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Una historia de by Ian Douglas Ilustrado por Lars Otterclou Por encargo de ISLA FORTUNA

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Una historia de by Ian Douglas Ilustrado por Lars Otterclou

Por encargo de

ISLA FORTUNA

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EN BUSCA DE ISLA FORTUNA

ylan repasaba el correo electrónico.

“Rechazado, rechazado, no aceptado, rechazado”, murmuraba.

En la parte superior izquierda de la pantalla apareció la cara de una joven. Era rubia con tonos rojizos y tenía los ojos azules como un cielo estival. Era Lorie.

“Pareces desanimado”, dijo ella.

Dylan se recostó en la silla.

“Seis meses desde mi último trabajo, estoy más que desanimado”.

Lorie le lanzó una mirada compasiva. “Vamos, genio, tarde o temprano alguien reconocerá tu talento. ¿Quieres que explore la nube en busca de nuevas ofertas?”.

“Ya lo hemos hecho dos veces hoy”, respondió Dylan, peinándose hacia atrás los rizos negros.

“Pues entonces ampliaré los parámetros”, dijo Lorie, y desapareció.

Mordisqueando un bolígrafo viejo, Dylan contempló el desorden que inundaba el apartamento. Era lo curioso de estar sin empleo, que estaba demasiado ocupado buscando trabajo como para quitar de en medio las cajas de pizza y los calcetines sucios. Bueno, también demasiado ocupado luchando contra zombis en 3D en la videoconsola, pero necesitaba algo que realmente lo animara...

Con un pitido volvieron a aparecer las bellas facciones de Lorie.

“Eh, Dylan, tengo algo”.

“¿Un trabajo?”.

Lorie negó con la cabeza.

“Hay una conferencia del sector este fin de semana. Se reúnen los seis grandes”.

Dylan se quedó boquiabierto.

“¿Los gigantes informáticos? ¿Y eso es una oportunidad laboral?”.

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“Estaba pensando en el VPA...”.

Las siglas correspondían a Virtual Personal Assistant, asistente personal virtual, una inteligencia artificial creada a partir de algoritmos y subrutinas, hecha a la medida de la personalidad del usuario. No era un simple programa: el VPA podía resolver problemas, innovar y crear. En pocas palabras, era capaz de pensar. Durante años, el concepto no había sido más que una mera especulación. Una idea fantástica pero que no se haría realidad en esta generación, o eso decían profesores y expertos en tecnología.

Dylan había demostrado que estaban todos equivocados. Había desarrollado un código para un VPA que funcionaba. El problema es que nadie le creía. Como si un don nadie de veintitantos años pudiera triunfar donde las lumbreras del sector habían fracasado. Se habían reído de él en tantas oficinas que había perdido la cuenta.

Lorie, naturalmente, era el prototipo de su programa de VPA. Por el momento, tras un año de pruebas, seguía sin mostrar fallos. ¡Ojalá alguien influyente quisiera escucharle!

“No lo entiendo, Lorie”, dijo Dylan.

Lorie le dedicó una sonrisa radiante y Dylan recordó la dura semana que pasó trabajando en esos movimientos labiales.

“Los directivos de las seis empresas informáticas más influyentes estarán en la misma sala. ¿Por qué no presentarles la idea?”.

El subcódigo de originalidad de pensamiento de Lorie funcionaba francamente bien. Pero... ¿Colarse en una reunión de negocios? Dylan sintió vértigo en el estómago.

“Tal vez. Y bien, ¿dónde se van a reunir los más grandes?

“Ko Chokdee” dijo Lorie.

“¿Cómo dices?”.

“Ko Chokdee, una isla cerca de Ko Samui, en el Golfo de Tailandia. Es un refugio exclusivo, lejos de las rutas más frecuentadas. El nombre significa ’buena suerte’ en tailandés”.

Dylan tragó saliva.

“¿Y cómo diablos voy a ir hasta allí?”.

Lorie cerró los ojos, concentrada. Su inteligencia de varios gigabytes estaba rastreando la red.

“Hay vuelos directos al aeropuerto internacional de Samui a partir de 3.000 e-dólares”.

“Lorie, sabes cuánto me queda en el banco. Dar con respuestas imposibles no resulta de ayuda”.

Lorie se rió. A Dylan, ese sonido siempre le recordaba al canto de un pájaro.

“He comparado tu presupuesto con todas las opciones de viaje. Existe una ruta asequible, si volamos a un destino más barato y, desde allí, viajamos por tierra”.

Dylan frunció el ceño.

“¿Estás segura? ¿Y qué hay de los visados? ¿Y el seguro?”.

“Confía en mí, Dylan. Puedo encargarme de todo en unos nanosegundos. Déjame que me ocupe del trabajo aburrido mientras tú te centras en la presentación de tu vida. ¿Qué te parece?”.

Dylan se rascó la barbilla. Sin trabajo, sin novia, sin vida social, ¿qué podía perder? Golpeó el escritorio con la mano cerrada.

“Lorie, eres un genio”.

“No, Dylan, tú eres el genio. He descargado una lista de artículos imprescindibles para el viaje en tu tableta. Haz las maletas mientras reservo el autobús al aeropuerto”.

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as puertas de la terminal de llegadas se abrieron con un silbido, y Dylan se encontró con una pared de aire caliente y pegajoso.

“Prueba con ese taxi y pregunta por Jalan Sultan Hishamuddin”, dijo Lorie desde la tableta de la bolsa de Dylan.

“¡Malasia!”, chilló Dylan. “Malasia”, repitió en un tono menos estridente. “Ni siquiera es Tailandia, nos hemos equivocado totalmente de país”.

“Confía en mí, Dylan. He priorizado costes frente a horas. Ésta es la única ruta por la que puedes llegar a tiempo sin arruinarte. Siempre que...”.

“¿Siempre que qué?”.

“Siempre que toda vaya bien”.

Dylan puso los ojos en blanco, se colgó la bolsa al hombro y emprendió la ardua marcha bajo un sol tropical cegador.

Sentado en el taxi de camino a Kuala Lumpur, Dylan se mordía las uñas frenéticamente. Afuera veía un mundo interminable de edificios orientales y buganvillas. Todas las señales estaban en un idioma extraño. La gente, las tiendas, los autobuses, todo era diferente. Era como si hubiera aterrizado en otro planeta. Se sintió muy solo.

Cuando llegó a la estación de tren, un castillo de relucientes minaretes blancos, una joven envuelta en un hiyab lo esperaba. La faja de su cintura indicaba que trabajaba para la central de reservas.

“¿El Sr. Howard? Sus billetes”.

“Pensé que sería más rápido que hacer cola”, explicó Lorie.

Lorie guió a Dylan a través de la muchedumbre de viajeros y vendedores de sopas de fideos hasta el andén correcto. Pronto el tren pasaba a toda velocidad entre plantaciones de caucho, con centenares de árboles alineados en filas ordenadas.

Todos los asientos tenían instaladas pantallas en el respaldo. Dylan se inclinó hacia delante y tocó la que tenía enfrente. Apareció el menú.

“¿Que pido para cenar?”, preguntó.

“Mmm”, dijo Lorie. “Pidamos consejo”.

Cerró los ojos y navegó por la nube, preguntando en todas las salas de chat y las redes sociales correspondientes.

“Hecho”, dijo, abriendo los ojos. “Josh y Mandy de Sídney, mochileros de viaje a Singapur, dicen: ‘Probad el nasi lemak, la combinación de dulce y picante es para morirse’”.

La comida resultó ser realmente exquisita y la cerveza local, aún mejor. Dylan puso la película de acción más reciente en la pantalla táctil y se quedó dormido.

Se despertó al amanecer con una vista de palmeras y brillantes campos de arroz. Un vendedor de comida se abría paso por el compartimento vendiendo plátanos rechonchos.

“¡Tailandia!”, exclamó Lorie. “Pronto bajaremos en Chumphon, la puerta de entrada a Ko Chokdee”.

Una fuerte sacudida estremeció el tren. Las ruedas chirriaron como animales torturados hasta que el tren se detuvo totalmente. Pasaron dos horas interminables mientras los pasajeros esperaban noticias en la burbuja estanca del aire acondicionado. Nadie vino, pero al final el tren volvió a la vida con un parpadeo. Los ordenadores y aparatos eléctricos de a bordo volvieron a conectarse y el motor empezó a funcionar de nuevo.

“Fallo en los circuitos. Sólo necesitaba reiniciar”, dijo Lorie.

Dylan le lanzó una mirada llena de reproche.

“Pareces preocupado”, observó ella.

“Porque lo estoy”, respondió él.

Ella le lanzó una sonrisa blanca inmaculada.

“Procura dormir y recuperarte del jetlag. Tengo una idea”.

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ylan se encontró de pie en el andén de Chumphon a últimas horas de la tarde. El zumbido de las moscas y los gorjeos de los gecos resonaban por las vías.

“Imposible llegar al ferry a tiempo”, gruñó Dylan secándose el sudor de la frente. El aire era húmedo como el de una sauna.

“Confía en mí, toma un taxi al embarcadero 31. ¡Y no pagues más de veinte e-dólares!”.

Un viejo taxista de pelo canoso condujo a Dylan a través del laberinto de casas, templos budistas y mezquitas. A Dylan le latía con fuerza el corazón en el pecho. Cada semáforo en rojo, cada atasco, le hacían morderse el puño. ¿Llegarían algún día? Entonces, los edificios se abrieron para mostrar un mar azul como el zafiro. Barcas de pesca se mecían a lo largo de un muelle de madera.

“¿Qué pasa?”, dijo Dylan sofocado.

Un pequeño grupo de jóvenes mochileros se había reunido en el embarcadero 31. El ferry removía el agua con los motores mientras la tripulación miraba desconcertada. Cuando Dylan bajó del taxi, la multitud lo animó.

“¡Vamos, Dylan!”, gritaban.

Dylan, demasiado aturdido para hablar, embarcó y dijo adiós con la mano mientras el barco abandonaba resoplando el puerto. Durante unos instantes no hizo nada, se quedó inclinado en la cubierta, mirando las olas cristalinas. Entonces sacó la tableta.

“Un ‘flash mob’”, dijo Lorie sonriendo. “Hice correr la voz de que, si no subías a ese ferry, ibas a perder la oportunidad de tu vida. Ha sido impresionante la cantidad de gente que estaba dispuesta a ayudar. Le han suplicado al capitán que se demorara lo suficiente como para que pudieras llegar”.

Dylan vació el pecho con una exhalación en un arrebato de confianza.

“Lorie, ahora nada nos va a parar”.

Una ola inusualmente grande golpeó la proa. El barco se escoró bruscamente y lanzó a Dylan contra la borda. La tableta se le escapó de las manos. Cayó al agua y desapareció en las profundidades del mar.

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o Chokdee surgió del mar como una joya, una tierra tallada en esmeralda y jade.

Mangos, plátanos y papayas salpicaban las colinas en un mosaico de verdes. Una arena blanca rodeaba la costa.

El mar era de un bello color turquesa.

Pero esta belleza pasaba desapercibida para Dylan, que recorría con abatimiento la distancia del ferry a la hilera de tiendas de madera. Por culpa de su exiguo presupuesto, sólo disponía de un dispositivo móvil: la tableta que ahora yacía en el fondo del Golfo de Tailandia. Todos sus planes y demostraciones del VPA estaban allí. Y lo que es peor, allí estaba Lorie. Se encontraba en una isla remota a kilómetros de un cibercafé. Ni siquiera sabía dónde se celebraba la conferencia sobre software. El sol era invisible para Dylan, perdido como estaba en la niebla de la desesperación.

Una mano le tocó el brazo. Era una mujer que rozaba los setenta años, vestida con el inevitable uniforme de turista de camiseta y pantalón corto. Se quitó el sombrero de paja y un mechón de pelo plateado ondeó en la brisa marina.

“Disculpe, joven”, dijo sonrojándose. “¿Es usted Dylan Howard?”.

Él asintió.

“He recibido un mensaje de texto de alguien llamado Lorie”.

Dylan abrió los ojos. Aquello era increíble.

“Dice que, al final de la calle, hay una tienda de telefonía donde venden móviles baratos. De hecho, allí fue donde compré este”.

El atardecer encontró a Dylan sentado fuera de un puesto de fideos, degustando un vaso de espumosa cerveza local y mirando ocioso los rickshaws

que transportaban turistas. En la mesa había un móvil nuevo y reluciente. La tienda de telefonía sólo tenía móviles anticuados, ningún modelo con pantalla táctil interactiva, pero al menos Lorie podía comunicarse por mensajes de texto.

Tomó el móvil y repasó los mensajes de Lorie.

“No podemos hacer nada más esta noche. La pensión Somsak, enfrente de este restaurante, tiene una habitación libre”.

Dylan nunca se había sentido tan agotado. El cambio de zona horaria, el calor y la tensión del viaje se habían ido acumulando hasta dejarlo exhausto. Se preguntó si podría haber llegado tan lejos sin Lorie, siempre a punto para traducir una palabra o indicar la dirección correcta. La respuesta fue no.

Dylan pasó la tarjeta electrónica por el lector que sostenía el camarero y se arrastró hasta la pensión.

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n gallo de magnífica voz despertó a Dylan al amanecer. Estaba tumbado bajo los pliegues de la mosquitera, observando cómo la pálida luz del día se filtraba por las persianas de la ventana. Se sentía seguro allí, arropado en una penumbra prenatal. Pero hoy era

el gran día. Tenía que llegar al hotel, buscar la manera de entrar y convencer de algún modo a un grupo de poderosos ejecutivos para que le escucharan. En Inglaterra, el plan parecía factible. Ahora parecía precipitado. Tal vez debería escabullirse de vuelta al continente. Al menos, se ahorraría la humillación de un fracaso estrepitoso.

En la mesita de noche, empezó a sonar la alarma del teléfono móvil. Una vez más, Lorie había previsto sus necesidades. Revisó la bandeja de entrada de mensajes.

“Buenos días, Dylan. No desesperes. Al fin y al cabo, tú me inventaste”.

Con una tímida sonrisa, Dylan se abrió paso para salir de la mosquitera. Después de una tonificante ducha fría, se dirigió a la casera de la pequeña recepción sin alfombras. Era una mujer rolliza de mediana edad, de piel canela y pelo negro azabache.

“Quisiera ir al Sandalwood Spa Resort”, le dijo.

Ella se echó a reír como si hubiera dicho una soberana estupidez. Repitió la pregunta. Ella señaló enérgicamente al cielo con el índice.

“Única forma, señor. Única forma”.

Dylan dio un paso atrás, confundido.

“¿Quiere decir en avión?”.

Ella negó con la cabeza vigorosamente.

“No avión, otra cosa. No saber como decir en inglés”.

“Ah, ¿quiere decir en un helicóptero?”.

Ella asintió con idéntica vehemencia.

“Pero habrá carreteras”.

“No carreteras, señor, jungla difícil”.

“¿Entonces cómo llego hasta allí?”.

La dueña se encogió de hombros y se marchó. Dylan sacó el móvil del bolsillo y tecleó nerviosamente una pregunta.

“Dicen que no hay carretera para ir al hotel. ¡Ayuda!”.

Pulsó el botón de enviar. Al cabo de unos segundos, sonó un mensaje en el móvil.

“No hay carreteras asfaltadas, pero hay caminos. Alquila una bici en Tom’s Bike Shanty, en el edificio de al lado.

Pedalea hacia el oeste. Te enviaré las indicaciones. Y, Dylan, no olvides comprar agua para beber. Hay riesgo de golpe de calor”.

Dylan besó el móvil, un gesto que hizo troncharse de risa a la casera. La ignoró y salió disparado hacia la puerta.

La colección de armatostes oxidados de la tienda del tal Tom dejaba bastante que desear. Dylan acabó con una bicicleta de carretera dos tallas más pequeña, pero tenía demasiada prisa como para ponerse a discutir. Era el último día de la conferencia, antes de que los seis grandes se marcharan.

Pedaleó furiosamente por una carretera ancha y polvorienta, bordeada de viejos banianos. Sentados en el margen, algunos campesinos vendían arroz o cacahuetes hervidos envueltos en bambú. Dylan se había olvidado de desayunar y los aromas le distraían como un canto de sirena, pero no había tiempo que perder.

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Lorie le envió un mensaje indicándole que girara la siguiente a la izquierda; al cabo de unos segundos, otro diciéndole que se había pasado de largo y que regresara. Dylan bendijo el GPS del móvil y dio media vuelta. La carretera se convirtió en una calle, después en un camino y finalmente en un sendero. Continuó internándose en la jungla, parando sólo para echar unos tragos de agua. Aunque el follaje ofrecía una cierta sombra, el sol era apabullante. Nunca nada le había sabido mejor que aquellos sorbos de agua de la botella de plástico.

Entonces llegó un tramo muy empinado, tanto que desmontó para seguir subiendo. En las copas de los árboles graznaban pájaros exóticos. Sus alas centelleaban con intensos verdes y azules metálicos.

Mientras Dylan estaba distraído con los árboles, el sendero se abrió inesperadamente a una pared de celosía de hormigón. Miró a través de los huecos. ¡Allí estaba! El Sandalwood Spa Resort, como una visión del nirvana. Edificios de tonos pastel se distribuían alrededor de la piscina, que albergaba una fuente y un bar. Todo en la arquitectura del hotel eran columnas, arcadas y cúpulas, una extraña mezcla entre el estilo arabesco y una villa mediterránea. Los huéspedes del hotel, en traje de baño, yacían alrededor de la piscina mientras se les agasajaba con bebidas frías y exquisiteces. La indumentaria del personal del hotel recordaba al vestuario de una obra sobre Aladino, con turbantes rojos, levitas y fajas de color rosa.

Dylan silbó con admiración.

“¿Y cómo entro?”.

“Prueba por la entrada”, sugirió Lorie.

Dylan se acercó a las puertas de acero.

“Por favor, mire a la cámara”, dijo una voz robotizada.

Dylan bajó la cabeza al objetivo en el panel de seguridad junto a las puertas. Un láser verde escaneó sus retinas.

“Identidad desconocida”, dijo la voz.

Dylan puso la mano frente al lector. La luz verde le iluminó la palma.

“Identidad desconocida”.

“¿Puedo hablar con algún responsable, por favor?”, gritó Dylan haciendo señas a las cámaras de seguridad de arriba.

“Identidad desconocida”, fue la respuesta pregrabada.

Durante unos instantes, Dylan se planteó destrozar el panel con una piedra.

“Por favor, ¿puedo entrar?”, suplicó.

“Póngase en contacto con el servicio de atención al cliente para obtener un folleto sobre nuestras instalaciones. Que tenga un buen día”, dijo la grabación.

Y ahí se acabó todo, había fracasado. Con la cabeza gacha y los hombros caídos, se retiró hacia la vegetación. La frustración resonaba en su cabeza. Había estado tan cerca... ¡Le estaba sonando el móvil!

“No puedes rendirte ahora, Dylan”.

Era la dulce voz de Lorie. Era un nuevo truco, utilizar el software de audio de la nube para hablar, en lugar de escribir mensajes.

“Se ha acabado, Lorie. Buen intento, pero no ha podido ser”.

“Tal vez no. He encontrado una entrada trasera. ¡Vamos!”.

Al cabo de cinco minutos, Dylan encontró la salida. Estaba desierta.

“¿No hay seguridad?”, preguntó, presionando el móvil contra la oreja.

“Bueno, han tenido que ir a atender una llamada”.

Lorie rió.

Dylan se coló en la propiedad y, con las indicaciones de Lorie, encontró el camino a la sala de reuniones. Entró en un pasillo de aire acondicionado sibilante.

“Sigue caminando”, dijo Lorie.

Llegó a una puerta.

“¡Es ahí, entra!”.

Dylan se detuvo un instante, un instante que duró una eternidad. Su mente revivía a toda velocidad los últimos seis meses de rechazos y fracasos. En su cabeza se agolpaban imágenes de las últimas cuarenta y ocho horas. Había emprendido una búsqueda, una búsqueda lunática e insensata, y todo para llegar a este momento.

Inspiró profundamente y entró.

Cinco hombres y una mujer estaban sentados alrededor de una mesa de reuniones. Una enorme pantalla 3D dominaba el extremo opuesto de la sala. En su superficie centelleaban figuras: diagramas de barras, gráficos circulares y esquemas. Los hombres llevaban trajes caros y la mujer lucía un montón de joyas de oro. Se quedaron inmóviles como maniquíes, con los ojos como platos y la boca abierta. Dos horas en la jungla habían conferido a Dylan un aspecto desaliñado y sudoroso.

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Nadie hablaba. Dylan tosió nerviosamente.

“¿Qué es esto? ¿Un cabaré?”, preguntó un americano corpulento. Todos se carcajearon.

“Me llamo Dylan Howard y he perfeccionado el VPA. Mi programa se ajusta como un guante a las necesidades del usuario y es capaz de pensar de forma inteligente”.

Los ejecutivos se echaron a reír.

“Querido, aún faltan décadas para eso”, dijo la mujer en un refinado acento británico.

Sonó su móvil, así como todos los demás móviles de la sala, y en las pantallas apareció

Lorie, perfecta como una diosa.

“Escúchenle. Soy la prueba fehaciente de ello”.

“Que alguien llame a seguridad”, dijo el americano.

“No lo hagan”, suplicó Dylan. “He tenido que viajar por medio mundo”.

“A juzgar por tu aspecto, parece que lo hiciste a pie”, dijo la mujer británica, y levantó una ceja con altivez.

“Sin Lorie, no lo hubiera conseguido. Estoy arruinado”.

“¿Sin quién?”.

-”Sin mi VPA”.

-”Ésa soy yo”, dijo Lorie materializándose en la enorme pantalla de plasma.

Dylan apretó los puños.

“Cada vez que se producía un desastre, allí estaba ella para enderezar las cosas”.

La mujer británica colocó la tableta en la mesa y dijo: “Prosigue…”.

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a luz del día se apagaba mientras Dylan disfrutaba de un cóctel al lado de la piscina. En su regazo tenía un montón de contratos. A su lado tenía una nueva tableta, cortesía de los seis grandes. Lorie lo miraba atenta, radiante como el sol.

“Lo conseguiste”, dijo.

Era verdad. La historia de cómo su VPA superó cada obstáculo y le permitió llegar a la conferencia cautivó a los ejecutivos. Dylan los había entusiasmado.

“Mira estos derechos digitales. Valen unos cuantos millones de e-dólares”, dijo, y engulló el zumo.

“Enhorabuena”.

Dylan se recostó en los cojines de la tumbona. Habían pasado tantas cosas en las últimas cuarenta y ocho horas que en su mente estaba todo confuso.

Había volado por todo el mundo, había tomado un tren, había navegado en ferry e incluso había alquilado una bicicleta. Había recibido ayuda de un “flash mob”, de usuarios de Internet e incluso de la señora del móvil anticuado. Había traducido instrucciones, pagado facturas y hecho reservas. Y todo gracias a Lorie. Gracias a ella, todo estaba en orden y no había de qué preocuparse. ¿O sí?

Dylan se incorporó bruscamente sujetando el vaso vacío.

“Sólo una cosa más, Lorie”.

“Dime”.

“Bueno, antes de que pueda ingresar estos cheques pasarán unas semanas”.

“¿Y?”.

“¿Cómo demonios vamos a volver a Inglaterra?”.

9©Amadeus IT Group SA. Story by Ian Douglas: iandouglas-writer.co.uk Illustrations by Lars Otterclou: otterclou.se/

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Fin

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