se hancuestionado aspectos relacionados con elcampesinado, la legalidad, la administraciónde haciendas, los arrendamientos, la moraly... y... una infinidad de esas cuestiones, ytodo junto, de golpe, puede provocargrandes trastornos, por así decirlo. Eso era loque temíamos, y no únicamente elhumanitarismo...

–Sí, la cuestión es más profunda –señalóSemión Ivánovich.

–Lo comprendo perfectamente, ypermítame señalarle, Semión Ivánovich, queno me gustaría en absoluto quedarme a lazaga de usted para entender la profundidadde las cosas –señaló Iván Ilich conmordacidad y muy bruscamente–, pero, apesar de todo, me permitiré la osadía deindicarle, Stepán Nikíforovich, que ustedtampoco me ha comprendido en absoluto...

–No le he entendido.–Y mientras tanto yo, concretamente,

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mantengo y sigo promulgando la idea de queel humanitarismo, y para ser más exactos, elhumanitarismo con los subordinados, delfuncionario al escribiente, de éste al criado,del criado al campesino, el humanitarismo,digo yo, puede servir de algún modo depiedra angular de las reformas que sepresentan, y en general para la renovación delas cosas. Que ¿por qué? Por lo siguiente,véase el silogismo: soy humanitario, porconsiguiente, me quieren. Me quieren, luegosienten confianza; confían en mí, luego creen;y si creen, entonces me quieren... bueno, no,quiero decir que si creen, creerán también enla reforma, y entenderán, de alguna manera,la esencia misma de la cuestión, es decir, seabrazarán moralmente y resolverán todas lascuestiones de una manera amigable,fundamentalmente. ¿Por qué se ríe usted,Semión Ivánovich? ¿No lo entiende?

Stepán Nikíforovich levantó en silencio lascejas; estaba asombrado.

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–Me parece que he bebido un poco más dela cuenta –señaló con malicia SemiónIvánovich–, y por ello me siento torpe pararazonar. Tengo la cabeza ligeramenteofuscada.

Iván Ilich se crispó.–No estaremos preparados –pronunció de

pronto Stepán Nikíforovich tras quedarsepensativo un rato.

–Pero ¿cómo que no estaremospreparados? –al parecer, StepánNikíforovich, no quiso entrar en másdetalles.

–¿No estará usted refiriéndose al vinonuevo y a las nuevas pieles? –respondió IvánIlich no sin cierta ironía–. Pues no, yorespondo por mí.

En aquel momento el reloj dio las once ymedia de la noche.

–No hacen más que estar sentados ycomiendo –dijo Semión Iványch,disponiéndose a levantarse del sitio. Pero

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Iván Ilich se le adelantó, al instante se levantóde la mesa y cogió su gorro de marta. Mirabacomo si estuviera ofendido.

–Bueno, ¿entonces se lo pensará, SemiónIványch? –dijo Stepán Nikíforovich,acompañando a los invitados.

–¿En lo referente al piso? Me lo pensaré,me lo pensaré.

– Y póngame al corriente en cuanto decidaalgo.

–¿Siguen hablando de negocios? –señalócon amabilidad el señor Pralinski en un tonode cierto halago y jugueteando con su gorro.Le dio la impresión de que se estabanolvidando de él.

Stepán Nikíforovich levantó las cejas y sequedó callado como si señalara que noretenía a los invitados. Semión Iványch sedespidió de un modo apresurado.

«Bueno... pues después de esto, allávosotros, si no comprendéis lo que es simplecortesía», pensó para sus adentros el señor

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Pralinski y, de un modo especialmenteindependiente, extendió la mano a StepánNikíforovich.

En el vestíbulo, Iván Ilich se envolvió ensu ligero y caro abrigo de piel, procurandopor alguna razón no reparar en el raídoabrigo de castor de Semión Iványch, y losdos empezaron a bajar las escaleras.

–Parece que nuestro viejo se ha ofendido –dijo Iván Ilich a Semión Iványch, que estabacallado.

–¡No! ¿Por qué razón? –respondió éstetranquila y fríamente.

«¡Lacayo!», pensó para sus adentros IvánIlich.

Cuando bajaron al porche, a SemiónIványch le acercaron el trineo con su pocoagraciado potro gris.

–¡Qué demonios! ¿Dónde ha metidoTrifón mi carro? –exclamó Iván Ilich, al nover su coche.

Iba de un lado para otro y el coche no

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aparecía. El criado de Stepán Nikíforovichno tenía ni idea de dónde podía estar. Lepreguntaron a Varlam, el cochero de SemiónIványch, y éste les respondió que el otrocochero había permanecido allí durante todoel tiempo, así como el coche, pero que ahoraya no estaban.

–¡Qué anécdota más vergonzosa! –dijo elseñor Shipulenko–. ¿Desea que le acerque?

–¡Qué sinvergüenza! –gritó enloquecido elseñor Pralinski–. El muy canalla me pidiópermiso para ir a una boda, aquí mismo, en lazona de San Petersburgo; una comadre quese iba a casar. ¡Al demonio con ella! Leprohibí rotundamente que se marchara. ¡Yahora estoy seguro de que ha ido allí!

–Realmente ha ido –señaló Varlam–, peroaseguró que regresaría enseguida, para estarde vuelta a tiempo.

–¡Vaya! ¡Parecía que lo estabapresintiendo! ¡Cuando le vea!

–Mejor será que le dé usted un par de

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latigazos, y así obedecerá –dijo SemiónIványch, envolviéndose ya en la manta delcoche.

–¡Por favor, no se preocupe, SemiónIványch!

–De modo que no quiere que le lleve.–No, merci, que tenga buen viaje.Semión Iványch se marchó, e Iván Ilich se

fue andando por los puentes de madera,sintiéndose bastante irritado.

«¡Pues ahora verás, estafador! Iré a pie apropósito, para que te avergüences y tesientas mal. ¡Cuando vuelvas y veas que elseñor se ha tenido que ir andando...miserable!»

Iván Ilich jamás había maldecido tanto,pero en esta ocasión estaba muy alterado y,por añadidura, le zumbaba la cabeza. Era unhombre que no bebía, y por ello unas cinco oseis copas se le subían enseguida a la cabeza.Hacía una noche maravillosa. Estaba

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helando, pero había un silencio especial y nohacía viento. El cielo estaba claro y se veíanlas estrellas. La luna llena iluminaba la tierracon un brillo plateado y mate. Se estaba tanbien que Iván Ilich, al dar unos cincuentapasos, casi se había olvidado de su pena. Sesentía especialmente bien. A ello se añadíaque la gente que bebe un poco suele cambiara menudo de estado de ánimo. Inclusoempezaron a gustarle las poco agraciadascasitas de la calle desierta.

«Pues está muy bien eso de haber tomadola decisión de ir a pie», pensó para susadentros, «y será una lección para Trifón, yuna satisfacción para mí. A decir verdad, hayque dar paseos a pie más a menudo. ¿Qué?En la avenida Bolshoi enseguida encontraréun cochero. ¡Qué noche más espléndida! ¡Yqué casitas hay por aquí! Debe ser que en estazona vive toda la morralla, los funcionariosde bajo rango, los tenderos, y puede que elmismo... Stepán Nikíforovich. Pero ¡qué

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retrógrados son todos ellos! ¡Viejospazguatos! Precisamente pazguatos, c’est lemot. Por lo demás es un hombre inteligente;tiene eso que se llama bon sens, y esacomprensión juiciosa y práctica de las cosas.Pero, a pesar de todo, ¡son unos viejos! Lesfalta eso... ¡cómo decirlo! Pues sí, les faltaalgo... ¡No estaremos preparados! ¿Qué fuelo que quiso decir con aquello? Incluso sequedó pensativo cuando lo decía. Por lodemás, a mí no me comprendió en absoluto.Y ¿cómo es posible? Resulta más difícil noentender que entender. Pero lo másimportante es que yo estoy convencido,convencido hasta el fondo de mi alma. Elhumanitarismo... y el amor al prójimo.Devolver al hombre a sí mismo... hacerlerenacer su dignidad y entonces... con elmaterial preparado, ponerse manos a la obra.¡La cosa parece clara! Pues ¡sí! Permítame,Excelencia, atienda al siguiente silogismo:nos encontramos, por ejemplo, con un

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funcionario pobre, apocado. “Vamos a ver...¿quién eres?” Y la respuesta será: “Unfuncionario”. Está bien, un funcionario; yprosigue: “¿Y un funcionario de quérango?”. Y la respuesta es: “Pues unfuncionario tal y cual”. “¿Estás en activo?”“¡Sí!” “¿Quieres ser feliz?” “Lo quiero.”“¿Y qué hace falta para ser feliz?” “Pues estoy lo otro.” “¿Por qué?” “Por esto y por lootro...” Y he aquí que el hombre me haentendido enseguida: ya es mío, está cogido,por decirlo de alguna manera, en mi red, y yohago con él todo cuanto deseo, es decir, parasu bien. ¡Es vergonzoso ese Semión Iványch!Y qué cara más desagradable tiene... Lo dedarle unos latigazos lo dijo a propósito. No,no es así, ponle tú mismo la mano encima,porque yo no lo haré; a Trifón lo pondré ensu sitio con una palabra, con un reproche, yél lo sentirá. En cuanto a lo del uso del látigo,hum... es una cuestión que no está clara...hum. ¿Y por qué no pasar por casa de

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Emerans? ¡Uf, al demonio, con los malditospuentes éstos!», exclamó de pronto, mientrasretrocedía repentinamente. «¡Y ésta es lacapital! ¡La ilustración! Puede uno rompersela pierna. Hum. No trago a ese tal SemiónIványch; tiene una cara de lo másdesagradable. Hace un rato se burlaba de mícuando dije que la gente se abrazarámoralmente. Bueno, pues que se abracen, ¿y ati qué te importa eso? Si yo no piensoabrazarte; antes abrazaría a un campesino... Sime encuentro con un campesino, le hablaré.Por lo demás, yo estaba bebido, yposiblemente no me explicara bien. Puedeque tampoco ahora me esté explicando bien...Hum. No volveré a beber más. Por la nochehablas más de la cuenta y al día siguiente tearrepientes. Y ¿qué? No voy dando tumbos,sino que ando bien... ¡Y, además, todos ellosson unos bribones!»

Así, de un modo inconexo y fragmentado,iba reflexionando Iván Ilich, mientras

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continuaba andando por la acera. Le habíaafectado el aire puro y, por decirlo de algunamanera, lo espabiló. Pasados cinco minutosse habría tranquilizado y le entrarían ganasde dormir; pero, de repente, casi a dos pasosde la avenida Bolshoi, le pareció oír música.Miró alrededor. En la otra acera de la calle, enuna casita muy vieja de una planta, que eramuy larga y de madera, se celebraba unafiesta, sonaba un violín, un contrabajo, ysilbaba una flauta con una música muy alegreal aire de una cuadrilla. Junto a las ventanashabía gente, la mayoría eran mujeres conchaquetones guateados de tela de saco y conpañuelos en la cabeza; se esforzaban almáximo para poder ver algo a través de lasrendijas de las contraventanas. Era evidenteque allí dentro se lo estaban pasando bien. Elruido de los taconazos de los que bailabanllegaba hasta el otro lado de la calle. IvánIlich descubrió a un guardia municipal y se leacercó.

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–¿De quién es esa casa, hermano? –lepreguntó, entreabriendo ligeramente sucostoso abrigo de piel, lo justo para que elguardia pudiera ver la importantecondecoración que llevaba al cuello.

–Del funcionario Pseldonímov, el quetrabaja en la legislatura –le respondióponiéndose derecho el guardia, al que lehabía dado tiempo de ver la distinguidaorden.

–¿De Pseldonímov? ¡Bah! ¡DePseldonímov...! ¿Y qué sucede? ¿Se casa?

–Se casa, Su Excelencia, con la hija delconsejero titular. El consejero titularMlekopitáiev... que trabajaba en elmunicipio. Esta casa es parte de la dote de lanovia.

–¿Conque esta casa es ahora dePseldonímov y no de Mlekopitáiev?

–Sí, Su Excelencia. Antes era deMlekopitáiev y ahora es de Pseldonímov.

–Hum. Te estoy preguntando, hermano,

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porque yo soy su jefe. Soy el general delmismo lugar en el que presta sus serviciosPseldonímov.

–Esto es, Su Excelencia –el guardiamunicipal se estiró definitivamente, mientrasque Iván Ilich pareció quedarse pensativo.Estaba de pie reflexionando algo.

Sí, realmente, Pseldonímov era de sudepartamento; de la misma oficina dondetrabajaba él; estaba haciendo memoria de ello.Se trataba de un funcionario de bajo rangoque cobraba unos diez rublos al mes. Puestoque hacía muy poco que el señor Pralinskihabía tomado posesión de su oficina, norecordaba con precisión a todos sussubordinados, pero sí se acordaba dePseldonímov y, concretamente, por el detallede su apellido. Le llamó la atención desde elprimer momento, de manera que desde aquelinstante le entró la curiosidad de observar aldueño de ese apellido con más esmero.Recordó ahora a un hombre todavía muy

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joven, con una nariz larga y aquilina y elcabello rubio con mechas, pálido y malalimentado, con un uniforme imposible y unaspecto tan deplorable que rayaba en loindecente. Recordó cómo ya entonces lehabía venido a la cabeza la idea de darle alpobre una gratificación de diez rublos para lacelebración de la fiesta. Pero como aquelpobre hombre tenía cara de viernes, y lamirada tan extremadamente antipática que,incluso, provocaba desagrado, la bondadosaidea se esfumó por sí misma, quedándose asíPseldonímov sin gratificación. Por esa razónle impactó que ese mismo Pseldonímov lefuera a pedir permiso para casarse no hacíamás de una semana. Iván Ilich recordó que dealguna forma no había tenido más tiempopara dedicarle a ese asunto, de manera que lacuestión de la boda se abordó de manerarápida y apresurada. Pero, a pesar de todo,recordó con precisión que, junto a su novia,Pseldonímov recibía una casa de madera y

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cuatrocientos rublos libres de impuestos; esacircunstancia le había sorprendido ya enaquel momento; recordó que incluso se leocurrió un ligero chiste por el hecho delchoque que ocasionaban los apellidos dePseldonímov y Mlekopitáiev13. Recordó conprecisión todo aquello.

Lo recordó y se fue sumiendo cada vezmás y más en sus pensamientos. Es de sobraconocido que a veces de manera instantáneapasan por nuestras cabezas reflexionesenteras, o en alguna de sus formas, sinnecesidad de ser traducidas al lenguajehumano y menos aún al literario. Perointentaremos traducir todas esas sensacionesde nuestro héroe y presentar al lector aunquesólo sea su esencia, es decir, aquello que eraimprescindible y veraz en ellas. He aquí larazón por la cual ni siquiera salen a la luz,aunque las tiene todo el mundo. Claro estáque las sensaciones y las ideas de Iván Ilich

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eran algo deshilvanadas. Pero ustedes yaconocen el motivo.

«¡Y bien!», se le pasó por la cabeza.«Sucede que todos nosotros no paramos dehablar y hablar, pero en cuanto llega elmomento de actuar todo queda en nada. Heaquí el ejemplo, tomando al mismoPseldonímov: acaba de casarse, todo nerviosoy con la esperanza de agradar los paladares...Es uno de los días más felices de su vida...Ahora está atendiendo a sus invitados... lesestá ofreciendo un banquete; modesto ypobre, pero alegre y sincero.... Y ¿quésucedería si en ese preciso instante se enterarade que yo, yo, que soy su jefe, su jefeprincipal, estoy aquí mismo, junto a su casa,escuchando su música? Hum... está claro queal principio se asustaría, se quedaría mudo deincertidumbre. Yo sería un estorbo para él, yprobablemente descabalaría todo... Sí, así escomo sucedería si entrara cualquier otrogeneral que no fuera yo.

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»¡Sí, Stepán Nikíforovich! Hace un ratousted no me había comprendido y aquí tieneun ejemplo vivo.

»Sí. Todos nosotros gritamos acerca delhumanitarismo, del heroísmo, pero noestaremos preparados para hacer un actoheroico.

»¿Qué clase de heroísmo? Pues elsiguiente: dadas las circunstancias actuales delas relaciones entre todos los miembros de lasociedad, si yo entrara, a la una de la noche,durante la celebración de una boda, en casade mi subordinado, un escribiente que cobradiez rublos al mes, provocaría confusión:sería como un torbellino de ideas, el últimodía de Pompeya, ¡el caos! Nadie loentendería. Stepán Nikíforovich se moriría yno lo entendería. Si él mismo dijo: “Noestaremos preparados”. Sí, pero eso será paraustedes, gente vieja, anquilosada y estancada,porque yo ¡sí que estoy preparado! Yoconvertiré el último día de Pompeya en el día

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más feliz de mi subordinado, y un actosalvaje en algo normal, patriarcal, elevado ymoral. ¿Cómo? Pues del siguiente modo.Preste atención...

»Bueno... pues supongamos que entro,ellos se quedan asombrados, interrumpen elbaile, miran cohibidos y se retraen. Bien, y enese momento yo demuestro lo que soy: medirijo directamente al asustado Pseldonímovy, con la más dulce de las sonrisas y laspalabras más sencillas, le digo: “Bueno, entreuna cosa y otra, vengo de casa de SuExcelencia Stepán Nikíforovich. Supongoque lo conoces porque vive aquí cerca...”.Luego, en tono desenfadado le cuento losucedido con Trifón. De Trifón paso aexplicarle cómo he venido a pie... “En fin,pues oigo música, me entra la curiosidad, lepregunto al guardia municipal, y me enterode que eres tú, hermano, el que se casa. Y hepensado que por qué no podía entrar en casade mi subordinado y echar un vistazo a ver

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cómo se divierten y se casan misfuncionarios. ¡Pues he supuesto que no meecharías a la calle!” ¡Echar a la calle! Vayapalabreja para un subordinado. ¡Cómodemonios me ibas a echar! ¡Yo más bienpensaba que te volverías loco, y que teapresurarías a ofrecerme un sillón, que teestremecerías de asombro, y que incluso nosabrías cómo reaccionar al principio...!

»¡Y qué puede resultar más sencillo yelegante que un acto de este tipo! ¿Por quéentraría? ¡Ésa ya es otra cuestión! Ésa ya es,por decirlo de alguna manera, la cuestiónmoral del asunto. ¡Y en ella está la esencia!

»Hum... A ver, ¿en qué estaba pensando?¡Sí!

»Pues claro, que me iban a sentar junto alos invitados más distinguidos, algúnconsejero titular, o algún pariente, capitánretirado de nariz colorada... ¡Qué biendescribía Gógol a esos tipos! Claro está queme presentarán a la novia; la alabo, y animo a

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los invitados. Les ruego que no se sientanincómodos, que se diviertan, que continúenbailando, gasto bromas, me río, en unapalabra, me porto amable y agradablemente.Yo siempre soy amable y agradable cuandome siento a gusto conmigo mismo... Hum...la cosa está en que todavía parece que estoyun poco... es decir, no es que esté bebido,sino que...

»... Claro está que como caballero que soyme siento en igualdad junto a ellos y deningún modo les exigiría ningún tipo deatención especial... Pero desde el punto devista moral, lo que es moral, hay otracuestión: ellos lo comprenderán y lovalorarán... Mi acto despertará en ellos elsentido de la magnanimidad... Me quedaréuna media hora... Incluso una hora entera. Yme marcharé, claro está, justo antes de quesirvan la cena, y ellos harán lo posible paraque me quede, se pondrán a hacer cosas alhorno, e insistirán encarecidamente, pero yo

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tan sólo me tomaré una copa, los felicitaré, yles diré que no me quedaré a cenar. Les diré:“tengo asuntos que resolver”. Y en cuantopronuncie la palabra “asuntos”, se les pondráa todos una cara respetuosamente seria. Conello les recordaré, con delicadeza, que ellos yyo somos diferentes. Como el cielo y latierra. Y no es que desee llamarles la atención,pero resulta imprescindible... incluso en elsentido moral resulta necesario, se diga loque se diga. Por lo demás, sonreiré alinstante, e incluso es probable que me eche areír, y al momento todos se animarán... Unavez más le gastaré una broma a la novia;hum... incluso haré lo siguiente: le echaré laindirecta de que me presentaré nuevamentetranscurridos justo nueve meses, y haré depadrino, ¡je, je! Y ella, probablemente, dará aluz para entonces. Si esa gente se reproducecomo los conejos... Bueno, y todos seecharán a reír, y la joven se sonrojará; le daréafectuosamente un beso en la frente e incluso

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la bendeciré y... al día siguiente en la oficinami acto heroico ya será conocido. Al díasiguiente, de nuevo me mostraré severo, yseré exigente e incluso implacable, pero yasabrán todos quién soy yo. Conocerán miespíritu y mi esencia: “¡Como jefe es severo,pero como hombre es un ángel!”. Y he aquíque los he vencido; los atrapé con unpequeño gesto que ni se les pasa a ustedespor la cabeza; y ya son míos; yo soy su padrey ellos mis hijos... A ver, Su Excelencia,Stepán Nikíforovich, vamos, haga usted algoasí...

»... Y ¿saben una cosa? ¿Comprenden quePseldonímov les recordará a sus hijos cómoel mismísimo general ha estado celebrando, eincluso tomándose una copa en su boda?Hasta sus hijos les contaran a su vez a lossuyos, y éstos a sus nietos, como unaanécdota sagrada, cómo un alto funcionario,un estadista (pues para aquel entonces ya loseré) les ha otorgado el honor, etc. Porque

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levantaré moralmente al humillado, lodevolveré a sí mismo... ¡Pero si él gana diezrublos mensuales...! Si yo repitiera este actounas cinco o diez veces, más o menos, mehabría ganado una fama universal... Quedaríaimpreso en el corazón de todos, y ¡sólo eldemonio sabrá qué es lo que podría salir deesto, quiero decir, de la popularidad...!»

Esto, o algo parecido, era lo que pensabaIván Ilich (señores, y ¿qué no se dirá elhombre de sí mismo a veces, máximeencontrándose en una situación excéntrica?).Todos esos pensamientos se le pasaron por lacabeza en el transcurso de medio minuto, y,claro está, probablemente habría quedadosatisfecho con esas reflexiones y,avergonzando mentalmente a StepánNikíforovich, se habría dirigidotranquilamente a casa y se habría echado adormir. ¡Y habría sido lo mejor! Pero, pordesgracia, también se trataba de un momentoexcéntrico.

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Como si fuera a propósito, de repente, enese mismo instante, en su excitadaimaginación se figuró ver los rostrossatisfechos de Stepán Nikíforovich y SemiónIvánovich.

«¡No estaremos preparados!», se decía unavez más Stepán Nikíforovich, sonriendo conaltanería.

«¡Ji, ji, ji!», replicaba Semión Ivánovich,sonriendo de una manera de lo másdesagradable.

«¡Ahora veremos si no estaremospreparados!», se dijo animadamente IvánIlich, al que le dio incluso un golpe de caloren la cara. Bajó el puente y con paso decididose dirigió directamente, atravesando la calle,hacia la casa de su subordinado, el escribientePseldonímov.

Su estrella le arrastraba. Entró de formadecidida por la portezuela abierta y condesprecio apartó con el pie a un pequeño y

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peludo perrillo, que apenas tenía voz y que,más bien por aprecio que por deber, lerondaba los pies con su ronco ladrido. Porun entarimado de tablas llegó hasta el porchecubierto que sobresalía hasta el patio, y subiótres viejos escalones de madera para entrar enun pequeño zaguán. Y en ese lugar, aunqueen un rincón ardía un trozo de cera o algoparecido a un quinqué, ello no impidió aIván Ilich, tal y como iba, con los chanclos,meter el pie izquierdo en un plato de gelatinaque estaba colocado allí para enfriarse. IvánIlich se agachó y, mirando con curiosidad,vio que había dos platos más con un áspic depescado y dos cacharros más queprobablemente fueran un postre. El plato degelatina que había aplastado con el pie le dejóconfuso, y sólo por un instante se le pasófugazmente por la cabeza la idea de si nosería mejor marcharse enseguida de allí. Peroconsideró ese acto demasiado bajo. Pensóque nadie lo había visto y que no creerían

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que había sido él, se limpió deprisa el chanclopara borrar toda huella, palpó a tientas lapuerta forrada de fieltro, la abrió, y entró enun minúsculo vestíbulo. La mitad de ésteestaba literalmente abarrotada de capotes,abrigos de piel, capuchas, bufandas ychanclos. En el otro lado estaban losmúsicos: dos violines, una flauta y uncontrabajo, en total unas cuatro personas,contratadas, claro está, en la calle. Estabansentados tras una mesita de madera sin pintar,iluminada por una sola vela; atacaban conganas los últimos pasos del baile. Desde lapuerta entreabierta del salón se podía ver aquienes estaban bailando, envueltos en unanube de polvo, tabaco y olor a quemado.Había una alegría desenfrenada. Se oían risas,gritos y chillidos de señoras. Los caballerosdaban patadas al suelo como si fueran unescuadrón de caballería. Sobre toda esa bullase oían las órdenes del maestro de baile,probablemente hombre extraordinariamente

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desenvuelto, que incluso llevaba la levitadesabrochada: «¡Caballeros, den un pasohacia delante, chaîne des dames, balancez!»,etc. Iván Ilich, algo nervioso, se quitó elabrigo y los chanclos y con el gorro en lasmanos entró en la habitación. Además, él yani siquiera razonaba...

En principio nadie se dio cuenta de supresencia: todos estaban enfrascadosterminando el baile que finalizaba. Iván Ilichpermanecía de pie aturdido y no lograbadistinguir nada entre toda aquella bulla.Centelleaban los vestidos de las damas y loscigarrillos que los caballeros llevaban en laboca... Refulgió el echarpe de color azul clarode una dama, que le rozó la nariz. Tras ella,locamente entusiasmado, pasó corriendo unestudiante de medicina con el cabelloalborotado, y le dio un fuerte empujón.También pasó delante de él un oficial dealgún regimiento, tan largo como un tallo.Alguien con una voz excesivamente chillona

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pasó volando y pegando saltos junto a otros,gritando: «¡Eh, eh, eh, Pseldonimushka!».Debajo de los pies de Iván Ilich había algopegajoso: probablemente le habían dado ceraal suelo. En la habitación, por lo demás, nodemasiado pequeña, había unos treintainvitados.

Pero al cabo de un minuto finalizó el bailey casi al instante sucedió exactamente lomismo que se estuvo imaginando Iván Ilich,cuando estaba pensando en el puente. Entrelos invitados y los que estaban bailando, a losque todavía no les había dado tiempo detomar aliento y limpiarse el sudor de lafrente, corrió cierto rumor. Todos los ojos yrostros comenzaron a darse rápidamente lavuelta hacia el invitado recién llegado.Después, todos al unísono comenzaron aretroceder lentamente. A los que aún no sehabían percatado les tiraban de la ropa paraavisarles. Éstos también miraban alrededor yal instante reculaban junto a los demás. Iván

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Ilich permanecía aún en el quicio de lapuerta, sin dar un solo paso hacia delante, yentre él y los invitados cada vez se ibaabriendo un espacio más amplio, un suelocubierto con infinitos papeles de caramelo,tarjetas y colillas de cigarrillos. De pronto,un joven vestido de uniforme, con el cabellorubio y alborotado y nariz aquilina, aparecióen ese espacio. Se desplazó hacia delanteencorvado, mirando al inesperado huéspedcon la mismísima expresión de un perrocuando mira a su dueño que lo llama paradarle un puntapié.

–¡Hola Pseldonímov! ¿Me reconoces...? –dijo Iván Ilich, y al instante sintió que lohabía dicho de un modo excesivamentetorpe; también sintió que probablemente, enaquel momento, estuviera cometiendo unahorrible estupidez.

–¡Su-su-su Excelencia! –murmuróPseldonímov.

–Pues nada, hermano, he entrado aquí por

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casualidad, tal y como, probablemente, túmismo te lo podrás imaginar...

Pero Pseldonímov seguramente no podíaimaginarse nada. Estaba clavado en el suelo,con los ojos fuera de sí, y terriblementeperplejo.

–Bueno, supongo que no me irás a echar...¡Te sorprenda o no, al invitado hay querecibirlo...! –continuó Iván Ilich, sintiendoque se estaba turbando hasta más no poder, yque no podía sonreír ni queriendo; que elcomentario humorístico acerca de StepánNikíforovich y Trifón se estaba volviendocada vez más insostenible. Pero, como sifuera a propósito, Pseldonímov no salía de suasombro y seguía mirando con una expresiónabsolutamente estúpida. Iván Ilich se encogióde hombros y sintió que, de transcurrir unminuto más en aquellas circunstancias, seproduciría un increíble caos.

–¿No estaré molestando...? ¡Me voy! –

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apenas pudo pronunciar, y un nervio letembló en la comisura derecha de sus labios...

Pero Pseldonímov ya estaba volviendo ensí...:

–Su Excelencia, por favor... Es un honor...–susurró, inclinándose apresuradamente–.Tenga la amabilidad de tomar asiento –y yamás recompuesto le indicó con ambas manosel sofá del que habían apartado la mesa parapoder bailar...

Iván Ilich pareció respirar y se dejó caer enel sofá; al momento alguien se apresuró aacercarle la mesa. Echó un vistazo y sepercató de que era el único que estabasentado y de que todos los demás estaban depie, incluidas las damas. Mala señal. Pero aúnno había llegado el momento de recordarlesque se animaran. Los invitados seguíanretrocediendo, y enfrente de él todavíapermanecía, de pie, solo y encogido,Pseldonímov, que seguía sin comprendernada y se encontraba lejos de poder sonreír.

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La situación resultaba espantosa, o mejordicho: en aquel instante nuestro héroe estabatan angustiado que realmente su invasión a loHarunal-Rashid, en honor al principio haciasu subordinado, podría considerarse un actoheroico. Pero de pronto una pequeña figuraapareció ante Pseldonímov y comenzó ainclinarse. Para su inexpresable satisfacción eincluso felicidad, Iván Ilich reconoció alinstante al oficial mayor Akím PetróvichZubikov, con el que, claro está, no trataba,pero de quien sabía que era un funcionariotrabajador y de pocas palabras. Enseguida selevantó y le extendió la mano a AkímPetróvich; la mano entera y no dos dedos.Éste la cogió entre sus dos manos congrandísimo honor. El general estabatriunfante; toda la situación quedaba fuera depeligro.

Y realmente en ese momento Pseldonímovhabía pasado, por así decirlo, de segundo atercer plano. Con el relato de lo sucedido

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podía dirigirse directamente al oficial mayor,tomándole por necesidad por una personaconocida, y aun por amigo íntimo, mientrasque Pseldonímov podía, entre tanto,permanecer callado y temblar de respeto. Deesta manera, las apariencias quedabancubiertas. Y el relato resultabaimprescindible; Iván Ilich lo presentía; veíaque todos los invitados estaban esperandoalgo, que incluso toda la gente que seencontraba en la casa se agolpaba en las dospuertas, y que sólo les faltaba subirse unosencima de los otros para verle y escucharle.Lo que resultaba desagradable era que eloficial mayor, a causa de su idiotez, seguía sinsentarse.

–¡Vamos, hombre! –dijo Iván Ilich,indicándole apurado un lado del sofá en elque estaba sentado.

–Disculpe señor... estoy bien aquí... –yAkím Petróvich se sentó enseguida en unasilla entregada casi en volandas, por un

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Pseldonímov fuertemente clavado en elsuelo.

–Puede usted imaginarse un suceso –comenzó Iván Ilich, dirigiéndoseexclusivamente a Akím Petróvich, algotembloroso, pero con una voz ya más suelta.Incluso estiraba y dividía por sílabas laspalabras, ponía énfasis en las sílabas y la letraa comenzó a pronunciarla como si fuera unae, es decir, sintiendo y siendo consciente deque estaba haciendo el ridículo, pero que yano podía dominarse a sí mismo; una fuerzaexterior, ajena a él, lo dominaba. En esosmomentos se daba cuenta de muchas yterribles cosas.

–Puede usted imaginarse que llego ahorade casa de Stepán Nikíforovich; a lo mejor haoído hablar de él, es un consejero privado. Elque está ahora en esa comisión...

Akím Petróvich se inclinórespetuosamente hacia delante con todo su

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cuerpo como si dijera: «¿Quién no ha oídohablar de él?».

–Ahora es tu vecino –continuó Iván Ilich,dirigiéndose, por un instante, y para guardarlas formas, a Pseldonímov, pero volviéndoseenseguida al ver en la mirada de éste que esole daba exactamente igual–. El viejo, comousted sabe, estuvo toda su vida soñando concomprar una casa... y se la compró. Y unacasa espléndida. Sí..., y hoy era el día de sucumpleaños, que antes nunca lo habíacelebrado, e incluso nos lo ocultaba, y loguardaba como un secreto por tacañería, ¡je,je!... Y ahora estaba tan feliz de habercomprado la casa que nos invitó a SemiónIvánovich y a mí. ¿Lo conoce? AShipulenko.

Akím Petróvich se inclinó de nuevo. Lohizo poniendo énfasis. Iván Ilich se quedóalgo más tranquilo. Porque ya se le estabapasando por la cabeza que el oficial mayorprobablemente se diera cuenta de que en

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aquellos instantes él era un punto de apoyoimprescindible para Su Excelencia. Eso seríalo más bochornoso.

–Bueno, pues estuvimos allí los tres, nossirvió champán, charlamos sobre diversascuestiones... pues de esto y de lo otro... sobreproblemas... Incluso discutimos... ¡je, je!

Akím Petróvich levantó las cejasrespetuosamente.

–Sólo que la cosa no está en eso.Finalmente me despedí de él, es un viejo muyformal, se acuesta pronto, ya sabe, la edad.Salgo de su casa... Y ¡no está mi Trifón! Mepongo nervioso y pregunto: «¿Dónde habrádejado Trifón el carro?». Y resulta que él,creyendo que yo regresaría más tarde, se fue ala boda de una madrina suya o una hermana...¡sabe Dios! Que vive por aquí, en la parte dePeterburgski. Y además se llevó consigo elcarro –el general, otra vez y por cortesía,miró a Pseldonímov, que al instante seretorció, pero no como le hubiera gustado a

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él. «No tiene compasión, tiene el corazónduro», se le pasó por la cabeza.

–¡Dice usted...! –dijo profundamenteimpresionado Akím Petróvich. Un suavesusurro de asombro recorrió a toda la genteque allí se agolpaba.

–Se podrá usted imaginar mi situación... –Iván Ilich miró a todos los presentes–. Notenía más opción que la de ir andando. Penséllegar hasta la avenida Bolshoi y allíencontrar a algún cochero... ¡je, je!

–¡Ji, ji, ji! –respondió respetuosamenteAkím Petróvich. De nuevo volvió a oírse elsusurro entre los presentes, pero ya en untono alegre. En aquel momento, haciendomucho ruido, se rompió el cristal de lalámpara de pared. Alguien se lanzóapresuradamente a arreglarla. Pseldonímov seestremeció y con gesto serio miró la lámpara,pero el general ni siquiera prestó atención, ytodo volvió a calmarse.

–Voy caminando... y hace una noche tan

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maravillosa y silenciosa. De pronto oigomúsica, taconeo, ruido de baile. Le preguntopor curiosidad al guardia municipal: «Se casaPseldonímov», me dice. Pero tú, hermano,¿estás dando un baile a toda la zona de SanPetersburgo? Ja, ja –dijo de repentedirigiéndose nuevamente a Pseldonímov.

–¡Ji, ji, ji! Sí... –respondió Akím Petróvich.Los invitados se removieron de nuevo,

pero lo que resultó más absurdo de todo fueque Pseldonímov, aunque se inclinó otra vez,ni siquiera sonrió en ese momento, como sise hubiera quedado petrificado. «¿Acaso esun idiota, o qué?», pensó Iván Ilich. «En unmomento así podría sonreír el muy asno, ytodo iría sobre ruedas.» La inquietud bullíaen su corazón. «Yo pensé: voy a entrar a vera mi subordinado. Porque él no me va aechar... Lo quiera o no, tendrá que recibir alinvitado. Disculpa, hermano, haz el favor. Sihe molestado en algo, me marcho... Yo sóloentré a echar un vistazo...»

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Pero poco a poco todos comenzaron amoverse. Akím Petróvich miraba conamabilidad, como diciendo: «¿acaso puedeusted molestar, Su Excelencia?». Todos losinvitados cambiaron de postura y empezarona mostrar las primeras señales de soltura. Casitodas las damas ya se habían sentado. Era unaseñal buena y positiva. Las más atrevidascomenzaron a agitar sus pañuelos. Una deellas, que llevaba un vestido de terciopelogastado, dijo a propósito algo en voz alta. Eloficial al que ella se dirigió quiso tambiéncontestarle alto, pero como los dos eran delos que hablaban más alto, se contuvo. Loshombres, en su mayoría oficinistas, y unosdos o tres estudiantes, se intercambiaronmiradas, como si estuvieran empujándose losunos a los otros para estar más sueltos,carraspearon, e incluso dieron un par depasos en diferentes direcciones. Por lo demás,nadie se encontraba especialmente incómodo,sino que estaban extrañados y casi todos,

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interiormente, miraban de forma hostil a lapersona que había irrumpido donde estabanellos para interrumpirles su fiesta. El oficial,avergonzado de su proceder, comenzó pocoa poco a acercarse a la mesa.

–Oye, hermano, permíteme preguntarte tunombre y patronímico –preguntó Iván Ilicha Pseldonímov.

–Porfiri Petrov, Su Excelencia –respondióéste, abriendo los ojos, como si le examinara.

–Pues preséntame, Porfiri Petróvich, a tujoven esposa... Acompáñame... yo...

Y pareció mostrar su deseo deincorporarse. Pero Pseldonímov se lanzódeprisa al salón. Además, la joven ya seencontraba en el quicio de la puerta, aunque,en cuanto oyó que se hablaba de ella, seescondió al instante. Al cabo de un minuto,Pseldonímov la hizo entrar cogiéndola de lamano. Todos se apartaban para abrirles elpaso. Iván Ilich se levantó con solemnidad y

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se dirigió a ella con una sonrisa de lo másamable.

–Estoy encantado, encantado de conocerla–le dijo, medio inclinándose con gestoaristocrático–, y máxime en un día comoéste...

Se sonrió pícaramente. Las damas seagitaron de gusto.

–Charmée –pronunció la dama del vestidode terciopelo casi en voz alta.

La joven era igual que Pseldonímov. Setrataba de una damita delgada, de unosdiecisiete años nada más, pálida, de rostromuy menudo y nariz afilada. Sus pequeñosojillos, de mirada rápida y nerviosa, no seintimidaban en absoluto, sino que por elcontrario miraban fijamente e incluso concierto aire de malicia. Seguramente,Pseldonímov no la había escogido por subelleza. Llevaba un vestido de muselinablanca sobre unas enaguas de color rosa. Sucuello era delgado, el cuerpo parecía el de una

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gallina, y le sobresalían los huesos.Literalmente, no supo cómo responder alsaludo del general.

–Es muy mona –continuó él a media voz,como si se dirigiera sólo a Pseldonímov, perohaciéndolo de tal modo que, a propósito,también le oyera la joven. En esta ocasióntampoco Pseldonímov supo responderle, nisiquiera se inmutó. A Iván Ilich incluso lepareció que en sus ojos había algo frío,oculto, algo que se escondía en su cabeza yque era de una naturaleza especial y maligna.Y a pesar de ello, costara lo que costara, habíaque conseguir algo de emoción. Sí, él habíavenido para eso.

«¡Hay que ver qué parejita!», pensó.«Además...»

Y de nuevo se dirigió a la joven, que sehabía acomodado en el sofá junto a él, peroque a sus dos o tres preguntas sólo dio comorespuesta un «sí» o un «no», aunque también

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estos monosílabos fueron apenasperceptibles.

«Si al menos se sintiera incómoda»,continuó pensando él. «En tal caso le podríagastar una broma. Pero de este modo misituación resulta de lo más embarazoso.» YAkím Petróvich, como si fuera a propósito,también permanecía callado; aunque fuerapor pura idiotez, de todos modos resultabaimperdonable.

–¡Señores! ¿No les habré impedidodisfrutar de la fiesta? –se dirigió a todos engeneral. Sentía que incluso le sudaban laspalmas de las manos.

–No... No se preocupe, Su Excelencia,enseguida reanudaremos el baile, mientrastanto... estamos descansando un rato –respondió el oficial. La joven le miró conagrado: el oficial no era todavía un hombremayor, y llevaba el uniforme de algúnregimiento. Pseldonímov permanecía en elmismo lugar, inclinado hacia delante, y

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parecía que su nariz aquilina sobresalía másque antes. Escuchaba y miraba como unlacayo que sujeta el abrigo de piel en lasmanos a la espera de que concluyera laconversación de sus señores. Esacomparación la hizo el propio Iván Ilich; nosabía qué hacer y se sentía incómodo,tremendamente incómodo, de modo queparecía que la tierra se abría bajo sus pies; quehabía entrado en algún lugar sin salida, comosi se encontrara entre las tinieblas.

De pronto, todos se apartaron y aparecióuna mujer fuerte y bajita, ya entrada en años,vestida de un modo sencillo aunquearreglada de fiesta, con un pañuelo sobre loshombros prendido al cuello y con una cofia,que al parecer no estaba acostumbrada allevar. En las manos portaba una pequeñabandeja redonda con una botella de champány dos copas, ni más ni menos. Al parecer la

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botella estaba destinada sólo para dosinvitados.

La mujer entrada en años se dirigiódirectamente al general.

–No se ofenda, Su Excelencia –dijo ellainclinándose–, ya que ha sido tan amable connosotros y ha tenido el honor de venir a laboda de mi hijito, le rogamos que tenga laamabilidad de brindar por los jóvenes. Nodecline el favor de honrarnos.

Iván Ilich se agarró a ella como a una tablade salvación. Se trataba de una mujer que aúnno era mayor, de unos cuarenta y cinco ocuarenta y seis años, no más. Pero tenía unacara tan bondadosa y sonrosada, una faz rusatan abierta y redondeada, sonreía tanamablemente y se inclinaba de un modo tansencillo que Iván Ilich casi se habíatranquilizado y recobrado la esperanza.

–¿Conque usted es la madre... de su hijo? –dijo incorporándose del sofá.

–Sí, Su Excelencia –pronunció lentamente

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Pseldonímov, estirando su largo cuello ysacando de nuevo su nariz.

–¡Ah! Tengo mucho gusto, mucho gusto...de conocerla.

–No nos haga el desprecio, Su Excelencia.–Con grandísimo honor.Depositaron la bandeja sobre la mesa y

Pseldonímov le llenó la copa tras acercarse deun salto. Iván Ilich, todavía de pie, cogió lacopa.

–Estoy especial, especialmente feliz deestar en esta circunstancia, de poder... –dijo–,de poder... ser testigo... En una palabra, comojefe... le deseo, señora –se dirigió a la reciéncasada–, y a ti, amigo mío, Porfiri, les deseouna felicidad plena, larga y dichosa.

Y se tomó emocionado la copa, que ya erala séptima de la noche. Pseldonímov mirabaserio e incluso triste. El general empezóverdaderamente a odiarlo.

«Y para colmo ese payaso», miró al oficial,

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«sigue aquí plantado. ¡Ya podía exclamar unhurra! Y la cosa proseguiría su curso...».

–Y también usted, Akím Petróvich, beba ybrinde –añadió la mujer dirigiéndose aloficial mayor–. Usted es su jefe y él susubordinado. Mire usted por mi hijo, se loruego como madre. Y en adelante no seolvide de nosotros, querido Akím Petróvich,como buena persona que es usted.

«¡Pues qué bondadosas son estas mujeresrusas!», pensó Iván Ilich. «Ha animado atodo el mundo. Siempre he apreciado a lagente del pueblo...»

En ese momento trajeron a la mesa otrabandeja. La llevaba una joven con un vestidorecién estrenado de percal y crinolina.Apenas podía sujetar la bandeja con ambasmanos de lo grande que era. Había sobre ellainnumerables platitos con manzanas,bombones, fruta escarchada, mermelada,nueces, etc. La bandeja, hasta entonces, habíapermanecido en el salón a disposición de los

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invitados, y principalmente de las damas.Pero ahora la habían trasladadoexclusivamente para el general.

–No desprecie nuestros dulces, SuExcelencia. Somos felices con lo que tenemos–repetía inclinándose la mujer.

–¡Con permiso...! –dijo Iván Ilich, eincluso con ganas cogió y partió entre losdedos una nuez. Ya había tomado la decisiónde ser popular hasta el final.

Mientras tanto, la joven de pronto se echóa reír.

–¿Qué pasa? –preguntó Iván Ilichsonriendo satisfecho por tales señales de vida.

–Pues nada, que Iván Kostenkinych meestá haciendo reír –respondió ella confusa.

El general realmente pudo distinguir a unjoven rubio, de bastante buen aspecto, que seescondía tras una silla que estaba al otro ladodel sofá y que le decía a madamePseldonímova algo al oído. El joven se

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levantó. Al parecer era muy vergonzoso yjoven.

–Le hablaba de El libro de los sueños, SuExcelencia –murmuró él, como si estuvieradisculpándose.

–¿De qué libro de los sueños? –preguntóamablemente Iván Ilich.

–Un nuevo libro de los sueños, señor, elliterario. Le decía que si veía en sueños alseñor Panáiev, significaba que se habíamanchado de café la pechera.

«¡Vaya inocencia!», pensó incluso conrabia Iván Ilich. El joven se había sonrojadomuchísimo al decir esto, pero estaba contentohasta más no poder de haber contado lo delseñor Panáiev.

–Pues sí, yo lo he oído... –respondió SuExcelencia.

–No, pero si todavía hay algo mejor –dijootra voz que estaba junto al mismo IvánIlich–: se va a publicar una nuevaenciclopedia y lo que dicen es que el señor

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Kráievski escribirá en ella sus artículos;también Alferaki... y la literatura«difumatoria»...

El que había dicho esto era un joven queya no se turbaba, sino que hablaba conbastante soltura. Llevaba unos guantes, unchaleco blanco y sujetaba un sombrero entresus manos. No bailaba y tenía una miradaaltiva, porque era uno de los colaboradoresde la revista El Tizón; se hacía el importantey se encontraba por casualidad en la boda, encalidad de invitado de honor dePseldonímov, con quien se tuteaba ya desdeel pasado año y con quien compartió enalquiler un «rincón» en casa de una alemana.Sin embargo, bebía vodka y repetidamente semarchaba a una habitación trasera, cuyocamino conocían todos. Al general, no legustó nada el joven.

–Y si esto tiene gracia –interrumpió derepente en tono regocijante el joven rubioque había contado lo de la pechera, y al que

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el colaborador que vestía el chaleco blancohabía mirado con odio–, tiene gracia, SuExcelencia, porque se supone que el que lohabía escrito era el señor Kráievski, quien nosabía ortografía y creía que la literatura«difamatoria» había de escribirse«difumatoria»...

Pero el pobre joven apenas pudo terminar.Por la mirada se dio cuenta de que el generalhacía tiempo que ya estaba al corriente, puesél mismo también pareció turbarse,probablemente porque ya lo sabía. El jovense quedó tremendamente abochornado. Ledio tiempo a esfumarse hacia algún rincón lomás deprisa que pudo, y permaneció allí muytriste el resto del tiempo. Para compensar suausencia, el colaborador desenfadado de ElTizón se acercó un poco más, y pareció tenerintención de tomar asiento cerca del general.Esa actitud tan atrevida le pareció a Iván Ilichinadmisible.

–¡Sí! Por favor, dime, Porfiri –dijo él, con

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el fin de decir algo–, porque llevo tiempoqueriéndote preguntar personalmente: ¿porqué te llamas Pseldonímov y noPseudonímov? Porque seguramente serásPseudonímov.

–No se lo puedo precisar, Su Excelencia –respondió Pseldonímov.

–Probablemente eso incluso se remonta auna confusión de los papeles cuando supadre entró en el servicio, de modo que sequedó hasta ahora con el apellido dePseldonímov –respondió Akím Petróvich–.A veces ocurren esas cosas.

–Indudablemente –confirmó entusiasmadoel general–, indudablemente, porque juzguepor sí mismo: Pseudonímov proviene deltérmino literario «pseudónimo» y, sinembargo, Pseldonímov no significa nada.

–Por ignorancia –añadió Akím Petróvich.–Es decir, ¿realmente por ignorancia?–La gente rusa, por ignorancia, a veces

cambia las letras y en ocasiones las pronuncia

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a su manera. Por ejemplo dicen neválido enlugar de inválido.

–Pues sí... neválido, je, je, je.–También dicen nómero, Su Excelencia –

rugió el oficial alto, quien desde ya hacía ratoquería sobresalir.

–Pero ¿qué es eso de nómero?–Dicen nómero en lugar de número, Su

Excelencia.–¡Oh! Sí, nómero en lugar de número...

Pues sí, sí, ¡je, je, je...! –Iván Ilich se vio en lanecesidad de echar una risotada frente aloficial.

El oficial se colocó la corbata.–Y también dicen otra cosa: de poso –dijo

el colaborador de El Tizón metiéndose en laconversación. Pero Su Excelencia fingió nohaberle oído. No podía reírse de todas lasgracias.

–Poso en lugar de paso –añadió el«colaborador» con evidente irritación.

Iván Ilich le miró con gesto severo.

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–¿Por qué estás dando la lata? –le susurróPseldonímov al colaborador.

–No estoy molestando, sino hablando.¿Acaso no se puede hablar? –se enzarzó amedia voz aquél, pero a pesar de todo sequedó callado y con rabia disimulada salió dela habitación.

Se fue directamente hacia un atractivocuarto de atrás, donde para los caballeros quebailaban, ya desde primera hora de la tarde,había, sobre una pequeña mesita cubierta conun mantel de Iaroslav, vodka de dos clases,arenques, caviar en rebanadas de pan y unabotella de un fuerte jerez de elaboraciónnacional. Con el corazón enrabietado ya ibaa ponerse vodka, pero de repente entrócorriendo el estudiante de medicina, decabello alborotado, el primer bailarín ycancanista en el baile de Pseldonímov, quiense lanzó sobre el garrafón con irreprimibleansiedad.

–¡Comenzarán enseguida! –dijo él,

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aclarando la situación–. Ven a verlo: haré elsolo alzando los pies y con la cabeza abajo, ydespués de la cena me atreveré con un cancán.Eso le va a una boda. Será, por decirlo dealgún modo, un gesto amistoso haciaPseldonímov... Pero qué maravillosa es esaKleopatra Semiónovna, con ella puede unoatreverse a hacer lo que le venga en gana.

–Es un retrógrado –respondió sombrío elcolaborador, apurando la copa.

–¿Quién es un retrógrado?–Pues ese individuo, a quien le pusieron

delante la fruta escarchada. ¡Es unretrógrado!; te lo digo yo.

–¡Anda, no exageres! –murmuró elestudiante, y se lanzó fuera de la habitaciónal oír el ritornello de la banda.

El colaborador, al quedarse solo, se sirvióotra copa para aparentar tener más coraje eindependencia, lo bebió y tomó algunosentremeses. Hasta entonces el auténticoconsejero estatal Iván Ilich jamás se había

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encontrado con un enemigo tan feroz y tanimplacablemente vengativo como el muydescuidado redactor de El Tizón, yespecialmente cuando se había tomado yados copas de vodka. ¡Ay! Iván Ilich nosospechaba nada por el estilo. Tampocosospechaba otra circunstancia muy singular,que repercutiría en todas las posterioresrelaciones respectivas de los invitados con SuExcelencia. La cuestión estriba en que, apesar de haber ofrecido por su parte unaexplicación formal e incluso pormenorizada,en realidad aquello no satisfizo a nadie, y losinvitados continuaron cohibidos. Pero derepente todo cambió como por arte de magia;todos se habían tranquilizado y ya estabandispuestos a pasarlo bien, a reír, gritar ybailar, como si el inesperado invitado noestuviera en la habitación. Ello se debió a queno se sabe por qué razón el rumor, lossusurros y la noticia de que al parecer elhuésped, en fin... estaba bajo los efectos de...

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Y aunque al primer golpe de vista la cosaparecía ser producto de una mentira vil, pocoa poco fue tomando visos de verdad, con loque quedó todo aclarado. Por si fuera poco,de repente se pudo respirar con libertad. Y enese justo instante comenzó el baile de lacuadrilla, el último antes de la cena, quetantas ganas tenía de bailar el estudiante.

Y cuando Iván Ilich ya se disponía denuevo a dirigirse a la recién casada,intentando en esta ocasión agradarlediciéndole algún calambur, de improviso, deun brinco, se le había acercado el oficial altoy clavó su rodilla en el suelo. Al instante, deun salto, se puso de pie y se fue junto a élpara formar fila en el baile de la cuadrilla. Eloficial ni siquiera se disculpó, y ella no miróal general cuando se alejaba, como siestuviera encantada de librarse de él.

«En realidad, ella está en su derecho»,pensó Iván Ilich, «y además ellos ignoran lasnormas de la buena conducta».

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–Hum... pues tú, hermano, Porfiri, nodeberías andarte con ceremonias –se dirigió aPseldonímov–. A lo mejor tienes algo quehacer... tal vez dar algunas órdenes... o algopor el estilo... por mí no dejes de hacerlo.«¿Acaso está haciendo guardia aquí junto amí?», pensó.

Pseldonímov le parecía insoportable, consu cuello largo y sus ojos clavados fijamenteen él. En una palabra, aquello no iba comodebería, nada en absoluto, pero Iván Ilichtodavía estaba lejos de tomar conciencia deello.

Empezó el baile.–¿Permite, Su Excelencia? –preguntó

Akím Petróvich, sujetando con aire solemnela botella y preparándose para echar champánen la copa de Su Excelencia.

–Yo... yo, a decir verdad, no sé si...Pero Akím Petróvich ya estaba echándole

el champán con cara honorablemente

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resplandeciente. Al llenarle la copa, parecióque casi a hurtadillas robara algo y, encogidoy agachado, se echó también champán en sucopa, pero con la suficiente diferencia a favordel general para que resultara más honorable.Parecía una mujer parturienta que estabajunto a su jefe superior. Realmente, ¿de quépodían hablar? Y distraer a Su Excelencia eracasi una cuestión obligatoria, dado que teníael honor de hacerle compañía. El champánsirvió de pretexto, e incluso a Su Excelenciale agradó que le sirviera –y no por lo delchampán, porque no estaba frío y era unaauténtica porquería, sino porque moralmenteresultaba agradable.

«El viejo también quiere beber», pensóIván Ilich, «y no se atreve a hacerlo sin mí.No quiero impedírselo... Y encima resultaridículo que la botella permanezca así deintacta entre nosotros dos».

Dio un trago, lo que a pesar de todo le

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pareció mejor que estar sentado sin hacernada.

–Si yo me encuentro aquí –empezó ahablar con pausas y acentuando las palabras–,me encuentro aquí, por así decirlo, porcasualidad y, claro está, posiblementealgunos piensen que no es correcto que estéen una reunión... de este tipo.

Akím Petróvich permanecía en silencio yprestaba atención con tímida curiosidad.

–Espero que comprendan la razón por lacual me encuentro aquí... Porque en absolutovine para tomarme una copa de vino, ¡je, je!

Akím Petróvich quiso echar una risita acontinuación de la frase de Su Excelencia,pero nuevamente se sintió incómodo ytampoco pudo decir nada para animarle.

–Me encuentro aquí... para, por así decirlo,poner en práctica... y demostrar, en fin, unprincipio moral –continuó Iván Ilich,irritado por la falta de reacción de AkímPetróvich; pero de pronto se quedó callado.

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Se dio cuenta de que el pobre AkímPetróvich tenía la mirada baja, como si sesintiera culpable por algo. El general, algoconfuso, se apresuró a dar un trago más a sucopa, mientras que Akím Petróvich agarró labotella y le volvió a echar más, como si todala salvación consistiera en ello.

«¡Qué pocos recursos tienes!», pensó IvánIlich echándole una severa mirada a AkímPetróvich. Éste, a su vez, sintiendo sobre supersona la mirada generalesca, decidiópermanecer definitivamente callado sinlevantar la vista. Así, sentados uno frente aotro, estuvieron dos minutos, dos minutosfatales para Akím Petróvich.

Hemos de decir dos palabras acerca deAkím Petróvich. Era una persona chapada ala antigua, tan asustadizo como una gallina,educado de manera servil y al margen de elloun hombre bueno e incluso noble. Pertenecíaa los rusos petersburgueses, es decir, que supadre y el padre de su padre habían nacido y

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trabajado en San Petersburgo, y ni una solavez salieron de allí. Se trataba de un tipo deruso muy especial. Apenas tienen idea deRusia, cosa que no les inquieta, puesto quetodo su interés se cierne en torno a SanPetersburgo y, lo que es aún más importante,al lugar en que trabajan. Todas suspreocupaciones giran alrededor del juego a lapréférence, a un cópec la apuesta, a la cesta dela compra, y al sueldo mensual. No conocenni una sola costumbre rusa, ni una canciónrusa, aparte de Luchinushka, y eso sóloporque la tocan los organillos. Por lo demás,hay dos características esenciales y clave quele permiten a uno al instante distinguir a unruso auténtico de un ruso petersburgués. Laprimera de ellas consiste en que todos losrusos petersburgueses, todos sin excepción,jamás dicen: La gaceta de San Petersburgo,sino que dicen: La gaceta Académica. Lasegunda característica, igual de fiable,consiste en que el ruso petersburgués jamás

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utiliza el término «almuerzo» sino que lodice en alemán: frühstük, acentuandoespecialmente la sílaba frü. Por estas dosseñales arraigadas y diferenciadoras se lesdistingue siempre; en una palabra, se tratabade un tipo sumiso nacido durante estosúltimos treinta y cinco años. Además, AkímPetróvich no era en absoluto un estúpido. Depreguntarle el general algo que le afectara a él,habría respondido y mantenido laconversación; de lo contrario, resultaba pococorrecto que un subalterno tomara lainiciativa, aunque Akím Petróvich ardiera endeseos de conocer algo máspormenorizadamente las verdaderasintenciones de Su Excelencia...

Y, mientras tanto, Iván Ilich se ibasumiendo cada vez más en sus pensamientos,y en una especie de revoltijo de ideas; dada laconfusa situación, daba algunos tragos a sucopa. Akím Petróvich al instante se larellenaba atentamente. Los dos permanecían

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callados. Iván Ilich se puso a mirar el baile,que enseguida acaparó su atención. Depronto una situación le sorprendió...

El baile realmente era divertido. Allíprecisamente se bailaba de todo corazón, consencillez, y con el fin de divertirse e inclusode hacer el loco. Había pocos bailarinesrealmente habilidosos; pero los demástaconeaban con tanto ímpetu que podríatomárseles por diestros. En primer lugar sedistinguía un oficial: le gustaba especialmentehacer los pasos en el baile, y se quedabahaciéndolos en solitario, como si se tratara deun solo. Al hacerlo se encorvabaextraordinariamente y, para más exactitud,completamente derecho como un palo, seinclinaba hacia un lado, cual si se fuera a caer,pero con el paso siguiente se inclinaba haciael lado contrario, hasta formar un ánguloagudo con el suelo. Mantenía una expresiónen la cara de lo más serio y bailaba totalmenteconvencido de que todos se sorprendían de

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verle bailar. El otro caballero, que habíabebido más de la cuenta, se quedó dormidoen la segunda parte del baile, junto a su dama,lo que hizo que tuviera que bailar sola. Eljoven escribiente, que bailó en el transcursode la noche todas las figuras y los cinco bailesde la cuadrilla con una dama de chal azul,repetía la misma gracia, y más concretamentedejaba una cierta distancia con su pareja,agarraba la punta de su chal, y al vuelo, alllegar el vis a vis, se apresuraba a darle unosveinte besos en la punta del chal. La dama, asu vez, se deslizaba delante de él como si nose diera cuenta de nada. El estudiante demedicina realmente realizó el solo alzandolos pies por encima de su cabeza, lo quesuscitó una increíble admiración, taconeos ygritos de satisfacción. En una palabra, reinabaun ambiente de lo más agradable. Iván Ilich, aquien se le había subido el alcohol, se puso asonreír, pero poco a poco una especie deamarga duda empezó a penetrar en su alma:

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claro que le gustaba mucho la desenvoltura yel ambiente relajado; los deseaba, e inclusolos ansiaba en su interior, cuando todos sehabían sentido incómodos, y he aquí queahora esta soltura comenzó a salirse de suscasillas. Por ejemplo, una dama, con elvestido azul de terciopelo raído, adquiridono ya de segunda sino de cuarta mano, serecogió en la sexta figura del baile el vestidocon unos imperdibles, cual si llevara unospantalones. Se trataba de la mismísimaKleopatra Semiónovna, con la que uno podíaatreverse a lo que quisiera, tal y comoexpresaba su pareja de baile, el estudiante demedicina. Y de éste sólo cabe decir que era unverdadero maestro. ¿Cómo podía sucederesto? ¡Hace un rato se sentían cohibidos yahora de pronto se habían emancipado!Parecía que no ocurría nada, pero de algunaforma este cambio resultaba extraño:presagiaba algo. Realmente parecía que sehabían olvidado completamente de que Iván

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Ilich existía sobre la tierra. Claro está que élera el primero en reír, e incluso se arriesgó aaplaudir. Akím Petróvich echabarespetuosamente risotadas al unísono, y, porlo demás, se sentía evidentemente satisfecho,sin sospechar que Su Excelencia empezaba asentir un nuevo gusano en su corazón.

–¡Baila usted estupendamente, joven! –sevio en la necesidad de decir Iván Ilich alestudiante, que pasaba cerca de él, nada másfinalizar la cuadrilla.

El estudiante, que dio un brusco giro haciaél, hizo una mueca extraña y, mientrasacercaba su rostro al de Su Excelencia a unadistancia poco decorosa, cacareó como ungallo a voz en grito. Eso ya resultabaexcesivo. Iván Ilich se levantó de la mesa. Sinreparar en ello, estalló un golpe deinsostenibles risas, ya que el canto del galloresultó extraordinariamente natural, y lamueca absolutamente inesperada. Iván Ilichtodavía permanecía de pie y sin poder

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reaccionar, cuando apareció el propioPseldonímov y anunció la cena haciendoreverencias. Detrás de él apareció su madre.

–Dios mío, Su Excelencia –dijo ellainclinándose–, háganos el favor, no repare ennuestra humilde mesa...

–Yo... yo, a decir verdad, no sé –dijo IvánIlich–, no vine aquí con esa finalidad... yo yaquería irme...

Y realmente ya sostenía el sombrero entresus manos. Por si fuera poco, allí mismo, enaquel mismo instante, se prometió que,pasara lo que pasara, no se quedaría, y... sequedó. Al cabo de un minuto, encabezaba lamarcha hacia la mesa. Pseldonímov y sumadre iban delante de él abriéndole paso. Leofrecieron el asiento más distinguido, y denuevo delante de él apareció una botella dechampán sin abrir. De entrantes habíaarenques y vodka. Alargó la mano, se echóuna gran copa de vodka y se la tomó. Antesjamás había tomado vodka. Le dio la

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impresión de caer rodando desde unamontaña, de que volaba, volaba y volaba, ytenía la necesidad de agarrarse a algo, deengancharse a algo, pero sin ningunaposibilidad de hacerlo.

Lo cierto es que su situación se hacía cadavez más excéntrica. Y, por si fuera poco, setrataba de una especie de ironía del destino.¡Dios sabe lo que sintió durante aquellahora! Cuando entró, por decirlo de algúnmodo, había abierto sus brazos a toda lahumanidad y a todos sus subordinados; y sinque apenas hubiera transcurrido una hora yasabía con todo el dolor de su corazón, eraconsciente y lo sabía, que odiaba aPseldonímov, que lo maldecía, así comotambién a su mujer y su boda. Y, por si fuerapoco, por su cara y por su mirada, veía que elpropio Pseldonímov también lo odiaba, yque al mirarlo le faltaba poco para decir:«¡Ojalá te trague la tierra, maldito! ¡Vaya

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peso que me ha caído encima...!». Todoaquello hacía rato que lo había captado en sumirada.

Claro que Iván Ilich, incluso ahora sentadoa la mesa, se habría dejado antes cortar lamano que reconocer sinceramente, y ya nosólo en voz alta, sino incluso en su interior,que todo ello realmente estaba sucediendo deese modo. Todavía no había llegado elmomento, y aún ahora conservaba unaespecie de equilibrio moral. ¡Pero el corazón,su corazón... le dolía! Le pedía salir a lalibertad, a respirar el aire libre, el descanso.Pues Iván Ilich era un hombre demasiadobondadoso.

Porque él sabía, y lo sabía muy bien, quetenía que haberse marchado hacía tiempo, yno sólo eso, sino que tenía que habersepuesto a salvo. Que todo aquello, de pronto,se convirtió en otra cosa muy diferente de loque hacía un rato se había imaginadopaseando por la acera.

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«Y ¿para qué he venido? ¿Acaso vine aquípara beber y comer?», se preguntaba mientrasse tomaba el arenque. Incluso había llegado acontradecirse a sí mismo. En su espíritu seagitaba momentáneamente la ironía sobre supropio acto heroico. Empezó incluso asospechar de la razón que realmente le habíallevado a entrar allí.

Pero ¿cómo podía marcharse?, puesto queirse sin haber terminado el propósitoresultaba imposible. ¿Qué dirían de él?«Dirán que me meto en lugares pocoindicados. E incluso eso realmente quedaríaasí, si no termino mi finalidad. ¿Qué diránmañana, por ejemplo (ya que surgirá portodas partes), Stepán Nikíforovich, SemiónIványch, en las oficinas, en casa de losShembel y los Shubin? No: debo marcharmede tal modo que todos comprendan elmotivo de mi visita, es preciso descubrir lafinalidad moral...»; y, mientras tanto, nosurgía el momento patético adecuado. «Si ni

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siquiera me respetan», se dijo. «¿De qué seríen? Se encuentran tan en su salsa, como sifueran insensibles... Sí, hace tiempo quevengo sospechando de la insensibilidad de lageneración de jóvenes. ¡Es preciso quedarme,pase lo que pase...! Ahora han estadobailando, y cuando se sienten a la mesa será elmomento... Hablaré de las cuestiones comolas reformas, la grandeza de Rusia... ¡Losdejaré boquiabiertos! ¡Sí! Posiblemente noesté todo perdido... Puede que así es comosuceda en realidad. Pero ¿cómo habría decomenzar para atraer su atención? ¿Qué es loque podría ocurrírseme? Me quedo aturdido,sencillamente eso... Y ¿qué es lo quenecesitan?, ¿qué es lo que piden...? Veo queentre ellos se cruzan risitas... ¿No será de mí?¡Dios mío! Pero ¿qué es lo que busco?, ¿quées lo que estoy haciendo aquí?, ¿por qué nome marcho?, y ¿qué pretendo...?» Eso era loque pensaba mientras una especie de

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profunda e insoportable vergüenza lepunzaba cada vez más el corazón.

Y las cosas fueron sucediéndose así, unastras otras.

A los dos minutos de haberse sentado a lamesa, una terrible idea se apoderó de todo suser. De pronto sintió que estabahorriblemente ebrio, es decir, no como loestaba antes, sino definitivamente ebrio. Lacausa de ello fue la copa de vodka que setomó a continuación del champán y que lehizo un efecto inmediato. Sentía, y sepercataba de ello con todo su ser, que estabacada vez más débil. Por supuesto que hizocuanto podía, pero la conciencia no leabandonaba y le exclamaba: «¡No está bien,no está nada bien, e incluso resulta pocodecoroso!». Claro está que los pensamientosebrios más inestables no se detenían en unpunto: de pronto surgieron en su mente doscuestiones casi tangibles para él. Una de ellas

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consistía en el espíritu triunfador, el deseo desalir victorioso, la desaparición de obstáculosy la inexpugnable convicción de que todavíapodría alcanzar su finalidad. La otra cuestiónse revelaba en forma de desasosiego en elalma y tortura en el corazón: «¿Qué dirán?¿Cómo terminará todo? ¿Qué sucederámañana, sí, mañana...?».

Antes ya había presentido que teníaenemigos entre los invitados. «Eso se debe aque yo, efectivamente, he estado ebrio hastahace un rato», pensó con una dudaangustiosa. ¡Cuál no sería su espanto cuandorealmente, y por insospechadas señales, seconvenció de que en la mesa, ciertamente,tenía enemigos y de que de ello no cabía yaduda alguna!

«Y ¿por qué, por qué?», pensó.A la mesa se sentaron unos treinta

invitados, de los cuales algunos estabandefinitivamente borrachos. Los otros secomportaban con cierta descarada y

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malsonante soltura: gritaban, hablaban todosa la vez, brindaban anticipadamente,lanzaban bolitas de pan a las damas y ellas selas devolvían. Uno de los invitados, unsujeto desagradable con un chalecomugriento, se cayó de la silla en cuanto sehubo sentado a la mesa, quedándose así hastaque finalizó la cena. Otro quería subirsecomo fuera a la mesa para hacer un brindis, ysólo el oficial, que le agarró de la ropa, pudocontener su inoportuno entusiasmo. La cenaera absolutamente corriente, aunque para ellose había encargado el servicio de un cocinero,el siervo de un general: había gelatina, lenguacon patatas y filetes rusos con guisantes; mástarde trajeron ganso y, para finalizar, todotipo de dulces. Para beber había cerveza,vodka y jerez. La botella de champánpermanecía sólo delante del general, lo cual leobligaba a echarlo en la copa de AkímPetróvich, quien ya era incapaz de teneriniciativa propia. Para los brindis, al resto de

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los invitados se les había asignado vino demesa o lo que hubiera más a mano. La mismamesa se componía de muchas mesas pegadasunas a otras, entre las cuales había una dejugar a las cartas. Estaba cubierta con muchosmanteles, entre los que destacaba uno demuchos colores de Iaroslav. Los invitadosestaban intercalados, varones y damas. Lamadre de Pseldonímov no quiso sentarse a lamesa, sino que permaneció ajetreada yorganizándolo todo. A su vez apareció unafigura femenina de aspecto malvado, a la queno se había visto antes; llevaba un vestido deseda rojo, la cara vendada como si le dolieranlas muelas y una cofia altísima. Resultó ser lamadre de la novia, que había decididofinalmente salir del cuarto de atrás paraincorporarse a la cena. Hasta ahora no habíasalido a causa de la implacable hostilidad quetenía frente a la madre de Pseldonímov; perodejemos esta cuestión para más tarde. Estadama miró al general con rabia, incluso con

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sorna, y probablemente no quiso que se lopresentaran. A Iván Ilich esa figura le parecióextremadamente sospechosa. Pero, al margende ella, también otras personas le resultabansospechosas e involuntariamente le infundíaninseguridad e inquietud. Incluso parecía quehabían conspirado algo entre sí, y másconcretamente contra Iván Ilich. Al menos,eso era lo que le parecía y a medida quetranscurría la cena estaba cada vez másconvencido de ello. Y para más exactitud lepareció malvado un caballero con perilla, unpintor que trabajaba por libre, que inclusoun par de veces había mirado a Iván Ilich y,después, al darse la vuelta hacia su vecino ledijo algo al oído. Otro de los presentes, que adecir verdad estaba ya completamente ebrio,a pesar de todo, por algunos detalles,resultaba sospechoso. Flacas esperanzastambién le ofrecía el estudiante de medicina.Incluso el propio oficial no le resultaba defiar. Pero quien realmente gozaba de evidente

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antipatía era el colaborador de El Tizón:¡estaba tan despatarrado en la silla; miraba deun modo tan orgulloso y arrogante;refunfuñaba tan seguro de sí mismo! Yaunque el resto de los comensales no leprestaba especial interés al colaborador delperiódico –que por haber escrito cuatroestrofas en El Tizón se había convertido enun liberal, y quien al parecer no gozaba demuchas simpatías–, cuando a Iván Ilich lealcanzó una bolita de pan, claramentedirigida a él, estaba absolutamente seguro deque el culpable del lanzamiento de aquellabolita no era otro que el colaborador de ElTizón.

Todo eso, claro está, terminó por afectarleaún más.

Especialmente desagradable le resultó otraobservación: Iván Ilich estaba absolutamenteconvencido de que comenzaba a articular laspalabras con dificultad y de una manera pococlara; de que quería decir muchas cosas pero

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la lengua se le paralizaba. Más tarde, depronto comenzó a darse cuenta de que perdíala memoria y lo más importante era que sinton ni son soltaba una risotada. Estadisposición de ánimo se le pasó pronto, encuanto hubo tomado una copa de champán,que, aunque se la había servido, tardó entomársela, y que de repente se bebió sin darsecuenta. Después de tomarse esa copa, casi leentraron ganas de llorar. Le dio la impresiónde que era presa de la sensibilidad másexcéntrica; nuevamente comenzó a querercada vez más a todos, incluso a Pseldonímov,y hasta al colaborador de El Tizón. Depronto le dieron ganas de abrazarlos a todos,de olvidarlo todo y hacer las paces. Y, por sieso fuera poco, de contarles sinceramentetodo, absolutamente todo, es decir, lobondadoso y espléndido que era, y quécualidades tan excepcionales tenía: lo útil quesería para la patria, cómo sabía divertir a lasseñoras, y, sobre todo, lo progresista que era;

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de qué manera tan humana era capaz deponerse al nivel de todos, hasta el más bajode los escalones; y finalmente, comoconclusión, contar abiertamente todos losmotivos que le habían empujado a apareceren casa de Pseldonímov, tomarse allí dosbotellas de champán y hacerle feliz con suvisita.

«¡La verdad, la santa verdad y la sinceridadantes que nada! Llegaré a ellos por lasinceridad. Ellos me creerán, lo veoclaramente; ahora incluso tienen miradashostiles pero, cuando les revele todo, losconquistaré irremisiblemente. Llenarán suscopas y con exclamaciones brindarán por misalud. Estoy convencido de que el oficialromperá su copa contra la espuela.Probablemente incluso exclame un“¡Hurra!”. En caso de decidirse a lanzarme alaire, al estilo de los húsares, tampoco meopondría, e incluso sería algo estupendo. A larecién casada le daría un beso en la frente; es

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tan mona. Akím Petróvich también es unabuena persona. Claro está que Pseldonímovcambiará más tarde. Le falta, por decirlo dealguna manera, un cierto barniz social... Yaunque es evidente que las nuevasgeneraciones no poseen esa delicadeza decorazón, yo... yo les hablaré del destinoactual de Rusia entre otras potenciasmundiales. Les recordaré la cuestión de lossiervos, y... ¡y todos ellos me querrán y memarcharé triunfal...!»

Estas fantasías, efectivamente, eran muyagradables, pero lo que no lo resultaba tantoera que, entre todas esas esperanzas rosas,Iván Ilich de repente descubrió una habilidadsuya desconocida para él: concretamente la deescupir. Al menos, la saliva comenzó asalírsele de la boca, sin que pudieracontrolarlo. Se percató de ello al ver a AkímPetróvich, al que le había salpicado la mejillay que estaba sentado sin moverse y sinatreverse a limpiársela por respeto. Iván Ilich

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cogió una servilleta y enseguida él mismo sela limpió. Pero eso le pareció al instante hastatal punto inoportuno y absurdo que sequedó callado y sorprendido. AkímPetróvich, aunque estaba ebrio, parecíahaberse quedado estupefacto. Iván Ilich sepercató ahora de que, aunque llevaba casi uncuarto de hora hablándole de un tema de lomás interesante, Akím Petróvich al escucharleno sólo se quedaba confuso, sino que parecíatemer algo. Pseldonímov, al que le separabauna silla de Iván Ilich, también estiraba sucuello en dirección a él, e inclinaba la cabezahacia un lado con un gesto de lo másdesagradable. Parecía realmente que lo estabavigilando. Al echar una mirada a losinvitados, Iván Ilich se dio cuenta de quemuchos de ellos lo miraban directamente a lacara y se reían. Pero lo más extraño fue queante esta situación no se sintió abochornadoy que, contrariamente a ello, dio un trago

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más a la copa y de pronto comenzó a hablaren voz alta para que todos pudieran oírle.

–¡Ya lo dije! –pronunció en un tonopotente–. Le acabo de decir, señores, a AkímPetróvich que Rusia... sí, precisamenteRusia... en una palabra, ustedes ya entiendenlo que quiero decir... estoy profundamenteconvencido de que Rusia está atravesandomomentos de hu-hu-manitarismo...

–¡Hu-hu-manitarismo! –se oyó al otroextremo de la mesa.

–¡Eh, tú!Iván Ilich pareció quedarse callado.

Pseldonímov se levantó de la silla para buscaral que había exclamado. Akím Petróvichmovía la cabeza a hurtadillas, como sicastigara a los invitados. Iván Ilich se dioperfectamente cuenta de ello pero, pesaroso,no dijo nada.

–¡Humanitarismo! –continuó confirmeza–. Y hace un rato... y para másexactitud hace precisamente un rato yo le

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decía a Stepán Nikíforovich... sí... que... quela renovación, por así decirlo, de las cosas...

–¡Su Excelencia! –se oyó la fuerte voz dealguien al otro lado de la mesa.

–¿Qué desea? –contestó Iván Ilich a quienle había interrumpido, e intentado ver quiénse dirigía a él.

–¡Nada en absoluto, Su Excelencia, me hedespistado, continúe!; ¡con-ti-nú-e! –se oyónuevamente la voz.

Iván Ilich se estremeció.–La renovación, por así decirlo, de esas

mismas cosas...–¡Su Excelencia! –se oyó de nuevo la voz.–¿Qué desea?–¡Hola!En esta ocasión, Iván Ilich no pudo

contenerse más. Interrumpió el discurso paradirigirse al alborotador que le habíaofendido. Era un estudiante todavía muyjoven que estaba considerablemente bebido yque le suscitaba la más grande de las

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sospechas. Llevaba tiempo gritando e inclusohabía roto una copa y dos platos, y afirmóque era lo que se debía hacer en una boda. Enel momento en que Iván Ilich se dirigió a él,el oficial empezó a reprender al alborotador.

–¿Qué haces? ¿Por qué gritas? ¡Lo queteníamos que hacer es echarte de aquí!

–¡No se refiere a usted, Su Excelencia! ¡Nose refiere a usted! ¡Continúe! –exclamó elregocijado estudiante repantigado sobre lasilla–. ¡Continúe, yo le escucho, y me sientomuy, muy satisfecho de su discurso! ¡Esextraordinario, extraordinario!

–¡El muchacho está borracho! –dijo amedia voz Pseldonímov.

–Ya veo que está borracho, pero...–¡Hace un rato, Su Excelencia, les conté

una anécdota muy divertida! –dijo el oficial–;se trataba de un teniente de nuestroregimiento, que hablaba de ese modo con lossuperiores; y ahora también le dio a él porimitarle. A cada palabra que pronunciara el

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jefe, el otro no cesaba de repetir:«¡extraordinario!, ¡extraordinario!». Hacediez años que le expulsaron del servicio porese motivo.

–¿Qué, qué teniente era ése?–Uno de nuestro regimiento, Su

Excelencia, a quien le gustaba alabar hastamás no poder. Al principio le reprendían conbuenas palabras, y después le arrestaron... Eljefe le reprendía de forma paternal; y aquél lerespondía: «¡extraordinario,extraordinario!». Y lo curioso es que setrataba de un oficial muy valeroso, de unasnueve verstas de altura. Querían juzgarle,pero se dieron cuenta de que había perdido lacabeza.

–Entonces se trataba de un estudiante. Alser un estudiante se podía ser menos severo...Yo, por mi parte, estaría dispuesto aperdonarle...

–Le hicieron un reconocimiento médico,Su Excelencia.

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–¿Cómo? ¿Que lo a-na-to-mi-za-ron?–Disculpe; si entonces todavía estaba

completamente vivo.Se oyó una sonora y casi generalizada

carcajada entre los invitados que, alprincipio, procuraron guardar las formas.Iván Ilich se puso furioso:

–¡Señores, señores! –exclamó, casi sintartamudear, por primera vez–, estoy encondiciones de distinguir a la perfección quea los vivos no se les somete a ese examenanatómico. Me imaginé que a causa de lalocura ya no estaba vivo... es decir, que habíamuerto... o sea, quiero decir... que ustedes nome estiman... Mientras que yo les estimo atodos ustedes... sí, estimo a Por... a Porfiri...Me estoy humillando a mí mismo al hablarde este modo...

En ese momento una gran cantidad desaliva saltó de la boca de Iván Ilich y salpicóel lugar más visible del mantel. Pseldonímovse apresuró a limpiarlo con una servilleta.

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Este último suceso le dejó definitivamenteafligido.

–¡Señores, esto ya es demasiado! –exclamóél desesperado.

–Ese hombre está borracho, Su Excelencia–de nuevo irrumpió Pseldonímov.

–¡Porfiri! ¡Ya veo que todos... ustedes... sí!Digo que albergo esperanzas... sí, les estoyinvitando a que me digan en qué me hehumillado a mí mismo.

Iván Ilich estaba a punto de echarse allorar.

–¡Su Excelencia, por favor!– Porfiri, me dirijo a ti... Dime, si he

venido... sí... sí, a la boda con una finalidad.Yo quería elevar moralmente... deseabadespertar sentimientos. Me dirijo a todos: ensu opinión me he humillado mucho, ¿o no?

Se hizo un silencio sepulcral. Y en esoestaba la cuestión: en que había un silenciosepulcral, máxime tratándose de un aspectotan categórico. Pero ¿qué trabajo les costaba

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gritar algo en aquel momento?, se le pasó porla cabeza a Iván Ilich. Pero los invitados selimitaban a mirarse los unos a los otros.Akím Petróvich, como si estuvierapetrificado, continuó sentado, yPseldonímov se quedó mudo de espanto,mientras repetía para sus adentros unaterrible pregunta que desde hacía rato lerondaba la cabeza: «¿Y qué será de mímañana después de todo esto?».

De pronto, el colaborador de El Tizón,que ya estaba bastante ebrio, pero quecontinuaba hasta aquel momento sumido enun taciturno silencio, se dirigió a Iván Ilich y,con ojos centelleantes, comenzó a responderen nombre de todos los invitados.

–¡Sí! –exclamó él con voz de trueno–. ¡Sí!¡Se ha humillado y es usted un retrógrado...!¡Re-tró-gra-do!

–¡Joven, tenga usted conciencia de lapersona con la que está hablando! –exclamó

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furioso Iván Ilich, pegando nuevamente unsalto en su asiento.

–Con usted; y en segundo lugar, yo no soyun joven... Ha venido usted a darseimportancia y a buscar popularidad.

–Pseldonímov, ¿qué es esto? –exclamóIván Ilich.

Pero Pseldonímov dio un respingo, tanhorrorizado que se quedó petrificado sinsaber cómo reaccionar. Los invitadostambién se quedaron mudos, sentados en susasientos. El artista y el estudianteaplaudieron y gritaron «¡bravo, bravo!».

El colaborador continuó gritando conincontenible ira:

–¡Sí, ha venido usted para alardear de suhumanitarismo! Nos ha fastidiado usted lafiesta a todos. ¡Ha bebido usted un champánsin tener conciencia de que es demasiadocostoso para un funcionario que cobra diezrublos mensuales, y sospecho que pertenece aaquel tipo de jefes que se encaprichan de las

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mujeres jóvenes de sus subordinados! Y, porsi fuera poco, estoy convencido de que apoyael pago de las gratificaciones... ¡Sí, sí, sí!

–¡Pseldonímov, Pseldonímov! –exclamóIván Ilich, extendiendo sus brazos hacia él.Sentía que cada palabra que fuerapronunciada por el colaborador se le clavaríacomo una nueva puñalada en el corazón.

–¡Ahora mismo, Su Excelencia! ¡No sealtere, por favor! –exclamó con voz enérgicaPseldonímov, acercándose de un salto haciael colaborador: lo agarró del cuello de lachaqueta y lo arrastró fuera de la mesa. Nadiese esperaba que el esmirriado dePseldonímov pudiera sacar tanta fuerza física.Pero el colaborador estaba muy ebrio yPseldonímov completamente sobrio.Después le dio unos golpes en la espalda y loempujó por la puerta.

–¡Son todos ustedes unos ruines! –gritó elcolaborador–. ¡Mañana les haré a todosustedes una caricatura en El Tizón...!

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Todos dieron un respingo en sus asientos.–¡Su Excelencia, Su Excelencia! –gritaban

Pseldonímov, su madre y algunos de losinvitados agolpándose alrededor delgeneral–. ¡Tranquilícese, Su Excelencia!

–¡No, no! –exclamó el general–; me hanridiculizado... yo vine... quería, por asídecirlo, echar una bendición. Y ¡ahora esto,esto...!

Abatido, se dejó caer en la silla, como si sequedara inconsciente, puso ambas manossobre la mesa y apoyó su cabeza en ellas, enel mismo plato del manjar blanco. Sobradescribir el espanto general suscitado. Alcabo de un minuto se levantó, con laprobable intención de marcharse, pero setambaleó, se enganchó en la pata de una silla,cayó con todo su peso al suelo y empezó aroncar...

Estas cosas ocurren a veces a los que nosuelen beber y se emborrachanocasionalmente. Se mantienen con la

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conciencia despierta hasta el último momentoy después se desploman como si alguiensegara la hierba bajo sus pies. Iván Ilichestaba tumbado en el suelo, absolutamenteinconsciente. Pseldonímov se agarró de lospelos, quedándose petrificado en esa postura.Los invitados comenzaron a marcharse,comentando cada uno lo sucedido a sumanera. Eran ya cerca de las tres de lamadrugada.

Lo importante de la cuestión estriba en quela circunstancia de Pseldonímov era bastantepeor de lo que uno podía imaginarse, y ellosin reparar en lo desagradable de la situación.Y mientras que Iván Ilich permanecetumbado en el suelo, y Pseldonímov, de piejunto a él, agarrándose desesperadamente delos pelos, vamos a interrumpir el orden de lanarración para introducir unas esclarecedoraspalabras sobre el propio Porfiri PetróvichPseldonímov.

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Poco menos de un mes antes de lacelebración de su boda, Pseldonímov sehallaba en una situación irremediablementemala. Procedía de una provincia, donde supadre hacía tiempo había prestado algúnservicio, y donde murió mientras lo estabanprocesando. Cuando faltaban cinco mesespara la boda, Pseldonímov, que ya llevaba unaño malviviendo en San Petersburgo,consiguió un puesto de diez rublosmensuales; sintió revivir de cuerpo y espíritu,hasta caer nuevamente víctima de lascircunstancias. En todo el mundo sóloquedaban dos Pseldonímov, él y su madre,que había abandonado la provincia tras lamuerte de su marido. Madre e hijo llevabanmalviviendo los dos sufriendo frío y hambre.Había días en que Pseldonímov iba con unjarro a la Fontanka para beber agua. Alconseguir un puesto de trabajo, pudoalquilar un rinconcito de mala muerte junto asu madre. Ella se puso a trabajar de lavandera

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mientras que él, durante unos cuatro meses,se puso a ahorrar dinero para intentarcomprarse unas botas y un modesto capote.¡Y cuántas humillaciones no habrá sufrido ensu oficina! Se le acercaban los jefes parapreguntarle cuánto tiempo llevaba sinbañarse. A sus espaldas se comentaba quedebajo del cuello de su uniforme había nidosenteros de piojos. Pero Pseldonímov tenía uncarácter firme. Al primer golpe de vista erapacífico y silencioso; tenía muy pocaformación y casi nunca se le veíaconversando con alguien. No sé exactamentesi pensaba algo, si urdía algunos planes oproyectos o si soñaba algo. Pero a cambio deesto se le fue desarrollando una instintiva,firme e inconsciente decisión de llegar a seralguien y salir de su penosa situación. Poseíaun tesón de hormiga: si a las hormigas se lesdestruye su nido, al instante volverán aconstruirse otro; si se les vuelve a destruireste último, otra vez volverán a construir

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uno nuevo, y así sucesivamente, sin desistir.Se trataba de un sujeto ordenado yeconomizador. Bastaba con verle la cara paradarse cuenta de que se abriría camino, seconstruiría un nido y posiblemente hastaahorrara algo de dinero. En el mundo enterosólo lo quería su madre, pero lo quería conlocura. Era una mujer fuerte, incansable,trabajadora, y al margen de esto tambiénbondadosa. Los dos habrían seguidoviviendo en sus rincones alquilados, puedeque unos cinco o seis años más, hasta quecambiaran las circunstancias, de no habersetopado en su vida con un consejero titularjubilado, Mlekopitáiev, que en otros tiemposhabía sido tesorero y funcionario en laprovincia, y que se había colocado ytrasladado a vivir con su familia en SanPetersburgo. Conocía a Pseldonímov y desdehacía tiempo le debía algún favor a su padre.Disponía de algún dinerillo, claro que nodemasiado, pero lo tenía; lógicamente nadie

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sabía cuánto poseía exactamente, ni su mujer,ni su hija mayor, ni sus parientes. Tenía doshijos, pero como era un déspota terrible, unborrachillo, un tirano en su casa, y además unhombre enfermo, se le ocurrió casar a una desus hijas con Pseldonímov: «Lo conozco»,decía, «su padre era una buena persona y elhijo también lo será». Mlekopitáiev hacía loque quería; tomaba una decisión y la llevabaa cabo. Era un tirano de lo más extraño. Lamayor parte de su tiempo lo pasaba sentadoen su sillón, porque le impedía algunaenfermedad, cosa que no le estorbaba parabeber vodka. Se pasaba días enteros bebiendoy blasfemando. Era un hombre malvado;tenía la imperiosa necesidad de martirizarcontinuamente a alguien. Para ello teníaviviendo junto a él a unas parientes lejanas:una hermana, enferma y huraña; doshermanas de su mujer, también malvadas y delengua viperina; y una tía anciana suya, queen su día se había roto una costilla. También

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vivía junto a él una alemana gorrona que sehabía rusificado y que poseía el talento decontarle los cuentos de Las mil y una noches.Toda su satisfacción consistía en maltratar atodas esas infelices parásitas, en blasfemarhorriblemente de ellas a cada momento, apesar de que ellas, sin excluir a su mujer, quehabía nacido con dolor de muelas, no seatrevieran a abrir la boca en su presencia. Lasenfrentaba a las unas contra las otras, seinventaba y fomentaba cotilleos, y después sereía y regocijaba al ver cómo les faltaba pocopara llegar a las manos. Se alegró muchocuando su hija mayor, que había malvividodurante diez años con su marido, que era unoficial, al quedarse finalmente viuda setrasladó a vivir a su casa con sus hijospequeños, que estaban enfermos. Él nosoportaba a sus hijos pero, puesto que con sullegada aumentó el material con que poderllevar a cabo sus experimentos, el viejo sesintió muy satisfecho. Todo ese montón de

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mujeres malvadas y de niños enfermos, juntoa su maltratador, se hacinaban en una casa demadera en la zona de San Petersburgo.Pasaban hambre, porque el viejo era tacaño yentregaba el dinero con cuentagotas, aunqueno escatimaba para comprarse vodka;tampoco dormían lo suficiente, porque elanciano sufría insomnio y exigía que se ledistrajera. En una palabra, todos vivían demala manera y maldecían su suerte. Por aquelentonces Mlekopitáiev se fijó enPseldonímov. Le había impresionado sularga nariz y su aspecto pacífico. Su hijamenor, flaca y fea, había cumplido diecisieteaños. Aunque en su momento había asistidoa una escuela alemana, no aprendió nada enella excepto el abecedario. Mientras tantocrecía caquéctica y escrofulosa, sometida a lamuleta de su padre cojo y borrachín, en elambiente de cotilleos domésticos, sospechasy discordias. Jamás tuvo amigas, comotampoco inteligencia. Hacía tiempo que

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deseaba casarse. Delante de la gente no abríala boca, pero en casa, junto a su madrecita yel grupillo de gorronas, era malvada y tenía lalengua de una arpía. Le gustabaespecialmente pellizcar y dar capirotazos alos hijos de su hermana, fiscalizarles por elazúcar y el pan que robaban, a causa de locual entre ella y su hermana mayor siemprehabía una interminable y continua riña. Fueel propio viejo quien se la ofreció enmatrimonio a Pseldonímov. Éste, a pesar desu malvivir, le pidió algo de tiempo parareflexionar. Él y su madre estuvieron muchotiempo pensándolo. Pero a nombre de lanovia se iba a poner la casa que, aunque fueramalucha, de madera, y de una planta, teníavalor. Al margen de ello, les dabancuatrocientos rublos. ¿Cuándo podrían ellosahorrarlos? «¿Que por qué traigo a casa a unhombre?», exclamaba el ebrio tirano. «Enprimer lugar, porque todas vosotras soismujeres, y estoy harto de tantas mujeres.

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Quiero que también Pseldonímov me dore lapíldora, ya que soy su bienhechor. Ensegundo lugar, lo traigo porque todas estáisen contra y furiosas. Pues pienso hacerlo parafastidiaros. ¡Pienso hacer lo que he dicho! Ytú, Porfiri, dale palizas cuando sea tu mujer;desde que nació lleva siete demonios en suinterior. Échalos de ahí, yo te preparo elgarrote...»

Pseldonímov permanecía callado aunqueya había tomado la decisión. A él y a sumadre les habían acogido en la casa antes decasarse; los lavaron, los calzaron y les dierondinero para la boda. El anciano los protegía,probablemente porque toda la familia estabaenfurecida con ellos. La madre dePseldonímov incluso le había caído bien, demodo que se contenía y no la pinchaba. Porlo demás, una semana antes de la boda,obligó al propio Pseldonímov a bailar elkazachók delante de él. «Bueno, ya essuficiente, sólo quería advertirte de que no se

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te subieran los humos delante de mí», le dijoal finalizar el baile. Dio el dinero justo para laboda e invitó a todos sus familiares yconocidos. Por parte de Pseldonímov sóloasistieron el colaborador de El Tizón y AkímPetróvich, un invitado de honor.Pseldonímov sabía perfectamente que lanovia sentía aversión hacia él, y que hubierapreferido casarse con el oficial en lugar decon él. Pero él lo soportaba todo, pues así loacordó con su madre. Durante todo el día dela boda y toda la tarde estuvo el viejoblasfemando y emborrachándose. Toda lafamilia se refugió en los cuartos de atrás y sehacinó allí hasta no poder respirar. Lashabitaciones delanteras se destinaron para elbaile y la cena. Finalmente, cuando el viejo sehubo quedado dormido completamenteebrio, cerca de las once de la noche, la madrede la novia, especialmente enfadada ese díacon la madre de Pseldonímov, decidió tornarsu mal humor en amabilidad y salir al baile y

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a la cena. La aparición de Iván Ilich lo habíacambiado todo. Mlekopitáieva se quedóconfusa, empezó a gruñir porque no lahabían informado de que habían invitado algeneral. Le aseguraban que había venido porsu cuenta, sin que nadie le hubiera invitado,cosa que la dejó tan atónita que no se lopodía creer. Tuvieron que comprar champán.La madre de Pseldonímov sólo disponía deun rublo, y el propio Pseldonímov no teníani un cópec. Había que humillarse ante lavieja gruñona Mlekopitáieva, pedirle dineropara una botella y después para la otra. Leinformaban de las futuras relaciones delfuncionario de carrera, y trataron depersuadirla. Finalmente ella dio su propiodinero, pero obligó a Pseldonímov a tragarsetanta bilis que tuvo que entrar varias veces enla habitación destinada al lecho nupcial; ensilencio se agarraba de los pelos y se lanzabade cabeza a la cama destinada a los gocesmatrimoniales, tiritando de rabia de pies a

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cabeza. ¡Sí! Iván Ilich ignoraba cuántocostaban las dos botellas de champán que élse había tomado aquella noche. ¡Cuál nosería el horror, la tristeza e incluso ladesesperación cuando el asunto de Iván Ilichterminó de una manera tan inesperada! Denuevo llegaron los quebraderos de cabeza, yposiblemente los gritos y las lágrimasdurante toda la noche de la caprichosa noviay los absurdos reproches de sus familiares. Aél ya le dolía la cabeza y, sin necesidad deello, el tufo y la oscuridad le nublaban lavista. Y ahora había que prestarle ayuda aIván Ilich y a las tres de la madrugada buscaral médico o el carruaje para llevarle a casa; yera especialmente necesario encontrar uncarruaje porque enviarle en ese estado en untrineo a su casa era imposible. Y ¿de dóndeiban a sacar dinero aunque sólo fuera para elcarruaje? La señora Mlekopitáieva,enfurecida porque el general no habíaintercambiado con ella ni dos palabras y ni

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siquiera la miró durante la cena, anunció queno tenía ni un cópec. ¿De dónde podíansacarlo? ¿Qué había que hacer? Sí, habíamotivo suficiente para agarrarse de los pelos.

Entre tanto, a Iván Ilich lo trasladaron alpequeño sofá de piel, que se encontraba en elmismo comedor. Mientras estabanrecogiendo las mesas y retirándolo todo,Pseldonímov corría de un lado a otro parapedir dinero, intentando incluso pedírselo alos criados, pero nadie lo tenía. Incluso searriesgó a molestar a Akím Petróvich, que sequedó más tiempo que los demás. Pero éste,aunque fuera un buen hombre, al oír hablarde dinero se quedó tan estupefacto yasustado que se puso a decir las tonterías másinsospechadas.

–En otro momento lo haría con muchogusto –murmuró–, pero ahora... a decirverdad, discúlpeme...

Cogió el sombrero y salió corriendo de la

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casa. Sólo el joven bondadoso que habíahablado de El libro de los sueños procuróayudar, pero también ello resultó en vano. Sequedó más tiempo que los demás,participando cordialmente en los problemasde Pseldonímov. Finalmente, el joven y sumadre decidieron, de común acuerdo, enviara alguien no en busca del médico, sino delcarruaje para llevar al indispuesto a su casa, ymientras tanto, hasta que llegara el carruaje,aplicarle algunos remedios caseros, comocolocarle compresas de agua fría en las sienesy la cabeza, así como hielo. De ello seencargó la madre de Pseldonímov. El jovensalió corriendo en busca del carruaje. Dadoque a esa hora en la zona de San Petersburgoera imposible encontrar un coche, se fuelejos, a una hospedería, y despertó a loscocheros. Se pusieron a regatear y loscocheros respondieron que a esas horas pedircinco rublos por un coche no era caro. Sinembargo, llegaron al acuerdo de hacerlo por

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tres rublos. Pero cuando cerca de las cuatrode la madrugada el joven llegó a casa de losPseldonímov con el carruaje alquilado, hacíaya rato que éstos habían cambiado deopinión. Resultó que Iván Ilich, que todavíase encontraba inconsciente, se puso tanenfermo, y gemía y se agitaba tanto, quetrasladarle a su casa en esas circunstanciasresultaba de todo punto imposible e inclusoarriesgado. ¿En qué quedaría todo aquello?,decía absolutamente desalentadoPseldonímov. ¿Qué es lo que se podía hacer?Surgió una nueva cuestión. En caso de dejaral enfermo en casa, ¿adónde habría quetrasladarlo para acomodarlo? En toda la casasólo disponían de dos camas: una grande dematrimonio, en la que dormía el viejoMlekopitáiev con su esposa, y otra reciéncomprada, de nogal, también de matrimonioy destinada para los recién casados. Todos losdemás habitantes de la casa o, mejor dicho,los que la habitaban, dormían en el suelo,

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hacinados, la mayoría en colchones deplumas, casi todos estropeados y malolientes,es decir, absolutamente impresentables, y deéstos había los justos; no sobraba ninguno.¿Dónde iban a colocar al enfermo? En casode necesidad quizás pudieran dar con uncolchón de plumas quitándoselo a alguien,pero ¿dónde podían colocarlo?, ¿y sobrequé? Resultó que había que ponerlo en elsalón, ya que esa habitación estaba separadadel núcleo familiar y disponía de su propiapuerta de salida. Pero ¿dónde iban aapoyarlo? ¿Acaso sobre las sillas?Pseldonímov prefería no decir nada sobreeso. Es de sobra conocido que sobre las sillassólo acomodan a los colegiales cuandovienen a casa a pasar fines de semana, peropara una persona como Iván Ilich aquelloresultaba harto incorrecto. ¿Qué diría él aldía siguiente al verse sobre las sillas?Pseldonímov no quería ni oír hablar deltema. Quedaba una solución: pasarle a la

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cama de matrimonio. Y ésta, como ya hemosdicho antes, se encontraba en una habitaciónpequeña, junto al comedor. Sobre la camahabía un colchón nuevo para dos personas ysin estrenar; ropa de cama limpia, cuatroalmohadones de calicó rosa, con fundas demuselina bordada y volantes. La manta era deraso, de color rosa y pespunteada dearabescos. De un anillo dorado sobre la camapendían unas cortinas de muselina.Resumiendo, que todo estaba como Diosmanda, y los invitados, casi todos cuantospasaron por la alcoba, alabaron el buengusto. La novia, aunque no aguantaba aPseldonímov, en cuanto podía a lo largo dela tarde, y generalmente a hurtadillas, salíacorriendo a verla. ¡Y cuál no sería suindignación y rabia cuando se enteró de quequerían trasladar al enfermo, que sufría algoparecido al cólera, a su lecho nupcial! Lamadre de la novia salió en defensa de su hija,juraba y prometía quejarse a su marido al día

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siguiente; pero Pseldonímov se puso firme yse salió con la suya: a Iván Ilich lotrasladaron y a los recién casados losacomodaron en el salón sobre unas sillas. Lajoven lloriqueaba, dispuesta a dar pellizcos,sin atreverse a desobedecer: su padre teníauna muleta que le era sobradamenteconocida, y ella sabía que su padre pediríacuentas de todo al día siguiente. Paratranquilizarla llevaron su edredón rosa y lasalmohadas con las fundas de muselina alsalón. Justo en aquel momento llegó el jovencon el carruaje; al enterarse de que éste ya noera necesario se llevó un buen susto, pues letocaba pagarlo a él, que jamás dispuso ni deuna moneda de diez cópecs. Pseldonímovanunció su absoluta ruina. Intentaronconvencer al cochero, pero éste comenzó aarmar alboroto e incluso a golpear lascontraventanas. No sé exactamente cómoacabó aquello. Parece ser que el joven, encalidad de rehén, se dirigió con el carruaje a

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Peski, a la cuarta calle de Rozhdestvenskaia, adonde fue con intención de despertar a unconocido suyo que era estudiante, y quepasaba la noche en casa de unos conocidos,para ver si disponía de algo de dinero. Yaeran las cuatro y pico de la madrugadacuando dejaron y encerraron a los jóvenes enla sala. La madre de Pseldonímov se quedó apasar toda la noche a los pies de la cama delenfermo. Se acomodó en el suelo, sobre laalfombra, y se cubrió con una pequeñapelliza, pero no pudo conciliar el sueño portener que levantarse a cada minuto, ya queIván Ilich sufría una terrible indigestión. Laseñora Pseldonímova, mujer de coraje ybondadosa, le desvistió; le quitó toda la ropay le cuidó como a su propio hijo, y se pasótoda la noche corriendo del dormitorio alpasillo portando las vasijas propias deaquellas circunstancias. Y, sin embargo, lasdesgracias de aquella noche estaban todavíalejos de acabarse.

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No habían transcurrido ni diez minutosdesde que dejaron a los novios a solas en elsalón, cuando de pronto se oyó un gritoestremecedor, que no era alegre, sino denaturaleza más maligna. A continuación delos gritos se oyó un ruido, y un crujidocomo si cayeran las sillas; al instante, en lahabitación todavía oscura, inesperadamenteirrumpió una multitud de mujeres asustadas,gritando y en todo tipo de paños menores.Esas mujeres eran la madre de la novia, suhermana mayor, que se había ausentadodejando a sus hijos enfermos, y tres tíassuyas, entre las que también se encontraba lade la costilla rota. Incluso la cocinera estabaallí, y también la alemana gorrona, quecontaba cuentos, y a la que, para los reciéncasados, le habían quitado a la fuerza supropio colchón de plumas, que era el mejorde toda la casa y que componía todo supatrimonio; también ella se encontraba allíjunto a los demás. Todas estas distinguidas y

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perspicaces damas, hacía ya un cuarto dehora, se habían deslizado desde la cocinaatravesando de puntillas el pasillo y estabanescuchando en el vestíbulo presas de la másinexplicable curiosidad. Mientras tanto,alguien encendió rápidamente una vela ytodos pudieron contemplar un inesperadoespectáculo. Las sillas, incapaces de soportarel peso de dos personas, sujetando el anchocolchón de plumas pillado sólo por losbordes, se habían separado y el colchón cayóentre ellas al suelo. La novia lloriqueaba derabia; en esta ocasión estaba ofendida hasta elfondo de su alma. El moralmente heridoPseldonímov estaba clavado en el suelo comoun criminal pillado con las manos en la masa.Ni siquiera intentó disculparse. Por todaspartes se oían ayes y gritos. Al oír el alborototambién llegó la madre de Pseldonímov, peroen esta ocasión la madre de la recién casadadominaba la situación. Al principio, cubrió aPseldonímov de raros, y en su mayoría

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injustos, reproches respecto al tema: «¡Diosmío!, ¿qué clase de marido puedes serdespués de esto? ¿Adónde puedes ir, amigo,después de un bochorno como éste?», ycosas parecidas, y finalmente, tras coger de lamano a su hija, la apartó del maridollevándosela consigo y tomandopersonalmente la responsabilidad de darlecuentas al severo padre. Tras ella semarcharon todos, suspirando y moviendo lascabezas. Junto a Pseldonímov sólo se quedósu madre, quien procuró calmarle. Pero él laechó inmediatamente de su lado.

No estaba para consuelos. Llegó hasta elsofá y se sentó, sumido en lúgubrespensamientos, tal y como estaba, descalzo yen ropa interior. Las ideas se enredaban yconfundían en su cabeza. En algunosmomentos echaba maquinalmente unamirada recorriendo la habitación donde hacíapoco los bailarines habían armado labatahola, y donde el humo de los cigarrillos

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aún permanecía en el aire. Las colillas y losenvoltorios de los caramelos aún seguíandesparramados por el manchado y grasientosuelo. Las ruinas del lecho nupcial y las sillascaídas eran testigos de la fragilidad de losmejores y más fieles esperanzas y sueñosterrenales. De ese modo permaneció sentadoPseldonímov una hora. No hacían más quevenirle a la cabeza ideas pesadas, como, porejemplo: ¿qué es lo que le depararía ahora sutrabajo? Apesadumbrado, reconocía queirremediablemente debía cambiar de puestode trabajo, ya que resultaba imposiblequedarse en el mismo, a consecuencia de losucedido aquella noche. Le venía a la cabezala imagen de Mlekopitáiev, quien con todaprobabilidad le haría bailar de nuevo elkazachók para poner a prueba su docilidad.Pensó también que Mlekopitáiev, aunquehubiera dado cincuenta rublos para lacelebración de la boda, gastados en suintegridad, no pensaba todavía darle los

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cuatrocientos rublos de la dote, que nisiquiera mencionó. Ni la propia casa estabatodavía formalmente transferida. Se quedópensando en su mujer, que le habíaabandonado en el momento más crítico de suvida; en el alto oficial que había hincado unarodilla ante ella. Pudo reparar en ello; pensóen los siete demonios que se alojaban en elcuerpo de su esposa, tal y como loatestiguaba su propio progenitor, y en elgarrote preparado para expulsarlos... Claroestá que se sentía con fuerzas de sobrellevarmuchas cosas, pero finalmente el destino ledeparaba tales sorpresas que llegaba hasta adudar de su aguante.

Así de afligido estaba Pseldonímov.Mientras tanto la vela se consumía. La luzcentelleante, que iluminaba directamente superfil, reflejaba de forma colosal su imagen enla pared, con su cuello larguirucho, la narizaquilina y sendos mechones de pelo en lafrente y en el cogote. Finalmente, cuando ya

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empezó a sentirse el frescor de la mañana, selevantó, tiritando de frío, y, moralmenteenvarado, se acercó al colchón que estabaentre las dos sillas; y sin arreglar nada, y sinapagar la vela, y sin siquiera colocarse unaalmohada debajo de la cabeza, se deslizó agatas sobre el colchón y se quedó dormidocomo un tronco, con un sueño similar al queprobablemente tengan aquellos a los que eldía siguiente les depara la pena de muerte.

Por otra parte, ¿qué podía compararse conaquella tormentosa noche que pasó Iván IlichPralinski sobre el lecho nupcial del infelizPseldonímov? Durante un rato el dolor decabeza, los vómitos y otros desagradablesataques no le dejaron un momento en paz.Aquéllos fueron unos sufrimientosinfernales. La conciencia, aunque apenascentelleaba en su cabeza, le alumbraba talesprofundidades de horror, unas imágenes tanlúgubres y desagradables, que era preferible

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no recobrarla. Es decir, todo estabaenmarañado en su cabeza. Por ejemplo,reconocía a la madre de Pseldonímov, oía susdulces exhortaciones, como: «Procuraaguantar cielito, procura aguantar, veráscómo se te pasa»; la reconocía y a pesar deello no conseguía encontrar una respuestalógica a su presencia junto a él. Tenía unasvisiones detestables: la que más se lepresentaba era la de Semión Iványch, pero almirarle atentamente se daba cuenta de que enabsoluto se trataba de Semión Iványch, sinode la nariz de Pseldonímov. Delante de élpasaba fugazmente la figura del artistabohemio, el oficial, y la vieja con la caravendada. Lo que más atraía su atención era elanillo de oro que pendía sobre su cabeza, yque sujetaba las cortinas. Lo distinguía conclaridad a la débil luz de la vela quealumbraba la habitación, y no hacía más quepreguntarse: «¿para qué sirve ese anillo?,¿por qué está aquí?, ¿qué es lo que

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significa?». Varias veces preguntó acerca deello a la vieja, pero, al parecer, no decía lo quese proponía, y tampoco ella comprendía loque él le hablaba, pues no conseguíaexplicarse. Finalmente, ya al amanecer, losataques cesaron, y él se quedó dormidoprofundamente y sin soñar. Estuvo dormidocerca de una hora y cuando se despertó habíarecobrado prácticamente el conocimientocon un fuerte dolor de cabeza, y en la boca,sobre la lengua, convertida en un trozo detela de algodón, un sabor de lo másdesagradable. Se incorporó en la cama, miróalrededor y se quedó pensativo. La pálida luzdel amanecer, que penetraba a través de lasrendijas de las contraventanas en forma deuna larga raya, temblaba proyectada sobre lapared. Eran cerca de las siete de la mañana.Pero cuando Iván Ilich de pronto reflexionóy recordó todo cuanto le había sucedido lanoche anterior; cuando recordó todas lasaventuras ocurridas durante la cena, su

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hazaña fallida y su discurso en la mesa;cuando de golpe se imaginó con horribleclaridad todo cuanto podría suceder a raíz deaquello ahora, lo que dirían y pensarían de él;cuando miró alrededor y vio en quédeplorable y triste estado había dejado elpacífico lecho nupcial de su subordinado...¡oh, en aquel momento tan mortalesvergüenza y sufrimiento penetraron depronto su corazón, que lanzó un grito, secubrió el rostro con las manos ydescorazonado se tiró sobre la almohada! Alcabo de un minuto se volvió a incorporar,vio sobre la silla su ropa cuidadosamentedoblada y limpia, la cogió rápida yapresuradamente y, mirando alrededor yterriblemente temeroso de algo, se puso avestirse. Allí mismo, en otra silla, estaba suabrigo de piel, su gorro y los guantesamarillos. Deseaba escabullirse despacio.Pero de repente se abrió la puerta y entró lavieja Pseldonímova, con una jofaina de barro

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y un aguamanil. Sobre su hombro colgabauna toalla. Dejó el aguamanil y, sin muchospreámbulos, le dijo que había que asearseinmediatamente.

–¡Vamos, señor, a lavarse! ¡No puede estarsin lavarse...!

Y en aquel instante, Iván Ilich tomóconciencia que, de haber alguien en estemundo ante quien él podía no avergonzarseni temer nada, sería precisamente esa mujer.Se lavó. Y después, transcurrido ya muchotiempo, en momentos difíciles de su vida,entre remordimientos de conciencia, le veníaa la memoria la circunstancia de aqueldespertar, y aquella jofaina de barro con elaguamanil de loza repleto de agua fría en laque aún flotaban algunos trozos de hielo y eljabón ovalado envuelto en papel rosa, conletras borrosas, que valdría unos quincecópecs, comprado probablemente para losrecién casados, y que hubo de estrenar IvánIlich, y también la vieja con la toalla de hilo

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sobre el hombro izquierdo. El agua helada lorefrescó; se secó y, sin decir palabra, ni dar lasgracias a su hermana de la caridad, cogió sugorro, se echó por encima el abrigo de pielque le tendía la señora Pseldonímova,atravesó la cocina y el pasillo, donde yaestaba maullando el gato, y donde lacocinera, levantándose de su cama, le siguiócon una mirada llena de curiosidad, salió alpatio, a la calle, y se lanzó a coger un cochede punto. Hacía una mañana muy fría; unaneblina helada y amarillenta cubría aún lascasas y todo cuanto había. Iván Ilich selevantó el cuello del abrigo. Pensaba quetodos le miraban, que le conocían, y lo sabíantodo...

Durante ocho días estuvo sin salir de casa ysin presentarse en la oficina. Estaba enfermo,terriblemente enfermo, pero más moral quefísicamente. Durante esos ocho días habíavivido todo un infierno que probablemente

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se le tendría en cuenta en la otra vida. Enalgunos momentos pensó en hacerse monje.Verdaderamente hubo tales momentos.Incluso su imaginación giraba sobremaneraen torno a ello. Se imaginaba tranquiloscánticos subterráneos, un ataúd abierto, conla vida en una celda solitaria, los bosques ylas grutas; pero, al recobrar la consciencia,enseguida se daba cuenta de que todo esoresultaba terriblemente absurdo y exagerado,y se avergonzaba de ello. Despuéscomenzaban sus ataques morales, que teníanpor objeto su existence manquée. Acontinuación la vergüenza prendía en sualma, se apoderaba de ella, la reducía a cenizasy la irritaba. Se estremecía al imaginarsediferentes situaciones. ¿Qué dirían de él?,¿qué pensarían?, ¿cómo entraría en laoficina?, y ¿qué comentarios le perseguiríandurante todo un año, diez, o toda la vida?Esa anécdota llegaría hasta sus descendientes.A veces se sentía tan acongojado que estaba

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dispuesto al momento a presentarse anteSemión Ivánovich para presentarle disculpasy ofrecerle su amistad. Ni siquiera sejustificaba a sí mismo, se echaba toda la culpa.No encontraba excusas y se avergonzaba deello.

Pensó incluso en pedir inmediatamente elretiro, y de ese modo, sencillamente y ensolitario, consagrarse a la dicha de lahumanidad. En cualquier caso eraimprescindible cambiar de amistades,haciéndolo incluso de tal modo que extirpasede raíz cualquier recuerdo de su persona.Después le venía a la cabeza que también esoera absurdo y que todo este asunto resultabaposible arreglarlo reforzando la severidadcon los subalternos. Entonces comenzaba arecobrar esperanzas y se animaba.Finalmente, transcurridos ocho días de dudasy sufrimientos, sintió que no podía soportarmás la incertidumbre, y un beau matin sedirigió a la oficina.

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Antes, cuando todavía estaba en casasumido en la tristeza, mil veces se habíaimaginado el modo en que entraría en laoficina. Horrorizado, se persuadía de queoiría irremediablemente a sus espaldasrumores de doble sentido, rostrosmalintencionados, y de que soportaríasonrisas perniciosas. Cuál no sería susorpresa cuando, a la hora de la verdad, nadade eso sucedió. Lo recibieronrespetuosamente; le hacían reverencias; todosestaban serios; todos estaban ocupados. Laalegría llenó su corazón cuando entró en sudespacho.

Al instante y con extrema seriedad se pusomanos a la obra, escuchó algunos informes yexplicaciones y tomó decisiones. Sentía quehasta entonces jamás había reflexionado ypensado de manera tan inteligente y sensatacomo aquella mañana. Veía que todosestaban contentos con él, que lo respetaban,que se dirigían a él con respeto. Ni el recelo

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más puntilloso se percataría de nada. Todotranscurría a las mil maravillas.

Finalmente apareció Akím Petróvich conunos papeles. Con su presencia algo pareciópincharle a Iván Ilich en el mismo corazón,pero sólo fue por un instante. Despachó conAkím Petróvich, le habló con seriedad,dándole explicaciones de cómo había deproceder, aclarándole cuestiones. Únicamentese percató de que rehuía mantener la miradaen Akím Petróvich o, mejor dicho, de queAkím Petróvich temía mirarle. Pero he aquíque Akím Petróvich terminó y se puso arecoger los papeles.

–Hay otra petición más –señaló en un tonode lo más seco–, es sobre el traslado dedepartamento del funcionario Pseldonímov...Su Excelencia Semión Ivánovich Shipulenkole ofreció un puesto. Ruega que tenga laamabilidad de colaborar, Su Excelencia.

–¡Ah! ¡Conque se traslada! –dijo IvánIlich, sintiendo que se quitaba un gran peso

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del corazón. Miró a Akím Petróvich, y en esemomento sus miradas se encontraron.

–Bueno, pues yo, por mi parte... emplearé...–respondió Iván Ilich–, estoy conforme.

Al parecer, Akím Petróvich deseabaescabullirse lo antes posible. Pero Iván Ilich,de pronto, en un arranque de generosidad,quiso finalmente expresarse. Al parecer, derepente le vino la inspiración:

–Dígale –dijo clavando su mirada,tranquila y cargada de sentido, sobre AkímPetróvich–, hágale llegar a Pseldonímov queyo no le deseo mal alguno; ¡sí, no se lodeseo!... Y que, por el contrario, inclusoestoy dispuesto a olvidarme de todo losucedido, olvidarlo todo, todo...

Pero, de improviso, Iván Ilich se paró enseco, al observar asombrado el extrañocomportamiento de Akím Petróvich, quien,sin saber por qué, de repente pasó de ser unhombre cuerdo a convertirse en un granestúpido. En lugar de escuchar hasta el final,

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de pronto se sonrojó hasta más no poder yempezó apresuradamente, e incluso de unmodo indecoroso, a hacer pequeñasreverencias a la vez que se dirigía hacia lapuerta. Todo su aspecto reflejaba su deseo deque le tragara la tierra o, mejor dicho, dellegar lo antes posible hasta su mesa. Alquedarse solo, Iván Ilich, presa de laturbación, se levantó del sillón. Se miró en elespejo sin ver en él su reflejo.

–¡No; severidad, severidad y sóloseveridad! –se decía casi inconscientementeen voz baja, y de pronto un fuerte sonrojo lecubrió toda la cara. Se sintió de tal modoavergonzado y angustiado como no lo habíaestado ni en los momentos más difíciles de laenfermedad que le duró ocho días. «¡No hesabido hacer mi papel!», pensó, ydesmadejado se dejó caer sobre el sillón.

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El cocodrilo(Krocodil, 1865)

Extraordinario acontecimiento o el pasodel Pasaje. Una historia verídica que versasobre cómo un caballero de cierta edad y

buenapresencia fue engullido vivo y en su totalidadpor un cocodrilo, y de lo que de ello resultó.

Ohè, Lambert! Où est Lambert?As-tu vu Lambert? 14

I

El trece de enero de 1865, a las doce ymedia del mediodía, Elena Ivánovna, esposa

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de Iván Matvéievich, un instruido amigomío, compañero, y en parte pariente lejano,deseó ver al cocodrilo que se mostraba en elPasaje por un precio asequible. Como yadisponía de su billete para partir al extranjero(no tanto por motivos de salud como porcuriosidad), considerado a todos los efectoscomo viaje en comisión de servicio, y teníacompletamente libre aquella mañana, IvánMatvéievich no sólo no se opuso alirresistible deseo de su mujer, sino que élmismo ardía de curiosidad.

–¡Excelente idea! –dijo en tonosatisfecho–. ¡Vamos a ver al cocodrilo! Envísperas de emprender un viaje a Europa, noestá de más conocer desde aquí a suspobladores aborígenes –y, con esas palabras,cogió del brazo a su esposa y se dirigió juntoa ella directamente al Pasaje. Yo, como decostumbre, los acompañé como amigo de lafamilia. ¡Nunca había visto a IvánMatvéievich de tan buen humor como

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aquella inolvidable mañana! ¡Y realmente nosabemos lo que nos depara el destino! Alentrar en el Pasaje, comenzó al instante aextasiarse con la magnificencia del edificio y,al llegar al establecimiento en el que seexhibía el monstruo, él mismo quiso pagar aldueño del cocodrilo los veinticinco cópecsde mi entrada, detalle que nunca había tenidoantes.

Al entrar en un saloncito de tamañomediano, observamos que, además delcocodrilo, había allí unos exóticos loros alestilo de las cacatúas y un grupo de monos enuna jaula que había al fondo. Junto a lapared, a la izquierda de la entrada, había unacaja de hojalata con forma de bañera, cubiertacon una fuerte red metálica, con un poco deagua. Y en ese minúsculo charco moraba unenorme cocodrilo, tumbado como un troncoy completamente inmóvil, privado, alparecer, de todas sus facultades, a causa denuestro clima inhóspito y húmedo para los

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foráneos. Al principio, aquel monstruo nodespertó en ninguno de nosotros unacuriosidad especial.

–¡Conque éste es el cocodrilo! ¡Y yo queme lo figuraba de otro modo! –dijo ElenaIvánovna con voz cantarina ligeramentedesengañada.

Probablemente pensó que estaría cubiertode brillantes. Un alemán, que salió a nuestroencuentro, y que era el propietario delcocodrilo, nos miraba con un aireexcesivamente orgulloso.

–Tiene razón –me susurró IvánMatvéievich–, pues sabe que, en todo elterritorio ruso, sólo él está exhibiendo ahoraun cocodrilo.

Aquel absurdo comentario también loatribuyo al extraordinario buen humor quese había apoderado de Iván Matvéievich, queen otras ocasiones era algo envidioso.

–Me parece que su cocodrilo no está vivo –dijo nuevamente Elena Ivánovna, molesta

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por la rigidez del dueño, y dirigiéndose a élcon un estilo muy femenino y una graciosasonrisa capaz de aplacar al más grosero.

–¡Oh! ¡No, señora!– respondió aquél,pronunciando con dificultad el ruso a la vezque levantaba la red hasta la mitad de la caja ydaba con un palo en la cabeza del cocodrilo.

Para dar señales de vida, el astutomonstruo movió ligeramente las patas y lacola y, cuando levantó el morro, lanzó algosimilar a un intenso resuello.

–¡No te enojes, Karijen! –dijocariñosamente el alemán, todo satisfecho.

–¡Qué desagradable es este cocodrilo!Incluso me ha asustado –murmurócoquetamente Elena Ivánovna–. Ahoratendré pesadillas.

–Si está dormido no la morderá, señora –observó con galantería el alemán, riendo laagudeza de sus palabras, sin que ninguno denosotros le respondiera.

–¡Vamos, Semión Semiónovich! –continuó

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Elena Ivánovna, dirigiéndose exclusivamentea mí–, será mejor que vayamos a ver a losmonos. Me gustan muchísimo los monos.¡Son tan simpáticos... mientras que elcocodrilo es horrible!

–No temas, amiga mía –gritó a nuestropaso Iván Matvéievich, pavoneándosesimpático ante su esposa–. Este soñolientohabitante del reino de los faraones no nospuede hacer nada –dijo, y continuó junto a lacaja. Por si fuera poco, comenzó a hacerlecon su guante cosquillas en la nariz alcocodrilo, pretendiendo, tal y como loconfesó más tarde, hacerle resoplar de nuevo.El dueño, como corresponde a un caballeroante una dama, siguió a Elena Ivánovna hastala jaula donde estaban los monos.

Todo transcurría a las mil maravillas y nose preveía ningún contratiempo. ElenaIvánovna se distrajo con los monos hasta másno poder, observándolos completamenteabsorta. Gritaba de alborozo, dirigiéndose

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continuamente a mí, como si no quisieraprestarle su atención al dueño. Se reía delparecido entre los monos y alguno de susconocidos y amigos. Yo también lo estabapasando bien, pues el parecido era increíble.El propietario alemán, sin saber si debía reíro no, terminó finalmente por enfurruñarse.

En aquel instante, un grito horrible, queparecía irreal, estremeció a los que nosencontrábamos en aquel salón. Sin saber quépensar, al principio me quedé clavado en elsitio; al ver que en ese momento tambiéngritaba Elena Ivánovna, me di rápidamente lavuelta y ¡Dios mío lo que vi! El pobre IvánMatvéievich estaba entre las horriblesmandíbulas del cocodrilo. Lo tenía levantadohorizontalmente, agarrado por la mitad delcuerpo y moviendo desesperadamente laspiernas en el aire. Después, Iván Matvéievichdesapareció por un instante.

Lo describiré detalladamente pues, duranteel tiempo que permanecí inmóvil, observé lo

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que sucedía con tanta atención y curiosidadcomo hacía tiempo no recordaba. Si, en lugarde a Iván Matvéievich, aquello me hubieraocurrido a mí, ¿cómo habría sentido yo untrago tan desagradable?, se me pasó por lacabeza en aquellos fatídicos momentos. Perovayamos a los hechos.

El cocodrilo, tras darle la vuelta aldesdichado Iván Matvéievich entre sushorribles mandíbulas, con las piernas haciadentro, empezó por engullírselas. Después,soltando en un leve eructo a IvánMatvéievich, que luchaba por escapar delcocodrilo agarrándose con las manos a la caja,lo engulló nuevamente, esta vez hasta másarriba de la cintura. Después, soltando otroeructo, continuó engulléndolo, una y otravez. Y así ha sido cómo ha idodesapareciendo Iván Matvéievich antenuestros ojos. Finalmente, en un últimoesfuerzo, el cocodrilo se tragó a mi instruidoamigo, sin dejar rastro. Por la superficie del

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cocodrilo se veía cómo iba deslizándose IvánMatvéievich en su interior. Ya estabadispuesto yo a lanzar de nuevo un grito,cuando una vez más el destino quisogastarnos una broma. El cocodrilo, en unesfuerzo, seguramente a causa del tamaño delobjeto tragado, abrió nuevamente sus fauces,de las que en forma de último eructo, y porun segundo, asomó la cabeza de IvánMatvéievich con cara de desesperación,resbalándosele al instante las gafas, quecayeron al fondo de la caja.

Parecía que aquella desesperada cabeza sehabía asomado al exterior para echar unúltimo vistazo a todos los objetos, y asípoder despedirse mentalmente de todas lasdelicias sociales. Sin dejarle satisfacer supropósito, el cocodrilo engulló otra vez contodas sus fuerzas la cabeza, que desaparecióen esta ocasión instantánea y definitivamente.

Aquella aparición y desaparición de unacabeza humana, aún dotada de vida, era algo

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terrible, pero a la vez, quizá por la rapidez ylo inesperado del hecho, o tal vez a causa dela caída de las gafas, encerraba en sí algo tanjocoso que hizo que yo imprevisiblementesoltara una carcajada. Sin embargo, al darmecuenta de lo indecoroso que en aquellosmomentos era reírse de un amigo de lafamilia, me dirigí inmediatamente a ElenaIvánovna, a la que, con gesto simpático, dije:

–¡Adiós a nuestro Iván Matvéievich!No puedo expresar el grado de

preocupación mostrado por Elena Ivánovnadurante todo aquel proceso. Al principio, ydespués de lanzar el primer grito, parecióhaberse quedado inmóvil, mirando con ciertaindiferencia, pero con los ojos fuera deórbita, la barahúnda representada ante susojos. Después, estalló en un llantoestremecedor y yo le estreché las manos. Enaquel instante, el dueño, que también sehabía quedado estupefacto ante el horror, de

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pronto sacudió las manos y, mirando al cielo,exclamó:

–¡Oh, mi cocodrilo! ¡Karijen de mi vida!Mutter, mutter, mutter!

Al oír los gritos, se abrió la puerta trasera yapareció sofocada la tal mutter, mujer entradaya en años que llevaba una cofia y estabacompletamente despeinada; se lanzó hacia suhijo. Comenzó el alborozo. Elena Ivánovna,fuera de sí, sólo conseguía gritar: «¡Que leabran la tripa! ¡que le abran la tripa!»,mientras se lanzaba tan pronto hacia el dueñodel cocodrilo como a la mutter, y les rogabainconscientemente para que le abrieran loque fuera. Pero el dueño y la mutter,haciendo caso omiso de nosotros, llorabancomo dos terneros ante la bañera donde seencontraba el cocodrilo.

–¡Está perdido! ¡Reventará de unmomento a otro por tragarse a unfuncionario! –gritaba el dueño.

–¡Pobre Karijen! ¡Nuestro querido

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Karijen! ¡Se morirá! –aullaba la dueña.–¡Nos deja huérfanos y sin pan! –añadió el

dueño.–¡Que le abran la tripa! ¡Que se la abran!

¡Que se la abran! –gritó Elena Ivánovnaagarrándose a la levita del alemán.

–¡Se estaba burlando del cocodrilo! ¿Porqué su marido hacer burlas al cocodrilo? –gritó el alemán intentando apartarse a unlado–. ¡Y si Karijen reventar, usted tener queindemnizarme! ¡Era como un hijo! ¡Mi únicohijo!

Confieso mi terrible indignación ante elegoísmo mostrado por aquel viajante alemány la frialdad de la desgreñada mutter.Además, los ininterrumpidos gritos de ElenaIvánovna de «¡que le abran la tripa!» mealteraron aún más, lo que acaparó miatención y me asustó...

Diré por adelantado... que aquellasextrañas exclamaciones las había entendidoyo erróneamente.

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Creía que Elena Ivánovna, tras haberperdido momentáneamente el juicio, ydeseosa a la vez de vengar la pérdida de suquerido Iván Matvéievich, proponía que secastigara al cocodrilo dándole azotes, pero loque en realidad quería decir era otra cosamuy diferente.

No sin cierta congoja, y mirando ahurtadillas la puerta, me puse a suplicar aElena Ivánovna que se tranquilizara yprocurara no emplear el quisquilloso término«abrir». Un deseo tan retrógradopronunciado allí, en el mismo corazón delPasaje de una sociedad instruida, y a tan sólodos pasos del salón, donde en aquellosmomentos el señor Lavrov podríaseguramente estar pronunciando suconferencia, no sólo era algo impropio, sinoincluso impensable, que podía en cualquiermomento atraer la atención y los silbidos delas instruidas caricaturas del señor Stepánov.Para mi espanto, todas mis temidas sospechas

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resultaron ciertas al instante. De repente seabrieron las cortinas que separaban el salóndonde se ubicaba el cocodrilo del vestíbulodonde se cobraba la entrada. En el umbralapareció una figura con bigotes, barba y unagorra en la mano. Con la parte superior de sucuerpo se inclinaba considerablemente haciadelante como si tuviera especial cuidado enmantener los pies en el quicio de lahabitación, para así poder conservar elderecho de no pagar la entrada.

–Señora, un deseo tan retrógrado –dijo eldesconocido, haciendo equilibrios paramantenerse en el quicio y no caer en nuestraparte– no honra su instrucción y demuestrala insuficiencia de fósforo en su cerebro.Muy pronto será usted abucheada en lacrónica del progreso y en nuestras hojassatíricas...

Pero no pudo terminar su discurso. Eldueño del cocodrilo recobró el sentido y alver horrorizado al hombre que hablaba en el

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salón y que no había pagado nada, se lanzófurioso hacia el desconocido progresista ycon los puños en alto lo empujó hacia fuera.En un instante, los dos desaparecieron detrásdel cortinaje. Sólo entonces me percaté deque toda aquella barahúnda había surgido dela nada. Elena Ivánovna resultó serabsolutamente inocente y, como ya señalémás arriba, en ningún momento se le habíaocurrido someter al cocodrilo al humillante yretrógrado castigo de los azotes, sino quesencillamente había deseado que con uncuchillo le abrieran el vientre para rescatar desu interior a Iván Matvéievich.

–¡De modo que quiere usted quedesaparezca mi cocodrilo! –gritó nuevamenteel dueño –. ¡Pues no! ¡Cómo va a desaparecerprimero su marido, y después el cocodrilo!¡Mi padre mostrar el cocodrilo, mi abuelomostrar el cocodrilo, mostrar mi hijo, ymostrar yo ahora! A mí me conoce Europa

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entera, y usted, que nadie conocer en Europa,tendrá que pagarme una multa.

– ¡Eso, eso! –gritó furiosa la alemana–. Noles permitiremos marcharse de aquí hasta quenos paguen la multa, porque Karijen estáreventando.

–Además, sería inútil abrirlo –dije yo entono sosegado, tratando de desviar laatención y llevarme a casa a Elena Ivánovna–,ya que nuestro querido Iván Matvéievichestará ya seguramente camino de las nubes.

–¡Amigo mío! –se oyó en aquel momento,y para nuestro asombro, era la voz de IvánMatvéievich–. Amigo mío: creo que seríamejor actuar directamente a través de laoficina del inspector, puesto que sin la ayudapolicial el alemán no entenderá la verdad.

Aquellas palabras, pronunciadas confirmeza y que expresaban un inmejorableestado de ánimo, nos sorprendieron de talmodo que al principio nos resistimos a darcrédito a nuestros oídos.

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Sin embargo, al instante salimos corriendohacia la bañera donde estaba el cocodrilo y,con tanta reverencia como incredulidad, nospusimos a escuchar al infeliz preso.

Su voz era apagada, fina e incluso algochillona, como si proviniera de unaconsiderable lejanía. Parecía que un bromista,que se hubiera marchado a otra habitación yse hubiera tapado la boca con una almohada,representara ante el público cómo sellamaban uno a otro dos hombres que seencuentran en el desierto o separados por unprofundo barranco. Esa representación yahabía tenido yo el placer de contemplarlaunas Navidades en casa de unos amigos.

–¡Iván Matvéievich! ¡Amigo mío! ¿Estásvivo? –balbució Elena Ivánovna.

–¡Sano y salvo! –respondió IvanMatvéievich–. ¡Y, gracias al Todopoderoso,tragado sin el menor rasguño! Sólo mepreocupa una cosa: ¿cómo verán esteepisodio los jefes? Pues, teniendo ya en la

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mano el billete para partir al extranjero,acerté a colarme dentro en un cocodrilo, algoque incluso no resulta muy agudo...

–¡Amigo mío, no debes preocuparte de loque pueda resultar poco agudo! Antes quenada es preciso que te saquen, escarbando dealgún modo del interior del cocodrilo –interrumpió Elena Ivánovna.

–¡Escarbar! –gritó el dueño–; no permitiréque escarben a mi cocodrilo. Ahoratendremos mucho más público. Yo pediréfuftsig15 cópecs, y Karijen ya no necesitarácomer.

–¡Gracias a Dios! –añadió la dueña.–Tienen razón –observó tranquilamente

Iván Matvéich–. El principio económico estáantes que nada.

–¡Amigo mío! –exclamé–. Ahora mismosalgo corriendo para ver a los jefes ypresentarles quejas, pues presiento que nopodremos arreglarnos solos con estedesaguisado.

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–Pienso lo mismo –observó IvánMatvéich–. Pero, en nuestros tiempos decrisis comercial, resulta difícil abrir la barrigade un cocodrilo sin una compensacióneconómica, y más si se plantea la inevitablepregunta de cuánto cobraría el dueño por sucocodrilo, y quién pagaría. Pues sabrás queno tengo medios...

–Tal vez, pidiendo un anticipo del sueldo–observé yo tímidamente, pero el dueñoenseguida me interrumpió:

–¡No venderé el cocodrilo ni por tres, nipor cuatro mil rublos! Ahora tendremosmucho público. ¡Venderé el cocodrilo porcinco mil rublos!

Resumiendo, él fanfarroneabaindecentemente y la codicia y la repugnanteavidez brillaban alegres en sus ojos.

–¡Me voy! –grité yo, indignado.–¡Y yo! ¡Yo también! Iré a ver al mismo

Andréi Osipych y lo ablandaré con mislágrimas –gimió Elena Ivánovna.

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–¡No lo hagas, amiga mía! –la interrumpióapresuradamente Iván Matvéich, pues desdehacia tiempo tenía celos de su mujer y deAndréi Osipych, porque sabía que le gustaballorar delante de hombres con cierto poder ytambién porque las lágrimas le favorecían–.No te lo aconsejo, amigo mío –continuó,dirigiéndose a mí–. No hay que apresurarse,pues no sabemos en qué puede desembocaresta gestión. Sería mejor que hoy mismo tedirigieras a Timoféi Semiónych como unasimple visita privada. Es un hombre chapadoa la antigua, de no muchas luces, pero serio, ylo más importante es que se trata de unhombre recto. Salúdale en mi nombre ydescríbele la situación en que me encuentro.Como le debo siete rublos desde la últimapartida de cartas, aprovecha la ocasión paraentregárselos; este gesto suavizará al severoanciano. En todo caso, su consejo nos servirápara orientarnos. Entre tanto, llévate de aquía Elena Ivánovna.

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»Tranquilízate, amiga mía –dijo,dirigiéndose a su mujer–. Estoy cansado detantos gritos y disputas y me gustaría dormirun poco. Esto, a pesar de todo, es cálido ymuy mullido, aunque todavía no me ha dadotiempo a inspeccionar bien este inesperadorefugio mío...

–¡Inspeccionarlo! ¿Acaso tienes luz ahí? –exclamó alegremente Elena Ivánovna.

–Estoy rodeado de una impenetrablenoche –respondió el desdichado preso–, peropuedo palpar y, por decirlo de algunamanera, ver con las manos... ¡Así pues, hastala vista! ¡Estáte tranquila y no te prives de lasdistracciones! ¡Hasta mañana! En cuanto a ti,Semión Semiónych, ven a verme por la tarde,y, como eres algo despistado y puedesolvidarte, hazte un nudo...

Confieso que me alegré de marcharme,pues estaba excesivamente cansado y, enparte, también aburrido. Me apresuré a cogerdel brazo a la abatida, pero aún más bella por

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la preocupación, Elena Ivánovna, y la saquélo más aprisa que pude del local donde sehallaba el cocodrilo.

–¡Por la tarde también tendrán que pagarveinticinco cópecs por la entrada! –gritó eldueño mientras nos alejábamos.

–¡Oh, Dios!, ¡qué avara es esta gente! –dijoElena Ivánovna, mirándose en todos losespejos del Pasaje, como si estuvierareafirmándose en su belleza.

–El principio económico –respondí yo congesto preocupado y mostrándome ante lostranseúntes orgulloso de mi dama.

–El principio económico... –repitió ellacon vocecita simpática–. No he comprendidonada de lo que Iván Matvéich ha dicho antesde ese repugnante principio económico.

–Yo se lo explicaré –le respondí, ycomencé inmediatamente a disertar sobre losbeneficiosos resultados que aportaba anuestro país la posibilidad de atraer el capitalextranjero: una información que había leído

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aquella mañana en El mensajero de SanPetersburgo y en El cabello.

–¡Qué extraño es todo esto! –interrumpióella tras escuchar un rato–; déjelo ya, ¡esdesagradable! ¡Qué cosas tan absurdas dice!Dígame: ¿estoy muy colorada?

–¡Está usted preciosa! O, mejor dicho,¡sonrojada! –apunté yo, aprovechando laocasión para lanzarle una lisonja.

–¡Qué juguetón! –susurró ella encantada–.Pobre Iván Matvéich –añadió al instante,inclinando coquetamente su cabeza hacia elhombro–. A decir verdad, me da lástima.¡Oh, Dios mío! –gritó de pronto–. Dígame,¿cómo va a comer hoy allí y... y... y de quémodo podrá... si necesita algo...?

–Ésta es una cuestión que no habíamosprevisto –respondí, igualmenteapesadumbrado–. ¡A decir verdad, ni se mehabía ocurrido pensar hasta qué punto suelenlas mujeres ser más prácticas que los hombresante los problemas cotidianos!

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–¡Pobre! ¿Cómo ha podido colarse allí...donde no hay distracciones y se está aoscuras...? ¡Qué lástima si me quedara sin unafotografía suya...! De modo que ahora soyalgo así como una viuda –añadió ella con unaseductora sonrisa, interesándose por sunueva situación–. ¡Hum...! ¡A pesar de todome da mucha lástima!

En una palabra, una melancolíacomprensible y real, por su esposo fallecido,se expresaba en una mujer joven y atractiva.Finalmente la acompañé a su casa, latranquilicé y, después de almorzar ytomarme una taza de aromático café, a las seisde la tarde, me dirigí a casa de TimoféiSemiónych, teniendo en cuenta que a esashoras la gente de bien suele estar en casa.

Tras escribir este primer capítulo con unestilo que corresponde al acontecimiento delrelato, emplearé en lo sucesivo un tonomenos elevado y más natural, lo cualadelanto anticipadamente al lector.

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II

El respetable Timoféi Semiónych merecibió algo apurado, como si estuvieraconfuso. Me acompañó a su pequeñodespacho y, mientras cerraba bien la puerta,en un tono algo preocupado me dijo que era«para que los niños no nos molestaran». Acontinuación, tras ofrecerme asiento junto asu mesa de despacho, se sentó en su sillón, serecogió los bajos de su vieja bata y adoptó unaire oficial, incluso algo severo, aunque enabsoluto fuera mi jefe ni el de Iván Matvéich,sino que por el contrario se consideraba hastaentonces simplemente un compañero yconocido.

–Ante todo –profirió– tenga en cuenta queno soy un jefe, sino un subordinado, comousted e Iván Matvéich... Yo estoy al margendel asunto, y no deseo inmiscuirme en nada.

Me sorprendió que, al parecer, ya estuvieraal corriente de todo. Sin reparar en ello, le

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conté de nuevo y detalladamente lo sucedido.Se mostró conmovido, pues en aquellosmomentos cumplía con las obligaciones deun verdadero amigo. Escuchaba sinasombrarse especialmente, pero expresando asu vez claros síntomas de sospecha.

Tras escucharme, dijo:–¡Créame que siempre supuse que esto le

ocurriría algún día!–¿Por qué, Timoféi Semiónych? Si lo

sucedido es algo extraordinario.–Estoy de acuerdo. Pero Iván Matvéich

durante toda su carrera ha estadopredispuesto a tener un resultado de estascaracterísticas. Incluso su osadía resultaarrogante. ¡Siempre «el progreso» y todotipo de ideas similares! ¡Y he aquí adóndeconduce el progreso!

–Pero si el suceso es de lo más inusual, yno debe convertirse en regla general paratodos los progresistas...

–Pero es así. Verá, todo eso viene del

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exceso de instrucción, créame. La genteexcesivamente instruida se mete en todaspartes, y concretamente allí donde nadie losllama. Además, puede que sepa usted más –añadió él, como si se sintiera ofendido–. Yono soy una persona muy instruida, y ademássoy mayor. Comencé a prestar servicios en laAdministración de niño, como hijo demilitar, y este año cumplo cincuenta años deservicio.

–¡No, discúlpeme, Timoféi Semiónych! Alcontrario, Iván Matvéich ansía su consejo yorientación. Incluso podría decirse que lossuplica con lágrimas en los ojos.

–¡Conque «los suplica con lágrimas en losojos»! ¡Hum! Pero si son lágrimas decocodrilo a las que no se les debe dar crédito.Además, dígame: ¿por qué le atraía tanto elextranjero? ¿Y de qué dinero disponía, si notenía medios?

–De los ahorros de las últimascondecoraciones, Timoféi Semiónych –

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respondí yo en tono lastimero–. ¡Sólo quisovisitar tres meses Suiza... la tierra deGuillermo Tell!

–¿Guillermo Tell? ¡Hum!–Deseaba ver en Nápóles la llegada de la

primavera y visitar los museos, conocer otrascostumbres y ver animales...

–¡Hum! ¿Animales? Me parece queúnicamente por satisfacer su orgullo. ¿Quéanimales? ¿Animales? ¿Acaso aquí hay pocosanimales? Tenemos casas de fieras, museos,camellos. Hay osos viviendo cerca del mismoSan Petersburgo. Y él va y se mete en uncocodrilo...

–¡Disculpe, Timoféi Semiónych! ¡El pobreestá viviendo un infortunio y recurre a ustedcomo a un amigo, un pariente mayor!¡Necesito un consejo, y usted hacereproches...! ¡Al menos, apiádese de la infelizElena Ivánovna!

–¿Se refiere usted a su mujer? Interesantedamita –dijo Timoféi Semiónych, como si se

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enterneciera, a la vez que aspirabaplacenteramente el tabaco–. Una personafina. ¡Qué rellenita está y cómo inclina sucabecita hacia un lado...! ¡Resulta tanagradable! Anteayer, Andréi Osipych hablóde ella.

–¿Se refirió a ella?–Sí, y en términos bastante lisonjeros.

«¡Qué busto tiene, qué ojos y quécabello...!», dijo. «Más que una damita pareceun bomboncito», y nos echamos a reír. Sonjóvenes –Timoféi Semiónych se sonóruidosamente la nariz–. ¡Ahí tiene usted a unhombre joven, y qué carrera lleva!

–Aquí se trata de otra cosa, TimoféiSemiónych.

–Claro, claro.–Pero ¿cómo, Timoféi Semiónych?–Y ¿qué puedo hacer?–¡Aconséjenos, oriéntenos como un

hombre experimentado, un familiar! ¿Cómo

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podemos actuar? ¿Deberíamos ir a los jefeso...?

–¿A los jefes? ¡De ninguna manera! –dijoapresuradamente Timoféi Semiónych–. Siquiere un consejo, en tal caso, lo primero quehay que hacer es echar tierra sobre el asunto,y actuar como particular. El caso es un tantoextraño y poco corriente. Y lo másimportante es que se trata de algoextraordinario. No ha habido nada igual y,para colmo, es poco recomendable... Por ello,ante todo, es preciso actuar con prudencia.Que permanezca allí echado. Hay queaguardar y aguardar...

–Pero ¿cómo aguardar, TimoféiSemiónych? ¿Y si se asfixia allí dentro?

–¿Por qué? ¿No dijo usted mismo que sehabía instalado allí con bastante comodidad?

Volví nuevamente a contarle todo. TimoféiSemiónych se quedó pensativo.

–¡Hum! –dijo dando vueltas a sucigarrera–. Creo que incluso vendría bien

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que permaneciera allí tumbado durante algúntiempo, en lugar de irse al extranjero. Quereflexione durante el ocio. Claro está que notiene por qué asfixiarse y para eso han detomarse medidas oportunas para la salud:tener la precaución de no coger un resfriadoy cosas por el estilo...

»En cuanto al alemán, me parece que estáen todo su derecho, e incluso en mayormedida que la otra parte, ya que es en sucocodrilo en el que se han introducido sinconsentimiento previo y no él quien se metiósin consentimiento en el cocodrilo de IvánMatvéich; y además quiero recordar que élno ha llegado a tener su propio cocodrilo. Ycomo éste constituye una propiedad, no sepermite abrirlo sin una indemnización.

»¡Por salvar la humanidad! –exclamóTimoféi Semiónych–. Éste es un asunto quecompete a la policía. Habría que dirigirse aella.

–Podrían requerirle en la oficina; podrían

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necesitarle.–¿Necesitar a Iván Matvéich? ¡Je, je!

Además se considera que está de permiso,con lo cual, podemos ignorar el asunto, y élque se dedique a estudiar allí las tierraseuropeas. Otra cosa sería que no aparecieradespués de transcurrido el tiempo, en cuyocaso preguntaríamos y solicitaríamosinformes...

–¡Son tres meses! ¡Apiádese, TimoféiSemiónych!

–¡Él tiene la culpa! ¿Quién lo ha metidoallí? Si a eso vamos, hasta habría quecontratarle una criada a cuenta del Estado,cosa que no corresponde a su categoríalaboral. Y lo más importante es que elcocodrilo es una propiedad, y, por lo tanto,aquí entramos en el campo del principioeconómico. Y éste es prioritario. Hace tresdías, en casa de Luki Andréich, ya locomentaba Ignati Prokófich.

–¿Conoce usted a Ignati Prokófich?

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–Es un capitalista que maneja grandesnegocios, y se expresa muy bien;«Necesitamos industria», dice. «Tenemospoca industria. Es preciso que nazca. Y si hayque crear los capitales, en tal caso también laclase media; es decir, que nazca la así llamadaburguesía. Pero, puesto que no tenemoscapitales, es necesario atraerlos desde elextranjero. Para ello, en primer lugar, para lacompra de nuestras tierras, hay que darentrada a las compañías de fuera, tal y comose estipula ahora en el extranjero. ¡Lapropiedad de la obshina16 es el infierno!»,dice. «¡Es la muerte!» Y ¿sabe? ¡Habla contanta pasión! Bueno, a ellos se les permite:son gente de capital... y, además, notrabajaban para la Administración. «Con laobshina», dice, «no aumentará ni la industriani la agricultura». Mantiene que es precisoque las compañías foráneas compren, en lamedida de lo posible, toda nuestra tierra enparcelas, y después fraccionar, fraccionar y

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fraccionar en pequeñas fincas todo cuanto seaposible; y ¿sabe?, pronuncia con tantaprecisión la palabra «fraccionar»... y despuésdice que es necesario vender las fincas comopropiedad privada. Y ya no vender, sinosencillamente arrendar. Dice que, cuandotoda la tierra esté en manos de compañíasextranjeras, se podrá asignar el precio que sedesee por arrendamiento. El campesinotendrá que trabajar tres veces más paraganarse el pan de cada día y se le podrá echarcuando a uno le venga bien. Porconsiguiente, estará más convencido, será mássumiso y tenaz, y trabajará tres veces más porel mismo jornal. ¡Mientras que con laobshina le da lo mismo! Pues, sabiendo queno morirá de hambre, puede holgazanear yemborracharse. Y, de otro modo, el dinerovendría a nuestras manos y se crearían loscapitales y la burguesía. Además, el periódicopolítico y literario inglés, The Times, apropósito de nuestra economía, decía que si

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no crecían nuestras finanzas era precisamentepor no tener clase media, porque no habíagrandes fortunas ni serviciales proletarios...Ignati Prokófich habla muy bien. Es todo unorador. Tiene intención de presentar uninforme a las altas esferas, y despuéspublicarlo en Izvestia. Aquí ya no se trata deunas estrofas al estilo de Iván Matvéich.

–¿Y qué será de Iván Matvéich? –volví yoal tema, tras dejar hablar al anciano. ATimoféi Semiónych, a veces, le gustabacharlar para demostrar que también él estabainformado y al corriente de las cosas.

–¿Que qué será de Iván Matvéich? Pues aeso voy. Nosotros mismos hablamos de laatracción de capitales para nuestro país.Juzgúelo usted mismo: si, cuando el capitaldel atraído propietario del cocodrilo seduplica gracias a Iván Matvéich, nosotros, enlugar de proteger al propietario extranjero,contrariamente a ello, intentamos abrirle lastripas al capital... ¿Tiene eso sentido? Me

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parece que Iván Matvéich, como verdaderohijo de la patria, debería sentirse orgulloso deque gracias a él se haya duplicado el valor delcocodrilo foráneo, y probablemente hastatriplicado. Esto es preciso para atraerlos: siuno tiene éxito, no tardará en venir otrodueño con su cocodrilo; y el tercero traerá, asu vez, dos o tres más y a su alrededor seagruparán los capitales. ¡Y he aquí laburguesía! ¡Hay que dar estímulos!

–¡Tenga piedad, Timoféi Semiónych! –exclamé yo–. ¡Le está exigiendo al pobre IvánMatvéich un sacrificio tan poco natural!

–¡Yo no le exijo nada y le agradecería que,como le advertí antes, comprendiera que nosoy un jefe y, por consiguiente, no puedoexigirle nada a nadie! Estoy hablando comoel hijo de la patria o, mejor dicho, no como«El hijo de la patria», sino, sencillamente,como un hijo de la patria. Y, una vez más,¿quién le mandaba meterse allí? Un hombreserio, un funcionario de cierto nivel, casado

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legalmente, de pronto da un paso así. ¿Tieneesto sentido?

–Pero si todo sucedió accidentalmente.–¡Quién sabe! Además, dígame, ¿con qué

dinero se le pagaría al dueño del cocodrilo?–¿Tal vez con el sueldo de él, Timoféi

Semiónych?–¿Le llegará?–No le llegará, Timoféi Semiónych –

respondí yo entristecido–. El propietario delcocodrilo al principio temió que el animalfuera a reventar, pero después, convencido deque todo marchaba bien, empezó a darseimportancia, alegrándose de poder doblar elprecio.

–¡Y triplicar y hasta cuadruplicar! Afluiráel público, y los propietarios de cocodrilosson gente hábil. A ello se une que estamos enCarnavales, días en que se come carne, y haytendencia a divertirse. Por eso, repito queIván Matvéich no tenga prisa y permanezcaallí de incógnito como observador. Que

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todos sepan que está dentro del cocodrilo,pero sin comunicarlo oficialmente. En estesentido, Iván Matvéich se encuentra en unascondiciones especialmente favorables, puestoque se le considera fuera del país. Y si dicenque está en el interior del cocodrilo, nosotrosno lo creeremos. Así podremos sobrellevar elasunto. Lo más importante es que esperepacientemente. Además, ¿qué prisa tiene?

–Pero ¿y si...?–No se preocupe, es de constitución

fuerte...–Bueno, y ¿después de haber esperado

pacientemente?–No voy a ocultarle que el caso es

extremadamente intrincado. Es incongruentey, aún peor, no ha habido un caso similar. Situviéramos un ejemplo, podríamos guiarnosde algún modo. Pero ¿qué solución tieneesto? Si cuando uno empieza a comprenderalgo, el asunto se le va de las manos.

Una idea feliz se me pasó por la cabeza:

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–Y ¿no podría plantearse –dije–, puestoque le está destinado continuar en lasentrañas del monstruo (que la voluntad de laprovidencia conserve sus tripas), solicitarleun permiso para que se considere que estáprestando servicios...?

–¡Hum...! Como si estuviera de permisosin sueldo...

–¿Y no podría ser con sueldo?–¿En calidad de qué?–Como si estuviera en comisión de

servicio.–¿Qué comisión?, y ¿dónde?–Pues en las entrañas; en las entrañas del

cocodrilo... Es decir, para hacer informes yestudiar los hechos desde el terreno. Esto,claro está, sería una novedad, y, al tratarse dealgo progresista, demostraría, a su vez,inquietud por el conocimiento.

Timoféi Semiónych se quedó pensativo.–Creo que es absurdo mandar a un

funcionario en comisión de servicio a las

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entrañas del cocodrilo para una misiónconcreta –dijo finalmente–. No correspondea su categoría laboral. Además, ¿de quémisiones se podría encargar?

–Pues de la naturaleza, es decir, delconocimiento de la naturaleza en vivo. Hoyestán muy de moda las ciencias naturales, labotánica... Él podría vivir allí e informar...sobre la digestión, o simplemente sobre lascostumbres. Es decir, podría hacer un acopiode datos.

–Quiero decir en materia de estadística. Notengo conocimiento de estas cuestiones, yademás no soy filósofo. Habla usted dedatos, cuando los tenemos en demasía y nosabemos qué hacer con ellos. Además, esaestadística es peligrosa...

–¿Por qué?–Lo es. Y, además, reconozca que estaría,

por decirlo de algún modo, haciendo elinforme tumbado. Y ¿cómo se puede prestarservicios tumbado? Sería otra innovación, y

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peligrosa. Es más, no hemos tenido antes unejemplo de esas características. Si al menosdispusiéramos de algún ejemplillo, se lepodría enviar en comisión de servicio.

–Pero si hasta ahora tampoco habían traídoaquí cocodrilos vivos, Timoféi Semiónych.

–¡Hum, sí...! –se quedó pensativo denuevo–. Debo admitir que su objeción esjusta, e incluso serviría de base para futurascuestiones. Pero también tendrá quereconocer usted que si con la aparición de loscocodrilos comienzan a desaparecer losfuncionarios, y después, como allí dentrohace calor y se está a gusto, empiezan asolicitarse comisiones de servicio para estarallí tumbados...; admita que se trata de unejemplo absurdo. Porque, de este modo,cualquiera se daría prisa en meterse allídentro para cobrar el sueldo sin hacer nada acambio.

–¡Haga todo lo posible, TimoféiSemiónych! A propósito: Iván Matvéich me

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encargó que le entregara siete rublos que ledebía por la partida de yeralash...

–¡Ah sí! ¡Perdió el otro día en casa deNikífor Nikíforych! Lo recuerdo. ¡Quéalegre estaba! ¡Cuánto nos hizo reír! ¡Yahora...!

El anciano estaba realmente emocionado.–Haga todo lo posible, Timoféi

Semiónych.–Haré gestiones. Hablaré en mi nombre,

extraoficialmente, y pediré informes. Apropósito, haga usted el favor de enterarse,así, por curiosidad y oficiosamente, de quéprecio estaría dispuesto a pedir el propietariopor su cocodrilo.

Timoféi Semiónych parecía ablandarse.–Inmediatamente –respondí yo–. Vendré y

se lo comunicaré al instante.–¿Y su mujer...? ¿Está ahora sola? ¿Se

aburre?–Podía hacerle usted una visita, Timoféi

Semiónych.

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–La visitaré, ya lo pensé anoche, y ademásla ocasión se presenta favorable... Pero ¿porqué le habrá dado por ver el cocodrilo?Aunque también yo estaría deseoso deverlo...

–Hágale usted una visita a ese desdichado,Timoféi Semiónych.

–Claro que lo visitaré. Aunque al dar estepaso no quisiera darle esperanzas. Iré a verloextraoficialmente... Bueno, pues hasta la vista.Ahora nuevamente voy a casa de NikíforNikíforych. ¿Usted también?

–No, yo voy a ver al preso.–¡Sí! ¡Ahora iré yo a visitar al preso...! ¡Ah,

vaya frivolidad!Me despedí del anciano. Ideas diversas me

rondaban la cabeza. Timoféi Semiónych erahombre bondadoso y honrado. Sin embargo,al salir de su casa, me alegré de que celebrarasus cincuenta años en activo, y de que fuerauna excepción entre nosotros. Claro está queal instante me dirigí al Pasaje para informar

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de todo al desdichado Iván Matvéich. Lacuriosidad me devoraba: ¿cómo se habríainstalado él en el interior del cocodrilo, ycómo podía vivir allí dentro? ¿Realmente eraposible vivir dentro del cocodrilo? A decirverdad, a veces me parecía que todo aquellono era más que un sueño monstruoso,máxime tratándose de un animal así...

III

Y, sin embargo, no era un sueño, sino unarealidad tangible. ¡De lo contrario, yo noestaría aquí contándolo! Proseguiré...

Llegué al Pasaje ya algo tarde, rondandolas nueve de la noche, y tuve que entrar a veral cocodrilo por la puerta trasera porque, enesta ocasión, el alemán había cerrado elestablecimiento antes de lo habitual. Iba deun lado a otro en ropa de estar por casa,vestido con una levita grasienta, y mucho

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más contento que por la mañana. Eraevidente que ya no temía nada y que habíatenido mucho público.

La mutter salió algo más tarde,seguramente para vigilarme. El alemán y lamutter cuchicheaban bastante entre sí. Apesar de que el establecimiento estuviera yacerrado, el alemán me cobró los veinticincocópecs. ¡Absurda exactitud!

–Usted tener que pagar cada vez que entre.El público pagar un rublo y usted sóloveinticinco cópecs, porque si usted ser buenamigo de su amigo, yo tener en cuentaamigos...

–¿Está vivo...? ¿Está vivo mi instruidoamigo? –exclamé yo en voz alta,acercándome al cocodrilo y esperando quemis palabras llegaran hasta Iván Matvéich, yhalagaran su amor propio.

–¡Estoy sano y salvo! –respondió él comosi estuviera a mucha distancia o se encontraradebajo de la cama–. ¡Sano y salvo! Pero

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dejemos eso para más tarde. ¿Cómo van lascosas?

Adrede, y como si no le hubiera oído bien,comencé animada y resueltamente apreguntarle cómo estaba, qué hacía, cómovivía dentro del cocodrilo, y cómo era suinterior. La amistad y la cortesía así loexigían. Pero él me interrumpió en un tonoalgo caprichoso y enfadado.

–¿Cómo van las cosas? –gritó, como decostumbre, dándome órdenes y con una vozchillona, especialmente desagradable en estaocasión.

Le conté con detalle la conversaciónmantenida con Timoféi Semiónych,intentando expresar con mi tono de voz queestaba ofendido.

–El viejo tiene razón –dijo bruscamenteIván Matvéich, como habitualmenteacostumbraba dirigirse a mí–. Me gusta lagente práctica y no soporto a los remolonesempalagosos. Sin embargo, estoy dispuesto a

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admitir que tu idea sobre la comisión deservicio no es del todo absurda. Realmentepuedo informar de muchas cosas, tanto en loreferente a cuestiones científicas comomorales. Pero ahora todo ello comienza atomar una forma nueva e inesperada, y nomerece la pena hacer gestiones para conseguirel sueldo. Escucha atentamente. ¿Estássentado?

–No. Estoy de pie.–Siéntate en algún sitio, aunque sea en el

suelo, y escucha atentamente.Enojado, cogí una silla, y a propósito la

arrastré por el suelo para hacer ruido.–¡Escucha! –dijo él en tono imperativo–.

Hoy ha habido muchísimo público. Por latarde no cabía más gente, y tuvo queintervenir la policía para poner orden. A lasocho, es decir, antes de lo habitual, el dueñoincluso tomó la decisión de cerrar elestablecimiento y suspender la exhibiciónpara hacer la caja y prepararse para el día

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siguiente. Sé que mañana habrá multitud degente. Es de suponer que por aquí pasará lagente más instruida de la capital. Damas de laalta sociedad, enviados especiales, juristas,etc. Y, por si eso fuera poco, empezará aafluir gente de múltiples provincias denuestro amplio y curioso Imperio.Resumiendo, estaré tan a la vista de todosque, aunque esté oculto, tendré prioridad.Tendré que instruir a la ociosamuchedumbre. ¡Aleccionado por laexperiencia, mi persona representará elejemplo de la grandeza de espíritu y laresignación frente al destino! Sentaré, pordecirlo de alguna manera, una cátedra desdela que daré lecciones a la humanidad.Resultan extremadamente valiosos losconocimientos de ciencias naturales quepuedo comunicar acerca del monstruo encuyo interior habito. Y, por ello, no sólo nolamento lo sucedido, sino que estoy

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firmemente convencido de que esto meproporcionará una brillante carrera.

–Y ¿no te aburrirás? –observé yo en tonomordaz.

Lo que más me enfurecía era que élprácticamente había dejado de utilizar lospronombres personales. ¡Tanta importanciase daba! Además, todo aquello me estabaconfundiendo. «¿De qué está fanfarroneandoese cabeza de chorlito?», susurré yo a mediavoz, rechinando los dientes. «¡Aquí hay quellorar y no fanfarronear!»

–¡No! –respondió él bruscamente a miobservación–. Como ahora estoy totalmenteimbuido de grandes ideas, durante el ociopuedo soñar con la mejora del destino de lahumanidad. Ahora del cocodrilo saldrá la luzy la verdad. Sin duda alguna inventaré unaoriginal teoría sobre las nuevas relacioneseconómicas y estaré orgulloso de ella; cosaque hasta ahora no he podido hacer por faltade tiempo para el ocio, por el servicio y las

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vulgares distracciones mundanas. Lo refutarétodo y seré el nuevo Fourier. A propósito,¿le pagaste los siete rublos a TimoféiSemiónych?

–De mi dinero –respondí yo, procurandoponer énfasis en que los había pagado de mibolsillo.

–Ya haremos cuentas –respondió él conarrogancia–. Espero un aumento de sueldoinmediato, pues ¿a quién habrían de subir elsueldo, si no es a mí? Ahora aportaré unbeneficio infinito. Pero vayamos al asunto.¿Y mi mujer?

–¿Te refieres, sin duda, a Elena Ivánovna?–¡Mi mujer! –gritó él, esta vez con voz

estridente.¡No tenía salida! Con resignación, y

rechinando otra vez los dientes, le contécómo la había dejado en casa. Meinterrumpió sin que terminara.

–Tengo para ella unas perspectivasparticulares –dijo él con impaciencia–. Si yo

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me hago famoso aquí, me gustaría que ella sehiciera famosa allí. Los científicos, los poetas,los filósofos, los especialistas en minerales,que estén de paso, y los hombres de Estado,podrían, después de hablar conmigo por lamañana, frecuentar su salón por la tarde.Desde la semana que viene ella debe poner enmarcha el funcionamiento del salón. Unosingresos duplicados permitirán recibir encondiciones a las visitas y, puesto que éstas selimitarán a un té y unos lacayos de alquiler, lacosa irá sobre ruedas. Tanto aquí como allí sehablará de mí. Desde hace tiempo ansiaba unacontecimiento que hiciera que todoshablaran de mí, cosa que no conseguíaalcanzar, constreñido como estaba por miinsignificancia y mi bajo rango laboral. ¡Yahora, mira tú por dónde, voy y lo consigosólo con que me trague el cocodrilo! Cadapalabra mía será escuchada, cada sentenciaque emita dará que reflexionar, correrá deboca en boca y se publicará. ¡Haré que me

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conozcan! ¡Finalmente comprenderán lascualidades que dejaron desaparecer en lasentrañas del monstruo! Unos dirán: «¡estehombre podía ser un ministro y gobernar enotro país». Otros replicarán: «pues estehombre no gobernó en otro país». ¿En quésoy yo peor que un Garnier-Pagéscualquiera?... Mi mujer me servirá decomplemento; yo tengo inteligencia, y ella,belleza y amabilidad. Unos dirán: «es bella ypor eso es su mujer». Otros rectificarán: «esbella porque es su mujer». En cualquier caso,que Elena Ivánovna compre mañana mismoel diccionario enciclopédico editado porAndréi Kráievski para poder hablar de todoslos temas. Que lea con más frecuencia eleditorial político de El mensajero de SanPetersburgo y lo coteje a diario con Elcabello. Supongo que el propietario accederáen alguna ocasión a llevarme junto alcocodrilo al espléndido salón de mi mujer.Estaré metido en una caja, en medio del

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hermoso salón, derramando agudezasseleccionadas previamente por la mañana. Lecomunicaré mis proyectos al hombre delEstado. Hablaré en rima con el poeta. Memostraré divertido y simpático con lasdamas, pues seré completamente inofensivopara sus maridos. Para todos los demás,apareceré como un ejemplo de resignaciónfrente al destino y la voluntad de laprovidencia. Convertiré a mi mujer en unabrillante literata. La empujaré hacia delante yexplicaré lo que quiere decir al público.Como esposa mía, deberá tener multitud decualidades, y si a Andréi Aleksándrovich,muy justamente, lo llaman nuestro Alfredode Musset ruso, a ella con más razón tendríanque denominarla nuestra Eugenia Tur rusa.

Reconozco que, a pesar de que toda estafarsa se asemejaba en parte al Iván Matvéichde siempre, pensé que podía ahora tenerfiebre y delirar. Y aunque en realidad se

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trataba del mismo Iván Matvéich de siempre,parecía aumentado con una lupa.

–¡Amigo mío! –le dije–. ¿Tienes esperanzade vivir muchos años? Dime: ¿te encuentrasbien? ¿Cómo comes, duermes y respiras? Soytu amigo y debes comprender, puesto que losucedido ha sido bastante extraordinario, quetambién mi curiosidad es algo natural.

–Una curiosidad vana y nada más –dijo élen tono de sentencia–; pero te satisfaré. ¿Mepreguntas que cómo me he instalado en lasentrañas del monstruo? Te diré que, enprimer lugar, y para mi sorpresa, el cocodriloresultó estar totalmente vacío. Su interior secompone de algo parecido a un enorme yvacío saco de goma, al estilo de esos objetosque tanto se venden ahora en nuestras callesde Gorójovaia y Morskáia, y, si no meequivoco, en la avenida de Voznesenski.Pues, de no ser así, dime, ¿cómo habríapodido caber yo?

–¿Es posible? –exclamé yo asombrado–.

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¿De veras, el cocodrilo estaba completamentevacío?

–¡Absolutamente! –respondió, en tonofirme e imponente, Iván Matvéich–.Seguramente así lo dispondrán las leyes de lapropia naturaleza. El cocodrilo constaúnicamente de una boca provista de unosafilados dientes y, al margen de esto, de unacola considerablemente larga. Y, a decirverdad, eso es todo.

»En el centro, entre sus dos extremidades,hay un espacio vacío, recubierto de algoparecido al caucho; es probable querealmente sea caucho.

–¿Y las costillas, el estómago, losintestinos, el hígado y el corazón? –leinterrumpí yo, ligeramente enojado.

–Nada, no hay absolutamente nada de eso,y probablemente nunca lo hubo. Todo eso esfantasía ociosa de viajeros superficiales. Delmismo modo que se inflan los almohadonespara aliviar las hemorroides, así también inflo

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yo ahora con mi persona el interior delcocodrilo. Es increíblemente elástico. Inclusotú, como un buen amigo, podrías caberperfectamente a mi lado, si fueras generoso.Incluso contigo, habría espacio suficiente. Enun caso extremo, también estoy pensando eninscribir aquí a Elena Ivánovna. Además, estavacua condición del cocodrilo concuerdaperfectamente con las ciencias naturales. Si sediera el caso de que tuviéramos que crear uncocodrilo nuevo, lógicamente se plantearía lacuestión de cuál sería su propiedad esencial.La respuesta sería tan clara como la de tragargente. ¿Y qué condiciones debería tener paratragar gente? Esta respuesta sería aún mássencilla: hacerlo vacío. Hace tiempo que lafísica resolvió que la naturaleza no admite lavacuidad. Por ello, precisamente para nosoportar esa vacuidad, el interior delcocodrilo ha de ser vacío para poderconsiguientemente tragar y llenarsecontinuamente con lo que está más a mano. Y

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he aquí la única razón sensata por la cualtodos los cocodrilos se tragan a nuestroshermanos. No sucede lo mismo en lanaturaleza humana; que cuanto más vacía estáuna cabeza humana, tanta menos necesidadtiene de llenarse. Y ésta es la única excepcióna la regla general. Todo esto, que veo ahoratan claro como la luz del día, lo comprendígracias a mis propias inteligencia yexperiencia, ubicándome, por decirlo dealguna manera, en las entrañas de lanaturaleza, en su retorta, escuchando conatención los latidos de su pulso. Incluso laetimología misma me da la razón, pues elpropio término cocodrilo significa«glotonería». «Cocodrilo», crocodillo, seráseguramente una palabra italiana actualprocedente posiblemente del antiguo Egiptofaraónico o, si no, de la raíz francesa croquer,que significa «comer» y, en general, «tomaralgún alimento». Estoy dispuesto a decirtodo esto en mi primera conferencia pública

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en el salón de Elena Ivánovna, cuando melleven allí metido en una caja.

–Amigo mío, ¿no deberías tomarte algúnlaxante? –exclamé yo sin querer. «¡Tienefiebre! ¡Está con fiebre!», pensé asustado.

–¡Absurdo! –respondió él en tonodespectivo–. Además, en mis circunstanciasactuales, eso resultaría absolutamenteincómodo. Pero ya me figuraba yo que mehablarías del laxante...

–Amigo mío, y ¿cómo...?; ¿de qué modo tealimentas? ¿Has almorzado hoy?

–No; pero estoy lleno, y probablementeno necesite ingerir ya más alimento alguno.Es comprensible. Llenando con mi personatodo el interior del cocodrilo, hago que él sesienta siempre lleno. Ahora él puede estarvarios años sin comer. Por otra parte,llenándose con mi persona, es natural quetambién me transfiera jugos vitales de sucuerpo. Es similar a lo de las coquetas másrefinadas, que por las noches se aplican

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compresas de filetes rusos crudoscubriéndose con ellos todas sus formas. Porello, después del baño matutino, resultan tanfrescas, tersas, jugosas y seductoras. De estemodo, al alimentar con mi persona alcocodrilo, también recibo su alimento. Porconsiguiente, nos alimentamos mutuamente.Pero, como también al cocodrilo le resultadifícil digerir a un hombre como yo, eslógico que experimente una cierta pesadez enel estómago, del que, por cierto, carece. Y heaquí por qué cambio yo tan poco de postura;para no hacerle daño al monstruo. Inclusopudiéndome cambiar más a menudo deposición, no lo hago por humanidad. Ésta esla única insuficiencia de mi actual situación.Y, en sentido alegórico, Timoféi Semiónychtenía toda la razón en llamarme gandul. Peroyo demostraré que incluso estando tumbadoo, mejor aún, que únicamente estando echadode lado es cuando se puede dar la vuelta aldestino de la humanidad. Todas las grandes

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ideas, y las que expresan nuestras revistas yperiódicos, son indudablemente elaboradaspor gandules. ¡He aquí la razón de que lasdenominen «ideas de despacho»! ¡Que lasllamen como quieran! Yo inventaré todo unsistema social, y no te lo vas a creer, pero esmuy fácil. Sólo hay que aislarse en algúnrincón lo más alejado posible o introducirseen un cocodrilo, cerrar los ojos e inventar alinstante todo un paraíso para la humanidad.Hace un rato, cuando te marchaste, almomento me puse a inventar, y ya inventétres sistemas; ahora estoy elaborando elcuarto. Hay que decir que, al principio, hayque refutarlo todo; pero esto resulta muyfácil desde el cocodrilo. Además, desde suinterior parece que todo resulta claro... Esevidente que en mi situación también hayalgunos inconvenientes, aunqueinsignificantes. En el interior del cocodrilohay humedad y parece recubierto de unasustancia viscosa. Además, huele ligeramente

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a goma, igual que mis chanclos del añopasado. Y eso es todo, no hay másinconvenientes.

–Iván Matvéich, lo que cuentas es unamaravilla que cuesta trabajo creer –leinterrumpí yo–. ¿De veras estás dispuesto ano comer más durante el resto de tu vida?

–¡Infeliz cabeza de chorlito! ¿Qué es loque te inquieta? ¡Te estoy hablando degrandes ideas! ¡Y tú...! Has de saber que sólome satisfacen las grandes ideas que alumbranla noche que me rodea. Por lo demás, elbondadoso dueño del monstruo, tras hablarcon su buena mutter, decidió que cadamañana introducirían en las fauces delcocodrilo un tubo metálico curvado, comouna flauta, por el que yo podría aspirar café oun caldo con pan blanco mojado. La flautaya la encargaron cerca de aquí, pero creo quees un lujo innecesario. Pienso vivir, por lomenos, mil años, si consideramos cierto quelos cocodrilos viven tanto. Y ya que me lo

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has recordado, ocúpate mañana de buscarloen algún libro de historia natural ycomunícamelo, pues puedo estar equivocadoy confundir el cocodrilo con algún animalancestral. Sólo me inquieta una cosa: comollevo ropa de paño y unas botas,probablemente el cocodrilo no puedadigerirme. Además, estoy vivo, y por ello meresistiré con todas mis fuerzas a que medigiera, pues evidentemente no deseoconvertirme en aquello en lo que se conviertecualquier alimento, lo que me resultaríaexcesivamente humillante. Sólo temo que, alcabo de mil años, el paño de mi levita, pordesgracia de fabricación nacional, pudierapudrirse, y quedarme entonces yo, pese a miindignación, sin ropa y expuesto a entrarprobablemente en el proceso de digestión. Y,aunque durante el día por nada del mundoconsienta que esto ocurra, por las noches,durante el sueño, cuando la voluntad sedesprende del hombre, es cuando podría

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sobrevenirme el bajo deseo de comerme unaspatatas guisadas, unos bliny o una terneraasada. Ese pensamiento me vuelve loco. Sólopor este motivo deberíamos cambiar losaranceles y alentar la importación del pañoinglés, que resulta más fuerte, y por tantomás resistente a la naturaleza en el caso deencontrarse uno en el interior del cocodrilo.En cuanto se me presente la oportunidad,trasladaré mi idea a alguien del gobierno, y alos observadores políticos de nuestrosperiódicos petersburgueses. ¡Que exclamen!Espero que no sea lo único que asimilen demí. Preveo que, cada mañana, un montón deellos, con sus veinticinco cópecs de laredacción, se agolparán alrededor de mí paracaptar mis ideas acerca de los telegramas deldía anterior. Resumiendo, se me presenta unfuturo espléndido.

«¡Está delirando! ¡Está delirando!»,susurré yo entre dientes.

–Amigo mío, ¿y la libertad? –le dije,

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deseando saber su opinión–. Tú, por decirlode alguna manera, estás encarcelado, cuandocomo ser humano que eres deberías disfrutarde libertad.

–Eres un necio –respondió él–. Lossalvajes aman la libertad; los sabios, el orden,y cuando no hay orden...

–¡Iván Matvéich, ten piedad!–¡Calla y atiende! –gritó él con enfado por

haberle interrumpido–. Nunca me habíasentido mejor que ahora. Sólo temo una cosaaquí, en mi estrecho refugio: la crítica de lasvoluminosas revistas literarias y el silbido denuestra prensa satírica. Temo que losvisitantes superficiales, los imbéciles, losenvidiosos y, en general, los nihilistas, seburlen de mí. Pero tomaré medidas.Aguardaré impaciente la opinión pública demañana y, sobre todo, la prensa.Comunícame mañana mismo qué dice laprensa.

–Está bien, mañana mismo te traeré un

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montón de periódicos.–Sería prematuro esperar que las réplicas

salgan mañana en los periódicos, porque lasnoticias aparecen sólo al cuarto día. Sinembargo, tendrías que venir aquí todas lastardes, y entrar por la puerta trasera del patio.Estoy dispuesto a utilizarte como misecretario. Tú me leerás los periódicos y lasrevistas, y yo te dictaré mis ideas y teencargaré gestiones. Lo más importante esque no olvides los telegramas. ¡Y querecibamos diariamente telegramas desdeEuropa! De momento, basta. Probablementetendrás sueño. Ve a casa y no pienses en loque te he dicho a propósito de la crítica. Yono la temo, pues es ella la que está en unasituación crítica. Me bastará con ser sabio yvirtuoso para colocarme inmediatamente enel pedestal. Si no he de ser Sócrates, seréDiógenes, o el uno y el otro juntos, y éste esel papel que desempeñaré en el futuro de lahumanidad.

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Iván Matvéich se apresuraba a expresarsedelante de mí de un modo tan superficial einsistente (claro que a causa del delirio) quese asemejaba a las mujeres de carácter débil,de las que se dice que son incapaces deguardar un secreto. En general, todo lo queme decía acerca del cocodrilo me parecíabastante sospechoso. Además, ¿cómo eraposible que el cocodrilo estuvieraabsolutamente vacío? Apuesto lo que sea aque en todo aquello fanfarroneaba él porvanidad, y, en parte, también parahumillarme. La verdad es que estaba enfermo,y a los enfermos hay que respetarlos. Sinembargo, reconozco sinceramente que jamássoporté a Iván Matvéich. Durante toda mivida, desde la misma infancia, deseé librarmede su tutela, sin conseguirlo. Quise rompercon él mil veces, para regresar de nuevo a sulado, como si albergara esperanzas dedemostrarle algo o vengarme de algo. ¡Quéextraña era aquella amistad! Estoy

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convencido de que una décima parte deaquella relación se basaba en el odio. Encualquier caso, en esta ocasión nosdespedimos verdaderamente afectuosos.

–Su amigo ser hombre muy listo –me dijoa media voz el alemán, dispuesto aacompañarme. Había estado escuchandonuestra conversación atentamente.

–À propos –le dije, para no olvidarme–.¿Cuánto estaría dispuesto usted a pedir porsu cocodrilo en caso de que alguien quisieracomprarlo?

Iván Matvéich, que había oído la pregunta,aguardaba la respuesta con vivo interés. Eraevidente que no deseaba que el alemánpidiera poco. Al menos, soltó un graznidomuy característico al oír mi pregunta.

Al principio, el alemán no quisoescucharme, e incluso se enfadó.

–¡Nadie poder comprar mi cocodrilo! –gritó con ira, enrojeciendo como uncangrejo–. Yo no querer vender cocodrilo.

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No coger millón de táleros por él. Yo cogerhoy ciento treinta táleros del público, ymañana, diez mil; después, coger cien miltáleros diarios. ¡No querer venderlo!

Iván Matvéich incluso se reía de gusto.Cumpliendo con el deber de íntimo amigo

y haciéndome el valiente, fría y sensatamentele insinué al estrafalario alemán que suscuentas no resultaban del todo claras. Si cadadía lograba él hacer una caja de cien miltáleros, al cuarto día todo San Petersburgohabría desfilado por el local y ya no habría aquién cobrar más entradas. Le dije quenuestra vida y muerte eran voluntad de Dios,que el cocodrilo podría reventar en cualquiermomento, e Iván Matvéich, enfermarse ymorir, etcétera.

El alemán se quedó pensativo.–Yo darle gotas de farmacia y su amigo no

morir –dijo él como si reflexionara.–Las gotas son una cosa, pero imagínese

que se inicie un proceso judicial –le dije–. La

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mujer de Iván Matvéich podría exigirle a sulegítimo esposo. Si está usted dispuesto aenriquecerse, ¿estaría dispuesto a asignarlealgún tipo de pensión a Elena Ivánovna?

–¡No! ¡No dispuesto! –respondió elalemán firme y decididamente.

–¡No dispuesto! –añadió algo enojada lamutter.

–De este modo, ¿no sería mejor que, antesde exponerse a la incertidumbre, aceptarausted algo de dinero ahora, aunque fuera unacantidad módica, pero sustanciosa yrazonable? Me veo obligado a señalarle quele hago esta pregunta sólo a título decuriosidad.

El alemán cogió a la mutter y junto a ella seapartó hacia un rincón del local donde seencontraba el mono más grande y horrible dela colección.

–¡Ya verás! –me dijo Iván Matvéich.En lo que a mí se refiere, en aquellos

momentos deseaba, en primer lugar, darle

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una paliza al alemán, después a la mutter, yposteriormente golpear a Iván Matvéich lomás fuerte y dolorosamente posible, por suilimitado amor propio. Pero eso no era nadateniendo en cuenta la respuesta del avaroalemán.

Aconsejado por su mutter, como precio deventa del cocodrilo el alemán pidió cincuentamil rublos en billetes de último empréstito,una casa de piedra en la calle Gorójovaia, unafarmacia en propiedad y, por añadidura, elgrado de coronel ruso.

–¿Lo ves? –exclamó triunfante IvánMatvéich–, ¡ya te lo decía yo! Al margen delúltimo e insensato deseo del grado decoronel, tiene razón, pues sabe perfectamenteel precio del monstruo que muestra. ¡Elprincipio económico está antes que nada!

–¿Qué me dice? –le grité furioso alalemán–. ¿Para qué quiere el grado decoronel? ¿Qué hazaña ha realizado? ¿Quéservicio ha prestado? ¿Qué gloria militar ha

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conseguido? ¿Acaso no es un insensato,después de esto?

–¡Insensato! –gritó ofendido el alemán–.¡No! ¡Yo ser hombre muy listo, y usted unnecio! ¡Yo merecer coronel, porque mostrarcocodrilo, y en su interior un gof-rat17 vivo!¡El ruso no poder mostrar al cocodrilo conun gof-rat vivo su interior! ¡Soy hombremuy inteligente y deseo mucho ser coronel!

–¡Adiós pues, Iván Matvéich! –exclamétemblando de cólera, y salí corriendo delsalón donde se encontraba el cocodrilo. Sentíque, de haber permanecido allí un minutomás, no respondería de mi persona. Nosoportaba las esperanzas tan irreales quealbergaban aquellos dos estúpidos. Unabocanada de aire me refrescó, lo que aplacómi indignación. Por fin, después de escupirquince veces a diestro y siniestro, cogí uncoche, llegué a casa, me quité la ropa y memetí en la cama. Lo que más me molestaba erahaberme convertido en su secretario. ¡Ahora,

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cada tarde, me veía morir allí de aburrimientopara cumplir con las obligaciones de unverdadero amigo! Tenía ganas deabofetearme a mí mismo. Tras apagar la vela ytaparme con la manta, me golpeé con el puñounas cuantas veces en la cabeza y el resto delcuerpo. Eso me alivió un poco hasta quefinalmente, tras el cansancio, logré conciliarun sueño reparador. Durante toda la nochesoñé con monos, y, ya de madrugada, conElena Ivánovna.

IV

Llegué a la conclusión de que habíasoñado con los monos porque estaban en lajaula del dueño del cocodrilo; pero en cuantoa lo de Elena Ivánovna, eso merece unartículo aparte.

Diré por adelantado que yo amaba a esadama; pero me apresuro a aclarar que la

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amaba paternalmente, ni más ni menos. Lodeduzco porque a menudo me invadía elirrefrenable deseo de darle un beso en lacabeza o en su sonrosada mejilla. Y, aunquejamás lo había hecho, confieso que norehusaría besarla incluso en los labios. Y nosólo en los labios, sino en sus dientecillos,que, cuando se reía, siempre se veían comouna bella hilera de preciosas perlas. Porque,curiosamente, se reía muy a menudo. Encircunstancias cariñosas, Iván Matvéich lallamaba su «amada calamidad», calificativo enalto grado justo y característico.Sencillamente se trataba de una «damita-bombón». Por ello, no comprendo por quéel propio Iván Matvéich se figuraba a sumujer como una Eugenia Tur rusa. En todocaso, mi sueño, sin tener en cuenta a losmonos, me produjo una impresión de lo másgrato. Ante la taza de té de por la mañana,repasé en mi cabeza todos losacontecimientos del día anterior y de camino

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al trabajo decidí pasar inmediatamente porcasa de Elena Ivánovna. Tenía que hacerlo,como amigo de la familia.

En una habitación minúscula, contigua aldormitorio y a la que llamaban el saloncito,aunque el salón principal también erapequeño, estaba sentada Elena Ivánovna enun diminuto y bonito sofá junto a una mesitade té. Llevaba una vaporosa bata y bebía caféde una tacita en la que mojaba un pequeñopicatoste. Estaba seductoramente hermosa,pero daba la impresión de estar pensativa.

–¡Ah! ¿Es usted, pillín? –exclamó con unasonrisa algo despistada–. ¡Siéntese, juguetón!¿Qué hizo usted ayer? ¿Estuvo en el baile demáscaras?

–Pero ¿estuvo usted? Si yo no salgo...Además, ayer estuve visitando a nuestropreso... –suspiré, haciendo un gesto piadosoal tomar café.

–¿A quién? ¿A qué preso? ¡Ah, sí!¡Pobrecito! ¿Qué tal está? ¿Se aburre?

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¿Sabe?... me gustaría preguntarle algo...¿Verdad que ahora puedo solicitar eldivorcio?

–¡El divorcio! –grité con indignación, apunto de derramar el café. «¡Es por aquelmoreno!», pensé, enfadándome para misadentros.

En efecto, había un moreno con bigotes,que trabajaba en asuntos relacionados con laconstrucción, que los visitaba con excesivafrecuencia, y al que se le daba especialmentebien hacer reír a Elena Ivánovna. ¡Confiesoque le odiaba, y no me cabía duda de queayer mismo ya se había dado prisa en ver aElena Ivánovna, bien en el baile de máscaras,bien aquí, y decirle una sarta de estupideces!

–¡Vamos a ver! –dijo apresuradamenteElena Ivánovna, como si estuvieracompletamente aleccionada–. ¿Acaso deboesperarle aquí, mientras él está dentro delcocodrilo sin esperanzas de poder salir en la

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vida? Un marido debe vivir en casa, y nodentro de un cocodrilo...

–Pero si ha sido un contratiempoimprevisible –dije yo con un tonovisiblemente preocupado.

–¡Ah! ¡No diga nada! ¡No quiero! ¡Noquiero! –exclamó ella, completamenteenfadada–. ¡Siempre está usted llevándome lacontraria! ¡Qué malo! ¡Con usted esimposible! ¡No me aconseja nada! Si inclusola gente dice que se me concedería eldivorcio, porque Iván Matvéich ya nocobrará más sueldo.

–¡Elena Ivánovna! ¿Es a usted a quienestoy oyendo? –exclamé yo en tonopatético–. ¿Quién es el malvado que le hametido todo eso en la cabeza? Además,obtener el divorcio por un motivo taninsustancial como es el sueldo resultaabsolutamente imposible. ¡Pobre, pobre IvánMatvéich, él que, incluso en el interior delmonstruo, arde en amores por usted! ¡Es

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más, incluso se derrite como un azucarillo delamor que siente por usted! Ayer por lanoche, mientras usted se divertía en el bailede máscaras, él me decía que en último casoestaría dispuesto a inscribirla consigo en lasentrañas del cocodrilo, en calidad de sulegítima esposa. Además, resulta que elcocodrilo dispone de espacio suficiente, y nosólo para dos, sino incluso para tres personas.

A continuación le conté la parte másinteresante de la conversación que mantuve eldía anterior con Iván Matvéich.

–¿Cómo? ¿Cómo? –exclamó ellasorprendida–. ¿No pretenderá que tambiényo me meta allí, junto a Iván Matvéich?¡Vaya ideas! Además, ¿cómo puedo metermeallí con sombrero y vestido de crinolina?¡Señor, qué estupidez! Pero ¿qué posturaadoptaría yo cuando fuera a hacerlo? ¿Y sihubiera alguien mirándome?... ¡Es ridículo!¿Qué comería allí dentro?; ¡y... y... cómoharía... cuando...! ¡Ay, Dios mío, lo que se les

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ha ocurrido! ¿Qué distracciones hay allí?Dijo usted que allí huele mucho a caucho. ¿Yqué sería de mí si nos enfadáramos?¡Tendríamos que estar tumbados uno juntoal otro! ¡Uf! ¡Qué repugnante!

–Estoy de acuerdo con sus argumentos,queridísima Elena Ivánovna –la interrumpí,apresurándome a expresarme con aquelcomprensible entusiasmo que siempre seadueña de uno cuando siente que la verdadestá de su parte–. Pero en toda esta cuestiónhay algo que usted no ha valorado. No havalorado que, al parecer, él no puede vivir sinusted, cuando la llama a su lado. Porconsiguiente, aquí hay amor. Un amorapasionado, fiel y prometedor... ¡No havalorado usted el amor, querida ElenaIvánovna! ¡El amor!

–¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero oírnada! –gesticulaba ella con su pequeña ylinda manita de uñas sonrosadas y reciénlavadas y cepilladas–. ¡Me va a hacer llorar!

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¡Malo! ¡Métase usted mismo allí dentro, sitanto le agrada! ¡Si es usted su amigo, vaya yacuéstese, por amistad, allí junto a él, y pásesela vida entera discutiendo con él sobre esatediosa ciencia...!

–Hace usted mal en burlarse de estaposibilidad –interrumpí yo en tono grave a lasuperficial señora–; pero Iván Matvéich nome llamó por eso. Claro que en el caso deusted eso sólo sería cumplir con su deber,mientras que en el mío indicaría generosidad.Al explicarme ayer la extraordinariaelasticidad del cocodrilo, Iván Matvéich meinsinuó con bastante claridad que no sóloustedes dos, sino que también yo, comoamigo de la familia, podría caber junto austedes; es decir, que cabríamos los tres,siempre y cuando yo lo quisiera, porque...

–¿Cómo que los tres? –exclamó ElenaIvánovna mirándome sorprendida–. ¿Quenosotros...? ¿Los tres juntos? ¡Ja, ja, ja! ¡Quénecios son los dos! ¡Ja, ja, ja! ¡Me pasaría el

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tiempo pellizcándoles! ¡Qué malo! ¡Ja, ja, ja!¡Ja, ja, ja!

Apoyándose en el respaldo del sofá, sepuso a reír hasta saltársele las lágrimas. Todoello –las lágrimas y la risa juntas– resultabahasta tal punto seductor que, sin podermeresistir, me lancé entusiasmado a besarle lasmanos, a lo que ella no opuso resistencia,aunque me tiró suavemente de las orejas enseñal de reconciliación.

Acto seguido, nos alegramos y yo le contétodos los proyectos del día anterior de IvánMatvéich. Le gustó sobremanera la idea de lastardes de recepción y la apertura de su salón.

–Lo que ocurre es que necesitaré vestidosnuevos –observó ella– y, para ello, IvánMatvéich debería enviar más dinero y lo másurgentemente posible... Sólo que... ¿cómo esque lo van a traer metido en una caja? –agregó, algo pensativa–. Es ridículo. Noquiero que a mi marido lo lleven dentro deuna caja. Pasaré mucha vergüenza delante de

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mis invitados... ¡No quiero! ¡No! ¡Noquiero!

–A propósito, ahora que me acuerdo,¿estuvo Timoféi Semiónych ayer por la tardeen su casa?

–¡Ah! Sí, estuvo. Vino a consolarme eimagínese, nos pasamos la tarde jugando a lascartas. Cuando perdía él, me ofrecíabombones, y cuando perdía yo, me besabalas manos. ¡Qué pillín! ¡Imagínese, estuvo apunto de ir conmigo al baile de máscaras! ¡Deveras!

–¡Qué entusiasmo! –observé yo–. Pero¿quién no se entusiasma con usted,seductora?

–¡Vaya, ya vuelve usted con sus halagos!Espere un momento, que antes de que sevaya le voy a pellizcar. He aprendido ahora apellizcar muy bien. ¿Qué tal? A propósito,dice usted que ayer Iván Matvéich hablómucho de mí.

–N... n... no, no fue exactamente mucho...

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Confieso que en lo que más piensa él ahora esen el destino de toda la humanidad, y deseaque...

–¡Allá él! ¡No me lo diga! Verdaderamente,se aburre mucho. Un día de éstos le haré unavisita. Iré mañana mismo sin falta. Hoy nopuedo. Me duele la cabeza y, además, allíhabrá mucha gente... Dirán que «allí está sumujer», y me dará vergüenza... ¡Adiós!¿Estará usted... allí por la tarde?

–Estaré con él. Me encargó que fuese y lellevase periódicos.

–Muy bien. Vaya a verle y léale la prensa.No es necesario que venga usted hoy avisitarme. No me encuentro bien, yprobablemente salga a hacer alguna visita.¡Adiós, pillín!

«¡Seguro que esta tarde vendrá a verla elmoreno ese!», pensé yo para mis adentros.En la oficina, como es lógico, no dejé quetrasluciera que me devoraban todo tipo deinquietudes y desvelos. No tardé en advertir

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que algunos de nuestros periódicos másprogresistas pasaban aquella mañana conespecial ligereza de mano en mano entre miscompañeros y se leían con muy seriasexpresiones en la cara. El primer periódicoque llegó a mis manos fue La hoja. Era unperiodicucho sin tendencia concreta quetrataba cuestiones humanitarias, por lo queaquí, aunque primordialmente se despreciara,a pesar de eso, se leía. No sin asombro, leí losiguiente:

Ayer corrieron extraños rumores por nuestragran capital de hermosos edificios. Un tal N*,conocido gastrónomo de la alta sociedad, cansadode la cocina de Borel y del club de ***ski, entró enel edificio del Pasaje y, tras dirigirse a dondemuestran un enorme cocodrilo, recién traído a lacapital, encargó que se lo prepararan para comer.Tras llegar a un acuerdo con el dueño, acto seguidoprocedió a comérselo (es decir, no al dueño, unalemán pacífico y con tendencia al orden, sino a sucocodrilo), cortando sus todavía vivos y jugosostrozos con un cortaplumas y tragándolos con

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inusitada rapidez. Poco a poco, todo el cocodrilodesapareció en sus obesas entrañas, de manera queya se disponía a comerse al icneumón, compañeroinseparable del cocodrilo, suponiendoindudablemente que estaría igual de sabroso.

En absoluto nos oponemos a este nuevoproducto, tan conocido para gastrónomosextranjeros. Incluso lo habíamos predicho. Loslores ingleses y los viajeros pescan por partidasenteras cocodrilos en Egipto y preparan el lomodel monstruo como un bistec, aliñado con mostazay guarnición de cebollas y patatas. Los francesesllegados con De Lesseps prefieren las patas asadasa la brasa, lo que hacen para fastidiar a los inglesesque se burlan de ellos. Claro está que aquí sevalora tanto lo uno como lo otro. Por otra parte,estamos muy satisfechos de esta nueva ramaalimenticia que escasea especialmente en nuestrapoderosa y diversa nación. Tras este primercocodrilo, desaparecido en las entrañas delgastrónomo petersburgués, antes de quetranscurra el año, traerán aquí indudablemente acientos de ellos.

Y ¿por qué no habríamos de aclimatarcocodrilos en Rusia? Y si las aguas del Neváresultaran excesivamente frías para estos exóticos

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habitantes foráneos, hay estanques, ríos y lagos ennuestra capital y las afueras. ¿Qué razón habríapara que no pudiéramos criar cocodrilos, porejemplo, en Pargólovo, Pavlovsk, Moscú, o en losestanques de Presnenski y en Samotiok? Si se lesproporciona un alimento sano y placentero anuestros refinados gastrónomos, podrían divertir alas damas que pasean a orillas de los estanques, a lavez que instruir con su presencia a los niños enmateria de ciencias naturales. Con la piel delcocodrilo se podrían elaborar estuches, maletas,cigarreras y carteras, y puede que hasta más de unsobado billete de mil, de los que tanto gustan a losmercaderes, pudiera caber en la piel de uncocodrilo. Esperamos poder volver una vez más aesta interesante cuestión.

Aunque me esperaba algo por el estilo, meconfundió la inexactitud de la noticia. Sinencontrar a nadie con quien pudiera cambiarimpresiones, me dirigí a Projor Sawich, queocupaba una mesa frente a la mía. Observéque desde hacía un buen rato me vigilaba conla vista, sosteniendo en sus manos el diario El

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cabello como si se dispusiera a entregármelo.Sin mediar palabra, cogió el periódico Lahoja, y me entregó a cambio El cabello, en elque con una uña había señalado el artículosobre el que, seguramente, deseaba llamar miatención. Aquel Projor Sawich era unhombre extraño. Viejo callado y solterón, notrataba con ninguno de nosotros. Apenashablaba con la gente de la oficina, manteníasiempre su propio punto de vista y nosoportaba tener que comunicárselo a nadie.Vivía solo y casi ninguno de nosotros habíaestado en su casa.

He aquí lo que leí, señalado por él, en Elcabello:

Bien es sabido por todos que somos progresistasy humanitarios, y deseamos seguir en esa direcciónlos pasos de Europa. Pero, sin reparar en nuestrosesfuerzos y los desvelos de nuestro periódico,todavía estamos lejos de la «madurez», tal y comodemostró ayer un suceso acaecido en el Pasaje, yque ya habíamos pronosticado. Un propietario

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extranjero llegó a la capital trayendo consigo uncocodrilo, que comenzó a mostrar al público en elPasaje. Enseguida nos apresuramos a dar labienvenida a esta nueva rama de la útil industriaque escasea por completo en nuestra poderosa ydiversa nación. Y he aquí que ayer, a las cuatro ymedia de la tarde, en la tienda del propietarioextranjero, entró un sujeto extraordinariamentegrueso y en estado de ebriedad que tras pagar laentrada, y sin avisar a nadie, se introdujo en lasfauces del cocodrilo que, como era lógico, se vio enla necesidad de tragarle, aunque sólo fuera porinstinto de protección y para no atragantarse.Nada más caer al interior del cocodrilo, eldesconocido se quedó dormido. No le causaronimpresión ni los gritos del propietario extranjero,ni el llanto de su asustada familia, ni las amenazasde llamar a la policía. Del interior del cocodrilosólo se oían risas y promesas para solucionar elasunto a golpes, mientras el pobre mamíferolloraba en vano, obligado a tragarse tal cantidad decarne. Haciendo caso omiso del proverbio de que«un huésped no invitado es peor que un tártaro», eldesvergonzado visitante no tiene intención desalir. No sabemos cómo explicar estos hechos tanbárbaros, que certifican nuestra inmadurez,

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comprometiéndonos frente a los extranjeros. Lasoltura propia de la naturaleza rusa encontró sudigna aplicación. Nos preguntamos qué era lo quebuscaba nuestro inoportuno visitante. ¿Un cálido yconfortable lugar? Hay infinidad de espléndidascasas en la capital, con pisos bastante confortablesy a buen precio, así como agua corriente del Nevá,escaleras iluminadas con lámparas de gas yporterías donde los dueños disponen a menudo deun conserje. No obstante, queremos llamar laatención de nuestros lectores sobre el bárbarotrato infligido a los animales domésticos. Como eslógico, al cocodrilo le resultaba difícil digerir degolpe semejante cantidad de carne, y se ve ahoraobligado a estar tumbado, hinchado como unamontaña, y aguardando la muerte en medio deinsoportables sufrimientos. En Europa, desde haceya tiempo, se persigue judicialmente el tratoinhumano que se inflige a animales domésticos.Pero, sin reparar en la ilustración europea, en lasavenidas y la construcción de las casas aún nosqueda mucho para dejar atrás nuestros ocultosprejuicios.

«Las casas son nuevas; pero los prejuicios,viejos...»

Pero ¿acaso son nuevas las casas? Pues no podría

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decirse lo mismo de sus escaleras. En nuestroperiódico hemos mencionado más de una vez queen la zona petersburguesa, en casa del comercianteLukiánov, los peldaños de madera de la escaleradel porche se han podrido y hundido, lo queconstituye desde hace tiempo un peligro para susirvienta Afimia Skapidarova, que a menudo se veen la necesidad de subir las escaleras cargada comova con leña o agua.

Finalmente, se confirmaron nuestraspredicciones. Ayer, a las ocho y media de la noche,la sirvienta Afimia Skapidarova se cayó con unplato de sopa al hundírsele el escalón y se rompiófinalmente una pierna. Ignoramos si ahoraLukiánov arreglará la escalera. Dado que el ruso esmuy duro de mollera, lo más probable es que suvíctima ya esté de camino al hospital. Tampoconos cansaremos de repetir que los barrenderos quelimpian las veredas de madera de la calleVyborskaia no deberían ensuciar el calzado de losviandantes, sino reunir lo que barren enmontoncitos, igual que se hace en Europa...

–Pero ¿qué es esto? –dije yo, mirandoindignado a Projor Sawich–, ¿qué es esto?

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–¿El qué?–¡Por el amor de Dios, en lugar de

apiadarse de Iván Matvéich, se apiadan delcocodrilo!

–¡Pues claro! ¡Se apiadan de un animal, deun mamífero!. ¡Igual que en Europa! ¡Allítambién se apiadan de los cocodrilos! ¡Ji, ji,ji!

Dicho esto, el estrafalario Projor Sawichmetió sus narices en los papeles y no volvió adecir palabra.

El cabello y La hoja los guardé en mibolsillo y, para distracción vespertina de IvánMatvéich, recogí cuantos ejemplares viejospude del Noticias y El cabello. Aunquefaltaba mucho para la tarde, me escabullíantes de la oficina para acercarme al Pasaje yobservar, aunque fuera a distancia, lo quesucedía allí, para así poder contrastaropiniones de distintas tendencias.Suponiendo que habría verdaderas masas degente, me levanté el cuello del capote para

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taparme la cara pues, a pesar de todo, sentíaalgo de vergüenza. ¡Hasta tal punto nosintimida la publicidad! No obstante, piensoque no tengo derecho a expresar misprosaicas y particulares sensaciones conmotivo de un suceso tan original yadmirable.

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Bobok(Bobok, 1873)

En esta ocasión introduzco las«Anotaciones de un individuo». No soy yo;sino otra persona completamente diferente.Creo que no es necesario ningún otroprefacio.

Anotaciones de un individuo

Hace tres días Semión Ardaliónovich medijo:

–Pero ¿llegará el día en que te veamossobrio, Iván Iványch? ¡Dímelo, por el amorde Dios!

Extraña exigencia. No me ofendo, soy una

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persona tímida; y, sin embargo, he aquí queme han convertido en un loco. Un pintor mehizo un retrato por pura casualidad: «Antetodo, eres un literato», me dijo. Yo me prestéa ello y él lo expuso. Después pude leer:«Dense prisa para contemplar este rostroenfermizo, cercano a la locura».

Pase que así sea, pero ¿para qué había depublicarlo? Para publicar algo habría queponer de relieve lo noble, mostrar ideales,mientras que aquí...

Si quería decir algo, podía hacerloindirectamente, para eso está el estilo. Perono, no quiere lanzar indirectas. Actualmenteestán desapareciendo el humor y el estilo, ylas blasfemias han pasado a ocupar el lugar delas agudezas. Dios sabe que no soy un granliterato como para volverme loco por eso.Escribí un relato y no me lo publicaron.Escribí un artículo y lo rechazaron. Ya llevéyo a muchas editoriales artículos de este tipo,

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y en todas me los rechazaron. «Les falta sal»,me dijeron.

–Pero ¿de qué sal se trata? –preguntéirónico–. ¿Sal ática?

Ni siquiera lo comprendieron. A lo quemás me dedico es a traducir del francés paralos libreros. También redacto anuncios paralos comerciantes, tales como:«¡Extraordinario! Té rojo de plantaciónpropia...». Por un panegírico a Su Excelencia,el difunto Piotr Matvéich, cobré una buenacantidad. Por encargo de un librero compuseEl arte de gustar a las mujeres. Así, a lo largode mi vida habré escrito yo unos seis librosde ese tipo. Quisiera reunir algunos bonsmots de Voltaire, pero temo que les puedaparecer insulso a nuestros literatos. ¡QuéVoltaire! ¡Hoy día hacen falta garrotes enlugar de Voltaire! ¡Si se han pegado hastaromperse los dientes los unos a los otros! Yhe aquí toda mi creación literaria. Sinmencionar que envío desinteresadamente

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cartas a las editoriales con mi propia firma.Les doy todo tipo de exhortaciones yconsejos, hago críticas y les indico ladirección que deben seguir. La semanapasada mandé una carta que hacía el númerocuarenta en dos años; sólo en sellos me gastécuatro rublos. Lo que pasa es que tengo uncarácter detestable.

Creo que el pintor no me retrató por mivínculo literario, sino por las dos verrugassimétricas que tengo en la frente: es decir,todo un fenómeno. Como carecen de ideas,se lucen con los fenómenos. ¡Y hay que verlo bien que le quedaron mis dos verrugas enel retrato! ¡Parecen vivas! A eso llaman ellosrealismo.

Y en cuanto a la locura, aquí el año pasadodeclararon locos a muchos. Y con qué estilolo defendían, alegando: «Ante un talento tanextraordinario... esto es lo que finalmente hasucedido... por lo demás, ya era de preverhace tiempo...». Y esto todavía tiene mucha

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picardía, pues desde el punto de vista del artepuro incluso merece una alabanza, mientrasque aquellos otros ni siquiera se han vueltomás inteligentes. Eso es, aquí le vuelven locoa uno, pero todavía no han convertido anadie en más inteligente.

En mi opinión, el más inteligente es aquelque se llama a sí mismo «tonto», aunque sólosea una vez al mes; ¡una habilidaddesconocida hasta ahora! Al menos antes, elestúpido, aunque sólo fuera una vez al año,se reconocía como tal, pero ahora, ni hablar.Y hasta tal punto se confundieron las cosasque ya no puedes distinguir a un estúpido deun tonto. Eso lo hicieron ellos a propósito.

Me viene a la memoria una agudezaespañola, de hace ya dos siglos y medio,cuando los franceses construyeron su primermanicomio: «Encerraron allí a todos susidiotas para convencerse de que ellos mismoseran inteligentes». Pero la verdad es queencerrando a otro en un manicomio no

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demostrarás tu propia inteligencia. «K* sevolvió loco, lo que significa que ahoranosotros somos inteligentes.» ¡Pero no, no esasí!

¡Además, al demonio...! ¡Qué hago yodisertando aquí sobre mi inteligencia: nohago más que gruñir y gruñir! Hasta hehartado a la sirvienta. Ayer vino a verme uncompañero y me dijo que a mí me estaba«cambiando el estilo, se está haciendo másentrecortado. Cortas y cortas; las oracionesestán repletas de cuñas, después de la cuña,vas y pones otra cuña, a continuación algoentre paréntesis, y después nuevamentecortas y cortas...».

El compañero tenía razón. Algo extrañome está sucediendo. Me está cambiando elcarácter y me duele la cabeza. Empiezo a very oír cosas extrañas. Y ya no es que seanvoces, sino como si alguien que estuvieracerca de mí me susurrara: «¡Bobok, bobok,bobok!».

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Y ¿qué es eso de bobok? Necesitodistraerme.

Pensaba distraerme un poco y caí en unentierro. Era un pariente lejano. De todosmodos, se trataba de un consejero colegial.La viuda, cinco hijas, todas solteras. ¡Cuántogastaría sólo en zapatos! El difunto ganabadinero, pero ahora sólo les queda unapequeña pensión. Tendrán que apretarse elcinturón. A mí siempre me recibían condesgana. Y tampoco habría ido ahora, de nohaber sido un caso excepcional. Losacompañé hasta el cementerio junto con losdemás; pero se apartaban de mí y sonaltaneros. A decir verdad, mi uniforme estáen mal estado. Creo que hace ya veinticincoaños que no visitaba un cementerio. ¡Vaya unlugar!

Para empezar, el ambiente. Llegaron comounos quince cadáveres. De distintascategorías; hasta hubo dos catafalcos: para un

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general y no sé qué señora. Había muchosrostros apesadumbrados, aflicción fingida, ymucha alegría sincera. El clero no puedequejarse: tiene sus beneficios. Pero elambiente, el ambiente... No me gustaría estaraquí oficiando de clérigo.

Me acercaba a ver los rostros de losdifuntos con sumo cuidado, inseguro de miimpresionabilidad. Hay expresiones suaves,y las hay desagradables. Por lo general, lassonrisas no estaban bien logradas,especialmente las de algunos. No me gustan;luego sueño con ellos.

Durante la misa salí de la iglesia pararespirar un poco el aire; el día era grisáceo,pero seco. También hacía frío; hay que teneren cuenta que estamos en octubre. Me di unavuelta entre las sepulturas. De distintascategorías. La de tercera clase cuesta treintarublos: es decente y no es tan costosa. Lasdos primeras se ofician en la iglesia, bajo elatrio. Pero resulta excesivo. En aquella

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ocasión enterraban a unas seis personas entercera categoría, entre ellos un general y suesposa.

Eché un vistazo a las fosas: ¡qué horror!;¡había agua, y qué agua! ¡Absolutamenteverde! Bueno... ¡qué más da! A cada minuto,el sepulturero la vaciaba con un achicador.Mientras se oficiaba la misa, me salí afuerapara deambular un poco detrás de la valla.Ahora hay un hospicio y, un poco más allá,incluso un restaurante. Y no está mal, hastapuedes tomar un aperitivo. Estaba a rebosarde acompañantes. Observé que había entreellos mucha alegría y animación sincera.Tomé un tentempié y bebí un poco.

A continuación participé personalmente enllevar el féretro desde la iglesia hasta la fosa.Y ¿por qué será que los difuntos pesan tantoen los féretros? Dicen que por algún tipo deinercia el cuerpo ya no puede dominarse a símismo... o alguna absurdez de ese tipo;contradice la mecánica y el sentido común.

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No soporto cuando la gente que sólo poseenociones generales se pone a discurrir sobrecuestiones específicas; y aquí los tenemos pordoquier. Los civiles gustan de juzgar sobrelas cuestiones militares e incluso acerca de losmariscales de campo, y la gente conformación de ingeniería habla más de lafilosofía y la economía política.

No fui al banquete fúnebre. Estoyorgulloso de ello, y si en verdad me invitanpor una extrema necesidad, ¿por qué había deasistir a sus comidas, aunque fueranfúnebres? Lo único que no llego acomprender es por qué me quedé en elcementerio; me senté al pie de una estatua y,dadas las circunstancias, me quedé pensando.

Comencé por la exposición de Moscú yterminé con el asombro, es decir, el asombrocomo tema. Y he aquí lo que deduje sobre «elasombro»:

«Lógicamente asombrarse por todo esabsurdo, mientras que no asombrarse por

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nada es bastante más bello y por algunarazón se reconoce como rasgo de buen gusto.Pero difícilmente puede ser así en realidad.En mi opinión, no asombrarse por nada esbastante más estúpido que asombrarse portodo. Al margen de esto: no asombrarse antenada viene a ser lo mismo que no respetarnada. Además, un estúpido no sabe respetar.»

–Sí: yo ante todo deseo respetar. Ansíorespetar –me dijo un día un conocido.

¡Desea respetar! ¡Dios mío, pensé yo, quésería de ti si se te ocurriera ahora publicarlo!

Y en aquel momento me perdí en misreflexiones. No me gusta leer lasinscripciones de las lápidas; siempre viene aser lo mismo. En la lápida que estaba cerca demí, había un bocadillo sin terminar: esabsurdo y no es el lugar más adecuado. Lotiré a la tierra, pues no era pan, sino unbocadillo. Porque echar migas de pan sobrela tierra parece que no constituye un pecado;

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el pecado es echarlo al suelo. Debocomprobarlo en el calendario de Suvorin.

Es de suponer que estuve sentado muchorato, e incluso demasiado; es más, me tumbésobre una larga piedra de mármol en formade ataúd. Y ¿cómo ocurrió que de prontoempecé a oír voces? Al principio no les prestéatención y me porté despectivamente. Sinembargo, la conversación continuaba. Oíunos sonidos sordos, como si las bocasestuvieran tapadas con almohadas;principalmente se trataba de unas voces clarasque procedían de muy cerca. Me despejé, mesenté y me puse a escucharlas atentamente.

–Su Excelencia, eso no puede ser deninguna de las maneras. Ha anunciado ustedun juego, voy yo y juego, y me viene ustedcon un as de picas. Deberíamos habernospuesto de acuerdo antes respecto a los ases.

–¿Para qué jugar de memoria? ¿Dónde estáel atractivo?

–No es posible, Su Excelencia, sin un

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mínimo de garantía no es posible de ningunade las maneras. Sólo podría hacerse con uncomodín y de una sola tirada.

–Pero aquí no encontraremos un comodín.¡Qué términos más insolentes! Me resultó

extraño e inesperado. Una de las vocesparecía muy importante y de una personarespetable, la otra, algo almibarada. No me lohabría creído de no haberlo oído yo mismo.Creo que no asistí a los funerales. Y, sinembargo, ¿cómo es que aquí se jugaba a lapréférence, y de qué general se trataba? Perono cabía duda alguna de que lo que se oíaprocedía de debajo de las lápidas. Me inclinéante el monumento y leí la siguienteinscripción:

«Aquí yace el cuerpo del general-mayorPervoiédov... Caballero de tal y tal Orden».¡Hum! «Fallecido en agosto de tal año a loscincuenta y siete años de edad... Descansa enpaz, querido, hasta el día de la resurrección.»

¡Hum! ¡Al demonio, en realidad se trataba

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de un general! En la otra tumba, de la queprocedía la voz lisonjera, aún no habíanpuesto el monumento; y sólo había unalápida; debía de ser uno de los novatos. Porla voz se notaba que se trataba de unconsejero de corte.

–¡Ja, ja, ja! –se oyó una voz completamentenueva, a unas cinco sázhenas del lugar dondese hallaba el general, y desde una tumbacompletamente reciente; era una vozmasculina y de gente sencilla, pero debilitadapor el tono piadoso y enternecido.

–¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, de nuevo tiene hipo! –seoyó de pronto una voz escrupulosa yaltanera de una dama irritada; parecía de laalta sociedad–. ¡Vaya un castigo el de estarjunto a este tendero!

–No he tenido hipo alguno, y no toménada, sino que mi naturaleza es así. Y a pesarde todo, señora, no puede usted calmarsedebido a sus propios caprichos...

–Entonces ¿por qué yace aquí?

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–Fueron mi mujer y mis hijos pequeñosquienes me colocaron aquí, y no yo, los queeligieron el lugar donde yazco. ¡Misterios dela muerte! Por mí, no me habría colocado asu lado ni por todo el oro del mundo. Siestoy aquí es gracias a mi propio capital,teniendo en cuenta el precio. Porque eso esalgo que siempre nos podemos permitir;pagarnos una sepultura de tercera clase.

–¿Qué, ha ahorrado timando a la gente?–¿Cómo iba a engañar a la señora, si ya

desde el mes de enero no hemos tenidoingreso alguno por su parte? Tenemos en latienda una cuenta a su nombre.

–Pues ¡eso es absurdo! ¡Aquí, en miopinión, buscar deudas es una estupidez!Vaya arriba. Y pregúntele a mi sobrina, quees mi heredera.

–Pero ¿dónde voy yo ahora a preguntar, yadónde me dirijo? Los dos hemos llegado anuestro límite y estamos a la par en pecadosante el juicio final.

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–¡En pecados! –le remedó con desprecio yburlonamente la difunta–. ¡Y no se atreva adirigirme más la palabra!

–¡Ja, ja, ja!–Y, sin embargo, ¿se ha dado cuenta Su

Excelencia de cómo el tendero hace caso a laseñora?

–¿Y por qué no había de hacérselo?–Pero si está claro, Su Excelencia, porque

aquí reina otro orden de cosas.–¿Qué otro orden de cosas?–Pues que nosotros, por decirlo de algún

modo, estamos muertos, Su Excelencia.–¡Ah, pues sí! De todos modos, hay un

orden...¡Lo que faltaba! ¡He de reconocer que me

he tranquilizado! Pues si aquí se ha llegado aesto, ¿qué podría decirse del piso de arriba?Pero ¡qué cosas pasan! De todos modos,continué escuchando, aunque bastanteindignado.

–¡No, pero si yo podría estar vivo! ¡No...

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yo! ¿Saben...? ¡Podría estar vivo! –se oyó depronto la voz de alguien, en un lugar situadoentre el general y la señora que estabairritada.

–¿Lo oye, Su Excelencia? A éste otra vez leha dado con lo mismo. Puede estarse calladodurante tres días, y de pronto va y suelta:«¡Oh, no, pero si yo podría estar vivo!». Y¿sabe? Lo dice con tanto ímpetu, ¡ji, ji, ji!

–¡Y con qué premura!–Le afecta todo, Su Excelencia. Se va

quedando dormido, completamente dormido(¡si lleva aquí desde el mes de abril!), y depronto va y suelta: «¡Pero si yo podría estarvivo!».

–Y sin embargo, esto es aburrido –señalóSu Excelencia.

–Es aburrido, Su Excelencia, pero ¿acasohabremos de irritar de nuevo a AvdotiaIgnátievna? ¡Ji, ji, ji!

–Claro que no, le ruego que me libre de

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ella. No soporto a esa vocingleraprovocativa.

–Pues yo, por mi parte, no les soporto aninguno de los dos –respondiódespectivamente la vocinglera–. Los dos sonde lo más aburrido y no saben decir nada queresulte ideal. Y sobre usted, Su Excelencia:por favor, no se ufane tanto, pues me sé unahistoria acerca de usted, de cómo un lacayo lesacó a escobazos de debajo de la cama de unmatrimonio.

–¡Qué mujer más desagradable! –refunfuñó entre dientes el general.

–Madrecita, Avdotia Ignátievna –aulló depronto el tendero–, señora mía, dime, singuardarme rencor, ¿acaso estoy en elpurgatorio, o está ocurriendo algodiferente...?

–¡Vaya! ¡Otra vez! Lo presentía, me vinosu aliento y era porque se daba la vuelta.

–No me estoy dando vueltas, madrecita, yno desprendo ningún olor especial, porque

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todavía me conservo íntegro en todo micuerpo, mientras que usted, señora mía, síque está afectada, pues su olor resultainsoportable incluso para el lugar en que nosencontramos. Y si me callo es por educación.

–¡Oh, qué desagradable ofensor! ¡Él sí queapesta, y me lo dice a mí!

–¡Ja, ja, ja, ja! A ver si llegan cuanto antesnuestros sorokovinki 18: ¡oiré sus voces dellanto, el sollozo de la esposa y el silenciosolloriqueo de los niños...!

–Mira de lo que se lamenta: se llenarán lasbarrigas de kutia19 y se marcharán. ¡Oh, si almenos alguien se despertara!

–Avdotia Ignátievna –dijo el funcionariolisonjero–... Espérese un momentito, que losnuevos no tardarán en hablar.

–¿Hay gente joven entre nosotros?–También los hay jóvenes, Avdotia

Ignátievna. Incluso adolescentes.–¡Oh, qué a propósito vienen!–¿Y qué, no han empezado aún? –se

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informó Su Excelencia.–Los que trajeron hace tres días ni siquiera

han despertado, Su Excelencia, y ustedmismo lo sabe, que a veces están calladosdurante toda una semana. Está bien que a losde ayer, anteayer y hoy, los trajeron de golpea todos. Ya que alrededor de nosotros, yhasta unas diez sázhenas, nos rodeanprácticamente todos los del año pasado.

–Sí, es interesante.–Pues, hoy, Su Excelencia, han enterrado

al mismísimo consejero privado Tarásovich.Lo reconocí por las voces. Conozco a susobrino, que ayudó a bajar el ataúd.

–¡Hum! Y ¿dónde está?–Pues a unos cinco pasos de usted, Su

Excelencia, hacia la izquierda. Está casi a suspies... Podían ustedes presentarse, SuExcelencia.

–¡Hum! Pues no... no voy a ser yo elprimero.

–Si empezará él mismo, Su Excelencia.

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Hasta estaría orgulloso, déjelo de mi mano,Su Excelencia, y yo...

–¡Ay, ay, ay! Pero ¿qué es lo que meocurre? –se quejó de pronto una voz nueva yasustada.

–¡Es el nuevo, Su Excelencia! ¡El nuevo,gracias a Dios! ¡Y qué pronto ha hablado! Enotras ocasiones están callados hasta toda unasemana.

–¡Oh, si parece un hombre joven! –lanzóun gritito Avdotia Ignátievna.

–¡Yo... yo... yo estoy aquí por unacomplicación que me surgió y que se mepresentó así de pronto! –balbució de nuevoel joven–: Ya en la víspera me decía Shults: sele ha presentado a usted una complicación, yal amanecer me muero de golpe. ¡Ay, ay!

–Pues nada se puede hacer, joven –señalócon benevolencia, y probablementealegrándose por la presencia del novato, elgeneral–. ¡Debe tranquilizarse! ¡Bienvenido anuestro, por así decirlo, valle de Josafat!

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Somos buena gente, ya lo verá y nosapreciará. El general-mayor, Vasíli VasílievPervoiédov, para servirle.

–¡Oh, no! ¡No, no, no es posible! Metrataba Shults. Yo, ¿sabe?... primero se mecomplicó la cosa en el pecho, con tos, ydespués me constipé: el pecho y la gripe... yhe aquí que así de repente, einesperadamente... lo más importante es quesucedió de un modo completamenteinesperado.

–Dijo usted que al principio empezó por elpecho –se mezcló suavemente en laconversación el funcionario, como si desearadarle ánimos al novato.

–Sí, el pecho y las toses, y después depronto desapareció la tos y continuó lo delpecho, sin que pudiera respirar... y sabe...

–Lo comprendo, lo comprendo. Pero sicomenzó por el pecho, mejor habría sido quese dirigiera a Ek, y no a Shults.

–Y yo, ¿sabe usted?, ya estaba convencido

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de ir a Botkin y de pronto...–Bueno, pero si Botkin muerde –señaló el

general.–¡Oh, no! No muerde en absoluto; yo

había oído que era muy atento y que lodiagnostica todo a tiempo.

–Su Excelencia lo ha dicho en el sentido delos precios que cobra –apuntó el funcionario.

–¡Oh, no! ¡Qué dice! En total tres rublos,te hace el reconocimiento, te extiende lareceta... y yo quise ir a él inmediatamente,pues me dijeron.... ¿Qué debía haber hecho,señores, ir a Ek o a Botkin?

–¿Qué? ¿Adónde? –se removió, riendoagradablemente, el cadáver del general. Leacompañó el falsete del funcionario.

–¡Querido niño! ¡Querido y alegre niño!¡Cuánto te quiero! –exclamó con entusiasmoAvdotia Ignátievna–. ¡Ay, si lo hubierancolocado junto a mí!

¡No, esto ya no estoy dispuesto aaceptarlo! ¡Además es un cadáver reciente!

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Sin embargo, conviene escuchar algo más yno precipitarse en las conclusiones. A estemocoso del novato recuerdo yo haberle vistohace poco en el ataúd; tenía la expresión deun polluelo asustado, de lo más desagradable.Pero ¿y qué vino después?

Después comenzó tal barahúnda que nopude retenerlo todo en la memoria, ya quemuchos comenzaron a despertarse de golpe:se despertó el funcionario, de los quepertenecen a los consejeros de estado, ycomenzó inmediatamente a hablar con elgeneral sobre el proyecto de la nuevasubcomisión ministerial; sobre otros asuntosy el posible traslado de personas relacionadascon la subcomisión, con lo cual distrajosobremanera al general. Reconozco que yomismo me enteré de muchas cosas, hastaasombrarme de los entresijos a través de loscuales resulta a veces posible llegar a conocer

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las novedades administrativas de la capital. Acontinuación se medio despertó uningeniero, pero se estuvo mucho ratorefunfuñando cosas totalmente absurdas, demodo que los demás ni siquiera se metieroncon él y lo dejaron que estuviera un rato a suaire. Finalmente empezó a dar señales desepulcral reanimación la señora de la altasociedad enterrada por la mañana en elcatafalco. Lebeziátnikov (ya que el aduladory odioso consejero áulico, que se ubicabacerca del general Pervoiédov, resultó llamarseLebeziátnikov) no cesaba de dar vueltas yasombrarse de que en esta ocasión todos sehubieran despertado tan de golpe.Reconozco que también yo me sorprendí;además, algunos de los que se despertaronhabían sido enterrados hacía tres días, como,por ejemplo, una muchacha muy jovencita,de unos dieciséis años, pero que no paraba dereír...; reía de un modo desagradable ylascivo.

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–¡Su Excelencia, el consejero privado,Tarásovich, se está despertando! –informó depronto Lebeziátnikov, con extraordinariarapidez.

–¿Cómo? ¿Qué? –con desaire y vozmelindrosa murmuró, recién despierto, elconsejero privado. En su tono de voz habíaalgo que denotaba un aire caprichoso ydominante. Me puse a escuchar concuriosidad, ya que los últimos días habíaoído decir cosas de lo más tentadoras einquietantes de un tal Tarásovich.

–Soy yo, Su Excelencia, de momento, sólosoy yo.

–¿Qué es lo que pide y qué desea?–Lo único que deseaba era informarme

sobre la salud de Su Excelencia; por falta decostumbre, aquí, desde el primer día, se sienteuno con algo de estrechez. El generalPervoiédov desearía tener el honor depresentarse a Su Excelencia y espero...

–No he oído.

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–Por favor, Su Excelencia, el generalPervoiédov, Vasíli Vasílievich...

–¿Usted es el general Pervoiédov?–No, Su Excelencia, tan sólo un consejero

áulico, Lebeziátnikov, para servirle a usted, yel general Pervoiédov...

–¡Qué absurdo! Le ruego que me deje enpaz.

–¡Déjele! –interrumpió en tono digno elpropio general Pervoiédov la repugnanteimpaciencia de su agente sepulcral.

–Todavía no se ha despertado, SuExcelencia, hay que tenerlo en cuenta; es porfalta de costumbre: cuando se despierteactuará de otro modo...

–¡Déjele! –repitió el general.–¡Vasíli Vasílievich! ¡Eh, usted, Su

Excelencia! –gritó de pronto, en voz alta ycon ímpetu, junto a la misma AvdotiaIgnátievna, una voz completamente nueva,insolente y de señorito; era un tono cansadomuy a la moda y de estilo descarado, como si

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estuviera midiendo versos–. Llevo un par dehoras observándoles; estoy aquí desde hacetres días. ¿Se acuerda usted de mí, VasíliVasílievich? Soy Klinévich, nos vimos encasa de los Volokónski, donde, no sé porqué, también estaba usted invitado.

–¿Cómo? El conde Piotr Petróvich... ¿esposible que sea usted?... y tan joven...¡Cuánto lo siento!

–Yo mismo lo siento, sólo que me da igual,con tal de sacar lo que pueda de donde esté.Y no soy conde, sino barón, sólo un barón.Somos unos baroncetes tiñosos, procedentesde lacayos; y tampoco sé la razón, pero me daigual. No soy más que un gandul de lapseudoaltísima clase, considerado como un«encantador polizón». Mi padre era ungeneralucho, y mi madre ha tratado en sutiempo con la haut lieu. El año pasado, juntoal judío Zifel, conseguí pasar cincuenta milbilletes falsos, y después lo denuncié, y todoel dinero enterito se lo llevó consigo Iulka

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Charpentier de Lusagnan a Burdeos. Eimagínese, yo ya estaba comprometido deltodo con Shevalévskaia, le faltaban tres mesespara cumplir los dieciséis; todavía eraestudiante de instituto; ofrecían unosnoventa mil rublos por su dote. AvdotiaIgnátievna, ¿se acuerda de cómo, hace quinceaños, me pervirtió usted, cuando yo todavíaera un paje de catorce años?

–¡Vaya un sinvergüenza que eres! Si almenos te hubiera mandado Dios; pero en estelugar...

–En vano sospechaba usted del mal olor desu vecino, el comerciante... Yo estaba calladoy riéndome. Pues el olor procede de mí; mehan enterrado en un ataúd cerrado conclavos.

–¡Oh, qué bribón! Sólo que yo estoycontenta a pesar de todo. ¡No se imagina,Klinévich, qué ausencia de vida y agudezamental reinan en este lugar!

–¡Pues sí, sí! También yo estoy dispuesto a

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emprender aquí algo original. Excelencia, nome dirijo a usted, Su Excelencia Pervoiédov,sino a otro señor: Tarásovich, el consejeroprivado. ¡Responda! Soy Klinévich, el que lellevaba durante la Cuaresma a casa demademoiselle Furi.

–Le estoy oyendo, Klinévich, y estoy muycontento, pero créame...

–No me lo creo en absoluto, y me importaun comino. Y a usted, mi querido ancianito,sólo me encantaría llenarle de besos, pero nopuedo, a Dios gracias. ¿Saben ustedes,señores, lo que escribió este grand-père? Semurió hace unos tres o cuatro días, y ¿sepueden creer que dejó las arcas del Estadocon un déficit nada menos que decuatrocientos mil rublos? Una cantidaddestinada a las viudas y los huérfanos, y, sinsaber por qué, sólo él tenía acceso a ello, yaque al parecer no lo revisaban desde hacíaocho años. Me imagino ahora las caras largasque se les habrán puesto allí a todos, y cómo

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se acuerdan de él. ¿Acaso no es una ideavoluptuosa? Ya me asombraba yo el últimoaño de cómo a un vejete de setenta años,gotoso y con todo tipo de males, le quedabantantas fuerzas para la perversión. Y ¡aquí estála solución! ¡Esas viudas y los huérfanos... lasola idea de ellos debió de enardecerle!... Yalo sabía yo hace mucho, era el único que losabía, me lo dijo la señora Charpentier, y encuanto me enteré, por Semana Santa, empecéa presionarle amistosamente: «Entregaveinticinco mil que, si no, mañana te van ainspeccionar». Pues imagínense, por aquelentonces sólo disponía de trece mil, de modoque en estos momentos, al parecer, se muriómuy a tiempo. Grandpère? ¿Me oye, grand-père?

–Cher Klinévich, estoy completamente deacuerdo con usted, y en vano... ha entradousted en esos detalles. La vida trae tantossufrimientos y desgracias, y tan pocoscastigos... Finalmente deseo apaciguarme, y,

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por lo que he visto, espero desprendermeaquí de todo ello.

–¡Me apuesto lo que sea que ya ha olido aKatish Berestova!

–¿Qué... qué Katish? –tembló la vozlasciva del anciano.

–¿Que qué Katish? Pues aquí, a laizquierda, a cinco pasos de mí, y a unos diezde usted. Ya lleva aquí cinco días, y ¡si ustedsupiera, grand-père, lo miserable que es...!¡Es de buena familia y educada...! ¡Pero unmonstruo hasta más no poder! No se la hepresentado a nadie, y sólo lo sabía yo...¡Katish... responde!

–¡Ji, ji, ji! –respondió la vocecita rota deuna joven, en la que se percibía algo similar alpinchazo de una aguja.

–Y ¿es rubita? –murmuróentrecortadamente, en tres tonos, el grand-père.

–¡Ji, ji, ji!–Llevo ya mucho tiempo –balbució

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ahogándose el ancianosoñando con la idea deuna rubita, de unos quince años... yprecisamente en una circunstancia así...

–Pero ¡qué monstruo! –exclamó AvdotiaIgnátievna.

–¡Ya está bien! –decidió Klinévich–, veoque el material es extraordinario. Enseguidanos acomodaremos aquí mejor. Lo másimportante es que pasemos el resto deltiempo de la manera más divertida posible;pero ¿qué tiempo? ¡Eh, usted! ¡Un talfuncionario Lebeziátnikov, o algo por elestilo! ¡He oído que le llamaban así!

–Soy Lebeziátnikov, el consejero áulico,Semión Evséich, para servirle, y estoy peroque muy satisfecho.

–Me importa un comino que esté ustedsatisfecho, y parece que sólo usted es quienlo sabe aquí todo. En primer lugar,respóndame (pues desde ayer no salgo de miasombro), ¿cómo es que podemos hablaraquí? Si hemos muerto, y al margen de ello,

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hablamos; parece que nos movemos, ymientras tanto, ni hablamos ni nos movemos.¿Qué truco es éste?

–Pues eso, si usted lo desea, podríaexplicárselo, mejor que yo, el barón PlatónNicoláievich.

–¿Quién es ese Platón Nicoláievich? Nosea remolón, vaya al asunto.

–Platón Nicoláievich es nuestro filósofocasero, especialista en ciencias naturales y unmaestro. Escribió unos cuantos libros defilosofía, pero he aquí que lleva tres mesescompletamente dormido, de modo que yaresulta imposible hacerle despertar. Una vezpor semana murmura unas cuantas palabrasque no vienen a cuento.

–¡Vamos, vamos!...–Todo esto lo explica él de un modo muy

sencillo, a saber, que allí arriba, cuando aúntenemos vida, se considera erróneamente lamuerte como una muerte verdadera. Aquí, elcuerpo parece revivir de nuevo, los restos de

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la vida se concentran, pero sólo en el nivel dela conciencia. Es decir (no sé cómoexplicárselo) que la vida continúa como porinercia. Todo está concentrado, segúnsostiene él, en algún lugar de la conciencia, ycontinúa así dos o tres meses más... a vecesincluso hasta seis. Aquí, por ejemplo, hayuno que ya está casi descompuesto, pero unavez cada seis semanas, de pronto, balbuce unapalabreja, claro que sin sentido alguno, algoasí como bobok: «Bobok, bobok»; lo quequiere decir que en su cuerpo todavía ardevida en forma de invisible chispa...

–Es bastante absurdo. Y ¿cómo es que yo,sin tener olfato, puedo percibir el hedor?

–Eso es... ¡je, je!... Bueno, pues en estacuestión nuestro filósofo se pierde en lastinieblas. Concretamente, respecto al olfato,señaló que aquí el hedor se percibe, pordecirlo de algún modo, moralmente, ¡je, je!El hedor es como si fueran las almas, a las quese les da tiempo para rectificar durante dos o

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tres meses, y esto, por así decirlo, es la últimaclemencia que se concede... Sólo que a mí meparece, barón, que todo ello viene a ser undelirio místico, bastante comprensible en suestado...

–Es suficiente, estoy seguro de que todoesto es absurdo. Lo más importante son losdos o tres meses de vida, y al final... bobok.Les propongo a todos que pasemos estos dosmeses lo mejor posible, y para ello esimprescindible que nos mentalicemos de lassiguientes condiciones. ¡Señores! ¡Lespropongo que no nos avergoncemos denada!

–¡Oh, vamos! ¡Vamos a no avergonzarnosde nada! –se oyeron múltiples voces, ycuriosamente incluso algunas completamentenuevas, lo que significa que se habíandespertado en aquel momento. Con especialparticipación resonó la voz de bajo delingeniero, que expresaba su conformidad ya

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completamente despierto. La joven Katish seechó a reír alegremente.

–¡Cómo me gustaría no tener vergüenza denada! –exclamó con entusiasmo AvdotiaIgnátievna.

–¿Han oído? Ya que si Avdotia Ignátievnadesea no avergonzarse por nada...

–¡No, no, no, Klinévich, yo sentíavergüenza! ¡A pesar de todo, allí arriba,sentía vergüenza, pero aquí tengo muchasganas de dejar de avergonzarme!

–Entiendo, Klinévich –resonó el vozarróndel ingeniero–, que ofrece usted emprender lavida de aquí, por decirlo de algún modo,sobre unos principios nuevos y ya másracionales.

–¡Me importa un comino! Para esoesperaremos a Kudeiárov, al que trajeronayer. Cuando se despierte, le explicará todo.¡Es un personaje! ¡Un personaje de granrelieve! Tengo entendido que mañana traerána otro especialista más en ciencias naturales,

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probablemente un oficial, y, si no meequivoco, dentro de unos tres o cuatro días, aun periodista, al parecer, junto a un redactor.Pero, además, ¡que se vayan al demonio!Pues sólo es preciso que nos juntemos ungrupito y las cosas saldrán por sí mismas. Demomento, lo único que deseo es no mentir.Sólo deseo eso, porque es lo más importante.Vivir sobre la tierra sin mentir resultaimposible, ya que la vida y la mentira vienena ser sinónimas; mientras que aquí, y paradivertirnos, no mentiremos. ¡Al diablo, puesalgún sentido tendrá la tumba! Contaremostodos en voz alta nuestras historias, y ya sinavergonzarnos de nada. Empezaré por mipersona. ¿Saben? Soy una persona de laslascivas. Todo esto, allí arriba, estaba atadocon cuerdas podridas. ¡Deshagámonos deellas y vivamos dos meses en la másdesvergonzada verdad! ¡Desnudémonos yquitémonos los ropajes!

–¡Desnudémonos, desnudémonos! –

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gritaron todas las voces.–¡Pues yo deseo desnudarme con todas mis

ganas! –dijo lanzando grititos AvdotiaIgnátievna.

–¡Oh, oh...! ¡Oh! ¡Estoy viendo que aquílo pasaremos bien! ¡No deseo volver con Ek!

–¡Pues no! Yo, ¿sabe usted?, si por mífuera, viviría.

–¡Ji, ji, ji! –se rió Katish.–Lo más importante es que nadie puede

prohibirnos nada, y aunque veo quePervoiédov se enfada, aún con todo, no mealcanza con la mano. ¿Está usted de acuerdo,grand-père?

–Estoy completamente de acuerdo, y muysatisfecho por mi parte, pero siempre ycuando sea Katish la que comience a contarprimero su bi-o-gra-fía.

–¡Pues yo protesto! Protesto con todas misganas –pronunció con firmeza el generalPervoiédov.

–¡Su Excelencia! –murmuró el tunante de

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Lebeziátnikov con voz baja y atolondradapara convencer–: Su Excelencia, pero sisalimos ganando con dar nuestraconformidad. Aquí, sabe usted, está esaniña... y finalmente todas esas cosas...

–Supongamos lo de la niña, pero...–¡Nos conviene más, Su Excelencia! ¡Por

Dios que nos conviene más! ¡Aunque sólosea como un ensayo, aunque sólo sea porprobar...!

–¡Ni siquiera en la tumba le dejan a uno enpaz!

–En primer lugar, general, que usted en latumba juega a la préférence, y, en segundolugar, nos importa usted un pi-mien-to –dijoKlinévich con voz chulesca.

–A pesar de todo, le ruego, señor mío, queno pierda la memoria.

–¿Qué? Pero si usted no llega hasta dondeestoy yo, y yo, desde aquí, puedo hacerleburlas, como al caniche de Iulka. Y ensegundo lugar, señores, ¿qué general es él

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aquí? ¡Eso lo era allí arriba, mientras queaquí no es nada de nada!

–¡No! ¡De eso nada...! ¡También lo soyaquí...!

–Aquí se pudrirá en la tumba, y noquedarán de usted más que seis botones decobre.

–¡Bravo, Klinévich! ¡Ja, ja, ja! –bramaronlas voces.

–Yo he servido a mi soberano... y tengouna espada...

–Su espada sólo sirve para pinchar ratones,y, además, jamás la usó.

–¡A pesar de ello, formé parte de un todo!–¡Hay tantas partes de un todo!–¡Bravo, Klinévich! ¡Bravo! ¡Ja, ja, ja!–Yo no sé lo que es una espada –exclamó el

ingeniero.–¡Huiremos de los prusianos como

ratones, y nos convertirán en polvo! –resonóuna voz alejada, que me resultó desconocida,pero que literalmente se ahogaba de alegría.

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–¡La espada, señor mío, es el honor! –exclamó el general, pero sólo yo pude oírle.Se armó un largo y prolongado bullicio,todo un alboroto y motín, en el queúnicamente se oían los impacientes ehistéricos gritos de Avdotia Ignátievna.

–¡Hagámoslo cuanto antes! ¡Oh! Pero¿cuándo empezaremos a no avergonzarnosde nada?

–¡Ja, ja, ja! ¡En verdad que el alma recorreel camino del purgatorio! –se oyó una voz deun villano, y...

Y de pronto estornudé. Sucedió de golpe ysin poderme contener, pero el efecto fueincreíble: todo quedó sumido en el silencio,como en un cementerio, y desapareció comoun sueño. Realmente se hizo un silenciosepulcral. No creo que se avergonzaran demí: ¡si ya habían decidido no avergonzarsede nada! Esperé unos cinco minutos y novolví a oír una sola palabra, ni un ruido. Nopodría presuponerse que se asustaran de una

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denuncia a la policía. Pues ¿qué podría haceraquí la policía? Llego involuntariamente a laconclusión de que, a pesar de todo, debían detener algún tipo de secreto, desconocido paralos mortales, que ocultaban celosamente decualquiera de ellos.

«Pues bueno», pensé, «queridos míos, yavolveré a visitaros»; y con esas palabras mefui del cementerio.

Pero ¡no! ¡No puedo admitirlo!¡Verdaderamente no puedo! Bobok no meconfunde (¡conque eso era bobok!).

¡La depravación en un lugar así, ladepravación de las últimas esperanzas, de loscuerpos marchitos y en descomposición, eincluso sin piedad de los últimos momentosde conciencia! Se les han dado, se les hanregalado estos momentos y... ¡Y lo másincreíble... lo más increible es que suceda en

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semejante lugar! No, eso es algo que nopuedo admitir...

Visitaré las tumbas de otras clases, yescucharé en todas partes. Y he aquí que, parahacerse una idea, hay que escuchar en todaspartes, y no sólo en una. A lo mejor doy conalgo más reconfortante.

Aunque sin duda alguna volveré dondeellos. Me ofrecieron sus biografías ydiferentes anécdotas. ¡Puf! Pero iré; iré sinfalta. ¡Es una cuestión de conciencia!

Llevaré esto al periódico Grazhdanín. Allítambién plasmaron el retrato de un redactor.Tal vez lo publiquen.

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El niño con la manita(Mal’chik s ruchkoi, 1876)

Los niños son unas personitas un tantoparticulares. Uno sueña con ellos y se losimagina. En Navidades, o el mismo día deNochebuena, tropecé en la esquina de unafamosa calle con un muchachillo que notendría más de siete años. Hacía un fríoespantoso y el niño vestía ropa de verano yunos trapos viejos atados al cuello que hacíande bufanda (lo que significaba que a pesar detodo, había alguien que se los ponía antes desalir a la calle). Andaba él «con la manita»extendida, un término técnico que significa...pedir limosna. Lo acuñaron los propiosmuchachos. Hay muchos chicos como él quese cruzan en tu camino repitiendo lo mismo

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(y aullando algo ya aprendido). Pero esteniño no lo hacía, hablaba ingenuamente ycon un estilo poco corriente y sincero,mirándote a los ojos; quizás se estuvierainiciando en el oficio. A mis preguntasrespondió que tenía una hermana que notrabajaba y estaba enferma. Probablementefuera cierto, pero después me enteré de quehay una multitud de esos muchachos: losechan a la calle «con la manita» aunque hagaun frío terrible y, en caso de no recogerlimosna, seguramente les aguarde despuésuna paliza. Tras reunir algunas monedas, elniño, con las manos ateridas y enrojecidas, sedirige al sótano, donde algún grupo de gentese emborracha a su costa: son aquellos que«tras holgar del sábado al domingo, noregresan a sus puestos de trabajo hasta elmiércoles por la tarde». Y allí, en los sótanos,se emborrachan junto a ellos sus hambrientasy apaleadas mujeres, y allí mismo gimen susbebés. El vodka; suciedad y depravación,

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pero que no falte vodka. Con los cópecsreunidos envían rápidamente al niño a otrataberna a por más vino. Para divertirse, aveces también le dan un poco de alcohol,mientras el niño, medio ahogado, caeinconsciente al suelo,

... y en su boca viertendespiadadamente el desagradable vodka...

En cuanto estos muchachos crecen unpoco los envían a trabajar a alguna fábrica yse ven nuevamente obligados a entregarcuanto ganen a esos bribones que se lo gastanen alcohol. Pero ya antes de empezar atrabajar esos niños se convierten enauténticos delincuentes. Deambulan por laciudad y llegan a conocer todo tipo desótanos donde pueden pasar la noche sin quenadie repare en ellos. Uno de esos muchachospasó varias noches seguidas en una porteríadentro de una cesta y nadie se percató de su

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presencia. Se convierten en unosladronzuelos sin darse cuenta. Incluso enniños de ocho años, el hurto se torna pasióny apenas son conscientes del delito cometido.Finalmente, lo padecen todo –hambre, frío ypalizas–, y sólo para conservar la libertad, yhuyen de esos bribones para mendigar por sucuenta. Esos pequeños salvajes a veces nosaben nada, ni dónde viven, ni de quénacionalidad son, ni si existe Dios, y secomentan a veces de ellos tales cosas quehasta le parece a uno mentira oírlas; y, sinembargo, todo eso son hechos.

El niño ante el árbol de Navidad

Pero soy un novelista y creo que una deesas «historias» fui yo mismo quien lainventó. Y si he dicho «creo» es porque soyconsciente de haberla inventado y, sinembargo, me parece que realmente sucedió en

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algún lugar, y, para más exactitud, en vísperasde Navidad, en alguna ciudad terriblementegrande, un día que hacía mucho frío.

Veo en un sótano a un niño pequeño quecomo máximo tendrá unos seis años, quizásmenos. Se despierta por la mañana en unsótano húmedo y frío. Lleva algo parecido auna bata, y tirita. Al respirar, sale de su bocavaho, y mientras se acurruca sobre un baúl seentretiene soltando al aire bocanadas devaho. Pero tiene mucha hambre. A lo largode la mañana se acerca varias veces al finísimopetate de paja, con un hatillo de trapos quehace de almohada, sobre el que yace sumadre, que está enferma. ¿Cómo fue a pararallí? Debió de venir de otra ciudad junto a suhijo y después enfermó. Hacía un par de díasque la policía había echado a la patrona deaquel lugar; los inquilinos se marcharon Diossabe adónde, y allí tirado se quedó sólo unindigente que llevaba veinticuatro horascompletamente borracho sin haber llegado la

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fiesta. En otro rincón de la habitación gemíauna anciana octogenaria que trabajó de criadadurante algún tiempo y ahora estabamuriéndose en soledad; la anciana gruñía alniño cada vez que se le acercaba, hasta que elmuchacho dejó de hacerlo. En el zaguánencontró algo de beber, pero no consiguiódar con un pedazo de pan; se había acercadoya una decena de veces a su madre paradespertarla. Finalmente, la angustia empezó aapoderarse de él: hacía mucho que habíaanochecido y no encendían las luces. Alpalpar el rostro de su madre, le extraña queno se inmute y esté tan fría como el témpano.«Aquí hace demasiado frío», piensa elmuchacho, que se queda un rato de pie yapoya inconscientemente su mano sobre elhombro de la fallecida; a continuación sesopla los dedos ateridos de frío, se coloca lagorra, que está sobre el petate, y despacito y atientas sale del sótano. Quería haber salidoantes, pero le retuvo el miedo a un perro

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grande que estaba en la escalera de arriba yque se pasó el día entero aullando en lapuerta de los vecinos. Pero, como el perro yase había marchado, el muchacho pudofinalmente salir a la calle.

¡Dios mío, qué ciudad! Jamás había vistonada semejante. En el lugar del que provenía,las noches eran muy oscuras y en toda la callehabía sólo una farola. Las casitas bajas demadera se cerraban con sus contraventanas.Apenas anochecía no quedaba un alma en lacalle, pues todos se escondían en sus casas ysólo se oían aullidos de jaurías enteras deperros. Centenares y miles de ellos aullaban yladraban durante toda la noche. Pero, a pesarde todo, allí hacía calor y le daban de comer,mientras que aquí... ¡Dios mío, ojalá pudierallevarse algo a la boca! ¡Aquí, en cambio,cuánto ruido y bramido había! ¡Cuánta luz ycuánta gente, cuántos coches, caballos! ¡Yfrío, cuánto frío! Los morros de lossudorosos caballos que corren veloces

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desprenden un vaho blanco; sus cascosresuenan en el empedrado cubierto demullida nieve. Pero ¡Dios mío! ¡Qué hambretiene! ¡Con que sólo pudiera llevarse a laboca un pedazo de pan! De pronto siente unfuerte dolor en sus deditos. Un guardia pasajunto a él y se da la vuelta, haciéndose eldespistado.

He aquí otra calle. ¡Oh, qué ancha es! Lepueden aplastar a uno, por eso todos gritan ycorren de un lado a otro, ¡y cuánta luz hay!¡Cuánta luz! «Y ¿eso qué es?», piensa elniño. ¡Oh! ¡Qué cristal tan grande, y detrásuna habitación con un árbol que llega hastael mismo techo! Es un abeto con muchasluces, adornos dorados y manzanas.Alrededor del árbol hay juguetes y caballitospequeños. Por la habitación corretean niñosvestidos de gala. Están limpios y ríen, juegan,comen y toman refrescos. Una niña se pone abailar con un niño. ¡Qué niña más guapa!También hay música que se oye a través de la

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ventana. El niño la mira sorprendido, inclusotiene ganas de reír, pero le duelen los dedosde los pies y los de las manos los tiene tanenrojecidos que no los puede doblar. Y depronto vuelve a sentir que le duelen losdeditos, se echa a llorar y sale corriendo haciaotro lugar, donde ve otra habitación detrásde una ventana y varios árboles, y sobre lasmesas hay bollos de todo tipo, de almendra yde color rojo y amarillo. Y junto a la mesaestán sentadas cuatro ricachonas que ofrecenbollos al que se acerca a la mesa, y la puertade la casa, donde entran muchos señores, seabre constantemente. El niño se acercaagazapado, abre despacito la puerta y entra.¡Uf! ¡Cómo le gritan y le espantan! Unaseñora se acerca rápidamente y le da un cópecmientras abre la puerta y le indica la salida.¡Cómo se asusta! Al instante, la moneda se leresbala de las manos y cae al suelo sonandoescaleras abajo. El niño no puede doblar sushelados deditos para agarrarla. Sale a toda

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prisa sin saber adónde. Otra vez le entranganas de llorar, pues tiene miedo, y corredeprisa mientras se sopla los deditos. Y latristeza nuevamente se apodera de él porqueestá solo y angustiado, pero ¡Dios mío! ¿Quées esto? Hay una muchedumbre que seasombra y se agolpa junto a una ventana. Alotro lado del cristal hay tres muñecospequeños, vestidos con preciosos vestidos decolor verde y encarnado, que parecen deverdad: un ancianito sentado que toca unenorme violín y otros dos de pie junto a élque tocan unos violines pequeños. Pero¡cómo giran sus cabecitas mirándose los unosa los otros, y moviendo los labios como sirealmente hablaran! Aunque a través delcristal no se les oye. Al principio, el niñocreyó que se trataba de personas vivas, peroal percatarse de que eran muñecos se echó depronto a reír. ¡Jamás había visto semejantesmuñecos! ¡No pensaba que pudieran existir!Tiene ganas de llorar, pero los muñecos le

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hacen mucha gracia. De repente siente quealguien le agarra del abrigo. Un chicograndote con cara de malas pulgas, y que estáa su lado, de improviso le da un capirotazoen la cabeza, le quita el gorro y le propinauna patada en la espinilla. El niño caeestupefacto al suelo en medio de un granalboroto; se levanta y echa a correr a todaprisa. De pronto se encuentra en un patiodesconocido y se acurruca tras un montón deleña: «Aquí no me buscarán y está oscuro»,piensa.

Se queda acurrucado y sin aliento por loasustado que está, y pronto empieza asentirse a gusto: súbitamente deja de sentirdolor en sus manitas y piececillos y le pareceestar junto a una estufa. El muchacho seestremece: ¡oh!, pero ¡si se había quedadodormido! «¡Qué a gusto se duerme aquí!Estaré aquí un ratito y otra vez iré a ver losmuñecos», pensó el niño, y sonrió alrecordarlos. «¡Si parecen de verdad...!» Y se

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imagina que su madre le canta una canción aloído. «¡Mamá, estoy durmiendo! ¡Oh! ¡Québien se duerme aquí!»

–¡Vamos a ver mi árbol de Navidad! –lesusurra de pronto una voz cariñosa.

El muchacho cree que es su madre, pero nolo es. No ve quién le llama ni quién, enmedio de la oscuridad, se agacha junto a él yle abraza, y también el niño le extiende susbracitos y... ve mucha luz. ¡Qué árbol! ¡Noparece un árbol, jamás había visto nadasemejante! ¿Dónde está ahora? Todo refulgey brilla y alrededor hay muchos muñecos.Pero si no son muñecos, sino niños y niñas,sólo que iluminados, revoloteando y dandovueltas en torno a él. Todos lo besan, locogen de la mano, lo llevan con ellos, y él veque su madre lo mira y sonríe feliz.

–¡Mamá! ¡Mamá! ¡Oh! ¡Qué bien se estáaquí! –exclama el niño, y vuelve a besarse conlos niños, y tiene muchas ganas de contarleslos muñecos que vio detrás de los cristales de

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un ventanal–. ¿Quiénes sois, niños?¿Quiénes sois, niñas? –les pregunta,sonriendo amorosamente.

–Éste es el «Árbol de Noé» –leresponden–. En un día como éste, Cristosiempre tiene un Árbol de Noé para losniños que no tienen su propio árbol allí, en laTierra... –y se enteró de que todos aquellosniños y niñas eran muchachos como él, sóloque unos murieron congelados en las cestasen que los abandonaron tras arrojarlos a laspuertas de algún funcionario petersburgués;otros, asfixiados a manos de las cuidadoras delos orfanatos donde les daban de comer;otros, en los extenuados pechos de su madre(durante la hambruna de Sámara); otros,asfixiados por el aire fétido en los vagones detercera. Y ahora todos están aquí, todos sonángeles que están junto al Niño Jesús, y él enmedio, con las manos extendidas hacia ellos;los bendice tanto a ellos como a suspecadoras madres... Y las madres de esos

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niños también están aquí, a un lado, y lloran:todas reconocen a sus hijos, y los niñosvuelan hacia sus madres y las besan, les secanlas lágrimas con sus manitas, y las consuelanpara que no lloren, pues están muy bien eneste lugar...

Mientras tanto, por la mañana, aquí abajoen la Tierra, los barrenderos encontraron elpequeño cuerpo sin vida de un niñoescondido detrás de la leña; tambiénencontraron a su madre... Había fallecidoantes que él; ambos se reencontraron en elcielo.

Y ¿para qué habré escrito yo una historiade este tipo, ajena a la línea de un diarionormal, máxime cuando es el de un escritor?¡Había prometido hablar únicamente dehistorias reales! Pero ahí está la cuestión, queno hace más que figurárseme que todo ellopudo haber ocurrido realmente, es decir, loque ocurrió en el sótano y detrás de la leña. Yen cuanto a lo del Árbol de Noé ni yo mismo

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sabría decirles si realmente pudo haberocurrido o no. Pero por algo soy novelista ypuedo imaginar.

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El campesino Maréi(Muzhik Marei, 1876)

Creo que resultan muy aburridas de leertodas esas professions de foi; por ello voy acontar una anécdota, aunque en realidad nolo sea. Se trata de un recuerdo lejano que, nosé muy bien por qué, me apetecía contarprecisamente aquí y ahora como conclusiónde nuestro tratado sobre el pueblo. Tenía yoentonces unos nueve años...; pero será mejorque comience desde que tenía veintinueve.

Era el segundo día de Pascua. El aire eracálido, el cielo azul, el sol estaba alto, cálido yradiante, pero mi alma estaba triste. Vagabayo por detrás de los pabellones, mirando yenumerándolos; contaba los palos de laempalizada del fuerte de la prisión y, aunque

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en realidad no me apetecía hacerlo, loscontaba siguiendo la costumbre. Otro día de«fiesta» corría en la prisión; a los presos no selos llevaban a trabajar y había multitud deborrachos. Blasfemias y discusiones se oíansurgir de todos los rincones. Cancionesvulgares y desagradables, juegos de cartasentre los petates, algún que otro preso mediomuerto por alguna reyerta, a juicio de loscompañeros, tapado después con zamarrashasta que despertara y recobrara el sentido.En más de una ocasión, los cuchillos habíansalido a la luz, y todo ello, en dos días defiestas, me había martirizado hasta enfermar.Nunca pude soportar las orgías ni lasborracheras populares, y en ese lugar medesagradaban aún más. Ni siquiera los jefesaparecían esos días por la prisión, niinspeccionaban, ni requisaban el vino, comosi comprendieran que, una vez al año,también a esos renegados había que dejarlosexpandirse, y que de no hacerlo sería peor.

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Por fin, la cólera prendió en mi corazón.Me encontré con el polaco M*tski, un presopolítico. Me miró con tristeza, con los ojosbrillantes y los labios temblorosos. «Je haisces brigands!»20, dijo a media voz,rechinando los dientes y pasando de largo.Regresé al pabellón sin reparar en que uncuarto de hora antes había salido corriendode allí como enloquecido, cuando seisrobustos hombretones se echaron todos auna a apaciguar al borracho tártaro Gazin, alque terminaron por propinarle una paliza. Lepegaron absurdamente. Con semejante palizase podría matar a un camello. Sabían que aaquel Hércules resultaba difícil matarlo, poreso le pegaron sin reparo.

Al regresar, me percaté de que al fondo delpabellón, sobre su petate, yacía Gazin ya sindar apenas señales de vida y casi sin sentido.Estaba tapado con su zamarra y todospasaban a su alrededor en silencio,firmemente convencidos de que se

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despertaría a la mañana siguiente, «aunque desemejante paliza no era de extrañar quemuriera el hombre».

Llegué hasta mi sitio, que estaba frente auna ventana con rejas de hierro. Me tumbéboca arriba, crucé las manos debajo de lacabeza y cerré los ojos. Me gustaba estarechado de ese modo. Nadie se mete con elque está dormido, y, mientras tanto, se puedefantasear y pensar. Pero en aquel momentono pude conciliar ninguna fantasía. Elcorazón me palpitaba inquieto, y en misoídos sonaban las palabras de M*tski: «Jehais ces brigands!». Pero qué sentido tienedescribir las impresiones, si hasta hoy díatodavía sueño con aquellos instantes, y nohay sueño que me torture más.Probablemente se hayan dado cuenta de que,hasta el día de hoy, rara vez he escrito algosobre mi vida durante la condena. Porque«Las anotaciones de la casa de los muertos»las escribí hace ya quince años, donde me

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inventé al personaje, un delincuente quemataba a su mujer. A propósito, y para másdetalle, diré que, desde entonces y hasta hoydía, todavía hay mucha gente que piensa, yafirma, que fui condenado por asesinar a mimujer.

Poco a poco me fui amodorrando y mesumí en recuerdos. Durante los cuatro añosde condena recordaba constantemente todomi pasado, y parece que a través de losrecuerdos revivía nuevamente toda mi vidaanterior. Esos recuerdos venían solos,raramente los evocaba yo a mi voluntad.Comenzaban por algún punto, un rasgo, aveces algo impreciso, que poco a poco crecíahasta convertirse en todo un cuadro, enalguna impresión fuerte y pura. Yo analizabaesas impresiones y les aportaba nuevos rasgosa las antiguas vivencias. Pero lo másimportante era que corregía lo vivido, locorregía constantemente. Ésa era toda midistracción.

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Esta vez, por algún motivo, me vino a lamemoria un instante insignificante de miinfancia, cuando tan sólo tenía diez años.Creí que aquel instante había quedado paramí completamente olvidado. Amabaespecialmente yo entonces los recuerdos demi infancia. Recordé el mes de agosto ennuestra aldea: un día claro y seco, aunquealgo fresco y con viento. El verano se estabaacabando, y pronto habría que emprender elviaje a Moscú para aburrirse durante todo elinvierno con las clases de francés. Meentristecía tanto dejar la aldea...

Fui andando hasta dejar atrás el granero,bajé al barranco y subí a Losk: asíllamábamos al espeso matorral situado al otrolado del barranco que llegaba hasta el mismobosque. Me metí en la profundidad delmatorral y oí que muy cerca, a unos treintapasos, en la pradera, un muzhik estabaarando el campo en solitario. Como tenía quearar una abrupta cuesta, su yegua andaba con

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dificultad, y a mis oídos llegaba su voz:«¡Vamos, vamos!». Conocía a casi todosnuestros campesinos, pero no reconocí al queestá arando ahora, aunque me da igual, puesestoy completamente sumido en mis cosas.También yo estoy ocupado: arranco una varade nogal para hostigar a las ranas. Las varashechas con ramas de nogal son muy bonitas,pero poco sólidas si se las compara con las deabedul. También acaparan mi interés losescarabajos y los pequeños bichitos. Tengouna colección, y los hay de lo más bonito.También me gustan las pequeñas y ágilessalamandras de color rojo amarillento, conmotitas negras; pero las culebras me danmiedo. Además, las culebras resultan másdifíciles de encontrar que las salamandras.Hay pocas setas por aquí. Para ir a por setas,hay que adentrarse en el bosque de abedulesy me dispongo a ir allí. Nada he querido másen el mundo que el bosque con sus setas ysus frutos salvajes, sus bichitos y pájaros, sus

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erizos y ardillas, con su, tan querido para mí,olor húmedo a hojas en descomposición.Incluso ahora, cuando escribo esto, me llegael olor de nuestro bosque de abedules de laaldea. Estas impresiones quedan para toda lavida. De pronto, en medio del profundosilencio, pude oír con claridad: «¡Que vieneel lobo!». Del susto, lancé un grito y salícorriendo a la pradera directamente hacia elmuzhik que estaba arando.

Era nuestro muzhik Maréi. No sé siexistirá un nombre así, pero todos lellamaban Maréi. Era un muzhik de unoscincuenta años, robusto, muy alto y con unatupida barba de color rubio oscuro bastanteencanecida. Aunque le conocía, hastaentonces casi nunca había hablado con él. Aloír mi grito, detuvo la yegua. Para no caermedel impulso de la carrera, me agarré con unamano a su arado y con la otra a su manga.Entonces me miró y se percató de mi susto.

–¡Que viene el lobo! –grité, ahogándome.

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Él levantó la cabeza y, sin querer, miróalrededor, casi creyéndome por un instante.

–¿Dónde está el lobo?–El grito... Alguien gritó «que viene el

lobo»... –susurré yo.–¿Qué dices, qué lobo?; te lo habrá

parecido. ¿Lo ves?, ¿cómo iba a haber aquíun lobo? –susurraba dándome ánimos.Temblando con todo el cuerpo, me agarrécon más fuerzas aún a su anguarina; debía deestar muy pálido. Él me miraba con unasonrisa preocupada, al parecer alarmado einquieto por mí.

–¡Vaya, mira que asustarte!, ¡ay, ay! –dijo,moviendo la cabeza–. ¡Ya está, hijo! ¡Ea, yaestá bien, pequeño!

Extendió su mano y acarició mi mejilla.–Bueno, ya está, no temas, Cristo está

contigo –pero yo no me santigüé. Lascomisuras de mis labios temblaban, y, alparecer, eso le sorprendía especialmente.Extendió despacio hacia mí su dedo gordo

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con la uña negra manchada de tierra y rozósuavemente mis temblorosos labios.

–Lo ves –dijo, sonriéndome con unaprolongada sonrisa maternal–, ¡señor, qué eseso, ay, ay!

Finalmente comprendí que no habíaningún lobo y que el grito: «que viene ellobo» fue algo que me había figurado. Por lodemás, el grito fue muy claro y preciso, perogritos así (y no tratándose sólo de lobos) yalos había llegado yo a oír una o dos vecesmás; ya los conocía. (Después, al pasar lainfancia, esas alucinaciones desaparecieron.)

–Bueno, me voy –dije con mirada tímida einterrogante.

–Ve, y yo te miraré. ¡No dejaré que te cojael lobo! –añadió, sonriendo nuevamente demodo maternal–. Vamos, Cristo está contigo.Vamos, ve –me santiguó con su mano ydespués se santiguó él.

Eché a andar, volviéndome hacia atrás casicada diez pasos. Mientras iba andando, Maréi

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permanecía inmóvil junto a su yegua,mirando cómo me alejaba y moviendo lacabeza cada vez que yo volvía la vista atrás. Adecir verdad, me daba algo de vergüenzahaberme asustado tanto delante de él, pero,hasta que remonté el barranco y llegué alprimer cobertizo, todavía sentía bastantemiedo al lobo. Aunque aquí el miedodesapareció por completo, y de pronto,saliendo no sé de dónde, se me echó encimanuestro perro de corral, Volchok. Junto aVolchok me sentí más seguro y por últimavez volví a mirar a Maréi. Ya no veía su caracon claridad, pero sentía que él continuabadel mismo modo sonriéndomeafectuosamente y moviendo la cabeza. Yoagité la mano, y él, tras corresponderme conotra señal, arreó a su yegua.

–¡Vamos, vamos! –se oyó nuevamente suvoz, y la yegua tiró otra vez de su arado.

No sé por qué, me vino todo esto de golpea la memoria con claridad y detalle

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extraordinarios. De pronto, me despabilé yme incorporé sentado en el petate. Meacuerdo de que todavía sentía en mi rostro latímida sonrisa del recuerdo. Permanecírecordando un minuto más.

Al dejar a Maréi y de regreso a casa, no leconté a nadie mi «aventura». Además, ¿quéaventura era ésa? Incluso, no tardé mucho enolvidar a Maréi. Después, cuando alguna vezme lo he vuelto a encontrar, nunca más volvía hablar con él, y ya no sólo acerca del lobo,sino de nada. De repente, ahora, pasadosveinte años y en Siberia, recordé todo aquelencuentro con total claridad y hasta el últimodetalle. Será que, por sí mismo einvoluntariamente, se alojó de maneraimperceptible en mi alma para reaparecersúbitamente cuando tenía que ser. Recordéaquella sonrisa dulce y maternal del pobresiervo muzhik, su cruz y su movimiento decabeza: «¡Vaya, se ha asustado el pequeño!».Recordé especialmente su dedo gordo

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manchado de tierra, con el que despacio, ycon tímida delicadeza, rozó mis temblorososlabios. Claro que cualquiera puede animar aun niño, pero lo que surgió durante aquelencuentro solitario fue algo completamentedistinto y, si yo fuera su propio hijo, él nohabría podido mirarme irradiando un amormás claro, y ¿quién lo obligaba? Él eranuestro siervo y yo, a pesar de todo, suseñorito. Nadie sabría cómo me acarició ynadie lo recompensaría por ello. ¿Acasoquería tanto a los niños? Hay gente así. Elencuentro tuvo lugar a solas en el campo, ypuede que sólo Dios haya visto desde arribacon qué profundo e iluminado sentimientohumano y con qué delicadeza y ternura, casifemeninas, puede estar henchido el corazónde un rudo, terriblemente ignorante y siervomuzhik ruso, que no esperaba su libertad yni siquiera se la imaginaba entonces.Díganme, ¿no era eso lo que quería decir

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Konstantín Aksákov cuando hablaba de laelevada formación de nuestro pueblo?

Cuando me incorporé del petate y miréalrededor, recuerdo haber sentido de repenteque era capaz de mirar a esos infelices conotros ojos, y que de pronto, como si fuera unmilagro, todo el odio y la maldaddesaparecían por completo de mi corazón.Fui andando y mirando las caras de la gentecon la que me cruzaba. Porque ese afeitado ybribón muzhik, embriagado y con estigmasen el rostro, que grita su borracha y roncacanción, también podría ser aquel mismoMaréi, yo no soy quién para adentrarme ensu corazón. Aquella tarde me encontrénuevamente con M*tski. ¡Infeliz! Él nopodía tener recuerdo alguno de ningúnMaréi y ningún otro punto de vista sobre esagente, a excepción de «Je hais ces brigands!».Verdaderamente, ¡esos polacos hansoportado entonces más que nosotros!

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La sumisa(Krotkaia, 1876)

Un relato fantástico

Capítulo I

Del autor:

Pido a mis lectores que me disculpen queen esta ocasión en lugar de la forma habitualde El diario [de un escritor] les ofrezca unrelato breve. Y realmente este relato haabsorbido durante este mes la mayor parte demi trabajo. En cualquier caso, pidocomprensión a los lectores.

Abordemos ahora la cuestión misma delrelato. Lo subtitulé «fantástico» aunque yo

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mismo lo considere real en toda la expresiónde la palabra. Porque realmente tiene algo defantástico y concretamente en la forma,cuestión que considero necesario aclararpreviamente.

La cuestión estriba en que no se trata ni deuna novela ni de unas memorias. Imagínensea un marido que tiene ante sí sobre la mesa asu esposa, que se suicidó arrojándose por laventana hace unas horas. Por lo alterado queestá aún no ha podido ordenar sus ideas. Vay viene por las habitaciones intentandotomar conciencia de lo sucedido y «ordenarsus ideas». Además es un hipocondríacocrónico, de los que hablan solos, que seexplican lo sucedido y se lo aclaran a símismos. Sin reparar en la aparenteconsecuencia del discurso, a veces secontradice, tanto en la lógica como en lossentimientos. Tan pronto se disculpa a símismo como la culpa a ella y se lía conexplicaciones vanas: en ello influye la rudeza

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del pensamiento y la del corazón, y tambiénun hondo sentimiento. Lentamente se aclaraa sí mismo la situación y consigue «ordenarlas ideas». Poco a poco una serie de recuerdosconsigue irremediablemente conducirle hastala verdad; ésta eleva irrefutablemente suintelecto y su corazón. Finalmente cambiahasta el tono del relato si se lo compara consu desordenado comienzo. La verdad se lerevela al pobre infeliz de un modo bastanteclaro y determinado, al menos para sí mismo.

Éste es el tema. Claro que el proceso delrelato dura varias horas, con sus desviaciones,incisos y una forma un tanto confusa: tanpronto se dirige a sí mismo como de repentese pone a hablar a un oyente inexistentecomo a un juez. Pero así ocurre en larealidad. Si se diera el caso de que untaquígrafo lo escuchara tomando nota detodo, el relato quedaría más árido y tosco decomo yo lo presento, pero me da laimpresión de que probablemente el orden

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psicológico seguiría siendo el mismo. Y a esaversión que tomaría el taquígrafo (acontinuación de la cual yo redactaría loanotado) es a lo que yo llamo «fantástico».En cierto modo algo similar ya se dio en laliteratura: Victor Hugo, por ejemplo, en suobra maestra de El último día de uncondenado a muerte, utiliza prácticamente elmismo procedimiento y, aunque no recurraal taquígrafo, se permite algo aún másinverosímil, pues presupone que elcondenado pueda (disponga de tiempo para)llevar a cabo unas anotaciones, ya no sólo enel transcurso de su último día de vida, sinoincluso durante la última hora, y para másexactitud, durante el último minuto. Pero deno recurrir él a esa fantasía, tampoco existiríala obra en sí, la más real y veraz de cuantasescribió.

Quién era yo y quién era ella

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Bueno, mientras ella esté aquí... todo vabien: me acerco a ella y la miro a cada minuto.Pero ¿cómo me quedaré mañana solo cuandose la lleven? Ahora ella está en el salón,tumbada sobre dos mesitas de juego que hanjuntado; el ataúd lo traerán mañana, y seráblanco, en gruesa madera de Nápoles, peropor lo demás, no se trata de eso... No hagomás que ir y venir, dándole vueltas paraaclarar lo ocurrido. Llevo ya seis horasdando vueltas sin conseguir poner en ordenlas ideas. Lo que sucede es que no paro dedar vueltas y más vueltas en el sitio... Sucediódel siguiente modo. Sencillamente lo relatarépor orden. (¡Orden!) Señores, estoy lejos deser un escritor, y ustedes lo saben, pero quéimporta, lo contaré tal y como lo entiendoyo mismo. ¡Y lo más horrible es que locomprendo todo!

Y si desean ustedes saberlo, es decir, sihubiéramos de remontarnos al mismoprincipio, tengo que decirles que ella venía

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entonces a donde yo trabajaba a empeñar lascosas para pagar los anuncios que publicabaen La voz, en los que se ofrecía ... en fin,como institutriz dispuesta a viajar, así comopara dar clases a domicilio, etc., etc. Todo ellosucedió al principio, y yo, claro está, no ladiferenciaba de otras personas: venía comoviene todo el mundo, etc., etc. Comencé afijarme en ella más tarde. Era muy delgadita,tenía las manos muy blancas y era de medianaestatura. Se portaba de un modo algo torpeconmigo, como si se quedara confusa (creoque se comportaba igual con todos losdesconocidos, y yo, lógicamente, era para ellaigual que cualquier otro, quiero decir comopersona, no como prestamista). En cuantocogía el dinero, al instante se daba la vuelta yse marchaba. Y todo eso, sin decir palabra.Otros, ¡hay que ver cómo discuten, piden,regatean, con tal de que se les dé más! Y ella,nada... cogía lo que le dieran y... Me da laimpresión de que me estoy liando... Sí. En

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primer lugar me sorprendieron los objetosque ella traía: unos pendientes de platabañados en oro, un medallón de poco valor...objetos sin importancia. Ella misma sabía quesu valor era insignificante, pero por laexpresión de su rostro me daba cuenta de quele eran muy valiosos; y, realmente, más tardeme enteré que todo aquello era lo que lehabía quedado de sus padres. Sólo en unaocasión me permití burlarme de sus objetos.¿Lo ven? Es algo que jamás me permito hacery mantengo con el público una actitudcaballeresca, la de intercambiar pocaspalabras, en tono cortés, pero firme. «Firme,firme y firme.» Pero en una ocasión se mepresentó con los restos (en el sentido literalde la palabra) de una vieja chaqueta de piel deconejo... y yo sin contenerme le gasté depronto algo parecido a una broma. ¡Diosmío, cómo se sonrojó! Tenía los ojos azules,grandes y pensativos, pero ¡cómo se leencendieron! No respondió nada, cogió sus

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«restos» y se marchó. Ésa fue la primera vezen que realmente me fijé en ella y pensé algoconcreto respecto a ella, quiero decir que losucedido me sugirió un pensamiento especialen relación con ella. Sí, todavía recuerdo otrasensación, la síntesis de todo: para ser másexactos, que era muy joven, tan joven comosi tuviera catorce años. Por aquel entoncessólo le faltaban tres meses para cumplir losdieciséis. Pero, por lo demás, yo no queríadecir eso, la síntesis no consiste en eso.Regresó al día siguiente. Después me enteréde que se había dirigido con aquella chaquetaa la tienda de Dobronravov y Mozer, peroellos no aceptaban nada excepto el oro y nose molestaron ni en hablar. Sin embargo, enuna ocasión yo le acepté un camafeo (de pocovalor), y más tarde, después de recapacitar,me asombré: tampoco yo aceptaba nadaexcepto el oro y la plata, y, a pesar de todo,consentí que ella entregara el camafeo. Eso

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fue lo segundo que pensé sobre ella; lorecuerdo.

En esta ocasión, es decir, después de latienda de Mozer, trajo una boquilla deámbar, un objeto que no estaba mal, deinterés para un aficionado, aunque tampocointeresaba en nuestra tienda, porque sóloaceptamos oro. Pero como se me presentótras lo sucedido el día anterior, la recibí conunos modales severos. Los modales severosen mí consisten en tratar a la gente secamente.Y, no obstante, al entregarle dos rublos, nopude aguantar más y le dije algo irritado:«Eso sólo lo hago por usted, porque Mozerno aceptaría una cosa de ese tipo en suestablecimiento». Puse especial énfasis en laexpresión «por usted», dándole ciertosentido. Estaba enfadado. De nuevo sesonrojó toda al oír aquel «por usted», perono dijo palabra, tampoco arrojó el dinero,sino que lo cogió. ¡Hay que ver lo que es serpobre! Pero ¡cómo se sonrojó! Comprendí

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que la había herido. Cuando ya se hubomarchado, de pronto me hice la pregunta:¿acaso aquel triunfo sobre ella vale dosrublos? ¡Je, je, je! Recuerdo habérmelopreguntado dos veces: «¿lo vale?, ¿lo vale?».Y riéndome para mis adentros resolvíafirmativamente aquella cuestión. Me divertímucho. Pero aquel no era un sentimientoabsurdo: yo actuaba intencionadamente ycon una finalidad. Quería ponerla a prueba,porque algunas ideas acerca de ella merondaban la cabeza. Y ése fue el tercerpensamiento especial que me sugirió.

... Pues así es como había empezadoentonces todo. Claro que intenté enterarmeal instante de todas sus circunstancias a travésde terceros y esperaba con especialimpaciencia su llegada. Presentía que vendríapronto. Cuando vino, empecé a hablarle conmucha cortesía y extraordinaria gentileza,pues soy una persona bien educada y séguardar las formas. ¡Hum...! Entonces pude

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adivinar que se trataba de una persona buenay sumisa. La gente buena y sumisa no sueleresistir mucho tiempo y, aunque en generalno se abran del todo, no saben esquivar unaconversación: utilizan pocas palabras, peroresponden, y tanto más cuanto más seprolonga la conversación. Únicamente espreciso no cansarse uno mismo si se pretendellegar a algún punto. Claro está que entoncesni siquiera ella me dio explicaciones de nada.Fue más tarde cuando me enteré de lo de Lavoz y todo lo demás. Con los anuncios queponía se gastaba lo último que le quedaba. Alprincipio, se entiende, lo hacía de forma algoarrogante, y decía: «Se ofrece institutrizdispuesta a desplazarse; remítanse lascondiciones». Y más tarde: «Dispuesta paratodo tipo de tareas: dar clases, hacercompañía, encargarse de faenas domésticas,cuidar de los enfermos y hacer costura», etc.,etc. ¡Ya se sabe! Por supuesto que todo eso seiba añadiendo en los sucesivos y diferentes

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anuncios, y finalmente, cuando la cosa llegóhasta la desesperación, entonces puso «sinsueldo, por el pan». Pero ¡no! ¡No encontrótrabajo! Entonces finalmente me decidí aponerla a prueba: cogí el ejemplar del día delperiódico La voz y le mostré un anuncio:«Joven huérfana busca trabajo de institutrizpara niños pequeños, a ser posible en casa deun viudo entrado en años. Dispuesta aayudar en labores domésticas».

–¡Lo ve, este anuncio se ha publicado estamañana, y por la tarde la jovenprobablemente ya habrá encontrado trabajo!¡Así es como hay que publicar!

Se sonrojó completamente, de nuevo se leencendieron los ojos, se dio la vuelta y semarchó al instante. Me gustó mucho.Además, entonces yo estaba totalmenteseguro de mí mismo y no tenía miedo: nadieadquiriría las boquillas; y además inclusoéstas se le habían terminado. Y así sucedió. Altercer día vino toda pálida y preocupada, y

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deduje que algo había pasado en su casa.Ahora paso a explicar lo que ocurrió, pero demomento sólo quiero recordar que me tiréun farol y me crecí a sus ojos. Ésa fue laintención que tuve en aquel momento. Lacosa está en que ella trajo una imagen (sedecidió a traerla)... Pero ¡escuchen!¡Escuchen! Ahora ya he encontrado el hiloconductor, porque hasta el momento nohacía más que confundirme... La cuestión estáen que ahora quiero recordar todo eso, cadapequeñez, cada detalle. No hago más quequerer ordenar las ideas sin conseguirlo yestos detalles, estos detalles...

Era la imagen de una virgen. La virgen conel niño en brazos, una imagen de su casa, unicono familiar, antiguo. Tenía una orla deplata dorada que valdría unos seis rublos. Yme percaté de que aquella imagen le era muyvaliosa y de que la empeñaba entera, sinquitarle la orla. Le dije que sería mejor

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quitarle la orla y llevarse la imagen, pues, apesar de todo, es una imagen ¿sabe?...

–¿Acaso le está prohibido?–No, no es que me esté prohibido, sino

que usted misma...–Vamos, quítela.–¿Sabe una cosa? No voy a quitársela y

pondré la imagen allí en la urna de los iconos–le dije tras reflexionar un rato–. La pondrédebajo de la lámpara –desde que poseía elestablecimiento siempre tenía una lámparaencendida ante los iconos–, y ustedsencillamente coja diez rublos.

–No necesito diez rublos, deme cinco y ladesempeñaré enseguida.

–¿No quiere diez? La imagen los vale –añadí percatándome de que de nuevo lebrillaban los ojos. Se quedó callada. Le dicinco rublos.

–No lo desprecie, yo también pasé porsemejantes apuros y aún peores, y si ahora

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me está viendo usted en este trabajo... esporque sufrí lo mío...

–Se está usted vengando de la sociedad,¿verdad? –me interrumpió de repente conburlona acritud, en cuyo gesto por lo demáshabía mucha ingenuidad (porque entoncesella no me diferenciaba de otras personas, demodo que lo dijo sin malicia). «¡Ah!», pensé,«¡conque sí! ¡Mostrando nuevos rasgos de tucarácter!».

–Lo ve –señalé yo al instante, medio enbroma y con aire misterioso–. «Soy una partede aquel todo que queriendo hacer el mal,obra bien...»

Rápidamente y con mucha curiosidad meechó una mirada, en la que por cierto, habíamuchos rasgos infantiles.

–Espere... ¿Qué idea es ésa? ¿De dóndesale? La había oído en algún lugar...

–No se rompa la cabeza con esasexpresiones, es Mefistófeles presentándose aFausto. ¿Ha leído Fausto?

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–No... no muy bien.–Yo no lo he leído. Tengo que leerlo. Por

cierto, otra vez veo en su boca un gestoburlón. Le ruego que no piense que tengotan mal gusto como para embellecer mi laborde prestamista haciendo de Mefistófeles. Unprestamista siempre será un prestamista. Ya sesabe.

–Es usted un tanto extraño... No pensabadecirle nada por el estilo...

En lugar de eso ella quería haber dicho: nome esperaba que fuera usted una personainstruida, pero no lo dijo, aunque yo sabíaque lo estaba pensando. Di en el clavo.

–Lo ve –señalé yo–. Desde cualquier lugarse puede hacer el bien. Ciertamente no merefiero a mí; admitamos que, al margen de minecia actividad, no hago nada, pero...

–Claro que desde cualquier terreno puedehacerse el bien –dijo ella lanzándome unarápida y penetrante mirada–. Precisamentedesde cualquier lugar –añadió de pronto.

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¡Oh, sí, lo recuerdo, recuerdo todosaquellos instantes! Y aún quiero subrayarque cuando esa juventud, esa dulce juventud,desea decir algo inteligente y profundo, semuestra de pronto excesivamente sincera eingenua, como si dijera: «lo que te estoydiciendo ahora es ocurrente y profundo»; yno por vanidad, como hacen nuestrossemejantes, sino porque ella misma valorasobremanera todo eso, y cree, respeta ypiensa que usted también respeta todo esoigual que ella. ¡Oh, la sinceridad! ¡Y con ellavencen! ¡Y de qué forma más espléndida sereflejaba eso en ella!

¡Lo recuerdo, no se me ha olvidado nada!Cuando ella salió, lo decidí al instante. Aquelmismo día hice las últimas averiguaciones ysupe de ella el resto, el intríngulis de lo que lesucedía; puesto que de lo que le ocurríaanteriormente ya estaba yo al corrientegracias a Lukeria, que por aquel entoncestrabajaba de sirvienta en su casa y a quien yo

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había sobornado hacía unos días. Lo que lesucedía era tan horrible que hasta hoy díasigo sin entender cómo le quedaban ganas dereír, tal y como lo hizo hace poco, y deinteresarse por las palabras de Mefistófeles,estando en una situación tan espantosa comoen la que se encontraba. Pero ¡hay que ver loque es la juventud! Exactamente eso fue loque pensé sobre ella, orgulloso y feliz,porque en ello reside la grandeza de espíritu:es decir, aunque se esté al borde del abismo,las grandes palabras de Goethe resplandecen.La juventud de alguna manera es siempresuave, indirecta y magnánima. Pero yo meestoy refiriendo a ella, es decir sólo a ella. Ylo más importante es que la miraba como sifuera algo mío y no dudaba de mi poder.¿Saben? Esta idea, es decir, cuando ya nisiquiera dudas, resulta de lo más voluptuoso.

Pero ¿qué es lo que me sucede? Sicontinúo así, ¿cuándo lograré ordenar todas

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mis ideas? ¡Más rápido, más rápido! Pero ¡lacosa no consiste en eso! ¡Oh, Dios mío!

Proposición de matrimonio

«El intríngulis» de su vida, del que meenteré, lo expondré en pocas palabras: suspadres fallecieron hacía ya bastante tiempo,unos tres años antes, y por ello se quedó conunas caóticas tías suyas. Mejor dicho, seríapoco calificarlas de caóticas. Una de ellas eraviuda, con una familia numerosa de seis hijos,a cual más pequeño, y la otra era unadetestable vieja solterona. Las dos erandesagradables. Su padre había sido unfuncionario, de la categoría de un escribiente,en una palabra, todo menos perteneciente a lanobleza. Las cosas estaban a mi favor. Yoparecía proceder de un mundo superior; alfin y al cabo era un capitán retirado delEstado Mayor de un regimiento

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brillantísimo. Era de noble ascendencia,persona independiente, etc. Y lo de quetuviera un establecimiento de préstamos erauna razón de peso que les infundía muchorespeto a las tías. Ella vivió tres años con sustías como una esclava, pero a pesar de ellologró aprobar unos exámenes –le dio tiempoa aprobarlos, hizo todo lo posible porconseguirlo con tal de escapar del despiadadotrabajo–, y esto, de alguna manera,significaba para ella aspirar a algo máselevado y noble. ¿Para qué deseaba casarmeyo? Pero no merece la pena hablar de mí...¡No viene al caso! Ella daba clases a los hijosde una de sus tías y cosía ropa; finalmente yano sólo cosía, sino que también fregabasuelos. Le pegaban por cualquier cosa, y leechaban en cara cada pedazo de pan que sellevaba a la boca. Terminaron queriéndolavender. ¡Uf! Paso por alto los miserablesdetalles. Después ella me lo contó todopormenorizadamente. Todo eso llevaba

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observándolo un año entero un gordovecino suyo que era tendero, pero no unsimple tendero, sino uno con dos tiendas deultramarinos. Ya había enterrado a dosesposas suyas y buscaba una tercera, y la cosaestá en que se fijó en ella y pensó: «Escalladita, creció en la pobreza; me caso conella para que cuide de mis hijos». Y realmentetenía hijos. Le pidió la mano y se puso deacuerdo con las tías. Para colmo, él teníacincuenta años; ella estaba horrorizada. Enaquel momento fue cuando comenzó afrecuentar mi establecimiento para publicarsus anuncios en La voz. Finalmente rogó alas tías que le dieran un poco de tiempo parapensárselo. Le concedieron un solo plazo ybrevísimo; no la dejaban en paz, la agobiabany decían: «Ni nosotras mismas sabemos elbocado que nos vamos a llevar hoy a la bocay encima te tenemos que mantener». Yo yaestaba al corriente de todo eso, y aquel día,tras lo sucedido por la mañana, ya había

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tomado la decisión. Aquella tarde llegó a sucasa el tendero, que traía de suestablecimiento de ultramarinos una libra decaramelos por valor de cincuenta cópecs.Mientras ella estaba sentada junto a él en lacocina, llamé a Lukeria y le ordené que fueraa donde ella y le dijera al oído que yo estabaen los portones y que quería decirle algomuy importante. Me sentía satisfecho de mímismo. Y, en general, durante todo aquel díame había sentido muy contento.

Y allí junto a los portones, ella asombradaporque la había llamado, le expliqué, delantede Lukeria, que sería un gran honor y unagran felicidad... Después, para que no seextrañara de mis maneras y del hecho de queestuviera junto a los portones, le dije que era«un hombre directo que había analizado lascircunstancias». Y no le estaba mintiendo enlo de que era franco. Bueno, eso da igual. Lehablaba no sólo correctamente, es decir,mostrándome como una persona educada,

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sino también de una manera original, y estoes lo más importante. ¿Y qué? ¿Acaso es unavergüenza reconocerlo? Quiero juzgarme amí mismo y lo estoy haciendo. Tengo quedecir tanto los pros como los contras, y asíprocedo. Y aún después me acordaba de ellocon satisfacción, aunque fuera una tontería: ledije entonces, claramente y sin intimidarmelo más mínimo, que en primer lugar no teníaun gran talento, que no era brillanteintelectualmente, probablemente ni siquierafuera demasiado bueno, y que era algoegoísta (recuerdo esa expresión, que se meocurrió por el camino y que me satisfizo) y...que posiblemente tuviera muchos defectos.Todo eso lo dije con un orgullo muy especial(¡ya se sabe cómo se dicen esas cosas!). Ciertoque tuve tan buen gusto que, al declararlenoblemente mis defectos, no le expuse misvirtudes: Es decir, que «a cambio poseo esto,aquello y lo de más allá». Me di cuenta deque la joven todavía estaba bastante asustada,

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pero yo no suavicé nada, sino al contrario; alver que estaba asustada, hice a propósitohincapié en lo siguiente: le dije directamenteque no le faltaría comida, pero que no podríaasegurarle ni vestidos de lujo, ni salidas a losteatros ni a los bailes. Nada de eso habría, o siacaso más tarde, cuando se alcanzaran misobjetivos. Me entusiasmó el tono severo queutilicé al decirlo. También, como si fuera depaso, añadí que si había elegido unadedicación así, es decir, que si tenía una casade empeños, era porque tenía, digamos, unpropósito muy concreto... Pero yo teníaderecho a hablar de ese modo: realmentetenía ese propósito y aquellas condiciones.Sin embargo, esperen, señores: en primerlugar, durante toda mi vida he odiado esacasa de empeños, porque en esencia, aunqueresulte ridículo confesar esto ante mí mismocon frases misteriosas, en realidad «yo meestaba vengando de la sociedad». ¡De verdad,de verdad, de verdad! De modo que su

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agudeza de la mañana respecto a que yo «meestaba vengando» no era justa. Es decir,como verán, si yo le hubiera dichodirectamente esas palabras: «Sí; me estoyvengando de la sociedad», ella se habríaechado a reír, tal y como lo hizo por lamañana, y la cosa habría quedado realmenteridícula. Pero dicho de una manera indirecta,y lanzando una frase misteriosa, es posibleseducir la imaginación. Además, entonces yoya nada temía: me había dado cuenta de queen cualquier caso el tendero gordo lerepugnaba más que yo y de que, alencontrarme junto a los portones, yo meconvertía en el liberador. Para mí eso estabaclaro. ¡El hombre entiende especialmentebien las vilezas! Pero ¿era aquello una vileza?¿Cómo se ha de juzgar al hombre en estascircunstancias? ¿Acaso yo entonces no laquería?

Esperen: claro está que en aquel momentono le dije ni palabra acerca de la buena

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acción, sino al contrario: Es decir: «soy yoquien sale beneficiado, no usted». De maneraque incluso lo expresé con palabras, sinpoder contenerme, y me salió probablementede una manera absurda, porque observé unafugaz mueca en su semblante. Pero, engeneral, decididamente había salido ganando.Esperen; si se ha de recordar toda esasuciedad, en tal caso mencionaré hasta laúltima bajeza: yo estaba de pie y se mepasaban por la cabeza las siguientes ideas:eres alto, esbelto, educado, y –finalmente ysin fanfarronear– no estás nada mal. Eso fuelo que se me pasó por la cabeza. Está claroque ya cerca de los portones ella me dijo quesí. Aunque debo decir que, allí, junto a losportones, se quedó un largo rato pensandoantes de darme el «sí». Se quedó tan, tanpensativa que me vi obligado a preguntarle:

–¿Y bien, qué decide? –sin podermecontener y dando a mi entonación un aire deostentación.

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–Espere, estoy pensando –respondió ella.¡Y tenía un semblante tan, tan serio, que ya

entonces habría podido leerlo! Y yo, que mesentí ofendido, pensé: «¿Acaso está dudandoentre el tendero y yo?». ¡Oh, entonces aúnno lo comprendía! ¡No entendía nada denada! ¡No lo he comprendido hasta el día dehoy! Recuerdo cómo Lukeria salió corriendodetrás de mí cuando ya me marchaba, medetuvo por el camino y me dijo muy deprisa:«¡Que Dios se lo pague, señor, por llevarse anuestra dulce señorita; sólo le ruego que nose lo diga, es muy orgullosa!».

¡Orgullosa! Está bien, me gustan lasorgullositas. Las orgullosas resultanespecialmente atractivas cuando... bueno,cuando ya no tienes dudas de tu poder sobreellas, ¿verdad? ¡Ay, hombre ruin y torpe!Pero ¡qué satisfecho me sentía! ¿Saben unacosa? Cuando aún estaba en aquel momentojunto a los portones, pensando en darme suconformidad, me sorprendí de que se le

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pudiera pasar por la cabeza la siguiente idea:«Si tanto aquí como allí me espera ladesgracia, ¿no sería mejor escogerdirectamente lo peor, es decir, al tenderogordo, para que, borracho, me mate a golpeslo antes posible?». ¿No podía ser? ¿No creenustedes que semejante idea se le pudo haberpasado por la cabeza?

Pero ¡tampoco ahora comprendo nada!Ahora acabo de decir que se le pudo haberpasado esa idea por la cabeza: que, de dosdesgracias, podía escoger la peor, es decir,escoger al tendero. ¿Y quién le resultabaentonces peor, el tendero o yo? ¿El tendero oel prestamista que citaba a Goethe? ¡Esto esuna pregunta! Pero ¿qué pregunta? Si nisiquiera esto lo comprendes: ¡la respuestayace sobre la mesa, y tú te interrogas sobre la«pregunta»! ¡Al diablo conmigo! La cuestiónno estriba en mí... Y, a propósito, ¿qué meimporta si la cosa estriba en mí o no? Es algo

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que no puedo decidir en absoluto. Mejor seráque me vaya a dormir. Me duele la cabeza...

Soy el más noble de los hombres,pero ni yo mismo lo creo

No me pude dormir. Y, como no hepodido conciliar el sueño, me late la cabeza.Desearía asimilar todo eso, toda esa suciedad.¡Oh, la suciedad! ¡De qué ciénaga la saqué yoentonces! Ella debió haber comprendido yvalorado mi acto. También me atraían otrospensamientos, como que yo tuviera cuarentay un años y ella tan sólo dieciséis. Eso mecautivaba; esa sensación de desigualdad meresultaba muy, muy dulce.

Yo, por ejemplo, quería celebrar una bodaà l’anglaise, es decir, solos, junto a dostestigos, de los que una sería Lukeria, paradespués coger enseguida el tren y dirigirnos aMoscú (donde a propósito tenía un asunto

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que resolver), y permanecer un par desemanas en un hotel. Ella se resistió, no lopermitió, y me vi obligado a visitar a las tíaspara expresarles mis respetos y pedirles lamano de su sobrina. Cedí, y a las tías se lesdispensó lo correspondiente. Incluso lesregalé a esos bichos cien rublos a cada una,prometiéndoles darles todavía más, sin queella lo supiera para no ofenderla por la vilsituación. Al instante, las tías se pusieroncomo la seda. También se habló de la dote:ella no tenía nada, en el sentido casi literal dela palabra, pero tampoco quería nada. Sinembargo, pude convencerla de que eraimposible no tener nada y la dote la di yo,pues de lo contrario ¿quién lo iba a hacer?Pero ¡al diablo conmigo! Algunas ideas mías,a pesar de todo, se las pude expresar, para queal menos estuviera al tanto. Es posible queincluso me apresurara. Y lo más importantees que desde el mismo principio, por más quequisiera hacerse la fuerte, se arrojó a mis

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brazos con amor; me recibía entusiasmadacuando iba a verla por las tardes y mecontaba con su voz susurrante (el encantadorsusurro de la inocencia) cosas de su infancia,desde sus primeros años de vida; sobre suhogar y sus padres. Pero yo enseguida arrojéun cubo de agua fría sobre todo esteencantamiento. Y en ello consistía mi idea. Asu entusiasmo le respondía con silencio, claroestá que de un modo benévolo... aunque, noobstante, ella enseguida se percató de queéramos personas muy diferentes, y de que yoera... un enigma. Pero ¡lo más importante esque yo mismo me empeñaba en serlo! Puesprobablemente hiciera toda esa tonteria paraconseguir ser un enigma. En primer lugar fuisevero y entré en casa con ella con aspectosevero. Resumiendo, por aquel entonces, apesar de sentirme muy contento, creé todoun sistema. ¡Oh! Salió sin ningún esfuerzo,por sí solo. Además, no podía ser de otromodo, tenía que crear ese sistema en virtud

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de una circunstancia irrebatible; pero, enrealidad, ¿por qué estoy calumniándome yomismo? El sistema era verdadero. ¡Escuchen,tengan la amabilidad! Si se ha de juzgar a unapersona, que se haga sabiendo de qué setrata... ¡Atiendan!

No sé cómo empezar, porque me resultamuy difícil. Cuando uno empieza ajustificarse, resulta difícil. Ya se sabe que lajuventud, por ejemplo, desprecia el dinero; yyo hice hincapié en ello al instante: hablabade él con insistencia. Y lo hice de tal modoque ella comenzó a quedarse cada vez máscallada. Abría sus grandes ojos, escuchaba,miraba y callaba. ¿Lo ven? La juventud esmagnánima, quiero decir la buena juventud;es magnánima e impetuosa y, si algo no leparece bien, lo desprecia. Y yo queríagenerosidad, quería inculcar generosidad ensu corazón y su mirada, ¿no es así? Pondréun ejemplo baladí: ¿cómo podía explicarleyo, a un carácter como el suyo, lo de mi

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establecimiento de empeños? Claro está queno le hablé directamente, pues habríaparecido que me estaba disculpando portener un establecimiento de este tipo; actuabade otro modo, con orgullo, y hablaba casicallando. Soy un maestro en hablar callandoy toda mi vida la pasé hablando en silencio,sufriendo verdaderas tragedias sin decirpalabra. ¡Oh, pero si también yo era infeliz!Fui arrinconado por todos; arrinconado eignorado, y absolutamente nadie lo sabe. Yde pronto esta joven de dieciséis años seenteró por gente ruin de los detalles de mivida y se creyó que lo sabía todo, mientrasque lo recóndito del alma permanecía ocultoen mi pecho. Yo no hacía más que callar, yespecialmente frente a ella; hasta ayer mismo.¿Por qué callaba? Pues como corresponde auna persona orgullosa. ¡Quería que seenterara por sí misma, sin recurrir a miversión y al margen de la gente vil! ¡Deseabaque descubriera por sí misma a mi persona y

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que la comprendiera! Al ofrecerle entrada enmi casa quería respeto absoluto. Quería queestuviera ante mí en una actitud de súplicapor mis sufrimientos... y yo me lo merecía.¡Oh, yo siempre fui orgulloso y siemprequise todo o nada! Precisamente por eso deque no soy partidario de andar a mediastintas en cuanto a la felicidad, sino que loquería todo... concretamente por eso me viobligado a actuar de ese modo en aquelmomento: es decir, «¡descúbrelo tú misma yvalórame!». Porque, reconózcanlo, si yomismo empezara a darle explicaciones, asoplarle cosas, a andarme con rodeos y asuplicarle respeto, eso sería igual que si lepidiera limosna... Por lo demás... por lodemás, ¿por qué estoy hablando de esto?

¡Es absurdo, absurdo, absurdo y absurdo!Le expliqué entonces directamente y sinpiedad (insisto en que le hablé sin piedad), yen un par de palabras, que la magnanimidadde espíritu de la juventud era algo

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maravilloso, pero que no valía nada. ¿Quepor qué no valía nada? Porque se consiguefácilmente y sin experiencia, y todo ello, pordecirlo de algún modo, son «las primerasimpresiones del ser»; ¡habría que verlastrabajando! La magnanimidad barata siempreresulta fácil, incluso entregar la vida resultabarato, porque ello sólo indica que la sangrehierve, que hay sobradas fuerzas, y que labelleza se desea apasionadamente. ¡No!Tomen ustedes por ejemplo, como un actoheroico, una magnanimidad difícil,silenciosa, callada, sin brillo, con calumnias,donde hay mucho sacrificio y ni pizca degloria, cuando usted, siendo una personabrillante, se expone ante todo el mundocomo un ruin, siendo como es la persona máshonesta que hay sobre la tierra. ¡A ver,intenten realizar esta hazaña! Seguro que larechazarían. Mientras que yo no he hechootra cosa en mi vida que llevar a cabo estaheroicidad. Al principio ella discutía, ¡y de

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qué modo! Después, empezó a quedarsecallada, incluso no decía palabra, lo únicoque hacía era abrir mucho los ojos, unos ojosmuy grandes y de mirada penetrante. Y...después de esto, un día de pronto vi unasonrisa; una sonrisa desconfiada, silenciosa,con malicia. Pues con esa sonrisa entró en micasa. También es cierto que no tenía dóndeir...

Planes y más planes

¿Quién de nosotros fue el primero enempezar?

Ninguno de los dos. La cosa empezó porsí sola desde el primer momento. Dije que lallevé a casa bajo unas condiciones severas y,sin embargo, desde el primer momentosuavicé la situación. Ya de novia le expliquéque se ocuparía de la recogida de los objetosy la entrega del dinero, y tampoco dijo nada

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en aquel momento (anótense esto). Más aún,puso manos a la obra incluso con diligencia.Pero, claro está, el piso, los muebles, todo,quedó como estaba. El piso tenía doshabitaciones: un salón grande, separado delestablecimiento, y otra habitación, tambiénamplia, que era nuestro cuarto de estar,donde hacíamos la vida y donde tambiénestaba el dormitorio. Mis muebles son depoca calidad. Incluso los de sus tías sonmejores. Mi urna para los iconos y la lámparaestán en el salón junto al establecimiento. Enmi habitación tengo un armario con libros,cuyas llaves guardo yo. Allí mismo están lacama, las mesas y las sillas. Cuando éramosnovios y antes de casarnos, le dije que paranuestra manutención, la mía, la de ella y la deLukeria –a la que convencí para que seviniera con nosotros–, asigné un rublo al día,no más, porque «yo me había propuestoahorrar treinta mil rublos en tres años, puesno podía ser de otro modo». Ella no replicó,

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pero yo mismo le subí la asignación entreinta cópecs. Lo mismo hice con el teatro.De novios, le dije que no habría teatro, y, apesar de todo, decidí llevarla al teatro una vezal mes, y ocupar buenas butacas. Íbamosjuntos; fuimos tres veces, y quiero recordarque vimos En busca de la felicidad y Lospájaros cantores. (¡Oh, qué más da! ¡Qué másda!) Íbamos en silencio y en silencioregresábamos. Pero ¿por qué, por qué, desdeel principio mismo, estábamos callados? Puesal principio no teníamos motivo de discusióny, no obstante, callábamos. Recuerdo quepor aquel entonces ella me miraba aescondidas, y yo, en cuanto me percaté deello, reforcé el silencio. Lo cierto es que fuiyo quien hizo hincapié en el silencio y noella. Una o dos veces tuvo arrebatos en losque se me echaba al cuello para abrazarme.Pero, como los arrebatos eran enfermizos ehistéricos y yo lo que necesitaba era unafelicidad firme y con respeto por su parte, lo

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tomé con frialdad. Y tenía razón: siempre, aldía siguiente de tales arrebatos, discutíamos.

O mejor dicho, como era habitual, nodiscutíamos y se imponía el silencio; y ella semostraba cada vez más impertinente.«Rebelión e independencia»: eso era lo quesucedía, sólo que ella no sabía hacerlo. Y eserostro sumiso se iba poniendo cada vez másimpertinente. Querrán creerme que a sus ojosme estaba convirtiendo en un ser detestable ylo comprendí porque la estudié. Era evidenteque tenía arrebatos que la sacaban de quicio.Después de vivir en medio de tanta miseria ypobreza, después de lavar suelos, empezabade pronto a refunfuñar de nuestra pobreza.Lo ven: pero no era pobreza, sino economía,y en lo que fuera necesario incluso lujo,como, por ejemplo, en la ropa y en lalimpieza. Hasta presuponía antes que lalimpieza del marido seduce a la mujer. Por lodemás, no se quejaba de la pobreza, sino demi tacañería en relación con la economía. Es

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decir, como si tuviera una finalidad ymostrara firmeza de carácter. Ella mismarenunció a ir al teatro. Y cada vez se mostrabamás burlona... mientras que yo insistíasiempre más y más en mi silencio.

¡No iba a justificarme! Aquí lo másimportante era la casa de empeños.Permítanme decir una cosa: yo sabía que unamujer, y más aún una de dieciséis años, nopodía dejar de subordinarse completamente asu marido. ¡Las mujeres carecen deoriginalidad, y esto es un axioma e inclusoahora lo sigue siendo para mí! Pero ¿quéocurre? ¿Qué es lo que yace en el salón? Laverdad es la verdad y ni el propio Mill puedehacer aquí nada. Y una mujer que ama, ¡oh! –una mujer que ama–, diviniza incluso losarrebatos y las maldades de su ser amado. Niél mismo es capaz de encontrar excusas parasus maldades como las que inventa ella. Estoes magnánimo, pero no original. Lo que másha perjudicado a las mujeres es su falta de

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originalidad. Y una vez más repito, ¿por quéme señalan ustedes la mesa? ¿Acaso esoriginal lo que hay sobre ella? ¡Oh!

¡Escúchenme! En aquellos momentos yocreía en el amor. Si por aquel entonces ella seme arrojaba al cuello, eso significaba que mequería o, mejor dicho, que deseaba quererme.Así es como era: ella deseaba amar, buscaba elamor. Y lo más importante es que aquí nohabía ninguna maldad para que ella pudierarecurrir a algún tipo de excusas. Ustedesdirán, como todo el mundo: es un«prestamista». ¿Y qué pasa con que sea unprestamista? Quiero decir que había motivospara que un hombre de lo más generoso sehiciera prestamista. Lo ven, señores, que hayideas... es decir, que si una se pronuncia, o seexpresa con palabras, queda muy absurdo.Uno mismo siente vergüenza. Que ¿por qué?Pues por nada. Porque todos somos basura yno soportamos la verdad, o qué sé yo. Acabode decir que era un hombre «de lo más

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generoso». Resulta ridículo aunque, almismo tiempo, así es como ha sido. Pero ¡esverdad, o sea, la pura verdad! Sí, entonces yotenía derecho a querer abrir unestablecimiento de empeños: «Y ustedes, esdecir, la gente, me rechazaron con un silenciodespectivo. A mi apasionado arrebato haciaustedes, respondieron ofendiéndome para elresto de mi vida. Ahora me siento conderecho a defenderme de ustedes poniendouna pared entremedias, a reunir esos treintamil rublos y pasar el resto de mi vida enalgún lugar de Crimea, en la costameridional, en las montañas de entre losviñedos, en mi propiedad, adquirida portreinta mil rublos, y lo que es másimportante, lejos de todos, pero sin guardarrencor hacia ustedes, con un ideal en elespíritu, junto a la mujer amada y la familia,si Dios así lo quisiera... ayudando a loscampesinos del lugar». Lógicamente, bienestá que lo diga ahora para mis adentros, pues

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de lo contrario ¿qué ridículo no haríadiciéndoselo en voz alta? He aquí la razónpor la cual me mantenía en orgullososilencio, y por la que estábamos callados. Deno ser así, ¿qué habría entendido ella? Sitenía dieciséis años; estaba en la primerajuventud. ¿Qué comprendería ella de misexcusas y sufrimientos? Lo principal era larectitud, el desconocimiento de la vida, laligereza de convicciones de la juventud, laceguera de «los corazones nobles» y, lo quees aún más importante, la casa de empeños; ¡ybasta! (¿acaso yo era un malvado en la casa deempeños? ¿Acaso no se daba cuenta de miactitud y de que no me quedaba con nada?).¡Oh, qué terrible resulta la verdad en estemundo! Esta joven maravillosa, sumisa, esecielo... era una tirana, una insufrible tirana demi alma y mi torturadora. ¡Y si no lo dijerame calumniaría a mí mismo! ¿Creen ustedesque no la quería? ¿Quién podría decirlo? Loven: ¡aquí hay ironía, se ha revelado la

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maldad de la ironía y el destino! ¡Estamosmalditos, y en general la vida de los hombresestá maldita! (¡Y la mía, en particular!) Peroahora comprendo que en esto algo me heequivocado. Aquí algo ha salido mal. Todoestaba claro, mi plan era más claro que elcielo: «Severo, orgulloso y sin necesitar delconsuelo moral de nadie, sufriendo ensilencio». ¡Así es como sucedió, yo nomentía! ¡No mentía! «Después ella debía verpor sí misma que en todo micomportamiento había magnanimidad, sóloque no se percató de ello; y si alguna vez sehubiera dado cuenta lo valoraría diez vecesmás y se pondría de rodillas suplicándome.»Éste era mi plan. Pero en esto he fallado yoen algo o algo no he tenido en cuenta. Hayalgo que no supe hacer. Pero ya está bien, yaestá bien. ¿Y a quién se ha de pedir perdónahora? Si se ha terminado, pues terminadoestá. ¡Sé más valiente, más hombre y másorgulloso! ¡Tú no tienes la culpa...!

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Pues bien, diré la verdad, no temo mirarcara a cara a la verdad: ¡es ella quien tiene laculpa, ella...!

La sumisa se rebela

Las discusiones comenzaron cuando a ellase le ocurrió entregar el dinero por su cuenta,asignándoles a las cosas más valor del quetenían, e incluso en un par de ocasiones seatrevió a discutir conmigo sobre el tema. Yome opuse. Pero por aquel entonces entró enescena una capitana.

Se presentó una vieja capitana, con unmedallón, regalo de su difunto marido; ya seentiende: se trataba de un recuerdo. Le ditreinta rublos. Se puso a gemir de pena, asuplicar que le guardáramos el objeto.Lógicamente, se lo reservamos. En unapalabra, de pronto, al cabo de cinco días,vino a cambiarlo por una pulsera que no

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valía ni ocho rublos. Claro que me negué aaceptarla. Debió de percatarse de algo por lamirada de mi mujer, pues, en cuanto volvióen mi ausencia, ella se lo cambió por elmedallón.

Al enterarme aquel mismo día, le dije loque pensaba en pocas pero firmes yrazonables palabras. Ella estaba sentada sobrela cama mirando hacia abajo y rozando con elpie derecho la alfombrilla (era su costumbre).Tenía una sonrisa burlona en los labios.Entonces, sin alzar en absoluto la voz, le dijetranquilamente que el dinero era mío, quetenía derecho a mirar la vida con mis propiosojos, y que cuando la llevé a mi casa no leoculté nada.

Súbitamente, se levantó de un salto,empezó a temblar y ¿qué creen ustedes? Derepente se puso a patalear ante mí. Se tratabade una fiera; de un ataque; de una fiera a laque le había dado un ataque. Me quedépetrificado. Jamás me hubiera esperado una

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salida de ese tipo. Pero no me aturdí, nisiquiera me inmuté, y de nuevo con el mismotono de voz le expuse claramente que desdeaquel momento le prohibía participar en misasuntos. Se echó a reír en mi cara y salió decasa.

La cosa estriba en que no tenía derecho asalir de casa. Así es como lo acordamossiendo aún novios. Regresó al atardecer. Yono le dije palabra.

Al día siguiente también volvió a salir y alotro igual. Cerré el establecimiento y medirigí a casa de las tías. Había roto con ellasdesde el día de mi boda; ni ellas venían anuestra casa ni nosotros íbamos a la de ellas.Resultó que no había ido allí. Ellas meescucharon atentamente y se rieron en micara: «Eso es lo que usted se merece», medijeron. Pero yo ya me esperaba su burla. Enese momento soborné por cien rublos a la tíasoltera y le adelanté otros veinticinco.Transcurridos dos días vino a mi casa: «En

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este asunto», me dijo, «está mezclado unoficial, el teniente del ejército Efímovich, unantiguo compañero suyo». Me quedécompletamente pasmado. Ese tal Efímovichme hizo mucho daño en el regimiento, yhacía cosa de un mes se había personadodescaradamente un par de veces en miestablecimiento como cliente; recuerdo que legastó algunas bromas a mi mujer. Entoncesme acerqué a él y le dije, recordando nuestrasrelaciones, que no se atreviera a entrar más enmi tienda, aunque no se me ocurrió pensar enninguna otra cosa, aparte de que se trataba deun sinvergüenza. Pero en aquel momento, depronto, la tía me comunicó que ella tenía unacita con él y que la que estaba manipulandotodo el asunto era una antigua conocida delas tías, Iulia Samsonovna, una viuda, yademás coronela. «Ahora su mujer lafrecuenta.»

Resumiré este episodio. Todo este asuntome costó unos trescientos rublos, pero la

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cosa se organizó de tal modo que yoestuviera en la habitación contigua,escuchando detrás de la puerta el primerrendez-vous de mi mujer a solas conEfímovich. En la víspera, esperando elmomento, tuve con ella en casa una escenabreve pero muy significativa.

Regresó antes de anochecer, se sentó en lacama y con mirada burlona se puso a dargolpecitos con el pie en la alfombra. Derepente, al verla se me pasó por la cabeza quedurante todo aquel mes o, mejor dicho, lasdos últimas semanas, no parecía la misma,hasta podría decirse que se mostraba con uncarácter contrario al suyo. Estaba furiosa,agresiva, sin que pudiera decirse quedesvergonzada, pero sí alterada, como si ellamisma provocara la turbación. Como si labuscara. Sin embargo, eso chocaba con sucarácter sumiso. Cuando una persona así serebela, aun saltándose las normas, es visibleque lo hace a su pesar, animándose a sí

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misma, y que su propio pudor y su propiavergüenza le impiden conseguirlo. Por ello,personas de ese tipo se salen a veces adestiempo de las casillas, de modo que lecuesta a uno creer lo que está viendo. Por elcontrario, cuando un alma depravada actúavilmente siempre disimula su actitudguardando la formalidad y el decoro,pretendiendo con ello poner de relieve susuperioridad frente a los demás.

–¿Y no es cierto que le echaron delregimiento porque se acobardó a la hora debatirse en duelo? –soltó ella de pronto,rompiendo el silencio y con los ojosbrillantes.

–Es cierto. Por orden de los oficiales se mepidió que abandonara el regimiento, aunque,por lo demás, yo mismo solicité el retiroantes de que eso sucediera.

–¿Le echaron por cobarde?–Sí, me sentenciaron por cobarde. Pero si

renuncié al duelo no fue por cobardía, sino

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porque no quería someterme a su tiránicojuicio y batirme en duelo cuando yo mismono encontraba motivo de ofensa. ¿Sabe –añadí entonces– que rebelarme contra unatiranía de ese tipo, aceptando lasconsecuencias, significa demostrar muchamás firmeza que en cualquier duelo?

No pude contenerme y con esa frase parecípedirle disculpas. Era lo único que le faltaba,esa nueva humillación mía. Se echó a reírmalvadamente.

–¿Y es cierto que después estuvo usted tresaños deambulando por las calles de SanPetersburgo como un vagabundo pidiendolimosna y durmiendo donde pudiera?

–Incluso pasé la noche en la calle Sennaia,en casa de Viazemski. Sí, es cierto. Ha habidoen mi vida mucha deshonra y decadenciadespués del regimiento, pero no unadecadencia moral, porque yo era el primeroque por aquel entonces odiaba mi propioproceder. Sólo se trataba de la decadencia de

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mi voluntad e inteligencia, dada mi situacióntan desesperada. Pero eso ya pasó...

–¡Oh, ahora es usted toda unapersonalidad, un hombre de negocios!

Eso era una indirecta a la casa de empeños.Pero me dio tiempo a contenerme. Veía queella ansiaba escuchar de mí explicacioneshumillantes para mí, pero no se las di. Enaquel momento llamó un prestatario y salí arecibirle al salón. Después, al cabo de unahora, cuando ella ya se había vestido parasalir, se detuvo frente a mí y me dijo:

–Sin embargo, usted no me dijo nada deesto antes de la boda.

No le respondí y ella se marchó.Así pues, al día siguiente me encontré en

aquella habitación detrás de la puertaescuchando cómo se resolvía mi destino, y enmi bolsillo guardaba el revólver. Ella estabamuy arreglada y sentada a la mesa, mientrasEfímovich melindreaba ante ella. Y ocurrió(lo digo en mi honor) exactamente aquello

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que yo, sin tener conciencia de ello, yapresentía y suponía. No sé si me explico conclaridad.

He aquí lo que sucedió. Estuveescuchando una hora entera la conversaciónentre una mujer noble con ideas sublimes yun bicho de la alta sociedad, torpe, perversoy de espíritu rastrero. ¿Y cómo podía esaalma ingenua, sumisa y callada, saber todoeso?, pensaba yo sorprendido. El actor másvirtuoso de las comedias de salón seríaincapaz de crear una escena de tanta burla, derisa ingenua y de santo desprecio de la virtudal vicio. ¡Y cuánto brillo había en las palabrasy expresiones rápidas de ella! ¡Cuántaagudeza en sus ágiles respuestas y cuántacerteza en sus juicios! Y, a la vez, cuántasinceridad casi juvenil. Ella se burlaba en sucara de sus declaraciones de amor, sus gestosy sus proposiciones. Él, que había llegadopara abordar la cuestión de un modo burdo,y sin sospechar resistencia, de pronto se

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quedó desorientado. Al principio pensé queno se trataba más que de simple coqueteríapor parte de ella –«la coquetería de un serastuto aunque perverso, para darse a valermás»–. Pero no fue así, la verdad brilló comoel sol, y ya no había lugar a dudas. Sólo porun odio fingido e impetuoso hacia mí, lainexperta dio el paso para citarse con él, pero,llegada la hora de la verdad, al momento se leabrieron los ojos. Sencillamente se trataba deun ser que deseaba injuriarme por encima detodo pero, habiéndose decidido para un actotan vil, no soportó la confusión. ¿Acasopodía ese Efímovich, o cualquiera de esosaristocráticos bichos, seducir a un ser tanpuro, cándido y con ideales como era ella?Antes al contrario, sólo provocó su risa.Toda la verdad pareció brotar de su alma y laindignación provocó que el sarcasmoemergiera de su corazón. Repito que aquelpayaso se quedó por fin completamenteamodorrado y permanecía sentado con el

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ceño fruncido sin apenas responder, de modoque incluso temí que quisiera ofenderla comoreacción de ruin venganza. Nuevamenterepito en honor a mí mismo que aquellaescena la escuché sin apenas sorprenderme.Parecía que me topaba con algo conocido.Como si fuera detrás de aquello paraencontrármelo. Fui sin creer en nada y sinacusación alguna, aunque había metido elrevólver en el bolsillo, ¡eso es cierto! ¿Acasopodía imaginármela de otro modo? ¿Por qué,si no, la quería? ¿Por qué, si no, la valoraba yme había casado con ella? Pero claro está queme di sobradamente cuenta de cuánto meodiaba ella entonces; y también me convencíde su pureza. Interrumpí aquella escena degolpe, abriendo la puerta. Efímovich selevantó de un salto, yo la cogí de la mano y lainvité a acompañarme. Efímovich reaccionóy de pronto soltó una sonora carcajada.

–¡Oh, no tengo nada en contra de lossagrados derechos conyugales! ¡Llévesela,

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llévesela! Y ¿sabe una cosa? –exclamó élcuando me marchaba–: aunque una personaformal no debería permitirse batirse en duelocon usted, por respeto a su dama estoy a sudisposición... Si, por lo demás, se atreve usteda arriesgarse...

–¿Lo oye? –dije a mi mujer, deteniéndolaunos segundos en el quicio de la puerta.

Después, durante todo el camino deregreso a casa no intercambiamos palabra. Yola llevaba de la mano sin que ella opusieraresistencia. Al contrario, estaba muysorprendida, pero sólo hasta llegar a casa. Alllegar, se sentó en una silla y se quedómirándome fijamente. Estaba excesivamentepálida; y, aunque sus labios expresaban unasonrisa burlona, me miraba con gestodesafiante, solemne y severo, y al principioparecía estar completamente segura de que ledispararía con el revólver. Pero, en silencio,saqué el revólver del bolsillo y lo coloquésobre la mesa. Ella nos miraba a mí y al

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revólver. Observen lo siguiente: que ella yaconocía aquel revólver. Yo lo habíaadquirido y lo tenía cargado desde que habíaabierto la casa de empeños. Cuando abrí elestablecimiento, decidí no hacerme ni congrandes perros ni con robustos lacayos,como, por ejemplo, hace Mozer. En miestablecimiento quien abre la puerta a losclientes es la cocinera. Pero, cuando uno sededica a este oficio, resulta imposibleprivarse, por si acaso, de una autodefensa, demanera que me hice con un revólver cargado.Desde el primer día en que entró a vivir en micasa se interesó por el revólver y me hizopreguntas, y yo incluso le expliqué sumecanismo y funcionamiento. Además, enuna ocasión hice que probara a disparar enun blanco. Fíjense bien en todo esto. Sinprestar atención a su asustada mirada, meacosté en la cama medio desnudo. Estabamuy cansado: ya eran cerca de las once. Ellacontinuó sentada casi una hora más en el

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mismo sitio y sin moverse. Después apagó lavela y se acostó, también vestida, en el sofájunto a la pared. Era la primera vez que no seacostaba conmigo; observen también estedetalle...

Un recuerdo terrible

Ahora viene ese terrible recuerdo...Me desperté por la mañana, cerca de las

ocho, y en la habitación ya había bastanteluz. Me desperté de golpe y, completamenteconsciente, abrí los ojos. Ella estaba junto a lamesa sujetando el revólver entre sus manos.No se percató de que me había despertado yla estaba viendo. De pronto vi que empezó aacercarse a mí con el revólver en la mano.Cerré los ojos rápidamente y fingí estarprofundamente dormido.

Se acercó hasta la cama y se detuvo delantede mí. Yo lo oía todo; aunque reinaba un

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silencio sepulcral, pero lo oía. En aquelmomento hice un movimiento involuntario,y de repente, sin poder evitarlo, abrí los ojos.Ella estaba mirándome fijamente, y elrevólver ya estaba pegado a mi sien. Nuestrasmiradas se encontraron, pero sólo por uninstante. De nuevo cerré fuertemente los ojosy en aquel momento decidí con toda mi almano hacer ningún movimiento ni abrir losojos, sucediera lo que hubiera de suceder.

Y realmente sucede que incluso un hombreprofundamente dormido de pronto abre losojos y momentáneamente levanta la cabeza ymira la habitación, y después, pasado uninstante, apoya otra vez inconscientemente lacabeza sobre la almohada y se quedadormido y sin acordarse de nada. Cuando mecrucé con su mirada y sentí el revólver en misien y súbitamente, inmóvil, cerrénuevamente los ojos, como si estuvieraprofundamente dormido, seguramente ellasupuso que yo realmente estaba dormido y

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no había visto nada, máxime siendoinconcebible que pudiera cerrar los ojos enaquel momento después de haber visto loque vi.

Sí, resultaba inverosímil. Pero, de todosmodos, ella pudo haber adivinado la verdad;y eso fue lo que me pasó fugazmente por lacabeza en aquel instante. ¡Oh, qué torbellinode ideas y sensaciones se sucedieron por micabeza en menos de un instante! ¡Viva laelectricidad del pensamiento humano! Eneste caso (me dio la impresión), de haberseella dado cuenta y sabido que yo no dormía,la habría desarmado con mi actitud de aceptarla muerte, y su mano podría temblar. Ladecisión tomada puede romperse frente a unanueva y extraordinaria impresión. Dicen quelos que están en la cima tienden de algúnmodo por sí mismos hacia abajo, hacia elabismo. Yo creo que gran parte de lossuicidios y asesinatos tuvieron lugar sóloporque el revólver ya estaba en la mano.

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Aquí también existe el abismo y unapendiente de cuarenta y cinco grados, en laque resulta imposible no resbalar y algo teempuja inquebrantablemente a apretar elgatillo. Pero la conciencia de que yo lo habíavisto todo, de que lo sabía todo y esperaba aque me matara sin decir palabra... pudoinducirla a declinar el impulso.

El silencio continuaba, y de pronto sentíen la sien, junto a mis cabellos, el fríocontacto del metal. Se preguntarán ustedes siestaba completamente convencido de que meiba a salvar. Les responderé como lo haríaante Dios: no tenía esperanza alguna, exceptouna entre cien. ¿Por qué, pues, había deaceptar la muerte? Y yo me pregunto: ¿quésentido tenía para mí vivir después de ver alser amado encañonarme con el revólver? Almargen de esto, en mi interior estabacompletamente convencido de que los dossosteníamos en aquel instante un combate;un terrible duelo a vida y muerte, una lucha

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en la que participaba el mismo cobarde deantes, al que sus compañeros le echaron delregimiento. Yo lo sabía y ella también, encaso de haber adivinado que no dormía.

Es posible que eso no fuera así, quizásentonces ni siquiera lo pensara, pero todoello debió haber sucedido, aunque no fueraen el pensamiento, pues el resto de mi vidano hice más que pensar en ello.

Pero ustedes se preguntarán de nuevo:¿por qué entonces no la salvé de cometer elcrimen? ¡Oh! Después, en miles de ocasionesme planteé esa cuestión, cuando el escalofríome recorría la espalda al recordar aquellosmomentos. En aquel entonces mi alma estabasumida en sombría desesperación: me sentíamorir, yo mismo estaba pereciendo, ¿a quiénpodía salvar yo? Y, además, ¿saben ustedes sientonces quería salvar a alguien? ¿Cómo sesabe lo que yo sentía en aquellos momentos?

Sin embargo, mi conciencia estaba enebullición; pasaban los segundos y el silencio

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era sepulcral; ella seguía delante de mí... y depronto me estremecí de esperanza. Abrírápidamente los ojos. Ella ya no seencontraba en la habitación. Me levanté de lacama: ¡yo había vencido y ella estabaderrotada para siempre!

Me acerqué al samovar. El té se tomabasiempre en nuestra casa en la primerahabitación y era ella quien lo servía. Me sentéa la mesa en silencio y cogí la taza de té queella me ofreció. Transcurridos unos cincominutos, la miré. Estaba terriblemente pálida,aún más que el día anterior; me estabamirando. Y, súbitamente, al ver que yo lamiraba, esbozó una suave sonrisa con loslabios pálidos y una tímida interrogación ensus ojos. Debe ser que aún dudaba y sepreguntaba a sí misma: ¿lo sabrá o no?, ¿lohabrá visto o no? Con gesto indiferentedesvié la mirada. Después del té, cerré elestablecimiento y me fui al mercado, dondecompré una cama de hierro y un biombo. Al

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regresar a casa ordené colocar la cama en elsalón, con un biombo delante. Aquella camaera para ella, pero no le dije palabra. Sinnecesidad de hablar y por el detalle de lacama comprendió «que lo había visto todo yque lo sabía» y que ya no había lugar adudas. Por la noche dejé como siempre elrevólver sobre la mesa. Llegada la noche, sindecir nada, se echó en su nueva cama: elmatrimonio quedaba roto, «ella estabavencida, pero no perdonada». Por la nochedeliró y por la mañana tuvo fiebre.Permaneció seis semanas en la cama.

Capítulo II

El sueño del orgullo

Lukeria me acaba de comunicar que novivirá conmigo y que se marchará cuando

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entierren a la señora. Estuve cinco minutosrezando de rodillas, aunque me habríagustado estar una hora entera, pero no parabade darle vueltas y más vueltas y todos lospensamientos eran dolorosos. También meduele la cabeza. ¿Cómo podía rezar en esascondiciones? ¡Sería un pecado! Lo extraño esque tampoco tengo ganas de dormir: cuandosucede una gran desgracia, después de lasprimeras y fuertes sensaciones, siempreapetece dormir. Dicen que los condenados amuerte, la última noche, duermenextraordinariamente bien. Así es como tieneque ser, la naturaleza es así, pues de locontrario fallarían las fuerzas... Me tumbé enel sofá, pero no me dormí...

... Durante las seis semanas que duró suenfermedad la cuidamos día y noche,Lukeria, yo y una enfermera de hospital quecontraté. No reparé en el gasto de dinero eincluso deseaba gastarlo en ella. Llamé aldoctor Schreder, al que pagaba diez rublos

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por visita. Cuando ella recobró la conciencia,me dejé ver menos. Pero, además, ¿por quéestoy describiendo esto? Cuando ya serepuso del todo, silenciosa y sin decirpalabra, se sentó en mi habitación a una mesaespecial que yo por aquel tiempo también lehabía comprado... Sí, lo cierto es queestábamos completamente callados o, mejordicho, comenzamos a hablar después, pero decosas intrascendentes. Yo, claro está, no memostraba demasiado locuaz a propósito, perome daba perfectamente cuenta de que ellatambién se alegraba de no decir una palabrade más. Aquello me pareció completamentenatural por su parte: estaba demasiadoafectada y derrotada, pensaba yo, ylógicamente debía tomarse su tiempo paraolvidarlo y acostumbrarse a la situación. Asípues, los dos callábamos, pero a cada minutoen mi interior yo me preparaba para elfuturo. Creía que ella también lo hacía, y me

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resultaba tremendamente ameno descifrarlo:¿en qué estaría pensando exactamente?

También es preciso decir ¡que nadie sehabía percatado de cuánto había sufrido yomientras ella estaba enferma! Pero yo sufríapor dentro, guardando la pena en mi pecho,ocultándola incluso de Lukeria. No meimaginaba y ni siquiera suponía que ellapudiera morir sin saberlo todo. Cuando sehabía curado y estaba fuera de peligro ycuando comenzó a recobrar la salud,recuerdo cómo enseguida me tranquilicé. Porsi fuera poco, decidí aplazar nuestro futuroel tiempo que fuera necesario, dejando demomento todo tal y como estaba. Por aquelentonces me ocurrió algo extraño y especial,pues no podría denominarlo de otra manera:me encontraba triunfante y la sola concienciade ello me era suficiente. De este modotranscurrió todo el invierno. ¡Oh! Estabamás contento que nunca, y permanecí asítodo el invierno.

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Fíjense en que en mi vida había unasituación externa horrible, que hasta aquellosmomentos, es decir, hasta la misma catástrofecon mi mujer, me había estado ahogandocada día y cada minuto, exactamente... setrataba de la pérdida de la reputación y lasalida del regimiento. Resumiendo, en tornoa mí giraba una injusticia tiránica. La verdades que mis compañeros no me querían dadomi difícil y puede que ridículo carácter,aunque a menudo sucede que lo que unotiene en más alta estima, lo más secreto ypreciado, provoca risa por algo a muchos denuestros compañeros. ¡Oh! A mí no mequerían ni siquiera en el colegio. Jamás mequisieron en ninguna parte. Ni siquieraLukeria puede quererme. Aunque losucedido en el regimiento tuviera su raíz enla antipatía hacia mi persona, sin duda algunaconllevaba una circunstancia casual. Locomento porque no hay nada más dolorosoy ofensivo que sucumbir por un suceso que

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pudo haber ocurrido o no, por undesafortunado cúmulo de hechos que podíanhaber pasado de largo sin rozarnos, como lasnubes. Para un sujeto inteligente esto resultahumillante. Sucedió lo siguiente.

En el teatro, durante el entreacto, salí albar. De pronto entró el húsar A* y en vozalta y delante de todos los oficiales y delpúblico allí presente se puso a hablar con dosde sus compañeros acerca del capitán denuestro regimiento Bezúmtsev, que acababade armar escándalo en el pasillo y que «alparecer estaba borracho». La conversaciónno cuajó y además estaban en un error,porque ni el capitán Bezúmtsev estababorracho ni el escándalo fue tal como decían.Los húsares se pusieron a hablar de otrascosas y con ello terminó el asunto, pero al díasiguiente la anécdota pasó a oídos de nuestroregimiento, y al instante se empezó a hablarde que de nuestro regimiento sólo estaba yoen el bar y de que, cuando el húsar A* habló

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en tono impertinente del capitán Bezúmstev,yo no me había acercado a él parareprenderle. Pero ¿por qué había de hacerlo?En caso de tener él sus razones para estarenfadado con Bezúmtsev, se trataría de unacuestión entre ellos dos, ¿por qué había deentrometerme yo? Mientras tanto, losoficiales empezaron a considerar que elasunto no era una cuestión personal, sinoque afectaba al regimiento y, puesto que yoera el único presente de los oficiales, con esegesto les demostré a ellos que se encontrabanen el bar, y a cuantos allí estaban, que ennuestro regimiento había oficiales pococelosos respecto a su honor y al de suregimiento. Yo no estaba de acuerdo con esepunto de vista. Me sugirieron que aún estabaa tiempo de arreglar la situación, si en aquelmomento, aunque ya fuera algo tarde, lepresentara formalmente mis disculpas a A*.No quise hacerlo, y como estaba irritado,orgulloso me negué a hacerlo. A

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continuación renuncié a mi puesto y en elloconcluyó la historia. Salí henchido deorgullo, pero interiormente destrozado. Seme cayó el alma a los pies. Justo entoncessucedió que el marido de mi hermana quevivía en Moscú había despilfarrado nuestromodesto patrimonio, incluyendo el mío, unaparte muy pequeña, de modo que me habíaquedado en la calle y sin un duro. Podíahaber entrado a trabajar en el sector privado,pero no lo hice: después de mi brillanteuniforme, no podía ingresar en cualquierlugar, como los ferrocarriles, por ejemplo. Demodo que, si había de pasar vergüenza ysufrir la deshonra y la derrota, en tal casomejor cuanto peor fuera; eso era lo que yohabía escogido. Pasé tres años de recuerdostenebrosos, e incluso en el asilo deViazemski.

Hace año y medio murió en Moscú unavieja muy rica, que era mi madrina, einesperadamente me dejó, entre otros

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herederos, una herencia de tres mil rublos.Me quedé pensando en mi situación yentonces resolví mi destino. Decidí poneruna casa de empeños, sin pedir perdón anadie: tendría dinero, después un rincóndonde vivir, y una vida nueva en elhorizonte, lejos de los recuerdos de antaño.En eso consistía el plan. No obstante, mitenebroso pasado y mi reputación destrozadapara siempre seguían atormentándomecontinuamente. Sin embargo, en aquelmomento me casé. No sé si casualmente o no.Pero cuando la llevé a mi casa pensé que traíaa un amigo, porque tenía mucha necesidad detenerlo. Veía claramente que al amigo teníaque prepararlo, pulirlo e incluso vencerlo.¿Acaso podía explicarle de repente algo así aesta joven suspicaz de dieciséis años? Porejemplo, ¿cómo podía, sin la casual ayuda dela terrible catástrofe del revólver, convencerlade que no era un cobarde y de que en elregimiento me acusaron de cobardía

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injustamente? Pero la catástrofe llegó en elmomento oportuno. Al pasar por la pruebadel revólver, me vengué de todo mi oscuropasado. Y, aunque nadie se enteró de ello,ella sí lo sabía, y eso era todo para mí, puestoque ella misma lo era todo para mí; era laesperanza del futuro de mis sueños. Era laúnica persona que yo preparaba para mí y nonecesitaba a nadie más... y he aquí que seenteró de todo; al menos, se enteró de que sehabía apresurado injustamente a acercarse amis enemigos. Aquella idea me encantaba.Ante sus ojos yo ya no podía ser un canalla,sino una persona extraña, pero tampoco esaidea ahora, después de cuanto habíasucedido, me desagradaba mucho. Ser rarono es un vicio y, al contrario, en ocasionesatrae a las mujeres. En una palabra, aplacé eldesenlace a propósito. Por el momento, loque pasó era suficiente para mi tranquilidad ycontenía demasiadas representaciones ydemasiado material para mis ensueños. Lo

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detestable radica en que soy un soñador: paramí era suficiente y pensé que ella esperaría.

Así transcurrió todo el invierno, en uncompás de espera. Me gustaba mirarla desoslayo, cuando en ocasiones se sentaba a sumesa. Se entretenía haciendo cosas, cosía ropay por las tardes algunas veces leía libros queella misma cogía de mi armario. El hecho deque recurriera a los libros de mi armariotambién era una señal a mi favor. Apenas salíaa ninguna parte. Al atardecer, después de lacomida, la sacaba todas las tardes a dar unpaseo para que se fortaleciera, pero sin estartan callados como antes. Para más exactitud,me esforzaba en aparentar que no callábamosy que hablábamos de mutuo acuerdo, pero,como ya comenté antes, la conversación queéramos capaces de sostener no era ni larga nidistendida. Yo lo hacía a propósito, y, encuanto a ella, pensaba que era imprescindible«darle su tiempo». Claro que es extraño queni una sola vez, hasta casi finalizar el

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invierno, se me ocurriera pensar que durantetodo ese período no había captado ni unamirada suya, mientras que yo me complacíamirándola a hurtadillas. Pensaba que setrataba de su timidez. ¡Además, tenía elaspecto de una timidez tan sumisa, de tantaimpotencia tras su enfermedad! No, erapreferible esperar y «que ella misma seacercara a mí».

Esta idea me encantabaextraordinariamente. He de decir algo más: aveces, parecía encenderme a mí mismo apropósito y realmente conseguía que enpensamiento y en espíritu pareciera estarenfadado con ella. Y así continuó durantealgún tiempo. Pero mi odio jamás maduró nise reafirmó en mi alma. Además, yo mismosentía como si todo aquello no fuera más queun juego. Jamás pude ver en ella a unacriminal ni siquiera cuando rompí elmatrimonio al comprar la cama y el biombo.Y no porque la juzgara como una criminal de

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un modo superficial, sino porque teníasentido perdonarla completamente, desde elprimer día, antes incluso de haber compradola cama. En una palabra, es un rasgo extrañopor mi parte, dado que desde el punto devista moral soy muy severo. Al contrario, amis ojos estaba tan vencida, humillada ydestrozada que a veces me inspiraba muchalástima, aunque a pesar de ello en ocasionesme atraía sobremanera la idea de suhumillación. La idea de esa desigualdad queexistía entre los dos, me gustaba...

Durante este invierno tuve la oportunidadde hacer unas cuantas buenas obras apropósito. Perdoné dos deudas y prestédinero a una mujer pobre sin cogerle nada acambio. No le dije nada de esto a mi esposa yno lo hice para que ella se enterara; pero lamujer misma se presentó para agradecérmeloy por poco se pone de rodillas. Así fue comose enteró; y me dio la impresión de que

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realmente se había alegrado por lo de lamujer.

Pero se acercaba la primavera, ya eranmediados de abril, se quitaron los doblesmarcos de las ventanas y el sol comenzaba ailuminar con sus vivos rayos nuestrassilenciosas habitaciones. No obstante, unvelo pendía ante mí cegándome elpensamiento. ¡Un velo fatal, terrible! No sécómo sucedió, pero de repente cayó el veloque tenía ante mis ojos y maduré y locomprendí todo. ¿Acaso fue casualidad ohabía llegado el momento preciso o el rayode sol alumbró la idea y la suposición en miaturdido pensamiento? Pues no se trataba nide la idea ni de la suposición, sino que depronto entró aquí en juego una fibra queestaba casi muerta y que comenzó a vibrariluminando toda mi alma entorpecida y miendemoniado orgullo. Parecía enteramenteque de golpe pegaba un salto. Esto ocurrióde improviso e inesperadamente. Tuvo lugar

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al atardecer, a eso de las cinco de la tarde,después de comer...

De pronto cae el velo

Dos palabras antes de comenzar. Hacía yaun mes que me había percatado de su extrañoensimismamiento, y no es que estuvieracallada, sino pensativa. También de eso me dicuenta enseguida. Estaba sentada a la mesa detrabajo, con la cabeza inclinada para coser, yno se dio cuenta de que yo la miraba. Depronto en aquel momento me sorprendióverla tan delgada y frágil, con la cara pálida ylos labios blanquecinos; todo ello, enconjunto, así como su ensimismamiento, mesacudió de repente. Anteriormente me habíapercatado de su tos suave y seca,especialmente por las noches. Me levantéenseguida y me dirigí a llamar al doctorSchreder, sin decirle una palabra.

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El doctor Schreder vino al día siguiente.Ella estaba muy sorprendida y tan prontomiraba al doctor como a mí.

–Si estoy bien de salud –dijo ella,esbozando una leve sonrisa.

Schreder no la examinó detenidamente(estos médicos a veces son demasiadonegligentes) y en otra habitación se limitó adecirme que todo aquello era a consecuenciade la enfermedad y que al llegar la primaverasería conveniente hacer algún viaje a la playao, en todo caso, simplemente fijar laresidencia en la casa de campo. Resumiendo,no dijo nada, excepto que tenía debilidad oalgo similar. Cuando Schreder se hubomarchado, ella de pronto me dijo,mirándome con excesiva seriedad:

–Estoy completamente sana.Pero, al decirlo, al instante se sonrojó, al

parecer de vergüenza. Debe ser que le dabapudor. ¡Oh! Ahora lo comprendo: sentíavergüenza de que todavía fuera su marido y

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de que me preocupara por ella, como si aúnfuera un auténtico marido. Pero entonces yono lo había comprendido y atribuía elsonrojo a su timidez. (¡El velo!)

Y he aquí que, después de aquello, uno deesos luminosos días del mes de abril, a lascinco de la tarde, yo estaba sentado en miestablecimiento recogiendo la caja y depronto oí cómo desde nuestra habitación,sentada a su mesa de trabajo, ella empezó acantar en voz muy bajita. Esa novedad mecausó una gran impresión, cosa que sigo sincomprender hasta hoy día. Hasta entoncescasi nunca la había oído cantar, excepto alprincipio, cuando la traje a casa y cuando aúnhacíamos travesuras, disparando al blancocon el revólver. Por aquel entonces su voztodavía era bastante fuerte, sonora y, aunquealgo insegura, muy agradable y sana. Sinembargo, en aquella ocasión su cancioncillasonaba débil, y no porque fuera triste (erauna romanza), sino porque su voz parecía

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quebrarse, romperse, como si no diera de sí yla propia canción estuviera enferma. Cantabaa media voz, y de repente, al elevar el tono, lavoz se le quebró. Daba tanta lástima queaquella vocecilla se quebrara de aquel modo...Tosió un poco y de nuevo arrancólentamente a cantar.

¡Podrán burlarse por mi preocupación,pero jamás nadie entenderá por qué me habíapreocupado! No, yo aún no sentía lástimapor ella, sino que se trataba de algún otrosentimiento. Al principio, al menos, durantelos primeros minutos, me sentí perplejo yextrañamente sorprendido; era una sensaciónterrible y rara, enfermiza, que rayaba en lavenganza: «¡Está cantando, y delante demí!». ¿Acaso se había olvidado de mí?

Conmovido, me quedé clavado en el sitio;después, me levanté de golpe, cogí elsombrero y salí, como si no supiera lo quehacía. Al menos no sabía adónde me dirigía

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ni tampoco para qué. Lukeria me alcanzó elabrigo.

–¿Está cantando? –le dijeinvoluntariamente a Lukeria. Me miró sincomprender nada y continuó mirándome;por lo demás, yo realmente resultabaincomprensible.

–¿Es la primera vez que canta?–No. Canta, a veces, cuando usted no está

–respondió Lukeria.Lo recuerdo todo. Bajé la escalera y salí a la

calle sin saber adónde me dirigía. Lleguéhasta la esquina y me puse a mirar hacia unpunto indefinido. Por allí pasaba muchagente y me empujaban sin que yo sintieranada. Llamé a un cochero y le dije que mellevara al puente del Policía, sin saber elmotivo. Pero después, de pronto, cambié deopinión y le di una moneda de veinte cópecs:

–Toma, por las molestias –le dije,sonriéndole sin motivo alguno, pero

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sintiendo dentro de mi corazón una especiede entusiasmo.

Me di la vuelta para regresar a casa y aceleréel paso. La pobre nota quebrada de su voz,de repente, volvió nuevamente a sonar en mialma. Estaba estremecido. ¡El velo se me caíade los ojos! Si se había puesto a cantardelante de mí, significaba que se habíaolvidado de mí: eso es lo que resultaba claroy terrible. Y eso lo sentía el corazón. Pero elentusiasmo brillaba en mi alma, superando elmiedo.

¡Oh, ironía del destino! Durante todo elinvierno no sentí nada en mi alma, ni podíahacerlo, excepto aquel entusiasmo, pero¿dónde estaba yo durante todo ese tiempo?;¿era yo dueño de mi alma? Subí la escaleraapresuradamente y no sé si entré tímidamenteo no. Sólo recuerdo que todo el suelo parecíaondearse y que yo parecía deslizarme por elagua. Entré en la habitación; ella estabasentada en el mismo sitio de antes, estaba

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cosiendo con la cabeza gacha, aunque ya nocantaba. Me echó una mirada rápida eindiferente, aunque no se trataba de la miradaen sí, sino de un gesto corriente y frío, que sehace cuando alguien entra en la habitación.

Me acerqué directamente y me senté a sulado en la silla, como si estuviera trastornado.Me echó una mirada fugaz, igual que si sehubiera asustado: la cogí de la mano y norecuerdo lo que le dije, es decir, lo que lequise decir, porque ni siquiera articulabacorrectamente las palabras. Mi voz sequebraba sin obedecerme. Además, no sabíaqué decir y estaba completamente sofocado.

–¡Tenemos que hablar...! ¿Sabes? ¡Dimealgo! –exclamé balbuciente y de un modoabsurdo. ¡Oh! ¿Estaba en mi juicio? Ella denuevo se estremeció y se apartó asustadamirándome a la cara, pero de repente sus ojosexpresaron una severa sorpresa. Sí, una severasorpresa. Me miraba con los ojos muyabiertos. Esa severidad y esa sorpresa me

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dejaron abatido: «Y ¿todavía pretendes elamor?; ¿el amor?», pareció de pronto reflejarsu expresión, aunque permanecía callada.Pero yo lo había comprendido todo, todo.Mi cuerpo se estremeció y caí a sus pies. Sí,me derrumbé ante sus pies. Ella saltó, dandoun rápido respingo, pero yo la agarré conambas manos y con mucha fuerza.

¡Yo comprendía totalmente mi desolación!¡Sí, la comprendía! Pero pueden creerme queel asombro bullía en mi corazón de un modotan incontenible que creí morirme. Le besabalos pies extasiado de felicidad. Sí, de enormee infinita felicidad, y ello a pesar decomprender mi insalvable desesperación. Yosollozaba, balbucía algo, pero no podíaarticular palabra. El susto y el asombro setornaron súbitamente en ella en unpensamiento preocupado, una interrogaciónde gran trascendencia, y ella me miró de unmodo extraño, incluso salvaje, como siquisiera comprender algo lo antes posible, y

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sonrió. Estaba terriblemente avergonzada deque le besara los pies y los retiraba, pero yoal momento volvía a besar el lugar que ellahabía pisado. Al verlo, de pronto se puso areír de vergüenza (¿saben?: estas cosassuceden cuando uno ríe por la vergüenza quesiente). Estaba a punto de darle un ataque dehisteria, me di cuenta de ello, sus manostemblaban; pero yo no pensaba en ello y nocesaba de murmurar que la quería, que no ibaa levantarme, y le decía: «Deja que bese tuvestido... y que rece por ti durante toda lavida...». No sé, no lo recuerdo... pero depronto ella empezó a sollozar y a temblar; lehabía dado un terrible ataque de histeria. Lahabía asustado.

La llevé a la cama para acostarla. Cuando elataque hubo cesado, se sentó en la cama ycon aspecto desolador me cogió de las manosy me suplicó que me tranquilizara: «¡Basta,no se atormente, tranquilícese!»; y de nuevose echó a llorar. Durante toda aquella tarde

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no me había separado de ella. No cesaba dedecirle que la llevaría a Boulogne parabañarse en el mar; que iríamos enseguida,muy pronto, dentro de dos semanas; queaquella tarde había oído su vocecitaquebrada, que cerraría el establecimiento, quelo vendería a Dobronravov, que todoempezaría de nuevo y que lo más importanteera viajar a Boulogne, a Boulogne. Ella meescuchaba, pero seguía asustada. Cada vezmás. Pero lo esencial para mí no era eso, sinoque yo tenía cada vez más necesidad deecharme a sus pies y volverlos a besar; debesar la tierra que ella pisaba y rezar por ella.«Ya no te preguntaré nada, nada más», lerepetía yo a cada minuto, «no hace falta queme respondas, no repares en absoluto en mí,sólo permíteme contemplarte desde unrincón, conviérteme en un objeto tuyo, en unperrillo...». Ella lloraba.

–Y yo que creí que usted iba a dejarme así,sin más –le salió involuntariamente, tanto

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que con toda probabilidad ni ella misma sediera cuenta de lo que dijo, y mientras tanto,¡oh!, eso fue lo más importante, la expresiónmás fatalista que pudiera pronunciar y la máscomprensible para mí aquella tarde; sentícomo si me dieran una cuchillada en elcorazón. Aquello me lo aclaró todo, peromientras ella permanecía a mi lado yoalbergaba grandes esperanzas y estabaenormemente feliz. ¡Oh! Aquella tarde yo lahabía agobiado y lo comprendía, pero nocesaba de pensar que lo cambiaría todo alinstante. Finalmente, al anochecer ella sequedó completamente exhausta, la convencípara que se fuera a dormir y al momentocogió un profundo sueño. Yo esperaba quetuviera delirio, y lo tuvo, pero muy leve. Melevantaba por la noche casi a cada minuto, ydespacio, en zapatillas, me acercaba a mirarla.Me retorcía las manos delante de ella,mirando a ese ser enfermo, tumbado sobreesa pobre camita de hierro, que yo en su

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momento le había comprado por tres rublos.Me arrodillaba sin atreverme a besarle lospies mientras dormía (¡sin suconsentimiento!). Me ponía a rezar, pero denuevo me detenía sobresaltado. Lukeria meobservaba y no hacía más que salir de lacocina. Le dije que se acostara y que al díasiguiente las cosas empezarían a ser«completamente diferentes».

Yo creía en ello ciega, irracional yterriblemente. ¡Oh! ¡Me invadía elentusiasmo! ¡El entusiasmo! Sólo esperaba lallegada del día siguiente. Y lo más importantees que no creía que pudiera suceder desgraciaalguna, a pesar de los síntomas. El sentido nolo había recobrado por completo, a pesar dehabérseme caído el velo, y aún tardé muchotiempo en recobrarlo. ¡Oh! Hasta hoy, hastahoy mismo. Y, además, ¿cómo podíarecobrarlo? Si en aquellos momentos ellatodavía estaba viva, estaba aquí delante de mí,y yo estaba frente a ella. «Mañana se

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despertará, y yo se lo contaré todo y ella loverá todo.» ¡Así era mi razonamiento enaquellos momentos, sencillo y claro, y de ahíel entusiasmo! Lo más importante era el viajea Boulogne. No sé por qué razón no cesabade pensar que todo consistía en ir a Boulogney que allí concluiría algo definitivamente.«¡A Boulogne, a Boulogne!...» Deseabadesesperadamente la llegada del día siguiente.

Lo comprendo demasiado

¡Pero si todo eso ocurrió hace sólo unosdías!; cinco días, tan sólo cinco. ¡Sucedió elmartes pasado! No, no, sólo se necesitaba unpoco más de tiempo, sólo habría habido queesperar un poquito más y yo hubieradispersado el misterio. Pero ¿acaso ella no sehabía tranquilizado? Al día siguiente ya meescuchó sonriente, sin reparar en laturbación... Pero lo más importante es que

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durante todo ese tiempo, durante esos cincodías, ella se sentía confusa o turbada. Y teníamiedo, mucho miedo. No voy a discutirlo, nia llevar la contraria como un demente: ellatenía miedo, pero ¿cómo podía no tenerlo? Sihabía pasado mucho tiempo desde que nosconvertimos en unos extraños el uno para elotro y nos habíamos distanciado, y ahoratodo esto... ¡Yo no reparaba en su miedo, meiluminaba la nueva situación!... Eraindudablemente cierto que había cometidoun error. Incluso hubo, probablemente,muchos errores. Al día siguiente cuando mehube despertado, ya desde por la mañana(eso ocurrió el miércoles), cometí otro error:empecé a tratarla como a una amiga. Me habíaapresurado demasiado, pero la confesión eranecesaria, era preciso hacerla. ¡Qué menosque una confesión! Ni siquiera obvié aquelloque había estado ocultando de mí mismodurante toda la vida. Le dije claramente quedurante todo el invierno había estado

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completamente convencido de su amor. Leexpliqué que la casa de empeños no era másque la decadencia de mi voluntad y miinteligencia, una idea personal deautoflagelación y autobombo. Le expliquéque por aquel entonces, cuando estaba en elbar, realmente me acobardé, debido a micarácter y a mi aprensión; la situación y el barme dejaron estupefacto; que la idea de cómopodía salir yo de aquella situación, y de si noquedaría en ridículo, me dejó estupefacto;que no me acobardó el duelo, sino quepodría resultar ridículo... y que después yano quería reconocerlo y martirizaba a todos,incluida ella, y que me había casado con ellapara martirizarla por lo sucedido. En general,la mayor parte del discurso lo mantuve comosi estuviera delirando. Ella misma me cogióde las manos y me rogó que lo dejara: «Estáusted exagerando... exagerando», y de nuevose ponía a llorar, a punto de darle de nuevootro ataque de nervios. No cesaba de

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suplicarme que no dijera nada de aquello yque no lo recordara.

Yo no reparaba en sus ruegos o lesprestaba poca atención: ¡la primavera,Boulogne! Allí habría sol, un nuevo solbrillaría para nosotros; eso era lo que repetíasin cesar. Cerré la casa de empeños, y traspaséel negocio a Dobronravov. Le propuse derepente entregárselo todo a los pobres,excepto los tres mil rublos básicos, que habíaheredado de mi madrina, con los queharíamos el viaje a Boulogne, y que despuésregresaríamos y comenzaríamos una nuevavida de trabajo. Así lo dispusimos, porqueella no dijo nada... sino que se limitó asonreír. Y creo que sonrió únicamente parahacerme un cumplido, para no disgustarme.Pero si yo me daba perfectamente cuenta deque le resultaba una carga; no se crean quesoy tan estúpido y egoísta como para noverlo. Lo veía todo, todo hasta el último

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detalle; lo veía y lo sabía mejor que nadie;¡todo mi desconsuelo era visible!

Le hablaba sin parar sobre mí y sobre ella.También de Lukeria. Le conté que habíallorado... ¡Oh, sí! Cambié de conversación yprocuraba no recordar algunas cosas. Inclusoella, una o dos veces, pareció revivir. ¡Sí, lorecuerdo, lo recuerdo! ¿Por qué dicenustedes que yo miraba sin ver nada? Y si estono hubiera ocurrido, todo habría resucitado.Pero si hace tres días, cuando tuvimos laconversación sobre la lectura y lo que habíaleído durante el invierno, mientras reía merelató la escena de Gil Blas con el Arzobispode Granada. ¡Y con qué risa más infantil ytierna, como cuando éramos novios! (¡Fueun instante, un instante! ¡Pero qué feliz mesentí!) Me sorprendió sobremanera, dicho seade paso, lo del Arzobispo, pues durante elinvierno; mientras leía, debió sentirse feliz ycon paz de espíritu para reírse con aquellaobra maestra. Debía de ser que ya se había

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tranquilizado completamente, convencida deque la iba a dejar así. «¡Y yo que creía queusted simplemente me iba a dejar así!»: esofue lo que ella pronunció aquel martes. ¡Oh,un pensamiento de niña de diez años! Yademás creía realmente que de hecho todoquedaría como estaba: que ella se estaríasentada a su mesa y yo a la mía y quellegaríamos así los dos hasta los sesenta. Y, derepente, me acerco: ¡soy el marido, y elmarido necesita amor! ¡Oh! ¡Qué error y quéceguera la mía!

También fue un desacierto que la miraracon entusiasmo. Debí contenerme, pues elentusiasmo la asustó. Ya me había dominadoy no le besaba los pies. Y ni una sola vez le dimuestras de que... bueno, de que era sumarido. ¡Oh!, ni siquiera lo pensaba, sinoque sólo rezaba. ¡Si era imposible estarcompletamente callado, sin decir nada! Leexpresé que disfrutaba con su conversación yque la consideraba bastante más instruida y

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evolucionada que yo. Ella se sonrojó muchoy, confusa, me dijo que estaba exagerando.En ese momento cometí una tontería y sinpoder contenerme le dije lo entusiasmadoque me sentí cuando escuché detrás de lapuerta el desafío entre su inocencia y aquelbicho, y de cómo disfruté de su inteligencia,que no perdía su ingenuidad infantil. Parecióestremecerse toda, balbuciendo de nuevo queestaba exagerando, pero de golpe todo surostro se ensombreció; se tapó la cara con lasmanos y se puso a sollozar... En aquelmomento, no pude resistirme: de nuevo caí asus pies, y otra vez me puse a besarlos, ynuevamente la cosa terminó con un ataque denervios, al igual que sucedió el martes. Estoocurrió ayer por la tarde, pero por lamañana...

¡Por la mañana! Pero ¡qué insensato, si lode la mañana ha sido hoy, no hace mucho, nohace nada!

Escuchen y procuren comprender el fondo

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de la cuestión: cuando nos reunimos hoypara tomar el té junto al samovar (y estosucedió después del ataque de ayer), mesorprendió su tranquilidad. ¡Así fue! Y yoque había estado temblando toda la nochepor lo sucedido ayer... De repente se acercó amí, se paró enfrente con los brazos cruzados(¡hace muy poco, muy poco!) y se puso adecirme que era una criminal, que eraconsciente de ello y que esto la llevabamartirizando todo el invierno y que aúnseguía haciéndolo... que valorabasobremanera mi generosidad... Me dijo que«sería una esposa fiel, y que me respetaría...».En ese momento, de un salto me puse de piey la abracé desesperadamente. La besé, besésu rostro, sus labios, como un marido trasuna larga separación. Y ¿por qué me hube demarchar después un par de horas... para hacernuestros pasaportes para ir al extranjero...?¡Oh, Dios mío! ¡Si hubiera regresado sólocinco minutos antes...! Y al regresar todo ese

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gentío ante nuestros portones, esas miradasclavadas en mí... ¡Oh, Dios mío!

Ahora habla Lukeria (¡oh!, ahora por nadadel mundo dejaré marchar a Lukeria, ella losabe todo, estuvo durante todo el inviernocon nosotros; me lo contará todo). Ella medijo que cuando yo hube salido de casa, sólounos veinte minutos antes de que regresara,ella de pronto entró en nuesta habitación,donde estaba la señora, para preguntarle algo,no lo recuerdo bien, y vio que ella habíasacado su icono (el de la virgen), que estabapuesto sobre la mesa, y que la señora parecíahaber estado rezando ante la imagen hacíaunos instantes. «¿Qué le sucede, señora?», lepreguntó. «Nada, Lukeria, puedesmarcharte... Espera, Lukeria», le dijo, se leacercó y le dio un beso. «¿Es usted feliz,señora?» «Sí, Lukeria.» «Hace tiempo que elseñor debía haberle pedido perdón... Graciasa Dios han hecho ustedes las paces.» «Estábien, Lukeria, vete», y sonrió de un modo un

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tanto raro. Sonrió de una manera tan extrañaque Lukeria regresó de nuevo al cabo de diezminutos para verla. «Estaba apoyada en lapared, junto a la misma ventana, con la manoapoyada en la pared y la cabeza apretadacontra la mano, estaba de pie y pensativa. Seencontraba tan ensimismada en suspensamientos que no se dio ni cuenta de queyo la observaba desde otra habitación. Lamiro y veo que parece sonreír, pensativa, depie y sonriendo. La miré, me di la vueltadespacito y salí confusa, cuando de repenteoí cómo se abría una ventana. Al instante medi la vuelta para decirle “señora, hace frío,tenga cuidado, no se constipe”, y de prontovi que estaba de pie sobre el alféizar de laventana abierta de par en par, de espaldas amí y con el icono entre las manos. Micorazón dio un vuelco y exclamé: “¡Señora,señora!”. Ella me oyó, pareció querer darse lavuelta hacia mí, pero no lo hizo, sino que dio

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un paso hacia delante y ¡se lanzó por laventana con la imagen pegada al pecho!»

Sólo recuerdo que, cuando entré por losportones, su cuerpo aún estaba caliente. Lomás importante es que todas las miradas seclavaron en mí. Al principio gritaban y degolpe se callaron, mientras se apartaban paraabrirme paso, y... ella yacía en el suelo con elicono. Entre tinieblas recuerdo que meacerqué a ella en silencio y me quedé un largorato mirándola, que todos me rodearondiciéndome algo. Lukeria estaba allí, pero yono la veía. Me dijo que habló conmigo. Sólorecuerdo a aquel hombre que parecía unpequeñoburgués, que no paraba de gritarme:«¡Le brotó una bocanada de sangre por laboca! ¡Una bocanada de sangre!», mientrasseñalaba la sangre que había en la piedra.Creo que toqué la sangre con el dedo; lomanché, miré el dedo (eso lo recuerdo), y elhombre no cesaba de repetirme: «¡Unabocanada, una bocanada!».

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–Pero ¿qué es eso de la bocanada? –gritéyo, según me dijeron, y con todas misfuerzas me lancé sobre él...

–¡Oh, qué salvajada, qué salvajada! ¡Esincomprensible! ¡Es inverosímil! ¡Imposible!

Llegué sólo cinco minutos tarde

O ¿acaso no es así? ¿Acaso resultaverosímil? ¿Es posible decir que ello pudohaber sucedido? ¿Por qué? ¿Para qué hamuerto esta mujer?

¡Oh, créanme que lo comprendo! Pero, apesar de todo, la cuestión de «¿por qué hamuerto?» sigue en pie. Le dio miedo mi amory se planteó seriamente si debía aceptarlo ono, prefiriendo antes morir que soportar eldilema. Lo sé, lo sé, no hay que romperse lacabeza: había hecho demasiadas promesas, seasustó porque era difícil cumplirlas. Es

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evidente. Y aquí concurren varios aspectosabsolutamente horribles.

Porque ¿para qué ha muerto?; a pesar detodo la pregunta sigue en pie. La pregunta nohace más que golpearme el cerebro. Yo habríapodido dejarla así, si ella hubiera queridoque las cosas quedaran así. ¡Pero ella noquiso creerlo! ¡Ésa es la cuestión! No, no,estoy mintiendo, en absoluto se trata de eso,sino de que ella había de ser honestaconmigo: si se trataba de amarme, tenía quehacerlo plenamente y no como hubieraamado al tendero. Pero, como era demasiadocasta y pura para conformarse con el tipo deamor que necesitaba el tendero, no quisoengañarme. No quiso engañarme con unamitad o una cuarta parte de amor queaparentara un amor verdadero. ¡Ha sidodemasiado honesta, eso es! ¿Recuerdanustedes que yo sólo quería inculcarle quefuera generosa de corazón? Extraña idea.

Tengo una gran curiosidad: ¿me respetaba

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realmente? No sé si me despreciaba o no. Nocreo que me despreciara. Es muy raro quedurante todo el invierno no me diera porpensar que podía despreciarme. Hasta elúltimo minuto estaba completamenteconvencido de todo lo contrario, hasta elmomento en que me miró severamentesorprendida. Eso es, severamente. En aquelmomento comprendí al instante que ella medespreciaba. ¡Lo comprendí irremisiblementey por los siglos de los siglos! ¡Ay, que medespreciara durante toda la vida, pero quesiguiera viviendo, viviendo! Hace un ratoandaba, hablaba. ¡No puedo comprendercómo pudo arrojarse por la ventana! Y¿cómo podía yo suponérmelo incluso cincominutos antes? Llamé a Lukeria. ¡Ahora nodejaré por nada del mundo que Lukeria semarche!

¡Oh, cabía la esperanza de unacercamiento! Sólo que durante el inviernonos distanciamos mucho el uno del otro,

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pero ¿acaso no era posible acostumbrarnosde nuevo? ¿Por qué, por qué razón nopodíamos los dos acercarnos el uno al otro ycomenzar otra vez una nueva vida? Unascuantas palabras más, un par de días, sólo eso,y ella lo comprendería todo.

Pero lo más importante, lo más triste, esque se trata de un incidente: un incidentesimple, bárbaro y fortuito. ¡Eso es lo triste!¡Llegué sólo cinco, cinco minutos tarde! Dehaber regresado yo cinco minutos antes,aquel instante habría pasado de largo, comouna nube, y ya nunca más le habría dado porpensar en ello. Y la cosa habría terminadocon que ella lo hubiera comprendido todo. Yahora, de nuevo, las habitaciones están vacías,de nuevo estoy solo. Ahí está el péndulo delreloj, que no tiene nada que hacer y nada dequé lamentarse. No hay nadie, ¡ésa es ladesgracia!

No paro de dar vueltas y más vueltas. Losé, lo sé, no es necesario que me lo digan: les

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hace gracia que me queje de lo sucedido y delos cinco minutos. Pero si eso es unaevidencia. Dense cuenta de que ni siquieradejó una nota que dijera: «No culpo a nadiede mi muerte», como lo hacen todos. No sele ocurrió reparar en que incluso podríanacusar a Lukeria, alegando que «estaba a solascon ella y podría haberla empujado». Lahabrían atormentado sin tener culpa alguna,de no ser por las cuatro personas que vierondesde sus ventanas cómo estaba de pie sobreel alféizar y ella misma se arrojaba por laventana con el icono entre las manos. Pero sitambién el hecho de que la gente la viera esuna casualidad. No, todo ello es un instante,sólo un instante de inconsciencia. Algorepentino y una ráfaga de fantasía. ¿Quéimporta que rezara delante del icono? Eso nosignifica que lo estuviera haciendo antes demorir. Todo aquel instante duró,probablemente, un total de diez minutos;tomó la decisión cuando estaba junto a la

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pared con la cabeza apoyada en la mano ysonriendo. La idea se le pasó por la cabeza, lamareó y fue incapaz de contenerse frente aella.

Aquí hay un error clarísimo, piensen loque quieran. Conmigo aún podía vivir. Y ¿sise diera el caso de que tuviera una anemia?¿Sencillamente, anemia; desgaste de la energíavital? Estaba fatigada tras todo el invierno,eso es...

¡¡¡Llegué tarde!!!¡Qué delgadita está dentro del ataúd y

cómo se le ha afilado la naricilla! Las pestañastienen forma de flechas. ¡Y cuando cayó nose rompió nada, ni se le aplastó nada!Únicamente esa «bocanada de sangre». Esdecir, una cucharadita. Una conmocióninterna. Qué idea más extraña: si se pudierano enterrarla... Porque si se la llevan,entonces... ¡Oh, no! ¡Es prácticamenteimposible que se la lleven! ¡Oh! Pero si yo séque se la tienen que llevar, no estoy loco ni

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estoy delirando en absoluto, al contrario,jamás he tenido la mente más lúcida. Pero¿cómo es posible que no haya nadie en casa?De nuevo esas dos habitaciones, y yo solocon las prendas empeñadas. ¡Delirio, delirio,esto sí que es un delirio! ¡Simplemente la heatormentado! ¡Eso es!

¿De qué me sirven ahora vuestras leyes?¿Qué me importan vuestras costumbres,vuestros usos, vuestra vida, vuestro gobiernoy vuestra fe? Que me juzgue vuestro juez,que me conduzcan al juzgado, a vuestrojuzgado público, y yo le diré que noreconozco nada. El juez exclamará: «¡Cállese,oficial!». Y yo le responderé gritando:«¿Dónde está ahora esa fuerza que tiene paraobligarme a obedecer? ¿Por qué la tenebrosarutina tuvo que destrozar aquello que me eratan preciado? ¿Para qué necesito ahora susleyes? Yo me desentiendo». ¡Oh, me daigual!

¡Está ciega, está ciega! ¡Está muerta y no

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oye! ¡No sabes qué paraíso ceñiría yo entorno a ti! ¡El paraíso estaba en el interior demi alma y yo lo hubiera plantado alrededorde ti! Bueno, aunque tú no me quisieras, queasí fuera, ¿qué le vamos a hacer? Que todocontinuara igual y siguiera del mismo modo.Me hubieras contado las cosas como a unamigo y seríamos felices y nos reiríamos dealegría, mirándonos a los ojos. Y viviríamosasí. Y en caso de que te enamoraras de otro,¡pues, bueno!, ¡bueno! Irías con él y te reiríasy yo os contemplaría desde la otra acera de lacalle... ¡Oh, me da igual todo, pero que abralos ojos una sola vez! ¡Por un instante, unosolo! ¡Que me mire como hace poco, cuandoestaba frente a mí y juraba que sería unamujer fiel! ¡Oh, con una sola mirada, loentendería todo!

¡Oh, la rutina! ¡Oh, la naturaleza! ¡Lagente está sola en la tierra, ésa es la desgracia!«¿Hay alguien vivo en el campo?», grita elHércules ruso. También lo grito yo, que no

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soy un Hércules, y nadie me responde. Dicenque el sol vivifica el universo. Miren el solcuando sale, ¿acaso no es un cadáver? Todoestá muerto y por todas partes hay cadáveres.Sólo hay gente y, alrededor de ellos, silencio,¡eso es la tierra! «¡Amaos los unos a losotros!» ¿Quién dijo eso? ¿De quién es ellegado? El péndulo del reloj golpea sinsentimientos, desagradablemente. Son las dosde la noche. Sus botas están junto a su camitacomo si la estuvieran esperando... No, ahoraen serio, mañana cuando se la lleven, ¿quéserá de mí?

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Dos suicidios(Dva Samoubiistva, 1876)

No hace mucho tuve ocasión de hablar conuno de nuestros escritores (un gran artista)sobre la vis cómica en la vida y la dificultadde determinar el fenómeno y denominarlocon la palabra exacta. Precisamente por ello,le señalé que hacía cuarenta años que habíaleído El mal de la razón, y que sólo este añohabía comprendido debidamente a uno delos tipos más claros de esa comedia: aMolchalin, y lo comprendí exactamentecuando él, es decir, el escritor con el quedepartía, me explicó la personalidad deMolchalin al revelar uno de sus rasgos mássatíricos. (Sobre Molchalin aún tendré

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ocasión de hablar, por ser un temaadmirable.)

–Y ¿sabe una cosa? –me dijo miinterlocutor, a quien al parecer desde hacíatiempo le impresionaba profundamente suidea–. ¿Sabe una cosa? Que por mucho queescriba, por mucho que se realce y se describaen una obra literaria, jamás podrá éstaequipararse a la realidad. Usted por ejemplocree haber alcanzado en la obra lo máscómico de una realidad sobradamenteconocida; cree que ha captado su rasgo másdeforme. Pues ¡de ninguna manera! ¡Almomento la realidad le presentará en esamisma naturaleza un aspecto que usted niimaginaba, y superará aquello que su propiaobservación e imaginación pudo crear...!

De eso ya me había percatado yo en el año1846, cuando empecé a escribir, yprobablemente incluso antes; y este hecho mesorprendió en más de una ocasión, lo que medejó perplejo acerca de lo beneficioso que

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pudiera resultar el arte ante tan evidenteimpotencia. Observen un hecho cualquierade la vida real, que no tiene por qué serbrillante al primer golpe de vista, y sólo si sedispone de suficiente capacidad, y se es unbuen observador, se descubrirá en él talprofundidad, que ni el propio Shakespeare laposee. La cuestión estriba exactamente en elojo del que observa y el que tiene el talentode hacerlo. Pues se ha de ser también unartista específico no sólo para crear y escribirobras literarias, sino para reparar en un hechoconcreto. Para un observador todos losfenómenos de la vida transcurren con lasencillez más conmovedora y resultan tancomprensibles que no plantean nada y nadaes necesario pensar ni observar. Sin embargo,los mismos fenómenos le darán a otroobservador tanto material (lo que sucede enno pocas ocasiones) que se quedará exhaustopor sintetizarlos y simplificarlos, ordenarlosdebidamente hasta darles forma, hasta

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recurrir a otro tipo de simplificaciónpegándose un tiro en la frente para apagar deuna vez su doliente inteligencia junto contodas las interrogantes. Esto sólo son doscuestiones contrarias, pero entre ellas tienecabida todo el sentido humano. Lo que esevidente es que jamás podremos agotar todoel fenómeno, ni llegar desde su principio alfin. Sólo conocemos la esencia que transcurreaparentemente, y aun así muy por encima, yaque los comienzos y los finales, todo ello demomento, son para el hombre algofantástico.

A propósito, uno de los corresponsalesque me merecen respeto, ya en verano, mepuso al corriente de un extraño suicidio quequedó sin aclarar; yo no hacía más que quererhablar de él. En ese suicidio, todo, tanto lovisto desde dentro como desde fuera, era unenigma. Y teniendo en cuenta la naturalezahumana, intenté resolver este enigma paraquedarme «tranquilo y en paz». La suicida

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era una joven de no más de veintitrés oveinticuatro años; hija de un emigrante rusomuy conocido, nacida fuera del país. Aunquede sangre rusa, no lo parecía en absolutodebido a la educación recibida. Quierorecordar que en su momento, en losperiódicos, se habló poco de ella; pero losdetalles eran un tanto curiosos:

Empapó su bata de cloroformo, después seenvolvió con ella la cabeza y se tumbó en lacama... Y así falleció. Pero antes de morir dejóuna nota:

Je m’en vais entreprendre un long voyage. Sicela ne réussit pas qu’on se rassemble pour fêterma résurrection avec du Cliquot. Si cela réussit, jeprie qu’on ne me laisse enterrer que tout à faitmorte, puisqu’il est très désagréable de se réveillerdans un cercueil sous terre. Ce n’est pas chic!

Lo que significa:

Emprendo un largo viaje. Si el suicidio no se

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logra, que se reúnan todos para celebrar miresurrección con unas copas de Cliquot. Y si selogra, sólo ruego que me entierren completamenteconvencidos de que estoy muerta, puesto queresultaría muy desagradable despertarse metida enun ataúd debajo de la tierra. ¡Incluso podría quedarmuy vulgar!

En mi opinión, en esta desagradable ytosca ostentación, probablemente se percibanecos de indignación y rabia. Pero ¿hacia qué?Sencillamente las naturalezas vulgaresterminan suicidándose por alguna causamaterial, visible y externa, pero el tono de lanota indicaba que no había tal causa. ¿Quéera lo que la indignaba? ¿La sencillez de locotidiano, el sinsentido de la vida? ¿Sonjueces aquellos famosos que niegan la vida, yse indignan por la «estupidez» de laaparición del hombre en la tierra, de suabsurda casualidad, de la tiranía casual de larutina, con las que es imposible reconciliarse?En este punto se hace sentir precisamente el

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alma que se revuelve en contra de losfenómenos «rectilíneos», y no de quien llevaesta dirección única transmitida ya desde lainfancia en su casa paterna. Pero lo másescandaloso, claro está, es que muriera sinningún lugar a dudas. Lo más probable esque su espíritu no albergara conscientementelas así llamadas interrogantes; creíafirmemente aquello que había aprendido enla infancia. Lo que significa que muriósencillamente a causa del «frío de las tinieblasy el aburrimiento», es decir, sufriendo demanera instintiva e inconsciente.Simplemente, se le hizo irrespirable la vida,como cuando falta oxígeno.Inconscientemente el alma no soportó larectitud, e inconscientemente exigió algo máscomplejo...

Hace cosa de un mes, se publicaron entodos los periódicos petersburgueses unaslíneas con letra menuda sobre un suicidioocurrido en la capital: una joven pobre, que

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era modista, se había arrojado por la ventanadesde un cuarto piso, «por no encontrartrabajo para sobrevivir». Se señalaba que sehabía arrojado por la ventana y había caídosobre la tierra sosteniendo una imagenreligiosa entre sus manos. Esa imagen entrelas manos es un caso raro y aún desconocidoentre los suicidios. Éste es un suicidiosumiso, resignado. Aquí, al parecer, tampocohubo lamentos ni reproches: sencillamente lefue imposible vivir. «Dios no quiso», y ellamurió después de rezar. Hay ciertas cosasque, por sencillas que parezcan, cuesta dejarde pensar en ellas, porque uno pareceenteramente culpable de que sucedieran. Esaalma sumisa, que se ha suicidado, leatormenta a uno sin querer. Y fueprecisamente esa muerte la que me recordó elsuicidio de la hija del emigrante del que meenteré ya en verano. Y, sin embargo, ¡qué doscriaturas tan diferentes!, ¡como siprocedieran de dos planetas distintos! Y ¡qué

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muertes tan diferentes! Pero, si me permitenplantear una cuestión vana: ¿cuál de estasalmas sufrió más en la tierra?

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El sueño de un hombreridículo

(Son smeshnogo cheloveka, 1877)

Un relato fantástico

I

Soy un hombre ridículo. Ahora ellos mellaman loco. Y eso podría haberme supuestoun ascenso de grado, si no me siguieranconsiderando igual de ridículo que antes.Ahora no me enfado y todos me parecensimpáticos; incluso cuando se burlan de mísiguen de algún modo pareciéndomeespecialmente dulces. De buena gana mereiría con ellos –no ya de mí, sino por afectohacia ellos– si no fuera por la tristeza que

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siento cuando los miro. Y me siento tristeporque ellos desconocen la verdad, y yo sí lasé. ¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer laverdad! Pero ellos no lo entenderán. No, nolo entenderán.

Antes me angustiaba porque les parecíaridículo. Más que parecérselo lo era. Siemprefui ridículo, y lo sé probablemente desde eldía de mi nacimiento. Seguramente supe queera ridículo desde que tenía siete años.Después estudié en la escuela, más tarde en launiversidad. Y ¿qué es lo que sucedió? Puesque cuanto más estudiaba, más me convencíade que era ridículo. De modo que toda miciencia universitaria, a medida que penetrabaen ella, pareció a fin de cuentas haber existidopara demostrarme y explicarme que yo era unhombre ridículo. Lo mismo que ocurrió conla ciencia, también sucedió en la vida real. Amedida que pasaban los años se acrecentaba yafianzaba en mí la conciencia de mi ridículoaspecto, en todos los sentidos. Siempre se ha

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reído de mí todo el mundo. Pero ninguno deellos sabía, ni sospecharlo siquiera, que sihabía un hombre sobre la faz de la tierra quetenía consciencia de que era ridículo, esehombre era yo; ésta era la cuestión que másme ofendía, cosa que ellos ignoran; pero deesto sólo yo tengo la culpa: siempre he sidotan orgulloso que por nada del mundo quisereconocérselo jamás a nadie. Ese orgullocrecía en mi interior a medida que pasabanlos años, y si me hubiera permitidoreconocerme como ridículo, ante cualquierpersona, creo que al instante me habríavolado la tapa de los sesos. ¡Oh, cómo sufríaen mi adolescencia pensando que noaguantaría más y que en cualquier momentolo confesaría a mis compañeros! Pero desdeque me hice joven, y a pesar de ir tomandolentamente conciencia de mi horriblecualidad, no sé por qué, me sentí másaliviado. Y digo que no sé por qué, pueshasta hoy día no he encontrado la razón.

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Puede que fuera por aquello de que en mialma crecía una terrible melancolía debido aun hecho, que era infinitamente superior amí; para ser más exactos, se había apoderadode mí la única convicción de que en elmundo todo daba igual. Lo veníapresintiendo desde hacía ya tiempo, pero laconvicción completa se me presentó depronto el último año. De repente sentí queme daba igual que existiera el mundo o queno existiera en absoluto. Comencé a percibircon todo mi ser que nada existía a mialrededor. Al principio creí que, a pesar detodo, en otros tiempos hubo muchas cosas,pero más tarde llegué a la conclusión de quetampoco antes las hubo, de que todo era unailusión. Poco a poco me fui convenciendo deque jamás existiría nada. Entonces de prontodejé de enfadarme con la gente, y apenas mepercataba de ellos. La verdad es que esoafloraba incluso en las nimiedades másinsignificantes; por ejemplo, iba por la calle y

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me chocaba con la gente. Y no era porquefuera ensimismado y pensativo: no tenía nadaen que pensar; por aquel entonces dejé depensar completamente: todo me daba igual.Si al menos hubiera resuelto algún problema;pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había!Pero todo me daba igual, y todos losproblemas se apartaban de mí por sí solos.

Fue después cuando conocí la verdad. Laconocí en noviembre del año pasado;concretamente, el tres de noviembre, y desdeaquel momento recuerdo cada instante de mivida. Ocurrió en un anochecer lúgubre, elmás lóbrego que puede haber. Iba de regresoa casa, alrededor de las once de la noche, yrecuerdo haber pensado exactamente que nopodía hacer un tiempo más funesto. Inclusoen el aspecto físico. Durante todo el día habíaestado lloviendo a cántaros una lluvia fría,siniestra y terrible; recuerdo que inclusoresultaba hostil a la gente; y de pronto, a lasonce de la noche, dejó de llover y se empezó

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a sentir una humedad espantosa, máspegajosa y fría que cuando llovía, todo ellodesprendía una especie de vapor, que salía detodos los empedrados de la calle y loscallejones cuando se mira en su interior desdeuna cierta distancia. Y de repente, se mefiguró que, de haberse apagado todas lasfarolas de gas, sería menos espeluznante, yaque con el gas alumbrando yproporcionando luz hacía que el corazón sesintiera más triste, porque alumbraba todoeso. Ese día apenas comí, y desde la primerahora de la tarde estuve en casa de uningeniero, junto a otros dos compañerossuyos. Estuve completamente callado y creoque les aburrí. Hablaban sobre un temaapasionante, y en un momento inclusollegaron a acalorarse. Pero el tema lesresultaba indiferente, yo ya me habíapercatado de ello, y se enzarzaron en vano.De pronto les dije: «Señores, si a ustedes lesda igual todo». Ellos no se ofendieron, pero

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se rieron de mí. Debe ser porque lo que dijefue sin intención alguna, sino únicamenteporque a mí todo me daba igual. Sepercataron de que a mí todo me daba igual, yeso les hizo gracia.

Cuando de regreso a casa, en la calle, penséen las farolas de gas, miré hacia el cielo. Hacíauna noche terriblemente oscura, pero enalgunos trozos se podían distinguir conclaridad las nubes despedazadas, y entre ellasunas insondables manchas negras. De golpe,en una de esas manchas, reparé en unaestrellita, y la miré fijamente. Sucedió porquela estrellita me había insinuado una idea: mehabía propuesto suicidarme aquella noche.Desde hacía dos meses me rondaba la cabezaaquella idea fija, y, a pesar de mi penosasituación económica, me compré unespléndido revólver y lo cargué aquel mismodía. Desde entonces ya habían transcurridodos meses, y el revólver todavía permanecíaen el cajón; y tanta era mi indiferencia que se

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me ocurrió posponerlo hasta encontrar elmomento en que no todo me diera igual; nosé por qué razón. Y de ese modo, duranteesos dos meses, cada noche cuando regresabaa casa, pensaba que iba a suicidarme. Nohacía más que esperar el momento oportuno.Y he aquí que esa estrellita me dio la idea, yme propuse que eso debía sucederirremisiblemente aquella noche. Sin embargo,ignoro la razón por la que la estrellita me diola idea.

Y justo cuando estaba mirando al cielo, derepente una niña me agarró por el codo. Lacalle estaba prácticamente desierta y apenashabía transeúntes. A lo lejos, sobre elpescante, dormitaba un cochero. La niñatendría unos ocho años. Llevaba un pañueloen la cabeza y un vestidito. Estabacompletamente empapada, y se me quedaronespecialmente grabadas sus botas mojadas yrotas, que aún recuerdo: me llamaron laatención especialmente. La niña comenzó a

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tirarme del codo y a llamarme. No lloraba,pronunciaba entrecortadamente algunaspalabras, que no lograba articular bien,porque tiritaba y tenía escalofríos yconvulsiones. Estaba horrorizada por algo ygritaba desesperadamente: «¡Mamita,mamita!». Yo giré la cabeza hacia ella, y sindecirle palabra continué andando; pero laniña siguió corriendo detrás de mí tirándomedel brazo. Su voz tenía el tono dedesesperación de los niños cuando están muyasustados. Conozco ese tono. Y aunque nollegara a articular y terminar las palabras,comprendí que su madre se estaba muriendoen algún lugar, o que algo por el estilo estaríasucediendo para que la niña saliera corriendoa llamar a alguien, o encontrar algo, con talde ayudar a su madre. Pero yo no fui tras ella;antes al contrario, de pronto se me pasó porla cabeza la idea de espantarla y echarla. Alprincipio le dije que buscara al guardiamunicipal. Pero ella juntó las manitas y,

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sollozando y ahogándose, continuócorriendo a mi lado sin apartarse de mí. Fueentonces cuando di una patada en el suelo ylancé un grito. La niña sólo exclamó:«¡Señor, señor...!»; pero de repente me dejó,y al momento cruzó la calle: en la otra acerahabía un transeúnte, y al parecer la niña mehabía dejado para salir corriendo tras él.

Subí al quinto piso en el que vivo. Vivo enuna habitación de alquiler. Es mísera ypequeña, con un ventanuco semicircular, dedesván. Tengo un sofá cubierto con un hule,una mesa llena de libros, dos sillas y unsillón, viejo a más no poder; pero eso sí, deestilo volteriano. Me senté, encendí una velay me puse a meditar. Al lado, en otrahabitación, detrás del tabique, continuaba lajuerga. Llevaban así ya tres días. Allí vivía uncapitán retirado, que tenía invitados –unosseis troneras– que bebían vodka y jugaban alas cartas con unos viejos naipes. La nocheanterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se

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habían tirado de los pelos durante un buenrato. La casera quiso presentar una denuncia,pero le tiene mucho miedo al capitán. Apartede nosotros, en otra habitación, vive dealquiler una señora muy bajita y delgada,mujer de un militar, que había venido a lapensión con tres niños que enfermaron allí.Tanto ella como los niños temían al capitánhasta más no poder, y se pasaban la nochetiritando y santiguándose; el más pequeñohasta tuvo una especie de ataque por el miedoque le daba el capitán. Sé que ese tal capitánpara a la gente en la avenida Nevski parapedir limosna. No le admiten para prestarservicio, pero es cosa extraña (y por eso locuento), pues durante todo el mes, desde queél se alojó aquí, no me contrarió en absoluto.Desde el principio rehuí cualquier contactoamistoso con él, y, además, desde el primerdía él mismo se aburrió conmigo, y por másque puedan gritar al otro lado del tabique, ypor más gente que pueda haber allí, a mí

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siempre me resulta indiferente. Permanezcotoda la noche sentado, y la verdad es que nilos oigo, hasta tal punto me abstraigo y meolvido de que están allí. No me duermo entoda la noche hasta el amanecer; y así hatranscurrido ya un año. Durante la nocheentera estoy sentado en el sillón, delante de lamesa sin hacer nada. Los libros los leo sólodurante el día. Permanezco sentado y nisiquiera pienso, sino que dejo que algunasideas me ronden, y yo las dejo vagar a sulibertad. Durante la noche se gasta toda lavela.

Me senté despacio junto a la mesa, saqué elrevólver y lo puse delante de mí. Cuando locoloqué, recuerdo que me hice una preguntaa mí mismo: «¿Ha de ser así?», ycompletamente convencido me dije: «Así hade ser». Es decir, me suicidaré. Sabía queprobablemente me suicidaría aquella noche,pero ignoraba cuánto tiempo permaneceríaasí sentado junto a la mesa. Y sin duda alguna

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me habría dado un tiro en la cabeza, de no serpor aquella niña.

II

Ya lo ven: aunque todo me daba igual, yo–por poner un ejemplo– sentía dolor. Dehaberme dado alguien un golpe, habríasentido dolor. Y lo mismo sucedía en elsentido moral: si hubiera ocurrido algo muypenoso, habría sentido la pena de igual modoque entonces, cuando todavía no todo en lavida me resultaba indiferente. Hacía un ratohabía sentido compasión: podía haberayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé?Pues por una idea que me asaltó: cuando ellame estaba tirando del brazo y me llamaba, seme planteó una cuestión que no puderesolver. La pregunta era ociosa, y eso meenfureció. Me enfadé porque si ya habíatomado la decisión de acabar con mi vida

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aquella misma noche, entonces todo cuantoahora me rodeara debía serme más indiferenteque nunca. ¿Por qué razón sentí de prontoque no todo me resultaba indiferente, y quesentía compasión hacia aquella niña?Recuerdo que me provocó mucha lástima;incluso, hasta producirme un dolor extraño,absolutamente inverosímil dada mi situación.Es cierto que no sé expresar aquelsentimiento mío pasajero, pero éste continuócuando me encontré ya en casa y me hubesentado a la mesa completamente alteradocomo hacía tiempo que no lo estaba. Unareflexión sucedía a otra. Se me presentaba contoda claridad que si yo era una persona, yaún no me había convertido en un cero, yhasta que ello sucediera, en tal caso, estabavivo, y por consiguiente era capaz de sufrir,enfadarme y experimentar la vergüenza pormis actos. Que así fuera. Pero si me suicidara,por ejemplo, al cabo de dos horas, ¿quéimportancia tendrían para mí la niña, la

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vergüenza, y todo cuanto hubiera en elmundo? Si yo iba a convertirme en un cero,en un cero absoluto, ¿acaso la conciencia deque dejaría totalmente de existir, y de que,por consiguiente, tampoco nada existiría, noinfluiría mínimamente en el sentimiento decompasión hacia aquella niña, ni en el de lavergüenza tras haber cometido aquel actovil? Porque si le lancé aquel salvaje grito a esainfeliz criatura dando una patada al suelo, fueporque pensé que no sólo no sentía lástimapor ella, sino que si cometía aquellainhumana bajeza era porque podía hacerlo enaquel momento, ya que pasadas dos horastodo se acabaría. ¿Pueden creerme que poreso lancé el grito? Ahora estoy casiconvencido de ello. Se me presentaba conclaridad la idea de que la vida y el mundoparecían ahora depender de mí. Inclusopodría decir que el mundo, en aquelmomento, estaba hecho únicamente para mí:si me suicidaba, el mundo desaparecería, al

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menos para mí. Por no hablar de que enrealidad era probable que ya nada existieratras mi desaparición, y que cuando se apagarami conciencia, se apagaría y desaparecería alinstante todo el mundo, como si fuera unaaparición de mi conciencia, pues tal vez todoese mundo, y toda esa gente, no eranúnicamente más que yo. Recuerdo cómo,cuando estaba sentado y reflexionando, lesdaba vueltas a todas estas nuevasinterrogantes, que se apretujaban las unascontra las otras, orientándose incluso en otradirección y ocurriéndoseme cosascompletamente nuevas. Por ejemplo, se mefiguró una idea extraña: si yo hubiera vividoantes en la Luna o en Marte, y hubieracometido allí un acto de lo más atroz ydeshonesto que el hombre pueda imaginar, yse me hubiera reprendido y deshonrado allípor él, de modo tal que uno acaso sólopudiera sentirlo e imaginarlo en un sueño,viviendo el horror; y después, ya en la Tierra,

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continuara yo conservando la conciencia delo que había cometido en el otro planeta, y almargen de ello supiera que ya jamás podríaregresar a aquel lugar; en tal caso, si mirara laLuna desde la Tierra, ¿me daría todo igual ono? ¿Habría sentido vergüenza, o no, poraquel acto? Las preguntas eran ociosas, yestaban de más, puesto que el revólver yacíaya sobre la mesa frente a mí, y yo estabacompletamente convencido de que aquelloocurriría sin lugar a dudas, pero las preguntasno dejaban de acalorarme y me enfurecían.Parecía que no me podía morir ahora sinhaber resuelto algo previamente. En unapalabra, la niña me salvó, porque al hacermetodas esas preguntas aplacé la idea deldisparo. Entre tanto, en la habitación delcapitán también empezó a cesar el ruido:dejaron de jugar a las cartas, se disponíanpara irse a dormir, y mientras tanto gruñían yreñían entre sí perezosamente. Y he aquí queen aquel momento me quedé dormido, cosa

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que jamás me había ocurrido antes, sentado yen el sillón. Me dormí sin haberme dadocuenta. Los sueños, como es bien sabido, sonalgo extraordinariamente extraño: algunascosas se te presentan con una claridadpasmosa, con unos detalles minúsculos,similares a la orfebrería, y otras transcurrencomo si estuvieras sobrevolando el tiempo yel espacio, sin darte cuenta en absoluto.Parece que los sueños no los dirige la razón,sino el deseo; que no es la cabeza, sino elcorazón, y mientras tanto, ¡qué cosas másastutas se le antojaban a mi razón durante elsueño! Además, durante el sueño sucedencosas absolutamente inconcebibles para larazón. Mi hermano, por ejemplo, habíafallecido hacía cinco años. A veces lo veo ensueños: participa de mis cosas, tenemosintereses en común, y, mientras dura elsueño, yo sé perfectamente, y lo recuerdo,que mi hermano está muerto y enterrado.¿Cómo es que no me resulta extraño que, a

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pesar de estar muerto, esté aquí, junto a mí,haciendo cosas? ¿Por qué mi razón permiteque eso ocurra? Pero dejémoslo aquí. Voy acontar mi sueño. ¡Sí, entonces yo tuve unsueño, mi sueño del tres de noviembre! Ellosahora se burlan de mí diciendo que sólo setrataba de un sueño. Pero ¿acaso no da igualque fuera o no un sueño? ¡Si ese sueño me haaportado la Verdad! Ya que una vez que hasconocido y visto la verdad, es cuandoreconoces que no hay otra, ni puede haberla,bien esté uno dormido o despierto. ¡Qué másda que sea un sueño, pues esta vida, queustedes tanto ensalzan, quise apagarla yo conun suicidio! ¡Mientras que mi sueño, misueño! ¡Oh! ¡Me ha revelado una vida nueva,grandiosa, renovada y fuerte!

III

Ya he dicho que me dormí sin darme

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cuenta e incluso continué reflexionandosobre las mismas materias. Y soñé que cogíael revólver, y sentado lo dirigía directamenteal corazón... al corazón, y no a la cabeza;puesto que, cuando me lo propuse, teníapensado dispararme precisamente en la sienderecha. Lo dirigí hacia el pecho, esperé unpar de segundos, y tanto mi vela como lamesa y la pared de enfrente se movieron y sesacudieron de repente. Me disparé lo másaprisa que pude.

A veces, cuando uno sueña, cae desde unagran altura, o le están dando un navajazo, ole pegan, pero en ningún momento sientedolor, al margen, claro está, de que realmentese dé un golpe desde la cama hastadespertarse a causa del dolor. Del mismomodo me sucedió a mí: yo no sentí dolor,pero se me figuró que con mi disparo todoen mi interior se sacudió; todo se habíaapagado y alrededor de mí oscurecióterriblemente. Pareció que me había quedado

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ciego y mudo; y he aquí que permanezcotumbado sobre algo duro, completamenteestirado y boca arriba, sin ver nada y sinpoder moverme en absoluto. Alrededor demí va y viene gente gritando; se oye tronar lavoz de un capitán, grita la casera; y de prontootra pausa, y ya me están llevando metido enun ataúd cerrado. Puedo sentir cómo semueve el ataúd, pienso en ello, y, por primeravez, me impresiona la idea de estar muerto,de estar completamente muerto, de saber yno dudarlo; no veo y no me muevo, mientrasque siento y pienso. Pero pronto meconformo con ello, y con normalidad, igualque en el sueño, acepto la realidad sinrechistar.

Y ya me están enterrando. Todos se van yme quedo solo, completamente solo. No memuevo. Antes, cuando me figuraba el día demi entierrno, imaginaba siempre que lo únicoque me relacionaría con la tumba sería lasensación de la humedad y el frío. El mismo

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frío que sentí también en ese momento,especialmente en la punta de los dedos de lospies; y ya nada más.

Estaba tumbado y, cosa extraña, ya nadaesperaba, aceptando sin discusión alguna queun muerto nada podía esperar. Pero habíahumedad. No sé cuánto tiempo transcurrió,si una hora, si algunos días o si muchos.Sobre mi ojo izquierdo, que estaba cerrado,cayó una gota de agua que había calado latapa del ataúd; a continuación de ésta, otra, alcabo de un minuto, una tercera, y asísucesivamente, con el intervalo de unminuto. Una profunda indignación prendióde repente en mi corazón, y pude sentirdolor físico en su interior: «Es mi herida»,pensé, «es el tiro; ahí está depositada labala...». Mientras, la gota no cesaba de caer acada minuto en mi ojo cerrado. De repentellamé, y no ya con la voz, puesto que estabainmóvil, sino con todo mi ser, al artífice detodo cuanto me estaba sucediendo.

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–Seas quien fueres, pero si existes y hayalgo más racional que cuanto ahora me estásucediendo, en tal caso, permítele quetambién se persone aquí. Si, por el contrario,te estás vengando de mí por mi irracionalsuicidio con el horror y el absurdo de unaexistencia ulterior, has de saber que ¡jamásme perseguirá sufrimiento comparable con eldesprecio que sentiré en silencio, aunque mimartirio se prolongue millones de años...!

Imploré y me quedé callado. Un silencioprofundo se prolongó durante casi unminuto, e incluso cayó otra gota más; peroestaba completa e irremisiblemente seguro deque ahora todo cambiaría inmediatamente. Yhe aquí que mi tumba se removió. Es decir,no sé si fue abierta o desenterrada, pero fuitomado por un ser oscuro y desconocido, yambos nos encontramos en el espacio. Degolpe recuperé la vista: hacía una nocheprofunda, y yo jamás había visto unaoscuridad igual. Nos trasladábamos por el

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espacio ya muy alejados de la Tierra. Yo no lehacía ninguna pregunta al que metransportaba; sólo esperaba y estabaorgulloso. Me convencía a mí mismo de queno tenía miedo, y me sentía petrificado alfascinarme con la idea de no tenerlo. Norecuerdo cuánto tiempo estuvimos volando yno me lo imagino: todo transcurrió delmismo modo como sucede en los sueños,dando saltos, dejando atrás el tiempo, elespacio y las leyes de la existencia y la razónpara detenerse únicamente sobre algunospuntos que anhela el corazón. Recuerdo quede pronto vi en la oscuridad una estrellita.

–¿Es Sirio? –pregunté yo, ya sin podermecontener, pues no quería preguntar nada.

–No, es la misma estrella que viste entre lasnubes, cuando estabas de regreso a casa –merespondió aquel ser que me transportaba.

Yo sabía que él parecía tener un aspectosimilar al humano. Cosa extraña, yo noquería a ese ser, e incluso sentía hacia él una

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profunda aversión. Esperaba una inexistenciaabsoluta, y con aquella idea me disparé alcorazón. Y he aquí que estaba en manos deun ser, aunque no humano, pero queindudablemente existía: «¡Ah! ¡Debe ser quetambién hay vida de ultratumba!», pensé, conla extraña ligereza del sueño; pero la esenciade mi corazón continuaba conmigo en suprofundidad: «¡Y si he de vivir de nuevo...!»,pensé, «¡... haciéndolo, otra vez, conforme ala ineludible voluntad de alguien! ¡En talcaso no quiero que me dobleguen yhumillen!».

–¿Sabes que te temo, y por eso medesprecias? –le dije a mi acompañante sideral,sin poderme contener la humillante pregunta,que incluía reconocimiento, y sintiendo a lavez, en mi humillado corazón, el pinchazo deun alfiler. Él no respondió a mi pregunta,pero percibí que no me despreciaba ni seburlaba de mí; que tampoco me compadecía,y que nuestro viaje tenía un sentido,

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desconocido y secreto, que sólo me atañía amí. El miedo crecía dentro de mi corazón.Algo sordo, pero torturador, me llegabadesde mi silencioso acompañante y parecíapenetrarme. Nos trasladábamos por espaciososcuros y desconocidos. Llevaba ya un buenrato sin ver las estrellas que me eranconocidas. Sabía que existían estrellas de esetipo en los espacios siderales y que sus hacesde luz llegaban a la tierra al cabo de miles ymillones de años. Puede que ya hubiéramossobrevolado esos espacios. Estaba a la esperade algo terrible en el interior de miangustiado corazón. Y, de repente, meestremeció un sentimiento familiar ysugestivo en grado sumo. ¡Acababa de vernuestro sol! Yo sabía que eso no podía sernuestro sol, el que había dado vida a nuestraTierra, y que estábamos a una infinitadistancia de él, pero no sé por qué reconocí,con todo mi ser, que se trataba de un solexactamente igual que el nuestro, su

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repetición y su doble. Un sentimiento dulceclamó con asombro en mi interior: la fuerzafamiliar de la luz, la misma que me dio vida,resonó dentro de mi corazón, al que resucitó,y me sentí vivo, igual que antes y por vezprimera después de ser enterrado.

–Pero si esto es el sol, si éste es exactamenteel mismo sol que el nuestro –exclamé–,entonces ¿dónde está la Tierra? –y miacompañante me indicó la estrellita quebrillaba en la oscuridad con un brillo decolor verde esmeralda. Nos dirigíamosdirectamente hacia ella.

–¿Acaso son posibles repeticiones de estetipo en el universo? ¿Son así las leyes de lanaturaleza...? Y si aquello de allí es unaTierra, ¿acaso es igual que la nuestra...?,¿exactamente igual, infeliz, pobre, peroquerida y eternamente amada, que engendrael mismo amor torturador incluso en sushijos más desagradecidos, igual que nuestraTierra...? –exclamé, estremeciéndome de

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incontenible y asombroso amor hacia aquellaquerida Tierra de antes que habíaabandonado. La imagen de la pobre niña quehabía ofendido pasó fugazmente delante demí.

–Lo verás todo –respondió miacompañante, y un tono triste resonó enaquellas palabras.

Pero enseguida nos aproximamos alplaneta. Éste crecía ante mi vista, podía yadiferenciar el océano, los contornos deEuropa, cuando un sentimiento extraño, deenorme y sacro celo, prendió en mi corazón:«¿Cómo es posible una repetición así? ¿Ycon qué finalidad? Yo amo, y todavía puedoamar, aquella Tierra que abandoné, sobre laque quedó salpicada mi sangre, cuando eldesagradecido de mí terminó con su vida deun disparo en el corazón. Pero jamás dejé deamar yo aquella Tierra, incluso duranteaquella noche en que me despedí de ella; esposible que la amara de un modo más

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torturador que nunca. ¿Y en esta nuevaTierra existe el sufrimiento? ¡En la nuestra,amar de verdad es sólo posible con elsufrimiento y a través de él! No sabemosamar de otro modo y desconocemos otrotipo de amor. Yo necesito el sufrimiento paraamar. Deseo, ansío, en este instante, besar yregar de lágrimas sólo aquella otra Tierra queabandoné; ¡y no quiero, no me haré a vivir enninguna otra...!».

Pero mi acompañante ya me había dejado.De pronto, sin darme cuenta, me encontré enesa otra Tierra sumergido en un día claro, tanmaravilloso como el paraíso, bañado en la luzde sol. Creo que me encontré en una de esasislas que componen el archipiélago griego ennuestra Tierra, o en algún punto del litoraldel continente cercano al archipiélago. ¡Oh!Todo era igual que en nuestra Tierra, peropor todas partes parecía irradiar festividad yla consecución finalmente alcanzada de ungrandioso y santo triunfo. El plácido mar, de

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color esmeralda, salpicaba suavemente laorilla, la acariciaba cariñosa, visible y casiconscientemente. Los altos y maravillososárboles crecían en todo el lujo y esplendor dela luz, y estoy convencido de que susinnumerables hojas me saludaban con susuave rumor acariciador que parecíapronunciar palabras de amor. La hierba ardíadesprendiendo luz de aromáticas flores. Lospajarillos revoloteaban por el cielo enbandadas, y sin temor se posaban sobre mishombros y mis manos, aleteando alegrementecon sus tiernas y trémulas alitas. Finalmentevi y conocí a la gente que habitaba esta felizTierra. Se acercaron a mí. Me rodearon yempezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eranlos hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillososeran! Jamás había visto en nuestra Tierrahombres tan bellos. Quizás pudieraencontrarse algún reflejo de aquella belleza,aunque lejano y algo debilitado, entrenuestros niños en su más tierna infancia. Los

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ojos de esta gente feliz brillaban con unesplendor claro. Sus rostros irradiabanraciocinio y algún grado de concienciareconciliadora; pero a su vez sus caras eranalegres; en las palabras y las voces de aquellagente se percibía una alegría infantil. ¡Oh! Alinstante de ver aquellos rostros, locomprendí todo. Era una Tierra que noestaba mancillada por el pecado original, ydonde vivía gente que no había caído; vivíanen el mismo paraíso en que, según latradición, también habitaron nuestrosprocreadores, con la única diferencia de quetoda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esaspersonas, sonriendo alegremente, seacercaban a mí y me acariciaban; mecondujeron consigo, y cada uno de ellosdeseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacíanningún tipo de preguntas, pero parecíansaberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí;deseaban borrar cuanto antes el sufrimientode mi rostro.

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IV

Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha sidosólo un sueño! Pero el sentimiento de amorde aquellas inocentes y maravillosas personasse me quedó grabado para siempre, y aúnahora puedo sentir cómo, desde aquel lugar,se derrama amor sobre mi persona. Los vicon mis propios ojos; los conocí y meconvencí de que los amaba, y después sufrípor ellos. ¡Oh! Ya entonces me di cuenta alinstante de que en absoluto lograríacomprenderlos en muchos aspectos; a mí,como ruso contemporáneo y progresista,como triste petersburgués, me parecíainconcebible, por ejemplo, que ellos,sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia.Pero enseguida comprendí que susconocimientos se llenaban y alimentaban depretensiones distintas de las que nosotrosteníamos en la Tierra, y que sus aspiracionestambién eran completamente diferentes. No

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deseaban nada y estaban tranquilos, noansiaban conocer la vida como lo hacemosnosotros, porque su vida había alcanzadotoda la plenitud. Sin embargo, susconocimientos eran más profundos yelevados que los de nuestra ciencia, pues éstabusca explicar la vida, tendiendo a su vez aadquirir conciencia de ella con el fin deenseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario,sabían cómo habían de vivir incluso sin laciencia, y yo lo entendí, pero no conseguícomprender sus conocimientos. Memostraban sus árboles, y yo no conseguíacomprender el grado de amor con que loscontemplaban: parecía enteramente quehablaban con seres semejantes. Y ¿saben?:probablemente no me equivocaría si dijeraque hablaban con ellos. Sí, habíanencontrado su idioma y estoy convencido deque los árboles los entendían. Del mismomodo contemplaban toda la naturaleza: a losanimales que vivían en armonía con ellos, sin

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atacarlos y amándolos, subyugados por suamor. Me indicaban las estrellas y me decíanalgo sobre ellas que yo no conseguíaentender, pero estoy convencido de que, dealguna manera, estaban en contacto conaquellos cuerpos celestes, y ya no sólo con laidea, sino de un modo vivo. ¡Oh! Aquellagente ni siquiera se esforzaba para que laentendiese, pues me amaban sin necesidad deello; pero, a pesar de todo, yo sabía que nisiquiera ellos llegarían jamás a entenderme, ypor eso apenas les hablaba de nuestra Tierra.Yo me limitaba a besar en su presencia laTierra en que vivían y, sin decir palabra, losadoraba, y ellos lo percibían y se dejabanamar, pero intimidándose a su vez porque lesadorara, ya que ellos mismos amaban mucho.No sufrían por mí cuando, empapado enlágrimas, a veces besaba sus pies,reconociendo felizmente en mi corazón conqué gran amor me responderían. A veces mepreguntaba con asombro: ¿cómo durante

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tanto tiempo podían no ofender a alguiencomo yo, ni suscitar una sola vez en mí elsentimiento de celos o envidia? Muchas vecesme preguntaba cómo podía un ser tanpetulante y mentiroso como yo no hablarlesde mis conocimientos, que ellos, claro está,ignoraban, al igual que tampoco desearasombrarles con ellos, aunque sólo fuera poramor a ellos. Ellos eran tan veloces y alegrescomo los niños. Paseaban por susmaravillosos sotos y bosques, cantando susbellas canciones, se alimentaban de un modofrugal, con los frutos de los árboles, la mielde sus bosques y la leche de sus queridosanimales. Le dedicaban muy poco tiempo aconseguir comida y confeccionar la ropa.Entre ellos había amor y nacían los niños,pero jamás observé entre ellos cruelesarrebatos de la lujuria que se apodera de casitodo el mundo en nuestra Tierra, y que es lafuente de la mayoría de los pecados denuestra humanidad. Se alegraban cuando

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nacían sus hijos por ser nuevos partícipes desu dicha. No había disputas entre ellos, nicelos, y ni siquiera comprendían lo que esosignificaba. Sus hijos eran de todos, porquetodos componían una familia. Apenas teníanenfermedades, aunque existía la muerte; susancianos morían despacio, como si sequedaran dormidos, rodeados de gente quese despedía de ellos, bendiciéndolos, ydespidiéndose con alegres sonrisas. No seveían ni el dolor ni las lágrimas cuando estosucedía, sino un amor que parecíamultiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasistranquilo, completo y contemplativo. Hastacabía pensar que se comunicaban con susdifuntos aun después de la muerte y que conla muerte no se interrumpía entre ellos launión terrenal. Apenas me comprendíancuando les preguntaba acerca de la vidaeterna, pero al parecer estaban tanconvencidos de su existencia que eso noprovocaba en ellos inquietud alguna. No

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tenían templos, pero sí un contacto vital eininterrumpido con el Todo universal; nopracticaban la religión, pero estabanfirmemente convencidos de que, cuando sualegría alcanzase los límites naturales de laTierra, llegaría para todos, los vivos y losmuertos, una unión aún más estrecha con elUniverso. Esperaban con alegría ese instante,pero sin prisas ni sufrimiento, como si ya lopresintieran en sus corazones, y se locomunicaban los unos a los otros. Por lastardes, antes de dormir, les gustaba reunirsepara cantar en cordiales y armoniosos coros.Con esas canciones comunicaban lassensaciones que les había deparado el día, quebendecían y del que se despedían. Alababanla naturaleza, la tierra, el mar, los bosques.Gustaban de componer canciones los unosde los otros halagándose, como los niños;eran canciones muy sencillas, pero fluían delcorazón y lo penetraban. Y ya no sólo en lascanciones, sino que parecía que toda su vida

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se la pasaban ellos adorándose los unos a losotros. Era lo suyo una especie deenamoramiento mutuo, general y completo.Yo apenas entendía algunas de sus cancionestriunfales y solemnes. Comprendiendo laspalabras, jamás conseguí entender todo susignificado. Permanecían inaccesibles a mientendimiento y, sin embargo, parecíanpenetrar cada vez más en mi corazón. Amenudo les decía que ya había presentidoaquello antes, que todas aquellas alegrías yglorias las intuía yo cuando vivía en nuestraTierra, pero en forma de evocadoramelancolía, rayana, a veces, en un terribledolor; que en los sueños de mi corazón y lasilusiones de mi inteligencia, los presentía atodos ellos junto a su gloria; que estando enla Tierra, a menudo no podía mirar la puestadel sol sin que me brotaran las lágrimas...Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierrasiempre conllevaba tristeza: ¿por qué nopodía odiarlos sin amarlos?, ¿por qué no

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podía perdonarles?, ¿por qué en mi amorhacia ellos siempre había angustia?, ¿por quéno podía amarlos sin dejar de odiarlos? Ellosme escuchaban, y yo veía que advertían queno podían imaginarse lo que les decía, perono me arrepentía de decírselo: sabía queentendían el gran pesar que me producíanaquellos a los que abandoné. Sí, cuando memiraban con sus maravillosos ojos repletosde amor, cuando sentía que, en su presencia,también mi corazón se tornaba igual deinocente y veraz que el de ellos, no sentíalástima por no comprenderlos. Alexperimentar la totalidad de la vida mequedaba sin aliento, y en silencio rezaba porellos.

¡Oh! Todos se ríen ahora mirándome a losojos y me intentan persuadir de que duranteel sueño es imposible reparar en los detallesque yo les transmito ahora; de que en misueño había visto o tenido sólo unasensación, nacida de mi propio corazón

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delirante, y de que los detalles los habíaañadido yo mismo al despertarme. Y cuandoles confesé que probablemente así es comosucedió en realidad... ¡Dios mío, quécarcajadas soltaron en mi cara! ¡Y cuántagracia les hizo aquello! ¡Oh! Claro queúnicamente yo estaba convencido delsentimiento de aquel sueño y de que tan sólohabía sobrevivido en mi profundamenteherido corazón: pero, para más detalles, lasverdaderas imágenes y formas de mi sueño, esdecir, aquellas que vi durante el tiempo queduró, estaban tan henchidas de armonía, yhasta tal punto eran fascinantes, maravillosasy verdaderas, que al despertarme no tuvefuerzas para encarnarlas en nuestras palabras,de modo que parecieron esfumarse de micabeza, y puede que realmente fuera así: que,inconscientemente, yo mismo me vieraobligado después a inventar detalles,desfigurándolos, sobre todo teniendo encuenta mi apasionado deseo de trasladarlos lo

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antes posible, aunque sólo fueran algunos deellos. Sin embargo, ¿cómo no voy a creer quetodo ello fue realidad? ¿Puede que haya sidomil veces mejor, más claro y alegre de lo queyo haya contado? Que sea un sueño, peroaquello no pudo no haber sucedido. ¿Sabenuna cosa? Les confiaré un secreto: es posibleque todo aquello no haya sido un sueño,puesto que sucedió algo tan terriblementereal que era imposible que se presentara enforma de sueño; vale que mi sueño fueraengendrado por mi corazón, pero ¿acaso micorazón, solo, estaba en condiciones deengendrar aquella terrible verdad que mesucedió después? ¿Cómo podía inventarla yosolo? ¿Acaso mi pequeño y caprichosocorazón y mi insignificante inteligenciapodían alzarse con semejante revelación de laverdad? Júzguenlo ustedes mismos: hastahoy día lo he estado ocultando, pero ahoratambién declararé esta verdad. ¡La cuestiónestriba en que yo... los pervertí a todos!

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V

¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo lospervertí a todos! Ignoro cómo pudo habersucedido aquello; no lo sé, no lo recuerdocon claridad. El sueño sobrevoló milenios,dejando en mí únicamente la sensación detotalidad. Sólo sé que la causa del pecado fuiyo. Igual que la espantosa triquina, como elátomo de la peste que contagia a paísesenteros, del mismo modo también yocontagié aquella Tierra, feliz y sin pecadoantes de mi llegada. Aprendieron a mentir yles gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Esopuede que ocurriera de un modo inocente,como una broma, una coquetería, o un juegoamoroso, de veras, puede que se iniciaracomo un átomo, pero ese átomo de la mentirapenetró en sus corazones y les gustó. Acontinuación nació rápidamente la lujuria,ésta engendró los celos, y los celos lacrueldad... ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo,

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pero pronto, muy pronto, brotaron lasprimeras gotas de sangre: ellos se asombrarony se horrorizaron y comenzaron adispersarse y a separarse. Comenzaron acrearse las alianzas, pero ya de los unos encontra de los otros. Aparecieron losreproches, las recriminaciones. Conocieron lavergüenza y la convirtieron en virtud. Nacióel conocimiento del honor, y en cadaagrupación apareció su bandera. Empezarona torturar a los animales y éstos se alejaron deellos penetrando en el bosque y seconvirtieron en sus enemigos. Comenzó lalucha por la separación, el aislamiento, laindividualidad, y la propiedad privada.Empezaron a hablar diferentes lenguas.Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron elsufrimiento y dijeron que la Verdad seconsigue sólo mediante el sufrimiento. Fueentonces cuando surgió entre ellos la ciencia.Cuando se hicieron malvados, empezaron ahablar de la hermandad y la humanidad, y

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comprendieron esas ideas. Cuando sehicieron criminales, inventaron la justicia,prescribiéndose a sí mismos códigos enterospara custodiarla; y con el fin de salvaguardarsu vigencia, impusieron la guillotina. Apenasse acordaban de lo que habían perdido y noquerían creer que hubo un tiempo en quefueron inocentes y felices. Se reían incluso dela posibilidad de su felicidad pasada,denominándola sueño. No podían darleforma en su imaginación pero, cosa rara ycuriosa: una vez perdida la fe en la felicidadpasada, a la que llamaron cuento, sintierontantas ganas de ser nuevamente inocentes yfelices que, como niños, cayeron ante eldeseo de su corazón, lo divinizaron yconstruyeron templos y empezaron a rezar asu misma idea, a su mismo «deseo», creyendoplenamente a su vez en la imposibilidad de sucumplimiento y su realización, peroadorándolo y venerándolo con lágrimas. Y,sin embargo, si se les hubiera dado la

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posibilidad de retornar a aquel estado defelicidad e inocencia que perdieron, y sialguien se lo hubiera mostrado de nuevopreguntándoles si deseaban regresar a eseestado, probablemente se habrían negado.Me respondieron: «Sabemos que somosfalsos, malos e injustos, pero lo sabemos ylloramos por ello; nosotros mismos nostorturamos por ello, y probablemente noscastigamos más que aquel misericordiosoJuez que nos juzgará y cuyo nombredesconocemos. Pero tenemos la ciencia, y pormedio de ella buscaremos nuevamente laverdad, aunque la acogeremos ya másconscientemente. El conocimiento está porencima del sentimiento, la conciencia de lavida está por encima de la vida misma. Laciencia nos proporcionará sabiduría, y éstanos descubrirá leyes, y el conocimiento de lasleyes, la felicidad que está por encima de lafelicidad». Esto fue lo que dijeron y, despuésde esas palabras, empezaron a quererse más a

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sí mismos que a sus prójimos, y les resultóimposible obrar de otro modo. Todosempezaron a ser tan celosos de su personaque procuraban, por todos los medios,humillar y menoscabar a los demás,convirtiendo esto en la finalidad de su vida.Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: losdébiles, de buena voluntad, se supeditaron alos más fuertes, con la finalidad de ayudarlesa oprimir a los más débiles que ellos mismos.Surgieron los defensores de la justicia que,con lágrimas en los ojos, venían a ver a esagente y le hablaban de su orgullo, de lapérdida del equilibrio, la armonía y el pudor.La gente se reía de ellos o los apedreaba. A laspuertas de los templos se derramaba sangresanta. Y, a pesar de todo, empezó a surgirgente que se planteó la forma de volver a unira todos de nuevo, con el fin de que cada cual,sin dejar de amarse a sí mismo más que a susprójimos, no molestara a su vez a nadie, y sepudiera continuar viviendo de ese modo

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juntos, como si se tratara de una sociedadconforme consigo misma. A causa de estaidea se desencadenaron guerras enteras.Todos cuantos luchaban creían fielmente quela ciencia, la sabiduría y el sentimiento deautoprotección obligarían finalmente alhombre a reunirse en una sociedad deconcordia y racionalidad, y mientras tanto,para acelerar su llegada, los «más sabios»,ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban alos «menos sabios» que no la entendían. Peroel sentimiento de autoprotección comenzópronto a debilitarse; aparecieron losorgullosos y los voluptuosos que exigíandirectamente todo o nada. Para obtenerlorecurrían al crimen, y de no conseguirlo, alsuicidio. Surgieron religiones de culto al noser y a la destrucción, con el único placer dela eterna futilidad. Finalmente esa gente secansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostrosse dibujó el sufrimiento, y proclamaron queel sufrimiento era la belleza, ya que

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únicamente éste tenía sentido. Dedicabancanciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltassin saber qué hacer, y lloraba por ellos, perolos amaba probablemente más que antes,cuando en sus rostros aún no habíasufrimiento y eran tan inocentes ymaravillosos. Llegué a amar su mancilladaTierra más que antes, cuando aún era paraíso,sólo porque en ella había aparecido el dolor.¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, peroúnica y exclusivamente para mí, mientras queahora lloraba por ellos y me compadecía deellos. Les tendí las manos desesperado,culpándome, maldiciéndome ydespreciándome a mí mismo. Les decía quetodo aquello lo había hecho yo, y sólo yo,que yo les había llevado la perversión, elcontagio y la mentira. Les rogué que mecrucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz.No podía ni tenía fuerzas para quitarme lavida yo mismo, pero deseaba cargar con suspenas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre

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esas penas se derramara hasta la última gotade mi sangre. Pero ellos se limitaban aburlarse de mí y a tomarme por un chiflado.Me disculpaban, diciendo que recibieronaquello que ellos mismos habían deseado, yque todo cuanto entonces sucedía no podíano haber sucedido. Finalmente me hicieronsaber que yo comenzaba a ser un peligro paraellos, y que, si no me callaba, me encerraríanen un psiquiátrico. Entonces el dolor penetrócon tanta fuerza en mi alma que mi corazónse estremeció y me sentí morir; en eseinstante.... bueno en ese instante, me desperté.

Ya había amanecido o, mejor dicho, aún nohabía luz pero eran cerca de las seis. Medesperté sentado en el mismo sillón, mi velase había consumido; en la habitación delcapitán todos estaban durmiendo, yalrededor reinaba un silencio como en pocasocasiones se daba en nuestra pensión. Loprimero que hice fue pegar un salto,

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extraordinariamente asombrado; jamás mehabía ocurrido nada semejante, ni siquiera enlos detalles más absurdos e insignificantes:por ejemplo, jamás me había quedadodormido en el sillón, como me acababa desuceder. He aquí que, mientras permanecía depie recobrando el sentido, de prontocentelleó ante mí el revólver, preparado ycargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh!¡Ahora sólo quería vivir y vivir! Alcé lasmanos y clamé por la Verdad eterna. Noclamé, sino que lloré; el asombro, elincalculable asombro, elevaba todo mi ser.¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidídedicarme a la predicación en aquel mismoinstante y, lógicamente, para el resto de mivida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba apredicar? ¡Pues la Verdad, ya que la habíavisto con mis propios ojos y habíadescubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. Aparte de ello,amo a todo el mundo, y más aún a los que se

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burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de esemodo, ni sé ni puedo explicarlo, pero que asísea. Ellos dicen que ahora me embrollo, esdecir, que si ya ahora me embrollo, entonces¿qué será más adelante? La verdad esinapelable: me confundo, y más adelanteprobablemente me confundiré aún más. Yclaro que me confundiré hasta que encuentreel modo de predicar mejor, es decir, hasta darcon las palabras adecuadas y los hechos quevaya a exponer, pues es sumamente difícil dellevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendoahora tan claro como el día, pero atiéndame:¿quién no se embrolla? Y mientras tanto,todos tienen la misma finalidad, o al menostienden hacia ello, desde el más sabio hasta elúltimo bandido, sólo que por distintoscaminos. Ésta es una verdad antigua, pero heaquí que hay algo nuevo en ella: no debodesviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi,y sé, que la gente puede ser maravillosa yfeliz, sin perder la cualidad de vivir en la

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Tierra. No quiero ni puedo creer que el malsea una condición normal en las personas. Y,sin embargo, ellos no paran de burlarse de esafe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vila verdad; y no es que la haya inventado enmi cabeza, sino que la vi; la vi, y su vivaimagen llenó mi alma para toda la eternidad.La vi con tanta plenitud e integridad que nopuedo admitir que no exista entre loshombres. ¿Además, cómo voy aembrollarme? Claro que es posible que meconfunda unas cuantas veces, pero seguiréhablando incluso con otras palabras, aunqueno por mucho tiempo: la viva imagen de loque vi siempre estará a mi lado y me corregiráy orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno delozanía, e iré siguiendo mi propósito aunquenecesite mil años. ¿Saben una cosa? Alprincipio incluso quise ocultar que los habíapervertido a todos, pero fue un error. ¡Heaquí el primer error! Sin embargo, la verdadme susurró que estaba mintiendo, me

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protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo seconstruye el paraíso, porque no sétransmitirlo con palabras. Después de misueño, perdí las palabras. O al menos losvocablos más importantes, los másnecesarios. Qué más da: yo marcharé ypredicaré sin descanso, porque, a pesar detodo, lo vi con mis ojos, aunque no sepatransmitirlo. Pero esto es algo que noentienden aquellos que se burlan de mí, quedicen: «¡Fue un sueño, un delirio, unaalucinación!». ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios?¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué esel sueño? ¿Acaso nuestra vida no es unsueño? Diré algo más: ¡que sea cierto quenunca se cumpla y que no exista nuestroparaíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesarde todo, predicaré! No obstante, sería tansencillo: en un día, en tan sólo una hora, todopodría hacerse realidad. Lo más importantees que ames a tus semejantes como a timismo, y eso es lo fundamental; creo que no

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se necesita nada más: al instante encontraríascómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo setrata de una verdad antiquísima, leída yrepetida billones de veces, pero que noterminó de arraigar! Porque «la conciencia dela vida está por encima de la vida misma, elconocimiento de las leyes de la felicidadexcede a la propia felicidad». ¡Contra eso escontra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Sitodos lo desearan, las cosas cambiarían alinstante. Por fin encontré a aquella pequeña...¡Y seguiré adelante, seguiré!

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Vlas(Vlas, 1877)

¿Se acuerdan ustedes de Vlas? No sé porqué me viene a la memoria.

En la feria, con el cuello abiertoy la cabeza sin cubrir,lentamente, bordeando la ciudad,camina el abuelo Vlas–un anciano de pelo blanco–.Lleva un icono sobre su pecho,pide para un templo de Dios...

Para este Vlas, como es bien sabido, antes«no existía Dios»;

... A fuerza de palizas,a su mujer la enterró;dedicándose a la piratería,

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a los ladrones de caballos encubrió.

Incluso a los ladrones de caballos, nosamedrenta el poeta, penetrando en el lamentode una devota anciana. ¡Oh, cuántospecados! Pero estalló el trueno. EnfermóVlas, y tuvo una visión a raíz de la cual jurórecorrer el mundo entero en peregrinaciónpara pedir limosna y construir el templo deDios. Había visto nada menos que el mismoinfierno:

Vio el día del juicio final,a los pecadores en el infierno:a los que martirizan los ágiles diablos,a la bruja-alborotadora, que muerde,a los etíopes negroscon ojos que parecen ascuas.(...)Unos, ensartados en una vara,otros, lamiendo el suelo ardiendo...

En una palabra, horrores tan inimaginables

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que da miedo leerlos. «Pero es imposibledescribirlo todo», continúa el poeta;

... las devotas, mujeres sabias,lo relatan mejor.

¡Oh, poeta! (por desgracia, el verdaderopoeta nuestro), si no se acercara usted alpueblo con sus éxtasis que

... las devotas, mujeres inteligentes,pudieran relatar mejor...

no nos ofendería con la conclusión de que, afin de cuentas por obra y gracia de algunasnaderías,

... crecen templos de Diospor la faz de la tierra madre.

Pero, aunque a causa de su «estupidez»,vaya por ahí Vlas con sus alforjas al hombro,

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entendió usted la seriedad de sussufrimientos; le impresionó su gran figura.(Porque para eso es usted poeta; no podía serde otro modo.)

Su fuerza toda, que radica en el alma,se entregó a rogar a Dios.

¡Lo expresa usted de maravilla! Megustaría creer que introdujo su burlainvoluntariamente, por puro temor a losliberales, ya que esa terrible fuerza, que damiedo, esa fuerza de salvación de Vlas, esanecesidad de autosalvación y apasionada sedde sufrimiento, también le sorprendieron austed, omnihumano y gentilhomme ruso; yla grandiosa imagen popular también arrancóasombro y respeto a su alma de altos vuelosliberales.

Se deshizo Vlas de posesionesy se quedó sin abrigo ni calzado

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y se puso a recoger limosnapara el Templo de Dios.Desde entonces vaga el hombre;pronto se cumplirán ya treinta años.Se alimenta de limosna,y obedece severamente su voto.(...)Con el alma completamente afligida,la tez morena, alto y erguido...

(¡Qué increíblemente bello!)

... anda él con paso lentorecorriendo aldeas y ciudades.(...)Va con la Imagen y el Libro,hablando siempre solo,y un leve ruido le acompañacon sus cadenas de hierro al andar.

¡Qué maravilloso y qué bello! ¡Tanto, queincluso no parece haber sido usted quien loescribiera, sino otra persona que, en su lugar,coreó luego Al Volga con otros versos,

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también maravillosos, sobre cancionesmarineras! Además, no coreó usted más queun poco Al Volga: allí, amaba usted loomnihumano que había en el sirgador, yrealmente sufría por él, es decir, noexactamente por la persona del sirgador, sinopor los rasgos omnihumanos que representa.¿No ve usted que amar lo omnihumanoprobablemente signifique despreciarlo, para,al instante, pasar a odiar también al hombreque hay en ello? He subrayadointencionadamente los versosinconmensurablemente bellos (en toda suextensión, y ruego que me disculpe) en esteburlesco poema suyo.

He recurrido al recuerdo de ese Vlas de losversos, porque uno de estos días oí uncuento extraordinariamente fantástico sobreotro Vlas, e incluso dos Vlases, pero yacompletamente singulares, a los que inclusohasta ahora no había oído ni mencionar. Lo

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sucedido es algo verídico y, por una de suscaracterísticas especiales, algo extraordinario.

Dicen que en Rusia hay también hoy díaalgunos anacoretas, monjes-confesores yconsejeros espirituales. No pretendo entrarahora en discusión sobre si está bien o mal, sihacen falta monjes o no, y además no cogí lapluma con esa finalidad. Pero, puesto quevivimos en una realidad determinada, resultaimposible excluir del relato siquiera al monje,cuando aquél gira en torno de éste. Estosmonjes, consejeros espirituales, tienen a vecesuna gran formación y son muy inteligentes.Eso, al menos, es lo que dicen, pues yo loignoro. Dicen que, a veces, se encuentra unocon alguno de ellos que tiene el don depenetrar en el alma humana y la capacidad dedominarla. Se dice que algunos de ellos soncélebres en toda Rusia, es decir, esencialmentepara aquellos que los necesitan. Supongamosque uno de esos starets vive en la provinciade Jerson; y, para llegar hasta él, viajan e

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incluso vienen en peregrinación gentes desdeSan Petersburgo, Arjanguelsk, el Cáucaso ySiberia. Vienen a él, como es de esperar, conla desolación y el abatimiento en el alma, queni siquiera espera salvación; o con el corazóntan pesaroso que el pecador ni siquiera lehabla de eso a su confesor, y no por temor odesconfianza, sino por absolutadesesperación de su salvación. Y cuando depronto oye hablar de alguno de esos monjes-confesores, se dirige a él.

«Y he aquí», le decía en una ocasión unode esos ancianos, durante una conversaciónamistosa, a su interlocutor, «que llevo veinteaños escuchando a la gente, y créame, puesaunque no lo parezca, después de tratar todoese tiempo con las enfermedades máscomplejas y secretas del alma humana,después de veinte años, a veces te estremeces eindignas al oír ciertos secretos. Pierdes laimprescindible paz de espíritu para transmitirconsuelo, y al mismo tiempo te ves en la

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necesidad de armarte de fuerzas, humildad ysosiego...».

Y, llegado a este punto, me contó aquelextraordinario relato de la vida del pueblo alque antes me referí:

Veo cómo se arrastra hacia mí un muzhik derodillas. Ya lo había visto por la ventanaarrastrándose por la tierra. Lo primero que me dijofue:

–¡No tengo salvación! ¡Soy un maldito! ¡Y pormucho que me digas, sé que soy un condenado!

Lo tranquilicé como pude. Me di cuenta que elhombre venía desde lejos, por penitencia.

–Nos reunimos en el pueblo varios muchachos –dijo–, y empezamos a porfiar sobre quién denosotros podía llevar a cabo una temeridad mayor.Por orgullo, salí yo al frente. Otro muchacho meapartó llevándome a un lado y me dijo, mirándomea los ojos:

»–No es posible que hagas lo que dices. Estáspresumiendo.

»Y yo le juré que lo haría.»–No, espera; jura –me dijo– que, por tu

salvación en la otra vida, harás cuanto yo te diga.

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»Le di mi juramento.»–Ahora vendrá la Cuaresma, y tendrás que

ayunar –me dijo–. Cuando vayas a comulgar, tomala Sagrada Forma, pero no te la tragues. Te apartasun poco y te la sacas de la boca. Y, después, ya teindicaré lo que tienes que hacer.

»Así procedí. Al salir de la iglesia me condujodirectamente a una huerta. Cogió una estaca, lahincó en la tierra y me dijo:

»–¡Déjala aquí! –yo puse la Sagrada Formasobre la estaca.

»–Y ahora, trae una escopeta –me dijo.»La llevé.»–Cárgala –me dijo.»La cargué.»–Apunta y dispara.»Levanté la mano y apunté. En aquel momento,

apareció delante de mí la cruz con el Señorcrucificado. Caí sin sentido con la escopeta en lamano.

Esto sucedió unos años antes de empezar avisitar yo al anciano. Quién era ese Vlas, dedónde era, y cómo se llamaba, lógicamenteno lo desveló el anciano; como tampoco el

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castigo que le impuso. Probablemente lecargara el alma con alguna terrible penitenciaincluso superior a lo que pueden soportar loshombres, pensando que cuanto más severofuera el castigo, tanto más aliviaría el alma:«Él mismo vino arrastrándose en busca delsufrimiento». ¿Acaso no es cierto que losucedido, por un lado, resulta inclusodemasiado característico?, ¿y que relacionamuchas cosas, de tal modo que merece lapena detenerse en ello unos minutos? Yo, apesar de todo, soy de la opinión de que laúltima palabra la han de decir todos esosdiferentes Vlases; los arrepentidos y los noarrepentidos; ellos serán los que nos digan ynos indiquen el camino que debemos seguir,así como la salida de todos esos problemasnuestros que parecen insolubles. Ya que noserá San Petersburgo quien defina el destinofinal de Rusia. Y por ello, cualquier nuevacaracterística, por minúscula que parezca,

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acerca de esas ahora «nuevas gentes», puedeque merezca nuestra atención.

En primer lugar, lo que más me sorprendiófue el comienzo de toda esa historia, es decir,la posibilidad de una disputa de este tipo enuna aldea rusa, esto es: «¿Quién ganaría laapuesta de cometer la mayor temeridadposible?». Es un hecho bastante significativoque, por lo demás, me resultó bastanteinesperado. He visto mucha gente de eseestilo, y de lo más específico. Señalaré,también, que lo extraordinario del hechocorrobora que se tratara de algo cierto: puescuando se miente, se inventa algo bastantemás corriente de lo habitual para que todoslo crean.

En segundo lugar, resulta especialmenteextraordinaria la cuestión médica del hecho.Las alucinaciones vienen a ser un fenómenobásicamente enfermizo, y ese tipo deenfermedades son bastante escasas. La

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posibilidad de una alucinación repentina, aunocurriéndole a alguien extremadamenteexcitado y, a pesar de todo, completamentesano, puede que sea un caso aúndesconocido. Pero ésta es una cuestión demedicina, y yo soy un profano en ella.

Otra cuestión del hecho es la partepsicológica. Aquí se nos presentan dos tipospopulares rusos que encarnan en grado sumoal pueblo ruso en su totalidad. Ante todo setrata de la absoluta pérdida de la medida (ydense cuenta de que se presenta casi siemprecomo algo temporal y pasajero, similar a unsueño). Se trata de la necesidad de llegar allímite, de ansiar sensaciones fuertes queconduzcan hasta el abismo para descolgarseen él hasta la mitad del cuerpo y por uninstante mirar en su interior, en algunoscasos, y con frecuencia, la de lanzarse comoun loco de cabeza al abismo. Es la necesidadde negación del ser humano, a veces del quemenos niega y el más piadoso; es la negación

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de todo, de lo más sagrado de su corazón, desu ideal más completo, de lo más sacro de supueblo como una totalidad, la cual venerabahasta aquel momento y que de pronto se leconvirtió en un peso insoportable.Impresiona especialmente ese tipo deurgencia, de obcecación, que el hombre rusotiene a veces de expresar en ciertoscaracterísticos momentos de su vida o la desu pueblo, la de hacerse notar en lo bueno oen lo malo. A veces aquí simplemente le faltael límite. Acaso sea el amor, el vino, eldesenfreno, el amor propio, la envidia... enesto algunos rusos se entregan casi sin reparo,y serían capaces de romper con todo; dedesprenderse de todo, de la familia, de lamoral y de Dios. Un hombre de corazónexcepcional puede de pronto convertirse enun ser repugnante, un bribón o un criminal,con sólo caer en ese torbellino, fatal voráginenuestra, de la convulsiva autonegación y laautodestrucción momentáneas, tan propias

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de las características del pueblo ruso,cruciales en ciertos momentos de su vida. Sinembargo, con la misma fuerza, la mismaobcecación y el mismo instinto deconservación y penitencia, el hombre ruso,igual que todo el mundo, cuando llega allímite y ya no hay adónde ir, va y, de laforma más natural, se salva a sí mismo. Perolo más característico es que el salto haciaatrás, el de la enmienda y la salvación, sueleser siempre más serio que el arranqueanterior, el de la negación y laautodestrucción. Es decir, que este últimosiempre tiene su raíz en algo pusilánime;entonces, el hombre ruso, con gran esfuerzoy seriedad, se introduce en el acto de surebelación, mirando con desprecio suanterior actitud de negación.

Creo que la más importante, la másenraizada necesidad del pueblo ruso, consisteen el sempiterno e insaciable sufrimiento, entodo y por todo. De esa ansia de sufrimiento

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parece estar contagiado por los siglos de lossiglos. El hilo conductor del sufrimientoatraviesa toda su historia; no nace sólo de lasdesgracias externas y los infortunios, sinoque proviene del corazón mismo del pueblo.El pueblo ruso sufre irremediablementeincluso en la felicidad, pues, de otro modo,ésta no sería completa. Jamás, incluso en losmomentos más triunfales de su historia, llevaél un semblante orgulloso y triunfal, sino,por el contrario, un aspecto enternecidohasta el sufrimiento: respira a pleno pulmónentregando su gloria a la gracia del Señor. Elpueblo ruso parece satisfacerse con su propiosufrimiento. Hablando, además, en términosgenerales, lo que ocurre en el pueblo se datambién en los individuos particulares.Fíjense, por ejemplo, en los innumerablestipos de bribones rusos. Aquí ya no sólo hayinsolencia, que asombra a veces por laimpertinencia de llegar hasta el límite o laignominia de la caída del alma humana. Ese

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bribón, antes que cualquier otra cosa, es unsufridor. No se da en el hombre ruso unasatisfacción ingenua y triunfal, ni siquiera enun estúpido. Cojan a un borracho ruso y,por ejemplo, a un alemán: el ruso resulta másrepugnante, pero el borracho alemánindudablemente es más estúpido y graciosoque el ruso. El alemán es un puebloeminentemente orgulloso y satisfecho de símismo. En un borracho alemán, estas básicascaracterísticas populares crecen enproporción a la cerveza ingerida. El borrachoalemán es un hombre feliz y jamás llora;canta canciones que lo enaltecen y le hacensentirse orgulloso de sí mismo. El borrachoruso gusta de beber por alguna desgracia yllorar. Y si se pavonea, no lo hace de unmodo triunfal, sino armando bulla. Siemprerecordando alguna ofensa, y reprochando alque le ofendió, tanto si está presente como sino. Probablemente hasta se ponga aconvencer de que le falta poco para ser un

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general; jura terriblemente si no le creen y,para que le crean, siempre termina pidiendofinalmente socorro. Ésa debe de ser la razónde que resulte tan desagradable y pidasocorro, ya que, en el fondo de su almaembriagada, probablemente él mismo estéconvencido de que en absoluto es un general,sino un desagradable borrachín que se rebajacomo un animal. Lo mismo sucede en lomicroscópico y lo macroscópico. El truhánmás grande, incluso aquel que exhibe más suimpertinencia y sus sofisticados vicios, y alque incluso imitan los estúpidos, a pesar detodo, percibe, con algo de sentido, en elfondo de su deforme alma, que él, al fin y alcabo, no es más que un canalla. No estásatisfecho de sí mismo; en su corazón crece elreproche, y se venga de ello con cuantos lorodean; se enfurece y se enfada con todos, yen esos momentos llega al límite, y lucha conel sufrimiento que se acrecienta pormomentos en su corazón, como si se

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embriagara a su vez de satisfacción. Si tieneposibilidades de restablecerse de suhumillación, se venga terriblemente de símismo por su anterior decadencia, e incluso,con más dolor del que, en la deformidad de laembriaguez, proyectara sobre los demás, porlos ocultos sufrimientos de la propiainsatisfacción de sí mismo.

¿Quién empujó a los dos muchachos a unadiscusión acerca de quién podía cometer lamayor fechoría?; y ¿cuáles fueron las causasque hicieron posible que surgiera unaapuesta de ese tipo? Ello no se sabrá, pero,indudablemente, ambos sufrían; unoatendiendo a la propuesta, y el otrohaciéndola. Claro está que aquí previamentehabía sucedido algo: bien un secreto odioentre los dos, bien un odio desde la infancia,del que ni siquiera ellos eran conscientes, yque se reveló en el momento de la disputa yel desafío. Lo más probable es que fuera loúltimo; y que fueran amigos hasta aquel

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momento, y vivieran en paz el uno con elotro; una paz que se les estaba haciendo cadavez más insoportable a medida que pasaba eltiempo; pero, en el momento del desafío, latensión del odio y la envidia mutuos, delsacrificio de su Mefistófeles, ya eraextraordinaria.

–¡Nada temeré, y cumpliré cuanto meindiques! ¡Te deshonraré, alma, aunqueperezcas!

–¡Te estás jactando, pero saldrás corriendocomo un ratón al sótano! ¡Me mofaré de ti,pero perece, alma!

Se podía haber elegido para la apuesta algomuy insolente pero de otra naturaleza, como,por ejemplo, algún acto de bandidaje, elhomicidio o asesinato de una personalidadpoderosa. Pues el muchacho juró que haríacualquier cosa, y su instigador sabía que lehablaba en serio en aquella ocasión y que iríadirectamente a hacer lo que prometía.

Pero no. Los crímenes más terribles le

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parecen al instigador algo absolutamentecorriente. Se inventa una fechoría inaudita,inconcebible y sin precedentes, y en suelección se refleja toda la filosofía de nuestropueblo.

¿He dicho inconcebible? Pero lo másimportante es que demuestra que ya sedetuvo en esa idea, y que probablemente yale rondara la cabeza. Puede que muchotiempo atrás, en la infancia, se introdujera esaidea en su alma, atormentándolaterriblemente, a la vez que satisfaciéndoladolorosamente. No cabe duda de que lo teníatodo pensado desde hacía tiempo: tanto lo dela escopeta como lo de la huerta, y lomantenía en terrible secreto. Lógicamente nose le ocurriría con el fin de llevarlo a cabo,pues probablemente no se atrevería a hacerlosolo, sino que simplemente le atraía esavisión y, al penetrarle en el alma de vez encuando, lo tentaba, y él tímidamente sedejaba llevar por la seducción y retrocedía,

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petrificado de horror. ¡Un solo instante desemejante e inconcebible fechoría, y despuésque se fuera todo al traste! ¡Pues claro que elmuchacho creía que por un acto de ese tipose condenaría para toda la eternidad! Pero sediría: «¡He sido capaz de llegar a la cima...!».

Hay multitud de cosas que uno puedeconcebir inconscientemente, sintiéndolas. Esposible saber mucho inconscientemente.Pero lo que es innegable es que es curiosa lanaturaleza del alma y máxime procediendoaquello de donde procedía. Ahí está lacuestión. Sería interesante saber cómo seconsideraba a sí mismo el instigador: ¿era másculpable, o no, que su víctima? A juzgar porel desarrollo de los acontecimientos, habríaque pensar que se consideraba más culpableque el que cometió el acto, o al menos igualque éste; de modo que, al tentar a la víctimacon la «fechoría», también se tentaba a símismo.

Dicen que el pueblo ruso sabe poco del

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Evangelio, que desconoce las normas básicasde la fe. Eso es así, pero conoce a Cristo y lolleva en su corazón eternamente. De ello nohay duda alguna. Pero ¿cómo es posibletener una auténtica visión de Cristo sin unaeducación religiosa? Ésta es otra cuestión.Pero el sentimiento de Cristo que está en elcorazón, y su verdadera representación,existen en toda su plenitud. Pasa degeneración en generación y se ha fundido enlos corazones de los hombres. Puede que elúnico amor del pueblo ruso sea Cristo; y élama su imagen a su manera, o sea, hasta elmismo sufrimiento. Está más orgulloso quenadie con el nombre de la ortodoxia, es decir,la más veraz de las creencias cristianas. Lorepito: se pueden saber inconscientementemuchas cosas.

Y he aquí que nada más impertinente pudohaber inventado el Mefistófeles ruso quepecar contra este tipo de santidad popular,rompiendo con todo lo terrenal,

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destruyéndose a sí mismo para toda laeternidad, por sólo un minuto de triunfo dela negación y el orgullo. ¡La posibilidad detanta tensión pasional, de tan tenebrosas ycomplejas sensaciones en el espíritu delpueblo, es algo que impresiona! Y fíjense enque todo ello se acrecentó hasta casi hacerseconsciente la idea.

La víctima, sin embargo, no se da porvencida, no se abate, ni se asusta. Al menos,ésa es la impresión que da. El muchachoacepta el desafío. Pasan los días y él sigue conla idea. Y llega el momento, no ya de la idea,sino del acto mismo: va a la iglesia y, comoescucha a diario las palabras de Cristo, noretrocede. Hay terribles asesinos que no seperturban ni ante la imagen de su víctimaasesinada. Uno de esos asesinos, manifiesto ypillado in fraganti, seguía sin reconocerlohasta el final, mintiendo sin cesar delante deljuez instructor. Cuando éste se hubolevantado y dio la orden de llevarle a prisión,

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aquél, con aspecto conmovido, pidió conconmiseración despedirse de la fallecida, queyacía en aquel lugar (su antigua amante, a laque mató por celos). Se agachó, la besóemocionado, se echó a llorar y, sin levantarsey de rodillas, una vez más, repitió ante ella,con las manos extendidas, que no eraculpable. Con ello sólo quiero señalar hastaqué punto tan feroz puede el hombre carecerde sensibilidad.

Aunque aquí no se trataba en absoluto deinsensibilidad. Por encima de ello, había algocompletamente especial: el horror místico, lafuerza más grande para el alma humana.Realmente, aquél fue un caso de horrormístico, a juzgar, al menos, por cómo sesucedieron las cosas. Pero el fuerte espíritudel muchacho todavía podía luchar con esehorror; y lo demostró. ¿Acaso se trata de lafuerza, o, en el peor de los casos, de lapusilanimidad? Es evidente que de ambascosas mezclándose los contrarios. Además,

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ese horror místico no sólo no interrumpiósino que prolongó la lucha, intentandoprobablemente llevar el asunto a cabo yalejando precisamente del corazón delpecador cualquier sentimiento deconmoción; y cuanto más lo atormentaba,más insoportable se volvía para él. Lasensación de pavor es un sentimiento cruel,consume, y deja petrificado el corazón paracualquier emoción y percepción elevada. Heaquí la razón por la que el malhechor resistióincluso el momento frente al cáliz, queprobablemente quedó petrificado de miedohasta más no poder. También creo que elodio mutuo entre la víctima y su instigadordesapareció por completo durante esos días.En ciertos momentos el seducido podría, conrabia enfermiza, odiarse a sí mismo; a los quelo rodean, a los que rezan en la iglesia, perojamás a su Mefistófeles. Ambos sentían que senecesitaban mutuamente el uno al otro, paracomunicarse y acabar con el asunto. Cada

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uno de ellos seguramente se consideraraincapaz de llevarlo a cabo solo. ¿Por quécontinuaron con ello, y por qué cargaroncon tanto sufrimiento? Además, no podíanromper el juramento. Y si su acuerdo hubierasido interrumpido, entonces, al momento,habría estallado entre ellos un odio mutuo,diez veces más fuerte que el anterior, y hastaposiblemente llegaran al asesinato: elatormentado habría matado a su instigador.

Que así fuera. Ni siquiera eso sería másfuerte que el horror experimentado por lavíctima. Y ahí está que, tanto en el fondo delalma del uno como del otro, debió de haberirremediablemente un cierto placer diabólicodel propio perecer, que paraliza larespiración, lo que obliga a uno a inclinarseante el abismo y mirar en su interior; laconmoción del encanto frente a la propiainsolencia. Es casi imposible que el asunto sehaya llevado a cabo sin esas excitantes ypasionales sensaciones. No se trataba de unos

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gamberros simplones, muchachos estúpidosy obtusos, que comienzan desde lacompetición de la «insolencia» y terminancon la desesperación frente al starets.

Anótese que el instigador no habíadescubierto a su víctima todo el secreto: éstano sabía lo que iba a hacer, cuando salía de laiglesia, con la Sagrada Forma hasta el mismomomento en que le ordenaron traer laescopeta. Tantos días de tal incomprensiónmística corroboran nuevamente el horribleempecinamiento del pecador. Por otra parte,también el Mefistófeles pueblerino semuestra como un gran psicólogo.

Pero ¿es posible que al entrar en la huertaya no se acordaran el uno del otro? Elmuchacho recordaba, sin embargo, cómocargó la escopeta y apuntó. ¿Puede queactuara maquinalmente, aunquerecordándolo todo, tal y como realmenteocurre a veces en el combate del horror? Nolo creo: si se hubiera convertido en una

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simple máquina, que continúa trabajandopor inercia, posiblemente no habría tenido lavisión que tuvo; simplemente habría caídosin sentido cuando se le hubiera agotadotodo el cúmulo de inercia, y ello no seríaantes, sino después del disparo. No, lo másplausible es que la conciencia la tuviera élsiempre presente con una claridadextraordinaria, sin reparar en el horrormortal, que crecía cada vez más a medida quepasaban los minutos. Y por ello mismosoportó la víctima tanto peso del horror, quecrecía progresivamente; lo repito de nuevo:indudablemente estaba dotada de una granfuerza espiritual.

Reparemos en que el hecho de cargar laescopeta es una operación que, en cualquiercaso, exige algo de atención. En mi opinión,lo más difícil e insoportable, en un momentoasí, es la capacidad de apartarse de su horror,de la abrumadora idea. Normalmente, los quereciben el impacto del horror ya no pueden

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apartarse de su contemplación, del objeto o laidea que los ha impactado: se quedan frente aellos como petrificados, mirando a su horrordirectamente a los ojos igual que si estuvieranhechizados. Pero el muchacho cargó laescopeta con atención; eso lo recuerda él.También recuerda cómo apuntó; lo recuerdatodo hasta el momento final. También esposible que el proceso de cargar la escopeta lesirviera de alivio, como una salida a suatormentada alma, y le satisficiera porhaberse concentrado, aunque sólo fuera porun instante, en cualquier insignificanteobjeto externo. Ello sucede en la guillotinacon los condenados a muerte. Dubarrygritaba al verdugo: «Encore un moment,monsieur le bourreau, encore unmoment!»21. De habérsele concedido eseminuto, habría sufrido veinte veces más de loque sufrió, pero a pesar de todo gritó ysuplicó para que se le concediese un minutomás. Si presuponemos que cargar la escopeta

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era para nuestro pecador algo similar a lo deDubarry, «encore un moment», entonces estáclaro que, después de un minuto así, ya nopodría volverse nuevamente hacia su horror,del que se apartó por un instante, paradespués continuar con el asunto, apuntar ydisparar. Aquí, simplemente, se leparalizarían las manos, dejarían deobedecerle; la escopeta se le habría caído sola,sin reparar siquiera en la conciencia y lavoluntad que aún conservaba.

Y he aquí que, en el último momento, todala falsedad, la bajeza del acto y la cobardía,que se interpretan como fuerza; toda lavergüenza de la decadencia, salieron depronto instantáneamente de su corazón y sele presentaron en forma de terrible revelaciónde la injusticia. La increíble visión sepresentó ante él... y todo terminó.

Claro que el juicio bramó en su corazón.Pero ¿por qué bramó inconscientemente, sinla repentina aclaración de la inteligencia y la

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voluntad?; ¿por qué se presentó en forma deimagen, como algo absolutamente externo,independiente del acto de su espíritu? En elloreside una gran cuestión psicológica yrelativa a Dios. Para él, para el malhechor, setrató indudablemente de un acto del Señor.Vlas comenzó a peregrinar por el mundo enbusca del sufrimiento.

Pero ¿y qué hay del otro Vlas? ¿El quequeda? ¿El instigador? La leyenda no diceque se arrastrara por el arrepentimiento; no lemenciona en absoluto. Puede que también searrastrara, pero también que se quedara en elpueblo viviendo hasta hoy día, bebiendo ybromeando en los días festivos: pues no fue aél a quien se le presentó la imagen, ¿acaso noes así? Sería muy deseable conocer tambiénsu historia, como materia de estudio.

Y he aquí por qué sería tan deseablesaberlo: porque, si realmente se tratara de unauténtico nihilista pueblerino, de un negadory pensador primitivo, que no creyera, que

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hubiera escogido con altanera burla unobjeto de competición, sin sufrir niatormentarse junto a su víctima, tal y comohemos supuesto en nuestro estudio, y quecon fría curiosidad observara cómo seretuerce y estremece ella, por la simplenecesidad de ver el sufrimiento ajeno y lahumillación humana... ¿quién sabe? ¿Puedeque lo hiciera como una observacióncientífica?

Y si existen ese tipo de diablos, incluso enel carácter popular (y en la actualidad todo sepuede suponer), y más, en una de nuestrasaldeas, ello ya es un descubrimiento nuevo, eincluso algo inesperado. Porque antes no seoía hablar de semejantes características. Elinstigador del señor Ostrovski, en unamaravillosa comedia, No vivas como quieres,salió bastante malparado. Es una lástima queaquí no podamos tener nada fidedigno.

Claro está que el interés de la historianarrada –sólo si realmente tiene interés–

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estriba en que es verídica. Pero penetrar en elinterior del alma de Vlas, a veces, no es unacuestión baladí. El Vlas contemporáneocambia rápidamente. Allí abajo tiene la mismacólera que nosotros aquí arriba, comenzandodesde el 19 de febrero22. El gigante sedespierta y estira sus miembros; puede quedesee parrandear y traspasar el límite. Dicenque ya está de juerga. Cuentan y publicancosas horrendas: las borracheras, losbandidajes, las madres y los niñosalcoholizados, el cinismo, la miseria, laausencia de honestidad y la falta de fe.Algunas personas serias, aunque algoatolondradas, piensan que, según están lascosas, si continúan este tipo de «juergas» –aunque sólo sea durante diez años–, nosabremos qué consecuencias nos depararán, yeso sólo desde el punto de vista económico.Pero si recordamos a Vlas nosreconfortaremos: en el último momento, todala falsedad, sólo si ésta existe, saldrá del

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corazón popular y se pondrá frente a él conla inmensa fuerza de la revelación de lainjusticia. Recobrará conciencia Vlas, y sepondrá manos a la obra del Señor. Encualquier caso, se salvaría a sí mismo, si elasunto le llevara directamente hasta ladesgracia. Se salvaría a sí mismo, y anosotros, pues nuevamente la luz y lasalvación le alumbrarían desde abajo (en unaforma, probablemente, inesperada paranuestros liberales, y en ello habría una grandosis de comicidad). Incluso hay cuestionesque inciden en este factor inesperado; loshechos se presentan también ahora... Por lodemás, de esto podríamos hablar más tarde.En cualquier caso, actualmente es indudablenuestra inconsistencia como «polluelos delnido petrovskiano». Además, el 19 defebrero terminó realmente el períodopetrovskiano de la historia rusa, de modoque ya llevamos tiempo sumergidos en la máscompleta incertidumbre.

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1 Dostoievski, siguiendo la corriente naturalista,emplea en este texto apellidos derivados de sustantivosy verbos que tienen un significado concreto. En estecaso, Oplevániev deriva del verbo oplevat’, quesignifica «escupir» y podría traducirse como «El queescupe». El apellido de otro de los inquilinos, Okeánov,procede de «océano». Y Sudbín de sudba, «destino». (N.de la T.)

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2 Intelectual que no pertenecía a la nobleza rusa, enlos siglos XVIII y XIX. (N. de la T.)

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3 Plato típico ruso de sopa de repollo. (N. de la T.)

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4 Antiguas medidas rusas que corresponde a 71 cm y4,4 cm, respectivamente. (N. de la T.)

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5 Antigua medida rusa que corresponde a 2,134 m.(N. de la T.)

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6 Campesino, en ruso. (N. de la T.)

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7 Jefe de policía de distrito en la Rusia zarista. (N. dela T.)

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8 El 1 de abril en Rusia es el día de los SantosInocentes. (N. de la T.)

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9 Antigua medida rusa que equivale a 16,3 kg. (N. dela T.)

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10 Bebida rusa muy refrescante. (N. de la T.)

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11 Especie de gazpacho ruso, hecho con kvas o agua,pan y cebolla. (N. de la T.)

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12 «Pero es muy serio, señores, no se rían.» (N. de laT.)

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13 El apellido de Pseldonímov procede de«pseudónimo» y el de Mlekopitáiev de «mamífero». (N.de la T.)

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14 «¡Eh, Lamberto! ¿Dónde estás, Lamberto?, ¿Hasvisto a Lamberto?» (N. de la T.)

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15 «Cincuenta», en alemán de Suiza. (N. de la T.)

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16 Antigua institución campesina rusa de propiedadcolectiva de la tierra. (N. de la T.)

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17 «Consejero de la corte», en alemán. (N. de la T.)

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18 Celebración funeraria que tiene lugar a loscuarenta días del fallecimiento. (N. de la T.)

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19 Plato de arroz u otro grano con miel o pasas quese come después del entierro. (N. de la T.)

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20 «¡Odio a esos bribones!» (N. de la T.)

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21 «¡Un minuto más, señor verdugo, un minutomás!» (N. de la T.)

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22 El 19 de febrero de 1861 Alejandro II abolió laservidumbre en Rusia. (N. de la T.)

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Edición en formato digital: abril de 2011

© De la edición y la traducción, Bela Martinova, 2007© Ediciones Siruela, S. A., 2007c/ Almagro 25, ppal. dcha. 28010 Madrid.

Diseño de la cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma dereproducción, distribución, comunicación pública otransformación de esta obra sólo puede ser realizada con laautorización de sus titulares, salvo excepción prevista por laley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar oescanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9841-770-8

Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

www.siruela.com

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