José Emilio Pacheco Por Sí Mismo
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José Emilio Pacheco por sí mismo
El siguiente texto autobiográfico constituye una verdadera rareza en tanto José
Emilio Pacheco muy pocas veces habló de sí mismo de manera tan abierta. Sin
embargo, en 1965 escribió la excepción que confirma la regla, texto leído en el
ciclo Los narradores ante el público. “Es ésta la primera ocasión en la cual —
por debilidad masoquista que deploro o un germen de exhibicionismo que
ignoraba— me atrevo a escribir directamente sobre mí, en un acto de impudicia
ejemplar.”
I
Por una parte la literatura, la trágica y la cómica, pertenece al reino de la felicidad; por otra, los
escritores suelen ser infelices perturbados. Nunca se les examinó con tanta atención. Antes no era
frecuente que el escritor tuviera que dar explicaciones sobre sí mismo. Cuando el poeta trata de
interponerse en la lucha entre Bruto y Casio, lo echan fuera. No le piden que dé las razones
históricas por las cuales es poeta. Es demasiado poco para eso. Y creo que su falta de importancia
en aquella época era una de sus ventajas. Ahora hay gente dedicada al estudio de los poetas y a
fastidiarlos e investigarlos. A ellos, a todos los demás escritores, se les hace —o se hacen ellos
mismos— muchas preguntas serias y de peso. Lo cual significa que la sociedad se interesa por la
literatura más de lo que se interesaba, o bien que no resiste la tentación de entremeterse en algo
relacionado con la felicidad a fin de estropearla de algún modo.
Saul Bellow
Nací en México, el incómodo año de 1939, y en Guanajuato 183, Colonia Roma.
Nací el viernes 30 de junio; por tanto, según la astrología —pensamiento mágico
de nuestra época—, correspondo a un tipo mixto Cáncer-Aries, singular
naturaleza que tiene la nostalgia de un paraíso perdido, se encuentra atada a la
familia, la seguridad, el pasado, las tradiciones. Sin embargo sufre un impulso
hacia la emancipación, la innovación, el progreso. La sensibilidad extremada, el
idealismo capaz de conducir a utopías porque el carácter no tiene firmeza; la
familia y la amistad como centros afectivos resultan otras características
generales de la conjunción.
Hijo a su vez de un cubano que, terminada la Guerra de los Diez Años, el
imperialismo español arrojó a nuestras costas —donde vivió hasta los 84 años, en
la mayor pobreza, como profesor de música y ejecutante—, mi padre era
abogado, militar en forzoso retiro porque en 1927 se negó a ser cómplice de
quienes presentaron el asesinato del general Serrano y sus partidarios como un
fusilamiento, previo consejo de guerra. Por parte de mi madre, la inmediata
ascendencia —francesa, tímidamente heráldica, consagrada por tradición a hacer
dinero— me legó un apellido: Berny, grabado en los planos de París y en la
historia literaria, aunque por causas no necesariamente artísticas: Madame de
Berny, como se sabe, fue la —digamos para no ofender a nadie— principal
protectora de Balzac. Más tristemente célebre, mi primer apellido confinaba de
antemano con la literatura: José Joaquín Alves Pacheco es el arquetipo
amonedado por Eça de Queiroz: no dio a Portugal una obra, una fundación, un
libro ni una idea. Fue superior e ilustre porque tenía un inmenso talento. Este
talento nunca produjo una manifestación positiva, expresa, visible —permaneció
siempre callado, recogido en las profundidades de Pacheco. (Cuando, los 26
años, aún comparto con Carlos Monsiváis el decanato de las promesas literarias,
empieza a inquietarme la coincidencia. Además el término “promesa” siempre
me ha parecido augurio de fracaso o incumplimiento.)
Pasé la mitad de mi infancia con mis abuelos en Veracruz. Ellos me
enseñaron a leer. Obsequio a mi aplicación fue un resumen infantil de Quo
Vadis?, el primer libro que leí. Como la mayor parte de los niños prehistóricos
que apenas conocieron la televisión y los comics, recorrí la obra completa de
Emilio Salgari; en cambio Verne y Dumas no me entusiasmaron. Hice muy
pronto novelitas de piratas, precursoramente acompañadas de dibujos (habilidad
que en seguida perdí). Alumno distinguido en la primaria, mis intereses
culturales entraron después en prolongado receso. Porque tuve una adolescencia
de lo más “normal” —en la medida que puede ser “normal” la adolescencia—,
contra lo que uno tiende a imaginarse al escribir sobre la propia niñez y pubertad.
Pues hay siempre el peligro de inventarse un personaje terrible que ve jugar a los
demás, atormentado por su inteligencia precoz. Ese niño que nunca fuimos,
descubre una noche de viento y de lluvia un secreto que es el origen de su
vocación literaria. Claro, “siempre existe un momento de la infancia en que al
abrir una puerta dejamos entrar el futuro” —como ha escrito Graham Greene.
Para mí ese momento se sitúa muy lejos: en el descubrimiento de que existía una
biblioteca dentro de mi casa, o mucho más tarde, a los quince años, cuando tuve
la fortuna —común a varios escritores mexicanos— de encontrar un maestro
excepcional: Enrique Moreno de Tagle. Nos hizo descubrir a nuestros autores,
leerlos, comentarlos. Presenté dos trabajos en el año sobre Ensayo de un crimen y
El águila y la serpiente. Mi condiscípulo Rubén Broido estudiaba teatro. Me
animó a adaptar un episodio de Martín Luis Guzmán que representó durante
alguna festividad o concurso de declamación. Pasé el invierno de 1955 en una
lúgubre ciudad norteamericana. Ya que no entendía a nadie ni lograba hacerme
entender, compré varias libretas e hice un novelón, Ella, que en el nombre lleva
la fama. Incontenible, durante todo el 56 escribí cuentos y obras de teatro que
asesté a Moreno Tagle, a Broido, con saña particular, a mi primo Carlos Ancira,
víctima además de mi compañía en sus ensayos y programas de televisión.
Conocí entonces a Emilio Carballido y el estímulo de su severidad fue decisivo.
Carballido me presentó a Sergio Magaña, me señaló la conveniencia de asistir a
la clase de composición dramática que Rodolfo Usigli había legado a Luisa
Josefina Hernández. Sobre todo, me puso a escribir versos a fin de que adquiriera
flexibilidad sintáctica mi diálogo. Con anterioridad, no recuerdo haberlos escrito,
quebrantando la regla general. Leídas mis primeras composiciones, Carballido
me desahució; dijo que hiciera ejercicios rimados, no poemas libres. En pocos
meses redacté aproximadamente cien sonetos, cincuenta décimas, innumerables
versos blancos. Al mismo tiempo concluí una pieza sobre la “Decena Trágica”.
Luis Josefina Hernández opinó, con justa razón, que no funcionaba para la
escena: podía llevarla en cambio, a la Editorial Novaro que gustosamente iba a
incluirla entre sus comics. Así enterró a perpetuidad mis intenciones dramáticas.
Por Moreno de Tagle acababa de conocer al poeta Elías Nandino quien, con
ejemplar generosidad, resolvió abrir en su revista Estaciones un suplemento
dedicado a los (entonces) jóvenes. Ahí se iniciaron dos “constantes” de mi vida:
el trabajo de redacción, la escritura de notas y reseñas. Cuando Nandino me dio a
comentar los primeros libros, respondí que me parecía ridículo juzgar con mi
inexperiencia a los demás. Insistió en la utilidad de esos juicios o resúmenes de
mi labor personal. De este modo rompí el fuego contra la primera antología de
cuentos que en 1957 elaboró Emmanuel Carballo. A los dieciocho años era,
aunque hoy nadie lo crea, un rebelde-sin-causa-de-la-literatura, y arremetí
neciamente contra todos los grandes escritores mexicanos —a excepción de
Vasconcelos. Viejo amigo de mi padre, solía comer algunos sábados en casa. Su
personalidad me fascinaba; admiré, sigo admirando, Ulises criollo. La misma
fascinación y el repudio a sus ideas políticas impidieron que me acercara a él.
Fruto como siempre de la ignorancia, esa iconoclasia se desvaneció al iniciarse
mi amistad con Monsiváis y con Juan García Ponce. Monsiváis dirigió conmigo
el suplemento de Estaciones; entre las muchas cosas que le debo está el haberme
hecho leer sin prejuicios a Alfonso Reyes. García Ponce me transmitió su
admiración por Octavio Paz; me hizo conocerlo y tratarlo. Me deuda hacia Paz
no tiene término y crece a cada nuevo libro que publica. Su poesía y su prosa han
hecho que comience el descubrimiento de lo que quiero decir; me han iluminado,
para decirlo con una palabra que le es grata. Diariamente, por dos años, agobié a
Paz en su despacho de Relaciones. La misma impagable, generosa paciencia con
que me escuchó sin demostrarme nunca que le quitaba el tiempo, tuvo para mí
Carlos Fuentes cuando ya La región más transparente le había dado su primera
celebridad. En Estaciones conocí, asimismo, a José de la Colina; tiempo atrás
leía con entusiasmo sus cuentos en la Revista Universidad. Colina me descubrió
a Joyce, Faulkner, Conrad; también a Julio Cortázar y Alain Robbe-Grillet, por
esos años casi desconocidos en México. Simultáneamente, Sergio Pitol me daba
a leer los relatos de Borges. Mi devoción respecto a Borges fue tan fervorosa
como torpe. Cometí la ingenuidad de querer imitarlo. A veces siento que
sobrevaloré a Borges o quiero liberarme de él. Lo releo y vuelvo a quedar en la
misma inocencia deslumbrada de 1958. Exactamente lo que me ocurre con su
enemigo Pablo Neruda, con Vallejo, con Carpentier…
No quiero hacer la lista de mis agradecimientos ni de mis admiraciones
literarias. La gratitud y la capacidad de admirar —mis únicas cualidades—harían
ese catálogo infinito. Tampoco hablar de la lección que debo a otras artes, por
más que mis percepciones sean tan cerradas en sus campos. Ya se sabe que uno
intenta aprender a escribir no sólo en la lectura: es mucho lo que debo a los
libros; pero no lo bastante para ocultar mi adeudo con las conversaciones, la
amistad; con la pintura, la música (pocas veces, o nunca, la mejor); pero muy
particularmente con el cine. Carezco de cultura cinematográfica, no asisto a
cineclubes, y como en todo, mis gustos ortodoxos corren parejas con mis
preferencias heterodoxas. A Manuel Michel y a Salomón Láiter, a Sergio
Magaña y a Sergio Véjar, agradezco la oportunidad de ver realizada una de mis
ilusiones perdidas: contemplar como imagen algo que adquirió forma como
lenguaje. La gran emoción egoísta del Concurso Experimental de 1965 es
que Tarde de agosto —una película que es obra de Michel y no mía— haya
recibido en la Ciudad Universitaria el aplauso de ese público que no llega a los
veinte años, o los excede apenas; pero es dueño de una inteligencia, un rigor, una
honradez en todas sus actividades que a su edad no tuvimos —ni a la nuestra
tenemos.
Terminado su trabajo con la serie de “Los Presentes”, Juan José Arreola
iniciaba los “Cuadernos del Unicornio”. A instancias de Monsiváis publicó en el
número 18 dos cuentos: La sangre de Medusa y La noche del inmortal. No he
vuelto a leerlos; si lo hiciera, lo más probable es que apoyase el juicio que
entonces (1958) les dedicó Salvador Reyes Nevares: “textos demasiado uncidos a
Borges, muestra de una literatura lujosa, inútil, retórica.”
Lo importante en ese primer experimento fue la oportunidad de tratar a
Arreola y aprender de él. Como amanuense, le ayudé a terminar algún
compromiso urgente, a corregir un buen número de obras maestras ajenas —
apostolado que su obra merece.
Emmanuel Carballo nos entrevistó (a Monsiváis, a Pitol y a mí) para México
en la Cultura. Aunque personalmente no dije sino los más comunes lugares
comunes, Carlos Fuentes habló de nosotros a Fernando Benítez. Gastón García
Cantú, Alí Chumacero y Henrique González Casanova me enseñaron a redactar
notas, artículos, traducciones. Benítez trató en vano de convertirme en periodista.
Hice a Juan Rulfo el único reportaje de mi vida. No salió, pero gracias a ese
intento pude comenzar la amistad con un escritor a quien tanto he admirado
desde siempre. Un año más tarde, cuando dirigía “Voz Viva de México”, Rulfo
me encargó un prólogo para el disco de Salvador Novo. Mi concepto de Novo era
más bien borroso y falso. El disco fue la ocasión de hallar en Espejo y
particularmente en Nuevo amor algunos de los poemas más hondos de la lírica
mexicana. Augusto Monterroso, por su parte, me reveló en Continente vacío la
prosa excepcional, para nosotros inédita, de Novo.
Ese mismo 1959 Carballo renunció a Difusión Cultural de la UNAM.
García Ponce me propuso a Jaime García Terrés para reemplazar a Carballo en el
puesto de organizar conferencias. En Difusión Cultural duré seis años y acabo de
abandonarla con gran nostalgia. Pronto las conferencias desaparecieron al entrar
su inmejorable sitio en la Casa del Lago que Juan Vicente Melo ha llevado a la
plenitud. Simbólicamente, en la misma Casa de Lago conocí a Melo, apenas
desembarcado de Europa. Años atrás, en Veracruz, había seguido como
espectador su trayectoria de niño prodigio, príncipe de la cultura jarocha que
desde los seis años daba conciertos de piano, publicaba cuentos y crónicas en El
dictamen. En esas páginas, Melo organizó un suplemento ejemplar, una entre las
causas que venturosamente apresuraron su traslado a México.
Para los que teníamos veinte años en 1959, la Revolución Cubana fue un
acontecimiento que nos sacudió con la misma fuerza que la Guerra de España
debe de haber ejercido con la generación de Paz y Efraín Huerta. Fin de una era y
comienzo de otra, espada de fuego, nos arrojó de una arcadia apolítica, de un
limbo estetizante donde el mayor problema era la lucha contra el que o el
exterminio radical del gerundio. Coincidió con los esfuerzos ferrocarrileros y
magisteriales por crear un movimiento de los trabajadores mexicanos que saneara
la cloaca en que se aposentan Fidel Velázquez y su cáfila. Sobrevino a
continuación el encarcelamiento de Siqueiros. Firmar protestas incesantes sólo
sirvió para creer aquietada nuestra mala conciencia. Hasta que en noviembre de
1960 algunos de nosotros, ante el ejemplo de ese gran escritor que es José
Revueltas, nos declaramos en huelga de hambre para solidarizarnos con los
presos políticos que en la cárcel recurrieron a esa medida. Cierto, fue un gesto
romántico y despertó la burla unánime de los poco que se enteraron. A esa
huelga, nada o casi nada, se reduce a toda mi acción, digamos, subversiva.
Probablemente la intelligentsia mexicana tuvo razón al burlarse de la huelga en
San Carlos; pero quizá haya sido un primer paso para insinuar que, llegado el
momento, también nuestros escritores podrían comprometerse personalmente y
no sólo en términos literarios o ideológicos.
Por lo demás, estos cinco últimos años constituyen mi vida que —con
mucho optimismo, puesto que soy un perfecto desconocido— podríamos llamar
“pública”. Y no quisiera todavía renegar de ellos o verlos con nostalgia. Hasta
hoy publiqué nada más dos libritos: uno de poemas, Los elementos de la
noche; otro de relatos, El viento distante. Ambos, sobre todo el primero, han sido
generosamente juzgados (lo que a nadie sorprendió tanto como a su autor) y
representan sólidos fracasos de librería —lo cual en modo alguno garantiza su
calidad. Los elementos de la noche no me disgustan aún. El viento distante es un
ejercicio a veces bien escrito; pero ejercicio simplemente. Indica como señalaba
Rubén Bonifaz Nuño, una inmadurez que los poemas disimulan. Es lástima.
Siempre he querido escribir cuentos. La novela me parece inalcanzable, y me
conformo con leer, a menudo, admirar, las que otros hacen. Algunos me han
reprochado que escriba cosas tan diversas, que no me “centre” en un solo género.
Yo diría que los géneros no son incompatibles, un cuento es lo más cercano a un
poema (no en términos de “prosa poética”, sino de concentración e intensidad), y
con frecuencia se me ocurren historias que, según creo, pueden interesar. En mi
caso, la poesía no basta; el relato es un complemento necesario. Hay grandes
periodos de esterilidad: la lírica no puede nacer voluntariamente. Entonces
vuelve el deseo de escribir narraciones quizá porque, antiguas y modernas, las
leo, releo en todo momento; de Heródoto a Pu Song Lin, de Maupassant a Pieyre
de Mandiargues de Chesterton a Bradbury, de Poe a Hemingway y Flannery a
O’Connor, de Lugones a Manuel Mujica Láinez. La prosa no-narrativa, de
intención periodística o ensayística, la he practicado invariablemente de encargo.
Aunque intento hacerla lo mejor posible, en su relectura me deprime: nunca
redacté un artículo, nota, reseña, prólogo que fuera más allá de sus límites
específicos y adquiriese un mínimo de valor propio. Cumplida su misión
informativa, tales páginas periclitan vertiginosamente. Así he visto irse a pique
en revistas periódicos una producción múltiple, por lo general anónima o
firmada con iniciales y cambiantes seudónimos. Debe sumar varios volúmenes:
mejor que permanezca en el olvido.
Sin sombra de falsa modestia, me considero un escritor que comienza y vive
los años iniciales de un aprendizaje interminable. Alguien sin muchas
pretensiones que conoce y explora un mundo menor y limitado. Mi mayor
problema literario, fatídico para quien intente la narrativa, es el respeto excesivo
por los demás. Me he privado de escribir muchas cosas por el temor de traicionar
o herir a quien me dio su confianza. El ejercicio de la poesía libera de toda
tentación autobiográfica: ninguno de mis cuentos ha vencido el pudor y no puedo
narrar experiencias íntimas.
Es ésta la primera ocasión en la cual —por debilidad masoquista que
deploro o un germen de exhibicionismo que ignoraba— me atrevo a escribir
directamente sobre mí, en un acto de impudicia ejemplar. Lamento paradójico,
pues todo libro es una indiscreción monumental, y un poema se define por ser el
impudor quintaesenciado. Pero no hay que pintar con el hocico, día Holbein.
Menos hay que escribir con el hocico, y el escritor haría bien en cortarse la
lengua. Porque la ración de culpa que le ha tocado expiar a cada hombre para un
escritor se manifiesta en el remordimiento de haber hecho mal las cosas, de no
poder conciliar sus necesidades de trabajo con el fervor cotidiano que requiere la
obra literaria; haber difamado a nuestros amigos, hablado de lo que se ignora, y
sobre todo en el horrible malestar de saber que nuestra vanidad no está en
consonancia con lo que hemos hecho ni con nuestros actuales esfuerzos.
Hace años traduje unas palabras de Pirandello, hoy dolorosamente vivas
para mí: “Nacer es fácil; nacer al arte ha sido siempre lo menos difícil. El gran
peligro para todo artista viene después, cuando ha nacido, cuando vive, cuando
enfrenta el problema de continuar y renacer.” V. S. Pritchett ha observado
también que la nostalgia existe raramente entre los escritores europeos, mientras
en los de toda América es un elemento destructivo: nostalgia de un porvenir
perdido, del sentido del porvenir que posee la juventud. Para nosotros hay un
comienzo maravilloso y en adelante sólo existen el fin, el fracaso, la amargura, la
tristeza, la vejez y la muerte.
¿Qué reino abolido evoca esa nostalgia? ¿Es el amparo de la religión, la
seguridad del cristianismo, que se perdió cuando interrogamos y nada respondió
sino el silencio de Dios? No lo sé. Habría que ver también la fuerza que un joven
hispanoamericano tiene que derrochar para defender su voluntad de escribir. Más
tarde, para un escritor, cada nuevo campo de trabajo paraliterario es una renovada
forma de corrupción. Y lo que constituye propiamente su tarea de relega, se
olvida o sólo puede sostenerse mediante todo género de sacrificios. Esto explica,
en parte, el resentimiento, la contenida violencia, la susceptibilidad extrema que
alienta en nuestros escritores —y, por consiguiente, la ausencia de crítica
literaria.
En México, el problema fundamental de la crítica corresponde resolverlo
menos a los críticos que a los escritores. Ante todo consiste en hacernos aceptar,
resistir, respetar la inconformidad ajena. No es sorprendente que lo que hacemos
desagrade, ¿Cómo olernos de que lo nuestro no guste o no se entienda? Lo
verdaderamente asombroso es que alguien pueda sentir placer, emoción o
sorpresa ante una página nuestra. Más natural sería que nadie estuviese de
acuerdo conmigo; puesto que expreso mis ideas, sentimientos, recuerdos,
anhelos; y para que otros los tuviera precisaría ser yo mismo.
La vulnerabilidad ante el rechazo o la aprobación incompleta tal vez sea la
mayor miseria que aflige o degrada al escritor. Desde niños se nos envenena con
elogios y rivalidades ficticias (en literatura toda rivalidad es ficticia: nadie quiere
ni puede escribir exactamente como el otro). Pero es cierto que la envidia y la
vanidad son acicates que promueven la acción. Como me faltan, como estoy
lleno de un respeto que a nadie beneficia, mucho me temo que fracasaré.
Rodin aconsejaba no temer las críticas injustas. Sólo aceptar las que
confirman en una duda. Lamentable o venturosamente, siempre tengo dudas.
Cuando adquiera seguridad en lo que escribo me sentiré perdido. Elogio o
censura debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que
nos afecten. De todos los oficios el de escritor debería ser el más modesto.
Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor
intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es
verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el
ángulo de un lector vocacional, nunca de un crítico. No es por comodidad: al
elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más ampliamente
que al atacar a alguien. Cuando me he “metido” contra un libro, recibo sólo
felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar
hacia ellos.
Sabemos que sin adhesión preliminar no hay crítica viable. Como desahogo
o vertederos del rencor son más cómodos los epigramas o los simples insultos
que, además no engañan a nadie. La crítica es un vínculo antes que un rechazo.
No se trata, claro, de decir que todo está bien. Los hombres nacen fiscales o
defensores: personalmente nada me repugna tanto como las funciones policiacas
que por definición ha de cumplir la crítica —justicia abstracta, provisional,
hipotético, tan difícil o más que la literatura. ¿Quién tendrá el heroísmo de
renunciar incluso al trato con sus semejantes para ser el gran crítico mexicano?
II
…indudablemente todo arte nace en última instancia de una insatisfacción. Indudablemente señala
que la vida nunca nos colma. Pero atestigua también que de una carencia puede extraer el hombre
algo muy positivo: una obra que es signo de potencia y dignidad. Pero eso todo el que crea no es
nihilista aun cuando exprese la desesperación: al hacer una obra combate el nihilismo, lo domina, se
da razones para no desesperar. Bajo este aspecto, el arte moderno no es diferente del arte del
pasado. Contra todo lo que amenaza al hombre, todo lo que intenta arrasarlo, el arte opone con su
sola existencia, el deseo de durar, de romper la soledad, sobrevivir la angustia, la caducidad, la
muerte.
J. E. MÜLLER
Debo a François Mauriac mi farisea hostilidad hacia todo intento de confesión no
pedida, autobiografía precoz, examen de conciencia: uno busca siempre ser
absuelto hasta de lo que tal vez nadie lo inculpa. Aun quien se cubre de fango y
denuncia los actos más tristes no duda de que su audacia conquistará las
simpatías, el aplauso a su valor, a su humildad. Y no es que los recuerdos se
organicen con intención deliberada de engaño: al hablar de nosotros estamos
rindiendo cuentas ante un tribunal. Cada quien a su modo, acusándose o
protegiéndose, prepara su defensa. Sólo la ficción no miente: entreabre junto a la
vida de un hombre una puerta falsa por la que desliza incontrolable lo esencial de
sí mismo.
De modo que, indefenso, no puedo siquiera abogar por los malentendidos
que acaso suscité. Lamentar, por ejemplo que Los elementos de la noche, sórdida
confesión de una o varias tragedias amorosas y un sentido atroz del tiempo como
infinito desgaste, haya sido a juicio de muchos un libro de poemas bonitos,
inteligentes y fríos. O que El viento distante, condena y alegato de destrucción
contra los valores que me formaron, pareciera a otros una serie de cuentos
límpidos, candorosos, que expresaban con lirismo la magia y la pureza de la
infancia. Pero no me quejo ni me extraña: si cada palabra es una botella al mar,
quien la recoja tiene la libertad de interpretarla. Su opinión me parecerá siempre
respetable. Nada puede azorarme después que Los viajes de Gulliver, el ataque
más cruel que se haya escrito sobre la condición humana, se transformó en
lectura infantil.
Sí me gustaría, en cambio, aclarar un malentendido, engendrado por la
benevolencia, que no me daña a mí sino a un escritor que admiro: yo no quiero
seguir los pasos de Alfonso Reyes ni los de nadie, ni menos constituir una actitud
ejemplar (el único ejemplo que doy a los más jóvenes es el de ser un mal
ejemplo); tampoco pretendo, al defender ciertos aspectos de nuestra tradición
literaria, convertir las letras de hoy en la Rotonda de Los Hombres Ilustres. No
entiendo la tradición como estatismo o rigidez museográfica: la veo en su sentido
de cambio constante, enriquecimiento, punto de vista siempre variable,
diversificación, en una palabra: continuidad. Sólo asumiendo el arte del pasado
—con juicio crítico, discriminatorio por supuesto— podremos hacer una
literatura mejor o diferente. “Si no tenemos tiempo para comprender el pasado,
dice Lewis Mumford, no tendremos la visión para dominar el futuro. Porque el
pasado no nos deja nunca y el futuro está siempre a las puertas.”
Mi amor desolado por la Ciudad me otorgó una lección adversa al
“parricidio”, curioso término de tan obvias implicaciones freudianas. Lo que voy
a escribir me preocupa lo suficiente para que no me interese demoler lo que otros
hicieron antes de mí. He visto, en la damnificada zona antigua de la capital, que
cuando cae un maravilloso edificio de la colonia o el XIX, invariablemente lo
sustituye un bodrio indómito que bulle en fachaletas y cristales. Creo que se
puede construir en los suburbios una nueva ciudad que no implique la muerte de
la antigua. (Este principio universalmente aceptado no se acató en la nuestra: las
consecuencias están a la vista.) Además, el escándalo “parricida” suele ser
anticipo del silencio y la esterilidad. Hace diez años algunos “jóvenes”
argentinos ―jóvenes elásticos, sedicientes, próximos a la cuarentena―
“demolieron” la obra de Borges. Hoy todos sabemos lo que ha pasado con
Borges. De sus oponentes queda, en el mejor de los casos, la mención en la petit
histoire. Gritaron de tal modo que su fuerza se extenuó antes de escribir y cuando
lo hicieron más valdría…
Creer que todo empezó con nosotros, por nosotros, y terminará cuando
acabemos, me parece l’illusion comique de las generaciones. L’illusion
comique a la postre se convierte en tragedia. Lo cómico implica víctimas. La
comicidad exige la humillación. La gran enseñanza del siglo XX es la conciencia
de que cuanto hacemos es provisional y lo que hoy tuyo valor y sentido no lo
tendrá mañana. Los cambios de opinión, gusto, “estilo de vida”, se suceden con
vértigo cotidiano. Es melancólico que así sea. La mutabilidad del arte, empero,
corresponde a los ciclos de la naturaleza. Ni mundo ni arte se conciben sin
cambios y movimientos, muertes y resurrecciones. La historia no se detiene: todo
instante es transición. Tener la fe necesaria para dedicarse a un arte incluye,
exige la certeza de que está en perpetua metamorfosis y en progreso constante.
Un escritor prueba que pertenece a su época cuando pasa con ella. Quizá, para no
esterilizarse, debiera pasar por alto estas razones. Mas ¿para qué engañarse? ¿Por
qué no cifrarlo todo en la íntima necesidad? ¿Por qué no ser responsables de
nuestro momento, conscientes de nuestro fin?
A estas alturas, el optimismo es un lujo que nadie puede permitirse, y hay
que recordar que todas las opiniones justas, las buenas ideas, son o serán muy
pronto lugares comunes. Si no podemos pensar sin escribir y si al pensar
copiamos servilmente, involuntariamente lo que otros escribieron, habrá que
asumir la sabia resignación china: comentar y reescribir incansablemente a
nuestros ancestros, intentar variaciones y agregados a la ineludible repetición.
La originalidad en arte, concepto nacido de la burguesía, cumplida su
misión, está muriendo históricamente con ella. Quizá en adelante se eviten
problemas haciendo que el arte sea, como en sus grandes épocas, anónimo y
colectivo; concediendo (sin admitir) a cada obra un solo año de vigencia, pasado
el cual sería borrada y olvidada para siempre. Acaso de este modo terminarían
las tristes, cíclicas luchas de generaciones, las enemistades, las ofensas, y al
suprimir el egoísmo de sus creadores, el arte ganaría en número de artistas.
Todos tendrían oportunidad, deseo de trabajar, sin sueño en los laureles o las
reputaciones prefabricadas, la envidia no existiría en este ámbito fraternal e
incógnito. Todos se esforzarían, como no ocurre hoy, en crear obras maestras,
excepcionales en el amplio sentido, capaces de romper todas las convenciones de
duración para sobrevivir a su año, su época, su siglo ―con lo cual,
probablemente, volverían a unirse los eslabones de la cadena.
Estos retorcidos conceptos bien pueden nacer de una deformación
profesional: como “segundo oficio” he desempeñado algunos trabajos que
razonablemente todos rehúyen: encargarme de revistas, por ejemplo. Así, aparte
de conocer amigos que permanecen siempre en mi afecto (como Vicente Rojo,
Fernando Benítez, Ramón Xirau) y aletargar mis modestas intenciones creadoras,
apuré definitivamente el antídoto contra la vanidad. Como a H.G. Wells (pero sin
duda, porque en mi caso las uvas están verdes), el éxito me parece una cosa
vulgar, cursi, hastiante, envidiada. Creo ―nada tan necio como erigir una actitud
íntima en regla general de conducta― que los escritores hacen bien dándose o
permitiéndose publicidad: vivimos en un mundo electrónico donde las fuentes en
que se expresa la cultura ya no son las tradicionales. Pero reservo mi derecho a
mantener ideas sobre el escritor que murieron con el siglo XIX. El tipo de
literatura que intento es el que menos se presta a la brillantez y la atracción
masiva. No obstante, me parece un destino bastante patético el que mi
antigregarismo pueda emplearse en contra de mis amigos ―de los cuales, en
última instancia, soy cómplice, y pueden disponer de mí según sus culpas.
Quise hablar de Reyes. A Reyes se le condena invocando la ley del menor
esfuerzo, sin tomarse el trabajo de leerlo. Existió, cierto, el mito de Reyes; pero
no hay razón para tomar la palabra mito sólo en sentido peyorativo. La obra de
Reyes es fragmentaria, sí. ¿Cómo abarcar de otra manera un mundo fragmentado
a cada paso? Ya que su empresa fue el recomponerse, el recomponernos, el unir
lo disperso, sólo mediante la atomización podía lograrse. Su unidad está de algún
modo en el conjunto orgánico que forman esas “tentativas y orientaciones”
aisladas. Su coherencia, en la precisión lúcida del lenguaje que empleó,
exactamente para impedir, articulándola, que la esfera de la cultura se nos
deshiciese a los mexicanos ante el embate del caos contemporáneo. Por eso, su
obra sólo puede entenderse si se considera específica, radicalmente mexicana,
hispanoamericana. Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México.
Arrojó al surco la semilla para que el campo verdeciera. Todos, hasta quienes no
lo leyeron, hemos salido de él; y si nos apartamos es para regresar con mayor
fuerza. Su obra es un camino y lo contrario de un camino: nadie puede rechazar
su lección ni volver a escribir, a pensar, como antes de Reyes; nadie puede ser
Reyes de nuevo, seguir su sombra, porque tras él las aguas se cerraron y no
conducen a ninguna parte.
Por mis orígenes se entenderá que ni siquiera me he planteado el problema
de ser o no nacionalista: me basta con ser mexicano; no veo la necesidad de
promoverme a mexicano profesional. En este sentido la lección de Reyes me
parece más vigente que nunca. Lo que defendió toda su vida se condensa en las
palabras finales de una entrevista con Elena Poniatowska el día que Reyes
cumplió setenta años: “…Es cosa muy sencilla de decirse y muy difícil de
realizarse. Todo se reduce a que los mexicanos, en todos los órdenes de nuestras
actividades, hagamos las cosas bien, o siquiera lo mejor que podamos, tanto ética
como estética y técnicamente. México valdrá lo que valga la conducta de los
mexicanos. México no es un ente abstracto sino un hacer y un hacerse… Parece
increíble que algunos se arroguen las funciones de Dios y ellos mismos
arbitrariamente tracen un plan de nociones absolutas y rigurosas sobre lo que ha
de ser México, y luego se entusiasmen o se indignen cuando cumplimos o
desobedecemos lo que ellos han decretado. México ha sido, es y será el conjunto
de lo que hagamos los mexicanos, lo bueno, y por desgracia, también lo malo…”
Ahora considero que en México el único nacionalismo que vale es el de quienes
no se ostentaron nacionalistas para camuflar de “traición a la patria” el ataque a
la mediocridad, la tontería, la ineptitud. Tumba sin sosiego, el nacionalismo se
levanta hoy para perder de nuevo la batalla en que los “Contemporáneos” lo
derrotaron hace treinta años. Se yergue con un oscuro sentimiento de culpa:
mientras lo mexicano se pierde en la fisonomía de las ciudades, la industria, las
costumbres, los medios de comunicación e información, vamos a hacerle un
rinconcito en la cultura, no importa que retrocedamos medio siglo. Levantemos
nuestra murallita china que al fin México se basta en todo a sí mismo y nació
como país por generación espontánea sin importar ideas exóticas. Pintemos como
pintaba Saturnino Herrán; escribamos como escribía Carlos Gutiérrez Cruz.
Quien se oponga a nosotros sube a la torre de marfil y da la espalda a los
sufrimientos de su pueblo.
¿Qué sobrevivió a la “tempestad” de 1930? La poesía de los
“Contemporáneos”, los cuadros de Rufino Tamayo… Y si quedaron muchas
obras de Orozco, algunas de Rivera y de Siqueiros, ciertos libros de Héctor Pérez
Martínez y Ermilo Abreu Gómez, fue por ser buena pintura o buena literatura, no
por nacionalista, afrancesada o apochada.
La ciudad se sueña gran ciudad: defendamos la gran aldea. Loa pobres no
deben vivir en la villa olímpica: su sitio está en las acuarelas con profunda raíz
nacionalista. En México no hay pobres, vecindades, explotados, policías,
prostitutas, políticos, ladrones, campesinos sin tierra, dirigentes asesinados previo
sacrificio azteca, hombres sin trabajo, niños sin escuela, niñas violadas a los siete
años; no hay sordidez, miseria, descontento, voracidad, rapacidad, corrupción,
frustración, traición, servilismo, igualas, concesiones, malos gobernadores,
alcoholismo, ignorancia, suicidios, asesinatos, robos, accidentes producto de la
incuria, explosiones por mal equipo de gas, sobornos, mordidas, bandas de
delincuentes asociados para acabar con la madera, el henequén, el azufre. En
México no hay problemas nacionales: la misión de la nueva literatura mexicana
deber ser cantar la belleza funcional del Periférico y las comodidades de
Nonoalco.
Conscientemente o sin proponérselo, con todos sus errores, la poesía y la
literatura mexicanas han sido hasta hoy la verdad dolorosa o llena de esperanza
del país. Si esa expresión ha comenzado a romper el círculo de los doscientos
ejemplares y las ediciones del autor, a formar un público, a cumplir por ello su
auténtica misión, a despertar el interés por el presente y el pasado de México, se
debe en muy amplia medida a la labor de Arnaldo Orfilia en el Fondo de Cultura
Económica. Orfilia creó la serie “Letras mexicanas” y gracias a la Colección
Popular hizo sin demagogia, lo que parecía imposible: que el pueblo leyese a sus
escritores. No es literaria la única deuda de nuestra cultura para con Orfilia,
desde luego pero en este terreno, sin saberlo, ayudó a muchos de nosotros a
descubrir —en Libertad bajo palabra, en Muerte sin fin, en tantos otros libros—
esas palabras edificantes en que reconocemos un destino. En lo porvenir, para
saber lo que fue el México de esas años que muy pronto serán también pasado,
resultarán imprescindibles los textos que editó Orfilia en el Fondo de Cultura
Económica.
Así pues, nunca he creído que ser escritor conceda una patente de corso para
nada; y mientras no se aplica el hecho al acto mismo de escribir, uno es un
hombre como todos, con los mismos problemas e idénticas obligaciones.
Tampoco me atrevería a justificar mis debilidades o mis actos indignos o mis
difíciles vínculos con el mundo, como “temperamento artístico” ni conciencia de
sacrificarlo todo por mi obra virtual. Sin embargo, no cedo a la corriente que
obliga a muchos escritores hoy día a pedir perdón por escribir. Nunca me ha
parecido lo que antes se llamaba la vocación literaria trabajo opuesto o separado
de la vida, ni conjuro capaz de protegerme contra la realidad. Simplemente me
gusta hacerlo; en todo momento me he sentido bien cuando escribo. Por
desgracia, nací con una facilidad que suele pagarse en dispersión, desorden y
pereza; en la mala costumbre estimulada por el periodismo, de hacer las cosas
sobre la máquina y a última hora; bien que se traduzca, a la vez, en cierto don de
forma, cierta docilidad del pensamiento para encajar en el ritmo natural de la
frase.
Irremediablemente anacrónico, necesito del lenguaje, de la literatura para
vivir. La actividad literaria me parece sólo una forma de vida, un posible destino
que puede aceptarse o rehusarse subjetivamente y que ha de ser todo o nada: el
trabajo más serio el más inútil. Puesto que nada, puesto que nadie obliga, hay que
darse a él enteramente o rehusarlo por completo. Como todos, muchas veces he
sentido la tentación de la desesperación; he llegado a creer que la literatura no
importa y escribir no vale la pena —más esto sólo se sabrá cuando se haya
escrito y no mientras se escribe.
Que nadie pueda vivir en México de la “creación literaria” es acaso una secreta
ventaja. Gracias a ella puedo hacer mis poemas, mis cuentos sin premura ni
obligación, nada más cuando siento necesidad de hacerlos; no tengo que escribir
a plazos ni al gusto de nadie. Esto, también, nos convierte en
aficionados, écrivains á dimanche, con todas las ventajas y limitaciones de esta
condición preindustrial. Por eso, en mayor o menor medida, abiertamente o de
modo velado, casi todos los escritores mexicanos vivimos del gobierno, para
decir las cosas claras. Si no fuéramos modesta, indirecta o quincenalmente
subsidiados por el presupuesto, estaríamos en la otra orilla de la sociedad dual: en
la indigencia en el desamparo, y no entre dos aguas, hijos de la clase media que
no se atreven a llevar la vida que económicamente nos corresponde, la de un
proletariado al que desconocemos y hacia el cual sentimos el temor de su
rechazo, de su recelo. Parásitos de la burocracia porque nadie puede exigir a
nadie que se muera de hambre, cuando menos aún no llegamos a la resignación
de creer que el trabajar para el gobierno, o gracias a los dineros del gobierno, nos
obliga a guardar silencio sobre lo que nos parece mal y nos indigna así en nuestro
país como en el mundo; aunque los “voceros de la opinión pública” pretendan
confinar a la ilegalidad toda actitud adversa a los enemigos extranjeros o
autóctonos de México.
“Después de Une saison en enfer —ha escrito recientemente Octavio Paz—
no se puede escribir un poema sin vencer un sentimiento de vergüenza: ¿no se
trata de un acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre en una mentira?”
“Después de Auschwitz —ha dicho por su parte Teodoro Adorno— escribir un
poema se ha convertido en un acto barbárico.”
¿Qué puede hacer el escritor en un mundo en que millones de seres mueren
de hambre, y otros son incinerados en los arrozales de Vietnam, y otros se
suicidan a no resistir las tensiones de una sociedad tecnológica cuyo fin es la
abundancia de objetos que cosifican y enajenan? Donde, como se ha dicho
los mass media pugnan por la insensibilidad moral de todos los hombres y matar
se ha vuelto una profesión de caballeros. El poeta es casi un símbolo grotesco en
nuestra época. El temor de vivir, el lacerante para qué-con qué objeto, se adueñan
de él como de pocos hombres. Si no se puede transformar un mundo que
pertenece a los técnicos y a los empresarios, a los políticos y los militares, lo
mejor ¿no es desertar? Ya que casi la única manera de no ser cómplice en nuestra
época es la resistencia pasiva, el silencia puede ser un modo de protesta contra la
injusticia y la abyección contemporánea. Pero este nohilismo es hoy una actitud
profundamente reaccionaria: es necesario escribir precisamente porque hacerlo se
ha vuelto una actividad imposible.
A la afirmación de que vivimos en un mundo que se deshace y donde todo
empeño de construir es vano, Luis Cernuda respondía que ahí precisamente entra
en juego la honestidad del poeta, que es parte de su vocación; si es profunda,
tratará de todos modos de realizar su obra. Aunque el esfuerzo parezca o se
estime vano, él quiso remediar la desintegración colectiva cumpliendo con su
tarea. Si cada hombre hiciera lo mismo en su trabajo, podría corregirse algo en el
mundo, mucho más que gritando y llorando en la montaña profética.
Sea como fuere, el poeta, el escritor tiene derecho a forjarse las ilusiones de
que su trabajo es no es inútil. La defensa que se hace en los países socialistas del
cuadro abstracto y del poema lírico señalan que, cuando Hitler, Mussolini y
Johnson han hecho de la noción de patria un mito esperpéntico, el arte es la
remota posibilidad de una patria universal.
Desde que comenzó a nacer el mundo moderno —digamos, para tener un
punto de apoyo, 1848— la poesía (incluyo en la palabra poesía todo lenguaje
significativo, toda literatura) se ha avergonzado y se adelanta a la crítica que le
formula la sociedad sin rostro, el mundo plural. Sin embargo, la poesía no tiene
la culpa de que las esperanzas de la razón no hayan encarnado en la historia
mientras su propio sueño “engendre monstruos”. La soberbia es el pecado que
precipitó a la poesía hasta ese infierno en que se debate y arde, deplora, implora,
acusa, se da golpes de pecho, Tras la crisis —si hay salida, si hay porque tiene
que haber, futuro— algunos piensan que la poesía se habrá hecho modesta:
comprenderá que su misión no es, porque tampoco son poderes, salvar al mundo
sino iluminarlo.
Mientras tanto, aceptemos en toda su humildad esta labor sin porvenir, sin
tiempo, aceptemos su pequeñez, su significativa insignificancia. El camino no
está en la deserción: sólo por una fe resignada, orgullosa, podemos aspirar a
salvarnos. Sí, es horrible saber que en los próximos diez años, nada más en la
India, morirán de hambre cincuenta millones de niños. Más horrible darse cuenta
de que en los desiertos de México también los niños y sus padres mueren de
hambre o de enfermedades producto del hambre. No obstante, veo un gran trecho
entre dolerse de este genocidio y convertir (como hace un año Sartre) la literatura
en la gran cabeza de turco culpable del hambre y de todo mal. Pues, como
respondió en aquella ocasión Ives Berger, las palabras no pueden convertirse en
panes ni en fusiles y no es posible maldecirlas por ello. La literatura es inepta
para ser un levantamiento popular. Es un chantaje exigir de las letras y los
escritores lo que nadie se atreve a esperar de los otros hombres ni de Dios. Pues,
a fin de cuentas, la literatura es simplemente una tentativa de salvación
individual.
Lejos de mí el combatir los dogmas con nuevos dogmas. o tengo respuestas:
sólo interrogaciones. Me parece que lo único que el escritor no debe es hacer
caso a quienes le dicen que no debe. El compromiso es una voluntad, una
elección —o no es. Resulta inmoral exigir a los demás que se comprometan o
dejen de comprometerse. Lo único válido es juzgar los resultados. Escribiendo,
Sartre no impidió la brutalización de la guerra de Argelia ni la de Vietnam. Pero
nos deja una obra y una inquietud, ética más que política. Muchos de los que
firmaron el célebre manifiesto de los 121, cuando hacerlo significaba arriesgar
incluso la vida, no habían escrito una línea sobre las torturas o el ejército secreto.
LLegado el momento, asumieron el riesgo necesario. No por escritores: por ser
hombres. (Un ejemplo inmediato, en que es innecesario abundar porque está a los
ojos de todos, es la actitud de los intelectuales norteamericanos ante su política
exterior, frente al problema de la integración racial, contra las organizaciones
neonazis dentro de su país.) No soy nadie para arrojar la primera piedra y sería
terrorismo pretender que nuestra realidad ha exigido una tan absoluta
radicalización. Pero ante esas comprobaciones de lo que es la dignidad, siento el
peso de mi cobardía, de mi conformismo. Que no haya confusión: nunca me
declaré guía ni defensor del pueblo mexicano. Menos he pretendido una
militancia que por hoy, balcanizada la izquierda mexicana, parece reducida a la
fórmula mágica que borra los pecados del mundo con solo decir: “Yo tengo toda
la verdad, toda la pureza, toda la abnegación. En cambio, tú eres vendido, un
oportunista, un traidor.”
Acusar a los otros no ha de justificarnos ni absolvernos. Tampoco es un
bálsamo para mi cobardía recordar el papel de los escritores bienintencionados en
la política activa de Latinoamérica, cuya más patética demostración hoy encarna
en Juan Bosch. A menudo es fatal para el escritor tomarse por lo que
precisamente no es: hombre de acción.
Lo reconozco: es pesimismo. Y contesto con palabras de los Carnets de
Albert Camus: “Nacido exactamente antes de la guerra, privado de razones para
creer… ¿con qué derecho un comunista o un cristiano (para no tomar sino las
formas respetables del pensamiento moderno) podrían reprocharme el ser
pesimista? No soy quien ha inventado la miseria de la criatura ni las terribles
fórmulas de la maldición divina.”
Porque el caso extremo de esta tragedia hispanoamericana es la noble figura
de Ezequiel Martínez Estrada. Es intolerable que después de sacrificarlo todo al
análisis del malestar argentino, la única conclusión a que llegó fue la hiriente
respuesta publicada meses antes de su muerte por la revista Primera Plana: “Para
continuar una salida debemos conocer el mapa de la cárcel donde estamos
encerrados. Y si lo tuviéramos podríamos matar al gendarme. Pero no hay mapas.
Quizá ni siquiera hay gendarme. Entonces todo lo que nos resta es sentarnos a la
puerta de nuestra celda y sentarnos a llorar.”
En México, —ya que es cierto que el escritor, como los pobres, es un
mexicano marginal y los banqueros y los políticos son los únicos participantes—
¿cómo evitaremos la llegada de un día en que tengamos que sentarnos a llorar?
Los narradores ante el público, México, Joaquín Mortiz, 1966, 243-263.
http://circulodepoesia.com/2014/01/jose-emilio-pacheco-por-el-mismo/