Indio y otros cuentos - Edgardo Civallero
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Indio y otros cuentos
Edgardo Civallero
Edgardo Civallero (Buenos Aires, 1973) estudió
Bibliotecología y Documentación en la Universidad de
Córdoba (Argentina). Ha publicado trabajos académicos
relacionados con su especialidad (bibliotecas en
comunidades indígenas y tradición oral) y ha
incursionado en sus otras pasiones: la música tradicional
sudamericana y el diseño gráfico. Actualmente reside en
España, e inició su trayectoria literaria con la saga
“Crónicas de la Serpiente Emplumada”.
© Edgardo Civallero, 2012
© de la presente edición digital, 2012, Edgardo Civallero
Ilustraciones: Sara Plaza Moreno
Diseño de portada e interior: Edgardo Civallero
“Indio y otros cuentos” se distribuye bajo una licencia
Reconocimiento‐No comercial‐Sin obras derivadas 3.0
España de Creative Commons. Para ver una copia de esta
licencia, visite:
http://creativecommons.org/licenses/by‐nc‐nd/3.0/es/
Contenidos proporcionados desde:
http://bitacoradeunescritor.blogspot.com
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Indio
Usté me pregunta que cómo vivo acá... ¿Y qué quiere que le diga,
señor, si basta nomás con mirar pa' darse uno cuenta? Hay veces
que el hambre no se aguanta ni coqueando, pero por más que le
cuente a usté lo que es dolor de panza de tenerla vacía, seguro que
no se lo puede imaginar. Tampoco se va a poder imaginar las
lágrimas de mis changos cuando lloran de frío, porque las mantitas
no alcanzan pa' parar el rocío por la noche, y ni viviendo medio
enterráos como vivimos nos podemos esconder de los terribles
heladones que caen acá arriba... Y sí, señor. Las veces con charque
nomás nos arreglamos, por no matar las ovejitas de la majada,
porque uno nunca sabe lo que viene mañana, ¿no?... y otras cae
algún quirquinchito, y eso si el Coquena lo deja aparecer, claro. Y
bueno, con un mote de habas vamos tirando. Con la leche de las
ovejas hacemos quesillo, nomás, y eso hacemos trueque o
vendemos en el pueblo, los domingos o cuando bajamos, pa'
conseguir algunas cositas, porque acá arriba poco crece, poco da la
Pachamama, como no ser los choclitos y las habas pa' hacer mote.
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Igual, dentro de poco nada voy a poder comer, porque ya poquitos
dientes me quedan, señor. Mírelos, poquitos ya, gastados los
tengo de comer api con polvo de piedra, porque ni siquiera
mortero de madera tenemos; molemos con la mano de piedra,
nomás, señor, y así con polvo comemos. ¿Y qué se le va a hacer? Es
comer eso o no comer nada, y seguro que usté no se imagina lo
que es el dolor de panza de tenerla vacía...
Si, señor, hijo y nieto de criollos soy, señor. Sí, todos mis
antepasados eran indios. Ya quedan pocos indios viejos que sigan
viviendo por esta zona. Todos se fueron mezclando con los
gringos, y poco a poco la raza se perdió. Y claro. Pa' más, todos los
jóvenes se van de acá como si por estos pagos viviera el diablo,
señor. ¿Quién va a querer quedarse acá, dígame usté? ¿Quién? Ya
l'hei dicho a mis changos más chicos que, en cuantito estén
crecidos, los mando pa'l pueblo a que consigan alguna changa y se
queden áhi…
¿Si en el pueblo se vive mejor? Mire, señor, en el pueblo uno no
pasa tanta hambre como acá. Nos tratan igual, pero por lo menos
uno tiene un cobre pa' comprar alguna comida, y pa' tomarse un
vino de vez en cuando. El vino ayuda a olvidar que uno es quien es,
que tiene lo que tiene y que no tiene todo lo que no tiene... Le
ayuda a olvidar a uno que el patrón lo escupe, que la gente lo mira
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como a un perro, que se apartan pues de uno en la calle... Uno se
olvida un rato de todo eso, del hambre de los hijos, del frío, de la
soledad del puesto, de todas esas cosas, pues...
¿Quejarnos? ¿Y pa' qué? Somos indios, señor, no hay nada que
hacerle. El indio, el pobre, solo sirve p'agachar el lomo y dejar que
el capataz pegue, que el patrón se sienta más, que los que tienen
más que uno se sientan bien.... El año pasáo, mi hermano Nicasio
empezó una huelga, allá en el ingenio, ande se iba'i golondrina con
la mujer y los cinco hijos. Ahora la mujer y los changuitos andan
solos por el mundo, porque a mi hermano lo callaron de un tiro una
noche. ¡Y dijeron que se lo había comido el Familiar! ¿Se da cuenta?
¿A qué voy a hablar? ¿Usté cree que a alguien le importa que mi hijo
Antonio no sepa escribir «Antonio», que mi hija más grande ande
buscando neumático viejo p'arreglarse las ushutas, que mi mujer y
yo estemos con la boca sin dientes, que mis dos changuitos más
chicos se hielen por la noche o no vayan a la escuela porque está a
seis horas de camino? ¿Usté cree que alguien piensa en las que
pasamos acá? Sólo se preocupan por nosotros cuando las
votaciones. Entonces sí, ¡ah, sí!, ¡si los escuchara!: somos «los
postergáos», «los heroicos desendiente'e los diaguita«... «La
herencia cultural 'e la patria» somos... Vienen cantores de la ciudá y
nos cantan a nosotros, a los indios, a los pobres, por valerosos, por
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ser la raíz del país, por la «deuda histórica»... Después se van, y
nosotros nos quedamos acá, con nuestras necesidades, con
nuestras penitas, esperando que llegue alguna fiesta grande pa'
emborracharnos y olvidarnos de toda esta miseria, buscando bosta
'e llama pa' poder calentarnos, encendiéndoles velas a los santos y
a las vírgenes blancas, que nada más a los de su color saben
escuchar, y dejando los acullicos en las apachetas, pa' ver si la
Pachamama y el Coquena se acuerdan de nosotros...
Pero se ve que a ellos también los han calláo los gringos, como
hicieron con los abuelos de mis abuelos, como hicieron siempre
con nosotros, siempre pues...
Mi hijo Antonio tiene ya 24 años, señor. Nació el año del Mundial.
Hace ya dos años se fue a vivir al pueblo con una linda moza, de
sirviñaco, y allá tuvieron un changuito, pues. Antonio trabaja de
salitrero. Se va en bicicleta todos los lunes allá, a las salinas, bien
lejos, y se queda toda la semana allá arriba, porque volver sería al
cuete, ¿no? Y después sí, los fines de semana se baja pa'l pueblo, a
estar dos días con la mujer y el hijo, que pa' eso los tiene, digo yo. Y
mire usté que ni así, con todo ese sacrificio y todo, y con el trabajo
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de su señora, que también hace changas, limpia casas y lava ropa,
ni así llegan a andar bien. Y eso viviendo en el pueblo ¿se da
cuenta? Dicen los que se fueron pa' la ciudá que allá es pior, que a
veces no queda otra que meterse en una villa y hacer lo que nadie
más quiere hacer, y que algunos acaban robando, y que los
jóvenes, sobre todo, saben meterse en líos piores y acaban presos.
Cosa'e mandinga, oiga. Digo yo si será cierto. Porque nosotros
somos pobres, pero honráos. Yo nunca he robáo nada a nadie,
señor, le juro. Vaya a saber como lo cambia a uno la ciudá, que se
vuelve uno un delincuente, ¿no?
Pero yo le estaba contando de mi hijo Antonio. Una vez que fuimos
pa'l pueblo nos llegamos a visitarlo, y me contó que por allá, por las
salinas, habían andado unos señores como ustedes, sacando fotos
y haciendo preguntas, de que cómo vivían, de que cómo comían,
de que si les iba bien o mal vendiendo sal... Después se fueron,
pero cada tanto va alguno a hacer las mismas preguntas y a sacar
las mismas fotos... A veces otros han venío, que traen aparatos
para grabar las flautitas nomás, pa' los Carnavales, y después se
van, grabando nomás las flautitas y las cajas, y a los copleros, y
anotan las coplas y se las llevan; digo yo si pa' tocarlas y cantarlas
en su pago, pero no, ellos no saben tocar, los hemos visto que no
saben, es de puro estudiosos nomás que las anotan y se las llevan.
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Y digo yo, señor ¿pa' qué les sirve? ¿Pa' qué las quieren? Otros han
habido que han venido a medirnos. Sí señor, como le digo, a
medirnos la cabeza y el brazo, y otras cosas; me habían esplicáo pa'
qué pero ya no me acuerdo, señor, estoy viejo y la memoria me
falla, pero era algo así como pa' vernos la raza... Y otros también
vinieron que nos leyeron de una hoja unos derechos, que decían
que eran los «derechos humanos», y que teníamos derecho de
darles de comer a nuestros hijos, y de aprender a escribir y a leer, y
de trabajo, y de un montón de cosas más que tampoco me
acuerdo, pero que me las he olvidáo de inservibles, nomás, porque,
dígame usté, señor, que ha visto como vivo ¿pa' qué quiero saber
yo esos «derechos humanos»? ¿Pa' qué me sirven? ¿Pa' engordar las
ovejitas, p'hacer que crezcan los choclos, p'arreglarme los dientes
o p'hacer que las frazadas tengan cría? ¿Eh? Pa' nada me sirven, pa'
eso, nomás. No tenemos manera de hacer valer nuestros derechos,
por más que los supiéramos, por más que los aprendiéramos.
¿Cómo íbamos a defenderlos, a ver? ¿No ve que hay más interesáos
en que nosotros sigamos así, dándoles de comer y haciendo todos
los trabajos piores, en vez de que estemos llenando escuelas o
aprendiendo un buen oficio? ¿Usté sabe lo que es la dignidá? Eso es
lo que nos tienen que devolver, antes que nada: nuestra dignidá.
Porque todavía somos personas, somos cristianos y no bestias o
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animales del monte. Todos esos que vienen a estudiarnos, a
mirarnos los huesos, a escuchar las cajitas y las flautas, todos esos
que vienen a conocernos, a saber cómo vivimos, se van sin saber
nada, se van sin entender un carajo de cómo vivimos, de qué nos
pasa, de quiénes somos, de qué queremos, de porqué lloramos
tantito a escondidas, de porqué hay tantas velas en los altares y
tantos acullicos en las apachetas, de porqué hay tantos jóvenes
delincuentes en esas ciudades que nunca nos van a abrir las
puertas. Porque somos indios, señor, por eso nomás...
Y sí, señor, ya sé que ya se va: ya le'i contáo todo lo que usté quería
saber, y ya ha visto todo lo que había que ver. Y va a volver allá, a la
ciudá, y les va a contar a todos que acá pasamos hambre, que la
chinita tiene ushutas de neumático y que vivimos medio enterráos
en un rancho acá en el abra. Y todos, segurito que sí, todos se van a
asombrar, y van a decir, como dicen en el pueblo, «¡pobre gente,
mire usté estos cristianos, no tienen pa' comer, no hay Dios,
pobrecitos!». Y alguno se va a preocupar, y va a venir hasta por acá
y nos ha'i traer alguna mantita y alguna ropita, y quizá, a lo mejor,
alguito de comida pa' los changos, que están flaquitos, no se me
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vayan a enfermar. Pero ¿de qué me sirve la caridá, señor, si cuando
ellos se vayan y se me acabe la comida y se me gasten las cobijas,
vamos a estar en la misma? ¿Eh? Más trabajo digno nos tienen que
dar, eso tienen que hacer, y una escuela nos tienen que poner más
cerca, con albergue, pa' que todos los hijos de los puesteros de acá
puedan ir a estudiar, pa' que ellos no sigan nuestro camino, pa' que
sepan por lo menos dónde viven, cómo son las letras de su nombre
y cuánto es veinte ovejas más veinte ovejas... Mejor sería que se
guardaran su caridá y dejaran de tratarnos como a la basura y de
mirarnos como a los perros de la calle... Pero eso no va a cambiar
de hoy pa' mañana, señor: siempre ha sido así, del tiempo'i ñaupa,
y no lo vamos a cambiar ahora. Pero que por lo menos nos den una
oportunidá pa' poder estar mejor, pa' no tener que trabajar más en
las salinas, ni comer api con piedra... Pa' que los indios... o más
bien, pa' que todos los pobres, sean del color que sean, dejemos de
estar tanto en las canciones y en las fotos y estemos un poco más
en los papeles de los políticos, a la hora de manejar la plata... Pa'
que no nos maten a escondidas o nos manden a la policía pa' que
nos pegue cada vez que nos quejamos y cortamos las rutas...
Yo sé que en el país hay más indios, y que muchos no se han
olvidáo de quiénes son... Hace años que tengo una radio chiquita y,
de vez en cuando, mi hijo Antonio me trae unas pilas, y así me
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entero de lo que pasa en el país, porque sino uno se queda más
aisláo de lo que está, ¿vio? Y yo sé que hay más indios, güichis, y
mapuches, y no sé cuantitos otros, gente que todavía pelea, como
peliaron los abuelos de mis abuelos, allá hace tiempo, que dicen
que se transformaron en cardones pa' que no los sacaran de su
tierra... Y yo me siento orgulloso de ellos, porque, además de peliar
pa' no pasar hambre, muchos defienden todavía lo de ellos, su
lengua, su cultura, lo que ellos hacen y lo que ellos creen. A mí,
indio viejo como soy, me gustaría poder luchar por lo mismo, pero
ya todito nos lo han quitáo, todito se ha olvidáo...
Ya que se vuelve pa' la ciudá, dígales a sus amigos, a esos que van a
leer lo que usté escriba, que si quieren hacer algo por nosotros, por
los pobres, por los indios, que nos traigan madera y ladrillos, que
nos traigan una bomba de agua, que nos traigan maestras y
maestros, y trabajo, y que si quieren conocernos, vengan a pasar
una noche acá, en el abra, conmigo o con los otros puesteros. Que
dejen de grabar las flautitas y de medirnos y de sacarnos fotos,
dígales, y que nos devuelvan la dignidá que nos robaron hace
cienes de años, allá, cuando los abuelos de mis abuelos se
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transformaron en cardones, seguro fue pa' no tener que vernos
así, humilláos como vivimos hoy...
Córdoba, Argentina, 1998.
Glosario
Coquear. Masticar hojas de coca.
Chango. Regionalismo para «muchacho».
Charque. [voz quechua] Carne secada al sol, cecina.
Quirquincho. [voz quechua] Armadillo.
Coquena. Espíritu regional (noroeste de Argentina y sur de Bolivia),
protector de la caza y, sobre todo, de las vicuñas.
Pachamama. [voz quechua] Madre Tierra.
Choclo. [voz quechua] Mazorca de maíz tierno.
Mote. [voz quechua] Plato preparado a base de habas.
Api. [voz quechua] Mazamorra, plato preparado a base de maíz blanco.
Changa. Regionalismo para «trabajo eventual».
Golondrina. Regionalismo para «trabajador migrante».
Familiar. Enorme perro demoníaco que, según la leyenda, habita en
ciertos ingenios azucareros del noroeste de Argentina y devora a los
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trabajadores. En realidad, la leyenda se creó para explicar la desaparición
de aquellos trabajadores molestos o problemáticos a manos de patrones
y capataces.
Ushuta. [voz quechua]. Sandalia.
Diaguita. Pueblo indígena del noroeste de Argentina y norte de Chile,
aniquilado por los españoles a lo largo del siglo XVII.
Acullico. [voz quechua] Bola de hojas de coca que se mastica de una vez.
Apacheta. [voz quechua] Pequeño altar popular de piedras levantado en
los cruces de caminos. En ellos los caminantes depositan sus acullicos (u
otras pequeñas ofrendas) y solicitan protección para su viaje.
Sirviñaco. [voz quechua] Casamiento de prueba tradicional andino,
periodo de convivencia de una pareja.
Villa. Regionalismo para «poblado de chabolas» o «favelas».
Mandinga. Regionalismo para «demonio».
Frazadas, cobijas. Regionalismo para «mantas».
Del tiempo i'ñaupa. Regionalismo para «desde tiempos viejos».
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Pérdidas
— I —
Lloqalla1 de quince años era yo en aquel entonces.
Me acuerdo bien, mismamente como si ahorita estuviera
sucediendo, pues... En primavera fue que mi tayta me regaló mi
primer charanguito. El único que siempre he sabido tener. El que
siempre me ha acompañado.
¡Way, y que era linda la primavera! Ashka sumaq2 era, pero mucho
más para alguien con quince años... Verdes, bonitas se ponían las
faldas de los cerros, y la gente de mi ayllu3 y de todas las otras
comunidades se preparaba para el trabajo de los campos, y para el
emparejamiento de los ganados... Ya desde antes habían estado
limpiando las acequias entre todos los comuneros, sí, y bebían
chicha y trago, y fumaban, y tonadas cantando andaban... Y
1 En quechua (préstamo del aymara), «muchacho». 2 En quechua, «muy linda». 3 En quechua, «familia extendida, clan».
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compartían las hojitas de coca, que en ese tiempo la ch’uspa, la
bolsita de uno, era como la ch’uspa de todo el mundo...
Me acuerdo que apagado andaba yo en aquel tiempo, como mata
de maíz que no ha recibido riego, pues... Todos los muchachos,
lloqallas como yo, tenían en mi ayllu su charanguito, o su flautita, o
su zampoña nomás para hacer música, y de esa manera ir
cortejando a las enamoradas... Pues quien más, quien menos,
todos tenían la suya, su sipascha, su muchachita, y todos les
cantaban y les decían cosas de amor bien bonitas... «Paloma del
alma mía» diciendo cantaban, «florecita de sank'ayo», «estrellita
dorada», «ojitos de lucero»... Así las nombraban en sus tonaditas,
les hacían puros arrumacos para cautivarles el sunqucha, su
corazoncito de ellas. Con canciones les iban arrastrando el ala,
como los palomos, y las niñas se hacían las modositas, se hacían la
que no los miraban, las que se les reían de ellos... También burlas
les hacían. Pero en su dentro, bien sentían que se habían dejado
echar el lazo, pues...
Y yo tristecito andaba, porque nada tenía para enamorar
mujercitas. Nada nadita. Ni flauta, ni zampoña, ni charango,
siquiera un triste tamborcito tenía. ¡Si al menos buen bailarín
hubiera salido! Pero no, gracia no tenía para bailar... Y si no
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aprendía pronto a tocar algo, había una niña de ojitos dulces miski
ñawi que se me iba a escapar...
Algunas canciones me había estado aprendiendo yo, cantándolas
bien fuerte cuando llevaba las ovejitas al arroyo a que bebieran...
La memoria no me fallaba: ¡eso sí que siempre tuve bueno,
caraju...! Por lo bajo iba repitiendo las tonadas y los waynos que les
escuchaba a otros, cuando las estaban cantando. Después en el
arroyo, abrevando la majada, las practicaba yo solo, nomás... Mi
favorita era aquella, medio en quechua, medio en castilla, que
decía...
Qhawariy alto cielota,
estrellasqa relucechkan...
Qanpaqñachu tukunkuña,
ñoqapaq recién nacechkan...
Pero me faltaba con qué acompañarme, porque canto sin música
es como papa sin llajwa4. Soso queda, deslucido, feo pues...
Y así fue que aquella primavera de los quince años míos, mi tayta
me regaló el charanguito... Charanguito campesino, makiruwa que 4 Salsa picante, tradicional de Bolivia.
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le dicen, sencillito pues, pero bien bonito era. Y todavía lo es, que
mucho muchito lo he cuidado, que no se arruine ni se rompa, ni
pierda su sonido. Muchos años ha estado conmigo, el pícaro...
Compañero ha sido de festejos y casorios... Me acuerdo cuando mi
tayta lo sacó de bajo su catre, envuelto en un awayu5 viejo de mi
mama... ¡Escondido lo tenía, el viejo! Y me acuerdo cuando
desenvolví el bulto. Sí que me acuerdo...
Lo primero que vi fue el quirquinchito6 del charango, con su color
claro y sus pelitos... ¡Peludo era, el caparazón del quirquinchito!
Pequeño, redondito era... Raro fue ver charanguito de quirquincho:
casi todos eran de madera, de tablitas pegadas nomás. El de
quirquincho, decían, traía suerte, sobre todo si el pelito crecía.
Y más después aparecieron los trastes, pues, bien sencillitos, de
alambre golpeado... Y arriba del todo, las clavijas, que estaban con
astillas, poco pulidas. Pero ¿qué me importaba a mí si era simple, si
era sencillito nomás, cuando era todo mío? ¡Un charanguito para mí
solo era, pues!
Lo primero era llevarlo al Sireno, me dijo mi tayta, porque así se
había hecho siempre, y si quería que mi charango de quirquincho
5 Colorida manta tradicional femenina andina. 6 En quechua, «armadillo». Las cajas de los charangos tradicionales solían confeccionarse con el caparazón de este animal.
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sonase fuerte e hiciese callar a todos los demás, y robase el alma
de las muchachas, no podía dejar de hacerlo. Así que al Sireno lo
llevé, a la orilla del río donde vivía, según contaban los abuelos...
Allí lo dejé, bien envueltito en mi manta, la noche entera. Y al
Sireno le dejé trago, y coca, y llijta para que pudiese pijchar7, y así
con todo eso se contentase y bien bonito me dejase mi
instrumento.
Toda la noche esperé por ahí cerca, porque había que velar al
instrumento. Así mandaban los abuelos, así había que hacer. Frío
pasé, pero ¿qué iba a quejarme yo, pues? ¡Ilusionado, como
cascabel estaba yo! ¡Un manojo de cohetes de fiesta estaba
hecho...! No me podía tener quieto, esperando la alborada para ir a
recoger mi tesorito. Pasé todo el tiempo murmurando las
canciones que le iba a cantar a mi miski ñawi, a mi jiwacita...
¡Añañaw! ¡Qué lindo es el amor, y quién pudiera tener otra vez esos
años, para poder volver a sentirlo como entonces!
Amaneció por fin, y yo recogí el charango mío y corriendo me fui
hasta la casa de mi tío, que sabía tocar, para que él, pues, me dijese
cómo sonaba. Y mi tío José lo tocó, y lo tocó, y lo tocó. Y aquello
7 En quechua, «mascar hojas de coca». Generalmente a las hojas se les agrega una sustancia básica, conocida como lliqta, hecha a base de cenizas vegetales.
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era como sonido bajado del cielo, pues... ¡Como canto de ángeles
era! ¡Así lo sentí yo...! Contento estaba mi tío. Decía que el Sireno se
había portado bien conmigo, que muy lindo me había templado el
instrumento. Y yo, inflado de orgullo me ponía, como gallo joven
con toditas sus plumas brillosas.
Y ahí nomás aproveché y le pedí a mi tío que me enseñara los
temples y pisadas, para ir sabiendo tocar. Con él aprendí pues los
tonitos, y los acordes, y cómo kalampear, y cómo rasguear y
repiquetear, y cuáles eran las tonalidades para irse acompañando
las canciones que se cantaban.
Aprendí a tocar rápido el charango, nomás, y canté mis canciones
para cuando aquella primavera se acababa, y toda la siguiente, y la
otra, y al final le enredé el corazón a la mujercita de ojos de miel,
que es tu madre.
De vez en cuando me acercaba al río, por las noches, y le dejaba
algo al Sireno, una botellita de trago o alguito como
agradecimiento. Después ahí nomás me quedaba, en silencio,
como enseñaban los viejos. Y escuchaba... Escuchaba... Entonces,
desde el fondo del murmullo del agua me llegaban canciones,
repiqueteando, jugueteando pues... Canciones nuevas... Ése era el
regalo del Sireno para aquellos que con respeto le agradecíamos y
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lo sabíamos escuchar. Música nuevecita, fresca como el agua
siempre teníamos. Después, sólo letra había que agregarle...
Y cuando el charanguito perdía su brillo de la voz, de vez en vez, de
nuevo lo dejaba a orillas del río toda la noche, y allí el Sireno lo
tocaba, lo templaba, le cubría las cuerdas con tintineos, le llenaba
el almita de risas...
Le hice cambiar varias veces las cuerdas, porque de tanto repique y
kalampeo se le fueron partiendo con los años. Conocía a una
cuerdera que las hacía lindas, con tripita de oveja, finitas pues las
dejaba y bien resistentes, fuerte sonaban... Y una vez, una que fui a
Potosí, le hice dar laca, y bien bonito me lo dejaron. Siempre ha
estado contento conmigo, porque lo he cuidado, y él me ha
alegrado los días. A veces le ponía ají tostado dentro de la caja,
para que no se rajase el quirquincho ni le diera aire en la carita. Y
una vez me aconsejaron de ponerle cola de víbora cascabel, pero
cosa mala me pareció, y no lo hice, pues, por más que me dijeron
que aquello era bueno.
Ahora, que ya estoy viejo y las manos ya no pueden hacer lo que
antes, a ti te lo dejo, pues... Para que vayas aprendiendo, si te
gusta... Para que te haga la misma compañía que me hizo a mí... Y
para que siempre te una a la tierra tuya, a los paisajes, a la gente
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tuya y a tus recuerdos más queridos. Porque todo lo nuestro
siempre va enlazado a una canción, nomás...
Nunca lo dejes en manos de una mujer. Porque la cajita, me dijo mi
tayta, es de quirquincho hembra. Y se pone celosa si una warmi la
toca, y se destempla, y después mucho cuesta afinarlo. También,
hay que aflojarle las cuerdas nomás para que se duerma. Porque
cuando está enserenado, cuando lo ha tocado el Sireno, el
charanguito nunca descansa. Solito toca, solito hace música, y con
el ruido no se duerme, y feo se pone, pues...
Y nunca te olvides de llevarlo al Sireno, para que te lo llene de
música. Porque la música es... es como una cadena. Él va a llenarte
el charango de sonidos, el charango te va a llenar a ti, y tú eso
mismito harás con los que te escuchen... Y puede ser que esos
canten tus canciones a otros... Así, el Sireno satisfecho va a estar. Y
la música nunca va a dejar de andar, pues.
— II —
Mi tayta me regaló el charango cuando yo tenía... puede que unos
dieciocho, veinte años. Fue el mismo año que abrieron la mina río
arriba.
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El viejo me contó que a él se lo había regalado su padre también,
una primavera, cuando él era lloqalla, quince, dieciséis años tendría.
Época de siembra era, y de organizar los rediles y emparejar los
animales. Él andaba muriéndose por un charango. Todos sus
compañeros de la comunidad, del ayllu, tenían ya su instrumento,
andaban tocando en los mercados, en los campos y en los cruces
de caminos... Pero él no tenía nada. Decía que se aprendía las
canciones que oía, porque mi tayta tenía buena memoria. ¡Sí que la
tenía, sí! Aprendiéndose así las canciones, luego las repetía cuando
andaba sólo llevando las ovejas al arroyo, a abrevar. Así practicaba.
Pero, claro, le faltaba instrumento para acompañar. Decía él que
canto sin música era como papas sin salsa. Y allá entonces,
vergüenza era no saber rasguear charango...
«Apagado andaba» sabía decir el viejo, «como maíz que no lo han
regado». Así andaba penando, pues... Tenía miedo que algún otro
fuera a robarle su moza, una niña miski ñawi, decía él. De ojos
dulces. Se había fijado en ella, contaba, pero no tenía con qué irle a
dar serenata, ni hacerle saber que se había fijado en ella. Porque en
aquella época, claro, no bastaba con tirar piedritas a la casa para
llamar la atención, ni con echarle unos guiños o unos suspiros, o
unas palabras... Había que destacar entre los demás, había que ser
atrevido... ¡Y había que tener valor, pues! Porque las muchachas no
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se dejaban entrar así como así, no... Burlonas se ponían, orgullosas
pues, con nada parecían ablandarse... Corazón de piedra, rumi
sunqu parecían tener.
Y al final mi abuelo le regaló el charango. Charango campesino,
simple, con su cajita hecha de caparazón de armadillo, de
quirquincho. Bien peludo decía que era, aunque con los años los
pelitos se le fueron cayendo, por el uso, y para cuando me lo regaló
a mí pocos pelitos le quedaban ya. Pero lindo sonaba. Siempre
sonó lindo, decía el tayta: sólo había que cuidarlo y llevarlo al
Sireno de vez en cuando, a que lo templara y lo dejara nuevecito y
brillante como campanas de fiesta.
Él me enseñó los acordes, con la mano izquierda: todas las pisadas
y tonalidades me mostró... También me explicó como cambiar el
encordado, y como afinar las cuerdas en distintos temples: diablo,
natural, falso natural... Muchos conocía el viejo, que para eso había
tocado tantitos años, pues... Luego me enseñó a rasguear con la
mano derecha, y los repiques, y los kalampeos, para tocar tonadas
y waynos, y tinkus, y otros estilos bien picantes... También de esos,
muchos conocía. Tayta había andado por muchas celebraciones,
tocando con otros charanguistas en los Tinkus, y en lugares como
la Fiesta de la Cruz, sabía contar él, cuando se juntaban los jula julas
y más conjuntos de zampoñas y todos se entreveraban...
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Cuando estuve listo, me dijo de llevarlo a la orilla del río, a dejárselo
al Sireno toda la noche y a velar. Porque era charango enserenado.
Encantado estaba... Y allí fui, pues. Le llevé lo que decían los viejos
que había que llevarle: coca, y sebo de llama, y tostado de
pasankalla, y trago fuerte... Todo eso le dejé, junto al charango,
bien envuelto en mi manta para que el frío de la noche y el rocío no
me lo arruinaran...
A la amanecida volví a casa contento, con mi charango en las
manos. Pero mi padre, mi tayta, serio se quedó al tocarlo. Me
preguntó si había hecho todo lo que me había dicho, y yo le dije
que sí, que como él me explicó yo había hecho. Tayta siguió
tocando, y se puso más serio todavía, y me dijo que aquello no
sonaba bien, que seguramente algo mal había hecho yo, y había
ofendido al Sireno. Qunqaqtullu, «descuidado» me llamó...
¡Tristecito me puse yo! ¡Miedo tenía de que el Sireno se hubiera
enojado conmigo, pues! A la noche siguiente mi padre fue él mismo
al río. Seguro quería estar, decía. Por la mañana volvió como nunca
lo vi. «Cosa rara anda pasando» dijo en entrando a casa. Los
comuneros se enteraron, y llamaron a un hombre de un ayllu
vecino, uno que era sabedor de las cosas misteriosas del agua y de
los ríos. Decían que entendía las voces de los arroyos y de los
manantiales; que sabía tomarle el pulso a la tierra y sentir los
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enojos de los vientos y de las montañas, sí... Después de unos días,
el hombre dijo que el Sireno se había ido. Que ya no estaba en su
lugar de siempre. «Sucia está el agua, sucio el río», así dijo. «Ya no
ha de volver el Sireno».
Tiempo después supimos que había sido por la mina, que había
ensuciado el agua. Supimos porque el Sireno no fue el único en
irse: las plantas de las orillas se secaron, y cuando las ovejas
empezaron a morirse toda la comunidad se preocupó.
Poco he tocado yo el charango. Cuando el río se ensució,
esperamos unos meses y después nos quejamos de la mina a las
autoridades. Allá fueron los representantes de los ayllu con el
problema. Pero ninguna solución ni respuesta tuvieron. Mientras
tanto, los ganados no podían beber, y las aguas de riego, sucias
también, empezaron a secar los campos y a arruinar las cosechas.
En poco tiempo la gente empezó a enfermarse. Y yo decidí venirme
para la ciudad.
Antes, muy de vez en cuando hacía sonar el charanguito acá en la
ciudad, pues, para que las cuerdas no se apagasen y el instrumento
no se pusiera triste... Y para recordar a mi tayta, que allá en el
pueblo se quedó, apenado, viendo como su mundo de siempre se
le rompía en pedazos. Para acordarme, también, de cómo era mi
vida de niño, de muchacho, en el campo. Porque así decía el viejo:
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que la música une a la gente a su terruño, porque todos tus
recuerdos van atados a alguna canción que has escuchado...
Pero después lo fui dejando de lado. Otros asuntos, otras
preocupaciones tenía yo en la cabeza, y la música se me olvidó. Al
charango lo guardé más como un recuerdo que como otra cosa.
Creo yo que apagado estará el instrumento. El viejo decía que la
música es como una cadena, que siempre tiene que estar
moviéndose, circulando, para seguir viva e ir llenando todos los
huecos. Pero, a mi parecer, con este charango la cadena se rompió.
Todos estos años lo he guardado con mucho cariño, con mucho
cuidado... Porque puede que tú quisieras aprender. Este
instrumento va pasando siempre de padres a hijos... Así que
ahorita, tuyo es. Ya sabes su historia. Si no le puedes agregar un
eslabón a la cadena de la música, pues, por lo menos agrégale uno
a su vida.
— III —
Aquí lo tienes. Ha ido pasando de mano en mano, desde que mi
bisabuelo se lo regaló a mi abuelo. Así me dijo mi padre cuando me
lo dio. Contaba que a mi abuelo se lo habían regalado de joven, allá
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en la comunidad. Sabía decir que había sido... durante la cosecha,
creo, así que tuvo que ser para fines de verano o principios de
otoño. Porque... es entonces la cosecha, ¿no? Mi padre me decía
que el suyo lo había utilizado para engatusar jovencitas, que es
para lo que lo querían los muchachos de aquella época. Iban dando
serenatas por las calles y los patios, contaba, aunque no sé si en las
comunidades hay patios...
¡Valientes bandidos! Cosas picarescas les cantarían, seguramente,
pero decía mi padre que las mujercitas no eran fáciles y que había
que tener mucha paciencia y mucho valor para arremeter. Mi
abuelo, tu bisabuelo, al final conquistó a la que fue su mujer de esa
forma, a puro charango nomás.
También contaba mi padre que el suyo había llevado el charango al
río, para una ceremonia vieja, que se llamaba la Sirena. Lo llevaban
a la orilla de noche, con algunas ofrendas de hojas de coca y
cigarrito, y trago también, que eso nunca faltaba, y ahí esperaban
hasta que amanecía. Entonces decía que salía un espíritu del agua y
afinaba el instrumento, el que fuera que le hubieran dejado, y que
entonces sonaba que era una maravilla, mucho mejor que cualquier
otro. Era como si estuviese endemoniado: decían que incluso
tocaba solo, y que había que aflojarle las cuerdas para que se
durmiese.
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Mi padre, tu abuelo, me dijo que él, cuando le regalaron el
charango, también había ido a eso de la Sirena, pero que el espíritu
se había ido, porque el agua estaba contaminada. Una mina había
sabido ser, que había ensuciado las aguas. Así les había dicho a sus
comuneros uno que era medio brujo y sabía de esas cosas viejas del
campo, de las maldiciones de las montañas, los aparecidos, las
enfermedades raras y las pérdidas de almas...
Y había sido cierto que la mina estaba contaminando todo, nomás,
porque tiempo después los animales empezaron a morirse y las
cosechas a perderse, y mi viejo tuvo que venirse para la ciudad, y
allá en el campo dejó a toda su familia. Con él se trajo el charango,
que él decía que le hacía recordar a su tierra, y que la música era
como una cadena, y cosas así. Me quiso enseñar a tocar lo que se
acordaba, los temples y los rasgueos, pero a mí nunca me interesó
eso de la música. Si he guardado el instrumento ha sido porque fue
una de las pocas cosas que tu abuelo me regaló de chico. Y como
siempre ha pasado de padre a hijo, ahora te toca a ti cuidarlo. Ya
tiene gastada la madera, y le faltan unas cuerdas y una de las
clavijas, pero si te gusta lo puedes llevar a alguna casa en donde te
lo reparen y te lo dejen bonito. Mi padre decía que tenía buen
sonido, el charanguito, porque cuando más viejo está, mejor
suena... A veces lo tocaba, cuando andaba melancólico...
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— IV —
Pues si lo quiere para un museo, o para lo que sea, ahí lo tiene... A
500 euros se lo dejo, nomás, que las cosas no me van como
esperaba y ando necesitando el dinero... Una antigüedad así está
barata a ese precio, ¿no le parece?
¿Que de dónde viene? Viejísimo es, se lo aseguro... Creo que fue mi
tatarabuelo, que era indígena quechua, el que se lo regaló a mi
bisabuelo en la comunidad en dónde vivían, allá en Bolivia, pero no
me pregunte en cuál porque ni me acuerdo... Creo que de Norte
Potosí eran ellos, de la provincia Chayanta o por ahí... Charango
campesino sabían decirle a este pedazo de madera. Cuando mi
padre me lo regaló, maldita la importancia que le di... No sé ni
porqué me lo traje a Madrid. Quizás por lo mucho que me insistió el
viejo en que lo llevara conmigo porque me iba a recordar a mi
tierra. A mí la música no me llamó nunca la atención, y menos un
instrumento ajado y roto como este. Fíjese, pocas cuerdas le
quedan ya, y le faltan dos clavijas... Pero bueno, con la antigüedad
que tiene, no iba a estar como nuevo, ¿no?
¿Qué más? Pues poco más sé... Mi padre solía decir que al charango
le habían hecho una especie de rito, una de esas creencias viejas
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que tienen en las comunidades, pues... Algo así como dejarlo en
manos de una sirena, o del diablo, o de un espíritu de esos que
dicen que hay en el río, para que lo afinara y sonase más bonito que
el resto. Y que lo usaban para enamorar mozas, eso también me lo
contaba... Lo demás se lo puede inventar, ¿no? No creo que al
museo ése al que lo va a llevar le interese saber mucho más. Al fin y
al cabo, no es más que un instrumento, un pedazo de madera con
una caja de quirquincho pelado y unas pocas cuerdas resecas...
Nada más que eso es. ¿A quién le va a importar lo que significa?
— V —
«Charango campesino
Procedencia: Bolivia. Provincia Chayanta».
(Ficha de exposición del Museo de...).
Madrid, España, 2009.
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Historia de una zampoña
Sus cañas nacieron y crecieron en la selva que viste al río Mamoré.
De esa selva recordaba el calor, la humedad, el agua que anegaba
las raíces y los pequeños colibríes que a veces se posaban en los
tallos. Recordaba también el ruido de las tormentas cuando se
acercaban y las interminables aguas que lloraban las nubes
oscuras. Recordaba cuán bellamente sonaba el cañaveral mojado
cuando el viento lo atravesaba, y cómo lucían de verde sus hojas
tras la lluvia.
La mañana en la que aquel indígena Sirionó cortó con su machete
algunas de las cañas de aquel cañaveral, cortó también las suyas.
Aquella mañana esos tallos se separaron de su madre tierra, de sus
raíces, del agua que las mojaba, del viento que las hacía sonar, de
los pájaros que las visitaban... Apretadas en un inmenso fardo que
el hombre Sirionó amarró a sus espaldas, las cañas decidieron que
no valía la pena seguir vivas si las separaban de su mundo.
Y se secaron.
Aquel Sirionó llevó su mercancía a un comerciante de Trinidad, río
abajo, consiguiendo a cambio un saco de sal y varias herramientas
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de acero, elementos escasos en aquellas tierras. El comerciante —
que pertenecía a la etnia Yuqui— solía subir, con sus hatos
henchidos de bienes de la selva, a comerciar con las gentes
Quechua de los valles cálidos del oeste. Y en su siguiente viaje, las
cañas —secas ya— fueron con él. Primero remontaron las
corrientes del río Ichilo hasta Puerto Villarroel, y desde allí
comenzaron a ascender las estribaciones de los Andes, que en
aquel punto no eran más que serranías cubiertas de bosques
húmedos.
El comerciante Yuqui trocó las cañas con otro mercader, un
hombre Quechua de la aldea de Comarapa, en los valles de la
región de Cochabamba, llevándose a cambio, de retorno a sus
tierras húmedas, hojas de coca, papas de las tierras altas, sal, oca,
cañihua y queso de oveja. El comerciante Quechua revisó el
abultado atado de cañas que había adquirido, descartó las que
estaban partidas o dañadas —pues eran inservibles—, las clasificó
por grosor y tamaño y armó un nuevo atado, que, junto a otros
tantos —que contenían frutas, maíz, queso, charki y coca— fueron
cargados a lomos de mula.
Aquel hombre, junto a su hijo mayor, comenzó a subir por los
senderos que llevaban a la puna, las tierras altas del oeste.
Siguiendo su valle hacia poniente, ambos atravesaron las
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escarpadas laderas de los Andes, dibujadas por andenes de cultivo
y coronadas por las cumbres nevadas de los Apus. Se detuvieron
en Aiquile primero, luego en Colquechaca. Abrigados con sus
ponchos de lana de oveja, con las ushutas cubiertas de polvo, el
hombre y su hijo condujeron su recua de mulas hasta el punto final
de su largo viaje: la aldea Aymara de Challapata, a orillas del lago
Poopó, donde comienza el altiplano infinito y los interminables
lagos salados.
Padre e hijo cambiaron sus productos por bloques de sal, carne
seca de llama y mucho chuño. Y dejaron allí las cañas. El hombre
Aymara que las adquirió —ofreciendo por ellas varios sacos de
papas heladas— decidió que serían buen material para un amigo
suyo, constructor de flautas, que vivía en la comunidad de Umala,
allá en las desiertas planicies del norte. Cargó, pues, su tropa de
llamas con esas cañas y algunas otras mercancías y partió.
Aquel Aymara atravesó el altiplano, sólo cubierto de ichos que se
despeinaban con el viento constante, bajo un sol que jamás dejaba
de brillar. Iba masticando coca para aguantar el suruqchi, que en
aquellas alturas hace insoportable las caminatas largas, e iba
dejando los akullikus gastados en las apachetas de los caminos,
pidiendo un viaje seguro y un feliz retorno a su hogar.
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El artesano de Umala compró gustoso las cañas nacidas en el
oriente, mercadas a Sirionós, Yuquis, Quechuas y Aymaras antes de
llegar a aquellas manos que las transformarían en instrumentos
musicales. Eran una excelente mercancía, una materia prima de
primera calidad para construir flautas.
Y fue en Umala, una tarde de otoño, entre unos dedos callosos,
hábiles y llenos de cicatrices, cuando nació ella.
Una zampoña.
El constructor seleccionó cuidadosamente las cañas, las limpió, las
lijó y las cortó a medida. Luego las fue soplando con cuidado,
controlando que estuvieran afinadas correctamente. Finalmente
las ató en dos hileras —el arca y el ira— y las unió en un solo
instrumento de forma triangular, un instrumento que olía a selva y
a altiplano, a manos de comerciante, a tropas de llamas y a hojas
de coca.
Junto con quenas, tarkas, lichiwayus, mohoceños y muchas otras
zampoñas, ella fue atada en otro hato —uno más en su historia—
que el luriri llevó hasta el mercado dominical del pueblo de
Tarabuco, en las tierras del sureste, donde vivía la etnia Yampara.
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En aquel universo de músicos, probablemente podría venderlas por
un puñado de monedas plateadas.
Esa misma mañana de domingo, un niño tarabuqueño recorría
curioso el mercado de su pueblo, que se desparramaba entre las
estrechas calles de piedra, los muros de adobe de las casas y los
techos cubiertos de tejas coloradas. En su chuspa estaban las
monedas que, desde hacía meses, venía juntando para poder
comprar su primera zampoña. Su padre —sikuri de una de las
tropas de ayarachis más prestigiosas del lugar— había prometido
iniciarlo en el arte de soplar aquel instrumento, tan poderoso como
encantador. Su sueño más deseado era pertenecer, algún día, a
alguna tropa famosa.
El pequeño recorrió las calles entre los ponchos coloridos de los
hombres y los inmensos fardos que transportaban en sus lliqllas las
mujeres del mercado. Se detuvo ante los puestos de las
vendedoras de ajíes, de las que traían papas blancas como la nieve
y negras como el carbón, y de los que vendían animales recién
sacrificados, cueros, pezuñas y cabezas. Y en un rincón de la plaza
encontró al artesano de Umala, con su montaña de cañas
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agujereadas y atadas que prometían sonidos y melodías a los
dedos conocedores de la magia de la música.
El niño se tomó su tiempo para elegir una zampoña que le gustara.
Examinó varias, las miró y remiró por todos sus costados, intentó
soplar —sin mucho éxito— algunas y, finalmente, eligió una: la de
las cañas del Mamoré. Era grande, sólida, y olía a tierras extrañas e
historias misteriosas, un olor que sólo pueden reconocer los niños.
El luriri lo felicitó por su elección y le entregó el instrumento a
cambio de sus monedas. Y el niño, arropando tan grande tesoro
con sus pequeños brazos, volvió corriendo a su casa de adobe de
las afueras del pueblo, con la alegría entre las manos.
La primera noche, el padre —agricultor en las chaqras— le explicó
cómo debía soplar aquellos tubos, cómo debía sostenerlos bien
fuerte para que el instrumento no se moviera, cómo debía
conservar el borde de las cañas intacto para que no le rasparan los
labios... Le explicó también un pequeño secreto las zampoñas,
mojadas primero en agua, suenan mucho mejor. Pero el niño era
incapaz de extraer sonidos a las cañas. Quizás aún no sabía soplar,
o tal vez era la zampoña la que se negaba a cantar.
Pasaron las noches y los días, las semanas y los meses, y poco
cambió. Hasta que una mañana, cansado de tantas pruebas
huérfanas de resultados, y en un último intento, el muchacho
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recordó el secreto que le contara su padre y ahogó su instrumento
en la laguna donde llevaba a abrevar a la pequeña majada de
ovejas de la familia. Fue entonces cuando las cañas recuperaron la
memoria de sus selvas, de las lluvias, de la corriente del Mamoré
que mojaba sus raíces, de su tierra, de aquella vida que vivían antes
de decidir secarse.
Y cuando el pequeño sopló sus bordes, los tubos sonaron.
Cantaron una melodía grave, densa, quizás de tristeza por los
recuerdos, quizás de melancolía por aquello que no podría ser
nuevamente, o quizás de esperanza por una nueva vida que
comenzaba, aunque no fuera bajo la forma de cañaveral sino bajo
la de flauta.
Desde entonces, cada mañana el niño llevó consigo su
instrumento, y practicó aquellas melodías que había memorizado
de tanto oírlas de labios de su padre. Y el páramo se llenó de ecos
de canciones, de morenadas y sikuriadas, de huaynos y tinkus, de
sayas y caporales… Y la tierra tembló —levemente, pero tembló—
bajo los saltos del muchacho, que imitaba los pasos de danza de los
sikuri, acostumbrados a bailar, soplar y golpear sus grandes
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bombos —todo al mismo tiempo— cuando interpretaban sus
ritmos en las grandes fiestas.
Las lunas cruzaron el cielo andino, y el muchacho se hizo hombre y
buen sikuri. Tocó en tropas famosas, en grupos y orquestas
campesinas, y el resonar de sus zampoñas se oyó desde las orillas
del Titicaca hasta las faldas del Cerro Rico de Potosí, junto a las de
sus hermanos Quechuas y Aymaras, pobladores de esas tierras. Su
zampoña primera —la del Mamoré— quedó muda a los pocos años
de empezar a tocarla. Tal vez cantó todas sus canciones y se cansó,
o tal vez el paso del tiempo hizo que sus cañas perdieran su brillo.
Sin embargo, el hombre que fue muchacho pastor de ovejas y que
soñó con tocar muchas canciones jamás se deshizo de su primer
instrumento. Pues fue con ése con el que descubrió el placer de la
música.
Y el muchacho convertido en hombre se casó, y tuvo un hijo al que
regaló, un domingo de mercado, una zampoña nueva, proveniente
quién sabía de qué tierras y llena, tal vez, de mil historias. Y el niño
aprendió —puede que junto a un ojo‐de‐agua, como lo hiciera su
padre años antes— cómo y por qué soplarla. De esa forma, la
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música en aquellas tierras nunca murió. Pasó de boca en boca y de
mano en mano, una vez con unas cañas, la siguiente con otras,
pero siempre viva, siempre presente.
En cuanto a la zampoña de esta historia, siguió colgada en una
pared de adobe, envejeciendo junto a su dueño. Y cuando el
hombre partió en ese viaje del cual jamás se vuelve, su hijo enterró
la zampoña junto a él. Algunos dicen que entonces las cañas
volvieron a estar con su madre tierra y cantaron felices, acunando
el sueño eterno de aquel niño‐anciano músico y bailarín.
Pero otros cuentan que el músico se las llevó en su viaje, a aquellas
tierras de arriba en donde hay vicuñas con alas, vientos traviesos y
campos infinitos sembrados de maíz multicolor. Y que allí, mojada
en las nubes de lluvia, la zampoña siguió sonando por siempre. Y
dicen esos que cuentan que, de vez en cuando, el viento —que
nace en esas tierras del cielo— trae algunos de sus sones para
inspirar a otros músicos —aquí abajo— bellísimas melodías, y así
lograr que nunca, jamás, dejen de tocar.
Madrid, España, 2009.
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Glosario
Zampoña. Flauta de Pan andina, aerófono tradicional.
Oca. [voz quechua] Tubérculo andino de cultivo y consumo tradicional.
Cañihua. [voz quechua] Cereal andino de cultivo y consumo tradicional.
Charki. [voz quechua] Carne secada al sol, cecina.
Apu. [voz quechua] Nombre dado a los espíritus protectores que habitan
en las cumbres de las montañas que rodean a una comunidad andina
determinada.
Ushuta. [voz quechua] Sandalia.
Chuño. [voz quechua] Papa deshidratada por congelamiento.
Suruqchi. [voz quechua] Soroche, mal de las alturas.
Akulliku. [voz quechua] Bola de hojas de coca que se mastica de una vez.
Apacheta. [voz quechua] Pequeño altar popular de piedras levantado en
los cruces de caminos. En ellos los caminantes depositan sus akulliku (u
otras pequeñas ofrendas) y solicitan protección para su viaje.
Luriri. [voz aymara] Constructor (sobre todo de instrumentos).
Sikuri. [voz quechua] Intérprete de zampoña o siku.
Ayarachi. [voz quechua] Variedad de zampoña empleada en Bolivia y el
sur del Perú.
Chaqra. [voz quechua] Campo de cultivo.
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